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Marzo 2016 r e v i s t a

Revista Letras Raras, marzo 2016

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Revista Letras Raras, marzo 2016. Revista literaria. Una publicación de Editorial Sad Face y Editorial Elementum. Año 4, número 12.

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Marzo 2016

r e v i s t a

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Dirección general

E. J. Valdés

MercaDotecnia y ventas

Editorial Sad Face

Diseño eDitorial

Jovany CruzBrenda Zavala

eDición

Mayte Romo Enid Carrillo

Fecha De circulación

Marzo-abril 2016

Letras Raras es una revista mensual, creada por Sad Face, producida en México.

Editorial Elementum, Allende 717, interior 3, colonia Centro, Pachuca, Hidalgo. CP 42000.

Todos los contenidos originales aquí vertidos son propiedad de sus respectivos autores y están protegidos por indautor todopoderoso. Empero, comprendemos tus ganas de copiar parcialmente los textos o las ilustraciones. Si lo haces, tienes que publicar el título de la obra copiada, el nombre de su autor y decir que lo tomaste de Letras Raras, marzo-abril 2016. Si no lo haces así, contrataremos al bounty hunter más conocido de la galaxia, para que te ajusticie.

Ilustración de portadaAndrés Sánchez de Tagle

TécnicaAcrilico (2016)

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MamáMaría Luisa Otero

WifreeMaru San Martín

Entre mis memoriasJonathan Ortiz

Dance of deathGilberto Blanco

Si vierasVíktor Olvera

8 de marzo de 2015E.J. Valdés

Paul is deadHernán Paredes

No encuentra la salidaGerardo Ugalde Luján

NavidadesGiovanni Rueda

VampirasBrenda Garza

Negros

La muerte del dictadorEnrique Angulo Moya

Coladoradores de la edición

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Si escribes narrativa, poesía o artículo, la revista Letras Raras

tiene un espacio para ti.

Envía tus trabajos a:

Convocatoria abierta permanentemente

[email protected]

/LetrasRaras @LetrasRaras

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Editorial

Marzo es muy especial en la historia de Letras Raras y nos da mucho gusto presentarles nuestro segundo ejemplar producido en alianza con Editorial Elemen-tum —lo que ha llegado a ser conocido como The evil

covenant from hell en los países de habla anglosajona—. La presente edición viene echando tiros gracias al

talento y empeño de los autores e ilustradores que lo hicieron posible. Esperamos la disfruten tanto como la anterior, cuyos rastros guarrománticos todavía no terminamos de limpiar en la oficina... Esperamos que el lugar esté libre de húmedos fluidos humanos para junio, pues tenemos un quinto aniversario qué cele-

brar. Y estarán todos invitados.

El pinche editor

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Letras Raras6

issuu.com/Letrasraras

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Letras Raras 7

MamáMaría Luisa OterO

iLustración: MarisOL c. GuzMán

—¡La voy a matar, chingado! ¡La vieja está loca, todos se dan cuenta y ya me tiene harto!

—¡Cálmate Ismael, con tu histeria no arreglas nada!

—Ay sí, como tú te largaste y mandaste todo al carajo… ¡Ni mis tíos se paran aquí, nadie, yo debería andar en la fiesta o con una morra pero nada, soy el pinche puto raro que a sus 22 años vive con una madre demente!

—Ismael, si no te calmas, voy a colgar el teléfono. ¡Mi mamá no está loca, está en-fer-ma! ¡Entiende, pendejo! Creí que cuando fui al entierro de Ricardo ya lo habíamos hablado y llegado a un acuerdo.

—No, si ese cabrón sí tuvo la suerte de estar jodidamente enfermo y pudo largarse sin ningún pedo. ¡Yo también me quisiera morir, Tatiana! ¿No comprendes? Mi mamá no sé a dónde putas se fue, eso que está aquí en la casa, que se surra en cualquier lado con o sin ropa, que sale a pedir ciga-rros a la calle a cualquier desconocido, no es mi mamá. ¡No mames! Esa cosa metida en la bata de mi abuela que repite hasta el cansancio un montón de estupideces, no lo es. Ella quién sabe a dónde se fue.

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—Ya no llores Ismael. Entiendo lo difícil que es para ti esto, que quizá yo debe-ría de estar allá, hermanito, pero en el trabajo no puedo pedir otro permiso. Te quiero. Cada noche pido por ti.

Esto es lo que le hubiera querido decir a Tatiana, y ésas las respuestas que segu-ramente ella me daría. Pero no. Llegué a las nueve a la casa, que encontré, como otras noches, a oscuras. Me caga

este horario.

La casa apesta siempre, está llena de tierra y suciedad. Me dan ganas de largarme de una vez, dejarla morir bajo las capas de basura o matarla con mis propias manos. ¿Quién la extrañaría? Si los vecinos le dan la vuelta cuando la ven en la calle. Creo que también me estoy volviendo loco, y más por fingir el día entero en la escuela o en la calle que tengo una vida normal. A veces hasta invento que soy feliz.

Obvio, nunca puedo invitar amigos a mi casa, ya que es como un cerebro en coma: todo puede suceder en cualquier momento. Tanto, que la peste sería lo de menos. De cualquier rincón oscuro puede salir el bulto, con sus pasos cor-tos y con los pies a rastras, lista para alegar cualquier incoherencia que le venga en gana, o la letanía de siempre: “Ismael, háblale a tus hermanos, lávate las manos y vente a cenar”. A veces me sorprendo al prender la luz. La casa está escrupulosamente limpia y hay un plato

servido sobre la mesa de la cocina, y con esa idea masoquista tar-do unos minutos en accionar el switch. Mientras, escucho

el andar fatigoso de ella que se acerca como si oliera las

tortas que traigo y pasa de largo rumbo al baño. Hoy tengo la impresión de que hay algo diferente.

Un día nos hablaron para avisar que lo habían llevado a urgencias con un derrame cerebral y ahí se acabó.

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Cuando niños, nos venimos a vivir a la casa de mi abuela para que no estuviera sola y mi padre reclamaba siempre que llegaba oliendo a alcohol, harto de estar de arrimado, como él decía. La excusa era mi abuela enferma. De cualquier modo, con todo y los pleitos, éramos una familia normal. Venían mis tíos con sus hijos, se hacían fiestas, había un perro, la casa tenía luz por todos lados y olía a las plantas del balcón. Ya no hay nada allí. Sólo tierra seca.

Mi padre no tuvo una enfermedad larga. Un día nos ha-blaron para avisar que lo habían llevado a urgencias con un derrame cerebral y ahí se acabó. Palmó el viejo. Luego llegó el turno de mi abuela, y nos quedamos solos con ella. No se cómo fuimos acostumbrándonos a sus cosas, pero dicen que así sucede. Había días horribles de llanto, de corajes, de romper platos o vasos con cualquier pretexto; todos éramos culpables, según ella. Nunca supimos de qué, pero lo creímos.

Cuando Tatiana se fue a trabajar a Estados Unidos la cosa empeoró y seguimos inmersos en los vaivenes anímicos de ella. No sé si la pinche Tatiana se daba cuenta y por eso huyó. La vieja lloró como loca y posiblemente ahí se acabó de deschavetar. Nos quedamos Ri-cardo y yo, culpables de todo, hasta de res-pirar el mismo aire que ella. Un día hablaba como loca, nos amaba y se preocupaba por cada detalle de nuestro bienestar de forma obsesiva. Al otro, estallaba por nada y se hundía en un llanto histérico sin sentido. Había que llevarla al médico; diagnósticos,

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medicamentos y silencio por fin. La afonía pastosa y somnolienta de anti-depresivos y ansiolíticos que nos re-galaban un aire más ligero, hasta que ella “perdió el control de esfínteres”, lo dijo muy elegantemente el médico, “como un efecto secundario, probable-mente, uno de mil, del medicamento, pero veremos la forma de evitarlo”. Simplemente a la vieja le valía madres y perdió con eso la vergüenza y el pudor. De pronto, como en una película en la que había que actuar rápido, de urgen-cia, mi hermano se murió de algo que… ¿A quién preguntar si sabía que tenía leucemia fulminante? ¿A él, al bulto, a quién? Otro puto que, como Tatiana, se guardó su enfermedad como una puerta de salida. Así que ¡vente hermana, que el Ricardo se acaba de morir! ¿Qué no entiendes? ¡No sé si pierdes tu trabajo o el permiso o qué putas, pero ven! ¡Estoy solo y tengo miedo! Eso también lo debí haber dicho pero no pude ni llorar, sólo sentí una rabia encabronada contra todo y todos. Ella sí lloró. La vi cuando llegó Tatiana y se echó en sus brazos. Era un llanto distinto, silencioso y ronco que no le conocía. Fumó y anduvo toda la noche vagando y hablando, envuelta en el chal negro de mi abuela, dejándose abrazar por todos. De ahí la manía de

pedir un cigarro a quien fuera aunque no lo conociera.

Cuando prendí la luz, no sólo todo esta-ba limpio, sino también la mesa puesta. Entonces la vi salir del baño. Tenía algo extraño en la mirada, un brillo que yo había olvidado.

—Mira Isma… —y me enseñó una bolsa con medicinas—. Estas porquerías me estaban volviendo loca. Háblales a tus hermanos, lávate las manos y vente a cenar.

Entonces la vi salir del baño. Tenía algo extraño en la mirada, un brillo que yo había olvidado.

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WifreeMaru san Martín

iLustración: Beatriz Herrera carriLLO

Frank Smith abrió los ojos. El techo de su recámara reflejaba un gran

recordatorio: “Chequeo médico”. Retiró las sábanas, con dificultad caminó hasta el baño y orinó en la pequeña lámina que más tarde insertaría a una USB; era importante hacerlo en ayunas, como hace unos años, pues de ese modo el resultado sería más confiable. Se dirigió a su clóset, donde tenía programada su agenda. Sobre unos texanos azul marino y una camisa a cuadros rosa y verde, un foco le indicaba la opción para ver las actividades del día; al retirar las prendas de las perchas, una pantalla saltó en el interior del armario y leyó: “Camisa de algodón utilizada en noventa y cin-co ocasiones, se sugiere utilizarla por última vez”.

El puesto de Frank exigía una apariencia de poder, una que representara su nivel de vida; por supuesto, esa camisa iría a la basura al terminar el día. Se dirigió a la cocina. Era el último día del mes, por

lo que se daría dieta libre; el resultado del chequeo le indicaría qué comer a partir del día siguiente. Revisó en la pantalla del refrigerador qué había en su interior y extrajo dos huevos y queso; de inmediato, el lector óptico y la báscula integrada notaron el faltan-te: habría que comprar esos productos nuevamente. La compra se realizó de inmediato a través de la conexión del sistema del refrigerador con la tienda elegida por la compañía de Frank para sus compras; a las cinco de la tarde tendría en su hogar los faltantes.

Después del desayuno, se dirigió a su oficina. El escritorio lo esperaba. La lectura de su huella digital e iris en-cendieron la computadora. Él sacó la pequeña lámina con su orina, la intro-dujo en el puerto USB y la información apareció en pantalla, como cada mes:

• Nivel de triglicéridos 5.4 % por arriba de lo normal para un hombre de raza

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blanca que ha vivido 45 años, 3 meses, 5 horas, 12 minutos

• Ácido úrico elevado en 2 %

• Deficiencia de calcio

• Nivel de serotonina por debajo del rango aceptable

• Nivel de dopamina por debajo del rango aceptable

No siguió leyendo el largo listado arro-jado por la máquina. Su estado de ánimo no necesitaba de análisis; estaba depri-mido y nada había podido equilibrar sus neurotransmisores los últimos dos años.

Se sentía aburrido y saturado por el exceso de trabajo. La máquina suge-ría más medicamentos y la compra de omega 3, vitaminas, ansiolíticos, antidepresivos, calcio, diuréticos, y un largo etcétera. Las sugerencias ya se habían materializado: tras la lectura de la orina, los medicamentos habían sido adquiridos por la empresa de forma legal y obligatoria. Un técnico revisaba su dieta cada mes: muchas verduras, escasas frutas, pollo, pescado, un poco de arroz, cero grasas (todo orgánico). Procedían así con todos los empleados

para mantener su productividad al cien por ciento.

Cerró los ojos. Recordó cuando podía comer lo que le daba la gana, cuando no era intertec la que decidía qué dar de comer a sus empleados para hacerlos más eficientes, cuando la empresa no se metía a analizar sus fluidos cada mes. La compra semanal ya iba en camino; de las necesidades del cuerpo se despren-día la lista de supermercado semanal. El chocolate no podía ser adquirido más que en el mercado negro, y su ingesta se vería reflejada en su próximo análisis antidoping.

“Deseo renunciar”. Por primera vez qui-so dejar la empresa que había ayudado a construir; quiso retirarse a uno de esos escasos lugares protegidos adonde no llega la señal satelital, donde no es po-sible la comunicación, donde él podría tomar sus propias decisiones.

***

En el pueblo costero de Mohéli, Nicula reunía mejillones para la cena. Le lla-mó la atención un objeto plateado que sobresalía entre la arena. Se acercó a él: era un teléfono celular. Nunca había visto uno, pero su abuelo le contaba que una vez, mientras pescaba, se acercó a

Quiso retirarse a uno de esos escasos lugares protegidos adonde no llega la señal satelital.

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la isla Wifree (propiedad de la empresa intertec) a la que llegaban en barcos personas sin energía, que arrastraban los pies, con la mirada perdida, muertas en vida. El anciano conocía algunas palabras en francés y supo que los re-cluían allí para que se desintoxicaran de tecnología, y alertó a la tribu que debía ser algo grave, como la peste o la viruela, pues el aspecto de los ingresa-dos era terrible.

Nicula dejó su pequeño morral sobre la arena y levantó el objeto. Decidió que era momento de ser temeraria. Se dirigió a su canoa; aún era temprano, al atardecer estaría de vuelta.

El barco en el que viajaba Frank llegó a la isla al mismo tiempo que Nicula. Ella, detrás de una duna, observaba descender a los más de mil doscientos nuevos habitantes de la isla. Frank no recordaba bien qué había sucedido; tenía noción de una videoconferencia con sus socios, de una serie de discu-siones debido a su salud mental y de personas desconocidas que llegaban a

su casa. El viaje en avión hasta África le había traído a la memoria su intento de renunciar y la deci-

sión del consejo de recluirlo en la isla. No imaginaba que to-

dos esos pasajeros irían al mismo destino, pero reparó en sus ojos y notó que estaban

apagados, igual que los suyos.

Mayotte, adquirida al gobier-no francés en años pasados y re-

bautizada por intertec como Wifree, estaba sobrepoblada nuevamente —en sus seiscientos kilómetros cuadrados—.

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La decisión de seleccionar a los enfer-mos coincidió con la llegada de Frank. Cada sesión a la que eran sometidos los programadores y diseñadores de software, adictos a videojuegos y redes sociales, era una evaluación tendiente a determinar de qué forma procedería su recuperación. Los médicos tratan-tes no les hablaban del futuro, pero cualquiera podía prevenir el futuro: los expertos sabían que los cerebros estarían conectados por medio de pe-queños chips insertados en el cerebelo. El manejo de las emociones estaría determinado por pequeñas placas en el lóbulo frontal derecho y las decisiones de amar, soñar e incluso morir serían tomadas por el cerebro colectivo que integrarían todos los seres humanos. Éste pensaría en el bien común y, con base en estadísticas, se determinaría el proceder de cualquier acción.

Pese al trato de los empleados y el ale-jamiento total de la tecnología, nin-gún habitante de la isla había logrado aceptar la readaptación a un presente con intertec. Nadie quería regresar a un mundo en el que la tendencia era la nula toma de decisiones personales. La orden fue necesaria y, a la semana de la llegada de Frank, los habitantes llegados entre 2016 y 2018 fueron eliminados.

Nicula viajaba cada que podía a esa isla y, desde su escondite, vigilaba el deam-bular de los habitantes y contemplaba su decadencia. Nadie sonreía, todos se ignoraban, no existía el contacto físico. Notaba que cuando un médico los veía sentarse bajo las palmeras y meter los pies en el agua, corría a su encuentro para evitarles esa sensación. Le parecían raros esos hombres de bata que impedían a los enfermos sentir la fuerza del mar y la maravillosa sombra de un árbol.

Frank descubrió a Nicula un día en el que empezó a tener poder de decisión: lo supo porque caminó, por propia vo-luntad, fuera del perímetro permitido. Desde ese primer encuentro, se perdió en la alegría de sus ojos y deseó ser como ella. Nicula estaba dispuesta a comunicarse con él pero sólo hablaba mwali. Frank sólo quería escapar.

A los seis meses de su llegada, Frank descubrió la fosa común. Allí, entre

Frank sonreía cada vez más. Dedicaba horas a soñar despierto, aprendió a amar nuevamente una vida sin controles externos y fue por esa razón que se volvió aún más valioso para intertec: debían recuperarlo.

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cientos de cadáveres semicarbonizados había un rostro familiar: Alberto, un diseñador mexicano de páginas web que, al igual que él, había empezado a decidir por sí mis-mo, y al que había hablado sobre la aborigen y su canoa. Juntos planeaban escapar en la próxima visita de Nicula a la isla. Ahora la libertad sólo le pertenecería a Frank.

A señas, Nicula acordó llevar a Frank a su isla a cambio de utensilios como el encontrado por ella. No sabía lo que veía la aborigen en esos aparatos inservibles, pero extrajo de la bodega las laptops, teléfonos y tabletas confiscados a todos a su llegada. Partieron de noche para no ser detectados. A nadie extrañó que alguien más desapareciera de Wifree.

Nicula tuvo que convencer a su tribu de que Frank se en-contraba curado y no contagiaría la terrible enfermedad de la tecnología. La joven no les mostró su tesoro de pequeños instrumentos nunca antes vistos por la gente de la tribu.

Frank sonreía cada vez más. Dedicaba horas a soñar des-pierto, aprendió a amar nuevamente una vida sin controles externos y fue por esa razón que se volvió aún más valioso para intertec: debían recuperarlo. Sus conocimientos de neurología para el desarrollo del chip que habría de formar el pensamiento colectivo y la humanización lograda en el último año se volvieron imprescindibles.

Desde el centro de inteligencia de la empresa, en Silicon Valley, se determinó que el experimento había llegado a su fin. A Nicula la despertó un sonido desconocido. Se acercó a su hermoso conjunto de microchips y metal. Una luz intensa y un molesto zumbido provenían de un diminuto iPhone XS16.

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JOnatHan Ortiz

iLustración: aLeJandrO H. JiMénez

Destacaré entre mis memorias

aquel atardecer sobre la costa

en que tus manos, con olor a olivo,

jugaban con mis mejillas y mi ombligo.

Aquella tarde, mujer, ¡cómo me sentía vivo!

Conversaban el aire, el mar y el olvido

mientras nuestras almas cantaban en silencio

y tus dedos famélicos bailaban sobre mi pecho.

Y nos bastaba la nada para saberlo todo,

y dejarlo y entregarlo todo

en un efímero beso,

sello mortal de aquel idilio.

Yo no sé de amor, pero juro que esa tarde,

mientras caía el sol,

escuché decir a Dios:

“Yo a esos dos los envidio”.

Entre misMemorias

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Dance of DeathGiLBertO BLancO

iLustración: Brenda zavaLa

Les contaré una historia. Una historia tan aterradora que les congelará

hasta los huesos. Una historia sobre algo que vi hace mucho tiempo.

Los tres niños se acomodaron al borde de la silla como si estuvieran a punto de saltar y lo miraron fijamente. Sacó su pipa y, al ver que ya tenía la atención de los niños, la llenó de tabaco, la encendió y comenzó el relato.

la Mort

C’est mon bon droit de vous mener.À la danse, gentil connétable.

Les plus forts, comme Charlemagne,La Mort les prend, en vérité.

À rient ne sert de faire cette mine effrayante,Ni (de mettre) une solide armure pour cet assaut:

D’un coup j’abat le plus robuste.Les armes ne protègent pas quand la Mort assaille.

Danza macabra del cementerio de los Santos Inocentes de París1424-25

—Una noche, después de haber tomado una cerveza y no más, me dispuse vagar por los pantanos que están más allá del bosque que se asoma tras las ventanas. Paseaba y disfrutaba de la brillante luz de la luna, admiré las estrellas, sin dar-me cuenta, una presencia observaba cada uno de mis movimientos. Cuando la descubrí, me asusté, pero no me dio tiempo de echarme a temblar pues, de pronto, caí de rodillas. Alguien se había arrojado a mí desde los árboles.

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Los árboles que se encontraban tras la ventana sisearon y los tres niños pegaron un brinco, con lo que le die-ron tiempo para calar su pipa antes de continuar con el relato.

—Aquella bestia, o cosa o lo que fuera, me llevó afuera del pantano, me arras-tró hacia aquel bosque que pueden ver. Pero adentro, muy adentro, a un lugar maldito que me hizo sentir como he-chizado. Allí había más seres como él; se acercaron a nosotros y me levanta-ron, me llevaron a una gran hoguera. Formaron un círculo en torno a ella en y me obligaron a unirme a la Danza de la Muerte.

Zapateó como si comenzara a bailar y los niños ahogaron un grito. Una nube cubrió la luna que alumbraba la cabaña y la sumió en la oscuridad. Con el mismo mechero con el que prendió su pipa, encendió una vela y la colocó en medio de la mesa. Los niños, al ver esa pequeña llama, se estremecieron: la hoguera de la historia. Él se levantó, dejó su pipa, y continuó el relato sin parar de caminar de un lado a otro en el pequeño espacio de la sala.

—Entonces, me llevaron a aquel círculo de fuego y sentí que el tiempo mismo se había detenido. Yo me sentía aún

hechizado, adormecido, y quería seguir con aquella danza maldita. Estaba cer-ca, cerca del fuego y no me quemaba. Incluso pude caminar y bailar sobre él.

Dio un paso fuerte y los niños volvieron a brincar.

—¡Me sentía en una especie de trance y pude constatar como mi espíritu se elevaba! —levantó las manos—. ¡Ah! ¡Si tan solo hubiera estado alguien allí para atestiguar que no les miento!

Se detuvo y se quedó en silencio un momento. Los niños lo miraban, expec-tantes, y cuando menos lo esperaban, soltó un grito y comenzó a bailar de forma macabra mientras cantaba el resto de la historia.

—¡Y bailé y salté y canté con ellos! ¡To-dos tenían la muerte en sus ojos! Sólo eran unas figuras sin vida, se movían como autómatas pues eran unos muer-tos vivientes. ¡Ellos habían ascendido desde el infierno!

Cuando cantó esa última frase, se acercó bailando hasta ellos y colocó su rostro tan cerca de ellos como pudo, para que pudieran ver su sonrisa torcida y ende-moniada. Los hizo sudar. Luego sopló la vela y la oscuridad dominó la sala. Los niños gritaron espantados.

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Zapateaba, aplaudía, gemía y se movía con libertad por toda la sala. Los niños eran presa de su danza mística y creían que se había vuelto loco, que nueva-mente había sido poseído por aquellos muertos del bosque hasta que sus mo-vimientos se aceleraron y bailó cada vez más rápido. Al borde del éxtasis, volvió a cantar.

—Mientras bailaba con la muerte, mi espíritu, al sentirse libre, reía; y reía al mirar mi cuerpo sin vida que bailaba en el círculo con los demás muertos.

Aplaudía y pegaba en la madera con sus zapatos, para hacerla crujir tanto al tiempo que los niños gemían de miedo.

—El tiempo volvió a correr entre no-sotros y mi espíritu regresó a mi cuer-po. No sabía si estaba vivo o muerto mientras los otros se acercaban a mí. Entonces, una pelea comenzó y todos se olvidaron de mí. Aproveché el momento para huir.

Zapateó más rápido aún y fingió que corría. Los niños mismos se creían en medio del bosque y de la noche, sentían pisar ramas, esquivar árboles, oír a las fieras rugir y a los animales chillar. Cuando los niños se hallaban mental-mente en el bosque, continuó el relato cantado.

—Corrí como el infierno, corrí más rá-pido que el viento, pero no sabía lo que tenía detrás de mí y no me atreví a mirar atrás.

Cuando cantó eso, se situó detrás de ellos y con una pluma de ave les cosqui-lleó el cuello; los tres se estremecieron, profirieron un grito de terror.

Dejó de correr y bailar y se sentó nue-vamente frente a los niños. Encendió la vela y se la acercó al rostro para pro-yectar una sombra espectral. Entonces les susurró, ya sin cantar:

—Cuando sepan que su tiempo, que su momento de sucumbir está cerca, alrededor de ustedes, deben estar pre-parados para esto. Despídanse de todos, tomen un trago y hagan una oración.

Volvió a soplar la vela y la oscuridad regresó para espantar a los tres. El grito que pegaron no les permitió escuchar que él se levantó y se situó de nuevo a sus espaldas. Volvió a susurrarles:

—Cuando estén en su cama, cuando estén quedándose dormidos, desper-tarán de sus sueños para ir a bailar con los muertos.

Los tres gritaron al unísono y él soltó una carcajada. Volvió a su asiento y

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encendió la vela una vez más. Los miró fijamente y terminó su historia:

—Aún creo que nunca sabré por qué me dejaron ir. Sólo sé que nunca más bailaré hasta que baile con la muerte.

La nube que cubría la luna se apartó y su brillo plateado inundó la cabaña.

Extinguió la vela y tomó su pipa, que también se había apagado. Los niños agradecieron la luz y suspiraron, tra-taban de expulsar el miedo. Al fondo,

detrás de ellos, escondido en un sillón, estaba su hermano mayor. Se levantó con cara de aburrimiento y dijo:

—A ver si a la próxima inventas tú una historia y no te la robas de una canción de Iron Maiden, papá. —Y se fue a dor-mir sin admitir que él también había temblado y sudado de miedo.

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Sivieras

Si vieras qué bien se está de este lado del olvido / sin plumas en las aves ni vestigios en los restos de

mis restos / si vieras qué florido es el campo de los muertos / y qué poco viene el viento de este lado y qué torvo viene el tiempo y qué lento se ha pasado / si vieras qué verdes caen las hojas de este año / despobladas de memoria y desprovistas de amarillo / lejos de dios y los suspiros / si vieras cómo vuelan, cómo sueñan, cómo ruegan la venida del exilio / si vieras cómo mueren la magnolias y los rezos de

los niños / es un árbol que no llora por más sauce que sea / es estar y no estrella que se fuga y no fugaz / es la calma adusta en los huesos del olvido / si vieras qué bien se

está sin lo vivido / donde nada se reconoce sin la desdicha / donde nadie es lo que perece / donde el cuerpo es una sombra / donde el

nombre que me nombra no es igual cuando era mío / es verano en cualquier lengua / es abril en

desperdicio / luz de miedo y desmemoria / es la piel del verso que no he escrito / si vieras cuánto bien me hacen los umbrales / y el horizonte aquí

conmigo.

víktOr OLvera

iLustración: JOvany cruz

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e. J. vaLdés

iLustración: eLizaBetH BaLderraMa escaMiLLa

El alcohol y el teléfono no se mezclan. Todo mundo lo sabe. En un par de

ocasiones he visto a personas cometer actos de lo más estúpidos tras haber marcado un número con unas copas encima, y yo mismo no estoy libre de pecado. Resulta que una noche en la que estaba de inusual buen humor decidí salir de mi apartamento a un bar de Juárez para cenar una hamburguesa y tomarme una cerveza. La verdad es que, una vez allí, perdí la cuenta de las cervezas y dejé media hamburguesa en el plato, y conforme fui vaciando las botellas la súbita alegría cedió terreno a la melancolía y, sin remedio, comencé a pensar en ella. Un poco mareado, me recargué en la silla, alcé la mirada y, en el cielorraso, vi proyectados recuerdos de un nosotros que hacía años se había resquebrajado. Los vi tan claros como si de una película se tratase. “Te quiero más que a nada en el mundo”, le dije, y por más de media década quise hacer-la feliz y guardarla de todo mal, mas

tiempo después, cuando ella se marchó al darse cuenta de que el mundo era mucho más grande que esta ciudad miserable, descubrí que el motivo de toda infelicidad en su vida había sido yo. De pronto, a la melancolía se sumó una profunda culpa.

Aislado y arrepentido. Así había vivido los últimos siete años, pero todo lo ocurrido con ella —todo lo bueno y todo lo malo— permanecía fresco en mi mente, y a ratos los recuerdos me asal-taban con tal intensidad que casi tenía la certeza de que, al darme la vuelta, la encontraría a mi lado, sonriéndome como hacía antes de darme un beso.

“Te extraño tanto”, pensé, dando un trago a mi cerveza.

Entonces saqué el teléfono de mi bolsi-llo. Abrí la galería de imágenes y comen-cé a pasar, muy lento, las fotografías que le había tomado a través del tiempo.

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Letras Raras24

Hacía pausas un poco más largas en aquellas donde aparecíamos juntos. Qué distintos lucíamos. Sobre todo yo. Así, un retrato tras otro, me sumergí cada vez más en la añoranza, y cuando dejé la botella vacía sobre la mesa pensaba en todas las cosas que me gustaría decirle, en todas las experiencias acumuladas durante aquellos años que deseaba com-partirle, en todas las lágrimas que quería verter sobre su hombro. De pronto, la idea me vino como un relámpago.

“Qué pasaría si…”

Ella cambió su número de teléfono poco después de irse, pero por motivos que es mejor no revelar me había he-cho tiempo atrás del que utilizaba en aquel entonces. Jamás tuve el valor de marcarle, pero esa noche no necesitaba ser valiente, sino imprudente, y así, sin más, pulsé el botón en la pantalla y una vocecilla electrónica confirmó la acción: “Llamando a…”.

Timbraron tres tonos antes que atendiera.

—¿Hola?

Percibí algo extraño en la voz que con-testó, mas no me di tiempo para me-ditar y comencé antes de que pudiera arrepentirme:

—Hola… Soy yo. Tú… Tú sabes quién. Sé que esta llamada es inesperada y, quizá, no muy bienvenida, pero… Pero quería hablar contigo. Escuchar tu voz… ¡Dios, cuánto lo he deseado todo este tiempo…! Sé que han pasado muchos años desde que nuestras vidas toma-ron rumbos distintos, y que la culpa es mía, pero quiero que sepas que no ha pasado un solo día sin que te piense, sin que escriba imaginando que, de alguna manera, me leerás, sin que susurre tu nombre en la obscuridad antes de dormir. Ha sido… Vaya, ha sido difícil, ¿sabes? No lo he pasado nada bien. Sé que para ti las cosas han…

—¿Quién habla? —interrumpió la voz al otro lado de la línea.

Entonces comprendí lo que me había extrañado en la voz un momento atrás: no era ella. Era un hombre. Me puse sobrio de la vergüenza.

—¿Hola? —inquirió de nuevo—. ¿Quién es?

De repente se escuchó otra voz al fondo:

—¿Amor? ¿Qué pasa?

Era ella. Sentí como si la sangre se me helara. Primero quise colgar, luego quise decir algo, pero no supe qué.

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—Momento —dijo él—. Creo que ya sé quién eres… Escucha, amigo, no tengo idea de cómo conseguiste este número y tampoco me interesa. Solamente quiero pedirte un favor: déjanos tranquilos. Ya pasó mucho tiempo; no tienes asunto alguno aquí. Ella es muy feliz ahora, por su cuenta. No te necesita. Así que, por favor, no vuelvas a llamar. Su-ficientes problemas le causaste ya como para que vuelvas a meter tus narices. ¿Comprendes?

Preguntaba en serio. Me quedé mudo.

—Eso pensé. Hasta nunca.

La comunicación se cortó.

Me quedé sentado con el teléfono pegado en la oreja hasta que la chica que me atendía se acercó a retirar la botella y preguntarme si me lle-vaba otra.

—No —dije, de vuelta en mí—. Ya no. La cuenta, por favor.

Un minuto después salí del bar mu-cho más despejado de lo que entré, pero arrastraba un renovado pesar. ¿Adónde se había ido el alcohol que me bebiera? ¿Lo había evaporado la impresión? No importaba: de todas

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maneras me encaminé por Juárez cabizbajo y con los pies a rastras.

Entré al apartamento sin siquiera encender las luces. Arrojé las llaves adonde cayeran y fui directo al dormitorio: me despojé de los tenis en el camino. Me abstuve de mirar por la ventana; no estaba de humor para la magnífica vista que ofrecía. Me desplomé sobre el colchón y, cual avestruz, escondí la cabe-za bajo la almohada. Apreté los párpados con fuerza en un intento por alejar aquella voz al otro lado del teléfono, pero mientras más lo intentaba ésta cobraba mayor intensidad.

“Ella es muy feliz ahora”.

Desesperado, arrojé la almohada y golpeé el colchón con rabia hasta que empezó a faltarme el aire. Un gemido lasti-mero quebrantó el silencio. Pegué la cabeza a las sábanas y rogué que el sueño llegara pronto, pero esa noche el mundo onírico me negó la entrada. El silencio se me antojaba en-loquecedor, así que me levanté y fui al cuarto de televisión para despejar la mente con un videojuego. De nada sirvió: minutos después golpeaba malosos mecánicamente mientras la llamada revoloteaba en mi cabeza.

“Ella es muy feliz ahora”.

Dejé caer el control y hundí el rostro entre los dedos, des-consolado.

“No te necesita”.

“El problema”, dije para mis adentros, “es que yo a ella sí”.

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PaulHernán Paredes

iLustración: serGiO vázquez Heredia

—Un, dos, tres, ¡cuatro!

Un acorde sucio y distorsionado desga-rró la sala de grabación, acompañado por la base rítmica del tándem bajo y batería que caminaban al unísono como dos guardaespaldas graves y pesados. Los dedos de George dieron vida al pun-teo inicial: amagaron una, dos veces, hasta que en la tercera, completaron el fraseo y abrieron paso a la voz rockera de Paul:

—It was twenty years ago today…

De repente paró y se quedó mirando a la nada con el ceño fruncido, como un lobo que olfatea el aire en busca de su presa. El resto de la banda dejó de tocar. Estaban acostumbrados a sus aires de diva, así que cuando Paul habló supieron al instante lo que sucedería a continuación:

—¿Notas algo extraño, Ringo? —pre-guntó con voz cansina.

Ringo se sopló el flequillo que le invadía los ojos y miró su batería con expresión de desconcierto.

—¿A qué te refieres, Paul?

—¡A que estás desafinado, imbécil! —respondió Paul a gritos—. Tienes quince minutos para solucionarlo, los demás nos tomaremos un descanso.

Paul, George y John salieron de la sala y dejaron a Ringo a solas con su dile-ma. Una vez afuera se sirvieron unas cervezas mientras conversaban como si nada hubiera sucedido.

—Este nuevo álbum va a ser una revo-lución, ahora que ya no tenemos que tocar en vivo podemos exhibir un tipo de música que nadie ha oído jamás —dijo John entusiasmado.—Sí, eso si el inútil de nuestro baterista nos lo permite —respondió Paul y en-cendió un cigarrillo.

is dead

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—No seas tan duro con él, es muy sen-sible —agregó George.—Tranquilo, George, yo lo voy a sacar bueno a ése, vas a ver que terminará agradeciéndomelo.

Mientras tanto, Ringo apretaba frené-ticamente los tornillos del redoblante con su llave de afinar. Las gotas de transpiración caían copiosamente des-de su frente, bordeaban sus patillas y aterrizaban sobre los parches, donde morían aplastadas como insectos por las baquetas que golpeaban con deses-peración, en el intento de encontrar el tono exacto que Paul exigía. La puerta se abrió y sus tres compañeros entraron como en una visión: John iba al frente con un traje blanco muy elegante —ya que luego de la sesión estaba invitado a la exposición de una artista concep-tual japonesa—; a sus espaldas, Paul avanzaba con los ojos cerrados, estaba descalzo y tenía un cigarro en la mano. Parecía un difunto que participaba de su propio cortejo fúnebre, imagen que se fortaleció cuando apareció George con su típica camisa y pantalón de jean, como si se tratara del enterrador.

—¿Por qué me miras con la boca abierta, idiota? ¿Ya afinaste tu instrumento? —le preguntó Paul con desprecio.—¡Ya está listo, Paul! —respondió Ringo

con una sonrisa—. ¡A tocar!

La banda reanudó el ensayo, pero bas-taron sólo dos acordes y un golpe de redoblante para que Paul perdiera la calma nuevamente.

—¡¿Por qué tengo que cargar con esta cruz?! ¿Me pueden decir qué carajo hice yo en mis otras vidas para tener que compartir mi talento con esta bestia inservible? ¡Sigues desafinado!

La sonrisa de Ringo desapareció bajo su enorme bigote y las lágrimas fluyeron profusas, acompañadas de un gimoteo infantil que hizo que John y George dejaran sus respectivas guitarras para ir a consolarlo.

—Así que ahora la niñita se pone a llorar —dijo Paul con tono de burla—, ¿quieres que llame a tu mami, Ringo?

Ninguno estaba preparado para lo que sucedería a continuación. Ringo tomó la llave para afinar su batería, una pe-queña herramienta metálica en forma de T, saltó por encima de los platillos con la velocidad y agilidad de un leo-pardo y comenzó a apuñalar a Paul con el extremo que sobresalía de entre los dedos índice y medio de su puño ce-rrado. Eran tales la destreza y potencia

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de los golpes que en pocos segundos la cabeza de Paul se encontraba repleta de pequeños orificios cuadrados de los que manaba con pesadez una sangre oscura y densa. John y George no daban crédito a sus ojos: el cuerpo de Paul se retorcía espasmódicamente mientras exhalaba sus últimos estertores. A su lado, Ringo resollaba como un animal salvaje, con los ojos vacíos enfocados en la nada.

—¡¿Qué hacemos ahora, John?! —pre-guntó George, al borde de un colapso nervioso.—Tenemos que ocultarlo —respondió John, con su habitual pragmatismo—. Con una ayudita de mis amigos de Scot-land Yard podremos borrar para siem-pre este suceso. —¡Pero, John, esto es una tragedia!

—Más trágico sería si se conociera esta historia, George, imagínate el impacto que tendría sobre nuestras fans. Creo que debemos reemplazar a Paul por un doble de inmediato.—¿Y cómo hacemos para que Ringo se recupere? ¡Está en estado catatónico!—Por él no te preocupes, George, va a ser un camino largo y sinuoso pero podemos solucionarlo. Todo lo que Ringo necesita es amor.

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No encuentrala salidaGerardO uGaLde LuJán

iLustración: siLveriO cOntreras

Una voz grita su nombre. Él sube cansado, harto, resignado a través de una escalera angosta. Por un momento se

detiene a observar la caída libre hacia el suelo. Intenta ima-ginarse a sí mismo resbalar por ahí y romperse la cabeza; dos cosas positivas resultarían: la muerte o la incapacidad pagada. De nuevo la voz molesta a nuestro protagonista. Cabizbajo, entra a la oficina. Toma asiento y escucha con atención y mala cara las indicaciones de la secretaria. Se va con un insípido “gracias” y deja un verdadero “de nada”. Revisa la dirección del lugar al cual fue asignado para recoger una mercancía; la dirección no le es conocida. Busca en un plano de la ciudad; es su día de suerte: su destino está hasta la chingada. De nuevo mira la dirección: desprecio, odio, humillación. Pro-fiere insultos a la sociedad. Su mente se cansa de escuchar a su corazón, así que le ordena a su cuerpo salir de una vez a realizar el encargo. Ya afuera —dentro de su compacto sin aire acondicionado ni estéreo, bajo un sol que convierte el automóvil en un horno—, el hombre se siente destrozado por la visión de una ciudad grosera, repleta de basura. La humanidad, afanada en existir, le revuelve el estómago. En el primer semáforo, unos bestias le arrojan agua y un manojo de telas; intenta detenerlos, explicarles que carece de monedas para retribuirlos. A ellos no les importa; hacen su trabajo y continúan en otro coche. Tras sus ojos no se esconde nada: la vida en la calle los ha vuelto al salvajismo. Absorto en su conciencia, pasa por alto el segundo preciso para avanzar.

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Al dejar atrás la ciudad espera hallar pá-ramos desiertos, sin embargo, observa, horrorizado, casas, fábricas y publicidad donde antes —cuando niño— no había más que un enorme llano. Le es imposi-ble no pensar en que algún día no habrá tierra para la vida. Un tráiler cargado con pollos lo regresa a la concentración. Encarceladas por el hambre de otros seres, aquellas aves tienen que sufrir. Existen únicamente con la finalidad de ser consumidas por el ser humano. Él ríe; ¿qué más le queda? Ama el sabor de un buen pollo al carbón. Descien-de a gran velocidad por una curva peligrosa trazada sobre un cerro, esquiva y acelera sin importarle el riesgo de colisión. Cree que mientras la velocidad sea el factor de su fallecimiento no sentirá dolor. Dada la falta de mú-sica, abusa de su mente; el problema de un carro que

carece de estéreo es la sensación de que el viaje se vuelve largo y lento.

La carretera por fin establece un patrón. Ya no hay curvas ni nada que lo detenga, hasta que un letrero le anuncie la salida correspondiente. En ese momento su ce-rebro activa el piloto automático y fija la mirada en el centro de la autopista; para llegar a ese estado de magna inconscien-cia tuvo que prepararse toda su vida: hacer las cosas de manera automática;

desde respirar hasta soñar despierto. Esto le ha proporcionado resul-tados no siempre satisfactorios. Vivir de reflejo hace olvidar la existencia. Lo convierte a uno

en fotografía. Con el paso de los años la memoria

ya no es útil. Su ros-tro, fatigado y pálido,

contrasta con su estómago

abultado y sus

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uñas mordidas con frenesí. Es de es-perarse que una enfermedad como el cáncer se le presente a temprana edad. El alma necesita de un recordatorio que alerte al cuerpo sobre los efectos nocivos de su vida así programada. A lo lejos, un rectángulo verde flota a unos metros del suelo. Reacciona. Cambia de carril para tomar la desviación.

En quince minutos ha recorrido cin-cuenta kilómetros sin darse cuenta. Percibe un cosquilleo en la nuca que le advierte sobre la cercanía de su des-tino. Disminuye la velocidad y transi-ta sobre el acotamiento con las luces intermitentes. Rápidamente revisa el papel con la dirección. Sus labios recitan una y otra vez el nombre de la calle. La sensación en el cuello es cada vez más

intensa. Esto lo desespera. Agarra una calle sin nombre y se interna en una colonia desconocida. No hay pavimen-to, sólo tierra y piedras. Las casas se encuentran masticadas por el tiempo, perdidas a propósito por el gobierno para no exhibirlas como muestra de la corrupción del sistema. Mientras avanza no encuentra a ninguna persona pero

la desolación no es absoluta; abundan los perros callejeros. Flacos, con el estó-mago hinchado por los parásitos; caen rendidos en cualquier lugar donde la sombra se impacte; intentan cerrar los ojos, sin embargo, los parpados jamás se tocan. Se acerca a uno de ellos con cierto recelo; ama los animales porque sabe que son víctimas de los seres huma-nos, y si desconfía de ellos se debe a que pertenece a la raza humana. La mirada del can es fría; piensa que está muerto.

Las calles no tienen nombres, la maleza recubre gran parte de las construc-ciones, se levanta mucho polvo con facilidad; bajo éste se oculta por com-pleto el porvenir. El silencio sepulcral contradice su alma. Después de media hora detiene el automóvil; éste apesta igual que ese maldito lugar. Camina por las calles bajo un sol que abrasa su piel lentamente. Una nube colérica escupe un viento gris. Febril, camina hacia la nube del polvo. Al atravesarla se topa con una anciana que se mese en su silla. Grita unas cuantas disculpas mientras camina hacia ella. Se aproxima a dos metros y de nuevo eructa palabras. La anciana de rostro seco e impávido no se inmuta; continúa observando con mira-da muerta la fragancia líquida del bote de basura. El hombre vuelve a gritar; la anciana no le dirige la palabra. Se para

Tres perros pelean por un cuarto, un pequeño maltés; su envidia corrosiva termina por despedazar a la inocente criatura.

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frente a ella. Ella vuela por el viento convertida en tierra. Desquiciado, grita y retrocede veloz hasta ser detenido por un asqueroso olor. La curiosidad lo acerca al bote que tanto miraba la anciana. Prefiere no aproximarse más. Un presentimiento le canta en el oído: “hay un bebé dentro, morado por el abandono; corre al maldito auto y lár-gate de aquí”. Eso hace.

Conduce hacia donde cree que se en-cuentra el Periférico. Mas se ha equi-vocado: llega a un gran muro blanco que nunca termina; a la izquierda y a la derecha —en ambas direcciones— corre un camino igualmente interminable. Regresa por donde vino, para evitar una decisión estúpida; le faltan unos trescientos metros para salir de allí cuando el carro se detiene. Del radia-dor, un géiser se manifiesta. Gesticula y maldice. Abre la puerta, agarra su celular e intenta llamar a la oficina; no hay señal. Empieza a caminar hacia el Periférico sin fijar la vista en el camino; prefiere observar su celular. A veinte pasos de donde ahora se encuentra, tres perros pelean por un cuarto, un pequeño maltés; su envidia corrosiva termina por despedazar a la inocente criatura. Al desgajarse los miembros, un cuchillo corta un cristal, y se derrama música de lujuria. En palabras menos

poéticas: el maldito perro chilló de dolor hasta la espina. Los perros comen con desesperación la carne; al terminar, la sensación de vacío sigue existiendo. Olfatean y escuchan las maldiciones del hombre. Cometen el error de ladrar con lo que advierten al humano de su ataque inminente. Tenía razón en temer a los perros: la crueldad de los amos los ha vuelto locos. En menos de una explosión de magnesio, corre hacia el carro.

Jadeante, llega a su auto, pero con la tranquilidad de haberse salvado. El pro-blema es que debe permanecer allí,

encerrado, hasta que los perros deci-dan buscar otro alimento. Tiene que subsistir. Ha tirado el celular. Como el auto es compacto, las ventanas deben permanecer cerradas. El mediodía le dice que ha llegado al infierno. Una hora se larga en menos de sesenta segundos. Las cabezas de Cancerbero rondan toda-vía. Seco por el sudor, piensa en beber su propia orina pero le es imposible: su vejiga también está seca. Un sueño lo embarga; hacía cinco semanas que no podía dormir. Despierta en el mundo onírico: se encuentra en el desierto de

Por pendejo, tarado y otras joyas del diccionario, lo despide y —para rematar la amistad entre los dos— no le da liquidación. Sale de allí vapuleado.

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Atacama. El sonido de su corazón es lo único que escucha. Sacude la cabeza sin cerrar los ojos; la visión borrosa derrite la ilusión, y convierte el desierto en casas abandonadas. Pin-tadas por el sol, las paredes lucen un rojo no muy apasionado.

Está de vuelta en el carro. Seis horas después, los perros se han ido. Espera que el radiador se haya enfriado ya. Todo sale a la perfección. Regresa a su oficina diez minutos antes de la hora de salida. Al llegar, el jefe lo recibe escupiendo chinga-dazos. Por pendejo, tarado y otras joyas del diccionario, lo despide y —para rematar la amistad entre los dos— no le da liquidación. Sale de allí vapuleado. Pasa de largo por la parada del camión. No tiene dinero para el pasaje. Son las ocho. Las luciérnagas artificiales en los ojos de los autos iluminan las calles. Las olas de acero rompen con delicadeza. Hay cantos de ballenas con frecuencia. Una brillante y retorcida línea se traslada por la banqueta. Es él. Le falta una hora para llegar a casa. No interioriza. Su cerebro se encuentra trabajando a su mínima capacidad. Goza del piloto automático.

Las horas restantes fueron rápidas. Al llegar a su casa tomó un café y descansó en su cama. Al día siguiente, escribió una crónica de su primer trabajo y cómo duró casi un día en él.

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NavidadesGiOvanni rueda

FOtOGraFías: danieL García

Tal como se lee, el viejo de rojo ha invadido ya cada ciudad, o al menos la Ciudad de México, que es la que importa.

Ha llegado con su séquito de duendecillas verdes que atraen a los padres con su sensualidad; tipos nada navideños que borran sus sonrisas cuando llega la hora de pagar por una foto. Sí, Papá Noel ha aparcado los renos junto a todas las tiendas departamentales, junto a las jugueterías, ésas donde no te venden un dinosaurio por menos de seiscientos pesos; también junto a “atención a clientes” de tu amiga, la telefonía celular, porque tu hijo te pidió un smartphone en lugar de juguetes. Vaya, que llegó esa época del año en la que todo el mundo se adora y se reconcilia, ¿no?

Precisamente me di cuenta de ello en el centro histórico de nuestra gran capital. Al salir con Eve, mi novia, me puse a recordar las veces en que mis padres llegaban muy noche, en medio del silencio, con grandes bolsas en las manos, únicamente con un objetivo: ver felices a sus hijos al abrir un regalo que “un viejo” les había dejado bajo el árbol per-fectamente adornado por toda la familia. Es un acto lleno de bondad e injusticia: ¿por qué darle todo el crédito de hacer sonreír a tus hijos a un personaje creado por una compañía de refrescos? Somos seres hechos de costumbres, por más tontas que éstas sean… Pero ya me desvíe del punto esencial.

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Al llegar a la calle de Madero, una con-fesión abrupta me salpica desde la boca de Eve: “Diciembre es el peor mes de todos”. No puedo creer tal afirmación y rápidamente me pongo a la defensiva; busco razones para hacerla cambiar de opinión y no puedo juntar más de cinco. Una: el frío. Nadie que esté en sus cinco sentidos podría negarme que el clima de diciembre es el mejor del año: frío, nublado, ideal para salir a caminar con tu pareja, tomar una taza de chocolate y quizá fumar un par de cigarros al terminarla. O para no salir y hacer lo que dicta el clima; ya me entienden. Si pudiera tener este clima la mitad del año, para mí sería perfecto.

La siguiente razón que se me ocurre es la comida. Tenemos todo un año, tres-cientos treinta y cuatro días para comer pavo, romeritos y bacalao, entre otros manjares. Pero no: decidimos dejarlo para el final. Y en realidad lo que vale, lo que hace tan especial la comida de diciembre, es que estuviste esperando el menú todo el año.

La siguiente razón para defender al vie-jo diciembre es que es su cumpleaños, feliz, feliz cumpleaños. Y justo después sale de mi boca la razón cuatro: es la época del año en que todo es amor, paz y reuniones familiares, regalos y abra-

zos. Pero, ¿qué argumentos defienden esta razón? La verdad es que mi mente se quedó en blanco. ¿Alguien aún ama-rá la Navidad por lo que representa espiritualmente? No por el aguinaldo por el que trabajamos como esclavos durante once meses, no por las cosas —innecesarias en su mayoría— en las que vamos a gastarlo. Sinceramente, ¿alguien valora todavía más el abrazo de un ser querido al que no ves desde hace una Navidad que esa botella que lleva bajo su brazo para celebrar? No saldré con la hipocresía de deicr que yo sí, porque la verdad es que no. Y no porque sea una mala persona, sino porque uno rápidamente se deja llevar por lo que la sociedad cree que significa la fecha: cena, obsequios, vestirse bien para no verte mal con las personas que te han visto en tus peores momentos. No sé si sea tiempo de darnos cuenta de que la celebración se ha convertido en algo diferente; sería bueno regresar a nuestras tontas tradiciones. Porque ese día en Madero, al escuchar a un hom-bre cantar desde un balcón “Hermoso cariño”, del señor José Alfredo Jiménez, cesé en mi intento de convencer a mi novia de que la Navidad es buena. Esa noche recordé que no necesito un 25 de diciembre para disfrutar del clima, para tomar un chocolate humeante, para sentir que la Navidad no se trata de lo

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que te regalan, de lo que comes o bebes. Se trata de con quién comes y bebes, de a quién das un abrazo sincero. Se trata de estar, no de dar. Diciembre es con quien lo pasas, y en definitiva esa noche fue Navidad, en medio de un mar de gente que parecía disfrutar los insultos de un cómico callejero, paseando a la media noche a más de una hora de la cama. Esa noche, en la que hasta tomar refresco parece lo más romántico del día, entre risas fáciles y besos sinceros, me di cuenta que me lo pasaba mejor que cuatro Navidades atrás, e incluso, después de cuatro años, volví a comer pavo y regresó a mí ese sentimiento de que no estaba cenando solamente, sino compartiendo con alguien que me hacía jurar que esa noche era Navidad.

Vampiras

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Brenda Garza

iLustración: GaLiLea GuerrerO deL viLLar

Recuerdo la primera vez que me enamoré. Tenía seis años y veía la película de King Kong. Me encantaba la protago-

nista porque era simpática y muy extrovertida. Me sorprendí cuando los nativos de la isla la secuestraron, la embriagaron y la vistieron con ropas provocativas para entregarla como tributo al simio gigante. La llevaban en una plataforma y ella se movía como una sensual drogadicta. Eso me gustaba, me causaba inquietud, me provocaba cosas raras que yo no podía comprender: sentía en mi estómago como cosquillas que bajaban hasta mi pequeña vagina.

Olvidé a mi primer amor y casi lo mantuve encerrado y en secreto hasta que un día volvió a mí aquella sensación. Era mi primer día en el gimnasio y me sentía extremadamente torpe entre un montón de aparatos que me parecían de tor-tura o de otro planeta. Yo no quería, pero tenía que pregun-tarle al mastodonte sucio y apestoso que era mi instructor cómo usarlos; tenía que sentir su asqueroso cuerpo tras de mí, bajar con el mío mientras yo hacía sentadillas con una barra. ¡Qué asco!

Cuando sentí que ya no podía más con el ejercicio, subí al último piso del gimnasio; era un salón grande donde daban las clases de baile, yoga, insanity y otras cosas raras. Había una chica en ese salón, tenía los audífonos puestos y estaba

Vampiras

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bailando. Era muy delgada, con una nalgas deliciosas atrapa-das en sus leggins deportivos, tenía una abdomen de diosa, cabello largo, lacio y muy negro, ojos grandes del mismo color, una nariz pequeña y puntiaguda, unos labios delgados y muy rojos. Yo estaba embobada viéndola como cuando miré a la rubia de King Kong mecerse por las drogas; me perdía en sus caderas que se contoneaban sensualmente, en sus brazos que se movían como delicadas serpientes, en sus bellas y fuertes piernas, en sus ojos, que registraban todos sus movimientos cuando se miraba al espejo.

Todo me parecía el clásico comercial en el que una chica sensual baila y le resbala el sudor por la cara y el cuello, pero sigue luciendo despampanante. Y entonces me descubrió. Puso el altavoz de su celular y eso me sacó del ensueño. Escuché la canción de la Pantera Rosa. Nuestra mirada se topó en el espejo, ella sonrió descaradamente y siguió bailando, pero luego se dio la vuelta y caminó hacia donde me encontraba, como al acecho. Yo bajé la mirada, ella se plantó frente a mí de un salto, paró la música y me dijo:

—¿Qué le dijo una vampira lesbiana a otra vampira lesbiana?

No pude contestar, sólo encogí los hombros y negué con la cabeza para dar a entender que no sabía.

—¡Nos vemos el próximo mes! ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

Me quedé con la boca abierta, sin saber si eso había sido una señal de amistad o una ofensa por mi grosera mirada.

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—¡Ash, se supone que debes reírte!

Y sólo pude sonreírle.

Así fue como conocí a Karla, con su chiste de las vampiras lesbianas. Debo admitir que cuando preguntó mi nom-bre contesté con tartamudeos. Ese día estuvo conmigo diez minutos intentan-do hablar; yo le contestaba solamente sonrisas y risitas tontas. ¡Qué babosa!

No me puedo perdonar eso, pero las malditas mariposas violentas me tenían hecha un caos; fluían por por mis mejillas, mis brazos, mi estóma-go y mi bendita vagina. Todo estaba caliente allí abajo y poco faltaba para que salieran volando, ésa es mi ex-cusa. Lo último que me dijo ese día fue que era una lástima que no nos hubiéramos conocido antes, que yo era simpática y que habríamos sido buenas amigas, pero que ya no vol-vería, se cambiaría de casa. Auch.

Así se me fue mi segundo amor. Pero Karla, la vampira, sí regresó: he soñado mil veces que somos vampiras, que se despide desde mi balcón, me guiña un ojo y me dice: “Cariño, nos vemos el próximo mes”.

Y se va volando mientras se carcajea.

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Negros

enrique anGuLO MOya

iLustración: Jesús MateOs isLas

En el espléndido comedor de su man-sión paladiana, George —propie-

tario de extensos campos de algodón en Carolina del Sur—, en compañía de su familia y algunas de sus amistades, agasajaba con un suculento banquete al exitoso escritor de novelas románticas Mark Allan.

—Lo que de verdad me deja maravillado es lo prolífico que eres. Prácticamente, sacas un libro cada año, —le dijo casi al oído.

—Cierto, pero, entre nosotros, te con-fesaré un secreto: no podría hacerlo si no fuese con la ayuda de unos cuantos negros, —se sinceró el escritor, también en un susurro. A lo que el terrateniente añadió:

—Tienes toda la razón, amigo mío, en los tiempos que corren uno no sería nada en la vida sin sus negros.

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La muerte

del dictadorenrique anGuLO MOya

En una de las salas de su palacio, el dictador vociferaba y abroncaba a sus generales y coroneles, los cuales, en

posición de firmes, aguantaban el chaparrón verbal. Pero su voz sonaba rara, se distorsionaba, algunas palabras no se le entendían. De pronto, se vio reflejado en un espejo que tenía enfrente. Se dio cuenta de que le faltaba una parte de la cara. Fue tal la impresión que se puso a gritar de pánico. Después, se arrojó al suelo, se palpó angustiado la parte desaparecida de su rostro, y acabó por gemir y abrazar a las botas de caña de uno de sus generales, quien comenzó a patearlo hasta que lo dejó muerto sobre el entarimado. A continuación, dijo con guasa: “En el fondo, siempre fue un cobarde”. Hubo aplausos y carcajadas por parte de todos los presentes.

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María Luisa Otero Mamá

Lectora insaciable. Ganadora del Premio Manuel José Othón de narrativa. Autora del libro De pecados y otras tentaciones.

Maru San MartínWifree

Licenciada en hotelería. Estudiante de Periodismo. Ha participado en concursos de cuento, ensayo, guión, crítica literaria y poesía.

Jonathan OrtizEntre mis memorias

Apasionado de la música, el dibujo y la escritura. Autodidacta. Actualmente trabaja en el informa-tivo Novedades Acapulco, en el área de redacción online.

Gilberto BlancoDance of Death

Gilberto Blanco. Estudiante de historia en la FFyL de la UNAM. Ha colaborado en las revistas Sinfín, Cinco-Centros y Letras Raras. Lector a tiempo completo y escritor a tiempo de inspiración. Prepara su primer antología de cuentos.

E.J. Valdés8 de marzo de 2015

Escritor, traductor y locutor de radio. Autor de li-bros de cuentos. Colaborador de las revistas Cinco Centros y Pillaje Cibernético. Último de los famosísi-mos ninja esperpentos adolescentes mutantes.

Hernán Paredes Paul is dead

Profesor de meditación. Ha dictado seminarios de esa disciplina en la mayor parte de Latinoamérica. Amante de la música, la literatura y el ajedrez. Ha publicado relatos en diversos portales literarios.

Giovanni Rueda Navidades

Creador de historias, devorador de ideas. Inconfor-me permanente, constantemente satisfecho. Feliz cuando se puede, no cuando se debe.

Brenda Garza Vampiras

Estudia en la Universidad de Guadalajara. Adora los cocodrilos, los cuentos de hadas y nadar con del-fines. Es hija de Poseidón y Afrodita. No es Venus; tiene la voracidad de Venus.

Gerardo Ugalde LujánNo encuentra la salida

Zapopan, Jalisco. Sombra del pasado.

Víktor OlveraSi vieras

Estudiante de Trabajo Social en la UNAM. Ha cola-borado en Colectivo Trajín, Colectivo Morvoz, Revista Logógrafo y la revista Punto de Partida de la UNAM. “Escribo por el placer de vivir cada sentimiento que mi cuerpo viste”.

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Enrique Angulo MoyaNegros y La muerte del dictador

Su vida profesional se ha desarrollado en el ferro-carril. Estudió Formación Profesional en la rama de la electrónica y después Geografía e Historia. Leer y escribir le ha gustado desde siempre, como afición prácticamente secreta.

Marisol C. Guzmán

Es egresada de la Licenciatura en Artes Visuales de la FAD, UNAM. Desarrolla su trabajo en dibujo, pin-tura e ilustración.

Alejandro H. Jiménez

Diseñador, trazador de ideas y letras. Creatividad, innovación y marcianadas.

Jovany Cruz

Diseñador gráfico. A veces ilustra para algunos li-bros y revistas. Le gustan los cortometrajes, micro-ficciones y la ciencia ficción.

Elizabeth Balderrama Escamilla

Licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma Metropolitana. Estudió dibujo y pintura en El Claustro de Sor Juana y ha tomado diferentes talleres de ilustración y técnicas de pintura. Sus pa-siones son la literatura, la pintura y la ilustración.

Andrés Sánchez de Tagle

Nació en la Ciudad de México. Estudió pintura y grabado en la Academia de San Carlos. Entre la ilus-ración y la pintura, entre libros, retratos, grabados, logotipos y dibujos, de este mundo de la gráfica, nace su trabajo.

Beatriz Herrera Carrillo

Ciudad de México. Animadora e ilustradora con 30 años de experiencia. Creadora de los personajes de la serie “El chavo del 8 animada”. Ha realizado 3 cor-tometrajes: Gotita por favor, Bololo y Moskina, con los que ha ganado diversos premios y reconocimientos.

Silverio Contreras

Cd. Juárez, Chihuahua. Ilustrador. Ama la fantasía, la ciencia ficción y el terror, sus autores favoritos son H.P. Lovecraft y J.R.R. Tolkien. Frecuenta te-máticas fantásticas, paisajes oníricos, perspectivas, mitología, etc.

Brenda Zavala

Diseñadora gráfica y encuadernadora. Ilustrado-ra del libro ¿Y dónde están los calcetines? Entre sus áreas de interés están la fotografía y el diseño de interiores.

Sergio Vázquez Heredia

Amante del dibujo y la pintura, le gustan los temas de leyendas mexicanas, misterios y futbol. Pura buena vibra.

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Letras Raras 47

Daniel García

Más miope que bonito. Todo es mejor si lo ve con su cámara. Un hombre normal al que le gusta el clima de Pachuca porque siempre tiene las manos calientes.

Jesús Mateos Islas

Diseñador gráfico freelance. Tiene un gusto espe-cial por el diseño editorial, la fotografía y la mani-pulación digital.

Galilea Guerrero del Villar

Diseñadora Gráfica, se especializa en Diseño edito-rial e imagen corporativa. Estudia la Licenciatura en Diseño Gráfico en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.

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Marzo 2016