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—julio 2014— LETRAS RARAS r e v i s t a ®

Revista Letras Raras, julio 2014

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Revista Letras Raras, julio 2014 Revista Letras Raras, julio 2014. Revista literaria. Una publicación de Editorial Sad Face. Año 3, número 10.

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—julio  2014—  

L E T R A S

RARAS

r e v i s t a ®  

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ÍNDICE

Editorial . . . . . . . . . . . 4 Lotería . . . . . . . . . . . 5 La cloaca . . . . . . . . . . 7 Gelatina . . . . . . . . . . . 10 Dragomán . . . . . . . . . . 13 Miocardio . . . . . . . . . . 17 The best you ever had . . . . . . . . 19 La lluvia y el río . . . . . . . . . 22 La fe . . . . . . . . . . . 24 Novilunio . . . . . . . . . . 26 Mi biblioteca . . . . . . . . . . 29

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CONTACTO

Facebook.com/LetrasRaras

@LetrasRaras

[email protected]

EDITORIAL

Sean bienvenidos al nuevo ejemplar de Letras Raras,

su revista literaria de con!anza que, mes con mes,

les presenta una selección de excelentes trabajos y

los invita a comer frutas y verduras, beber menos

refresco y lavarse los dientes antes de comer y

después de ir al baño… Bueno, eso último no, pero

lo primero sí. El ejemplar de este mes nos gustó mucho

porque en él combinamos nombres ya conocidos por

los seguidores de esta publicación con otros que

vienen a sumarse a los “Letras Raras All Stars”, y de

quienes también esperamos recibir colaboraciones

con frecuencia. Sin más, pásenle y siéntanse en su casa.

Dirección  editorial,  redacción,  mercadotecnia,  ventas,  diseño  y  todo  eso:  Editorial  Sad  Face  L.  Revista  Letras  Raras  es  una  marca  registrada.  2014.  Año  3,  número  10.  Fecha  de  circulación:  julio  de  2014.  Revista  editada  y  publicada  por  Editorial  Sad  Face.  Domicilio  conocido,  código  postal  90210.  Revista  producida  en  México.  Prohibida  su  reproducción.  Portada:  Anónimo.  Todos  los  contenidos  originales  aquí  verLdos  son  propiedad  de  sus  respecLvos  autores  y  están  protegidos  por  INDAUTOR  todo  poderoso…  ¡Así  que  no  te  fusiles  nada  o  te  morderá  nuestro  perro!  

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L O T E R Í A

Óscar González

Sonó el teléfono en el café. La mujer de la barra atendió. Hola. ¿Cómo dice? Sí, hay un hombre así. ¿Lo comunico? Bueno, como usted diga. Tapó el auricular con la mano y miró al hombre sentado en el rincón. El hombre devolvió el gesto. Se levantó, pagó la cuenta y se dirigió a la salida, con la mirada de la mujer clavada en el rostro. Ya en la calle apuró el paso. Se detuvo en la esquina, esperando a que el semáforo se pusiera en rojo. Junto a él una mujer joven escuchaba música con audífonos, agitando la cabeza. Se escuchó un ruido de vibración. La joven apretó un botón y respondió la llamada. ¿Sí? ¿Quién habla? Momento. La joven miró a su derecha. Sí, dijo, está aquí ¿quién habla? Ah. Sí. La mujer volvió a pulsar el botón y vio con atención la cara del hombre, que respiraba agitado y mantenía los ojos fijos en el semáforo. Rojo, por fin. Pudo atravesar la calle, apretó el paso una vez más y entró al estacionamiento público. Sacaba el boleto del bolsillo cuando se fijó en el encargado: a través de la ventanilla, no le quitaba los ojos de encima, con el auricular pegado a la oreja. El hombre retrocedió con la mirada del encargado escudriñándolo. Salió del estacionamiento corriendo. Atravesó la calle con el estruendo de los bocinazos. Vio a un policía de guardia en el banco. Se detuvo a unos metros de él. Afirmativo, dijo el policía en el radio con la vista puesta en el hombre, y a continuación muchas claves

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numéricas que el hombre no entendió. Afirmativo, repitió el policía, el sujeto coincide con la descripción. Antes de que terminara de hablar, el hombre emprendió la carrera chillando y con los ojos húmedos. No tuvo que mirar atrás para saber que lo seguían con la mirada. Dobló en la esquina y penetró el callejón, corrió lo más rápido que pudo. De las puertas a los lados le llegaba el sonido de los timbres. Sí, acaba de pasar corriendo. Sí, está por aquí. A toda velocidad, sí. El hombre salió del callejón, dobló a la derecha y corrió dos calles más. Subió al porche de una casa y oprimió el timbre cuatro, cinco, seis veces llamando a gritos, ¡Papá, papá!. La puerta se abrió. Un anciano canoso y angustiado le tendió la mano. El hombre se derrumbó llorando. Tomó el auricular y con voz temblorosa contestó: a mí no, por favor, a mí no...

fin

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Eduardo Márquez

La

CLOACA Una luz crepuscular rompe la obscuridad en Baja Sajonia. La tubería rota llena las atarjeas que, como en cualquier otoño, sólo arrastran hojas. Una cascada cae en una alcantarilla abierta de la calle Steigertum. Dentro de ella, el aroma a putrefacción y ladrillo húmedo genera una de las condiciones indispensables para el confort del grupo. Por las hendiduras no pasan ya residuos comestibles, habrá que ir en su búsqueda. Con la apertura la seguridad del hogar se vuelve vulnerable.

Un par de ojos testigos siguen las actividades de la cloaca. Logra ubicar en un rincón particularmente herrumbroso a la más grande de ellas recostada, obesa, vieja y con un pelambre gris que sólo se interrumpe por un mechón café en medio de sus dos orejas. A su alrededor, en

semicírculo, catorce colas levantadas con sus cabezas bajas parecen

escuchar sus indicaciones.

El felino olfato del furtivo visitante ubica el rincón de los víveres; una montaña de los más variados desperdicios; desde frutos hasta cadáveres, resguardados

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por un individuo con los dientes mas largos que las patas. Las pupilas después se dirigen a un extremo, donde un grupo de jóvenes reciben un entrenamiento sobre "el correcto caminar siempre pegado a la pared". Adheridos al muro marchan en fila sorteando obstáculos; quien se despega recibe un regaño tan sonoro que apaga el sonido del canal de desagüe que ambienta musicalmente el lugar.

El voyerista hambriento se limpia los bigotes al momento de observar que decenas de ellos se dirigen a la salida; los mas fuertes quizás. Este movimiento da inicio al silencio más profundo: el grupo baja las colas y cierra los ojos.

Sus patas se flexionan preparando el salto que iniciará la comilona; es el momento. En el último instante la intención se detiene. Arrepentido, baja la mirada y se retira en ayuno después de escuchar un canto coral del grupo de madres dirigido a los hijos proveedores, a quienes la noche, tan cómplice como asesina, aguarda. Amorosas, entonan algo que dice así:

Arráncate todos los murmullos que las sombras están por llegar.

En su retiro se guarda una flauta y suelta una lágrima. Al regresar a las calles de Hamelin sabe que nuevamente falló. No hay lugar para sentimentalismos en el club de los asesinos de las cloacas.

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GELATINA

Enrique Espejo Águila

Algo  atrajo  mi  mirada  hacía  él.  Quiero  negar  que  fue  su  vestimenta  la  que,  aunque  vista  de  reojo,  tuvo  la  culpa  de  llamar  mi  atención.  No  me  gusta  parecer  super>icial  como  el  resto  de  las  personas  de  esta  ciudad,  pero  así  fue;  un  pantalón  hecho  girones,  con  manchas  por  

doquier  que  me  recordaban  al  pantalón  de  un  mecánico;  una  playera  que  parecía  heredada  de  alguien  más  y  que  le  quedaba  bastante  grande  no  corría  con  mejor  suerte;  el  rostro  sucio  pero  las  manos,  aquellas  con  que  ofrecía  el  último  producto  de  su  cubeta,  limpias.  La  ternura  en  sus  ojos  dejó  en  el  olvido  mi  minuciosa  inspección;  tenía  una  mirada  triste  que  sólo  levantaba  del  suelo  al  encontrar  unos  zapatos,  símbolo  de  un  potencial  cliente  al  que,  por  obligación  de  saber  si  era  él  o  ella,  tenía  que  mirar  a  los  ojos  para  pronunciar  un  discurso  que,  después  de  escuchar  tres  veces,  supe  era  aprendido.    

…u

na

gela

tina

, la

ú

ltima

, la

h

ue

rfa

nita

 Tal  vez  era  por  haberlo  invocado  tantas  veces  como  gelatinas  cabían  en  su  cubeta,  ¿por  qué  siempre  eres  tan  mal  pensado?    

 Una  voz  en  lo  profundo  me  cuestionaba,  intentaba  mitigarla  con  la  lectura  pero…  ¿Dónde  me  había  quedado?  ¿Página  non  o  par?  ¿Primer  párrafo  como  indicaba  la  costumbre  o  la  

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distracción  me  llegó  a  la  mitad?  ¿Una  distracción,  eso  es  para  ti?    

 Lo  busqué  con  la  mirada  de  nuevo,  tímido  por  los  pensamientos  que  retumbaban  dentro  de  mí.  Repasé  mis  últimos  gastos,  sin  moverme;  con  los  ojos  cerrados  descubrí  que  aún  tenía  monedas,  la  oportunidad  para  hacer  la  buena  obra  del  día.  El  sistema  seguiría  arojando  niños  a  la  calle  con  más  productos  para  vender,  que  golpearían  y  estrujarían  el  corazón  de  las  personas  para  así  desprenderlos  de  una  moneda  que…  ¿Dónde  termina?  Es  sólo  una  vez,  ¿no  que  muy  >iel  a  la  buena  acción  del  día?    

 Lo  escuché  a  algunos  metros  de  mí;  si  tan  sólo  alguien  me  eliminara  la  necesidad  de  decidir.  “Una  gelatina,  la  última,  la  huerfanita,  ándele,  oiga,  ya  pa’  irme  a  hacer  la  tarea,  nomás  diez  pesitos,  oiga”.    

 Me  concentré  en  la  lectura,  llevaba  años  que  

había  renunciado  a  alguna  divinidad,  lo  que  hacía  inservible  pedir  ayuda,  todo  dependería  de  mí  o…  Lee,  lee,  no  importa  dónde  te  quedaste,  comienza  todo  de  nuevo,  te  verá  concentrado,  seguirá  de  paso  y  entonces,  ante  la  omisión,  podrás  defender  la  violación  de  tus  principios.    

 “Señor  ¿no  me  compra  una  gelatina,  mire  es  la  última…”.    

 Era  mi  hermano,  carajo,  con  casi  treinta  años,  él  seis  menos  que  yo,  la  victima  predilecta  en  los  juegos  infantiles  de  los  tres  hermanos;  la  mirada  triste,  la  lágrima  a  punto  de  brotar,  el  pelo  desarreglado,  yo  apunto  de  golpear  y  provocar  ese  llanto  que  tengo  trabado  cerca  de  la  nuca,  allí  donde  no  puedo  acceder  y  desde  donde  se  expande  a  todo  mi  ser  para  doblarme,  para  culparme,  para  estar  a  punto  de  llorar.  Hoy,  a  veinte  años,  detesto  la  madurez  para  diferenciar  las  cosas,  aborrezco  mi  pasado  y  me  comienza  a  molestar  mi  presente.    

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Saqué  de  mi  bolsillo  el  primer  billete  que  encontré  y,  con  el  niño  ya  alejándose,  comienzo  a  maldecir  al  maldito  “sistema”;  no  puedo  asegurar  si  era  un  billete  de  veinte  o  tal  vez  de  cincuenta  —imposible  fuera  de  cien—  pero  mínimo  era  el  doble  de  lo  que  pedía.  ¿Por  qué  no  sonrió?  ¿Por  qué  no  alejarse  saltando?  ¡Algo  que  me  muestre  a  un  infante  feliz,  caray!    

 Esperaba  que  la  gelatina  tuviera  un  sabor  más  dulce  (supongo  el  efecto  placebo  no  funciona  con  la  moral  o  las  buenas  acciones),  aun  así  me  niego  a  tirarla;  no  sería  justo,  además,  hay  muchas  personas  mirando  que  la  gelatina  tricolor  en  mi  mano  pertenece  al  vendedor  que  los  hostigó  momentos  antes.    

 ¡Tiene  que  aparecer  Violeta!  Su  falta  de  respeto  al  tiempo  de  los  demás,  ese  defecto  que  me  llenaba  de  emoción  e  incertidumbre  cuando  salía  con  ella,  ahora,  casados,  no  hace  más  que  me  pregunte:  ¿por  qué  carajos  nunca  le  dije  que  en  algún  punto  detestaría  eso?    

 Tomé  el  vaso  por  la  parte  inferior,  lo  más  peligrosamente  posible  y  así,  al  momento  de  cambiar  la  página,  junto  con  una  obscenidad  que  garantizara  mi  credibilidad,  la  gelatina  dio  contra  el  piso  y  quedó  (aunque  dentro  del  vaso  roto)  lista  para  el  bote  de  la  basura.    

 No  son  veinte  pesos,  no  es  una  mala  gelatina;  es  una  buena  obra,  la  buena  obra  del  día.    

 Violeta  llegó  a  mi  encuentro  con  su  sonrisa  que  me  hacía  olvidar  sus  veinte  minutos  de  retraso  y  me  recordaba  aquellas  emociones  turbulentas  de  cuando  éramos  novios.  Se  negó  a  abrazarme,  con  las  manos  en  la  espalda  dijo:  “te  tengo  un  regalo.  Cierra  los  ojos”.    

 Aspiré  profundo,  me  dejé  enamorar  de  nuevo  por  su  perfume  —aquél  que  le  regalaba  todos  los  años,  ése  que  me  recordaba  por  qué  nunca  quise  dejarla  ir—,  su  inteligencia,  su  pasión,  su  belleza,  su  bondad,  su  cariño…    

“Eran  las  únicas  dos  que  le  quedaban    y  no  me  pude  resistir  a  comprárselas.”    

 …su  ingenuidad;  nuestra  ingenuidad.  Abrí  los  ojos  y  frente  a  mí  dos  gelatinas  tricolor;  imposible  negarle  una  sonrisa  y  besarla,  éramos  el  uno  para  el  otro.  Tomé  una  y  avanzamos  rumbo  al  destino  al  que  ya  íbamos  tarde;  no  importaba,  sólo  buscaba  la  perfecta  ocasión  para  que  pareciera  un  accidente.    

fin - fin - fin - fin - fin - fin - fin - fi

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D r a g o m á n

Deidamía I. Navas

—A Elizabeth—

Si pudieras ver dentro de mí, hallarías una biblioteca desparpajada de libros por leer. En un huequito de sus laberínticos pasillos de estantes la hallarías, piernas cruzadas, desnudas y pálidas, libro en mano, raídas pastas verdes relucientes de plateados caracteres árabes y latinos. Le preguntarías; te respondería que es la poesía del futuro. Durante siglos los poetas han venido al pasado para escarbar lo inesperado y encontrar inspiración; transmutación, pues las sustancias sólo pueden ser palabras que se enlazan de mágica manera. Te invitaría a sentarte a su lado. Buscaría una página amarilla, arrugada por la lluvia de abril, y te leería un poema de belleza indescifrable: un amante le habla a su amada o viceversa de una alcoba de una única ventana, con su única cortina triste (y su librero y su cama, su mesita...); quiere huir, ¡quiere huir de esta pasión adolescente y volverse fuego! (Tras el muro, el cielo aurora y gris estalla en relámpagos lejanos; tras la puerta, que se entreabre al deseo, discurre el ocaso y después la noche, única noche, con su única gran nube gris malva amenazante de una única lluvia ante la cual él alzará un solo paraguas plegado para los dos).

En las mañanas él iba a llenar su cántaro. En las tardes cubría su carretilla con

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una maya especial de hilo tan fino y red tan delicadamente urdida que no penetraba ni una mota de arena, pero dejaba escapar el brillo de los dulces de transparentes colores a los ojos de las frescas muchachitas que sólo ante él descorrían sus velos, dibujando sonrisas crujientes de desierto y destellando de saliva tibia esperando derramarse. Ninguna con la alineación de tu firme dentadura de colmillos agudos, cada una tan sólo un signo negativo de ti, hermoso, sin excepción y sin duda, a su manera, mientras tú, tú, hermosa de la hermosura de cada una de ellas y aún más, tú, la hermosura y la sonrisa, las palabras y el movimiento (ellas hermosas de tu hermosura; tú: sol nocturno ante lunas), eras buscada por él, concluida su jornada, al ventilarse el calor de las horas, esperándote tras la tienda de la danza. Tú, aprendiz de suave vientre permaneciendo al resguardo de las miradas –le gustaba pensar a él–. E imaginaba de ti tantas cosas; del cielo, soñando poesía del futuro; rudas palabras de los días venideros a fuerza de ser ya no felices o ser ¿de una felicidad más seca y prolongada, más dolorosa de mirar de frente y hasta el fondo de las grietas? Y todas estas frases se deshilvanaban a la salida; al caminar juntos acompañándose, con disfraz y utensilios a mano (en este pueblo no nacido a la poesía, orillado a menospreciarla, a rehuirla riendo de ella con bestial balar, donde su voz era tu oasis dulce y tus ojos sus estrellas negras después de leerte al azar).

“(...)  com

o  palmera  que  se  quiebra  en  lágrim

as  esculpidas  en  sus  hojas  doradas:  Palm

era  a  quien  la  aflicción  hizo  saber  que  era  dragom

án,  cuaderno  de  árabe  caligra[a

   (...)”    

   

   

 Adonis.    

Y por las noches, a solas, despliega sus libros que baten sus hojas en idiomas miles cual mariposas de alas multiformes, multicolores, accediendo a la existencia en una danza que se torna ciudad, muchacha, concepto; que se convierte en idea, en vaivén... en fin. Y por las mañanas sonríes con todas las sonrisas del mundo y tu atracción no conoce límites (a veces es feliz con que le dejes leerte esto o aquello, siempre otra cosa y la misma, siempre presta a olvidarse, a veces se alegra de que seas tan niña y perspicaz, a veces presiente que estos días escasos se acabarán como gotas de lluvia en el otoño, e incluso se alegra, ha aprendido a extrañarte y a alegrarse de verte aunque sólo desee primavera). Pero en las noches las palabras hacen su audaz jugada; manifiestan existencia por sí mismas y él tiene que escribir, cerrar libros, pues todos huelen a los versos que haces nacer en ellos: poesía del futuro. 14

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Momentos después, al apartarse de las palabras, él quiere vivir, él frustra el amor, él hunde el barco que lo salvaría y deja entrar cotidiana agua para poder nadar y entumirse los brazos de frío y probablemente ahogarse, él, que sabe que va a morir, él,

¡No le creas! Teseo no eres, o ¿dónde reposa Ariadna al ser buscada?, ¿dónde el Minotauro de fuego que arde desde dentro con la leve pesadumbre de un adolescente cuerpo en su cuartito de una única ventana, mesita, puerta... (y afuera... afuera haciéndose de noche)?

Por milenios, en sus pasillos han corrido a toda prisa los señores del mundo apenas niños, sonrisas al rostro prestas a ser arrancadas, por padres, por hijos, o peor aún, por sueños, espumas de rompeolas, despertares. Incidentalmente, al trascender el tiempo, bólido y estela iluminan el rostro de los afortunados con la luz reflejada de las páginas, urdiendo pasado y futuro en una única trama, mostrando símbolos verdaderos; pero no nos engañemos, ni el concepto ni el poema se hayan encuadernados esperando a ser descubiertos o descifrados Siendo Uno; son los pasos enteros y discontinuos de la vida del dragomán los que guían su pluma en el caudal de la palabra, sus ojos en hojas siempre nuevas, y su alma en la multiplicación de los actos en los cuerpos. Muchos seremos los que leeremos la poesía del futuro; muchos los que podremos decirte: si pudieras ver dentro de mí...

que no es nada. Entonces notarías (apenas, pues no sueles fijarte en esas cosas) que ella viste alamode, con una encantadora falda alta estampada de florecitas que fosforecen escarlatas, y una blusa negra que, al brotar de su frágil talle cual flor invertida, surge de encajes cuyas raíces son esbeltos brazos y el despunte de sus hombros, puntiagudos codos, junturas de sus muñecas que saltan, al igual que sus clavículas, de piel semitransparente. Tú le preguntarías a qué vienen tantos libros, los que se esparcen a su rededor; ella te confiaría que son los de su pasado, cuando quería construir la máquina del futuro, la única máquina del tiempo posible, la máquina de la vida: hacer de sí misma maquinaria. Por eso aquellos libros son tan anchos; de ellos se desdoblan, en sucesivos pliegues, elaborados planos e incontables nomenclaturas. Todos indican un aquí o un allá, un esto, un aquello. Aquí yace la poesía del pasado futuro –te dirá, leyendo la prisa en tus ojos– y si quisieras huir aún tendrías que descifrar el laberinto.

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La Antología Letras Raras de narrativa y

poesía reúne todos los cuentos y poemas

originales que se publicaron en la revista

durante su primer año de circulación (junio

2011-2012).

A la venta por sólo $100. Envío sin costo a toda la República.

¡HEY!

ISSUU.com/LetrasRaras

(apresúrate porque se agota)

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Gilberto Blanco

MIOCARDIO

Sientes  una  horrible  presión  en  e l   pecho ,   un   repenLno  cansancio  se  apodera  de  L  y  te  s i en tes   f aLgado ;  faLgado   y   oprimido.  La   presión   en   el  centro  de  tu  pecho  es  cada   vez   más   fuerte  y,   si   el   dolor   no   te  d is t ra jera ,   ser ías  capaz   de   ver   un  elefante   posando  todo  su  gigantesco  peso  sobre  L.   Intentas   moverte   pero   de  pronto   sientes   un   nuevo   y  grotesco   dolor;   esta   vez   lo  sientes   en   el   brazo   izquierdo;  no   es   un   dolor   normal,   es  como   si   un   rayo   estuviera  

dando  tumbos  dentro  de  él,  similar  a  un  calambre  pero   cien   o   quizá   mil   veces   más   doloroso.   Te  sientes  acalorado,  sabes  que  tu  rostro  debe  tener  

un   color   escarlata   debido   a   ese  acaloramiento   y   sientes   las   gotas   de  sudor,  que   cada  vez   son  más,  nacer  por  tu  frente,  recorrer  tus  mejillas  y  morir  en  tu  cuello.  No  es  un  sudor  normal,  es  frío  como  el  hielo  e  imparable  como  la  lluvia.  Tienes  miedo,  sabes  que  se  acerca  el  fin  y  no  Lenes  fuerzas  para  moverte  o  para  gritar   y   pedir   ayuda.   La   presión   en   tu  

pecho   es   tan   fuerte   que   se   exLende   hasta   el  estómago   y   el   imaginar   a   un   elefante   sería   ya  minúsculo;   el   dolor   electrizante   se   ha   expandido   a  ambos  brazos  y  te  ha  obligado  a  cerrar  los  ojos.  No  sabes   en   qué   momento   caíste   al   suelo;   no   sabes  cuánto  Lempo  llevas  así.  El  miedo  se  apodera  cada  vez   más   de   L   y   sientes   derramar   un   par   de   Lbias  

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lágrimas   que   acompañan   al   frío   sudor   en   su   camino,    mientras   la   sensación   de   impotencia   y   soledad   te   asfixia.   Te   das   cuenta   de   la   gran  menLra  que  dicen  todos  respecto  a  esos  úlLmos  segundos  de  existencia:  tú  no  ves  toda  tu   vida   pasar   delante   de   L   como   en   una   película;   lo   que   tú   ves   son   sólo   los   malos  momentos,  las  decisiones  erróneas  y  todo  lo  que  debiste  decir  pero  nunca  dijiste;  sí,  la  película   no   muestra   toda   tu   vida,   sólo   todo   aquello   que   pueda   prolongar   tu   agonía.  Notas  tu  respiración  agitada  y  sientes  que  a  tus  pulmones  les  falta  el  aire.  Justo  cuando  crees  que  ya  no  puedes  soportar  más  dolor,  que  vas  a  reventar,  que  derramarás  ríos  de  sangre  y   lágrimas,   todo  se  deLene:   los  dolores   comienzan  a   ceder,   tu  pecho  ya  no   se  siente  oprimido  y  tu  brazo  ya  no  siente  dolor  alguno;  el  sudor  ha  dejado  de  brotar  y  los  pulmones  ya  no  estallarán.  En  realidad,  ahora  todo  es  silencio  y  tranquilidad.  Sigues  sin  saber  cuánto  Lempo  ha  pasado,  unos  minutos,  quizá  hasta  un  par  de  horas  —dudas  que  haya   sido   más—.   Sonríes   pensando   que   todo   ha   pasado   y   que   Lenes   una   nueva  oportunidad   para   vivir,   para   cambiar   y  mejorar   tu   vida.   Recuerdas   que   lo   úlLmo   que  hiciste  fue  cerrar  los  ojos  y  reúnes  valor  para  volver  a  abrirlos.        Justo  a  @empo  para  ver  a  tu  ser  más  querido  cerrar  la  tapa  de  tu  ataúd.    

fin

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The best you ever had

José Luis Dávila

Turner se quedó de pie al fondo del Crawdaddy Club cuando los Stones empezaron su acto. El ritmo le hablaba de sexo y hacía bailar su corazón. Lo mejor que le pasaría en toda la vida. El mejor recuerdo para contar. Y era sólo un sueño. Se creía Andrew Loog Oldham apostando por esa banda de mal vestidos, consiguiéndoles contrato con Decca para empezar la única guerra fría que ha importado en el mundo: los Beatles contra los Rolling. Turner era igual de inadecuado que los labios de Jagger para la BBC, con el mismo sentido de la necedad que Brian Jones, adictivo como todas las drogas que Keith conseguía.

A medio día apenas estaba tratando de prepararse el desayuno, crudeando. Los colores fluorescentes de la madrugada ahora eran ocres, tipo vomito seco mezclado con sangre sobre las paredes. Kubrick le vino a la mente. Si tan sólo pudiera apellidarse McFly y vivir en América. América para los ingleses, irlandeses, austriacos, australianos, mexicanos; para todos menos para los americanos, pensaba. Turner, Alex Turner viajando en el tiempo para acercarse al escenario del Crawdaddy y decirle a Mick que podía convertirlo en la siguiente sensación, en la fantasía de todas las que estuvieran en los sweet sixteen. Turner, Alex Turner en medio de los sesenta, con las fábricas y la psicodelia. Con los working class heroes sosteniendo las banderas rojinegras. Sin sentirse perdido.

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Básicamente, fundamentalmente, eso. No sentirse perdido en el estomago de la ballena. Mejor ahogado en la música que tragado por la modernidad. Rimbaud era un imbécil con eso de que “hay que ser absolutamente moderno”; o sea, se preguntaba Turner, para qué carajo quiero ser moderno si tengo que dejarme matar por lo nuevo cada rato. Los Stones no son modernos, siguen iguales que antes, que siempre. Suenan a viejo porque están viejos, pero por eso se debe amarlos, al menos así lo cree Turner, pues son monolitos imponentes, símbolos de una época mejor.

Pobre Turner, no digo que esté equivocado, pero pobre Turner; se ha pasado la vida buscando justificar sus decisiones en las letras de bandas viejas. Está en la cocina, pensando en que tal vez debería ir a hacer las compras para llenar la alacena. Tres días atrás hubiera llamado a Maggie para que lo acompañara, como cada semana, a recorrer los pasillos del supermercado, abasteciéndose de comida chatarra y vegetales para equilibrar la dieta. Sin embargo, Maggie McGill no volvería a bajar al centro de la ciudad para ir a comprar discos y ropa vintage en el flea market por largo tiempo. Enfield aún olía a acetato derretido. Ella junto con otros cientos estarían en ese instante apilados unos sobre otros en las comisarías, esperando un dictamen por su comportamiento. Turner había decidido nunca volver a dirigirle la palabra como castigo al crimen más horrendo que cometió.

Todos esos discos quemados, algunos a punto de ser lanzados al mercado, no tenían la culpa de que a Mark Duggan lo hubieran matado cuando traficaba cocaína. La ciudad entera no tenía la culpa de que se aprovechara un incidente criminal para politizarlo y fijar los reflectores sobre aspectos alejados de la razón original. Y aún así, las personas salieron a manifestarse con violencia contra la violencia. Turner bebía el rezagado de anoche

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mientras se daba cuenta de lo imbéciles que son las personas a veces. A mi generación los mayores no necesitan desacreditarla, tenemos el compromiso de desacreditarnos nosotros mismos, se dijo sin saberlo, con palabras menos elocuentes. Maggie le pidió unirse a la causa y discutieron fuerte. Racista, le llamó ella. ¿Cómo tomar eso? Él quería lo mismo que todos, el problema es que ese todos de pronto se había convertido en una masa irracional, robots de la justicia social, defensores de los débiles, narcisistas colectivos.

Un día esperaba tener su propia banda, a los treinta como James Murphy, y salir a tocar a los bares sin nada que perder. Hacer pasar a la magia. Dejarse encontrar por su propio Andrew Loog Oldham. Lanzar discos que sean arte porque al arte crea mejores consciencias en quienes le prestan atención. Turner estaba seguro de poder conseguirlo. Algún día, se dijo frente al espejo con la mirada, los tiempos serán buenos, como eran antes, como debieron quedarse siempre. Pero esa mañana no tenía ganas de seguir pensando. Hubiera preferido seguir dormido y recordar más de ese momento que es el mejor recuerdo falso de su vida. Estaba de luto por la música hecha ceniza, hecha humo.

The End

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La lluvia y el río Enrique Taboada

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Él   la   amaba.   Claro   que   la  amaba;  eran  días  de  verano  en   los  que   las   lluvias   riegan  amores   que   duran   lo   que  dura   la   primavera.   Pero   ahí  estaba  él,  solo  bajo  la  lluvia,  en  una  ciudad  que  no  era  su  ciudad,   con   la   pena   que   le  había   dejado   Juliana   al   irse  con  la  lluvia.    

  Tomó   un   cigarrillo  que   se   diluyó   con   el   agua.  Buscaba   un   poco   de   calor,    algo   para   animar.   La   Tía   Yola   estaba   cerrada,   en   La   Catrina   Andante   el   mezcal   se  había   terminado.   Odiaba   el   brandy;   le   recordaba   al   papá   de   Juliana,   al   novio   de  Juliana,  al  hermano  de  Juliana…  Todos  eran  de  alta  alcurnia  en  un  pueblo  donde  el  auto  más   lujoso  era  un   vocho   color   amarillo.   ¿Pero   ahora  qué   importaba?   Joaquín  estaba  bajo  la  lluvia.  Buscaba  calor  y  la  amaba  a  ella.    

 Se  sentó  en  una  banca  que  encontró  en  un  portal.  Corriendo  se  le  acercó  una  mujer  de  finos  labios,  vesLdo  rojo  a  la  rodillas,  las  zapaLllas  en  la  mano  junto  con  la  bolsa,  no  muy  fina.  Sacó  un  cigarrillo.  Cuando  dos  soledades  se  encuentran  siempre  Lenden   a   unirse.   Se   miraron   entre   sí,   pero   Joaquín   no   dijo   palabra;   para   ese  momento  ella  ya  tenia  nombre  en  la  mente  de  Joaquín.    

 Zafiro  corría  en  la  mente  de  Joaquín.  Sacó  los  cigarrillos  ya  deshechos.  Maldijo.  Zafiro   (nombre  puesto   por   Joaquín   a   la   desconocida)   sonrió.  De   su   bolsa   sacó   una  cigarrera.  Sin  decir  nada  ofreció  un  poco  de  calor.  Joaquín  lo  tomó  como  un  tesoro  y  

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lo   encendió   con   el   viejo  mechero   heredado   de   su  padre.   Entonces   su   mirada  conectó   con   la   mirada   de  ella.   Se   parecía   a   Juliana;  tenía  las  mismas  piernas  de  Jul iana,   sonreía   como  Jul iana…   Pero   no   era  Juliana.   Tocó   sus   manos   y  Zafiro  no  dijo  nada;  estaban  solos  en  medio  de  la  noche  

 La  mujer  salió  corriendo.  Joaquín  salió  tras  ella.  La  lluvia  se  volvía  cada  vez  más  densa.  Era  imposible  correr.  Las  gotas  se  vuelven  enemigas  de  María.  Joaquín  grita   desesperadamente.   ¡Juliana!   ¡Juliana!   María   cede,   como   los   amores   de  verano.   Se   deLene   en  medio   de   la   nada.   Alguien   la   toma   por   detrás,   siente   un  calor  en  el   vientre.  El   charco  que  deja   la   lluvia   se   torna   rojo.  Alguien  arrastra   su  

  Él   la   amaba.   Claro  que   la  amaba;  eran  días  de  verano   para   Joaquín   en   los  

****************  

con  una  lluvia  que  invitaba  a  dormir.  Le  acarició  el  rostro.  Zafiro  se  mojó  más  de  lo  debido.   La   mano   tosca   de   él   acariciaba   sus   piernas   mientras   un   gemido   se  escapaba.  Llegó  a  la  locura.  Juliana  había  gemido…  Pero  no  era  ella.  La  besó  hasta  que  su  lengua  tocó  su  alma.  Juliana  le  gritó.    

cuerpo,   aún   con   vida,  consciente   de   su   muerte.  Se   escucha   el   rugir   del   río  que   todo  se   lo   lleva  menos  el  recuerdo.    

que  las  lluvias  hacen  que  los  ríos  se  lleven  los  recuerdos.    

Fin 23

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La  Fe  se  puso  a  mover  m

ontañas  y,  al  día  siguiente,  el  Everest  apareció  en  M

oscú,  el  Kilimanjaro  en  Rabat  y  

el  Aconcagua  en  Boston.  

Enrique Angulo M

oya

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ejvaldes.wordpress.com  

Ocho relatos de misterio y ficción

sobrenatural.

¡Pídelo en tu librería favorita!

“Este libro desafía al lector a abandonar la comodidad del día, de las verdades comprobables y de la cordura cotidiana, para adentrarse en ese delgado hilo de luz que se desdibuja cuando la informidad del universo puede adivinarse en medio de la noche oscura y la verdad resulta ser un tortuoso laberinto cuyos corredores nos conducen a descubrir que el horror nunca se ha construido a base de mentiras.

Víctor Miguel Gutiérrez Pérez

VISITA  

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NOVILUNIO  

Abby García

“Y  si  tu  cabeza  explota  con  oscuros  presagios  te  veo  en  el  

lado  oscuro  de  la  luna”.  

“Brain  Dam

age”,    

Pink

 Floyd

 

Me   sueño   hundido   en   fango   hasta  los   tobillos,   en   un   bosque   cubierto  por   la   luz   palpitante   de   una   luna  invisible.   El   viento   retuerce   las  ramas  de  los  árboles  alrededor  y  yo  no  puedo  moverme.    

  Reconocí   a   Lua   en   una  cafetería.   Verla   fue   volver   al   pan-­‐tano,   volver   a   quedarme   inmóvil,  lleno   de   miedo   y   curiosidad   y  ahogo.   Era   hermosa,   era   real   y   era  igual   que   en   ese   sueño   que   me  asustaba  tanto.    

  En   el   onírico   bosque,   la   luna  aún  oculta  tras  su  propia  luz;  frente  a  mí,   una   noria.   Lua   sentada   en   el  borde  del  pozo,  con  un  vestido  gris  de   telas   casi   transparentes.   Su  cabello  rubio  perla  seduce  al  viento,  su  sonrisa  es  un  destello  nocturno  y  su   blancuzca   piel   intensifica   el   azul  de   sus   ojos.   Yo   lucho   contra   la  atracción,   la   atracción   lucha   contra  el   miedo,   ese   miedo   que   te   hace  apretar   los   dientes   y   te   deja  paralizado  el  instinto  por  sobrevivir.    

 Aquel   día   en   la   cafetería   ella  llevaba  un  sombrero  cordobés  para  proteger   sus   ojos   de   la   luz   del   sol.  Leía   un   libro   con   tintes   esotéricos  en   la   portada:   El   amor   y   las   fases  

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lunares.   Volteó   a   verme   de   reojo   y   me  atreví   a   invitarla   a   recorrer   las   calles   del  centro   de   la   ciudad   que   al   anochecer   se  llenaba  de  magia.    

 —No  estoy  interesada  en  un  paseo  —contestó  sin  abandonar  su  lectura.    

  —La   he   soñado   noche   tras   noche  desde  hace  tiempo.  Creí  que  tal  vez  usted  podría  explicarme  por  qué.    

 Colocó  el  separador  para  marcar   la  página   y   cerró   el   libro.   Se   levantó   y   la  imagen  de  mi  sueño  apareció  frente  a  mí  como  un  déjà  vu.  IdénLca,  vesLda  de  gris,    su   cabello   risueño,   su  piel   pálida,   su  mirada...   Era   ella   y,   de   algún  modo,   se  meLó  en  mis  sueños  antes  de  haberla  conocido.    

 Accedió  a  caminar  conmigo.  Al  anochecer,  caminamos  hacia  el  muelle  al  final  de  la  Calle  de  las  Rosas,  llamada  así  por  las  jardineras  de  sus  balcones,  repletas   de   rosas   de   todos   los   colores.   El   muelle,   rodeado   por   jardineras  flotantes,   entre   la  brisa  perfumada  y   la   tenue   luz  que   se   asomaba  entre   las  nubes,  emanaba  la  magia  característica  del  lugar.    

 —Es  novilunio  —me  dijo—.  Hay  una  historia  que  cuentan  los  más  viejos  de  mi  familia  sobre  la  luna  nueva  en  esta  ciudad.  Se  dice  que  las  rosas  y  la  luna  tienen  un  pacto  mágico:  ella   les  obsequia  azul  zafiro  a  cambio  de  su  esencia  para   perfumarse,   luego   viene   a   la  Tierra   en   forma   de  mujer   para   buscar   el  amor.  En  las  noches  de  luna  nueva  se  hace  el  intercambio  y  la  Luna  deambula  por  las  calles,  invisible  en  el  cielo.    

 La  escasez  de  rosas  azules  fue  obvia  para  mí  hasta  ese  momento.  Sin  embargo,   en   las   jardineras   del   muelle   eran   los   ojos   de   una   manada   de  animales  nocturnos  dispuestos  a  cazar.    

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  Lua   se   levanta   de   la   noria   y   camina   hacia   mí   con   la   mano   extendida,  llamándome  por  mi  nombre.  El   tul  de  su  vestido,  entallado  a  su  cuerpo  por  el  viento,   deja   entrever   la   silueta   de   sus   senos.   Es   una   diosa   grácil   caminando  descalza   sobre   el   lodo.   Su   belleza   y   su   presencia   se   difuminan   en   cuanto  consigue  tocar  mi  mano.  Se  apaga  por  un  instante  el  latido  luminoso  del  bosque  y  entonces  vuelvo  a  verla  frente  a  mí,  caminando  en  reversa,  la  veo  sentarse  de  nuevo   en   la   noria   y   después   levitar   sobre   ella,   como   si   hubiera   salido   de   sus  entrañas;  desaparece.  Chispas  de  colores  flotan  alrededor  del  bosque,  alto,  muy  alto   y   cada   vez   más   alto,   hasta   convertirse   en   un   delgado   cuerno   de   luna  sonriente.  Y   allí   quedo   yo,   inmóvil   como   al   principio,   atascado   en   un   fangoso  despertar,  sin  ella.    

  Esa   misma   noche,   en   el   muelle,   no   pude   resistirme:   la   invité   a   casa   a  dormir   conmigo.   No   se   negó.   En   la   penumbra   de   mi   habitación   la   besé.   Al  desnudarla   comprobé   que   su   piel   no   es   de   leche   sino   de   plata:   sus   poros  resplandecen.  Sus   labios  tienen  el  sabor  de   la  canela  hirviente,  pero  su  cuerpo  quema  distinto,  como  el  hielo:  su  cuello,  sus  pechos  y  su  sexo  saben  a  vainilla  helada.  Exhausto,  me  dormí  a  su  costado  sin  pensar  que  podría  perderla  como  en   mi   sueño.   Desapareció   antes   de   que   yo   despertara.   Dejó   una   nota   en   la  jardinera  de  mi  balcón,  entre  las  rosas  azules:  “En  el  novilunio,  tú  podrás  tener  mi  lado  oscuro”.    

 Aún  sueño  su  metamorfosis,  todavía  despierto  asustado  después  de  verla  esfumarse.  La  oscuridad  de  aquel  bosque  deja  de  atormentarme  en  las  noches  de  luna  nueva,  pero  la  realidad  me  azota  justo  cuando  termina  el  novilunio.    

FIN  28

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Sereno estoy en mi amada biblioteca, con los estantes de libros repletos, con los anhelos y sueños completos, feliz en mi pequeña y grata meca. En esa soledad nadie me impreca, mis hechos y placeres son concretos, marcho por una selva de secretos donde sólo la idea me hipoteca. Entre ensayos, poemas y novelas estoy en la mejor de las compañías, pues en los libros hallo almas gemelas, maestros ponderados, sobrios guías de los que aprendo todas las cautelas y a sumergirme en las sabidurías.

Mi biblioteca

Enrique Angulo Moya

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Óscar  González    33  años.  Dirige  el  taller  de  novela  en  UPAEP.  

Eduardo  Márquez     Ha   publicado   los   libros   Lugar   Común   y  Mi   Guadalajara   y   figurado   en   los  

colecLvos  Hecho  a  Breve,  Cuentos  para  Picar  y  Anuario  Literatura  Breve.  Sus  textos  han  aparecido  en  La  Pausa  y  A  Vuelta  de  Rueda.  

Enrique  Espejo  Águila     Ingeniero   en   computación   por   filia   a   las   máquinas   pero   con   fijaciones  

literarias.   Apasionado   de   la   lectura   y   promotor   de   ella.   Novato   en   las   letras,  entusiasta  de  escribir,  obsesionado  con  la  idea  de  presentar  un  libro  propio.  

Deidamía  L.  Navas    PracLcante  de  ballet.  Gusta  de  ver  llover  y  dar  largas  caminatas.  Ama  árboles  

y   animales,   melodías   en   piano,   la   moda  más   reciente   y   la   manera   de   antaño   de  hacer  arte  y  filoso[a.  Su  trabajo  yace  en  cartas  y  archivos  personales  sobre  todo.  

Gilberto  Blanco     20   años.   Estudiante   de   historia   en   la   Facultad   de   Filoso[a   y   Letras   de   la  

UNAM.   Amante   de   los   amaneceres   y   el   café;   de   los   atardeceres   y   el   chocolate.  Lector  a  Lempo  completo  y  escritor  a  Lempo  de  inspiración.  Runner  de  corazón.  

José  Luis  Dávila    Columnista  para  CincoCentros.com.  Melómano  insufrible.  Aún  no  decide  qué  

Lpo  de  pesimismo  lo  hace  más  feliz.  

Enrique  Taboada    Escritor,  fotógrafo,  aventurero,  a  favor  de  las  malas  costumbres  como  lo  son  

sonreír,  ser  feliz  y  estar  enamorado.  

Enrique  Angulo  Moya     Su   vida   profesional   se   ha   desarrollado   en   el   ferrocarril.   Estudió   Formación  

Profesional  en  la  rama  de  la  electrónica  y  después  la  carrera  de  Geogra[a  e  Historia.  Leer  y  escribir  le  ha  gustado  desde  siempre,  como  afición  prácLcamente  secreta.  

Abby  García     Trotamundos   y   rockstar   de   espejo   desde   1987.   Actualmente   radica   en  

Monterrey.   Amante   de   la   poesía   con   fobia   a   los   poetas.   Adicta   al   chocolate,   a  Twiver  y  a  los  amores  imposibles.  Pelirroja  arLficial  y  mal  ejemplo  de  varios.  

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RARAS

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