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LUIS EDUARDO GÓMEZ MOLANO UNA REFLEXIÓN SOBRE STIRNER Y NIETZSCHE A PROPÓSITO DEL PODER: DE LA ONTOLOGÍA EN LA INMANENCIA A LA ONTOLOGÍA DE LA INMANENCIA PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA Facultad de Filosofía Bogotá, agosto de 2021

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LUIS EDUARDO GÓMEZ MOLANO

UNA REFLEXIÓN SOBRE STIRNER Y NIETZSCHE A

PROPÓSITO DEL PODER: DE LA ONTOLOGÍA EN LA

INMANENCIA A LA ONTOLOGÍA DE LA INMANENCIA

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA

Facultad de Filosofía

Bogotá, agosto de 2021

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UNA REFLEXIÓN SOBRE STIRNER Y NIETZSCHE EN

TORNO AL PODER: DE LA ONTOLOGÍA EN LA INMANENCIA A

LA ONTOLOGÍA DE LA INMANENCIA

Trabajo de Grado presentado por Luis Eduardo Gómez Molano, bajo la

dirección del Profesor Luis Antonio Cifuentes Quiñónez,

como requisito parcial para optar al título de Magíster en Filosofía

PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA

Facultad de Filosofía

Bogotá, agosto de 2021

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Pues he aquí lo que sé hacer, el incesante juego a que

me entrego: hago girar con rapidez mi rueda, y

entonces me deleita ver cómo sube lo que estaba abajo y

se baja lo que estaba en alto. Súbete a ella, si quieres,

pero a condición de que cuando la ley de mi juego lo

prescriba, no consideres injusto el que te haga bajar.

Boecio

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Bogotá, 31 de agosto de 2021

Profesor

LUIS FERNANDO CARDONA SUÁREZ

Decano

Facultad de Filosofía

Pontificia Universidad Javeriana

Estimado Fernando

Reciba un cordial saludo.

Tengo el gusto de presentarle el trabajo titulado De la ontología en la inmanencia a

la ontología de la inmanencia: una reflexión sobre Stirner y Nietzsche en torno al poder,

presentado por el estudiante Luis Eduardo Gómez Molano, para optar al título de Magíster en

Filosofía. Considero que este escrito cumple las condiciones para ser sometido a examen de

grado.

A partir de una sospecha, sostenida por varios comentaristas, sobre una posible

influencia de Max Stirner sobre la obra de Friedrich Nietzsche, Luis Eduardo, sin caer en la

especulación infundada, establece un vínculo filosófico entre los dos autores en relación con

su comprensión del poder. El estudiante describe uno de los caminos que emprende la

filosofía alemana del siglo XIX para dejar atrás el sistema hegeliano y sus pretensiones

totalizantes. Ese diálogo filosófico fue reconstruido por Luis Eduardo de manera original,

releyendo El único y su propiedad de Stirner al mismo nivel de la obra de dos de los autores

más grandes de la historia de la filosofía, Hegel y Nietzsche. Por estas razones considero que

el trabajo de Luis Eduardo Gómez cumple con los requisitos que exige la Facultad para este

tipo de escritos.

Cordialmente,

LUIS ANTONIO CIFUENTES QUIÑONEZ

Profesor

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AGRADECIMIENTOS

Quiero agradecerle a la Universidad Javeriana y, en particular, a la Facultad

de Filosofía. Asimismo, deseo presentarle toda mi gratitud a Luis Antonio Cifuentes:

además de su paciente dirección durante este proceso de escritura que tomó más de

un año, sus múltiples recomendaciones tanto temáticas como formales fueron vitales

no solo para la realización de este trabajo, sino también para mi formación como

filósofo. Le agradezco, también, a Wilson Herrera. Él fue quien dirigió mi trabajo de

grado de pregrado, pero también estuvo presto a escucharme sobre los vericuetos del

texto que aquí se presenta. A mis amigos de maestría, Jesica, Rubén, Omaira, Braulio

y Óscar, les agradezco todas las charlas y risas. A mi familia, Blanca, Gustavo, Lina y

Johanna, les agradezco por todo su apoyo incondicional. A Andrés y a Alejandro,

amigos del Pregrado en Filosofía en la Universidad del Rosario, les agradezco por

todas sus charlas nocturnas. Finalmente, a Dea Nadine le agradezco por todo su amor

y su paciencia. En ella encontré todo el amor necesario. Este escrito es para todos

ellos y por todos ellos.

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ABREVIATURAS DE LAS OBRAS DE HEGEL

A lo largo de este trabajo utilizo las siguientes abreviaturas para referirme a

las obras de Hegel:

F: Fenomenología del espíritu

FD: Fundamentos de la Filosofía del Derecho

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ABREVIATURAS DE LAS OBRAS DE NIETZSCHE

A lo largo de este trabajo utilizo las siguientes abreviaturas para referirme a las obras

de Friedrich Nietzsche:

A: Aurora: pensamientos acerca de los prejuicios morales

AHZ: Así habló Zaratustra

FP III: Fragmentos póstumos, tomo III

FP IV: Fragmentos póstumos, tomo IV

GC: La gaya ciencia

HdH I: Humano, demasiado humano, volumen I

MBM: Más allá del bien y del mal

SVM: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral

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TABLA DE CONTENIDO

Introducción 10

1. Preludio: Hegel y el poder como ajenidad 17

1.1. El espíritu, lo político y la eticidad: una aprehensión a través de arquetipos 22

1.2. Stirner y Nietzsche: el devenir por el devenir mismo 44

2. Primer Movimiento: Stirner y el poder como propiedad 52

2.1. Stirner: el único y su soledad 55

3. Segundo Movimiento: Nietzsche y el poder diseminado 76

3.1. Nietzsche y Stirner: de la soledad del único a la comunidad de la voluntad de

poder 79

3.2. Sentimiento de poder, voluntad de poder y eterno retorno 86

Conclusión 109

Bibliografía 113

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INTRODUCCIÓN

En cuanto triunfo final de la razón y reconciliación con lo concreto, la filosofía

hegeliana es el culmen del idealismo. En ella, lo real se hace concepto y

determinación —forma— de la razón. Pero el pensamiento de Friedrich Hegel

también puede contemplarse bajo otra luz: es, asimismo, la filosofía que abre la

reflexión al devenir y que integra la especulación con la historia humana. De este

modo, Hegel es, simultáneamente, pináculo y fin del idealismo.

Puede que el hecho que mejor exprese esta condición ambigua del

pensamiento hegeliano sean sus sucesores. Por un lado, estaban los “viejos

hegelianos”; defensores de la petrificación del pensamiento, de una idealidad sin

posibilidad de mejora o perfeccionamiento. Del otro lado, los “jóvenes hegelianos”;

rebeldes e inconformes, deseosos de utilizar a Hegel, no para pensar o comprender la

realidad, sino para transformarla. Max Stirner, con la excepción de Karl Marx y

Friedrich Engels, expresa del modo más radical esta pretensión.

Este trabajo, como reflexión sobre el poder y su vínculo con el devenir, se

enmarca en la tradición filosófica que se enfoca en el dinamismo de la obra de Hegel,

en su carácter fecundo para figurarse el movimiento de la existencia patente en su

historia y desarrollo. Por esto, acude a la herencia de un joven hegeliano que, en

buena medida, ha pasado casi desapercibido dentro de la tradición filosófica: Max

Stirner. Pero al acudir a Stirner, este trabajo también emerge como una crítica a la

obra hegeliana. Johann Kaspar Schmidt —verdadero nombre de Stirner— no solo fue

un hegeliano, sino también un exponente de lo que luego vendría a denominarse

posidealismo. La filosofía de este autor afirma el dinamismo que Hegel rastreó en el

devenir, pero asume que para la afirmación de este dinamismo el devenir debe

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liberarse del ente que en la obra hegeliana le da sentido y lo transforma en razón: el

espíritu. En esta medida, si se la compara con el pensamiento de Hegel1, la obra de

Stirner es una reivindicación de la independencia de lo devenido, y una radical

emancipación de la inmanencia. En Hegel, podríamos decir, nos encontramos con una

inmanente trascendencia, esto es, con un ente trascendente —el espíritu— que se

expresa en todo lo que existe, existirá y ha existido —lo devenido—. En Stirner,

mientras tanto, hay una ontología en la inmanencia: el devenir se libera del espíritu,

pero queda atado a un ente específico dado dentro de la inmanencia misma: el único.

Pero la valoración crítica de la obra de Hegel en relación con el poder no

puede quedar completa si nos quedamos únicamente en el pensamiento de Stirner. Si

bien este autor libera del espíritu a la inmanencia, vuelve a atarla a otro ente que la

sujeta, esto más allá de que este ahora no esté afuera de la inmanencia, sino que se dé

dentro de esta. Por esto, habrá que acudir a Friedrich Nietzsche para dar con una

filosofía radicalmente inmanente; esto es, que no ate la existencia a nada, que no

establezca jerarquías a priori entre las fuerzas constitutivas de los entes que

componen lo habido. Esta disolución de toda jerarquía a priori se consuma a través

de un concepto de la obra nietzscheana: la voluntad de poder. Es por esto que en este

trabajo indicamos que la obra de Nietzsche puede interpretarse ya no como una

ontología en la inmanencia, sino como una ontología de la inmanencia. La diferencia,

aunque sutil en el lenguaje, es profunda, pues implica, tal y como se ha dicho, la

disolución de toda jerarquía por principio dentro de las fuerzas configuradoras de lo

devenido.

Este trabajo, a raíz de su desarrollo, implica todo un decurso y despliegue

sobre el poder. El comienzo lo marca Hegel. En su filosofía, tal fenómeno se presenta

como algo “ajeno” a la existencia, distinto del devenir. Decimos esto porque, como

ya se mencionó, en Hegel la apertura de la filosofía a la historia y lo acaecido viene

1 Jorge Aurelio Díaz, al referirse a la obra de Hegel, indica que “se sitúa en la corriente intelectualista

más que en la voluntarista. La razón de ello es que el pensar es unidad de lo diverso y diversificación

de lo idéntico, mientras la acción constituye más bien el momento de la diferenciación o de la

oposición” (Díaz, 1986, p.7). Podríamos decir, también, que Stirner se ubica más en la corriente

voluntarista que en la intelectualista. Lo mismo sucede con Nietzsche.

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acompañada por una sujeción a un telos que le da forma y sentido a esta historia y

esto que acaece. El ente que surge como telos y razón de la existencia es el espíritu.

Este hace de la existencia su exteriorización. En esta medida, en cuanto

exteriorización suya, le determina y hace ser de la manera en que es. La reflexión en

torno al poder continúa con Stirner. Este pensador libera el devenir de la

determinación del espíritu; sin embargo, ahora dentro de la existencia, instaura un

ente que domina sobre el resto de las cosas constitutivas del devenir: el único. Por

esto, en lo relativo a la filosofía de Stirner, afirmamos que esta concibe el poder como

propiedad del único. Una prueba de esto es el hecho de que El único y su propiedad

solo se interesa por la presentación del ente privilegiado que el único es. El resto de

las cosas constitutivas de la existencia solo son determinadas negativamente. En

sentido estricto, no se dice nada sobre ellas, sino que se les presenta a partir de la

relación que tienen con el único, del uso que este hace de aquellas. Por esto, la

filosofía de Stirner es una ontología en la inmanencia. No afirma nada más allá de lo

acaecido, pero solo ilumina el ser de un ente particular de la existencia, no a esta en sí

misma. Nietzsche, con su voluntad de poder, consuma totalmente la afirmación de la

inmanencia empezada por Stirner. En su filosofía, ya no es un ente particular el que

aparece como poderoso, sino que toda la existencia, todo el devenir, se presenta como

poder. La voluntad de poder no da cuenta de un ente particular dentro de lo devenido;

más bien, indica la constitución misma de estos entes, el movimiento por el cual estos

se articulan. Por esto, decimos que en la filosofía de Nietzsche el poder se disemina

configurando una ontología de la inmanencia.

Nos enfocaremos en obras particulares de cada autor para determinar su

pensamiento sobre el poder. En el caso de Hegel, haremos énfasis en la

Fenomenología del espíritu y los Fundamentos de la filosofía del derecho. Nos

centraremos, además, en una parte específica de la Fenomenología: la sección sexta,

titulada “El espíritu”, que en una de sus divisiones analiza la eticidad del mundo

antiguo por medio de la figura de Antígona. Así, nos interesaremos, sobre todo, en el

pensamiento político de Hegel y en cómo aquel da cuenta de una forma más general

en la que este autor concibe el poder. A pesar de esto, también nos detendremos en la

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sección octava de la Fenomenología —“El saber absoluto”—. Esta decisión se debe

al hecho de que esta presenta de la forma más clara el poder del espíritu. Así, es con

base en el contenido de estas dos secciones de la Fenomenología y de los

Fundamentos de la filosofía del derecho —sobre todo de la introducción y de la

sección primera— que afirmamos que el espíritu es el ente poderoso en la filosofía

hegeliana. La obra de Hegel, sin embargo, y esta es la razón última de su inclusión en

este escrito, se constituye como fondo sobre el que se desarrolla el texto, pues brinda

el presupuesto que hace que los otros dos movimientos sean realizables: la apertura

por parte de la filosofía al devenir. A pesar de esto, también es cierto que Nietzsche y

Stirner critican la filosofía de Hegel en cuanto supedita el devenir al espíritu. La

segunda sección de la primera parte de este trabajo mostrará las condiciones de tales

críticas, así como la forma en la que estas coinciden.

El caso de Stirner es bastante particular. Como se sabe, este autor solo tuvo

una obra notable: El único y su propiedad. Por este motivo, su comprensión del poder

se elucidará con base en esta obra. A pesar de esto, acudiremos a otro recurso que, en

cuanto aclaración sobre el alcance de El único y su propiedad, también consideramos

de interés. A raíz de las críticas a su obra cumbre, Stirner publicó Los recensores de

Stirner, un breve ensayo en el que le respondía a Ludwig Feuerbach, Szeliga y Moses

Hess, tres de los principales detractores de su filosofía del único. Los recensores de

Stirner es una obra valiosa porque precisa aspectos de El único y su propiedad y, por

tanto, permite entender con mayor claridad la designación de ese ente que es el único.

El estudio de estas dos obras es el que nos permitirá afirmar que el pensamiento de

Stirner, como “radiografía” del único, constituye una ontología en la inmanencia y

una comprensión del poder como propiedad.

Para la ontología de la inmanencia nietzscheana nos centraremos en múltiples

textos. Así, como será de nuestro interés establecer cierta continuidad entre el

pensamiento de Nietzsche y el de Stirner —sin que esto suponga indicar que este

último influenció a aquel—, revisaremos Así hablo Zaratustra, obra fundamental para

entender al superhombre, figura similar pero no idéntica al único de Stirner. Además,

nos interesaremos en Humano, demasiado humano y Aurora, esto porque estas obras,

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en cuanto se ocupan del “sentimiento de poder”, además de preludiar la voluntad de

poder, configuran cierta clase de ontología en la inmanencia afín al pensamiento de

Stirner. Pero, sobre todo, dado que nuestro principal interés es mostrar cómo la

filosofía de Nietzsche puede interpretarse como una ontología de la inmanencia,

haremos hincapié en aquellos escritos que dan cuenta de la voluntad de poder como

concepto: Más allá del bien y del mal y varios de los Fragmentos póstumos. Estos

escritos, además de La gaya ciencia, también serán utilizados para determinar la

doctrina del eterno retorno.

La decisión de remitirnos tanto a la obra publicada como a la no publicada de

Nietzsche puede juzgarse problemática: mientras que autores como Heidegger

consideraron que el corazón del pensamiento de este estaba en los Nachlass, otros

como Schlechta desestimaron los Fragmentos Póstumos en favor de la obra

publicada. Nosotros creemos que, más allá del contenido eminentemente conjetural

de los Fragmentos Póstumos —en estos lo que se dice sobre la voluntad de poder

aparece menos como certeza y más como hipótesis—, lo que estos expresan tiene

valor y puede ser de utilidad para comprender cómo la filosofía de Nietzsche supone

en su conjunto una ontología de la inmanencia. De este modo, creemos que la obra no

publicada puede ser un recurso complementario para entender lo que se encuentra

dentro de la obra publicada. En cuanto hipótesis, explican lo que aparece como

certeza en lo que Nietzsche publicó. Nos parece que una lectura coordinada tanto de

los Fragmentos póstumos como de la obra publicada puede ser de utilidad. El

contenido de este trabajo da cuenta de esa convicción.

Para interpretar la filosofía de los tres autores principales nos valemos de

múltiples autores auxiliares. En el caso de Hegel, el aporte de comentaristas como

Jean Hyppolite, Alexandre Kojève, Anselm Min o Douglas Moggach es fundamental.

Para Stirner, mientras tanto, usamos más que nada a Lawrence Stepelevich, al mismo

Moggach y a Widukind De Ridder. En el caso de Nietzsche, por último, es notable el

aporte de Gilles Deleuze, Martin Heidegger y Wolfgang Müller-Lauter.

El escrito, además de las conclusiones y de esta introducción, se divide en tres

“movimientos”. El primero se ocupa de Hegel y de cómo su filosofía da cuenta de

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una inmanente trascendencia en la que el poder aparece como un fenómeno propio

del espíritu y ajeno a la existencia. El segundo se enfoca en Stirner y su ontología en

la inmanencia; aquí, o por lo menos eso sostenemos, el poder se presenta como algo

dentro del devenir, aunque propio de un ente particular de este —el único—. El tercer

movimiento, finalmente, presenta a Nietzsche como el filósofo que entiende la

totalidad de la existencia como poder —o como poderosa en sí misma—. Por esto,

sostiene que el pensamiento de este autor puede interpretarse como una ontología de

la inmanencia.

Hemos decidido darle el título de “movimientos” y no capítulos a las partes

que componen este trabajo porque nos parece que constituyen una serie que en su

conjunto revela todo un trasiego por el poder. El movimiento de Hegel es un preludio

porque plantea la condición necesaria para que los otros dos movimientos sucedan: la

apertura de la filosofía al dinamismo del devenir. El movimiento de Stirner es el

primero en sentido estricto porque, con Hegel como fondo, pone el poder en la

existencia o, por lo menos, en uno de los entes que la componen. Nietzsche constituye

el segundo y último movimiento porque no solo pone el poder en la existencia, sino

que figura toda la existencia como poder. La tríada de este trabajo, formalmente, se

parece a la dialéctica hegeliana. Aunque esto puede ser cierto, también es verdad que

esta estructura se usa para ir más allá de lo que plantea el mismo Hegel. De tal modo,

podría afirmarse que este escrito es metodológicamente hegeliano, pero

temáticamente antihegeliano. En el análisis de la obra de Stirner y Nietzsche,

descubre que aquellos superan a Hegel y diluyen al espíritu en el devenir mismo,

operación por la que terminan o bien transformándolo —como en el caso de Stirner—

o bien suprimiéndolo —como en el de Nietzsche—.

A nuestro parecer, hay dos ejes que hacen que este trabajo sea relevante. El

primero recae en el hecho de que este escrito establece una relación que, quizá por el

propio Nietzsche, nos puede parecer improbable: la de este con Hegel. Buena parte de

la bibliografía sobre Nietzsche se ha enfocado en la influencia que autores como

Schopenhauer, Spinoza, Kant o el mismo Stirner tuvieron en su pensamiento.

Asimismo, autores como Deleuze han sostenido que el gran rival filosófico de

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Nietzsche era no solo Hegel, sino el pensamiento de raigambre hegeliano en su

conjunto. Aquí, mientras tanto, sostenemos que puestos desde la perspectiva del

poder es posible relacionar a Nietzsche con Hegel. El vínculo entre estos dos autores

puede ser provechoso para entender de una forma diferente el pensamiento de ambos.

Por otra parte, el segundo eje consiste en que el contenido de este texto puede

explicar la vigencia del pensamiento no solo de Nietzsche, sino también de Stirner.

De tal modo, en cuanto interpreta a Stirner y Nietzsche como pensadores de la

inmanencia, puede ser de ayuda para entender por qué los posanarquistas —en el caso

de Stirner— y los posestructuralistas y existencialistas —en el caso de Nietzsche— se

han nutrido de sus postulados para constituir sus planteamientos. Tanto Nietzsche

como Stirner son pensadores originales. Esto no tanto por el hecho de que sus

filosofías constituyan algo completamente nuevo en relación con la tradición

filosófica, sino porque, insertos en esta, fueron capaces de orientar el pensamiento

hacia nuevos confines marcados por la sola afirmación de esta existencia, sin

metafísica alguna. Esta es la razón por la que establecemos un vínculo entre Stirner y

Nietzsche. Para nosotros, en cuanto pensadores de lo inmanente que ponen el poder

en lo existente, son autores similares. Al insertar a Stirner dentro de una narrativa que

involucra también a Hegel y a Nietzsche, este trabajo también pretende explorar la

posibilidad de que la historia del pensamiento ha cometido un error al excluir a

Stirner del canon filosófico. Su filosofía, al articularse con la de Nietzsche, se revela

como un antecedente del radical voluntarismo de este último. Este escrito, de tal

forma, se configura como una invitación a leer a Stirner para un lector interesado.

Desde nuestra perspectiva, es un autor que puede brindar luces para entender autores

como Michel Foucault, Albert Camus —quien, tal y como atestigua El hombre

rebelde (1962), lo leyó— o Gilles Deleuze. No es casual que estos tres autores hayan

sido también notables lectores de Nietzsche.

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1. PRELUDIO: HEGEL Y EL PODER COMO AJENIDAD

La Fenomenología nos presenta constantemente, como

en una sinfonía, los mismos temas, pero en distintas

formas.

Jean Hyppolite

Sabemos lo que significan las famosas transformaciones

hegelianas: no olvidan conservar piadosamente. La

trascendencia permanece como trascendencia en el seno

de lo inmanente.

Gilles Deleuze

Pero el sentimiento al que me he obligado y condenado

a priori es un sentimiento obtuso, puesto que resulta de

una predestinación, del que yo mismo no me puedo

liberar o al que no puedo renunciar. Al ser

preconcebido, es un prejuicio. Ya no me muestro más

frente al mundo, sino que es mi amor el que se muestra.

Aunque el mundo no me domina, como desquite me veo

dominado con mayor facilidad por el espíritu del amor.

He superado al mundo para convertirme en un esclavo

de este espíritu.

Max Stirner

Nadie puede obviar la relevancia histórica del pensamiento hegeliano. Más

allá de la aversión estilística que provoca en muchos autores, es indudable que el

curso del tiempo ha venido a mostrar que se trata de un autor central dentro de la

historia del pensamiento de Occidente. La importancia de Hegel, entonces, se mide

no solo por la impronta y las características de su sistema, sino también por el

profundo impacto que ha tenido en el pensamiento de otros muchos autores.

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En Alemania, de hecho, su filosofía causó un revuelo prácticamente

inmediato. A su muerte, dos “facciones” se declararon herederas de su filosofía: los

viejos hegelianos —o hegelianos de derecha— y los jóvenes hegelianos —o

hegelianos de izquierda—. Entre este último grupo destacan autores como Bruno

Bauer o Friedrich Engels2. También destaca Max Stirner3, pseudónimo de Johann

Caspar Schmidt, quien, de no haber sido por su obra El único y su propiedad

(2013[1844]), sería casi que un perfecto desconocido.

Los jóvenes hegelianos compartían una meta común en relación con la

filosofía hegeliana. Cada uno de sus miembros, desde Stirner hasta Feuerbach,

consideraba que “la doctrina hegeliana del espíritu absoluto requería una revisión, o

cuando menos reformulación, para eliminar la apariencia trascendente provocada por

algunas de las formulaciones del mismo Hegel”4 (Moggach & De Ridder, 2013,

p.76). Los postulados filosóficos de los jóvenes hegelianos pueden leerse a la luz de

este proyecto crítico compartido. El reencuentro de la especie humana con la

naturaleza que esta ha alienado en el sentimiento religioso —proyecto de

Feuerbach— se corresponde con la pretensión de superar cualquier tufo de

trascendencia presente en el planteamiento de Hegel. Lo mismo sucede en el caso de

Bauer: la participación del individuo en la universalidad, a partir de la consecución de

su autonomía al refrenar sus deseos inmediatos y egoístas, también es un modo de

“corregir” las formulaciones en apariencia trascendentes de Hegel. No es casualidad,

en consecuencia, que el blanco unánime de los ataques de los jóvenes hegelianos

haya sido la religión. Debe tenerse en cuenta que, junto con el arte y la filosofía,

Hegel consideraba la religión como una de las manifestaciones del espíritu. Es

2 Marx, aunque trabó relación con los jóvenes hegelianos, no es considerado miembro de tal grupo.

3 Se dice que Stirner era uno de los miembros más introspectivos y mordaces de los jóvenes

hegelianos. En el poema cómico El triunfo de la fe —The Triumph of Faith— Engels lo retrata en los

siguientes versos: “Mira a Stirner, míralo a él, el pacífico enemigo de todo constreñimiento. /Por ahora

sigue bebiendo cerveza, /Pronto tomará sangre, como si de agua se tratase. /Cuando otros vociferan,

vehementes, ‘abajo los reyes’ /Stirner añade ‘abajo también las leyes’. /Stirner, repleto de dignidad,

proclama; /Someten su voluntad y osan llamarse libres. /Están acostumbrados a tener señores, /Abajo

el dogmatismo, abajo también la ley” [traducción libre del inglés] (Engels en Welsh, 2010, p.10).

4 Traducción propia desde el inglés.

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probable que los jóvenes hegelianos pensasen que al sustraer la religión de tal trinidad

purgarían al espíritu absoluto de toda trascendencia aparente.

Pero el planteamiento de los jóvenes hegelianos no fue, o por lo menos no

fundamentalmente, religioso o antropológico. El deseo de superar la aparente

trascendencia de la formulación hegeliana respondía, más que nada, a intereses

políticos. La pretensión de este grupo, más allá de la indudable diversidad patente en

el pensamiento de sus miembros, era radicalizar la filosofía política de Hegel. Para

esto, era fundamental eliminar cualquier trascendencia aparente en el espíritu: solo así

se podría consolidar una filosofía política que no asumiese lo político como algo dado

—tal y como lo hacía la de los hegelianos viejos o de derecha—, sino social y

colectivamente constituido y, por tanto, transformable. Es en este sentido que las

ideas de Bauer, Engels, Feuerbach, Strauss y Stirner fueron —y son—

revolucionarias.

Puestos en esta comprensión del proyecto filosófico de los jóvenes hegelianos,

nos es posible comprender por qué, para Moggach y De Ridder (2013), el consenso a

partir del cual se ha determinado que aquellos son figuras menores en la historia de la

filosofía —quizá con la excepción de Engels, aunque más por su asociación con Marx

que por mérito propio— es, cuando menos, injusto. Para estos dos autores, las ideas

de este grupo de pensadores son de suprema riqueza, y sus elementos más valiosos

residen, precisamente, en el potencial político con el que cuentan. Esta característica

no es fortuita: responde al hecho de que los jóvenes hegelianos, como buenos hijos

del Vormärz, estaban especialmente interesados en consolidar un pensamiento que se

opusiera abiertamente al poder político prusiano. El arma de la que se valieron para

alcanzar este objetivo fue el humanismo. Por eso, Moggach y De Ridder concluyen

que los jóvenes hegelianos fueron, antes que nada, humanistas. La aplicación de tal

adjetivo les permite, a su vez, disociar a Stirner de este colectivo y, de hecho,

oponerlo a este. El pensamiento de Stirner, contrario al del resto de los jóvenes

hegelianos, es antiesencialista: para él, no existe algo que pueda denominarse como

“la naturaleza humana”, pues el individuo es indefinible y puede hacer de sí lo que

considere. De hecho, Stirner va tan lejos como para sostener que la inhumanidad es

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una posibilidad humana. Es de un ser humano que podemos decir que es inhumano y,

al catalogar a un espécimen humano de tal modo, estamos poniendo la inhumanidad

como una cualidad posible para lo humano. Sea como fuere, catalogar a Stirner de

“antihumanista” y a los jóvenes hegelianos de “humanistas” permite que Moggach y

De Ridder pongan un abismo entre uno y otros. Pero, además, esta distinción da lugar

a que estos autores sostengan que el humanismo de los jóvenes hegelianos responde a

un republicanismo políticamente fructífero; el antihumanismo de Stirner, mientras

tanto, aunque ingenioso, es políticamente estéril5.

En cualquier caso, si la aparente trascendencia del espíritu absoluto

identificada por los jóvenes hegelianos no se debe al rol de la religión en la filosofía

de Hegel, sino que es una característica de todo el sistema hegeliano en su conjunto,

poco o nada se haría para suprimirla al excluir la religión de las manifestaciones del

espíritu, pues tal trascendencia aún podría rastrearse en el resto del sistema. Hay

aspectos del pensamiento de Hegel que hacen creer que este es el caso; el más

importante es, quizá, la caracterización misma del espíritu. En la filosofía de Hegel, el

espíritu parece realizarse en todo momento y toda circunstancia en el devenir, esto sin

identificarse plenamente con aquel. El espíritu se expresa en la existencia; sin

embargo, no es reductible a esta. Al tiempo que se hace patente en el devenir, es más

que el devenir.

Lo antedicho nos permite plantear el interrogante fundamental para el primer

movimiento de este trabajo: en la filosofía hegeliana y el sistema que esta erige, ¿cuál

es la entidad de la que se puede afirmar que tiene el poder o, mejor aún, que es

5 Vale la pena aclarar que hay múltiples puntos en los que reñimos con la interpretación de Moggach y

De Ridder. En lo único en lo que nos encontramos de acuerdo es que, efectivamente, la filosofía de los

jóvenes hegelianos es fundamentalmente política. Nosotros no excluimos las ideas de Stirner de esta

afirmación: precisamente tal cosa es la que nos permite relacionarlo con los jóvenes hegelianos. Así, si

bien es cierto que Stirner es un antihumanista, esto no lo exime de contar con la característica que es

común a este grupo de pensadores —esta sí identificada correctamente por Moggach y De Ridder—: el

carácter político y revolucionario de sus postulados. En realidad, puede que Moggach y De Ridder

confundan la supuesta esterilidad del pensamiento de Stirner con su radicalidad. A diferencia del resto

de los jóvenes hegelianos, este pretende romper completamente con todo orden social anterior.

Tampoco puede olvidarse que, en desmedro de su “esterilidad”, actualmente funge como la fuente

primordial de aquello que ha venido a llamarse “anarquismo posizquierda” o “posanarquismo”.

Autores como Saul Newman (2011) dan cuenta de que la apuesta política de Stirner tiene vigencia.

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poderosa? Dos serios contendientes se perfilan como posible respuesta a esta

pregunta: o bien es la existencia —el devenir— la que es en sí misma poderosa, o

bien lo es el espíritu. Pero si, tal y como estábamos afirmando, el pensamiento de

Hegel no es “aparentemente trascendente” solo por el lugar que le da a la religión en

cuanto manifestación del espíritu, sino que lo es por el modo mismo en el que

concibe a este último, es aquel y no la existencia la entidad poderosa. Esto se

sostendría en el hecho de que, a fin de cuentas, el poder patente en la existencia se

debería no a la existencia misma, sino al hecho de que esta es expresión del espíritu.

En este orden de ideas, podría asumirse que la filosofía hegeliana tiene un gran

virtud: abre el pensamiento al devenir; esto es, a la existencia y su sucederse en

cuanto flujo de lo habido. Al mismo tiempo, tendría una contracara contestable: a la

par de esta apertura al devenir habría una sujeción de este a una entidad que, sin hacer

parte propiamente de la existencia, sí se haría manifiesta en esta —el espíritu—. La

filosofía hegeliana no figuraría la existencia por la existencia misma, sino que

encontraría el valor de esta en el hecho de que en ella se expresa el espíritu, entidad

responsable del poder patente en el devenir, pues es realmente la poderosa. La

existencia, en esta medida, sería el medio en el que el espíritu “da a conocer” su

poder. No sería, empero, ella misma el poder. Tal dignidad le correspondería al

espíritu. Esta, a grandes rasgos, será la tesis principal que pretenderemos sostener en

esta parte de este escrito.

Ahora, si a pesar de los intentos del mismo Hegel su formulación del espíritu

aún cuenta con rasgos trascendentes, estos deberían detectarse en el modo en el que

Hegel concebía lo político. A fin de cuentas, el espíritu es la entidad más importante

del sistema hegeliano: el hecho de que sea el poderoso —en desmedro de la

existencia— es algo que se debe reflejar en todo el pensamiento de Hegel. Es así

como una primera parte de este movimiento se ocupará de este punto. La idea será

presentar una breve reconstrucción de la filosofía política de Hegel para ilustrar cómo

esta da cuenta de ciertos rasgos trascendentes del espíritu. A este respecto, se

sostendrá que el pensamiento hegeliano aprehende lo político de un modo

arquetípico: en vez de abordar el fenómeno político en sí mismo, le impone modelos

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representativos que, a su juicio, informan todas las formas existentes de lo político.

Esto es lo que sucede con la determinación de la familia y de la polis, así como del

hombre y la mujer. La forma “arquetípica” de asir lo político no es incidental, esta

responde, como hemos insistido, al hecho de que la existencia está sujeta a una

entidad de la que es manifestación: el espíritu. Como esto es así, en la existencia tan

solo se expresan “formas lógicas” previamente configuradas, aunque no realizadas,

en el espíritu. Este rasgo no solo es evidente en la sexta sección de la Fenomenología

del espíritu—“El espíritu”—, sino también en los Fundamentos de la filosofía del

derecho. Nos enfocaremos, principalmente, en estos dos representantes de la extensa

obra hegeliana.

En la primera parte de esta sección también se sostendrá que el modo en el

que Hegel concibe lo político responde a un rasgo de toda su filosofía: dado que el

espíritu, sin ser propiamente trascendente, ostenta características compatibles con la

trascendencia, permea y determina la totalidad del devenir. Como consecuencia de

esto, la filosofía hegeliana supedita lo devenido al desarrollo del espíritu. El poder, en

estas condiciones, aparece como una propiedad fundamentalmente ajena a la

existencia: no es esta la que es poderosa, sino el espíritu. A nuestro juicio, Stirner y

Nietzsche tuvieron la lucidez necesaria para identificar este “problema” en el

pensamiento de Hegel. La segunda parte de esta sección, por tanto, se ocupará,

aunque muy brevemente, de las críticas que estos autores le hicieron al sistema

hegeliano, todo esto teniendo en cuenta que tanto las ideas de Stirner como las de

Nietzsche serán analizadas en secciones posteriores de este escrito.

1.1. El espíritu, lo político y la eticidad: una aprehensión a través

de arquetipos

La sección sexta de La fenomenología nos revela que los primeros arquetipos

con los que Hegel aprehende lo político son dos: la familia, por una parte, y la cosa

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pública —la polis—, por otra6. Para este autor, la problemática y particular relación

que vincula estos dos elementos éticos por antonomasia —y sus respectivas

funciones— es la que engendra la sociedad. Pero la comprensión arquetípica llevada

a cabo por Hegel no se limita únicamente a esto. Dentro de la familia, además,

delimita arquetípicamente los sexos y sus roles: a la mujer que ostenta la condición de

hermana le corresponde la sustancia ética y la guarda de la ley divina; al hombre que

ostenta la condición de hermano, la conciencia ética y la ley humana. En medio de la

relación de los dos sexos se engendra el ciudadano, que es el hombre, y la guarda de

la ley divina —que manda el deber de enterrar y velar a los muertos— que es la

mujer. Hermano y hermana, entonces, son los sujetos éticos por excelencia.

Pero Hegel no solo aprehende y concibe estos elementos de un modo

arquetípico, sino que da con ellos a través de un arquetipo: la tragedia griega. Para

desentrañar la esencia de la sociedad política, acude al auxilio de Antígona, la clásica

tragedia griega de Sófocles. Es esta la que le permite identificar la relación de

oposición y complementariedad que existe entre la familia y la cosa pública, así como

rastrear los roles que el hombre y la mujer cumplen en la unidad familiar.

Cabe calificar a Antígona como una tragedia de familia. Esta empieza con las

consecuencias del enfrentamiento entre Eteocles y Polinices, hermanos enfrentados

por el control de la ciudad de Tebas, que a raíz de la desgracia de Edipo se había

quedado sin rey. Ambos mueren, pero Creonte, tío de estos y nuevo regente de Tebas,

determina que, ya que Polinices se enfrentó con el propósito de tomar Tebas mientras

Eteocles la defendió de tal embestida, solo este último es digno de los ritos funerarios

correspondientes. A Polinices, en contrapartida, se le instaura una condena que va

más allá de su muerte: como se atrevió a levantar su mano contra Tebas, se prohíbe

—a través de un edicto de la ciudad promulgado por el mismo Creonte— su entierro

y rito funerario. Antígona, hermana de Polinices y Eteocles, y por esto también

sobrina de Creonte, desafía el edicto. Según su sentir, su deber de hermana prima a su

6 La familia y la cosa pública son arquetipos porque no son las únicas formas asociativas existentes.

Como Hegel deposita en ellas la eticidad [Sittlichkeit], las convierte en formas paradigmáticas de la

asociación y el orden político.

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deber ciudadano en cuanto residente de Tebas. Ismene, hermana de los difuntos y

también de Antígona, es más dócil ante el edicto de su tío, prefiere obedecerlo antes

que desafiar la ley tebana. Tras un primer intento de velación del cuerpo de Polinices,

Antígona es juzgada por Creonte: este la condena a ser enterrada viva. Antígona,

aunque desesperada, asume su condena. Ella se encontraba comprometida con

Hemón, hijo de Creonte, que, como consecuencia del suplicio de Antígona, recurre al

suicidio. Tiresias, adivino de la ciudad, le advierte a Creonte que su edicto provocará

la muerte de su propia sangre, esto porque está transgrediendo la ley divina que exige

la velación de los muertos, esa misma que Antígona busca hacer valer. Por esta

advertencia, Creonte decide indultar a Antígona; no obstante, para cuando lo hace ya

es demasiado tarde: su hijo se ha ahorcado y, a raíz de tan horrenda muerte, Eurídice,

esposa del rey, también se ha suicidado. La obra finaliza con el lamento de Creonte:

al desafiar a los dioses y su mandato ha tenido que sufrir las intempestivas muertes de

su hijo y esposa.

En Antígona, entonces, tiene lugar el enfrentamiento de la ley cívica y humana

con la ley divina y las tradiciones. Esto es lo que hace que Hegel la contemple como

paradigma de la eticidad [Sittlichkeit]7. Antígona se enfrenta a Creonte, su tío, porque

considera que el deber que le impone la tradición —el de velar a los muertos— está

por encima de toda ley humana que pueda reñir con aquel. De tal modo, entre sus

deberes civiles y aquellos que ostenta por su condición de hermana, siempre se

decantará por estos últimos. Esta determinación es, al final de cuentas, la que

desencadena toda la desavenencia con Creonte y su mandato.

La sola exposición de la trama de Antígona no deja claro cómo es que Hegel

la asume como arquetipo de las relaciones sociales y, sobre todo, éticas. En

consecuencia, corresponde relacionar el contenido de esta obra con lo dicho por

Hegel en parte de la sexta sección de la Fenomenología del espíritu (2010[1807]).

Como ya se indicó, la primera relación que Hegel identifica es la de la polis con la

7 Conviene resaltar que en la expresión original del alemán (Sittlichkeit) la raíz Sittlich alude a la

costumbre. Esto es importante porque remite a la tradición autóctona de un pueblo como fuente de su

ethos. La eticidad, entonces, se arraiga en la particularidad de un pueblo, en el modo singular de

instaurar sus valores y creencias y en la singularidad de estos mismos elementos.

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familia. A los ojos de este autor, este vínculo se encuentra marcado por una incesante

oposición: la familia cría y constituye al sujeto ético que la polis luego arranca de su

seno para hacerlo un ciudadano. En la crianza y el afecto, el individuo se hace

miembro de una comunidad ética que por los lazos de sangre en los que se funda es

inmediata. Pero esta comunidad ética no es la única en la que el sujeto participa,

también está la polis que, como comunidad fundada no en los lazos afectivos, sino en

los deberes ciudadanos, se erige sobre la conciencia de la polis y de los deberes que

supone. En la familia, mientras tanto, el vínculo, por estar marcado por el afecto,

carece de la reflexión, pues se afirma inmediatamente como deber. Todos estos

puntos muestran una marcada contraposición entre la familia y la polis. Por esto,

Hegel dice:

(…) cada uno de los modos contrapuestos de existir de la substancia ética la contiene

completamente a ella y a todos los momentos de su contenido. Si, entonces, la cosa

pública es esta substancia en cuanto a actividad real consciente de sí, el otro lado

tendrá la forma de la substancia inmediata o que es. Ésta es, así, por un lado, el

concepto interno o la posibilidad universal de la eticidad como tal, pero, por otro

lado, tiene igualmente en ella el momento de la autoconciencia. Este momento, que

expresa la eticidad en este elemento de la inmediatez o del ser, o bien, que es una

consciencia inmediata de sí tanto como esencia cuanto como este sí mismo dentro de

otro, es decir, que es una comunidad ética natural: este momento es la familia. La

cual, en cuanto concepto carente de conciencia y todavía interior, se halla enfrentada

a su realidad efectiva consciente de sí; en cuanto elemento de la realidad efectiva del

pueblo, se halla enfrentada al pueblo mismo; en cuanto ser ético inmediato, a la

eticidad que se forma y se conserva por medio del trabajo para lo universal; cara a

cara, los penates [dioses domésticos] frente al espíritu universal (2010, F, pp.529,

531).

Como ya se dijo, la familia, al erigirse con base en relaciones de parentesco —

de sangre o afinidad—, es la sustancia ética inmediata. Su eticidad se expresa en el

seno mismo de la familia, sin intermediación alguna. El solo vínculo de parentesco

basta para la constitución de la sustancia ética. Por esto, en cuanto inmediata, la

familia es la sustancia ética desprovista de conciencia, que se expresa inmediatamente

tal y como es en el cuidado de los miembros. Estos, al encontrarse ante situaciones

que ameriten la protección de los suyos, no necesitan reflexionar para dar con la

obligación de velar por ellos, sino que el afecto basta para acudir a su auxilio. Por

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esto, en cuanto inmediata, la familia es la sustancia ética desprovista de conciencia.

No se requiere que los miembros constitutivos de la familia se sepan parte de la

sustancia ética —y que eluciden la naturaleza de tal sustancia—: a esta le basta la

unión familiar para constituirse. El caso de la polis o la cosa pública es harto distinto.

Como comunidad, exige la constitución de una subjetividad particular —la de

ciudadano— para erigirse. A diferencia de lo que sucede en la familia, en la cosa

pública el vínculo no basta para gestarla, pues aquí no media el afecto. Antes bien, es

en la medida en que existen individuos con una subjetividad específica, acorde con un

sentido de lo público promovido, que se gesta la cosa pública; en otras palabras: el

cultivo de la conciencia ciudadana del individuo es, precisamente, el que consolida el

vínculo público y, por tanto, da lugar a la comunidad ética que es la polis. Así, es

fácil notar cómo la familia se opone a la polis o, incluso, se manifiesta como su

reverso: mientras que la familia es ética en sí misma —solo por ser familia es ya ética

o, más bien, exige un comportarmiento ético—, la cosa pública sólo es ética si sus

miembros son ellos mismos ciudadanos; esto es, si se ponen en la tareas de constituir

esa cosa pública con un ethos particular. La cosa pública, por tanto, contrario a la

familia, exige de sus miembros una conciencia puesta de presente en la identidad del

pueblo. Los miembros de la cosa pública, en cuanto ciudadanos, deben tener un

sentido de lo público, sentido que cultivan en sociedad, y sentido por el cual

constituyen la sociedad.

Para Hegel, esta diferencia se replica en los sexos: mientras que la mujer, en

cuanto estandarte de la familia, guarda en sí la sustancia ética; el hombre, dada su

vocación de hacerse ciudadano de la cosa pública, hace lo propio con la

autoconciencia ética. Pero aquellos que dan cuenta de esta distinción no son cualquier

hombre o cualquier mujer. El arquetipo de esta relación y distinción ética se

encuentra en el vínculo que une a la hermana y al hermano. En otras relaciones de

parentesco, hay siempre un reconocimiento desigual; los padres ven en sus hijos, por

ejemplo, el legado de una sustancia ética que, mientras que germina en aquellos, se

marchita en ellos. Los padres presencian y gestan el crecimiento de los hijos;

mientras tanto, la vida de ellos mismos se agota. La relación de padres e hijos, por

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tanto, está atravesada por el deseo y una afectividad natural: aquellos velan por estos

porque anhelan la pervivencia de su estirpe y su legado. Desarrollan la crianza de su

descendencia con el propósito de que los hijos se hagan los guardas de la sustancia

familiar. En la relación que une al padre con la madre la injerencia del deseo es aún

más evidente: el amor que se tienen está atravesado por una atracción natural que, de

hecho, es la que motiva su unión. En la relación que une a los hermanos entre sí, a

pesar de que existe una auténtica preocupación del uno por el otro, no hay deseo de

por medio. Lo que hay, más bien, es un afecto puro en el que se refleja el singular

modo en el que el espíritu se deposita en el hombre y la mujer. Además, el

reconocimiento entre hermanos está marcado por la igualdad; el vínculo que los une

no es desigual como en el caso de los padres y los hijos. Mientras que los hermanos

se relacionan “en el mismo plano”, padres e hijos, al existir de por medio una relación

de autoridad, lo hacen desigualmente. Sobre esto, en su Génesis y estructura de la

Fenomenología del espíritu, Hyppolite (1991) dice que:

Hegel ve, por el contrario, en la relación de hermano a hermana la relación pura y sin

mancha. El hermano y la hermana son uno para el otro individualidades libres. “Son

la misma sangre que en ellos ha llegado a su reposo y equilibrio”; por eso la hermana

tiene el más profundo presentimiento de la esencia ética —libre relación de una

autoconsciencia con otra autoconsciencia—, pero se trata solamente de un

presentimiento, porque la ley de la familia de la cual es guardiana la feminidad no se

presenta a la luz del día, no es un saber explícito, sino que sigue siendo un elemento

divino sustraído a la efectividad. Desde el punto de vista ético, la mujer sólo

encuentra en el marido y los hijos su universalidad; la relación de singularidad sigue

estando vinculada en ella al placer y a la contingencia y, justamente por eso, no es

ética. En el centro del reino ético no se trata de este marido o de estos hijos, sino de

un marido en general, de unos hijos en general. “Estas relaciones de la mujer no se

fundan en la sensibilidad, sino en lo universal”. En cambio, el hombre, al hallar su

universalidad en la ciudad, en su sacrificio en favor de la totalidad, se asegura así el

derecho al deseo. En su familia puede encontrar su sí mismo como singular y no ya

como universal. Pero como en la relación de la mujer se halla mezclada la

singularidad, su carácter ético no es puro. Solamente en tanto que dicho carácter ético

es puro, la singularidad aparece como indiferente y la mujer es privada del

reconocimiento de sí misma como este sí mismo en otro. Su reconocimiento puro y

sin mezcla de naturalidad se produce en su relación con el hermano. “Para la hermana

el hermano perdido resulta insustituible y su deber para con él es su deber supremo”.

“Cuando muere un esposo —dice Antígona en el comentario literal de Hegel— hay

otro que puede sustituirle; cuando se pierde un hijo hay otro hombre que puede darme

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un segundo, pero ya no puedo esperar el nacimiento de un hermano” (1991, pp.313-

314).

Con este extracto podemos comprender por qué la relación entre hermano y

hermana es tan importante para Hegel: como es el vínculo ético por excelencia, revela

el ser de la sustancia y la conciencia ética. Por eso, es a partir de este que Hegel logra

desentrañar cómo es que estas sustancias son. Pero también es fundamental

comprender por qué es tan importante para Hegel aislar las esencias éticas de toda

“impureza natural”. Para esto, es útil acudir a la última sección de la Fenomenología

—“El espíritu absoluto”—. Allí, Hegel aclara que el espíritu aparece primero como

naturaleza y luego como conciencia e historia. Según él, la encarnación del espíritu

como conciencia hace que este se desarrolle en un estadio superior al de la naturaleza:

[El espíritu] en su ir-dentro de sí, se ha sumergido en la noche de su autoconciencia,

pero su desaparecida existencia está preservada dentro de esa noche, y esta existencia

cancelada y asumida —que es la anterior, pero renacida a partir del saber— es la

nueva existencia, un nuevo mundo y una nueva figura del espíritu. En ella, el espíritu

ha de comenzar con la misma ingenuidad, desde el principio, por su inmediatez, y ha

de volver a crecer y educarse desde ella, como si todo lo anterior se hubiera perdido

para él y él no hubiera aprendido nada de la experiencia de espíritus anteriores

(Hegel, 2010, F, p.919).

Como la eticidad hace parte de este desarrollo superior del espíritu que es el

de la autoconciencia, escindirla de las afectividades naturales se hace una tarea

fundamental.

En los hermanos, entonces, la distinción que existe entre la cosa pública y la

familia se hace real, es realmente efectiva. Tal y como ya se dijo, la mujer, en calidad

de hermana, se hace estandarte de la familia y de la sustancia ética inmediata que en

esta mora; el hombre, en calidad de hermano, se hace estandarte de la cosa pública y

de la cultivada autoconciencia ética que le otorga la particularidad al pueblo. Es aquí,

también, donde se erige la distinción entre la ley divina y la humana. La ley divina

expresa la mera sustancia ética, aun sin autoconciencia, en la que el deber y la

obligación aparecen como cosa apremiante, pero aun incomprendida. En la ley

divina, la esencia ética se expresa en su forma más inmediata, como un deber

incondicionado de obediencia. La ley humana, por su parte, aparece como aquello

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que le falta a la ley divina; es decir, como autoconciencia ética. La ley divina

interactúa de pleno con la sustancia ética —lo apremiante que para Antígona es el

deber de enterrar a Polinices es una muestra de esto—, pero, por lo inmediato de esta

interacción, en poco o en nada puede determinarse. Con la ley humana, en

contrapartida, sucede lo contrario: el ciudadano solo interactúa con esta si la reconoce

y, a su vez, identifica en el gobierno la existencia efectiva y simple de esa ley

humana. Esta última, siendo así, aporta a la sustancia ética la conciencia que le falta.

Aquí queda claro cómo, a pesar de la relación de oposición, también hay una

complementariedad entre la ley divina y la humana, por un lado, y la familia y la cosa

pública, por otro. La suma de cada una de estas partes completa la eticidad: la familia

y la ley divina le dan a la cosa pública y la ley humana el sustrato que la familia y la

ley divina hacen consciente.

Antígona expresa paradigmáticamente lo expuesto por Hegel sobre la

eticidad: si sus hermanos —Polinices y Eteocles— son los estandartes de la cosa

pública y la ley humana, Antígona hace lo propio en lo relativo a la familia y la ley

divina. Hay que notar, además, que el vínculo familiar que une a Antígona con sus

hermanos —en especial con Polinices, el injuriado— es aquel que, según Hegel, es el

privilegiado. En el lazo afectivo que existe entre dos hermanos la naturaleza de la ley

divina y la humana y de la familia y la cosa pública resuena con toda su fuerza y

claridad. El interés que une a dos hermanos entre sí está marcado, inequívocamente,

por la paridad: es única y exclusivamente ético en ambos. Por esto, como ya se

indicó, la representación que el uno hace del otro es justa y adecuada. Tal cosa es lo

que permite que en el trato recíproco entre hermanos se manifieste sin distorsiones el

ser de la ley humana, la ley divina, la cosa pública y la familia. La trama de Antígona,

precisamente, representa esto: en el trato que Antígona tiene hacia Polinices, que es el

hermano al que se le niegan los ritos funerarios, los deberes que exige la ley divina se

expresan inequívocamente. Asimismo, estos deberes salen a relucir en la actividad en

la que el cuidado que la familia deposita a sus miembros es esencial: los ritos

funerarios. Sobre esta actividad, Hegel indica que:

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El muerto, puesto que ha liberado su ser de su actividad o de su Uno negativo, es la

singularidad vacía, es solo un ser pasivo para otro, abandonado a todas las

individualidades abyectas, carentes de razón, y a las fuerzas de materias abstractas

que son más fuertes que él: aquéllas, en virtud de la vida que ellas tienen, y éstas, en

virtud de su naturaleza negativa. Esta actividad de un apetito sin conciencia y de

esencias abstractas, tan ultrajante para el muerto, es lo que la familia aparta de él,

subtituyéndola (sic) por lo suyo, y deposa al pariente muerto con las entrañas de la

tierra, con la individualidad elemental e imperecedera; lo convierte así en compañero

de una comunidad que más bien domina y mantiene atadas las fuerzas de las materias

singulares y las formas de vida abyectas que, liberadas contra él, querían destruirlo.

Este deber último constituye, entonces, la ley divina perfecta o la acción ética

positiva para con el individuo singular (2010, F, p.535).

El rito funerario es entonces el deber elemental que la familia tiene con su

miembro. Esto es así porque, en la muerte, el ser singular aparece como cosa pasiva,

inerte y acabada. En estas circunstancias, queda sometido al murmullo y desprestigio

de sus rivales, pero también a la inclemencia de las fuerzas de la naturaleza. El rito

funerario es un deber netamente familiar porque no se remite a un singular que aún

está siendo y que, por tanto, es para la cosa pública. Aquel que ha muerto ya ha sido

—ya fue— y, en el rito, la familia le deposita un cuidado que lo sustrae de la cizaña

de las murmuraciones y los reproches, pero también de la descomposición causada

por una tierra que lo reclama como abono y unos animales que lo desean como

alimento. En el rito funerario, la familia consuma el movimiento final por el que la

singularidad vacía vuelve a la comunidad: las exequias lo apartan de la naturaleza y

lo insertan en una sociedad que vela sus muertos. Antígona, en cuanto hermana de

Polinices, encarna este deber. Las fuerzas destructivas, por su parte, que amenazan el

cadáver de Polinices con la podredumbre, se manifiestan en el edicto de Creonte —

esencia abstracta— y la inclemencia de los buitres que despedazan los restos —

apetito sin conciencia—.

El conflicto entre la ley humana y la ley divina también se pone de presente en

esta tragedia griega. Antígona, debido a aquello que se ha expuesto, se erige como

guarda de la ley divina y, por tanto, de la esencia de la familia. Creonte y su edicto,

en contraposición, emergen como estandartes de la ley humana. En la disputa que

enfrenta a Creonte con Antígona, la relación entre la ley humana y la divina solo

aparece en su faceta conflictiva. El rey de Tebas, al prohibir el entierro de Polinices,

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se enfrenta al mandato de los dioses que exige que los parientes velen a sus muertos.

Antígona, mientras tanto, se resiste a obedecer la ley humana si su cumplimiento

supone que desconozca el deber que tiene con su propia sangre y, por extensión, con

los dioses mismos. Por esto desafía la ley humana, y en este desafío consuma el

conflicto que existe entre esta y la ley divina. Pero el desenlace de este desafío

muestra la otra relación que existe entre estas dos leyes: el suplicio de Creonte, que

tiene que lidiar con el suicidio de su esposa y de su hijo, revela que la ley humana y la

divina, en cuanto esencias éticas, han de complementarse mutuamente. La ley

humana es la autoconciencia que le falta a la ley divina; esta última, igualmente, es la

sustancia en la que la autoconciencia se funda o, más bien, es el contenido que se

hace consciente en la autoconciencia. Aquel que sea incapaz de contemplar y realizar

esta complementariedad se condena a un destino como el de Creonte. Este representa

el mal final de todos los tiranos que, por su afán de dominio, aniquilan el sustrato

sobre el que la autoconciencia habría de erigir la eticidad8.

Esta reconstrucción parcial del movimiento del espíritu y del modo en el que

Hegel concibe el poder político en la Fenomenología —tan solo se ha cubierto la

subsección de la eticidad— basta para los propósitos de este escrito. Debe recordarse

que lo que se pretende es mostrar cómo la comprensión de lo político de Hegel se

enmarca en una forma más general de concebir el devenir, y que esta concepción es

una que lo supedita al espíritu y a lo absoluto9. El trasegar seguido por el espíritu, así

8 A pesar de lo dicho, debe tenerse en cuenta que, dada la comprensión trágica que Hegel tiene del

espíritu, la “bella totalidad” que reúne a la ley divina con la humana tiene que disolverse por su

relación de oposición. Tal y como lo ilustra Antígona, la ley humana y la divina tienen que enfrentarse.

Los sujetos éticos deben afirmar la legitimidad de la esencia que representan, pero al hacerlo,

reconocen también la efectividad del poder y la esencia a la que se oponen, pues es por esta que,

precisamente, requieren afirmar la suya. Antígona considera que su deber es realizar la sustancia ética,

pero sí debe realizarla ello se debe a que la otra esencia, la conciencia ética, tiene efectividad y se

realiza por cuenta de otro sujeto ético —Creonte—. Esta situación pone a los sujetos éticos en un

dilema trágico: o bien no se actúa porque la otra esencia es efectiva y, por tanto, no se obra conforme

al deber de la esencia ética que se encarna, o se obra a sabiendas de que la otra esencia, por ser

efectiva, también tiene su legitimidad. Esta situación trágica deriva en la disolución de la “bella

totalidad” del mundo ético, que es también el mundo de la Antigua Grecia (Hyppolite, 1991).

9 Hay que saber por qué Hegel considera que supeditar el devenir al espíritu es absolutamente

necesario. Al hacer esto, lo que se desea es insuflar de vida al devenir mismo, explicar su dinamismo a

través de una universalidad con la que interactúa y desde la cual extrae su potencia. Esto lo hace a raíz

de una polémica con Spinoza: si hay una única sustancia —Dios— esta tiene que interactuar con sus

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como el modo en el que el poder político y la relación que tiene con el individuo

aparecen en Hegel, pretende ilustrar este punto. La idea es mostrar que detrás de

todos los movimientos que se dan en el devenir existe una interacción de este con

aquello que Hegel denomina la universalidad y que esta última, de hecho, funge

como causa de tales movimientos.

Esto queda claro en la relación entre la ley humana y la divina, determinante

para la eticidad. Ya hemos visto cómo, para Hegel, la ley humana es la esencia

singular y la divina, la universal. Pero la ley humana, en cuanto esencia singular,

tiene su sustrato en la esencia universal, esto es, en la ley divina10. Cuando aquella

desconoce esto, se desvirtúa a sí misma y rompe con la unidad esencial constitutiva

de la eticidad. La interpretación de Hyppolite también se acoge a esta comprensión.

Sobre la ley divina dice que:

Representa solamente una ley subterránea; en principio, esta ley no es defendida más

que por ‘una sombra exangüe’, la singularidad inefectiva y sin fuerza. Pero, no por

ello esta ley deja de ser la raíz del espíritu efectivo y, en este sentido, el supremo

derecho de la comunidad se convierte en su suprema culpa (1991, p.329).

El destino de Creonte en Antígona ilustra las consecuencias que este divorcio

tiene para la ley humana. La tragedia del rey de Tebas, los suicidios de su hijo y de su

esposa —además de la fatal desavenencia con Antígona, su sobrina—, se deben a que

la ley humana por él establecida transgrede la ley divina. Esta transgresión es la ruina

de la ley humana, no de la divina. En el castigo sufrido por Creonte, el mandato de

los dioses, la ley divina, revela su persistencia a pesar del edicto del rey. Si este no

fuese el caso, entonces la ley divina no podría sancionar a Creonte por su

transgresión. En el enfrentamiento entre la ley humana y la divina, esta última afirma

su prevalencia en cuanto universalidad y sustrato de aquella. La ley humana,

entretanto, se pervierte por no seguir la pauta marcada por la universalidad.

modos —extensión y pensamiento— y gestarse en esta interacción. La metafísica de Spinoza, sin

embargo, no parece explicar esto satisfactoriamente. El espíritu, entonces, es esa sustancia viva que sí

interactúa con sus modos o manifestaciones. Se expresa y, de hecho, es, aunque no solamente, sus

modos y realizaciones —naturaleza e historia—.

.

Page 33: UNA REFLEXIÓN SOBRE STIRNER Y NIETZSCHE A PROPÓSITO …

33

Y es que, en cualquier caso, la ley humana no le otorga la sustancia a la ley

divina, sino la conciencia. Por esto, la ley divina puede subsistir sin la humana, así

sea solo como pura sustancia sin conciencia —hay que notar cómo es el destino el

que sanciona a Creonte, no un verdugo particular—. Hegel ilustra este punto a través

de la relación entre la familia y la cosa pública, así como entre el hombre y la mujer.

La familia, al ser la primera comunidad ética, es ética inmediatamente: el cuidado de

los miembros de la familia, al estar atravesado por el afecto —que, en la mayoría de

las relaciones familiares, además de ético, es natural—, irrumpe de pleno, sin

reflexión alguna. La cosa pública, por su parte, al constituirse como comunidad ética

solo en la medida en que sus miembros ostentan la dignidad de ciudadanos y obran

conforme a los deberes que les impone esta condición, es ética mediatamente:

requiere que el ciudadano, en la conciencia que lo ha constituido como tal, encuentre

lo que es más provechoso para la cosa pública y sus miembros y que obre conforme a

ello. De tal manera, la familia no requiere de la conciencia de la eticidad que ella es

para constituirse como comunidad ética; la cosa pública, sí.

Así las cosas, la familia y la cosa pública replican la relación habida entre la

ley divina y la humana, esto porque ambas relaciones son meras instancias del

vínculo entre la sustancia y la conciencia ética11. Así como la ley divina es el sustrato

de la humana, la familia le brinda a la cosa pública su sustancia. La polis toma al

sujeto que la familia ha criado en su seno y, además de la conducta ética que ya ha

adquirido en la familia, cultiva en él la conciencia ética al hacerlo ciudadano. No es,

entonces, que la cosa pública haga ético al ciudadano: este ya ha hecho parte de una

comunidad ética previamente —la familia—. Por tanto, en la cosa pública el sujeto

“solo” toma conciencia del ser ético que ya era. A partir de esa conciencia participa

en el ethos de su pueblo y en lo público. De tal modo, es así como su relación con la

11 Tampoco podemos perder de vista que, como se indicó más arriba, la relación entre el hombre y la

mujer también es una instancia del vínculo entre la sustancia y la conciencia ética. Para Hegel, el

hombre es el sujeto ético de la cosa pública; la mujer, como contrapartida, es el sujeto ético de la

familia. Esto hace que la mujer tenga una relación estrecha y directa con la sustancia ética. El hombre,

por su parte, la tiene con la conciencia ética. Hay que notar, no obstante, que ese sujeto ético de la cosa

pública fue formado previamente en la familia. Por ello, aún sin tener consciencia de la sustancia ética,

la experimentó en esa comunidad ética primera que fue su familia.

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34

eticidad se hace reflexiva: ya no se trata solo de que la sustancia ética obre en él, sino

de que es consciente de la sustancia ética y, a raíz de ello, sabe su contenido. La

sustancia ética, en consecuencia, está presente en todas las instancias de la eticidad;

más aún, es por esto por lo que es universal. La conciencia, mientras tanto, solo se da

en la cosa pública. Y esta última, sea como sea, es siempre conciencia de la

universalidad. Se tiene, así las cosas, que la sustancia ética, en cuanto siempre

presente, es la determinante de la eticidad y de todas sus expresiones particulares: las

formas efectivamente reales de la eticidad —su concreción en el ethos de los

pueblos— remiten, sin excepción, a la sustancia ética universal.

Hegel jamás ocultó este carácter determinante de la universalidad. En efecto,

ya en las primeras páginas de la sección de la Fenomenología del espíritu que ha sido

objeto de reconstrucción parcial en esta sección —“El espíritu”— dice que:

Substancia y esencia universal permanente, igual a sí misma: él, el espíritu, es el

fundamento y punto de partida, no quebrantado ni disuelto, de la actividad de todos,

así como su fin y meta en cuanto lo en-sí pensado de toda autoconciencia. —Esta

substancia es, asimismo, la obra universal que se engendra por la actividad de todos y

cada uno como la unidad e igualdad de ellos, pues ella es el ser-para-sí, el sí-mismo,

la actividad. En cuanto la substancia, el espíritu es la seipseigualdad justa y sin

vacilación; pero, en cuanto Ser-para-sí, la substancia de la esencia disuelta, la esencia

bondadosa que se sacrifica, en la que cada uno lleva a cumplimiento su propia obra,

desgarra el ser universal y toma para sí una parte de él. Esta disolución y

singularización de la esencia es justamente el momento de la acción y del sí-mismo

de todos; es el movimiento y el alma de la sustancia, y la esencia universal causada y

efectuada. Justamente en el hecho de que es el ser disuelto en el sí-mismo no es la

esencia muerta, sino que efectivamente real y viviente (Hegel, 2010, F, p.523).

Se afirma así la omnipresencia del espíritu, la sustancia y esencia universal. Él

es el comienzo y el final de lo devenido —fundamento y punto de partida, fin y

meta—, origen y destino de lo efectivamente real. Pero también es, visto no como en

sí sino como para sí, la potencia a partir de la cual lo devenido sucede y se realiza. El

espíritu se ofrece a lo efectivamente real y es por este ofrecimiento que lo devenido

llega a ser y es lo que es. No podría ser de otro modo, pues si realmente se quiere que

el espíritu sea el determinante de lo devenido no basta con que “solo” sea comienzo y

final de lo efectivamente real: también ha de acompañar al devenir en su devenir; en

otras palabras, también ha de estar presente “entre” el comienzo y el final de lo

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35

devenido, pues es aquí, precisamente, donde el devenir deviene. Por esto, Hegel

indica que al disolverse en el sí mismo el espíritu se hace efectivamente real y

viviente: solo al determinar al devenir propiamente el espíritu se garantiza a sí mismo

su propia universalidad. Si le fuese ajeno el sucederse del devenir, si solo el comienzo

y el final fuesen su dominio, entonces le sería ajeno el darse de la existencia y, por

tanto, no sería universal. El espíritu no solo es el comienzo y el final de lo

efectivamente real, sino que él mismo es esa efectividad real que se da. Y lo es

porque, en cuanto potencia y sustrato de lo devenido, lo determina en su sucederse.

Es así como se hace una universalidad efectiva no disociada radicalmente de la

particularidad, sino expresa y manifiesta en esta.

Para ahondar en esta difícil relación entre lo absoluto y el devenir en Hegel —

que, a la larga, es idéntica a la de lo universal y lo particular— conviene acudir a sus

Fundamentos de la filosofía del derecho (2017[1821]), más concretamente, al modo

en el que en estos se determina el concepto de voluntad. En este libro, contrario a la

Fenomenología, Hegel expone el derecho en su orden lógico y no fenomenológico, es

decir, lo presenta a partir del orden interno que se da en su concepto y no a partir del

orden en el que efectivamente se sucede —o sucedió— en el devenir. Así, mientras

que en la Fenomenología el orden de exposición empieza con la eticidad, sigue con la

propiedad y termina con la moralidad, en los Fundamentos de la filosofía del derecho

empieza con la propiedad —determinación abstracta—, sigue con la moralidad —

determinación particular— y termina con la eticidad —determinación concreta—.

Para Hegel, la voluntad se constituye en tres momentos: el universal, el

particular y, por último, el individual. En el momento universal, la voluntad se

determina como puro querer, sin remisión a objeto deseado alguno; luego, en el

momento particular, aparece con una determinación específica, es decir, como un

querer algo. Ese “algo” que es querido, precisamente, constituye la voluntad

particular. Pero la determinación de la voluntad no termina en este hacerse particular.

El último momento, el individual o singular, emerge como conservación y superación

(Aufhebung) tanto del momento universal como del particular. La voluntad queda así

determinada como autodeterminación o, lo que es lo mismo, como determinación

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36

interna. Ni lo universal ni lo particular definen por sí solos la voluntad. Esta es la

razón por la que Hegel indica en el §7 de los Fundamentos de la filosofía del derecho

—“El contenido de la voluntad (c): individualidad como unión de lo general y lo

particular”— que:

La voluntad es la unión de ambos momentos: la particularidad, que se piensa

internamente y que, a través de esa reflexión, vuelve a lo general; la individualidad:

la autodeterminación del yo; el yo se pone a sí mismo como la negación de sí mismo,

es decir, se pone como un yo determinado, como un yo limitado y, a la vez,

siguiendo siendo él mismo, es decir, sigue siendo idéntico a sí mismo y general: y se

determina a atarse sólo a sí mismo (Hegel, 2017, FD, p.37).

La voluntad, entonces, es la determinación que parte del sujeto mismo. En

cuanto determinación, es ya reflejo de un querer particular, es manifestación de un

“algo” que es querido. Pero este querer particular parte de la universalidad del querer:

no podría querer algo sin ser yo mismo la aptitud de querer. Por eso, en su

determinación, la individualidad vuelve a la generalidad del querer mismo. El sujeto,

en sí mismo, es la capacidad de darse su propia determinación y, por tanto, es

inicialmente general, indeterminado. Ese es el motivo por el que, al hacerse con una

voluntad individual, el yo no traiciona ni la generalidad ni la particularidad: su

individualidad es la manifestación de ambos momentos a la vez. Es un querer algo

particular, sí, pero también es un querer que en nada traiciona la aptitud de querer

indeterminada: antes bien, es una determinación que parte de esta aptitud misma de

aquel que quiere. Por eso, en cuanto determinación del yo, no contradice aquella

indeterminación que todo yo es en sí mismo, pues esta determinación es una que parte

de ese yo. Es este el que, en su capacidad de determinarse, la determina.

Queda en evidencia de nuevo el rol preponderante de la universalidad. A pesar

de que Hegel indica que la pretensión de realizar irrestrictamente este momento en el

devenir “toma la forma (…) de un fanatismo destructivo de cualquier orden social

existente”12 (2017, FD, p.34), también es cierto que a la hora de determinar el

12 Al escribir estas palabras, Hegel tenía en mente la fase final de la Revolución francesa: el Terror.

De hecho, en los apuntes de H.G. Hotho y K.G. Griesheim, alumnos de Hegel que asistieron a sus

cursos sobre la filosofía del derecho, se dice que la realización en la realidad de la voluntad como lo

general abstracto “aparece de una manera más concreta en el fanatismo activo de la vida política y

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37

segundo momento de la voluntad —lo particular— resalta que este ya está incluido en

el primero —lo general—:

Como lo particular está incluido en lo general, se sigue de aquí que este segundo

momento está ya incluido en el primero, pues sólo es poner lo que el primer

momento ya es en sí. —El primer momento, es decir, el primero para sí, no es en

realidad la verdadera infinitud y lo general concreto, es decir, no es el concepto, sino

solo algo determinado, algo unilateral, pues porque este segundo momento sea la

abstracción de cualquier determinidad, él mismo no está sin una determinidad, pues

ser algo abstracto y unilateral es su determinidad, de finitud y de imperfección—

(2017, FD, p.36).

Lo general abstracto incluye en sí lo particular y su indeterminación es en

realidad una forma de determinación. Además, lo general requiere de lo particular

para hacerse verdaderamente universal, pues, más allá de la abstracción, requiere ser

concreto; requiere, en otras palabras, realizarse. Y el modo de realización o

concreción de lo general se encuentra, precisamente, en lo individual, en esa

conjunción de lo general y lo particular. En cualquier caso, todas las instancias de

determinación de la voluntad están a su vez determinadas por la relación que guardan

con la universalidad. La pauta del desarrollo de la voluntad es la inicialmente

contenida en la universalidad.

Pero la supeditación de lo particular y lo individual a lo universal no es una

característica incidental del sistema hegeliano; antes bien, es el corazón mismo de

este y el principio rector que permea toda su estructura. De hecho, cuando Hotho

recoge los motivos del orden de exposición que su maestro Hegel sigue en los

Fundamentos de la filosofía del derecho, indica que:

La Idea tiene que determinarse a sí misma continuamente dentro de ella misma, pues

al comienzo solo es un concepto abstracto. Pero este concepto abstracto del comienzo

nunca se abandona, sino que se va enriqueciendo cada vez más, por lo que la última

religiosa, por ejemplo, en la fase del Terror durante la Revolución francesa, en la que se intentó

eliminar toda diferencia basada en el talento o la autoridad. Esa época fue un estremecimiento contra

cualquier particularidad; no podía soportarla, porque el fanatismo quiere algo abstracto y no una

estructura: donde surgen diferencias, las considera opuestas a su propia indeterminidad y las elimina”

(Hotho y Griesheim en Hegel, 2017, FD, p.35). (Vale la pena aclarar que las notas de Hotho y

Griesheim están integradas al texto de los Fundamentos de la filosofía del derecho. La edición de

Eduard Gans de 1833, al igual que la de 1840, hizo esta inclusión y la edición en español de Joaquín

Abellán para la editorial Tecnos respeta esta incorporación).

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determinación es la más rica de todas. Las primeras determinaciones que eran sólo en

sí mismas llegan así a su libre autonomía, pero de tal forma que el concepto sigue

siendo el alma que mantiene unido todo y que sólo llega a sus propias

diferenciaciones por un proceso interno. Por eso, no se puede decir que el concepto

llega a ser algo Nuevo, sino que, por el contrario, su determinación final coincide de

nuevo con su primera determinación. Aunque parezca que de este modo el concepto

se ha dividido en su existencia, de hecho, sólo se trata de una apariencia, que se

muestra como tal en el propio desarrollo, en cuanto que todas las individualidades

vuelven finalmente al concepto de lo general (Hotho en Hegel, 2017, FD, pp.56-57).

Se tiene, en consecuencia, que en el sistema hegeliano lo más desarrollado, lo

ulterior y definitivo, es lo concreto. Pero, asimismo, lo universal, en la forma del

concepto abstracto, contiene ya lo particular y lo concreto en cuanto germen de estas

instancias. El desarrollo de lo particular y lo concreto —que se corresponden,

respectivamente, con la naturaleza y la historia— se pliega forzosamente al concepto

universal, pues este ya los contiene a aquellos en cuanto necesarias determinaciones

de su en sí. Y es que, a la larga, que lo universal contenga ya los otros momentos del

espíritu no es más que una consecuencia necesaria del modo en que Hegel concibe la

relación entre lo finito y lo infinito. Anselm K. Min en su artículo Hegel’s absolut:

Trascendent or Immanent (1976), elucida las particularidades de esta compleja

relación.

Tal y como el nombre del artículo lo indica, el propósito principal de Min es

el de esclarecer la naturaleza del absoluto del sistema hegeliano. En particular, lo que

desea es aclarar si este es trascendente o inmanente. Para Min, el absoluto hegeliano

no es ninguna de las dos cosas, al menos no en el sentido tradicional. Así, no se le

puede equiparar ni con la inmanencia de Spinoza —que “reduce” a Dios o el absoluto

a todo lo sensible— ni con la trascendencia del cristianismo —que presenta lo

absoluto como algo total y completamente distinto del mundo sensible—. El motivo

por el que el absoluto hegeliano no se corresponde con ninguna de estas dos

comprensiones tradicionales es que, a los ojos de Hegel, ambas responden a una

forma equivocada de comprender la relación entre lo finito y lo infinito. Mientras que

la inmanencia de Spinoza no hace más que hacer infinito lo finito, la trascendencia

cristiana, por su parte, “finitiza” lo infinito. En el caso de la inmanencia, lo que se

hace es afirmar que la finitud es todo lo que hay —y el colapso de Dios en esa finitud

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no es más que una consecuencia necesaria de esa afirmación—. Si se dice que lo

finito es todo, se hace infinito lo que por principio habría de ser finito. La finitud, el

mundo sensible, es todo lo que hay y puede haber, con esto, se hace interminable lo

que, al ser finito, debería de terminar. Con la trascendencia cristiana sucede un

proceso similar, aunque inverso. Se afirma que lo absoluto o el mundo suprasensible

es completamente distinto de la existencia, lo terreno o el mundo sensible. Al hacer

esto, hay algo que la pretendida infinitud no abarca y es, precisamente, lo finito. Pero

si la infinitud efectivamente es infinita tiene que abarcarlo todo; al no abarcar lo

finito, esta existencia mundana, realmente se le está limitando, “finitizando”. La

solución de Hegel a este problema es, cuando menos, singular, y es aquella que se

avizora en el fragmento de Hotho que acabamos de transcribir: su infinito no es

absolutamente distinto de lo finito, sino que este último es el otro de lo infinito que,

sin embargo, surge de la infinitud misma, es exteriorización suya. Lo finito y lo

infinito no son completamente distintos, sino que, en cuanto exteriorización de sí, lo

finito sigue siendo algo de lo infinito: es, precisamente, su otro. Lo infinito, entonces,

aún está relacionado con lo finito, no es absolutamente distinto de este. El rol que

cumple el espíritu en medio de esta relación es uno bastante singular. Dado que, tal y

como veremos más adelante, el espíritu es ese movimiento “exteriorizante” que

anima al universal a desarrollarse, este es el enlace que preserva la relación entre lo

finito y lo infinito; por ende, es lo realmente infinito de la infinitud. Quizá el aspecto

más cautivador de la filosofía hegeliana es que en ella se da lo que podríamos

catalogar como un oxímoron: una inmanente trascendencia.

Hay, si hace falta, una muestra más de la primacía de lo universal en cuanto

origen de lo particular. Esta, nuevamente, se encuentra en los Fundamentos de la

filosofía del derecho y se refiere a la ilegitimidad del suicidio:

La totalidad completa de la actividad exterior, la vida, no es algo externo respecto a

la personalidad, la cual existe como algo inmediato, como esta personalidad. La

enajenación o el sacrificio de la vida es, más bien, lo contrario de la existencia de esta

personalidad. Por eso, yo no tengo ningún derecho a esa enajenación. Sólo tiene ese

derecho a disponer de la vida una idea ética, en la que esté esta personalidad

inmediata en sí y que constituya la fuerza efectiva de ésta. Al igual que la vida es en

sí inmediata, la muerte es también negatividad inmediata de la vida, por lo que la

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muerte pude venir de fuera, por una causa natural, o, por una mano extraña al servicio

de una idea (2017, FD, p.92).

La “idea ética” a la que Hegel se refiere en este extracto es el Estado. Y es que

este es la totalidad concreta en la que el individuo participa. Si esto es así, se entiende

que el individuo no tenga autorización alguna para levantar la mano contra sí mismo.

Es el Estado, el espíritu objetivo y la comunidad ética de la que el sujeto hace parte,

el que ha de decidir el destino de este. Claro, podría afirmarse que el Estado no se

corresponde con el momento universal del espíritu, sino con el concreto, el más

elevado y perfecto. Pero la legitimidad que el Estado adquiere para disponer de la

vida de sus súbditos radica en la universalidad que en él reside, en él como

manifestación concreta —realización— de aquella. No deja de ser diciente que Hegel

indique que el orden de las cosas es que la vida termine por una causa natural o por,

tal y como indica el pasaje arriba citado, “una mano extraña al servicio de una idea”.

El primer supuesto remite a la universalidad con sustancia, pero sin conciencia que es

la naturaleza; el segundo, mientras tanto, remite a la universalidad concreta que

emerge una vez la sustancia en la naturaleza se ha hecho también consciente: el

Estado. En uno y otro caso, es la universalidad la que vuelve y reclama su derecho

sobre el sujeto.

Aunque ya hemos destacado que el carácter preponderante de lo universal y lo

absoluto es evidente en la sexta sección de la Fenomenología —“El espíritu”— y

también hemos mostrado que tal rasgo se encuentra en los Fundamentos de la

filosofía del derecho, aún no hemos mostrado que esa preponderancia es inherente al

sistema elaborado por Hegel. Para esto, habría que demostrar que el desarrollo de

toda la obra hegeliana sigue un mismo patrón de elaboración: aquel en el que lo

particular o devenido aparece como exteriorización de lo absoluto y, por tanto, se

supedita a este. Tal empresa, sin duda, supera los propósitos de este escrito.

Afortunadamente, hay otro modo de revelar esta sujeción del devenir al absoluto y es

el de presentar el final de la Fenomenología —la sección octava, titulada “El saber

absoluto”— como la exposición de la verdad formal que emerge como principio de

realización del devenir; en otras palabras, habría que mostrar que la última sección

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describe el ser del espíritu y, dado que al espíritu nada de la existencia le es ajeno,

describe a su vez, aunque solo sea formalmente, el modo en el que el devenir es

engendrado, el inevitable realizarse de lo concreto y de la existencia. El saber

absoluto, entonces, es absoluto porque es saber del espíritu, y al espíritu nada le está

oculto ya que este es todo lo que es. Saber del espíritu —saber que, de hecho, solo

puede partir del espíritu mismo— es entonces saber de toda la existencia, pues lo

existente, al ser exteriorización del espíritu, no puede rehuir del ser de este: todas las

cosas suceden a la manera en que el espíritu es y, a la vez, el modo en el que las cosas

suceden es la forma en la que espíritu se realiza.

El saber absoluto se corresponde con la configuración última y perfecta del

espíritu que se ha hecho consciencia. En el saber absoluto, la conciencia del espíritu

es consciencia de sí mismo. Esto quiere decir, por una parte, que en el saber absoluto

la conciencia del espíritu es su autoconciencia y, por otra, que en el saber absoluto el

espíritu hace de sí su objeto. En las anteriores configuraciones del espíritu, este, por

ser esencialmente exteriorización, había hecho de su objeto las cosas exteriores

puestas por él. Ahora, en el momento del saber absoluto, comprende su objeto no

como lo exterior, sino como el exteriorizarse que él mismo es en cuanto espíritu. Pero

tan pronto como el espíritu hace de sí su objeto, esto es, constituye su saber como

saber de sí mismo, aprehende con ello todas las configuraciones por las que el espíritu

ha tenido que pasar hasta alcanzar la configuración última que supone el saber

absoluto. El saber del espíritu supone el saber de su trasegar, de las configuraciones

por las que ha tenido que pasar para alcanzar el saber absoluto, pues es su ser, ese

configurarse, el que implica las formas que paso a paso va alcanzando. Que se diga

que el espíritu, a la manera de un imperativo, “ha tenido” que pasar por sus

configuraciones previas a la del saber absoluto para ser en su configuración perfecta

supone que el espíritu solo puede ser saber absoluto tras pasar por cada una de sus

configuraciones imperfectas. En esta medida, la comprensión que Hegel tiene del

devenir es fatal —destinal—: el sucederse de las cosas tiene que darse de forma tal

que las configuraciones imperfectas del espíritu se sigan las unas a las otras hasta

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alcanzar la configuración última y perfecta, el saber absoluto, destino del espíritu y el

devenir. Por esto, ya para el final de la Fenomenología, Hegel enuncia que:

En el saber [absoluto] (…) el espíritu ha concluido su movimiento de configurar, en

la medida en que tal configurar se halla afectado por la diferencia, no sobrepasada, de

la conciencia. Ha ganado el elemento puro de su existencia, el concepto. El

contenido, según la libertad de su ser, es el sí-mismo despojándose de sí y

exteriorizándose, o la unidad inmediata del saberse a sí mismo (2010, F, p.917).

La caracterización del saber absoluto, entonces, revela que la prevalencia de la

universalidad en la eticidad no es incidental, sino que atraviesa todo el sistema

hegeliano. El saber absoluto, de hecho, es el encuentro de la conciencia con esta

universalidad; universalidad que antes de la conciencia emerge como pura y nuda

sustancia o, lo que es lo mismo, como naturaleza13. El saber absoluto, por tanto, es el

hacerse universal de la conciencia. Y esa universalidad de la conciencia no se puede

alcanzar más que haciendo de lo universal —el espíritu— objeto de esta.

Tras esta exposición, cabe reiterar la pregunta que ha guiado todo este

desarrollo: en la filosofía hegeliana, ¿cuál es la entidad poderosa? La primera

respuesta posible es aquella que afirma que lo concreto, en cuanto última figura del

espíritu y el concepto, es lo poderoso. Esta solución, aunque posible y correcta,

también resulta, a la luz de lo que hemos expuesto, insuficiente. Lo concreto, lo

racional que en cuanto tal debe exteriorizarse y se ha exteriorizado como conjunción

de lo universal y lo particular, efectivamente es la forma acabada del espíritu, su

13 Hay que tener en cuenta que en el final de la Fenomenología —al igual que en otras obras, como el

Prólogo de los Fundamentos de la filosofía del derecho— Hegel traza la diferencia entre naturaleza e

historia. Para Hegel, la naturaleza es el espíritu que opera sin saberse a sí mismo o, mejor aún, es la

sustancia desprovista de conciencia. De tal modo, en la naturaleza ya habita el espíritu, pero lo hace de

una forma irreflexiva e inmediata: su acontecer simplemente se da, la potencia del espíritu tan solo

irrumpe, sin mediación alguna que dirija su poder. En la historia, mientras tanto, el espíritu vuelve

sobre sí mismo; su exteriorización ya no se manifiesta como fuerza de la naturaleza, sino que se hace

interior y, por tanto, consciente —y conciencia—. Así, en la historia la sustancia es complementada

con la conciencia y por esto “cuando este espíritu [ahora como historia] (…) vuelve a comenzar su

formación desde el principio (…) empieza en un nivel más alto” (Hegel, 2010, F, p.919). Asimismo,

debe tenerse en cuenta que la Fenomenología del espíritu es, en estricto sentido, la fenomenología del

espíritu consciente; de hecho, podría sostenerse que la fenomenología es el camino seguido por la

conciencia hasta hacerse autoconciencia o, lo que lo mismo, conciencia del espíritu desde el espíritu

mismo. Para la estrecha relación de La fenomenología con la conciencia vale la pena estudiar el

híbrido entre escrito y esquema desarrollado por Kojève (2013a) —“Estructura de la Fenomenología

del espíritu”—.

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realización definitiva. Pero, precisamente en cuanto lo concreto es figura del espíritu

y no algo en sí mismo, es decir, una entidad valedera por sí y no por ser

manifestación o forma de otra, consideramos que lo que habría que sostener es que es

lo universal y no lo concreto lo que materializa el poder, lo que es el poder en Hegel.

De este modo, lo concreto es la mejor expresión del poder de lo universal, pero no, en

sentido estricto, lo poderoso.

Es posible ahondar más en la respuesta que brindamos a este interrogante. Así,

podemos preguntarnos: ¿qué entidad es la que funge como universal en el

pensamiento hegeliano? La respuesta ya ha sido dada: el espíritu. La sección final de

la Fenomenología da cuenta de ello. En el devenir, el espíritu se presenta primero

como sustancia sin conciencia —naturaleza— y luego como conciencia que, tras su

trasiego, conoce su sustancia —historia—. Así, el espíritu, en cuanto totalidad

supuesta en las configuraciones suyas, es lo universal, esto a pesar de que,

precisamente por su universalidad, no sea solo eso. Ya hemos resaltado, con la ayuda

del artículo de Min (1976), que la universalidad hegeliana, para ser tal, requiere

manifestarse en todo, incluso en aquello que en principio no es universal. Si este no

fuese el caso, esto es, si lo universal no se expresase en el resto —lo particular y lo

concreto— no sería universal, pues algo se le escaparía. El espíritu, en cuanto

exteriorización que anima a la universalidad a desarrollarse y a reconocerse, como

conciencia, en las configuraciones desarrolladas, es la efectiva universalidad, lo que

dentro de la universalidad es precisamente universal.

Con esto, el poder en Hegel queda determinado como cosa impropia a la

existencia. Se expresa en esta, pero no es de esta, ni mucho menos es esta. Así,

aunque es cierto que en la existencia se manifiesta el poder, también lo es que esto es

así debido al espíritu. Por tal motivo, en el sistema hegeliano no es la existencia o el

devenir lo que es en sí mismo poderoso, sino que es en el espíritu que reside el poder

y solo por intermedio de aquel es que este se da en la existencia. Sin el espíritu,

entonces, la existencia sería impotente; de hecho, sería tan impotente que

simplemente no sería. Si hay algo que la filosofía hegeliana deja claro es que el

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espíritu absoluto es el origen y la meta de la existencia. De hecho, no es solo eso, sino

también todo lo que se da entre ese origen y esa meta: el devenir.

1.2. Stirner y Nietzsche: el devenir por el devenir mismo

Ya se ha expuesto cómo el planteamiento político de Hegel revela un aspecto

central de su filosofía; a saber: la sujeción del devenir al espíritu y la universalidad.

Queda por presentar, antes de adentrarnos de lleno en los postulados filosóficos de

Stirner y Nietzsche, cómo la apreciación que estos dos autores tienen del pensamiento

hegeliano coincide en un aspecto: su crítica a subordinar la valoración del devenir a

su condición como expresión del espíritu. Ya hemos dicho que, para Hegel, el valor

del devenir no reside en sí mismo, sino más bien en el hecho de que es una

manifestación del espíritu. Los esfuerzos de Stirner y Nietzsche, aunque distintos en

su desarrollo, son similares en la medida en que pretenden valorar el devenir única y

exclusivamente por el devenir mismo. Su filosofía no es una que superpone un telos

último a la existencia —en el caso de Hegel, el espíritu y la universalidad—, sino que

“se limita” a realizar una defensa del devenir por lo que el devenir ofrece o, en otras

palabras, por lo que es. A continuación, se pretende presentar el modo en el que las

filosofías de Stirner y Nietzsche llevan a cabo esta crítica. Empezamos con Stirner

por tratarse de un autor más cercano a Hegel. Su vínculo con este no se desprende

únicamente de su pertenencia al grupo de los jóvenes hegelianos, sino que también,

tal y como destaca Stepelevich (1985), se debe al hecho de que Stirner, al igual que

Feuerbach y Bauer, fue alumno de Hegel: en los cuatro semestres que cursó en la

Universidad de Berlín asistió a los seminarios sobre la filosofía de la religión, la

historia de la filosofía y la filosofía del espíritu subjetivo. De hecho, para autores

como Löwith, el vínculo entre Stirner y Hegel es tan estrecho que, incluso, se puede

afirmar que aquel “es realmente la consecuencia lógica última del sistema histórico

hegeliano” 14(Löwith en Stepelevich, 1985, p.601) 15.

14 Traducción libre del inglés.

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Pero ¿en qué aspecto se encuentra la similitud entre Hegel y Stirner, similitud

que revela la influencia de aquel en este? Se encuentra, como destaca Stepelevich

(1985), en el hecho de que Stirner acoge la caracterización hegeliana del espíritu

absoluto como “pura negatividad”. Aunque hay que ver también la tenaz

transformación a la que Stirner somete el espíritu de Hegel, pues lo despoja de toda

eternidad y, al hacerlo, lo transforma en el individuo fugaz y fáctico que existe y se

hace en el existir; es decir, que es en la existencia. Hemos dicho que, a diferencia de

Hegel, tanto Stirner como Nietzsche defienden el devenir por el devenir mismo. Esta

decisión, en un “hegeliano” como Stirner, supondría la necesaria “des-absolutización”

del espíritu. Esta se consuma, precisamente, en la figura del único16. La gran novedad

de El único y su propiedad recae en la supresión del telos que se esconde detrás del

devenir. Esta supresión es consistente con el resto del desarrollo de esta obra y, en

especial, con la caracterización del único: si Stirner quiere que este sea la “nada

creadora” —ya no la “pura negatividad”— que él dice que es, requiere que el devenir,

ese insumo que el único consume para constituirse, no dependa de racionalidad

alguna en su acontecer. Que el devenir “simplemente sea” es el presupuesto necesario

para que el único pueda hacer de sí lo que desee; es decir, no se encuentre sujeto en

su hacerse a nada distinto de aquello que él quiera sujetarse. Como contrapartida, si el

espíritu absoluto —o cualquier otra racionalidad— se encuentra detrás del devenir,

entonces el curso de este y del individuo puesto en medio de él está determinado

previamente por el espíritu.

La filosofía de Stirner, entonces, al “des-absolutizar” el espíritu, “des-

absolutiza” también el devenir, pues lo libera de la injerencia del absoluto. Con esto,

Stirner enfila su arsenal en contra de todo aquello que se erige con una pretensión de

permanencia. Para este autor, tanto el devenir como la “nada creadora” que es el

15 Hay autores que, a pesar de lo dicho, consideran que Stirner es cierta clase de anti-Hegel: entre

estos puede destacarse al mismo Stepelevich (1976) —que reconsideró su postura inicial en el artículo

de 1985 que mencionamos en el cuerpo del texto—, así como a Moggach y De Ridder (2013).

16 Para Stirner, el único es esa “nada creativa” que se constituye en el acto mismo de existir. Un

aspecto interesante de este individuo es que, por su propia naturaleza, resulta indefinible: el único no

puede determinarse a partir de atributo alguno. Su única condición cierta es que, al constituirse a sí

mismo, es singular.

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único dan cuenta de que lo que existe está en una constante transformación. Las ideas

fijas —las fantasmagorías— traicionan al devenir y al único en la medida en que

pretenden dotar de estabilidad aquello que por principio es mudable. En medio de un

todo en incesante cambio, no se puede alegar que existen entidades eternas. Esta es la

razón por la que Stirner afirma que el poseído, aquel que se entrega devotamente a

una causa sagrada —sea esta religiosa, familiar o política—, desconoce su ser en

cuanto único: en vez de asumir su condición de creador de las creaturas —las

“causas”—, se entrega a estas últimas, sacrificando de este modo su condición de

determinante de sí mismo, pues ahora es determinado por la causa que abraza. El

calificativo de poseído cobra sentido debido a que todo aquel que se entrega

incondicionalmente a una causa permite que esta decida sobre su destino. La causa

posee al poseído debido a que puede disponer de este según sus pretensiones. Pero el

único, en cuanto creador, no es poseído sino poseedor: a diferencia del poseso, dado

que es propietario —dado que las creaturas son de su propiedad— dispone de lo que

está su poder, y lo hace como bien considere. El problema con el pensamiento

hegeliano es que, tal y como está planteado, hace de la causa del espíritu —y del

espíritu mismo— una idea fija que, en su perpetuidad, puede enajenar al individuo

que la enarbola. Para Stirner, el espíritu, tal y como aparece en Hegel, sería una

fantasmagoría. Por eso es necesario disolverlo en el devenir, sumirlo en lo efímero de

lo que existe para quitarle esa característica. Lo que queda tras esta disolución del

espíritu en lo devenido es, precisamente, el único:

De la misma manera en que yo me encuentro detrás de las cosas y, ciertamente, como

espíritu, así debo encontrarme también más tarde detrás de los pensamientos como su

creador y propietario. En el periodo espiritual no daba abasto para los pensamientos

que nacían de mi mente; como fantasías febriles se cernían sobre mí y me

estremecían: eran un poder terrible. Los pensamientos se habían personificado por sí

mismos, eran fantasmas, como Dios, el Emperador, el Papa, la patria, etc. Si destruyo

su corporeidad, la vuelvo a asimilar en la mía y digo: solo yo soy corpóreo. Y

entonces tomo el mundo como lo que es para Mí, como lo Mío, como Mi propiedad:

todo lo refiero a Mí (Stirner, 2013, p.43).

El veredicto que Nietzsche tiene de la filosofía hegeliana converge con el de

Stirner en el aspecto que hemos destacado: la inconformidad con la sujeción del

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47

devenir al absoluto. El aforismo 357 de La gaya ciencia, en el que Nietzsche pretende

elucidar si detrás de los pensadores alemanes se esconde un carácter alemán, da plena

cuenta de esto. Entre los autores que aborda destacan especialmente Hegel y

Schopenhauer. Del primero resalta que “(…) trastocó todas las costumbres y malos

hábitos lógicos al atreverse a enseñar que los conceptos genéricos se desarrollan unos

a partir de otros”; además “introdujo en la ciencia el decisivo concepto de

‘desarrollo’” (GC, §357). Al destacar estos puntos, Nietzsche concluye que Hegel era

un filósofo con un carácter eminentemente alemán, esto porque “(al contrario de

todos los latinos) [los alemanes] le atribuimos instintivamente al devenir, al

desarrollo, un sentido más profundo y un valor más rico que aquello que ‘es’” (GC,

§357). Pero si es posible concluir esto de Hegel, no sucede lo mismo con

Schopenhauer. Al hacerse la pregunta de si este era un filósofo alemán con un

carácter igualmente alemán, Nietzsche responde:

No creo. El acontecimiento después del cual era de esperar con seguridad este

problema, de manera tal que un astrónomo del alma habría podido calcular el día y la

hora de su aparición, la declinación de la creencia en el dios cristiano, el triunfo del

ateísmo científico, es un acontecimiento europeo en su conjunto, en el cual todas las

razas deben tener su parte de mérito y honra (GC, §357).

Así, Nietzsche identifica un campo en el que Hegel y Schopenhauer son

eminentemente antagónicos: si el primero diviniza la existencia, el segundo la

despoja de ese halo divino y, acto seguido, se pregunta si una existencia así de

“mundana” vale la pena. De hecho, Nietzsche va tan lejos como para afirmar que esta

oposición es el fondo que explica la profunda animadversión que Hegel causaba en

Schopenhauer:

Schopenhauer, como filósofo, fue el primer ateo declarado e inflexible que hemos

tenido los alemanes: éste era el fondo de su hostilidad contra Hegel. El carácter no

divino de la existencia era para él algo dado, palpable, indiscutible; si veía a alguien

vacilar y dar rodeos en esto, perdía siempre su seriedad de filósofo y montaba en

cólera (GC, §357).

Se tiene, entonces, un carácter típicamente alemán —Hegel— frente a otro

que no lo es tanto —Schopenhauer—. Del primer caso, el rasgo profundamente

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alemán es poner de relieve el devenir y darle un sentido divino. Del segundo no hay

rasgo alemán alguno. Lo que hay, más bien, es un carácter típicamente europeo: el

advenimiento del ateísmo, la caída de todos los ídolos y la necesaria pregunta por el

valor de una existencia desnuda, sin divinidad que la salve. Pero si Schopenhauer no

es un pensador representativo del carácter de los alemanes, la reacción alemana ante

un pensamiento como el suyo sí que lo fue:

Habría que atribuir precisamente a los alemanes —a aquellos alemanes de los que

Schopenhauer era contemporáneo— haber retardado del modo más prolongado y

peligroso ese triunfo del ateísmo; Hegel en particular fue su retardador par excellence

de acuerdo con su grandioso intento de convencernos de la divinidad de la existencia,

recurriendo incluso, en última instancia, a nuestro sexto sentido, el “sentido

histórico” (GC, §357).

La crítica que Nietzsche le hace a Hegel, como ya se ha dicho, se centra en el

hecho de que este es incapaz de asumir el devenir por el devenir mismo. A pesar de

que abre la filosofía a este modo de ser de las cosas —aspecto más que patente en su

dialéctica—, se aterra ante la idea de que la existencia esté marcada por el flujo

incesante del devenir y nada más. Por esto, para superar ese terror y poder

tranquilizarse, le superpone un regente al devenir; regente que, además, se manifiesta

en aquel. El espíritu absoluto, la Idea, funge como guarda de “la divinidad de la

existencia”. El devenir, atravesado por la potencia del espíritu, no es una marejada sin

rumbo estable —o, más bien, sin rumbo distinto a aquel que marca el mismo

devenir—, sino que el espíritu le dirige y manifiesta su orden racional en él. Así, en el

pensamiento hegeliano, el devenir es vivo y dinámico. No se trata, como ya hemos

aclarado, de que el espíritu sea radicalmente trascendente a la existencia, sino que

esta es su manifestación, la exteriorización de la realidad que es en cuanto idea y

razón. Esta estrecha relación entre la existencia y el espíritu es lo que Nietzsche

“salva” de la filosofía hegeliana al relacionarla con el esprit francés (A, §193). Hegel

—y la Fenomenología es una buena prueba de ello— abre la filosofía a la riqueza y

variedad del devenir, de los hechos. Esta es la particular bondad de su apelación al

“sentido histórico” de los seres humanos. Pero este dinamismo del devenir es una

consecuencia de la grandiosidad del espíritu y de la idea. El devenir debe su potencia

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al espíritu: es este el motor de su desarrollo, la razón de su majestuosidad, el telos

que, en cuanto manifiesto en el devenir, hace que este último sea valioso y deseable.

Con tal argucia, Hegel evita la pregunta por el valor intrínseco de la existencia que sí

se hace Schopenhauer. El espíritu es el medio a partir del cual la diviniza. Pero en

Hegel, entonces, el devenir no es en sí mismo valioso, sino que lo es en cuanto

encarnación o realización del espíritu absoluto17.

La similitud entre las apreciaciones que Stirner y Nietzsche tienen de Hegel

puede quedar más patente a partir de los siguientes extractos. El primero es del

aforismo de La gaya ciencia que aquí hemos comentado, y se enfoca en el inevitable

asombro ante la existencia que ha de sentir aquel que considera que detrás de todo lo

que acontece se encuentra la mano divina del espíritu:

Contemplar la naturaleza como si fuera una demostración de la bondad y la

protección de un dios; interpretar la historia en honor de una razón divina, como

testimonio permanente de un orden del mundo y de un propósito final de carácter

ético; interpretar las propias experiencias como lo han hecho durante tan largo tiempo

los hombres piadosos, como si todo fuera una providencia, todo fuera seña, todo

estuviera pensado y enviado por amor de la salvación del alma: esto es lo que ya ha

acabado, tiene a la conciencia en su contra, a todas las conciencias más sutiles se les

aparece como algo indecente, deshonesto, como mentira, afeminamiento, debilidad,

cobardía —si hay alguna razón es precisamente por este rigor que somos buenos

europeos y herederos de la más larga y valiente autosuperación de Europa (GC,

§357).

Este asombro ante la existencia es algo que Nietzsche le atribuye al

pensamiento hegeliano. Stirner, por su parte, hace lo propio al decir lo que sigue:

17 Esta lectura de Hegel se opone un tanto a la ofrecida por Stephen Houlgate (1986). A pesar de que

compartimos con este autor la hipótesis de que Nietzsche no tenía un conocimiento exhaustivo de la

filosofía hegeliana, también creo que, con todo y su conocimiento parcial del sistema hegeliano, el

reproche central que le hace a Hegel es fundado: este parece temerle a la idea de una existencia

completamente devenida; por eso, al ponerse frente al devenir, prefiere superponerle el absoluto.

Asimismo, creo que esta diferencia en la interpretación de Hegel responde a una desavenencia más

amplia. Para Houlgate, no es cierto que la idea preexista al devenir de las cosas. Esa interpretación, por

lo menos a mi parecer, es rebatible: el espíritu absoluto, como destino último de la existencia, vigila y

determina el devenir de las cosas. Es esta comprensión fatal —destinal— del devenir la que funge

como determinante último de la molestia que Nietzsche tiene con la filosofía hegeliana. Para

Nietzsche, el establecimiento de un telos de las cosas es una muestra de la petulancia de la razón

humana. Hegel, en este sentido, sería un petulante.

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En Hegel se percibe al fin qué anhelo siente el más instruido por las cosas, y qué

desprecio muestra por toda “teoría vacía”. Aquí la realidad, el mundo de las cosas,

tiene que corresponder por entero al pensamiento y no puede haber ningún concepto

sin realidad. Esto proporcionó al sistema hegeliano el calificativo de ser el más

objetivo, como si en él celebrasen su unión el pensamiento y la cosa. Pero no fue

nada más que la extrema vehemencia del pensamiento, el supremo despotismo y

tiranía de este, el triunfo del espíritu y con él el triunfo de la filosofía. La filosofía no

puede rendir más, pues lo supremo a lo que puede aspirar es el poder supremo del

espíritu, la omnipotencia del espíritu (2013, p.111).

En Hegel la apertura al devenir no se da por el devenir mismo. Este autor solo

atisba la existencia en cuanto contenido que se da en el pensamiento y es por esto que

determina su filosofía como especulativa o especulación. Hegel supedita el devenir al

pensar y por eso lo hace razón y racional. Como el devenir es contenido del

pensamiento, a aquel no le queda más remedio que ajustarse a la forma del pensar. Y

la forma del pensar es la del concepto, pero también, dado que todo pensar es

formalmente un pensar algo, un tener como pensamiento un contenido, es la de lo

concreto, la de aquello que, como todo el devenir, es pensado en el pensar. Queda,

entonces, que en la filosofía de Hegel el devenir no es presentado por sí mismo, sino

solo en cuanto contenido del pensamiento.

El elemento que da mejor cuenta de este rasgo de la filosofía hegeliana es el

espíritu. En el pensamiento de Hegel, el espíritu aparece como la figura que le da

sentido al devenir, que hace de la existencia una totalidad comprensible en su

desarrollo y su destino. No es casual, entonces, que para Hegel el devenir sea

expresión del espíritu. El modelo del pensar, esto es, el modelo a través del cual hace

de la existencia razón, debería ser pista suficiente como para hacernos sospechar esto.

Si la existencia es a la manera del pensamiento, si aquella solo adquiere su dimensión

plena en cuanto contenido de lo pensado, de ello se desprende que ha de depender de

otra entidad, pues es el pensamiento el que le da sentido. El espíritu emerge entonces

como la forma general del pensar; forma que, a su vez, determina formalmente lo

pensado —lo que existe—: es por el espíritu que lo devenido tiene la forma de la

razón, que es en sí mismo racional. El devenir en Hegel no tiene sentido en sí mismo,

sino que solo lo tiene en cuanto integrado al pensar y ese pensar es el espíritu.

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El fragmento de Stirner puede sernos de utilidad para esclarecer por qué

consideramos que en Hegel el poder aparece como impropiedad, como “ajenidad”. El

poder no es un atributo de la existencia en sí misma, sino que, más bien, es algo

propio del espíritu que se expresa en la existencia —de ahí el asombro, la comunidad

de la cosa con el pensamiento, pero también la tiranía misma del espíritu y del

pensamiento en cuanto razón—. En este sistema, el espíritu y su poder quedan como

cosa ajena y previa al devenir. Y, precisamente por ser ajena, es cosa sagrada tanto

para la existencia como para la totalidad de la filosofía hegeliana. El sistema de Hegel

no se sostiene si no es con la potencia vivificadora del espíritu; del mismo modo, la

existencia no se sostiene si no es testimonio vivo del desarrollo del espíritu. Stirner

indica que algo es ajeno cuando es sagrado; es decir, cuando no es posible

apropiárselo, pues tal apropiación supondría la contaminación y profanación del

objeto sagrado. El espíritu de Hegel es, precisamente, lo ajeno por excelencia. Lo

existente no puede hacerlo suyo, lo que le corresponde es estar a la espera de lo que el

espíritu haga con su sí. En la filosofía hegeliana, no obstante, pervive un mérito que

es reconocido tanto por Stirner como por Nietzsche: la exposición del devenir, el

justo desarrollo del “sentido histórico”. Queda por ver, entonces, qué es lo que Stirner

y Nietzsche hacen con esta apertura de la filosofía al devenir y, sobre todo, en qué se

diferencia su apuesta de la hecha por Hegel.

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2. PRIMER MOVIMIENTO: STIRNER Y EL PODER COMO

PROPIEDAD

¡Éste es el verdadero egoísmo ideal: atender

siempre y vigilar con el alma tranquila, que

nuestro estado fecundo llegue a buen término! Así,

de manera indirecta, atendemos y vigilamos por el

bien de todos, y el ánimo con que vivimos, ese

ánimo de suave orgullo es un bálsamo que se

extiende todo a nuestro alrededor aun sobre las

almas inquietas

Friedrich Nietzsche

El preludio de este escrito pretendió presentar cierta línea de continuidad entre

el pensamiento de Hegel y el de Stirner. Contrario a las posiciones de autores como

Stepelevich (1976) o Moggach y De Ridder (2013), nosotros no sostuvimos que

Stirner fuera cierta clase de anti Hegel, sino que nos esforzamos en mostrar que

rescató la apertura al devenir que la filosofía hegeliana supone. Por eso, dijimos que

Stirner era cierta clase de “hegeliano con reservas”, pues no deja de ser cierto que, al

tiempo que rescata la apertura al devenir, critica vehementemente la caracterización

que Hegel hace del espíritu, sobre todo, su estrecha asociación con lo absoluto. Queda

por ver cuál es el componente diferencial que el pensamiento de Stirner ofrece;

además, nos corresponde estudiar cómo su filosofía puede ser interpretada como un

“progreso” en cuanto al modo en el que se concibe el fenómeno del poder. La

presente sección se ocupará de estas dos cosas.

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En nuestro Preludio expusimos que la filosofía de Hegel es, sobre todo, una

potencia vivificadora de la historia. En cierta medida, tal y como, según Moggach

(2009), pensaba Bauer, su filosofía puede interpretarse como una ingeniosa

amalgama del pensamiento de Spinoza y Fichte. Hegel llena de lo vivo la sustancia

spinozista; para esto, acude a la conciencia —el yo— de Fichte. Cabe preguntarse,

empero, por el precio de esta vivificación. La sustancia —la naturaleza— es insuflada

de vida a través del espíritu, pero este, a su vez, encuentra en lo absoluto el origen de

toda su potencia. La aparición de la conciencia, manifiesta ya no en la naturaleza,

sino en la historia, abre el pensamiento al devenir, pero aún se le supedita a algo que

le es ajeno, de lo que aparece como mera manifestación. Este algo es, precisamente,

el espíritu. Es esta la razón que anima la existencia, su desarrollo. Por ello mismo,

consideramos que Hegel concibe el poder como cosa ajena a la existencia. Este es el

motivo por el que el espíritu se manifiesta en esta última, pero solo lo hace en cuanto

la existencia es ella misma manifestación del espíritu. Es este el que, por su

integración con lo absoluto, es poderoso.

El pensamiento de Stirner supone un cambio en esta forma de concebir el

poder. El cambio se debe al hecho de que, a diferencia de Hegel, Stirner no concibe al

espíritu como absoluto. Al hacer esto, desliga el absoluto del sentido de la existencia.

Esta sustracción no es una pérdida, sino una ganancia. O, por lo menos, así lo

considera Stirner. Y la ganancia se produce porque así el ser se desliga de cualquier

aspiración a algo “superior”, que está más allá de su sí. Aquel que se sumerge en la

existencia y reconoce que su ser se despliega en la temporalidad y fugacidad que esta

misma es alcanza por fin su identidad y puede renunciar a cualquier ideal que lo

pueda determinar previamente. El ente de Stirner es el único y no el espíritu

precisamente por este radical cambio. El espíritu de Hegel seguía integrado al

absoluto; tanto lo estaba que, de hecho, su ser mismo estaba determinado por esta

integración. Stirner rompe con esta unión, y esta ruptura no significa más que una

cosa: el ser que era también espíritu ya no tiene cosa distinta a la existencia en la que

afincarse. Su ser ahora no es más que el ser que existe, el ser finito y perecedero que

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se da en el existir; más aún: el ser que se configura en medio de esta finitud

asumiéndola y consumiéndola. Tal ser es, precisamente, el único.

De tal modo, se entiende que, si en el caso de Hegel indicábamos que el poder

era concebido como cosa ajena a la existencia, en el de Stirner aparece como

propiedad o atributo de un ente que existe en el devenir —el único—. Esta condición,

ya lo hemos dicho, es la que permite establecer cierta continuidad entre estos dos

filósofos y es también por la que sostenemos que Stirner era un hegeliano. Empero, a

diferencia de su maestro, Stirner no apela a cosa distinta de la existencia para sostener

al único; de hecho, para él, este es el ente capaz de valerse solo de lo existente para

erigirse, esto quiere decir que el único no necesita de ninguna idea o entidad que

tenga una pretensión de permanencia y universalidad. Esta es la razón por la que

Stirner lanza sus diatribas más agudas contra instituciones como la familia, el Estado

o la religión, así como también contra entidades como dios o la humanidad de

Feuerbach. Lo que todos estos elementos tienen en común es que, para Stirner,

constituyen fantasmagorías: se trata de entidades que, a diferencia del único, no están

arraigadas en la existencia, sino que se presentan como universalidades permanentes

que, ajenas a la realidad del incesante cambio de lo que deviene, les exigen a los

sujetos que las enarbolan y defienden una devoción ciega, una postura permanente e

inflexible. En otras palabras: las fantasmagorías, en cuanto se hacen con el único,

minan la capacidad de este para constituirse, esto porque invierten la relación patente

en la existencia: en vez de ser el único el que “da cuerpo” a las ideas, el que las

realiza, es este el que se entrega ellas y se configura conforme a lo que estas

requieren. El poder para Stirner es propiedad porque, precisamente, el único en

cuanto ente dominante en lo existente debe aprehender la realidad, llenarla de un

sentido que parta desde él y no desde universalidades que, de hecho, poco tienen que

ver con lo que existe. El poder es propiedad porque le es connatural al único, es

aquello de lo que se vale para, precisamente, constituirse como tal.

En este movimiento presentaremos al único en cuanto ente en el devenir. Para

esto, delimitaremos sus dos rasgos más distintivos: la propiedad y el egoísmo. Esta

delimitación, así como la relación del único con el resto de los entes de la existencia,

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nos permitirá establecerlo como el ente poderoso “dentro” de la existencia. Que

Stirner presente al único de este modo es lo que nos permitirá afirmar que su filosofía

puede entenderse como una ontología en la inmanencia. Stirner no se interesa por el

devenir en su conjunto, sino que se enfoca en un ente privilegiado que se da dentro de

esta. Y este ente, el único, es privilegiado porque justamente él es el poderoso. De

hecho, el poder del único es tal que el resto de los entes quedan determinados

pasivamente por la relación que tienen con aquel, es decir, por ser de su propiedad.

Esta característica no es menor, pues es aquella la que hace que el tránsito de una

inmanente trascendencia a una ontología del devenir por el devenir mismo no sea

completo. Como Stirner no concibe el poder “por fuera” del único, tampoco concibe

la existencia como poderosa en sí misma. El paso de la ontología en la inmanencia a

la ontología de la inmanencia llevado a cabo por Nietzsche consiste en este

fundamental cambio en la concepción del poder.

Dicho todo esto, nos es posible ocuparnos de la ontología en la inmanencia.

Ofrezcamos pues nuestra interpretación del pensamiento de Stirner.

2.1. Stirner: el único y su soledad

Antes de abordar el tema de este movimiento, a saber, la caracterización del

único en El único y su propiedad —aunque mejor sería decir “designación” porque,

como veremos, Stirner no define predicativamente al único, sino que solo lo

enuncia—, es importante reiterar la diferencia entre su planteamiento y el de Hegel,

por lo menos en lo que corresponde al poder y al ente que lo detenta. De la filosofía

hegeliana dijimos que en esta el espíritu es lo que se figura como poderoso. En la

existencia se manifiesta el poder que en aquel reside o, lo que es lo mismo, ella solo

es poderosa en cuanto manifestación del espíritu; no es poderosa en sí misma, sino

que solo lo es en la medida en que encarna el poder del espíritu. Dicho esto, queda

claro que en Hegel el poder no se da inmediatamente en la existencia y que, por tanto,

el ente poderoso —el espíritu— no reside en el devenir. Stirner coincide con Hegel en

el hecho de que presenta a un ente como el poderoso, pero también se aparta en

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cuanto integra este en la existencia, pues no le basta con que sólo se exprese o

manifieste en esta. El mérito de la filosofía de Stirner consiste en poner el fenómeno

del poder directamente en la existencia, sin ente mediador alguno que funja como el

verdaderamente poderoso. Su limitación radica en que, como Hegel, concibe solo un

ente como el poderoso, esto, en últimas, quiere decir que no concibe la existencia

como lo que en sí es poderoso, sino que entiende que un ente entre lo existente es el

que tiene el poder.

La característica que delata la herencia hegeliana del pensamiento de Stirner

es su lenguaje. Esto lo veremos en breve cuando brindemos una imagen de la filosofía

que se trasluce en El único y su propiedad. A pesar de su mordaz crítica a Hegel y a

los jóvenes hegelianos, Stirner aún utiliza expresiones como “propiedad” (Eigentum)

o “alienación” (Entfremdung). Además, aunque este elemento sea considerado como

una forma de ironía por De Ridder (2008), es imposible dejar de destacar que Stirner

conserva cierto compromiso con la dialéctica hegeliana. En El único y su propiedad,

el individuo singular aparece como el producto de una dialéctica histórica que opone

lo real a lo ideal. El único emerge en medio de esa oposición como el ente capaz de

superar y conservar en él estas dos instancias y momentos. Al ser cuerpo, pero

también voluntad, cuenta con la capacidad de realizar sus designios. Deleuze (2019),

entre los filósofos que se ocuparon de la relación entre Hegel y Stirner, parece ser el

que mejor entendió el legado que el maestro le brindó a su alumno:

Él [Stirner] es quien lleva la dialéctica a sus últimas consecuencias, mostrando hacia

donde conduce y cuál es su motor. Pero precisamente, por pensar todavía como

dialéctico, por no salir de las categorías de la propiedad, de la alienación y de su

supresión, Stirner se arroja él mismo en la nada que hunde bajo los pasos de la

dialéctica. ¿Quién es hombre? Yo, sólo yo. Utiliza la pregunta ¿quién? Pero sólo para

disolver la dialéctica en la nada de este yo. Es incapaz de formular esta pregunta en

otras perspectivas que no sean las de lo humano, bajo otras condiciones que no sean

las del nihilismo (…) (2019, p.233).

Nos apartamos de Deleuze en cuanto considera a Stirner como el último

exponente de un nihilismo desencantado, improductivo y estéril. En la medida en que

nuestra trama conceptual es la del poder, encontramos en Stirner cierta aura singular

al presentarse como un híbrido que nos permite relacionar con mayor facilidad a

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Hegel con Nietzsche. Como pensador, en efecto, es un dialéctico y un hegeliano, pero

no podemos olvidarnos de la disolución del absoluto que tiene lugar en su filosofía.

Este elemento, o por lo menos así nos lo parece, es el que hace de Stirner un pensador

de la inmanencia, aunque no con la radicalidad de Nietzsche. Veamos, pues, cómo es

que las ideas de Stirner disuelven el absoluto y restituyen en algo el poder a la

existencia.

Johann Kaspar Schmidt era el verdadero nombre de Max Stirner. Nació el 25

de octubre de 1806 y su vida estuvo lejos de ser notable. De esta, quizá, solo cabe

destacar tres hechos: su relación con los jóvenes hegelianos, la publicación de El

único y su propiedad y la miseria en la que cayó a raíz de una desafortunada

inversión en el negocio lechero. El temperamento de Stirner fue el de un hombre

retirado y silencioso: en toda su vida, su única relación constante fue la amistad que

mantuvo con Bruno Bauer, otro de los miembros de los jóvenes hegelianos; además,

cuando publicó El único y su propiedad, renunció a su trabajo como instructor en un

colegio femenino de Bayreuth, su ciudad natal. Stirner murió en la pobreza el 25 de

julio de 1856. En ciertos estudios preliminares del único y su propiedad se indica que

la causa de su muerte fue la picadura infectada de un insecto; sin embargo, según la

biografía realizada por John Henry Mackay (2005), murió por un “tumor común”.

El único y su propiedad está dividida en dos partes: “El hombre” y “Yo”. La

primera presenta la historia de la humanidad a los ojos del único. Para alcanzar este

propósito, Stirner la divide en tres periodos que se corresponden con tres clases de

hombres: los antiguos, los modernos y los libres. La pretensión fundamental de esta

primera parte es mostrar que, hasta el advenimiento del único, todos los seres

humanos, sin importar la época histórica a la que pertenecieron —sin importar si

fueron “antiguos”, “modernos” o “libres”—, desconocieron su condición fundamental

de ser singulares —únicos—. La segunda parte, mientras tanto, deja de lado el

trasegar histórico seguido por la humanidad para concentrarse en el único, ese

individuo capaz de irse en contra de todo lo que lo humano ha sido históricamente

para asumir y desarrollar su condición de ser singular. Para esclarecer cómo es que el

único hace esto, Stirner se enfoca en dos características: el egoísmo y la condición de

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propietario18. Veamos el modo en el que Stirner desarrolla estas dos partes de su obra

cumbre.

Para Stirner, la historia de lo humano antes del único es la una ininterrumpida

alienación. Esto sucedió porque los seres humanos de antaño se entregaron por

completo a causas ajenas que juzgaron universales e incondicionadas. Los individuos

de épocas pasadas prefirieron enarbolar las causas de la religión, la familia, el Estado

o, incluso, el mismo Hombre19, antes que las suyas propias. Al hacer esto, renegaron

de sí mismos, pues sacrificaron la constitución y consecución de sus propósitos en

favor de causas que nunca fueron realmente suyas, pues se encontraban determinadas

previamente y, por tanto, exigían la total sumisión de quienes las abrazaban, un

completo vaciamiento de su individualidad en favor de la universalidad que ahora

debían defender. Por esto, nada más empezado El único, Stirner profiere las

siguientes palabras:

¡Cuántas causas no debería defender! Ante todo la buena causa, luego la causa de

Dios, la causa de la verdad, de la libertad, de la humanidad, de la justicia; además la

causa de mi pueblo, de mi príncipe, de mi patria; finalmente, la causa del espíritu y

18 No hay que olvidar que para Hegel la propiedad es la primera figura del derecho —la abstracta—. A

pesar de que hay similitudes en el modo en el que Hegel y Stirner determinan esta capacidad, también

hay diametrales diferencias. Así, mientras que Hegel asocia la propiedad con la determinación

universal y no concreta de la voluntad, Stirner lo hace con la singularidad y lo concreto. Además,

Hegel limita su comprensión de la propiedad a la dimensión estrictamente jurídica, Stirner, por su

parte, concibe la propiedad de un modo algo más “realista” y “existencial”: consiste no solo en tener el

título legítimo sobre un objeto, sino en dominarlo y hacérselas con él. La propiedad, según Stirner, va

más allá de la mera dimensión jurídica, pues consiste en usar el objeto de la forma en la que la

singularidad del sujeto lo exija. Entre todas las formas de la propiedad analizadas por Hegel, la que se

corresponde más a la noción stirneriana es aquella que consiste en “marcar” la cosa con un signo que

da cuenta de su propietario —§58 de los Fundamentos de la filosofía del derecho—. No es casual,

también, que Hegel la asuma como la forma menos jurídica de la propiedad por ser la más

“imaginada”. En cuanto signo y “marca personal” es también la forma más original. Esto se

corresponde con la riqueza con la que Stirner concibe la propiedad.

19 Stirner utiliza la palabra “Hombre” (Mensch) para referirse al ideal del ser humano perseguido por

el humanismo. Para este autor, tal movimiento coincide con la religión y el Estado en el hecho de que

postula una aspiración universal que el individuo debe perseguir. Al hacer esto, demanda que este

renuncie a todo propósito particular: en vez de cultivar el humano singular que el individuo quiere ser,

este debe realizar el ideal del hombre impuesto por el humanismo. En palabras del autor: “En el lugar

del Dios del individuo se eleva ahora el Dios de todos, en concreto ‘el Hombre’: ‘Nada hay más

elevado que ser Hombre’, Pero como nadie puede ser por completo todo el contenido de la idea

‘Hombre’, así el Hombre sigue siendo respecto al individuo un más allá sublime, un ser supremo

inalcanzable, un dios” (Stirner, 2013, p.191).

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59

miles de otras causas. Tan solo mi causa no debe ser nunca asunto mío (Stirner, 2013,

p.33).

De tal modo, lo que relaciona entre sí a las tres épocas que Stirner reúne en la

primera parte de El único y su propiedad es, precisamente, ese incesante ofrecerse a

causas ajenas. Aunque los ideales hayan sido distintos para cada época, todas

elevaron los que consagraron por encima del individuo. Así, sacrificaron a este

último, lo condenaron a perseguir la universalidad o, lo que es lo mismo, un ideal.

Los individuos, al aceptar este deber de obediencia para con la universalidad, como si

se tratase de un designio o de una vocación, renunciaron mansamente a su

singularidad y a su condición de únicos.

Por lo antedicho, Stirner no titubea a la hora de catalogar a los individuos

pertenecientes a las épocas reunidas en la primera parte de El único como unos

poseídos. Usaban su individualidad no para cultivar su singularidad, sino que la

ponían al servicio de las ideas universales e incondicionadas. Renunciaban, de este

modo, a la posibilidad de determinarse a sí mismos y, en su lugar, se dejaban

determinar por ideas ajenas, que les eran impuestas y no eran de su invención —no

respondían a su ser—. Los poseídos, así las cosas, invertían la relación que

efectivamente existía entre el individuo y sus ideas. Originariamente, estas se gestan

en él, es él quien las crea y desarrolla, pero en el poseído la operación se daba en la

vía contraria: eran las ideas las que moldeaban al único, era él quien se plegaba a

estas. Tan pronto como las asumía como universales, consideraba que tenía ante estas

un deber de obediencia, es decir, las sacralizaba, las ponía por encima de sí mismo.

Es esta sacralización la que al final determinaba al individuo como un poseído, es por

aquella que este asumía que sacrificarse por la idea era más valioso que determinarse

según el propio designio. Al respecto, dice Stirner:

[…] todo juicio que emito sobre un objeto es la criatura de mi voluntad, y una vez

más esa noción me conduce a que no me pierda en la criatura, en el juicio, sino a

seguir siendo el creador, el juez que crea de nuevo una y otra vez. Todos los

predicados de los objetos son mis expresiones, mis juicios, mis… criaturas. Si

quieren desprenderse de mí y ser algo por si mismas, o quieren simplemente

imponerme, no tengo nada más urgente por hacer que hacerlas regresar de nuevo a su

nada, esto es, a mí, a su creador. Dios, Cristo, la Trinidad, la moralidad, el bien, etc.,

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60

son criaturas de las que no sólo me puedo permitir decir que son verdades, sino

también que son ilusiones. Al igual que una vez quise y decreté su existencia,

también podré querer su inexistencia; no puedo dejar que crezcan por encima de mi

cabeza, no puedo tener la debilidad de hacer de ellas algo “absoluto” mediante lo cual

se puedan eternizar y zafarse de mi poder y voluntad (2013, pp.410-411).

Pero las ideas también cuentan con una característica que hace que la

inversión que sucede en el poseído sea contraria a la realidad. Estas, a diferencia del

único, no pueden realizarse por sí mismas, no les basta su sí para desarrollarse. Si

este es su propósito, requieren hacérselas con un cuerpo, más específicamente, con el

cuerpo de un único, pues es este ente aquel que puede tener ideas. Sin embargo, ya

sabemos que el poseído no tiene las ideas —cosa que sí sucede en el único—, sino

que estas, más bien, lo tienen a él. Y, de hecho, las ideas universales e

incondicionadas necesitan tenerlo; si no, no pueden ser, precisamente,

incondicionales y universales —el individuo podría renunciar a estas, podría preferir

determinarse antes que realizarlas—. En cuanto incorpóreas y necesitadas de un

cuerpo que por principio les es ajeno, las ideas universales son fantasmagorías:

acosan al único y amenazan con poseerlo. Lo acosan y amenazan porque lo necesitan,

porque sin él y su obediencia no pueden ser las ideas universales que pretenden ser.

El único, por otra parte, no requiere hacerse con un cuerpo que no sea el suyo. El

mismo es ya constitución de sí y cuenta en sí mismo con todos los medios necesarios

para elaborarse como único. Esta es la razón por la que Stirner enuncia:

No pienses que bromeo o hablo en imágenes cuando considero a los hombres que

dependen de lo superior —y como aquí aludo a la inmensa mayoría, me refiero casi

que a todo el mundo humano— como locos de verdad, locos de un manicomio. ¿A

qué se llama una “idea fija”? A una idea a la que se ha sometido el hombre. Si

reconocéis una idea fija como una locura, encerraréis a los esclavos de ella en un

manicomio. ¿Y acaso no es la verdad de la fe, de la que no se duda; o la majestad del

pueblo que nadie puede rozar (quien lo hace comete delitos de lesa majestad); o la

virtud, contra la cual el censor no debe dejar pasar ni una palabra para que se

mantenga la pureza moral, etc., acaso no son todas éstas “ideas fijas”? ¿Acaso no es

todo necia palabrería, por ejemplo la mayoría de nuestros periódicos, el palabreo de

locos que padecen la idea fija de la moralidad, legalidad, cristiandad, etc., y sólo

parecen circular libremente porque el manicomio en el que vagan ocupa un espacio

tan grande? Si uno palpa la idea fija de uno de esos locos, tendrá que protegerse la

espalda de la malicia del orate. Pues los grandes locos también se asemejan a los

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61

denominados pequeños locos en que acometen con malicia a quien osa rozar su idea

fija (2013, pp.76-77).

En cualquier caso, es fundamental notar que, a la larga, el reproche central que

Stirner le achaca a la prehistoria del único es que en ningún momento asume el poder

como su propiedad, sino que, por el contrario, lo pone constantemente por fuera de él.

En las representaciones que antiguos, modernos y libres hicieron del mundo, el poder

siempre estuvo más allá del individuo: siempre fue la idea, la fantasmagoría, la que se

estatuyó como poderosa y, como consecuencia de esto, el sujeto quedó poseído. El

individuo, así, renunció al poder que le era connatural, que le pertenecía. En su lugar,

volvió poderoso aquello que en realidad debía ser impotente. En cuanto las ideas son

del único, son aquellas las que deben someterse a este, no al contrario. El único, que

es en sí mismo poder, ahora le dona su fuerza a lo que cabalmente habría de depender

de él. Convertido en servidor de su creación, pasa a ser él el impotente. En Los

recensores de Stirner, libro que este autor público con el propósito de responderle a

los críticos de El único y su propiedad, el discípulo de Hegel expone con mayor

claridad la naturaleza de este reproche:

El interés sagrado es lo carente de interés porque es un interés absoluto o para sí, lo

mismo que a ti te interese o no. Tú debes hacer de él tu propio interés; no es

originariamente tuyo, no ha nacido de ti, sino que es algo eterno, universal,

puramente humano. El interés sagrado carece de interés porque nada tiene en cuenta

ni a ti ni a tú interés; es un interés sin interesado, porque es un interés universal o del

Hombre. Y como tú no eres su propietario, sino que debes hacerte su seguidor y su

sirviente, ante él se acaba el egoísmo y empieza el “desinterés” (Stirner, 2020, p.112).

Este rasgo común, el sometimiento del individuo a un interés universal,

incondicional y, por tanto, ajeno al interesado, permite que Stirner reúna toda la

historia anterior al único “en un mismo saco”. Y este sometimiento del sujeto no

expresa otra cosa que su impotencia. Impotencia que, hemos dicho, no le es natural

—no le es propia—, sino que la adquiere en cuanto renuncia a sí en favor de las ideas.

El único, por tanto, es el sujeto que ya no ve el poder como algo que está por

fuera de él, que le es ajeno, sino que se entiende a sí mismo como poder o, más bien,

entiende este como una propiedad que le es suya, que le pertenece. No es casual que,

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de hecho, uno de los apartados de “Yo”, la segunda parte de El único y su propiedad,

se llame “Mi poder” y que esta sección, a su vez, haga parte de otra titulada “El

propietario”. Que el único conciba el poder como su propiedad es algo que queda

patente en tres de los rasgos que Stirner le atribuye: su particularidad, su egoísmo y

su condición de propietario. Ninguno de estos tres rasgos determina o define al único,

es decir, no se trata de atributos que establecen el ser de este, su esencia. Se trata, más

bien, de las condiciones por las cuales el único puede determinarse a sí mismo y

constituirse a sí con las características o atributos que él considere. Stirner es enfático

al afirmar que al único solo se le puede nombrar o designar, no definir:

Stirner20 nombra al Único, y al mismo tiempo dice: los nombres no te nombran;

habla de él, llamándolo el Único, y, sin embargo, añade que el Único no es más que

un nombre; por tanto, quiere decir algo diferente de lo que dice, más o menos como

aquel que te llama Ludwig no se refiere a un Ludwig cualquiera, sino a ti, para quien

no tiene palabra (Stirner, 2020, p.92).

Cualquier definición del único supondría una determinación previa y esto iría

en contra del hecho de que este es, fundamentalmente, autodeterminación. Una

definición del único se corresponde con la enunciación de una serie de propiedades

que “se le imponen” a este, que son parte de “su naturaleza”. Pero decir esto es volver

a los poseídos y a las fantasmagorías, pues nos encontraríamos ante una serie de

postulados o designios que se encuentran por encima del único debido a que lo

determinan. Nuevamente Stirner en su respuesta a sus críticos es, probablemente, más

claro que nosotros en este aspecto:

El Ser, el Pensamiento, el Yo no son más que conceptos indeterminados, que reciben

su determinación por medio de otros conceptos, esto es, por medio de un desarrollo

conceptual; el Único, en cambio, es un concepto sin determinación, y no se puede

volverlo más determinado por medio de otros conceptos sin darle un “contenido más

preciso”: no es el “principio de una serie conceptual”, sino una palabra o un concepto

que, como tal palabra o concepto, es incapaz de todo desarrollo. El desarrollo del

20 Los recensores de Stirner tiene la particularidad de que en este libro su autor se refiere a sí mismo a

través de la tercera persona. A pesar de que Stirner nunca explica el porqué de este rasgo estilístico,

creemos que lo hace porque quiere demostrar que el sentido que le da a la palabra “egoísmo” es muy

distinto del que le pretenden enrostrar sus detractores. Al dar cuenta de sí mismo a través de la tercera

persona, Stirner demuestra que no es un egocéntrico y que, de hecho, puede contemplarse a él mismo

desde la distancia.

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Único es el desarrollo propio tuyo y mío, un desarrollo de todo punto único, dado que

tu desarrollo no es en absoluto mi desarrollo. Solo como concepto, es decir, solo

como “desarrollo”, son una misma cosa; en cambio, tu desarrollo es tan diferente y

tan único como el mío. (…) En tanto que eres tú el contenido del Único, no cabe

pensar en un contenido propio del Único, esto es, en un contenido conceptual

(Stirner, 2020, p.95).

Pero ¿cómo es que el egoísmo y la condición de propietario no son desarrollos

conceptuales del único sino, más bien, desarrollos del yo que soy, que en su

desenvolverse hace —desarrolla— al único? Esto es lo que nos interesa ahora, pues

solo al esclarecer tal punto podremos comprender al único en cuanto designación del

yo que cada uno es21.

Lo primero que debe tenerse en cuenta es que Stirner no concibe ni el egoísmo

ni la propiedad de una manera usual. Así, no entiende el primero como sinónimo de

avaricia, al igual que tampoco relaciona la propiedad, por lo menos de palabra, con

ninguna de las formas que ha tenido a lo largo de la historia —incluida la propiedad

burguesa22—. Del mismo modo, Stirner no entiende el egoísmo y la condición de

propietario como atributos del único: para él, no son categorías cerradas que

determinan unívocamente al individuo, sino que, más bien, se trata de términos

abiertos que nombran una forma particular en la que el único se desenvuelve según su

desarrollo. El único en cuanto individuo es el que establece cómo es su egoísmo y

cómo es que aprehende las cosas y las hace suyas en su aprehensión.

21 Esta formulación seguramente trae a la mente la hecha por Heidegger (2012) en relación con el

Dasein en Ser y tiempo. Recordemos que este autor sostiene que el Dasein es “este ente que somos en

cada caso nosotros mismos” (2012, p.28). La similitud entre ambos planteamientos no es casual. A

nuestro juicio, hay parecidos entre la filosofía de Stirner y la de Heidegger. Así, por ejemplo, puede

plantearse un paralelo entre la díada ajenidad/ propiedad planteada por Stirner y las formas propia e

impropia de ser del Dasein. La tarea de realizar un paralelo entre estos dos autores se escapa de los

propósitos de este trabajo. Basta destacar que creemos que esta comparación es posible en la medida

en que hay una filiación común entre Stirner y Heidegger —o eso es lo que nosotros creemos— a

partir de Nietzsche y Hegel.

22 En repetidas partes de El único, Stirner, de hecho, se asocia con la causa obrera —a pesar de que

también presenta innumerables reproches al comunismo de Weitling—. En un apartado, por ejemplo,

dice que: “Los trabajadores tienen el poder más terrible en sus manos y si llegasen a ser conscientes de

él y lo utilizasen nada podría ofrecerles resistencia: no tendrían más que dar por terminado el trabajo,

considerar suyo lo trabajado y disfrutarlo. Éste es el sentido de los disturbios laborales surgidos aquí y

allá (…). El Estado se basa en … la esclavitud del trabajo. Si el trabajo se libera, el Estado está

perdido” (Stirner, 2013, p.159).

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64

Para Stirner, el egoísmo del único enuncia simplemente lo siguiente: este no

puede entablar una relación con otro —o, de hecho, con cualquier cosa— que no sea

interesada. La cruzada del único, en consecuencia, se dirige en contra de aquello que

pretende presentarse como netamente desinteresado. Y la razón que motiva esta

diatriba es bastante simple: detrás del desinterés reside la amenaza de aquello que se

le impone al individuo. Lo desinteresado es siempre aquello que se realiza no por

voluntad, sino por deber. Y ya hemos visto que Stirner asocia el deber con la

alienación, es decir, con la renuncia del individuo a ocuparse de sí para, en su lugar,

entregarse “en cuerpo y alma” al servicio de una causa. A los ojos de este autor,

renunciar al interés propio es sinónimo de hacerse un poseído, de dejar que la

fantasmagoría, cualquiera que esta sea, se haga con el cuerpo que requiere para

alcanzar su objetivo. Stirner explica con bastante cuidado cómo las relaciones

mediadas por las instituciones cooptadas por las fantasmagorías jamás suponen

vínculos genuinos con los otros, forjados por un interés en los demás. Por el

contrario, en tales casos, son las fantasmagorías las que determinan el ser del vínculo

y, por tanto, el único no puede relacionarse con el otro de la manera que quiere, sino

que tiene que relacionarse tal y como la fantasmagoría lo manda:

Cuando se llega a una relación real, ésta se tiene que considerar independiente de la

sociedad, que puede surgir o faltar sin alterar la naturaleza de lo que se llama

“sociedad” (…). De ello se deduce que la sociedad no surge a través de mí y de ti,

sino mediante un tercero, el cual nos convierte en socios, y que precisamente ese

tercero es el que crea la sociedad. Lo mismo ocurre en la sociedad carcelaria o la

corporación carcelaria (los que gozan de la misma cárcel). (…) La prisión no solo

significa un espacio, sino un espacio con una relación expresa entre sus habitantes: en

realidad sólo es prisión en tanto que está destinada a presos, sin los cuales sería un

simple edificio. (…) Ciertamente, sólo pueden relacionarse como prisioneros, esto es,

solo en la medida en que lo permitan las leyes penitenciarias. Pero que yo trate

contigo, eso no lo puede conseguir la cárcel, todo lo contrario, se tienen que tomar las

medidas necesarias para prevenir ese trato egoísta, puramente personal (y sólo como

tal se da un verdadero trato entre tú y yo) (Stirner, 2013, pp.271-272).

Pero el problema relacional no se limita al vínculo que existe entre los

individuos. La sacralidad y ajenidad de las relaciones desinteresadas también se

extiende al lazo que une a los únicos con los objetos. Cuando se está poseído, el

modo en el que el individuo interactúa con el objeto no está dominado por el interés

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65

de aquel; es la sacralidad del objeto la que se impone y determina cómo es que el

sujeto ha de relacionarse con la cosa. Para explicitar esto, Stirner acude al objeto

sagrado por antonomasia: la Biblia. Sobre esta, dice:

Cada uno tiene una relación con los objetos y se relaciona con ellos de forma

diferente. Elijamos como ejemplo aquel libro con el que millones de personas han

tenido una relación durante milenios: la Biblia. ¿Qué es, qué ha sido para cada uno?

¡Tan sólo lo que cada uno ha hecho de ella! Quien no hace nada de ella, para él no es

nada; quien la emplea como amuleto, para él tiene únicamente el valor o la

importancia de un conjuro mágico; quien, como los niños, juega con ella, no es más

que un juguete (sic), etc. (…) El cristianismo reclama que debe ser lo mismo para

todos, por ejemplo, el libro sagrado o la “sagrada escritura”. Esto significa tanto

como que la visión de los cristianos también debe ser la del resto de los hombres y

que nadie puede comportarse de otra manera respecto a ese objeto. Con esto se

destruye la particularidad de la conducta y se fija un sentido, un modo de pensar

como el verdadero, el “único verdadero” (2013, pp.408-409).

¿Qué es el egoísmo, pues, para Stirner? El egoísmo es relacionarse con los

otros y con las cosas tal y como se es. Por esto es por lo que el egoísmo no es un

atributo definido del único. En cada caso, para cada individuo, su consumación es

distinta, pues depende del carácter del único y, por principio, no hay único que sea

idéntico a otro. Este es el motivo por el que, al responderle a sus críticos, Stirner dice

lo que sigue:

Stirner se atreve a decir que Feuerbach, Hess y Szeliga son egoístas. Se conforma,

ciertamente, con pronunciar con eso nada más que un juicio idéntico, diciendo que,

muy trivialmente, Feuerbach no hace nada que no sea feuerbachiano, Hess nada que

no sea hessiano, ni Szeliga nada que no sea szeliguiano; pero con todo les ha dado un

título de muy mala reputación (…) ¿Es que Feuerbach vive en otro mundo que no sea

el suyo? ¿Acaso vive en el mundo de Hess, en el de Szeliga o en el de Stirner? ¿No es

el mundo, por el hecho de que Feuerbach viva en él, el mundo que le rodea a él, el

mundo sentido, contemplado y pensado por él, es decir, de manera feuerbachiana? Y

no sólo vive en él, sino que es su centro mismo, el centro de su mundo. Y al igual que

Feuerbach, cada cual es el centro de su mundo. Pues mundo es solo lo que no es uno

mismo, pero que le pertenece, se relaciona con él, está ahí para él (Stirner, 2020,

p.107).

Podríamos complementarlo diciendo que, según su fórmula, Stirner no hace

nada que no sea stirneriano.

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66

El pasaje recién transcrito nos permite pasar del egoísmo a la condición de

propietario. Uno y otro rasgo del único están estrechamente relacionados; el egoísmo

del único se realiza a través de la apropiación de lo que lo rodea y se encuentra a su

alcance. Pero para Stirner la propiedad no tiene la connotación usual; no consiste en

hacérselas con algo según el régimen legal imperante. Al contrario, la apropiación de

las cosas a la manera de un régimen legal estandarizado impide una verdadera

aprehensión de estas, pues no se adquiere la cosa del modo en el que uno como

individuo desea adquirirla, sino que se obtiene tal y como una forma unívoca y

externa al único lo exige. En este ámbito, el individuo somete su arbitrio al del

sistema, claudica la posibilidad de poner su perspectiva en el objeto apropiado y, por

ende, de hacérselas con él a su manera.

La apropiación, en tal sentido, es el acto a partir del cual el único impone su

perspectiva sobre las cosas, pues solo así las hace suyas. Este acto se armoniza

plenamente con su egoísmo ya que, si no hay una apropiación, entonces el objeto es

asumido como cosa sagrada; así, la perspectiva que manda el objeto, a raíz de la

reverencia que provoca, se impone al único. Este, por tal imposición, renuncia a su

condición de creador de las criaturas para convertirse en algo creado —

determinado— por estas. El egoísmo y la condición de propietario, por tal razón, se

encuentran en una relación de codependencia. Uno y otro “rasgo” del único se

presuponen recíprocamente.

La caracterización que Stirner hace de la propiedad puede quedar más clara si

nos enfocamos en el modo en el que la contrasta con la libertad. Para él, el rasgo

definitivo del único no es el de ser libre, sino el de ser singular. La singularidad,

empero, no se obtiene a través de la libertad, sino a partir de la capacidad de

hacérselas con las cosas, de apropiárselas. En uno y otro caso, la relación que se

entabla con lo que me es distinto es diametralmente opuesta: la libertad supone

liberarme de algo, romper la relación que me ata con aquello de lo que me libro; la

propiedad, mientras tanto, no implica el quebrantamiento del vínculo con lo otro,

sino, más bien, el establecimiento de una relación de dominación con el objeto que,

en consecuencia, se encuentra atado a mí, pero no yo a él. Si este último fuese el

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caso, no podría disponer del objeto, puesto que, al estar atado a él, dependería del

mismo, en otras palabras: en vez de poseer al objeto, este me poseería. Esta es la

razón por la que, para Stirner, el verdadero egoísmo y la verdadera propiedad

excluyen de suyo la avaricia: “Impulsado por la codicia del dinero niega el avaro

todas las advertencias de la conciencia, todo sentimiento de honor, toda caridad y

toda compasión: aparta todas las consideraciones de su mirada, le arrastra la codicia”

(Stirner, 2013, p.94).

Debido a lo anterior, la libertad, por definición, tan solo puede ser abstracta:

no da cuenta del desarrollo concreto del único, pues este, ubicado en lo real,

inevitablemente está relacionado de una u otra manera con lo que le es distinto. El

único no puede romper todos los vínculos que lo unen con los demás, pero sí puede

apropiarse de dichos lazos y, a través de esto, apropiarse también de las cosas con las

que se relaciona. Esto es lo que justifica las siguientes palabras de Stirner:

¡Qué diferencia hay entre la libertad y la particularidad! Mucho se puede perder, pero

no todo; uno se libra de mucho, pero no de todo. Internamente se puede ser libre pese

a un estado de esclavitud, aunque también de otras muchas cosas, pero no de todo;

del látigo y del carácter dominante del dueño no se está libre como esclavo. “La

libertad solo vive en el reino de los sueños!”. La particularidad, en cambio, es todo

mi ser y existencia, eso es lo que soy yo mismo. Soy libre de lo que me libero,

propietario de aquello que tengo en mi poder o de lo que domino. Soy mi propio ser

en todo momento y bajo todas las circunstancias cuando me las arreglo para tenerme

y no me arrojo en las manos de otros. No puedo querer verdaderamente la libertad,

puesto que no la puedo hacer o crear; solo la puedo desear y aspirar a ella, pues es un

ideal, un fantasma (2013, p.204).

La libertad, para ser tal, ha de ser, precisamente, pura libertad por lo que no

puede ser más que una aspiración abstracta, irrealizable. No se puede alcanzar una

existencia plenamente desarraigada, indiferente y ajena a todo lo que emerge en

rededor. Es más, existir así ni siquiera resulta deseable. El único alcanza su

concreción, esto es, su particularidad, en el incesante comercio que instaura con todo

lo que le es distinto. Lo que sí está a su alcance es la posibilidad de rehuir de

cualquier relación que le sea indeseable, así como fortalecer toda aquella que le

resulte provechosa. Pero la única forma que el único tiene para hacer esto último es,

precisamente, apropiarse de la relación interesada por el objeto con el que se

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relaciona. Por eso, la propiedad es más importante que la libertad. Solo a partir de

aquella es que el único puede ser algo concreto, singular. Solo a partir de aquella es

que, precisamente, puede realizar el comercio con las cosas que hemos acabado de

mencionar.

De hecho, la alternativa al Estado-nación propuesta por Stirner —la

asociación de egoístas— ni siquiera se distingue de aquel en lo relativo a la

restricción de la libertad. Tanto la asociación de egoístas como el Estado limitan en

algún grado la libertad de los individuos. La diferencia radica en que, mientras que en

el primer caso el individuo le pertenece al Estado —recordemos las razones por las

que Hegel niega la legitimad del suicidio en sus Fundamentos de la filosofía del

derecho—, en el segundo es miembro de la asociación. La asociación de egoístas no

le exige a los únicos que en ella se reúnen que renuncien a sus intereses, pues son

estos últimos la razón de la existencia de tales uniones de individuos. En el Estado, el

individuo debe renunciar a sus intereses en favor de los de aquel; en la asociación de

egoístas, elige asociarse con el propósito de tener más probabilidad de alcanzar sus

objetivos. Este es el motivo por el que Stirner sostiene que “si un día la competición

se viene abajo, [será] porque se habrá comprendido que la cooperación es más

provechosa que el aislamiento” (Stirner, 2020, p.135). Asimismo, es por ello por lo

que, sobre la ya referida distinción entre el Estado y la asociación de egoístas, dice

que:

La unión [de egoístas], en efecto, tendrá que ofrecer una gran cantidad de libertad

para poder ser tomada por una “nueva libertad”, puesto que a través de ella uno evita

todas las coacciones inseparables de la vida social y estatal; pero aún mantendrá la

suficiente carencia de libertad y de voluntad forzada. Pues su finalidad no es

precisamente la libertad, que él sacrifica a la particularidad, sino sólo la

particularidad misma. Referida a ésta, la diferencia entre el Estado y la asociación es

lo suficientemente grande. Aquél es un enemigo y un asesino de la particularidad,

ésta una hija y colaboradora de ella; aquél es un espíritu que exige ser adorado, ésta

mi obra, mi producto; el Estado es el soberano de mi espíritu que exige fe y me

prescribe artículos de fe: los artículos de fe de la legalidad; ejerce una influencia

moral, domina mi espíritu, expulsa mi yo para ocupar su lugar como si fuera “mi

verdadero yo”, en suma, el Estado es sagrado y frente a mí, el hombre individual, es

el Hombre verdadero, el espíritu, el fantasma; la asociación, en cambio, es mi propia

creación, mi criatura, no es sagrada, no es un poder sobre mi espíritu, al igual que

tampoco lo puede ser cualquier asociación del tipo que sea (Stirner, 2013, p.377).

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69

La explicación dada permite comprender que, a pesar de que el egoísmo y la

condición de propietario son “rasgos” del único, no por esto son también sus

atributos. Ni el egoísmo ni la propiedad establecen cómo ha de ser el único, cuál es su

naturaleza. El único puede consumar estos dos elementos de la manera que mejor se

ajuste a su ser. Como, precisamente, es único, tendrá una forma particular de

consumar tanto su egoísmo como su propiedad. Por esta razón, no es descabellado

afirmar que Stirner es un antiesencialista. Para él, no hay una definición atributiva

última de lo que el individuo es, pues, antes bien, es el individuo el que se da sus

atributos. A este no le va ninguna característica esencial. Quizá, lo más que se podría

afirmar de él es que le corresponde la aptitud de desarrollarse como bien considere y

pueda. Al final, esto es lo que explica que, con el propósito de asir el ser del único,

Stirner acuda a la “nada creativa” de Goethe: el individuo es ese ente singular que se

hace a sí mismo siendo en un principio nada definido. A propósito de la concepción

liberal del ser humano —aquella que, a los ojos de Stirner lo reduce al “Hombre”—,

el autor dice algo que podría aplicarse, mutatis mutandis, a cualquier otra

comprensión esencialista:

¿A quién considera el liberal como su igual? ¡Al Hombre! Limítate a ser Hombre y,

como ya lo eres, el liberal te llamará su hermano. Él pregunta muy poco por tus

opiniones privadas y por tus locuras privadas una vez que ha visto en ti al “Hombre”.

Pero como se preocupa poco de lo que eres “privatim”, incluso en el severo

cumplimiento de su principio no le da ningún valor, él ve en ti sólo lo que eres

“generatim”. Con otras palabras, en ti no te ve a ti, sino al género, no a Hans o Kuns,

sino al Hombre; no al real o al único, sino a tu esencia o concepto; no lo corporal,

sino al espíritu (Stirner, 2013, p.220).

Y es que no es solo el liberalismo el que ha ahogado al individuo en

generalizaciones como el Hombre: lo propio ha sucedido con el Estado y su

ciudadano o la religión y su feligrés. En uno y otro caso, por pretender captar la

esencia, es el ejemplar mismo el que se escapa. En realidad, no se aprehende al

individuo, sino que se le acota desde una limitada perspectiva.

El esbozo aquí presentado sobre la noción del único nos ofrece una imagen de

la ontología desarrollada por Stirner. Decimos que la filosofía de este autor constituye

una ontología porque concentra todos sus esfuerzos en la elucidación del ser de un

Page 70: UNA REFLEXIÓN SOBRE STIRNER Y NIETZSCHE A PROPÓSITO …

70

ente: el único. Tanto El único y su propiedad como Los recensores de Stirner —las

dos obras más importantes de este autor; de hecho, quizá las únicas importantes—

tienen el propósito de expresar la realidad del ente más complejo y rico dentro de la

existencia. La complejidad de tal ente responde al hecho de que, por el ser mismo que

es, resulta indefinible. El único y su propiedad es la obra que anuncia al único. Los

recensores de Stirner, mientras tanto, esclarece ese anunciamiento debido a los

malentendidos que El único y su propiedad produjo en su momento. Ambos obras no

pueden aspirar a más porque, precisamente, se ocupan de un ente que en su contenido

solo puede ser anunciado y esclarecido en su anunciamiento. El único, ya lo hemos

dicho, no puede ser determinado o, por lo menos, no puede serlo a partir de una

caracterización ajena a su propio desarrollo, es decir, a la caracterización que él

mismo se da. Toda caracterización conceptual del único adolecerá de un problema: en

cuanto determinación a través del concepto es inevitablemente ajena al devenir del

único. Es a este al que le corresponde determinarse, no es el concepto el que ha de

hacerlo. Stirner rehúye de cualquier superposición conceptual en el único

precisamente por esto.

Pero, al ser una ontología del único, la filosofía de Stirner deja por fuera

cualquier determinación positiva de todo ente distinto de aquel. Esto no es casual,

sino que se debe a que, para nuestro autor, los objetos —o, más bien, los objetos

incapaces de asumir la condición de sujetos— se definen por la relación que ostentan

con el sujeto que los domina, y este sujeto dominador es siempre, inevitablemente, un

único. Se tiene, por tanto, que el rol del objeto ante el único es el de plegarse ante su

dominio. Y también se tiene que en medio de la existencia y el devenir solo los entes

que ostentan la dignidad de ser únicos son poderosos. Los objetos no pueden ni deben

resistirse ante la fuerza que los hace suyos, son impotentes ante esta fuerza y este

poder apropiador que es siempre el poder de un único. Quizá, este es el motivo por el

que, al discutir el pensamiento de Stirner en su afamado Nietzsche y la filosofía

(2019), Deleuze indica que:

En la historia de la dialéctica Stirner ocupa un lugar aparte, el último, el lugar

extremo. Stirner fue aquel dialéctico audaz que intentó conciliar la dialéctica con el

Page 71: UNA REFLEXIÓN SOBRE STIRNER Y NIETZSCHE A PROPÓSITO …

71

arte de los sofistas. Supo hallar el camino de la pregunta: ¿Quién? Supo convertirla

en la pregunta esencial contra Hegel, Bauer y Feuerbach contemporáneamente

(p.228).

El pensamiento de Stirner, en cuanto redirige la dialéctica a la pregunta por el

quién, deviene también filosofía de la subjetividad. Como ningún otro hegeliano,

Stirner se pregunta no tanto por qué constituye al sujeto, sino por qué puede y cómo

lo puede. Es cierto que a raíz de este singular interés Stirner deja de poner en

perspectiva la totalidad de lo habido, cosa que, en contrapartida, sí sucedía con Hegel.

Sin embargo, al mismo tiempo, por constituir su pensamiento como una filosofía de

la subjetividad Stirner hace énfasis en el yo efectivo que lleva a cabo la dialéctica,

que la realiza. Puede afirmarse que la pesquisa realizada por Hegel y su culminación

en el saber absoluto también se constituye como un estudio de la subjetividad

(Kojeve, 2013b); no obstante, la persecución del espíritu como potencia que anima el

darse de esa misma subjetividad termina disolviendo al individuo en esa entidad

poderosa que es el espíritu. En esa medida, a pesar de que el espíritu como sujeto

tiene un rol preponderante en La fenomenología del espíritu, la individualidad como

origen mismo de la dialéctica se pierde. Stirner, entonces, devuelve a la

individualidad su dignidad de yo efectivo. Esto lo hace a través de la presentación del

único como el ente poderoso y dominador que es.

Dos son los elementos que permiten comprender que la ontología del único se

corresponde con una representación de este como el ente poderoso en la existencia. El

primero ya ha sido mencionado, y tiene que ver con el reproche que Stirner le

presenta a aquellos que han sido poseídos por las fantasmagorías, es decir, que al

doblegarse ante los objetos —sus creaciones— han renegado de su condición de

únicos. Hemos dicho que la razón de este reclamo es, fundamentalmente, que los

poseídos se figuran el poder como cosa que no les es suya. Al hacer esto, ponen el

poder en el objeto y no en el sujeto que, precisamente, es aquel que hace del objeto un

objeto y, por tanto, es realmente el poderoso. El segundo rasgo es correlato del

primero y es que, si los únicos se engañan al representarse los objetos como los

detentores del poder, entonces esto quiere decir que en realidad son ellos los que lo

Page 72: UNA REFLEXIÓN SOBRE STIRNER Y NIETZSCHE A PROPÓSITO …

72

tienen en su haber o, en otras palabras, de ellos es que el poder es propiedad.

Sabemos que en medio de estas dos opciones se proyecta una tercera23: el sujeto

puede engañarse al figurarse el poder como atributo del objeto y al asumirlo como

propiedad que le es suya. Es decir, el poder puede no ser ni del sujeto ni del objeto o,

lo que es lo mismo, puede no ser de la existencia. Pero sabemos bien, por el

movimiento precedente y por el presente, que esta no es la alternativa de Stirner, sino

la de Hegel.

El pensamiento de Stirner constituye un “avance” si se le compara con el de

Hegel porque, justamente, pone el fenómeno del poder dentro de la existencia. Pero

esta puesta del poder en la existencia es solo parcial: no es toda esta la que se

presenta como poderosa, sino que, más bien, es un ente dentro de aquella el que tiene

el poder. Es más: precisamente que el poder se restrinja a un ente particular y no se

despliegue en todo lo que existe es lo que permite sostener que este es la propiedad de

un ente específico —el único—. Así, dado que al ser la determinación de un ente la

filosofía de Stirner es una ontología, pero también que en cuanto determinación del

ente por excelencia desprecia el resto de la existencia y la figura como impotente, se

tiene que aquella, la filosofía de Stirner, es una ontología en la inmanencia. La

inmanencia se pone de presente, emerge en el pensamiento de Stirner como lo único

que hay, pero también lo hace solo como fondo, como mero medio en el que el único,

el ente que verdaderamente importa, se desarrolla.

Esta condición del pensamiento de Stirner queda patente al remitirnos al modo

en el que este ilustra cómo el único se relaciona con el resto de la existencia.

Felizmente, el autor de El único y su propiedad le destina todo un acápite a este

aspecto. El apartado “Mi relación”, ubicado en la segunda sección —“El

propietario”— de la segunda parte —“Yo”— de dicho libro, aborda, precisamente,

las relaciones que el único instaura con los otros y con las cosas. Para Stirner que las

relaciones del único sean necesariamente interesadas supone que se encuentran

determinadas por el provecho que aquellas causan en este. Pero que el vínculo con lo

23 Hay también una cuarta posibilidad, pero aún no es momento de revelar la alternativa nietzscheana.

Page 73: UNA REFLEXIÓN SOBRE STIRNER Y NIETZSCHE A PROPÓSITO …

73

otro sea interesado también implica que la motivación última de la relación es el uso

que le puedo dar a aquello con lo que me relaciono. Por este motivo, afirma que:

Donde el mundo sale a mi encuentro (y sale en todas partes a mi encuentro), lo

devoro para calmar el hambre de mi egoísmo. Para mí no eres más que mi alimento,

al igual que yo soy utilizado y comido por ti. Entre nosotros solo tenemos una

relación, la de utilidad, la de provecho. No nos debemos nada mutuamente, pues lo

que parece que te debo, eso me lo debo como mucho a mí mismo. Si te muestro un

gesto alegre para también alegrarte a ti, eso quiere decir que tu alegría me interesa, y

mi gesto sirve a mi deseo; a miles de otros que no tengo la intención de alegrar, no

les muestro ese gesto (Stirner, 2013, p.364).

Las relaciones establecidas por el único, entonces, son siempre de consumo.

Este “devora” lo que lo rodea; el medio a través del que hace esto es, justamente, su

interés en lo devorado. El vínculo, podría decirse, es predatorio. En cuanto

determinado por el poder del único —por su querer—, se sujeta exclusivamente al

arbitrio de este. Por eso, la relación entre dos únicos, aunque mutuamente interesada,

responde también a dos intereses distintos y encontrados. En el vínculo que une a dos

únicos entre sí hay dos sujetos que conciben al otro con el que se encuentran como un

objeto. Y, como ya hemos dicho, no hay dos únicos iguales, así como tampoco hay

dos motivaciones idénticas en medio de una relación “mutuamente” interesada. Así,

el interés entre dos únicos puede ser “recíproco”, ambos pueden estar interesados el

uno en el otro, pero, en cualquier caso, el interés por el que se relacionan no es el

mismo para ambos. Este es el fruto de la singularidad de cada cual y, por ello, es

inevitablemente distinto para los dos.

Ahora, que el vínculo sea predatorio no implica que sea despótico. El interés

del único por lo otro puede ser tierno y delicado; puede responder, por ejemplo, a las

sutilezas del amor. No por esto, sin embargo, la relación deja de ser de consumo. Lo

que sucede, más bien, es que este consumo se ajusta a la naturaleza del interés; de tal

modo, dado que el interés amoroso es, aunque apasionado, suave y dulce, el consumo

que corresponde al vínculo motivado por el amor es también suave y dulce. El

consumo despótico, en consecuencia, es solo una posibilidad entre las relaciones

interesadas tal y como lo es el consumo suave y dulce. Démosle la palabra a Stirner

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74

quien, en una parte de El único y su propiedad, pretende convencernos de que su

egoísmo no lo compromete con una forma tiránica de amar y poseer:

Si veo sufrir al amado, sufro con él, y no pararé hasta no haberlo intentado todo para

consolarle y animarle; si le veo alegre, también yo me alegro de su alegría. De eso no

se deduce que la misma cosa que en él ha tenido ese efecto me provoque sufrimiento

o alegría, como lo demuestra todo dolor físico que yo no siento como él: a él le duele

la muela, pero a mí me duele su dolor. (…) Pero como yo no puedo soportar la arruga

de preocupación en la amada frente, por esa razón, por mí, se la quito con un beso. Si

no amase a esa persona, ya podría tener arrugas que a mí no me interesarían en

absoluto; sólo ahuyento mi preocupación (2013, pp.357-358).

En Los recensores de Stirner, quizá de una forma más precisa, también intenta

apartarnos de esa idea:

El egoísmo, tal como Stirner lo vindica, no se opone ni al amor ni se opone al

pensamiento; no es enemigo de una dulce vida amorosa, ni enemigo de la entrega y

de la abnegación, ni enemigo de la más íntima cordialidad, pero tampoco es enemigo

de la crítica, ni enemigo del socialismo, ni enemigo, en suma, de ningún interés

efectivo y real: no excluye ningún interés. Solo se dirige contra el desinterés y contra

lo que carece de interés: no contra el amor, sino contra el amor sagrado, no contra el

pensamiento, sino contra el pensamiento sagrado, no contra los socialistas, sino

contra los santos socialistas, etc. (2020, p.138).

En cualquier caso, trátese de un consumo tierno y lento o de uno despótico y

violento, la relación del único con lo otro es siempre de consumo. Es por esto por lo

que Stirner es incapaz de concebir que lo otro se conserve una vez puesto en relación

con el único. El vínculo, como hemos dicho, es predatorio; esto quiere decir que, sea

más tarde o más temprano, el objeto de interés se agota. Quizá por esto, sobre el yo

que es el único, Stirner dice que “no [se trata de que] el yo lo es todo, sino que yo lo

destruyo todo” (2013, p.231). Como el único solo consume, el fatal final de todas sus

relaciones es que todo lo destruye, todo lo acaba y agota. Solo así puede desarrollar

su existencia, confirmar su transitoriedad y dar cuenta de su poder.

***

La filosofía de Stirner es una ontología en la inmanencia porque se figura al

único como el único ente activo y poderoso dentro de la existencia. Por esto, la

interacción que instaura con todo lo demás es, inevitablemente, predatoria y de

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75

consumo. Como el resto de las cosas son impotentes, no tienen más remedio que

someterse ante aquello que tiene poder. Y, para Stirner, solo el único es lo poderoso.

Esta comprensión de las cosas, si se le compara con la de Hegel, tiene la

virtud de poner el poder “dentro” de la existencia, aunque no propiamente “en” la

existencia. Ya hemos visto que, en Hegel, dado que el devenir se figura como mera

manifestación del espíritu, el poder es concebido como propiedad fundamentalmente

ajena a la existencia. Se expresa en esta, es cierto, pero solo lo hace a través de la

entidad realmente poderosa, el espíritu. Este, aunque manifiesto en el devenir, le es

distinto. Por ello, en el pensamiento hegeliano, el poder se pone por fuera de la

existencia.

Pero el planteamiento de Stirner también cuenta con una notable insuficiencia:

expresa la inmanencia, pero solo parcialmente. Esta emerge como lo único que

efectivamente existe, es cierto, pero también se la presenta como algo pasivo: a

excepción del único —el ente privilegiado que merece ser caracterizado, puesto que

es el único poderoso— todos los entes que la componen son impotentes. Por esto,

Stirner solo constituye una ontología en la inmanencia y no una ontología de la

inmanencia. Para esta última habrá que esperar a la filosofía de Nietzsche. De esta

nos ocuparemos en el tercer y último movimiento de este escrito.

Page 76: UNA REFLEXIÓN SOBRE STIRNER Y NIETZSCHE A PROPÓSITO …

3. SEGUNDO MOVIMIENTO: NIETZSCHE Y EL PODER

DISEMINADO

Pero precisamente, por pensar todavía como

dialéctico, por no salir de las categorías de la

propiedad, de la alienación y de su supresión,

Stirner se arroja el mismo en la nada que hunde

bajo los pasos de la dialéctica. ¿Quién es el

hombre? Yo, solo yo. Utiliza la pregunta ¿quién?

Pero sólo para disolver la dialéctica en la nada de

este yo. Es incapaz de formular esta pregunta en

otras perspectivas que no sean las de lo humano,

bajo otras condiciones que no sean las del

nihilismo; no puede dejar que esta pregunta se

desarrolle por sí misma, ni formularla en otro

elemento que la de una respuesta afirmativa.

Gilles Deleuze

Antes de ocuparnos del pensamiento nietzscheano, volvamos la mirada al

escenario en el que nos ha dejado la filosofía de Stirner. Hasta cierto punto, la

apertura al devenir se ha vuelto total. Por eso, de la inmanente trascendencia

hegeliana hemos pasado a la ontología en la inmanencia stirneriana. Stirner ya no

cree, como sí lo hizo Hegel, que la fuerza última —el espíritu— solamente se expresa

en la existencia, sino que afirma que tal fuerza, de hecho, es en la existencia. El ente

que Stirner ha asociado con esa fuerza es el único. Dentro de todo ese entramado que

constituye la existencia, ese es el ente privilegiado y singular que es poderoso. Los

demás entes en la existencia se le aparecen al único como objetos que se ofrecen para

su consumo, como cosas impotentes que han de someterse a su poder. Stirner, por

tanto, desarrolla una ontología en la inmanencia, una determinación de un ente

particular que es dentro de lo que existe.

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77

Pero la afirmación de la inmanencia no tiene por qué agotarse en la ontología

consumada por Stirner. Aún es posible ir “más allá”. De un pensamiento que libera la

inmanencia de cualquier poder exógeno del que aquella es manifestación, pero que

también vuelve a atarla, a su vez, a un ente que se da dentro de esta, es posible pasar a

otro que verdaderamente desate la inmanencia; es decir, a un pensamiento que

conciba la existencia en sí misma como poder. Nuestra apuesta es que este

pensamiento es, justamente, el de Nietzsche.

Nietzsche desata la inmanencia y la concibe en sí misma como poderosa a

través del concepto de la voluntad de poder. Se hace apenas natural, por tanto, que en

este movimiento pretendamos presentar una imagen de lo que tal concepto suponía

para su pensamiento. En ese mismo sentido, también abordaremos el concepto

correlativo a la voluntad de poder, este es el de eterno retorno. La conjunción de

estos dos conceptos, o al menos eso consideramos nosotros, configurará lo que aquí

hemos denominado la ontología de la inmanencia. Esta, como ya se dijo, es una

filosofía que asume la totalidad de la existencia como poder.

Por otra parte, con el propósito de delimitar la voluntad de poder, la

diferenciaremos de cierta noción que emergió un poco antes dentro del pensamiento

de Nietzsche: el sentimiento de poder. Este ejercicio nos permitirá deslindar la

filosofía nietzscheana de cierta compresión fácil que asume a este autor como un

irrestricto legitimador de la fuerza y la imposición a través de la violencia. Asumir de

ese modo su pensamiento responde a una crasa omisión de la condición relacional

que irremediablemente está a la base de la voluntad de poder.

La afirmación de que la filosofía de Nietzsche es una ontología en la

inmanencia riñe con lo que Heidegger plantea en La frase de Nietzsche “Dios ha

muerto” (2018). Según este autor, Nietzsche es el último metafísico dentro de la

historia del pensamiento occidental. Esto es así porque:

Con Nietzsche la metafísica se ha privado hasta cierto punto a sí misma de su propia

posibilidad esencial (…). Tras la inversión efectuada por Nietzsche, a la metafísica

sólo le queda pervertirse y desnaturalizarse. Lo suprasensible se convierte en un

producto de lo sensible carente de toda consistencia. Pero, al rebajar de este modo a

su opuesto, lo sensible niega su propia esencia. La destitución de lo suprasensible

Page 78: UNA REFLEXIÓN SOBRE STIRNER Y NIETZSCHE A PROPÓSITO …

78

también elimina a lo meramente sensible y, con ello, a la diferencia entre ambos

(2018, p.157).

A nuestro juicio, el problema con la interpretación de Heidegger reside en que

todavía interpreta metafísicamente lo que, por la naturaleza misma de su propio

movimiento, ya no es metafísico. Así, si se superpone el esquema propio de la

metafísica sobre la apuesta de Nietzsche, se llega, sin lugar a duda, a la conclusión de

Heidegger: lo sensible pierde su sustrato en cuanto el “más allá” que le funda se

funde —“se hace uno”— con ello. Pero la “degradación” de lo suprasensible no tiene

por qué implicar la de lo sensible; puede llevar, más bien, a la afirmación de que lo

sensible es su propio sustrato y, en consecuencia, lo suprasensible no es tal, sino solo

una expresión de lo sensible. Sin embargo, únicamente es posible comprender esto

cuando la filosofía de Nietzsche se asume ontológica y no metafísicamente.

Heidegger, debido a que como lo testimonia Ser y tiempo (2012 §7) reúne

indisociablemente la ontología y la metafísica, es incapaz de hacer esto. La diferencia

entre una ontología y una metafísica puede ser difícil de establecer, más cuando se

suele asumir que la determinación de un ente ha de responder a presupuestos

trascendentales que le delimitan. Pero, si comprendemos la metafísica como “la

verdad de lo ente en cuanto tal en su totalidad” (Heidegger, 2018, p.157), es posible

marcar la distancia entre uno y otro compromiso en cuanto al ser del devenir. La

ontología de Nietzsche, precisamente en la medida en que enfatiza el poder como ser

de la existencia, no tiene como interés principal el develamiento de la verdad de lo

ente. De hecho, a raíz del dinamismo que la voluntad de poder implica en el devenir

mismo, Nietzsche es escéptico ante la posibilidad de poder postular una verdad como

la verdad eterna. La voluntad de poder no se entiende adecuadamente si se le asume

como una verdad metafísica que, en cuanto principio de la existencia, está “más allá”

de esta última. Antes bien, se trata del concepto que expresa cómo es que el devenir

es en cuanto fuerza. En esta medida, no se trata de que lo suprasensible se degrade y

se funda en lo sensible, sino de que no hay nada más que lo sensible y lo que

tradicionalmente se ha entendido como suprasensible en realidad se corresponde con

una forma sublimada de lo sensible, es decir, no es más que otra expresión de este.

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79

Es así como la filosofía nietzscheana se consuma como el negativo del pensamiento

hegeliano: mientras que Hegel convierte lo sensible en una manifestación de lo

suprasensible —el espíritu—, Nietzsche presenta a lo suprasensible como lo que, aun

siendo sensible, ha sido entendido como suprasensible. En realidad, contrario a todos

los malentendidos de lo humano, no hay más que lo sensible, y todo lo supuestamente

suprasensible verdaderamente es sensible. En cuanto tal, lo suprasensible es mero

anhelo de lo suprasensible, pero no lo suprasensible en sí. Nietzsche enuncia su

filosofía porque guarda la esperanza de que el individuo ya sea capaz de enfrentarse a

la verdad de que no hay tal cosa como lo suprasensible: lo que hay, todo lo que hay

en cuanto es en la forma de la voluntad de poder, es sensibilidad. Nietzsche la

emprende contra lo “suprasensible” no porque sea efectivamente suprasensible, sino

porque siendo sensible se ha pretendido suprasensible. En esa medida, constituye el

engaño más terrible que la humanidad se ha hecho a sí misma.

Con base en lo afirmado, la estructura de este último movimiento será la que

sigue: en un primer lugar, deslindaremos el pensamiento de Nietzsche del de Stirner

en lo que corresponda. Para esto será fundamental explicar la distinción entre la

ontología en la inmanencia y la ontología de la inmanencia. Esto se hará, a su vez, a

través de una delimitación del concepto de voluntad de poder, diferenciándolo así de

la noción de único elaborada por Stirner. En segundo lugar, el escrito, con el

propósito de profundizar todavía más en la voluntad de poder, explorará las

conexiones que tal concepto tiene con otros de la filosofía nietzscheana. Aquí, sobre

todo, será vital referirse al eterno retorno y al sentimiento de poder. La organización

de este último movimiento pretenderá cumplir con el objetivo fundamental de este:

presentar la filosofía nietzscheana como una ontología de la inmanencia.

3.1. Nietzsche y Stirner: de la soledad del único a la comunidad de

la voluntad de poder

La comprensión metafísica de la ontología de Nietzsche no es el único

equívoco en el que incurre la lectura de Heidegger: también podría decirse que tal

autor concibe la filosofía nietzscheana de una forma que, en realidad, es más cercana

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80

al pensamiento de Stirner que al del mismo Nietzsche. La prueba reina de esto es que

Heidegger aún interpreta la filosofía nietzscheana a partir de las categorías de sujeto y

objeto. Esta es la razón por la que, ya al final de La frase de Nietzsche “Dios ha

muerto”, mientras analiza la voluntad de poder, dice lo que sigue:

Todo ente es ahora o lo efectivamente real, en cuanto objeto, o lo eficiente en cuanto

objetivación en la que se forma la objetividad del objeto (…). Por eso, todo ente es o

bien objeto del sujeto, o bien sujeto del sujeto. En todas partes, el ser del ente reside

en el poder-se-ante-sí-mismo y, de esta manera, im-poner-se. En el horizonte de la

subjetidad de lo ente el hombre se alza a la subjetividad de su esencia. El hombre

accede a la subversión. El mundo se convierte en objeto (2018, p. 190).

Para Heidegger, entonces, la voluntad de poder se caracteriza por ser la puesta

en relación entre entes en la que uno de estos asume la condición de sujeto —a raíz de

su subjetidad— y el resto, consiguientemente, adquiere la de objeto —por su

objetidad—. Pero pensar la voluntad de poder a partir de las categorías de sujeto y

objeto resulta impropio. Para Nietzsche, estas categorías son insuficientes si lo que se

quiere es asir el ser de lo ente, esto porque, precisamente, imponen un modo de

pensar en el que no es la voluntad de poder la que opera, sino los entes constituidos

como sujetos u objetos. A pesar de que Heidegger entiende que la voluntad de poder

es la que conforma a los entes y les asigna estas categorías, su comprensión mina la

efectividad misma de la voluntad de poder. En esta, tan pronto como se da la puesta

en relación entre los entes, ya no importa la voluntad de poder como determinación

ontológica, sino que la subjetidad u objetidad de los entes relacionados se hace lo

determinante.

La comprensión heideggeriana de la voluntad de poder se acerca más a la

forma en la que Stirner entiende la relación que el único instaura con los objetos que

le pertenecen. Recordemos que, en el pensamiento de tal autor, los entes que no son

únicos deben doblegarse ante el domino que aquellos les imponen. En la filosofía de

Stirner, como ya hemos dicho, toda la existencia se presenta —tal y como sucedía

con Hegel—, pero solo el único es poderoso entre todos los entes. El resto, por

contrapartida, son impotentes. Al figurarse los entes como objetos y sujetos,

Heidegger asume stirnerianamente la filosofía de Nietzsche. Poco caso tiene que la

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existencia se conciba como voluntad de poder si a su vez se va a asumir que ciertos

entes, como “efectivamente reales”, asumirán la condición de objetos. Esto, en

términos prácticos, supone volver a la ontología en la inmanencia patente en El único

y su propiedad. Con la interpretación de Heidegger se llega al contrasentido de que

hay voluntades de poder impotentes —las objetuales— y voluntades de poder, estas

sí, poderosas —las subjetuales—. Para este autor aún es dable pensar la filosofía de

Nietzsche a partir de las categorías de sujeto y objeto, pero la voluntad de poder en

cuanto ontología supera esta dicotomía. En Sobre verdad y mentira en sentido

extramoral, Nietzsche alude a aquellos que aún recurren a esta diada:

Un investigador de esta índole considera el mundo entero como ligado a los

humanos, como el eco infinitamente quebrado de un sonido primordial, el del ser

humano, como la reproducción multiplicada de una imagen primordial, la del ser

humano. Su procedimiento es: tomar el ser humano como medida de todas las cosas,

pero, al hacerlo, parte del error de creer que tiene esas cosas de modo inmediato

delante de sí en cuanto objetos puros. Olvida, por tanto, que las metáforas originales

de la intuición son metáforas y las toma por las cosas mismas (2016, SVM, p.265).

La comprensión de Heidegger nos brinda la oportunidad de empezar a

deslindar a Nietzsche de Stirner. Esto, como ya se puede entrever, lo haremos a partir

de una diferenciación entre el único y la voluntad de poder. Lo primero que habrá que

decirse es que Stirner consolida una filosofía fundamentalmente humana. Claro, esta

se erige sobre la base de una crítica del Hombre en cuanto ideal irrealizable y

fantasmagoría, pero también precisamente porque su objeto de interés es el único,

plantea una posibilidad de ser de un ente particular que, justamente, es el humano. A

Stirner poco le interesa el ser del resto de las cosas; El único y su propiedad es,

grosso modo, un recuento de la historia de la humanidad, en su primera parte, y la

presentación del anhelo de un humano futuro, en la segunda. Su centro, en todo

instante, es el ser humano, primero como poseído y entregado a una causa ajena,

luego como emancipado dueño de sí, como único. En ambos casos, los otros objetos

solo aparecen a raíz de la relación que tienen con el individuo: en el caso de los

posesos, se presentan como la causa de la enajenación del sujeto, en el de los únicos,

como su propiedad y haber.

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82

Nietzsche, contrario a Stirner, no limita su filosofía a las posibilidades de lo

humano. De hecho, podría decirse que la forma “humana” de la voluntad de poder es

el superhombre, con la transvaloración de todos los valores que requiere para

consagrarse como tal. No es sorpresa que la interpretación de Heidegger, con todo lo

stirneriana que pueda ser, haga énfasis en la faceta de la voluntad de poder como

proceso de valoración. “La clave para comprender la metafísica de Nietzsche es una

explicación suficientemente clara de lo que piensa con la palabra valor” (2018,

p.169). Pero la voluntad de poder como ontología de la inmanencia no es solo la

realización humana de esta y, por tanto, no es solo la valoración por la que el ser

humano, como “lo eficiente en cuanto objetivación”, transvalora todos los valores.

Como puesta en relación de las cosas, la voluntad de poder va “más allá” de cualquier

modo de valoración a partir del cual un sujeto objetiva y se constituye como sujeto en

tal valoración. Las interacciones entre las cosas no son del tipo “humano”, es decir,

entre un objeto —o un número plural de estos— y un sujeto que lo constituye en

cuanto lo valora. También hay relaciones entre las cosas, sin entidades que tomen

ellas mismas la condición de sujetos u objetos. El concepto de voluntad de poder, por

tanto, requiere que se le extienda más allá de la interpretación de Heidegger.

Con lo antedicho, no se sostiene que Heidegger solo aprehenda la voluntad de

poder “humana” en su lectura de Nietzsche. Lo que se dice, más bien, es que extiende

el modo humano de la voluntad de poder al resto de realizaciones de esta. Al reducir

la voluntad de poder al valorar, Heidegger asume que todos los entramados

relacionales se gestan a partir de esta forma peculiar de la voluntad de poder que

realmente corresponde al superhombre. Hay que descubrir, en consecuencia, cómo es

la voluntad de poder más allá del valorar. Apoyémonos en Müller-Lauter para

empezar a hacer esto.

En Nietzsche’s teaching of Will to Power (1992), Müller-Lauter ofrece una

adecuada delimitación de lo que la voluntad de poder es desde el punto de vista

ontológico. Al igual que nosotros, este autor se aparta de la interpretación

heideggeriana de Nietzsche, pues:

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83

Puede mostrase como la subjetividad, justamente en el pináculo de la “metafísica de

la subjetividad”, se hunde en lo carente de fundamento. Puesto en la forma de la

voluntad de poder, que ve a través de sí como sí, la metafísica “voluntad de la

voluntad” se transforma en la voluntad de querer [willed will] que no remite a un

agente voluntarioso, que no retorna a la voluntad; antes bien, solo remite a la

constitución del agente voluntarioso, que se repliega a lo indeterminable cuando se le

pregunta por su condición última y fáctica24 (Müller-Lauter, 1992, pp.37-38).

En esta medida, la voluntad de poder, como indica Estanislao Zuleta (1982),

consiste en “una fuerza unificadora perfectamente impersonal que confiere una nueva

ordenación y una nueva interpretación a los elementos que estaban hasta entonces

determinados por otra dominación [otra voluntad de poder]” (pp.4-5). Pero que la

voluntad de poder sea “perfectamente impersonal” supone que esta no se hace sujeto,

sino que, más bien, es la potencia misma de la que el sujeto procede. Así, cobran

pleno sentido las palabras de Müller-Lauter que definen la voluntad de poder como:

La pluralidad de fuerzas que entran en conflicto entre sí. Se puede predicar unidad de

la fuerza en el sentido nietzscheano solo si se asume que significa organización. El

mundo es una “grandiosidad sólida y férrea de fuerza”25; forma un “determinado

quantum de fuerza”26. Pero este quantum solo puede darse en la mutua oposición

(Gegeneinander) de los quanta (1992, pp.41-42).

La voluntad de poder, así las cosas, emerge como condición relacional de las

cosas y como concepto que obtiene su determinación desde lo devenido. No es

casualidad, por tanto, que en cuanto concepto no abarque solo la actividad humana,

sino que también se ocupe de la actividad de lo orgánico e, incluso, de lo inorgánico:

Nietzsche encuentra que la voluntad de poder opera en todo lugar. Puede que

“justamente en todo viviente (…) [sea] sumamente claro mostrar que lo hace todo

para no conservarse, sino para llegar a ser más (…)”27, pero la voluntad de poder es

también la sola actividad en el reino inorgánico. Nietzsche diferencia su perspectiva

de la schopenhaueriana “voluntad de vida” como forma básica de la voluntad: “la

vida es meramente un caso particular de la voluntad de poder, —es enteramente

24 Traducción propia desde el inglés.

25 III, 38(12).

26 IV, 2(143).

27 IV, 14(121).

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arbitrario afirmar que todo aspire a dar el salto a esta forma de la voluntad de

poder”28 (Müller-Lauter, 1992, p.39).

Así las cosas, al asumir que el reducto de la voluntad de poder es el valor,

Heidegger la limita a la que en realidad es una de sus instancias: la voluntad de poder

humana. Al hacer esto, entiende la voluntad de poder de lo inorgánico y del resto de

lo orgánico a partir del valor, desconociendo la particularidad de aquellas. Hay que

estudiar la voluntad de poder en toda su extensión para hacerle justicia como

concepto.

En todo caso, tal y como la cita de Müller-Lauter lo anticipa, la comprensión

heideggeriana de la voluntad de poder no yerra en absolutamente todo. Aquí no

queremos que se nos malentienda: La frase de Nietzsche “Dios ha muerto” es un

documento magistral. Solo consideramos que, más que un ejercicio de hermenéutica

de la obra de Nietzsche, es un testimonio del proyecto heideggeriano de la

determinación de la pregunta por el ser. De hecho, es eso lo que explica su final: un

alegato a favor del carácter inanunciable e inaprehensible del ser de lo ente. Sea como

sea, la interpretación de Heidegger sí es fiel a la voluntad de poder a través de la

aprehensión de sus dos modos de realización: la conservación y la superación. A

pesar de esto, nuevamente podemos ver cómo entiende la voluntad de poder

humanamente, puesto que el puro fundamento de la conservación es la verdad,

mientras que el arte es el paradigma de la superación (Heidegger, 2018, pp.179-180):

A partir de la proposición suprema de valor se hace evidente que la instauración de

valores es, en cuanto tal, esencialmente doble. En ella se disponen respectivamente,

expresamente o no, un valor necesario y un valor suficiente, pero ambos a partir de la

mutua relación que prevalece en ellos. Esta duplicidad de la instauración de valores

corresponde a su principio. Eso a partir de lo cual es soportada y conducida la

instauración de valores como tal es la voluntad de poder. A partir de la unidad de su

esencia, exige y alcanza condiciones de aumento y conservación de ella misma

(Heidegger, 2018, p.180).

Es curioso que Heidegger entienda que la voluntad de poder es tanto

conservación como aumento —y que también entienda que el aumento es el rasgo

dominante de esta—, pero que, a la vez, sea incapaz de comprender que esta

28 IV, 14(121).

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caracterización misma implica la disolución de la distinción entre sujeto y objeto. Si

la voluntad de poder es, sobre todo y antes que nada, aumento, esto quiere decir que

la entidad “sujeto” participa en la relación en la que participa “yendo más allá” del rol

que le corresponde por su categoría. Lo mismo ha de suceder con el “objeto”. Y es

que, en cuanto condición relacional, la voluntad de poder, al ser una conjunción

coordinada de los entes relacionados, supone también una transformación necesaria

de estos. En la voluntad de poder no solo el ente que es dominado muta a raíz de

aquella dominación; el ente dominador, dado que ha expandido sus dominios

relacionales al incluir entre estos un nuevo elemento, también cambia. Más aún: en

medio de la voluntad de poder, más que entes, lo puesto en relación son fuerzas.

Estas, en un marco de comprensión “humano” como el de Heidegger, se transforman

en “entes”, “objetos”, “sujetos”, etc.

En esta medida, la voluntad de poder expresa cómo es que el cúmulo de

fuerzas constitutivo de la existencia se compone en el incesante juego e intercambio

de las fuerzas mismas. Pero la voluntad de poder, en cuanto aumento, expresa

también cierto refinamiento. No hay que caer en el común equívoco que figura la

filosofía de Nietzsche como un alegato a favor del desafuero y la completa

desmesura. Las concreciones particulares de la voluntad de poder, es decir, los

órdenes relacionales de fuerzas específicos y en incesante constitución —no el

agregado de esos órdenes relacionales en cuanto expresión de la totalidad de lo

existente como voluntad de poder29—, no asimilan indiscriminadamente cada una de

las fuerzas “que se encuentran en su camino”; al contrario, precisamente por ser

voluntades de poder, asimilan o no las fuerzas potencialmente integrables según la

compatibilidad que tengan con el orden relacional que se está constituyendo, así

como la propia capacidad asimilatoria de tal orden —su poder—. Además, será la

29 Es en este sentido que Müller-Lauter (1992, pp.41-45) indica que la voluntad de poder es,

simultáneamente, una y muchas. Es una dado que todo lo habido es como voluntad de poder, pero

también es muchas porque esa totalidad que es voluntad de poder se expresa como voluntad de poder

en una serie incesante e inacabable de configuraciones concretas y particulares de órdenes de fuerzas.

La voluntad de poder en cuanto una, por tanto, exige la constitución de voluntades de poder múltiples

y diversas. En todo caso, precisamente porque todas las voluntades de poder son expresión de la

voluntad de poder, todo lo que es, es voluntad de poder.

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voluntad de poder integradora la que establezca “el lugar” que la nueva fuerza

integrada habrá de ocupar dentro de la estructura de fuerzas que se está configurando.

A todo este proceso de aumento o de voluntad de ser más de la voluntad de poder

Heidegger lo denomina “valorar”, pero sabemos que esa terminología se corresponde

más con la concreción “humana” de la voluntad de poder que con la forma en que

esta es en toda la existencia. Términos como “asimilar” o “repeler” —en caso de no

haber lugar a la asimilación por carencia de compatibilidad entre las fuerzas

potencialmente relacionables— son más ajustados a lo que la voluntad de poder es en

todo el devenir. Por esto, a la hora de determinar la voluntad de poder, dice

Nietzsche: “para que esta voluntad de poder pueda manifestarse, tiene que percibir

aquellas cosas que atrae; que ella siente, cuando se le acerca algo que es asimilable a

ella” (2010, FP 34[247]).

3.2. Sentimiento de poder, voluntad de poder y eterno retorno

El refinamiento de la voluntad de poder es un buen comienzo para

diferenciarla de una categoría previa dentro de la filosofía de Nietzsche: el

sentimiento de poder. Aunque Nietzsche menciona por vez primera tal concepto en

Humano, demasiado humano (§142), el grueso del desarrollo de tal término está en

Aurora, esto a pesar de que también hay ciertas determinaciones posteriores en La

gaya ciencia. El sentimiento de poder en cuanto fenómeno, a diferencia de la

voluntad de poder, es esencialmente humano. A su vez, al tratarse de un sentimiento

—o, también podría decirse, una sensación— es subjetivo: puede que aquel que se

sienta poderoso, que esté bajo el influjo del sentimiento de poder, no lo sea

realmente. Un impotente puede sentir que tiene poder; más aún: alguien puede ser

impotente ante el sentimiento de poder, pues puede verse superado por el ansia de ser

poderoso y sucumbir a tal deseo. Por eso, en relación con este sentimiento, Nietzsche

nos dice:

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87

Distíngase bien: quien desea lograr la sensación de poder30 recurre a todos los

medios y no desdeña ningún posible alimento para ella. Mas quien ya la tiene, ése

suele ser muy exigente y delicado en su gusto; es raro que algo le satisfaga

(Nietzsche, 2017, A §348).

Hay que distinguir, de tal modo, entre aquel que, cegado por la ambición, es

dominado por el ansia del sentimiento de poder y aquel que simplemente siente poder,

sin dejarse dominar por la sed de dominación que tal sentimiento puede acarrear. En

el primer caso, estamos, realmente, ante alguien impotente; en el segundo, mientras

tanto, ante un poderoso. Es interesante notar que para Nietzsche el poder verdadero

va de la mano con la mesura. De nuevo, el pensamiento nietzscheano le sale al paso a

las interpretaciones ligeras que pretenden asociarlo con el desafuero. El poderoso es

aquel que, aun sintiendo poder, logra contenerse y contener tal sentimiento. Así, su

exigencia ante el poder se vuelve refinada. No quiere dominarlo todo; tan solo desea

lo que está a su altura. En otras palabras, tal y como sucede con la voluntad de poder,

no aspira a todo, sino solo a lo que le es compatible y ajustado a su configuración.

Pero entonces, ¿cuál es la distancia entre la voluntad de poder y el sentimiento

de poder? La distancia, más allá del trasfondo afectivo que la palabra “sentimiento”

supone, se encuentra en que la noción de sentimiento de poder aún no ha alcanzado

las dimensiones cosmológicas que el concepto de la voluntad de poder sí tiene. En el

estadio del sentimiento de poder, la filosofía de Nietzsche es mucho más

emparentable con la de Stirner. Es cierto que en el período medio el pensamiento de

Nietzsche ya ha empezado su apertura al poder en la totalidad, más allá de lo humano.

Empero, el énfasis, entre todo el poder, se hace en la faceta humana de este. Así, no

es por nada que buena parte de las determinaciones relativas al sentimiento de poder

se encuentren en relación con aquello que Nietzsche denominó “gran política”.

La afectividad patente en el sentimiento de poder es aquello que Deleuze

destaca en Nietzsche y la filosofía. Para este autor, la afectividad del sentimiento de

poder persiste en la voluntad de poder. La afectividad, en buena medida, explica la

30 En este aforismo Jaime Aspiunza, traductor de la edición de Tecnos de Aurora, sacrifica la

homogeneidad de su traducción. La expresión que usualmente traduce como “sentimiento de poder” —

Gefühl der Macht— aquí la vierte como “sensación de poder”. A nuestro juicio, esta decisión merma

la calidad de su traducción.

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ordenación de las fuerzas dentro de una configuración orgánica en la que las fuerzas

inferiores y superiores trabajan unitaria y mancomunadamente. Entonces, aunque la

voluntad de poder es, ante todo, voluntad, también es afectividad. Este último punto

es interesante porque el poder se figura de forma tal que se corresponde con la

capacidad de ser afectado o de responder a diversidad de estímulos. Así, a mayor

rango de estímulos externos ante los cuales se puede responder internamente —desde

la organicidad—, mayor poder. En palabras de Deleuze: “la voluntad de poder se

manifiesta como un poder ser afectado” (2019, p.90). Aunque compartimos todos

estos comentarios en relación con la voluntad de poder, también creemos que Deleuze

olvida —o no menciona— precisamente aquello que queremos resaltar en esta parte

del movimiento; a saber: que el sentimiento de poder es adecuado para figurar el

poder humano, pero no la totalidad del poder. Para esto, tal y como efectivamente

sucedió en el Nietzsche del período de madurez, habrá que figurar el poder ya no

como sentimiento, sino como voluntad de poder31.

Tanto en las críticas que Nietzsche le plantea a la “gran política” como en el

aforismo de Aurora que hemos transcrito unas líneas arriba se evidencia una crítica

similar a aquella que Stirner les hace a los poseídos por las fantasmagorías. Aquel que

pretende a toda costa el poder está, a la larga, dominado por el ansia de alcanzarlo,

poseído por esta. El que siente el poder porque tiene poder, mientras tanto, gesta un

cultivo de sí que le permite, precisamente, dominarse y dominar su apetito de poder.

Es en esta relación entre su deseo de poder y su dominio de sí mismo y de sus

apetencias que, precisamente, sucede ese refinamiento que hemos referido. Pero todo

esto muestra, precisamente, que el sentimiento de poder en cuanto categoría

únicamente sirve para explicar el poder en su manifestación humana: si la ontología

de Nietzsche “tan sólo” se hubiese quedado en el sentimiento de poder no estaríamos

en un supuesto muy distinto al de la ontología en la inmanencia stirneriana.

31 Quien se encuentre más interesado en este asunto puede revisar Nietzsche y la filosofía,

especialmente el capítulo 11 de la sección segunda—“Activo y reactivo”—: “Voluntad de poder y

sentimiento de poder”.

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89

En la crítica a la “gran política”, las limitaciones del sentimiento de poder, así

como su similitud con la ontología en la inmanencia de Stirner, también son

evidentes. Veamos lo que Nietzsche dice al respecto en el aforismo 189 de

Aurora32—“De la gran política”—:

Por mucho que en la gran política también intervengan la utilidad y la vanidad de

individuos y de pueblos: la corriente que con mayor fuerza la impulsa es la necesidad

de sentir poder, que no solo puja en las almas de príncipes y poderosos, sino que de

vez en cuando, de fuentes inextinguibles, lo hace también en las capas inferiores del

pueblo, y no en escasa medida. Siempre acaba llegando la hora en que la masa está

dispuesta a jugarse la vida, la fortuna, la conciencia y la virtud para lograr ese su

placer supremo y, en cuanto nación victoriosa y tiránica, disponer a su arbitrio sobre

otras naciones (o creer que dispone). En esos brotan con tal profusión las sensaciones

de derroche, sacrificio, esperanza, confianza, aventura y fantasía que el príncipe

ambicioso o prudente y previsor puede desencadenar una guerra y endosar el

desafuero a la buena conciencia del pueblo. Los grandes conquistadores han llevado

siempre en la boca el lenguaje patético de la virtud: en derredor suyo siempre tenían

masas que se hallaban en estado de exaltación y solo querían escuchar el más

exaltado de los lenguajes (Nietzsche, 2017, A §189).

Hay que notar, antes que cualquier cosa, que en este aforismo alusivo a la gran

política el sentido de la expresión “sentimiento de poder” ha sufrido una importante,

aunque también sutil, variación. En el aforismo 348 veíamos que Nietzsche distinguía

entre aquel que está en la búsqueda del sentimiento de poder y aquel que ya lo tiene.

El primero, dijimos, está dominado por el deseo de obtener tal sentimiento; el

segundo ya lo tiene y lo domina acorde a su ser y su sentir. En el §189, mientras

tanto, Nietzsche admite que el impotente puede sentir poder o, mejor todavía, sentirse

poderoso. Este sentimiento, no obstante, no se corresponde con un poder verdadero.

Esto, precisamente, es lo que provoca la gran política: esta se sostiene sobre la ilusión

32 Otro aforismo importante para comprender el alcance de este término dentro de la obra nietzscheana

es el 481 del primer volumen de Humano, demasiado humano —“La gran política y sus daños”—. En

este, Nietzsche denuncia lo que para él es el más grande mal que la “gran política” le hace a la nación

que la abraza: el fervor que cada conciudadano, sea político o no, termina por destinarle a la patria. La

“gran política” es un mal trato porque, a cambio del poder político, el Estado sacrifica a sus mejores

individuos. Estos, en condiciones ideales, podrían dedicarse totalmente al cultivo de su genio; ahora,

sin embargo, por la enormidad del Estado que los cobija, tienen que dedicar parte de su ser a la causa

nacional y a los destinos de la nación. Un “gran país” no solo tiene políticos de tiempo completo: los

ciudadanos también son políticos de medio tiempo. Eso, para Nietzsche, es una desgracia (2014a, HdH

I §481).

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de poder que tienen los impotentes. En el aforismo 189, por tanto, el sentimiento de

poder se concibe de una forma pura y exclusivamente subjetiva. Precisamente es por

el hecho que en este caso el sentimiento de poder puede no corresponderse en

absoluto con un poder real que Nietzsche critica la gran política.

Pero también hay que reparar en el elemento de la gran política que más

inquieta a Nietzsche: la vulgarización del poder político al ponerlo, aparentemente,

en “las capas inferiores del pueblo”. Bajo estas condiciones, el poder político se

vulgariza porque se funda en la ilusión de poder de esas capas inferiores. Aquellas,

dado que creen tener poder cuando en realidad no lo tienen, se entregan

desaforadamente a la causa política. Debido a eso, incurren en lo que Nietzsche

resalta en relación con los que ansían el sentimiento de poder: se pierden a sí mismos

por andar buscando ser poderosos. Así, carecen del rasgo que distingue a los que sí

tienen poder: el dominio y refinamiento de la apetencia por este. Refinamiento que,

dicho sea de paso, redunda también en un refinamiento del poderoso. Y es que la gran

política también impide que esto suceda en el que verdaderamente tiene poder—“el

príncipe”—. Al legitimar su poder en el ánimo y sentir de las capas inferiores, lo

corrompe; es decir, lo hace también vulgar, a imagen y semejanza de las ínfulas no

refrenadas de sus gobernados. Ahora, hay que entender que en la gran política el

príncipe recurre a esta legitimación por motivaciones netamente estratégicas: ante una

probable “rendición de cuentas” podrá resbalar toda la responsabilidad en el “clamor

popular”. Es este rasgo el que, como ningún otro, da cuenta de la perversión de su

poder.

El acentuado interés de Nietzsche por lo político en el periodo medio —así

sea solo para reafirmar su postura antipolítica— se explica por el hecho de que, como

ya se mencionó, para ese entonces su pensamiento era más una ontología en la

inmanencia que una ontología de la inmanencia. Esto es lo que Walter Kaufmann

(2011) reconoce, así sea solo indirectamente, al afirmar lo que sigue sobre Aurora:

En Aurora el poder aún es, al igual que el miedo, un fenómeno psicológico. La

voluntad de poder, que irrumpe frecuentemente, aunque no en estos términos, sino en

otros, es considerada “humana, demasiado humana” y no es relacionada con el

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mundo animal, así como tampoco es entendida como una fuerza cósmica33 (2011,

p.189).

En el periodo medio, la voluntad de poder es “humana, demasiado humana”

porque Nietzsche es incapaz de representársela por fuera de los confines de lo

humano. Esta también es la razón por la que en tal periodo la “voluntad de poder” no

aparece bajo estos precisos términos, sino que lo hace, en la acepción más cercana a

lo que luego sería tal concepto, como sentimiento de poder. Que la voluntad de poder

aparezca como “sentimiento” y no como “voluntad” afecta, sin duda, su figuración.

Es así como, en cuanto sentimiento, la “voluntad de poder” de aquel entonces se

encuentra marcada por la subjetividad —lo que la ata a la noción de sujeto— y la

afectividad, tal y como destaca Deleuze (2019).

El exceso de “humanidad” del sentimiento de poder constituye una

insuficiencia, aunque no una deficiencia. Como figuración de la totalidad de lo

devenido es insuficiente porque, tal y como destaca Kaufmann, desconoce tanto el

resto no humano de lo orgánico como aquello que tradicionalmente hemos

denominado inorgánico34. A través del sentimiento de poder no nos será posible

determinar el poder más allá de su manifestación humana. Pero que el sentimiento de

poder sea insuficiente no quiere decir que sea deficiente: se trata de una adecuada

imagen de la voluntad de poder en cuanto voluntad humana. Esto no se expresa

únicamente en los aforismos que hemos referenciado en relación con la gran política

y el sentimiento de poder, también sucede en el §548 de Aurora —“El triunfo sobre

la fuerza”—. Aquí, aun cuando no la nombra, Nietzsche parece ocuparse de la

realización más refinada del sentimiento de poder: la disciplina del genio y, en cierta

manera, asceta. Al respecto dice:

33 La traducción es propia y desde el inglés.

34 Hay que recordar que, para Nietzsche, el mundo inorgánico no existe. Y no lo hace porque, al igual

que el mundo orgánico, es voluntad de poder. Por esto, en uno de los Fragmentos póstumos de 1885

escribe: “La voluntad de poder es la que guía el mundo inorgánico, o más bien […] no hay ningún

mundo inorgánico” (2010, FP III, 34[247]). También convendría tener en cuenta la asociación que

Nietzsche establece entre el mundo inerte y el vivo en el aforismo 36 de Más allá del bien y del mal.

Aquí, Nietzsche asume que, si se quiere comprender todo como voluntad, entonces se hace necesario

entender lo inorgánico como una forma previa de la vida en la que todas las fuerzas y pulsiones se

encuentran sintéticamente integradas.

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Si se para mientes en lo que hasta ahora se ha venerado como “espíritu

sobrehumano”, como “genio”, se llega a la triste conclusión de que en conjunto la

intelectualidad humana ha tenido que ser algo bastante humilde e insignificante: ¡tan

poco espíritu hacía falta para como quien dice sentirse notablemente por encima de

ella! ¡Ah, qué fama tan tirada, la del “genio”! ¡Qué rápido se levante un trono, se

hace costumbre adorarle! Se sigue doblando la rodilla ante la fuerza —viejo hábito de

esclavos—¡cuando lo único decisivo, si se quiere determinar el grado de veneración

digno, es el grado de racionalidad que haya en la fuerza: lo que hay que medir es

hasta qué punto la fuerza se ve superada por algo superior a lo que sirve como

herramienta y recurso! Mas para hacer esa medición hay todavía muy pocos ojos; es

más, en la mayoría de los casos se sigue considerando un sacrilegio pretender medir

al genio. Y así lo más hermoso tal vez siga teniendo lugar en la sombra y se hunda,

nada más nacer, en la noche eterna —me refiero al espectáculo de esa fuerza que un

genio emplea no en su obra sino en sí mismo en cuanto obra, es decir, refrenándose,

depurando su fantasía, poniendo orden en la afluencia de tareas e ideas para

seleccionar de entre ellas. El gran hombre sigue siendo invisible como una estrella

lejana en aquello que es más digno de veneración: su triunfo sobre la fuerza no tiene

ojos que lo vean, ni tampoco cantores ni cantos que lo celebren. Sigue sin estar

determinada la jerarquía de la grandeza de la humanidad pasada (2017, A, §548).

Para Kaufmann (2011), este aforismo demuestra que en el periodo medio

Nietzsche no había superado el dualismo por completo. Así, en vez de comprender lo

humano a través de una única categoría —la voluntad de poder—, se vale de dos que

son cualitativamente distintas y, por tanto, irreductibles entre sí: la razón y la fuerza.

Pero la interpretación de Kaufmann omite el apartado del aforismo que alude a la

fuerza que el genio emplea para dominarse y constituir su razón —“esa fuerza35 que

un genio emplea no en su obra sino en sí mismo en cuanto obra”36—. Si no lo

hubiese hecho, habría llegado a la conclusión de que la razón del genio se debe a la

fuerza que él mismo pone para sobreponerse a la fuerza en cuanto impulso

inmediato37. La razón, entonces, es reductible a la fuerza en cuanto forma y producto

35 Las cursivas son nuestras.

36 Tal y como destaca Kaufman (2011) a la base de toda la figuración sobre el poder patente en Aurora

está una reflexión sobre el modelo griego. Para Nietzsche, la sociedad griega representa

estructuralmente lo que la voluntad de poder es en cuanto voluntad de poder. En el marco de Aurora,

por lo tanto, el modelo e ideal griego de la mesura y la templanza se expresa en varias de las

manifestaciones del sentimiento de poder; sobre todo, lo hace en la voluntad del genio.

37 El error de Kaufmann puede deberse al hecho de que, al igual que Arthur Danto (2005), cayó en la

fabricación de La voluntad de poder gestada por la hermana de Nietzsche, Elisabeth Förster-Nietzsche.

Como se sabe gracias a la edición crítica de la obra de Nietzsche en cabeza de Giorgio Colli y Mazzino

Montinari, aunque Nietzsche proyectó una obra con dicho nombre, al final no la realizó, sino que en su

lugar escribió El anticristo y el Ecce Homo. La voluntad de poder puede dar la idea de que Nietzsche

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de esta; por tanto, no es cualitativamente distinta de ella. De tal modo, es una figura

posible —y la razón del genio, su más refinada expresión— de la fuerza humana y, en

consecuencia, es también una manifestación de la voluntad de poder-sentimiento de

poder. “El triunfo sobre la fuerza” es, más precisamente, el triunfo de la fuerza del

genio sobre la fuerza de sus impulsos inmediatos.

De hecho, vale la pena notar que, hasta cierto punto, el contenido del aforismo

548 de Aurora constituye un esbozo de lo que luego será el superhombre. Este, y de

nuevo tenemos la oportunidad de desmarcar a Nietzsche del lugar común que

interpreta su filosofía como si fuera una defensa de la fuerza bruta, es aquel individuo

notable capaz de encausar su vitalidad más allá de la satisfacción de sus deseos y

necesidades inmediatos. El superhombre, entonces, se vale de sus fuerzas

creativamente: figura una forma de mundo —expresada como arte— y lo hace con

buena conciencia; esto es, con conocimiento de causa y a través de su voluntad, no a

pesar de esta. El superhombre, en esta medida, es, hasta cierto grado, la

radicalización del genio. Este último, al igual que el superhombre, crea, pero su

creación puede aún anclarse en los valores pasados y, a raíz de ello, puede no ser

totalmente original. Es por esto por lo que el advenimiento del superhombre viene de

la mano de la transvaloración de todos los valores. Aquel requiere de esta para que

su creación sea genuinamente acorde con su voluntad de poder, sin depender de otras

voluntades no articuladas con su voluntad38. Todo esto hace que el “sentimiento de

tenía una noción última y definitiva de ese concepto cuando realmente, en el corpus nietzscheano,

aparece más como ensayo y conjetura. Más allá del bien y del mal es, quizá, el libro verdaderamente

publicado por Nietzsche que desarrolla de la forma más amplia dicho concepto.

38 Es vital destacar que, más allá de toda esta exposición, Nietzsche desestima el libre albedrio. Así,

no es distintivo, ni del genio ni del superhombre, que sean libres, si por eso entendemos que son

capaces de decidir “por sí mismos” sus acciones. Lo fascinante de estos notables individuos no reside

en el hecho de que sean dueños de su destino: se trata, más bien, de que son capaces de entregarse a las

fuerzas que, precisamente, los hacen notables. En esta medida, podría decirse que los genios y

superhombres se dejan moldear por las pulsiones adecuadas para la gestación de su creatividad. Su

habilidad, la razón de su genio, es ponerse en los escenarios adecuados para que estas fuerzas hagan de

sí los individuos notables que han de ser, aun cuando este ponerse ni siquiera dependa de ellos. Por

esto, en un fragmento póstumo posterior a Aurora, Nietzsche escribe lo que sigue: “Que algo sea

siempre de tal y cual manera es interpretado (…) como si un ser, a consecuencia de una obediencia a

una ley o a un legislador, actuara siempre de tal y cual manera, mientras que, prescindiendo de la “ley”

tendría la libertad de actuar de otro modo. Pero precisamente ese “así y no de otro modo” podría

provenir de ese ser mismo, que no se comportaría de tal y cual manera sólo respecto de una ley, sino

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poder” enunciado en Aurora sea un concepto sumamente fructífero: no solo es el

preludio de la voluntad de poder, sino que, en tanto forma humana de esta, también lo

es del superhombre y la transvaloración de todos los valores. El “sentimiento de

poder”, al igual que Aurora, es el germen del corazón del pensamiento de madurez de

Nietzsche. Ya hemos dicho que este germen, sin embargo, es más una ontología en la

inmanencia que una ontología de la inmanencia. El desarrollo del período de madurez

podría explicarse a través del tránsito de la una a la otra.

En este punto, ya que hemos vuelto a mencionar la ontología en la inmanencia

y la ontología de la inmanencia, cabe hacer una aclaración: que hayamos dicho que la

filosofía del período medio, al igual que la de Stirner, constituye una ontología en la

inmanencia, no supone ninguna clase de compromiso en relación con la extensa

polémica sobre la posible influencia de Stirner en Nietzsche39. No pretendemos

afirmar que Nietzsche leyó El único y su propiedad y mucho menos que dicha lectura

lo influenció profundamente. Antes bien, lo que en este caso queremos realizar es un

ejercicio que, por lo menos a nuestro juicio, es mucho más valioso filosóficamente.

No es nuestra intención llevar a cabo un ejercicio de erudición filosófica y presentar

todas las posturas que es posible encontrar en relación con esta polémica para, acto

en cuanto constituido de tal y cual manera. Esto quiere decir simplemente: algo no puede ser también

algo diferente, no puede hacer ora esto ora lo otro, no es ni libre ni no libre, sino precisamente de tal y

cual modo. El error está en la introducción imaginaria de un sujeto” (2008, FP IV, 2[142]).

39 Los comienzos de esta polémica pueden rastrearse hasta los tiempos en que Nietzsche aún estaba

vivo, aunque incapacitado por su enfermedad. En 1891, Eduard von Hartmann, seguramente ofendido

por la aguda crítica que Nietzsche hizo de su Filosofía del Inconsciente, sostuvo que el pensamiento de

este autor no era original, sino que bebía, casi hasta el plagio, de la influencia de Stirner, razón por la

cual convenía volver la mirada a la filosofía de este último antes que a la de Nietzsche (Bishop, 2006).

El debate en relación con este asunto se diluyó con el tiempo, pero aún ahora continúa siendo motivo

de discusión. Autores tan diversos como Thomas Brobjer (2003) —quien cree que la posibilidad de

una notable influencia de Stirner en Nietzsche es bastante remota— y Deleuze (2019) —quien

considera que, a pesar de que Stirner fue el más agudo de los dialécticos, causó una impresión

fundamentalmente negativa en Nietzsche— han dado su veredicto en relación con esta cuestión. En

cualquier caso, los argumentos son siempre los mismos: quienes, como Brobjer, sostienen que Stirner

no influenció a Nietzsche, se aferran a que este último jamás lo mencionó ni en sus obras ni en su

correspondencia conocida; mientras tanto, los que arguyen que sí lo influenció hacen lo propio con una

declaración de Franz Overbeck, buen amigo de Nietzsche. Según aquel, Adolf Baumgartner, alumno

de Nietzsche en Basilea, leyó El único y su propiedad por recomendación de su maestro. En los

registros de la biblioteca de esta ciudad es posible encontrar un préstamo a Baumgartner en 1874. Sin

embargo, no hay ningún registro de algún préstamo a Nietzsche.

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95

seguido, presentar la nuestra. Lo que deseamos, más bien, es dar cuenta de una

afinidad temática entre dos autores —que muy posiblemente nunca supieron de la

existencia el uno del otro40— a través del modo en que concibieron el poder. Bajo

estas condiciones, el ejercicio es similar a una constelación benjaminiana (2007): la

intención es iluminar una nueva posibilidad dentro del conocimiento a través de una

asociación motivada por una investigación con una perspectiva que, precisamente, es

la que da forma a la constelación configurada.

Veamos ahora lo que nos lega la constelación que emerge al relacionar a

Stirner y Nietzsche a través del poder. Como ya se dijo, el vínculo entre estos dos

autores es más evidente en el periodo medio de Nietzsche. En esa instancia, la figura

de la filosofía de tal autor es más cercana a la ontología en la inmanencia que a la

ontología de la inmanencia. A partir del sentimiento de poder, Nietzsche no puede

figurarse el desarrollo del poder en formas de ser distintas a la humana. El hecho de

que todos los casos que Nietzsche presenta en Aurora sobre el sentimiento de poder

sean humanos no es una mera coincidencia, sino una consecuencia necesaria de la

determinación del poder como sentimiento. Esta circunstancia es la que emparenta a

Nietzsche con Stirner. El único, la entidad poderosa del devenir para el pensamiento

stirneriano, se asemeja en múltiples aspectos a la expresión última del poder

“humano” en la filosofía de Nietzsche: el superhombre. Pero también hay diferencias,

sin lugar a duda. Estas se deben a que, a diferencia de lo que sucede con la filosofía

de Stirner, la de Nietzsche en el período medio guarda la potencia de la ontología de

la inmanencia. En la representación del sentimiento de poder emergen características

que dan cuenta de lo que va a ser luego la voluntad de poder.

El único y el superhombre comparten ciertas características. Así, por ejemplo,

ambos se erigen sobre la necesidad de criticar y superar todas las mistificaciones

morales del pasado. El único, en cuanto individuo que asume su condición de nada

creativa que se constituye a sí misma, debe renunciar a toda determinación exógena.

Esto, sin duda, incluye todo precepto moral impuesto por la sociedad. El

40 En el caso de Stirner, esta posibilidad en realidad es una certeza. Para la fecha de su muerte —

1856— Nietzsche solo tenía 12 años.

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superhombre, en idéntico sentido, al ser el transvalorador de todos los valores, debe

liberarse de todos los valores y de la moral para así constituir su modo particular de

figurar la existencia y valorar. La exteriorización de esta singular figuración es la

obra de arte; en esta, la valoración se presenta como hacer concreto: es, a la larga, la

realización del cúmulo de fuerzas que el superhombre, como transvalorador y vórtice

de una voluntad de poder específica, conjuga. En el aforismo 9 del “Prólogo de

Zaratustra” este convoca “a los creadores, a los recolectores, a los festejadores”

(2016a, AHZ, §9) precisamente porque, en cuanto precursores del superhombre, dan

fe de la potencia creativa de la que luego habrá de valerse este. Que Nietzsche, en

boca de Zaratustra, solo convoque a ciertos tipos particulares de individuos y no a

todos los individuos da cuenta de cierto temple aristocrático del superhombre. Dado

que Nietzsche asume que a la base de todas las relaciones está la competencia, es

apenas natural que entre todos los humanos solo los más competentes sean dignos de

ser los superhombres.

Hay que decir, también, que ambos autores son particularmente antipolíticos.

Ninguno de los dos escatima palabras en contra del Estado. Así, en relación con este,

en uno de los diálogos de Así habló Zaratustra —“Del nuevo ídolo”—, Nietzsche

dice: “Estado se llama al más frío de todos los monstruos fríos. También miente con

toda frialdad y esa mentira se desliza de su boca: ‘yo, el Estado, soy el pueblo’”41

(2016a, AHZ, p.98). Por su parte, Stirner, en relación con esta misma entidad, lanza la

siguiente declaración:

Pueblo quiere decir el cuerpo; Estado, el espíritu de aquella persona dominadora que

me ha oprimido. Se ha querido glorificar a pueblos y a Estados al ampliarlos e

identificarlos con la “humanidad” o la “razón universal”; pero con esa ampliación la

41 No hay que olvidar, sin embargo, que Nietzsche también le encuentra cierta utilidad al Estado. Así,

por ejemplo, en el aforismo 224 del primer volumen de Humano, demasiado humano (2014a),

reconoce que el Estado en cuanto institución garantiza la supervivencia de la comunidad. En su seno se

gestan dos tipos de temperamentos: los fuertes, con principios rígidos y constantes, que perpetúan el

dogma del Estado y, por tanto, son guardas de su subsistencia y los débiles, indecisos pero creativos,

que abren una herida en la dureza de la coraza estatal y dan lugar a la renovación de esta. Ambos

temperamentos se complementan y son necesarios para perpetuar la vida del Estado. Hay que ver,

además, cómo esta comprensión de Nietzsche da cuenta de la forma orgánica en la que aprehende la

realidad. Los individuos aparecen como órganos que cumplen con funciones específicas dentro de la

comunidad. La totalidad que reúne todos esos órganos es, precisamente, el Estado.

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servidumbre se intensifica y los filántropos y humanitaristas son señores tan

absolutos como los políticos y los diplomáticos (2013, p.300).

Para Stirner, entonces, el Estado no es distinto de cualquier otra

fantasmagoría. Como la religión o la familia, obliga al individuo a renunciar a sí

mismo, lo aliena de su singularidad. Este alegato en contra de la política se

corresponde casi por completo con el que Nietzsche hace en el periodo medio. Tal y

como vimos, el principal problema de la “gran política” de Bismarck reside en que se

alimenta del ansia de poder —“sentimiento de poder”— del impotente. Además, en el

burdo espectáculo que ofrece, enajena al individuo: entre el cultivo de sí y el fervor

por una causa nacional, lo hace elegir esto último y lo echa a perder. El individuo no

es más individuo; por el contrario, se hace instrumento —militante— de una causa

que lo consume, que exige su completa entrega. Por eso, al estudiar el particular

sentimiento antipolítico que marca este período del pensamiento nietzscheano, Jesús

Conill Sancho destaca que:

En esta época encontramos en la obra de Nietzsche una crítica de las instituciones

modernas, como el Estado, y sus formas democráticas, especialmente porque en las

ideas modernas detecta un “plebeyismo” y una despersonalización, que destruyen las

fuentes de energía vital en función de la nivelación, la igualación, la seguridad y el

bienestar (2007, p.176).

Pero estas similitudes en el sentir antipolítico de ambos autores no deben

engañarnos: las consecuencias de uno y otro planteamiento difieren

considerablemente entre sí. Y, como ya se dijo, la principal razón de esta diferencia

se encuentra en que la filosofía de Nietzsche es ya, contrario a la de Stirner, una

ontología de la inmanencia en potencia. Nietzsche no aspira, como sí lo hace Stirner,

a la disolución del Estado; anhela, más bien, su radical transformación, quizá hasta el

punto de hacerlo irreconocible. Este proyecto de reconfiguración del Estado queda

patente en las últimas notas de los Fragmentos póstumos; sobre todo, en la primera

del último cuaderno. Esta nota no tiene el nombre más afortunado: “la gran política”.

Decimos esto porque, precisamente, aquel fue el epíteto a través del cual Nietzsche

aludió a esa política teatral y vulgar que era la de Bismarck. Su “gran política”, por su

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parte, es todo menos eso. Habría sido mejor, quizá, denominarla “política del

porvenir”.

¿En qué consiste la “gran política” de Nietzsche? Consiste en una

organización comunitaria —¿en verdad aún cabría denominarla “estatal”? — que

renuncia al derecho y, por tanto, asume con toda la transparencia del caso su

estructuración a través de la voluntad de poder. Las relaciones de poder, necesarias

para la articulación de cualquier sociedad, ya no aparecen medidas por el derecho,

sino que, tal y como destaca Conill Sancho (2007) se expresan directamente, tal y

como ellas son en realidad. Al formular esto, Nietzsche espera disolver ese recurrente

antagonismo entre el Estado y la cultura42. Si, realmente, vale la pena seguir

llamando Estado a aquello que Nietzsche prefigura en su “gran política”, cabría

atribuirle que como Estado es cultura. Su función no es ya garantizar el bienestar y la

seguridad de los ciudadanos. Para Nietzsche, la humanidad ha alcanzado una

instancia en la que esto ya se da por descontado, aún sin Estado-nación que lo

garantice. La política, si es que quiere ir más allá de sí misma, consumarse, debe

ahora procurar hacer de los hombres superhombres, cultivarlos, hacerlos lo

suficientemente robustos como para que sean creadores, para que hallen ellos mismos

los valores que han de marcar la pauta de su acción y de su arte. Todo este proyecto

coincide con el hecho de que para Nietzsche “las más significativas manifestaciones

de la voluntad de poder (…) se sitúan en las grandes proezas intelectuales, en el arte y

la religión, en la ciencia, la moral y la filosofía” (Nehamas, 2002, p.47). La gran

política de Nietzsche, entonces, consiste en la promoción de estas voluntades de

poder particulares a través del Estado, no en el sofocamiento de aquellas a través de

este último.

Puesta en perspectiva, la aspiración “política” de Stirner se nos hace ahora

modesta. Con la asociación de egoístas no está buscando una humanidad renovada; a

lo sumo, aspira a una humanidad desatada, que no desarraigada. La modestia de la

42 Es por esta razón que, contrario a Conill Sancho (2007), no consideramos que valga la pena hablar

de un “giro político” en el Nietzsche de madurez. Antes bien, nos parece que detrás de este desarrollo

se esconde la siguiente sentencia: la culminación de la política es el final de lo político o, lo que es lo

mismo, dar rienda suelta a la cultura.

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apuesta de Stirner se debe a que, como en su filosofía el único es lo exclusivamente

poderoso, no es mucho lo que se exige de él: basta con que se asocie para la

consecución de sus fines, pero la naturaleza de estos, si son loables o no, poco

importa. Además, que el pensamiento de Stirner “solo” sea una ontología en la

inmanencia también provoca cierta ingenuidad en la representación que hace del

poder. A diferencia de Nietzsche, Stirner no pone a la base de la relación de poder el

antagonismo, sino la cooperación. Por esto, en Los recensores de Stirner, dice:

Desde luego que en la competición cada uno está aislado, pero si un día la

competición se viene abajo, porque se habrá comprendido que la cooperación es más

provechosa que el aislamiento, ¿en las asociaciones no seguirá siendo egoísta cada

uno y buscando su propio provecho? Me objetarán que uno busca su provecho a

expensas de los demás. Sí, pero cuando no sea a expensas de los demás, será, para

empezar, solamente porque los demás ya no querrán ser tan memos como para

permitirle a uno que viva a expensas de ellos (2020, p.135).

Nietzsche, como ya mencionamos, pone a la base de las relaciones de poder

entre los humanos la competencia. La cooperación es una posibilidad que emerge

puestos en medio de la competición. Ante la imagen de un rival que nos es más o

menos igual en fuerzas y en razón —que no es sino otra cara de la fuerza— acudimos

a acuerdos o argucias que perpetúan nuestra posición y subsistencia. Pero, en todo

caso, es por la rivalidad que emerge la posibilidad misma de asociarse. Es ante la

perspectiva de otro que puede lastimarme que acudo a la cooperación para,

precisamente, poder competir.

No solo por lo antedicho es que las perspectivas antipolíticas de Nietzsche y

Stirner se diferencian. El factor más relevante tiene que ver con el hecho de que la

asociación de egoístas solo riñe con otras asociaciones semejantes —pues solo ellas,

por sus miembros, son los reductos del poder—; la “gran política” de Nietzsche y no

de Bismarck, por su parte, se encuentra con el poder en todas partes, y es por esto

por lo que no le basta con ser una vulgar forma del poder. En lo orgánico, Nietzsche

encuentra una configuración armónica y bella del poder. Que existan configuraciones

así se convierte en una exigencia para el orden social y también para el individuo que

lo constituye: no basta que el poder se geste de cualquier forma; debe hacerlo de

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100

modo tal que en su realización sea también bello y armónico. Incluso, si es posible,

superior al orden del resto de las voluntades de poder. Por esto es que Nietzsche

sueña con una humanidad nueva y distinta que es aquella del superhombre. Hasta

ahora, ningún orden social le ha hecho justicia a la enormidad de fuerza que es el

mismo cosmos. En relación con el superhombre y sus antecesores, en Así habló

Zaratustra, Nietzsche expresa:

Vosotros, los solitarios de hoy, vosotros los apartados, debéis llegar a ser pueblo

algún día. A partir de vosotros, los que os habéis elegido a vosotros mismos, debe

crecer un pueblo elegido: —y de él, el superhombre. / ¡En verdad, la tierra aún debe

llegar a ser un lugar de sanación! ¡Y ya hay un nuevo aroma envolviéndola, un aroma

que trae la salud, —y una nueva esperanza! (2016a, AHZ, De la virtud que hace

regalos, §2).

Dicho todo esto, corresponde hacer el tránsito del sentimiento de poder a la

voluntad de poder. Para llevarlo a cabo, vale recapitular muy brevemente los

hallazgos que hemos alcanzado sobre el sentimiento de poder. Así, nos hemos

encontrado con que este concepto se encuentra dominado por la subjetividad y,

correlativamente, por la afectividad. A raíz de esto, dijimos que el sentimiento de

poder se encuentra más cerca de una ontología en la inmanencia que de una ontología

de la inmanencia. ¿Qué es lo que cambia con la voluntad de poder que nos permite

afirmar que esta no es una ontología en la inmanencia, sino una ontología de la

inmanencia? Esto es lo que exploraremos ahora.

A nuestro juicio, la determinación más consistente de la voluntad de poder en

cuanto concepto se encuentra en uno de los fragmentos póstumos de 1885. En este —

que por su importancia transcribiremos íntegramente—, Nietzsche dice lo que sigue:

¿Y sabéis que es para mí «el mundo»? ¿Tengo que mostrároslo en mi espejo? Este

mundo: una enormidad de fuerza, sin principio, sin fin, una grandiosidad sólida y

férrea de fuerza, que no aumenta ni disminuye, que no se gasta, sino que sólo se

transforma, en cuanto todo inmutablemente grande, una economía sin gastos ni

pérdidas, pero asimismo sin crecimiento, sin ingresos, envuelto por la “nada” como

por un límite, nada que se desvanezca, que se disipe, nada infinitamente extenso, sino

en cuanto fuerza determinada, colocada en un espacio determinado y no en un

espacio que estuviera “vacío” en alguna parte, antes bien en cuanto fuerza por todas

partes, en cuanto juego de fuerzas y ondas de fuerza, a la vez uno y “múltiple”,

creciendo aquí y a la vez disminuyendo allá, un mar de fuerzas que se precipitan

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sobre sí mismas y se agitan, cambiando eternamente, refluyendo eternamente, con

enormes años de retorno, con un flujo y reflujo de las configuraciones, pasando desde

las más sencillas a las más variadas, desde lo más tranquilo, rígido, frío a lo más

ardiente, salvaje, contradictorio consigo mismo, y luego de nuevo volviendo desde la

plenitud a lo simple, desde el juego de las contradicciones al placer de la armonía,

afirmándose a sí mismo incluso en esta igualdad de sus trayectorias y años,

bendiciéndose a sí mismo como aquello que tiene que retornar eternamente, como un

devenir que no conoce saciedad, disgusto, cansancio alguno—: este es mi mundo

dionisiaco del eterno crearse-a-sí-mismo, del eterno destruirse-a-sí-mismo, el mundo

del misterio de la doble voluptuosidad, mi más allá del bien y del mal, sin meta, a no

ser que la meta consista en la felicidad del círculo, sin voluntad a no ser que un anillo

tenga buena voluntad consigo mismo—¿queréis un nombre para este mundo? ¿Una

solución para todos sus enigmas?, ¿una luz también para vosotros, los más

escondidos, fuertes, intrépidos, sombríos? —Este mundo es la voluntad de poder—¡y

nada más! ¡Y también vosotros mismos sois esta voluntad de poder—y nada más!

(Nietzsche, 2010, FP III, 38[12]).

Nos equivocaríamos si describiésemos el contenido formal de este fragmento

como el de un sistema. Si dijésemos esto, degradaríamos la voluntad de poder a la

razón y, por tanto, estaríamos confundiendo a aquella —la voluntad de poder— con

una de sus manifestaciones —la razón—. El dominio de Hegel, no el de Nietzsche,

son los sistemas, así que mal haríamos en determinar la voluntad de poder como el

concepto que da orden a un sistema. ¿Qué es, entonces, aquello de lo que Nietzsche

habla en este fragmento? Es la fuerza misma. Y, antes que ser sistema, esta es una

totalidad orgánica, y decir totalidad orgánica es también decir conformación. La

voluntad de poder, en cuanto flujo y reflujo de fuerzas, es articulación y

desarticulación —para una nueva articulación— de lo que se configura. Como este

rasgo no es exclusivo de lo vivo, Nietzsche extiende la voluntad de poder a todo lo

inerte y con ello a todo lo que acaece (2016b, MBM, §36).

Pero, como ya lo anticipaba el sentimiento de poder, la conformación no solo

se hace a partir de la integración de las fuerzas compatibles, sino también a través de

la repulsión de las fuerzas discordantes. Por esto, la voluntad de poder es también un

desgarro, es la individuación que emerge como producto de una configuración, pero

también de una ruptura con las fuerzas opuestas repelidas. Es por esto que Nietzsche

define la voluntad de poder como un eterno movimiento: es el flujo y el reflujo de las

fuerzas que, no contentas con su dominio, con las fuerzas que han integrado y

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evitado, se lanzan a la búsqueda de unas nuevas y en este lanzarse aumentan su poder.

En la integración —así como también en la dislocación—, la fuerza integradora no se

mantiene incólume, sino que ve transformado su ser como fuerza a raíz de la potencia

nueva que integra y que hace parte de su sí, aun cuando este sea volátil y cambiante

(Müller-Lauter, 1992, pp.39-40).

El aspecto diferencial de la voluntad de poder, al comparársele con el

sentimiento de poder, es su no dependencia de subjetividad alguna. Este, de hecho, es

el factor determinante que permite que la voluntad de poder ya no sea “tan solo” una

ontología en la inmanencia —como lo era el sentimiento de poder—, sino una

ontología de la inmanencia. Como la voluntad de poder ya no tiene por qué referir a

sujeto alguno, entonces puede dar cuenta de la actividad de las fuerzas constitutivas

de los entes que comúnmente han sido designados como objetos. Con esto, contrario

a lo que sucedía con el sentimiento de poder, la voluntad de poder logra ir “más allá”

de su faceta humana y abre la perspectiva del pensamiento nietzscheano a la totalidad

de la existencia y lo devenido. El sentimiento de poder tiene al humano que lo siente

como nodo desde el cual se expresa el poder —o, cuando menos, al sentimiento, si se

trata de un impotente que cree tener poder, que expresa su poder como impotencia—,

es en este sentido que afirmamos que se afinca sobre la subjetividad. La voluntad de

poder, en contrapartida, tiene como nodo a las fuerzas mismas. Como estas no solo

conciernen a lo humano, sino que son el tejido a través del cual se entreteje toda la

existencia, permiten obtener una imagen de todo lo que es. El foco a través del cual se

obtiene esta imagen es la voluntad de poder. Tal es el motivo por el que ella

constituye una ontología de la inmanencia.

Pero las fuerzas no solo son los nodos en la voluntad de poder: también son la

potencia que provoca el enlace o el vínculo entre estos. Así, en cuanto nodos y

enlaces, las fuerzas son los presupuestos de la individuación de todas las entidades

articuladas en el existir. Esta doble determinación de la voluntad de poder es la que

hace que esta no precise de otro concepto para constituirse como ontología de la

inmanencia. La voluntad de poder, por sí sola, da cuenta del ser de todo lo que

existe. Esto es así porque expresa tanto las individuaciones constituidas —

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conservación— como el impulso por el cual estas se constituyen e interactúan entre sí

—aumento— (Heidegger, 2018, pp.170-171). En sus individuaciones constituidas, las

fuerzas aparecen como nodos, es decir, como agregados ya constituidos, como todos

orgánicos sujetos a una voluntad de poder particular que les otorga consistencia y

estabilidad. En el constituirse mismo, mientras tanto, las fuerzas se expresan no ya

como nodos, sino como enlaces; es decir, como afinidades e incompatibilidades que

provocan los agregados orgánicos y su potencial disolución —al consumarse nuevas

afinidades e incompatibilidades que se corresponden con organicidades nuevas—.

Aquí, el devenir se expresa propiamente como devenir, como incesante movimiento.

El énfasis ya no se pone en la singularidad de las individuaciones orgánicas

constituidas, sino en el movimiento mismo por el que estas son. Todas las voluntades

de poder particulares son ese movimiento, sin excepción. Más allá de sus

especificidades, comparten como rasgo el que han llegado a ser gracias a esa

inacabable conformación y dislocación de las fuerzas. Ese conformarse y dislocarse

es lo que la voluntad de poder es en general: “es el principio de la síntesis de las

fuerzas” (Deleuze, 2019, p.74). Este es el motivo por el que Nietzsche es

especialmente crítico con el estático principio de autoconservación de Spinoza:

El principio de Spinoza sobre la autoconservación tendría propiamente que ponerle

un término a la alteración: pero el principio es falso, lo contrario es verdadero.

Justamente en todo viviente es sumamente claro que lo hace todo para no

conservarse, sino para llegar a ser más… (2008, FP IV, 14[123]).

El aparte apenas transcrito nos lleva al otro punto álgido de este

planteamiento: la relación entre el eterno retorno y la voluntad de poder. Vale, en este

punto, hacerse una pregunta difícil: ¿cómo habremos de conciliar que la voluntad de

poder exija del devenir la aspiración de “llegar a ser más” con la hipótesis que plantea

que toda resolución de lo habido en el universo no hace más que volver a su

comienzo? Una forma posible de responder esta pregunta es evitándola. En efecto, se

puede sostener, tal y como lo hace Heidegger (2002, pp.222-233) al comentar la

primera formulación del eterno retorno en el §341 de La gaya ciencia en su Nietzsche

, que el eterno retorno de lo mismo en Nietzsche es, más que nada, un recurso que

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permite afirmar la vida efectivamente vivida. Así, la creencia de que “esta vida, tal

como la vives ahora y tal como la has vivido, la tendrás que vivir una vez más e

incontables veces más” (Nietzsche, 2014b, GC, §341) implicaría para aquel que la

cree el deseo de vivir una vida que, en su conjunto valga la pena de ser vivida. De

hecho, tanta pena tendría que valer la vida vivida, que habría que estar dispuesto a

acometerla infinitas veces; esto porque, conforme a la doctrina del eterno retorno, el

curso del tiempo no haría otra cosa que envolverse sobre sí, repetirse volviendo en

cuanto tiempo. Irremediablemente volveríamos a nuestra vida tal y como la hemos

vivido y, puestos en este escenario, desearíamos que esta interminable repetición

fuese lo más valiosa posible. No se trata aquí, en sentido estricto, de una vida con el

mayor placer posible; más bien, se trata de una vida heroica.

Pero nosotros no creemos que la doctrina del eterno retorno de lo mismo sea

solamente el recurso a partir del que Nietzsche instara una afirmación de la vida que

se vive. Sin duda, tal doctrina es eso, pero también es un postulado que Nietzsche

juzgaba, cuando menos, posible. Por eso, tal y como destaca Mazzino Montinari

(2003), “que la hipótesis del eterno retorno de lo mismo se encontrase, por así decirlo,

en el límite del conocimiento científico (…) satisfacía la ‘pasión del conocimiento’ de

Nietzsche” (p.112). Es cierto que Nietzsche jamás se comprometió con la verdad del

eterno retorno; de hecho, en relación con esta doctrina, “en los manuscritos, la certeza

y la duda se alternan” (p.112). Sin embargo, esta falta de certeza no excluye el

estrecho vínculo entre el eterno retorno y la cosmovisión nietzscheana: aquel no es

solo la hipótesis que, en cuanto tal, permite al que la piensa preguntarse por el valor

de lo vivido, sino que también es un reflejo, incluso una consecuencia, de la particular

manera en la que Nietzsche concibió el sucederse de la existencia.

En cuanto asumimos la posibilidad del eterno retorno, la “pregunta difícil” no

puede evitarse más: ¿cómo conciliarlo con la voluntad de poder? La sola posibilidad

de esa doctrina exige que presentemos cómo es que es compatible con la voluntad de

poder. Si esta convoca todas las fuerzas a ser más de lo que ya son, ¿cómo es que en

esta apetencia por ser más terminan plegándose en su comienzo? La respuesta a esta

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pregunta, aunque ello parezca paradójico, se encuentra en la voluntad de poder

misma.

Para entender por qué la doctrina del eterno retorno en cuanto posibilidad se

encuentra inscrita dentro de la voluntad de poder, volvamos a Montinari y a su

presentación de este concepto. Sobre el eterno retorno, Montinari indica que este

descarta de pleno la idea de un dios creador y protector del universo. Así, se hace

fundamental “el vínculo íntimo que une el eterno retorno, en calidad de proceso

cósmico circular, a la negación del dios creador de los cristianos, cuya muerte

Nietzsche anunciaría en La gaya ciencia” (2003, p.110). La doctrina del eterno

retorno descartaría la posibilidad de un dios creador debido a que pondría “la causa”

de la totalidad de la existencia en la existencia misma. Más aún, ni siquiera pondría

“la causa” de la totalidad de la existencia en un elemento particular del existir, sino

que sería la existencia en cuanto totalidad orgánica su propia causa. De este modo,

entonces, la doctrina del eterno retorno emerge como uno de los pathos posibles de la

voluntad de poder. En el marco de una existencia que es ella misma la condición de

su conservación y aumento —tal y como lo establece la voluntad de poder al ser esta

configuración y reconfiguración del devenir—, uno de los cursos posibles del flujo

del devenir es el ciclo, “la felicidad del círculo”. En estas condiciones, que el devenir

se pliegue en su principio y que se haga una vuelta de sí no constituiría contradicción

alguna con la voluntad de poder, esto porque el final del ciclo no sería tal retorno,

sino que esta vuelta estaría acompañada por una recurrencia del flujo. De hecho, una

vez puestos en el pathos posible de la voluntad de poder que es el eterno retorno, se

hace contradictorio aludir a un comienzo preciso y objetivo, a un origen del existir.

En “la felicidad del círculo” cualquier punto puede ponerse como origen o comienzo,

puesto que todos los instantes se encuentran marcados por su inevitable recurrencia.

Poner una instancia de la existencia como inicio sería, por tanto, un gesto meramente

arbitrario.

Al comprender que la doctrina del eterno retorno es un modo posible de una

existencia que es ella misma su sustrato queda claro que tal doctrina y la voluntad de

poder son, de hecho, términos correlativos o complementarios. Con el eterno retorno

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106

la imagen de la ontología de la inmanencia nietzscheana queda por fin completa: no

solo se nos muestra el devenir en cuanto flujo, sino que también se nos indica un

pathos —aunque sea solo posible— de este flujo. El eterno retorno responde a la

pregunta por el “destino” de la voluntad de poder; de hecho, en cuanto respuesta, es la

más congruente con lo que aquella es en cuanto conservación y aumento de lo

devenido. El eterno retorno es también la incesante vuelta de la apetencia constitutiva

del configurar y refigurar de las fuerzas. Como estas se encuentran con “una

grandiosidad sólida y férrea de fuerza, que no aumenta ni disminuye” y que tampoco

tiene comienzo ni fin, se impone la repetición de lo devenido, repetición que no es

más que la recurrencia de la voluntad de poder y, a su vez, la reafirmación de que esta

siempre ha sido y siempre será. Lo meritorio del eterno retorno de Nietzsche es que

instaura un telos que no termina con la existencia, sino que la renueva. Por esto es

que Ramón Pérez Mantilla (2000), al comparar el eterno retorno de lo mismo con el

telos del espíritu hegeliano, afirma que: “[con el eterno retorno] el devenir tiene ser,

no para desembocar en algo dejando de ser devenir, como en Hegel, sino para no

dejar de ser en cuanto devenir”(pp.17-18)

***

En Nietzsche, la muerte de dios es también la muerte de la metafísica. Todo

pensador que pretenda aprehender el pensamiento nietzscheano sin asumir esta

consecuencia será incapaz de dimensionar la radicalidad de tal pensamiento.

Heidegger (2018), al interpretar metafísicamente a Nietzsche, incurre en esta

deficiencia. El análisis que presenta en La frase de Nietzsche “Dios ha muerto” sobre

el rol de este en la metafísica occidental, aunque interesante y aclaratorio del proyecto

heideggeriano en relación con la pregunta por el ser, es una prueba de este problema.

Hay que reconocer, no obstante, y quizá en defensa del mismo Heidegger, que la

muerte de Dios en cuanto final de la metafísica es un evento metafísico en sí mismo.

Puede que por esto en el §125 de La gaya ciencia la muerte de dios aparezca como un

acontecimiento crítico y siniestro: como fin de la metafísica, es insuficiente por no ser

un nuevo inicio. Como cierre, no es ya el comienzo de una ontología sin metafísica.

Puede que este rasgo ambivalente del pensamiento de Nietzsche explique por qué, al

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pretender dar cuenta del darse de la existencia, usó el término “voluntad” —una

expresión vital dentro de toda la metafísica y psicología moderna— en la voluntad de

poder (Sloterdijk, 2000, p. 100).

Al tener esto en mente, la filosofía nietzscheana se revela como un proyecto

que se ocupa de la siguiente pregunta: ¿cómo dar cuenta del devenir sin una

metafísica? O, mejor aún: ¿cómo darle valor al devenir sin una metafísica que le dé

sentido? Como Nietzsche pretende responder esta pregunta —y, de hecho, su filosofía

puede asumirse como tal respuesta—, su pensamiento se nos aparece como una

ontología sin metafísica o, en otras palabras, como una ontología de la inmanencia.

Pero el planteamiento nietzscheano, contrario a lo que le gustaría pensar a

algunos, no es un “accidente filosófico” que irrumpe en la tradición del pensamiento

sin antecedente que lo anuncie. Conill Sancho (2007), por la influencia de

Schopenhauer, ya inscribió a Nietzsche en la continuidad del proyecto kantiano.

Nosotros, en el presente escrito, sin reñir con esta hipótesis, tomamos otro camino y

relacionamos a Nietzsche, si no con Hegel —o no directamente—, sí con una de las

alas más radicales del hegelianismo de izquierda representada en la figura de Max

Stirner. El elemento que nos permitió desarrollar esta relación fue el poder. Nuestro

hallazgo fue que, en el pensamiento de Hegel, Stirner y Nietzsche, este elemento es

concebido de formas harto distintas. Estas concepciones pueden ponerse como una

sucesión que devela un desarrollo de dicho elemento. Así, en Hegel el poder es

representado como una cualidad que, aunque patente en el devenir, no es de este, sino

de una entidad de la que aquel es expresión: el espíritu. En Stirner, mientras tanto,

esta impropiedad entre poder y devenir es superada, aunque solo parcialmente: aquel

aparece como atributo no de la existencia, sino de un ente particular dado en ella: el

único. En el plano de toda esta sucesión Nietzsche es el llamado a consumar todo este

trasiego sobre el poder, es él quien supera por completo la brecha que separa el

devenir del poder; en su filosofía, así las cosas, la existencia es en sí misma poder.

¿A qué recurre Nietzsche para figurarse la existencia toda como poder?

Recurre a la voluntad de poder en cuanto expresión del acontecer del devenir. Con

esta, Nietzsche va “más allá” de lo hecho por Stirner: a diferencia de este, ya no se

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figura a un ente particular como poderoso, sino que expande el poder a todo lo

habido. Por eso, Nietzsche “supera” la forma humana del poder, cosa que Stirner no

pudo hacer con su único. Mientras que el único de Stirner solo puede dar cuenta de

cómo el poder se expresa en el individuo humano, la voluntad de poder hace lo

propio no solo con este individuo —que aparece como superhombre y transvalorador

de todos los valores—, sino con el existir en su conjunto. Es esto lo que nos ha

permitido afirmar como criterio último de la diferenciación entre Stirner y Nietzsche

que el primero hace una ontología en la inmanencia, mientras el segundo hace una

ontología de la inmanencia.

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CONCLUSIÓN

La pretensión de este escrito fue presentar un decurso y despliegue sobre el

poder a través de los postulados filosóficos de tres autores: Hegel, Stirner y

Nietzsche. El trayecto de este decurso mostró que entre las concepciones que estos

pensadores tienen del poder hay varias similitudes, pero también diametrales

diferencias. Empecemos, pues, por mostrar los puntos de contacto y las diferencias

entre cada uno de dichos planteamientos.

Nuestro despliegue comenzó con Hegel. De la filosofía de este autor dijimos

que contaba con una importante virtud que, de hecho, la justificaba como comienzo

de nuestra reflexión sobre el poder: el pensamiento de Hegel, en comparación con

toda la filosofía anterior, supuso una notable apertura al devenir. Hegel, como ningún

otro autor, hizo de la historia y la naturaleza —en cuanto historia natural— objeto del

intelecto y de la reflexión filosófica. Al hacer esto, abrió la filosofía ya no al

pensamiento, sino a todo lo que puede darse en el pensar y, con ello, a la riqueza de lo

que existe, al devenir. Pero Hegel hace depender el devenir del espíritu. Al entender a

aquel como una manifestación de este, no valora el devenir en sí mismo, sino que lo

hace en cuanto expresión y realización del espíritu, en cuanto movimiento de este.

Nos valimos del pensamiento político de Hegel para dar cuenta de este rasgo

de su filosofía. Así, nos remitimos a la sección sexta —“El espíritu”— de la

Fenomenología del espíritu, en particular a su exposición de la relación entre la cosa

pública y la familia, y a los Fundamentos de la filosofía del derecho, sobre todo a la

introducción y a la sección primera. Esto nos permitió mostrar en la particularidad lo

que ya habíamos afirmado como generalidad: Hegel, si bien abrió la filosofía al

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devenir, también supeditó este último a una entidad que le era distinta y que le daba

sentido: el espíritu. Por esto, también sostuvimos que en Hegel el poder se figura

como cosa ajena al devenir y propia del espíritu.

Pero no solo nos valimos de los textos apenas mencionados para sostener

nuestro punto; también acudimos a la sección última de la Fenomenología para

justificar lo que ya presentamos al comienzo de estas conclusiones: “El saber

absoluto”, en cuanto determinación formal que constituye al espíritu como ese

exteriorizarse y como esa subjetividad que yendo al objeto se exterioriza y gesta en su

sí, en el pensar, un contenido que en cuanto escindido no es su sí, revela que el

espíritu es la entidad que le da sentido al devenir. Este último no tiene valor por sí

solo, sino únicamente en cuanto exteriorización del espíritu, en cuanto contenido del

pensar que por ello se hace racional. Los Fundamentos de la filosofía del derecho,

igualmente, nos revelaron la prevalencia de la universalidad en cuanto determinación

abstracta del espíritu tanto en la configuración de la voluntad como en la ilegitimidad

del suicidio.

El decurso sobre el poder continuó con Stirner. A este autor lo planteamos

como un “punto medio” entre Hegel y Nietzsche. Se asemeja a Hegel en la medida en

que, como aquel, establece un único ente como poderoso —el único—, pero también

se distancia de él porque pone a este ente poderoso no fuera de le existencia, tal y

como sucedía con el espíritu, sino dentro de esta. Del mismo modo, se asemeja a

Nietzsche en el hecho de que, al prescindir del espíritu, desiste de cualquier más allá

de la existencia para quedarse con esta en sí misma, pero se distancia de aquel al no

interesarse en figurar la existencia en su conjunto, sino solo en presentar un ente

específico dado en la existencia —el único—. Por esto, dijimos del pensamiento de

Stirner que constituía una ontología en la inmanencia. Su filosofía, patente en El

único y su propiedad y Los recensores de Stirner, es una que solo se interesa por el

único en cuanto ente dentro de la existencia: los demás entes solo aparecen

determinados negativamente, esto es, por la relación de uso o provecho que tienen

con el único. Por esto, en el pensamiento de Stirner el poder se da como propiedad:

en cuanto tal, aparece como atributo del único y de ningún otro ente.

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El despliegue sobre el poder pasó, finalmente, de Stirner a Nietzsche. Como

encontramos que entre Stirner y Nietzsche había ciertas similitudes, la primera parte

del destino final del decurso presentó las coincidencias entre ambos autores. Para

esto, nos enfocamos en el período medio de Nietzsche, sobre todo en Humano,

demasiado humano y Aurora. Elegimos estas dos obras porque presentan el

“sentimiento de poder”, concepto especialmente interesante por ser el antecedente

más claro de la voluntad de poder. Por otra parte, en el contexto de este trabajo, el

sentimiento de poder fue de gran importancia porque lo asumimos como cierta clase

de ontología en la inmanencia nietzscheana. En el período medio, la filosofía de

Nietzsche se emparenta mucho más con la de Stirner porque se interesa poco por los

entes que componen lo habido distintos de los humanos. El sentimiento de poder

como concepto solo sirve para figurarse un ente particular dentro de la existencia,

antes que la existencia en sí misma. En esta parte también abordamos ciertos aspectos

relativos al superhombre. Como forma humana de la voluntad de poder, el

superhombre expresa una ontología en la inmanencia en el marco de la ontología de

la inmanencia que es la voluntad de poder en cuanto figuración del incesante juego de

fuerzas constitutivo del existir y su movimiento.

Si nuestro decurso se hubiese quedado en lo antedicho, habríamos

emparentado a Nietzsche y Stirner más de lo que habría correspondido. Pero del

sentimiento de poder pasamos a la voluntad de poder y, al hacer este tránsito, nos

quedó clara la distancia que separa a estos dos autores. La voluntad de poder,

contrario al sentimiento de poder, sí permite figurar la existencia misma en su

totalidad. A raíz de esto, ya no expresa “solo” una ontología en la inmanencia, sino

una ontología de la inmanencia. Con la voluntad de poder, Nietzsche figura el modo

en el que las fuerzas constitutivas de lo habido interactúan para hacer lo habido. De

este modo, este concepto deja de ser la determinación de un ente puntual y pasa a ser

la presentación de cómo todo lo que es, es. Así, la voluntad de poder supone un paso

más allá de lo hecho por Stirner. Si en la filosofía de aquel el poder era la propiedad

de un ente particular, en la de Nietzsche es una condición de la existencia misma y,

en consecuencia, de la totalidad de los entes que la componen en cuanto fuerzas. Esta

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es la razón por la que afirmamos que con la voluntad de poder el poder se disemina.

Pasa a hacer parte de la existencia en sí misma, esto porque es ella y no el espíritu o

un ente particular dentro de esta la que es poderosa.

Pero, nuevamente, nuestro decurso no finalizó en ese punto, pues también se

ocupó de la doctrina del eterno retorno de lo mismo. Interesarnos por este otro

concepto no fue un capricho: para nosotros, complementa a la voluntad de poder. Así,

en la parte final de nuestro trabajo presentamos el eterno retorno como posible pathos

interminable e inmanente a la voluntad de poder y a la existencia misma. Con el

eterno retorno de lo mismo, Nietzsche fue capaz de plantear un destino para la

existencia que no escapaba de lo habido, esto porque, en vez de afirmar un más allá

por fuera de esta, se comprometía con su repetición y recurrencia en el volver a ser.

El eterno retorno de lo mismo y la voluntad de poder dan cuenta de lo que es la

inmanencia: un querer ser más en la existencia, pero, a la vez, un saber que solo se

puede ser en esta; en otras palabras: que la existencia es todo lo que es y que todo lo

que es se ha dado, se da y se dará como existencia.

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