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1 LETRAS RARAS Revista - Enero 2015 - Revista Literaria

Revista Letras Raras, enero 2015

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Revista Letras Raras, enero 2015. Revista literaria. Una publicación de Editorial Sad Face. Año 4, número 1.

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LETRAS RARAS

Revista

- Enero 2015 -

Revista Literaria

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ÍNDICE

Editorial . . . . . . . . . . 4

La dieta . . . . . . . . . . 5

Desierto . . . . . . . . . . 10

El caminante de hojalata . . . . . . 12

La torre de la confusión . . . . . . 14

Sabemos lo que hiciste . . . . . . 19

Sin título II . . . . . . . . . 21

Ring . . . . . . . . . . 22 La vida espontánea . . . . . . . 24

La leche del sur . . . . . . . . 27

Uno o dos meses . . . . . . . . 29

Autores . . . . . . . . . . 32

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Dirección editorial, redacción, mercadotecnia, ventas, diseño y todo eso: Editorial Sad Face ☹. Revista Letras Raras es una marca registrada. 2015. Año 4, número 1. Fecha de circulación: enero de 2015. Revista editada y publicada por Editorial Sad Face. Domicilio conocido, código postal 90210. Revista producida en México. Prohibida su reproducción. Portada: Anónimo. Todos los contenidos originales aquí vertidos son propiedad de sus respectivos autores y están protegidos por INDAUTOR todo poderoso… ¡Así que no te fusiles nada o las bomb-ombs te encontrarán y destruirán!

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EDITORIAL

"Hello, boys. I'm back!" — así es, amigos, Letras

Raras, la revista literaria más sexy del mercado

está de regreso más sexy, más independiente,

más literaria, más rara y con más relatos y

poemas de jóvenes talentos de México y el

mundo (aunque más de México que del mundo).

El presente ejemplar no solamente marca

nuestro regreso, sino el arranque de nuestro

cuarto año editorial, y estamos seguros lo

encontrarán tan agradable como los treinta y seis

anteriores. Así que preparen una taza de buen

café o una botana, pónganse cómodos y pásenle

a leer. Un gusto saludarlos de nuevo. Nos vemos

en febrero.

El pinche editor

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La dietaPaseando por la calle de Salazar me encontré a Claudia, una vieja compañera el colegio, y, a riego de parecer descortés, he de confesar que me sorprendió mucho lo delgada que estaba, siendo mi recuerdo de ella el de una chica más bien gruesa, a quien todos estimaban por su buena plática y su disposición a compartir las tareas, pero quien nunca recibía invitaciones al café, al cine o a alguna fiesta. La criatura de largas piernas y avispada cintura que tenía ante mí aquella tarde desencajaba por completo con la persona que había conocido, como si alguien hubiese tomado la cabeza de Claudia y la hubiese colocado en el cuerpo de una modelo.

“¡Hola! ¿Cómo has estado? Oye, ¿cuántos años tiene que no nos veíamos? ¿Tantos, en serio? ¡Oye, cómo vuela el tiempo! ¿Tienes algo que hacer? ¿Me acompañas por un refresco?”

No lo pensé mucho antes de aceptar la invitación, después de todo, andaba desocupado, hacía calor y la nueva Claudia ofrecía muy buena vista. Caminamos un par de cuadras y nos sentamos en la barra de una fuente de sodas. Estuvimos platicando un rato sobre lo que había hecho la vida con nosotros (ella: asistente del directivo de una empresa de concretos; yo: mediocre escritor de ficciones), y lo típico de esos encuentros post-universitarios: “¿has visto a fulano? ¿Qué fue de sultano? ¿Al final merengano sí se casó con perengana?”. Cosas así.

No fue hasta que llegamos a un imprevisto silencio que escapó a mis labios algo que ya tenía rato pensando: “oye, Claudia, te ves muy bien”. Ella sonrió, ruborizándose, y, jugueteando con su vaso medio lleno/medio vacío, musitó un “gracias”. Antes que pudiese decir algo más, ella me miró a los ojos y dijo:

—A veces, al mirarme al espejo, yo misma me sorprendo de lo que veo, pues, igual te lo imaginas, yo fui gordita desde que nací, y eso, sabes, se convierte en un estigma. Del jardín de niños hasta el día de la graduación fui “Claudia la gordita”, a la que todos le copiaban la tarea pero nunca invitaban a salir. Y quise cambiarlo, ¿sabes? Los últimos dos años me inscribí a un gimnasio, me hice el hábito de salir a caminar por las tardes, e incluso me asesoré con un par de nutriólogos. Nada de eso me funcionó: luego de año y

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E.J. Valdes

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medio de levantarme a las seis de la mañana a hacer ejercicio y privarme de harinas, dulces y comida chatarra seguí siendo la misma Claudia a la que no le cerraban los pantalones y tenía que buscar las blusas más grandes de la tienda. Te lo juro: intenté de todo, fui disciplinada y no hubo resultados.

“Un día, una compañera del trabajo me encontró llorando en el baño, y estaba yo tan desesperada que me sinceré con ella y le conté mi situación. Dándome unas palmaditas en la espalda dijo que me comprendía, pero aunque yo pensé que lo decía como consuelo resultó que aquello era literal: ella entendía mi sentir porque antes de ser la secretaria guapa que se acostaba con el gerente de producción también padeció sobrepeso. Una foto en su celular lo confirmaba: no siempre había sido la muñequita a quien todos en la empresa le miraban las piernas. Obviamente pregunté cómo lo había logrado, y prometió decírmelo si ese domingo nos veíamos para almorzar en un restaurantito de San Pablo. Allí estuve. Imagínate mi sorpresa cuando llegó el mesero y ella ordenó comida no para una persona, sino para un oso. Te lo juro: mientras que yo me limité a pedir fruta y té, ella se zambulló huevos, tocino, frijoles, papas, puntas de filete, chilaquiles, ¡y dos capuchinos! Si aquello no era para desmoralizarla a una, entonces no sé qué podía ser.

“Vino entonces la revelación: así desayunaba ella todas las mañanas desde que su novio la dejó por otra en la preparatoria, y la consecuencia había sido el cuerpo rollizo y flácido que me mostró en la fotografía. Al igual que yo, había recurrido a dietas y ejercicio para disminuir su talla, sin embargo, la buena figura que ostentaba no era el resultado de gimnasios, ensaladas ni jugos. Es más: la había conseguido comiendo incluso más. Al principio pensé que me estaba gastando una broma, pero pronto me di cuenta que hablaba en serio; muy en serio. Se dijo dispuesta a compartirme su secreto a cambio de algunos favores —cuestiones laborales, no seas mal pensado—, y cuando accedí sacó de su bolso una tarjeta y la deslizó por encima del mantel. La tomé entre mis dedos y me percaté que estaba en blanco salvo por una dirección, escrita a máquina al parecer, y la leyenda “ponemos remedio a sus problemas de sobrepeso”.

“Pregunté de qué se trataba, pero ella no quiso decirlo. “Ve y ya”, insistió. Pagamos la cuenta y cuando nos despedimos en el aparcamiento me advirtió que, por extraño que me pareciera el tratamiento, lo siguiera al pie de la letra, pues los resultados serían visibles muy pronto.

“Total, para no hacerte más largo el cuento, fui al lugar éste, en la colonia Forjadores, y me entrevisté con una persona… Un… especialista que me recetó un tratamiento que, lo juro, más bien parecía un chiste. Sin embargo, confié en mi compañera y, no teniendo nada que perder, decidí someterme a él. Cinco meses después aquí me tienes.—¡Cinco meses!—Cinco meses.—Eso no… ¡Eh! Me estás tomando el pelo, ¿no es cierto?—De ninguna manera. Incluso puedes comprobarlo tú mismo.—¿Ah, sí? ¿Y cómo?—Puedes ir a buscar el lugar y cerciorarte de los métodos que emplean.—Dame la dirección y mañana mismo voy; tan extraordinaria cosa amerita confirmarse o desmentirse.

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Entonces Claudia abrió su bolso y, luego de hurgar entre sus contenidos, sacó una tarjeta de presentación y me la extendió. Era tal como la había descrito. “Ponemos remedio a sus problemas de sobrepeso”. Me la guardé en el bolsillo de la camisa.—Te advierto, Claudia —dije entre severo y divertido—, que si esto es una broma o me haces ir a este lugar en balde tendrás que invitarme al cine. Muchas veces.—Te pago hasta las palomitas y el refresco.—Vale.—Nada más otra cosa: cuando llegues di que yo te he enviado; esta persona es un tanto… selectiva.—Bien, lo tendré presente.

Dicho esto, Claudia se despidió —algo del trabajo tenía que hacer—, pero quedamos de vernos luego de que visitara la dirección de la tarjeta. Entonces, estaba seguro, tendríamos mucho que platicar.

La mañana siguiente no tenía nada que hacer y decidí ir en busca de aquel sitio que mágicamente había transformado a “Claudia la gordita” en “Claudia la sabrosita”. Luego de conducir media hora llegué a la colonia Forjadores. Mi destino era el tercer piso de un edificio de la calle de Reverte, a unas cuadras del Hospital Civil.

No fue difícil encontrar el mentado domicilio, y luego de ascender por unos caracolados escalones me topé con la puerta del despacho número tres, la cual ostentaba una hoja con la misma leyenda de la tarjeta: “ponemos remedio a sus problemas de sobrepeso”.

Llamé al timbre y un zumbido taladró el silencio. Al cabo de unos segundos una voz resonó al otro lado de la puerta:—¿Quién?—Buenos días —dije—. Vengo a… eh… consulta. Me envía la señorita Claudia Rincón.

¿Consulta? ¿De dónde me había sacado eso? Antes que pudiera respondérmelo, escuché correr el cerrojo y la puerta se abrió, revelando a un hombre bajito, de grises cabellos alborotados, bigotes mal peinados y gruesos anteojos. Llevaba una bata blanca por encima de lo que parecía un conjunto deportivo. “Tal vez sí vengo a consulta después de todo”, dije para mis adentros. El hombre me echó un vistazo de pies a cabeza.—Con que Claudia, ¿eh? —dijo—. Bueno, en ese caso pase, es usted bienvenido.

Me condujo entonces a una estancia de gastados sillones de piel y me pidió tomar asiento. En u n m u e b l e c e r c a n o h a b í a cantidad de libros mal apilados (como debe ser), y en un buró se levantaba, osada, una figurilla de Don Quijote junto a una lámpara. De las paredes colgaban toda clase de fotografías, diplomas, reconocimientos, constancias y demás parafernalia. Fuera quien fuera ese hombre, su preparación quedaba clara.

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—¿Y cómo está Claudia? —preguntó acomodándose en un sillón.—Está muy bien —respondí, enfatizando el “bien” pícaramente, pero mi interlocutor no compartió mi perspicacia.—Qué bueno. Me da gusto. ¿Y usted qué es de ella, cómo la conoce? ¿Novio, hermano, primo…?—Oh, no, nada de eso. Soy un ex-compañero de la universidad.—De la universidad… Ya veo. ¡Ay, Claudia! ¡Pobrecita! El primer día que vino a verme estaba hecha un mar de llanto… Decía que ya no quería verse así. Era un caso drástico el suyo, pero se le brindó ayuda y, gracias a Dios, ahora está no sólo más delgada, sino más saludable. Pero dígame: ¿qué puedo hacer pos usted? ¿Cuál es su problema? ¿Colesterol? ¿Es usted comedor compulsivo? Cuénteme…—Bueno, verá, yo… eh… —mal momento para no tener un pretexto a la mano—. Quiero… Quiero bajar de talla. Eso. Sí.—Para variar… Sí: todos quieren eso. Sin embargo, déjeme decirle que yo a usted lo veo en buena forma. Quizá un poco cachetón y con algo de papada, pero no pasado de kilos como tal.—Sí, pero igual tengo mi buena grasa acumulada en la cintura, y la verdad quisiera deshacerme de ella, si fuera posible. Mire cómo me queda la camisa; hasta me dicen que parezco boiler.

El hombre me examinó nuevamente de abajo para arriba y de arriba para abajo, acomodándose los anteojos como quien enfoca la lente de un microscopio.—Usualmente —dijo— advertiría contra ello tajantemente, pero puesto que usted es conocido de Claudia, voy a ayudarle con lo que quiere. En su caso no harán falta estudios médicos, análisis ni todo ese trámite; usted lo que necesita es una dieta especial, y le aseguro que si la sigue con rigor verá su lonja desaparecer tan rápido que no se lo va a creer. Ya verá que sí, joven. En este negocio hemos ayudado a muchas, muchas personas. ¿Ve las fotografías en aquella pared? Todas son de pacientes que hemos sacado adelante. Y mire: ¿alcanza a apreciar ese retrato a la derecha del diploma grandote? ¡Ah! Pues ésa es nada menos que Estela Fonseca, la de las telenovelas. No se imagina: cuando llegó aquí era un desastre, y ahora anda posando sin ropa para no sé qué revistas. “Pero ya ha sido suficiente charla. Venga, acompáñeme a mi escritorio para que le elabore su plan.

Le seguí al otro lado de la habitación y ocupamos una silla a cada lado de un pesado escritorio. Al centro del mismo, entre un pandemonio de papeles, sobres y ficheros, descansaba una máquina de escribir tan vieja que seguramente el propio Remington la pulió. Deslizó una hoja por el rodillo y comenzó a teclear. Lentamente. Con los índices. Vertió toda su atención en el documento, y al cabo de lo que me pareció una eternidad extrajo el papel terminado y me lo entregó. Conforme comencé a leer, él comenzó a explicar:—A usted, mi joven amigo, le voy estoy recetando la dieta del “ole”.—Es lo que dice aquí, pero no entiendo por qué abajo…—La dieta del “ole” —me interrumpió— es sumamente efectiva para estabilizar los niveles de colesterol, limpiar las arterias, estimular la buena digestión y consumir el exceso de grasa perivisceral. Si bien no es tan intensiva como otras dietas, su relación esfuerzo-beneficio es idónea para una persona de su edad y su talla. No tiene idea la cantidad de casos que hemos sacado adelante nada más con un poquito de voluntad.

“Ahora, la dieta del “ole”, joven, consiste en consumir únicamente —y no puedo hacer suficiente énfasis en eso de únicamente— alimentos que terminen en “ole”, como

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pueden ser mole, chilpachole, guacamole, pozole, y cualquier otro que tenga ese terminación.—Querrá decir que no se deben consumir tales guisos.—No. Lo que quiero decir es exactamente lo que acabo de decir: únicamente se deben consumir esos alimentos. Esos y nada más. Podría ser también pinole. ¿Y por qué no? Frijoles, cocoles, bocoles y hasta ravioles, si quiere.

Aquello me parecía inaudito.—¿Está usted seguro?—Tan seguro como los treinta y dos años que llevo recomendando esta dieta.—¿Y qué se supone que voy a beber para acompañar tan ligeros alimentos?—Eso es obvio, joven: atole.

Esto último me dejó claro que aquello no era sino una broma muy bien orquestada. El hombre, sin duda, era el nutriólogo de Claudia, pero obviamente éste no la había bajado de talla en tan poco tiempo ni con métodos como el que me recetaba; su actual figura era el resultado de una muy rigurosa dieta (una dieta de verdad, no una payasada) y más de un año de arduo entrenamiento en el gimnasio. Nada más. Pero ella, en un absurdo intento por deslumbrarme, había dicho que le había tomado solamente cinco meses y, para respaldar su mentira (y burlarse un poco de mí), se había puesto de acuerdo con el individuo aquél para que le siguiera el juego. De ahí lo imperativo de que me anunciara enviado por ella. Pícara.

No queriendo perder más tiempo, y sin ánimos de enfrascarme en un argumento sin sentido con el hombre, pregunté cuánto debía por la consulta, me saqué un billete de la cartera y me fui de allí muy tranquilamente. La hoja con la falsa dieta la deseché en el primer cesto de basura que encontré.

Quedé de verme con Claudia un par de días después en la misma fuente de sodas de Salazar. Ella ya me esperaba. Lo primero que hice al sentarme fue aplaudir y felicitarla por tan elaborada broma: ¡mira que la dieta del “ole” con pozole y guacamole! Riendo, le platiqué todo lo que el hombre me había dicho, incluido su cuento sobre Estela Fonseca. Finalicé diciéndole que, pese a lo que habíamos acordado, el que invitaría el cine sería yo, dado que mi había carcajeado de lo lindo con lo acontecido.

La respuesta de ella, sin embargo, no fue nada divertida.—Para tu información, el doctor Chavarín es una persona sumamente profesional y lo de la actriz ésa no es ningún “cuento”; él guarda las fotografías de la evolución de sus pacientes y me consta lo que hizo no sólo por ella, sino por todos los que hemos acudido a él. Y déjame decirte que eso que tú llamas tan burlonamente “chiste de dieta” funciona, pero para que te sigas riendo te voy contar que a mí me recetó la dieta de las “adas”, en la cual sólo se comen enchiladas, cocadas, chamuscadas y empanadas entre otras “porquerías”, como las llamaste. Pensé que eras un tipo curioso y sensible, pero ahora veo que eres tan patán como todos los demás. Así que puedes quedarte tu invitación al cine. Hasta nunca, “gordito”.…

Sobra decirlo: jamás volví a ver a Claudia.

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FIN

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Desierto¿A qué huelen las flores cuando ya estás muerto? La pregunta de todos los días de José en sus madrugadas, donde el frío arreciaba en aquel desierto lleno de nada, y es que la soledad de aquel mortal no le afectaba; de hecho, le gustaba estar solo. Tomó la decisión de vivir en el desierto para poder alcanzar las estrellas, y es que a algunos nos gusta el mar por el agua; a él le gustaba ese pedazo de tierra infértil lleno de cactus, esos seres en espera de un abrazo.

Fue cuando de golpe, en esa madrugada tan inconclusa, le llegó el olor al cempasúchil, ese aroma anaranjado que llenaba las ofrendas en la casa de su abuela, lo que no lo dejaba dormirse. Sintió una nausea grande, algo podrido en su estomago exigía salir. Corrió al baño depositando en la tarjea sangre. En ese instante supo que el olor al cempasúchil no era ninguna casualidad; de pequeño su abuelo le había puesto un nombre azteca que en estos momentos no lograba recordar, pero sí recordó la ultima frase de su abuelo: “cuando el olor a cempasúchil aparezca, morirás”. Sabía que iba a morir joven; siempre pensó que acribillado por un narco de esos que pasan en la noche rumbo al desierto a depositar los muertos, pero no: ahora iba a morir sin pena sin gloria, pues el olor a la flor crecía.

Las seis de la mañana, quizá la hora mas fría en todos lados. José, en cama, pensaba en su abuelo y si lo estaba esperando en el cielo o en el infierno. Había vomitado otras tres veces, ardía en temperatura y el frío crecía más y más en su corazón, tanto así que sacó su quizás único tesoro: un maletín lleno de fotos, cartas, y un libro autografiado por un escritor cuya dedicatoria decía: “Para mi Colega Martínez”. Entonces sucedió lo que quizá llamemos un milagro —aclaro, un milagro de muerte—: entre las páginas del libro una flor de cempasúchil anaranjada y llena de vida se comía el libro letra por letra. José la miró. Jamás se volvió a sentir solitario; sabía que la muerte se hallaba allí, esperando, como él hace años esperaba a las afueras de su pueblo en los campos llenos de cempasúchil, listos para madurar y morir en las ofrendas, guiando a los vivos y muertos a su lugar de descanso.

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Enrique Taboada

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Tomó la pala y sin importar el frío comenzó a cavar en el desierto. Palada tras palada se sentía más cerca de la tierra. Fue como abrazar a su madre. No tenía ni la menor idea de dónde estuvieran ella, ni su padre, ni sus hermanos, ni los campos de cempasúchil, ni aquella novia que tuvo, amó y

después murió. El agujero ya estaba lo suficientemente profundo como para que él cupiera. Vomitó por última vez, fue por el petate, la foto de Gris y la flor de cempasúchil. Ahora el desierto no estaba solo: a la muerte siempre le gustan estos paisajes porque es más fácil convencer a las almas para llevárselas a la otra vida. “Era tiempo de morir”, pensó la muerte. Entonces, antes de llegar al agujero, José se desplomó sin ningún dolor. Estaba muerto.

Muy pocas veces la muerte se compadece de aquellos que mueren, pero estando en el desierto la frágil figura José le causó una ternura inmensa: “a los humanos se les olvida que yo soy la que los viene a dejar a la tierra como un ángel, pero cuando mueren ven lo que es mi rostro”. Dejó su guadaña en la arena y con sus manos huesudas tomó el cuerpo ya frío, lo depositó sobre el petate, le puso la foto en el corazón, besó sus labios y colocó la flor de cempasúchil sobre éstos. El desierto se encargó de enterrarlo.

A lo lejos, una mujer con guadaña lleva de la mano a un joven, y en la mano el joven lleva una flor…

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FIN

El periodismo más divertido de la Bella Airosa.

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EL C

AM

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NT

E D

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LATA

Cam

ino III

Esta noche duermo solo

en un claro del bosque.C

ientos de ramas pronuncian m

i nombre y

el de muchos otros.

Con dos m

anos en forma de caracolas

en las que se oye el mar

tapo mis oídos e intento dorm

ir.

Me siento com

o el niño que ve cerrarse la puertatras el beso de papá.

Sólo queda silencio.

El mism

o que precede al convicto antesde escuchar la condena.

Busco los personajes de todos los cuentos

infantiles para prenderlos en la hoguera ydar calor a tanta ausencia.

Josep Piella Vila

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La Torre de la confusión No muy lejos, en un lugar desierto y olvidado, una casa se perdía entre la tierra entregada antaño a la desolación. Padre y madre trabajaban todo el día desafiando a la naturaleza, extrayéndole un poco de alimento con el que lograban mantener en pie sus cuerpos, el de sus hijos y el del abuelo; cuando esto no era posible, juntos fumaban opio tirados frente a la parrilla hasta que se olvidaban del hambre.

Era una tarde calurosa. El hijo mayor tenía ya dieciséis años, cargaba los baldes con agua del pozo a la casa. Se sentía harto de la cansada tarea; a cada vuelta veía a su abuelo sentado en un silla frente a la casa, inmóvil, cubierto por su sombrero de ala ancha y con la mirada perdida en el horizonte. El joven lo maldecía entre dientes, estúpido viejo, él debería estar haciendo este trabajo. Los brazos le temblaban no sólo por el cansancio, todo esto es su culpa, estúpido, estúpido viejo. Bajó la carga de tal forma que el agua salpicó sus pies descalzos y el suelo, se limpió el sudor de la frente y la nuca con un gesto de arrogancia y desdén por el trabajo. Mientras hacía esto notó que el viejo lo miraba, alargó la espalda y le gritó.

—¿Qué estás viendo, anciano?

El abuelo permaneció inmutable y devolvió la mirada a las reflexiones que parecían acongojarlo. Antes de volver a cargar los baldes, el joven dejó escapar lo que pareció un gruñido ininteligible: Viejo cobarde, todo es tu culpa.

—Un par de baldes de agua deben ser muy pesados cuando no has cargado contigo mismo, ¿no es vedad? —dijo el abuelo con su voz cascada.

—¿Qué dijiste, anciano? —se acercó un paso— ¿Vas a decirme que eres muy fuerte, muy valiente? Si esta familia está condenada a este lugar es por tu culpa, anciano de mierda.

El abuelo continuó sereno e inmóvil, de nuevo su mirada se clavó en sus reflexiones. El joven parecía esperar una respuesta a su provocación, pero ésta nunca llegó. Sin saber qué hacer a continuación, silbó la nariz para denotar superioridad, se dio la vuelta y volvió a tomar los cubos de agua.

—Mira, allá en el horizonte. ¿Sabes qué es aquella única torre que se distingue sobre la línea que sostiene el cielo?

—¡Claro! Todos lo sabemos: es el único gran proyecto que podía traer gloria y riquezas a esta familia, la salvación de la humanidad que tú no pudiste terminar. Es lo que nos condenó a vivir exiliados en este lugar.

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Andrés Bustamante Ortiz

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—Ahora la llamo la Torre de la Confusión.

En el punto donde el cielo (esa cortina de colores que se degradan a partir del sol que se esconde bajo dorados, ocres, naranjas, púrpuras, azules, negros estrellados) se alza sobre la árida frente del mundo, se distingue la silueta de una torre que desde su base se vuelve más angosta mientras asciende, hasta llegar a una cima claramente incompleta.

—Ven, vamos a hacer algo. Baja tus cubetas. Yo las llevaré pero deja que este hombre fracasado te cuente su historia. He pasado largos años pensando en ella; no me queda mucho tiempo y quiero contarla; no importa a quién, sólo quiero contarla. Yo cargaré tus cubetas el resto de los días que me quedan si escuchas con atención mi historia.

La mirada del abuelo parpadeaba como la llama que se sabe a punto de extinguirse; cansada, frágil, insegura de su brillo. El joven dejó escapar una leve risa sardónica, deslizó su mano sobre su lisa barbilla y soltó los baldes.

—Está bien. Cuéntala, viejo. Espero que sea vedad eso que dices y no te quede mucho de vida, porque si te vas a extender con tu historia será mejor que lo olvides.

—Tranquilo, quedará tiempo para cargar tus cubetas…

En mi juventud lo tuve todo. Yo lo dominaba todo y eso me hacía sentir insuperable. Siempre fui así, pero no lo noté hasta que entré a la universidad. Estudié en la mejor facultad de arquitectura: allí aprendí como el que más e hice como nadie; se apoderó de mí una confianza ciega que me decía que mi deber era demolerlo todo para después construirlo de nuevo. Yo no tenía los sueños de un joven cualquiera; antes de los treinta ya me reconocían los mejores arquitectos del mundo, había viajado, levantaba ya mi primer rascacielos; era un prodigio.

Para cuando cumplí los cuarenta ya había conocido todos los placeres materiales que un hombre puede poseer. También estuve casado con una mujer hermosa con quien engendré a tu padre. La fama y el poder parecían levantarse gracias a los simples rayos del sol al igual que mis rascacielos; había construido tantos alrededor del mundo que, si los hubiera juntado en un sólo lugar, habría creado la ciudad perfecta: alta, elegante, l i m p i a , p r á c t i c a , construida por mí... Entonces, cierto día, me di je: ¿Por qué no? Construye tu propia ciudad, la ciudad más grande que se haya erigido y habítala de gente tan grande como ella; así podrán cuidarla y adorarla. Que todas las ciudades volteen para asombrarse de sus proporciones colosales, de su diseño, de su desarrollo económico, industrial, científico, intelectual, cultural, que

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se convierta en una nación independiente y superior a las demás. Que la gente vea mi rostro cada que se nombre la ciudad, que sepa que al recorrer sus calles recorre mi interior.

Y así lo hice. Me tomó nueve años. El mundo me creía muerto. En nueve años no presté mi atención —mejor dicho, mi vida— a nada salvo a diseñar la ciudad que aseguraría mi inmortalidad. La concebí como una torre de base circular, totalmente blanca para deslumbrar a las lejanías, capás de soportar kilómetros de altura donde sus habitantes lo tendrían todo: vivienda, trabajo, educación y entretenimiento. Todo para ellos mismos a cambio de cuidarse a sí mismos, por lo tanto, de preservar mi obra. Y era muy puntual con la calidad de los hombres que quería allí porque si yo, por la razón que fuera, moría antes de verla terminada, se necesitaría de un ideal de belleza y una obsesión como la mía para completarla tal como la soñé.

Conocía a las personas más poderosas y ricas del mundo. Para mi fortuna, tras mi renacimiento en la vida pública, esas personas seguían siendo las mismas y se alegraron al verme con un proyecto en las manos. Comencé a convocar inversionistas, empresas y organizaciones; la noticia cruzó todo el orbe. Por supuesto que hubo escándalo: se decía que había perdido la cabeza en esos nueve años, que era una reinvención de la herejía lo que estaba haciendo, que no había forma de sustentar una empresa de esas proporciones. No hay publicidad como la mala, y eso quiere decir que no hubo ojos en la Tierra que no se posaran sobre mi obra.

Los convencí. Hubo un gran conflicto internacional, pero había tanta gente importante involucrada que al final conseguimos esa región que ahora puedes ver desde aquí. No se perdió tiempo y se empezó a trabajar. Día y noche, semanas enteras, miles de hombres daban forma y solidez a las toneladas de materiales que gradualmente se convertían en el monumento más alto que la humanidad se había atrevido a levantar.

Después de algunos meses apilados como una infranqueable muralla, dimos acceso a un examen que, de aprobarlo y hacer una donación monetaria, te permitiría habitar la torre. Este mismo examen lo harían tus descendientes nacidos en la torre para permanecer en ella. De todas partes del globo llegaron hombres multicolores, niños y viejos, todas las lenguas se saludaban como una alegre generación de nuevos vecinos. Esta gente sería la primera en habitar la torre y dar los primeros pulsos de vida a la ciudad; probarían las leyes, desarrollarían el idioma oficial, formaría las buenas costumbres, construiría y transmitirían por generaciones el amor a continuar elevando la obra que ellos vieron en desnudos cimientos.

Los años pasaron casi tan fáciles como se cuentan, hasta que sonó la alarma de emergencia por primera vez. Yo vivía en uno de los cuartos de la torre. Afuera, los hombres trabajaban en agradable silencio. Entonces la escuché. Salí al frío de la plateada noche y corrí a donde se había dado el aviso. Me encontré con una molesta turba que forcejeaba con una mujer: querían separarla de su hijo, un niño de aproximadamente seis años que lloraba aterrado. La mujer gritaba que lo dejaran en paz, que sólo era un niño y que ella tenía que estar con él para protegerlo. Al percatarse de mi presencia todos se tranquilizaron. Me explicaron que la mujer había cometido adulterio con un hombre fuera de la torre y era necesario desterrarla, tal y como lo dictaban las normas. Di la orden para que se la llevaran, pero antes de que esto sucediera la mujer se abalanzó sobre mí y me dijo, mojándome con sus lágrimas: ¡No lo haga! No puede separar a un hijo de su madre. Podrán educarlo pero, ¿podrán darle otra madre? ¿No es eso peor que lo que yo hice? Para ser sincero, había pasado mi vida cegado por mi éxito y rara vez me detenía a

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preguntarme qué estaba bien y qué estaba mal. Todos me miraron en ese momento y sentí una incómoda presión en el pecho. La mujer y el niño me miraron con los ojos partidos por las lágrimas. Sólo pude decir: Déjenlos. Será la última vez.

Contábamos con la mejor tecnología para construcción. Ya veía la torre desaparecer entre las nubes. Estaba por cumplir setenta años y me excitaba la idea de vivir para ver mi obra terminada y que todos los hombres dentro y fuera de ella la admiraran como creación de mi fuerza e intelecto. Estaba tan ensimismado en estos pensamientos que dejé de prestar atención a algo muy importante: durante los últimos meses se había desterrado a mucha gente de la torre, y muchos más habían sido amenazados pero aún se paseaban entre nuestras callejas. Gran parte de los inversionistas esperaban ansiosos mi muerte para heredar el proyecto y sus beneficios; a mis espaldas discutían maneras de desviar los recursos de la torre; muchos de ellos desaparecieron. Poco a poco, sin querer darme cuenta, me fui enterando de todo esto y volví a pensar en la mujer y el niño. Subía con frecuencia hasta la punta aún en construcción; desde allí contemplaba la esférica paz del mundo, escurriéndose con tranquilidad por donde quiera que pusiera la vista, y pensaba que todo el sacrificio había valido la pena; había logrado conquistar las alturas. Pero al bajar me sentía contrariado: veía en los hombres la misma codicia enfermiza que yo había albergado toda mi vida; las paredes parecían ensuciarse como sus cuerpos y sus almas; reconocía en todos ellos la misma envidia con la que otros ojos ya me habían mirado; cada día veía menos gente fortaleciendo los muros y más en los centros recreativos. Alzar la cabeza hacia la cima de la torre me producía vértigo, al igual que las calles, enredadas como serpientes que compiten por fecundar a la hembra. Entonces, por primera vez en cincuenta años de carrera, me pregunté: ¿Debo terminarla? ¿Quién es más cobarde, el que la termina aunque sabe que es un error o el que reconoce su falta de prudencia y detiene su obra? No podré jactarme de que al menos lo intenté, no; se hace o no se hace. Todas las miradas están sobre mí, expectantes; ¿entenderán que la obra maestra de la humanidad es un error? ¿Comprenderán que soy sólo un hombre que madrugó más que ellos? ¿Qué debe hacer un hombre que siempre buscó el camino de los aplausos cuando quiere tomar el propio? ¿Dejo en el Edén un tronco asesinado a tiempo por un único rayo humano, o un hermoso árbol cuyos frutos son devorados por la plaga de sus entrañas?

Los meses se consumían. No podía salir de mi habitación, cerré puertas y ventanas, quería ahogarme en su obscuridad y atrapar detrás de toda la vanidad que había construido al menos un átomo de sinceridad. Muchas veces me encontraron con el rostro petrificado, absorto, siempre mirando hacia arriba, sumido en las voces de la locura.

Una tarde inesperada, después de mucho pensar, salí a dar mi resolución. Caminé tambaleándome por la torre, pues mis ojos no se acostumbraban a la luz, y llegué al ágora que había diseñado para discursos y eventos importantes. La gente me había seguido hasta ahí movida por la curiosidad que despertaba mi aspecto, no muy distinto al de ahora;

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los ojos hundidos, el cabello largo confundiéndose con la barba, la piel pálida y arrugada. Se congregaron en silencio. Todos me miraban de nuevo. Se acabó, no habrá más torre, dije. Pueden volver a sus hogares, he detenido las inversiones en la obra. Espero que me disculpen, esto fue un error. Gritos, preguntas; los hombres exclamaban enfurecidos. Se miraban unos a otros esperando encontrar una respuesta en el rostro de junto. De pronto alguien gritó: ¡Construimos este lugar con nuestras propias manos! ¡Nos pertenece! ¡Sí, sí!, gritaron los demás. ¡Hay que echarlos de aquí a él y a toda su descendencia! ¡Sí, sí! ¡Destierro! ¡Destierro!

Me apedrearon, destruyeron mi casa, violaron a mi esposa, se quedaron la torre y mi fortuna, obligaron a tu padre a verlo todo y, por si fuera poco, me amarraron con lazos y me arrastraron hasta aquí, el punto más alejado de la torre desde donde aún es posible verla.

El joven temblaba, parecía frágil. Estaba boquiabierto. Una parte suya quería abrazar a su abuelo, pero otra le decía que no debía mostrar que la historia lo había conmovido.

El abuelo se levantó con serenidad y tomó las cubetas. El joven notó que al hacerlo algo tintineó, como muchas monedas al caer. Era una cadena.

—¿Qué es eso? —fue lo único que se atrevió a articular.—Después de que me trajeron a este lugar me encadenaron con el propósito de

que nunca pudiera huir, de que pudiera moverme lo suficiente para vivir pero sin dejar de ver un sólo momento la obra que dejé incompleta. La he visto al amanecer y por las noches, blanca y solitaria como una pieza de ajedrez sin vida. Aunque ahora, después de contarte lo que sucedió, sólo me parecen las ruinas —el cascarón— de lo que fue un hombre.

Comenzó a andar hacia la casa con las cubetas en mano. —Deja que lleve al menos una —dijo el joven.

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FIN

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Sabemos lo que hiciste

Por la mañana, debajo de la puerta de mi departamento, encontré una nota que con

trémula y mala letra decía "sabemos lo que hiciste”. Sin firma, sin nada más en una hoja

blanca con cuatro dobleces. Primero pensé en esa malísima película que ni miedo nos dio

y después pensé en Lucía, a quien no he visto en muchos días; pero dicha nota la dejé en

mi buró y salí a clases.

El día era bellísimo. Los rayos de luz se filtraban entre las hojas. El viento golpeaba

mis mejillas tibias mientras miraba a los perros y niños que corrían en las calles cerradas.

Pensaba en Lucía. Su imagen bajó de mi pensamiento al pecho y comencé a temblar. Me

persiguió hasta el salón de clases donde el profesor hablaba de sus vacaciones en Perú.

“Qué me importan”, pensé interrumpiendo a Lucía, quien sonreía detrás del ventanal rosa,

ese mismo que un año atrás rompimos en su fiesta de cumpleaños de tan borrachos que

estábamos. Pedí permiso para ir al baño, no tenía ganas pero aún así pedí permiso.

Cuando salí al pasillo, Lucía me seguía diciéndome entre risas que no pisara las líneas,

porque si lo hacía podía morir; escuchaba el crujir de hojas debajo de sus pies. Llegué al

baño. Me miré en el espejo y pensé fugazmente en la notita que recibí esta mañana

mientras Lucía me decía que apagara el televisor, que no fuera tan flojo y que saliéramos

ahora que llovía. “Qué extraño”, pensé, “si afuera no llueve”. Me lavé el rostro y Lucía

insistía en que deberíamos comprar más algodones porque se quedó con el antojo. No

recuerdo si le contesté pero me parecía tan linda, tan niña, tan maravillosa con sus

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Eduardo Oyervides

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piernas cruzadas en la alfombra de terciopelo verde. Regresé al salón de clases, no me

sentía bien y le comenté al profesor mi situación. Lucía me había preguntado una vez más

que si algún día ella podría volar entre nubes como se vuela entre sábanas. No quería

interrumpirla porque era tan inocente; pero la notita se me empezó a enmarañar en los

ojos y el profesor dijo que sí, que podía irme. Caminé por la vereda pensando que a Lucía

le gustaría mucho que le llevara flores, girasoles porque son sus preferidas. Me acerqué

al puesto y la señora que atendía apenas me preguntó qué necesitaba, la notita y Lucía

me dijeron al oído “sabemos lo que hiciste” y eché a correr. Ya en mi cuarto, quería

encerrarme, algo en mí me pedía la fuga del mundo. Lucía me decía que estaba harta de

mí, que cómo pude. Yo no entendía. Cerré la puerta con llave. Oía pasos afuera, en la

escalera murmullos continuos. Lucía siempre dijo que me quería sin importar cualquier

cosa y que si alguno de los dos faltaba ella haría lo necesario para que yo no sintiera ese

vacío. Me tapé los oídos. No resistía ese ruido afuera ni dentro de mí. Necesitaba paz. El

papelito decía “sabemos lo que hiciste” y Lucía también lo sabía. Lo sabía porque me lo

gritó momentos antes, cuando intentó detenerme. Me eché las sábanas encima y su

perfume se impregnó en mí. “Vaya”, me dije, “aquí estás de nuevo”. Y Lucía no dijo nada

porque ya estaba llena de sangre, muerta, muda. Grité para silenciar todo. Afuera sabían

lo que hice. Yo también lo sabía y Lucía, por supuesto.

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FIN

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Ela Acort

Sin título, II.

Ese momento de completa incertidumbre, terror y angustia cuando, en plena madrugada, decides intentar dormir pero no distingues cuando tienes los ojos cerrados o abiertos. Sé que no puedo ser la única que experimenta esa sensación porque es parecida a recibir un “te amo” y dudar de su existencia. A muchos les ha pasado.Y no es el hecho de dudar, es el de saber que la respuesta existe. Sin embargo, es tan dolorosa que preferimos creer que hay una confusión.

De su transcurso y su paso. De cuarto en cuarto pasa el tiempo. De cuarto en cuarto va como si le pagaran por pasar, deshacer, rasgar y calcinar. De media en media pasa el tiempo, en medias se corre, se rompe y se corrompe como si a placer pasara. De ciclo en ciclo toma nombre y lo susurra, lo gime, lo entrecorta, lo grita, lo tergiversa y lo cursiva con los dedos. Al tiempo se lo podría describir como puta o como amante, todo depende de quién lo deje pasar.su espalda acerca del amor.

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RINGNo llama. No lo hace. No.

El teléfono no sonará, aunque estés tan cerca de él como es tu costumbre. No llama esta

noche, no llamará por la mañana. No en tres días, no en dos semanas ni en un mes. No llamó ayer;

¿por qué habría de hacerlo?

Tan pronto como pueda, te dijo, pero no ha podido. No quiere poder. Tu voz y su voz son las

mismas, si no hay cambios, ¿para qué llamar? Ambos están bien; no le ha pasado algo digno de ser

contado, y deduce que a ti tampoco, de ser el caso ya habrías llamado tú.

Él imagina que te encuentras un poco impaciente, con los ojos irritados, fumando,

desaliñada, el cabello hecho un lio. Imagina que usas el viejo vestido negro; tratas de ocuparte en

otras cosas y no puedes, así que regresas a ese lugar junto al teléfono que se cubre de polvo.

Sollozas unos minutos, te levantas, haces cualquier cosa de nuevo y regresas.

Hubo un tiempo en que sus miradas se cruzaron. Durante todo lo que duró el cuento que

creíste vivir (un par de meses) no hubo más que un infame ruido, estruendo a toda hora,

contaminación auditiva, furiosas avalanchas de sonido. Hablabas hasta por los codos en

compensación de años enteros plagados por el silencio al que le temes como si fuera muerte. Y no;

no es muerte, es vida, reposo que devuelve el vigor cuando ya no es posible resistir la disfonía que

lastima, que hiere.

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José Luis Dávila

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Silencio es la palabra que no soportas y lo que ahora tienes, pero sola. Elegiste soledad y

silencio cuando él te ofreció silencio y compañía.

No llama por eso, porque no lo quiere otra vez. Porque está harto de tanto ruido que haces

por todo, por la más mínima falla en tu plan, el plan que quieres, que deseas ver cumplido a toda

costa.

Por eso no marca. Porque es egoísta, tan egoísta como tú, y no desea seguir entre

explosiones que dejan sordo, cañonazos imbéciles, sin dirección, sin razón. Por eso no suena tu

teléfono; pasas las tardes junto al aparato, encerrada, anhelando oír el ring ring. Te decepcionas

cada vez que timbra y no es él.

Lo siente, pero nunca será él.

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FIN

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La vida espontánea“No la esperé traición

Pero hablando entre dos aguas Ésta es la única salida y la hora inesperada…”

Francisco Cervantes.

I

Que los refrescos llegaron por la mañana. Que si pensaba que iba a llover. “No”, le

respondió. Le dijo que fuera a ocuparse, que él se encargaba. Y el asfalto de la planicie,

como todos los días: asfalto, un espejo de agua. Las hojas del nogal y el raspar de las

llantas de los carros. Al este, sobre la montaña, asomaba la niebla tocando el sol. Pero no

iba a llover. El nido de sinsontes cantaba, dilatando el aire caliente de calla y espera.

No fue hasta la tarde que se apeó el hombre de un coche poco modesto donde se

soñó en un asiento de piel. Los envolvió el silencio de lo implícito y pasó sobre el

mostrador una cajetilla de cigarros, después el cambio. El hombre tomó su cambio, miró

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David Murra Morales

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algo al fondo, como distraído, hacia un punto indeterminado donde su ceño inmutable se

perdió. Bajó el escalón de madera, caminó por la tierra seca. Encendió un cigarro junto a

la autopista y se sentó sobre el capó de color negro. La cajuela se sacudió.

El hombre dio un respingo y volteó hacia atrás. El vendedor se dio la vuelta, como

no queriendo la cosa. Sintió ojos en la nuca y un nudo en la garganta cuando le pareció

que la muerte rondaba y se cernía junto a la niebla que ya se amontonaba en el cielo

sobre la carretera, sobre el polvo que se levantaba, sobre el nogal y sobre el techo.

Que el hueso acariciara su pelo y lo jalara después, lo arrastrara al sueño incierto y

lo sumergiera bajo el agua; tenía miedo. Se dijo que no vio nada, para ver si se lo llegaba

a creer, que mira, de estar aquí en el sol se pierde la cabeza, pero a ratos. En el aire

sentía los huesos y también en la cabeza, mesándole los cabellos y como tentándolo de

respirar, de hacer un gesto irregular, de parpadear sin pensar al mirar hacia el destino

apenas velado.

—Oiga.

—Sí, dígame— Que con la sangre que circula aún como la corriente eléctrica de

los postes, frotando la pared de hule, tan endeble, tan tenso, el destino aguarda al otro

extremo de un suceder infinito de cables anudados. El frío de la angustia.

—¿Dónde queda la presa?

—Mire, se va derecho y toma el primer camino a la derecha. Llega en diez minutos.

El hombre saluda con la mano, cierra la puerta y se va.

II

El pedal se volvió a atascar. Ambos se detuvieron con un pie en el suelo y la bici inclinada

en medio de la acequia. Les gustaba salpicar el concreto y salpicarse el uno al otro

camino a la escuela. Mario sacó de la mochila su pelota de goma y se la lanzó a Bobby

directo en la cabeza. Se aventaron por el suelo riendo, las rodillas mojadas de agua

estancada, el codo raspado, los brazos chocando. Mario se rindió y anduvieron a pie un

tramo del camino. El canal se iba haciendo por lo bajo cada vez más rojo y los acometió

un creciente terror del cual se refugiaron en groserías y preguntas sin respuesta, como si

así al fin llegarían a la escuela sin cruzar el último tramo hacia el que el ego y la seguridad

que se infundían lentamente los guiaba. Que ya no quiero pisar el agua, voy por la orillita.

Mira, no seas puto, a todos nos sale sangre.

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Vieron después que la sangre subía hacia el nivel del suelo y entonces la siguieron,

el corazón latiendo apresuradamente y con las bocas abiertas de estupefacción y

suspenso, un gesto del que no se daban cuenta. Un cuerpo se agazapaba bajo la copa de

una higuera. Estaba temblando y llevaba la camisa manchada de sangre. Del otro lado

estaba la carretera y él se arrastraba con lentitud, ambas manos atadas y forradas de

polvo y lodo rojos. Los niños huyeron trepados en las bicicletas.

III

El carro se detuvo por última vez. La oscuridad le entorpecía aunada al olor del tabaco.

Respiraba con dificultad, dando bocanadas de aire como un casi-ahogado que el

gendarme hubiera jalado del cabello para sacarlo de la cubeta. La muerte esperaba.

Escuchó la puerta del piloto. La muerte tejía con lentitud, una aguja en cada mano, los

hilos haciendo nudos en las coyunturas de los huesos. Cambió de posición en el claustro

y la cajuela se abrió. Él cerró los ojos y dio una patada certera que pegó directo en el

rostro. Se pasó las manos detrás de la espalda y corrió. El sol le quemaba los ojos

cuando en su entorpecimiento vio el agua que se extendía frente a él hasta perderse en la

distancia. Del otro lado el aullido de dolor y el carro negro sobre el suelo incandescente.

La muerte se truena los dedos y asoma su cráneo. Se oye el disparo, corre y salta. El

hombro se le abre rezumando tibio bajo el agua. Nada, sacude las piernas como puedas,

el agua se calienta en derredor. La bala fracasa, la muerte fracasa. Que una mano sin

vida suelta su cabeza, se aleja el sueño incierto y sonríe entre las burbujas y la sangre.

Aguanta la respiración. La vida se va a abrir con el aire. Espontánea.

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FIN

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La leche del sur

Ya no queda más té en la taza, ni en la alacena, de hecho no hay más leche, ni cocina.

Hace veintitrés días que todos se fueron. Eran las siete más catorce minutos y Catalina trató de exprimir el último aliento de la vieja tetera, con la postrera galleta del invierno. Se fueron todos, se fue la vida.

Detrás de la ventana llueve, delante de la ventana también. El refugio en el que habito tiene más de mundo que el que priva en la calle. La mesita y su mantel bordado aún guardan el sonido del canto de Marie Anne. Quizá es por ello que sigo tocando su melodía con esta cucharita en el plato.

Aunque sé que tampoco está aquí, no me sorprendería que James entrara por el resquicio de luz que se filtra por el rellano. Siempre fue tan espectral, de piel transparente e intenciones tan negras. Su silencio: el detonante de esta estruendosa soledad ¡Si Karen tan sólo hubiera aprendido a leer los silencios! Siempre se lo dije.

Las mezclas de Ceylán son las únicas que pueden armonizar de forma natural con la leche de las vacas del sur. Y a este sitio sólo llega leche del sur. Bueno, ahora no llega nada. Ni existen los puntos cardinales. Y por sí no fuera bastante, James insistió en traer yerba del Assam, eso sí, sin decir una palabra: convencimiento por ósmosis, le llamaba yo.

Catalina guardaba más aprecio por la porcelana que por el té: nunca usó otra taza distinta a la bone chine, tampoco más tetera que la vieja brown betty con una misma tea cosy. Para Catalina, jamás mereció preocupación alguna lo que estaba ocurriendo. Todo se deslavaba en sus ojos; su mirada sólo se sentaba en su vajilla traslúcida. No percibió el olor, el sabor, el tono de la eterna noche.

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Ed Márquez

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A Karen la puedo eximir de toda culpa. Bastante tarea tenía con cultivar ese arte de cruzar sus cielos delante de nuestros ojos, levantado su falda al sentarse en la silla. Bastante dura debió ser la labor de romper la bruma de la casa con su sonrisa y meter el sol a nuestra vida. Bastante fue lo que tuvo que soportar, esa asquerosa intromisión a su piel de un fantasma mudo al que le gustaba combinar leche del sur con cualquier té.

Afuera sigue lloviendo. Ya no hay té, ni leche, ni cocina. No hay sombras, ni brumas, ni siquiera fantasmas. La sonrisa de Karen se quedó pintada en el fondo de una taza, pero pintada junto al último jadeo de James pegado a su oreja.

Una sola bala bien plantada por la espalda puede servir para dos cuerpos. Catalina sabe de eso y de cómo evitar romper una vajilla. Mary Anne sabe cómo cantar hasta un grito. Antes de la última gota, Karen festejó la entonación a su madre y el fantasma pidió perdón a su esposa. Casi pude escuchar que agradeció su buena puntería.

Catalina y Mary Anne discutieron entre galletas y panes la mixtura que maridaba mejor con el arsénico. El vapor, la bruma y la fetidez se confundieron con el sutil hedor a gas. El invierno, la leña y el fuego vinieron a la última reunión de breakfast té.

Ya no llega el sol aquí, ya no hay té, ni leche de vacas del sur. Sólo quedo yo, una taza de porcelana traslúcida, una cucharita, la lluvia, la muerte y el deseo irrefrenable de un espresso doble.

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FIN

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Uno o dos meses

Avanzaba por la calle mirando a la gente a su alrededor, con paso firme se dirigía a esa puerta negra donde comenzaba su turno de trabajo. Eran entre las siete y las nueve de la noche. Ella podría encontrar fácilmente un empleo que no fuera en la noche, tú sabes, uno de esos empleos cotidianos: oficinista, camarera en algún café de la cuadra, o estilista. A ella le gustaba bailar, pero la noche hizo de las suyas: la sedujo con la idea de la obscuridad, de la promesa del anonimato y del casi juramento de que la noche no cobra sus consecuencias y ahora baila sobre un escenario brillante en donde el reflejo de luces neón adornan su cuerpo, en un diminuto traje de baño que así como avanza la noche va desapareciendo. Su nombre era Leticia, al menos el verdadero. Leticia para cuando quería rencontrarse con su alma; a sus clientes ni siquiera era necesario darles uno coherente, un nombre cualquiera haría el trabajo. Tiempo atrás Leticia creía que su

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Guadalupe González Prieto

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verdadero nombre podría dárselo al amor de su vida, ya sabes, esos cuentos de hadas lo que le hacen a la cabeza de cualquier niña. Poco a poco se fue olvidando de esa idea y vio que era inútil. Tenía veintidós años, si es que recuerdo bien; veintidós, veinticuatro, algo hay de eso; no es mucho ni es poco pero es lo que hay. Ella creía que era como el viento, que alguna de esas cosas casi cósmicas habían sucedido para llevarla hasta ahí. Y claro, la muerte repentina de su madre también. Antes de esto estudiaba psicología pero decidió dejar la universidad porque se engatusó con la idea de ser libre —aunque sólo por la noche—. También porque se rindió a la idea de poder comprender al ser humano totalmente; cambió de perspectiva y decidió investigar la complejidad del humano por medio de las pasiones y los límites.

No puedo decirte si era guapa o no; era de la estatura promedio de una mujer. Puedo decirte, en cambio, que me llamó la atención desde la primera vez que cruzó por mi plano. Esos tacones de plástico de colores simplemente rompían con el cuadro completo; cabello lacio desordenado, unos ojos grandes que casi curioseaban; esos ojos grises que me hipnotizaban cada que la miraba. Siempre me pareció muy frágil con su vestimenta casi fachosa y natural. El día que la vi sobre el escenario me impactó el cómo una persona tan pequeña podía imponer tanto.

Su vida no era espeluznante pero tampoco era un cuento de hadas; no era una de esas historias que escuchas y hasta sientes pena y desgracia ajena. Leto —como me gustaba decirle— no esperaba un buen día levantarse y encontrar a este supuesto amor verdadero que la alejaría de lo que llaman “mala vida”; realmente no esperaba nada; mucho o poco, tenía lo que quería. Su madre, antes de que la leucemia acabara con su vida, había logrado hacer dinero, tú sabes, un guardadito que resultó ser bastante. Eso y su paga cubrían los gastos. Si algo puedo decirte es que Leto no era un alma vieja pero sin duda era un alma atípica; no se martirizaba por la ausencia de sus padres ni por la carencia de “príncipe azul”, pero era curioso experimentar la vida como ella la veía. A ojos de muchos podría resultar una persona desinteresada del todo; con miedos, igual que todos: miedo al compromiso —se asusta con la idea de que la gente pierde gradualmente el interés en ella— y busca encuentros de todo tipo con la esperanza de esta vez no aburrirse, pero siempre sucede. Un mes, tal vez dos si el sujeto en cuestión resulta ser agradable, pero eventualmente pierde el interés. Los acompañantes la buscan, como es de esperarse; la llaman, le dejan mensajes y muchas veces los que tienen suerte de conocer su verdadera dirección se aventuran hacia una batalla que ya está perdida desde hace tiempo. Ella los ignora. Mientras más la conocía más curiosa me parecía; no podía

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dormir a menos de que la puerta estuviera cerrada con seguro y jamás usaba una almohada. Muchas noches la encontré cocinando justo después de su turno, a eso de las cuatro de la mañana; la cuestioné acerca de esto y su explicación fue que odia cocinar en las tardes y se acomodó a ese horario. Los días que no trabaja le gusta ver películas de terror o cantar a todo pulmón canciones en italiano —varias veces atestigüé los insistentes golpes a su puerta por parte de los vecinos; ninguno fue atendido—. Descubrí también que en la caja de medicinas del baño guardaba una cajita con el único retrato en su casa, el de su madre. Creo que es lo único que alguna vez llegó a importarle tanto como para mantenerlo casi privado; un lugar a dónde acudir cada que requieres de curación, aunque no hay medicina efectiva para un corazón roto. Leticia era especial. Una de las últimas veces que desperté en su cama me ilusioné con la idea de poder cambiar su destino —y el mío de paso— pero eso no sucedió: pasaron tres meses y desapareció. Fui una relación longeva, al parecer, pero nunca pude volver hablar con ella. Ahora la veo dos o tres veces al mes cuando voy a tomar un café frente a la puerta negra. Ilusamente espero que me vea y corra a mis brazos, pero el día que logré que me viera simplemente fui ignorada. Como te dije, la vida tiene una definición distinta para cada alma.

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FIN

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AUTORESJosé Luis Dávila Es director de la revista CincoCentros.com, profesor de secundaria y universidad, y ensayista de a ratos. Su mayor logro hasta ahora es haber hecho un Groot de barro.

Ela Acort 20 años. Mexicana. Escribe, vive y respira, ¿hay más por hacer en esta vida?

Enrique Taboada Escritor, fotógrafo, aventurero. A favor de las malas costumbres como lo es sonreír, ser feliz y estar enamorado.

Guadalupe González Prieto 21 años. Estudia las licenciaturas en literatura y en danza contemporánea.

David Murra Morales Nació en Torreón, Coahuila. Estudió letras en la UNAM.

Eduardo Oyervides Güémez Es parte del consejo editorial del Colectivo Alternanzas. Estudiante de Letras Hispánicas. Recientemente publicó mi primer plaquette de cuentos Despertar.

Andrés Bustamante Ortiz Estudiante de letras hispanoamericanas. Escribe cuentos y ha realizado cortometrajes premiados en festivales de cine amateur.

Eduardo Márquez Miembro de los talleres: Al Gravitar Rotando y Letras Tintas. Ha publicado: Lugares comunes, Y en los colectivos: Al gravitar rotando Hecho a breve y cuentos para picar.

Josep Piella Villa Oriundo de Sant Quirze Safaja. Ganador del concurso de relato Joan Mercader. Autor del libro Dioses de Agosto.

EJ Valdés Tu amigable escritor de vecindario. Editor, locutor y traductor. Autor de Lo Que Vino de las Profundidades y otros misterios.

Juanito Pereira Economista, miembro honorario del premio nobel, publica para famosos periódicos internacionales. Diseñador de Letras Raras - Enero 2015 -

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