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1 RARAS LETRAS Revista - Noviembre 2015 -

Revista Letras Raras, noviembre 2015

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Revista Letras Raras, noviembre 2015 Revista Letras Raras, noviembre 2015. Revista literaria. Una publicación de Editorial Sad Face. Año 4, número 8.

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LETRAS

Revista

- Noviembre 2015 -

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ÍNDICE

Editorial . . . . . . . . . . 04

La hora del perro . . . . . . . . 05

Repetición y hechizo . . . . . . . 10

Heridas narcisistas . . . . . . . 12

La burbuja filosófica . . . . . . . 13

Fantasma . . . . . . . . . 19

El delirio de Julio Cortázar . . . . . . 21

La húngara errante . . . . . . . 24

¿Y ahora de qué viviré?. . . . . . . 26 La promesa . . . . . . . . . 28

Autores . . . . . . . . . . 30

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EDITORIAL

Dirección editorial, redacción, mercadotecnia, ventas, diseño y todo eso: Editorial Sad Face. Revista Letras Raras es una marca registrada. Año 4, número 9. Fecha de circulación: Noviembre de 2015. Revista editada y publicada por Editorial Sad Face. Domicilio conocido, código postal 90210. Revista producida en México. Prohibida su reproducción. Todos los contenidos originales aquí vertidos son propiedad de sus respectivos autores y están protegidos por INDAUTOR todo poderoso… ¡Así que no te fusiles nada o el Espantapájaros te hará ver visiones de miedo, destrucción y desesperación!

Damas y caballeros, niñas y niños, quimeras y

quimeros, es un gusto saludarles nuevamente y

presentarles el penúltimo ejemplar de Letras Raras

del año 2015, cargado y recargado con una

excelente selección de literatura que esperamos

sea de su agrado. Quiero aprovechar para

agradecer las colaboraciones recibidas en todo

este tiempo y recordar a nuestros lectores, nuevos

y antaños, que nuestra convocatoria para participar

en la revista está permanentemente abierta en los

géneros de narrativa, poesía y artículo. Sin más

qué decir, pásenle... ¡Pero antes límpiense los pies!

El pinche editor

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La hora del perroEntre la calle Resurrección y la avenida Reforma se encuentra una peculiar cerrada de no más de sesenta metros de largo y anchura de dimensiones promedio. Mi primera impresión al llegar al extraño emplazamiento es la de haberme transportado no sólo a un tiempo remoto, sino también a un lugar inexplorado por mi memoria. Esto último, me digo, es imposible, pues yo mismo me reconocí en un retrato en el que aparezco bajo alguno de aquellos quicios que horripilantes herrajes custodian noche y día. Las doce casas que escoltan la calzada han sido erigidas en estilo gótico formando un minúsculo complejo habitacional que desentona con los rasgos coloniales de la espléndida urbe. He de insistir en que son los edificios cubiertos de mosaico, las viejas baldosas, los balcones que albergan anaranjadas macetas y los desagües de cantera gris lo que rompe la esplendidez del paisaje, no la configuración arquitectónica de esas casas con arcos apuntados que conforman la callejuela nombrada “Privada de Los Godos”. Qué nombre tan casual, ¿no le parece así, amable lector?

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María Luisa Deles

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Como un recorte horizontal a una región de la antigua Normandía, la docena de palacetes se halla dispuesta en dos tantos de seis, uno a cada lado de la calle. Para entrar es necesario cruzar una reja coronada por un prosaico rosetón carcomido. Adentro, la calma reinante es apenas quebrantada por un viento suave que atraviesa las hojas de los árboles. Las ventanas permanecen herméticamente cerradas y desde afuera me aborda la impresión de estar parado frente a un trozo de postal a punto de ingresar al correo. Lo que no parece de mentira es el digno pero enorme mastín inglés que, según mis cálculos, anda sobre los cien kilos de peso y los setenta centímetros de alto. Su pelo fino y brillante es de color oscuro, cercano al gris Oxford, y hace un garboso contraste con el negrísimo hocico por donde escurre a dos flancos el pellejo de los cachetes. El guardián está sentado en elegante postura encajándome la luz de sus pupilas en retador ademán, pero no voy a seguirle el juego. Retrocedo unos pasos para colocarme junto a un tímido árbol en el que algún desconocido aprendiz de la topiaria ha ejercido una poda infame.

Desde mi nueva ubicación observo que ninguna de las casas del fraccionamiento cuenta con cochera, no se advierten trazas vehiculares en los bordillos ni máculas de aceite sobre el pavimento, en este caso inexistente, ya que el camino entre las aceras es adoquinado. Tampoco encuentro rampas o escalones, lo que me lleva a imaginar que la privada fue construida a semejanza de una calle de la antigua Pompeya. Afortunadamente, pues el calor me agobia, el sitio de mi resguardo está junto a un expendio de aguas frescas de entre las que me llaman la atención la de chamoy con chile, la de horchata jarocha y la de mamey con pera. El medio día está derramándose sobre mi cabeza y en las sucias losetas que de un momento a otro comenzarán a expeler sus vapores de orín. Me decido por la de fresa sin colar y voy hacia la sombra para sentarme en una banca de forja pintada de verde. En el respaldo, un águila regordeta descansa sobre primorosos nopalitos que me fastidian el riñón izquierdo.

A las doce treinta el lord mastín levanta las posaderas, estira las patas en un armónico ejercicio y da comienzo —en el mismo sentido de las manecillas del reloj— a un estudiado rondín por el frente de todas las puntiagudas viviendas. Sé que no es posible lo que estoy a punto de relatar y

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sin embargo, me avengo a contarlo nomás por no quedarme con las ganas, usted sabrá comprender. Como si una música guiara sus pasos el distinguido cuadrúpedo se desplaza de costado moviendo las patas en bailarinas, esa delicada figura del ballet que consiste en dar un paso lateral, cruzar un pie por delante, otro paso lateral y luego un cruce por detrás; todo esto mientras avanza hasta culminar el óvalo que es su recorrido. Dejo el agua de fresa sin colar a un lado y me levanto. Una mancha nebulosa aparece ante mis ojos durante unos instantes, luego me acerco a verificar que el mastodonte se desplaza meneándose igual que una muñeca danzarina. Faltando cinco minutos para la una el chucho londinense se pierde en la puertecilla abatible —construida ex profeso para la entrada de mascotas— de la casa marcada con el número XII. Y me pregunto, ¿qué habría hecho usted en mi lugar, estimado lector?

Mi cometido es de gran envergadura, debo apuntar. No cualquiera, en un día cualquiera, se halla por los desenfrenos de la casualidad con una descolorida fotografía de uno mismo ataviado con extraño ropaje y exótico peinado. Me dispongo a violar el sagrado derecho de la propiedad privada y trepo por las florituras de la reja. Han transcurrido unos segundos desde la desaparición del perro guardián, de modo que con una elasticidad desconocida hasta entonces alcanzo el rosetón y bajo con igual destreza. Al contacto con el adoquín constato que mi atuendo ha mudado en camisa blanca de mangas abultadas, calzas rojas y un estrecho saco de terciopelo negro abombado a la altura de los hombros. Menos mal, amable leyente, que no fui embutido en una tosca armadura con casco y coraza pues el sopor me habría hecho desfallecer. Por desgracia, no recuerdo con exactitud la puerta en la que fue tomada la fotografía. Pienso, porque aún conservo esa capacidad, que en aquella época no existía el daguerrotipo, ¿cómo entonces fui retratado?

El encuentro con una respuesta me anima a andar por ese lugar instalado en la demora. Avanzo cauteloso y aturdido por el silencio, el ruido cotidiano quedó a mis espaldas atrapado en otra dimensión. El olor es una irrepetible mezcla de óxido y madera convergiendo en un perfume finísimo. Admiro las amplias ventanas, rosetones de polícromo cristal que van decorados en su parte superior con hermosos calados de piedra. De pronto

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un segundo mastín, esta vez cobrizo, se dirige al puesto tras el enrejado. A cuatro patas me introduzco por la puerta enana de la casa número I que se abre sin brete. Grande es mi sorpresa al descubrir que al otro lado no hay nada; lo que se dice, nada. Aprovecho la inmovilidad del can y me apresto a entrar por las puertas subsecuentes para descubrir que el vacío se multiplica por doce. Todas las casas, o mejor dicho, todas las fachadas, son de mentira: un escenario de cartón piedra. El pelirrojo se aparta de su sitio para iniciar la ronda que concluye con su ingreso en la casa marcada con el número XI. Mis piernas envueltas en colorado algodón ajustable vuelan hacia la verja antes de que aparezca un nuevo verraco.

El agua de fresa sin colar me espera obediente. Bebo a sorbos rápidos y vuelvo a ser yo, cubierto por mi chorreado uniforme que incrementa la temperatura. Un tercer energúmeno se ha sentado tras la reja en posición de custodia cuando el reloj que pende del palacio municipal anuncia las dos con tres minutos. Una hora me tomó brincar la valla, asomar por las doce entradas y volver a saltar. Me acomodo en la banca de forja pintada de verde. En el respaldo, un águila regordeta descansa sobre primorosos nopalitos que me fastidian el riñón izquierdo. El anónimo guardián emula el recorrido de su antecesor para luego perderse en la casa número X. Espero. A cada hora un vigilante distinto asoma por una puerta en descendente enumeración, se sienta detrás de los barrotes, reincide en el paseo y se esfuma; entonces cae la noche en los tibios acordes de las campanas de la catedral. Pensará, interrogante lector, ¿de qué va todo esto? ¿Qué infame locura me hace desvariar? Aguardo la desaparición del guardia número ocho. Salto, mudo la vestimenta por arte de magia y trepo a un abedul frente a la vivienda marcada con el número IV, de donde a las ocho y un minuto sale el noveno vigía para instalarse en el puesto de resguardo. Con la oscuridad impera la diferencia, una vez cruzada la reja me doy cuenta de que ahora las casas tienen forma, vida… El mobiliario interior imita el estilo arquitectónico de la fastuosa estructura; la talla en arcas, atriles y aparadores de roble, es muy similar a la de los ventanales con cruces y ojivas.

Una cátedra con dosel, parecida a las de la basílica, me invita a la inspección. Enseguida me encuentro con una galera en la que dos cuerpos anillados sostienen un tablero largo y estrecho, acompañado por un par de

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bancos de tosca manufactura. Es curioso pero una sensación cotidiana me pone en contexto mientras circulo por las habitaciones y creo reconocerlas. La recámara, por ejemplo, en la que no lo va a creer, amabilísimo lector, encuentro sobre la enorme cama envuelta en cortinajes a una hermosa doncella que me sonríe con aprecio. Su vientre es ligeramente abultado y ostenta generosos pechos bajo una sencilla túnica con sobrecota y cinto. Los pálidos pies están desnudos y me parecen de una gracia sutil en el desparpajo de su postura. “¿Cómo has tardado tanto, amor mío?”. Qué voz tan dulce acompaña el movimiento de una mano que me invita a hacerle compañía. Me veo en necesidad de hacer un alto en la narración, pues los sucesos acontecidos a partir de ese momento son tan íntimos y desenfrenados que temo ponerle a usted nervioso. Sólo acotaré, por dejar alguna constancia, que el ancho de la cama nos fue exiguo para despachar la concupiscente escena. Años ha que no lograba conciliar un sueño tan profundo y a la vez devastador.

Ya amanece entre la calle Resurrección y la avenida Reforma. Un sol inmisericorde se desploma sobre mí y sobre los edificios cubiertos de mosaico, en las palomas que revolotean en el atrio y en las fuentes, sobre todo en las fuentes que rompen la esplendidez del paisaje. Me incorporo de la banca de forja pintada de verde. En el respaldo, un águila regordeta descansa sobre primorosos nopalitos que me fastidian el riñón izquierdo. Junto a ella descubro intacto el bote que contiene mis herramientas: escoba, pala y recogedor. He de ponerme a barrer enseguida. Pero espere, querido y fino lector, algo en mi bolsillo me llama la atención. Se trata de una fotografía, un descolorido retrato de mí mismo ataviado de gente extraña. Una hilera de casas de estilo árabe se pierde en el horizonte, es una serie de cúpulas acebolladas de estilo timúrida…

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FIN

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Repetición y hechizo " Hay que decir que toda repetición es una

posibilidad de hechizo" Ricardo Yáñez

Las historias sobre lo que narro adelante son muchas, todas mentiras según el atalaya del otro. Lo que aquí cuento es un intento por superar mi parcialidad. San Pedro es uno de tantos pueblos con ese nombre, que, como todos sabemos, nunca tiene importancia a cuál nos referimos porque todos son idénticos.

Es quizá por ello que esta relatoría de inicio ya es herrumbrosa. El párroco de este pueblo se llama Antonio, como tantos que llevan ese nombre en estos pueblos repetidos. El domingo de la fiesta patronal es la fiesta mayor. Claro, está dedicada al santo en cuestión. Fuegos de artificio, música de banda, comida local, baile y excesos se reiteran en espejo en todo el planeta en honor de San Pedro; todos los Padres Antonio resoplan y manotean ante tal falta de respeto todos los años, los pasados y los que vendrán. En el jardín, en los jardines; debajo y detrás de todos los árboles de estas comunidades eco un Jaime y una Teresa (un Jaime y una Teresa por cada

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Ed Marzquéz

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lugar, claro está) se besan y acarician en el último resquicio que dan los relojes y la segunda llamada del coro de campanadas que anuncia la misa de las ocho.

Los incontables padres y hermanos de todas las Teresas inician una búsqueda. Todos, saben con quién está Teresa; la buscan (las buscan), la cercan. Todos los Jaimes se envalentonan en nombre del amor y sacan el pecho de donde las taquicardias retumban hasta el infinito. Es aquí que en una onda expansiva ella —siempre ella— toma las manos de ellos y con su infinita astucia dan un resolución al conflicto.

Desde aquí, en esta torre (y estoy cierto que en todas las torres donde alguien como yo vio lo que estoy contando), la Teresa de San Pedro Sula entra al templo de la mano del Jaime de Roma en la misa de gallo. Todos se miran confundidos pero estos todos son aquellos. No pasa nada ahí porque ya pasó todo.

De la suerte de los perseguidores daré cuenta en otra ocasión; el cura Antonio de Tlaquepaque me llama. Es hora de la comunión. Además, por estas fechas el viento ruso es atroz.

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FIN

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Heridas Narcisistas En la rutina de mis horas laborales, y mientras miro la pantalla de mi ordenador como si fuese un líquido amniótico que me envuelve, pienso en nuestra irrisoria pequeñez, y me digo: la Tierra es insignificante en el universo. Somos el resultado de la evolución de las especies. Ya de niños, según Freud, somos seres perversos polimorfos. Nietzsche anunció la muerte de Dios, Foucault la del hombre. Fukuyama dijo que la Historia ha llegado a su fin. Según la teoría física de las supercuerdas podría haber múltiples dimensiones y universos paralelos. Los avances en cibernética harán posible la inteligencia artificial. Parece que ya se podrían hacer copias idénticas de un ser humano mediante la clonación. Por no hablar de los más de siete mil millones de individuos que somos. ¡Nos morimos!... Y con tantas heridas narcisistas, viene el jefe de oficina y se me pone hecho un basilisco, me dice que siempre estoy pensando en las musarañas, y que si no tengo preparado el informe de gastos de la empresa para el próximo lunes va a dar parte de mí para que me abran un expediente. ¡Ese tío, además de pancista, es un imbécil!

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Enrique Angulo Moya

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La Burbuja Filosófica ¿Qué opinión le merece el discurso moderno en los medios de que los

individuos deben perseguir sus sueños para alcanzar la felicidad? ¿Considera que es esta una tesis valida? ¿Considera que el anhelo individual de la felicidad puede conducirnos

a la plenitud?

A quien quiera que haya hecho esta pregunta tan compleja, que en realidad son muchas.

Primero hablaré de esto: se asume sin más que la felicidad es deseable por sí misma, cosa que, aunque al principio parece muy obvia, analizándolo bien, creo que es una estupidez. Veamos por qué.

Aristóteles dedica todo su primer libro de la Ética Nicomáquea a la felicidad. Para ello asume que es un fin para los hombres, como cualquier bien, “Pero sobre lo que es la felicidad discuten y no lo explican del mismo modo... Pues unos creen que es alguna de las cosas tangibles y manifiestas como el placer, o la riqueza, o los honores; otros, otra cosa; muchas veces, incluso, una misma persona opina cosas distintas: si está enferma piensa que la felicidad es la salud; si es pobre, la riqueza; los que tienen conciencia

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Filósofo Burbuja

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de su ignorancia admiran a los que dicen algo grande y que está por encima de ellos.” (Aristóteles, Ética Nicomáquea, 1095a 20-30) (Te recomiendo mucho este libro).

Así podría citar a muchos filósofos que hablan de la felicidad, pero algo queda claro: la felicidad como cosa abstracta, como mera palabra que designa “aún no sabemos qué”, parece ser una idea cuyo objeto es en sí mismo un fin, pero ¿cómo vamos a saber que deseamos lo que aún no conocemos? ¿Cómo voy a saber, por ejemplo, que la felicidad será terminar una carrera profesional si aún no ejerzo esa profesión, o que la felicidad se halla en una botella de 600 ml si no he saboreado ya su contenido? En principio parecería que el trabajo del filósofo es determinar abstractamente, o de manera general para casi todos los casos, al menos algunos aspectos centrales de la cuestión –en este caso, qué es la felicidad, o cómo lograrla– (como lo hace Russell en su libro La conquista de la felicidad) ; pero vemos que esa tarea sería vana si quisiéramos hablar por otros, y es ahí donde cada uno tiene que ser filósofo “de sí mismo” y no hablar por los demás.

Luego, con la modernidad, llegan nuevas ideas de la felicidad. Spinoza, por ejemplo, invierte la idea del bien platónico: no es que deseemos algo porque es un bien; al contrario, es un bien porque lo deseamos. Habrá diferentes bienes según las distintas constituciones corpóreas y psíquicas, pues en función de esas formas surgirán distintos deseos. Es un poco como lo que dice Aristóteles; los enfermos desean la salud, los ignorantes (conscientes de su ignorancia), la sabiduría, etc., pero ya no, como afirmaba Aristóteles de manera lógica, porque la enfermedad sea lo opuesto a la salud, la ignorancia lo opuesto de la sabiduría, etc. (parece que históricamente se hizo mucho énfasis en el aspecto lógico de la filosofía de Aristóteles, cuando él hablaba en un sentido mucho más amplio), sino porque (en el caso de Spinoza) alguien enfermo, ¡así como alguien sano!, es una singularidad que expresa varios modos de tendencia y deseo hacia la “autoconservación”, o en otras palabras, hacia la persistencia en la existencia que ya se es; en nuestro caso: poseyendo un cuerpo humano, no tanto como acontecimiento meramente biológico, sino como objeto de la imaginación (y, quizás, de la razón) que realiza, que crea realidad. Las diferencias entre un enfermo y un sano, por ejemplo, ya no son lógicamente delimitables; hay que tener en cuenta la singularidad de los individuos en cuestión. Ya no hay en la

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modernidad bienes “en sí mismos”, o abstractos y sin relación a nosotros, los humanos; pero es la idea de “lo humano” (otra abstracción) lo que varía de pensador a pensador, y de persona a persona, y que actualmente, ya desde hace un siglo más o menos, está caducando (lee, por ejemplo, la Carta sobre el humanismo, de Heidegger; y ni qué decir de todo el trabajo que ha hecho el feminismo al respecto).Pero pasemos, ahora, a la cuestión de la publicidad. Dices que hay un discurso moderno e individualista que dice que hay que perseguir los propios sueños para alcanzar la felicidad. Estoy de acuerdo en que existe tal discurso (o algo así), pero es tan ambiguo como decir “la luna es de queso”, o “los amigos son grandiosos”; quizás tenga cierta consistencia histórica pero, en fin, no es nuestra tarea indagarla. En cambio, te recomiendo “Las habladurías”, §35 de El ser y el tiempo, donde Heidegger nos dice: “Lo hablado “por” el habla traza círculos cada vez más anchos y toma un carácter de autoridad. La cosa es así porque así se dice. En semejante transmitir y repetir lo que se habla, con que la ya incipiente falta de base asciende a una completa falta de la misma, se constituyen las habladurías.”

Y de habladurías se forma toda la publicidad. Tan sólo fijémonos en las palabras sueños, perseguir y felicidad, y nos daremos cuenta de por qué son tan aptas para promocionar cosas: son extremadamente evanescentes y coloridas, como lo que impulsivamente deseamos; lo único que hace la publicidad es concretar esos deseos en una imagen, encausarlos hacia alguna compra o hacia una vida de compras, que es tal pues sólo desea cosas definidas; determinados artilugios, determinadas relaciones personales, determinadas formas de ser, determinadas carreras y viajes, básicamente, determinadas metas alcanzables a un precio; y el precio es, por supuesto, el esfuerzo. Se dice que si te esfuerzas lograrás lo que deseas. Yo no lo desmiento ni lo afirmo, pero esa frase me suena a la que surge dé y para una cultura de la explotación.

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Semejante pobreza de espíritu se fomenta asiduamente a través de los llamados “medios” (que yo llamaría, más bien, distorsionadores de imaginación). Es curioso, por cierto, que estos se concreten de maneras cada vez más individualistas: ya no son el circo romano ni la tele de la casa, sino los dispositivos de bolsillo: pequeñas ventanas portátiles a la estupidez “libremente elegida”. Nuestra idea moderna de entretenimiento –entretenimiento que para muchos, tristemente, constituye su única felicidad– es incrementar la experiencia del solipsismo aunado a una sensación accidental de placer. Hemos llegado a creer, pues, que la felicidad es cierto acontecimiento afortunado (cierto accidente) cuyas posibilidades de acontecer podemos aumentar con astucia, como si buscáramos algo; y, por supuesto, esta búsqueda está ya esbozada por lo que “se dice”; por la publicidad (y no me refiero sólo a la de los “medios de comunicación”, sino a lo que dice el (supuesto) “sentido común”).

No niego que esos discursos sean útiles y fructíferos para muchas personas en algunos momentos de sus vidas, pero es triste que algunas de ellas crean que así es la vida, que eso es lo que se hace y lo que hay que hacer; es triste, digo, para ellas, porque ellas son personas tristes, personas que siempre están lejos de sus deseos y que creen que para desear algo, aquello tiene que estar lejos, ser difícil, casi inalcanzable.

Pero no soy nadie para decir la tristeza de otros; es más, encuentro en la tristeza auténtica más dignidad y hasta más belleza que en cualquier “felicidad”, esa pseudo-felicidad que nubla la razón y no deja escapar de sí pues inactiva el espíritu, aquella que nos convierte en motas de sucio polvo ante la tristeza creadora de la que nace el arte. No estoy hablando, por supuesto, a la manera de Spinoza; para él la tristeza es básicamente impotencia, y la Felicidad es algo demasiado complejo como para ser tratado en unas líneas. (Sin embargo, Spinoza sabía que del odio –que define como tristeza unida a la idea de un objeto exterior– más profundo, puede surgir el amor –alegría unida a la idea de un objeto exterior– más profundo; y quizás así podríamos explicarnos la génesis y el desarrollo de la obra de arte.) Hablo en un sentido más retórico, tal como lo hace Onetti en su cuento Tan triste como ella, o cualquier viejo escritor que mira siempre hacia atrás, con los ojos de la nostalgia y la memoria pródiga que invoca la vida. De la “felicidad” estúpida del afortunado, del insulso gozo accidental, jamás surgirá

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obra bella alguna. Casi hasta podríamos decir que la “felicidad” espanta la belleza. La tristeza, en cambio, es la increíble vivencia de la existencia cuando todo tiende a la destrucción: es la auténtica expresión y encuentro de fuerzas de la vida. La auténtica tristeza es, paradójicamente, la única felicidad auténtica posible (si no me crees lee “De la futilidad y el sufrimiento de la vida”, capítulo 46 de El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer; quizás lo más audaz que he leído en torno a la felicidad).

Por eso, no creas que esa tristeza o felicidad puede ser buscada. No creas que necesariamente hay que ser un asceta o un sibarita para encontrarla (aquello sería, de nuevo, caer en el discurso de la publicidad; una publicidad milenaria: el camino). Fausto sólo tenía que extender la mano para que Mefostófiles cumpliera sus deseos, y era el hombre más infeliz no porque hubiera hecho un pacto con el diablo, un abstracto ente sobrenatural, sino porque en su corazón y en todas sus acciones se arraigaban las más profundas contradicciones: ese es el verdadero pacto con lo imposible; la verdadera puerta hacia la tristeza. Fausto fue mucho más grande que este

mundo de realizaciones: su ser era demasiado esplendoroso como para llegar a su plenitud aquí. Y es que en cierta forma todos somos Fausto. Nosotros, cada uno, más allá de sentimientos o razones, hallamos en nosotros mismos más dignidad (natural o metafísica) que en aquello que cabe en este mundo –diminuto al lado de tan sólo uno de nuestros sueños

(y hablo simplemente de esos locuaces sueños nocturnos, no de aquello que decimos para no quedar mal cuando nos preguntan, “¿qué quieres?”)– que no admite las contradicciones concretas de nuestra fantasía y nos dice: “...por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Apocalipsis 3:17). Pues, no seamos modestos: es la condición existencial de cada uno de nosotros estar, para sí mismo, antes que el mundo. Es inevitable

Ya es problema de cada quién a quién ama, qué tan inclusivo o exclusivo es su “sí mismo”, y qué tanto en éste se anhelan y procuran realizaciones solitarias o compartidas. Pero los problemas reales, como el amor,

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acontecen; hacen transmutar plenamente nuestro ser –algo de nosotros muere y algo nace–; los problemas no pueden “elegirse libremente”. Y digo realizaciones, pues la felicidad, en cambio, es tan sólo una palabra.

Si por mí fuera, le diría a cada niña o niño del alma:–No tienes la obligación de perseguir tus sueños ni de ser feliz; a fin de

cuentas los sueños son sólo eso. Si alguno de ellos es demasiado poderoso, te atraerá a su realización, como el fuego a los insectos, hasta quemarte las alas; así que no hay de qué preocuparse: afortunado es quien no tiene sueños, pues es libre, aunque la libertad tampoco tiene por qué saber bien. Y también, ¿por qué no?: afortunado quien tiene sueños, en su vida hay sentido y ésta será ardua.

Le diría:–La felicidad no existe. Es un invento para engañarte y controlarte; lo que

realmente hay es la alegría y el desencanto, la pasión y el deseo, la música y el aroma, y el contacto... En fin, todo lo que se vive y siente, y es inalcanzable con meras palabras (ya lo verás); aquello que permanece unos momentos y se va, y merece ser procurado y cuidado.

No tenemos por qué usar la palabra “felicidad”. Idealmente ni siquiera hablaríamos del tema, sólo hablamos de él por tristeza, y, por ende, por la dignidad y belleza que a veces florece en nuestras conversaciones, donde eventualmente se posa la verdad y luego se va.

Filósofo Burbuja

Envíanos tu pregunta para que el filósofo la conteste.

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Fantasma —Licenciado, tengo algo que decirle —expuso el vigilante al director de

la prisión.—¿Ahora qué, Martínez? No estoy de humor.—Es sólo que... Mejor vuelvo luego.—¡Dígalo ya, maldita sea!—Anoche el recluso de la celda 4,089 estuvo muy inquieto.—¿Otra vez?—Sí. Me tomé la libertad de aislarlo y prohibirle las visitas.—Hizo bien. ¿Funcionó?—No. Al contrario: se mofa recordándome que a él nadie lo visita nunca

y que los demás prisioneros no le dirigen la palabra.—¿Y qué hizo anoche, exactamente?—Pues, entre otras cosas, azotarse contra las paredes de su celda.—¿Cómo dice?—Como lo oye. Se plantaba en un extremo para tomar impulso y luego

¡pum!, se abalanzaba como un toro contra el muro opuesto.—Ese hombre está loco.—Así lo pienso, licenciado. Figúrese, dice que fue ejecutado en la silla

eléctrica hace más de tres décadas. Se cree fantasma, por eso intenta cruzar

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Vicente Varas

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las paredes. Ignora cómo volvió de la muerte. Según él, al morir ya pagó su deuda con el Estado y exige su libertad.

—¿Y bajo qué cargo se supone que lo frieron?—Homicidio. Sostiene que estranguló a su jefe el día que éste lo

despidió.—¿Y ahora, qué pena purga?—Tres años, por intento de robo. Trató de despojar de su auto a un

ancianito, asegurando que él era el verdadero propietario del vehículo, un Maverick 1976. ¿Qué hago con él?

—Devuélvalo a su celda. Si escapa, avíseme o, pensándolo bien, no diga nada.

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FIN

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El delirio de Julio Cortázar

En una noche en la que cometí el funesto error de fumar marihuana tuve el arranque de nervios más aterrador que había experimentado hasta entonces. Cuando me vi en el espejo noté que físicamente era horripilante. Comencé a perder el sueño, a sentirme lento, adolorido y con tedio. Derrotado, para ser más claro. No lo estaba logrando, y parece, porque esto es continuo, mientras uno espera el fin del mundo, lo que esto conlleva, (la situación cada día mas desfavorable, gente muriendo a cada rato, una hambruna latiendo con fuerza y un miedo imparable en nosotros) que yo quería —necesitaba— ganar una batalla. Pero ahí estaba el delirio de Julio Cortázar.

Lo veía materializado en mi habitación —ahora la suya— traduciendo las obras de Poe. No sé si aún él vivía en Argentina, pero en mi alucine continuaba viviendo en su país. Era de noche y estaba cansado. Después de dieciocho horas de trabajo ininterrumpido era lo más humano. Descorchó un tinto, sirvió un vaso y se sentó en el sofá. La radio emitía una pieza de música: un cálido jazz, digno del cansancio y la apatía. Cuando la última gota

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Gerardo Ugalde

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del tinto resbalaba por el cristal, Cortázar decidió que necesitaba dormir. Al día siguiente iría con su mujer a celebrar su cumpleaños, por lo tanto, la poca energía recuperada sería esencial al levantarse. Sin embargo, la decepción de Julio se hizo presente: todas las noches le asaltaba, robándole las esperanzas, la imagen de la Tierra decayendo en una espiral, lo que mareaba a la gente, convenciéndolos de la importancia de la banalidad. El cuerpo le pesaba: ya eran veinte horas sin conocer el sueño, viendo a través de la ventana. Observando la calle, tranquilizándose por la ausencia de gente y bullicio. Era un buen momento para estar despierto o, al menos, en su rostro se notaba la paz. En la esquina, donde terminaba la calle, Julio veía las luces de los faroles que poco a poco devoraban la noche. A diez metros de su casa, sobre la banqueta, en esa misma esquina, una sombra venía danzando. Dándose cuenta de esto, comenzó a sonreír: creía que era un borrachín extraviado. Conforme se acercaba, la sombra se esclarecía, definiendo a un hombre delgado, vestido de negro, con hombros anchos. Cayéndose justo enfrente a su ventana, podía verlo con mayor precisión. No sin resguardarse antes detrás de las cortinas; temía hacer contacto visual con él. Cortázar miraba estupefacto, creyendo que era víctima del sueño o, en ese caso, de la pesadilla. Lo que segundos antes creía era un borrachín resultaba ser una inimaginable criatura que al mismo tiempo que le provocaba fascinación lo aturdía de pánico.

Yo me sentía igual que Julio Cortázar. Quería dormir, dejar de soñar con la criatura. Tenía mucho miedo. Sudaba. Mi cuerpo se quemaba con la angustia. Por un momento me creí capaz de olvidar. Bajé a la cocina a buscar un vaso de agua, tal vez algo de de comer. En el trayecto reflexioné sobre mis temores. Estaba desesperado por algo. No: por demasiadas cosas. Olvidé ir a la cocina, caminaba en círculos rodeando la sala, pensando en el destino realista de mi vida. Decepcionado, fui a la puerta; a través de la ventana examiné el exterior. La calle se encontraba tranquila. De repente, el temor me invadió otra vez: vi a Julio Cortázar en su cuarto paralizado de horror. Casi el corazón le salía por la boca. Quiso fumar un cigarrillo mas no encontraba los cerillos. La presencia del demonio lo atormentaba. Se asomó de nuevo. Sus rodillas tronaban al abrir ligeramente la cortina. Ahí seguía el esperpento, ejecutando su frenética danza. Alcanzó a vislumbrar su rostro, siniestro y tentador. Las facciones del adefesio le

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causaron nauseas. Cual niño, Cortázar corrió a su cama, ocultándose bajo las sábanas. Intentó calmarse. Encendió la radio esperando atemperarse. Volvió a su infantil escondite apretando los párpados para así perder la conciencia. Sin embargo, el calor lo asfixiaba. Cogió con las uñas el cántaro de agua y bebió hasta ahogarse. Bañó su rostro y tórax. Encendió una lámpara de mesa, que por un momento logró sosegarlo. Pero una y otra vez la presencia tácita de la criatura le imposibilitaba descansar. Deseando encontrar fuego para el cigarrillo, el argentino realizó el prodigioso hallazgo en su cajón de un pequeño revolver que había adquirido por mera curiosidad. Sintiendo su frío agarre, regresó a la ventana. Previniendo ser observado primero usó un ojo para espiar las afueras. El demonio continuaba frente a su casa. Determinado a recuperar la paz en su alma abrió la ventana. Sin razón alguna lanzó un grito tan sobrecogedor que los disparos realizados contra su enemigo apenas se escucharon. En estado catatónico, Julio no creía ver a un borrachín tendido en la acera, derramando sangre. Arrojó el arma sin mirar a dónde, cerró la ventana y corrió a su cama, ocultándose de nuevo bajo las sábanas. Después yo y Julio intentamos dormir. Él lo logró, no yo.

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FIN

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La húngara errante

¿Cómo la conocí? No lo sé; mi perfecto castellano no servía como puente en París entre aquella gitana húngara y yo. ¿Realmente era bella? Yo no lo podía definir; no por ajustarme a las reglas estéticas de la Rue du Faubourg Saint-Honoré, sin embargo, podría describir sus ojos: eran como malaquitas, tenían ese verde esperanza-muerta que pocas mujeres portan. Sus pies eran errantes y como errantes sangraban; siempre iban y venían en aquella pequeña pieza que constaba de una cama, una mesa y toda mi patria metida en los bolsillos.

No hubo necesidad de un “hola”. Yo era un exiliado y ella una errante, por lo tanto tampoco hubo un “adiós”. Simplemente la atracción de dos cuerpos sin raíces, sin frutos. Tomó mi mano y fue descifrando cada surco de mis líneas, que para ese entonces estaban hechas grietas de tanto escapar. Yo no tenía ni un franco para darle. Apenas me alcanzaba para comer en la tarde y pasar por algún café. Qué ingrato es el amor cuando llega a destiempo, con la ropa llena de agujeros y sin la necesidad de escapar.

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Enrique Taboada

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Y así, todas las tardes, en los paseos que dábamos por los jardines de Versalles, leía mi mano y yo leía su espalda; ella me atrapaba en sus ojos y yo me volvía errante. ¿Qué es peor? ¿No tener un hogar o ser un exiliado de tu patria? A fin de cuentas no éramos tan diferentes. París siempre ha sido una cloaca a donde va a dar toda la porquería humana; ambos apestábamos a vino, ambos carecíamos de dioses y, por lo tanto, de pecados. Solíamos recordar alguna virgen pero siempre estaba la necesidad de creer entre nosotros. Sin duda el amor es la separación de lo divino y el hombre para pasar a ser ese tiempo tan finamente eterno.

Ella se iba muy de noche por las calles parisinas a las puertas de los burdeles y casinos clandestinos a leer la suerte de cuanto pobre diablo se lo permitiese. Me gustaba verla con su falda volando y yo volaba bajo de ella, sobre de ella o ella encima de mí. No me puse triste cuando llegó la despedida. Me miró a mis ojos; yo sabía que ella se iba porque esa mirada era la misma que yo tenía al salir del puerto de Veracruz para jamás regresar. Yo iniciando una revuelta y la revuelta sólo me llevó a llevarme cierta nostalgia de libertad.

Yo siempre supe que esa húngara cargaba con todas las cosas que se le pegaban en su eterno peregrinar. El problema era que ella nunca dejaba nada; a mí no me dejó ni su nombre para recordarla y, en cambio, se llevó mi melancolía que atravesaba de puerto a puerto. Siempre lo he dicho: los mejores amores no son los que duran más ni los que duran menos, ni los que nos dejan satisfechos en la cama; los mejores amores son los que nos roban la vida y nos hacen respirar. Amores son aquellos que no olvidamos y no nos olvidan.

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FIN

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¿Y ahora de qué viviré?Se acabaron las cosquillas hechas a mano y las llegadas tempranolos incómodos viajes gratuitos, las horas nalgalas copias que nadie quería pagarlos vicios entre hora y hora y las pasarelassí, las pasarelasSe acabó también el desmadre de las apuestasque al final ganélas anheladas citas imaginativas, los chascarrillos oportunos y jocososlas melodías tristes que nos hacían reírlos copiaderos magistrales de una misma ideay las burlas que no siempre eran injustas, ya se terminaron

De qué voy a vivir ahora que tengo que madrugar ahora que ya no veo los mismos asientos desocupadospero sí las mismas avenidascon sus quicios, sus olores, sus humores, sinsabores y temores de las huellas que las pisan o las van a pisarde qué voy a vivir sin la obligación de estresar y ser estresadoy ahora que lo pienso, de qué voy a vivir sin la beca

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Viktor Olvera

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Quién me va a alimentar cuando yo no puedaa quién le escribiré en su ausencia si ya todos somos ausenciaspero sobre todo, quién me sonsacará como me sonsacaba el placer ajenoDe que viviré si ya no espero que me esperen en algún ladosi ya los muros ocupados y los saludos fueron dados y olvidadosde qué si los reportes, las caricias, los ensayos y sonrisas ya no cuentan con la sombra de una que otra vocecilla diciendo "al rato lo hago"

Si ya no hay más escapadas o abducciones de cualquier grado (40% Alc/vol de preferencia)en qué ocuparé mi tiempo y el de los demásde dónde saldrán las propuestas licenciosas y las verdaderas pendejadasque hacen amistada dónde he de refugiar las manos cuando se enfríen y no traiga bolsassi ya no habrá quien me compre café o amarillo o un buen librode qué voy a vivir

A quién miraré con mis mejores ojos y a quién le interesan los peoresquién me ha de ignorar, quién me cantará cuando no esté… en finde qué viviré si los milagros ya no vienen en usb,y las palabras de consuelo no las da de san Google

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FIN

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La PromesaNunca fui bueno tocando instrumentos de viento, sin embargo aquí estoy, rompiendo las diferentes flautas de cerámica que toqué por un año. Tampoco tuve suerte en el amor a pesar de que ahora me despido de cuatro de las mujeres más hermosas de la ciudad, mis concubinas, aquellas que llevan los atributos de las deidades de la fertilidad y los mantenimientos: mis cuatro concubinas.

Recuerdo que hace un año dejé mi ciudad natal, Coatlinchán, con el corazón roto y con el único objetivo de cumplir la promesa que hice a la mujer que alguna vez fue el amor de mi vida, una mujer cruel que abrió sus brazos para cautivar mi corazón y después rechazarlo. Nunca dudé de la sinceridad de sus sentimientos durante el tiempo que pasé cortejándola, pero la sorpresiva propuesta de matrimonio que le realizó un noble acolhua de Tezcuco hizo que cambiara su actitud hacia mí. ¿Cuál fue la promesa que le hice? Bueno, ese ofrecimiento es el que me trajo a la situación en la que ahora me encuentro, y consistió en que algún día las miradas de todos los habitantes de la ciudad más grande del valle se posarían en la persona que sus ojos rechazaron ver por el resto de los días que nos quedaban por vivir. Sí, claro que le propuse matrimonio a esa ingrata mujer, quien prefirió una vida de lujos a una llena de amor y atenciones. También le dije que al cumplir el juramento que le hacía sentiría celos, pues me vería acompañado de las mujeres más hermosas del valle de México. Llevo cumpliendo esta promesa

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Enrique Ortíz García

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desde hace dieciocho veintenas, sin embargo, ha sido una lástima que no la haya vuelto a ver desde el día de mi partida. Pero hoy seguramente eso cambiará. Hoy es el gran día. La gran fiesta de Toxcatl está a punto de concluir y el centro ceremonial de Tenochtitlan se ha llenado de multitudes provenientes de todos los rincones del Anáhuac para adorar al ixiptla, imagen viviente de aquél que posee la juventud eterna, el enemigo, del que se creó a sí mismo, del espejo de obsidiana: el dios Tezcatlipoca. Ese es el papel que yo he decidido interpretar, ya que es tarde para que mi corazón de piedra verde se pueda curar.

Y no lo he pasado mal: el último año he vivido rodeado de lujos, me he vestido con las insignias del dios Tezcatlipoca, me he regocijado entre las plumas de quetzal, el ámbar y el jade. He tomado todo el pulque que he querido y, para cerrar con broche de oro, hace cuarenta madrugadas que recibo los rayos de Tonatiuh acompañado de cuatro bellas mujeres que comparten mi lecho. Todo esto me lo ofrecieron los altos sacerdotes mexicas con dos simples condiciones: tocar una flauta por las calles de Tenochtitlan durante todas las noches de un año y mi miserable existencia. Oferta que acepté sin chistar, pues era lo que venía buscando desde que partí de casa con una promesa tatuada en el corazón.

Ahora, al despedirme, por cada escalón que subo del gran teocalli rompo una flauta de las tantas que me acompañaron con sus hermosas melodías durante las noches heladas en que recorrí la ciudad. Poco a poco me acerco a la cima, acompañado de varios sacerdotes que llevan el cuerpo pintado de negro y el pelo, largo, manchado de sangre a sus espaldas. La gran plaza del recinto ceremonial de Tenochtitlan está llena de multitudes que gritan el nombre de la deidad a la que represento: Tezcatlipoca. Por fin he llegado a la cima del templo para encontrarme con el supremo sacerdote y el Huey Tlahtoani. Ambos se inclinan ante mí y amablemente me indican la posición que debo de asumir para que pueda regalar mi herido corazón a los dioses. Al sentir la frialdad de la piedra de los sacrificios, o techcatl, en mi espalda, volteo a ver a la multitud que abarrota la plaza mayor de Tenochtitlan. Un momento antes que el cuchillo de pedernal destroce mi pecho, logro ubicar al ingrato amor de mi vida con los ojos llenos de lágrimas entre la multitud. Una pregunta cruza mi mente al tiempo que exhalo mi último aliento: ¿por qué asistió sola a la ceremonia?

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AUTORES

Juanito Pereira Economista, miembro honorario en el jurado de los premios Nobel, publica para diversos periódicos internacionales. Diseñador de Letras Raras Año 4 (2015).

Filósofo Burbuja Escritor y locutor

María Luisa Deles Escritora poblana. Cuentos suyos han aparecido en el periódico Intolerancia y en las revistas digitales Insumisas, En Sentido Figurado y Letras Raras. 

Enrique Angulo Moya Su vida profesional se ha desarrollado en el ferrocarril. Estudió Formación Profesional en la rama de la electrónica y después la carrera de Geografía e Historia. Leer y escribir le ha gustado desde siempre, como afición prácticamente secreta.

Gerardo Ugalde Simple humorista. Zapopan, Jalisco. Escritor de textos incomprensibles.

Víktor Olvera Estudiante de trabajo social en la UNAM. Ha colaborado en Colectivo Trajín, Colectivo Morvoz, Revista Logógrafo y la revista Punto de Partida de la UNAM. "Escribo por el placer de de vivir cada sentimiento que mi cuerpo viste”.

Enrique Ortíz García Diseñador gráfico, maestro en marketing integral y community manager. Amante del México prehispánico. Autor del blog El Espejo Humeante. 

Eduardo Márquez R. Es miembro de los talleres Al Gravitar Rotando   y Letras Tintas. Ha publicado Lugares comunes y en los colectivos Hecho a breve y Cuentos para picar.

Enrique Taboada Escritor, fotógrafo, aventurero. A favor de las malas costumbres como sonreír, ser feliz y estar enamorado.

Vicente Varas Ing. civil. Música, literatura, cine, pintura, matemáticas, ciencia, filosofía y deportes. Aficionado a la microficción. Last of the Steam-Powered Trains.

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