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La Pluma y la Tiza Historias de Docentes

La Pluma y La Tiza II

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Libro de relatos realizados por profesores

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La Pluma y la Tiza

Historias de Docentes

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Dedicado a todo el profesorado, por supuesto, y en especial a los que han colaborado con su granito de arena para poder llevar a cabo esta actividad del CEP: “La Pluma y la Tiza: Historias de Docentes”, en su 1ª convocatoria y con deseos de que no sea la última.

Edita: Centro de Profesores de San Clemente. (Cuenca) Diseño y maquetación: P.Pablo Martínez Millán. Ilustraciones: P.Pablo Martínez Millán y Monserrat Herraiz Pérez.

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Índice

Vocación de maestra ......................................... 5 El abuelo y los vencejos ..................................... 11 Aviones de papel ............................................. 16 Besos .......................................................... 20 Una solución perfecta ........................................ 25 Rompiendo la noche........................................... 33 La eterna primavera de Margarita.......................... 36 Otro día más ................................................. 41 No es tan difícil.............................................. 45 ¿Qué seré? ................................................... 48 Miika, un niño finlandés...................................... 53 El Legado ..................................................... 58 Empezó con unas clases extraescolares..................... 63 Recuerdos..................................................... 70 La casilla del Redondal....................................... 74 La luz de la locura ........................................... 77 Celia........................................................... 84 Desde mi cocina con amor ................................... 89 Prólogo a un libro que nunca vio la luz ...................... 93 Mi primera vez ............................................... 98 Esfuerzo ...................................................... 101

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VOCACIÓN DE MAESTRA

Anochecía. El coche se paraba suavemente a la puerta del hostal situado, en el corazón del

pueblo. La portezuela se abrió y dio paso a una muchacha joven. Al verla varias palabras acudían a la

mente y atropellándose, querían ocupar el primer puesto: decidida, graciosa, desenvuelta, moderna; tanto

es así que se diría que iba a comerse el mundo. Era como una promesa diseñada para el nuevo siglo.

Dentro del hostal, dio su nombre, dirección y profesión: ZULEMA, Profesora de Filología Inglesa y

destinada al Colegio Público de la localidad. Cogió sus maletas y subió al primer piso. Dio media vuelta a

la llave y pasó a lo que por un tiempo, iba a ser su habitación de estar y dormitorio.

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Tomó asiento junto a la ventana cuando las primeras luces de la calle se encendieron. Entonces

ella, cerró los ojos. Recordó lo que tantas veces había oído a su madre, cuando le hablaba de que una

vez una chavala, con muy pocos años un cierto día…

Acababa de comenzar el otoño. El paisaje, áspero y amarillo de finales de verano, se

entremezclaba con el verde intenso de los árboles que existían en aquel lugar fresco, pintoresco y

maravilloso en las estribaciones de la Sierra de Segura.

Daba la sensación de que las personas que se adentraran en ese valle, ya no tendrían la

posibilidad de ver jamás ensanchada la línea del horizonte.

No se divisaban personas, ni siquiera había pequeños grupúsculos de casas apiñadas que

hicieran creer al transeúnte, que allí vivían ciertos lugareños, cuya vida era sosegada, tranquila y alejada

de aquel ruidoso mundo del que disfrutaban “los otros” mortales. Nada hacía suponer el ver a quién se le

habría ocurrido la idea de crear allí una escuela, con el fin de enseñar y educar a no se sabe qué niños;

porque por aquellos parajes, no se veía vida, ni vestigio de ella, ni gente, ni casas, ni nada, ni a nadie por

ningún sitio. Un río, el Segura para más señas, pasaba canturreando por su cauce, como si no le

importara la opinión de quienes por necesidad, casualidad o mera coincidencia, habían de recorrer tan

solitarios y tortuosos caminos.

Pinos de la variedad llamada “doncel”, se erguían rectos en sus troncos y verdes en sus copas,

como dando escolta y vigilancia a cuanto acontecía en ese fantástico valle.

Resguardándose entre los troncos de aquellos pinos, como protegidos y cobijados, crecían

cantidad de matas verdes: matojos, esparto, ajedrea, tomillo y romero, haciendo que el aire que se

respiraba, fuera rico en perfumes y aromas.

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Al finalizar una de las curvas de la mal llamada carretera, el paisaje se abrió lentamente y dio

lugar a un ensanche del valle que más bien, parecía haber salido de un bellísimo cuento de hadas. Un

paisaje que parecía encantado, sin que hasta el momento nadie lo hubiera descubierto.

La tarde caía y el sol estaba a punto de esconderse detrás de un gran nubarrón, que coronaba

una alta montaña. Tan solo un pequeño cartel, casi imperceptible y deteriorado, anunciaba que el viaje

había terminado.

La tenue luz de un candil o vela, que asomaba por las rendijas de una puerta mal cerrada,

avisaron a los forasteros de que allí debía de vivir alguien. Sólo importaba encontrar vida, gente, personas

y niños..., principalmente niños, para llevar a cabo la lenta pero necesaria tarea, que hiciera llevar a todos

una vida mejor y más digna.

Los lugareños, cuando viven en lugares tan apartados, siempre tienen la intuición de saber “a

primera vista”, quiénes son las personas que llegan a la aldea y cuáles son los motivos que les hace llegar

hasta allí.

La respuesta en aquella ocasión, no se hizo esperar: era la nueva Maestra, casi “recién

estrenada”, que ya estaba impaciente por conocer cuáles y cómo serían las posibilidades que tendría,

para poder desarrollar su trabajo en tales circunstancias.

Falda escocesa tableada y una camisa abigarrada de muchos colores, eran sus atuendos. El pelo,

recogido en un par de coletas y las bambas que calzaba, le daban todo el aspecto de una colegiala. Tan

sólo eran dieciocho años recién cumplidos, los que contaba la “señora Maestra” y por la cara de asombro

que pusieron los vecinos, en lugar de pensar que, evidentemente era ella quién se iba a encargar de la

enseñanza en la aldea, supusieron que sería algún tipo de broma más bien pesada, que alguien se había

empeñado en gastarles, porque..., ¿qué podría hacer allí una criatura semejante en un lugar en donde no

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existía ni luz eléctrica, ni agua corriente, ni comercios, ni bares, ni tiendas, ni tan siquiera aquello a lo que

se le llama básico para poder llevar una normal y segura subsistencia?...

Pero la primera ilusión, no se mide por la cantidad de comodidades que existen en el entorno, sino

más bien, por la capacidad de adaptación que se tiene para encajar una vida llena de austeridad,

renuncias y algún que otro momento de soledad. Mas, siempre con la certeza de que se es más feliz

dando que recibiendo. Al menos, esa era la sensación que desde siempre había tenido.

Este tipo de experiencias, eran las vividas por los docentes más jóvenes, que trabajando de

manera vocacional y “a fondo perdido”, fueron la piedra fundamental para el desarrollo cultural de

pequeños pueblos y aldeas perdidas de nuestra geografía. En aquellos lugares, parecía que Escuela y

Maestro/a eran capaces, por sí solos, de dar solución a casi todo, aunque en rarísimas ocasiones podía

solucionarse casi nada.

A lo largo de aquel curso podían contarse por miles las experiencias vividas por la Maestra y que

tanto le sirvieron para hacerle crecer en fortaleza y madurar como persona.

Muchas de ellas, casi todas, quedarían para siempre guardadas en su corazón y en su memoria.

Alguna vez, se le oía relatar: “Casa de Maestros pequeña y destartalada, sin agua corriente, sin

luz, sin casi nada, pero cálida y acogedora porque quién la habitaba rebosaba ilusión, alegría y vocación.

Lluvia impertinente de otoño, golpeando cristales durante noches y noches, sin dejar ver lo que

tras el cristal se movía, porque anochecía muy pronto. Inviernos largos, donde el lobo aullaba a pocos

metros de la escuela llamando a la manada, por ver si podían encontrar la gallina en el corral cercano.

El viento, durante meses, ululaba colándose por rendijas y chimenea, como queriendo encontrar

cobijo y albergue en la casa, a veces solitaria en otras épocas del año. Niños calzando botas de agua, ya

fuera otoño o primavera, pues en casa, sólo se compraba un par al año y debían de valer para todo uso.

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“Fiestas de matanza”, que duraban varios días y dónde la maestra “echaba” el primer baile con el señor,

al que llamaban Pedáneo.

Aguardiente, destilado en calderas de cobre y noches sin luz, evitando que nadie supiera qué

hacían en la aldea los vecinos a horas tan intempestivas.

Fiestas de aldea con cohetes, procesión de un solo santo y cura, desplazándose en moto, aterido

de frío en invierno y con sofoco allá cuando llegaba Junio.

Primavera de luz y color, niños, pájaros y…, ¡sin saber porqué!, rebosante de gozo el corazón y el

alma”…

Zulema, dejó de recordar y abrió los ojos pensando que para el día siguiente, debía de preparar el

tema de la “inauguración particular” de su curso.

Sería un buen momento para poder “echar el ojo” a los alumnos que le serían encomendados

para este año.

Toda mi programación será global, ágil, activa, divertida y participativa, pensó Zulema. Los niños

deberán sentirse en “el cole”, como en su propia casa. Lo peor es que con ellos, nunca se sabe por dónde

van a salir.

He de preparar los objetivos generales que vamos a trabajar y aquellos otros específicos, para

concretar un poco más. Los contenidos han de estar al alcance de todos en buena parte… ¡Ah!, y no he

de olvidar, el preparar todo el material didáctico y de pedir que se me habiliten unas cabinas para trabajar

bien la asignatura. También será necesario incidir en un buen trabajo de equipo.

La labor, ha de ser eficaz, que sirva de base para después seguir edificando.

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Este año, siguió pensando convencida, volveré a Londres a fin de conseguir un dominio total y

absoluto del idioma. Podré encontrar un trabajo como “canguro” porque espero que el dominio de esta

lengua, ¡me será totalmente necesaria para poder desarrollar bien, mi trabajo en la escuela!….

Los ojos le pesaban y volvió a cerrarlos. Recordó a la mujer que tanto supo transmitirle a lo largo

de la vida. Bastaba definirla con sólo dos palabras: madre y maestra. Vocación de dar y darse a los demás hasta el último aliento.

Rechazó la idea de seguir recordando. Ella quería ser algo diferente, algo distinto…

Madre y maestra….madre y maestra, dos palabras que martilleaban en su cabeza, sin darle

opción para encontrar la idea adecuada con la que deleitarse pensando. Ella quería encontrar algo que la

hiciera diferente.

Así pasó mucho rato. No encontró nada nuevo. Sólo una nueva palabra se unió a las anteriores

para completar el perfil que ha de tener un Maestro o Maestra, ya fuera del siglo XVIII, XIX, XX ó XXI.

A día de hoy y ya, al final de mi camino como Maestra, comprendo que esa palabra no tiene

sustituto, ni sinónimo, ni equivalente. Sin ella, no puede seguir vivo el Maestro del siglo XXI. Esa palabra

suena a música, a risas, a entrega, a lucha, a triunfo, a huella, a poca recompensa. Esa palabra es y se

llama… ¡VOCACIÓN! Herminia Esteso Carnicero.

Maestra de Educación Infantil en

el C.I.P. “Rafael López de Haro”

de San Clemente. (Cuenca).

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EL ABUELO Y LOS VENCEJOS - CUENTO DE PRIMAVERA -

Como cada primavera, el abuelo se sentó bajo la parra. Sus abundantes hojas verdes, ya

comenzaban a dar buena sombra y al igual que en años anteriores, el abuelo ocupaba el mismo sillón y

leía en el mismo sitio, las mismas cosas de siempre.

Casi sin darse cuenta, comentó en voz alta como para sí mismo:

- Este año, ¡han venido más vencejos que nunca, mira como chillan y se agrupan todos en el

mismo vuelo!

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El nieto se entretenía jugando junto al abuelo, y dejando por un momento su ocupación le

preguntó:

- ¿Qué son los vencejos, abuelo?

El abuelo, se quitó las gafas, cerró el periódico y mirando fijamente a su nieto, le dijo: - De forma

que…, ¿tú no sabes quienes son los vencejos? -

Y el nieto sorprendido le contestó: - ¡Pues…no! -

- Mira chico, de estos pájaros sé yo desde que era un niño casi con la misma edad que tú.

Cuando apuntaba la primavera y los días eran generosos en luz y calor, siempre aparecían los

vencejos surcando el luminoso cielo.

Los chicos de la escuela siempre íbamos detrás de ellos, por si en un descuido podíamos coger

alguno. Ya sabes, nos divertían sus chillidos estridentes y ese vuelo rápido y veloz que les acompaña. A

veces, como tienen las patas muy torpes y las alas muy largas, si tocaban la tierra ya no podían remontar

el vuelo y entonces era el momento propicio para cogerlos. Debíamos estar alerta a sus picotazos y a las

garrapatas que siempre llevan aprisionadas entre sus patas.

El nieto, perdió el interés por cuanto le contaba el abuelo y como en tantas ocasiones, siguió

jugando.

El abuelo, sin dejar de observar a su nieto, reclinó la cabeza en su butaca, cerró los ojos y recordó

las cosas de cuando él era niño.

Le vino a la memoria, el momento en el cual, su madre, preparaba la merienda a toda “la prole”:

sopa en vino con azúcar, que daba fuerza a la sangre y era gustosa al paladar, o aquel “cantero” de pan,

con aceite recio del molino, espolvoreado con sal o azúcar, también al gusto.

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Para los domingos pan con chocolate de Villajoyosa, con o sin almendras, dependiendo del

surtido del tendero o de la economía familiar del momento.

Sonrió, cuando iba rememorando las escenas de los chicos jugando en la plaza del pueblo “a los

aviones”. Ellos, extendiendo los brazos de forma rígida, chillando y corriendo a toda velocidad, imitaban a

los vencejos.

De paso recordó, cuando las paredes encaladas de las casas y las ropas blancas tendidas al sol,

aparecían manchadas por aquellos pájaros, mientras su madre enfadada decía: - ¡Qué asco de vencejos

y que guarros son!...

Sin embargo al abuelo, le gustaban los vencejos. Le presagiaban que la primavera había llegado y

que el verano, con sus días largos y calurosos, ya estaba cerca. Durante ese tiempo y por las mañanas,

desde el patio de su casa, se olía a mies recién cortada y en los atardeceres, la sombra de la parra daba

frescor mientras corría una leve brisa que todos anhelaban y agradecían.

El abuelo, abrió los ojos y miró la parra. La parra que había deseado poner en el patio desde

hacía muchos años y que hasta hacía poco tiempo, no le había llegado la hora.

Las uvas, por primavera “están cerniendo” y el abuelo volvió a comentar en voz alta: - Dentro de

un par de años, con las uvas moscateles de esta parra, pienso hacer una buena tinajilla de vino “para el

gasto”.

- ¿Y tú sabes hacer vino, abuelo? – preguntó el nieto extrañado. - ¡Ya lo creo! – contestó

satisfecho. Mi padre siempre lo hacía en casa y cuando llegaba la Navidad, a mi madre siempre le tocaba

preparar los dulces y a mi padre el vinillo. De esa forma, compartíamos con los vecinos aquello que

teníamos de extraordinario y celebrábamos esas fiestas entrañables... ¡Tan ricamente!

Una pareja de vencejos, entre dos luces, pasaron rozando las paredes del patio.

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- Mira abuelo…, ¡casi se la pegan!, comentó el niño.

- No lo creas – dijo de forma contundente -. A estas horas, los vencejos, buscan acomodo para

poder dormir y pasar la noche. Ellos casi siempre hacen sus nidos en los huecos o en las grietas de los

viejos muros donde a veces y con el fin de adueñarse de ellos, expulsan a los indefensos gorriones, los

cuales, volverán a recuperar sus nidos una vez que los vencejos se hayan marchado.

-Tú sabes mucho de vencejos, ¿verdad abuelo? (volvió a preguntar el niño, quien dejando de

jugar y agachado en el suelo, apoyaba para entonces los codos en las rodillas del abuelo).

- Sí, hijo mío, te dije antes que estos pájaros me recordaban mi niñez. Entonces yo me sentía

feliz, muy feliz. Me gustaba jugar y divertirme como lo hacéis los chicos a esos años y además siempre

me sentía amparado y protegido por el cariño de mis padres.

- ¿Y ahora eres feliz, abuelo? – preguntó inquisitorio el muchacho.

- Sí que lo soy, pero siento como mi vida se va apagando poco a poco, y algún día cuando

regresen los vencejos, ya no estaré aquí para verlos. Espero sin embargo, que recuerdes todo lo que

hemos hablado en esta tarde. Esa será la única manera de estar presente cuando yo no esté y ellos

vuelvan.

- Mira abuelo – dijo el niño levantando mucho la voz – esos vencejos que vuelan tan alto, no

tienen las alas negras, sino de color naranja.

El abuelo sonriendo contestó: - Claro, hijo mío, eso es porque el sol ya está muy bajo, está

declinando y muy pronto se ocultará. También a mí edad, me ocurre algo parecido como al sol de la tarde.

Los vencejos suben tan alto porque están buscando insectos, su comida preferida, y la encuentran allá

donde el aire es más cálido. Entonces es cuando el sol aprovecha para iluminar sus alas y por eso parece

que sean doradas. ¿Lo entiendes ahora, pequeño?

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- Abuelo – dijo el chico con entusiasmo - ¿sabes que me gusta mucho todo lo que me has contado

sobre estos pájaros que tanto te gustan?

- Ahora, se lo contaré a mis amigos, pero cuando sea mayor, te prometo que se lo contaré a mis

hijos, a mis nietos y ¡a todos!, porque es muy bonito.

El pequeño, se puso en pie y abrazó al abuelo, depositando un sonoro beso en su mejilla a la vez

que le preguntaba:

- Oye, abuelo, ¿quedará para entonces vino moscatel en la tinajilla para que yo también pueda

compartirlo con mis vecinos?

Y el abuelo, con una sonrisa de complacencia le dijo: - Vino no lo sé, pero si cuidas esta parra,

seguro te que seguirá dando abundantes uvas moscateles cada vez que llegue el otoño. Con ellas podrás

hacer un excelente vino dulce para toda la familia y también para tus amigos.

Se hizo de noche. Los vencejos dejaron sus altas rondas bajo las nubes blancas. Y de igual

manera, seguían piando de forma estridente hasta encontrar la oquedad o la grieta apropiada en los viejos

muros y tejados. Las crías emitían un rápido gorjeo en el nido de dormida y acomodo.

Oquedades que servirían a los vencejos para encontrar el amor y el sueño en la primavera recién

estrenada.

Al año siguiente le sucedió otra nueva primavera....

La parra, estallaba de verdor, sombra y frescura en el patio del abuelo. El sillón seguía estando

bajo la parra, y el nieto jugaba de la misma forma y en el mismo sitio que lo había hecho en la primavera

anterior. Mas el abuelo había marchado y ya no estaba.

El niño, levantando la mirada al cielo, siguió el rápido vuelo de los vencejos recién llegados y con

la ingenuidad propia de los niños comentó en voz alta:

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- Abuelo..., ¿te das cuenta?, este año han venido más vencejos que nunca.

Y el abuelo, desde el lugar en donde se encontraba..., ¡sonrió feliz!

Herminia Esteso Carnicero. Maestra de Educación Infantil en

el C.I.P. “Rafael López de Haro”

de San Clemente. (Cuenca).

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Aviones de papel

La nueva habitación de Ana era amplia, y muy luminosa gracias a la ventana de su pared del

fondo. Asomándose a ella descubrió una ventana gemela en la casa vecina, y recortada en su marco la

figura huidiza de un chico de pelo rizado y hombros caídos. El misterioso vecino evitaba sus miradas, y

nunca le había visto fuera de las cuatro líneas que abrían dicha ventana al exterior de su casa. Un día le

saludó con la mano, y él respondió tímidamente a su saludo. La mañana siguiente a ese fugaz contacto,

se tropezó con un peculiar avión de papel en el suelo de su habitación. Al desplegarlo encontró un

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detallado dibujo a lápiz de la pared de su casa en la que se hallaba su ventana, y su propia silueta trazada

en su interior, con la mano levantada saludándose a sí misma desde el papel. Todavía con el dibujo en las

manos se acercó a la ventana, y al mirar hacia el frente vio al joven de pelo rizado tendiendo su sonrisa

sobre el espacio que separaba ambas casas. Él había sido quien le envió el avión desde su casa, pues

era verano y Ana dormía con la ventana abierta para que el frescor de la noche mitigase el calor estival.

Le devolvió la sonrisa con educación, y luego guardó el papel en un cajón de su escritorio.

A la mañana siguiente, nada más levantarse de la cama y poner los pies en el suelo, descubrió un

nuevo avión de papel. En el folio desdoblado había otro dibujo, pero esta vez desde una perspectiva más

cercana. Los bordes del folio servían de marco de su propia ventana, y atravesándola habían dibujado con

detalle el interior de su habitación, y a ella misma sentada en su escritorio leyendo un libro, como había

estado haciendo casi toda la tarde anterior. Parecía como si ese dibujo hubiese sido hecho desde el

alféizar de su ventana, aunque era imposible que nadie llegase ahí desde fuera de la casa. Al asomarse a

la ventana le pareció que el chico de pelo rizado se escondía rápidamente entre sus cortinas, como si la

hubiese estado vigilando y al ser descubierto emprendiese la huida. Ana se sintió un poco incómoda por la

constante observación de sus movimientos que esos dibujos permitían adivinar, pero guardó también ese

dibujo junto al anterior.

De nuevo, con la llegada de una nueva mañana encontró otro avión de papel a los pies de su

cama. Con cierto temor lo cogió y lo deshizo. Esta vez sí dejó escapar una mueca de sorpresa al

descubrir que el dibujo era un primer plano de su rostro durmiendo pacíficamente en su cama y apoyado

en la blanda almohada. Tuvo que reconocer que el dibujo estaba hecho con gran esmero y perfección, y

ciertamente era hermoso, pero por ese mismo motivo pensó que sólo era posible haberlo hecho estando

sentado frente a ella, dentro de su propia habitación. En la casa vecina el chico ahora no se escondía, la

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miraba fijamente, pero con suavidad y dulzura en los ojos. Ana tuvo la certeza de que, de algún modo, ese

chico había entrado en su habitación para hacer ese dibujo, y en un arranque de miedo corrió a la ventana

y la cerró. Sin embargo, sin saber muy bien por qué, guardó también ese dibujo con los otros. Esa noche

no abrió la ventana, y a la mañana siguiente no encontró ningún avión de papel. Poco después, al bajar a

la calle vio un ruidoso gentío que se acumulaba frente a la casa de su incómodo vecino. Preguntando a

varias personas descubrió que el chico había desaparecido misteriosamente.

También le contaron que llevaba viviendo allí apenas unos meses, pues poco tiempo antes sus

padres habían muerto en un accidente de avión y él tuvo que mudarse a esa casa con sus abuelos. En

todo ese tiempo nadie le había visto salir de su habitación, por lo que la noticia de su desaparición fue

más notoria todavía.

Aprovechando un momento de confusión, Ana se introdujo en la casa. Como tenía la misma

distribución que la suya, encontró sin problemas la habitación del chico. Lo que vio allí le pareció

sumamente extraño, al mismo tiempo que enternecedor. Colgando del techo por finos hilos había decenas

de aviones de papel de muy diferentes formas, tamaños y colores. Clavados en las paredes había varios

dibujos a lápiz de un hombre y una mujer, que seguramente eran los padres del chico, y en las estanterías

multitud de objetos que parecían haber sido recogidos recientemente, como algunas flores y guijarros de

curiosas formas, a pesar de que todos decían que el chico no había salido jamás de esa habitación. Pero

lo que más la extrañó fue el dibujo que encontró sobre la mesa.

Era el de un chico de pelo rizado volando con los brazos extendidos en forma de avión hacia el

acogedor horizonte de un hermoso ocaso. Por un momento pensó que así era como había llegado hasta

su habitación, volando sobre el espacio que separaba ambas casas. Luego se rió de sí misma, dejó el

dibujo sobre la mesa y volvió a su casa.

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Al chico no se le volvió a ver nunca más, pero en algunas ocasiones Ana incluso llegó a soñar que

aquel chico realmente podía volar, y como Peter Pan llegaba hasta su ventana para llevarla a un mundo

maravilloso de aventuras.

También se preguntaba qué habría pasado si no hubiese cerrado su ventana aquella noche. Ana

volvió a dejar abierta su ventana en las noches calurosas, aunque ya nunca más encontró en su

habitación otro avión de papel.

Miguel Figuérez Benito. Profesor de Lengua y

Literatura en el SES de

Riópar (Albacete)

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Besos El cielo tenía un color extraño aquella tarde en la que Tomás encontró a Raquel junto a un árbol,

mirando con distraída concentración sus inhóspitas y susurrantes ramas mecidas por el ligero viento.

– ¿Qué estás mirando? –preguntó él tras acercarse lentamente. – Estaba haciendo volar mi

cometa..., – comentó ella con cierta indiferencia a pesar de la sorpresa – pero ha quedado atrapada en las

ramas de este árbol.

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Tomás echó un rápido vistazo al árbol y atisbó los colores de la cometa en una de las ramas más

altas.

– ¿Qué me darías si consigo bajarla? – soltó Tomás de pronto.

– No sé – dijo ella mirándole ahora con interés.

– Un beso – se atrevió a decir él.

– Vale – concedió ella tras unos segundos de fingida reflexión.

Tomás empezó a trepar por el árbol con decisión y destreza bajo la atenta mirada de Raquel, y en

pocos segundos estaba a la altura de la cometa, que colgaba en una de las ramas exteriores. Para poder

alcanzarla se agarró fuertemente con una mano al tronco del árbol, y extendió la otra todo lo que pudo

hacia la cometa. Sus dedos la rozaron, pero no lograron atraparla. Miró hacia abajo para comprobar que

Raquel seguía sus movimientos con cierta preocupación, y oyó que le enviaba un preocupado “ten

cuidado” que también escondía cierta dosis de admiración. Tomás se creció e hizo un nuevo intento con

más fuerza, lo que provocó que la mano que le sujetaba al árbol resbalase. Se precipitó hacia el suelo en

silencio, pero los ojos de Raquel sí gritaron la caída de Tomás. Cayó al suelo y quedó completamente

inmóvil. Raquel lo observó durante unos segundos conteniendo la respiración, esperando que en

cualquier momento se levantase, pero eso no ocurrió. Entonces se acercó lentamente al cuerpo inerte de

Tomás, se arrodilló junto a él. Puso sus manos sobre el pecho vacío y ningún oculto latido llegó a las

yemas de sus dedos. En las pálidas venas de su muñeca ningún torrente de vida se afanaba en la

carrera. Finalmente colocó un tembloroso dedo bajo la tostada nariz de Tomás, pero ningún aliento

acarició su piel. Estaba muerto, irremisiblemente muerto. A Raquel se le escapó una lágrima de

impotencia y dolor. Inclinándose sobre él, le dio el beso prometido, aunque la cometa seguía en el árbol.

Apretó dulcemente sus labios sobre los de Tomás, con la incontenible sensación de ser la causante de

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aquella muerte inútil, y con el deseo inconcebible de volver atrás en el tiempo para evitar el trágico

suceso. Después se incorporó y se dispuso a volver al pueblo para dar aviso de lo ocurrido.

Pero antes de que pudiese dar un solo paso, repentinamente el pecho de Tomás se hinchó con

una brusca y profunda respiración, sus ojos se abrieron mirando ansiosamente al cielo, y su cuerpo se

convulsionó en un agitado y frenético espasmo. Al instante la calma y la tranquilidad, y la vida, volvieron a

ocupar el cuerpo de Tomás, que miró a Raquel con ojos confundidos y desorientados.

– ¿Qué ha pasado? – preguntó.

Raquel quedó totalmente aturdida por el inesperado y rápido renacer de Tomás, y no supo bien

qué decir.

– Te has caído del árbol – fue lo único que se atrevió a comunicar a Tomás.

– Bueno, no ha sido nada. Volveré a subir – dijo él incorporándose al instante como si nada.

– Ten cuidado – consiguió decir ella sin saber por qué.

– No me pasará nada – la tranquilizó él.

– Lo sé – hizo esta afirmación con una media sonrisa asomando a sus labios, y en los ojos el brillo

de la excitación por ver qué ocurriría a continuación.

Tomás se encaramó de nuevo al árbol con agilidad, y de nuevo se abalanzó sobre la cometa. Miró

hacia abajo otra vez para ver qué reacciones provocaba su heroísmo en Raquel, que le miraba con

extraña fascinación. Los dedos de Tomás volvieron a rozar la cometa, pero al forzar la extensión de su

cuerpo para intentar agarrarla, la mano que le sujetaba al árbol cedió otra vez y cayó nuevamente al

suelo. Esta vez Raquel observó la silenciosa caída con la extrañeza de quien sabe, que algo terrible va a

ocurrir pero prefiere verlo suceder antes que evitarlo. El cuerpo de Tomás volvió a quedar inerte en el

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suelo bajo la sombra del árbol, y Raquel se acercó, esta vez con mayor serenidad de ánimo, para

comprobar que de nuevo estaba muerto sin duda, pero, ¿irremisiblemente?

Tomó aire con emoción y se dispuso a besar de nuevo a Tomás. A los pocos segundos el cuerpo

de Tomás recuperó su aliento y se levantó sin recordar nada de lo que acababa de ocurrir.

– ¿Qué ha pasado?

– Te has caído del árbol – respondió Raquel casi divertida.

– Bueno, no ha sido nada. Volveré a subir – repitió él con renovadas fuerzas.

– Está bien –dijo ella sonriendo tranquilamente y con una mirada pícara en los ojos.

A Tomás le extrañó la confianza de Raquel en él, pero eso le dio más ánimo para llevar a cabo su

empresa. De nuevo Tomás trepó hasta las ramas más altas del árbol y se inclinó sobre la cometa.

Entonces miró hacia abajo para asegurarse de que Raquel le prestaba atención, y se sorprendió al

comprobar que le miraba con despreocupada curiosidad y cierta diversión en sus ojos. Sin embargo en

esta ocasión Tomás sí logró hacerse con la cometa, y descendió triunfante del árbol con su colorido trofeo

en las manos. Mientras se acercaba a Raquel, ella le miraba con un aire de desilusión mal disimulada.

– Aquí la tienes – dijo Tomás tendiéndole la cometa.

Raquel la cogió y jugueteó con ella entre sus manos, más como el niño que ha perdido un juguete

que como el que acaba de recuperarlo.

– Ahora..., tienes que darme un beso – recordó Tomás no sin cierta picardía.

Raquel ya no parecía tan interesada en otorgar tan preciado premio a su campeón como hacía

apenas unos minutos. Le miró fijamente y le respondió.

– Está bien. Pero cierra los ojos -.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

25

Tomás obedeció confiado en que sus esfuerzos se verían recompensados, e inclinó ligeramente

su cabeza hacia adelante. Raquel sentía ahora fastidio por el hecho de que hubiese acabado el juego tan

divertido y extraño de aquella tarde, y algo molesta porque Tomás le hubiese puesto fin consiguiendo su

objetivo, salió corriendo en dirección al pueblo dejándole allí plantado. Tomás en seguida oyó los pasos

de la carrera de Raquel, y al abrir los ojos la vio corriendo por el sendero que circundaba el barranco del

riachuelo que pasaba cerca del pueblo. Corrió tras ella al tiempo que le gritaba:

– ¡Raquel, ten cuidado!

Pero su advertencia llegó demasiado tarde. Raquel tropezó con una piedra suelta y cayó barranco

abajo. Tomás llegó corriendo al borde del barranco y vio a Raquel tendida en el suelo inmóvil allá al fondo.

Rápidamente descendió y se acercó para descubrir que la cabeza de Raquel se había golpeado

fuertemente con una roca. En seguida cogió su muñeca para tomarle el pulso, pero había desaparecido

completamente. Estaba irremisiblemente muerta. Una lágrima de impotencia y dolor corrió por su mejilla.

Se sintió culpable de aquella muerte inútil por haberle exigido un beso, y quiso despedirse de ella

cumpliendo tan inocente e ingenuo deseo. Se inclinó sobre ella y la besó, apretando dulcemente sus

labios con el intenso deseo de que aquello jamás hubiese ocurrido y Raquel volviese a correr

alocadamente con su cometa. Después se incorporó y se dispuso a volver al pueblo para dar aviso de lo

ocurrido.

Su paso era lento y apesadumbrado, sus hombros caídos apretaban sus pulmones haciéndole

respirar de forma entrecortada, su cabeza se perdía en mil pensamientos oscuros que llenaban sus ojos

de negras lágrimas. Poco a poco fue dejando atrás el cuerpo inerte de Raquel, que yacía magullado y

retorcido sobre las rocas, su cabeza apoyada contra una dura piedra enrojecida de sangre, sus ojos

cerrados a la luz del atardecer, su corazón silencioso y vacío de sanguíneo ritmo. De pronto el pecho de

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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Raquel se hinchó con una brusca y profunda respiración, sus ojos se abrieron mirando ansiosamente el

atardecer, y su cuerpo se convulsionó en un agitado y frenético espasmo. En seguida recordó todo lo

sucedido y buscó a Tomás con los ojos y la voz.

– ¡Tomás! – y tenía su llamada un tono confortador, risueño y también un poquito de picardía.

Miguel Figuérez Benito. Profesor de Lengua y

Literatura en el SES de

Riópar (Albacete).

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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UNA SOLUCIÓN PERFECTA. La conocí cuando llegamos al pueblo donde mis progenitores se mudaron, siguiendo la carrera

militar de mi padre en el que fue su último traslado. Yo, porque era un niño obediente y porque no tenía

más remedio, me fui con ellos.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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Me adoró, la entusiasmé, la puse en el borde desde el primer momento. Yo nunca la aguanté.

En la escuela, ella me pasaba las soluciones de todos los ejercicios y problemas; yo, lo más

suave que le hacía era mandarla a la mierda.

Ella era la líder indiscutible de las niñas y yo, a las dos semanas de llegar, ya dominaba al puñado

de borregos que eran los demás chicos de clase.

Competíamos siempre, absolutamente en todo y en todo me ganaba.

Bastaba que ella le propusiera a Don Amadeo, el maestro, ir de merienda al primer bosquecillo de

pinos, cerca del pueblo, para que yo explotara y propusiera ir a las charcas del río, a pescar lucios y coger

ranas. Naturalmente terminábamos en la pinada, de columpios y de combas.

Ella jugaba a ser mi novia y yo la rechazaba; cuanto más la rechazaba más me quería, cuanto

más me quería más la rechazaba.

Aquella fría mañana del mes de enero, alguien me pasó un trozo de papel de libreta,

perfectamente recortado, en el que habían escrito:

“¿Te qieres casarte con migo?”

Reconocí tanto su estupenda caligrafía, con una letra redondilla, que era muy apreciada por don

Amadeo, así como su pésima ortografía, (“quieres” llevaba “u”, y conmigo es todo junto ¿no?).

Rompí el papelito de la forma más aparatosa que pude y la llamé “gorda sebosa y culona”. Se

puso roja y dijo algo de mi madre y de mi padre no muy acorde con las normas más elementales de

urbanidad y educación, pero no le hice caso y seguí con la tarea.

El maestro nos había dictado una colección de problemas en los que todo eran decenas: decenas

de pájaros, decenas de garrafas de vino, decenas de niños jugando al corro, decenas de mulas,

amarradas a la trilla, trillando en la era. Se marchaba una decena de pájaros y llegaba otra decena y

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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media de no se sabe dónde; las garrafas de vino se vendían y compraban siempre por decenas o como

mucho por decena y media; los niños, impelidos sin duda por alguna razón misteriosa, iban y venían,

aparecían y desaparecían por decenas, los trilladores y sus mulas, lo mismo.

Ella, como siempre, me había estado pasando las soluciones, pero al romper aquel papel de

libreta, de perfecto recorte, yo había roto también su corazón infantil enamorado.

Su ostentoso corte de mangas y una mirada asesina, vino a recordarme que ya me las podía

arreglar yo solo.

En ese instante Don Amadeo se levantó de la mesa, caminó hacia la ventana, paseó su mirada

por el rastrojo del tío “Peloticas de yeso” (apodo por el que era conocido el tal señor), lugar a tiro de piedra

de la escuela, donde todos los veranos se instalaba el ferial del pueblo. Se estiró poniéndose de puntillas,

elevando su mole sobre el suelo, rebotó tres o cuatro veces sobre los talones y se giró lentamente hacia la

estufa. Arrastró los pies por la tarima, echó dos tarugos de pino y nos dictó un nuevo problema.

Me dejó muy sorprendido el que ella no se levantara con el cuaderno antes que yo, como solía

hacer casi siempre. La miré con disimulo, ella me miró con lo que yo creí una sonrisa estúpida y me

desconcertó. Acudí rápidamente a la mesa del maestro por si acaso se estuviera echando un farol.

Cuando el maestro me dijo escuetamente: “Mal”, su sonrisa ya no era estúpida sino burlona. Uno tras otro,

buena parte de los compañeros fue acudiendo a Don Amadeo, obteniendo siempre la misma respuesta

concisa: “Mal, majadero”. Yo me desesperaba, había revisado el problema lo menos cinco veces sin

encontrar error alguno. Claro que ella ni siquiera había hecho ademán de levantarse; se limitaba a

mirarme, sonreír y dar golpecitos con su lápiz sobre el cuaderno.

Leí perfectamente sus labios: “Toma nota, bonito”, me dijo y se acercó a la mesa sin dejar de

mirarme con ese aire de absoluta suficiencia que ponía cuando quería molestarme. El maestro corrigió su

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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ejercicio, sonrió y la felicitó públicamente, poniéndola como ejemplo de inteligente y trabajadora ante

todos los demás. El muy traidor, hijo de p…, de D. Amadeo había cambiado sin avisar, las decenas de

garrafas, de pájaros, de niños, de mulas…, por docenas y yo sin darme cuenta del maldito cambio de la

“e” por la “o”.

Con el paso de los años las cosas no mejoraron. A llegar a la adolescencia ella pregonaba su

amor por mí en todas las pizarras del Instituto y yo anunciaba mi desprecio por ella en todas las paredes

que encontraba. De esta propaganda escrita, entre profesores y alumnado, corrió el refrán o dicho, que

todo el mundo coreó alguna vez por el recinto escolar: “En colegios e institutos he visto más de una vez,

los nombres de los más tontos escritos en la pared”.

Seguíamos siendo rivales en todo y ella seguía ganando en todo, pero ambos fingíamos no

darnos cuenta; ella por compasión y yo por interés. El último año de Bachillerato ella me escribía rimas a

la manera de Bécquer, yo le contestaba con otras, a la manera de Quevedo. Ella se me declaraba y yo la

repudiaba. Reiteradamente en ambos casos.

Cuando el curso se acababa, aparecieron en el tablón oficial del Instituto unas divertidas coplillas

en las que se comentaba la desproporción del desarrollo de su anatomía. Lo menos ofensivo que se podía

leer en aquel anónimo, de autor conocido por todos, era algo así como: “poca teta, mucho culo, fea jeta,

enorme mulo”, y apareció casualmente al lado del calendario de exámenes finales que necesariamente

todos los alumnos se veían obligados a consultar con frecuencia. Las risas y las miradas que su paso

despertaba se siguieron oyendo durante el año siguiente.

La víspera de la entrega de notas, al final de curso, se celebró una fiesta de despedida para

aquellos y aquellas que definitivamente nos lanzábamos a enfrentarnos con el mundo exterior. La

emigración a otros lugares más ricos y desarrollados de este país, la universidad o un pobre trabajo en la

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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escasa industria local, nos esperaban a todos. Ella vino directamente hacia mí y me ofreció firmar la paz

definitiva, ambos partiríamos con rumbos distintos y pasarían muchos años antes de que volviésemos a

vernos, si es que decidíamos volver por el pueblo.

A mí, por una vez, me pareció que había ganado yo y ella, aunque me calificó con una larga lista

de improperios e insultos, así lo reconocía. Nos deseamos suerte y creo que incluso estaba a punto de

darle un beso de despedida cuando, sin venir a cuento (eso pensé yo), sacó de su bolso dos vasos de

papel y una botella de güisqui, algo totalmente prohibido para nuestra edad, aparte de por las normas más

elementales del centro y de la sociedad.

Lo siguiente que recuerdo es que necesitaba apoyarme en ella para poder moverme y salir,

aunque no veía la manera de saber a dónde. Todo a mi alrededor parecía acercarse y alejarse sin cesar.

Me sentía el tío más feliz del mundo (con los efluvios del alcohol y la merluza que llevaba, no me extrañé)

a pesar de que aquellas potentes luces sobre mi cabeza que me producían gran malestar e incomodidad.

No sabía dónde estaba.

Empezaba ya a preguntarme en qué momento me había quedado sólo, cuando de pronto se

descorrieron las cortinas del escenario del salón de actos del Instituto. Delante de mí, de pie en el patio de

butacas, estaban treinta o cuarenta compañeros aplaudiéndome y riéndose. Poniéndome la mano sobre

los ojos a modo de pantalla para evitar que los focos me deslumbraran, la pude ver a ella, a la rellena, en

el centro dirigiendo las carcajadas (ya me la había colocado).

Envalentonado, y muy borracho, doblé la espalda como un brillante actor después del

espectáculo. Al hacerlo contemplé horrorizado que todo lo que llevaba puesto eran los zapatos y los

calcetines. Aquello quedó como una anécdota tan divertida para unos como humillante para mí. Tardé dos

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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semanas en volver a salir a la calle y sólo al recordar que mis amigos estarían bañándose en las charcas

del río, sin acordarse para nada de lo ocurrido, me arrancó de mi protector domicilio.

Veinte años más tarde no sólo ambos nos habíamos reintegrado al pueblo en un concurso de

traslados (habíamos coincidido en escoger la profesión de educadores los dos), sino que ella era la

Directora y yo el Jefe de Estudios del Instituto. Como se ve, ella seguía ganando siempre.

Todavía, de tiempo en tiempo, aprovechaba las reuniones que manteníamos para hacer alusión a

nuestra frustrada relación, frustración que achacaba invariablemente a mi inmadurez, mi mala cabeza, mi

chulería.

Hubo una sonada ocasión, estando a punto de empezar un claustro en el Colegio y cuando yo le

comentaba privadamente algún dato del orden del día, en que el micrófono estaba abierto, por pura

casualidad, en el momento en que ella me declaraba nuevamente su incansable amor por mí. Los muchos

que la oyeron aplaudieron mi: “Anda, no me jodas y vamos a trabajar”.

Creo que en ese día se precipitó el final. Al menos en mi memoria no ha quedado registrado otro

incidente que provocara el rápido desenlace fatal. Yo sabía que no tardaría mucho ella, en darme

cumplida respuesta a mi salida de tono, pero nunca esperaba un golpe tan contundente que me empujara

a la desesperación.

Tan sólo una semana después de ese claustro, celebrábamos las fiestas colegiales. Todo el

alumnado llevaba varios días con ganas de sano alboroto; también los padres y madres invitados

especialmente para la ocasión y antiguos alumnos que regresaban de su exilio económico en diversas

zonas de nuestro país. Llenaban los patios y las zonas principales del “cole”.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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La atracción principal de las fiestas siempre había sido un espectáculo taurino al atardecer, en

una improvisada plaza de toros que se fabricaba en el patio del colegio y en la que se soltaban unas

vaquillas desmochadas y medio locas, para diversión de los antiguos alumnos y jóvenes bachilleres del

instituto, quienes como única defensa tenían en el centro de la plaza una pequeña elevación a manera de

tarima de madera, a la que subirse en caso de peligro.

La tradición mandaba que el director, (directora en este caso), tenía que hacer la presentación del

evento desde el centro del ruedo, justo encima de esa pequeña tarima. Pero, mira por donde, ella se

había levantado aquel día con una infernal ronquera. Demasiado trasnochar, demasiados refrescos fríos y

demasiadas rondas y parrandas cancioneras habidas la noche anterior, le impedían pronunciar la más

sencilla palabra, vamos, que no se le oía. ¿Fue algo bien calculado y con saña?

De la capital habían llegado las habituales primeras autoridades Educativas (Delegado Provincial,

Inspectores, Asesores de educación…), que llenaban el lugar de honor de la plaza y con ellas habían

venido las cámaras de la televisión local, siempre dispuestas a explotar cualquier noticia de cualquier tipo,

aprovechando cualquier oportunidad. Multitud de impacientes espectadores llenaban el resto de las

gradas esperando el espectáculo, cuando por imperativo legal y cumpliendo mi deber de sustitución en el

acto, de la primera autoridad del “Cole”, yo me dirigí al micrófono para invitar al populacho estudiantil y

allegados, a la diversión y a la alegría torera.

Siempre me había gustado hablar en público y llevaba un par de buenos chistes sobre la valentía

del mocerío juvenil local. Pero no hubo maldita ocasión de pronunciarlos. Apenas hube empezado a

hablar, alguien (ella, quién si no) dio la orden de que se abriera la boca del cajón-toril donde estaban las

vacas para soltar, no una sino todas a la vez.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

34

Tembló el suelo a mi espalda y el mundo entero pareció rugir sin que yo me enterase. A la

velocidad con que los trenes cruzan la estación de un pueblo sin parada, los monstruosos cornúpetas se

acercaban a mí dispuestos a convertirme en su juguete preferido. No tenía defensa posible en aquel

adminículo entarimado, con tres fieras a la vez sueltas y sorprendido por la retaguardia reaccioné

demasiado tarde. A freír puñetas la tarima, los chistes, el guión y el micrófono; eché a correr tratando de

hacer bruscos giros, como había visto mil veces en la tele. Para diversión de las masas conseguí salir

indemne de las primeras acometidas de los animales, resistiendo unos eternos segundos a pocos

centímetros de la testuz, siendo alcanzado y derribado, con un buen puntazo en el trasero, solamente

cuando estaba a punto de saltar la madera del improvisado redondel de plaza.

Creo que fue al día siguiente, mientras todavía se me mezclaban en el recuerdo los aplausos y las

grotescas risas de las turbas de espectadores, los bufidos de los animales, el asqueroso olor de sus

fauces y el puntazo en el culo, cuando empecé a buscar la forma de vengarme.

Esta vez mi respuesta tenía que ser demoledora, definitiva, una solución final tan refinadamente

cruel que no le permitiese volver a recuperarse jamás, que arruinase su vida para siempre.

No tardé en encontrar la solución perfecta y descansé:

Inmediatamente le propuse matrimonio y hoy, sólo tres meses después, se va a casar conmigo.

Pedro Pablo Martínez Millán. Asesor de Lengua en el CEP de

San Clemente (Cuenca).

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

35

ROMPIENDO LA NOCHE Ayer, el viento,

con su música estridente

me despertó.

Se inició un día de nubes viajeras

de algodón en el cielo

de risa y de llanto

de ritmo sin freno.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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El viento marcaba

un compás en el aire,

las plantas silvestres

saltaban como locas,

como cobras infames,

al ritmo

del flautista del aire.

En la plaza del pueblo,

estilizados rosales

bailaban,

con ritmo más suave,

un vals,

de movimientos casi circulares.

Y mientras tanto

dibujaban mis sueños

las nubes y el aire.

La noche llegaba,

y una negra cortina

ocultaba las estrellas.

Hoy,

me han despertado

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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las voces del miedo,

lamentos sin ritmo,

sin baile,

desdibujando mis sueños,

y aunque estaba

ya solo

me dejaron

sin nadie.

Aún es de noche,

el viento aún duerme,

el cielo aún sigue negro,

no hay momento más infame.

José Joaquín Casas Poves. Maestro de Matemáticas del IES:

“Diego Torrente Pérez” de San

Clemente(Cuenca).

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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LA ETERNA PRIMAVERA DE MARGARITA

Era una noche oscura de invierno. En aquella fría y triste noche, Margarita lloraba, en la soledad

de su habitación. Siempre lloraba sola, reía sola, comía sola,… Margarita vivía sola. Recordaba tiempos

pasados, tiempos ya lejanos y mejores porque en los últimos años no generaba recuerdos que fuesen

dignos de ser revividos. Se decía:

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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- Desde que murió mamá ya nada ha sido igual. Mamá siempre decía que yo era una princesa,

pero nadie parece darse cuenta. Realmente soy una princesa.

Caminaba por aquella habitación, de un lado para otro, hasta que se detuvo frente a la ventana.

Observaba la calle desierta y mientras tanto con el aliento empañaba los cristales. De pronto vio enfrente,

bajo una farola, como se detenía una pareja. Se besaron durante unos segundos y continuaron la marcha.

Margarita pensó: -Toda princesa necesita un príncipe y yo no voy a ser menos. Tal vez he esperado

demasiado tiempo, es el momento de pasar a la acción e ir a buscarlo, pero ¿dónde?-.

Pensaba pero no encontraba la respuesta a su pregunta, hasta que de pronto se dijo: - ¡Ya sé

dónde!, en el pueblo. Fue durante aquellos años cuando mamá más me hablaba de los príncipes. Seguro

que en el pueblo debe haber alguno que sea digno de mí, pues aunque no conocí a papá, porque murió

cuando yo era muy pequeña, debía ser noble. Recuerdo que mamá siempre me decía que papá había

sido un hombre muy importante y de muy buena familia.

Seguía caminando por la habitación hasta que cansada se sentó en la cama, se dejó caer de

costado y comenzó nuevamente a sollozar mientras murmuraba: - Cualquier plebeya tiene pareja y yo con

mi dignidad no puedo estar así. Tendré que buscar ese príncipe que se me ha reservado. Buscaré en el

pueblo pero cómo podré reconocerlo. Mamá me contaba que solían estar camuflados, a veces con una

apariencia distinta a la habitual, lo que hace más difícil la búsqueda. No me puedo fiar del primero que

vea, porque no...

No me fiaré de ninguno hasta que lo tenga claro, vamos, haré como hasta ahora he hecho.

Amaneció y no había conciliado el sueño, como la mayor parte de las noches. Su ansiedad la

mantenía despierta y sólo dormía alguna noche, cuando el cansancio era tal que su alma ya no podía

poner resistencia alguna y su cuerpo fácilmente era vencido.

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Pasó el invierno y cuando llegó la primavera y el tiempo hubo mejorado, decidió viajar al pueblo.

Allí tenían un viejo caserón, descuidado y en no muy buen estado. Acondicionó la vieja cocina y un par de

habitaciones y se instaló, al menos pretendía estar una semana.

Durante su estancia en el pueblo se mostró bastante distante con la mayor parte de la gente, pues

desconfiaba de casi todos y con los hombres era huraña en exceso. En esta situación no parecía que

fuese a conquistar ni a ser conquistada. Cuando parecía que todo sería un fracaso, tuvo un recuerdo

luminoso, tal vez almacenado en su infancia pero podría ser del último enero.

- Recuerdo que mamá siempre decía que a veces los príncipes, por medio de encantamientos,

eran convertidos en ranas. ¡Ya lo tengo! Mañana iré al río y besaré a las ranas, así desharé el

encantamiento y encontraré a mi príncipe.

Como era esquiva con todos, tuvo la suerte de que nadie se enteró de su propósito y ella procuró,

para mantener su aislamiento, ir al río a una hora en que no fuese vista por los demás.

Andaba esos días por allí un ladronzuelo de poca monta, esperando el momento de obtener algún

botín de los incautos lugareños. Observaba a la gente pero procuraba que no lo viesen. Cuando Margarita

caminaba hacia el río, el ladrón la divisó a lo lejos y se ocultó entre unos arbustos que crecían en el

ribazo, cerca de las aguas.

Margarita llegó y, aunque con dificultad, logró cazar una rana. La miró con recelo y con asco pero

intentó besarla. La rana sacó su larga y pegajosa lengua y lamió los labios de ella, la cual sintió un

tremendo asco. Con rabia la lanzó hacia los arbustos y fue a caer sobre el hombre que allí se ocultaba,

que desconociendo lo que era aquello salió huyendo de su escondrijo. Margarita al verlo exclamó:

- ¡Mi príncipe!

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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El hombre se quedó confuso, atónito pero, como era experto en el engaño y estaba curtido en mil

batallas, no tardó en reaccionar y asumir el papel que le acababan de asignar.

- Princesa mía. Tu belleza sin igual me nubla el sentido.

- He venido a buscarte. Sabía que te encontraría aquí –contestó Margarita.

- ¿Me conoces? –preguntó confuso aquel hombre.

- No, es la primera vez que te veo.

- Entonces, ¿quién te dijo que estaba aquí? – volvió a preguntar el hombre un poco

desconcertado.

- Mi madre siempre me habló de los posibles encantamientos y desencantamientos.

El hombre se dio cuenta de que aquella mujer o estaba loca o tal vez su nivel de madurez no era

el que aparentaba y recobrando el mando de la situación le dijo:

- Tu madre tenía razón y yo estoy encantado de tu desencantamiento y me encantó haberte

conocido y me encanta el estar contigo.

- Me abrumas, me sonrojas con tus palabras, - dijo ella un poco confundida con la palabrería de

aquel que tenía ante sus ojos -. Y añadió:

Vendrás conmigo a mi casa. Nos debemos conocer mejor.

- Tal vez en casa seáis demasiados y yo estorbaría, - afirmó con desconfianza.

- No, si vivo yo sola - añadió ella.

Los ojos de aquel hombre se abrieron de par en par. Sintió que su golpe de suerte sería pronto.

- Si tú quieres, iré donde me lleves - le dijo sonriendo.

- Sabía que eras mi príncipe, el que yo andaba buscando, desde el momento en que te vi salir de

entre los arbustos. Al principio me diste un poco de asco…, porque entonces eras rana.

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- Como ves, he cambiado mucho - respondió él, dominando plenamente la situación.

Aquel día acabó. Después de una cálida noche, amaneció un nuevo día primaveral. Los rayos del

sol penetraban por la ventana. Margarita se despertó, miró a su alrededor y no vio a nadie. Se levantó

rápidamente y notó que le faltaba el dinero y algunos objetos más. Se dejó caer sobre la cama y lloró

amargamente. No podía denunciar aquella situación. ¡Qué podía contar!

Margarita se asomó a la ventana y observando el campo notó que todo cambiaba. La amargura

había borrado la primavera de sus ojos, todo parecía seco y perdido. Por la tarde salió a pasear y llegó

hasta el río. Estaba seco. En ese momento sintió como si su corazón se secase.

Al día siguiente volvió a la ciudad.

José Joaquín Casas Poves. Maestro de Matemáticas del IES:

“Diego Torrente Pérez” de San

Clemente (Cuenca).

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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OTRO DÍA MÁS

Otro día más. ¿Qué hago? Me están dando ganas de llamar, y decir que…, que…, yo qué sé…

Que no puedo más, que no quiero ir, que no quiero verlos, que no lo soporto, que no me apetece aguantar sus malos modales, su grosería, su forma de hablar, ese desprecio con el que te tratan. Que no quiero tirar más de ellos, que ninguno me escucha, que no les importa nada, que no saben nada, que da igual ir que no ir…

Joder, otra vez p’allá. No puedes faltar, que luego me llaman, que no me preocupo por ti. Pero si

es verdad, si sólo te preocupa que te llamen. Que vas a ser un fracasado; pues como tú, ¿no te jode?

¿Para qué? ¿Para estar con los colegas? Si ya me aburren. Pá un día que a alguno se le ocurre liarla, yo

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ahora no me puedo mover, estoy al borde de la expulsión y no me molesta la hostia de mi padre, me da

por culo la charla que viene luego. Otro fracasado hablando de cómo conseguir el éxito en la vida.

Míralos, si da miedo pasar. Ya hubiera querido Atila tener algunos de estos. ¿Por qué gritan así? ¿Qué les pasa? ¿Yo gritaba así con su edad? No. Ya me enseñaban mis padres cómo comportarme. Ni una me pasaban. ¿Y estos qué? Se están educando solos, no sé para qué tienen hijos si luego no se ocupan de ellos. Y ahora métete en una clase con treinta. Y es que esto es un desastre. Aquí no funciona nada. Ni medios, ni ganas, ni apoyos, NADA. Solos contra una tormenta en el mar. Intentando tener la cabeza fuera.

Coño, Carletes, ¿ tú no estabas expulsado un mes? ¿Qué ya no te aguanta tu madre o qué?

Sí, dos chinas tengo aquí, pá dártelas a ti.

Sigues igual de flipao.

Va a haber que entrar. ¿Qué qué toca? Ni puta idea, pá lo que hago, si son Matemáticas como si

toca la mema de Lengua. Hasta el recreo tenemos tres horitas pá dormir, ¿qué no? A ver si nos dejan

tranquilitos.

Buenos días, panda de predelincuentes. Ya está aquí, cansina es.

¿Qué toca hoy? Bueno, como si vuelvo a dar la clase de ayer. Lo que tú quieras mientras largues el rollo y no molestes.

No puedo. Eso, calladita, que estás más guapa.

Tiene que haber alguna manera, debe haber una forma de llegarles. ¿Qué, otro día lo mismo?

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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Pero si me aburro yo, cómo no se van a aburrir ellos. ¡Halá, se la transparenta la camisa, qué

tetas!

Y si hoy pruebo algo nuevo, ¿qué puede empeorar? Parece que le ha dado un pasmo, habrá

cogido frío.

La profesora carraspeó y comenzó a hablar.

- Bien, chicos, ¿empezamos? ¿Todo el mundo tiene el material en la mesa? Carlos, buenos días,

despierta, ¿te falta el libro?

Desde el fondo de la clase otro alumno no quitaba ojo de su cuerpo. Esperaba el ritual:

- Carlos vete a Jefatura - , - yo no he hecho nada - , - no has traído el libro, no puedes estar aquí

sin material - , - que paso, que no he hecho nada… - , unos cinco minutitos.

Vale, siéntate con tu amigo. Juntad las mesas, pero no habléis; bueno, sí, hablad.

¿Y a ésta que la pasa ahora? Hablad. Hablad. Hablad. Ya la ha dao, se ha vuelto loca.

Decidme qué queréis, qué puedo hacer para que os interese esto, tenéis que estar cansados de

perder el tiempo toda la mañana, tiene que ser mortal estar seis horas sentados sin hacer nada.

Uf, se está poniendo chunga. Como nadie diga nada esto acaba mal.

¿Qué podemos hacer? Sugerid algo. No os quedéis pasmados. Miradme a mí, no os miréis entre

vosotros. Habladme a mí, no cuchicheéis.

Vamos, tío, ahora o nunca.

-Profe.

-Dime.

-A mí me gustaría, pero es que no sé cómo.

-¿Cómo, qué?

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-Aprobar, bueno, estudiar.

-¿Cómo te puedo ayudar?

-No lo sé, hacer las cosas de otra manera, entre nosotros, ayudarnos, juntos.

-¿Algo como trabajar en equipo?

-Sí, eso, no sé, algo más práctico, no sólo los rollos y los ejercicios.

-¿Así esto te gustaría más?

-No, pero me aburriría menos (la clase, distendida, rompe a reír). Que no digo que tú seas un

muermo, ¿eh?

-Sí, ya.

Los demás se fueron animando a dar su opinión, reconocían que todo les era muy ajeno, que no

sabían por qué tenían que estudiar, que eran muchas horas oyendo hablar en chino, o eso les parecía. La

profesora se sintió confusa, desorientada, entendía lo que los chicos decían. Era abril y era la primera vez

que hablaba con ellos. Vagamente intuía que quizá hubiera otras maneras, pero no lo sabía. Sólo era

Filóloga, nada más. ¿Estaba todo inventado? ¿Quién se lo podía contar? ¿Había alguna manera de estar

mejor, contenta, sintiendo que su trabajo tenía sentido? ¿Alguna vez sus profesores se habían sentido

así? ¿Con quién hablar?

Al final de la hora los alumnos compartían el desaliento de la profesora. No les había propuesto

nada, no les había dicho de cambiar nada. Les había escuchado y no se había enfadado. Al día siguiente

se seguirían aburriendo. Esto era así, y ellos no pintaban nada, sólo no hacer nada que fuera contra las

normas, aprobar, ir pasando los cursos. Del Centro no se iban a llevar nada más.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

47

Todos sentían que el barro les llegaba hasta las rodillas, y sentían que se hundían poco a poco en

el marasmo de la rutina. La profesora, cuando llegó a casa, encendió el ordenador, abrió la página de

inicio de la conexión a Internet y puso en la barra del buscador “recursos educativos”.

Aquel día empezaron a cambiar las clases del año siguiente.

Mª Belén Marcos Blanco. Profesora de Lengua Castellana y

Literatura en el IES Carlos III de

Madrid.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

48

NO ES TAN DIFÍCIL

Que cuando hablamos o escribimos, siempre lo hacemos o acabamos haciéndolo de nosotros

mismos, que nos traspasa nuestro subconsciente: Eso se dice.

De manera que para evitar, en esta ocasión, especulaciones de feminismo, más o menos

arraigado, relataré una experiencia escolar vivida hace unos años.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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La situación es la siguiente: veinticuatro niñas y niños de Primaria (¡qué lindos eran! Y son). Una

luminosa y calentita (yo siempre he sido muy friolera) mañana de marzo. Una clase desordenada tras

unos trabajos en equipo.

La maestra, que soy yo, claro está, propone un trabajo, que tendrá una recompensa. Debe

ordenarse la clase para que quede de la manera habitual. Lo de la recompensa anima lo suyo y todos se

ponen manos a la obra. El caos es perfecto. Y hasta ordenado porque cada uno sabe dónde se dirige con

su silla. Sabe también lo que tiene que hacer con los abrigos que se descuelgan, los lápices que se caen,

los libros y cuadernos abiertos. La papelera reclama sus papeles. Mi sonrisa de aliento, esconde algo de

nerviosismo. Me temo que el barullo se oye desde las otras clases.

- Ya está. Todo bien, señorita. ¿Ha visto usté? -

- Perfecto. Ahora toca la recompensa. Lo prometido es deuda.

Pili, Isabel, Vanesa, Bruno, José Luis, Juan, Lorena, Arancha, Yolanda, Álvaro, Marcos, Rodrigo,

Mª Teresa, Sara, Fernando, José Javier, Josefa, Silvia, Natalia, Guillermo, Ángel y los “Divides”.

Todos reciben su paga. Porque de eso se trata, de un pago por un trabajo. Se da, de momento,

en secreto, cerrada la mano, hasta regresar al pupitre, donde cada uno la abre para imaginar qué puede

hacerse con las pesetas (cuando las pesetas valían para algo) recibidas.

- Yo me compraré dos gominolas. Yo, un limón. Yo, una dentadura. Y yo, un huevo frito.

- Pues yo no tengo bastante para nada de eso.

- ¡Que sí! ¡Que mira! ¡Que no! ¡Ahí va, que yo, que yo…! - Señorita, mire, que yo a mí sólo me has

dado dos pesetas…

- ¡Bien! Pues a mí tres.

- A mí también.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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- ¡Y yo dos, como tú! ¿Por qué? No sé.

- Seño, ¿por qué a nosotros nos das dos y a esos tres?

Los que han recibido tres se quedan en su sitio. Están tranquilos. Los de dos se acercan,

reclamando una explicación. Se han formado dos grupos: los sentados y los “de pie”, los de tres y los de

dos pesetas.

- ¡Anda, los chicos y las chicas! Señorita, ¿por qué nos das a nosotras dos pesetas y a los chicos

tres?

- Por eso, por chicos.

- ¡Jó, qué morro! ¡Eso no vale, todos hemos trabajado igual!

De la solución, tal vez se acuerden ellos todavía, pero desde entonces tengo más claro que lo de

si la igualdad-desigualdad entre hombres y mujeres es algo natural o adquirido, si con tantas diferencias

se nace o se educan. No sé ustedes. Desearía creer que nuestros alumnos y alumnas a quienes dedico

de paso esta “historia real” hayan afianzado con la razón y con el sentimiento, lo que de manera tan

natural eran capaces de percibir cuando la sociedad no se les había “echado encima”

Ángela Martínez Garrido. Es Maestra en el CIP: “Fernández

Turégano” de Sisante. (Cuenca).

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

51

¿QUÉ SERÉ? Mario dignaba de ser el mas más reservado,

pero no tardó en salir de frente

y queriendo llegar lento, aún prudente,

conseguir su sueño dorado.

Su Sueño consistía en tener presente

y un par de alternativas nos ha dado,

ser por la patria un buen soldado

o, ¿por qué no ser docente?

A vueltas con el dilema andaba Mario,

mientras decantaba ambas opciones,

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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no me digas lo contrario

y ve donde haya millones.

Así el chaval dando trotes cual soldado

dirigióse a aquel cuartel, donde general atento

inscripción rápida, al momento

y dióse Mario reclutado.

Pasó el tiempo y lo marcial se quedó en el intento

Mario sabía, que se había equivocado

y con petate en mano, agachado,

cambió fusil por tiza al momento.

Mira Mario has de entender

que mala paga, muchos empeños,

disgustos y varios sin sueños,

pero llevar cabeza alta,

y ver al niño crecer,

serán las riquezas grandes ,

que adineren tu poder.

Fieles a ti, buen maestro te idolatran

esos bichos que rematan

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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ya en pizarra o en palestra

yo no quiero ser soldado

solo un hombre motivado

y a enseñar con mano diestra.

Suceden en la escuela acontecimientos miles,

pero son aquellos hechos, los sublimes,

los que han de ser recordados ,

por los tiempos de una vida,

dedicada a la enseñanza,

que entre libros, tiza y voces

han de quedar guardados.

Un hecho aquí sugiero y que conviene recordar

sucedió aquella tarde

donde, nieve, agua y viento

gobernaban el lugar.

En un pueblo de la sierra, nace un niño un poco inquieto,

con el paso de los años, se hace joven avispado,

no negando que también, vez en cuando algún aprieto

hacen al padre sentirse vez en cuando cabreado.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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Ese niño va a la escuela y demuestra con franqueza

que la calle es su vivienda y no adonde me envía

con poca miel y corteza

querida madre cada día.

Josico es el azote, del colegio del lugar,

inquieto, atrevido y sagaz

aprovecha sus virtudes a engendrar

la locura de los pobres que rodean al tenaz.

Otro día de esos que la lluvia no cesaba

entró por el colegio un maestro sustituto

de esos que va impoluto

allá donde él viajaba.

Nada más aterrizar, conoció a aquel chaval,

cuyo carácter tan fuerte a otros hizo temblar,

sin embargo el buen maestro, a base de mucho tesón,

sentimiento y corazón,

sacó partido del niño aunque hoy ya mocetón.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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Ese niño, el tal Josico ,

hoy llamado Don José,

es el maestro del pueblo,

muy querido, ¡oiga usted!

Su maestro era Mario, ¡¡sí!!, ¡¡sí!!, el militar,

aquel que dejo la guerra

por dedicarse a enseñar.

Vengo a decir que ese caso

a millones ha de haber,

pero si rinden sus padres

los maestros no deber,

puesto que labor de los padres

es también educar,

aunque luego los maestros enseñar y enderezar.

Ana Belén García García. Es maestra de Educación Infantil

en el C.R.A. “Molinos del Júcar”.

Casas de Benítez (Cuenca)

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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MIIKA, UN NIÑO FINLANDÉS

Estoy empeñado en ser mecánico y “gigoló” y ningún profesor engreído será capaz de quitarme la

idea. Sólo tengo trece años, pero soy rubio y dicen mis amigas que bastante guapo. Es cierto que no mido

demasiado, de hecho, algún gracioso de los que me encuentro en las discotecas, ha llegado a llamarme

“piojo molesto”, a la vez que me apartaba de su camino con una insolencia de la que algún día me

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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vengaré. Estoy seguro de que aún me quedan dos palmos por crecer, los necesarios para comenzar mi

carrera de explotador femenino.

Acabo de empezar el curso y ya me están taladrando con sermones interminables. La sicóloga me

enciende, me pone de los nervios. ¿Cómo se puede ser tan vieja y tan necia? Cada vez que viene a

recriminarme algún acto de los muchos que a ellos les molestan, yo pongo cara de mosquita muerta,

agacho la cabeza y si es necesario me echo a llorar tímidamente. De inmediato, muestro mi

arrepentimiento (a veces no sé de qué me estoy arrepintiendo). Cuando salgo de su despacho, no puedo

contener la risa. Alguna vez el Jefe de Estudios me ha descubierto el gesto, pero es todavía más inocente

que la sicóloga. Bueno, éste es todavía mejor: tiene menos genio que el peluche de mi hermana pequeña.

Al verme salir con esa sonrisa maliciosa, se me ha acercado alguna vez para decirme lo bien que me

sentaban las charlas con la sicóloga, que se me veía más alegre.

El nuevo tutor ya ha empezado con los sermones de siempre: primero me los lanza en clase,

luego me saca al pasillo y me fatiga la oreja con las mismas palabras que llevo oyendo desde 5º de

Primaria. Lo mejor es la soberbia de todos ellos, ¿quiénes se creerán que son? A veces los oigo hablar

entre ellos en el patio, por los pasillos, en la biblioteca donde me aíslan para que no contamine a mis

compañeros, y es curioso ver cómo ninguno de ellos escucha al otro. A todos les gusta oírse tanto a sí

mismos, están tan hinchados de vanidad, que no prestan ninguna atención a lo que ha dicho su

contertulio. Justo lo que nos recriminan una y otra vez en clase (que no atendemos a los tostones que nos

endilgan), lo hacen ellos de manera sistemática en sus conversaciones. ¡Vaya hipocresía! Pues bien,

como os decía, este nuevo tutor, encima, se intenta hacer el gracioso y resulta patético. Es de esos que

nos abordan como si ellos hubieran sido alguna vez como nosotros, de esos que te comprenden

perfectamente, que también han tenido trece años, que también cometían fechorías de las que luego se

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han arrepentido…, ¡vaya pelmazos sin sustancia! Casi prefería al borde de don Gregorius, jubilado o

medio muerto, no sé. De vez en cuando se le escapaba algún cachete. Eso sí, siempre cuando

estábamos a solas. Pero, por lo menos, no tenía que aguantar las blandas memeces y las mentiras

piadosas del nuevo. En uno de esos sermones interminables, el otro día se me fue la lengua y le dije a mi

tutor que se dejara de preocupar por mi futuro, que yo ya lo tenía claro: “quiero ser mecánico y gigoló”. Se

le escapó una sonrisa al muy necio, y me soltó que tenía la cabeza llena de pájaros. ¿Y él?, ¿qué lleva en

esa caldera que aguantan sus hombros? Buitres, porque está ya medio podrido.

Hoy no pienso ir a clase, además, son las doce de la mañana y me acabo de levantar. Mi madre

se ha olvidado de llamarme o quizá duerme todavía la mona que cogió anoche. En el estanque se respira

mucho mejor que en esos cuartos hediondos donde reptan mis idiotizados compañeros entre las perneras

de los profesores. ¡Qué pena de muchachos! No me explico cómo pueden aguantar amarrados a las sillas

de tortura durante seis horas, mientras esos tipos que no se escuchan entre ellos vienen a levantarnos la

tapa de los sesos con sus monsergas. Es una delicia tumbarse aquí, sobre la hierba. Oír el agua de la

cascada caer sobre el rumor de los patos que el Ayuntamiento compró la semana pasada para darle más

vida a este rincón. En el fondo soy un tipo tranquilo, sólo me altero cuando no me dejan en paz, cuando

pretenden que haga cosas que no deseo, cuando me obligan a pasar por el aro. En esos momentos me

pasa como a estos patos que tengo a la vista: me peleo por una corteza de pan, me levanto contra todos y

espero mi ocasión para vengarme.

De vuelta a casa, antes de comer, aprovecho para revisar mi taller de bicicletas. Lo tengo

instalado en plena calle, no dispongo todavía de un lugar adecuado. Para montar y desmontar las piezas

que voy recogiendo de los desguaces. Me contento con tener en la puerta de casa un montón de chatarra

que me sirve para ir practicando lo que será mi profesión diurna: mecánico especializado. Seguro que

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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esos torpes profesores que tanto hablan y hablan, perdidos en una palabrería imposible, no saben ni

siquiera lo que es una cubierta recauchutada, ni serían capaces de arreglarse por sí mismos un pinchazo.

Eso sí, son especialistas en lo inútil y peritos de la tontería.

No podía creer lo que estaba viendo: en la puerta de casa no había nada. La zona del arcén de la

carretera nacional que ocupaban las piezas de mi improvisado taller había sido limpiada por completo. No

quedaba ni rastro de todos aquellos miembros metálicos que con tanta dedicación había ido recolectando

por los alrededores. Me habían dinamitado mi verdadera escuela.

Mi madre no sabía quien había asolado mi taller, pero tampoco le importó mucho. Precisamente

ayer, en la biblioteca del instituto oí hablar a varios profesores sobre sus excelencias como estudiantes, el

exquisito respeto que mostraban hacia sus maestros y cómo aprendían mucho más que ahora. Esta

conversación no es la primera vez que la oigo y es posible que tengan razón, no hay mas que ver el

producto de tan esmerada educación: mi madre, sus vecinas, los viejos del bar y ellos mismos. Si todos

ellos son el producto de esa fantástica escuela que nada tiene que ver con la actual, prefiero no ir a

ninguna.

Me acababan de quitar lo único que me importaba, mi futuro y no iba a parar hasta enterarme de

quién había sido el causante. Una vecina de mi escalera me informó maliciosamente de que el camión del

Ayuntamiento había cargado toda la chatarra que había en la puerta porque estaba invadiendo una vía

publica y porque la del segundo se había quejado de que aquello pareciera una planta cutre de la Volvo.

¡El Ayuntamiento, el puto ayuntamiento! No podían ser otros. Si no tenía bastante con el martirio diario de

la escuela, ahora la otra institución pública terminaba de hundirme en la miseria.

Esa noche dormí en la ribera del estanque. Me despertó el fresco de la mañana y el fragor

mañanero de los patos. Los observé durante un buen rato, se deslizaban plácidamente y miraban con

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estupidez a uno y otro lado. La furia había dado paso a una sensación agria de desapego. Curiosamente

una frase que habíamos leído en clase una semana antes vino a mi cabeza (con seguridad, es la primera

vez que recuerdo algo de ese lugar infecto): “tuércele el cuello al cisne”. Arrojé unas cortezas de pan que

llevaba en los bolsillos cerca de la orilla. De inmediato, los tres patos colocados allí por el Ayuntamiento,

llegaron hasta mí. Agarré a uno de ellos por el estilizado cuello, con fuerza. Fue fácil: se lo retorcí con

rapidez y fiereza. Crujió como una caña seca. El gañido del pato se silenció de inmediato. Repetí la acción

con los otros dos. Una sorda satisfacción iba adueñándose de mí, pero todavía no había llenado el hueco

de mi venganza. Arranqué del suelo tres estacas afiladas de una empalizada que circundaba el estanque

y empalé a los tres patos para disponerlos en fila bajo el cartel turístico del Ayuntamiento.

Quiero ser mecánico y “gigoló”. No paro de repetírselo a los miembros del concejo que me han

acorralado en su despacho de lujo. Mecánico y “gigoló”, sólo me faltan las bicicletas que me robasteis y

dos palmos más de altura. Ellos vociferan y amenazan, pero lo oigo lejos, les miro a los ojos y una frase

viene a mi cabeza: “tuércele el cuello al cisne”.

José Urbano Hortelano Platero. Profesor de Lengua Castellana y

Literatura en el IES “Diego

Torrente Pérez” de San Clemente

(Cuenca).

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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EL LEGADO.

Era una fría mañana de finales de otoño. La tranquilidad cotidiana se vio interrumpida por el

rítmico sonido de las campanas de la iglesia de Santiago. Tocaban a difunto. La finada era una persona

insignificante para la mayor parte de la población de la localidad. Era una profesora del Instituto del

pueblo. Sus compañeros apuraban presurosos sus cafés de vaso largo en la taberna que se enfrentaba a

la fachada de la iglesia. El bullicio de la hora del café matinal contrastaba con sus semblantes. Ellos sí la

conocían. Y se había ido para siempre. Cada uno de ellos sentía la pérdida como algo propio. Se les

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había muerto un trozo de corazón. Un trozo de corazón que serían incapaces de recuperar mientras

vivieran. Pero ese dolor individual no era nada comparado con el sentimiento de dolor colectivo, que,

exponencialmente, se multiplicaba hasta lo insoportable.

Alguien avisó desde el quicio de la puerta de la taberna.

“¡Chicos, ya está aquí!”.

El coche mortuorio cubría pausadamente los últimos metros que lo separaban del arco que daba

paso a la iglesia parroquial.

“¡Apuraos, que hay que echar una mano para pasar el féretro!”.

Apenas había familiares de la difunta que pudieran portar el ataúd. Sus padres habían muerto y

sus hermanos a duras penas podían mantenerse en pie por el agudo dolor que sentían.

El traslado del féretro quedaba para sus compañeros. Ironías del destino. Eran los únicos que la

habían sostenido en sus peores momentos y ahora les tocaba acompañarla en su última travesía. Tras la

recepción sacerdotal, el ataúd penetró en la iglesia, mecido por un leve cántico funerario que entonaban

las más viejas del lugar, mientras que el resto de los presentes guardaba un respetuoso silencio.

Una vez depositado el ataúd en el cenotafio, comenzó la ceremonia religiosa. En el tercer banco,

Andrés apenas podía contener las lágrimas. Pero, inopinadamente, esbozó una leve sonrisa. El oficiante

afirmaba con una seguridad escalofriante que su amiga estaba gozando de la presencia de Dios, mientras

el Delegado de Educación asentía gravemente. Eso era más de lo que podía soportar. Rosa era atea

practicante y lo menos que podía esperar era pasarse la eternidad contemplando la gloria de Dios. Andrés

sí recordaba los momentos que ambos habían pasado en la gloria y no podía por menos que sentir celos

de ese Dios del que hablaba el cura y del gozo que la buena de Rosa podría experimentar a su lado hasta

el fin de los tiempos.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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En un banco preferente, junto a los hermanos de la difunta y el Delegado de Educación, se

colocaron el Director del Instituto y su venerable esposa. Ella apenas conocía a Rosa, pero no podía dejar

solo a su esposo en ese trance. Al fin y al cabo ella ejercía su papel de primera dama académica de la

localidad. Eso sí, su pensamiento se iba irremediablemente hacia el puchero que había dejado al fuego. A

fuego lento, muy lento (no fuera que su marido se empeñara en que le acompañara al cementerio y se le

quemaran las judías con chorizo). Sus íntimas preocupaciones cesaron de golpe cuando el sacerdote

pronunció las palabras mágicas: “La paz del Señor sea siempre con vosotros”. Ella contestó, casi con un

alarido: “Y con tu espíritu” y se abalanzó hacia el Delegado Provincial con tal ímpetu que casi tira a su

marido al suelo. Quería ser la primera en darle la paz a tan ilustre visitante. Los hermanos de Rosa la

miraron con indisimulado desprecio, pero ella había cumplido con su objetivo principal y ya podía volver a

ensimismarse en sus pensamientos culinarios.

Pedro ocupaba una discreta posición dentro de la iglesia. En realidad, lo prefería. Un grueso pilar

rodeado de columnas semicirculares le impedía ver el féretro de Rosa.

Mejor así, intentaba convencerse. Ya se sabe, ojos que no ven… Pero el hecho de no ver el frío

ataúd no le impedía recordar a Rosa. Ella. Siempre ella. Ella le recibió cuando llegó al Instituto, lleno de

inseguridades y temores. Ella le enseñó el centro y le presentó a los compañeros. Ella le dio sabios

consejos que le ayudaron en los duros momentos de dudas y complejos. Y ahora trataba de disimular su

dolor. Siempre la había tratado con cierto desdén por la envidia que sentía de su aparente seguridad y por

el rechazo que le producía su vehemencia a la hora de argumentar sus opiniones. Pero, ¿quién se ha

creído que es esta tía? Sin embargo, ahora, en el silencio de la comunión, su fuero interno le enviaba

señales contradictorias. Su inveterado machismo le empujaba al desprecio. Pero no podía despreciarla.

Todo menos eso. A fuerza de ser sincero, debía reconocer que Rosa era una persona excepcional.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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Amable, inteligente e íntegra. Fue la única que salió en su defensa cuando la Inspección Educativa

admitió la absurda reclamación de una alumna que pretendía aprobar habiendo sacado un tres en el

examen, aduciendo un defecto de forma.

Los alumnos del instituto ocupaban los últimos bancos de la iglesia. Muchos de ellos se sintieron

obligados a acudir al funeral. Al fin y al cabo se habían suspendido las clases de ese día para que todos

pudieran acudir al sepelio de su compañera y profesora. Otros muchos ni siquiera tomaron ese día el

transporte escolar. Para qué vamos a ir. Total, hoy no hay clase. Mejor me quedo en casa tumbado en el

sofá, tragándome los programas matinales de la televisión, tan imprescindibles ellos. Pero también había

un grupo de alumnos, nada despreciable, que sentían de corazón la muerte de su profesora. Para muchos

de ellos, por fortuna, era su primer contacto con la muerte. Algunos no eran capaces de asimilar que Rosa

era un frío cadáver. Tenía fama de dura, pero ganaba mucho en las distancias cortas. Era meticulosa y

exigente, pero al mismo tiempo tenía una gran habilidad para arrancar una sonrisa a los alumnos y para

reconfortarlos ante la adversidad.

Juan gemía desconsoladamente. Era un alumno de segundo de bachillerato, aunque podría pasar

perfectamente por un veterano universitario, ya que había repetido en diversas ocasiones y además se

había desarrollado como hombre en fecha muy temprana. Juan estaba locamente enamorado de Rosa.

Sabía que era un amor imposible, pero precisamente eso es lo que lo hacía más intenso, más doloroso,

más puro. Y ahora ella se había ido. Para siempre. Le venían a la memoria las ocasiones en las que

alguna compañera, entre la broma, la envidia y el rencor por el amor no correspondido, le había echado

en cara su amor por la profesora, como un insulto. Y él lo había negado. Hasta tres veces. Y luego había

llorado amargamente su cobardía. Ahora le apetecía romper el silencio de la ceremonia y proclamar a

gritos su amor, para redimirse. Volvió a gemir, ahogando su llanto y dijo en voz queda: “Te quiero”.

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La ceremonia religiosa tocaba a su fin. A una señal del oficiante, varios compañeros se acercaron

al ataúd para portarlo en su último viaje. Ahora era un cuerpo inerte dentro de una caja de madera.

Después sólo sería un recuerdo. Un recuerdo con fecha de caducidad. Después de toda una vida

entregada a la docencia, a sus alumnos y a sus libros, dejaba este mundo condenada a no ser más que

una referencia minúscula en el archivo informático de la Consejería de Educación. No dejaba

descendencia que perpetuase su memoria.

Pero, ¿realmente Rosa había pasado por la vida sin dejar ninguna huella? ¿Realmente su legado

se reducía a la nada? No, ni mucho menos. Además de la amistad inquebrantable de Andrés y sus

amoríos ocasionales, de la huella imborrable que había dejado en Pedro y otros compañeros y del amor

eterno de Juan, estaba la semilla que había sembrado en los cientos de alumnos que habían pasado por

sus manos. Todos y cada uno de ellos habían recibido un preciado tesoro. Rosa había contribuido en

buena medida a convertirles en personas, conscientes de sus derechos y obligaciones, con todo el

derecho del mundo a disfrutar y a construir su propio futuro. Rosa les había enseñado a ser libres. El

propio acontecimiento de su prematura muerte hacía que sus enseñanzas y su ejemplo adquirieran una

nueva dimensión para sus alumnos, convirtiéndola en una suerte de mito contemporáneo que simbolizaba

el deseo de vivir y la lucha por el derecho a ser felices. Y ese era precisamente su legado.

Javier Castellanos Guijarro. Profesor de Geografía e Historia

en el IES “Diego Torrente Pérez”

de San Clemente (Cuenca).

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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EMPEZÓ CON UNAS CLASES EXTRAESCOLARES

En aquellos años se empezaban a estilar, al menos entre los niños y niñas urbanitas, las clases

extraescolares.

La oferta no era tan variada como ahora, y menos aún en un colegio sólo de niñas, aunque

público. Las cosas han cambiado mucho en ¿¿¿30 años??? Nada de chino, kumon, paddle, natación,

teatro, piano...

En mi “cole” podíamos hacer danza española, baloncesto o balonmano, voleibol, o inglés. Las

clases las organizaba el APA, porque en aquellos años las Asociaciones eran de Padres de Alumnos,

aunque fuera en un colegio de Niñas y la mayoría del APA estuviera compuesto por Mujeres...Ahora se

llama AMPA, cosa que no suena nada bien, la verdad.

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Como mis padres no eran muy entusiastas del "mens sana in corpore sano" y además yo tenía

pies planos con plantillas, botas y toda la parafernalia, decidieron que lo mejor era apuntarme a inglés.

Años más tarde me enteré de que mis padres estaban equivocados, que a mis pies y a mis ligamentos les

habría venido de maravilla cualquier actividad física; pero con el tiempo me alegré, porque de una idea

errónea me llegó una oportunidad insospechada.

El caso es que estaba en 3º de EGB y el primer día de inglés me vi metida en un aula abarrotada

con una selección de alumnas de todos los tamaños, eso sí: todas enormes, porque yo era la más

chiquitina de todas. Aquello fue un poco caótico al principio, pero me gustó ya desde el primer día ese

idioma tan raro que tiene un verbo que se llama "tubí" y que significa "ser/estar".

La profesora, que era muy morena y tenía una voz ronca, era andaluza y decía que "loh

andaluceh hablamoh mu bié ingléh porque ahpiramoh la hashe". Yo escuchaba muy atenta aunque no

entendía mucho, porque ¿qué era eso de ahpirá la hashe?

Lo siguiente que recuerdo es que un día la profesora me sacó a la pizarra y me tocó conjugar -por

escrito, claro- el verbo "tubí". Y yo, muy seria, me puse a escribir. Al poco rato esas niñas tan enormes de

6º, 7º y 8º se estaban tronchando de risa. Me di la vuelta y las miré desconcertada y roja como un tomate.

Yo no entendía nada. Con lo bien que me estaba quedando todo:

I be

You be

He be

She be

It be

We be

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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You be

They be

El tiempo fue pasando y descubrí que el inglés se me daba bien y me gustaba, y las niñas

aquellas tan grandonas iban pasando de curso y algunas iban dejando el inglés y otras acababan 6º de

EGB y dejábamos de verlas por el cole porque se iban al Instituto a hacer BUP o FP o dejaban de

estudiar.

Con el tiempo descubrimos que la última opción no era la más acertada. No tener nada que hacer

a los 14 años era estar en la calle demasiadas horas. Y estar demasiadas horas en las calles de San Blas

significó perder a media generación. Sí, las drogas y más tarde el S.I.D.A. arrasaron en pocos años. Pero

esa triste historia es una más para contar en otra ocasión.

Estudiábamos con un libro sobre unos niños que se llamaban "Peter and Molly". Los niños

ingleses debían de ser muy feúchos, porque Peter tenía cuatro peletes hincados en la cabeza y Molly

tenía la cara larga y el pelo lacio y era flacucha.

El tiempo pasaba, sí. Las niñas grandonas de pronto un día dejaron de ser tan grandonas. La

profesora andaluza no nos daba clase ya. Ahora teníamos a Ana, que era mucho más dulce y a mí me

ponía a estudiar junto a ella en su mesa con un libro diferente al del resto que se llamaba "Developing

Skills" y que tenía textos muy entretenidos con preguntas de "Comprehension" al final. Me lo compró mi

padre en la Calle de los Libreros, en la librería de La Felipa, que era un espectáculo de mujer.

Recuerdo que el primer texto se llamaba "A Skeleton in the Cupboard" y claro, traía una ilustración

humorística muy a la inglesa con lo dicho: un esqueleto en un armario. ¡La de años que tardé en entender

qué demonios pintaba el esqueleto en el armario y qué relación tenía con lo que decía el texto!

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Al llegar a 6º empecé a estudiar además francés. La primera en la frente, la pronunciación: ai y ei

se dicen "e", eu y oeu se dicen "e" con boquita de piñón, au y eau se dicen "o"...un poco de agua es un

"pe dó" en francés. Nada que ver con el "put in " y el "put on" del inglés, vamos. Más cositas. En francés

hay tres acentos: agudo, grave y circunflejo. ¡Toma ya! Con lo que mola el inglés, que no tiene acentos...

Y encima la profesora era una señora mayor que hacía méritos para ganarse su mote: La

Rottenmeier. Con su buen hacer dividiendo la clase en las listas y las tontas, como las rosquillas de San

Isidro, consiguió en un curso que la clase odiase a muerte al reducido grupo de gente con notas muy altas

al que desde entonces se nos conoció como las "empollonas". Pero esa es otra historia. Lo cierto es que

la mujer tenía el mismo don para llevar una tutoría y fomentar la convivencia que para inculcar el gusto por

el francés. Cuando acabé 8º de EGB fue la última vez que toqué un libro de francés y cada vez que oigo

cantar a Edith Piaff se me ponen los pelos de punta, porque ese era el tipo de pronunciación

GRRRRRottenmeier.

Los ejercicios de pronunciación de esta mujer eran un despliegue de histrionismo tal que parecía

que para hablar bien francés y decir por ejemplo "Arretez" había que gesticular como Jack Nicholson

dándole porrazos a la puerta con su hacha en "El Resplandor". Con lo bien que lo hacía Tip en el número

del vaso de agua sin derramar ni gota de sangre...

Claro, que con el paso de los años, el inglés también achuchaba. Como entonces era de lo más

exótico aprender inglés, porque en muchos coles aún se estudiaba sólo francés, a la gente le daba la

extraña manía de preguntar constantemente qué decía Jimmy Carter cuando salía en el telediario, por

ejemplo. Menudo estrés. Pasados los años, de tanto decir que no entendía nada, ya aburridos dejaron de

dar la brasa.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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Cuando acabé E.G.B, mis padres decidieron que el instituto era un lugar muy peligroso para mí,

como decían en "Con Faldas y a lo Loco": ¡lleno de chicos! y me apuntaron en un colegio de monjas,

también solo de niñas. Eso sí que fue Con Faldas y a lo Loco...Había profesoras muy buenas y otras muy

malas. La de inglés de 1º de B.U.P., Mª Antonia, era encantadora. Era mitad española y mitad escocesa,

muy espontánea y muy alegre y simpática. Tenía la piel blanquísima y el pelo castaño y rizado; era un

poco estrafalaria en el vestir, con un toque británico muy peculiar. Fue mi primer contacto con el auténtico

inglés y me encantó.

Por aquellas me empecé a dedicar a transcribir y a traducir canciones. Aquello era totalmente

artesanal: no había MP4, ni MP3, ni DVD, ni CD ROM, ni internet, ni PCs, ni Bill Gates inventándose

programas que fallan más que una escopeta de feria. Era papel, lápiz, cinta de audio y casete. Pulsar play

y rewind, play y rewind, una y otra vez, mirando el diccionario y adivinando qué puñetas quería decir Mike

Oldfield en "Moonlight Shadow". Yo le enseñaba mis trabajos a Mª Antonia y ella me decía que estaban

muy bien, que tenía buen oído. Era más maja... Se casó y se fue del cole.

Y entonces llegó el aburrimiento con Lola. Madre mía, qué esfuerzo para no dormirme en esas

clases de la tarde, después de Educación Física, con todo el bajón de tensión de la hora de la siesta y la

voz monótona de Lola, que era capaz de estar callada un buen rato esperando a que alguien contestara a

una de sus preguntas.

Lo único salvable de aquella época era el libro de "Arthur y Mary", que era como la versión adulta

de "Peter and Molly": Arthur tenía cuatro peletes hincados y Mary era flaquita y con cara larga y pelo lacio.

Había un episodio en que hacían turismo por Gales y llegaban a un pueblo cuyo impronunciable nombre

ocupaba una línea entera. Qué país más curioso. Entre estas cosas y la cerveza de jengibre de los libros

de Los Cinco que había devorado de pequeña, estaba claro que había que visitarlo algún día.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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Pese a Lola, me gustaba tanto el inglés que decidí que quería estudiarlo más en detalle. Alguien

me dijo que para eso había que estudiar algo llamado Filología Inglesa. Y eso hice pese a las lecturas

obligatorias:

"Los 39 escalones", que parecían 390, (¿verdad Mamen?) al menos en la versión adaptada

aquella tan soporífera, y "Animal Farm". me gustó. La que pueden liar tres gorrinos si les da el tole-tole...

Ríete tú de los pingüinos de "Madagascar". Lo mejor de todo, el lema de los gorrinos revolucionarios: "All

animals are equal, but some animals are more equal than others".

Eso incluye a algún que otro "coincidente laboral" (¿verdad Belén?), siempre ha habido clases. No

hay más que ver quiénes hacen las guardias en los IES, por ejemplo. Pero esa es otra historia que

también habrá que contar más adelante. (Dichoso "stream of consciousness", si es que me pierde.)

Y por fin llegué a la Universidad. La Complutense. Qué vértigo.

En la universidad había profesores diferentes a los que yo había conocido hasta entonces. Ya me

iba enterando, ya, de lo que quería decir el lema de los gorrinos revolucionarios. Nos miraban un poco de

soslayo, la verdad, cuando no con un catalejo. Nos podíamos juntar fácilmente 100 alumnas y cinco

alumnos en un aula. Ni de lejos lo de mi primera clase extraescolar de inglés en el cole, en 3º de E.G.B.

Los de inglés eran como los vikingos: sólo con nombrarlos cundía el pánico. Aquel Chris Pratt que

venía a clase enfundado en unas mallas amarillas debajo de las cuales se transparentaban unos

calzoncillos con corazones o boquitas rojas. Era muy sarcástico. En los exámenes, en lugar de decirnos

que no copiáramos, nos soltaba: "No compartan su ignorancia".

Si lo piensas tenía razón. Si te tienes que confundir, mejor tu burrada que la del vecino. Bueno, de

la vecina.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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Gracias a él vi una peli estupenda: "A Fish called Wanda", que nos recomendó fervientemente.

También nos recomendó un libro divertidísimo: "Small World" de David Lodge, sobre profesores

universitarios liándola parda. Es un autor al que he seguido leyendo con agrado.

Como dice Madonna, "Time goes by so slowly", pero al final acabé la carrera en el plazo previsto y

me licencié en 1992, año Olímpico. Había un pequeño problema: las Filologías tienen como principal

salida laboral la enseñanza. Y yo no tenía nada claro que yo sirviera para ser profe.

Tras varios cursos de metodología, didáctica, traducción, atención a la diversidad, tutoría, y

muchas horas más de ver pasar ponentes de todos los pelajes (buenos, regulares e infumables), me

animé a probar suerte y dedicarme a enseñar inglés.

Y me hice unas oposiciones, empecé a trabajar como profesora interina y aprobé a la tercera. Me

preparé en una academia en la que había un profesor de didáctica que era todo un personaje: Don Eliseo,

un inspector de Educación de clase magistral, pero que nos enseñaba la importancia de poner una mano

en el hombro para decir: "¡Muy bien! Sigue así".

Gracias a Don Eliseo aprendí la teoría del oficio de maestra. La práctica la fui copiando como los

japoneses: Cada vez que veía un maestro o una maestra y pensaba "yo quiero ser así", me arrimaba en

las sesiones de evaluación y "escaneaba" todo.

Al principio no fue fácil. Hasta soñaba por las noches que echaba una bronca si había tenido un

mal día. Pero con el tiempo le fui perdiendo el miedo a ese público tan exigente que son los adolescentes

porque me di cuenta de que no se les puede engañar. Lo mejor es ir con la verdad por delante.

Unos días son mejores y otros son peores, pero los años van pasando y cada primer día de curso

en 1º E.S.O. te encuentras un montón de caritas, todavía infantiles, mirándote con los ojos muy abiertos,

preguntándote si con boli o con lápiz, si eso de la pizarra hay que copiarlo en el cuaderno...y cuando te

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quieres dar cuenta eres tú la que se tiene que subir, no a la tarima, a una silla, si quieres mirarles a los

ojos de lo grandones que son.

Ahora que ya soy profesora de inglés en secundaria creo que lo mejor de mi trabajo es cuando te

dicen que antes no les gustaba el inglés y que ahora ya les va gustando. Es lo más grande. O que te

cruces con ellos en el Carrefour y te saluden: "¡Profeeeeeeeee!". O cuando te piden que les traduzcas una

canción o les revises una traducción casera, y eso que Internet te lo da todo ya hecho.

Ellos y ellas a cambio me regalan juventud y reflejos cada día. Muchos reflejos.

No hay mejor gimnasia que enseñar en Secundaria.

Hay que tener muchos reflejos cuando suena el timbre del recreo y te pilla en el pasillo del primer

ciclo (al que Antonio, el conserje, llamaba "la Franja de Gaza".)

Helena Massó Millán. Profesora de Inglés en el

IES “Carlos” III de Madrid.

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RECUERDOS La llevo cogida de la mano en la mañana, no le gusta demasiado pero se calla y aguanta, tiene

demasiado sueño para quejarse y protestar... Hace fresco, el aire está con niebla. Las calles están

húmedas. Es muy temprano.

Yo me he quitado el guante para sentir la mano de la niña en mi mano, meto las dos en el bolsillo,

para que no se suelte y me es infinitamente tierno este contacto, tan agradable que la estrecho un poquito

emocionada. Vuelve hacia mí la cabeza, y con el rabillo de los ojos me sonríe. Sabe perfectamente la

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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importancia de este apretón, sabe que yo estoy con ella y que quiero que seamos más amigas hoy que

otro día cualquiera.

Viene un aire vivo y empieza a romper la niebla. A todos los árboles de la calle se les caen las

hojas, y durante unos segundos corremos por encima como por una alfombra voladora. Es muy tarde;

vamos, vamos, vamos.

Pienso en lo cómodo que es vivir en este lugar que nos permite caminar, recorrer las calles como

viendo pasar un documental. Cuando salgo de casa con la niña tengo la sensación de que emprendo un

viaje muy largo.

Cuando medito una de estas escapadas, uno de estos paseos, me parece divertido ver la chispa

alegre que se le enciende a ella en los ojos, y pienso que me gusta infinitamente salir con mi hijita, oírla

charlar; que la llevaré de paseo al parque, que le iré enseñando, como hace el abuelo, los nombres de las

flores; que jugaré con ella, que nos reiremos, ya que es tan graciosa, y que, al final, compraremos

gusanitos -como hago cuando voy con ella-y nos los comeremos alegremente.

Luego resulta que la niña empieza a charlar mucho antes de que salgamos de casa, que hay que

peinarla y ponerle el lazo, y cambiarle el pantalón , cuando ya está vestida, porque se manchó con el

chocolate, y cortarle las uñas, porque al meterle las manoplas me doy cuenta de que han crecido...y

cuando salimos a la calle, yo, su madre, estoy casi tan cansada como el día en que la puse en el

mundo...Exhausta, con un abrigo que me pesa como si llevara una manta, con “ el ojo” sin pintar (porque

al final me olvidé de eso), voy andando casi arrastrada por ella, por su increíble energía, por infinitos

"porqués" de su conversación..

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Pero hoy, esta mañana fría, en que tenemos más prisa que nunca, intento pasar de largo delante

de la casa de la abuela, no puedo, la niña se para, quiere que la vea con su nuevo equipo y que le diga

“..., eres la nieta más lista del mundo”. “Aprende mucho, rica mía...”

Por primera vez en la vida vamos al colegio... Hay que correr un poco por las calles, Es que yo he

escogido un colegio muy lejano para mi niña, ésa es la verdad; un colegio que me gusta mucho, pero que

está muy lejos... Sin embargo, yo no estoy impaciente hoy, ni cansada, y la niña lo sabe. Es ella ahora la

que inicia una caricia tímida con su manita dentro de la mía; y por primera vez me doy cuenta de que su

mano de cuatro años es igual a mi mano grande: tan decidida, tan poco suave, tan nerviosa como la mía.

Sé por este contacto de su mano que le late el corazón al saber que empieza su vida de trabajo en la

tierra, y sé que el colegio que le he buscado le gustará, porque me gusta a mí, y que aunque está tan

lejos, le parecerá bien ir a buscarlo cada día, conmigo, por las calles de la ciudad... Con los mismos ojos

ella y yo miramos el jardín del colegio, lleno de hojas de otoño y de niños y niñas con abrigos de colores

distintos, con mejillas que el aire mañanero pone rojas, jugando, esperando la llamada a clase.

Me parece mal quedarme allí; me da vergüenza acompañar a la niña hasta última hora, como si

ella no supiera ya valerse por sí misma en este mundo nuevo, al que yo la he traído... Y tampoco la beso,

porque sé que ella en este momento no quiere. Le digo que vaya y nos damos la mano, como dos amigas.

Sola, desde la puerta, la veo marchar, sin volver la cabeza ni por un momento. Se me ocurren cosas para

ella, un montón de cosas que tengo que decirle, ahora que ya es mayor, que ya va al colegio, Se me

ocurre pensar que cada día lo que aprenda en esta casa blanca, lo que la vaya separando de mí-trabajo,

amigos, ilusiones nuevas-, la irá acercando de tal modo a mi alma, que al fin no sabré dónde termina mi

espíritu ni dónde empieza el suyo...

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Me voy alejando por la acera, manchada de sol y niebla, y siento el timbre del colegio llamando a

clase, esa expectación anhelante, esa alegría, porque me imagino el aula y la ventana, y un pupitre mío

pequeño, desde donde veo el jardín, y hasta veo clara, emocionantemente, dibujada en la pizarra con

trazo grueso una A grande, que es la primera letra que voy a aprender todo esto quizá sea falso...

Todo esto me hace sonreír, tan tontamente, con las manos en los bolsillos de mi abrigo, con los

ojos en las nubes.

Después volveré a recogerla...

(A esas madres que llevan a sus hijos al “cole”).

Mª Luisa González Martínez. Maestra en el IES “Diego Torrente

Pérez” de San Clemente.

(Cuenca).

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LA CASILLA DEL REDONDAL

Una casa sencilla, hecha de adobes con sus propias manos y las manos de sus hijos; esa era su

vivienda. Construida en medio de las tierras que no habían vendido en la precariedad de la posguerra.

Ellos, acostumbrados a casas grandes, eran felices entre aquellas cuatro paredes.

La primera estancia, la cocina, estaba presidida en el frente por una chimenea y la boca del horno.

A su derecha, a modo de alacena, tres estantes de obra hechos a rincón. El inferior ocupado por un

enorme aparato de radio transistor, su más valiosa pertenencia; en los otros dos los escasos utensilios de

cocina que poseían. Otros estantes semejantes en el rincón sudeste; media docena de sillas de anea; una

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mesilla tocinera con cajón, la “brenca” de la chimenea y el poyal de la ventana completaban el mobiliario.

Siempre se podían improvisar asientos extra con un buen tocón o con un saco medio lleno de cebada.

En la pared de la derecha una puerta, con cuarterones de cristal en la mitad superior, daba paso

al único dormitorio. Detrás de la puerta, a la izquierda, una percha de pared de madera: una espetera y

debajo un baúl. El la pared del frente reposaban los cabezales de sendas camas separadas por una

mesilla de noche alta, estilo años veinte –dentro de ella unas viejas partituras recordaban que él había

sido primer clarinete de la Banda de los Llorones. A la derecha la grande, la de matrimonio, único mueble

de valor que conservaban junto con la mesita de noche, los restos, imagino, del ajuar de bodas. A la

izquierda una cama camera de cuerpo y medio, más baja y humilde que su compañera.

En la pared sur, la de la fachada, al igual que en la cocina se encontraba la ventana, con su

amplio alféizar y su contraventana. Delante de ellas, sujetas en una gruesa caña del río, colgaban las

cortinas de cretona de flores, en tono rosa pálido. La pulcritud de las paredes blancas y el sencillo detalle

de las cortinas daban al dormitorio una atmósfera limpia y acogedora.

Entre los pocos enseres de la casa destacaba un azucarero y un frutero, dos bellas piezas de

cerámica de Manises, exhibidas con orgullo por su dueña.

En primavera ramos de flores silvestres, dentro de improvisados jarrones de cristal de los envases

vacíos de la leche condensada, iluminaban la cocina, y, en verano, el porche de cañizo les protegía del sol

y ampliaba los límites de la casa. Bien barrido y bien regado, dispuesto a recibir inesperados visitantes de

los “piazos” vecinos con quienes compartir conversación y almuerzo. Y es que en el Redondal todos eran

bien recibidos: parientes, vecinos, algún guardia civil y sobre todo Valentín “Potaje”, guarda municipal y

hermano del ama de casa. Arzollas, melocotones o albérchigos, todos querían catar la fruta de los

famosos árboles frutales de Juan Ángel el “Hortelano”.

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Esta era la humilde casa en la que vivieron mis abuelos durante la penuria de la posguerra. Ellos

que se habían criado en la abundancia continuaron siendo felices en la escasez, porque sobre todo se

tenían el uno al otro, a sus hijos, y a nosotras sus nietas. Más tarde las cosas mejoraron algo y su hijo

menor les construyó una casa sencilla pero digna, donde todavía vive él mismo. Toda orientada al sur,

igual que la Casilla, porque la gente del campo es sabia en lo que a puntos cardinales se refiere. Es una

casa llena de libros porque Ángel, mi tío, al igual que mi hermana Mª Carmen heredó de mi abuelo un

desmedido amor por la lectura. Yo por mi parte heredé de mi abuela tantas cosas: el gusto por el orden,

por las telas, las cortinas, las puntillas, las flores silvestres de la primavera, la fresca penumbra del verano

y como no. El gusto por las narraciones orales.

Nunca nos contaron historias de la guerra, sólo cuentos, películas y algunas canciones como el

Romance de la niña Adela. Nos hicieron sentir como princesas..., y lo éramos, pues qué mayor riqueza

para un niño que crecer al calor, no sólo de sus padres, sino de sus abuelos y tíos.

Ana Herraiz Pérez. Es Profesora de Inglés en

el CIP:”Vuelo Madrid

Manila” de Logroño.

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LA LUZ DE LA LOCURA

“¿Puedes apartarte para dejarme ver la luz del

sol? Es lo único que necesito.”

“Cuando estoy entre locos me hago el loco”

DIÓGENES DE SÍNOPE, SIGLO IV A.C.

De todas las cosas que Paula perdió aquella tarde, y que en su mayoría nunca llegaría a

recuperar a pesar de los esfuerzos inútiles de Marcos, sólo una fue la única cuya pérdida le permitiría vivir

plenamente feliz desde entonces en adelante.

Mirando distraída por el inmenso ventanal del ático que compartían, sintió en su espalda el abrazo

cálido de Marcos que todavía aturdido y desconcertado trataba de encontrar a la persona que nunca le

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había sentido de una forma más intensa hasta ese momento y a la que él creía haber perdido para

siempre. A su alrededor, estanterías semivacías, cuadros descolgados o a medio colgar, fotografías

familiares sin marco esparcidas por todas partes, mezcladas con la tierra de los maceteros derribados,

revistas, vasos rotos, cables... Paula contemplaba tranquila el cielo languideciendo hacia la noche

sintiendo que todo estaba en orden. Sin decir una palabra y ajena al caos que Marcos se encontró al

llegar del aeropuerto, deshizo el abrazo y se volvió hacia él muy cariñosa. A contraluz Paula quedaba

protegida por las mágicas luces del crepúsculo que en aquella tarde brillaban todavía con fuerza.

- Paula - dijo Marcos, angustiado - ¿Estás bien?

- Sí. Muy bien. Nunca he sido más feliz - respondió.

Llevaba varios días dándole vueltas. De hecho, parecía que no podía pensar en otra cosa: en el

trabajo, en casa, haciendo la compra, caminando por la calle; allí donde iba, hiciera lo que hiciera o

hablara con quien hablara: todo se convirtió de repente en un simple decorado lleno de seres errantes en

el que se suponía que ella debía aparecer y del que ella sentía que podía prescindir. De forma que una

mañana de sábado, de esos días de abril en los que el sol se abre paso entre las nubes y luce radiante a

mediodía, decidió que debía deshacerse de todo lo prescindible. No necesitaba gran cosa para vivir.

La idea le llegó la noche en la que tuvo aquella visita inesperada: la sombra que se apodera del

aquí y el ahora, obligándote a mirar lo que nadie ve y colándose en la espina dorsal para descomponer el

alma desde dentro. Esa noche, su conciencia indefensa y desprevenida se deslizó vertiginosamente en el

abismo de su propia existencia, y de pronto se encontró encerrada en un cuerpo que no reconocía y

atrapada en un tiempo que tarde o temprano se agotaría. En un momento de dolorosa lucidez se vio a sí

misma como una pieza insignificante de un engranaje eterno e inabarcable que la mantuvo paralizada

hasta que de puro agotamiento, se durmió.

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Durante los días siguientes no pudo deshacerse de esa oscura sensación de fragilidad que la

obligaba a seguir una rutina metódica para evitar adentrarse en ese sinsentido que no quería comunicar a

nadie. Abría las ventanas de par en par. Se preparaba para disfrutar de forma artificial de la luz inundando

las habitaciones que ella recogía, arreglaba, limpiaba en una danza de movimientos encadenados e

idénticos que realizaba con aquella feroz palpitación que la retenía y le asfixiaba por dentro. A media tarde

bajaba las persianas cuando todavía había suficiente claridad en la calle, sólo para no tener que hacerlo

después, para no tener que enfrentarse a la oscuridad.

Hacía los mismos días también que Marcos estaba en Bruselas, en uno de esos viajes que

organizaba la oficina de asuntos europeos. No le echaba de menos. Ni siquiera sabía quién era.

Una de esas tardes y después de experimentar uno de los terribles ataques de la nada, miró a su

alrededor, y sintió que prácticamente ninguna de las cosas que tenía a su alrededor le servía

absolutamente para nada: objetos absurdos e irreales de una ficción absurda e irreal.

De forma que allí estaba Paula, sentada en el sofá, con una taza de café recién hecho entre las

manos y con la mirada puesta en la puerta de entrada que había dejado abierta intencionadamente.

Después de la última reforma que hicieron, derribando paredes y eliminando rincones y pasillos inútiles,

habían conseguido abrir un gran espacio continuo que se prolongaba desde la entrada hasta la cocina y

que comunicaba directamente al dormitorio y al cuarto de baño. Habían dedicado muchas horas a la

elección de los muebles y, sobre todo, a colocar con precisión y estilo todos y cada uno de los recuerdos

exóticos que habían traído de sus viajes, ahora convertidos en objetos desechables.

Paula no estaba muy segura de que sus vecinos hubieran tomado en serio su ofrecimiento, ese

que había colgado en el tablón de anuncios del portal:

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- Pienso deshacerme de casi todos mis objetos personales; antes de tirarlos, me gustaría

compartirlos con vosotros. Así que, quien quiera que suba a mi apartamento esta tarde a partir de las 5.

Podéis llevaros lo que queráis. Paula, del Ático

No esperaba que subiera mucha gente, pero por si acaso, había cerrado con llave su dormitorio y

dentro, había escondido algunos objetos de gran valor sentimental a los que, por alguna extraña razón, se

sentía enormemente ligada, y que después le ayudaría a restablecer el orden de las cosas en su vida. A

las cinco y media de la tarde se asomó a la puerta la vecina del 1º derecha, una mujer de unos 60 años

que vivía sola y que, entre otras manías, le gustaba ordenar los armarios por orden alfabético.

- Hola. ¿Se puede?

- Pase, pase - A Paula nunca le cayó bien esta vecina que día sí día también les negaba el

saludo. Le parecía agria y mediocre.

- Mira, que he visto el papel que habéis dejado en el portal.. ¿Es de verdad lo que pone? - Paula

asintió. - Quiero decir, que si puedo coger lo que quiera. -

- Sí, sí. Puede coger lo que quiera.

- Pero…hija…, ¿de verdad que vais a tirar todo esto? Hizo una pausa y el brillo codicioso en sus

ojos era evidente. - ¿Es que os vais a mudar? Bueno, porque vives con…, un hombre, verdad? ¿Es tu

marido? -Yo es que os he visto entrar muchos días juntos pero como en el buzón solo está tu nombre.

Paula no tenía muchas ganas de conversación. Se levantó y caminó resignada hacia el cuarto de baño.

Necesitaba refrescarse un poco y estar en silencio unos minutos. Las voces y carcajadas de los tres

estudiantes que vivían alquilados en el 3º izquierda y le sobresaltaron. Acababan de leer la nota al entrar

al portal, y subían todavía arrastrando la euforia de las cervezas - en la plaza - desde la una.

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- Hola – imposible contener la risa - perdone…, hemos visto el papel abajo -…y bueno…, ¿es

verdad?, ¿podemos llevarnos alguna cosa…, gratis o es como trueque?

- Sí, bueno, yo no soy la dueña…, pero…, yo he llegado antes ¿eh?

La vecina del 1º D ya tenía en el bolso una lamparita de cristales tiffany y en la mano una pieza de

cerámica de Sargadelos que había cogido así como en un acto reflejo. Había varios marcos de fotos que

le podían venir bien para el dormitorio, incluso, sí, el flexo del estudio contiguo al salón, para su hijo.

Pronto le entró una especie de ansiedad incontrolable ante la posibilidad de llevarse tantas cosas de una

vez y, como necesitaba un bolso más grande, desapareció un momento.

Los tres estudiantes del 3º después de asaltar el mueble bar decidieron llevarse la televisión

primero y quizá después, volver a por el reproductor DVD y la videoconsola. En plena tarea de

desenchufar y desenredar cables apareció por la puerta la familia Ibáñez, del 2º derecha, que se dispersó

por el ático rápidamente como un comando en plena operación militar. Rosario, la señora Ibáñez, mujer

correcta, de vida correcta, con un ojo puesto en las cortinas, la alfombra persa del comedor y los tapices

turcos de las paredes, (todo a la vez) se dirigió a Paula, que se había vuelto a sentar en el sofá y

empezaba a estar un poco cansada y mareada de tener a tanta gente desconocida a su alrededor.

- Hola, buenas tardes, soy Rosario del 2º, nos hemos visto alguna vez… – Se sentó a su lado. Se

conocían. Esta Rosario era la vecina que una vez le quemó las sábanas a la vecina del 3º cuando ésta se

negó a tenderlas de forma que no le quitaran luz. – Ya me ha dicho Pili, la del 1º, que se van a mudar. Si

es que las mudanzas, son una pesadilla, cuando nos mudamos nosotros aquí tuvimos que alquilar una

furgoneta que nos costó… Javi, ¿Cuánto nos costó la mudanza? – Javier Ibáñez, su marido, estaba

desenchufando el equipo de música, lamentando no haberse levantando antes de la siesta para poder

llevarse la televisión de plasma mucho mejor que la LCD -.

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- ¡Bueno, que se quieren ahorrar un dinero, es normal! -.

Los vecinos del ático izquierda, una pareja joven cuyas discusiones a diario ya formaban parte del

paisaje sonoro de Paula, que no habían visto el papel que había colgado en el tablón de anuncios, al oír

el subir y bajar de gente, salieron al descansillo y se encontraron a la vecina del 1º que ya subía con un

carro de la compra. Les aseguró que Paula y Marcos se habían divorciado, y ella aprovechando que él

estaba de viaje, -porque viaja mucho, casi nunca está, ella pasa mucho tiempo sola, está deprimida, el

piso esta hecho un asco-, en venganza, estaba regalando sus cosas..

- Pero, ¿están casados?

- Sí !Claro! ¡Hombre! ¡Están viviendo juntos!

- Bueno, nosotros vivimos juntos, y no estamos casados.

- ¡Ah! ¿No?

Cuando Paula se quiso dar cuenta se le había llenado la casa de vecinos que había avisado a

parientes, incluso a amigos que vivían en el barrio más cercano que se habían presentaron en el ático con

la sana intención de ayudar a una pobre mujer inmigrante que debía abandonar el país sin dejar rastro

porque la acusaban de tener relaciones con un narcotraficante que venía de Bruselas.

En un momento de la tarde podían legar a ser unas cien las personas que discutían por ver quién

había llegado antes, que trataban de organizar al resto de forma que nadie se llevara más de tres artículos

y que habían dispuesto hasta tickets improvisados de prioridad en caso de disputa por algún objeto

concreto. Los últimos en llegar se quejaron de que sólo quedaran libros y plantas. Paula no podía soportar

tanta insensatez generada por ella misma, tanta mediocridad y tanta descortesía así que decidió

marcharse sin decir nada a nadie. Estaba tan abatida y contrariada que ni siquiera recordaba que Marcos

regresaba de Bruselas esa misma noche.

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Cuando Marcos bajó del avión tenía unas veinte llamadas perdidas de su vecino del 1º izquierda.

Se conocían desde hacía tiempo y durante las vacaciones se recogían mutuamente la correspondencia y

se avisaban en caso de necesidad. Al llegar de trabajar a las nueve, se encontró con el papel en el tablón.

–Pero, ¿qué es esto? Esta mujer se ha vuelto loca!-. En seguida percibió el jaleo de gente que venía del

ático y sobre todo, y alarmantemente, chocó al subir con todos aquellos desconocidos que bajaban riendo

por las escaleras objetos en la mano como si salieran de una tómbola. Subió los tres pisos tan rápido

como pudo, entró en el ático, y respiró hondo al contemplar la caótica escena. Buscó a Paula sin éxito.

Avisó a la policía ya que había muchas personas que se negaban a entrar en razón, e intentó

comunicarse con Marcos por todos los medios.

- Paula - dijo Marcos, angustiado - ¿Estás bien?

- Sí. Muy bien. Nunca he sido más feliz - respondió. - Abrázame fuerte. Por favor.-

- ¿Qué es lo que ha pasado aquí Paula?- Silencio -¿Me lo puedes explicar? La casa está patas

arriba.. ¡Se han llevado todo, todas nuestras cosas! - las lágrimas ya descendían por su rostro, despacio.

- Sí, se lo han llevado.- contestó con satisfacción. -Vuelvo a ser yo. Aquí y ahora-.

María Revilla Gómez.

Es profesora de Geografía

e Historia en el SES de El

Provencio (Cuenca).

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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Celia

Marta cocina de maravilla, Luis toca la guitarra como un profesional, deberían escucharlo, es

increíble; Nuria es el alma de todas las fiestas, elijan un lugar y una fecha y todo lo demás es cosa suya.

Ana tiene los ojos verdes más impresionantes que se puedan imaginar y eso suple el resto de sus

carencias. Mario es el eterno soñador, el que sueña con dejar de lado su ordenador para ir a buscar

tesoros perdidos por los mares del mundo. Jaime es el formal, bueno, es policía, con eso se lo digo todo.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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Luego está Celia, bueno, y yo, pero a mí ya me conocen. Celia miente. Sí, miente y miente muy bien. Si

tenía que elegir una cosa por la que destacaran cada uno de ellos, de Celia no me queda más remedio

que recordar que es una mentirosa, aunque eso ustedes ya lo saben, por eso están aquí, ¿ no?

También leía, leía mucho. En realidad los libros, sus lecturas, eran la fuente de sus mentiras, así

que una cosa tiene que ver con la otra ¿verdad? Yo pienso que ese es el origen de todo el problema.

Celia creyó en un momento dado eso de que en los libros está encerrada toda la verdad del mundo y

como no le gustaba la verdad que le rodeaba, y que nos rodeaba a todos los que estábamos a su

alrededor, decidió inventar una nueva; decidió crear un mundo diferente a base de una serie de mentiras,

de historias que iba fabricando con esos materiales que cogía de los libros. Pero si Celia había elegido

vivir esa vida inventada nosotros no lo habíamos hecho, de hecho, no sabíamos que estábamos dentro de

ese mundo hasta que todo esto pasó y descubrimos lo que Celia había hacho con nuestras vidas.

No conocemos a Celia tanto como nos conocemos el resto del grupo, quiero decir que la mayoría

somos amigos desde críos y a los otros desde la época de instituto. Ella llegó después y le costó entrar a

formar parte del como a cualquier persona le cuesta entrar en grupo que ya está formado desde hace

tanto tiempo, pero lo hizo. Llegó a ser una de los nuestros. Ni siquiera recuerdo ahora del momento

exacto y de cómo lo consiguió y les prometo que lo he intentado porque quería contarles todo lo que se de

ella. Llegó silenciosa, tímida, como es ella y , poco a poco, fue haciéndose un hueco, sin que se notase

mucho su presencia al principio, pero estando. Luego llegó a convertirse en alguien casi imprescindible

para nosotros; se convirtió en la mejor amiga de cada uno de nosotros, esa a la que siempre acudíamos

para contarle nuestras confidencias, saltar de alegría por las cosas buenas, llorar si hacía falta o

simplemente para estar con ella. Y llegó a ser esa persona porque supo ver lo que cada uno

necesitábamos y supo también dárnoslo. Aunque lo que nos daba, y ahora lo sabemos, no eran más que

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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mentiras y poses copiadas de los libros. Celia hablaba con uno o con otro, con Ana, con Luis, o con Nuria

o conmigo mismo y ni ella misma sabía diferenciar dónde comenzaba una de las realidades que ella había

creado para cada uno de nosotros y dónde empezaba la otra, porque había entrado en una dinámica que

ni ella misma era capaz de controlar; unas realidades distintas, creadas por su mente, que se ajustaban a

aquello que nosotros esperábamos de ella… ¿ Cómo creen ustedes que es posible que todo se nos

pasara inadvertido?¿ Qué ninguno sospechase?

¿Qué a lo mejor queríamos que se nos pasara? Pues no sé. La verdad es que no lo sé.

Celia no es de esas personas que llaman la atención ni por su físico ni por su personalidad, al

menos a primera vista. Físicamente sería una más de entre todas si no fuera por sus ojos. Son de esa

clase de ojos que te atrapan, que cuando te detienes en ellos te atrapan, que cuando los miras no puedes

dejar de hacerlo porque parece que a través de ellos vas a ser capaz de acariciar el fondo del mar. No sé

si me entienden. Los ojos de Celia parece que van a darte a conocer el otro lado de las cosas pero en

realidad no te dicen nada porque no somos capaces de llegar hasta ellos.

Podría detenerme en otros rasgos de su físico pero ya les he dicho que no creo que sean

importantes y además ustedes tienen fotografías de ella. Además si quieren conocer algo más no tienen

más que preguntármelo.

Tampoco llamaba mucho la atención por su carácter, quiero decir que no es de esas personas

que te deslumbran cuando las conoces porque arrollan con todo, que tienen chispa, que tienen frescura,

no, Celia no era así. Sí que tenía algo raro, pero no sé decirles exactamente qué. Poseía ese halo de

misterio parecido al que poseen muchos personajes de novela. A ver, no es Emma Bovary, no lo digo en

ese sentido, aunque tiene más parecido con ella de lo que puedan pensar; no me refiero a eso, quiero

decir que había algo en ella de personaje literario que la hacía interesante, que te atraía del mismo modo

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en el que te asomas una y otra vez al abismo de un acantilado aunque sabes que es imposible llegar a ver

el fin. Sí, así era Celia para mí. Era más como la Maga. ¿Recuerdan a la Maga? ¿ El personaje de

Rayuela?¿ La mujer de la que está enamorada Oliveira? La Maga no aparece demasiado en la obra, no

llegamos a conocerla demasiado bien pero durante toda la novela la buscamos tan enamorados y tan

desesperadamente como lo hace Oliveira porque hay algo que irremediablemente nos atrae a ella. Pues

así es Celia, más o menos. Igual que ella, Celia no era la protagonista esencial de nuestras vidas, o eso

nos hacía creer cediéndonos ese papel central a cada uno de nosotros en cada una de las historias que

ella tejía alrededor nuestro, pero era ella el motor esencial… la que movía todos los hachos y la narración

de los mismos … bueno, si era la autora, qué les voy a decir. Pero lo peor es que caímos, que todos

caímos…Ustedes ya saben lo manipuladora que era, que es.

Sí, Celia tuvo algunas parejas. A la mayoría de ellos yo no los conocía, de vista a alguno. Eran

relaciones cortas, la verdad es que no recuerdo haberla visto con la misma persona más de dos meses

seguidos. Pienso que no quería engancharse a nadie porque no quería que nadie descubriese su

secreto.

Ah, sí, estuvo con Mario, se me había olvidado. Sí. Pero con él pasó lo mismo que con los demás:

salieron durante un tiempo, juntos y cuando llegaba momento en el que la relación parecía que iba a

avanzar, en ese momento en el que tienes que ser valiente y dar un paso hacia delante, Celia siempre se

retiraba. No deja que nadie la quiera, sólo quiere que la abracen. Eso dice siempre Mario cuando la

recuerda y supongo que eso resume mejor todo lo que yo les puedo contar de sus relaciones

sentimentales, porque él la conoce mucho mejor que yo en ese sentido. Imagino que Mario se lo contará

cuando hable con ustedes. ¿O es que ya lo ha hecho?

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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No sé si ella le quería, yo pensaba que sí pero como se comportó con él como con el resto…

¿Ustedes creen que si lo hubiera querido de verdad todo esto habría pasado?

¿Que por qué creo yo que le atraía? ¿A Mario? Pues supongo que por lo mismo que a todos, por

lo que les acabo de contar y por lo mismo que ustedes están interesados ahora en ella. Porque no era

igual que nosotros, porque su vida era diferente siendo igual en apariencia; no sé si me explico. Porque la

realidad en la que ella vivía y en la que nos hizo vivir a los demás era mucho más interesante que la que

conocíamos .Celia mantenía una manera sencilla e inocente de ver las cosas, de afrontar la vida y sus

complicaciones y nos gustaba, no entendíamos por qué, pero era así. El problema vino al descubrir a raíz

de todo esto que ha pasado, que esa manera no era real, que esa no era la verdadera Celia, que sólo era

una de los dos caras de su moneda; estaba la que se inventó, la que construyó a base de mentiras

aprehendidas en su multitud de lecturas; unas mentiras que, supongo, nosotros nos creímos porque

necesitábamos creerla. Y estaba la otra cara, la de la Celia real, la que nuca llegamos a descubrir, esa

verdadera cara que trataba de enmascarar con la otra hasta que alguien se acercaba tanto a ella que la

descubría y entonces Celia se iba.

Imagino que ella sospechaba que todo esto ocurriría, que ustedes vendrían y que la

descubriríamos. Y por eso se fue, tal y como había llegado hasta nosotros, poco a poco, silenciosa,

tímida, como era ella.

Ascensión Caballero Carretero. Es Profesora de Lengua

Castellana y Literatura en el IES:

“Diego Torrente Pérez” de San

Clemente (Cuenca).

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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DESDE MI COCINA CON AMOR

Pedro Pablo nos invita a participar con un texto en La pluma y la tiza: Historias de docentes, con

la intención de “generar materiales útiles para el fomento de la lectura y de la escritura creativa entre

nuestro alumnado, profesorado y personas en general”.

Allá por octubre o noviembre envió la convocatoria y claro, pensaría él, con el invierno cerca y la

jornada continua que se impone en todos los centros, las maestras se quedan en su casita, se hacen unos

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picatostes con chocolate, se sientan al calorcillo de su mesa camilla con faldas aterciopeladas y ya está:

decenas y decenas de docentes –no quiero repetir maestras otra vez, y así entran también los del

Instituto- dale que te pego a la mollera y venga a producir textos de toda especie.

Ufano, el intrépido asesor, una soleada tarde de primavera, tras regar el inmenso poto que tanta

magia otorga al Cep de San Clemente, se dispuso a revisar su agenda, y ¡oh cielos!, los textos del

invierno no han florecido aún. Abre una y otra vez el correo electrónico pmartiarroba jccmpuntoes y nada.

Tal vez me los hayan enviado a mi dirección de gmail, insiste “one more time” –como diría Joaquín

Reyes- y que si quieres arroz Catalina.

A la mañana siguiente contacta por teléfono con el personal inscrito en la actividad:

- “Oye cielo a ver si me mandas cuando puedas tu relato”-.

- Sí, cuando quieras -.

- Muy Bien. Un beso -.

Y cuelga. Ah mira, ahora llamo al cole de Sisante. Sí ponme con Ángela y con Mari Carmen por

favor. Ah sí, sí, la semana que viene. Y tras recordarles durante sucesivas semanas con esmerada

corrección que el plazo llegaba a su fin, comenzó a maquetar los textos que finalmente llegaban a su

correo.

Y es que las maestras ya no son lo que eran. Viven instaladas en el estrés: se apuntan a la

Escuela Oficial de Idiomas, creyendo las insensatas que van a aprender inglés de una vez por todas;

corren como locas embutidas en mallas gris claro de Decathlon -ahora toca la “operación bikini”- , eso si

se libran de hacer de taxistas y llevar a los niños a kárate, catequesis, tenis, escuela de música y natación

en piscina cubierta. Sin olvidar la tarde pedagógica que salen de la escuela con la cabeza embotada de

programaciones didácticas y comisiones de coordinación pedagógica; mas alguna que otra actividad de

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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formación que el asesor de referencia les ha preparado con malas artes. A ver quién es la guapa que

todavía conecta media docena de neuronas para sentarse a escribir cual una Virginia Wolf en su

habitación propia. Digamos que esa estancia bien pudiera ser la cocina. Mientras prepara la cena, deja el

portátil encima de la mesa auxiliar y ya le vendrán las ideas en los viajes de la nevera a la freidora. Y es

que Virginia Wolf tenía una criada catalana que la sacaba del atolladero. Ya ves Pedro Pablo que no era

tan fácil como tú imaginabas.

Y ahora no sé si dar por concluido mi relato o tomármelo en serio y escribir uno de verdad. No va

a ser ni lo uno ni lo otro. Si has sido tan insensato, lector, que has llegado hasta aquí, superaste la prueba

uno, que te otorga un total de diez puntos. Ahora, como sospecho que tú también eres del gremio, te toca

trabajar a ti ¿Qué pensabas que te ibas de rositas? De eso nada. Te supongo persona culta, inteligente,

implicada en el Plan de Lectura de tu Centro; conocedora de la teoría de la recepción; deseosa de

potenciar la creatividad entre tus alumnos. Suma otros diez puntos más si te ves parcialmente reflejado en

el perfil y veinte si cubres todos los requisitos.

La propuesta consiste en partir de un objeto cotidiano para crear un texto. Podemos comenzar por

ofrecer ejemplos, un calcetín en la lavadora, ¿qué le puede ocurrir?: que sea alérgico al suavizante; que

se olviden de él dentro del tambor. Seguro que los niños aportan ideas frescas y alocadas: ¿de quién es el

calcetín?, de la abuela, del hermanito recién nacido... El impacto será mayor si llevamos un calcetín a

clase, tal vez con patatas, o servirnos de él como marioneta y dejar que ellos le den vida con sus manos.

En el siguiente paso los chicos se tienen que vincular emocionalmente con el personaje y para ello les

pediremos que piensen en alguna vivencia suya que tenga que ver con ese objeto. Dibujarlo puede

ayudar a ir tomando cuerpo. Por grupos se puede organizar la peripecia y la acción. Al final tendremos

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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tantos relatos como grupos o individuos, según lo hayamos organizado. Se pueden recoger los trabajos

en un superlibro que custodiaremos en la biblioteca escolar en la sección de libros singulares editados

por el Centro. También se puede utilizar como punto de partida para un cuentacuentos, intercambiando

historias con otros cursos o niveles que quizás hayan elegido otros objetos. Para activar la curiosidad de

los chavales y cubrir el apartado de las TIC nos los podemos llevar al Althia y buscar en el Google:

cuentos calcetín, y seguro que hay alguien que ha escrito algún cuento con ese protagonista. Haz la

prueba si no lo crees. Un giro más de tuerca nos podría llevar al compromiso de ponerlo en práctica en

clase y juntarnos la próxima primavera a contar los resultados. CUCHARA, TENEDOR O CUCHILLO, a

elegir para que todos juguemos con el mismo tipo de objetos. Si lo consigues llegas al noventa.

Finalmente y como última prueba, para optar al cien necesitarás ser revisado por la oficina de

evaluación de Fernando Arreaza. Ellos determinarán si tienes coherencia y cohesión, siguiendo los

indicadores que acaban de colgar en el portal educativo de la Junta. No te frustres Pedro Pablo si,

intimidados por el nivel requerido, ninguno optamos al máximo galardón pero es posible que hayamos

pasado un buen rato.

Colorín colorado que mis deberes ya los he acabado, porque yo ya tengo el cuento de la cuchara

y con una ilustración de mi hermana Montse.

Sisante, primavera de 2009

M. Carmen Herraiz Pérez. Es Maestra en el CIP:

“Fernández Turégano” de

Sisante (Cuenca).

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PRÓLOGO A UN LIBRO QUE NUNCA VIO LA LUZ. A mi amigo Rafa y toda su intrépida tripulación, porque “…no perdemos la esperanza.”

A primeros de abril del dos mil ocho, año de nuestro señor -no recuerdo exactamente el día-, nos

emplazamos. Veinte horas. Cafetería sita en el número dos de la que definitivamente habríamos de llamar

Plaza de la Iglesia. “Una cerveza y un vino, por favor”. Y casi sin mediar palabra, -saludos de rigor aparte-

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el capitán retiró una vinagrera de la mesa y desplegó su ordenador portátil como si izara las velas de un

viejo galeón. En el cristal empezaron a surgir toda suerte de planos, croquis, calendarios… “Trabajo de

campo”, exclamaba con una voz firme y cantarina; diagramas, archivos… “Trabajo de investigación”,

repetía, y al final, ocupando toda la pantalla: “Tercera fase del plan”. “La conclusión es tuya”, -me dijo,

entregándome, como si fuera el mapa de un tesoro, un legajo de más de cuatrocientos pliegos. Y se

marchó sin más. Desprovisto de toda tripulación, había realizado un largo viaje y ahora se disponía a

desandar el camino por ese inmenso mar de la llanura manchega hasta la serranía.

Abrí al azar por una de las páginas y apareció la calle Trinidad, “siempre me toca la calle

Trinidad”, se quejaba un marinero, y después Arco, Negrillo, Placeta de Astudillo, Marqués de Piquirroti,

Torrijos, Locutorio…

Así es como empecé a deambular por las sinuosas calles del casco viejo de mi vieja ciudad con

ojos nuevos, calles oscuras, silenciosas, donde sólo mis pasos rompían la quietud de aquellas horas. Así

es como aprendí sus antiguos nombres hoy ya casi olvidados, la historia que rezuman sus piedras

centenarias y la no menos bella historia de “la niña preciosa de los ojos azules con el pelo de trigo”, y

percibí el aroma del pan del célebre horno de Monteagudo, el mismo aroma que debieron sentir todos sus

vecinos mientras, escondidos bajo la mesa, esperaban la aparición de un ejercito de duendecillos, y las

innumerables voces emergiendo de los pozos donde se arrojaba a los hombres que eran pobres, porque

habréis de saber que, otrora, había pozos en todos las calles, pozos llenos de niños que se habían

perdido, pozos con pasadizos secretos donde llegaron a morar brujas y magos, pozos llenos de ancianos,

voces de niños que pedían auxilio y que eran felizmente rescatados: “veintiún días tardaron en sacarlos

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del pozo y mientras tanto les echaban de todo”. Y había también un olmo en la calle del Olmo y perros y

gatos convertidos en héroes por todos lados, y otros aún más raros animales con cabeza de rana y

cuerpo de caballo, orgullo de la mitología local, calle Beneficiados.

Embriagado por el perfume infantil de las “lilas moradas” y la belleza de la Plaza Mayor “que

construyeron los romanos”, constreñido por el largo y el ancho en perímetros y áreas, en la calle de

Enmedio me sentí perdido. Por la calle la Rambla no bajaba el agua a pesar de los conjuros y al final hube

de consultar el callejero: en la esquina superior derecha me encontré de nuevo. (Debo confesar que

algunos croquis más que ayudar me confundieron, por lo que recomiendo consultar las notas del redactor

para llevar a buen puerto la osadía.)

Así es como descubrí perspectivas inverosímiles, maravillosos dibujos de escudos nobiliarios y

casas señoriales, la casa Claudio –precursora de las grandes superficies comerciales-, palacios,

contrafuertes, portones y espadañas, y supe de la existencia de personajes autóctonos legendarios,

Castillejos, Rafael y Federico López de Haro, verbigracia.

Yo, buscaba una conclusión -¿soñaba?-, una explicación racional entre la magia y la imaginación,

entre la ingenuidad y el ingenio. O quizás, nada. En realidad, no sabía lo que buscaba. Mi infancia, tal vez,

en los ojos de aquellos niños con chalecos fluorescentes empujando la rueda, mochilas a la espalda,

tirados en la acera. Pero mi calle no estaba en el catálogo, aunque eso no importaba demasiado.

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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Mi calle, como casi todas las calles, tenía una placeta, y la placeta un árbol en cuyas ramas

ansiábamos la libertad de los pájaros, una cruz de piedra descarnada y una fuente donde bebíamos a

morro y, entre picaduras de avispa, llenábamos los cántaros. Mi calle, en el invierno, se inundaba de

charcos que nosotros pisábamos con las botas katiuskas, y en verano desfilaban los carros con sus

jábeas henchidas de mies y saltamontes. En mi calle, como en todas las calles, los saltamontes, inmóviles

por la brisa matinal, parecían broches en las rejas, y las mujeres barrían la puerta muy temprano y

apagaban las tormentas de polvo con medio cubo de agua; a veces interrumpían sus quehaceres diarios y

con voz de soprano llamaban a la siesta. Pero nosotros atendíamos sólo al silencio de los ojos preciosos

de las niñas azules con el trigo de pelo, -los bolsillos repletos de chapas rellenas de jabón-, jugando al gua

y a la rayuela. “Trabajo de campo”, al fin y al cabo. “Trabajo de investigación”. (Temporalización, en el

argot pedagógico). Aprendimos… ¿Y la tercera fase del plan?... Se me olvidaba, quizás porque entonces,

como ahora, no importaba.

Aprendimos (objetivos) a medir echando a suertes con los pies y a dibujar estelas. Aprendimos a

conocer las causas de las cosas y las cosas que había que conocer, Aprendimos historias,

trabalenguas… Aprendimos a inventar palabras nuevas y a decidir y a respetar. Aprendimos a… ¡Qué

curioso! En la calle estaban (contenidos) todos los campos del saber, -incluidos los temas transversales-.

Troquemos ahora en odómetro la rueda, los pies en cinta métrica y en el lápiz la piedra, en brújula la

corteza norte del olmo milenario, el palmo en el flexómetro, la frente en el termómetro, la cuerda en el

compás. Añadamos un poco de regla, escuadra, cartabón y semicírculo (recursos) ¡Milagro! La calle

convertida en diosa del saber.

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Y así supimos que se puede aprender y ser felices, que nada de lo que se aprende con amor se

olvida, que nadie olvidará las batallas libradas junto a su capitán y guía (metodología) y que todos,

capitanes Rafa y Juan Antonio y tropa toda, habéis impartido una magistral lección (evaluación).

Conclusión, amigo lector, la verdad…, no se me ocurre nada, pero si has llegado hasta aquí ya

habrás sabido que, este libro que ahora tienes en tus manos, este “Catálogo Razonado Histórico-Artístico

de las Calles y Plazas de la Villa de San Clemente de La Mancha”, o, simplemente, Catálogo, tiene

corazón.

Andrés Rubio López.

Es Profesor de Lengua Castellana

y Literatura en el IES: “Diego

Torrente Pérez” de San Clemente.

(Cuenca).

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MI PRIMERA VEZ - Madre mía qué miedo.

- Bah, sólo lo pasas mal los cinco o diez primeros minutos, luego el tiempo vuela y antes de que te

quieras dar cuenta suena el timbre y ni te has entera’o.

Aún recuerdo estas palabras como si me las acabaran de decir, y eso que ya hace casi tres años.

Seguro que a más de uno y de una le suenan - y no sólo a los que nos dedicamos a la enseñanza -.

Siempre asusta la primera vez en todo ¿no?

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Me había puesto en situación un millón de veces, pero no es lo mismo. No sabes lo que se siente

hasta que no tienes a 25 alumnos (con un poco de suerte sólo 25, claro) adolescentes mirándote con los

ojos como platos, intentando analizarte y sacar conclusiones, valiosísimas para ellos, lo antes posible.

Tales conclusiones son de diversa índole, y van desde: “con ésta te tienes que dormir en las

clases”, “va a haber que estudiar un huevo con esta tía”, “esta será de las que te suspende con un cuatro

y medio”, “madre mía con esta no apruebo yo ni pa’ ’tras”,… ; hasta algunas de carácter más positivo:

“qué guay, me ha mola’o esta tía”, “ a ver si con ésta apruebo el inglés de una vez”… Aunque en última

instancia todas estas conclusiones se reducen a tres simplemente: “si estudias con ella apruebas”, “no

hay quien apruebe con esa” o “ella aprueba a todo el mundo al final”.

Todo esto lo sé casi más por estudiante que por profesora, porque todavía no he aprendido a dar

a los alumnos la justa y necesaria confianza para enterarme de sus cosas sin que ellos se enteren de las

mías. De ahí que las conclusiones de las que estaba hablando las haya sacado de mis recuerdos, no muy

lejanos por otra parte, del instituto y la universidad. No obstante, seguro que coinciden con los

comentarios actuales de los alumnos. Pues hay cosas que no cambiarán nunca; las “marías” seguirán

siendo “marías”, y las “chuletas” seguirán siendo “chuletas”, aunque estas últimas vengan en modernos

formatos gracias a los innovadores y útiles avances tecnológicos.

Al echar la vista atrás y recordar esos primeros pasos de mi andanza por el camino de la

docencia, no puedo evitar sentir nostalgia por todo lo que quedó en mi memoria. Alumnos que me

enseñaron probablemente más de lo que ellos aprendieron de mí; profesores que me ayudaron a afrontar

duros momentos y que me sirvieron de modelo; un pueblo y unas gentes que se mostraron tal como eran,

con todo su esplendor manchego…

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Me encantaría decir eso que queda tan bien de “nunca los olvidaré”, pero me temo que eso no

será así. Pocas cosas quedan para siempre en nuestra memoria, el paso del tiempo es muy cruel y unos

momentos se borran para dar paso a otros, a veces mejores y otras peores, pero siempre irrepetibles.

Precisamente hace poco he comprobado de nuevo que no podemos retener nuestros recuerdos

tanto como nos gustaría; y cada vez me da más pena reconocerlo. Este mismo fin de semana me

encontré, en una discoteca, con un alumno del primer año que trabajé, y no me acordaba de su nombre.

Él ni siquiera me vio pero a mí me dio un poco de lástima el no haberme acercado a él a saludarlo,

aunque sinceramente, no me atreví a hacerlo por miedo a su reacción, “¿se acordaría de mí?” y sobre

todo “¿se alegraría de verme?”. No era la primera vez que me encontraba con antiguos alumnos, y por

supuesto, no será la última; pero estoy segura de que yo nunca podré quedarme indiferente ante ellos

mientras me quede una chispa de recuerdo en la memoria de los momentos vividos en los institutos. Y lo

mismo me ocurre con los profesores y con todas esas personas que rodean mi día a día desde

septiembre hasta junio cada año.

Supongo que por mucho que disfrutemos y aprendamos del pasado, no es tampoco bueno vivir

sólo de los recuerdos, y por eso los dejamos escapar irremediablemente. Quizá esa sea la causa por la

que me he decido a reflejar - y a compartir con los posibles lectores - algo que pertenece a mi pasado, y

así quede perenne, y no pueda desaparecer de mi memoria, como hacemos con las fotografías, imagino.

Laura López Sánchez.

Profesora de Inglés en el IES:

“Diego Torrente Pérez” de SAN

CLEMENTE (Cuenca).

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ESFUERZO

Esfuerzo. Un término muy presente en los documentos que recogen las más recientes reformas

legislativas de nuestro sistema educativo. Muy utilizado además, por desanimados docentes que se

preguntan cómo puede estar tan ausente de las vidas y mentes de muchos de sus alumnos. Quizá la falta

de una paciente y constante compañía materna o paterna, esencial para inculcarlo tiernamente en el

sistema de valores de los más pequeños y jóvenes, esté entre las causas más probables de este mal de

nuestra sociedad.

Me encantaba dar clase en 1º de ESO B. De todos los grupos que se me habían asignado ese

año, era el que prefería. Cada vez que me tocaba dar clase con ellos, una tranquilizadora voz en mi

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interior me decía “Bien, al menos durante los próximos cincuenta y cinco minutos puedo relajarme. No

tengo que temer un motín en clase. Tampoco una lluvia de quejas por lo que pido que se haga. Nada de

comentarios impertinentes, inoportunos y, en el peor de los casos, soeces, incluso crueles. Puedo

relajarme y disfrutar haciendo lo que más me gusta: dar “alimento” intelectual a pequeñitas pero

despiertas mentes ávidas de conocimiento”. El sueño de todo docente con vocación, sin duda.

1º de ESO B era un grupo variopinto. Por un lado destacaban la precoz madurez de alumnas

como Rosa, Pilar y Delia, capaces de leer entre líneas. También sobresalían avispados alumnos como

Christian y Manolo, siempre atentos para apostillar cualquier dato ofrecido en clase con alguna noticia del

telediario del día anterior. Y Luismi. Un alumno de andar lento y pesado, que aun pareciendo habitar el

país de las musarañas podía en el momento idóneo hacer comentarios delirantes como el de que Keith

Richards, el veterano miembro del grupo de Sus Majestades, por esnifarse, se había esnifado hasta las

cenizas de un familiar difunto.

Aquel día al abrir la puerta del aula, tal y como era habitual, encontré a mis jóvenes pupilos

perfectamente sentados en sus sitios. Sobre sus mesas, todo el material necesario para alcanzar los

objetivos de la asignatura de inglés. Todo colocado con mimo. Me observaban atentamente con unos

grandes ojos que dejaban entrever miedo y curiosidad. Gracias a esta poderosa combinación conseguí

crear un clima de clase en el que reinaba el silencio y en el que las normas de convivencia no eran sólo

un papel colgado en el marginado tablón de anuncios, lleno de garabatos o al que le faltaban trozos.

Aquel día, como decía, tras entrar en el aula y saludar a mis alumnos con un enérgico “Good

morning! ”, me dirigí a la mesa del profesor. Después de comprobar y tomar nota de las ausencias, mis

dispuse a corregir en la pizarra las tareas que había pedido que realizaran para aquel día.

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Fue entonces, mientras borraba el encerado, cuando me vi inmersa en una de las situaciones más

inesperadas y, por qué no decirlo, difíciles de mi vida como profesora.

De repente, en medio de un silencio sepulcral, mi mano se detuvo involuntariamente al oírse

retumbar en el aula el pedo más sonoro que jamás hubiera podido imaginar. Quizá fue el silencio el que

hizo que el sonido se magnificara de aquella manera estruendosa. Oí cómo los alumnos se reían entre

dientes pero, puesto que necesitaba unos segundos para intentar dar con el modo de afrontar tan insólita

situación, me demoré en el borrado de la pizarra. Hasta que ya no hubo nada más que borrar.

Volví entonces a la mesa del profesor e intenté actuar como si nada hubiese sucedido. Sin

embargo, me fue imposible y sin poderlo remediar, estallé en una carcajada casi tan fuerte como el pedo

que la había ocasionado. Todo el mundo empezó a reír del mismo modo y entre tanta algarabía se oyó al

pobre Eulogio, rojo cual amapola primaveral, confesar:

-“Es que del esfuerzo para abrir la ventana, se me ha escapado”.

En aquel instante sentí cierto consuelo al comprobar que al menos conocerlo, sí que nuestros

alumnos conocen un término tan indispensable en el contexto educativo.

Encarnación García López. Profesora de Inglés en el IES:

“Diego Torrente Pérez” de SAN

CLEMENTE (Cuenca).

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La Pluma y la Tiza. Historias de Docentes

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Delegación Provincial de Educación y Ciencia

Curso: 2009/2010