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1 - Febrero 2015 - Revista Literaria RARAS LETRAS Revista

Revista Letras Raras, febrero 2015

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Revista Letras Raras, febrero 2015. Revista literaria. Una publicación de Editorial Sad Face. Año 4, número 2.

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- Febrero 2015 -

Revista LiterariaRARAS

LETRAS

Revista

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ÍNDICE

Editorial . . . . . . . . . . 4

Amor suicida . . . . . . . . . 5

Ambulancia . . . . . . . . . 7

El encargo . . . . . . . . . 11

Porque . . . . . . . . . . 17

Una taza, por favor . . . . . . . 17

El robo . . . . . . . . . . 19

Cinco minutos después . . . . . . 20 Carta para un encuentro . . . . . . 25

Venimos del mar . . . . . . . . 30

El bar bombacho . . . . . . . . 31

Autores . . . . . . . . . . 32

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Dirección editorial, redacción, mercadotecnia, ventas, diseño y todo eso: Editorial Sad Face ☹. Revista Letras Raras es una marca registrada. 2015. Año 4, número 2. Fecha de circulación: febrero de 2015. Revista editada y publicada por Editorial Sad Face. Domicilio conocido, código postal 90210. Revista producida en México. Prohibida su reproducción. Portada: Natalia Vodianova. Todos los contenidos originales aquí vertidos son propiedad de sus respectivos autores y están protegidos por INDAUTOR todo poderoso… ¡Así que no te fusiles nada o Metaknight te encontrará!

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EDITORIAL

Damita, caballero, joven, señorita, niño y niña, es

un placer darle la bienvenida a un ejemplar más

de Letras Raras, importante y reconocida revista

literaria que en este número le trae en exclusiva

una grandiosa, maravillosa, milagrosa selección

de cuentos para su deleite, su entretenimiento,

su crecimiento interno. Así que aproveche y

pásele ahorita, en este momento, a leer esta

bonita oferta que ponemos a su disposición de

manera gratuita, sin costo alguno, por tiempo

indefinido. Que no le engañen, que no le

mientan, sólo Letras Raras quita el mal de ojo,

los juanetes de las patas, detiene la caída del

cabello, cura la impotencia sexual y corta la

diarrea. Léala, léala, que además es excelente

regalo pa'l niño, para la niña e inmejorable

remedio pa'l insomnio o el aburrimiento.

El pinche editor

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Amor suicida

¿Por qué vivir una vida de odio y sufrimiento en la cual yo soy el mal, donde yo no existo para nadie? La persona que me ama me pide morir para estar a su lado; aquel protector que siempre me ha cuidado es el único que sigue junto a mí. Sólo espera a que le diga adiós a este mundo, a esta vida, para estar con él. Me llevará a otra existencia… ¿Estaré lista para ir hacia él? Ya no quiero vivir, pues no hay en mí una esperanza que me mantenga en este mundo; un mundo donde para las personas soy nada; un mundo donde dejo las ilusiones sólo en mis pensamientos. ¿Estaré lista  para dejar ir todo lo que me hace daño?

Hoy pensé en cómo llegar a ti. Sin más, me arreglé, me puse lo más hermosa que pude. Me vestí como haría sólo para ti, me puse algo lindo como había pensado… Sonrío pensando en ti y me sonrojo. Y de pronto, sin más, busqué en una caja fuerte la pistola que dejó papá al marcharse, coloqué en la ducha una cuerda para colgarme, llené la bañera con agua helada; una idea para ahogarme… ¿Estaré lista para estar a tu lado? Pero con tanto pensar, con tanto prepararme, me pregunté una vez más: ¿realmente estaré lista?

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Luz Omega Enríquez

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Recorrí toda la casa, entré a todas las habitaciones, tal vez esperando alguna señal. Algo, aunque fuese muy pequeño. Pero no: sólo escuché tu lánguida y lejana voz diciendo: “te esperaré”. Fui directamente hacia el baño y entré lentamente a la tina. Vi cómo mi vestido se iba mojando poco a poco mientras me recostaba. Para pasar las horas preparé un puño de pastillas, me las tragué y esperé. Llegaron a mi mente tantas cosas… El día en que mi papi me enseñó a andar en bicicleta;  cuando un grupo de niñas me golpearon; cuando Duván me dio un beso en los labios; su inesperada muerte; cuando papá me llevó a montar a caballo; cuando fui con mi hermana a patinar sobre hielo; las palabras hirientes por no tener a mi madre; cuando mamá me compró un vestido, el más lindo de todos. La extraño. Ya ni recuerdo su rostro…

Simplemente quería regresar. Pero ya no podía, era demasiado tarde: ya no podía moverme. Al cruzar el punto sin retorno entré en un sueño donde alcancé a mirarte; mi vista era tan borrosa que no pude ver bien tu rostro, pero aún así sabía que eras tú. Sentí cómo me cargaste y me dijiste: “no te vayas, quédate conmigo, ¡no me dejes jamás!”. Mis labios apenas alcanzaron a decir que sí. Al despertar estabas allí, sonriéndome con tu piel tan pálida y tus labios rosados; lo primero que hice fue abrazarte muy fuerte pues no quería separarme de ti. Entonces sonreíste y te dije: “nunca te dejaré”.

“Mi hermosa Eleonor, te he estado esperando, pero es el momento de que sigas el camino que no tiene retorno. Cuando la soledad rompa tu corazón sólo cierra los ojos y ven a mí; sólo dame tu mano y nos uniremos por la eternidad, jamás te apartaré de mi lado. Por ahora, para mí es momento de seguirte esperando; para ti es el momento de regresar a la vida”.

“¡No, no puede ser!”, grité. Tiempo después desperté, extraviada y confundida, en un hospital. Fui rescatada por mi padre. Al mirar a mi alrededor todo me resultaba extraño y de pronto, al volver la mirada, esa carita pálida con los labios rosados estaba allí, frente a mí, en la cama 365. Entonces le sonreí y él me sonrió de vuelta. Estoy segura que sabe quién soy yo… Lucharé para conocerlo…

�6FIN

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AmbulanciaSon muchas, pero muchas las historias que puedo contar como agente de tránsito municipal; algunas divertidas, otras ridículas y otras tantas desafortunadamente tristes. Si bien ésta es una ciudad pequeña y relativamente tranquila, son numerosas las cosas que uno atestigua como parte del trabajo, y de hecho no son pocas las veces que he considerado escribirlas en un libro de memorias cuando me retire y sea viejo; a ver quién las quiere leer. Por lo pronto, quiero compartirles algo que me tocó vivir recientemente durante mi turno.

Me encontraba patrullando las inmediaciones del centro durante la madrugada, solo, pues con aquello de los exámenes de confianza le habían dado cuello a mi compañero. Bueno, a muchos de mis compañeros, de hecho. Estaba todo muy tranquilo cuando, de pronto, me contactaron desde la central pidiéndome echar un ojo a una ambulancia que varias unidades ya habían visto circulando erráticamente por media ciudad. Me dijeron que se la había reportado por última vez entrando al bulevar Pino Suárez y, efectivamente, cuando bajé de La Surtidora a dicha vialidad la vi pasar como bólido con las luces y la sirena encendidas. No tardé en alcanzarla, y tan pronto vi las insignias y los colores que llevaba supe que algo andaba mal con esa unidad: se trataba de una de las ambulancias del Hospital San Ignacio de Loyola, con las cuales estoy familiarizado porque paso por allí

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E.J. Valdés

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todos los días en la combi que va y viene del trabajo. Siendo así, nada tenía que hacer circulando por ese rumbo, pues no sólo estaba bastante lejos de su base, sino que invadía una ruta a la que daban servicio ambulancias tanto de la Cruz Roja como del Hospital General, situados los dos a diferentes alturas de la misma vialidad. Procedí a detenerla, así que me acerqué y encendí mi torreta, pero al ver que la ambulancia no disminuía su velocidad le ordené orillarse por el altavoz, instrucción a la que también hizo caso omiso. Me pregunté si no estaría, efectivamente, atendiendo una emergencia, así que consulté con la central. La orden fue detenerla. “Ni modo”, pensé, al tiempo que pisaba el acelerado a fondo para que el motor desbocara. No hay nadie a quien nuestras patrullas no puedan alcanzar, eso lo sé muy bien, así que le rebasé por la derecha, me adelanté varios metros y le cerré el paso una cuadra más adelante, por el semáforo de González Ulloa. Entonces no le quedó más remedio que frenar y apagar sus luces. Bajé de mi unidad y me acerqué a su ventanilla, nervioso, pues, ¿quién conduce una ambulancia de esa manera, a esa hora, por esa calle?

El vidrio ya estaba abajo cuando me planté junto a la portezuela. El chofer era moreno y llevaba anteojos. Debía rondar los treinta años, al igual que los otros tres individuos que lo acompañaban. Ninguno iba vestido de paramédico. “Se la robaron”, fue lo primero que pensé al verlos, pero antes que pudiera decir algo ellos comenzaron a explicar que tenía que dejarlos ir, que era una emergencia, que yo no entendía. La verdad es que los cuatro lucían bastante agitados, pero el hecho de que estuvieran tan lejos del Hospital San Ignacio, de que no llevasen uniformes y de que dos de ellos lucieran barbones y greñudos no me daba buena espina. “Se la robaron”, pensé nuevamente, mientras ellos insistían en que hiciera mi patrulla a un lado. Decidí poner un poco de orden, así que les pedí que se tranquilizaran, les dije mi nombre y les pregunté qué hacían corriendo por Pino Suárez de esa manera. Entonces uno de ellos, larguirucho y también de lentes, vestido muy pulcro, me dijo:

—Oficial, nos dirigimos a evacuar la Clínica Ángeles, pues en ésta hay una plaga de cocodrilos.

La verdad no pude aguantarme una carcajada: ¡cocodrilos! Los únicos cocodrilos que había en la ciudad tenían forma de zapatos, cinturones y

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billeteras. ¡Ni a río llegábamos! “Se la robaron”, no me cupo la menor duda. Recobré la compostura y pedí apoyo a la central, al tiempo que los muchachos gritoneaban que era en serio, que era algo muy urgente y no sé qué más. En vano les pedí que bajaran la voz. Afortunadamente en unos minutos arribó una unidad de apoyo con dos compañeros, seguida de una grúa, y entonces procedimos a detener a los tripulantes de la ambulancia, que insistían en lo importante que era que llegaran a la Clínica Ángeles. Sin embargo, no opusieron resistencia cuando los bajamos, y al catearlos no les encontramos armas, estupefacientes ni nada extraordinario. Mirándolos detenidamente, pensé que, pese al aspecto de los dos barbones —uno hasta llevaba los pelos alborotados y tenía cara de no haber dormido en varios días—, parecían buenos muchachos. “Igual ya se aclarará esto, pero por nadie meto las manos al fuego”, me dije. La grúa enganchó la ambulancia y partimos rumbo a la estación para que declararan y se resolviera su situación. Lo que dijeron allí ya no me tocó saberlo porque, tan pronto ingresamos al “cuarteto de Liverpool”, como los bautizó otro agente de tránsito quién sabe por qué, me enviaron a atender una volcadura en la carretera a Monte Real. El resto de la madrugada estuve ocupado y nada más supe del caso de la ambulancia y sus singulares tripulantes.

Al entregar el turno por la mañana me metí a almorzar a una cafetería de Avenida Madero, y mientras esperaba mis chilaquiles montados me puse a echarle un ojo al periódico que tenían sobre la barra, seguro que algo diría allí del accidente que atendí. Imagínense la cara que puse cuando leí en la primera plana, con letras grandototas, la palabra “cocodrilos”. Resulta que durante la madrugada tuvieron que evacuar una conocida clínica (no especificaban cuál, pero la foto correspondía a la Clínica Ángeles) que, de pronto, se vio invadida por una veintena de lagartos, salidos, al parecer, del drenaje. Cómo fue que éstos llegaron a las alcantarillas y de allí al centro de salud, nadie se lo explicaba, lo que sí es que tuvieron que pedir apoyo a ambulancias particulares para trasladar a los pacientes al Hospital General y a una clínica del Seguro Social. De los cocodrilos tuvo que hacerse cargo personal de Protección Civil y de la perrera municipal, pues en la ciudad no hay quien sepa lidiar con estos animales, consiguiendo aislarlos en la unidad de terapia intensiva mientras resolvían qué hacer con ellos. No se reportaron víctimas ni heridos, sólo muchas personas asustadas.

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Debo haber leído aquello unas diez veces, seguro de que me había saltado la parte donde aclaraban que se trataba de una broma. Pero no: era real. De inmediato pensé en esos muchachos a los que había detenido. “Eso no explica por qué iban a atender una emergencia vestidos como civiles”, cavilé, cosa que estaba dispuesto a averiguar. Comí rápido, pagué y regresé a la estación. Para cuando llegué ya los habían liberado con todo y ambulancia. Según me explicó una compañera, la cosa estuvo así: el muchacho de anteojos que iba conduciendo era sobrino de los dueños del Hospital San Ignacio —algún puesto tenía allí, pero no entendí cuál— y los otros tres eran amigos suyos que esa noche le ayudaban a instalar unas cámaras de vigilancia. Cuando llegó la noticia de la situación en la Clínica Ángeles, ellos se ofrecieron como voluntarios para rescatar a los pacientes, no queriendo enviar a los paramédicos, que podían ser más útiles en el hospital y llevar otra ambulancia en caso de una emergencia —extraña decisión si me lo preguntan, pero yo no entiendo cómo funcionan esas cosas—. Al interrogarlos en la estación explicaron lo sucedido y la propia directora del Hospital San Ignacio corroboró su historia, y puesto que el muchacho que conducía contaba con licencia para operar una ambulancia y sus acompañantes no presentaban antecedentes penales —uno de ellos, resultó, hasta escritor era— se les puso en libertad.

Caray. Las sorpresas que le da a uno la vida.

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FIN

El periodismo más divertido de la Bella Airosa.

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El Encargo

Buenas tardes, joven, hasta que por fin contestan. Llevo toda la mañana intentando comunicarme y nomás me atiende la mujer esa que habla como tarabilla y a fuerza quiere que uno marque el uno para los pedidos, que el dos para quejas, que el tres para la facturación y va de nuevo. No se calla, así cómo le va uno a explicar lo que necesita. ¿Una grabación? ¡A lo que hemos llegado! En mis tiempos lo más importante era el servicio al cliente. Los empresarios decentes atendían personalmente sus teléfonos: “el que tiene tienda que la atienda”, así decía mi papacito Q.E.P.D. A ver, ¿por qué no me contestó usted desde hace rato? ¿Que abren a las cuatro? Pues sólo que sea por eso. Oiga es que aquí en el contrato no dice. Deberían ponerlo, por favor dígale al señor gerente, tan fina persona don Luisito.

Gracias, muy amable. ¿Cómo? Ah, soy la señora Abundia Sotomayor, viuda de Martínez González, ¿me recuerda? ¡Qué bueno! Pues nada más

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María Luisa Deles

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aquí, dándole lata con lo de mi encargo, ¿ya mero me lo tienen? ¿Dónde dice? Qué caray, déjeme alcanzar mis anteojos porque así no veo nada. ¿En la primera página? Claro, claro, ya lo encontré: 5627. Újule, ¿tanto así? ¿Con quién hablo? ¿Es usted Juliancito? ¿No me puede comunicar con él? Bueno, es que yo preferiría porque él ya está al corriente de todo. Pues si no hay más remedio… ¿Ya consiguieron la tela? Tiene que ser mascotita rosada, figúrese que mi madrina me hacía unos delantales primorosos con sus holanes en los hombros y dos bolsas al frente donde guardaba yo mis hilos y unas tijeras doradas, monísimas, que tenían la forma de un pajarito. A los holanes les ponía su bies de espiguilla blanca, ¿usted cree que también le puedan poner espiguilla alrededor? Anótele ahí, la costurera sabrá qué hacer. ¿Cómo que no es costurera? ¿Así nomás le dan los trabajos a cualquier persona? Ah, pues si es un sastre, mejor todavía. Anótele, anótele.

¿Cómo dice que se llama usted? ¡Ah cómo no! Armando, ya tuve el gusto hace unos días. Oiga qué bonito nombre tiene, es como de general del ejército. No le voy a decir Armandito porque entonces ya no se oye garboso, a usted sí le voy a decir Armando, pero no crea que estoy enojada, es por respeto. Oiga Armando: no se olviden del alfiletero, ¿eh? Que sea de buen tamaño y con las agujas de ojo grande, le digo que ya me falla mucho la vista. Ése lo pueden poner al lado izquierdo porque soy zurda, ¿sabe usted? Las tijeras ya las tengo yo, de eso no se preocupe. Como comprenderá tienen que ser especiales. Lo que sí le voy a suplicar es que se apuren, ya lo necesito para este fin de semana. El viernes es mi cumpleaños y quiero aprovechar. ¿Mándeme? Nada más porque es usted muy simpático, pero sépase que a las mujeres no se les debe preguntar la edad, jovencito. Ochenta, y ya pesan. Aunque a decir verdad, yo estuve muy bien hasta los setenta y cinco, pero entonces se me murió mi Romualdo y francamente la soledad no me ha sentado. Ya no quise buscar otro porque estaba muy encariñada con el difunto y en cierto modo me dio flojera, esas cosas les van mejor a los jóvenes, pienso yo.

¿Cómo dijo? No, mi marido murió hace… ahora verá, unos veintitantos años, creo. Eso sí, no me dio nada de lata, nomás una mañana no despertó. Ahí quedó tendidito y con sus ojos bien apretados. Ni quien dijera lo bronco que siempre fue, mal geniudo y mujeriego como pocos. Cuántos dolores de

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cabeza y cuántas humillaciones, no sabe usted. El día que amaneció muerto tenía una cara de ingenuidad que hasta remordimientos me entraron, y luego cuando vi cómo se agarraba su panza… A lo mejor sí pasó mala noche, pero oiga es que yo sí tengo el sueño bien pesado.

¿Qué dice? Hábleme más recio, no le oigo bien. ¡Ah! Romualdo era mi gato. Viera qué cariñoso. Le daba yo su cereal con leche y sus higaditos, y en agradecimiento él se me enroscaba entre las piernas para tallar su hocico contra mi pantorrilla. Lo extraño tanto que a veces todavía llego a la casa con la bolsa de pescuezos de pollo y los dejo en su plato, hasta que lo empiezo a llamar con un chiflidito corto y dos largos y recuerdo que ya no está y me pongo muy mortificada.

Bueno, bueno pero no nos salgamos del tema que yo apenas necesito diez segundos para que se me olvide de lo que estaba hablando. ¿Ya le dije lo de la almohada? Esa sí es muy importante Armando, porque aunque soy de buen dormir me cuesta mucho conciliar. ¿Cree usted que me puedan conseguir plumas de ganso? No quiero de esas económicas que anuncian en la tele y disque se amoldan a uno, por el precio no se preocupe, tengo mis centavitos. ¿Eh? ¿Cómo dice? Ergo–¿qué? Pues será el sereno y la forma atómica y todo lo que quiera, pero no, a mí que me la hagan de plumas si es tan amable. Así como la del cuento de Quiroga. Qué gran imaginación de don Horacio, ¿no? Pues el autor del cuento, quién va a ser. Qué feo eso de que a los muchachos de ahora no les guste leer. Debería tomarse un tiempecito para cultivarse, Armando, resulta muy agradable cuando los hombres tienen conversación. Que la dejen bien abultada y con su funda de satín azul cielo para que siempre esté fresquita. Y también quiero otra para tener de repuesto. No, la funda nada más, ¿para qué iba a querer dos almohadas? Que sea verde menta, o mejor rojo pasión. Ay sí, roja. Fíjese que tengo la piel muy blanca y me va a hacer muy bonito contraste.

La cobijita que les entregué cuando firmamos el contrato, la de parches, ¿ya sabe cuál? ¿Verdad que sí? La hice yo misma. La vi en una revista gringa y aunque todo venía en inglés con las puras fotos logré sacarla. Eso se lo debo a mi madrina que me enseñó a coser. Ésa me la dejan doblada debajo de la imagen de Santa Bárbara mártir. Pobrecita,

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¿sabía usted que su padre la tuvo cautiva en una torre para que no conociera varón? Y con tan mala suerte que cuando logró escaparse fue a dar a una peña nomás para seguir encerrada y de ahí salir al potro. Al de tortura, Armando, al de tortura, ¿no le digo que fue mártir? No, yo le hablaba de Santa Bárbara, ¿por qué habrían de mandar a mi madrina al potro?

Algo se me está olvidando, pero no sé bien qué. A ver, ya le dije lo del costurero, la almohada y la cobija… la imagen… ¡Ah! Ya sé. Mire, Armando: yo soy muy friolenta, quiero un termo de dos litros con café de olla, pero que sea de olla, con su piloncillo y su rajita de canela. Las señoras que trabajan en la cocina deben saber bien cómo se prepara. ¿No tienen cocina? Oiga qué fa l ta de consideración, pero en fin, le explico: dejen que hierva el agua con el piloncillo y la canela y luego le sueltan el café con un colador. Ahí lo dejan en la lumbre unos diez minutitos antes de pasarlo al termo. No le aunque que lo sirvan muy caliente, estoy acostumbrada a tomar las cosas así. Y me pone unos vasos desechables de esos que mantienen el calor, ¿cómo se llaman? Ándele, de unicef. ¿Eso no es algo de los niños? Oh, bueno, pues del unicel ése. Que sean unos ocho o diez porque he visto que a veces salen picados. Le dije a Juliancito que la madera debe ir en un tono muy natural y que lo oreen para que se le vaya el olor del barniz.

¿Ya lo tiene apuntado? Ah, qué bueno. Pues entonces creo que ya es todo. Por favor vénganse como a eso de las siete del viernes. Voy a tener una comida de festejo. ¡Ay! Es que me gustan mucho las fiestas. Sé que ya no estoy para esos trotes, pero mi hijo Anselmo va a llegar con un mariachi y toda la cosa. Ya le dije que los voy a esperar en el balcón para hacerme a la idea de que me trae gallo. No quiero que entren a la casa como delincuentes tocando eso del son de la negra como ahora le hacen. Qué visiones, ¿no? A mí que me canten la Paloma, Si nos dejan, Motivos, esas románticas. ¿Le platiqué que va a haber mole? Ése lo prepara mi Adelita, la única de mis hijas que me salió buena para la cocina. Las otras disque son profesionistas.

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¡Fíjese nomás, joven! Una es veterinaria, otra dentista y la tercera (aunque no es la más chica, la menor es la veterinaria), que es medio hombruna, es ingeniera, así con A, que porque ahora las profesiones también tienen género, dice ella. Claro, con tantas ínfulas una ya está divorciada. No hay marido que aguante dos pares de pantalones en la casa. Yo siempre fui una mujer de mi hogar y de mis hijos, y aunque mi marido me salió calavera ni loca habría pensado en separarme. Eso lo castiga Diosito.

Fue muy difícil al principio, pero cuando comencé a darle a mi esposo el té que me recomendó mi comadre Mariana, las cosas mejoraron mucho. Poco a poco se le quitó lo atrabancado y empezó a estarse quietecito en la casa. Lástima que se me murió al poco tiempo, cuando yo ya estaba tranquila porque dejó de beber y ya no faltaba a dormir ni una noche. ¿Usted es casado? Bueno, pues entonces tiene tiempo para elegir una buena mujer que lo atienda, Armando. Tome en cuenta a sus familiares, vea que sea seriecita y le gusten los niños y sobre todo, que sepa cocinar, ya ve que al hombre se le conquista por el estómago. El arroz sí lo voy a preparar yo misma. Mi nuera está de necia que a fuerza lo quiere hacer, la cosa es que se le bate horrible, eso no se puede ni comer. El arroz es uno de los platillos más difíciles del mundo, ¿sabe? Desde la hora de comprarlo se debe uno fijar en el tamaño y nunca escoger el más barato porque sale muy trozado. Le voy a poner sus chicharitos, zanahoria y su buen jitomate de bola, aunque ya vi que anda carísimo.

Oiga, Armando, ¿y si se viene a comer? ¿No se le antoja? Todo va a estar muy sabroso. No le dé pena, yo lo convido con mucho gusto, sirve que conoce a mi Adelita, va a ver que es un encanto de muchacha. No es la más bonita, pero ya le digo que es muy de su casa. ¿Cuántos años tiene usted? Ah, qué casualidad, ella también anda por los treintas. Casi ya le llega a los cuarenta pero ya ve que ahora no es tan malo que la mujer sea un poco mayor que el hombre. Bueno es que ya la tuve grande, no sea indiscreto joven. Anímese, nomás me va a tener que esperar un ratito porque sí quiero disfrutar mi fiesta. Ya como a eso de las siete me despido y usted sale a la camioneta o lo que traiga por mi encargo. Lo pone en la sala y yo creo que por ahí de las ocho ya me estaré comenzando a enfriar, dicen que el cianuro es muy rápido. Quiero aprovechar que van a estar todos mis hijos y mis

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nietos para que no tengan que dar la vuelta. No sabe qué trabajo me da juntarlos. Y a s i n o l e apetece quedarse al velorio, regresa por mí el sábado

temprano para llevarme al cementerio, ¿no? Por cierto, que no se les olvide que quiero rosas blancas sobre el ataúd y un cuarteto de violines para cuando me entierren, Juliancito ya sabe.

Me dio mucho gusto platicar con usted, ahí en el contrato viene mi dirección. Acá lo espero el viernes a buena hora. Salúdeme a don Luisito, por favor. Armando, sí me está oyendo, ¿verdad?

MúsicaJuanito Pereira

El próximo 3 de Marzo sale a la venta el nuevo disco de Noel Gallagher y sus High Flying Birds, titulado Chasing Yesterday. Ya le dimos una escuchada y suena bastante ameno. Hasta tiene una de sus tracks se llama “The Mexican”. ¡Exigimos que vean y escuchen los primeros sencillos en su canal oficial de youtube!

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FIN

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Ela Acort

Porque

Te confías porque te amo, pero tengo ojos y veo m

ás de una puesta de Sol, hay diferentes form

as de mirar la

Luna, hay más estrellas para bajar y hay m

ás versos por inventar. Te confías porque te am

o pero, por más

que quiera, no puedo evitar voces ajenas, voces dulces y

cálidas, no

puedo huir

totalmente

de m

iradas anhelantes, no puedo no halagarm

e con lisonjas. Te aprovechas porque te am

o, porque me sabes hum

o de tu cigarro, porque sí puedo apartar la m

irada de los horizontes,

porque puedo

jugar a

la sorda

y no

escuchar las voces, te aprovechas porque te amo y al

final soy tu Ella. Al final ni me esfum

o ni me consum

o, pero m

e desgasto.

Una taza, por favor

Aquellos días en los que la compañía cotidiana era tu

sonrisa, tus dedos paseando por mi espalda desnuda al

estar en

nuestro lecho,

tus ojos

perdidos en

la ventana…

Aquellos días en los que amanecía con notas

de despedida porque se te hacía tarde para ir al trabajo, cuando llegaba el fin de sem

ana y había tantas y ninguna cosa que hacer.Eras la m

edida perfecta de lo que necesitaba para despertar

y dorm

ir sabiendo

que por

fin estaba

completa, eras m

i taza de té cuando estaba resfriada, m

i taza de leche para dormir bien, m

i taza de café para com

enzar bien mi día.

Ahora, cada vez que busco amor, lo pido en tazas, lo

mido en tazas, m

e acostumbraste a pedirte en tazas…

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El robo

Meto el cuerpo para avanzar entre la multitud apiñada; me apretujo; rozo telas, brazos desnudos. ¿Va a bajar?, pregunto como un estribillo donde apoyar los pies. El calor humecta la nariz, sudan las fosas nasales. Respiro vapor de carne que se cuece a hervores. Nos cocemos. El sudor, cosa agria, hiede: el mío, vaporoso, pierde su propia pestilencia entre los otros. Arriba, sobre mi cabeza, el surtidor arroja aire caliente. Este vagón es el desemboque de una caldera, pienso. Mi cuerpo, atrapado entre los hombros de dos hombres, más altos, siente el filo de sus costillas.

Rechina el freno, se escucha lejano; mas el ruido repta como sierpe de llanta en llanta y llega y escalofría los oídos, destiempla los dientes. De sopetón se detiene el armatoste. La multitud se zangolotea. Las cabezas de las gentes, muñecos con cuello de resorte, van y vuelven de un latigazo. Miro el letrero sólo para cerciorarme, para ratificar que es este mundo el que habito y esta la estación donde bajo. “Bellas Artes”, dicen las letras azuladas. De un golpe se abre la puerta, como harta de estar cerrada, de aguantar apretados sus dientes de negro caucho. Sale marejada. Despegan mis pies del suelo. Me elevo. Vuelo, pájaro humano. Los hombros de los hombres, a mis costados, son mis alas. Mas me dejan caer pronto y, desconocidos, anónimos, se alejan.

Me despejo. Me reacomodo. Reviso para ver si no me falto o me falta la cartera. Meto la mano, escudriñadora, en la bolsa trasera del pantalón y no está. Dónde la dejaste, me culpo. Me palpo nuevamente. Apelo al recuerdo, le muerdo la cola, mas el recuerdo puede vivir como lagartija, con la cola arrancada. Frente al corazón la bolsa de la camisa, el último resquicio, la esperanza. La diestra se arrastra por debajo del suéter, los dedos atestiguan: no hay nada. Reviso, ya desesperado, los calcetines; con la punta de mi lengua busco bajo mi lengua, a los costados del frenillo, nada, y con los dedos rastreo atrás de las orejas y justo ahí encuentro un lápiz pero la dirección no. Me robaron la dirección, esos hombres me robaron el destino.

Ya resignado, tras un trago de saliva y un suspiro, me siento en el suelo del andén y ahí me quedo, apesadumbrado, sin tener hacia donde.

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Mario Sánchez Carbajal

FIN

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Cinco minutos despuésCarlos.

Te llamas Carlos. ¿Recuerdas? Estás sentado en la poltrona de la sala, los dedos encajados en los

brazos mudos del mueble. Los dientes apretados, la lengua punzante, líquida; la pasta sanguinolenta que no puedes…

No te atreves a tragarte. Inhala. Exhala. La pared de cantera frente a ti ya no choca con el muro blanco, antes

más delicado y digno de tu gracia. Ni el brillo de la luz se deturpa ahora con la sombra del tosco acabado cuya única misión era guardar el acceso a las escaleras, viejas y buenas escaleras, semejantes a la ascensión del éter.

Las piedras falsas que recubren la pared parecen mirarte, los surcos de mortero que las unen, vestigio del océano grisáceo que un día recibió las monstruosas islas en su seno espeso, se antojan sonrisas de labios hinchados, explosivos. Las babas de piedra se escurren de entre sus bocas —¿hocicos?— sin dientes, y se juntan con el manantial precioso hasta formar parte de la misma cosa.

Inhala. Exhala. Inhala. �20

Víctor Miguel Gutiérrez Pérez

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Las piedras quieren hablarte; pero se ríen. Babean. Babean. Y se ríen. Y babean.

Exhala. Y se ríen. Carlos. ¿Recuerdas? Te llamas Carlos. El mortero, sin las islas, es una serpiente alocada y juguetona. No sabe

que estás aquí. No sabe que ahí está el muro. No sabe ya quién es quién, cuál es cuál. Se arrastra por la pared sin reparar en el hecho de que alguna vez tuvo mil patas —tal vez todavía las tenga.

Juega a que no existe nadie. Juega a que no existe nada. Y en la inmensidad de un océano de

contrahojas uniformes en su falsa irregularidad, te percibe, como a una estatua que largo tiempo ha vivido cobijada por su propio hieratismo. Agita la cola para acariciar tu rostro —mejilla—; pero te golpea las narinas y carcajea con estruendo —un relámpago en lontananza. La leve punta de la cauda reptiliana te rasca la nariz, narís, narises, y por fin paladeas con cuidado el viaje que la lengua emprende, desde lo profundo del pozo de tu boca hasta las barbacanas ruinosas de tus dientes, para expeler una zeta con arrojo y arrogancia.

Carlos, Cárloz, Kárloz… No lamentas que «serpiente» no se escriba ni comience más que con ese.

El muro atezado se enorgullece, se macula nuevamente con tu súbito ejercicio. Parece crecerse en sí mismo, como si piedras babeantes brotaran de los pocos detritos que han salido, como paridos al mundo, nuevos y lozanos, revitalizados por tu saliva que es blanca y bermeja y se corrompe con el oscuro vómito de tus muelas.

Y el muro y la pared ya se confunden. Inhala.Tus dedos, casi garfas, laceran los brazos silenciosos de la poltrona

que se deleita —aunque nunca te lo haya confesado, aunque lo supieras desde siempre— con el roce de tus nalgas casi descarnadas, semejantes a dos calcañares hediondos que a ratos pisan sangre y que, a ratos, pisan leche, y parecen haber olvidado los motivos de la mierda.

Mierda. Exhala.

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Y el silencio, finalmente, deja de acariciar tu entrepierna para que puedas cerrar los párpados. Recuerdas. Un gemido sale de tus labios y hace vibrar los pellejos que cuelgan, relucientes como el manantial precioso donde babean las piedras y vomitan… Tus dedos índice y medio se juntan, se engurruñan, se convierten en un gancho carnicero. ¿Recuerdas? El tacto húmedo, tibio, grasiento y pestilente recorre la memoria de tus yemas —tiemblan. Aprietas el puño, extático, como si te fuera lícito volver a chupar el primer regalo de aquel tabernáculo fragante. Tus párpados apenas revelan una franja de luz blanca, semejante a un sueño en que las piedras hablan, y el muro y la pared no se conciben.

Y se ríen. El silencio —la poltrona— quiere jugar con los calcañares. En tu

pensamiento, emerge del cojín donde se apoyan, una barra firme, reluciente, como de metal. La serpiente de mortero te mira, inmersa en la expresión de tu rostro adusto, en tus manos blancas que aferran los brazos silenciosos con placer arcano; en tu gemido y en otro y en la relajación de tu mandíbula.

Deseas. Deseas más. Te niegas al principio; pero así como la barra de tu mente se introduce

con firmeza y severidad entre el enjuto conjunto de tus nalgas, así como recuerdas que te introdujiste varias veces, incitado por el rigor de la muerte, en el montículo de carne que yacía delante de ti hace —¿cuánto?— no sabes precisarlo; así como soñabas que te introducías día tras día hasta que las lágrimas, tan blancas como tú, tan blancas como el muro atezado, otrora delicado y digno de tu gracia, salían de ti, del ojo sensible de tu alma, vomitados por un enhiesto lagrimal, quemante, único testigo y única causa de tu visión verídica —de tu verdadero llanto—; así como finalmente lograste introducirte, según fue tu voluntad, en el alma desgarrada de un cuerpo duro como la cantera en la pared; así como enfrentaste hueso y piedra con la fuerza de tu brazo y venciste la osada dureza de su cráneo —roto— se quiebra tu reserva, y ya no te niegas más y sueñas en tragarte…

La mirada de las piedras y el mortero te arrancan de tu trance. Mierda. Finalmente bajas la mirada. Abres la boca y un delgado hilo de saliva

desciende hasta besar la mejilla lavada en agua preciosa del precioso

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manantial. La pasta sobre tu lengua, brillante, bermeja, se desprende perezosa y cae, bañada en tu saliva, sobre más saliva y sobre la carne empapada.

Y las piedras vomitan y babean. Te levantas. El ojo de tu único lagrimal verdadero se asoma entre tus

pantalones. Saluda nuevamente al mundo. Hierve por dentro. ¿Recuerdas? Mierda. Acomodas el montículo de carne con cuidado. Acercas la nariz a la

cavidad entre el par de nalgas frías y mojadas con tus lágrimas. Inhala. Tu lengua, como la serpiente en la pared, juega a que no existe nada,

juega a que no existe nadie. La barra del silencio te atraviesa la entrepierna. Tu boca se mueve. Muerde la carne. La arranca. La escupe. El montículo cede ante tu gracia, revela su caverna y su tesoro. El agua

preciosa empapa los jirones de pellejo y grasa, y empapa tu cara, y empapa tu boca. La pruebas.

Muerde. Finalmente tragas la recompensa que comenzaste a extraer con los

dedos hace —¿cuánto?— poco, muy poco, cuando no tenías nombre, cuando eras una sombra putrefacta que deturpaba el blanco brillo de un muro atezado, cuando se acercaba el hombre a despertar en ti la furia, el hambre y la lascivia, cuando el montículo de carne era parte de —¿quién?— la pared. Tal vez. No lo recuerdas.

Comes. Mierda. Inhala. Exhala. Mierda. El precioso manantial crece, sus preciosas aguas se extienden por el

piso de la sala, lo lavan, lo purifican, lo llenan de ti —¿él? — y las piedras se ríen. El muro atezado se macula con manchas preciosas. La serpiente se agita y se olvida de ser el océano donde se abrazan las islas. Y se ríen.

Y por las escaleras asciende, con paso majestuoso, el efluvio que ha vencido al éter.

La sala se convierte en piedras. ¿Recuerdas? Te llamas Carlos.

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El festín te adormece. Buscas la cabeza del montículo de carne, ases sus cabellos empapados de preciosa agua del manantial precioso; sientes cómo algunos se desprenden, desesperados por sumergirse ahí donde tus lágrimas y tu saliva se juntan con el vómito de piedra. Acercas la cabeza brillante, la cabeza bermeja a tus labios. Besas su frente.

Recuerdas cuando era hombre, cuando se llamaba Carlos, cuando se llamaba amado, corazón, cariño, infierno, pared, niño y nada.

La puerta exhala con el gemir de sus bisagras el atesorado éter de tu nombre. El viento lo repite en un grito como de fiera que sí habla. Los ojos de las piedras se resguardan.

Miras el rostro desfigurado que te llama bajo el marco de la puerta. Aprietas los párpados. Inhalas. —Todavía me llamo Carlos. ¿Recuerdas?

VideojuegosJuanito Pereira

Si vamos a hablar de juegos retro, S h o v e l K n i g h t (2014) es uno de esos juegos que si fuiste fan de Mega Man, Legend of Zelda, Castelvania, o h a s t a D u c k

Tales, ¡no puedes dejar de perderte! Los desarrolladores tuvieron la certeza de crear algo nuevo pero con un feeling tan conocido que no podrás dejar de jugarlo hasta terminarlo y volverlo a jugar. ¡A nosotros nos encantó!

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FIN

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Carta para un encuentro“No sólo escribo con la mano:también el pie quiere ser escritor.”

– Friedrich Nietzsche. La gaya scienza. “Preludio...”, §52.

“Yo era un espectro desnudo que bailaba para unos fantasmas. A cada talonazo que yo daba en la sucia tarima, se hundía más y más mi pasado y mi porvenir de joven príncipe.”

– Marguerite Yourcenar. Fuegos. “Fedón o el vértigo”.

a Elizabeth M. A.

Entendí que quería ser bailarina cuando comencé a tener sueños de danza. No eran simples sueños, soñaba noche tras noche, semana tras semana; a menudo de día, en mis horas libres, somnolienta por la suma del ejercicio matutino, lo aburrido de la clase anterior y la visión cálida de los pabellones universitarios interrumpidos incidentalmente por puestos de comida. Mis compañeros y yo salíamos a almorzar; yo prefería esperarlos sentada con las piernas cruzadas, sintiendo en mis pantorrillas la áspera caricia de las tablas de la banca al tiempo que ellos se desdibujaban, sus siluetas se tornaban manchas de colores que tremolaban con el calor ascendiente de la

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Deidamía L. Navas

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resolana en los adoquines. Sentía mis pestañas tocarse y volvía a soñar. Me hallaba en un mundo verde pasto, informe, suma de muchos verdes, donde el revolotear geométrico de los insectos eran veloces bailarines con trajes blancos, brillantes, saltando de aquí para allá cual pensamientos persiguiéndose unos a otros. Entonces llegaban con mi encargo (antes los habría acompañado, sí, en la interminable fila, bromeando, contándonos chistes o poniéndonos al tanto con preguntas que se zambullían en nuestras “vidas”, y yo me asombraría del nuevo sentido que sus respuestas representaban para mí –no me aguantaban mucho tiempo, decían que me la pasaba filosofando; ellos sólo buscaban entretenerse–; ahora, soy distinta). Otras veces ni siquiera me daba tiempo de darme cuenta de haber despertado; mis sueños continuaban en la oscuridad fresca de las madrugadas, caminando al metro, en el vaivén chirriante del tren que alargaba su trayecto muchos minutos más (¡quiero llegar ya!), en el automatismo coreográfico de las personas al salir de la estación y buscar transporte, y en las calles, de fragmentos de acera sobresalientes y murmullos de autos con luces aún encendidas; en las escaleras, en la duela encontrando las plantas de mis pies, en los rostros de los otros que empezaban a estirarse, y mi sueño continuaba, continuaba, indefinidamente, y el gran espejo proyectaba el amanecer hacia mí emergiendo tras los ventanales. Después, cuando nos íbamos, me percataba de que era otro día (¿otro?), y presentía que los sueños eran danza y la danza, sueños.

Te fuiste cuando empezó esa etapa de mi vida. Y hoy, que vamos a encontrarnos, lo escribo como si pudieras leerlo ahora. Casi me hiciste llorar alguna vez, no por tu lejanía –estás ausente porque quieres– sino por tu huída de ti mismo, por tu miedo. Miedo e indecisión que yo ya he superado, que en mí se difumina cual remembranza infantil aunque a veces me atrapa de noche, antes de dormir, pero ahora me protegen mis sueños de danza.

Intentabas convencerme de que éste era tu camino, y hablábamos de los elementos aprendidos, del ambiente de nuestras nuevas clases en ciudades distintas, hasta llegué a creer que te me adelantarías y que al volver a encontrarnos me enseñarías nuevas técnicas con la misma dulzura de tus palabras al leerme, asiendo mi mano sin importar dónde. No fue así, tus palabras empezaron a sonar a pretexto y a premonición: decías que ellas

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eran más jóvenes y flexibles, y después simplemente no volviste. Quizás tus sueños no eran como los míos, de danza. Aunque no sepa realmente quien soy, sé que estoy cambiando, y mucho. Te lo digo porque no nos hemos visto en mucho tiempo.

Ahora estoy ocupada casi todo el tiempo, y es estresante, pero de lo profundo de mí y del suelo y del escenario surge una llama eléctrica que me estremece y me impulsa a continuar; mi cuerpo no es inmóvil. Me pregunto, a menudo, ¿qué soy?, ¿qué estoy haciendo?, y cuando el hartazgo de lo mismo es insoportable como una gota tras otra en la lluvia nocturna interminable cuando ya todos duermen, sonreír puede ser suficiente, sonreír, pero con todo el cuerpo: pues antes quise entender, ver, crear; ahora sé que para todo ello he de sentir. Sé, al bailar, que sentir es fundirse con la presencia de los que nos acompañamos en un momento de nuestras vidas, un momento que aunque acabe pronto será parte de mi eternidad. Y mientras viva esto no estaré desamparada. Entre todos entretejemos vida y expresamos movimiento; vida que no es una sino muchas distintas, pues cada quien posee su estilo singular e irrepetible. Así, mi cuerpo se transfigura poco a poco a ese sueño que somos; así, nuestra compañía es humildad.

Acaso aprender una breve secuencia de pasos requiera el mismo esfuerzo que d e j a r c a e r u n a sec re ta l ág r ima ; puedo elegir, y sin duda prefiero bailar. He comenzado a

comprender, poco a poco, que la apertura de todo el cuerpo expresada en nuestra postura es el abrirse de todo nuestro ser; que la verticalidad de las líneas que se proyectan a lo más alto no sólo es pretensión, sino ser altivos de camino a nuestros sueños; que la extensión de nuestras piernas proyectándose a tiempo, dibujando geometrías ideales, dinámicas y eternas, no es presunción, sino realidad: despliegue instantáneo y efímero de las cortinas de la percepción de la belleza.

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Esto no es tan sólo proyectar una imagen. A menudo tenemos que sonreír en escena. Se nos impone esa sonrisa como una obligación, como la herramienta que oculta el magnífico esfuerzo de nuestro cuerpo llevado a sus límites bajo la imagen de lo sublime. Estudiamos el carácter épico de nuestros personajes para revivirlos una vez más, por un efímero instante. Pero a lo largo de meses y años me he dado cuenta de que esa sonrisa es mi espíritu, sonrisa de todo el cuerpo y de todos los que bailamos, que no viene de afuera impuesta por un guión o una tradición, sino de adentro, de mi propia alegría, que es mi constante entrega; que el personaje que baila en mí soy yo; no es que yo le preste mi cuerpo a ella o ella a mí su alma: somos una y la misma. Comprendí, con cada reflector, cada mirada, cada función de íntima presencia en la oscuridad, que lo que bailo no es un efímero instante, sino la vida, mi vida, su vida, nuestra vida, que existió antes de mí y persistirá después de mí.

Por otro lado, mis trayectos no son muy diferentes a los de los días en que nos acompañábamos. Cuando regreso a casa, sola o acompañada, mirando a las demás personas atrapadas en sus días, movidas por sus anhelos, me pregunto ¿por qué no se atreven a ser?, ¿por qué no dan un paso nuevo en dirección a sus anhelos y despiertan sus cuerpos? A veces vivimos como si no tuviéramos cuerpo, es decir, como si nuestras preocupaciones y sueños fueran inmediatos y aun así inalcanzables, como deseos imposibles para los que nuestro cuerpo no representa más que un estorbo; un estorbo que comenzamos a sentir al enfermar y envejecer. Bailar es, en parte, romper esa ilusión y realizar nuestros anhelos mediante el cuerpo que somos. ¿Por qué todos ellos no se atreven a sentir, y así, a estar conscientes? Creo que la conciencia de mí misma se fortalece y afina al tomar nuevos caminos; a eso llamo seguir viva. Pero, aunque cuestione todo y a todos, no elijo juzgarlos hasta el final, pues, por pequeños que seamos, todos merecemos vivir al encarnar la continuidad de nuestra vida en nuestro cuerpo y seguir esforzándonos. Aquél que no respeta la vida del más pequeño es alguien que se ha olvidado de su propia pequeñez, y así, de su propia grandeza. Esto y más pienso cuando voy camino a casa. De manera intermitente veo las lumbreras, la luna y las pocas estrellas que se asoman a mi enorme ciudad; luego miro hacia abajo, a mis pies, tratando de no estar ociosa y recordar algunas rutinas de las clases de hoy. A veces algún amigo

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callejero y yo nos encontramos en el mismo rumbo; él recibe unas caricias y yo el recado de su húmeda mirada y su suavidad vagabunda en mis palmas.

Quisiera seguir escribiéndote pero las luces se apagan. A veces deseamos vernos y al hacerlo, después de tanto tiempo, olvidamos lo que queríamos decirnos o simplemente no encontramos oportunidad, pues los encuentros se dan en el presente, y el día reclama atención a sus colores y coincidencias, sensaciones irrepetibles; basta estar frente a frente, caminar juntos, platicar de cualquier cosa, reír, y olvidaremos lo que parecía tan importante. Por eso te escribo esto como si estuvieras leyéndolo ahora. He querido decirte que bailar me ha permitido despertar a mis sueños; sueños que son danza, sueños a los que quizá tú no has despertado aún.

PelículasJuanito Pereira

Protagonizada por Natalie Portman y Mila Kunis, The Black Swan (2010) es una de esas películas que si no la han visto se están perdiendo de una historia increíblemente diferente, y para los que ya la vieron seguro querrán verla un pa r de veces más pa ra entender ¿¡qué demonios esta sucediendo!? La historia se desarrolla en la ciudad de Nueva York, donde la compañía de danza de la ciudad quiere poner en escena la famosísima producción de El lago de los cisnes de Tchaikovsky. El director de este largometraje es Darren Aronofsky, conocido también por películas como El Luchador (2010) y Requiem por un Sueño (2000). ¡Véanlas TODAS!

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FIN

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Alexis Zavala Ortiz

Venimos del mar

Nacimos bajo la luna,desnudos y llenos de deseos.Nacimos gritando, llorando,embarrados de pecados.

Nos rodea el arrullo del oceáno.Nos rodea su brisa,su quietud en movimiento,su profunda obscuridad viva.

Ahora tenemos cansancio.Somos del mar.Somos de las olas.Somos de la arena.

Finalmente nos recostamos en la orilla,respiramos botados en la arena,contemplamos el universo.Nos entibian las aguas.

Todo esto en una infinita nocheque se convierte en una efímera madrugada.Con un tiempo espeso, lento,viscoso como el movimiento de las nubes.

Con miedo y calma nacemos.Con un frío que nos entibia vivimos.Después de esto todo es insípido.Después de esto sólo esperamos la muerte.

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El bar bombachoSon las 4:00am, otra vez el insomnio que me da al llegar un nuevo lugar, a un nuevo uso horario. Ya me acostumbraré, siempre lo hago. Aprovecharé mejor el tiempo y les contaré de mi ultima aventura. A perdón, déjenme presentarme. Me llamo René, soy de Holanda y trabajo para una empresa de mi país que vende alimento para ganado. Por parte de la empresa visito pueblos y ciudades por periodos de 6 a 8 meses. Lugares tan pequeños que ni en sus países han escuchado hablar de ellos. Mi ultimo viaje fue a Villa Mercedes en Argentina, exacto ni en Argentina saben donde queda este lugar. Pero para mí fue un viaje tan especial que quiero compartirlo con tantas personas como me sea posible.

Llevo algo así como siete años haciendo este tipo de viaje de negocios, y en todas mis andanzas, nunca había encontrado un lugar tan particular como El Bar Bombacho. Que nombre más peculiar - pensé al ver el nombre escrito afuera de su fachada. El interior y la gente que lo frecuentaban eran sin duda mucho mas peculiares. Me topé con el como se topa uno con lugares como este, por casualidad, por accidente. En una de mis primeras noches, una de las de insomnio, se me ocurrió caminar en las calles alrededor de mi hotel. Así fue cuando vi que el único lugar abierto en la calle Quiroga era este bar.

Sin nada mejor que hacer, decidí entrar a tomarme una cerveza. Entré y antes de decir buenas noches, el anfitrión me llevo al cuarto aledaño, entre el y una asistente cambiaron mis ropas por un chaleco con rombos a colores, una nariz roja, maquillaje blanco y rosa en las mejillas, peluca amarilla. - ¡Cruce esa cortinilla y sea bienvenido! - Sin tiempo para pensarlo, seguí las instrucciones y crucé la cortinilla. Sorpresa la que me lleve al ver a toda la gente en el bar vestida con disfraces. Había todo tipo de disfraces, de superhéroes, de personajes de videojuegos, de películas y hasta de anime japonés.

- Esto parece una fiesta privada, creo que mejor me voy - me dije. - No, no es una fiesta privada, quédate, te divertirás - Creo que lo dije en voz muy alta porque al voltear me percaté que una chica vestida como Harley Quinn era la que me hablaba. Su nombre era Andrea, tenía una sonrisa fácil de contagiar y muy amigable. Ella me contó como el dueño del lugar, Don Sebastián, desde pequeño leía cómics y siempre quizo abrir un lugar donde la gente se sintiera bienvenida y los prejuicios quedaran de lado. Por eso de los disfraces, era la formula perfecta para que la gente conviviera en los mismos términos por así decirlo.

Pasé muchas de mis noches de mi estadía en Villa Mercedes frecuentando El Bar Bombacho. Ya les contaré en otra ocasión mas acerca de este lugar y la gente que tuve la fortuna de conocer ahí.

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Juanito Pereira

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AUTORESEla Acort 20 años. Mexicana. Escribe, vive y respira, ¿hay más por hacer en esta vida?

EJ Valdés Tu amigable escritor de vecindario. Editor, locutor y traductor. Autor de Lo Que Vino de las Profundidades y otros misterios.

Juanito Pereira Economista, miembro honorario en el jurado de los premios Nobel, publica para diversos periódicos internacionales. Diseñador de Letras Raras - Febrero 2015 -

Deidamía L. Navas Practicante de ballet. Gusta de ver llover y dar largas caminatas. Ama árboles y animales, melodías en piano, la moda más reciente y la manera de antaño de hacer arte y filosofía. Su trabajo yace en cartas y archivos personales sobre todo.

Víctor Miguel Gutiérrez Pérez Doctor en estudios humanísticos. Amigo no reconocido de Baco y Jesucristo que practica la caridad en los burdeles y lupanares de Monterrey.

Alexis Zavala Ortiz Originario de Tonalá, Chiapas. Estudiante de medicina en la UNACH. Escribe por el gusto de compartir sus pensamientos.

María Luisa Deles Tu Escritora poblana. Ha participado en diversos talleres de creación literaria. Cuentos suyos han aparecido en el periódico Intolerancia y en las revistas digitales Insumisas, En Sentido Figurado y Letras Raras. Pronto estrenará libro de cuentos.

Luz Omega Enríquez Estudió en la Universidad Insurgentes. Trabaja como empresaria en ventas y escribe en su tiempo libre.

Mario Sánchez Carbajal  Estudió en la escuela de escritores de la Sogem. Ganador del Premio Nacional de Cuento Acapulco en su Tinta. Autor del libro La línea de las metamorfosis, por el cual obtuvo el Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri.

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