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—junio 2014— LETRAS RARAS r e v i s t a ®

Revista Letras Raras, junio 2014

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Revista Letras Raras, junio 2014. Revista literaria. Una publicación de Editorial Sad Face. Año 3, número 9.

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—junio  2014—  

L E T R A S

RARAS

r e v i s t a ®  

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ÍNDICE

Editorial . . . . . . . . . . . 4 Ojos color de miel . . . . . . . . . 5 La chaqueta roja . . . . . . . . . 8 Mojada . . . . . . . . . . . 13 El hombre que no podía dormir . . . . . . 18 Motivos para beber café . . . . . . . 22 Bésame, ojos de mujer . . . . . . . . 27 Recomendación literaria . . . . . . . 28 Pompeya . . . . . . . . . . . 32 El levantamuertos . . . . . . . . . 33 No puedo hablar de vos aunque quisiera . . . . 36

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CONTACTO

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EDITORIAL

Dirección  editorial,  redacción,  mercadotecnia,  ventas,  diseño  y  todo  eso:  Editorial  Sad  Face  L.  Revista  Letras  Raras  es  una  marca  registrada.  2014.  Año  3,  número  9.  Fecha  de  circulación:  junio  de  2014.  Revista  editada  y  publicada  por  Editorial  Sad  Face.  Domicilio  conocido,  código  postal  90210.  Revista  producida  en  México.  Prohibida  su  reproducción.  Portada:  Anónimo.  Todos  los  contenidos  originales  aquí  verLdos  son  propiedad  de  sus  respecLvos  autores  y  están  protegidos  por  INDAUTOR  todo  poderoso…  ¡Así  que  no  te  fusiles  nada  o  te  arrojaremos  al  foso  de  los  leones!  

Nos es grato darles la bienvenida al más reciente

ejemplar de Letras Raras, el cual no sólo viene más

bonito que meses anteriores, sino que también

marca el tercer aniversario para quienes la

realizamos. Fue el 16 de junio de 2011 que los

fundadores salimos a vender por 10 pesos el primer

ejemplar de la revista, sin saber que tres años

después el proyecto no sólo seguiría vivo, sino más

fuerte que nunca. A quienes nos han ayudado a

hacer esto posible, ya sea mediante sus

colaboraciones, recomendaciones o lecturas no

podemos sino agradecerles desde lo más hondo de

nuestras literarias existencias.

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Cuando vemos que es muy tarde y la vida se nos fue de las manos; cuando hacia atrás la vista echamos y vemos que nuestro pasado arde en las incontrolables llamas del arrepentimiento, en las desgarradoras flamas de la soledad y abatimiento, el presente también se prende, nos devora y nos consume hasta quedar como un demente, poeta maldito, corazón doliente.    Es por eso que le digo a usted, señorita de sonrisa de luna, cuyos cabellos en cascada dibujan en su rostro las fases una a una: ¡NO SE RINDA! Escuche bien lo que le escribo: ¡No se rinda! Jamás usted me diga ¡RENUNCIO! Porque en ese momento su fiel amigo

Gilberto Blanco

Ojos color de miel

Señorita ojos color de miel y de muy blanca piel:   La vida, como parece, no es tan corta, es sólo que ya atardece cuando aprendemos lo que

[importa.

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no tendrá ningún motivo para escribirle más poesía; renunciará a su lado, caerá a su lado. Nunca grite: ¡Ya no puedo! Porque cuando en verdad ya no pueda mirará hacia atrás y será peor decir ¡Qué cobarde! Aún está a tiempo de sonreír, de entender y disfrutar, pues aún es joven, ⎯apenas cuarto creciente⎯ y está a tiempo de comprender que en la vida los problemas, por más grandes que sean, siempre serán pequeños cuando uno aprende a sentir, la brisa en un tibio mes de abril.

para Abbi

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Salga, camine un poco, aprenda a caminar con sus fantasmas mientras fuma un cigarro tras otro. De lo malo aprenda las lecciones y dele paso a las sonrisas del alma, ésas que la llenarán de calma cuando sienta que no le queda nada.   Pero no se ría por locura; hágalo usted cuando descubra que en la vida lo pequeño es lo que cura.   Deshágase de lo que le duele y sobra, y aunque parezca que quedó con apenas nada siempre estará para usted en la sombra su fiel amigo para reparar su rota ala.   Porque, escúcheme bien, señorita labios de hidromiel, la vida, como parece, no es tan corta, pero sé que usted sabrá aprender a escuchar y comprender lo que el viento le susurra al oído y los secretos que los árboles esconden tras de sí.   Señorita de rareza especial, que tiene un estilo espacial, sonría, porque, para su gracia o desgracia, soy su amigo hasta el fin.

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María Luisa Deles

LA

ROJA CHAQUETA

Eran las ocho y diez cuando Carlos salió de la oficina, un cubículo con tres paredes falsas y una de cristal que él bautizó como “La Pecera”. Era idéntico a los otros nueve, dispuestos en línea recta hasta conformar “El Acuario”. Los graciosos de por ahí pasaban tocando en el vidrio con la yema de los dedos o la punta de las uñas para llamar la atención de los ocupantes como si fueran peces. Habían transcurrido unas semanas desde el ingreso de Carlos al despacho de arquitectos donde era tramitador clase “b”, que era exactamente igual a ser tramitador clase “a” pero en colonias más populares. Dos tercios de sus diligencias consistían en hacer trabajo de campo, lo que le caía muy gordo. En las tardes la debilidad lo agobiaba. Tenía en mente mudar de empleo lo antes posible. Para

eso había comenzado a juntar todas las monedas de diez pesos obtenidas en los cambios y las iba metiendo en un garrafón de veinte litros que antes fuera contenedor de agua. Cuando estuviera lleno (con unas once mil monedas), compraría un carro ambulante de hot dogs y hamburguesas. El olor del queso amarillo achicharrándose sobre la plataforma caliente le traía de regreso los mejores años de su infancia, aunque no era lo mejor que le había pasado. Sus compañeros del colegio se burlaban de sus cejas juntas de azotador y de los dientes chuecos asomados por el lado izquierdo del labio de arriba. Uno de los caninos era más grande que el otro. Su abuelo tenía un perro muy fiel de raza mestiza encontrado cerca de los campos de fútbol de la universidad. Carlos todavía no iba a la universidad, pero lo hizo después. Entonces era sumamente común llamar Firulais a los perros, y el perro de su abuelo

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se llamaba Firulais. Los colmillos se le salían del hocico (al perro). Firulais se volvió su camarada. Compartía con él la mitad de la hamburguesa, nunca el hot dog por respeto a su especie. A las ocho y veinte tenía ocho minutos varado en la estación del autobús. Pensaba si tomar un taxi era buena idea, pues al no poder circular en el carril a contraflujo tal vez demorara más en llegar a su destino. De cualquier forma el camión llegó primero ofertando dos asientos libres, uno junto al señor gordo de lentes y pelo engominado que leía el periódico, y otro, dos hileras detrás, al lado de una anciana dormida. Ninguno quedaba cerca de la puerta. Siendo la mujer muy delgada era abundante el espacio para sentarse. En las piernas de la abuela iba una canasta, y sobre ella, una servilleta con flores de tulipán. Carlos había visto canastas iguales en los puestos de tacos, tulipanes nunca. Olía a una gran variedad de guisos pero la cena estaba esperándolo y era indispensable llegar con hambre. Cuando niño, su madre le apretaba los cachetes con mucha fuerza para decirle lo bueno que era al acabarse las lentejas, así, creció pensando en comer. Comer lo convertía en una buena persona. Los hoyos en la calle hicieron saltar del asiento a los pasajeros durante un largo tramo. La rueda delantera cayó en un bache grande y luego de unos minutos perdidos, a todos los bajaron del autobús. A las ocho y treinta y cinco, Carlos se encontraba a siete cuadras de la casa de Andrea Domínguez, una muchacha muy bonita que se convirtió en su novia después de haberlo traído a la vuelta y vuelta lo que dura un año. Con Andrea vivían dos gatos y el padre enfermo (el padre enfermo era de ella). Al señor

Domínguez le gustaba mucho jugar ajedrez, había sido campeón estatal muchos años antes de nacer su hija, incluso mucho tiempo antes de conocer a la madre de su hija, quien murió de frío en un invierno aunque padecía cáncer. El invierno era muy difícil de sobrellevar en esa ciudad. La nieve algunas veces subía hasta quince centímetros enterrando a los autos chicos, pero ése era uno muy bueno (el invierno) y apenas un poco de nieve escurría por ahí. Carlos decidió caminar en corte diagonal a través de los parques de la vieja colonia. Se movió a grandes zancadas sorteando los charcos más profundos sin preocuparse por los zapatos negros lustrados el día anterior. No quería llegar tarde a la cena que era a las nueve. Lo había prometido y además estaba hambriento. El último parque lo encontró cerrado por culpa de la feria

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instalada sobre una plataforma a un metro del suelo. En la feria halló un remolque con churros y un carrusel colmado de unicornios, los animales más amorosos del mundo. No pudo resistir la tentación de jugar a las canicas. Cada una de las tres líneas le costó dieciséis pesos. El pago le pareció excesivo junto a la alcancía del marranito bañado en cal y luego pintado con flores anaranjadas que le dieron como premio. Con el chancho bajo el brazo rodeó la esquina dejando atrás la música circense y el olor de la masa dulce de los hot cakes que seguía allanándole la nariz. A las nueve menos cinco estaba casi cerca, a tres cuadras que salvó a toda prisa en una carrera de siete minutos y medio. Dos minutos y medio pasaban de las nueve cuando llamó a la puerta de madera pintada de azul. El azul era su predilecto desde niño. En la escuela le enseñaron que las mejores cosas son de ese color; el cielo, el mar y el uniforme de su equipo, favorito a pesar de no haber sido campeón desde el noventa y siete. Como nadie abría, Carlos se asomó por el ventanal del jardín. El jardín era el de la entrada principal donde hay un ciprés cubierto de focos durante la época navideña. Los rojos, verdes y amarillos de la serie circundante al árbol refulgían en la oscuridad porque era la época navideña. Adentro, un largo viñedo cubría la mesa del comedor. Todas las uvas tejidas a gancho igual que las hojas y los bordes nacientes de la gran carpeta blanca. En el centro, venido esto a ser a la distancia del metro diez, había un cuenco con cubos de manzana y queso rebosantes de crema. La cesta del pan, cortado en rodajas, estaba cerca del extremo izquierdo dentro del triángulo delimitado por los platos y sus respectivas copas de cristal. En el cristal de las copas podían apreciarse diminutas pepitas que le recordaron otra parte de su infancia. La Abuela de Carlos atesoraba en una vitrina del primer piso de la casa donde nació y que antes había sido de sus abuelos y todavía antes de los abuelos de sus abuelos, un juego de cinco vasos enanos del mismo material. El sexto lo había roto su mamá (de la abuela). Junto  a  la  mesa  cubierta  por  el

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viñedo, el árbol de navidad acurrucaba a una docena de cajas envueltas para regalo. Los lazos eran todos de color plata. A Carlos se le antojó pensar que alguno estaba destinado a él (alguno de los regalos). Alzado en puntas espió al otro lado de la estancia donde había un pasillo largo que conducía a las recámaras. Sabía esto aunque

nunca hubiera estado ahí, porque era el camino que tomaba Andrea Domínguez al salir a abrir la puerta. El padre de su novia, que estaba enfermo, le prohibió aventurarse más allá del recibidor (a Carlos). Lo dijo claramente cuando lo conoció y lo repetía en cualquier oportunidad. Nadie salvo el señor Domínguez podía entrar en el cuarto de su hija. Los ojos del que espiaba toparon con las dos manos de Andrea puestas sobre la cara del hombre viejo de chaqueta roja y bufanda gris. No había visto una chaqueta como esa, tan corta por delante y con cola bífida detrás, pudo apreciarlo en el espejo de cuerpo completo de la pared que los multiplicó en cuatro personas. En las gafas del hombre rompía el reflejo de las luces procedentes de la sala. Para alcanzar la estatura de ella, el tipo, que era canoso y barbudo de las patillas a la manzana de Adán, dobló el cuello hacia abajo. Una joroba no muy grande le abultaba la parte superior de la espalda. Los labios de ella se abrieron en una letra “o” cuando el de la chaqueta roja (que estaba enfermo) metió la lengua con el fin de saborear la oquedad. Sobre de los hombros de su hija, a quien tenía abrazada por la cintura, el señor Domínguez cruzó mirada con Carlos. A través del espejo Andrea miró a Carlos mirar al padre. Carlos nunca había visto una chaqueta roja como esa.

FIN

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Encuéntrala completa en Machinima y YouTube

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Enrique Taboada

M MOJADA Había pasado muchos años lejos de mi casa de barro. Me había ido a la ciudad a hacer fortuna, pero para una mujer de campo lo único que hay en la ciudad son sobras; sobras de indiferencia, sobras que discriminan. Sobras, y no de amor. Pienso que nosotros los pobres no necesitamos caridad, lo que necesitamos es justicia. Yo no comprendía por qué las mujeres de la ciudad se burlaban de mis faldas llenas de colores; bordados que mi madre me enseñó y que la madre de mi madre le enseñó y que la madre de la madre de mi madre le enseñó; bordar el tiempo en una falda. Quizá su miseria citadina las hacía pensarse reinas. Si yo no tenía nada —estaba, literal, en la calle— ellas debían hasta su alma; tenían una tarjeta que las hacía comprar a doce o veinticuatro meses sin intereses. En conclusión, ellas llevaban puesta ropa que ni siquiera habían pagado, y al menos mis faldas llenas de bordados eran

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mías; yo me las había hecho con mis manos callosas, ásperas, pero mis manos.

Mi primera noche en la ciudad me quedé en la calle. Comenzó a llover. A mí me gustaba que lloviera en mi pequeña casa de barro. Se sentía el alma del agua. Mis desnudos pies bailaban al compás de la lluvia. La casa se llenaba de vida y cantaba:

“De barro es mi vida, de tierra mis pies, mi vientre de luna, mi piel es papel.”

Y con el agua de la lluvia se iban mis penas; se llevaba el hambre —esa hambre que había matado a dos de mis siete hermanos—, en sus aguas corrían los ajolotes, flotaban las ilusiones de un mejor mañana, cosa que los pobres era lo único que teníamos seguro de por vida: “un mejor mañana”. Pero en aquella ciudad lo primero que vi es que todo el mundo la odiaba, era una maldición. ¿Y cómo no darles la razón? Caía agua pero nada

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Fotografía: Enroque Taboada

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nacía de sus calles de pavimento. En mi pueblo, cuando llueve huele a tierra mojada. Amaba ese olor; era el olor de mi padre después de una jornada de campo. Aquí en la ciudad a lo único que huele cuando empieza a llover es a mierda, a miseria, a millones de personas caminando sobre su pasado extinguiéndose. No se mira, no se toca, no son de tierra.

El tiempo pasó. Mendigué para tener algo de comer, llegó alguien que tenia a su cargo la cuadra y me quitó lo que gané. Vendí chicles, f lores, chocolates, discos… Nada me daba de comer. La misma miseria que tenía en la ciudad era la misma que en mi casa de barro. Alguien llegó, me propuso vender mi virginidad. Ese mismo día cargué los pocos trapos que tenía, el poco dinero que junté, y en silencio dejé la ciudad. M is pasos no fue ron más que estadísticas, sonidos sordos en una ciudad llena de gritos.

Y bien, aquí estoy mirando mi casa de barro. El agua comienza a caer, las gotitas hacen plof, plof. Una canción de cuna. Huele a tierra mojada. Tomo un poco de ese polvo que hay en el camino; en un segundo, con el agua se ha hecho barro. Me lo llevo a la boca; sabe a tierra mojada. Las arenas del tiempo se diluyen en mi boca. Camino bajo la lluvia. Ya puedo ver mi casa de barro, el lugar de donde nunca me fui. fin

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“Leer aunque todo esté de cabeza.” —@Genrus

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el hombre que no podía dormir

Omar Méndez Castillo

El  hombre  que  no  podía  dormir  se  acostaba  todas  las  noches  con  la  esperanza  de  cerrar  los  ojos  y  dormir,  pero  el  hombre  que  no  podía  dormir  cerraba  los  ojos  y  recordaba  parte  de  su  infancia.  Casi  era  regular  que  recordara  cuando  andaba  en  bicicleta  por  la  montaña,  cuando  recogía  leña  por  el  bosque  y  cuando  perseguía  gallinas  por  las  afueras  de  su  casa.  Esto  se  debía  principalmente  a  que  el  

hombre  que  no  podía  dormir  vivió  más  de  diez  años  en  una  zona  rural,  a  unas  cuatro  horas  de  distancia  de  la  zona  metropolitana  más  cercana.  Más  tarde,  a  los  once  años,  la  familia  del  hombre  que  no  podía  dormir  se  fue  a  vivir  a  una  ciudad  muy  lejana  y  sin  nombre.  Allí  empezó  el  asunto;  en  esa  ciudad  el  hombre  se  acostaba  cada  noche  y  no  podía  dormir.    

 El  hombre  que  no  podía  dormir  andaba  por  el  día  fresco  y  lúcido.  Era  raro,  pues  los  médicos  y  especialistas  siempre  le  recomendaban  dormir  entre  cinco  y  ocho  horas  para  poder  rendir  bien  en  cualquier  ámbito  de  la  vida  diaria,  pero  el  hombre  que  no  podía  dormir  no  dormía  ni  un  minuto  y  rendía  más  que  sus  compañeros  de  trabajo.  Había  compañeros  que  dormían  cinco,  otros  seis,  otros  siete,  otros  ocho  y  algunos  osados  sin  vida  social  dormían  hasta  doce  horas;  principalmente  a  estos  úlLmos  se  les  veía  más  cansados  en  sus  acLvidades,  cansados  y  con  ojeras.  Eran  ellos  quienes  comúnmente  se  quedaban  dormidos  en  sus  asientos  o  en  el  acto  sexual,  contrario  al  hombre  que  no  podía  dormir;  él  siempre  estaba  despierto,  en  alerta.  Todos  criLcaban  al  hombre  que  no  podía  dormir  por  tan  mal  hábito.  Quizás  le  

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Local 26, plaza La Noria, Puebla, Puebla.

Un espacio para tomar un rico café hecho al instante. También es un centro cultural que le da cabida a

todas las expresiones artísticas.

¡El mejor chai de la ciudad!

criLcaban  por  envidia.    

 ¿Cómo  era  posible  que  el  hombre  que  no  podía  dormir  pudiera  ser  tan  excepcional  si  no  podía  dormir?  ¿Estarían  equivocados  los  médicos  en  sus  recomendaciones?    

 Al  principio,   el   hombre  que  no  podía  dormir   senca  miedo;  miedo  de  que  en  algún  momento  su   falta  de  sueño   le  cobrara   factura,  pero  mantenía  el  mismo  tono  muscular  y   la   lucidez.  Entonces  empezó  a  perder  el  miedo.  Después,  el  hombre  que  no   podía   dormir   sinLó   angusLa;   no   sabía   qué   hacer   con   tantas   horas   libres:   se  quedaba   recostado   y   cerraba   los   ojos   (a   sabiendas   de   que   no   podría   dormir)   e  imaginaba   historias,   recordaba   lo   que   había   hecho   en   el   día   y   jugaba   con   los  personajes;   en   su   imaginación   les   cambiaba   el   cabello,   las   ropas,   los   desvesca,   les  daba   oficios.   Pasado   algún   Lempo   este   juego   pasó   a   ser   aburrido,   entonces   el  hombre  que  no  podía   dormir   decidió   levantarse   de   la   cama,   cogió   algunos   libros   y  leyó   ininterrumpidamente   por   unas   seis   horas;   aquel   día   algo   cambió,   senca   un  inmenso  placer  al  adentrarse  en  los  textos,  en  las  letras,  en  las  historias.  Fue  tanto  su  agrado   que   esperaba   con   ansias   que   llegara   la   noche   para   volver   a   dedicar  ininterrumpidamente  seis  horas  de  lectura  a  algunos  libros.  Se  volvió  un  comprador  compulsivo  de  libros  y  los  leyó  todas  las  noches  durante  algunos  años.  El  hombre  que  no  podía  dormir   se   senca  confortado,  dejó  el   trabajo,  dejó  a   los  pocos  amigos  y   le  dedicaba   casi   todo   el   día   a   la   lectura.   El   hombre   que   no   podía   dormir   podía   leer  durante  todo  el  día.    

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  En   algún  momento   decidió   dedicar   algunas   horas   de   sus   días   de   lectura   a  organizar   sus   libros;   el   hombre   que   no   podía   dormir  —pero   sí   podía   leer—   tenía  tantos   libros  que  no  cabían  en  su  pequeño  departamento.  Tenía   libros  de  autores  clásicos,   modernos,   contemporáneos   y   de   pastas   muy   producidas,   unas   con  imágenes   que   incitaban   a   la   lectura   y   otras   que   eran   frías   como   el   invierno   en   la  ciudad  metropolitana.    

 El  hombre  que  no  podía  dormir  leyó  obras  completas,  best-­‐sellers  y  libros  que  una  chica  guapa  y  atenta  que  administraba  la  librería  más  cercana  (donde  el  hombre  que  no  podía  dormir  compraba  los  libros)  le  recomendaba  a  cada  visita.  Era  tanta  la  afición  que  el  hombre  que  no  podía  dormir  había  desarrollado  por  los  libros  que  ya  no  le  interesaba  leerlos,  sólo  los  compraba.  Entonces,  las  horas  que  antes  dedicaba  a   leer   las   dedicaba   a   organizarlos   en   tamaños,   colores,   autores   y   en   gustos.   Esto  úlLmo   era   dihcil,   ya   que   no   tenía   posibilidad   de   leerlos,   entonces,   las   pocas  ocasiones   que   el   hombre   que   no   podía   dormir   salía   de   casa   preguntaba   a   los  transeúntes   si   ya  habían   leído   tal  o   cual   libro  y,   en   función  de   los   comentarios,   el  hombre  que  no  podía  dormir  se  mimeLzaba  y  asumía  el  gusto  o  el  desagrado.    

 Compró  tantos  libros  que  un  día  no  pudo  entrar  más  en  su  departamento.  Los  libros  se  desbordaban  por  las  ventanas,  por  la  chimenea  y  parLcularmente  un  libro  de  pasta  color  verde,  que  formaba  parte  de  una  colección  de  treinta  y  cinco  tomos,  se   cayó   del   estante   que   estaba   arriba   de   la   puerta   y   la   atoró.   El   hombre   que   no  

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podía  dormir  ahora  tampoco  podía  leer  y  mucho  menos  podía  entrar  en   su   casa.   Sin   preocupación   alguna,   el   hombre  que  no  podía   leer  parLó  sin  rumbo  fijo,  mas  como  era  de  día,  el  hombre  que  no  podía  leer  fue  guiado  por  el  sol.    

  El   hombre   que   no   podía   dormir   —pero   sí   podía   caminar—  anduvo  alrededor  de  quince  horas,  llegó  a  un  pueblo  de  poca  gente  pero  con  un  gran  circo.  Parecía  que  el  dueño  fuera  algún  italiano,  de  esos   con  barba  prolongada  y  nariz  pronunciada.   “Circo  Zambroka”  rezaba   un   cartel   en   color   blanco   amarillento.   El   hombre   que   no  podía  dormir  y  que  no  tenía  ni  oficio  ni  desperdicio  hurgó  entre  los  integrantes   hasta   dar   con   el   reclutador,   le   ofreció   crear   un  espectáculo   que   amoLnaría   masas   y   crearía   polémica   en   aquel  pueblo   de   poca   gente.   El   espectáculo   consisca   en   permanecer  despierto  por  días  enteros  dentro  de  una  vitrina  en  forma  de  cubo,  sin  comer,  sin  leer,  sin  andar;  así  despertaría  la  atención  de  la  gente  y   sería   recordado  por   tan  elaborado   suceso.   El   reclutador,  que  era  un   lector   asiduo,   decidió,   no   sin   antes   dudar   y   mostrar   cierta  molesLa,  acceder  a  la  oferta  del  hombre  que  no  podía  dormir.    

  Todo   estaba   preparado:   se   habían   contratado   a   dos  pregoneros   para   que   informaran   a   los   ciudadanos   del   espectáculo  que   iniciaría   esa   misma   noche.   Los   pueblerinos   respondían   a   la  invitación,  se  reunían  en  grupos  y  llenaban  las  callejuelas  para  asisLr  a  la  vitrina  mientras  el  hombre  que  no  podía  dormir  aguardaba  algo  nervioso,  pues  jamás  había  estado  ante  tanta  gente.  Llegada  la  hora,  el   dueño   del   circo,   que   ciertamente   era   italiano,   se   prestaba   a  descubrir  la  vitrina  (ya  que  tenía  un  manto  azul  encima),  no  sin  antes  solicitar   a   los   músicos   que   hubiera   redobles   y   trompetas.   Los  asistentes,  excitados,  aplaudían  e  incitaban  al  dueño  del  circo  a  que  dejara   entrever   a   tal   arLsta.   La   emoción   se   desbordaba,   había   un  ambiente   de   júbilo.   Cuando   el   italiano   descubrió   el   cubo   los  asistentes   contemplaron   atónitos   que   el   hombre   que   no   podía  dormir  se  había  quedado  dormido  para  siempre.    

FIN

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MOTIVOS

CAFÉ José Luis Dávila

Porque cuando despiertas a las 12 del día, un sábado en el que planeaste trabajar desde temprano en el acomodo de tu casa, un buen café es lo único que te ayuda a quitarte la pereza de estar tantas horas en la cama y a aceptar que, si ya perdiste el día, piérdelo bien y ponte a leer y ver películas, o cualquier otra cosa que te entretenga y aleje de tus responsabilidades. (des)Aprovecha el tiempo en esa dulce procrastinación.

Cuando alguien te regala un tarro de café no tienes otra más que acabártelo. Incluso si no te lo quieres beber, siempre tienes la opción de esnifártelo todo, en líneas, dosificado con una tarjeta de crédito sobre un cristal, aspirándolo desde un billete de 500 para que Zaragoza también sepa de lo que están hechos los sueños.

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Aunque recomiendo más beberlo. Su sabor te dura bastante si lo sabes preparar. Agrégale algo de canela o azúcar o piloncillo. O tómalo solo, sin nada que afecte su verdadera esencia. Cuando te quede menos de la mitad, guárdalo como el tesoro que es. Porque te salvará, te lo aseguro. Bébelo desde ese momento sólo en ocasiones especiales, poco a poco, hasta que no quede nada, hasta que uno o dos granitos sean el remanente en el fondo de vidrio. Bébelo ya no para engolosinarte sino para honrarlo, porque quien te regala café, te quiere. Acuérdate de quien te lo haya dado en cada sorbo. Eso es el café, una forma de beberse la memoria. Bébete todo el tarro, porque es una ofensa no hacerlo. Porque el café está nacido de la tierra para beberlo.

Si la lluvia te acorrala, sea donde sea, no hay nada mejor que beber café. Estando en casa o en algún establecimiento dedicado a ello. En alguna oficina donde el café sea de lo peor que se pueda imaginar. En la fonda más cercana, donde el café es de olla, de ese que preparaba tu abuela hace mucho. La lluvia es algo que une a las personas bajo los techos. El café en ese entorno une más. Es una forma de saber que hay calidez pese al frío de las gotas kamikazes que se arrojan contra el suelo, contra los paraguas, contra los impermeables, esperando dar en nosotros, en alguno de nuestros ojos, por ejemplo. Son las balas de un

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grupo de adolescentes que entran a la escuela con ametralladoras y abren fuego sobre sus compañeros sólo para quitarse el tedio de la sequedad, sólo porque se aburrieron de ver a todos caminando sin ninguna preocupación y decidieron darles un motivo para correr y resguardarse. Cuando la lluvia cae, lo mejor es tener entre las manos una taza de café (porque el té es para relajar y el chocolate para recordar la infancia) y contemplar la caída de esas gotas.

Porque hay música que se lleva bien sólo con el café. Así como hay espacios para cada música, hay bebidas también. Quizá un poco de Vampire Weekend funcione con un café, sobre todo por la mañana. O el –dios me perdone por escribir esto– In Rainbows de Radiohead, en especial “House Of Cards”. Pero también géneros enteros, como el jazz y el blues; si no se escuchan con whiskey, el café puede ser un buen sustituto. También es bueno experimentar y escuchar las canciones dedicadas al café, como “Coffee and Tv”, de Blur, y “MentaLatte” de Matías Aguayo, bebiendo un café que vaya a la par de título.

Una de las mejores razones para beber café es que el café suelta la lengua. Kilómetros de chismes se cuentan a la sombra de las tazas de café. Hay historias que sólo se pueden contar de esa forma: en compañía de ese líquido negro que ayuda a pasarnos el trago amargo (o vergonzoso) de recordar eventos del pasado, sea un pasado lejano o próximo. Igual, con café se pueden revelar secretos y sueños, deseos y aflicciones. El café es estimulante para que todos hablen, sobre

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todo si se está con la o las personas adecuadas en quienes se puede estar seguro de que sabrán apreciar lo dicho, guardarlo y hacerlo parte de sí mismos. No digo que sea mejor que el alcohol, pero sí; porque cuando estás ebrio sueles no recordar o tener un pretexto para no recordar lo que dices, pero el café les confiere compromiso a las palabras. Sabes que son cosas de las que no te podrás desdecir, y con cada sorbo viene un pacto de verdad, confianza y sinceridad mutua.

Un café para soportar una clase de las ocho de la mañana o salir a trabajar. De hecho, para cualquier actividad que deba ser iniciada antes de las 9 de la mañana, hay que beber café. Despierta, da energía, da esplendor a los rostros, pese a que no se tengan malditas ganas de moverse ni un centímetro, ya sea porque es demasiado temprano, porque tuviste una mala noche, porque simplemente no tienes ganas. Como sea, el café es un maquillaje fantástico para esas ocasiones, mucho más si está cargado y sabes degustarlo. Incluso, cual comercial de alguna marca especifica de café, detienes todo lo que estés haciendo para un sorbo y sientes que el mundo se abre, que estás listo para lo que sea que venga.

Porque de niño muchas veces pediste que te dejaran tomar eso que los grandes bebían y, enfréntalo, alguna vez hiciste berrinche porque te decían que no. Entonces, de cuando en cuando, robabas un poco y te sentías pleno, apenas con unos cuantos mililitros de un sabor que no entendías bastaba para que sintieras que habías pasado como indocumentado la frontera entre la niñez y la adolescencia (pese a que no sabías nada de la adolescencia ni que cuando te llegara hubieras deseado quedarte mejor con los problemas de la niñez en vez de tener que darte cuenta que el mundo no es tan brillante como

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esperabas). Entonces ibas y lo presumías con tus amigos de la escuela o de la cuadra (generalmente eran los mismos), para que te respetaran por tal acto de madurez.

El café se debe beber porque es una forma de seguir avanzando. Porque en una taza de café se puede encontrar la mezcla necesaria de paz interior y gusto sibarita. En un poco de café se puede disolver cualquier problema y hallar toda solución. Es una ceremonia entera, como la del té. Cada vez que se bebe café, solo o acompañado, es una nueva oportunidad para estar en contacto con uno mismo y, si se sabe apreciar, cada ceremonia es un acto de vinculación entre nosotros y los demás asistentes, a la mesa o al mundo. El café está para ser esa conexión, para comprobar que no estamos solos.

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Tienes  ojos  de  mujer,  fuerte  el  talle,  el  pecho  hinchado,  maravilla  de  operado  como  nunca  se  ha  de  ver.  Tus  labios  finos  invitan,  tu  cuerpo  es  provocación,  tu  entrepierna  es  erección…  ¿así  las  hembras  se  excitan?  Rostro  fuerte  de  facciones,  cuerpo  más  bien  varonil  en  vesLdo  femenil…  ¿qué  escondes  en  tus  calzones?  Al  contacto  de  tus  besos  rígido  tu  vientre  hallo;  suspiras,  sudas,  yo  callo  por  ponderar  los  sucesos.  ¡Qué  quimera!  ¡Qué  portento!  Enhiesta  de  abajo  estás  y…  ¡sorpresa!  ¡Mucho  más  larga  que  yo  en  L  la  siento!  Bésame,  ojos  de  mujer,  acaricia,  muerde,  lame,  mas  no  busques  que  la  mame  ni  me  la  deje  meter.  Invasión  confusa  es  ésta,  detracción  del  Siglo  de  Oro,  que  por  ganar  el  decoro  arreglada  para  fiesta  en  trajes  de  terciopelo,  pluma,  sacn  o  de  seda,  hembruno  parecer  pueda  ciento  y  metros  de  flagelo.    

B É S A M E!

ojos de mujer!

Víctor Miguel Gutiérrez Pérez

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J.I.M.M.

Recomendación literaria..

¿Alguna vez han leído uno de esos libros que les da un coraje que se anuda en garganta, pero no pueden dejar de leer de tan deslumbrante e intrigante que es? Bien, para mí ese fue el caso de Naomi, de Jun'ichirō Tanizaki, uno de los grandes novelistas japoneses del siglo XX. No es que yo hubiera escuchado de él; simplemente me paré en una librería, de esas con cafetería y todo que son muy caras, y husmeé entre libros desconocidos con títulos o presentaciones interesantes como suelo hacer a menudo. No sé por qué me llamó la atención su título tan simple, no sé por qué leí las letritas de la cubierta posterior y ahí estaba ella, de quince años, serena e irresistible ante él, un simple ingeniero de mi edad para el cual ella representa la mujer de sus sueños. Hagan sus conjeturas; el punto es que me dije: “tengo que leer este libro; lo compraré cuando tenga dinero”. Semanas después, una mañana soleada, colorida y pesarosa, caminaba de regreso a mi habitación y, haciendo tiempo para no afrontar mi soledad a solas, entré a otra librería (también cara, pero no tanto). Harto de textos filosóficos por leer, busqué el autor cuyo nombre apenas recordaba, y no fue fácil encontrarlo pues sus libros yacían en el estante especial de la editorial Siruela. En las librerías uno tiene que adentrarse en todos los rincones si espera encontrar tesoros. Hice mi compra, no me importó quedarme sin un céntimo al final de la semana, y al mediodía comencé a leerlo. Mi primera decepción

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fue ver que no es una traducción directa del japonés, sino del inglés, pero después noté que ante tal maestría aquello es afortunadamente una nimiedad.

Ahora hablaré de Naomi. Ella no es la típica lolita que ya desde pequeña es como el capullo de una flor prometedora, rebosante de futura sensualidad, no; ella trabaja en una cafetería y se arrincona a hacer su tarea, ella lee en silencio y es excesivamente puntual; ella hace lo que se propone sin grandes aspavientos; “es una nerd”, dirán, y sí, quizá tendría la apariencia y el comportamiento de una nerd actual; eso es lo que me atrajo desde las primeras páginas. Pero “nerd” es un término inadecuado, un estereotipo. Para comenzar a leer esta novela hay que soltar

ideas preconcebidas; ideas límite como “niña buena” o “zorra” aquí no sirven de nada, pues los extremos se encuentran.

Y él, él es un imbécil. Pero no nos engañemos; quizá todos los imbéciles poseen algo de tierno en el fondo, y para tener y conservar a una mujer así se debe ser muy, pero muy astuto. Él tiene dinero, no mucho, pero el suficiente para tomar una flor humana y probar cómo se ve en distintos jarrones, presumirla en calle y guardarla en casa, cultivarla con clases de inglés y música, pues para él una mujer actual debe ser analítica y sistemática para ser atractiva. ¿Ustedes qué opinan? Tal vez la máxima ceguera sea no ver que la inteligencia es excesivamente sensual y se halla, sobre todo, lejos de las escuelas y sus “ejercicios intelectuales”. Él es joven pero se siente viejo; quizá nunca fue joven del todo, digo, ¡28 años! Mas recordemos que estamos en el Tokio de los veinte que se debate entre la tradición y occidente; y esto significa bailes de salón y películas de Hollywood junto a exquisitos kimonos y austeros tatamis. “Mi Mary Pickford”, le dice él, que admira la piel transparente y venas azules, el penetrante olor y alta estatura de las mujeres de Occidente. Naomi, aunque no es blanca, tiene un aire yanqui, y hasta su nombre es inusual. Quizás de manera innata, por esfuerzo, por designio (y aquí nos damos cuenta que no importa realmente el porqué), ella se torna una artista despiadada de la vida, ella se muestra, mas sólo lo

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necesario; su crueldad es su inocencia, su introversión es su arte social... pues en la vida no hay encantados y encantatrices, pero sí venganzas sutiles: el acto de revelarse contra ser una cosa inofensiva, como un adorno.

Empecé diciendo que leer esto me dio coraje. Pues bien, el concepto vida en común a menudo indigna, humilla y da miedo, y ya por el capítulo cuarto uno no sabe de quién compadecerse, y esto lo incluye a usted, lector; pero no hay algo que perdure sin un giro cómico y cruel, autocompasivo. La novela está escrita en primera persona por él como una especie de memoria, lo que le da un sabor especial a las calles de Ōmori, al glamouroso distrito de Ginza, al ultramoderno puerto de Yokohama, al libidinoso Asakusa, en fin, al Tokio que nacía a lo que es hoy. Pero de personajes, pasiones y sabores, tramas y sospechas, ya se percatarán ustedes, si leen.

Quizá sería lindo despedirnos con una recomendación del narrador y amante de Naomi: “Está muy bien dar confianza a la mujer que amas, pero el resultado es que pierdes la confianza en ti mismo. Y cuando eso sucede, no hay manera de vencer su sensación de superioridad. Entonces vienen las desdichas que no pudiste imaginar”.

“Entonces vienen las desdichas que no pudiste imaginar.”

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La Antología Letras Raras de narrativa y

poesía reúne todos los cuentos y poemas

originales que se publicaron en la revista

durante su primer año de circulación (junio

2011-2012).

A la venta por sólo $100. Envío sin costo a toda la República.

¡HEY!

ISSUU.com/LetrasRaras

(apresúrate porque se agota)

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En el oculto latido de los ramajes del mundo���infrinjo la esencia de la noche remota���

mis vísceras anuncian una danza relegada���en los balcones de ensueños tu cabellera salina. Depongo la investidura y me muestro huérfana���

de ideologías ceñidas al hielo de la sombra���por el deseo henchido de reconciliar tu carne���

y amarrar mis sudores a los tuyos. Sé que crepitas al otro lado del espejo���que mi cuerpo sorbes en un haz de luz���

y que parado sujetas solitario y desnudo���la perennidad de mi inmanencia

salpicada en ti. ...

Recuerda que resbalo en todos tus confines ���y te amamanto bajo el Vesubio.

Pompeya Natalia Lara

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El  

Levantamuertos  

Juanito Pereira

“Bienvenidos  a  Quiroga  de  Arteaga,  Pueblo  Mágico”  se  leía  en  el  gran  espectacular  que  habían  mandado  rotular  desde  la  capital  del   estado.   La   plaza   central   estaba   llena   como   nunca   antes   la  había   visto;   tantas   caras   que   no   reconocía.   Llovía   confeti   a  borbotones,   se   escuchaba  música   con   trombones,   trompetas   y  una  que  otra  guitarra.  No  hay  manera  de  explicar  el   estado  de  shock  en  que  me  encontraba  al  ver  todo  esto.  No  fue  sino  hasta  que   reaccioné   que   me   dije   a   mí   mismo:   “¡Hace   diez   minutos  estaba  muerto!”.    

  Llevaba   muerto   desde   el   año   1887,   pero   ahora,   nueve  años  dentro  del  siglo  XXI,  yo  de  repente  volvía  a  aparecerme.  No  es  que  no   supiera  de  mi   falta  de  existencia   terrenal;   yo  estaba  consciente  de  que  me  fui  a  otro  lugar.  Sólo  regresé  en  espíritu;  no  hay  representación  Wísica  mía  más  que  la  de  mis  huesos,  que  exhumaron  para  llevarlos  a  la  rotonda  de  los  personajes  ilustres  de  mi  bien  amado  Quiroga  de  Arteaga.    

  Salí  de  mis  dudas  sólo  al  momento  de   indagar  con  otros  dos  entes  que  por  ahí  andaban.  Ellos  en  vida  se  llamaban  Alicia  Castañeda   y   Edmundo   Ruarte;   tenían   respectivamente   tres   y  cinco   años   de   vuelta   en   la   tierra.   Alicia   fue   pintora;   en   sus  tiempos  hizo  tantos  retratos  de  la  gente  y  la  vida  diaria  que  sus  

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obras   alcanzaron   fama   internacional   a   Winales   de   la  década   de   1960.   Edmundo   era   escultor,   pero   utilizó  siempre   materiales   reciclados;   muy   visionario   para  alguien  que  acababa  de  pelear  en  la  revolución  nacional.  Por   lo   menos   eso   decía   su   placa   conmemorativa   en   el  museo.    

  Lo   que   sucedió   fue   lo   siguiente:   el   alcalde   Juan  Carranza   le   había   hecho   la   promesa   a   su   abuelo,   don  Eleazar   Carranza,   de   poner   en   el   mapa   al   pueblo   de  Quiroga   de   Arteaga.   Lo   que   estaba   de  moda,   según  me  

contaron   Alicia   y   Edmundo,   era   que   tu   pueblo,   aldea,   villa   o   pequeña   ciudad  fuese   denominado   “Pueblo   Mágico”   si   cubría   ciertos   requisitos   como   lo   eran  contar  con  ediWicios  antiguos  y  costumbres  “como  las  de  antes”.    

  La   estrategia  del   alcalde  Carranza   fue   acudir   a   los   archivos  históricos   y  buscar   personajes   con   pasados   artísticos   y   que   hubieran   contribuido   a   la  cultura  y  difusión  del  pueblo  en  todo  el  territorio  nacional,  y  si  se  podía  más  allá  de   las   fronteras,   pues   qué   mejor.   Después   de   una   exhaustiva   búsqueda   y   de  hasta  traer  varios  Doctores  en  Historia  y  Artes  fue  que  dieron  con  nosotros  tres.  Esto   sucedió   hace   siete   años   más   o   menos.   Ahora   que   tenían   a   las   Wiguras  importantes,  era  necesario  traer  de  regreso  sus  obras  para  que  se  despertara  el  interés   de   la   gente   por   el   pueblo.   Para   mí   era   sólo   una   manera   de   atraer  turismo.    

 Mis  padres  me  dieron  el  nombre  de  Agustino  Solís,  pero  a  mí  me  gustaba  que  me  llamaran  Agustín.  En  mis  tiempos  de  juventud  sólo  había  dos  cosas  que  hacer  en  Quiroga  de  Arteaga:  o  arabas  la  tierra  o  cuidabas  vacas  y  borregos.  Yo  desde   pequeño   elegí   lo   primero.   También,   desde   temprana   edad   empecé   a  escribir,  pero  sólo  lo  hacía  para  pasar  el  tiempo  libre  que  tenía.  Ya  era  toda  una  proeza  que  a  mis  doce  años  y  en  mi  pequeño  pueblo  yo  supiera  leer  y  escribir.  Mi  madre  me  dijo  que  lo  aprendí  casi,  casi  yo  solito.  La  verdad  no  me  acuerdo,  pero  nunca  dudé  de  las  historias  que  mi  mamá  contaba.    

  No   fue   hasta   que  me   casé   en   1872,   a  mis   veintiún   años,   que   empecé   a  escribir  historias  y  cuentos  más  largos,  con  más  personajes  y  más  trama.  Todos  

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mis   cuentos   los   guardaba   en   un   baúl   que   un   día   me   ayudó   a   construir   mi  hermano  Antonio.  Los  años  pasaban  y  yo  escribía  y  escribía.  Luego,  así  nomás,  me  morí.  Nunca  supe  cómo  pasó:  un  día  me   fui  a  dormir  con  mucha   Wiebre  y  ya  no  desperté.  Mis  cuentos  en  el  baúl  pasaron  de  mano  en  mano  entre  mis  familiares  por  tres  generaciones  hasta  que  en  1957  hubo  un  incendio  y  sólo  sobrevivieron  cuatro  de  mis  escritos.  

  De   una   u   otra  manera,   los  Doctores   de  Historia   y   Artes   encontraron  mis  libros  y,   como  el  alcalde  pagaba  buen  salario,   les  pareció  buena   idea   llevarlos  a  una  editorial  y  empezar  a  imprimir  quinientos  tomos  de  cada  cuento.  Para  el  año  2006  yo  ya  era  leído  en  todo  mi  estado  natal  y  parecía  que  el  sistema  de  escuelas  públicas   a   nivel   nacional   iba   a   poner   uno   de  mis   libros,   el  más   chiquito,   como  obligatorio  para  los  niños  de  sexto  de  primaria.    

 —Si  es  verdad   lo  que  dicen,  Agustín,   tú  vas  a  ser  el  último  en  regresar  al  lugar  de  descanso  en  el  que  estábamos  —dijo  Edmundo.    

 —¿De  qué  hablas,  Edmundo?  —repliqué.    

  —Hemos   escuchado   decir   a   otros   entes   que   van   de   paso   que   la   única  manera   de   regresar   al   lugar   de   descanso   es   siendo   olvidados;   que   la   gente   no  hable  más  de  nosotros  o  de  nuestras  obras  —explicó  Alicia.    

 Una  teoría  que  no  podía  desechar;  tal  vez  los  otros  entes  tenían  razón.  Tal  vez   cuando   me   exhumaron   y   me   pusieron   a   la   vista   de   todos   fue   como   un  catalizador   para   que   yo   llegara   aquí.   Bueno,   creo   que   no   queda   más   que  resignarme.  A  través  de  los  siglos,  mucha  gente  ha  soñado  con  vivir  para  siempre.  De  una  u  otra  manera,  estoy  viviendo  ese  sueño  tan  anhelado.    

FIN  

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No puedo hablar de vos aunque quisiera imantar el vientre irisado al ilapso impudente que desata la ebriedad copular de tibios labios. No puedo hablar de vos aunque lamiera tejido febril en el pináculo y en una humareda de espermas convulsione la negrura de mis párpados. No puedo hablar de vos aunque irrumpiera el ciclón nacional que se apertrecha y asalta y enclava mis zapatos.

No puedo hablar de vos aunque ofrecieras rasgar prominente brillantez de mis caderas y ensalivar y embadurnar el himen lánguido. (Hoy mi fuego enquistado e inalcanzable se debate en despótico vaguido camuflada la embestida del caudillo en el llanto irascible de sus pasos) No puedo hablar de amor aunque quisiera.

Natalia Lara

No Puedo Hablar de Vos Aunque Quisiera

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María  Luisa  Deles    Ha  escrito  para  el  periódico  Intolerancia  y  la  revista  Insumisas.  Ha  parLcipado  

en  diversos  talleres  de  creación  literaria  en  el  estado  de  Puebla.  Actualmente  forma  parte  del  taller  de  escritura  creaLva  Duermevela  Casa  de  Alteración  de  Hábitos.  

Gilberto  Blanco     20   años.   Estudiante   de   historia   en   la   Facultad   de   Filosoha   y   Letras   de   la  

UNAM.   Amante   de   los   amaneceres   y   el   café;   de   los   atardeceres   y   el   chocolate.  Lector  a  Lempo  completo  y  escritor  a  Lempo  de  inspiración.  Runner  de  corazón.  

José  Luis  Dávila    Columnista  para  CincoCentros.com.  Melómano  insufrible.  Aún  no  decide  qué  

Lpo  de  pesimismo  lo  hace  más  feliz.  

Juanito  Pereira     Columnista   de   renombrados   periódicos   europeos.   Administrador   y  

economista  por  vocación.  Gusta  de  las  artes  y  el  entretenimiento  por  igual.  

Enrique  Taboada    Escritor,  fotógrafo,  aventurero,  a  favor  de  las  malas  costumbres  como  lo  son  

sonreír,  ser  feliz  y  estar  enamorado.  

Omar  Méndez  CasLllo    Oaxaqueño  y  pidigueño,  en  una  relación  con  la  psiqué.  

Natalia  Lara     Escritora   venezolana.   Contador   público   de   profesión.   Ha   publicado   sus  

escritos  en  diarios  de  circulación  regional  del  estado  de  Bolívar  y  Maracay.  También  en  Miami  y  ArgenLna.  Forma  parte  del  grupo  literario  El  Círculo  Impreciso.  

Víctor  Miguel  GuLérrez  Pérez    Doctorando  en  letras  hispánicas.  CulLva  la  narraLva,  la  poesía  y  el  ensayo  de  

opinión.  Amante  de  la  literatura  aurisecular.  Ejerce  la  filantropía  donando  su  dinero  a  las  mujeres  necesitadas  de  los  burdeles  y  lupanares  de  Monterrey.  

J.I.M.M.    Filósofo  en  forja  (UNAM)  con  chispas  de  arquitecto.  Ganador  de  premios  de  

creación  literaria  en  el  ITESM.  

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Todos  los  derechos  reservados.  Bajo  las  sanciones  establecidas  por  las  leyes,  esta  publicación  no  puede  ser  reproducida  total  ni  parcialmente,  ni  registrada  o  transmiLda  

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otro,  sin  permiso  por  escrito  previo  de  la  editorial  y  los  Ltulares  de  los  derechos.  

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RARAS

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