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LUIS EDUARDO GÓMEZ MOLANO
UNA REFLEXIÓN SOBRE STIRNER Y NIETZSCHE A
PROPÓSITO DEL PODER: DE LA ONTOLOGÍA EN LA
INMANENCIA A LA ONTOLOGÍA DE LA INMANENCIA
PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA
Facultad de Filosofía
Bogotá, agosto de 2021
UNA REFLEXIÓN SOBRE STIRNER Y NIETZSCHE EN
TORNO AL PODER: DE LA ONTOLOGÍA EN LA INMANENCIA A
LA ONTOLOGÍA DE LA INMANENCIA
Trabajo de Grado presentado por Luis Eduardo Gómez Molano, bajo la
dirección del Profesor Luis Antonio Cifuentes Quiñónez,
como requisito parcial para optar al título de Magíster en Filosofía
PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA
Facultad de Filosofía
Bogotá, agosto de 2021
3
Pues he aquí lo que sé hacer, el incesante juego a que
me entrego: hago girar con rapidez mi rueda, y
entonces me deleita ver cómo sube lo que estaba abajo y
se baja lo que estaba en alto. Súbete a ella, si quieres,
pero a condición de que cuando la ley de mi juego lo
prescriba, no consideres injusto el que te haga bajar.
Boecio
Bogotá, 31 de agosto de 2021
Profesor
LUIS FERNANDO CARDONA SUÁREZ
Decano
Facultad de Filosofía
Pontificia Universidad Javeriana
Estimado Fernando
Reciba un cordial saludo.
Tengo el gusto de presentarle el trabajo titulado De la ontología en la inmanencia a
la ontología de la inmanencia: una reflexión sobre Stirner y Nietzsche en torno al poder,
presentado por el estudiante Luis Eduardo Gómez Molano, para optar al título de Magíster en
Filosofía. Considero que este escrito cumple las condiciones para ser sometido a examen de
grado.
A partir de una sospecha, sostenida por varios comentaristas, sobre una posible
influencia de Max Stirner sobre la obra de Friedrich Nietzsche, Luis Eduardo, sin caer en la
especulación infundada, establece un vínculo filosófico entre los dos autores en relación con
su comprensión del poder. El estudiante describe uno de los caminos que emprende la
filosofía alemana del siglo XIX para dejar atrás el sistema hegeliano y sus pretensiones
totalizantes. Ese diálogo filosófico fue reconstruido por Luis Eduardo de manera original,
releyendo El único y su propiedad de Stirner al mismo nivel de la obra de dos de los autores
más grandes de la historia de la filosofía, Hegel y Nietzsche. Por estas razones considero que
el trabajo de Luis Eduardo Gómez cumple con los requisitos que exige la Facultad para este
tipo de escritos.
Cordialmente,
LUIS ANTONIO CIFUENTES QUIÑONEZ
Profesor
AGRADECIMIENTOS
Quiero agradecerle a la Universidad Javeriana y, en particular, a la Facultad
de Filosofía. Asimismo, deseo presentarle toda mi gratitud a Luis Antonio Cifuentes:
además de su paciente dirección durante este proceso de escritura que tomó más de
un año, sus múltiples recomendaciones tanto temáticas como formales fueron vitales
no solo para la realización de este trabajo, sino también para mi formación como
filósofo. Le agradezco, también, a Wilson Herrera. Él fue quien dirigió mi trabajo de
grado de pregrado, pero también estuvo presto a escucharme sobre los vericuetos del
texto que aquí se presenta. A mis amigos de maestría, Jesica, Rubén, Omaira, Braulio
y Óscar, les agradezco todas las charlas y risas. A mi familia, Blanca, Gustavo, Lina y
Johanna, les agradezco por todo su apoyo incondicional. A Andrés y a Alejandro,
amigos del Pregrado en Filosofía en la Universidad del Rosario, les agradezco por
todas sus charlas nocturnas. Finalmente, a Dea Nadine le agradezco por todo su amor
y su paciencia. En ella encontré todo el amor necesario. Este escrito es para todos
ellos y por todos ellos.
ABREVIATURAS DE LAS OBRAS DE HEGEL
A lo largo de este trabajo utilizo las siguientes abreviaturas para referirme a
las obras de Hegel:
F: Fenomenología del espíritu
FD: Fundamentos de la Filosofía del Derecho
7
ABREVIATURAS DE LAS OBRAS DE NIETZSCHE
A lo largo de este trabajo utilizo las siguientes abreviaturas para referirme a las obras
de Friedrich Nietzsche:
A: Aurora: pensamientos acerca de los prejuicios morales
AHZ: Así habló Zaratustra
FP III: Fragmentos póstumos, tomo III
FP IV: Fragmentos póstumos, tomo IV
GC: La gaya ciencia
HdH I: Humano, demasiado humano, volumen I
MBM: Más allá del bien y del mal
SVM: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral
TABLA DE CONTENIDO
Introducción 10
1. Preludio: Hegel y el poder como ajenidad 17
1.1. El espíritu, lo político y la eticidad: una aprehensión a través de arquetipos 22
1.2. Stirner y Nietzsche: el devenir por el devenir mismo 44
2. Primer Movimiento: Stirner y el poder como propiedad 52
2.1. Stirner: el único y su soledad 55
3. Segundo Movimiento: Nietzsche y el poder diseminado 76
3.1. Nietzsche y Stirner: de la soledad del único a la comunidad de la voluntad de
poder 79
3.2. Sentimiento de poder, voluntad de poder y eterno retorno 86
Conclusión 109
Bibliografía 113
INTRODUCCIÓN
En cuanto triunfo final de la razón y reconciliación con lo concreto, la filosofía
hegeliana es el culmen del idealismo. En ella, lo real se hace concepto y
determinación —forma— de la razón. Pero el pensamiento de Friedrich Hegel
también puede contemplarse bajo otra luz: es, asimismo, la filosofía que abre la
reflexión al devenir y que integra la especulación con la historia humana. De este
modo, Hegel es, simultáneamente, pináculo y fin del idealismo.
Puede que el hecho que mejor exprese esta condición ambigua del
pensamiento hegeliano sean sus sucesores. Por un lado, estaban los “viejos
hegelianos”; defensores de la petrificación del pensamiento, de una idealidad sin
posibilidad de mejora o perfeccionamiento. Del otro lado, los “jóvenes hegelianos”;
rebeldes e inconformes, deseosos de utilizar a Hegel, no para pensar o comprender la
realidad, sino para transformarla. Max Stirner, con la excepción de Karl Marx y
Friedrich Engels, expresa del modo más radical esta pretensión.
Este trabajo, como reflexión sobre el poder y su vínculo con el devenir, se
enmarca en la tradición filosófica que se enfoca en el dinamismo de la obra de Hegel,
en su carácter fecundo para figurarse el movimiento de la existencia patente en su
historia y desarrollo. Por esto, acude a la herencia de un joven hegeliano que, en
buena medida, ha pasado casi desapercibido dentro de la tradición filosófica: Max
Stirner. Pero al acudir a Stirner, este trabajo también emerge como una crítica a la
obra hegeliana. Johann Kaspar Schmidt —verdadero nombre de Stirner— no solo fue
un hegeliano, sino también un exponente de lo que luego vendría a denominarse
posidealismo. La filosofía de este autor afirma el dinamismo que Hegel rastreó en el
devenir, pero asume que para la afirmación de este dinamismo el devenir debe
11
liberarse del ente que en la obra hegeliana le da sentido y lo transforma en razón: el
espíritu. En esta medida, si se la compara con el pensamiento de Hegel1, la obra de
Stirner es una reivindicación de la independencia de lo devenido, y una radical
emancipación de la inmanencia. En Hegel, podríamos decir, nos encontramos con una
inmanente trascendencia, esto es, con un ente trascendente —el espíritu— que se
expresa en todo lo que existe, existirá y ha existido —lo devenido—. En Stirner,
mientras tanto, hay una ontología en la inmanencia: el devenir se libera del espíritu,
pero queda atado a un ente específico dado dentro de la inmanencia misma: el único.
Pero la valoración crítica de la obra de Hegel en relación con el poder no
puede quedar completa si nos quedamos únicamente en el pensamiento de Stirner. Si
bien este autor libera del espíritu a la inmanencia, vuelve a atarla a otro ente que la
sujeta, esto más allá de que este ahora no esté afuera de la inmanencia, sino que se dé
dentro de esta. Por esto, habrá que acudir a Friedrich Nietzsche para dar con una
filosofía radicalmente inmanente; esto es, que no ate la existencia a nada, que no
establezca jerarquías a priori entre las fuerzas constitutivas de los entes que
componen lo habido. Esta disolución de toda jerarquía a priori se consuma a través
de un concepto de la obra nietzscheana: la voluntad de poder. Es por esto que en este
trabajo indicamos que la obra de Nietzsche puede interpretarse ya no como una
ontología en la inmanencia, sino como una ontología de la inmanencia. La diferencia,
aunque sutil en el lenguaje, es profunda, pues implica, tal y como se ha dicho, la
disolución de toda jerarquía por principio dentro de las fuerzas configuradoras de lo
devenido.
Este trabajo, a raíz de su desarrollo, implica todo un decurso y despliegue
sobre el poder. El comienzo lo marca Hegel. En su filosofía, tal fenómeno se presenta
como algo “ajeno” a la existencia, distinto del devenir. Decimos esto porque, como
ya se mencionó, en Hegel la apertura de la filosofía a la historia y lo acaecido viene
1 Jorge Aurelio Díaz, al referirse a la obra de Hegel, indica que “se sitúa en la corriente intelectualista
más que en la voluntarista. La razón de ello es que el pensar es unidad de lo diverso y diversificación
de lo idéntico, mientras la acción constituye más bien el momento de la diferenciación o de la
oposición” (Díaz, 1986, p.7). Podríamos decir, también, que Stirner se ubica más en la corriente
voluntarista que en la intelectualista. Lo mismo sucede con Nietzsche.
12
acompañada por una sujeción a un telos que le da forma y sentido a esta historia y
esto que acaece. El ente que surge como telos y razón de la existencia es el espíritu.
Este hace de la existencia su exteriorización. En esta medida, en cuanto
exteriorización suya, le determina y hace ser de la manera en que es. La reflexión en
torno al poder continúa con Stirner. Este pensador libera el devenir de la
determinación del espíritu; sin embargo, ahora dentro de la existencia, instaura un
ente que domina sobre el resto de las cosas constitutivas del devenir: el único. Por
esto, en lo relativo a la filosofía de Stirner, afirmamos que esta concibe el poder como
propiedad del único. Una prueba de esto es el hecho de que El único y su propiedad
solo se interesa por la presentación del ente privilegiado que el único es. El resto de
las cosas constitutivas de la existencia solo son determinadas negativamente. En
sentido estricto, no se dice nada sobre ellas, sino que se les presenta a partir de la
relación que tienen con el único, del uso que este hace de aquellas. Por esto, la
filosofía de Stirner es una ontología en la inmanencia. No afirma nada más allá de lo
acaecido, pero solo ilumina el ser de un ente particular de la existencia, no a esta en sí
misma. Nietzsche, con su voluntad de poder, consuma totalmente la afirmación de la
inmanencia empezada por Stirner. En su filosofía, ya no es un ente particular el que
aparece como poderoso, sino que toda la existencia, todo el devenir, se presenta como
poder. La voluntad de poder no da cuenta de un ente particular dentro de lo devenido;
más bien, indica la constitución misma de estos entes, el movimiento por el cual estos
se articulan. Por esto, decimos que en la filosofía de Nietzsche el poder se disemina
configurando una ontología de la inmanencia.
Nos enfocaremos en obras particulares de cada autor para determinar su
pensamiento sobre el poder. En el caso de Hegel, haremos énfasis en la
Fenomenología del espíritu y los Fundamentos de la filosofía del derecho. Nos
centraremos, además, en una parte específica de la Fenomenología: la sección sexta,
titulada “El espíritu”, que en una de sus divisiones analiza la eticidad del mundo
antiguo por medio de la figura de Antígona. Así, nos interesaremos, sobre todo, en el
pensamiento político de Hegel y en cómo aquel da cuenta de una forma más general
en la que este autor concibe el poder. A pesar de esto, también nos detendremos en la
13
sección octava de la Fenomenología —“El saber absoluto”—. Esta decisión se debe
al hecho de que esta presenta de la forma más clara el poder del espíritu. Así, es con
base en el contenido de estas dos secciones de la Fenomenología y de los
Fundamentos de la filosofía del derecho —sobre todo de la introducción y de la
sección primera— que afirmamos que el espíritu es el ente poderoso en la filosofía
hegeliana. La obra de Hegel, sin embargo, y esta es la razón última de su inclusión en
este escrito, se constituye como fondo sobre el que se desarrolla el texto, pues brinda
el presupuesto que hace que los otros dos movimientos sean realizables: la apertura
por parte de la filosofía al devenir. A pesar de esto, también es cierto que Nietzsche y
Stirner critican la filosofía de Hegel en cuanto supedita el devenir al espíritu. La
segunda sección de la primera parte de este trabajo mostrará las condiciones de tales
críticas, así como la forma en la que estas coinciden.
El caso de Stirner es bastante particular. Como se sabe, este autor solo tuvo
una obra notable: El único y su propiedad. Por este motivo, su comprensión del poder
se elucidará con base en esta obra. A pesar de esto, acudiremos a otro recurso que, en
cuanto aclaración sobre el alcance de El único y su propiedad, también consideramos
de interés. A raíz de las críticas a su obra cumbre, Stirner publicó Los recensores de
Stirner, un breve ensayo en el que le respondía a Ludwig Feuerbach, Szeliga y Moses
Hess, tres de los principales detractores de su filosofía del único. Los recensores de
Stirner es una obra valiosa porque precisa aspectos de El único y su propiedad y, por
tanto, permite entender con mayor claridad la designación de ese ente que es el único.
El estudio de estas dos obras es el que nos permitirá afirmar que el pensamiento de
Stirner, como “radiografía” del único, constituye una ontología en la inmanencia y
una comprensión del poder como propiedad.
Para la ontología de la inmanencia nietzscheana nos centraremos en múltiples
textos. Así, como será de nuestro interés establecer cierta continuidad entre el
pensamiento de Nietzsche y el de Stirner —sin que esto suponga indicar que este
último influenció a aquel—, revisaremos Así hablo Zaratustra, obra fundamental para
entender al superhombre, figura similar pero no idéntica al único de Stirner. Además,
nos interesaremos en Humano, demasiado humano y Aurora, esto porque estas obras,
14
en cuanto se ocupan del “sentimiento de poder”, además de preludiar la voluntad de
poder, configuran cierta clase de ontología en la inmanencia afín al pensamiento de
Stirner. Pero, sobre todo, dado que nuestro principal interés es mostrar cómo la
filosofía de Nietzsche puede interpretarse como una ontología de la inmanencia,
haremos hincapié en aquellos escritos que dan cuenta de la voluntad de poder como
concepto: Más allá del bien y del mal y varios de los Fragmentos póstumos. Estos
escritos, además de La gaya ciencia, también serán utilizados para determinar la
doctrina del eterno retorno.
La decisión de remitirnos tanto a la obra publicada como a la no publicada de
Nietzsche puede juzgarse problemática: mientras que autores como Heidegger
consideraron que el corazón del pensamiento de este estaba en los Nachlass, otros
como Schlechta desestimaron los Fragmentos Póstumos en favor de la obra
publicada. Nosotros creemos que, más allá del contenido eminentemente conjetural
de los Fragmentos Póstumos —en estos lo que se dice sobre la voluntad de poder
aparece menos como certeza y más como hipótesis—, lo que estos expresan tiene
valor y puede ser de utilidad para comprender cómo la filosofía de Nietzsche supone
en su conjunto una ontología de la inmanencia. De este modo, creemos que la obra no
publicada puede ser un recurso complementario para entender lo que se encuentra
dentro de la obra publicada. En cuanto hipótesis, explican lo que aparece como
certeza en lo que Nietzsche publicó. Nos parece que una lectura coordinada tanto de
los Fragmentos póstumos como de la obra publicada puede ser de utilidad. El
contenido de este trabajo da cuenta de esa convicción.
Para interpretar la filosofía de los tres autores principales nos valemos de
múltiples autores auxiliares. En el caso de Hegel, el aporte de comentaristas como
Jean Hyppolite, Alexandre Kojève, Anselm Min o Douglas Moggach es fundamental.
Para Stirner, mientras tanto, usamos más que nada a Lawrence Stepelevich, al mismo
Moggach y a Widukind De Ridder. En el caso de Nietzsche, por último, es notable el
aporte de Gilles Deleuze, Martin Heidegger y Wolfgang Müller-Lauter.
El escrito, además de las conclusiones y de esta introducción, se divide en tres
“movimientos”. El primero se ocupa de Hegel y de cómo su filosofía da cuenta de
15
una inmanente trascendencia en la que el poder aparece como un fenómeno propio
del espíritu y ajeno a la existencia. El segundo se enfoca en Stirner y su ontología en
la inmanencia; aquí, o por lo menos eso sostenemos, el poder se presenta como algo
dentro del devenir, aunque propio de un ente particular de este —el único—. El tercer
movimiento, finalmente, presenta a Nietzsche como el filósofo que entiende la
totalidad de la existencia como poder —o como poderosa en sí misma—. Por esto,
sostiene que el pensamiento de este autor puede interpretarse como una ontología de
la inmanencia.
Hemos decidido darle el título de “movimientos” y no capítulos a las partes
que componen este trabajo porque nos parece que constituyen una serie que en su
conjunto revela todo un trasiego por el poder. El movimiento de Hegel es un preludio
porque plantea la condición necesaria para que los otros dos movimientos sucedan: la
apertura de la filosofía al dinamismo del devenir. El movimiento de Stirner es el
primero en sentido estricto porque, con Hegel como fondo, pone el poder en la
existencia o, por lo menos, en uno de los entes que la componen. Nietzsche constituye
el segundo y último movimiento porque no solo pone el poder en la existencia, sino
que figura toda la existencia como poder. La tríada de este trabajo, formalmente, se
parece a la dialéctica hegeliana. Aunque esto puede ser cierto, también es verdad que
esta estructura se usa para ir más allá de lo que plantea el mismo Hegel. De tal modo,
podría afirmarse que este escrito es metodológicamente hegeliano, pero
temáticamente antihegeliano. En el análisis de la obra de Stirner y Nietzsche,
descubre que aquellos superan a Hegel y diluyen al espíritu en el devenir mismo,
operación por la que terminan o bien transformándolo —como en el caso de Stirner—
o bien suprimiéndolo —como en el de Nietzsche—.
A nuestro parecer, hay dos ejes que hacen que este trabajo sea relevante. El
primero recae en el hecho de que este escrito establece una relación que, quizá por el
propio Nietzsche, nos puede parecer improbable: la de este con Hegel. Buena parte de
la bibliografía sobre Nietzsche se ha enfocado en la influencia que autores como
Schopenhauer, Spinoza, Kant o el mismo Stirner tuvieron en su pensamiento.
Asimismo, autores como Deleuze han sostenido que el gran rival filosófico de
16
Nietzsche era no solo Hegel, sino el pensamiento de raigambre hegeliano en su
conjunto. Aquí, mientras tanto, sostenemos que puestos desde la perspectiva del
poder es posible relacionar a Nietzsche con Hegel. El vínculo entre estos dos autores
puede ser provechoso para entender de una forma diferente el pensamiento de ambos.
Por otra parte, el segundo eje consiste en que el contenido de este texto puede
explicar la vigencia del pensamiento no solo de Nietzsche, sino también de Stirner.
De tal modo, en cuanto interpreta a Stirner y Nietzsche como pensadores de la
inmanencia, puede ser de ayuda para entender por qué los posanarquistas —en el caso
de Stirner— y los posestructuralistas y existencialistas —en el caso de Nietzsche— se
han nutrido de sus postulados para constituir sus planteamientos. Tanto Nietzsche
como Stirner son pensadores originales. Esto no tanto por el hecho de que sus
filosofías constituyan algo completamente nuevo en relación con la tradición
filosófica, sino porque, insertos en esta, fueron capaces de orientar el pensamiento
hacia nuevos confines marcados por la sola afirmación de esta existencia, sin
metafísica alguna. Esta es la razón por la que establecemos un vínculo entre Stirner y
Nietzsche. Para nosotros, en cuanto pensadores de lo inmanente que ponen el poder
en lo existente, son autores similares. Al insertar a Stirner dentro de una narrativa que
involucra también a Hegel y a Nietzsche, este trabajo también pretende explorar la
posibilidad de que la historia del pensamiento ha cometido un error al excluir a
Stirner del canon filosófico. Su filosofía, al articularse con la de Nietzsche, se revela
como un antecedente del radical voluntarismo de este último. Este escrito, de tal
forma, se configura como una invitación a leer a Stirner para un lector interesado.
Desde nuestra perspectiva, es un autor que puede brindar luces para entender autores
como Michel Foucault, Albert Camus —quien, tal y como atestigua El hombre
rebelde (1962), lo leyó— o Gilles Deleuze. No es casual que estos tres autores hayan
sido también notables lectores de Nietzsche.
1. PRELUDIO: HEGEL Y EL PODER COMO AJENIDAD
La Fenomenología nos presenta constantemente, como
en una sinfonía, los mismos temas, pero en distintas
formas.
Jean Hyppolite
Sabemos lo que significan las famosas transformaciones
hegelianas: no olvidan conservar piadosamente. La
trascendencia permanece como trascendencia en el seno
de lo inmanente.
Gilles Deleuze
Pero el sentimiento al que me he obligado y condenado
a priori es un sentimiento obtuso, puesto que resulta de
una predestinación, del que yo mismo no me puedo
liberar o al que no puedo renunciar. Al ser
preconcebido, es un prejuicio. Ya no me muestro más
frente al mundo, sino que es mi amor el que se muestra.
Aunque el mundo no me domina, como desquite me veo
dominado con mayor facilidad por el espíritu del amor.
He superado al mundo para convertirme en un esclavo
de este espíritu.
Max Stirner
Nadie puede obviar la relevancia histórica del pensamiento hegeliano. Más
allá de la aversión estilística que provoca en muchos autores, es indudable que el
curso del tiempo ha venido a mostrar que se trata de un autor central dentro de la
historia del pensamiento de Occidente. La importancia de Hegel, entonces, se mide
no solo por la impronta y las características de su sistema, sino también por el
profundo impacto que ha tenido en el pensamiento de otros muchos autores.
18
En Alemania, de hecho, su filosofía causó un revuelo prácticamente
inmediato. A su muerte, dos “facciones” se declararon herederas de su filosofía: los
viejos hegelianos —o hegelianos de derecha— y los jóvenes hegelianos —o
hegelianos de izquierda—. Entre este último grupo destacan autores como Bruno
Bauer o Friedrich Engels2. También destaca Max Stirner3, pseudónimo de Johann
Caspar Schmidt, quien, de no haber sido por su obra El único y su propiedad
(2013[1844]), sería casi que un perfecto desconocido.
Los jóvenes hegelianos compartían una meta común en relación con la
filosofía hegeliana. Cada uno de sus miembros, desde Stirner hasta Feuerbach,
consideraba que “la doctrina hegeliana del espíritu absoluto requería una revisión, o
cuando menos reformulación, para eliminar la apariencia trascendente provocada por
algunas de las formulaciones del mismo Hegel”4 (Moggach & De Ridder, 2013,
p.76). Los postulados filosóficos de los jóvenes hegelianos pueden leerse a la luz de
este proyecto crítico compartido. El reencuentro de la especie humana con la
naturaleza que esta ha alienado en el sentimiento religioso —proyecto de
Feuerbach— se corresponde con la pretensión de superar cualquier tufo de
trascendencia presente en el planteamiento de Hegel. Lo mismo sucede en el caso de
Bauer: la participación del individuo en la universalidad, a partir de la consecución de
su autonomía al refrenar sus deseos inmediatos y egoístas, también es un modo de
“corregir” las formulaciones en apariencia trascendentes de Hegel. No es casualidad,
en consecuencia, que el blanco unánime de los ataques de los jóvenes hegelianos
haya sido la religión. Debe tenerse en cuenta que, junto con el arte y la filosofía,
Hegel consideraba la religión como una de las manifestaciones del espíritu. Es
2 Marx, aunque trabó relación con los jóvenes hegelianos, no es considerado miembro de tal grupo.
3 Se dice que Stirner era uno de los miembros más introspectivos y mordaces de los jóvenes
hegelianos. En el poema cómico El triunfo de la fe —The Triumph of Faith— Engels lo retrata en los
siguientes versos: “Mira a Stirner, míralo a él, el pacífico enemigo de todo constreñimiento. /Por ahora
sigue bebiendo cerveza, /Pronto tomará sangre, como si de agua se tratase. /Cuando otros vociferan,
vehementes, ‘abajo los reyes’ /Stirner añade ‘abajo también las leyes’. /Stirner, repleto de dignidad,
proclama; /Someten su voluntad y osan llamarse libres. /Están acostumbrados a tener señores, /Abajo
el dogmatismo, abajo también la ley” [traducción libre del inglés] (Engels en Welsh, 2010, p.10).
4 Traducción propia desde el inglés.
19
probable que los jóvenes hegelianos pensasen que al sustraer la religión de tal trinidad
purgarían al espíritu absoluto de toda trascendencia aparente.
Pero el planteamiento de los jóvenes hegelianos no fue, o por lo menos no
fundamentalmente, religioso o antropológico. El deseo de superar la aparente
trascendencia de la formulación hegeliana respondía, más que nada, a intereses
políticos. La pretensión de este grupo, más allá de la indudable diversidad patente en
el pensamiento de sus miembros, era radicalizar la filosofía política de Hegel. Para
esto, era fundamental eliminar cualquier trascendencia aparente en el espíritu: solo así
se podría consolidar una filosofía política que no asumiese lo político como algo dado
—tal y como lo hacía la de los hegelianos viejos o de derecha—, sino social y
colectivamente constituido y, por tanto, transformable. Es en este sentido que las
ideas de Bauer, Engels, Feuerbach, Strauss y Stirner fueron —y son—
revolucionarias.
Puestos en esta comprensión del proyecto filosófico de los jóvenes hegelianos,
nos es posible comprender por qué, para Moggach y De Ridder (2013), el consenso a
partir del cual se ha determinado que aquellos son figuras menores en la historia de la
filosofía —quizá con la excepción de Engels, aunque más por su asociación con Marx
que por mérito propio— es, cuando menos, injusto. Para estos dos autores, las ideas
de este grupo de pensadores son de suprema riqueza, y sus elementos más valiosos
residen, precisamente, en el potencial político con el que cuentan. Esta característica
no es fortuita: responde al hecho de que los jóvenes hegelianos, como buenos hijos
del Vormärz, estaban especialmente interesados en consolidar un pensamiento que se
opusiera abiertamente al poder político prusiano. El arma de la que se valieron para
alcanzar este objetivo fue el humanismo. Por eso, Moggach y De Ridder concluyen
que los jóvenes hegelianos fueron, antes que nada, humanistas. La aplicación de tal
adjetivo les permite, a su vez, disociar a Stirner de este colectivo y, de hecho,
oponerlo a este. El pensamiento de Stirner, contrario al del resto de los jóvenes
hegelianos, es antiesencialista: para él, no existe algo que pueda denominarse como
“la naturaleza humana”, pues el individuo es indefinible y puede hacer de sí lo que
considere. De hecho, Stirner va tan lejos como para sostener que la inhumanidad es
20
una posibilidad humana. Es de un ser humano que podemos decir que es inhumano y,
al catalogar a un espécimen humano de tal modo, estamos poniendo la inhumanidad
como una cualidad posible para lo humano. Sea como fuere, catalogar a Stirner de
“antihumanista” y a los jóvenes hegelianos de “humanistas” permite que Moggach y
De Ridder pongan un abismo entre uno y otros. Pero, además, esta distinción da lugar
a que estos autores sostengan que el humanismo de los jóvenes hegelianos responde a
un republicanismo políticamente fructífero; el antihumanismo de Stirner, mientras
tanto, aunque ingenioso, es políticamente estéril5.
En cualquier caso, si la aparente trascendencia del espíritu absoluto
identificada por los jóvenes hegelianos no se debe al rol de la religión en la filosofía
de Hegel, sino que es una característica de todo el sistema hegeliano en su conjunto,
poco o nada se haría para suprimirla al excluir la religión de las manifestaciones del
espíritu, pues tal trascendencia aún podría rastrearse en el resto del sistema. Hay
aspectos del pensamiento de Hegel que hacen creer que este es el caso; el más
importante es, quizá, la caracterización misma del espíritu. En la filosofía de Hegel, el
espíritu parece realizarse en todo momento y toda circunstancia en el devenir, esto sin
identificarse plenamente con aquel. El espíritu se expresa en la existencia; sin
embargo, no es reductible a esta. Al tiempo que se hace patente en el devenir, es más
que el devenir.
Lo antedicho nos permite plantear el interrogante fundamental para el primer
movimiento de este trabajo: en la filosofía hegeliana y el sistema que esta erige, ¿cuál
es la entidad de la que se puede afirmar que tiene el poder o, mejor aún, que es
5 Vale la pena aclarar que hay múltiples puntos en los que reñimos con la interpretación de Moggach y
De Ridder. En lo único en lo que nos encontramos de acuerdo es que, efectivamente, la filosofía de los
jóvenes hegelianos es fundamentalmente política. Nosotros no excluimos las ideas de Stirner de esta
afirmación: precisamente tal cosa es la que nos permite relacionarlo con los jóvenes hegelianos. Así, si
bien es cierto que Stirner es un antihumanista, esto no lo exime de contar con la característica que es
común a este grupo de pensadores —esta sí identificada correctamente por Moggach y De Ridder—: el
carácter político y revolucionario de sus postulados. En realidad, puede que Moggach y De Ridder
confundan la supuesta esterilidad del pensamiento de Stirner con su radicalidad. A diferencia del resto
de los jóvenes hegelianos, este pretende romper completamente con todo orden social anterior.
Tampoco puede olvidarse que, en desmedro de su “esterilidad”, actualmente funge como la fuente
primordial de aquello que ha venido a llamarse “anarquismo posizquierda” o “posanarquismo”.
Autores como Saul Newman (2011) dan cuenta de que la apuesta política de Stirner tiene vigencia.
21
poderosa? Dos serios contendientes se perfilan como posible respuesta a esta
pregunta: o bien es la existencia —el devenir— la que es en sí misma poderosa, o
bien lo es el espíritu. Pero si, tal y como estábamos afirmando, el pensamiento de
Hegel no es “aparentemente trascendente” solo por el lugar que le da a la religión en
cuanto manifestación del espíritu, sino que lo es por el modo mismo en el que
concibe a este último, es aquel y no la existencia la entidad poderosa. Esto se
sostendría en el hecho de que, a fin de cuentas, el poder patente en la existencia se
debería no a la existencia misma, sino al hecho de que esta es expresión del espíritu.
En este orden de ideas, podría asumirse que la filosofía hegeliana tiene un gran
virtud: abre el pensamiento al devenir; esto es, a la existencia y su sucederse en
cuanto flujo de lo habido. Al mismo tiempo, tendría una contracara contestable: a la
par de esta apertura al devenir habría una sujeción de este a una entidad que, sin hacer
parte propiamente de la existencia, sí se haría manifiesta en esta —el espíritu—. La
filosofía hegeliana no figuraría la existencia por la existencia misma, sino que
encontraría el valor de esta en el hecho de que en ella se expresa el espíritu, entidad
responsable del poder patente en el devenir, pues es realmente la poderosa. La
existencia, en esta medida, sería el medio en el que el espíritu “da a conocer” su
poder. No sería, empero, ella misma el poder. Tal dignidad le correspondería al
espíritu. Esta, a grandes rasgos, será la tesis principal que pretenderemos sostener en
esta parte de este escrito.
Ahora, si a pesar de los intentos del mismo Hegel su formulación del espíritu
aún cuenta con rasgos trascendentes, estos deberían detectarse en el modo en el que
Hegel concebía lo político. A fin de cuentas, el espíritu es la entidad más importante
del sistema hegeliano: el hecho de que sea el poderoso —en desmedro de la
existencia— es algo que se debe reflejar en todo el pensamiento de Hegel. Es así
como una primera parte de este movimiento se ocupará de este punto. La idea será
presentar una breve reconstrucción de la filosofía política de Hegel para ilustrar cómo
esta da cuenta de ciertos rasgos trascendentes del espíritu. A este respecto, se
sostendrá que el pensamiento hegeliano aprehende lo político de un modo
arquetípico: en vez de abordar el fenómeno político en sí mismo, le impone modelos
22
representativos que, a su juicio, informan todas las formas existentes de lo político.
Esto es lo que sucede con la determinación de la familia y de la polis, así como del
hombre y la mujer. La forma “arquetípica” de asir lo político no es incidental, esta
responde, como hemos insistido, al hecho de que la existencia está sujeta a una
entidad de la que es manifestación: el espíritu. Como esto es así, en la existencia tan
solo se expresan “formas lógicas” previamente configuradas, aunque no realizadas,
en el espíritu. Este rasgo no solo es evidente en la sexta sección de la Fenomenología
del espíritu—“El espíritu”—, sino también en los Fundamentos de la filosofía del
derecho. Nos enfocaremos, principalmente, en estos dos representantes de la extensa
obra hegeliana.
En la primera parte de esta sección también se sostendrá que el modo en el
que Hegel concibe lo político responde a un rasgo de toda su filosofía: dado que el
espíritu, sin ser propiamente trascendente, ostenta características compatibles con la
trascendencia, permea y determina la totalidad del devenir. Como consecuencia de
esto, la filosofía hegeliana supedita lo devenido al desarrollo del espíritu. El poder, en
estas condiciones, aparece como una propiedad fundamentalmente ajena a la
existencia: no es esta la que es poderosa, sino el espíritu. A nuestro juicio, Stirner y
Nietzsche tuvieron la lucidez necesaria para identificar este “problema” en el
pensamiento de Hegel. La segunda parte de esta sección, por tanto, se ocupará,
aunque muy brevemente, de las críticas que estos autores le hicieron al sistema
hegeliano, todo esto teniendo en cuenta que tanto las ideas de Stirner como las de
Nietzsche serán analizadas en secciones posteriores de este escrito.
1.1. El espíritu, lo político y la eticidad: una aprehensión a través
de arquetipos
La sección sexta de La fenomenología nos revela que los primeros arquetipos
con los que Hegel aprehende lo político son dos: la familia, por una parte, y la cosa
23
pública —la polis—, por otra6. Para este autor, la problemática y particular relación
que vincula estos dos elementos éticos por antonomasia —y sus respectivas
funciones— es la que engendra la sociedad. Pero la comprensión arquetípica llevada
a cabo por Hegel no se limita únicamente a esto. Dentro de la familia, además,
delimita arquetípicamente los sexos y sus roles: a la mujer que ostenta la condición de
hermana le corresponde la sustancia ética y la guarda de la ley divina; al hombre que
ostenta la condición de hermano, la conciencia ética y la ley humana. En medio de la
relación de los dos sexos se engendra el ciudadano, que es el hombre, y la guarda de
la ley divina —que manda el deber de enterrar y velar a los muertos— que es la
mujer. Hermano y hermana, entonces, son los sujetos éticos por excelencia.
Pero Hegel no solo aprehende y concibe estos elementos de un modo
arquetípico, sino que da con ellos a través de un arquetipo: la tragedia griega. Para
desentrañar la esencia de la sociedad política, acude al auxilio de Antígona, la clásica
tragedia griega de Sófocles. Es esta la que le permite identificar la relación de
oposición y complementariedad que existe entre la familia y la cosa pública, así como
rastrear los roles que el hombre y la mujer cumplen en la unidad familiar.
Cabe calificar a Antígona como una tragedia de familia. Esta empieza con las
consecuencias del enfrentamiento entre Eteocles y Polinices, hermanos enfrentados
por el control de la ciudad de Tebas, que a raíz de la desgracia de Edipo se había
quedado sin rey. Ambos mueren, pero Creonte, tío de estos y nuevo regente de Tebas,
determina que, ya que Polinices se enfrentó con el propósito de tomar Tebas mientras
Eteocles la defendió de tal embestida, solo este último es digno de los ritos funerarios
correspondientes. A Polinices, en contrapartida, se le instaura una condena que va
más allá de su muerte: como se atrevió a levantar su mano contra Tebas, se prohíbe
—a través de un edicto de la ciudad promulgado por el mismo Creonte— su entierro
y rito funerario. Antígona, hermana de Polinices y Eteocles, y por esto también
sobrina de Creonte, desafía el edicto. Según su sentir, su deber de hermana prima a su
6 La familia y la cosa pública son arquetipos porque no son las únicas formas asociativas existentes.
Como Hegel deposita en ellas la eticidad [Sittlichkeit], las convierte en formas paradigmáticas de la
asociación y el orden político.
24
deber ciudadano en cuanto residente de Tebas. Ismene, hermana de los difuntos y
también de Antígona, es más dócil ante el edicto de su tío, prefiere obedecerlo antes
que desafiar la ley tebana. Tras un primer intento de velación del cuerpo de Polinices,
Antígona es juzgada por Creonte: este la condena a ser enterrada viva. Antígona,
aunque desesperada, asume su condena. Ella se encontraba comprometida con
Hemón, hijo de Creonte, que, como consecuencia del suplicio de Antígona, recurre al
suicidio. Tiresias, adivino de la ciudad, le advierte a Creonte que su edicto provocará
la muerte de su propia sangre, esto porque está transgrediendo la ley divina que exige
la velación de los muertos, esa misma que Antígona busca hacer valer. Por esta
advertencia, Creonte decide indultar a Antígona; no obstante, para cuando lo hace ya
es demasiado tarde: su hijo se ha ahorcado y, a raíz de tan horrenda muerte, Eurídice,
esposa del rey, también se ha suicidado. La obra finaliza con el lamento de Creonte:
al desafiar a los dioses y su mandato ha tenido que sufrir las intempestivas muertes de
su hijo y esposa.
En Antígona, entonces, tiene lugar el enfrentamiento de la ley cívica y humana
con la ley divina y las tradiciones. Esto es lo que hace que Hegel la contemple como
paradigma de la eticidad [Sittlichkeit]7. Antígona se enfrenta a Creonte, su tío, porque
considera que el deber que le impone la tradición —el de velar a los muertos— está
por encima de toda ley humana que pueda reñir con aquel. De tal modo, entre sus
deberes civiles y aquellos que ostenta por su condición de hermana, siempre se
decantará por estos últimos. Esta determinación es, al final de cuentas, la que
desencadena toda la desavenencia con Creonte y su mandato.
La sola exposición de la trama de Antígona no deja claro cómo es que Hegel
la asume como arquetipo de las relaciones sociales y, sobre todo, éticas. En
consecuencia, corresponde relacionar el contenido de esta obra con lo dicho por
Hegel en parte de la sexta sección de la Fenomenología del espíritu (2010[1807]).
Como ya se indicó, la primera relación que Hegel identifica es la de la polis con la
7 Conviene resaltar que en la expresión original del alemán (Sittlichkeit) la raíz Sittlich alude a la
costumbre. Esto es importante porque remite a la tradición autóctona de un pueblo como fuente de su
ethos. La eticidad, entonces, se arraiga en la particularidad de un pueblo, en el modo singular de
instaurar sus valores y creencias y en la singularidad de estos mismos elementos.
25
familia. A los ojos de este autor, este vínculo se encuentra marcado por una incesante
oposición: la familia cría y constituye al sujeto ético que la polis luego arranca de su
seno para hacerlo un ciudadano. En la crianza y el afecto, el individuo se hace
miembro de una comunidad ética que por los lazos de sangre en los que se funda es
inmediata. Pero esta comunidad ética no es la única en la que el sujeto participa,
también está la polis que, como comunidad fundada no en los lazos afectivos, sino en
los deberes ciudadanos, se erige sobre la conciencia de la polis y de los deberes que
supone. En la familia, mientras tanto, el vínculo, por estar marcado por el afecto,
carece de la reflexión, pues se afirma inmediatamente como deber. Todos estos
puntos muestran una marcada contraposición entre la familia y la polis. Por esto,
Hegel dice:
(…) cada uno de los modos contrapuestos de existir de la substancia ética la contiene
completamente a ella y a todos los momentos de su contenido. Si, entonces, la cosa
pública es esta substancia en cuanto a actividad real consciente de sí, el otro lado
tendrá la forma de la substancia inmediata o que es. Ésta es, así, por un lado, el
concepto interno o la posibilidad universal de la eticidad como tal, pero, por otro
lado, tiene igualmente en ella el momento de la autoconciencia. Este momento, que
expresa la eticidad en este elemento de la inmediatez o del ser, o bien, que es una
consciencia inmediata de sí tanto como esencia cuanto como este sí mismo dentro de
otro, es decir, que es una comunidad ética natural: este momento es la familia. La
cual, en cuanto concepto carente de conciencia y todavía interior, se halla enfrentada
a su realidad efectiva consciente de sí; en cuanto elemento de la realidad efectiva del
pueblo, se halla enfrentada al pueblo mismo; en cuanto ser ético inmediato, a la
eticidad que se forma y se conserva por medio del trabajo para lo universal; cara a
cara, los penates [dioses domésticos] frente al espíritu universal (2010, F, pp.529,
531).
Como ya se dijo, la familia, al erigirse con base en relaciones de parentesco —
de sangre o afinidad—, es la sustancia ética inmediata. Su eticidad se expresa en el
seno mismo de la familia, sin intermediación alguna. El solo vínculo de parentesco
basta para la constitución de la sustancia ética. Por esto, en cuanto inmediata, la
familia es la sustancia ética desprovista de conciencia, que se expresa inmediatamente
tal y como es en el cuidado de los miembros. Estos, al encontrarse ante situaciones
que ameriten la protección de los suyos, no necesitan reflexionar para dar con la
obligación de velar por ellos, sino que el afecto basta para acudir a su auxilio. Por
26
esto, en cuanto inmediata, la familia es la sustancia ética desprovista de conciencia.
No se requiere que los miembros constitutivos de la familia se sepan parte de la
sustancia ética —y que eluciden la naturaleza de tal sustancia—: a esta le basta la
unión familiar para constituirse. El caso de la polis o la cosa pública es harto distinto.
Como comunidad, exige la constitución de una subjetividad particular —la de
ciudadano— para erigirse. A diferencia de lo que sucede en la familia, en la cosa
pública el vínculo no basta para gestarla, pues aquí no media el afecto. Antes bien, es
en la medida en que existen individuos con una subjetividad específica, acorde con un
sentido de lo público promovido, que se gesta la cosa pública; en otras palabras: el
cultivo de la conciencia ciudadana del individuo es, precisamente, el que consolida el
vínculo público y, por tanto, da lugar a la comunidad ética que es la polis. Así, es
fácil notar cómo la familia se opone a la polis o, incluso, se manifiesta como su
reverso: mientras que la familia es ética en sí misma —solo por ser familia es ya ética
o, más bien, exige un comportarmiento ético—, la cosa pública sólo es ética si sus
miembros son ellos mismos ciudadanos; esto es, si se ponen en la tareas de constituir
esa cosa pública con un ethos particular. La cosa pública, por tanto, contrario a la
familia, exige de sus miembros una conciencia puesta de presente en la identidad del
pueblo. Los miembros de la cosa pública, en cuanto ciudadanos, deben tener un
sentido de lo público, sentido que cultivan en sociedad, y sentido por el cual
constituyen la sociedad.
Para Hegel, esta diferencia se replica en los sexos: mientras que la mujer, en
cuanto estandarte de la familia, guarda en sí la sustancia ética; el hombre, dada su
vocación de hacerse ciudadano de la cosa pública, hace lo propio con la
autoconciencia ética. Pero aquellos que dan cuenta de esta distinción no son cualquier
hombre o cualquier mujer. El arquetipo de esta relación y distinción ética se
encuentra en el vínculo que une a la hermana y al hermano. En otras relaciones de
parentesco, hay siempre un reconocimiento desigual; los padres ven en sus hijos, por
ejemplo, el legado de una sustancia ética que, mientras que germina en aquellos, se
marchita en ellos. Los padres presencian y gestan el crecimiento de los hijos;
mientras tanto, la vida de ellos mismos se agota. La relación de padres e hijos, por
27
tanto, está atravesada por el deseo y una afectividad natural: aquellos velan por estos
porque anhelan la pervivencia de su estirpe y su legado. Desarrollan la crianza de su
descendencia con el propósito de que los hijos se hagan los guardas de la sustancia
familiar. En la relación que une al padre con la madre la injerencia del deseo es aún
más evidente: el amor que se tienen está atravesado por una atracción natural que, de
hecho, es la que motiva su unión. En la relación que une a los hermanos entre sí, a
pesar de que existe una auténtica preocupación del uno por el otro, no hay deseo de
por medio. Lo que hay, más bien, es un afecto puro en el que se refleja el singular
modo en el que el espíritu se deposita en el hombre y la mujer. Además, el
reconocimiento entre hermanos está marcado por la igualdad; el vínculo que los une
no es desigual como en el caso de los padres y los hijos. Mientras que los hermanos
se relacionan “en el mismo plano”, padres e hijos, al existir de por medio una relación
de autoridad, lo hacen desigualmente. Sobre esto, en su Génesis y estructura de la
Fenomenología del espíritu, Hyppolite (1991) dice que:
Hegel ve, por el contrario, en la relación de hermano a hermana la relación pura y sin
mancha. El hermano y la hermana son uno para el otro individualidades libres. “Son
la misma sangre que en ellos ha llegado a su reposo y equilibrio”; por eso la hermana
tiene el más profundo presentimiento de la esencia ética —libre relación de una
autoconsciencia con otra autoconsciencia—, pero se trata solamente de un
presentimiento, porque la ley de la familia de la cual es guardiana la feminidad no se
presenta a la luz del día, no es un saber explícito, sino que sigue siendo un elemento
divino sustraído a la efectividad. Desde el punto de vista ético, la mujer sólo
encuentra en el marido y los hijos su universalidad; la relación de singularidad sigue
estando vinculada en ella al placer y a la contingencia y, justamente por eso, no es
ética. En el centro del reino ético no se trata de este marido o de estos hijos, sino de
un marido en general, de unos hijos en general. “Estas relaciones de la mujer no se
fundan en la sensibilidad, sino en lo universal”. En cambio, el hombre, al hallar su
universalidad en la ciudad, en su sacrificio en favor de la totalidad, se asegura así el
derecho al deseo. En su familia puede encontrar su sí mismo como singular y no ya
como universal. Pero como en la relación de la mujer se halla mezclada la
singularidad, su carácter ético no es puro. Solamente en tanto que dicho carácter ético
es puro, la singularidad aparece como indiferente y la mujer es privada del
reconocimiento de sí misma como este sí mismo en otro. Su reconocimiento puro y
sin mezcla de naturalidad se produce en su relación con el hermano. “Para la hermana
el hermano perdido resulta insustituible y su deber para con él es su deber supremo”.
“Cuando muere un esposo —dice Antígona en el comentario literal de Hegel— hay
otro que puede sustituirle; cuando se pierde un hijo hay otro hombre que puede darme
28
un segundo, pero ya no puedo esperar el nacimiento de un hermano” (1991, pp.313-
314).
Con este extracto podemos comprender por qué la relación entre hermano y
hermana es tan importante para Hegel: como es el vínculo ético por excelencia, revela
el ser de la sustancia y la conciencia ética. Por eso, es a partir de este que Hegel logra
desentrañar cómo es que estas sustancias son. Pero también es fundamental
comprender por qué es tan importante para Hegel aislar las esencias éticas de toda
“impureza natural”. Para esto, es útil acudir a la última sección de la Fenomenología
—“El espíritu absoluto”—. Allí, Hegel aclara que el espíritu aparece primero como
naturaleza y luego como conciencia e historia. Según él, la encarnación del espíritu
como conciencia hace que este se desarrolle en un estadio superior al de la naturaleza:
[El espíritu] en su ir-dentro de sí, se ha sumergido en la noche de su autoconciencia,
pero su desaparecida existencia está preservada dentro de esa noche, y esta existencia
cancelada y asumida —que es la anterior, pero renacida a partir del saber— es la
nueva existencia, un nuevo mundo y una nueva figura del espíritu. En ella, el espíritu
ha de comenzar con la misma ingenuidad, desde el principio, por su inmediatez, y ha
de volver a crecer y educarse desde ella, como si todo lo anterior se hubiera perdido
para él y él no hubiera aprendido nada de la experiencia de espíritus anteriores
(Hegel, 2010, F, p.919).
Como la eticidad hace parte de este desarrollo superior del espíritu que es el
de la autoconciencia, escindirla de las afectividades naturales se hace una tarea
fundamental.
En los hermanos, entonces, la distinción que existe entre la cosa pública y la
familia se hace real, es realmente efectiva. Tal y como ya se dijo, la mujer, en calidad
de hermana, se hace estandarte de la familia y de la sustancia ética inmediata que en
esta mora; el hombre, en calidad de hermano, se hace estandarte de la cosa pública y
de la cultivada autoconciencia ética que le otorga la particularidad al pueblo. Es aquí,
también, donde se erige la distinción entre la ley divina y la humana. La ley divina
expresa la mera sustancia ética, aun sin autoconciencia, en la que el deber y la
obligación aparecen como cosa apremiante, pero aun incomprendida. En la ley
divina, la esencia ética se expresa en su forma más inmediata, como un deber
incondicionado de obediencia. La ley humana, por su parte, aparece como aquello
29
que le falta a la ley divina; es decir, como autoconciencia ética. La ley divina
interactúa de pleno con la sustancia ética —lo apremiante que para Antígona es el
deber de enterrar a Polinices es una muestra de esto—, pero, por lo inmediato de esta
interacción, en poco o en nada puede determinarse. Con la ley humana, en
contrapartida, sucede lo contrario: el ciudadano solo interactúa con esta si la reconoce
y, a su vez, identifica en el gobierno la existencia efectiva y simple de esa ley
humana. Esta última, siendo así, aporta a la sustancia ética la conciencia que le falta.
Aquí queda claro cómo, a pesar de la relación de oposición, también hay una
complementariedad entre la ley divina y la humana, por un lado, y la familia y la cosa
pública, por otro. La suma de cada una de estas partes completa la eticidad: la familia
y la ley divina le dan a la cosa pública y la ley humana el sustrato que la familia y la
ley divina hacen consciente.
Antígona expresa paradigmáticamente lo expuesto por Hegel sobre la
eticidad: si sus hermanos —Polinices y Eteocles— son los estandartes de la cosa
pública y la ley humana, Antígona hace lo propio en lo relativo a la familia y la ley
divina. Hay que notar, además, que el vínculo familiar que une a Antígona con sus
hermanos —en especial con Polinices, el injuriado— es aquel que, según Hegel, es el
privilegiado. En el lazo afectivo que existe entre dos hermanos la naturaleza de la ley
divina y la humana y de la familia y la cosa pública resuena con toda su fuerza y
claridad. El interés que une a dos hermanos entre sí está marcado, inequívocamente,
por la paridad: es única y exclusivamente ético en ambos. Por esto, como ya se
indicó, la representación que el uno hace del otro es justa y adecuada. Tal cosa es lo
que permite que en el trato recíproco entre hermanos se manifieste sin distorsiones el
ser de la ley humana, la ley divina, la cosa pública y la familia. La trama de Antígona,
precisamente, representa esto: en el trato que Antígona tiene hacia Polinices, que es el
hermano al que se le niegan los ritos funerarios, los deberes que exige la ley divina se
expresan inequívocamente. Asimismo, estos deberes salen a relucir en la actividad en
la que el cuidado que la familia deposita a sus miembros es esencial: los ritos
funerarios. Sobre esta actividad, Hegel indica que:
30
El muerto, puesto que ha liberado su ser de su actividad o de su Uno negativo, es la
singularidad vacía, es solo un ser pasivo para otro, abandonado a todas las
individualidades abyectas, carentes de razón, y a las fuerzas de materias abstractas
que son más fuertes que él: aquéllas, en virtud de la vida que ellas tienen, y éstas, en
virtud de su naturaleza negativa. Esta actividad de un apetito sin conciencia y de
esencias abstractas, tan ultrajante para el muerto, es lo que la familia aparta de él,
subtituyéndola (sic) por lo suyo, y deposa al pariente muerto con las entrañas de la
tierra, con la individualidad elemental e imperecedera; lo convierte así en compañero
de una comunidad que más bien domina y mantiene atadas las fuerzas de las materias
singulares y las formas de vida abyectas que, liberadas contra él, querían destruirlo.
Este deber último constituye, entonces, la ley divina perfecta o la acción ética
positiva para con el individuo singular (2010, F, p.535).
El rito funerario es entonces el deber elemental que la familia tiene con su
miembro. Esto es así porque, en la muerte, el ser singular aparece como cosa pasiva,
inerte y acabada. En estas circunstancias, queda sometido al murmullo y desprestigio
de sus rivales, pero también a la inclemencia de las fuerzas de la naturaleza. El rito
funerario es un deber netamente familiar porque no se remite a un singular que aún
está siendo y que, por tanto, es para la cosa pública. Aquel que ha muerto ya ha sido
—ya fue— y, en el rito, la familia le deposita un cuidado que lo sustrae de la cizaña
de las murmuraciones y los reproches, pero también de la descomposición causada
por una tierra que lo reclama como abono y unos animales que lo desean como
alimento. En el rito funerario, la familia consuma el movimiento final por el que la
singularidad vacía vuelve a la comunidad: las exequias lo apartan de la naturaleza y
lo insertan en una sociedad que vela sus muertos. Antígona, en cuanto hermana de
Polinices, encarna este deber. Las fuerzas destructivas, por su parte, que amenazan el
cadáver de Polinices con la podredumbre, se manifiestan en el edicto de Creonte —
esencia abstracta— y la inclemencia de los buitres que despedazan los restos —
apetito sin conciencia—.
El conflicto entre la ley humana y la ley divina también se pone de presente en
esta tragedia griega. Antígona, debido a aquello que se ha expuesto, se erige como
guarda de la ley divina y, por tanto, de la esencia de la familia. Creonte y su edicto,
en contraposición, emergen como estandartes de la ley humana. En la disputa que
enfrenta a Creonte con Antígona, la relación entre la ley humana y la divina solo
aparece en su faceta conflictiva. El rey de Tebas, al prohibir el entierro de Polinices,
31
se enfrenta al mandato de los dioses que exige que los parientes velen a sus muertos.
Antígona, mientras tanto, se resiste a obedecer la ley humana si su cumplimiento
supone que desconozca el deber que tiene con su propia sangre y, por extensión, con
los dioses mismos. Por esto desafía la ley humana, y en este desafío consuma el
conflicto que existe entre esta y la ley divina. Pero el desenlace de este desafío
muestra la otra relación que existe entre estas dos leyes: el suplicio de Creonte, que
tiene que lidiar con el suicidio de su esposa y de su hijo, revela que la ley humana y la
divina, en cuanto esencias éticas, han de complementarse mutuamente. La ley
humana es la autoconciencia que le falta a la ley divina; esta última, igualmente, es la
sustancia en la que la autoconciencia se funda o, más bien, es el contenido que se
hace consciente en la autoconciencia. Aquel que sea incapaz de contemplar y realizar
esta complementariedad se condena a un destino como el de Creonte. Este representa
el mal final de todos los tiranos que, por su afán de dominio, aniquilan el sustrato
sobre el que la autoconciencia habría de erigir la eticidad8.
Esta reconstrucción parcial del movimiento del espíritu y del modo en el que
Hegel concibe el poder político en la Fenomenología —tan solo se ha cubierto la
subsección de la eticidad— basta para los propósitos de este escrito. Debe recordarse
que lo que se pretende es mostrar cómo la comprensión de lo político de Hegel se
enmarca en una forma más general de concebir el devenir, y que esta concepción es
una que lo supedita al espíritu y a lo absoluto9. El trasegar seguido por el espíritu, así
8 A pesar de lo dicho, debe tenerse en cuenta que, dada la comprensión trágica que Hegel tiene del
espíritu, la “bella totalidad” que reúne a la ley divina con la humana tiene que disolverse por su
relación de oposición. Tal y como lo ilustra Antígona, la ley humana y la divina tienen que enfrentarse.
Los sujetos éticos deben afirmar la legitimidad de la esencia que representan, pero al hacerlo,
reconocen también la efectividad del poder y la esencia a la que se oponen, pues es por esta que,
precisamente, requieren afirmar la suya. Antígona considera que su deber es realizar la sustancia ética,
pero sí debe realizarla ello se debe a que la otra esencia, la conciencia ética, tiene efectividad y se
realiza por cuenta de otro sujeto ético —Creonte—. Esta situación pone a los sujetos éticos en un
dilema trágico: o bien no se actúa porque la otra esencia es efectiva y, por tanto, no se obra conforme
al deber de la esencia ética que se encarna, o se obra a sabiendas de que la otra esencia, por ser
efectiva, también tiene su legitimidad. Esta situación trágica deriva en la disolución de la “bella
totalidad” del mundo ético, que es también el mundo de la Antigua Grecia (Hyppolite, 1991).
9 Hay que saber por qué Hegel considera que supeditar el devenir al espíritu es absolutamente
necesario. Al hacer esto, lo que se desea es insuflar de vida al devenir mismo, explicar su dinamismo a
través de una universalidad con la que interactúa y desde la cual extrae su potencia. Esto lo hace a raíz
de una polémica con Spinoza: si hay una única sustancia —Dios— esta tiene que interactuar con sus
32
como el modo en el que el poder político y la relación que tiene con el individuo
aparecen en Hegel, pretende ilustrar este punto. La idea es mostrar que detrás de
todos los movimientos que se dan en el devenir existe una interacción de este con
aquello que Hegel denomina la universalidad y que esta última, de hecho, funge
como causa de tales movimientos.
Esto queda claro en la relación entre la ley humana y la divina, determinante
para la eticidad. Ya hemos visto cómo, para Hegel, la ley humana es la esencia
singular y la divina, la universal. Pero la ley humana, en cuanto esencia singular,
tiene su sustrato en la esencia universal, esto es, en la ley divina10. Cuando aquella
desconoce esto, se desvirtúa a sí misma y rompe con la unidad esencial constitutiva
de la eticidad. La interpretación de Hyppolite también se acoge a esta comprensión.
Sobre la ley divina dice que:
Representa solamente una ley subterránea; en principio, esta ley no es defendida más
que por ‘una sombra exangüe’, la singularidad inefectiva y sin fuerza. Pero, no por
ello esta ley deja de ser la raíz del espíritu efectivo y, en este sentido, el supremo
derecho de la comunidad se convierte en su suprema culpa (1991, p.329).
El destino de Creonte en Antígona ilustra las consecuencias que este divorcio
tiene para la ley humana. La tragedia del rey de Tebas, los suicidios de su hijo y de su
esposa —además de la fatal desavenencia con Antígona, su sobrina—, se deben a que
la ley humana por él establecida transgrede la ley divina. Esta transgresión es la ruina
de la ley humana, no de la divina. En el castigo sufrido por Creonte, el mandato de
los dioses, la ley divina, revela su persistencia a pesar del edicto del rey. Si este no
fuese el caso, entonces la ley divina no podría sancionar a Creonte por su
transgresión. En el enfrentamiento entre la ley humana y la divina, esta última afirma
su prevalencia en cuanto universalidad y sustrato de aquella. La ley humana,
entretanto, se pervierte por no seguir la pauta marcada por la universalidad.
modos —extensión y pensamiento— y gestarse en esta interacción. La metafísica de Spinoza, sin
embargo, no parece explicar esto satisfactoriamente. El espíritu, entonces, es esa sustancia viva que sí
interactúa con sus modos o manifestaciones. Se expresa y, de hecho, es, aunque no solamente, sus
modos y realizaciones —naturaleza e historia—.
.
33
Y es que, en cualquier caso, la ley humana no le otorga la sustancia a la ley
divina, sino la conciencia. Por esto, la ley divina puede subsistir sin la humana, así
sea solo como pura sustancia sin conciencia —hay que notar cómo es el destino el
que sanciona a Creonte, no un verdugo particular—. Hegel ilustra este punto a través
de la relación entre la familia y la cosa pública, así como entre el hombre y la mujer.
La familia, al ser la primera comunidad ética, es ética inmediatamente: el cuidado de
los miembros de la familia, al estar atravesado por el afecto —que, en la mayoría de
las relaciones familiares, además de ético, es natural—, irrumpe de pleno, sin
reflexión alguna. La cosa pública, por su parte, al constituirse como comunidad ética
solo en la medida en que sus miembros ostentan la dignidad de ciudadanos y obran
conforme a los deberes que les impone esta condición, es ética mediatamente:
requiere que el ciudadano, en la conciencia que lo ha constituido como tal, encuentre
lo que es más provechoso para la cosa pública y sus miembros y que obre conforme a
ello. De tal manera, la familia no requiere de la conciencia de la eticidad que ella es
para constituirse como comunidad ética; la cosa pública, sí.
Así las cosas, la familia y la cosa pública replican la relación habida entre la
ley divina y la humana, esto porque ambas relaciones son meras instancias del
vínculo entre la sustancia y la conciencia ética11. Así como la ley divina es el sustrato
de la humana, la familia le brinda a la cosa pública su sustancia. La polis toma al
sujeto que la familia ha criado en su seno y, además de la conducta ética que ya ha
adquirido en la familia, cultiva en él la conciencia ética al hacerlo ciudadano. No es,
entonces, que la cosa pública haga ético al ciudadano: este ya ha hecho parte de una
comunidad ética previamente —la familia—. Por tanto, en la cosa pública el sujeto
“solo” toma conciencia del ser ético que ya era. A partir de esa conciencia participa
en el ethos de su pueblo y en lo público. De tal modo, es así como su relación con la
11 Tampoco podemos perder de vista que, como se indicó más arriba, la relación entre el hombre y la
mujer también es una instancia del vínculo entre la sustancia y la conciencia ética. Para Hegel, el
hombre es el sujeto ético de la cosa pública; la mujer, como contrapartida, es el sujeto ético de la
familia. Esto hace que la mujer tenga una relación estrecha y directa con la sustancia ética. El hombre,
por su parte, la tiene con la conciencia ética. Hay que notar, no obstante, que ese sujeto ético de la cosa
pública fue formado previamente en la familia. Por ello, aún sin tener consciencia de la sustancia ética,
la experimentó en esa comunidad ética primera que fue su familia.
34
eticidad se hace reflexiva: ya no se trata solo de que la sustancia ética obre en él, sino
de que es consciente de la sustancia ética y, a raíz de ello, sabe su contenido. La
sustancia ética, en consecuencia, está presente en todas las instancias de la eticidad;
más aún, es por esto por lo que es universal. La conciencia, mientras tanto, solo se da
en la cosa pública. Y esta última, sea como sea, es siempre conciencia de la
universalidad. Se tiene, así las cosas, que la sustancia ética, en cuanto siempre
presente, es la determinante de la eticidad y de todas sus expresiones particulares: las
formas efectivamente reales de la eticidad —su concreción en el ethos de los
pueblos— remiten, sin excepción, a la sustancia ética universal.
Hegel jamás ocultó este carácter determinante de la universalidad. En efecto,
ya en las primeras páginas de la sección de la Fenomenología del espíritu que ha sido
objeto de reconstrucción parcial en esta sección —“El espíritu”— dice que:
Substancia y esencia universal permanente, igual a sí misma: él, el espíritu, es el
fundamento y punto de partida, no quebrantado ni disuelto, de la actividad de todos,
así como su fin y meta en cuanto lo en-sí pensado de toda autoconciencia. —Esta
substancia es, asimismo, la obra universal que se engendra por la actividad de todos y
cada uno como la unidad e igualdad de ellos, pues ella es el ser-para-sí, el sí-mismo,
la actividad. En cuanto la substancia, el espíritu es la seipseigualdad justa y sin
vacilación; pero, en cuanto Ser-para-sí, la substancia de la esencia disuelta, la esencia
bondadosa que se sacrifica, en la que cada uno lleva a cumplimiento su propia obra,
desgarra el ser universal y toma para sí una parte de él. Esta disolución y
singularización de la esencia es justamente el momento de la acción y del sí-mismo
de todos; es el movimiento y el alma de la sustancia, y la esencia universal causada y
efectuada. Justamente en el hecho de que es el ser disuelto en el sí-mismo no es la
esencia muerta, sino que efectivamente real y viviente (Hegel, 2010, F, p.523).
Se afirma así la omnipresencia del espíritu, la sustancia y esencia universal. Él
es el comienzo y el final de lo devenido —fundamento y punto de partida, fin y
meta—, origen y destino de lo efectivamente real. Pero también es, visto no como en
sí sino como para sí, la potencia a partir de la cual lo devenido sucede y se realiza. El
espíritu se ofrece a lo efectivamente real y es por este ofrecimiento que lo devenido
llega a ser y es lo que es. No podría ser de otro modo, pues si realmente se quiere que
el espíritu sea el determinante de lo devenido no basta con que “solo” sea comienzo y
final de lo efectivamente real: también ha de acompañar al devenir en su devenir; en
otras palabras, también ha de estar presente “entre” el comienzo y el final de lo
35
devenido, pues es aquí, precisamente, donde el devenir deviene. Por esto, Hegel
indica que al disolverse en el sí mismo el espíritu se hace efectivamente real y
viviente: solo al determinar al devenir propiamente el espíritu se garantiza a sí mismo
su propia universalidad. Si le fuese ajeno el sucederse del devenir, si solo el comienzo
y el final fuesen su dominio, entonces le sería ajeno el darse de la existencia y, por
tanto, no sería universal. El espíritu no solo es el comienzo y el final de lo
efectivamente real, sino que él mismo es esa efectividad real que se da. Y lo es
porque, en cuanto potencia y sustrato de lo devenido, lo determina en su sucederse.
Es así como se hace una universalidad efectiva no disociada radicalmente de la
particularidad, sino expresa y manifiesta en esta.
Para ahondar en esta difícil relación entre lo absoluto y el devenir en Hegel —
que, a la larga, es idéntica a la de lo universal y lo particular— conviene acudir a sus
Fundamentos de la filosofía del derecho (2017[1821]), más concretamente, al modo
en el que en estos se determina el concepto de voluntad. En este libro, contrario a la
Fenomenología, Hegel expone el derecho en su orden lógico y no fenomenológico, es
decir, lo presenta a partir del orden interno que se da en su concepto y no a partir del
orden en el que efectivamente se sucede —o sucedió— en el devenir. Así, mientras
que en la Fenomenología el orden de exposición empieza con la eticidad, sigue con la
propiedad y termina con la moralidad, en los Fundamentos de la filosofía del derecho
empieza con la propiedad —determinación abstracta—, sigue con la moralidad —
determinación particular— y termina con la eticidad —determinación concreta—.
Para Hegel, la voluntad se constituye en tres momentos: el universal, el
particular y, por último, el individual. En el momento universal, la voluntad se
determina como puro querer, sin remisión a objeto deseado alguno; luego, en el
momento particular, aparece con una determinación específica, es decir, como un
querer algo. Ese “algo” que es querido, precisamente, constituye la voluntad
particular. Pero la determinación de la voluntad no termina en este hacerse particular.
El último momento, el individual o singular, emerge como conservación y superación
(Aufhebung) tanto del momento universal como del particular. La voluntad queda así
determinada como autodeterminación o, lo que es lo mismo, como determinación
36
interna. Ni lo universal ni lo particular definen por sí solos la voluntad. Esta es la
razón por la que Hegel indica en el §7 de los Fundamentos de la filosofía del derecho
—“El contenido de la voluntad (c): individualidad como unión de lo general y lo
particular”— que:
La voluntad es la unión de ambos momentos: la particularidad, que se piensa
internamente y que, a través de esa reflexión, vuelve a lo general; la individualidad:
la autodeterminación del yo; el yo se pone a sí mismo como la negación de sí mismo,
es decir, se pone como un yo determinado, como un yo limitado y, a la vez,
siguiendo siendo él mismo, es decir, sigue siendo idéntico a sí mismo y general: y se
determina a atarse sólo a sí mismo (Hegel, 2017, FD, p.37).
La voluntad, entonces, es la determinación que parte del sujeto mismo. En
cuanto determinación, es ya reflejo de un querer particular, es manifestación de un
“algo” que es querido. Pero este querer particular parte de la universalidad del querer:
no podría querer algo sin ser yo mismo la aptitud de querer. Por eso, en su
determinación, la individualidad vuelve a la generalidad del querer mismo. El sujeto,
en sí mismo, es la capacidad de darse su propia determinación y, por tanto, es
inicialmente general, indeterminado. Ese es el motivo por el que, al hacerse con una
voluntad individual, el yo no traiciona ni la generalidad ni la particularidad: su
individualidad es la manifestación de ambos momentos a la vez. Es un querer algo
particular, sí, pero también es un querer que en nada traiciona la aptitud de querer
indeterminada: antes bien, es una determinación que parte de esta aptitud misma de
aquel que quiere. Por eso, en cuanto determinación del yo, no contradice aquella
indeterminación que todo yo es en sí mismo, pues esta determinación es una que parte
de ese yo. Es este el que, en su capacidad de determinarse, la determina.
Queda en evidencia de nuevo el rol preponderante de la universalidad. A pesar
de que Hegel indica que la pretensión de realizar irrestrictamente este momento en el
devenir “toma la forma (…) de un fanatismo destructivo de cualquier orden social
existente”12 (2017, FD, p.34), también es cierto que a la hora de determinar el
12 Al escribir estas palabras, Hegel tenía en mente la fase final de la Revolución francesa: el Terror.
De hecho, en los apuntes de H.G. Hotho y K.G. Griesheim, alumnos de Hegel que asistieron a sus
cursos sobre la filosofía del derecho, se dice que la realización en la realidad de la voluntad como lo
general abstracto “aparece de una manera más concreta en el fanatismo activo de la vida política y
37
segundo momento de la voluntad —lo particular— resalta que este ya está incluido en
el primero —lo general—:
Como lo particular está incluido en lo general, se sigue de aquí que este segundo
momento está ya incluido en el primero, pues sólo es poner lo que el primer
momento ya es en sí. —El primer momento, es decir, el primero para sí, no es en
realidad la verdadera infinitud y lo general concreto, es decir, no es el concepto, sino
solo algo determinado, algo unilateral, pues porque este segundo momento sea la
abstracción de cualquier determinidad, él mismo no está sin una determinidad, pues
ser algo abstracto y unilateral es su determinidad, de finitud y de imperfección—
(2017, FD, p.36).
Lo general abstracto incluye en sí lo particular y su indeterminación es en
realidad una forma de determinación. Además, lo general requiere de lo particular
para hacerse verdaderamente universal, pues, más allá de la abstracción, requiere ser
concreto; requiere, en otras palabras, realizarse. Y el modo de realización o
concreción de lo general se encuentra, precisamente, en lo individual, en esa
conjunción de lo general y lo particular. En cualquier caso, todas las instancias de
determinación de la voluntad están a su vez determinadas por la relación que guardan
con la universalidad. La pauta del desarrollo de la voluntad es la inicialmente
contenida en la universalidad.
Pero la supeditación de lo particular y lo individual a lo universal no es una
característica incidental del sistema hegeliano; antes bien, es el corazón mismo de
este y el principio rector que permea toda su estructura. De hecho, cuando Hotho
recoge los motivos del orden de exposición que su maestro Hegel sigue en los
Fundamentos de la filosofía del derecho, indica que:
La Idea tiene que determinarse a sí misma continuamente dentro de ella misma, pues
al comienzo solo es un concepto abstracto. Pero este concepto abstracto del comienzo
nunca se abandona, sino que se va enriqueciendo cada vez más, por lo que la última
religiosa, por ejemplo, en la fase del Terror durante la Revolución francesa, en la que se intentó
eliminar toda diferencia basada en el talento o la autoridad. Esa época fue un estremecimiento contra
cualquier particularidad; no podía soportarla, porque el fanatismo quiere algo abstracto y no una
estructura: donde surgen diferencias, las considera opuestas a su propia indeterminidad y las elimina”
(Hotho y Griesheim en Hegel, 2017, FD, p.35). (Vale la pena aclarar que las notas de Hotho y
Griesheim están integradas al texto de los Fundamentos de la filosofía del derecho. La edición de
Eduard Gans de 1833, al igual que la de 1840, hizo esta inclusión y la edición en español de Joaquín
Abellán para la editorial Tecnos respeta esta incorporación).
38
determinación es la más rica de todas. Las primeras determinaciones que eran sólo en
sí mismas llegan así a su libre autonomía, pero de tal forma que el concepto sigue
siendo el alma que mantiene unido todo y que sólo llega a sus propias
diferenciaciones por un proceso interno. Por eso, no se puede decir que el concepto
llega a ser algo Nuevo, sino que, por el contrario, su determinación final coincide de
nuevo con su primera determinación. Aunque parezca que de este modo el concepto
se ha dividido en su existencia, de hecho, sólo se trata de una apariencia, que se
muestra como tal en el propio desarrollo, en cuanto que todas las individualidades
vuelven finalmente al concepto de lo general (Hotho en Hegel, 2017, FD, pp.56-57).
Se tiene, en consecuencia, que en el sistema hegeliano lo más desarrollado, lo
ulterior y definitivo, es lo concreto. Pero, asimismo, lo universal, en la forma del
concepto abstracto, contiene ya lo particular y lo concreto en cuanto germen de estas
instancias. El desarrollo de lo particular y lo concreto —que se corresponden,
respectivamente, con la naturaleza y la historia— se pliega forzosamente al concepto
universal, pues este ya los contiene a aquellos en cuanto necesarias determinaciones
de su en sí. Y es que, a la larga, que lo universal contenga ya los otros momentos del
espíritu no es más que una consecuencia necesaria del modo en que Hegel concibe la
relación entre lo finito y lo infinito. Anselm K. Min en su artículo Hegel’s absolut:
Trascendent or Immanent (1976), elucida las particularidades de esta compleja
relación.
Tal y como el nombre del artículo lo indica, el propósito principal de Min es
el de esclarecer la naturaleza del absoluto del sistema hegeliano. En particular, lo que
desea es aclarar si este es trascendente o inmanente. Para Min, el absoluto hegeliano
no es ninguna de las dos cosas, al menos no en el sentido tradicional. Así, no se le
puede equiparar ni con la inmanencia de Spinoza —que “reduce” a Dios o el absoluto
a todo lo sensible— ni con la trascendencia del cristianismo —que presenta lo
absoluto como algo total y completamente distinto del mundo sensible—. El motivo
por el que el absoluto hegeliano no se corresponde con ninguna de estas dos
comprensiones tradicionales es que, a los ojos de Hegel, ambas responden a una
forma equivocada de comprender la relación entre lo finito y lo infinito. Mientras que
la inmanencia de Spinoza no hace más que hacer infinito lo finito, la trascendencia
cristiana, por su parte, “finitiza” lo infinito. En el caso de la inmanencia, lo que se
hace es afirmar que la finitud es todo lo que hay —y el colapso de Dios en esa finitud
39
no es más que una consecuencia necesaria de esa afirmación—. Si se dice que lo
finito es todo, se hace infinito lo que por principio habría de ser finito. La finitud, el
mundo sensible, es todo lo que hay y puede haber, con esto, se hace interminable lo
que, al ser finito, debería de terminar. Con la trascendencia cristiana sucede un
proceso similar, aunque inverso. Se afirma que lo absoluto o el mundo suprasensible
es completamente distinto de la existencia, lo terreno o el mundo sensible. Al hacer
esto, hay algo que la pretendida infinitud no abarca y es, precisamente, lo finito. Pero
si la infinitud efectivamente es infinita tiene que abarcarlo todo; al no abarcar lo
finito, esta existencia mundana, realmente se le está limitando, “finitizando”. La
solución de Hegel a este problema es, cuando menos, singular, y es aquella que se
avizora en el fragmento de Hotho que acabamos de transcribir: su infinito no es
absolutamente distinto de lo finito, sino que este último es el otro de lo infinito que,
sin embargo, surge de la infinitud misma, es exteriorización suya. Lo finito y lo
infinito no son completamente distintos, sino que, en cuanto exteriorización de sí, lo
finito sigue siendo algo de lo infinito: es, precisamente, su otro. Lo infinito, entonces,
aún está relacionado con lo finito, no es absolutamente distinto de este. El rol que
cumple el espíritu en medio de esta relación es uno bastante singular. Dado que, tal y
como veremos más adelante, el espíritu es ese movimiento “exteriorizante” que
anima al universal a desarrollarse, este es el enlace que preserva la relación entre lo
finito y lo infinito; por ende, es lo realmente infinito de la infinitud. Quizá el aspecto
más cautivador de la filosofía hegeliana es que en ella se da lo que podríamos
catalogar como un oxímoron: una inmanente trascendencia.
Hay, si hace falta, una muestra más de la primacía de lo universal en cuanto
origen de lo particular. Esta, nuevamente, se encuentra en los Fundamentos de la
filosofía del derecho y se refiere a la ilegitimidad del suicidio:
La totalidad completa de la actividad exterior, la vida, no es algo externo respecto a
la personalidad, la cual existe como algo inmediato, como esta personalidad. La
enajenación o el sacrificio de la vida es, más bien, lo contrario de la existencia de esta
personalidad. Por eso, yo no tengo ningún derecho a esa enajenación. Sólo tiene ese
derecho a disponer de la vida una idea ética, en la que esté esta personalidad
inmediata en sí y que constituya la fuerza efectiva de ésta. Al igual que la vida es en
sí inmediata, la muerte es también negatividad inmediata de la vida, por lo que la
40
muerte pude venir de fuera, por una causa natural, o, por una mano extraña al servicio
de una idea (2017, FD, p.92).
La “idea ética” a la que Hegel se refiere en este extracto es el Estado. Y es que
este es la totalidad concreta en la que el individuo participa. Si esto es así, se entiende
que el individuo no tenga autorización alguna para levantar la mano contra sí mismo.
Es el Estado, el espíritu objetivo y la comunidad ética de la que el sujeto hace parte,
el que ha de decidir el destino de este. Claro, podría afirmarse que el Estado no se
corresponde con el momento universal del espíritu, sino con el concreto, el más
elevado y perfecto. Pero la legitimidad que el Estado adquiere para disponer de la
vida de sus súbditos radica en la universalidad que en él reside, en él como
manifestación concreta —realización— de aquella. No deja de ser diciente que Hegel
indique que el orden de las cosas es que la vida termine por una causa natural o por,
tal y como indica el pasaje arriba citado, “una mano extraña al servicio de una idea”.
El primer supuesto remite a la universalidad con sustancia, pero sin conciencia que es
la naturaleza; el segundo, mientras tanto, remite a la universalidad concreta que
emerge una vez la sustancia en la naturaleza se ha hecho también consciente: el
Estado. En uno y otro caso, es la universalidad la que vuelve y reclama su derecho
sobre el sujeto.
Aunque ya hemos destacado que el carácter preponderante de lo universal y lo
absoluto es evidente en la sexta sección de la Fenomenología —“El espíritu”— y
también hemos mostrado que tal rasgo se encuentra en los Fundamentos de la
filosofía del derecho, aún no hemos mostrado que esa preponderancia es inherente al
sistema elaborado por Hegel. Para esto, habría que demostrar que el desarrollo de
toda la obra hegeliana sigue un mismo patrón de elaboración: aquel en el que lo
particular o devenido aparece como exteriorización de lo absoluto y, por tanto, se
supedita a este. Tal empresa, sin duda, supera los propósitos de este escrito.
Afortunadamente, hay otro modo de revelar esta sujeción del devenir al absoluto y es
el de presentar el final de la Fenomenología —la sección octava, titulada “El saber
absoluto”— como la exposición de la verdad formal que emerge como principio de
realización del devenir; en otras palabras, habría que mostrar que la última sección
41
describe el ser del espíritu y, dado que al espíritu nada de la existencia le es ajeno,
describe a su vez, aunque solo sea formalmente, el modo en el que el devenir es
engendrado, el inevitable realizarse de lo concreto y de la existencia. El saber
absoluto, entonces, es absoluto porque es saber del espíritu, y al espíritu nada le está
oculto ya que este es todo lo que es. Saber del espíritu —saber que, de hecho, solo
puede partir del espíritu mismo— es entonces saber de toda la existencia, pues lo
existente, al ser exteriorización del espíritu, no puede rehuir del ser de este: todas las
cosas suceden a la manera en que el espíritu es y, a la vez, el modo en el que las cosas
suceden es la forma en la que espíritu se realiza.
El saber absoluto se corresponde con la configuración última y perfecta del
espíritu que se ha hecho consciencia. En el saber absoluto, la conciencia del espíritu
es consciencia de sí mismo. Esto quiere decir, por una parte, que en el saber absoluto
la conciencia del espíritu es su autoconciencia y, por otra, que en el saber absoluto el
espíritu hace de sí su objeto. En las anteriores configuraciones del espíritu, este, por
ser esencialmente exteriorización, había hecho de su objeto las cosas exteriores
puestas por él. Ahora, en el momento del saber absoluto, comprende su objeto no
como lo exterior, sino como el exteriorizarse que él mismo es en cuanto espíritu. Pero
tan pronto como el espíritu hace de sí su objeto, esto es, constituye su saber como
saber de sí mismo, aprehende con ello todas las configuraciones por las que el espíritu
ha tenido que pasar hasta alcanzar la configuración última que supone el saber
absoluto. El saber del espíritu supone el saber de su trasegar, de las configuraciones
por las que ha tenido que pasar para alcanzar el saber absoluto, pues es su ser, ese
configurarse, el que implica las formas que paso a paso va alcanzando. Que se diga
que el espíritu, a la manera de un imperativo, “ha tenido” que pasar por sus
configuraciones previas a la del saber absoluto para ser en su configuración perfecta
supone que el espíritu solo puede ser saber absoluto tras pasar por cada una de sus
configuraciones imperfectas. En esta medida, la comprensión que Hegel tiene del
devenir es fatal —destinal—: el sucederse de las cosas tiene que darse de forma tal
que las configuraciones imperfectas del espíritu se sigan las unas a las otras hasta
42
alcanzar la configuración última y perfecta, el saber absoluto, destino del espíritu y el
devenir. Por esto, ya para el final de la Fenomenología, Hegel enuncia que:
En el saber [absoluto] (…) el espíritu ha concluido su movimiento de configurar, en
la medida en que tal configurar se halla afectado por la diferencia, no sobrepasada, de
la conciencia. Ha ganado el elemento puro de su existencia, el concepto. El
contenido, según la libertad de su ser, es el sí-mismo despojándose de sí y
exteriorizándose, o la unidad inmediata del saberse a sí mismo (2010, F, p.917).
La caracterización del saber absoluto, entonces, revela que la prevalencia de la
universalidad en la eticidad no es incidental, sino que atraviesa todo el sistema
hegeliano. El saber absoluto, de hecho, es el encuentro de la conciencia con esta
universalidad; universalidad que antes de la conciencia emerge como pura y nuda
sustancia o, lo que es lo mismo, como naturaleza13. El saber absoluto, por tanto, es el
hacerse universal de la conciencia. Y esa universalidad de la conciencia no se puede
alcanzar más que haciendo de lo universal —el espíritu— objeto de esta.
Tras esta exposición, cabe reiterar la pregunta que ha guiado todo este
desarrollo: en la filosofía hegeliana, ¿cuál es la entidad poderosa? La primera
respuesta posible es aquella que afirma que lo concreto, en cuanto última figura del
espíritu y el concepto, es lo poderoso. Esta solución, aunque posible y correcta,
también resulta, a la luz de lo que hemos expuesto, insuficiente. Lo concreto, lo
racional que en cuanto tal debe exteriorizarse y se ha exteriorizado como conjunción
de lo universal y lo particular, efectivamente es la forma acabada del espíritu, su
13 Hay que tener en cuenta que en el final de la Fenomenología —al igual que en otras obras, como el
Prólogo de los Fundamentos de la filosofía del derecho— Hegel traza la diferencia entre naturaleza e
historia. Para Hegel, la naturaleza es el espíritu que opera sin saberse a sí mismo o, mejor aún, es la
sustancia desprovista de conciencia. De tal modo, en la naturaleza ya habita el espíritu, pero lo hace de
una forma irreflexiva e inmediata: su acontecer simplemente se da, la potencia del espíritu tan solo
irrumpe, sin mediación alguna que dirija su poder. En la historia, mientras tanto, el espíritu vuelve
sobre sí mismo; su exteriorización ya no se manifiesta como fuerza de la naturaleza, sino que se hace
interior y, por tanto, consciente —y conciencia—. Así, en la historia la sustancia es complementada
con la conciencia y por esto “cuando este espíritu [ahora como historia] (…) vuelve a comenzar su
formación desde el principio (…) empieza en un nivel más alto” (Hegel, 2010, F, p.919). Asimismo,
debe tenerse en cuenta que la Fenomenología del espíritu es, en estricto sentido, la fenomenología del
espíritu consciente; de hecho, podría sostenerse que la fenomenología es el camino seguido por la
conciencia hasta hacerse autoconciencia o, lo que lo mismo, conciencia del espíritu desde el espíritu
mismo. Para la estrecha relación de La fenomenología con la conciencia vale la pena estudiar el
híbrido entre escrito y esquema desarrollado por Kojève (2013a) —“Estructura de la Fenomenología
del espíritu”—.
43
realización definitiva. Pero, precisamente en cuanto lo concreto es figura del espíritu
y no algo en sí mismo, es decir, una entidad valedera por sí y no por ser
manifestación o forma de otra, consideramos que lo que habría que sostener es que es
lo universal y no lo concreto lo que materializa el poder, lo que es el poder en Hegel.
De este modo, lo concreto es la mejor expresión del poder de lo universal, pero no, en
sentido estricto, lo poderoso.
Es posible ahondar más en la respuesta que brindamos a este interrogante. Así,
podemos preguntarnos: ¿qué entidad es la que funge como universal en el
pensamiento hegeliano? La respuesta ya ha sido dada: el espíritu. La sección final de
la Fenomenología da cuenta de ello. En el devenir, el espíritu se presenta primero
como sustancia sin conciencia —naturaleza— y luego como conciencia que, tras su
trasiego, conoce su sustancia —historia—. Así, el espíritu, en cuanto totalidad
supuesta en las configuraciones suyas, es lo universal, esto a pesar de que,
precisamente por su universalidad, no sea solo eso. Ya hemos resaltado, con la ayuda
del artículo de Min (1976), que la universalidad hegeliana, para ser tal, requiere
manifestarse en todo, incluso en aquello que en principio no es universal. Si este no
fuese el caso, esto es, si lo universal no se expresase en el resto —lo particular y lo
concreto— no sería universal, pues algo se le escaparía. El espíritu, en cuanto
exteriorización que anima a la universalidad a desarrollarse y a reconocerse, como
conciencia, en las configuraciones desarrolladas, es la efectiva universalidad, lo que
dentro de la universalidad es precisamente universal.
Con esto, el poder en Hegel queda determinado como cosa impropia a la
existencia. Se expresa en esta, pero no es de esta, ni mucho menos es esta. Así,
aunque es cierto que en la existencia se manifiesta el poder, también lo es que esto es
así debido al espíritu. Por tal motivo, en el sistema hegeliano no es la existencia o el
devenir lo que es en sí mismo poderoso, sino que es en el espíritu que reside el poder
y solo por intermedio de aquel es que este se da en la existencia. Sin el espíritu,
entonces, la existencia sería impotente; de hecho, sería tan impotente que
simplemente no sería. Si hay algo que la filosofía hegeliana deja claro es que el
44
espíritu absoluto es el origen y la meta de la existencia. De hecho, no es solo eso, sino
también todo lo que se da entre ese origen y esa meta: el devenir.
1.2. Stirner y Nietzsche: el devenir por el devenir mismo
Ya se ha expuesto cómo el planteamiento político de Hegel revela un aspecto
central de su filosofía; a saber: la sujeción del devenir al espíritu y la universalidad.
Queda por presentar, antes de adentrarnos de lleno en los postulados filosóficos de
Stirner y Nietzsche, cómo la apreciación que estos dos autores tienen del pensamiento
hegeliano coincide en un aspecto: su crítica a subordinar la valoración del devenir a
su condición como expresión del espíritu. Ya hemos dicho que, para Hegel, el valor
del devenir no reside en sí mismo, sino más bien en el hecho de que es una
manifestación del espíritu. Los esfuerzos de Stirner y Nietzsche, aunque distintos en
su desarrollo, son similares en la medida en que pretenden valorar el devenir única y
exclusivamente por el devenir mismo. Su filosofía no es una que superpone un telos
último a la existencia —en el caso de Hegel, el espíritu y la universalidad—, sino que
“se limita” a realizar una defensa del devenir por lo que el devenir ofrece o, en otras
palabras, por lo que es. A continuación, se pretende presentar el modo en el que las
filosofías de Stirner y Nietzsche llevan a cabo esta crítica. Empezamos con Stirner
por tratarse de un autor más cercano a Hegel. Su vínculo con este no se desprende
únicamente de su pertenencia al grupo de los jóvenes hegelianos, sino que también,
tal y como destaca Stepelevich (1985), se debe al hecho de que Stirner, al igual que
Feuerbach y Bauer, fue alumno de Hegel: en los cuatro semestres que cursó en la
Universidad de Berlín asistió a los seminarios sobre la filosofía de la religión, la
historia de la filosofía y la filosofía del espíritu subjetivo. De hecho, para autores
como Löwith, el vínculo entre Stirner y Hegel es tan estrecho que, incluso, se puede
afirmar que aquel “es realmente la consecuencia lógica última del sistema histórico
hegeliano” 14(Löwith en Stepelevich, 1985, p.601) 15.
14 Traducción libre del inglés.
45
Pero ¿en qué aspecto se encuentra la similitud entre Hegel y Stirner, similitud
que revela la influencia de aquel en este? Se encuentra, como destaca Stepelevich
(1985), en el hecho de que Stirner acoge la caracterización hegeliana del espíritu
absoluto como “pura negatividad”. Aunque hay que ver también la tenaz
transformación a la que Stirner somete el espíritu de Hegel, pues lo despoja de toda
eternidad y, al hacerlo, lo transforma en el individuo fugaz y fáctico que existe y se
hace en el existir; es decir, que es en la existencia. Hemos dicho que, a diferencia de
Hegel, tanto Stirner como Nietzsche defienden el devenir por el devenir mismo. Esta
decisión, en un “hegeliano” como Stirner, supondría la necesaria “des-absolutización”
del espíritu. Esta se consuma, precisamente, en la figura del único16. La gran novedad
de El único y su propiedad recae en la supresión del telos que se esconde detrás del
devenir. Esta supresión es consistente con el resto del desarrollo de esta obra y, en
especial, con la caracterización del único: si Stirner quiere que este sea la “nada
creadora” —ya no la “pura negatividad”— que él dice que es, requiere que el devenir,
ese insumo que el único consume para constituirse, no dependa de racionalidad
alguna en su acontecer. Que el devenir “simplemente sea” es el presupuesto necesario
para que el único pueda hacer de sí lo que desee; es decir, no se encuentre sujeto en
su hacerse a nada distinto de aquello que él quiera sujetarse. Como contrapartida, si el
espíritu absoluto —o cualquier otra racionalidad— se encuentra detrás del devenir,
entonces el curso de este y del individuo puesto en medio de él está determinado
previamente por el espíritu.
La filosofía de Stirner, entonces, al “des-absolutizar” el espíritu, “des-
absolutiza” también el devenir, pues lo libera de la injerencia del absoluto. Con esto,
Stirner enfila su arsenal en contra de todo aquello que se erige con una pretensión de
permanencia. Para este autor, tanto el devenir como la “nada creadora” que es el
15 Hay autores que, a pesar de lo dicho, consideran que Stirner es cierta clase de anti-Hegel: entre
estos puede destacarse al mismo Stepelevich (1976) —que reconsideró su postura inicial en el artículo
de 1985 que mencionamos en el cuerpo del texto—, así como a Moggach y De Ridder (2013).
16 Para Stirner, el único es esa “nada creativa” que se constituye en el acto mismo de existir. Un
aspecto interesante de este individuo es que, por su propia naturaleza, resulta indefinible: el único no
puede determinarse a partir de atributo alguno. Su única condición cierta es que, al constituirse a sí
mismo, es singular.
46
único dan cuenta de que lo que existe está en una constante transformación. Las ideas
fijas —las fantasmagorías— traicionan al devenir y al único en la medida en que
pretenden dotar de estabilidad aquello que por principio es mudable. En medio de un
todo en incesante cambio, no se puede alegar que existen entidades eternas. Esta es la
razón por la que Stirner afirma que el poseído, aquel que se entrega devotamente a
una causa sagrada —sea esta religiosa, familiar o política—, desconoce su ser en
cuanto único: en vez de asumir su condición de creador de las creaturas —las
“causas”—, se entrega a estas últimas, sacrificando de este modo su condición de
determinante de sí mismo, pues ahora es determinado por la causa que abraza. El
calificativo de poseído cobra sentido debido a que todo aquel que se entrega
incondicionalmente a una causa permite que esta decida sobre su destino. La causa
posee al poseído debido a que puede disponer de este según sus pretensiones. Pero el
único, en cuanto creador, no es poseído sino poseedor: a diferencia del poseso, dado
que es propietario —dado que las creaturas son de su propiedad— dispone de lo que
está su poder, y lo hace como bien considere. El problema con el pensamiento
hegeliano es que, tal y como está planteado, hace de la causa del espíritu —y del
espíritu mismo— una idea fija que, en su perpetuidad, puede enajenar al individuo
que la enarbola. Para Stirner, el espíritu, tal y como aparece en Hegel, sería una
fantasmagoría. Por eso es necesario disolverlo en el devenir, sumirlo en lo efímero de
lo que existe para quitarle esa característica. Lo que queda tras esta disolución del
espíritu en lo devenido es, precisamente, el único:
De la misma manera en que yo me encuentro detrás de las cosas y, ciertamente, como
espíritu, así debo encontrarme también más tarde detrás de los pensamientos como su
creador y propietario. En el periodo espiritual no daba abasto para los pensamientos
que nacían de mi mente; como fantasías febriles se cernían sobre mí y me
estremecían: eran un poder terrible. Los pensamientos se habían personificado por sí
mismos, eran fantasmas, como Dios, el Emperador, el Papa, la patria, etc. Si destruyo
su corporeidad, la vuelvo a asimilar en la mía y digo: solo yo soy corpóreo. Y
entonces tomo el mundo como lo que es para Mí, como lo Mío, como Mi propiedad:
todo lo refiero a Mí (Stirner, 2013, p.43).
El veredicto que Nietzsche tiene de la filosofía hegeliana converge con el de
Stirner en el aspecto que hemos destacado: la inconformidad con la sujeción del
47
devenir al absoluto. El aforismo 357 de La gaya ciencia, en el que Nietzsche pretende
elucidar si detrás de los pensadores alemanes se esconde un carácter alemán, da plena
cuenta de esto. Entre los autores que aborda destacan especialmente Hegel y
Schopenhauer. Del primero resalta que “(…) trastocó todas las costumbres y malos
hábitos lógicos al atreverse a enseñar que los conceptos genéricos se desarrollan unos
a partir de otros”; además “introdujo en la ciencia el decisivo concepto de
‘desarrollo’” (GC, §357). Al destacar estos puntos, Nietzsche concluye que Hegel era
un filósofo con un carácter eminentemente alemán, esto porque “(al contrario de
todos los latinos) [los alemanes] le atribuimos instintivamente al devenir, al
desarrollo, un sentido más profundo y un valor más rico que aquello que ‘es’” (GC,
§357). Pero si es posible concluir esto de Hegel, no sucede lo mismo con
Schopenhauer. Al hacerse la pregunta de si este era un filósofo alemán con un
carácter igualmente alemán, Nietzsche responde:
No creo. El acontecimiento después del cual era de esperar con seguridad este
problema, de manera tal que un astrónomo del alma habría podido calcular el día y la
hora de su aparición, la declinación de la creencia en el dios cristiano, el triunfo del
ateísmo científico, es un acontecimiento europeo en su conjunto, en el cual todas las
razas deben tener su parte de mérito y honra (GC, §357).
Así, Nietzsche identifica un campo en el que Hegel y Schopenhauer son
eminentemente antagónicos: si el primero diviniza la existencia, el segundo la
despoja de ese halo divino y, acto seguido, se pregunta si una existencia así de
“mundana” vale la pena. De hecho, Nietzsche va tan lejos como para afirmar que esta
oposición es el fondo que explica la profunda animadversión que Hegel causaba en
Schopenhauer:
Schopenhauer, como filósofo, fue el primer ateo declarado e inflexible que hemos
tenido los alemanes: éste era el fondo de su hostilidad contra Hegel. El carácter no
divino de la existencia era para él algo dado, palpable, indiscutible; si veía a alguien
vacilar y dar rodeos en esto, perdía siempre su seriedad de filósofo y montaba en
cólera (GC, §357).
Se tiene, entonces, un carácter típicamente alemán —Hegel— frente a otro
que no lo es tanto —Schopenhauer—. Del primer caso, el rasgo profundamente
48
alemán es poner de relieve el devenir y darle un sentido divino. Del segundo no hay
rasgo alemán alguno. Lo que hay, más bien, es un carácter típicamente europeo: el
advenimiento del ateísmo, la caída de todos los ídolos y la necesaria pregunta por el
valor de una existencia desnuda, sin divinidad que la salve. Pero si Schopenhauer no
es un pensador representativo del carácter de los alemanes, la reacción alemana ante
un pensamiento como el suyo sí que lo fue:
Habría que atribuir precisamente a los alemanes —a aquellos alemanes de los que
Schopenhauer era contemporáneo— haber retardado del modo más prolongado y
peligroso ese triunfo del ateísmo; Hegel en particular fue su retardador par excellence
de acuerdo con su grandioso intento de convencernos de la divinidad de la existencia,
recurriendo incluso, en última instancia, a nuestro sexto sentido, el “sentido
histórico” (GC, §357).
La crítica que Nietzsche le hace a Hegel, como ya se ha dicho, se centra en el
hecho de que este es incapaz de asumir el devenir por el devenir mismo. A pesar de
que abre la filosofía a este modo de ser de las cosas —aspecto más que patente en su
dialéctica—, se aterra ante la idea de que la existencia esté marcada por el flujo
incesante del devenir y nada más. Por esto, para superar ese terror y poder
tranquilizarse, le superpone un regente al devenir; regente que, además, se manifiesta
en aquel. El espíritu absoluto, la Idea, funge como guarda de “la divinidad de la
existencia”. El devenir, atravesado por la potencia del espíritu, no es una marejada sin
rumbo estable —o, más bien, sin rumbo distinto a aquel que marca el mismo
devenir—, sino que el espíritu le dirige y manifiesta su orden racional en él. Así, en el
pensamiento hegeliano, el devenir es vivo y dinámico. No se trata, como ya hemos
aclarado, de que el espíritu sea radicalmente trascendente a la existencia, sino que
esta es su manifestación, la exteriorización de la realidad que es en cuanto idea y
razón. Esta estrecha relación entre la existencia y el espíritu es lo que Nietzsche
“salva” de la filosofía hegeliana al relacionarla con el esprit francés (A, §193). Hegel
—y la Fenomenología es una buena prueba de ello— abre la filosofía a la riqueza y
variedad del devenir, de los hechos. Esta es la particular bondad de su apelación al
“sentido histórico” de los seres humanos. Pero este dinamismo del devenir es una
consecuencia de la grandiosidad del espíritu y de la idea. El devenir debe su potencia
49
al espíritu: es este el motor de su desarrollo, la razón de su majestuosidad, el telos
que, en cuanto manifiesto en el devenir, hace que este último sea valioso y deseable.
Con tal argucia, Hegel evita la pregunta por el valor intrínseco de la existencia que sí
se hace Schopenhauer. El espíritu es el medio a partir del cual la diviniza. Pero en
Hegel, entonces, el devenir no es en sí mismo valioso, sino que lo es en cuanto
encarnación o realización del espíritu absoluto17.
La similitud entre las apreciaciones que Stirner y Nietzsche tienen de Hegel
puede quedar más patente a partir de los siguientes extractos. El primero es del
aforismo de La gaya ciencia que aquí hemos comentado, y se enfoca en el inevitable
asombro ante la existencia que ha de sentir aquel que considera que detrás de todo lo
que acontece se encuentra la mano divina del espíritu:
Contemplar la naturaleza como si fuera una demostración de la bondad y la
protección de un dios; interpretar la historia en honor de una razón divina, como
testimonio permanente de un orden del mundo y de un propósito final de carácter
ético; interpretar las propias experiencias como lo han hecho durante tan largo tiempo
los hombres piadosos, como si todo fuera una providencia, todo fuera seña, todo
estuviera pensado y enviado por amor de la salvación del alma: esto es lo que ya ha
acabado, tiene a la conciencia en su contra, a todas las conciencias más sutiles se les
aparece como algo indecente, deshonesto, como mentira, afeminamiento, debilidad,
cobardía —si hay alguna razón es precisamente por este rigor que somos buenos
europeos y herederos de la más larga y valiente autosuperación de Europa (GC,
§357).
Este asombro ante la existencia es algo que Nietzsche le atribuye al
pensamiento hegeliano. Stirner, por su parte, hace lo propio al decir lo que sigue:
17 Esta lectura de Hegel se opone un tanto a la ofrecida por Stephen Houlgate (1986). A pesar de que
compartimos con este autor la hipótesis de que Nietzsche no tenía un conocimiento exhaustivo de la
filosofía hegeliana, también creo que, con todo y su conocimiento parcial del sistema hegeliano, el
reproche central que le hace a Hegel es fundado: este parece temerle a la idea de una existencia
completamente devenida; por eso, al ponerse frente al devenir, prefiere superponerle el absoluto.
Asimismo, creo que esta diferencia en la interpretación de Hegel responde a una desavenencia más
amplia. Para Houlgate, no es cierto que la idea preexista al devenir de las cosas. Esa interpretación, por
lo menos a mi parecer, es rebatible: el espíritu absoluto, como destino último de la existencia, vigila y
determina el devenir de las cosas. Es esta comprensión fatal —destinal— del devenir la que funge
como determinante último de la molestia que Nietzsche tiene con la filosofía hegeliana. Para
Nietzsche, el establecimiento de un telos de las cosas es una muestra de la petulancia de la razón
humana. Hegel, en este sentido, sería un petulante.
50
En Hegel se percibe al fin qué anhelo siente el más instruido por las cosas, y qué
desprecio muestra por toda “teoría vacía”. Aquí la realidad, el mundo de las cosas,
tiene que corresponder por entero al pensamiento y no puede haber ningún concepto
sin realidad. Esto proporcionó al sistema hegeliano el calificativo de ser el más
objetivo, como si en él celebrasen su unión el pensamiento y la cosa. Pero no fue
nada más que la extrema vehemencia del pensamiento, el supremo despotismo y
tiranía de este, el triunfo del espíritu y con él el triunfo de la filosofía. La filosofía no
puede rendir más, pues lo supremo a lo que puede aspirar es el poder supremo del
espíritu, la omnipotencia del espíritu (2013, p.111).
En Hegel la apertura al devenir no se da por el devenir mismo. Este autor solo
atisba la existencia en cuanto contenido que se da en el pensamiento y es por esto que
determina su filosofía como especulativa o especulación. Hegel supedita el devenir al
pensar y por eso lo hace razón y racional. Como el devenir es contenido del
pensamiento, a aquel no le queda más remedio que ajustarse a la forma del pensar. Y
la forma del pensar es la del concepto, pero también, dado que todo pensar es
formalmente un pensar algo, un tener como pensamiento un contenido, es la de lo
concreto, la de aquello que, como todo el devenir, es pensado en el pensar. Queda,
entonces, que en la filosofía de Hegel el devenir no es presentado por sí mismo, sino
solo en cuanto contenido del pensamiento.
El elemento que da mejor cuenta de este rasgo de la filosofía hegeliana es el
espíritu. En el pensamiento de Hegel, el espíritu aparece como la figura que le da
sentido al devenir, que hace de la existencia una totalidad comprensible en su
desarrollo y su destino. No es casual, entonces, que para Hegel el devenir sea
expresión del espíritu. El modelo del pensar, esto es, el modelo a través del cual hace
de la existencia razón, debería ser pista suficiente como para hacernos sospechar esto.
Si la existencia es a la manera del pensamiento, si aquella solo adquiere su dimensión
plena en cuanto contenido de lo pensado, de ello se desprende que ha de depender de
otra entidad, pues es el pensamiento el que le da sentido. El espíritu emerge entonces
como la forma general del pensar; forma que, a su vez, determina formalmente lo
pensado —lo que existe—: es por el espíritu que lo devenido tiene la forma de la
razón, que es en sí mismo racional. El devenir en Hegel no tiene sentido en sí mismo,
sino que solo lo tiene en cuanto integrado al pensar y ese pensar es el espíritu.
51
El fragmento de Stirner puede sernos de utilidad para esclarecer por qué
consideramos que en Hegel el poder aparece como impropiedad, como “ajenidad”. El
poder no es un atributo de la existencia en sí misma, sino que, más bien, es algo
propio del espíritu que se expresa en la existencia —de ahí el asombro, la comunidad
de la cosa con el pensamiento, pero también la tiranía misma del espíritu y del
pensamiento en cuanto razón—. En este sistema, el espíritu y su poder quedan como
cosa ajena y previa al devenir. Y, precisamente por ser ajena, es cosa sagrada tanto
para la existencia como para la totalidad de la filosofía hegeliana. El sistema de Hegel
no se sostiene si no es con la potencia vivificadora del espíritu; del mismo modo, la
existencia no se sostiene si no es testimonio vivo del desarrollo del espíritu. Stirner
indica que algo es ajeno cuando es sagrado; es decir, cuando no es posible
apropiárselo, pues tal apropiación supondría la contaminación y profanación del
objeto sagrado. El espíritu de Hegel es, precisamente, lo ajeno por excelencia. Lo
existente no puede hacerlo suyo, lo que le corresponde es estar a la espera de lo que el
espíritu haga con su sí. En la filosofía hegeliana, no obstante, pervive un mérito que
es reconocido tanto por Stirner como por Nietzsche: la exposición del devenir, el
justo desarrollo del “sentido histórico”. Queda por ver, entonces, qué es lo que Stirner
y Nietzsche hacen con esta apertura de la filosofía al devenir y, sobre todo, en qué se
diferencia su apuesta de la hecha por Hegel.
2. PRIMER MOVIMIENTO: STIRNER Y EL PODER COMO
PROPIEDAD
¡Éste es el verdadero egoísmo ideal: atender
siempre y vigilar con el alma tranquila, que
nuestro estado fecundo llegue a buen término! Así,
de manera indirecta, atendemos y vigilamos por el
bien de todos, y el ánimo con que vivimos, ese
ánimo de suave orgullo es un bálsamo que se
extiende todo a nuestro alrededor aun sobre las
almas inquietas
Friedrich Nietzsche
El preludio de este escrito pretendió presentar cierta línea de continuidad entre
el pensamiento de Hegel y el de Stirner. Contrario a las posiciones de autores como
Stepelevich (1976) o Moggach y De Ridder (2013), nosotros no sostuvimos que
Stirner fuera cierta clase de anti Hegel, sino que nos esforzamos en mostrar que
rescató la apertura al devenir que la filosofía hegeliana supone. Por eso, dijimos que
Stirner era cierta clase de “hegeliano con reservas”, pues no deja de ser cierto que, al
tiempo que rescata la apertura al devenir, critica vehementemente la caracterización
que Hegel hace del espíritu, sobre todo, su estrecha asociación con lo absoluto. Queda
por ver cuál es el componente diferencial que el pensamiento de Stirner ofrece;
además, nos corresponde estudiar cómo su filosofía puede ser interpretada como un
“progreso” en cuanto al modo en el que se concibe el fenómeno del poder. La
presente sección se ocupará de estas dos cosas.
53
En nuestro Preludio expusimos que la filosofía de Hegel es, sobre todo, una
potencia vivificadora de la historia. En cierta medida, tal y como, según Moggach
(2009), pensaba Bauer, su filosofía puede interpretarse como una ingeniosa
amalgama del pensamiento de Spinoza y Fichte. Hegel llena de lo vivo la sustancia
spinozista; para esto, acude a la conciencia —el yo— de Fichte. Cabe preguntarse,
empero, por el precio de esta vivificación. La sustancia —la naturaleza— es insuflada
de vida a través del espíritu, pero este, a su vez, encuentra en lo absoluto el origen de
toda su potencia. La aparición de la conciencia, manifiesta ya no en la naturaleza,
sino en la historia, abre el pensamiento al devenir, pero aún se le supedita a algo que
le es ajeno, de lo que aparece como mera manifestación. Este algo es, precisamente,
el espíritu. Es esta la razón que anima la existencia, su desarrollo. Por ello mismo,
consideramos que Hegel concibe el poder como cosa ajena a la existencia. Este es el
motivo por el que el espíritu se manifiesta en esta última, pero solo lo hace en cuanto
la existencia es ella misma manifestación del espíritu. Es este el que, por su
integración con lo absoluto, es poderoso.
El pensamiento de Stirner supone un cambio en esta forma de concebir el
poder. El cambio se debe al hecho de que, a diferencia de Hegel, Stirner no concibe al
espíritu como absoluto. Al hacer esto, desliga el absoluto del sentido de la existencia.
Esta sustracción no es una pérdida, sino una ganancia. O, por lo menos, así lo
considera Stirner. Y la ganancia se produce porque así el ser se desliga de cualquier
aspiración a algo “superior”, que está más allá de su sí. Aquel que se sumerge en la
existencia y reconoce que su ser se despliega en la temporalidad y fugacidad que esta
misma es alcanza por fin su identidad y puede renunciar a cualquier ideal que lo
pueda determinar previamente. El ente de Stirner es el único y no el espíritu
precisamente por este radical cambio. El espíritu de Hegel seguía integrado al
absoluto; tanto lo estaba que, de hecho, su ser mismo estaba determinado por esta
integración. Stirner rompe con esta unión, y esta ruptura no significa más que una
cosa: el ser que era también espíritu ya no tiene cosa distinta a la existencia en la que
afincarse. Su ser ahora no es más que el ser que existe, el ser finito y perecedero que
54
se da en el existir; más aún: el ser que se configura en medio de esta finitud
asumiéndola y consumiéndola. Tal ser es, precisamente, el único.
De tal modo, se entiende que, si en el caso de Hegel indicábamos que el poder
era concebido como cosa ajena a la existencia, en el de Stirner aparece como
propiedad o atributo de un ente que existe en el devenir —el único—. Esta condición,
ya lo hemos dicho, es la que permite establecer cierta continuidad entre estos dos
filósofos y es también por la que sostenemos que Stirner era un hegeliano. Empero, a
diferencia de su maestro, Stirner no apela a cosa distinta de la existencia para sostener
al único; de hecho, para él, este es el ente capaz de valerse solo de lo existente para
erigirse, esto quiere decir que el único no necesita de ninguna idea o entidad que
tenga una pretensión de permanencia y universalidad. Esta es la razón por la que
Stirner lanza sus diatribas más agudas contra instituciones como la familia, el Estado
o la religión, así como también contra entidades como dios o la humanidad de
Feuerbach. Lo que todos estos elementos tienen en común es que, para Stirner,
constituyen fantasmagorías: se trata de entidades que, a diferencia del único, no están
arraigadas en la existencia, sino que se presentan como universalidades permanentes
que, ajenas a la realidad del incesante cambio de lo que deviene, les exigen a los
sujetos que las enarbolan y defienden una devoción ciega, una postura permanente e
inflexible. En otras palabras: las fantasmagorías, en cuanto se hacen con el único,
minan la capacidad de este para constituirse, esto porque invierten la relación patente
en la existencia: en vez de ser el único el que “da cuerpo” a las ideas, el que las
realiza, es este el que se entrega ellas y se configura conforme a lo que estas
requieren. El poder para Stirner es propiedad porque, precisamente, el único en
cuanto ente dominante en lo existente debe aprehender la realidad, llenarla de un
sentido que parta desde él y no desde universalidades que, de hecho, poco tienen que
ver con lo que existe. El poder es propiedad porque le es connatural al único, es
aquello de lo que se vale para, precisamente, constituirse como tal.
En este movimiento presentaremos al único en cuanto ente en el devenir. Para
esto, delimitaremos sus dos rasgos más distintivos: la propiedad y el egoísmo. Esta
delimitación, así como la relación del único con el resto de los entes de la existencia,
55
nos permitirá establecerlo como el ente poderoso “dentro” de la existencia. Que
Stirner presente al único de este modo es lo que nos permitirá afirmar que su filosofía
puede entenderse como una ontología en la inmanencia. Stirner no se interesa por el
devenir en su conjunto, sino que se enfoca en un ente privilegiado que se da dentro de
esta. Y este ente, el único, es privilegiado porque justamente él es el poderoso. De
hecho, el poder del único es tal que el resto de los entes quedan determinados
pasivamente por la relación que tienen con aquel, es decir, por ser de su propiedad.
Esta característica no es menor, pues es aquella la que hace que el tránsito de una
inmanente trascendencia a una ontología del devenir por el devenir mismo no sea
completo. Como Stirner no concibe el poder “por fuera” del único, tampoco concibe
la existencia como poderosa en sí misma. El paso de la ontología en la inmanencia a
la ontología de la inmanencia llevado a cabo por Nietzsche consiste en este
fundamental cambio en la concepción del poder.
Dicho todo esto, nos es posible ocuparnos de la ontología en la inmanencia.
Ofrezcamos pues nuestra interpretación del pensamiento de Stirner.
2.1. Stirner: el único y su soledad
Antes de abordar el tema de este movimiento, a saber, la caracterización del
único en El único y su propiedad —aunque mejor sería decir “designación” porque,
como veremos, Stirner no define predicativamente al único, sino que solo lo
enuncia—, es importante reiterar la diferencia entre su planteamiento y el de Hegel,
por lo menos en lo que corresponde al poder y al ente que lo detenta. De la filosofía
hegeliana dijimos que en esta el espíritu es lo que se figura como poderoso. En la
existencia se manifiesta el poder que en aquel reside o, lo que es lo mismo, ella solo
es poderosa en cuanto manifestación del espíritu; no es poderosa en sí misma, sino
que solo lo es en la medida en que encarna el poder del espíritu. Dicho esto, queda
claro que en Hegel el poder no se da inmediatamente en la existencia y que, por tanto,
el ente poderoso —el espíritu— no reside en el devenir. Stirner coincide con Hegel en
el hecho de que presenta a un ente como el poderoso, pero también se aparta en
56
cuanto integra este en la existencia, pues no le basta con que sólo se exprese o
manifieste en esta. El mérito de la filosofía de Stirner consiste en poner el fenómeno
del poder directamente en la existencia, sin ente mediador alguno que funja como el
verdaderamente poderoso. Su limitación radica en que, como Hegel, concibe solo un
ente como el poderoso, esto, en últimas, quiere decir que no concibe la existencia
como lo que en sí es poderoso, sino que entiende que un ente entre lo existente es el
que tiene el poder.
La característica que delata la herencia hegeliana del pensamiento de Stirner
es su lenguaje. Esto lo veremos en breve cuando brindemos una imagen de la filosofía
que se trasluce en El único y su propiedad. A pesar de su mordaz crítica a Hegel y a
los jóvenes hegelianos, Stirner aún utiliza expresiones como “propiedad” (Eigentum)
o “alienación” (Entfremdung). Además, aunque este elemento sea considerado como
una forma de ironía por De Ridder (2008), es imposible dejar de destacar que Stirner
conserva cierto compromiso con la dialéctica hegeliana. En El único y su propiedad,
el individuo singular aparece como el producto de una dialéctica histórica que opone
lo real a lo ideal. El único emerge en medio de esa oposición como el ente capaz de
superar y conservar en él estas dos instancias y momentos. Al ser cuerpo, pero
también voluntad, cuenta con la capacidad de realizar sus designios. Deleuze (2019),
entre los filósofos que se ocuparon de la relación entre Hegel y Stirner, parece ser el
que mejor entendió el legado que el maestro le brindó a su alumno:
Él [Stirner] es quien lleva la dialéctica a sus últimas consecuencias, mostrando hacia
donde conduce y cuál es su motor. Pero precisamente, por pensar todavía como
dialéctico, por no salir de las categorías de la propiedad, de la alienación y de su
supresión, Stirner se arroja él mismo en la nada que hunde bajo los pasos de la
dialéctica. ¿Quién es hombre? Yo, sólo yo. Utiliza la pregunta ¿quién? Pero sólo para
disolver la dialéctica en la nada de este yo. Es incapaz de formular esta pregunta en
otras perspectivas que no sean las de lo humano, bajo otras condiciones que no sean
las del nihilismo (…) (2019, p.233).
Nos apartamos de Deleuze en cuanto considera a Stirner como el último
exponente de un nihilismo desencantado, improductivo y estéril. En la medida en que
nuestra trama conceptual es la del poder, encontramos en Stirner cierta aura singular
al presentarse como un híbrido que nos permite relacionar con mayor facilidad a
57
Hegel con Nietzsche. Como pensador, en efecto, es un dialéctico y un hegeliano, pero
no podemos olvidarnos de la disolución del absoluto que tiene lugar en su filosofía.
Este elemento, o por lo menos así nos lo parece, es el que hace de Stirner un pensador
de la inmanencia, aunque no con la radicalidad de Nietzsche. Veamos, pues, cómo es
que las ideas de Stirner disuelven el absoluto y restituyen en algo el poder a la
existencia.
Johann Kaspar Schmidt era el verdadero nombre de Max Stirner. Nació el 25
de octubre de 1806 y su vida estuvo lejos de ser notable. De esta, quizá, solo cabe
destacar tres hechos: su relación con los jóvenes hegelianos, la publicación de El
único y su propiedad y la miseria en la que cayó a raíz de una desafortunada
inversión en el negocio lechero. El temperamento de Stirner fue el de un hombre
retirado y silencioso: en toda su vida, su única relación constante fue la amistad que
mantuvo con Bruno Bauer, otro de los miembros de los jóvenes hegelianos; además,
cuando publicó El único y su propiedad, renunció a su trabajo como instructor en un
colegio femenino de Bayreuth, su ciudad natal. Stirner murió en la pobreza el 25 de
julio de 1856. En ciertos estudios preliminares del único y su propiedad se indica que
la causa de su muerte fue la picadura infectada de un insecto; sin embargo, según la
biografía realizada por John Henry Mackay (2005), murió por un “tumor común”.
El único y su propiedad está dividida en dos partes: “El hombre” y “Yo”. La
primera presenta la historia de la humanidad a los ojos del único. Para alcanzar este
propósito, Stirner la divide en tres periodos que se corresponden con tres clases de
hombres: los antiguos, los modernos y los libres. La pretensión fundamental de esta
primera parte es mostrar que, hasta el advenimiento del único, todos los seres
humanos, sin importar la época histórica a la que pertenecieron —sin importar si
fueron “antiguos”, “modernos” o “libres”—, desconocieron su condición fundamental
de ser singulares —únicos—. La segunda parte, mientras tanto, deja de lado el
trasegar histórico seguido por la humanidad para concentrarse en el único, ese
individuo capaz de irse en contra de todo lo que lo humano ha sido históricamente
para asumir y desarrollar su condición de ser singular. Para esclarecer cómo es que el
único hace esto, Stirner se enfoca en dos características: el egoísmo y la condición de
58
propietario18. Veamos el modo en el que Stirner desarrolla estas dos partes de su obra
cumbre.
Para Stirner, la historia de lo humano antes del único es la una ininterrumpida
alienación. Esto sucedió porque los seres humanos de antaño se entregaron por
completo a causas ajenas que juzgaron universales e incondicionadas. Los individuos
de épocas pasadas prefirieron enarbolar las causas de la religión, la familia, el Estado
o, incluso, el mismo Hombre19, antes que las suyas propias. Al hacer esto, renegaron
de sí mismos, pues sacrificaron la constitución y consecución de sus propósitos en
favor de causas que nunca fueron realmente suyas, pues se encontraban determinadas
previamente y, por tanto, exigían la total sumisión de quienes las abrazaban, un
completo vaciamiento de su individualidad en favor de la universalidad que ahora
debían defender. Por esto, nada más empezado El único, Stirner profiere las
siguientes palabras:
¡Cuántas causas no debería defender! Ante todo la buena causa, luego la causa de
Dios, la causa de la verdad, de la libertad, de la humanidad, de la justicia; además la
causa de mi pueblo, de mi príncipe, de mi patria; finalmente, la causa del espíritu y
18 No hay que olvidar que para Hegel la propiedad es la primera figura del derecho —la abstracta—. A
pesar de que hay similitudes en el modo en el que Hegel y Stirner determinan esta capacidad, también
hay diametrales diferencias. Así, mientras que Hegel asocia la propiedad con la determinación
universal y no concreta de la voluntad, Stirner lo hace con la singularidad y lo concreto. Además,
Hegel limita su comprensión de la propiedad a la dimensión estrictamente jurídica, Stirner, por su
parte, concibe la propiedad de un modo algo más “realista” y “existencial”: consiste no solo en tener el
título legítimo sobre un objeto, sino en dominarlo y hacérselas con él. La propiedad, según Stirner, va
más allá de la mera dimensión jurídica, pues consiste en usar el objeto de la forma en la que la
singularidad del sujeto lo exija. Entre todas las formas de la propiedad analizadas por Hegel, la que se
corresponde más a la noción stirneriana es aquella que consiste en “marcar” la cosa con un signo que
da cuenta de su propietario —§58 de los Fundamentos de la filosofía del derecho—. No es casual,
también, que Hegel la asuma como la forma menos jurídica de la propiedad por ser la más
“imaginada”. En cuanto signo y “marca personal” es también la forma más original. Esto se
corresponde con la riqueza con la que Stirner concibe la propiedad.
19 Stirner utiliza la palabra “Hombre” (Mensch) para referirse al ideal del ser humano perseguido por
el humanismo. Para este autor, tal movimiento coincide con la religión y el Estado en el hecho de que
postula una aspiración universal que el individuo debe perseguir. Al hacer esto, demanda que este
renuncie a todo propósito particular: en vez de cultivar el humano singular que el individuo quiere ser,
este debe realizar el ideal del hombre impuesto por el humanismo. En palabras del autor: “En el lugar
del Dios del individuo se eleva ahora el Dios de todos, en concreto ‘el Hombre’: ‘Nada hay más
elevado que ser Hombre’, Pero como nadie puede ser por completo todo el contenido de la idea
‘Hombre’, así el Hombre sigue siendo respecto al individuo un más allá sublime, un ser supremo
inalcanzable, un dios” (Stirner, 2013, p.191).
59
miles de otras causas. Tan solo mi causa no debe ser nunca asunto mío (Stirner, 2013,
p.33).
De tal modo, lo que relaciona entre sí a las tres épocas que Stirner reúne en la
primera parte de El único y su propiedad es, precisamente, ese incesante ofrecerse a
causas ajenas. Aunque los ideales hayan sido distintos para cada época, todas
elevaron los que consagraron por encima del individuo. Así, sacrificaron a este
último, lo condenaron a perseguir la universalidad o, lo que es lo mismo, un ideal.
Los individuos, al aceptar este deber de obediencia para con la universalidad, como si
se tratase de un designio o de una vocación, renunciaron mansamente a su
singularidad y a su condición de únicos.
Por lo antedicho, Stirner no titubea a la hora de catalogar a los individuos
pertenecientes a las épocas reunidas en la primera parte de El único como unos
poseídos. Usaban su individualidad no para cultivar su singularidad, sino que la
ponían al servicio de las ideas universales e incondicionadas. Renunciaban, de este
modo, a la posibilidad de determinarse a sí mismos y, en su lugar, se dejaban
determinar por ideas ajenas, que les eran impuestas y no eran de su invención —no
respondían a su ser—. Los poseídos, así las cosas, invertían la relación que
efectivamente existía entre el individuo y sus ideas. Originariamente, estas se gestan
en él, es él quien las crea y desarrolla, pero en el poseído la operación se daba en la
vía contraria: eran las ideas las que moldeaban al único, era él quien se plegaba a
estas. Tan pronto como las asumía como universales, consideraba que tenía ante estas
un deber de obediencia, es decir, las sacralizaba, las ponía por encima de sí mismo.
Es esta sacralización la que al final determinaba al individuo como un poseído, es por
aquella que este asumía que sacrificarse por la idea era más valioso que determinarse
según el propio designio. Al respecto, dice Stirner:
[…] todo juicio que emito sobre un objeto es la criatura de mi voluntad, y una vez
más esa noción me conduce a que no me pierda en la criatura, en el juicio, sino a
seguir siendo el creador, el juez que crea de nuevo una y otra vez. Todos los
predicados de los objetos son mis expresiones, mis juicios, mis… criaturas. Si
quieren desprenderse de mí y ser algo por si mismas, o quieren simplemente
imponerme, no tengo nada más urgente por hacer que hacerlas regresar de nuevo a su
nada, esto es, a mí, a su creador. Dios, Cristo, la Trinidad, la moralidad, el bien, etc.,
60
son criaturas de las que no sólo me puedo permitir decir que son verdades, sino
también que son ilusiones. Al igual que una vez quise y decreté su existencia,
también podré querer su inexistencia; no puedo dejar que crezcan por encima de mi
cabeza, no puedo tener la debilidad de hacer de ellas algo “absoluto” mediante lo cual
se puedan eternizar y zafarse de mi poder y voluntad (2013, pp.410-411).
Pero las ideas también cuentan con una característica que hace que la
inversión que sucede en el poseído sea contraria a la realidad. Estas, a diferencia del
único, no pueden realizarse por sí mismas, no les basta su sí para desarrollarse. Si
este es su propósito, requieren hacérselas con un cuerpo, más específicamente, con el
cuerpo de un único, pues es este ente aquel que puede tener ideas. Sin embargo, ya
sabemos que el poseído no tiene las ideas —cosa que sí sucede en el único—, sino
que estas, más bien, lo tienen a él. Y, de hecho, las ideas universales e
incondicionadas necesitan tenerlo; si no, no pueden ser, precisamente,
incondicionales y universales —el individuo podría renunciar a estas, podría preferir
determinarse antes que realizarlas—. En cuanto incorpóreas y necesitadas de un
cuerpo que por principio les es ajeno, las ideas universales son fantasmagorías:
acosan al único y amenazan con poseerlo. Lo acosan y amenazan porque lo necesitan,
porque sin él y su obediencia no pueden ser las ideas universales que pretenden ser.
El único, por otra parte, no requiere hacerse con un cuerpo que no sea el suyo. El
mismo es ya constitución de sí y cuenta en sí mismo con todos los medios necesarios
para elaborarse como único. Esta es la razón por la que Stirner enuncia:
No pienses que bromeo o hablo en imágenes cuando considero a los hombres que
dependen de lo superior —y como aquí aludo a la inmensa mayoría, me refiero casi
que a todo el mundo humano— como locos de verdad, locos de un manicomio. ¿A
qué se llama una “idea fija”? A una idea a la que se ha sometido el hombre. Si
reconocéis una idea fija como una locura, encerraréis a los esclavos de ella en un
manicomio. ¿Y acaso no es la verdad de la fe, de la que no se duda; o la majestad del
pueblo que nadie puede rozar (quien lo hace comete delitos de lesa majestad); o la
virtud, contra la cual el censor no debe dejar pasar ni una palabra para que se
mantenga la pureza moral, etc., acaso no son todas éstas “ideas fijas”? ¿Acaso no es
todo necia palabrería, por ejemplo la mayoría de nuestros periódicos, el palabreo de
locos que padecen la idea fija de la moralidad, legalidad, cristiandad, etc., y sólo
parecen circular libremente porque el manicomio en el que vagan ocupa un espacio
tan grande? Si uno palpa la idea fija de uno de esos locos, tendrá que protegerse la
espalda de la malicia del orate. Pues los grandes locos también se asemejan a los
61
denominados pequeños locos en que acometen con malicia a quien osa rozar su idea
fija (2013, pp.76-77).
En cualquier caso, es fundamental notar que, a la larga, el reproche central que
Stirner le achaca a la prehistoria del único es que en ningún momento asume el poder
como su propiedad, sino que, por el contrario, lo pone constantemente por fuera de él.
En las representaciones que antiguos, modernos y libres hicieron del mundo, el poder
siempre estuvo más allá del individuo: siempre fue la idea, la fantasmagoría, la que se
estatuyó como poderosa y, como consecuencia de esto, el sujeto quedó poseído. El
individuo, así, renunció al poder que le era connatural, que le pertenecía. En su lugar,
volvió poderoso aquello que en realidad debía ser impotente. En cuanto las ideas son
del único, son aquellas las que deben someterse a este, no al contrario. El único, que
es en sí mismo poder, ahora le dona su fuerza a lo que cabalmente habría de depender
de él. Convertido en servidor de su creación, pasa a ser él el impotente. En Los
recensores de Stirner, libro que este autor público con el propósito de responderle a
los críticos de El único y su propiedad, el discípulo de Hegel expone con mayor
claridad la naturaleza de este reproche:
El interés sagrado es lo carente de interés porque es un interés absoluto o para sí, lo
mismo que a ti te interese o no. Tú debes hacer de él tu propio interés; no es
originariamente tuyo, no ha nacido de ti, sino que es algo eterno, universal,
puramente humano. El interés sagrado carece de interés porque nada tiene en cuenta
ni a ti ni a tú interés; es un interés sin interesado, porque es un interés universal o del
Hombre. Y como tú no eres su propietario, sino que debes hacerte su seguidor y su
sirviente, ante él se acaba el egoísmo y empieza el “desinterés” (Stirner, 2020, p.112).
Este rasgo común, el sometimiento del individuo a un interés universal,
incondicional y, por tanto, ajeno al interesado, permite que Stirner reúna toda la
historia anterior al único “en un mismo saco”. Y este sometimiento del sujeto no
expresa otra cosa que su impotencia. Impotencia que, hemos dicho, no le es natural
—no le es propia—, sino que la adquiere en cuanto renuncia a sí en favor de las ideas.
El único, por tanto, es el sujeto que ya no ve el poder como algo que está por
fuera de él, que le es ajeno, sino que se entiende a sí mismo como poder o, más bien,
entiende este como una propiedad que le es suya, que le pertenece. No es casual que,
62
de hecho, uno de los apartados de “Yo”, la segunda parte de El único y su propiedad,
se llame “Mi poder” y que esta sección, a su vez, haga parte de otra titulada “El
propietario”. Que el único conciba el poder como su propiedad es algo que queda
patente en tres de los rasgos que Stirner le atribuye: su particularidad, su egoísmo y
su condición de propietario. Ninguno de estos tres rasgos determina o define al único,
es decir, no se trata de atributos que establecen el ser de este, su esencia. Se trata, más
bien, de las condiciones por las cuales el único puede determinarse a sí mismo y
constituirse a sí con las características o atributos que él considere. Stirner es enfático
al afirmar que al único solo se le puede nombrar o designar, no definir:
Stirner20 nombra al Único, y al mismo tiempo dice: los nombres no te nombran;
habla de él, llamándolo el Único, y, sin embargo, añade que el Único no es más que
un nombre; por tanto, quiere decir algo diferente de lo que dice, más o menos como
aquel que te llama Ludwig no se refiere a un Ludwig cualquiera, sino a ti, para quien
no tiene palabra (Stirner, 2020, p.92).
Cualquier definición del único supondría una determinación previa y esto iría
en contra del hecho de que este es, fundamentalmente, autodeterminación. Una
definición del único se corresponde con la enunciación de una serie de propiedades
que “se le imponen” a este, que son parte de “su naturaleza”. Pero decir esto es volver
a los poseídos y a las fantasmagorías, pues nos encontraríamos ante una serie de
postulados o designios que se encuentran por encima del único debido a que lo
determinan. Nuevamente Stirner en su respuesta a sus críticos es, probablemente, más
claro que nosotros en este aspecto:
El Ser, el Pensamiento, el Yo no son más que conceptos indeterminados, que reciben
su determinación por medio de otros conceptos, esto es, por medio de un desarrollo
conceptual; el Único, en cambio, es un concepto sin determinación, y no se puede
volverlo más determinado por medio de otros conceptos sin darle un “contenido más
preciso”: no es el “principio de una serie conceptual”, sino una palabra o un concepto
que, como tal palabra o concepto, es incapaz de todo desarrollo. El desarrollo del
20 Los recensores de Stirner tiene la particularidad de que en este libro su autor se refiere a sí mismo a
través de la tercera persona. A pesar de que Stirner nunca explica el porqué de este rasgo estilístico,
creemos que lo hace porque quiere demostrar que el sentido que le da a la palabra “egoísmo” es muy
distinto del que le pretenden enrostrar sus detractores. Al dar cuenta de sí mismo a través de la tercera
persona, Stirner demuestra que no es un egocéntrico y que, de hecho, puede contemplarse a él mismo
desde la distancia.
63
Único es el desarrollo propio tuyo y mío, un desarrollo de todo punto único, dado que
tu desarrollo no es en absoluto mi desarrollo. Solo como concepto, es decir, solo
como “desarrollo”, son una misma cosa; en cambio, tu desarrollo es tan diferente y
tan único como el mío. (…) En tanto que eres tú el contenido del Único, no cabe
pensar en un contenido propio del Único, esto es, en un contenido conceptual
(Stirner, 2020, p.95).
Pero ¿cómo es que el egoísmo y la condición de propietario no son desarrollos
conceptuales del único sino, más bien, desarrollos del yo que soy, que en su
desenvolverse hace —desarrolla— al único? Esto es lo que nos interesa ahora, pues
solo al esclarecer tal punto podremos comprender al único en cuanto designación del
yo que cada uno es21.
Lo primero que debe tenerse en cuenta es que Stirner no concibe ni el egoísmo
ni la propiedad de una manera usual. Así, no entiende el primero como sinónimo de
avaricia, al igual que tampoco relaciona la propiedad, por lo menos de palabra, con
ninguna de las formas que ha tenido a lo largo de la historia —incluida la propiedad
burguesa22—. Del mismo modo, Stirner no entiende el egoísmo y la condición de
propietario como atributos del único: para él, no son categorías cerradas que
determinan unívocamente al individuo, sino que, más bien, se trata de términos
abiertos que nombran una forma particular en la que el único se desenvuelve según su
desarrollo. El único en cuanto individuo es el que establece cómo es su egoísmo y
cómo es que aprehende las cosas y las hace suyas en su aprehensión.
21 Esta formulación seguramente trae a la mente la hecha por Heidegger (2012) en relación con el
Dasein en Ser y tiempo. Recordemos que este autor sostiene que el Dasein es “este ente que somos en
cada caso nosotros mismos” (2012, p.28). La similitud entre ambos planteamientos no es casual. A
nuestro juicio, hay parecidos entre la filosofía de Stirner y la de Heidegger. Así, por ejemplo, puede
plantearse un paralelo entre la díada ajenidad/ propiedad planteada por Stirner y las formas propia e
impropia de ser del Dasein. La tarea de realizar un paralelo entre estos dos autores se escapa de los
propósitos de este trabajo. Basta destacar que creemos que esta comparación es posible en la medida
en que hay una filiación común entre Stirner y Heidegger —o eso es lo que nosotros creemos— a
partir de Nietzsche y Hegel.
22 En repetidas partes de El único, Stirner, de hecho, se asocia con la causa obrera —a pesar de que
también presenta innumerables reproches al comunismo de Weitling—. En un apartado, por ejemplo,
dice que: “Los trabajadores tienen el poder más terrible en sus manos y si llegasen a ser conscientes de
él y lo utilizasen nada podría ofrecerles resistencia: no tendrían más que dar por terminado el trabajo,
considerar suyo lo trabajado y disfrutarlo. Éste es el sentido de los disturbios laborales surgidos aquí y
allá (…). El Estado se basa en … la esclavitud del trabajo. Si el trabajo se libera, el Estado está
perdido” (Stirner, 2013, p.159).
64
Para Stirner, el egoísmo del único enuncia simplemente lo siguiente: este no
puede entablar una relación con otro —o, de hecho, con cualquier cosa— que no sea
interesada. La cruzada del único, en consecuencia, se dirige en contra de aquello que
pretende presentarse como netamente desinteresado. Y la razón que motiva esta
diatriba es bastante simple: detrás del desinterés reside la amenaza de aquello que se
le impone al individuo. Lo desinteresado es siempre aquello que se realiza no por
voluntad, sino por deber. Y ya hemos visto que Stirner asocia el deber con la
alienación, es decir, con la renuncia del individuo a ocuparse de sí para, en su lugar,
entregarse “en cuerpo y alma” al servicio de una causa. A los ojos de este autor,
renunciar al interés propio es sinónimo de hacerse un poseído, de dejar que la
fantasmagoría, cualquiera que esta sea, se haga con el cuerpo que requiere para
alcanzar su objetivo. Stirner explica con bastante cuidado cómo las relaciones
mediadas por las instituciones cooptadas por las fantasmagorías jamás suponen
vínculos genuinos con los otros, forjados por un interés en los demás. Por el
contrario, en tales casos, son las fantasmagorías las que determinan el ser del vínculo
y, por tanto, el único no puede relacionarse con el otro de la manera que quiere, sino
que tiene que relacionarse tal y como la fantasmagoría lo manda:
Cuando se llega a una relación real, ésta se tiene que considerar independiente de la
sociedad, que puede surgir o faltar sin alterar la naturaleza de lo que se llama
“sociedad” (…). De ello se deduce que la sociedad no surge a través de mí y de ti,
sino mediante un tercero, el cual nos convierte en socios, y que precisamente ese
tercero es el que crea la sociedad. Lo mismo ocurre en la sociedad carcelaria o la
corporación carcelaria (los que gozan de la misma cárcel). (…) La prisión no solo
significa un espacio, sino un espacio con una relación expresa entre sus habitantes: en
realidad sólo es prisión en tanto que está destinada a presos, sin los cuales sería un
simple edificio. (…) Ciertamente, sólo pueden relacionarse como prisioneros, esto es,
solo en la medida en que lo permitan las leyes penitenciarias. Pero que yo trate
contigo, eso no lo puede conseguir la cárcel, todo lo contrario, se tienen que tomar las
medidas necesarias para prevenir ese trato egoísta, puramente personal (y sólo como
tal se da un verdadero trato entre tú y yo) (Stirner, 2013, pp.271-272).
Pero el problema relacional no se limita al vínculo que existe entre los
individuos. La sacralidad y ajenidad de las relaciones desinteresadas también se
extiende al lazo que une a los únicos con los objetos. Cuando se está poseído, el
modo en el que el individuo interactúa con el objeto no está dominado por el interés
65
de aquel; es la sacralidad del objeto la que se impone y determina cómo es que el
sujeto ha de relacionarse con la cosa. Para explicitar esto, Stirner acude al objeto
sagrado por antonomasia: la Biblia. Sobre esta, dice:
Cada uno tiene una relación con los objetos y se relaciona con ellos de forma
diferente. Elijamos como ejemplo aquel libro con el que millones de personas han
tenido una relación durante milenios: la Biblia. ¿Qué es, qué ha sido para cada uno?
¡Tan sólo lo que cada uno ha hecho de ella! Quien no hace nada de ella, para él no es
nada; quien la emplea como amuleto, para él tiene únicamente el valor o la
importancia de un conjuro mágico; quien, como los niños, juega con ella, no es más
que un juguete (sic), etc. (…) El cristianismo reclama que debe ser lo mismo para
todos, por ejemplo, el libro sagrado o la “sagrada escritura”. Esto significa tanto
como que la visión de los cristianos también debe ser la del resto de los hombres y
que nadie puede comportarse de otra manera respecto a ese objeto. Con esto se
destruye la particularidad de la conducta y se fija un sentido, un modo de pensar
como el verdadero, el “único verdadero” (2013, pp.408-409).
¿Qué es el egoísmo, pues, para Stirner? El egoísmo es relacionarse con los
otros y con las cosas tal y como se es. Por esto es por lo que el egoísmo no es un
atributo definido del único. En cada caso, para cada individuo, su consumación es
distinta, pues depende del carácter del único y, por principio, no hay único que sea
idéntico a otro. Este es el motivo por el que, al responderle a sus críticos, Stirner dice
lo que sigue:
Stirner se atreve a decir que Feuerbach, Hess y Szeliga son egoístas. Se conforma,
ciertamente, con pronunciar con eso nada más que un juicio idéntico, diciendo que,
muy trivialmente, Feuerbach no hace nada que no sea feuerbachiano, Hess nada que
no sea hessiano, ni Szeliga nada que no sea szeliguiano; pero con todo les ha dado un
título de muy mala reputación (…) ¿Es que Feuerbach vive en otro mundo que no sea
el suyo? ¿Acaso vive en el mundo de Hess, en el de Szeliga o en el de Stirner? ¿No es
el mundo, por el hecho de que Feuerbach viva en él, el mundo que le rodea a él, el
mundo sentido, contemplado y pensado por él, es decir, de manera feuerbachiana? Y
no sólo vive en él, sino que es su centro mismo, el centro de su mundo. Y al igual que
Feuerbach, cada cual es el centro de su mundo. Pues mundo es solo lo que no es uno
mismo, pero que le pertenece, se relaciona con él, está ahí para él (Stirner, 2020,
p.107).
Podríamos complementarlo diciendo que, según su fórmula, Stirner no hace
nada que no sea stirneriano.
66
El pasaje recién transcrito nos permite pasar del egoísmo a la condición de
propietario. Uno y otro rasgo del único están estrechamente relacionados; el egoísmo
del único se realiza a través de la apropiación de lo que lo rodea y se encuentra a su
alcance. Pero para Stirner la propiedad no tiene la connotación usual; no consiste en
hacérselas con algo según el régimen legal imperante. Al contrario, la apropiación de
las cosas a la manera de un régimen legal estandarizado impide una verdadera
aprehensión de estas, pues no se adquiere la cosa del modo en el que uno como
individuo desea adquirirla, sino que se obtiene tal y como una forma unívoca y
externa al único lo exige. En este ámbito, el individuo somete su arbitrio al del
sistema, claudica la posibilidad de poner su perspectiva en el objeto apropiado y, por
ende, de hacérselas con él a su manera.
La apropiación, en tal sentido, es el acto a partir del cual el único impone su
perspectiva sobre las cosas, pues solo así las hace suyas. Este acto se armoniza
plenamente con su egoísmo ya que, si no hay una apropiación, entonces el objeto es
asumido como cosa sagrada; así, la perspectiva que manda el objeto, a raíz de la
reverencia que provoca, se impone al único. Este, por tal imposición, renuncia a su
condición de creador de las criaturas para convertirse en algo creado —
determinado— por estas. El egoísmo y la condición de propietario, por tal razón, se
encuentran en una relación de codependencia. Uno y otro “rasgo” del único se
presuponen recíprocamente.
La caracterización que Stirner hace de la propiedad puede quedar más clara si
nos enfocamos en el modo en el que la contrasta con la libertad. Para él, el rasgo
definitivo del único no es el de ser libre, sino el de ser singular. La singularidad,
empero, no se obtiene a través de la libertad, sino a partir de la capacidad de
hacérselas con las cosas, de apropiárselas. En uno y otro caso, la relación que se
entabla con lo que me es distinto es diametralmente opuesta: la libertad supone
liberarme de algo, romper la relación que me ata con aquello de lo que me libro; la
propiedad, mientras tanto, no implica el quebrantamiento del vínculo con lo otro,
sino, más bien, el establecimiento de una relación de dominación con el objeto que,
en consecuencia, se encuentra atado a mí, pero no yo a él. Si este último fuese el
67
caso, no podría disponer del objeto, puesto que, al estar atado a él, dependería del
mismo, en otras palabras: en vez de poseer al objeto, este me poseería. Esta es la
razón por la que, para Stirner, el verdadero egoísmo y la verdadera propiedad
excluyen de suyo la avaricia: “Impulsado por la codicia del dinero niega el avaro
todas las advertencias de la conciencia, todo sentimiento de honor, toda caridad y
toda compasión: aparta todas las consideraciones de su mirada, le arrastra la codicia”
(Stirner, 2013, p.94).
Debido a lo anterior, la libertad, por definición, tan solo puede ser abstracta:
no da cuenta del desarrollo concreto del único, pues este, ubicado en lo real,
inevitablemente está relacionado de una u otra manera con lo que le es distinto. El
único no puede romper todos los vínculos que lo unen con los demás, pero sí puede
apropiarse de dichos lazos y, a través de esto, apropiarse también de las cosas con las
que se relaciona. Esto es lo que justifica las siguientes palabras de Stirner:
¡Qué diferencia hay entre la libertad y la particularidad! Mucho se puede perder, pero
no todo; uno se libra de mucho, pero no de todo. Internamente se puede ser libre pese
a un estado de esclavitud, aunque también de otras muchas cosas, pero no de todo;
del látigo y del carácter dominante del dueño no se está libre como esclavo. “La
libertad solo vive en el reino de los sueños!”. La particularidad, en cambio, es todo
mi ser y existencia, eso es lo que soy yo mismo. Soy libre de lo que me libero,
propietario de aquello que tengo en mi poder o de lo que domino. Soy mi propio ser
en todo momento y bajo todas las circunstancias cuando me las arreglo para tenerme
y no me arrojo en las manos de otros. No puedo querer verdaderamente la libertad,
puesto que no la puedo hacer o crear; solo la puedo desear y aspirar a ella, pues es un
ideal, un fantasma (2013, p.204).
La libertad, para ser tal, ha de ser, precisamente, pura libertad por lo que no
puede ser más que una aspiración abstracta, irrealizable. No se puede alcanzar una
existencia plenamente desarraigada, indiferente y ajena a todo lo que emerge en
rededor. Es más, existir así ni siquiera resulta deseable. El único alcanza su
concreción, esto es, su particularidad, en el incesante comercio que instaura con todo
lo que le es distinto. Lo que sí está a su alcance es la posibilidad de rehuir de
cualquier relación que le sea indeseable, así como fortalecer toda aquella que le
resulte provechosa. Pero la única forma que el único tiene para hacer esto último es,
precisamente, apropiarse de la relación interesada por el objeto con el que se
68
relaciona. Por eso, la propiedad es más importante que la libertad. Solo a partir de
aquella es que el único puede ser algo concreto, singular. Solo a partir de aquella es
que, precisamente, puede realizar el comercio con las cosas que hemos acabado de
mencionar.
De hecho, la alternativa al Estado-nación propuesta por Stirner —la
asociación de egoístas— ni siquiera se distingue de aquel en lo relativo a la
restricción de la libertad. Tanto la asociación de egoístas como el Estado limitan en
algún grado la libertad de los individuos. La diferencia radica en que, mientras que en
el primer caso el individuo le pertenece al Estado —recordemos las razones por las
que Hegel niega la legitimad del suicidio en sus Fundamentos de la filosofía del
derecho—, en el segundo es miembro de la asociación. La asociación de egoístas no
le exige a los únicos que en ella se reúnen que renuncien a sus intereses, pues son
estos últimos la razón de la existencia de tales uniones de individuos. En el Estado, el
individuo debe renunciar a sus intereses en favor de los de aquel; en la asociación de
egoístas, elige asociarse con el propósito de tener más probabilidad de alcanzar sus
objetivos. Este es el motivo por el que Stirner sostiene que “si un día la competición
se viene abajo, [será] porque se habrá comprendido que la cooperación es más
provechosa que el aislamiento” (Stirner, 2020, p.135). Asimismo, es por ello por lo
que, sobre la ya referida distinción entre el Estado y la asociación de egoístas, dice
que:
La unión [de egoístas], en efecto, tendrá que ofrecer una gran cantidad de libertad
para poder ser tomada por una “nueva libertad”, puesto que a través de ella uno evita
todas las coacciones inseparables de la vida social y estatal; pero aún mantendrá la
suficiente carencia de libertad y de voluntad forzada. Pues su finalidad no es
precisamente la libertad, que él sacrifica a la particularidad, sino sólo la
particularidad misma. Referida a ésta, la diferencia entre el Estado y la asociación es
lo suficientemente grande. Aquél es un enemigo y un asesino de la particularidad,
ésta una hija y colaboradora de ella; aquél es un espíritu que exige ser adorado, ésta
mi obra, mi producto; el Estado es el soberano de mi espíritu que exige fe y me
prescribe artículos de fe: los artículos de fe de la legalidad; ejerce una influencia
moral, domina mi espíritu, expulsa mi yo para ocupar su lugar como si fuera “mi
verdadero yo”, en suma, el Estado es sagrado y frente a mí, el hombre individual, es
el Hombre verdadero, el espíritu, el fantasma; la asociación, en cambio, es mi propia
creación, mi criatura, no es sagrada, no es un poder sobre mi espíritu, al igual que
tampoco lo puede ser cualquier asociación del tipo que sea (Stirner, 2013, p.377).
69
La explicación dada permite comprender que, a pesar de que el egoísmo y la
condición de propietario son “rasgos” del único, no por esto son también sus
atributos. Ni el egoísmo ni la propiedad establecen cómo ha de ser el único, cuál es su
naturaleza. El único puede consumar estos dos elementos de la manera que mejor se
ajuste a su ser. Como, precisamente, es único, tendrá una forma particular de
consumar tanto su egoísmo como su propiedad. Por esta razón, no es descabellado
afirmar que Stirner es un antiesencialista. Para él, no hay una definición atributiva
última de lo que el individuo es, pues, antes bien, es el individuo el que se da sus
atributos. A este no le va ninguna característica esencial. Quizá, lo más que se podría
afirmar de él es que le corresponde la aptitud de desarrollarse como bien considere y
pueda. Al final, esto es lo que explica que, con el propósito de asir el ser del único,
Stirner acuda a la “nada creativa” de Goethe: el individuo es ese ente singular que se
hace a sí mismo siendo en un principio nada definido. A propósito de la concepción
liberal del ser humano —aquella que, a los ojos de Stirner lo reduce al “Hombre”—,
el autor dice algo que podría aplicarse, mutatis mutandis, a cualquier otra
comprensión esencialista:
¿A quién considera el liberal como su igual? ¡Al Hombre! Limítate a ser Hombre y,
como ya lo eres, el liberal te llamará su hermano. Él pregunta muy poco por tus
opiniones privadas y por tus locuras privadas una vez que ha visto en ti al “Hombre”.
Pero como se preocupa poco de lo que eres “privatim”, incluso en el severo
cumplimiento de su principio no le da ningún valor, él ve en ti sólo lo que eres
“generatim”. Con otras palabras, en ti no te ve a ti, sino al género, no a Hans o Kuns,
sino al Hombre; no al real o al único, sino a tu esencia o concepto; no lo corporal,
sino al espíritu (Stirner, 2013, p.220).
Y es que no es solo el liberalismo el que ha ahogado al individuo en
generalizaciones como el Hombre: lo propio ha sucedido con el Estado y su
ciudadano o la religión y su feligrés. En uno y otro caso, por pretender captar la
esencia, es el ejemplar mismo el que se escapa. En realidad, no se aprehende al
individuo, sino que se le acota desde una limitada perspectiva.
El esbozo aquí presentado sobre la noción del único nos ofrece una imagen de
la ontología desarrollada por Stirner. Decimos que la filosofía de este autor constituye
una ontología porque concentra todos sus esfuerzos en la elucidación del ser de un
70
ente: el único. Tanto El único y su propiedad como Los recensores de Stirner —las
dos obras más importantes de este autor; de hecho, quizá las únicas importantes—
tienen el propósito de expresar la realidad del ente más complejo y rico dentro de la
existencia. La complejidad de tal ente responde al hecho de que, por el ser mismo que
es, resulta indefinible. El único y su propiedad es la obra que anuncia al único. Los
recensores de Stirner, mientras tanto, esclarece ese anunciamiento debido a los
malentendidos que El único y su propiedad produjo en su momento. Ambos obras no
pueden aspirar a más porque, precisamente, se ocupan de un ente que en su contenido
solo puede ser anunciado y esclarecido en su anunciamiento. El único, ya lo hemos
dicho, no puede ser determinado o, por lo menos, no puede serlo a partir de una
caracterización ajena a su propio desarrollo, es decir, a la caracterización que él
mismo se da. Toda caracterización conceptual del único adolecerá de un problema: en
cuanto determinación a través del concepto es inevitablemente ajena al devenir del
único. Es a este al que le corresponde determinarse, no es el concepto el que ha de
hacerlo. Stirner rehúye de cualquier superposición conceptual en el único
precisamente por esto.
Pero, al ser una ontología del único, la filosofía de Stirner deja por fuera
cualquier determinación positiva de todo ente distinto de aquel. Esto no es casual,
sino que se debe a que, para nuestro autor, los objetos —o, más bien, los objetos
incapaces de asumir la condición de sujetos— se definen por la relación que ostentan
con el sujeto que los domina, y este sujeto dominador es siempre, inevitablemente, un
único. Se tiene, por tanto, que el rol del objeto ante el único es el de plegarse ante su
dominio. Y también se tiene que en medio de la existencia y el devenir solo los entes
que ostentan la dignidad de ser únicos son poderosos. Los objetos no pueden ni deben
resistirse ante la fuerza que los hace suyos, son impotentes ante esta fuerza y este
poder apropiador que es siempre el poder de un único. Quizá, este es el motivo por el
que, al discutir el pensamiento de Stirner en su afamado Nietzsche y la filosofía
(2019), Deleuze indica que:
En la historia de la dialéctica Stirner ocupa un lugar aparte, el último, el lugar
extremo. Stirner fue aquel dialéctico audaz que intentó conciliar la dialéctica con el
71
arte de los sofistas. Supo hallar el camino de la pregunta: ¿Quién? Supo convertirla
en la pregunta esencial contra Hegel, Bauer y Feuerbach contemporáneamente
(p.228).
El pensamiento de Stirner, en cuanto redirige la dialéctica a la pregunta por el
quién, deviene también filosofía de la subjetividad. Como ningún otro hegeliano,
Stirner se pregunta no tanto por qué constituye al sujeto, sino por qué puede y cómo
lo puede. Es cierto que a raíz de este singular interés Stirner deja de poner en
perspectiva la totalidad de lo habido, cosa que, en contrapartida, sí sucedía con Hegel.
Sin embargo, al mismo tiempo, por constituir su pensamiento como una filosofía de
la subjetividad Stirner hace énfasis en el yo efectivo que lleva a cabo la dialéctica,
que la realiza. Puede afirmarse que la pesquisa realizada por Hegel y su culminación
en el saber absoluto también se constituye como un estudio de la subjetividad
(Kojeve, 2013b); no obstante, la persecución del espíritu como potencia que anima el
darse de esa misma subjetividad termina disolviendo al individuo en esa entidad
poderosa que es el espíritu. En esa medida, a pesar de que el espíritu como sujeto
tiene un rol preponderante en La fenomenología del espíritu, la individualidad como
origen mismo de la dialéctica se pierde. Stirner, entonces, devuelve a la
individualidad su dignidad de yo efectivo. Esto lo hace a través de la presentación del
único como el ente poderoso y dominador que es.
Dos son los elementos que permiten comprender que la ontología del único se
corresponde con una representación de este como el ente poderoso en la existencia. El
primero ya ha sido mencionado, y tiene que ver con el reproche que Stirner le
presenta a aquellos que han sido poseídos por las fantasmagorías, es decir, que al
doblegarse ante los objetos —sus creaciones— han renegado de su condición de
únicos. Hemos dicho que la razón de este reclamo es, fundamentalmente, que los
poseídos se figuran el poder como cosa que no les es suya. Al hacer esto, ponen el
poder en el objeto y no en el sujeto que, precisamente, es aquel que hace del objeto un
objeto y, por tanto, es realmente el poderoso. El segundo rasgo es correlato del
primero y es que, si los únicos se engañan al representarse los objetos como los
detentores del poder, entonces esto quiere decir que en realidad son ellos los que lo
72
tienen en su haber o, en otras palabras, de ellos es que el poder es propiedad.
Sabemos que en medio de estas dos opciones se proyecta una tercera23: el sujeto
puede engañarse al figurarse el poder como atributo del objeto y al asumirlo como
propiedad que le es suya. Es decir, el poder puede no ser ni del sujeto ni del objeto o,
lo que es lo mismo, puede no ser de la existencia. Pero sabemos bien, por el
movimiento precedente y por el presente, que esta no es la alternativa de Stirner, sino
la de Hegel.
El pensamiento de Stirner constituye un “avance” si se le compara con el de
Hegel porque, justamente, pone el fenómeno del poder dentro de la existencia. Pero
esta puesta del poder en la existencia es solo parcial: no es toda esta la que se
presenta como poderosa, sino que, más bien, es un ente dentro de aquella el que tiene
el poder. Es más: precisamente que el poder se restrinja a un ente particular y no se
despliegue en todo lo que existe es lo que permite sostener que este es la propiedad de
un ente específico —el único—. Así, dado que al ser la determinación de un ente la
filosofía de Stirner es una ontología, pero también que en cuanto determinación del
ente por excelencia desprecia el resto de la existencia y la figura como impotente, se
tiene que aquella, la filosofía de Stirner, es una ontología en la inmanencia. La
inmanencia se pone de presente, emerge en el pensamiento de Stirner como lo único
que hay, pero también lo hace solo como fondo, como mero medio en el que el único,
el ente que verdaderamente importa, se desarrolla.
Esta condición del pensamiento de Stirner queda patente al remitirnos al modo
en el que este ilustra cómo el único se relaciona con el resto de la existencia.
Felizmente, el autor de El único y su propiedad le destina todo un acápite a este
aspecto. El apartado “Mi relación”, ubicado en la segunda sección —“El
propietario”— de la segunda parte —“Yo”— de dicho libro, aborda, precisamente,
las relaciones que el único instaura con los otros y con las cosas. Para Stirner que las
relaciones del único sean necesariamente interesadas supone que se encuentran
determinadas por el provecho que aquellas causan en este. Pero que el vínculo con lo
23 Hay también una cuarta posibilidad, pero aún no es momento de revelar la alternativa nietzscheana.
73
otro sea interesado también implica que la motivación última de la relación es el uso
que le puedo dar a aquello con lo que me relaciono. Por este motivo, afirma que:
Donde el mundo sale a mi encuentro (y sale en todas partes a mi encuentro), lo
devoro para calmar el hambre de mi egoísmo. Para mí no eres más que mi alimento,
al igual que yo soy utilizado y comido por ti. Entre nosotros solo tenemos una
relación, la de utilidad, la de provecho. No nos debemos nada mutuamente, pues lo
que parece que te debo, eso me lo debo como mucho a mí mismo. Si te muestro un
gesto alegre para también alegrarte a ti, eso quiere decir que tu alegría me interesa, y
mi gesto sirve a mi deseo; a miles de otros que no tengo la intención de alegrar, no
les muestro ese gesto (Stirner, 2013, p.364).
Las relaciones establecidas por el único, entonces, son siempre de consumo.
Este “devora” lo que lo rodea; el medio a través del que hace esto es, justamente, su
interés en lo devorado. El vínculo, podría decirse, es predatorio. En cuanto
determinado por el poder del único —por su querer—, se sujeta exclusivamente al
arbitrio de este. Por eso, la relación entre dos únicos, aunque mutuamente interesada,
responde también a dos intereses distintos y encontrados. En el vínculo que une a dos
únicos entre sí hay dos sujetos que conciben al otro con el que se encuentran como un
objeto. Y, como ya hemos dicho, no hay dos únicos iguales, así como tampoco hay
dos motivaciones idénticas en medio de una relación “mutuamente” interesada. Así,
el interés entre dos únicos puede ser “recíproco”, ambos pueden estar interesados el
uno en el otro, pero, en cualquier caso, el interés por el que se relacionan no es el
mismo para ambos. Este es el fruto de la singularidad de cada cual y, por ello, es
inevitablemente distinto para los dos.
Ahora, que el vínculo sea predatorio no implica que sea despótico. El interés
del único por lo otro puede ser tierno y delicado; puede responder, por ejemplo, a las
sutilezas del amor. No por esto, sin embargo, la relación deja de ser de consumo. Lo
que sucede, más bien, es que este consumo se ajusta a la naturaleza del interés; de tal
modo, dado que el interés amoroso es, aunque apasionado, suave y dulce, el consumo
que corresponde al vínculo motivado por el amor es también suave y dulce. El
consumo despótico, en consecuencia, es solo una posibilidad entre las relaciones
interesadas tal y como lo es el consumo suave y dulce. Démosle la palabra a Stirner
74
quien, en una parte de El único y su propiedad, pretende convencernos de que su
egoísmo no lo compromete con una forma tiránica de amar y poseer:
Si veo sufrir al amado, sufro con él, y no pararé hasta no haberlo intentado todo para
consolarle y animarle; si le veo alegre, también yo me alegro de su alegría. De eso no
se deduce que la misma cosa que en él ha tenido ese efecto me provoque sufrimiento
o alegría, como lo demuestra todo dolor físico que yo no siento como él: a él le duele
la muela, pero a mí me duele su dolor. (…) Pero como yo no puedo soportar la arruga
de preocupación en la amada frente, por esa razón, por mí, se la quito con un beso. Si
no amase a esa persona, ya podría tener arrugas que a mí no me interesarían en
absoluto; sólo ahuyento mi preocupación (2013, pp.357-358).
En Los recensores de Stirner, quizá de una forma más precisa, también intenta
apartarnos de esa idea:
El egoísmo, tal como Stirner lo vindica, no se opone ni al amor ni se opone al
pensamiento; no es enemigo de una dulce vida amorosa, ni enemigo de la entrega y
de la abnegación, ni enemigo de la más íntima cordialidad, pero tampoco es enemigo
de la crítica, ni enemigo del socialismo, ni enemigo, en suma, de ningún interés
efectivo y real: no excluye ningún interés. Solo se dirige contra el desinterés y contra
lo que carece de interés: no contra el amor, sino contra el amor sagrado, no contra el
pensamiento, sino contra el pensamiento sagrado, no contra los socialistas, sino
contra los santos socialistas, etc. (2020, p.138).
En cualquier caso, trátese de un consumo tierno y lento o de uno despótico y
violento, la relación del único con lo otro es siempre de consumo. Es por esto por lo
que Stirner es incapaz de concebir que lo otro se conserve una vez puesto en relación
con el único. El vínculo, como hemos dicho, es predatorio; esto quiere decir que, sea
más tarde o más temprano, el objeto de interés se agota. Quizá por esto, sobre el yo
que es el único, Stirner dice que “no [se trata de que] el yo lo es todo, sino que yo lo
destruyo todo” (2013, p.231). Como el único solo consume, el fatal final de todas sus
relaciones es que todo lo destruye, todo lo acaba y agota. Solo así puede desarrollar
su existencia, confirmar su transitoriedad y dar cuenta de su poder.
***
La filosofía de Stirner es una ontología en la inmanencia porque se figura al
único como el único ente activo y poderoso dentro de la existencia. Por esto, la
interacción que instaura con todo lo demás es, inevitablemente, predatoria y de
75
consumo. Como el resto de las cosas son impotentes, no tienen más remedio que
someterse ante aquello que tiene poder. Y, para Stirner, solo el único es lo poderoso.
Esta comprensión de las cosas, si se le compara con la de Hegel, tiene la
virtud de poner el poder “dentro” de la existencia, aunque no propiamente “en” la
existencia. Ya hemos visto que, en Hegel, dado que el devenir se figura como mera
manifestación del espíritu, el poder es concebido como propiedad fundamentalmente
ajena a la existencia. Se expresa en esta, es cierto, pero solo lo hace a través de la
entidad realmente poderosa, el espíritu. Este, aunque manifiesto en el devenir, le es
distinto. Por ello, en el pensamiento hegeliano, el poder se pone por fuera de la
existencia.
Pero el planteamiento de Stirner también cuenta con una notable insuficiencia:
expresa la inmanencia, pero solo parcialmente. Esta emerge como lo único que
efectivamente existe, es cierto, pero también se la presenta como algo pasivo: a
excepción del único —el ente privilegiado que merece ser caracterizado, puesto que
es el único poderoso— todos los entes que la componen son impotentes. Por esto,
Stirner solo constituye una ontología en la inmanencia y no una ontología de la
inmanencia. Para esta última habrá que esperar a la filosofía de Nietzsche. De esta
nos ocuparemos en el tercer y último movimiento de este escrito.
3. SEGUNDO MOVIMIENTO: NIETZSCHE Y EL PODER
DISEMINADO
Pero precisamente, por pensar todavía como
dialéctico, por no salir de las categorías de la
propiedad, de la alienación y de su supresión,
Stirner se arroja el mismo en la nada que hunde
bajo los pasos de la dialéctica. ¿Quién es el
hombre? Yo, solo yo. Utiliza la pregunta ¿quién?
Pero sólo para disolver la dialéctica en la nada de
este yo. Es incapaz de formular esta pregunta en
otras perspectivas que no sean las de lo humano,
bajo otras condiciones que no sean las del
nihilismo; no puede dejar que esta pregunta se
desarrolle por sí misma, ni formularla en otro
elemento que la de una respuesta afirmativa.
Gilles Deleuze
Antes de ocuparnos del pensamiento nietzscheano, volvamos la mirada al
escenario en el que nos ha dejado la filosofía de Stirner. Hasta cierto punto, la
apertura al devenir se ha vuelto total. Por eso, de la inmanente trascendencia
hegeliana hemos pasado a la ontología en la inmanencia stirneriana. Stirner ya no
cree, como sí lo hizo Hegel, que la fuerza última —el espíritu— solamente se expresa
en la existencia, sino que afirma que tal fuerza, de hecho, es en la existencia. El ente
que Stirner ha asociado con esa fuerza es el único. Dentro de todo ese entramado que
constituye la existencia, ese es el ente privilegiado y singular que es poderoso. Los
demás entes en la existencia se le aparecen al único como objetos que se ofrecen para
su consumo, como cosas impotentes que han de someterse a su poder. Stirner, por
tanto, desarrolla una ontología en la inmanencia, una determinación de un ente
particular que es dentro de lo que existe.
77
Pero la afirmación de la inmanencia no tiene por qué agotarse en la ontología
consumada por Stirner. Aún es posible ir “más allá”. De un pensamiento que libera la
inmanencia de cualquier poder exógeno del que aquella es manifestación, pero que
también vuelve a atarla, a su vez, a un ente que se da dentro de esta, es posible pasar a
otro que verdaderamente desate la inmanencia; es decir, a un pensamiento que
conciba la existencia en sí misma como poder. Nuestra apuesta es que este
pensamiento es, justamente, el de Nietzsche.
Nietzsche desata la inmanencia y la concibe en sí misma como poderosa a
través del concepto de la voluntad de poder. Se hace apenas natural, por tanto, que en
este movimiento pretendamos presentar una imagen de lo que tal concepto suponía
para su pensamiento. En ese mismo sentido, también abordaremos el concepto
correlativo a la voluntad de poder, este es el de eterno retorno. La conjunción de
estos dos conceptos, o al menos eso consideramos nosotros, configurará lo que aquí
hemos denominado la ontología de la inmanencia. Esta, como ya se dijo, es una
filosofía que asume la totalidad de la existencia como poder.
Por otra parte, con el propósito de delimitar la voluntad de poder, la
diferenciaremos de cierta noción que emergió un poco antes dentro del pensamiento
de Nietzsche: el sentimiento de poder. Este ejercicio nos permitirá deslindar la
filosofía nietzscheana de cierta compresión fácil que asume a este autor como un
irrestricto legitimador de la fuerza y la imposición a través de la violencia. Asumir de
ese modo su pensamiento responde a una crasa omisión de la condición relacional
que irremediablemente está a la base de la voluntad de poder.
La afirmación de que la filosofía de Nietzsche es una ontología en la
inmanencia riñe con lo que Heidegger plantea en La frase de Nietzsche “Dios ha
muerto” (2018). Según este autor, Nietzsche es el último metafísico dentro de la
historia del pensamiento occidental. Esto es así porque:
Con Nietzsche la metafísica se ha privado hasta cierto punto a sí misma de su propia
posibilidad esencial (…). Tras la inversión efectuada por Nietzsche, a la metafísica
sólo le queda pervertirse y desnaturalizarse. Lo suprasensible se convierte en un
producto de lo sensible carente de toda consistencia. Pero, al rebajar de este modo a
su opuesto, lo sensible niega su propia esencia. La destitución de lo suprasensible
78
también elimina a lo meramente sensible y, con ello, a la diferencia entre ambos
(2018, p.157).
A nuestro juicio, el problema con la interpretación de Heidegger reside en que
todavía interpreta metafísicamente lo que, por la naturaleza misma de su propio
movimiento, ya no es metafísico. Así, si se superpone el esquema propio de la
metafísica sobre la apuesta de Nietzsche, se llega, sin lugar a duda, a la conclusión de
Heidegger: lo sensible pierde su sustrato en cuanto el “más allá” que le funda se
funde —“se hace uno”— con ello. Pero la “degradación” de lo suprasensible no tiene
por qué implicar la de lo sensible; puede llevar, más bien, a la afirmación de que lo
sensible es su propio sustrato y, en consecuencia, lo suprasensible no es tal, sino solo
una expresión de lo sensible. Sin embargo, únicamente es posible comprender esto
cuando la filosofía de Nietzsche se asume ontológica y no metafísicamente.
Heidegger, debido a que como lo testimonia Ser y tiempo (2012 §7) reúne
indisociablemente la ontología y la metafísica, es incapaz de hacer esto. La diferencia
entre una ontología y una metafísica puede ser difícil de establecer, más cuando se
suele asumir que la determinación de un ente ha de responder a presupuestos
trascendentales que le delimitan. Pero, si comprendemos la metafísica como “la
verdad de lo ente en cuanto tal en su totalidad” (Heidegger, 2018, p.157), es posible
marcar la distancia entre uno y otro compromiso en cuanto al ser del devenir. La
ontología de Nietzsche, precisamente en la medida en que enfatiza el poder como ser
de la existencia, no tiene como interés principal el develamiento de la verdad de lo
ente. De hecho, a raíz del dinamismo que la voluntad de poder implica en el devenir
mismo, Nietzsche es escéptico ante la posibilidad de poder postular una verdad como
la verdad eterna. La voluntad de poder no se entiende adecuadamente si se le asume
como una verdad metafísica que, en cuanto principio de la existencia, está “más allá”
de esta última. Antes bien, se trata del concepto que expresa cómo es que el devenir
es en cuanto fuerza. En esta medida, no se trata de que lo suprasensible se degrade y
se funda en lo sensible, sino de que no hay nada más que lo sensible y lo que
tradicionalmente se ha entendido como suprasensible en realidad se corresponde con
una forma sublimada de lo sensible, es decir, no es más que otra expresión de este.
79
Es así como la filosofía nietzscheana se consuma como el negativo del pensamiento
hegeliano: mientras que Hegel convierte lo sensible en una manifestación de lo
suprasensible —el espíritu—, Nietzsche presenta a lo suprasensible como lo que, aun
siendo sensible, ha sido entendido como suprasensible. En realidad, contrario a todos
los malentendidos de lo humano, no hay más que lo sensible, y todo lo supuestamente
suprasensible verdaderamente es sensible. En cuanto tal, lo suprasensible es mero
anhelo de lo suprasensible, pero no lo suprasensible en sí. Nietzsche enuncia su
filosofía porque guarda la esperanza de que el individuo ya sea capaz de enfrentarse a
la verdad de que no hay tal cosa como lo suprasensible: lo que hay, todo lo que hay
en cuanto es en la forma de la voluntad de poder, es sensibilidad. Nietzsche la
emprende contra lo “suprasensible” no porque sea efectivamente suprasensible, sino
porque siendo sensible se ha pretendido suprasensible. En esa medida, constituye el
engaño más terrible que la humanidad se ha hecho a sí misma.
Con base en lo afirmado, la estructura de este último movimiento será la que
sigue: en un primer lugar, deslindaremos el pensamiento de Nietzsche del de Stirner
en lo que corresponda. Para esto será fundamental explicar la distinción entre la
ontología en la inmanencia y la ontología de la inmanencia. Esto se hará, a su vez, a
través de una delimitación del concepto de voluntad de poder, diferenciándolo así de
la noción de único elaborada por Stirner. En segundo lugar, el escrito, con el
propósito de profundizar todavía más en la voluntad de poder, explorará las
conexiones que tal concepto tiene con otros de la filosofía nietzscheana. Aquí, sobre
todo, será vital referirse al eterno retorno y al sentimiento de poder. La organización
de este último movimiento pretenderá cumplir con el objetivo fundamental de este:
presentar la filosofía nietzscheana como una ontología de la inmanencia.
3.1. Nietzsche y Stirner: de la soledad del único a la comunidad de
la voluntad de poder
La comprensión metafísica de la ontología de Nietzsche no es el único
equívoco en el que incurre la lectura de Heidegger: también podría decirse que tal
autor concibe la filosofía nietzscheana de una forma que, en realidad, es más cercana
80
al pensamiento de Stirner que al del mismo Nietzsche. La prueba reina de esto es que
Heidegger aún interpreta la filosofía nietzscheana a partir de las categorías de sujeto y
objeto. Esta es la razón por la que, ya al final de La frase de Nietzsche “Dios ha
muerto”, mientras analiza la voluntad de poder, dice lo que sigue:
Todo ente es ahora o lo efectivamente real, en cuanto objeto, o lo eficiente en cuanto
objetivación en la que se forma la objetividad del objeto (…). Por eso, todo ente es o
bien objeto del sujeto, o bien sujeto del sujeto. En todas partes, el ser del ente reside
en el poder-se-ante-sí-mismo y, de esta manera, im-poner-se. En el horizonte de la
subjetidad de lo ente el hombre se alza a la subjetividad de su esencia. El hombre
accede a la subversión. El mundo se convierte en objeto (2018, p. 190).
Para Heidegger, entonces, la voluntad de poder se caracteriza por ser la puesta
en relación entre entes en la que uno de estos asume la condición de sujeto —a raíz de
su subjetidad— y el resto, consiguientemente, adquiere la de objeto —por su
objetidad—. Pero pensar la voluntad de poder a partir de las categorías de sujeto y
objeto resulta impropio. Para Nietzsche, estas categorías son insuficientes si lo que se
quiere es asir el ser de lo ente, esto porque, precisamente, imponen un modo de
pensar en el que no es la voluntad de poder la que opera, sino los entes constituidos
como sujetos u objetos. A pesar de que Heidegger entiende que la voluntad de poder
es la que conforma a los entes y les asigna estas categorías, su comprensión mina la
efectividad misma de la voluntad de poder. En esta, tan pronto como se da la puesta
en relación entre los entes, ya no importa la voluntad de poder como determinación
ontológica, sino que la subjetidad u objetidad de los entes relacionados se hace lo
determinante.
La comprensión heideggeriana de la voluntad de poder se acerca más a la
forma en la que Stirner entiende la relación que el único instaura con los objetos que
le pertenecen. Recordemos que, en el pensamiento de tal autor, los entes que no son
únicos deben doblegarse ante el domino que aquellos les imponen. En la filosofía de
Stirner, como ya hemos dicho, toda la existencia se presenta —tal y como sucedía
con Hegel—, pero solo el único es poderoso entre todos los entes. El resto, por
contrapartida, son impotentes. Al figurarse los entes como objetos y sujetos,
Heidegger asume stirnerianamente la filosofía de Nietzsche. Poco caso tiene que la
81
existencia se conciba como voluntad de poder si a su vez se va a asumir que ciertos
entes, como “efectivamente reales”, asumirán la condición de objetos. Esto, en
términos prácticos, supone volver a la ontología en la inmanencia patente en El único
y su propiedad. Con la interpretación de Heidegger se llega al contrasentido de que
hay voluntades de poder impotentes —las objetuales— y voluntades de poder, estas
sí, poderosas —las subjetuales—. Para este autor aún es dable pensar la filosofía de
Nietzsche a partir de las categorías de sujeto y objeto, pero la voluntad de poder en
cuanto ontología supera esta dicotomía. En Sobre verdad y mentira en sentido
extramoral, Nietzsche alude a aquellos que aún recurren a esta diada:
Un investigador de esta índole considera el mundo entero como ligado a los
humanos, como el eco infinitamente quebrado de un sonido primordial, el del ser
humano, como la reproducción multiplicada de una imagen primordial, la del ser
humano. Su procedimiento es: tomar el ser humano como medida de todas las cosas,
pero, al hacerlo, parte del error de creer que tiene esas cosas de modo inmediato
delante de sí en cuanto objetos puros. Olvida, por tanto, que las metáforas originales
de la intuición son metáforas y las toma por las cosas mismas (2016, SVM, p.265).
La comprensión de Heidegger nos brinda la oportunidad de empezar a
deslindar a Nietzsche de Stirner. Esto, como ya se puede entrever, lo haremos a partir
de una diferenciación entre el único y la voluntad de poder. Lo primero que habrá que
decirse es que Stirner consolida una filosofía fundamentalmente humana. Claro, esta
se erige sobre la base de una crítica del Hombre en cuanto ideal irrealizable y
fantasmagoría, pero también precisamente porque su objeto de interés es el único,
plantea una posibilidad de ser de un ente particular que, justamente, es el humano. A
Stirner poco le interesa el ser del resto de las cosas; El único y su propiedad es,
grosso modo, un recuento de la historia de la humanidad, en su primera parte, y la
presentación del anhelo de un humano futuro, en la segunda. Su centro, en todo
instante, es el ser humano, primero como poseído y entregado a una causa ajena,
luego como emancipado dueño de sí, como único. En ambos casos, los otros objetos
solo aparecen a raíz de la relación que tienen con el individuo: en el caso de los
posesos, se presentan como la causa de la enajenación del sujeto, en el de los únicos,
como su propiedad y haber.
82
Nietzsche, contrario a Stirner, no limita su filosofía a las posibilidades de lo
humano. De hecho, podría decirse que la forma “humana” de la voluntad de poder es
el superhombre, con la transvaloración de todos los valores que requiere para
consagrarse como tal. No es sorpresa que la interpretación de Heidegger, con todo lo
stirneriana que pueda ser, haga énfasis en la faceta de la voluntad de poder como
proceso de valoración. “La clave para comprender la metafísica de Nietzsche es una
explicación suficientemente clara de lo que piensa con la palabra valor” (2018,
p.169). Pero la voluntad de poder como ontología de la inmanencia no es solo la
realización humana de esta y, por tanto, no es solo la valoración por la que el ser
humano, como “lo eficiente en cuanto objetivación”, transvalora todos los valores.
Como puesta en relación de las cosas, la voluntad de poder va “más allá” de cualquier
modo de valoración a partir del cual un sujeto objetiva y se constituye como sujeto en
tal valoración. Las interacciones entre las cosas no son del tipo “humano”, es decir,
entre un objeto —o un número plural de estos— y un sujeto que lo constituye en
cuanto lo valora. También hay relaciones entre las cosas, sin entidades que tomen
ellas mismas la condición de sujetos u objetos. El concepto de voluntad de poder, por
tanto, requiere que se le extienda más allá de la interpretación de Heidegger.
Con lo antedicho, no se sostiene que Heidegger solo aprehenda la voluntad de
poder “humana” en su lectura de Nietzsche. Lo que se dice, más bien, es que extiende
el modo humano de la voluntad de poder al resto de realizaciones de esta. Al reducir
la voluntad de poder al valorar, Heidegger asume que todos los entramados
relacionales se gestan a partir de esta forma peculiar de la voluntad de poder que
realmente corresponde al superhombre. Hay que descubrir, en consecuencia, cómo es
la voluntad de poder más allá del valorar. Apoyémonos en Müller-Lauter para
empezar a hacer esto.
En Nietzsche’s teaching of Will to Power (1992), Müller-Lauter ofrece una
adecuada delimitación de lo que la voluntad de poder es desde el punto de vista
ontológico. Al igual que nosotros, este autor se aparta de la interpretación
heideggeriana de Nietzsche, pues:
83
Puede mostrase como la subjetividad, justamente en el pináculo de la “metafísica de
la subjetividad”, se hunde en lo carente de fundamento. Puesto en la forma de la
voluntad de poder, que ve a través de sí como sí, la metafísica “voluntad de la
voluntad” se transforma en la voluntad de querer [willed will] que no remite a un
agente voluntarioso, que no retorna a la voluntad; antes bien, solo remite a la
constitución del agente voluntarioso, que se repliega a lo indeterminable cuando se le
pregunta por su condición última y fáctica24 (Müller-Lauter, 1992, pp.37-38).
En esta medida, la voluntad de poder, como indica Estanislao Zuleta (1982),
consiste en “una fuerza unificadora perfectamente impersonal que confiere una nueva
ordenación y una nueva interpretación a los elementos que estaban hasta entonces
determinados por otra dominación [otra voluntad de poder]” (pp.4-5). Pero que la
voluntad de poder sea “perfectamente impersonal” supone que esta no se hace sujeto,
sino que, más bien, es la potencia misma de la que el sujeto procede. Así, cobran
pleno sentido las palabras de Müller-Lauter que definen la voluntad de poder como:
La pluralidad de fuerzas que entran en conflicto entre sí. Se puede predicar unidad de
la fuerza en el sentido nietzscheano solo si se asume que significa organización. El
mundo es una “grandiosidad sólida y férrea de fuerza”25; forma un “determinado
quantum de fuerza”26. Pero este quantum solo puede darse en la mutua oposición
(Gegeneinander) de los quanta (1992, pp.41-42).
La voluntad de poder, así las cosas, emerge como condición relacional de las
cosas y como concepto que obtiene su determinación desde lo devenido. No es
casualidad, por tanto, que en cuanto concepto no abarque solo la actividad humana,
sino que también se ocupe de la actividad de lo orgánico e, incluso, de lo inorgánico:
Nietzsche encuentra que la voluntad de poder opera en todo lugar. Puede que
“justamente en todo viviente (…) [sea] sumamente claro mostrar que lo hace todo
para no conservarse, sino para llegar a ser más (…)”27, pero la voluntad de poder es
también la sola actividad en el reino inorgánico. Nietzsche diferencia su perspectiva
de la schopenhaueriana “voluntad de vida” como forma básica de la voluntad: “la
vida es meramente un caso particular de la voluntad de poder, —es enteramente
24 Traducción propia desde el inglés.
25 III, 38(12).
26 IV, 2(143).
27 IV, 14(121).
84
arbitrario afirmar que todo aspire a dar el salto a esta forma de la voluntad de
poder”28 (Müller-Lauter, 1992, p.39).
Así las cosas, al asumir que el reducto de la voluntad de poder es el valor,
Heidegger la limita a la que en realidad es una de sus instancias: la voluntad de poder
humana. Al hacer esto, entiende la voluntad de poder de lo inorgánico y del resto de
lo orgánico a partir del valor, desconociendo la particularidad de aquellas. Hay que
estudiar la voluntad de poder en toda su extensión para hacerle justicia como
concepto.
En todo caso, tal y como la cita de Müller-Lauter lo anticipa, la comprensión
heideggeriana de la voluntad de poder no yerra en absolutamente todo. Aquí no
queremos que se nos malentienda: La frase de Nietzsche “Dios ha muerto” es un
documento magistral. Solo consideramos que, más que un ejercicio de hermenéutica
de la obra de Nietzsche, es un testimonio del proyecto heideggeriano de la
determinación de la pregunta por el ser. De hecho, es eso lo que explica su final: un
alegato a favor del carácter inanunciable e inaprehensible del ser de lo ente. Sea como
sea, la interpretación de Heidegger sí es fiel a la voluntad de poder a través de la
aprehensión de sus dos modos de realización: la conservación y la superación. A
pesar de esto, nuevamente podemos ver cómo entiende la voluntad de poder
humanamente, puesto que el puro fundamento de la conservación es la verdad,
mientras que el arte es el paradigma de la superación (Heidegger, 2018, pp.179-180):
A partir de la proposición suprema de valor se hace evidente que la instauración de
valores es, en cuanto tal, esencialmente doble. En ella se disponen respectivamente,
expresamente o no, un valor necesario y un valor suficiente, pero ambos a partir de la
mutua relación que prevalece en ellos. Esta duplicidad de la instauración de valores
corresponde a su principio. Eso a partir de lo cual es soportada y conducida la
instauración de valores como tal es la voluntad de poder. A partir de la unidad de su
esencia, exige y alcanza condiciones de aumento y conservación de ella misma
(Heidegger, 2018, p.180).
Es curioso que Heidegger entienda que la voluntad de poder es tanto
conservación como aumento —y que también entienda que el aumento es el rasgo
dominante de esta—, pero que, a la vez, sea incapaz de comprender que esta
28 IV, 14(121).
85
caracterización misma implica la disolución de la distinción entre sujeto y objeto. Si
la voluntad de poder es, sobre todo y antes que nada, aumento, esto quiere decir que
la entidad “sujeto” participa en la relación en la que participa “yendo más allá” del rol
que le corresponde por su categoría. Lo mismo ha de suceder con el “objeto”. Y es
que, en cuanto condición relacional, la voluntad de poder, al ser una conjunción
coordinada de los entes relacionados, supone también una transformación necesaria
de estos. En la voluntad de poder no solo el ente que es dominado muta a raíz de
aquella dominación; el ente dominador, dado que ha expandido sus dominios
relacionales al incluir entre estos un nuevo elemento, también cambia. Más aún: en
medio de la voluntad de poder, más que entes, lo puesto en relación son fuerzas.
Estas, en un marco de comprensión “humano” como el de Heidegger, se transforman
en “entes”, “objetos”, “sujetos”, etc.
En esta medida, la voluntad de poder expresa cómo es que el cúmulo de
fuerzas constitutivo de la existencia se compone en el incesante juego e intercambio
de las fuerzas mismas. Pero la voluntad de poder, en cuanto aumento, expresa
también cierto refinamiento. No hay que caer en el común equívoco que figura la
filosofía de Nietzsche como un alegato a favor del desafuero y la completa
desmesura. Las concreciones particulares de la voluntad de poder, es decir, los
órdenes relacionales de fuerzas específicos y en incesante constitución —no el
agregado de esos órdenes relacionales en cuanto expresión de la totalidad de lo
existente como voluntad de poder29—, no asimilan indiscriminadamente cada una de
las fuerzas “que se encuentran en su camino”; al contrario, precisamente por ser
voluntades de poder, asimilan o no las fuerzas potencialmente integrables según la
compatibilidad que tengan con el orden relacional que se está constituyendo, así
como la propia capacidad asimilatoria de tal orden —su poder—. Además, será la
29 Es en este sentido que Müller-Lauter (1992, pp.41-45) indica que la voluntad de poder es,
simultáneamente, una y muchas. Es una dado que todo lo habido es como voluntad de poder, pero
también es muchas porque esa totalidad que es voluntad de poder se expresa como voluntad de poder
en una serie incesante e inacabable de configuraciones concretas y particulares de órdenes de fuerzas.
La voluntad de poder en cuanto una, por tanto, exige la constitución de voluntades de poder múltiples
y diversas. En todo caso, precisamente porque todas las voluntades de poder son expresión de la
voluntad de poder, todo lo que es, es voluntad de poder.
86
voluntad de poder integradora la que establezca “el lugar” que la nueva fuerza
integrada habrá de ocupar dentro de la estructura de fuerzas que se está configurando.
A todo este proceso de aumento o de voluntad de ser más de la voluntad de poder
Heidegger lo denomina “valorar”, pero sabemos que esa terminología se corresponde
más con la concreción “humana” de la voluntad de poder que con la forma en que
esta es en toda la existencia. Términos como “asimilar” o “repeler” —en caso de no
haber lugar a la asimilación por carencia de compatibilidad entre las fuerzas
potencialmente relacionables— son más ajustados a lo que la voluntad de poder es en
todo el devenir. Por esto, a la hora de determinar la voluntad de poder, dice
Nietzsche: “para que esta voluntad de poder pueda manifestarse, tiene que percibir
aquellas cosas que atrae; que ella siente, cuando se le acerca algo que es asimilable a
ella” (2010, FP 34[247]).
3.2. Sentimiento de poder, voluntad de poder y eterno retorno
El refinamiento de la voluntad de poder es un buen comienzo para
diferenciarla de una categoría previa dentro de la filosofía de Nietzsche: el
sentimiento de poder. Aunque Nietzsche menciona por vez primera tal concepto en
Humano, demasiado humano (§142), el grueso del desarrollo de tal término está en
Aurora, esto a pesar de que también hay ciertas determinaciones posteriores en La
gaya ciencia. El sentimiento de poder en cuanto fenómeno, a diferencia de la
voluntad de poder, es esencialmente humano. A su vez, al tratarse de un sentimiento
—o, también podría decirse, una sensación— es subjetivo: puede que aquel que se
sienta poderoso, que esté bajo el influjo del sentimiento de poder, no lo sea
realmente. Un impotente puede sentir que tiene poder; más aún: alguien puede ser
impotente ante el sentimiento de poder, pues puede verse superado por el ansia de ser
poderoso y sucumbir a tal deseo. Por eso, en relación con este sentimiento, Nietzsche
nos dice:
87
Distíngase bien: quien desea lograr la sensación de poder30 recurre a todos los
medios y no desdeña ningún posible alimento para ella. Mas quien ya la tiene, ése
suele ser muy exigente y delicado en su gusto; es raro que algo le satisfaga
(Nietzsche, 2017, A §348).
Hay que distinguir, de tal modo, entre aquel que, cegado por la ambición, es
dominado por el ansia del sentimiento de poder y aquel que simplemente siente poder,
sin dejarse dominar por la sed de dominación que tal sentimiento puede acarrear. En
el primer caso, estamos, realmente, ante alguien impotente; en el segundo, mientras
tanto, ante un poderoso. Es interesante notar que para Nietzsche el poder verdadero
va de la mano con la mesura. De nuevo, el pensamiento nietzscheano le sale al paso a
las interpretaciones ligeras que pretenden asociarlo con el desafuero. El poderoso es
aquel que, aun sintiendo poder, logra contenerse y contener tal sentimiento. Así, su
exigencia ante el poder se vuelve refinada. No quiere dominarlo todo; tan solo desea
lo que está a su altura. En otras palabras, tal y como sucede con la voluntad de poder,
no aspira a todo, sino solo a lo que le es compatible y ajustado a su configuración.
Pero entonces, ¿cuál es la distancia entre la voluntad de poder y el sentimiento
de poder? La distancia, más allá del trasfondo afectivo que la palabra “sentimiento”
supone, se encuentra en que la noción de sentimiento de poder aún no ha alcanzado
las dimensiones cosmológicas que el concepto de la voluntad de poder sí tiene. En el
estadio del sentimiento de poder, la filosofía de Nietzsche es mucho más
emparentable con la de Stirner. Es cierto que en el período medio el pensamiento de
Nietzsche ya ha empezado su apertura al poder en la totalidad, más allá de lo humano.
Empero, el énfasis, entre todo el poder, se hace en la faceta humana de este. Así, no
es por nada que buena parte de las determinaciones relativas al sentimiento de poder
se encuentren en relación con aquello que Nietzsche denominó “gran política”.
La afectividad patente en el sentimiento de poder es aquello que Deleuze
destaca en Nietzsche y la filosofía. Para este autor, la afectividad del sentimiento de
poder persiste en la voluntad de poder. La afectividad, en buena medida, explica la
30 En este aforismo Jaime Aspiunza, traductor de la edición de Tecnos de Aurora, sacrifica la
homogeneidad de su traducción. La expresión que usualmente traduce como “sentimiento de poder” —
Gefühl der Macht— aquí la vierte como “sensación de poder”. A nuestro juicio, esta decisión merma
la calidad de su traducción.
88
ordenación de las fuerzas dentro de una configuración orgánica en la que las fuerzas
inferiores y superiores trabajan unitaria y mancomunadamente. Entonces, aunque la
voluntad de poder es, ante todo, voluntad, también es afectividad. Este último punto
es interesante porque el poder se figura de forma tal que se corresponde con la
capacidad de ser afectado o de responder a diversidad de estímulos. Así, a mayor
rango de estímulos externos ante los cuales se puede responder internamente —desde
la organicidad—, mayor poder. En palabras de Deleuze: “la voluntad de poder se
manifiesta como un poder ser afectado” (2019, p.90). Aunque compartimos todos
estos comentarios en relación con la voluntad de poder, también creemos que Deleuze
olvida —o no menciona— precisamente aquello que queremos resaltar en esta parte
del movimiento; a saber: que el sentimiento de poder es adecuado para figurar el
poder humano, pero no la totalidad del poder. Para esto, tal y como efectivamente
sucedió en el Nietzsche del período de madurez, habrá que figurar el poder ya no
como sentimiento, sino como voluntad de poder31.
Tanto en las críticas que Nietzsche le plantea a la “gran política” como en el
aforismo de Aurora que hemos transcrito unas líneas arriba se evidencia una crítica
similar a aquella que Stirner les hace a los poseídos por las fantasmagorías. Aquel que
pretende a toda costa el poder está, a la larga, dominado por el ansia de alcanzarlo,
poseído por esta. El que siente el poder porque tiene poder, mientras tanto, gesta un
cultivo de sí que le permite, precisamente, dominarse y dominar su apetito de poder.
Es en esta relación entre su deseo de poder y su dominio de sí mismo y de sus
apetencias que, precisamente, sucede ese refinamiento que hemos referido. Pero todo
esto muestra, precisamente, que el sentimiento de poder en cuanto categoría
únicamente sirve para explicar el poder en su manifestación humana: si la ontología
de Nietzsche “tan sólo” se hubiese quedado en el sentimiento de poder no estaríamos
en un supuesto muy distinto al de la ontología en la inmanencia stirneriana.
31 Quien se encuentre más interesado en este asunto puede revisar Nietzsche y la filosofía,
especialmente el capítulo 11 de la sección segunda—“Activo y reactivo”—: “Voluntad de poder y
sentimiento de poder”.
89
En la crítica a la “gran política”, las limitaciones del sentimiento de poder, así
como su similitud con la ontología en la inmanencia de Stirner, también son
evidentes. Veamos lo que Nietzsche dice al respecto en el aforismo 189 de
Aurora32—“De la gran política”—:
Por mucho que en la gran política también intervengan la utilidad y la vanidad de
individuos y de pueblos: la corriente que con mayor fuerza la impulsa es la necesidad
de sentir poder, que no solo puja en las almas de príncipes y poderosos, sino que de
vez en cuando, de fuentes inextinguibles, lo hace también en las capas inferiores del
pueblo, y no en escasa medida. Siempre acaba llegando la hora en que la masa está
dispuesta a jugarse la vida, la fortuna, la conciencia y la virtud para lograr ese su
placer supremo y, en cuanto nación victoriosa y tiránica, disponer a su arbitrio sobre
otras naciones (o creer que dispone). En esos brotan con tal profusión las sensaciones
de derroche, sacrificio, esperanza, confianza, aventura y fantasía que el príncipe
ambicioso o prudente y previsor puede desencadenar una guerra y endosar el
desafuero a la buena conciencia del pueblo. Los grandes conquistadores han llevado
siempre en la boca el lenguaje patético de la virtud: en derredor suyo siempre tenían
masas que se hallaban en estado de exaltación y solo querían escuchar el más
exaltado de los lenguajes (Nietzsche, 2017, A §189).
Hay que notar, antes que cualquier cosa, que en este aforismo alusivo a la gran
política el sentido de la expresión “sentimiento de poder” ha sufrido una importante,
aunque también sutil, variación. En el aforismo 348 veíamos que Nietzsche distinguía
entre aquel que está en la búsqueda del sentimiento de poder y aquel que ya lo tiene.
El primero, dijimos, está dominado por el deseo de obtener tal sentimiento; el
segundo ya lo tiene y lo domina acorde a su ser y su sentir. En el §189, mientras
tanto, Nietzsche admite que el impotente puede sentir poder o, mejor todavía, sentirse
poderoso. Este sentimiento, no obstante, no se corresponde con un poder verdadero.
Esto, precisamente, es lo que provoca la gran política: esta se sostiene sobre la ilusión
32 Otro aforismo importante para comprender el alcance de este término dentro de la obra nietzscheana
es el 481 del primer volumen de Humano, demasiado humano —“La gran política y sus daños”—. En
este, Nietzsche denuncia lo que para él es el más grande mal que la “gran política” le hace a la nación
que la abraza: el fervor que cada conciudadano, sea político o no, termina por destinarle a la patria. La
“gran política” es un mal trato porque, a cambio del poder político, el Estado sacrifica a sus mejores
individuos. Estos, en condiciones ideales, podrían dedicarse totalmente al cultivo de su genio; ahora,
sin embargo, por la enormidad del Estado que los cobija, tienen que dedicar parte de su ser a la causa
nacional y a los destinos de la nación. Un “gran país” no solo tiene políticos de tiempo completo: los
ciudadanos también son políticos de medio tiempo. Eso, para Nietzsche, es una desgracia (2014a, HdH
I §481).
90
de poder que tienen los impotentes. En el aforismo 189, por tanto, el sentimiento de
poder se concibe de una forma pura y exclusivamente subjetiva. Precisamente es por
el hecho que en este caso el sentimiento de poder puede no corresponderse en
absoluto con un poder real que Nietzsche critica la gran política.
Pero también hay que reparar en el elemento de la gran política que más
inquieta a Nietzsche: la vulgarización del poder político al ponerlo, aparentemente,
en “las capas inferiores del pueblo”. Bajo estas condiciones, el poder político se
vulgariza porque se funda en la ilusión de poder de esas capas inferiores. Aquellas,
dado que creen tener poder cuando en realidad no lo tienen, se entregan
desaforadamente a la causa política. Debido a eso, incurren en lo que Nietzsche
resalta en relación con los que ansían el sentimiento de poder: se pierden a sí mismos
por andar buscando ser poderosos. Así, carecen del rasgo que distingue a los que sí
tienen poder: el dominio y refinamiento de la apetencia por este. Refinamiento que,
dicho sea de paso, redunda también en un refinamiento del poderoso. Y es que la gran
política también impide que esto suceda en el que verdaderamente tiene poder—“el
príncipe”—. Al legitimar su poder en el ánimo y sentir de las capas inferiores, lo
corrompe; es decir, lo hace también vulgar, a imagen y semejanza de las ínfulas no
refrenadas de sus gobernados. Ahora, hay que entender que en la gran política el
príncipe recurre a esta legitimación por motivaciones netamente estratégicas: ante una
probable “rendición de cuentas” podrá resbalar toda la responsabilidad en el “clamor
popular”. Es este rasgo el que, como ningún otro, da cuenta de la perversión de su
poder.
El acentuado interés de Nietzsche por lo político en el periodo medio —así
sea solo para reafirmar su postura antipolítica— se explica por el hecho de que, como
ya se mencionó, para ese entonces su pensamiento era más una ontología en la
inmanencia que una ontología de la inmanencia. Esto es lo que Walter Kaufmann
(2011) reconoce, así sea solo indirectamente, al afirmar lo que sigue sobre Aurora:
En Aurora el poder aún es, al igual que el miedo, un fenómeno psicológico. La
voluntad de poder, que irrumpe frecuentemente, aunque no en estos términos, sino en
otros, es considerada “humana, demasiado humana” y no es relacionada con el
91
mundo animal, así como tampoco es entendida como una fuerza cósmica33 (2011,
p.189).
En el periodo medio, la voluntad de poder es “humana, demasiado humana”
porque Nietzsche es incapaz de representársela por fuera de los confines de lo
humano. Esta también es la razón por la que en tal periodo la “voluntad de poder” no
aparece bajo estos precisos términos, sino que lo hace, en la acepción más cercana a
lo que luego sería tal concepto, como sentimiento de poder. Que la voluntad de poder
aparezca como “sentimiento” y no como “voluntad” afecta, sin duda, su figuración.
Es así como, en cuanto sentimiento, la “voluntad de poder” de aquel entonces se
encuentra marcada por la subjetividad —lo que la ata a la noción de sujeto— y la
afectividad, tal y como destaca Deleuze (2019).
El exceso de “humanidad” del sentimiento de poder constituye una
insuficiencia, aunque no una deficiencia. Como figuración de la totalidad de lo
devenido es insuficiente porque, tal y como destaca Kaufmann, desconoce tanto el
resto no humano de lo orgánico como aquello que tradicionalmente hemos
denominado inorgánico34. A través del sentimiento de poder no nos será posible
determinar el poder más allá de su manifestación humana. Pero que el sentimiento de
poder sea insuficiente no quiere decir que sea deficiente: se trata de una adecuada
imagen de la voluntad de poder en cuanto voluntad humana. Esto no se expresa
únicamente en los aforismos que hemos referenciado en relación con la gran política
y el sentimiento de poder, también sucede en el §548 de Aurora —“El triunfo sobre
la fuerza”—. Aquí, aun cuando no la nombra, Nietzsche parece ocuparse de la
realización más refinada del sentimiento de poder: la disciplina del genio y, en cierta
manera, asceta. Al respecto dice:
33 La traducción es propia y desde el inglés.
34 Hay que recordar que, para Nietzsche, el mundo inorgánico no existe. Y no lo hace porque, al igual
que el mundo orgánico, es voluntad de poder. Por esto, en uno de los Fragmentos póstumos de 1885
escribe: “La voluntad de poder es la que guía el mundo inorgánico, o más bien […] no hay ningún
mundo inorgánico” (2010, FP III, 34[247]). También convendría tener en cuenta la asociación que
Nietzsche establece entre el mundo inerte y el vivo en el aforismo 36 de Más allá del bien y del mal.
Aquí, Nietzsche asume que, si se quiere comprender todo como voluntad, entonces se hace necesario
entender lo inorgánico como una forma previa de la vida en la que todas las fuerzas y pulsiones se
encuentran sintéticamente integradas.
92
Si se para mientes en lo que hasta ahora se ha venerado como “espíritu
sobrehumano”, como “genio”, se llega a la triste conclusión de que en conjunto la
intelectualidad humana ha tenido que ser algo bastante humilde e insignificante: ¡tan
poco espíritu hacía falta para como quien dice sentirse notablemente por encima de
ella! ¡Ah, qué fama tan tirada, la del “genio”! ¡Qué rápido se levante un trono, se
hace costumbre adorarle! Se sigue doblando la rodilla ante la fuerza —viejo hábito de
esclavos—¡cuando lo único decisivo, si se quiere determinar el grado de veneración
digno, es el grado de racionalidad que haya en la fuerza: lo que hay que medir es
hasta qué punto la fuerza se ve superada por algo superior a lo que sirve como
herramienta y recurso! Mas para hacer esa medición hay todavía muy pocos ojos; es
más, en la mayoría de los casos se sigue considerando un sacrilegio pretender medir
al genio. Y así lo más hermoso tal vez siga teniendo lugar en la sombra y se hunda,
nada más nacer, en la noche eterna —me refiero al espectáculo de esa fuerza que un
genio emplea no en su obra sino en sí mismo en cuanto obra, es decir, refrenándose,
depurando su fantasía, poniendo orden en la afluencia de tareas e ideas para
seleccionar de entre ellas. El gran hombre sigue siendo invisible como una estrella
lejana en aquello que es más digno de veneración: su triunfo sobre la fuerza no tiene
ojos que lo vean, ni tampoco cantores ni cantos que lo celebren. Sigue sin estar
determinada la jerarquía de la grandeza de la humanidad pasada (2017, A, §548).
Para Kaufmann (2011), este aforismo demuestra que en el periodo medio
Nietzsche no había superado el dualismo por completo. Así, en vez de comprender lo
humano a través de una única categoría —la voluntad de poder—, se vale de dos que
son cualitativamente distintas y, por tanto, irreductibles entre sí: la razón y la fuerza.
Pero la interpretación de Kaufmann omite el apartado del aforismo que alude a la
fuerza que el genio emplea para dominarse y constituir su razón —“esa fuerza35 que
un genio emplea no en su obra sino en sí mismo en cuanto obra”36—. Si no lo
hubiese hecho, habría llegado a la conclusión de que la razón del genio se debe a la
fuerza que él mismo pone para sobreponerse a la fuerza en cuanto impulso
inmediato37. La razón, entonces, es reductible a la fuerza en cuanto forma y producto
35 Las cursivas son nuestras.
36 Tal y como destaca Kaufman (2011) a la base de toda la figuración sobre el poder patente en Aurora
está una reflexión sobre el modelo griego. Para Nietzsche, la sociedad griega representa
estructuralmente lo que la voluntad de poder es en cuanto voluntad de poder. En el marco de Aurora,
por lo tanto, el modelo e ideal griego de la mesura y la templanza se expresa en varias de las
manifestaciones del sentimiento de poder; sobre todo, lo hace en la voluntad del genio.
37 El error de Kaufmann puede deberse al hecho de que, al igual que Arthur Danto (2005), cayó en la
fabricación de La voluntad de poder gestada por la hermana de Nietzsche, Elisabeth Förster-Nietzsche.
Como se sabe gracias a la edición crítica de la obra de Nietzsche en cabeza de Giorgio Colli y Mazzino
Montinari, aunque Nietzsche proyectó una obra con dicho nombre, al final no la realizó, sino que en su
lugar escribió El anticristo y el Ecce Homo. La voluntad de poder puede dar la idea de que Nietzsche
93
de esta; por tanto, no es cualitativamente distinta de ella. De tal modo, es una figura
posible —y la razón del genio, su más refinada expresión— de la fuerza humana y, en
consecuencia, es también una manifestación de la voluntad de poder-sentimiento de
poder. “El triunfo sobre la fuerza” es, más precisamente, el triunfo de la fuerza del
genio sobre la fuerza de sus impulsos inmediatos.
De hecho, vale la pena notar que, hasta cierto punto, el contenido del aforismo
548 de Aurora constituye un esbozo de lo que luego será el superhombre. Este, y de
nuevo tenemos la oportunidad de desmarcar a Nietzsche del lugar común que
interpreta su filosofía como si fuera una defensa de la fuerza bruta, es aquel individuo
notable capaz de encausar su vitalidad más allá de la satisfacción de sus deseos y
necesidades inmediatos. El superhombre, entonces, se vale de sus fuerzas
creativamente: figura una forma de mundo —expresada como arte— y lo hace con
buena conciencia; esto es, con conocimiento de causa y a través de su voluntad, no a
pesar de esta. El superhombre, en esta medida, es, hasta cierto grado, la
radicalización del genio. Este último, al igual que el superhombre, crea, pero su
creación puede aún anclarse en los valores pasados y, a raíz de ello, puede no ser
totalmente original. Es por esto por lo que el advenimiento del superhombre viene de
la mano de la transvaloración de todos los valores. Aquel requiere de esta para que
su creación sea genuinamente acorde con su voluntad de poder, sin depender de otras
voluntades no articuladas con su voluntad38. Todo esto hace que el “sentimiento de
tenía una noción última y definitiva de ese concepto cuando realmente, en el corpus nietzscheano,
aparece más como ensayo y conjetura. Más allá del bien y del mal es, quizá, el libro verdaderamente
publicado por Nietzsche que desarrolla de la forma más amplia dicho concepto.
38 Es vital destacar que, más allá de toda esta exposición, Nietzsche desestima el libre albedrio. Así,
no es distintivo, ni del genio ni del superhombre, que sean libres, si por eso entendemos que son
capaces de decidir “por sí mismos” sus acciones. Lo fascinante de estos notables individuos no reside
en el hecho de que sean dueños de su destino: se trata, más bien, de que son capaces de entregarse a las
fuerzas que, precisamente, los hacen notables. En esta medida, podría decirse que los genios y
superhombres se dejan moldear por las pulsiones adecuadas para la gestación de su creatividad. Su
habilidad, la razón de su genio, es ponerse en los escenarios adecuados para que estas fuerzas hagan de
sí los individuos notables que han de ser, aun cuando este ponerse ni siquiera dependa de ellos. Por
esto, en un fragmento póstumo posterior a Aurora, Nietzsche escribe lo que sigue: “Que algo sea
siempre de tal y cual manera es interpretado (…) como si un ser, a consecuencia de una obediencia a
una ley o a un legislador, actuara siempre de tal y cual manera, mientras que, prescindiendo de la “ley”
tendría la libertad de actuar de otro modo. Pero precisamente ese “así y no de otro modo” podría
provenir de ese ser mismo, que no se comportaría de tal y cual manera sólo respecto de una ley, sino
94
poder” enunciado en Aurora sea un concepto sumamente fructífero: no solo es el
preludio de la voluntad de poder, sino que, en tanto forma humana de esta, también lo
es del superhombre y la transvaloración de todos los valores. El “sentimiento de
poder”, al igual que Aurora, es el germen del corazón del pensamiento de madurez de
Nietzsche. Ya hemos dicho que este germen, sin embargo, es más una ontología en la
inmanencia que una ontología de la inmanencia. El desarrollo del período de madurez
podría explicarse a través del tránsito de la una a la otra.
En este punto, ya que hemos vuelto a mencionar la ontología en la inmanencia
y la ontología de la inmanencia, cabe hacer una aclaración: que hayamos dicho que la
filosofía del período medio, al igual que la de Stirner, constituye una ontología en la
inmanencia, no supone ninguna clase de compromiso en relación con la extensa
polémica sobre la posible influencia de Stirner en Nietzsche39. No pretendemos
afirmar que Nietzsche leyó El único y su propiedad y mucho menos que dicha lectura
lo influenció profundamente. Antes bien, lo que en este caso queremos realizar es un
ejercicio que, por lo menos a nuestro juicio, es mucho más valioso filosóficamente.
No es nuestra intención llevar a cabo un ejercicio de erudición filosófica y presentar
todas las posturas que es posible encontrar en relación con esta polémica para, acto
en cuanto constituido de tal y cual manera. Esto quiere decir simplemente: algo no puede ser también
algo diferente, no puede hacer ora esto ora lo otro, no es ni libre ni no libre, sino precisamente de tal y
cual modo. El error está en la introducción imaginaria de un sujeto” (2008, FP IV, 2[142]).
39 Los comienzos de esta polémica pueden rastrearse hasta los tiempos en que Nietzsche aún estaba
vivo, aunque incapacitado por su enfermedad. En 1891, Eduard von Hartmann, seguramente ofendido
por la aguda crítica que Nietzsche hizo de su Filosofía del Inconsciente, sostuvo que el pensamiento de
este autor no era original, sino que bebía, casi hasta el plagio, de la influencia de Stirner, razón por la
cual convenía volver la mirada a la filosofía de este último antes que a la de Nietzsche (Bishop, 2006).
El debate en relación con este asunto se diluyó con el tiempo, pero aún ahora continúa siendo motivo
de discusión. Autores tan diversos como Thomas Brobjer (2003) —quien cree que la posibilidad de
una notable influencia de Stirner en Nietzsche es bastante remota— y Deleuze (2019) —quien
considera que, a pesar de que Stirner fue el más agudo de los dialécticos, causó una impresión
fundamentalmente negativa en Nietzsche— han dado su veredicto en relación con esta cuestión. En
cualquier caso, los argumentos son siempre los mismos: quienes, como Brobjer, sostienen que Stirner
no influenció a Nietzsche, se aferran a que este último jamás lo mencionó ni en sus obras ni en su
correspondencia conocida; mientras tanto, los que arguyen que sí lo influenció hacen lo propio con una
declaración de Franz Overbeck, buen amigo de Nietzsche. Según aquel, Adolf Baumgartner, alumno
de Nietzsche en Basilea, leyó El único y su propiedad por recomendación de su maestro. En los
registros de la biblioteca de esta ciudad es posible encontrar un préstamo a Baumgartner en 1874. Sin
embargo, no hay ningún registro de algún préstamo a Nietzsche.
95
seguido, presentar la nuestra. Lo que deseamos, más bien, es dar cuenta de una
afinidad temática entre dos autores —que muy posiblemente nunca supieron de la
existencia el uno del otro40— a través del modo en que concibieron el poder. Bajo
estas condiciones, el ejercicio es similar a una constelación benjaminiana (2007): la
intención es iluminar una nueva posibilidad dentro del conocimiento a través de una
asociación motivada por una investigación con una perspectiva que, precisamente, es
la que da forma a la constelación configurada.
Veamos ahora lo que nos lega la constelación que emerge al relacionar a
Stirner y Nietzsche a través del poder. Como ya se dijo, el vínculo entre estos dos
autores es más evidente en el periodo medio de Nietzsche. En esa instancia, la figura
de la filosofía de tal autor es más cercana a la ontología en la inmanencia que a la
ontología de la inmanencia. A partir del sentimiento de poder, Nietzsche no puede
figurarse el desarrollo del poder en formas de ser distintas a la humana. El hecho de
que todos los casos que Nietzsche presenta en Aurora sobre el sentimiento de poder
sean humanos no es una mera coincidencia, sino una consecuencia necesaria de la
determinación del poder como sentimiento. Esta circunstancia es la que emparenta a
Nietzsche con Stirner. El único, la entidad poderosa del devenir para el pensamiento
stirneriano, se asemeja en múltiples aspectos a la expresión última del poder
“humano” en la filosofía de Nietzsche: el superhombre. Pero también hay diferencias,
sin lugar a duda. Estas se deben a que, a diferencia de lo que sucede con la filosofía
de Stirner, la de Nietzsche en el período medio guarda la potencia de la ontología de
la inmanencia. En la representación del sentimiento de poder emergen características
que dan cuenta de lo que va a ser luego la voluntad de poder.
El único y el superhombre comparten ciertas características. Así, por ejemplo,
ambos se erigen sobre la necesidad de criticar y superar todas las mistificaciones
morales del pasado. El único, en cuanto individuo que asume su condición de nada
creativa que se constituye a sí misma, debe renunciar a toda determinación exógena.
Esto, sin duda, incluye todo precepto moral impuesto por la sociedad. El
40 En el caso de Stirner, esta posibilidad en realidad es una certeza. Para la fecha de su muerte —
1856— Nietzsche solo tenía 12 años.
96
superhombre, en idéntico sentido, al ser el transvalorador de todos los valores, debe
liberarse de todos los valores y de la moral para así constituir su modo particular de
figurar la existencia y valorar. La exteriorización de esta singular figuración es la
obra de arte; en esta, la valoración se presenta como hacer concreto: es, a la larga, la
realización del cúmulo de fuerzas que el superhombre, como transvalorador y vórtice
de una voluntad de poder específica, conjuga. En el aforismo 9 del “Prólogo de
Zaratustra” este convoca “a los creadores, a los recolectores, a los festejadores”
(2016a, AHZ, §9) precisamente porque, en cuanto precursores del superhombre, dan
fe de la potencia creativa de la que luego habrá de valerse este. Que Nietzsche, en
boca de Zaratustra, solo convoque a ciertos tipos particulares de individuos y no a
todos los individuos da cuenta de cierto temple aristocrático del superhombre. Dado
que Nietzsche asume que a la base de todas las relaciones está la competencia, es
apenas natural que entre todos los humanos solo los más competentes sean dignos de
ser los superhombres.
Hay que decir, también, que ambos autores son particularmente antipolíticos.
Ninguno de los dos escatima palabras en contra del Estado. Así, en relación con este,
en uno de los diálogos de Así habló Zaratustra —“Del nuevo ídolo”—, Nietzsche
dice: “Estado se llama al más frío de todos los monstruos fríos. También miente con
toda frialdad y esa mentira se desliza de su boca: ‘yo, el Estado, soy el pueblo’”41
(2016a, AHZ, p.98). Por su parte, Stirner, en relación con esta misma entidad, lanza la
siguiente declaración:
Pueblo quiere decir el cuerpo; Estado, el espíritu de aquella persona dominadora que
me ha oprimido. Se ha querido glorificar a pueblos y a Estados al ampliarlos e
identificarlos con la “humanidad” o la “razón universal”; pero con esa ampliación la
41 No hay que olvidar, sin embargo, que Nietzsche también le encuentra cierta utilidad al Estado. Así,
por ejemplo, en el aforismo 224 del primer volumen de Humano, demasiado humano (2014a),
reconoce que el Estado en cuanto institución garantiza la supervivencia de la comunidad. En su seno se
gestan dos tipos de temperamentos: los fuertes, con principios rígidos y constantes, que perpetúan el
dogma del Estado y, por tanto, son guardas de su subsistencia y los débiles, indecisos pero creativos,
que abren una herida en la dureza de la coraza estatal y dan lugar a la renovación de esta. Ambos
temperamentos se complementan y son necesarios para perpetuar la vida del Estado. Hay que ver,
además, cómo esta comprensión de Nietzsche da cuenta de la forma orgánica en la que aprehende la
realidad. Los individuos aparecen como órganos que cumplen con funciones específicas dentro de la
comunidad. La totalidad que reúne todos esos órganos es, precisamente, el Estado.
97
servidumbre se intensifica y los filántropos y humanitaristas son señores tan
absolutos como los políticos y los diplomáticos (2013, p.300).
Para Stirner, entonces, el Estado no es distinto de cualquier otra
fantasmagoría. Como la religión o la familia, obliga al individuo a renunciar a sí
mismo, lo aliena de su singularidad. Este alegato en contra de la política se
corresponde casi por completo con el que Nietzsche hace en el periodo medio. Tal y
como vimos, el principal problema de la “gran política” de Bismarck reside en que se
alimenta del ansia de poder —“sentimiento de poder”— del impotente. Además, en el
burdo espectáculo que ofrece, enajena al individuo: entre el cultivo de sí y el fervor
por una causa nacional, lo hace elegir esto último y lo echa a perder. El individuo no
es más individuo; por el contrario, se hace instrumento —militante— de una causa
que lo consume, que exige su completa entrega. Por eso, al estudiar el particular
sentimiento antipolítico que marca este período del pensamiento nietzscheano, Jesús
Conill Sancho destaca que:
En esta época encontramos en la obra de Nietzsche una crítica de las instituciones
modernas, como el Estado, y sus formas democráticas, especialmente porque en las
ideas modernas detecta un “plebeyismo” y una despersonalización, que destruyen las
fuentes de energía vital en función de la nivelación, la igualación, la seguridad y el
bienestar (2007, p.176).
Pero estas similitudes en el sentir antipolítico de ambos autores no deben
engañarnos: las consecuencias de uno y otro planteamiento difieren
considerablemente entre sí. Y, como ya se dijo, la principal razón de esta diferencia
se encuentra en que la filosofía de Nietzsche es ya, contrario a la de Stirner, una
ontología de la inmanencia en potencia. Nietzsche no aspira, como sí lo hace Stirner,
a la disolución del Estado; anhela, más bien, su radical transformación, quizá hasta el
punto de hacerlo irreconocible. Este proyecto de reconfiguración del Estado queda
patente en las últimas notas de los Fragmentos póstumos; sobre todo, en la primera
del último cuaderno. Esta nota no tiene el nombre más afortunado: “la gran política”.
Decimos esto porque, precisamente, aquel fue el epíteto a través del cual Nietzsche
aludió a esa política teatral y vulgar que era la de Bismarck. Su “gran política”, por su
98
parte, es todo menos eso. Habría sido mejor, quizá, denominarla “política del
porvenir”.
¿En qué consiste la “gran política” de Nietzsche? Consiste en una
organización comunitaria —¿en verdad aún cabría denominarla “estatal”? — que
renuncia al derecho y, por tanto, asume con toda la transparencia del caso su
estructuración a través de la voluntad de poder. Las relaciones de poder, necesarias
para la articulación de cualquier sociedad, ya no aparecen medidas por el derecho,
sino que, tal y como destaca Conill Sancho (2007) se expresan directamente, tal y
como ellas son en realidad. Al formular esto, Nietzsche espera disolver ese recurrente
antagonismo entre el Estado y la cultura42. Si, realmente, vale la pena seguir
llamando Estado a aquello que Nietzsche prefigura en su “gran política”, cabría
atribuirle que como Estado es cultura. Su función no es ya garantizar el bienestar y la
seguridad de los ciudadanos. Para Nietzsche, la humanidad ha alcanzado una
instancia en la que esto ya se da por descontado, aún sin Estado-nación que lo
garantice. La política, si es que quiere ir más allá de sí misma, consumarse, debe
ahora procurar hacer de los hombres superhombres, cultivarlos, hacerlos lo
suficientemente robustos como para que sean creadores, para que hallen ellos mismos
los valores que han de marcar la pauta de su acción y de su arte. Todo este proyecto
coincide con el hecho de que para Nietzsche “las más significativas manifestaciones
de la voluntad de poder (…) se sitúan en las grandes proezas intelectuales, en el arte y
la religión, en la ciencia, la moral y la filosofía” (Nehamas, 2002, p.47). La gran
política de Nietzsche, entonces, consiste en la promoción de estas voluntades de
poder particulares a través del Estado, no en el sofocamiento de aquellas a través de
este último.
Puesta en perspectiva, la aspiración “política” de Stirner se nos hace ahora
modesta. Con la asociación de egoístas no está buscando una humanidad renovada; a
lo sumo, aspira a una humanidad desatada, que no desarraigada. La modestia de la
42 Es por esta razón que, contrario a Conill Sancho (2007), no consideramos que valga la pena hablar
de un “giro político” en el Nietzsche de madurez. Antes bien, nos parece que detrás de este desarrollo
se esconde la siguiente sentencia: la culminación de la política es el final de lo político o, lo que es lo
mismo, dar rienda suelta a la cultura.
99
apuesta de Stirner se debe a que, como en su filosofía el único es lo exclusivamente
poderoso, no es mucho lo que se exige de él: basta con que se asocie para la
consecución de sus fines, pero la naturaleza de estos, si son loables o no, poco
importa. Además, que el pensamiento de Stirner “solo” sea una ontología en la
inmanencia también provoca cierta ingenuidad en la representación que hace del
poder. A diferencia de Nietzsche, Stirner no pone a la base de la relación de poder el
antagonismo, sino la cooperación. Por esto, en Los recensores de Stirner, dice:
Desde luego que en la competición cada uno está aislado, pero si un día la
competición se viene abajo, porque se habrá comprendido que la cooperación es más
provechosa que el aislamiento, ¿en las asociaciones no seguirá siendo egoísta cada
uno y buscando su propio provecho? Me objetarán que uno busca su provecho a
expensas de los demás. Sí, pero cuando no sea a expensas de los demás, será, para
empezar, solamente porque los demás ya no querrán ser tan memos como para
permitirle a uno que viva a expensas de ellos (2020, p.135).
Nietzsche, como ya mencionamos, pone a la base de las relaciones de poder
entre los humanos la competencia. La cooperación es una posibilidad que emerge
puestos en medio de la competición. Ante la imagen de un rival que nos es más o
menos igual en fuerzas y en razón —que no es sino otra cara de la fuerza— acudimos
a acuerdos o argucias que perpetúan nuestra posición y subsistencia. Pero, en todo
caso, es por la rivalidad que emerge la posibilidad misma de asociarse. Es ante la
perspectiva de otro que puede lastimarme que acudo a la cooperación para,
precisamente, poder competir.
No solo por lo antedicho es que las perspectivas antipolíticas de Nietzsche y
Stirner se diferencian. El factor más relevante tiene que ver con el hecho de que la
asociación de egoístas solo riñe con otras asociaciones semejantes —pues solo ellas,
por sus miembros, son los reductos del poder—; la “gran política” de Nietzsche y no
de Bismarck, por su parte, se encuentra con el poder en todas partes, y es por esto
por lo que no le basta con ser una vulgar forma del poder. En lo orgánico, Nietzsche
encuentra una configuración armónica y bella del poder. Que existan configuraciones
así se convierte en una exigencia para el orden social y también para el individuo que
lo constituye: no basta que el poder se geste de cualquier forma; debe hacerlo de
100
modo tal que en su realización sea también bello y armónico. Incluso, si es posible,
superior al orden del resto de las voluntades de poder. Por esto es que Nietzsche
sueña con una humanidad nueva y distinta que es aquella del superhombre. Hasta
ahora, ningún orden social le ha hecho justicia a la enormidad de fuerza que es el
mismo cosmos. En relación con el superhombre y sus antecesores, en Así habló
Zaratustra, Nietzsche expresa:
Vosotros, los solitarios de hoy, vosotros los apartados, debéis llegar a ser pueblo
algún día. A partir de vosotros, los que os habéis elegido a vosotros mismos, debe
crecer un pueblo elegido: —y de él, el superhombre. / ¡En verdad, la tierra aún debe
llegar a ser un lugar de sanación! ¡Y ya hay un nuevo aroma envolviéndola, un aroma
que trae la salud, —y una nueva esperanza! (2016a, AHZ, De la virtud que hace
regalos, §2).
Dicho todo esto, corresponde hacer el tránsito del sentimiento de poder a la
voluntad de poder. Para llevarlo a cabo, vale recapitular muy brevemente los
hallazgos que hemos alcanzado sobre el sentimiento de poder. Así, nos hemos
encontrado con que este concepto se encuentra dominado por la subjetividad y,
correlativamente, por la afectividad. A raíz de esto, dijimos que el sentimiento de
poder se encuentra más cerca de una ontología en la inmanencia que de una ontología
de la inmanencia. ¿Qué es lo que cambia con la voluntad de poder que nos permite
afirmar que esta no es una ontología en la inmanencia, sino una ontología de la
inmanencia? Esto es lo que exploraremos ahora.
A nuestro juicio, la determinación más consistente de la voluntad de poder en
cuanto concepto se encuentra en uno de los fragmentos póstumos de 1885. En este —
que por su importancia transcribiremos íntegramente—, Nietzsche dice lo que sigue:
¿Y sabéis que es para mí «el mundo»? ¿Tengo que mostrároslo en mi espejo? Este
mundo: una enormidad de fuerza, sin principio, sin fin, una grandiosidad sólida y
férrea de fuerza, que no aumenta ni disminuye, que no se gasta, sino que sólo se
transforma, en cuanto todo inmutablemente grande, una economía sin gastos ni
pérdidas, pero asimismo sin crecimiento, sin ingresos, envuelto por la “nada” como
por un límite, nada que se desvanezca, que se disipe, nada infinitamente extenso, sino
en cuanto fuerza determinada, colocada en un espacio determinado y no en un
espacio que estuviera “vacío” en alguna parte, antes bien en cuanto fuerza por todas
partes, en cuanto juego de fuerzas y ondas de fuerza, a la vez uno y “múltiple”,
creciendo aquí y a la vez disminuyendo allá, un mar de fuerzas que se precipitan
101
sobre sí mismas y se agitan, cambiando eternamente, refluyendo eternamente, con
enormes años de retorno, con un flujo y reflujo de las configuraciones, pasando desde
las más sencillas a las más variadas, desde lo más tranquilo, rígido, frío a lo más
ardiente, salvaje, contradictorio consigo mismo, y luego de nuevo volviendo desde la
plenitud a lo simple, desde el juego de las contradicciones al placer de la armonía,
afirmándose a sí mismo incluso en esta igualdad de sus trayectorias y años,
bendiciéndose a sí mismo como aquello que tiene que retornar eternamente, como un
devenir que no conoce saciedad, disgusto, cansancio alguno—: este es mi mundo
dionisiaco del eterno crearse-a-sí-mismo, del eterno destruirse-a-sí-mismo, el mundo
del misterio de la doble voluptuosidad, mi más allá del bien y del mal, sin meta, a no
ser que la meta consista en la felicidad del círculo, sin voluntad a no ser que un anillo
tenga buena voluntad consigo mismo—¿queréis un nombre para este mundo? ¿Una
solución para todos sus enigmas?, ¿una luz también para vosotros, los más
escondidos, fuertes, intrépidos, sombríos? —Este mundo es la voluntad de poder—¡y
nada más! ¡Y también vosotros mismos sois esta voluntad de poder—y nada más!
(Nietzsche, 2010, FP III, 38[12]).
Nos equivocaríamos si describiésemos el contenido formal de este fragmento
como el de un sistema. Si dijésemos esto, degradaríamos la voluntad de poder a la
razón y, por tanto, estaríamos confundiendo a aquella —la voluntad de poder— con
una de sus manifestaciones —la razón—. El dominio de Hegel, no el de Nietzsche,
son los sistemas, así que mal haríamos en determinar la voluntad de poder como el
concepto que da orden a un sistema. ¿Qué es, entonces, aquello de lo que Nietzsche
habla en este fragmento? Es la fuerza misma. Y, antes que ser sistema, esta es una
totalidad orgánica, y decir totalidad orgánica es también decir conformación. La
voluntad de poder, en cuanto flujo y reflujo de fuerzas, es articulación y
desarticulación —para una nueva articulación— de lo que se configura. Como este
rasgo no es exclusivo de lo vivo, Nietzsche extiende la voluntad de poder a todo lo
inerte y con ello a todo lo que acaece (2016b, MBM, §36).
Pero, como ya lo anticipaba el sentimiento de poder, la conformación no solo
se hace a partir de la integración de las fuerzas compatibles, sino también a través de
la repulsión de las fuerzas discordantes. Por esto, la voluntad de poder es también un
desgarro, es la individuación que emerge como producto de una configuración, pero
también de una ruptura con las fuerzas opuestas repelidas. Es por esto que Nietzsche
define la voluntad de poder como un eterno movimiento: es el flujo y el reflujo de las
fuerzas que, no contentas con su dominio, con las fuerzas que han integrado y
102
evitado, se lanzan a la búsqueda de unas nuevas y en este lanzarse aumentan su poder.
En la integración —así como también en la dislocación—, la fuerza integradora no se
mantiene incólume, sino que ve transformado su ser como fuerza a raíz de la potencia
nueva que integra y que hace parte de su sí, aun cuando este sea volátil y cambiante
(Müller-Lauter, 1992, pp.39-40).
El aspecto diferencial de la voluntad de poder, al comparársele con el
sentimiento de poder, es su no dependencia de subjetividad alguna. Este, de hecho, es
el factor determinante que permite que la voluntad de poder ya no sea “tan solo” una
ontología en la inmanencia —como lo era el sentimiento de poder—, sino una
ontología de la inmanencia. Como la voluntad de poder ya no tiene por qué referir a
sujeto alguno, entonces puede dar cuenta de la actividad de las fuerzas constitutivas
de los entes que comúnmente han sido designados como objetos. Con esto, contrario
a lo que sucedía con el sentimiento de poder, la voluntad de poder logra ir “más allá”
de su faceta humana y abre la perspectiva del pensamiento nietzscheano a la totalidad
de la existencia y lo devenido. El sentimiento de poder tiene al humano que lo siente
como nodo desde el cual se expresa el poder —o, cuando menos, al sentimiento, si se
trata de un impotente que cree tener poder, que expresa su poder como impotencia—,
es en este sentido que afirmamos que se afinca sobre la subjetividad. La voluntad de
poder, en contrapartida, tiene como nodo a las fuerzas mismas. Como estas no solo
conciernen a lo humano, sino que son el tejido a través del cual se entreteje toda la
existencia, permiten obtener una imagen de todo lo que es. El foco a través del cual se
obtiene esta imagen es la voluntad de poder. Tal es el motivo por el que ella
constituye una ontología de la inmanencia.
Pero las fuerzas no solo son los nodos en la voluntad de poder: también son la
potencia que provoca el enlace o el vínculo entre estos. Así, en cuanto nodos y
enlaces, las fuerzas son los presupuestos de la individuación de todas las entidades
articuladas en el existir. Esta doble determinación de la voluntad de poder es la que
hace que esta no precise de otro concepto para constituirse como ontología de la
inmanencia. La voluntad de poder, por sí sola, da cuenta del ser de todo lo que
existe. Esto es así porque expresa tanto las individuaciones constituidas —
103
conservación— como el impulso por el cual estas se constituyen e interactúan entre sí
—aumento— (Heidegger, 2018, pp.170-171). En sus individuaciones constituidas, las
fuerzas aparecen como nodos, es decir, como agregados ya constituidos, como todos
orgánicos sujetos a una voluntad de poder particular que les otorga consistencia y
estabilidad. En el constituirse mismo, mientras tanto, las fuerzas se expresan no ya
como nodos, sino como enlaces; es decir, como afinidades e incompatibilidades que
provocan los agregados orgánicos y su potencial disolución —al consumarse nuevas
afinidades e incompatibilidades que se corresponden con organicidades nuevas—.
Aquí, el devenir se expresa propiamente como devenir, como incesante movimiento.
El énfasis ya no se pone en la singularidad de las individuaciones orgánicas
constituidas, sino en el movimiento mismo por el que estas son. Todas las voluntades
de poder particulares son ese movimiento, sin excepción. Más allá de sus
especificidades, comparten como rasgo el que han llegado a ser gracias a esa
inacabable conformación y dislocación de las fuerzas. Ese conformarse y dislocarse
es lo que la voluntad de poder es en general: “es el principio de la síntesis de las
fuerzas” (Deleuze, 2019, p.74). Este es el motivo por el que Nietzsche es
especialmente crítico con el estático principio de autoconservación de Spinoza:
El principio de Spinoza sobre la autoconservación tendría propiamente que ponerle
un término a la alteración: pero el principio es falso, lo contrario es verdadero.
Justamente en todo viviente es sumamente claro que lo hace todo para no
conservarse, sino para llegar a ser más… (2008, FP IV, 14[123]).
El aparte apenas transcrito nos lleva al otro punto álgido de este
planteamiento: la relación entre el eterno retorno y la voluntad de poder. Vale, en este
punto, hacerse una pregunta difícil: ¿cómo habremos de conciliar que la voluntad de
poder exija del devenir la aspiración de “llegar a ser más” con la hipótesis que plantea
que toda resolución de lo habido en el universo no hace más que volver a su
comienzo? Una forma posible de responder esta pregunta es evitándola. En efecto, se
puede sostener, tal y como lo hace Heidegger (2002, pp.222-233) al comentar la
primera formulación del eterno retorno en el §341 de La gaya ciencia en su Nietzsche
, que el eterno retorno de lo mismo en Nietzsche es, más que nada, un recurso que
104
permite afirmar la vida efectivamente vivida. Así, la creencia de que “esta vida, tal
como la vives ahora y tal como la has vivido, la tendrás que vivir una vez más e
incontables veces más” (Nietzsche, 2014b, GC, §341) implicaría para aquel que la
cree el deseo de vivir una vida que, en su conjunto valga la pena de ser vivida. De
hecho, tanta pena tendría que valer la vida vivida, que habría que estar dispuesto a
acometerla infinitas veces; esto porque, conforme a la doctrina del eterno retorno, el
curso del tiempo no haría otra cosa que envolverse sobre sí, repetirse volviendo en
cuanto tiempo. Irremediablemente volveríamos a nuestra vida tal y como la hemos
vivido y, puestos en este escenario, desearíamos que esta interminable repetición
fuese lo más valiosa posible. No se trata aquí, en sentido estricto, de una vida con el
mayor placer posible; más bien, se trata de una vida heroica.
Pero nosotros no creemos que la doctrina del eterno retorno de lo mismo sea
solamente el recurso a partir del que Nietzsche instara una afirmación de la vida que
se vive. Sin duda, tal doctrina es eso, pero también es un postulado que Nietzsche
juzgaba, cuando menos, posible. Por eso, tal y como destaca Mazzino Montinari
(2003), “que la hipótesis del eterno retorno de lo mismo se encontrase, por así decirlo,
en el límite del conocimiento científico (…) satisfacía la ‘pasión del conocimiento’ de
Nietzsche” (p.112). Es cierto que Nietzsche jamás se comprometió con la verdad del
eterno retorno; de hecho, en relación con esta doctrina, “en los manuscritos, la certeza
y la duda se alternan” (p.112). Sin embargo, esta falta de certeza no excluye el
estrecho vínculo entre el eterno retorno y la cosmovisión nietzscheana: aquel no es
solo la hipótesis que, en cuanto tal, permite al que la piensa preguntarse por el valor
de lo vivido, sino que también es un reflejo, incluso una consecuencia, de la particular
manera en la que Nietzsche concibió el sucederse de la existencia.
En cuanto asumimos la posibilidad del eterno retorno, la “pregunta difícil” no
puede evitarse más: ¿cómo conciliarlo con la voluntad de poder? La sola posibilidad
de esa doctrina exige que presentemos cómo es que es compatible con la voluntad de
poder. Si esta convoca todas las fuerzas a ser más de lo que ya son, ¿cómo es que en
esta apetencia por ser más terminan plegándose en su comienzo? La respuesta a esta
105
pregunta, aunque ello parezca paradójico, se encuentra en la voluntad de poder
misma.
Para entender por qué la doctrina del eterno retorno en cuanto posibilidad se
encuentra inscrita dentro de la voluntad de poder, volvamos a Montinari y a su
presentación de este concepto. Sobre el eterno retorno, Montinari indica que este
descarta de pleno la idea de un dios creador y protector del universo. Así, se hace
fundamental “el vínculo íntimo que une el eterno retorno, en calidad de proceso
cósmico circular, a la negación del dios creador de los cristianos, cuya muerte
Nietzsche anunciaría en La gaya ciencia” (2003, p.110). La doctrina del eterno
retorno descartaría la posibilidad de un dios creador debido a que pondría “la causa”
de la totalidad de la existencia en la existencia misma. Más aún, ni siquiera pondría
“la causa” de la totalidad de la existencia en un elemento particular del existir, sino
que sería la existencia en cuanto totalidad orgánica su propia causa. De este modo,
entonces, la doctrina del eterno retorno emerge como uno de los pathos posibles de la
voluntad de poder. En el marco de una existencia que es ella misma la condición de
su conservación y aumento —tal y como lo establece la voluntad de poder al ser esta
configuración y reconfiguración del devenir—, uno de los cursos posibles del flujo
del devenir es el ciclo, “la felicidad del círculo”. En estas condiciones, que el devenir
se pliegue en su principio y que se haga una vuelta de sí no constituiría contradicción
alguna con la voluntad de poder, esto porque el final del ciclo no sería tal retorno,
sino que esta vuelta estaría acompañada por una recurrencia del flujo. De hecho, una
vez puestos en el pathos posible de la voluntad de poder que es el eterno retorno, se
hace contradictorio aludir a un comienzo preciso y objetivo, a un origen del existir.
En “la felicidad del círculo” cualquier punto puede ponerse como origen o comienzo,
puesto que todos los instantes se encuentran marcados por su inevitable recurrencia.
Poner una instancia de la existencia como inicio sería, por tanto, un gesto meramente
arbitrario.
Al comprender que la doctrina del eterno retorno es un modo posible de una
existencia que es ella misma su sustrato queda claro que tal doctrina y la voluntad de
poder son, de hecho, términos correlativos o complementarios. Con el eterno retorno
106
la imagen de la ontología de la inmanencia nietzscheana queda por fin completa: no
solo se nos muestra el devenir en cuanto flujo, sino que también se nos indica un
pathos —aunque sea solo posible— de este flujo. El eterno retorno responde a la
pregunta por el “destino” de la voluntad de poder; de hecho, en cuanto respuesta, es la
más congruente con lo que aquella es en cuanto conservación y aumento de lo
devenido. El eterno retorno es también la incesante vuelta de la apetencia constitutiva
del configurar y refigurar de las fuerzas. Como estas se encuentran con “una
grandiosidad sólida y férrea de fuerza, que no aumenta ni disminuye” y que tampoco
tiene comienzo ni fin, se impone la repetición de lo devenido, repetición que no es
más que la recurrencia de la voluntad de poder y, a su vez, la reafirmación de que esta
siempre ha sido y siempre será. Lo meritorio del eterno retorno de Nietzsche es que
instaura un telos que no termina con la existencia, sino que la renueva. Por esto es
que Ramón Pérez Mantilla (2000), al comparar el eterno retorno de lo mismo con el
telos del espíritu hegeliano, afirma que: “[con el eterno retorno] el devenir tiene ser,
no para desembocar en algo dejando de ser devenir, como en Hegel, sino para no
dejar de ser en cuanto devenir”(pp.17-18)
***
En Nietzsche, la muerte de dios es también la muerte de la metafísica. Todo
pensador que pretenda aprehender el pensamiento nietzscheano sin asumir esta
consecuencia será incapaz de dimensionar la radicalidad de tal pensamiento.
Heidegger (2018), al interpretar metafísicamente a Nietzsche, incurre en esta
deficiencia. El análisis que presenta en La frase de Nietzsche “Dios ha muerto” sobre
el rol de este en la metafísica occidental, aunque interesante y aclaratorio del proyecto
heideggeriano en relación con la pregunta por el ser, es una prueba de este problema.
Hay que reconocer, no obstante, y quizá en defensa del mismo Heidegger, que la
muerte de Dios en cuanto final de la metafísica es un evento metafísico en sí mismo.
Puede que por esto en el §125 de La gaya ciencia la muerte de dios aparezca como un
acontecimiento crítico y siniestro: como fin de la metafísica, es insuficiente por no ser
un nuevo inicio. Como cierre, no es ya el comienzo de una ontología sin metafísica.
Puede que este rasgo ambivalente del pensamiento de Nietzsche explique por qué, al
107
pretender dar cuenta del darse de la existencia, usó el término “voluntad” —una
expresión vital dentro de toda la metafísica y psicología moderna— en la voluntad de
poder (Sloterdijk, 2000, p. 100).
Al tener esto en mente, la filosofía nietzscheana se revela como un proyecto
que se ocupa de la siguiente pregunta: ¿cómo dar cuenta del devenir sin una
metafísica? O, mejor aún: ¿cómo darle valor al devenir sin una metafísica que le dé
sentido? Como Nietzsche pretende responder esta pregunta —y, de hecho, su filosofía
puede asumirse como tal respuesta—, su pensamiento se nos aparece como una
ontología sin metafísica o, en otras palabras, como una ontología de la inmanencia.
Pero el planteamiento nietzscheano, contrario a lo que le gustaría pensar a
algunos, no es un “accidente filosófico” que irrumpe en la tradición del pensamiento
sin antecedente que lo anuncie. Conill Sancho (2007), por la influencia de
Schopenhauer, ya inscribió a Nietzsche en la continuidad del proyecto kantiano.
Nosotros, en el presente escrito, sin reñir con esta hipótesis, tomamos otro camino y
relacionamos a Nietzsche, si no con Hegel —o no directamente—, sí con una de las
alas más radicales del hegelianismo de izquierda representada en la figura de Max
Stirner. El elemento que nos permitió desarrollar esta relación fue el poder. Nuestro
hallazgo fue que, en el pensamiento de Hegel, Stirner y Nietzsche, este elemento es
concebido de formas harto distintas. Estas concepciones pueden ponerse como una
sucesión que devela un desarrollo de dicho elemento. Así, en Hegel el poder es
representado como una cualidad que, aunque patente en el devenir, no es de este, sino
de una entidad de la que aquel es expresión: el espíritu. En Stirner, mientras tanto,
esta impropiedad entre poder y devenir es superada, aunque solo parcialmente: aquel
aparece como atributo no de la existencia, sino de un ente particular dado en ella: el
único. En el plano de toda esta sucesión Nietzsche es el llamado a consumar todo este
trasiego sobre el poder, es él quien supera por completo la brecha que separa el
devenir del poder; en su filosofía, así las cosas, la existencia es en sí misma poder.
¿A qué recurre Nietzsche para figurarse la existencia toda como poder?
Recurre a la voluntad de poder en cuanto expresión del acontecer del devenir. Con
esta, Nietzsche va “más allá” de lo hecho por Stirner: a diferencia de este, ya no se
108
figura a un ente particular como poderoso, sino que expande el poder a todo lo
habido. Por eso, Nietzsche “supera” la forma humana del poder, cosa que Stirner no
pudo hacer con su único. Mientras que el único de Stirner solo puede dar cuenta de
cómo el poder se expresa en el individuo humano, la voluntad de poder hace lo
propio no solo con este individuo —que aparece como superhombre y transvalorador
de todos los valores—, sino con el existir en su conjunto. Es esto lo que nos ha
permitido afirmar como criterio último de la diferenciación entre Stirner y Nietzsche
que el primero hace una ontología en la inmanencia, mientras el segundo hace una
ontología de la inmanencia.
CONCLUSIÓN
La pretensión de este escrito fue presentar un decurso y despliegue sobre el
poder a través de los postulados filosóficos de tres autores: Hegel, Stirner y
Nietzsche. El trayecto de este decurso mostró que entre las concepciones que estos
pensadores tienen del poder hay varias similitudes, pero también diametrales
diferencias. Empecemos, pues, por mostrar los puntos de contacto y las diferencias
entre cada uno de dichos planteamientos.
Nuestro despliegue comenzó con Hegel. De la filosofía de este autor dijimos
que contaba con una importante virtud que, de hecho, la justificaba como comienzo
de nuestra reflexión sobre el poder: el pensamiento de Hegel, en comparación con
toda la filosofía anterior, supuso una notable apertura al devenir. Hegel, como ningún
otro autor, hizo de la historia y la naturaleza —en cuanto historia natural— objeto del
intelecto y de la reflexión filosófica. Al hacer esto, abrió la filosofía ya no al
pensamiento, sino a todo lo que puede darse en el pensar y, con ello, a la riqueza de lo
que existe, al devenir. Pero Hegel hace depender el devenir del espíritu. Al entender a
aquel como una manifestación de este, no valora el devenir en sí mismo, sino que lo
hace en cuanto expresión y realización del espíritu, en cuanto movimiento de este.
Nos valimos del pensamiento político de Hegel para dar cuenta de este rasgo
de su filosofía. Así, nos remitimos a la sección sexta —“El espíritu”— de la
Fenomenología del espíritu, en particular a su exposición de la relación entre la cosa
pública y la familia, y a los Fundamentos de la filosofía del derecho, sobre todo a la
introducción y a la sección primera. Esto nos permitió mostrar en la particularidad lo
que ya habíamos afirmado como generalidad: Hegel, si bien abrió la filosofía al
110
devenir, también supeditó este último a una entidad que le era distinta y que le daba
sentido: el espíritu. Por esto, también sostuvimos que en Hegel el poder se figura
como cosa ajena al devenir y propia del espíritu.
Pero no solo nos valimos de los textos apenas mencionados para sostener
nuestro punto; también acudimos a la sección última de la Fenomenología para
justificar lo que ya presentamos al comienzo de estas conclusiones: “El saber
absoluto”, en cuanto determinación formal que constituye al espíritu como ese
exteriorizarse y como esa subjetividad que yendo al objeto se exterioriza y gesta en su
sí, en el pensar, un contenido que en cuanto escindido no es su sí, revela que el
espíritu es la entidad que le da sentido al devenir. Este último no tiene valor por sí
solo, sino únicamente en cuanto exteriorización del espíritu, en cuanto contenido del
pensar que por ello se hace racional. Los Fundamentos de la filosofía del derecho,
igualmente, nos revelaron la prevalencia de la universalidad en cuanto determinación
abstracta del espíritu tanto en la configuración de la voluntad como en la ilegitimidad
del suicidio.
El decurso sobre el poder continuó con Stirner. A este autor lo planteamos
como un “punto medio” entre Hegel y Nietzsche. Se asemeja a Hegel en la medida en
que, como aquel, establece un único ente como poderoso —el único—, pero también
se distancia de él porque pone a este ente poderoso no fuera de le existencia, tal y
como sucedía con el espíritu, sino dentro de esta. Del mismo modo, se asemeja a
Nietzsche en el hecho de que, al prescindir del espíritu, desiste de cualquier más allá
de la existencia para quedarse con esta en sí misma, pero se distancia de aquel al no
interesarse en figurar la existencia en su conjunto, sino solo en presentar un ente
específico dado en la existencia —el único—. Por esto, dijimos del pensamiento de
Stirner que constituía una ontología en la inmanencia. Su filosofía, patente en El
único y su propiedad y Los recensores de Stirner, es una que solo se interesa por el
único en cuanto ente dentro de la existencia: los demás entes solo aparecen
determinados negativamente, esto es, por la relación de uso o provecho que tienen
con el único. Por esto, en el pensamiento de Stirner el poder se da como propiedad:
en cuanto tal, aparece como atributo del único y de ningún otro ente.
111
El despliegue sobre el poder pasó, finalmente, de Stirner a Nietzsche. Como
encontramos que entre Stirner y Nietzsche había ciertas similitudes, la primera parte
del destino final del decurso presentó las coincidencias entre ambos autores. Para
esto, nos enfocamos en el período medio de Nietzsche, sobre todo en Humano,
demasiado humano y Aurora. Elegimos estas dos obras porque presentan el
“sentimiento de poder”, concepto especialmente interesante por ser el antecedente
más claro de la voluntad de poder. Por otra parte, en el contexto de este trabajo, el
sentimiento de poder fue de gran importancia porque lo asumimos como cierta clase
de ontología en la inmanencia nietzscheana. En el período medio, la filosofía de
Nietzsche se emparenta mucho más con la de Stirner porque se interesa poco por los
entes que componen lo habido distintos de los humanos. El sentimiento de poder
como concepto solo sirve para figurarse un ente particular dentro de la existencia,
antes que la existencia en sí misma. En esta parte también abordamos ciertos aspectos
relativos al superhombre. Como forma humana de la voluntad de poder, el
superhombre expresa una ontología en la inmanencia en el marco de la ontología de
la inmanencia que es la voluntad de poder en cuanto figuración del incesante juego de
fuerzas constitutivo del existir y su movimiento.
Si nuestro decurso se hubiese quedado en lo antedicho, habríamos
emparentado a Nietzsche y Stirner más de lo que habría correspondido. Pero del
sentimiento de poder pasamos a la voluntad de poder y, al hacer este tránsito, nos
quedó clara la distancia que separa a estos dos autores. La voluntad de poder,
contrario al sentimiento de poder, sí permite figurar la existencia misma en su
totalidad. A raíz de esto, ya no expresa “solo” una ontología en la inmanencia, sino
una ontología de la inmanencia. Con la voluntad de poder, Nietzsche figura el modo
en el que las fuerzas constitutivas de lo habido interactúan para hacer lo habido. De
este modo, este concepto deja de ser la determinación de un ente puntual y pasa a ser
la presentación de cómo todo lo que es, es. Así, la voluntad de poder supone un paso
más allá de lo hecho por Stirner. Si en la filosofía de aquel el poder era la propiedad
de un ente particular, en la de Nietzsche es una condición de la existencia misma y,
en consecuencia, de la totalidad de los entes que la componen en cuanto fuerzas. Esta
112
es la razón por la que afirmamos que con la voluntad de poder el poder se disemina.
Pasa a hacer parte de la existencia en sí misma, esto porque es ella y no el espíritu o
un ente particular dentro de esta la que es poderosa.
Pero, nuevamente, nuestro decurso no finalizó en ese punto, pues también se
ocupó de la doctrina del eterno retorno de lo mismo. Interesarnos por este otro
concepto no fue un capricho: para nosotros, complementa a la voluntad de poder. Así,
en la parte final de nuestro trabajo presentamos el eterno retorno como posible pathos
interminable e inmanente a la voluntad de poder y a la existencia misma. Con el
eterno retorno de lo mismo, Nietzsche fue capaz de plantear un destino para la
existencia que no escapaba de lo habido, esto porque, en vez de afirmar un más allá
por fuera de esta, se comprometía con su repetición y recurrencia en el volver a ser.
El eterno retorno de lo mismo y la voluntad de poder dan cuenta de lo que es la
inmanencia: un querer ser más en la existencia, pero, a la vez, un saber que solo se
puede ser en esta; en otras palabras: que la existencia es todo lo que es y que todo lo
que es se ha dado, se da y se dará como existencia.
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