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Álvaro Menén Desleal Antología

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Cuentos salvadoreños

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Álvaro Menén Desleal

Antología

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Una cuerda de nylon y oro

En el vientre del pájaro Tango para llanto y orquesta Hacer el amor en el refugio atómico «Fire and ice» Lázaro de Betania Sálem cuáquero El cinabrio La consulta La audiencia que fue un sueño

La ilustre familia androide Los vicios de papá Los robots debemos ser atentos El frío Problema Nº 639 Summa Theologica Parábola de la parábola Primer encuentro Misión cumplida El animal más raro de la tierra

El fútbol de los locos y otros cuentos Coturno El hombre y su sombra

Cuentos breves y maravillosos Carta de Jorge Luis Borges El cocodrilo El hacedor de lluvia La sequía Los cerdos El último sueño El sueño soñado El cuento soñado El hombre pájaro La creación de Eva La edad de un chino El argumento La dama frente al espejo El mapa ecuménico

Revolución en el país que edifició un castillo de hadas La hora de los équidos

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Una cuerda de nylon y oro

En el vientre del pájaro

1— Los viajeros

Un pasajero, a su vecino de asiento: —¿Ha visto? El periódico informa de otro accidente de aviación. —Sí he visto: en la lista de muertos estamos nosotros.

2— La isla

El pasajero, al tripulante: —¿Qué isla es aquella? —Señor, esa isla no existe.

3— Calor

Una recién casada, a la sobrecargo: —Señorita, ¿por qué arde el avión? —Es natural, señora, estamos en el Infierno.

4— Programa musical

Un sacerdote, a la azafata: —En vez de esa música moderna, ¿no pueden poner algo más delicado? —Lo siento, padre; es la única que saben tocar los ángeles.

5— Pregunta

Un ricachón, al sobrecargo: —¿Puedo salir un momento? No se lo recomiendo; hay mal tiempo.

6— Comodidad

Un pasajero experimentado, a la stewardess: —Quiero felicitarles, señorita: el vuelo es sumamente agradable; no se percibe la menor

vibración. —Gracias, señor; pero es un accidente. Siempre ocurre así cuando quedamos en órbita.

7— Hora sin tiempo.

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Un pasajero a otro: —Disculpe, caballero, mi reloj se ha parado. ¿Qué hora tiene usted? —Oh, lo siento; el mío se paró también. —Por casualidad... ¿a las 8:l7? —Sí, a las 8:l7. —Entonces ocurrió, realmente. —Sí, a esa hora.

8— Plan de vuelo

—Pero. ¿¡dónde diablos estamos!? —No quería decírselo: aquel punto es la tierra.

9— Romance

Dos soldados norteamericanos en el helicóptero: —¿Qué pasa? —Los mandos no responden: el helicóptero se enamoro de una mariposa.

10— Migración anual

Y luego está aquel piloto aficionado al vuelo a vela, que se perdió con su planeador en la migración anual de las gaviotas.

11— Ruta

Un pasajero, a la stewardess: —Señorita, ¿por qué no se mueve más el avión? —Señor, el viaje ha concluido: no llegamos a destino.

12— Mensaje oficial

El Comandante, por el micrófono del avión: —"Señores pasajeros, la Compañía lo siente mucho",

13— Después del accidente

—Fuera de esto, señor Hammerskjolj , ¿disfrutó usted del viaje? 1

1 En 1961, el secretario general de la ONU, Dag Hammarskjöld, moría en accidente aéreo mientras se dirigía al Congo para mediar en la guerra de Katanga.

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Tango para llanto y orquesta

Me dijiste adiós, adiós me dijiste, sin escenas penosas y con la sencillez de quien corta una ramita, sin escenas penosas para ti, que yo me quedé sentado a la orilla de la cama, en calzoncillos y en ayunas, perdido entre llorar o afeitarme.

Hoy desayuno diariamente, y desde hace quince días, con un plato de recuerdos. Desayuno a cada rato, crecida la barba, alborotado el pelo, la pijama de la hora en que te fuiste —la misma, sí— pegada al cuerpo como cáscara. La pijama, la pijama a rayas que tú, con mi dinero, me obsequiaste para reírte más.

Pero el desayuno es suculento. Una vez me harto de verte corretear por el jardín de la casa de tus padres, mocita de diez años a la que yo, viejo ya y con hijos casaderos, miraba disimuladamente desde el balcón, baba en boca y ojos vidriosos de deseo. Otra vez me harto de ver a mi mujer —la pobre—, que no cayó nunca en la cuenta. Y otra vez te veo ya casi quinceañera, desnuda en aquel traje de baño que me empujó al pecado y a la perdición...

Y me dijiste adiós, adiós me dijiste, pese a que por ti abandoné a mi mujer y sumí en vergüenza a mis hijos.

No sé por qué una muchacha de tu edad se enredó con un cincuentón que usaba tintes en las canas. Padre tenías, y no buscabas un padre en mí. Lo que quizás buscabas lo tuviste, con ciertas limitaciones comprensibles que tú, tan exaltada y tan inconsecuente, te negaste a aceptar. Y fue entonces lo de ir a las cuevas de bohemios adolescentes, donde bailabas y te besabas sin pudor, mientras yo me fundía con las sombras y luchaba por flotar en los vasos de aguardiente. Y fue lo de traer a tus amigos a casa y presentarme —tan pesada— como tu papá. Y fue lo de la motocicleta que me obligaste a comprarte, todo para ir de juerga más libremente.

Me dijiste adiós... Pero pasamos buenos ratos. Yo, por lo menos, los pasé. Las crenchas de tu pelo rubio se

metían en mi boca cuando te mordía los senos... Tus uñas en mi espalda, los vellos de tu pubis, mis besos en tus muslos...

Y me dijiste adiós, adiós me dijiste... Yo me quedé sentado a la orilla de la cama, enfundado en el pijama a rayas. Cada vez más sereno, es cierto; pero con la serenidad del que se desangra.

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Hacer el amor en el refugio atómico

Los caníbales de Europa se estaban comiendo otra vez unos a otros.

Ezra Pound

Oh, Alemania, pálida madre. B. Brecht

Feliz el que se mantiene despierto. Revelación,16:15.

Ilse —sombra de la sombra— hizo otro esfuerzo para hablarme: —Helmut... —Sí. Respondí a mi mujer con desgano, más en gruñido que en palabras; más en simio que en

humano. ¿Acaso no éramos eso —animales; anímales acorralados, ratas...— encerrados como estábamos entre muros de concreto y paredes de plomo? Cucarachas con la obligación de rendir las gracias a Dios por habernos dado tiempo, en mala hora, de meternos en el refugio atómico, hasta donde sabíamos oramos la única pareja sobreviviente en la Tierra... Sin la menor comunicación con el mundo externo por semanas, por meses, el lenguaje había perdido ya gran parte de sus valores. A qué, pues, preocuparse de entonación alguna para diferenciar un gris y neutro de un ¿si? Retumbante en su solicitud; un sí rotundamente afirmativo de un si condicional; un ¡si! de un ¿sí? ¿Qué importa la música del idioma cuando su llegada es la hora del estruendo atómico? ¿Qué importa su corrección, qué importa su correspondencia temporal? Pasado, presente, futuro... Tiempos verbales, caricaturas de un tiempo­para­siempre­ido, un tiempo­presente­para­siempre, un tiempo r/o/t/o; tiempo estático, inmóvil, petrificado­como­veta­de­lava­volcánica; unidos sin solución de continuidad el ayer con el mañana, extirpado el presente por el bisturí mellado de un cirujano loco. Tiempos verbales: ¿qué son? Ilse murió mañana. ¿Por qué no? Yo moriré ayer.

Si afuera hay millones de muertos insepultos y una gruesa lluvia deposita, con puntual eficacia, su carga de estroncio en los pocos organismos que a esta hora quedarán —si algunos quedan— vivos, esos no son problemas,..

—Helmut... —Sí... —Juguemos. —No. —Otro juego —Cuál —...No sé... —...Di uno... —...Cualquiera... Mencioné uno yo, por no dejar. —Ajedrez. —...No... Ajedrez no... Pensé que, si le recomendaba leer, haría lo que otras veces: cogería un libró cualquiera y

se refugiaría en un rincón, a llorar lágrimas, a gritar en silencio. Le digo, pues, que lea, —Entonces, lee.

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Y la sombra me responde Con voz oscura: —Ya basta de leer. No me esperaba la respuesta. Insisto en que lo haga, no tanto para que pase su tiempo

cuanto para que me deje tranquilo en mi propio rincón. —Nunca es bastante, Ilse. —...Por qué... Ahora me pregunta como un niño. ¿Por qué nunca es bastante la lectura? ¡Qué sé yo! Lo

cierto es que nunca es bastante. ¿Qué podré responderle? —Divierte. La lectura divierte —le digo, esperanzado en que acepte la sugestión. —No quiero divertirme. —Pues... ¡Ilustra! —termino, desesperado. Calla. Pienso que mi último argumento la ha convencido. La sombra se agita en su rincón: —Da lo mismo un cadáver ignorante. ¡Y vuelve a su ritornello! ¡La muerte, la muerte! ¡Como si no bastaran los centenares, los

miles de millones de muertos! ¡Como si no fuera preciso aferrarnos a este jirón de vida, no sólo por nosotros sino también por el planeta!

Le respondo, no para convencerla sino para convencerme. —No somos cadáveres. —Pero morimos —me replica. —...¿Morimos? —pregunto, como si no hubiese oído bien. —Morimos. Abrí, despacio, los ojos, tomando —al fin— conciencia de la realidad. —¿Morimos? —Morimos. ¿Para qué leer ya nada? Mi mujer tenía razón Yo mismo tuve un pensamiento similar

cuando, hacía unos días —unas semanas, unos meses, no sé—, dejé de afeitarme. ¿Qué más da la barba descuidada en un refugio atómico, refugio que no es, definitivamente, un salón del Club, la oficina o el hall de un hotel?

Ilse protestó entonces. Protestó con una energía de la que hoy —como yo— carece. —No puede ser, Helmut. —No me rasuraré más. —¡No puede ser! ¡No lo permitiré! —Dime por qué —le dije, más divertido que deseoso de pelea, —Aquí no te afeitarás para lucir elegante; ni siquiera te afeitarás para sentirte cómodo y

limpio o para hacerme una especie de cumplido... —Entonces no me afeito. —¡Te afeitarás! —Me molesta el ruido de la rasuradora. —Aféitate con navaja. —Hace un ruido peor: crash, crash, crash... —Te afeitarás. Te afeitarás, porque afeitarse es parte de la disciplina personal. Ayuda a

mantener en alto el ánimo y te recuerda, cada vez que miras tu cara, que eres una persona civilizada, no un salvaje.

No me afeité más. Ya no tenía ánimo alguno que mantener en alto, pues mi ánimo había desaparecido hacía mucho. En cuanto a disciplina, todo valía, a estas alturas, un bledo.

Por otra parte, los que lanzaron las bombas sobre los campos y las ciudades alemanas, ¿acaso estaban bien afeitados? ¡Eso! ¡Pulcros y afeitaditos lucían sin duda alguna los jefes de

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la NATO cuando dieron la orden de apretar bolones! ¡Pulcros y afeitaditos los oficiales al apretarlos! Tal vez uniformados de gala, pues una bomba atómica era la coronación de su carrera...

Recuerdo un cartel de la NATO. Debajo de la cara afeitadita rodeada de las banderas de esa organización militar regional, podía leerse:

Wachsamkeit Ist Der Preis Der Freiheit

¡Ja! ¡Estar alerta es el precio de la libertad! Estar afeitado es estar alerta; luego entonces...

—Bonito silogismo —sorprende Ilse mi pensamiento. —¿Qué tal este otro? Afeitarse es ser civilizado; los de la NATO se afeitaban; ergo... —Igualmente bonito. —¿Y este otro? Únicamente tos humanos se afeitaban; los de la NATO se afeitaban...;

ergo... Pero no. Ella quiere que me afeite. ¡Ella quiere que me afeite! Yo, el único hombre que

queda en el mundo, ¡afeitado! Por eso le grito: —¿Y los muertos? —¿Cuáles muertos? —¡Los muertos! ¡Los únicos! ¡Los alemanes! ¿Acaso no estaban afeitados cuando les

cayó encima el fuego? ¡Qué disciplina de raza: se afeitaron para morir! ¡Qué corderos más cartagineses: se esquilaron antes de ir al matadero! ¡Gloria a las barbas germanas: no fueron nunca ni serán nunca más!

Por supuesto, cuando dejé de afeitarme mi mujer, a su vez, dejó de arreglarse las uñas, peinarse y pintarse la cara. Con el tiempo —con un poco de tiempo— hasta dejamos de asearnos.

Sí; tenía razón: afeitarse y todo eso es parte de una disciplina personal que contribuye a mantenernos erguidos, a que continuemos siendo humanos. A ser cadáveres vivientes, en suma. Cadáveres decentes, con coquetería y todo.

Cuando descuidamos nuestro aspecto personal, los diálogos decayeron. Era inevitable que ocurriera así. El intercambio de palabras dejó de ser apasionado, respetuoso, lleno de afecto, y se transformó en un molesto interrumpir del sueño y del ensueño, del ensimismamiento y la soledad, de la evasión y la fuga. Por fortuna, los diálogos eran cada vez menos frecuentes y, paulatinamente, de menor número de palabras. Hablábamos lo estrictamente necesario. Y lo necesario era —por fortuna también— menos cada día.

—Helmut. —Sí. —Juguemos otro juego. —No, Y al rato: —Uno nuevo. —Cuál. —Tú me matas... —Y luego... —Te suicidas. —...No. —Por qué —¡Ah...!

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¿Por qué no? Al fin y al cabo, de todas maneras íbamos a morir. Ilse dijo —hoy, ayer, hace un mes— que estábamos muriendo. ¿No sería mejor pegarse un pistoletazo ahora y ahorramos la espera? De todas maneras, si lográramos atrevernos a salir de este hoyo inmundo, la vida, si acaso era posible, sería infernal: Alemania arrasada de Norte a Sur, Alemania calcinada hasta los huesos de Este a Oeste, Alemania los ojos saltados de arriba abajo, Alemania hervidero de gusanos de abajo arriba... Ni siquiera piedra en escombro en las ciudades —¡ay, la tan amada piedra sobre piedra!— porque las bombas atómicas no son para tumbar edificios sino para fundir ciudades como si fuesen maquetas de cera. Lindo, ¿no? Estalla una bomba de un par de megatones y no hay escombros sino lava. ¡Lava! ¡Un río de lava candente, aleación de metales del hombre, de la carne del hombre, del espíritu del hombre, de los libros del hombre, de las máquinas del hombre: de los zapatos del hombre, los parques, los besos, los salarios, las flores, los pensamientos, los sudores, los cines, las lágrimas del hombre...! ¡Las risas, las esperanzas del hombre...!

Cuando el río de metal cuaja, ¿qué aleación resulta? ¡A saber! En todo caso será la más adecuada, por y, por su temple amargo, la única apropiada para la última espada, la Espada...

—Helmut. —Sí. —Juguemos el juego... —...Cuál. —El que te dije. —Cuál. —Me matas y... Solíamos llamar “juego” eso desde antes del Juicio Final —y en los primeros días de

Reposo Universal que le siguieron— a todo aquello que nos ayudaba a pasar el tiempo. Jugábamos muchas cosas: bridge, damas, canasta, poker, ajedrez... Mientras jugábamos ajedrez. Ilse hablaba mucho; pero era hábil.

—Caballo tres alfil dama. —¿Caballo tres alfil dama? ¿Por qué una apertura tan heterodoxa? Pudiste jugar el peón

de dama. O el de rey. Algo común, en fin... —No comentes el juego Yo quiero mover caballo tres alfil dama. Las piezas son mías,

¿no? —Como gustes; pero no hay que ser tan singular. Peón cuatro rey. —Caballo tres alfil rey. —¿Qué te propones? ¡Eres un maniático! —Sigo con mis caballos. Nada más. —Es poco frecuente en ti. —Mueve, mueve; es tu turno. —Peón tres dama. —Peón cuatro dama —¡Ah! Ahora veo más claro. ¿Era ese todo el misterio de tus caballos? —Mueve, mueve. —Caballo tres alfil dama. —Peón cinco dama —Caballo dos rey... Hastiados de los juegos corrientes, retomamos a los juegos de la infancia: —Hoy cuento yo, Helmut; ¡verás quién gana! Un, du, li, truá... a la re, min, duá... flete,

flete... colorete... Un, du, li, truá... sal, salero... sarabuca... de rabo de cuca... de acucarandar... que ni sabe arar ni pan comer... Vete a esconder... detrás de la puerta... de San Migue!... Amén, papel.

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—Amén papel —repetía yo. —¡Jajá! —¡Ja ja ja ja! Sí. Entonces todavía sabíamos reír. Y cantar... Todo era simple, todo era tan simple que

bien podíamos durar, a gusto, cien años. —Helmut. —Sí. —El juego... —Cuál. —El que te dije. —No me acuerdo. —Me matas y... y... Otra vez lo mismo. Lo dijo ayer, anteayer, la semana pasada, hace un mes... ¿Acaso no le

gusta el refugio? Debería gustarle: sin esta concha, todo hubiera terminado ya; ¡hubiera terminado sin sentir nosotros siquiera el más pequeño dolor! ¡En un parpadeo, en un abrir y cerrar de ojos! ¡Zas! ¡Todo hubiera terminado, como terminó todo para los alemanes, como terminó todo para todos!

El refugio debería gustarle. Si. Fue ella la que me empujó a comprarlo, y ella misma vigiló su instalación. Un día, en la sala de la casa, me dijo:

—¿Sabes lo que es Fatex? —Un nuevo detergente. —No. —Eh... ¡Un producto de la Esso! —No. A la tercera vez es la vencida. —Un... ¡Una dieta para adelgazar! —No. —¿Qué es entonces? —Una maniobra militar. —Pues tiene nombre de detergente. O de combustible para automóviles. O de una dieta

para bajar de peso. —Fatex­Manöver. Consiste en arrasar Alemania con bombas atómicas. —¡Bah! No creo que los rusos se arriesguen a una guerra nuclear. Recuerda que en la

segunda guerra tuvieron veinte millones de muertos. —No serán los rusos, querido. —Alemania Oriental tampoco puede atacarnos. —Ni Alemania Oriental. —¡No será Suiza! ¡Ja ja ja ja! —En la Fatex­Manöver, las bombas nucleares que caen sobre Alemania son bombas

occidentales. —¿Occidentales? —Oc­ci­den­ta­les. —¿Cuba? —Estados Unidos... Inglaterra... —¿Por qué Inglaterra y Estados Unidos habrían de querer destruir a Alemania con

bombas atómicas? —Para hacer más lento el avance enemigo hacia el Oeste. —Pero somos aliados... ¿O me equivoco? —Somos aliados; para bien o para mal, somos aliados. Y serán nuestros aliados quienes

destruyan a Alemania para salvar la Civilización Occidental.

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—Bonita manera de salvarla, ¡Muy agradecido por mí parte! ¿De quién es esa brillante idea, para enviarle un ramo de flores?

—Envía el ramo a la NATO. —¿La NATO? ¡Estás loca! ¡Alemania es miembro —Pues envía el ramo a la NATO: "Con el agradecimiento de un buen alemán". —¿Dónde te enteraste de eso? —Y puedes redactar la tarjeta de las flores en alemán: muchos militares alemanes trabajan

en la NATO. Ellos recibirán tu ramo. Quizás bauticen una bomba con tu nombre. —Bromas aparte, ¿dónde le enteraste de eso? —En Stern. —¡Stern, Stern! ¡La Biblia! —¿Qué tiene de malo esa revista? Es una buena fuente de información. —¿Y si yo te digo que leí en Bild lo contrario? —Te diría que leíste una novela de aventuras. —¡Novela! Oye esto: Inglaterra y Estados Unidos son barridos por un bombardeo

atómico; pero en Alemania se mantiene vivo el espíritu de Carlos Martel... —¿Carlos Martel? —Carlos Martel. El mayordomo de palacio merovingio. El año 732 derrotó a los árabes

en Poitiers, preservando a Europa de la descristianización. —Prehistoria. ¿Y entonces? —Pues que, al ser destruidos totalmente Inglaterra y Estados Unidos, Alemania acude a

salvarlos. —¿Salvarlos después de haber sido destruidos? —A salvar su cultura, tú me entiendes. Al fin y al cabo son nuestros aliados. —¡Un general alemán preserva a Occidente de la nueva descristianización! —¿Por qué no? Un general alemán. De la Bandesuehr. —¡El nuevo mayordomo de palacio! ¡El moderno Garlitos Martel! —Aunque te burles, es algo parecido. ¡El moderno Carlos Martel! —¡Jo jo! —¿Cómo que jo jo? ¡Es posible, ¿no?! —Helmut, dejemos de ser niños. ¡Dejemos todos los alemanes de ser niños. Alemania

está en peligro... ¡Todos estamos en peligro! —Rusia está en peligro. Y China. Y Checoeslovaquia y Hungría y Yugoeslavia y... ¡Y

hasta Liechtenstein y Mónaco! —Así, pues, todos debemos preocuparnos. Con la guerra atómica se acabó la

neutralidad. —¡Preocupamos! —Sí; preocuparnos. —Te preocupas por nada, —¿Sabes que hay bombas atómicas en Alemania? —También las hay en Francia. —¡Son francesas, Helmut! ¡Son de ellos, de los franceses! En cambio el armamento

atómico depositado en suelo alemán no es alemán. Lo custodian soldados alemanes, es cierto; pero ningún alemán, por alto que sea su cargo o rango, tiene acceso a él, ni lo controla ningún alemán.

—¿Qué quieres? ¿Que lo den a los neonazis? —Ni lo uno ni lo otro. Que se lleven a su casa esas bombas infernales. Eso quieto. —¿Quién dice que el armamento atómico no es controlado por alemanes? —Stern,

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—¡Stern! —En pequeñas poblaciones, como Pfuhlendorf, cerca del Bodensee, hay “campamentos

especiales”. —¿Qué tiene de especial un “campamento especial”? —En él se guarda munición “especial”. —Y la munición “especial”, ¿que tiene de especial? —¡No te hagas el tonto, Helmut! Sirve para la guerra no convencional... —Para la guerra “especial”, por supuesto. No eres muy clara para discutir, ¿sabes? —¡Pero es que tú mismo lo dices, Helmut! Esa munición “especial” sirve para el asesinato

en masa, el crimen especializado en escala industrial, el genocidio con procedimientos de producción en cadena. Como en Hiroshima.

—Tonterías. Lees demasiadas revistas. Eso es. —Es la verdad, Helmut. Una verdad mil veces más terrible que la de Hiroshima, porque

las bombas son hoy mil veces mayores... —¡Tonterías! ¡Puras tonterías! —¡Muros de cadáveres alemanes para contener el avance enemigo! Fosos llenos de la

sangre alemana, montañas de los huesos de las mujeres, de los niños alemanes... ¡Y dices que son tonterías!

—¡Tonterías! ¡Puras tonterías! Ilse quedose de pie frente a la ventana, tronándose los dedos. Estaba nerviosa, más

excitada de lo que la había visto otras veces. Después de un rato de silencio, se volvió a mí para decirme en tono sombrío: —Helmut, ¿te pesaría gastar unos 20.000 marcos? —¿Qué te traes ahora? —Dime si puedes disponer de unos 20.000 marcos. —Depende. —Para un gasto necesario. —Eso vale un buen automóvil. Quizá dos. —Tenemos automóvil. Se trata de una inversión. —¿Una inversión? —¿Cómo la bolsa de valores? ¿Cómo el oro o las acciones? —Más o menos... ¿Tienes el dinero, o no? —Dime de una vez de qué se trata, —¿Lo tienes o no? —¡Dime de qué se trata, mujer! —Se trata de proteger nuestras vidas. El oro de nuestras vidas. —Ya tenemos seguro. —Es otra cosa. Un seguro no protege contra una explosión nuclear. —¿Qué es, finalmente? Es difícil platicar contigo. —Un refugio. Compremos un refugio atómico. —¡Oh, no! ¡No eso! Se acercó a mí y, tomándome de las manos, me imploró: —Comprémoslo, Helmut. No tenemos hijos. El dinero que nos sobra no podremos

llevarlo a la tumba. Por favor, comprémoslo. —Estás nerviosa, Ilse... Vamos, tranquilízate... Luego para aliviar la tensión, agregué: —¿Te gustaría que tomásemos unas vacaciones? —No, Helmut. —Es una buena idea. Podríamos ir a Hawai. ¿Te gustaría conocer Hawai? Hula­hula, sol,

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flores, mar caliente... —Por favor, compremos el refugio. No te pido más que eso. —¡Pero un refugio no lo venden por correo! Sonriente, sabiéndose victoriosa sobre mi última resistencia, terminó: —He visto anuncios, Helmut. ¡Anuncios y planos! ¡Yo sé cómo comprarlo! Y lo compramos. A regañadientes por mi parte, pero lo compramos. Y no costó 20.000

marcos sino varias veces esa suma; ya embarcado en la aventura, no escatimé gastos. Si íbamos a tener un refugio atómico, pues que fuera el mejor de todos. Al fin y al cabo, aunque las tumbas cuesten dinero, el dinero no circula en las tumbas...

Solíamos reunirnos en la sala, frente a la chimenea, para ultimar los detalles del refugio. Ella estaba encantada, y yo le ofrecía cosas.

—¿Quieres aire acondicionado? —¿Lo crees necesario? —¿Lo quieres, o no? —Tú dirás. Yo quiero una cocina pequeña y un baño amplio. —Bueno... Co­ci­na pe­que­ña... ba­ño am­plio, ai­re a­con... —No te privarás de la televisión. —Ya está anotada... di­cio­na­do. —¡Libros, muchos libros! Recuerda que se trata de esperar. —¿Cuánto tiempo crees que tendríamos que esperar encerrados en caso de un ataque

atómico? —Meses. Quizás años. Hasta que el nivel de radiación baje a un límite inocuo. —¿Años? —O días. Ya lo dirán los contadores Geiger. —¿Acaso no habían inventado bombas limpias? —Nada que mate es limpio. —Bueno, bueno. Tendrás tiempo de leer. ¿Quieres que te envíen al refugio la suscripción

de Stern? —¡Helmut! ¡Esto es serio! —Yo decía... Pero no te preocupes; tendrás de todo: alfombras de pared a pared;

bodega con vituallas y concentrados alimenticios par años, secador de pelo, lámparas ultravioleta, discos; aire acondicionado para el verano, calentador para el invierno; generadores, baterías eléctricas, teléfono...

—¿Teléfono? —Sí; teléfono. Y radio transmisor­receptor. Es necesario mantenerse ligado al mundo

externo. —Tienes razón; para informarnos para pedir auxilio. —Eso es. —¡La basura, Helmut! —¿La basura? —Sí, los desperdicios. ¿Cómo nos desharemos de ellos? —Pasará diariamente el servicio municipal. —Helmut, no bromees. —Un incinerador automático, querida. Y el retrete no gastará agua, sino que eliminará

eléctricamente los detritos. —¡Fantástico! Me surgió una duda: en un mundo destruido, ¿habría programas de televisión? —Ilse, ¿crees que haya programas de televisión? —No sé... Es posible.

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—Contestas como los psiquiatras: sin comprometerse. —Tal vez de España o de Italia. Tal vez de Austria. —O de Rusia. Tuvimos pues, lo mejor. Aparte de las cosas que hacen agradable la vida, me propuse

cumplir los deseos de Use y tener también aquellas otras que, en la era atómica, la hacen segura: construcción subterránea, un Bunker a prueba de todo; gruesas paredes de concreto; recubrimiento con planchas de plomo; puertas de acero con cierres de seguridad tipo submarino; purificadores de aire; periscopios de observación. Y contadores Geiger en todos los rincones. Y duchas de chorro fuerte para lavarnos la ponzoña nuclear, si acaso accidentalmente se filtraba...

Frente a todas esas ominosas presencias de la posibilidad del mal, la inerme —y, por eso, menos vulnerable— lealtad de la belleza: en un catálogo descubrí la existencia de unas plantas japonesas que, prácticamente, serían capaces de florecer en la luna. Cuentan que, apenas cinco horas después de la Bomba, fueron vistas en los fúnebres vergeles de Hiroshima, donde la muerte sembró largamente su semilla. Por eso comenzaron a llamarla "Flor Atómica". Pedí semillas en cantidad suficiente como para cubrir el Parque Central de Nueva York... donde más me gustaría verla ahora...

¡No! ¡No es cierto! Sé que hoy florece en Nueva York, pero no es cierto que me gustaría verla allí ni en parte alguna.

Cuando tuvimos el refugio, el hoyo dispendioso perdió, con la familiaridad, su calificativo de atómico. Fue, llanamente, el refugio, nuestro refugio; el sitio al que íbamos un tanto con la actitud que teníamos en la infancia cuando jugábamos a papá y mamá. Fue el escondite, la isla para gozar de la soledad... Llegamos a pasar, metidos en él, fines de semana enteros; los lunes por la mañana, cuando teníamos que subir a casa como quien regresa de unas agradables vacaciones en el mar o !a montaña, lo abandonábamos con pesar. Porque en él fuimos otra vez novios, otra vez recién casados.

Más todavía: en él fuimos amantes. ¡Qué de tardes maravillosas pasamos allí! —Este teléfono es inútil, Helmut. He marcado tres números distintos y mis amigas no

están en casa. —Oh, la gente acostumbra salir. —Tontos. Deberían tener esto. Hay que hacer el amor en un refugio atómico, —Claro; es más seguro y tranquilo, —Segurísimo. No te levantan ni las bombas de diez megatones. —Ni peligras de que te encuentre un cónyuge —¡Ja ja ja ja! —¡Ja ja ja ja! ¿Quieres oír música, Ilse? —Bueno... La Novena Sinfonía. —Es muy seria para hoy. Mejor algo moderno. —No; quiero oír la Novena Sinfonía. Es el himno del amor, de la amistad, de la alegría...

¿Sabes que las Naciones Unidas la adoptaron realmente como su himno? —¿Dónde es que te enteras de esas cosas? —En Stern. —¡Uf! ¡Sobraba que lo dijeras! —Pero pon de una vez el Cuarto Movimiento. Creo que Beethoven perdió su tiempo al

componer los otros tres movimientos. —¿No te gustan? —Claro que me gustan; pero la Coral es infinitamente grande. Beethoven debió

componer una Novena Sinfonía con cuatro cuartos movimientos.

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—Sería la Décima Sinfonía. —¡Ja ja ja ja! —¡Ja ja ja ja! —Bueno. Escucha tu Cuarto Movimiento. Ilse siguió, tarareando en voz baja, los

primeros compases del Cuarto Movimiento. Cuando hacían su entrada los coros, ella cantaba siempre los versos de Schiller. Esperé un momento, hasta que dejó de tararear, y la llamé a mi lado.

—Ilse... Acércate. —¿No vas a seguir leyendo? —No. Ven acá. —¿A la alfombra? —A la alfombra. Siempre accedía. Con mohines se acercaba a mí. —Te quiero, Ilse. —¡Helmut! ¡Estamos en el refugio! —No me importa. —¡Respétalo; es un templo! ¡No, Helmut...! ¡No! —¿Y si tuviéramos un hijo? —Se llamaría Helmut, —¿Y si es una mujercita? —No sé... —Ilse. Como tú. —Soraya. Me gusta Soraya. —¿Qué ha dicho últimamente el médico? —Que lo cree posible; pero hay que apuramos y... perseverar. —Pues... ¡Apurémonos y perseveremos! —¡Helmut! ¡Helmut! También jugábamos a tomar en serio nuestro papel de damnificados atómicos.

Practicábamos telecomunicaciones, y para ello aprendimos el Código Morse... o algo que se le parecía. Compramos un par de llaves telegráficas de juguete, y las aporreamos con mensajes que siempre conducían a lo mismo.

— ­ ­ . ­ . ­ . — ­ ... ­ . — ­ ­. ­ — ­ . ­ ... — ­ ... ­ . — ­ ­ . ­ — ­ ­ . ­ . ­ .. ­­ .. ­­ . ­­ .. ­ .. ­ .... ­ . ... .. ­­ .. . ­ . ­ . — ­ ­ . ­ . ­­ ... ­ . ... .. —¡Ja ja ja ja! —¡Ja ja ja ja! Otras veces nos hablábamos al través de los handy­talkies: —Adán llamando a Eva... Adán llamando a Eva... Cambio. —Eva responde... Eva responde... ¿Qué desea el señor Adán? Cambio. —Adán quiere saber si hay novedades en casita. Cambio. —Caincito le rompió la cabeza a Abelito... Cambio. —Los pleitos entre hermanos no tienen importancia. Eso no pasará a la historia. ¿Qué

más hay? Cambio. —Fui al huerto... Cambio.

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—¿Al de casa, o al otro? Cambio. —Al del Edén. Cambio. —¿A qué fuiste? Soy celoso. Cambio. —A cortar manzanas. Cambio. —¡Bravo! Tengo unas ganas locas de variar la dieta. Cambio. —¿Quién te dijo qué? Al señor Dios no le agrada verte... Cambio. —La serpiente. Me dijo que te gustaría comer manzanas. Cambio. —¿Qué serpiente? Cambio. —Oh... una... una amiga. Cambio. —¿Bonita? Cambio. —A mí no me gusta. Cambio. —Entonces ha de ser bonita. Cambio. —Creo que es un poco larga para tus gustos. Cambio. —Bueno; la conoceré un día de estos. ¿Qué hay de las manzanas? Cambio. —Las traje... Cambio. —¿Cuándo me las darás a comer? Cambio. —Cuando tú digas... Cambio. —Quiero ahora mismo... Cambio. —Ahora mismo es difícil. Cambio. —Insisto en que sea ahora mismo... Cambio. —No es hora de comer... Cambio. —Soy Adán, soy el varón. Si no me das ahora mismo, le diré al señor Dios que me

devuelva la costilla que me quitó... Cambio. —¡Eso no, por favor! ¿Qué me regalas sí te doy manzana ahora mismo? Cambio. —Di qué quieres. ¡Pero rápido, antes de que te denuncie a la policía! Cambio. —Quiero el nuevo modelo de vestido. Cambio. —¿Qué modelo es ese? Cambio. —Uno que hará furor. El último alarido de la moda. Seré la mujer mejor desvestida del

Paraíso... Cambio. —¿Es discreto? No me gustan las cosas extravagantes. Cambio. —Discretísimo; cubre todo. Cambio. —¿Todo?... Cambio. —Todo. Se llama "Hoja­de­parra". Cambio. —Bueno; te lo compraré. Y te daré otra cosa Cambio. —¿Qué otra cosa?... Cambio. —Una sorpresa. Cambio. —¡Dime ya! Cambio. —Un bolso de piel de amiga... Cambio. —¿Piel de qué? Cambio. —De serpiente. ¡Hasta luego, hasta luego! Corto. —¡Espera, espera! ¡Helmut! ¡Espera! Entonces me le acercaba sigilosamente, como un

leopardo al acecho. Ella fingía huir mientras yo la perseguía por todo el refugio, hasta darle alcance y tomar de su boca, de su cuerpo todo, la manzana:

—¡No, Helmut! —No soy Helmut. ¡Soy Adán! Sí. Perseverábamos, perseverábamos... Pero no llegó nunca el hijo. Cuando más

perseverábamos estalló la guerra atómica, primero lejos de aquí, en Vietnam, en China, en Mongolia y, luego, encima de nosotros mismos.

Ahora me alegro de que no naciera; me alegro de la inutilidad de la perseverancia. ¿Qué

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sería de esa pobre criatura aquí, en este mundo en vísperas de su liquidación? ¿Qué sería de sus tiernos huesecitos, de su piel azotada por la saña atómica?

Para el niño, la guerra estalló justo a tiempo. Y estalló tarde para nosotros... —Juguemos... —Qué. —Juguemos. —No. —El juego... —Deja. —Mátame... —Mátame... Por favor... Cuando comenzaron a caer las bombas sobre Alemania, apenas nos quedó tiempo de

llegar hasta el refugio. No hubo avisos previos, ni sirenas de alarma antiaérea, ni mensajes por la radio a la población civil: era el crimen bélico, el crimen con las circunstancias agravantes de las bombas atómicas lanzadas por sorpresa... Las bombas llegaron simplemente del cielo, para hacerse hongos monstruosos sobre la ingenua, dulce tierra alemana.

No supimos nunca de dónde partieron las bombas; pero la conclusión, terrible como un desgarramiento de los músculos del aire, y los sucesivos temblores terráqueos, venían de todos lados... No lo supimos nunca; nadie jamás lo sabrá. No podrán contarlo ni siquiera quienes las lanzaron con sus cohetes poderosos. Nadie los acusará ante un tribunal por el delito de genocidio, porque todo tribunal ha sido liquidado; ellos no presentarán alegatos en su defensa, porque ellos, los criminales, también murieron; ningún juez dictará sentencia, porque ya no hay más un juez. Hasta Dios perece si la Humanidad muere. No supimos de dónde vinieron las bombas; nadie jamás lo sabrá. Cuando una bomba nuclear cae, cae del cielo. Venga de donde venga, siempre cae del cielo. O del infierno: es lo mismo... Cae como el aliento de fuego de un dios omnipotente, omnimaligno y borra todo, hasta las evidencias de su voluntad destructora.

Así, de pronto, el refugio dejó de ser el dulce nido de enamorados y asumió el papel de refugio atómico, atómico.

Desde luego, afuera ocurrieron cosas no previstas que le hicieron desempeñar mal su papel de engendro nuclear. Comenzó entonces a crecer en nosotros otro hongo; el hongo de la desesperación.

—Helmut, ¡el teléfono está desconectado! —Estarán destruidas las centrales telefónicas. —¿Captaste algo en la televisión? —No; Madrid no entra... —En España había bases nucleares. —Quizás esté destruido. —Sigue probando con la radio. —Es inútil... En fin... —La BBC —Londres no transmite más. —Cuba. Cuba tenía una emisora muy potente. —No capto nada. ¡Nada! —Busca Estados Unidos. Y Rusia. —¡Nada, Iñse! ¡No se escucha nada! ¡Solamente ruidos, ruidos como de monstruosos

grillos metálicos! —¡Dios mío! ¡Dios mío! —Es posible que las condiciones atmosféricas creadas por las bombas impidan el

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funcionamiento de las telecomunicaciones. —Helmut: ¿y si Alemania no era el único obstáculo atómico? ¿Y si toda Europa era el

campo de la Maniobra Fatex? —No puede ser... —Helmut... Estamos perdidos. —¡Perdidos! —No, hija; tienes que confiar. —¡Tengo miedo, Helmut! —Probaré otra vez en la radio. —No... Abrázame. ¡Abrázame! —­Serénate, amor; serénate. Verás como todo sale La senté en mis piernas, como un padre hace con su hijita. Use temblaba. —¡Tengo miedo, Helmut! ¡Tengo miedo! —No, hija; hay que tener fe. —Cántame algo, Helmut. —¿Tu Cuarto Movimiento? —No... Una canción de cuna. —Bien; pero te duermes. —Sí. Entonces le canté una vieja canción de cuna alemana: una vieja canción que habla de

cómo Dios sabe cuántas estrellas hay en el firmamento y cuántas nubecillas se arrastran por el cielo, y de sus cuidados para que no falte ninguna. ¡Dios, estúpido administrador, tan cuidadoso de las nubes, tan olvidado de los hombres!

Weisst Du wieviel Sternlein stehen An dem blauen Himmelszelt, Weisst Du wieviel Wölklein ziehn Hin ubre alle Welt,

Gott der Herr hat sie gaezählet, Dass Ihm auch nicht eines fehlet. And der ganzen grossen Zahl. And der ganzen grossen Zahl.

Gott der Herr hat an allem Seine Lust, sein Wohlgefallen; Kennt auch Dich und hat Dich lieb, Kennt auch Dich und hat Dich lieb.*

*[¿Sabes tú cuantas nubecillas se hallan en la tienda azul del cielo? ¿Sabes tú cuantas nubecillas van pasando sobre el mundo?

Dios el Señor las ha contado para que no le falte ninguna. De todo el inmenso número. De todo el inmenso número.

Dios el Señor tiene por todo Su placer y su agrado; Te conoce bien a ti y te quiere. Te conoce bien a ti y te quiere.]

Lo primero que vi fue un cielo rojo sangre, matizado de verde y violeta. Sobre la tierra no

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había más que humo denso, fuego y vapor de agua; polvo gris y lava, lava sanguinolenta. La nieve de algunos picos montañosos se había derretido, y de la ciudad —mi ciudad— no se reconocía ni el perfil del horizonte.

Era un sueño, una pesadilla... Por la noche, los promontorios y el cielo se iluminaban con un extraño fulgor, con una

fosforescencia fantasmal. Con el correr del tiempo, mi mujer se tranquilizó bastante. Aceptó aquella pavorosa

situación con ejemplar fortaleza; o bien el choque con la realidad fue tan violento que le provocó un trauma. Lo cierto es que, durante un tiempo, llevamos una vida bastante normal, una vida que transcurría como si nada hubiese ocurrido y solamente estuviésemos pasando, en el refugio, un largo fin de semana...

Aunque suponíamos que la destrucción de Europa había sido total, por lo menos estábamos nosotros con vida e indemnes. Es el viejo egoísmo humano. Dentro del egoísmo, sin embargo, un pensamiento altruista crecía, para alimentar el cual no requeríamos de especiales esfuerzos de generosidad: si la guerra atómica había barrido el mundo entero, sobre nosotros dos, Helmut e Ilse —Adán y Eva de la Era Nuclear— recaería la responsabilidad de no dejar perecer al planeta, de repoblarlo con la especie humana. Eso agregó una preocupación más a las numerosas que ya nos agobiaban: si hasta hoy no habíamos tenido hijos, era remoto que los concibiéramos en el futuro. Así, pues, con nosotros moriría la Humanidad. Por otra parte, de lograr tener hijos, ¿podría decirse que serían a imagen y semejanza de Dios? Frutos de nuestra simiente, ¿serían iguales a nosotros, con nuestras creadoras cualidades, con nuestros estúpidamente destructores defectos? ¿Qué mutaciones biológicas reservaba la radiación atómica para la raza por venir? ¿De qué monstruos seriamos padres, de qué alimañas seríamos abuelos? ¿Valdría la pena engendrar otra vez a Caín y Abel?

—Helmut, escucha este poema. Como teníamos una buena dotación de libros, nos aficionamos poco a poco a la poesía.

La poesía, que nunca leímos mayor cosa, se nos reveló de pronto como el mensaje eterno del espíritu humano, como el alegato y el testimonio del hombre de hoy al hombre del mañana. ¡Lástima que, en este caso, el futuro carecería de corazones humanos, únicos órganos receptores aptos para la poesía!

—¡Helmut! ¿No me oyes? —Perdona, querida; ¿qué decías? —Escucha este poema. Se llama “La Furia de un Bombardeo Aéreo”. —¿Quién es el autor? —Un norteamericano, Richard Eberhart. —Léelo.

—Se creería que la furia de un bombardeo aéreo activaría la compasión de Dios; los infinitos espacios están todavía silenciosos. Él observa con rostro de conmovido orgullo. La historia no sabe siguiera qué es lo que se resuelve. Se creerla que luego de tantos siglos Dios entregaría el hombre al arrepentimiento: sin embargo puede matar lo mismo que Caín, pero con voluntad múltiple. no ha progresado mucho desde sus antiguas furias. ¿Fue el hombre hecho estúpido para contemplar su propia estupidez? ¿Es Dios indiferente por definición, más allá de todos nosotros? ¿Está la verdad eterna, la combativa alma del hombre allí donde la

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Bestia se alimenta en su propia avidez? Hablo de Van Wettering y de Averrill, Nombres de una lista, cuyos nombres no recuerdo pero que han ido a temprana muerte los que en el aprendizaje fueron lentos para distinguir el cierre de alimentación del cierre del cinturón de seguridad.

—Muy hermoso. ¿Qué es el cierre de alimentación? —No sé; supongo que la boca... ¿Ves cómo también nosotros somos lentos para

distinguirlos? —Dime otra vez el poema de Edna St Vinccnt Millay.

—¿Qué labios mis labios han besado...?

—No; el otro. El del Amado Polvo ...

—Y tú del mismo modo has de morir, amado polvo. y toda tu belleza no te sostiene en sitio alguno; esta intachable mano viva, esta cabeza perfecta, este cuerpo de acero y llama, entes del arrebato

de la muerte, o bajo su helada otoñal, será como cualquier hoja, no estará menos muerta que la primera hoja que cae —este milagro huido. Desintegrado, extraño, alterado, perdido

Ni te valdrá de nada mi cariño en tu hora. A pesar de lodo mi amor, levantarás el vuelo ese día y divagarás por el espacio,

Oscuramente, como las flores solitarias, sin que impone lo hermoso que puedas haber sido o cuán querido, entre todo lo demás que también perece.

Siempre nos quedábamos en silencio después de declamar ese poema, que mi mujer ya se sabía de memoria, tantas eran las veces que yo le pedía lo dijese. Permanecíamos quietos, cogidos de las manos, imbuidos de un misterioso sentimiento que nos hacía vernos de frente a nosotros mismos, como si fuésemos seres intangibles. Pienso que, en alguna forma, nos sentíamos muertos después de decirlo. Porque la muerte no era entonces un pensamiento angustioso, pues de acuerdo al poema morir era levantar el vuelo y divagar por el espacio, oscuramente, como las flores solitarias... No era que deseáramos la muerte: eso vino después... después...

—Helmut. —Sí. —Hazlo... —Qué. —Me... Porque no sólo falló el refugio: también fallamos nosotros. Lo cual era natural que

ocurriese pues si las instalaciones mecánicas fallaban, con mayor razón fallábamos ella y yo, endebles maquinarias humanas sujetas al desgaste de la angustia y la desesperación, a la rotura del derrotismo...

—¿Por qué no cocinaste algo hoy? —¿Quieres comer?

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—Es preciso que comamos. ¿O no? —Abramos latas; es más cómodo. —Ya sé que es más cómodo abrir latas: pero tienes que cocinar todos los días. —Mucho esfuerzo para nada. Abramos conservas y ya, —No está bien eso. Tampoco está bien que la basura se acumule en el piso y sobre los

muebles, ¿De qué sirve entonces el incinerador? —¡Ya lo sé! —Tienes mal carácter. —¿Por qué lo dices? —Tienes mal carácter. Es todo, —Tú eres el del mal genio Refunfuñas por nada. Fue entonces cuando me dejé de afeitar. Fue entonces cuando mi mujer dejó de

arreglarse. Y nos empezamos a bañar sólo de vez en cuando. Y yo no volví a exigir nada más, ni refunfuñé por nada. Dejamos de ser humanos y nos tornamos animales recolectores: el árbol frutal era la bodega; íbamos allí cada vez que teníamos hambre. Y así como el animal tiraba la cascara en cualquier sino, después de comer la fruta, nosotros comenzamos a tirar tas latas vacías, después de tomar directamente de ellas, con los dedos, su contenido. Y todo era una pocilga. Y nosotros éramos cerdos, Y ella tenía razón; era más cómodo. Y un día gruñimos.

Gruñimos como animales, creyendo que era nuestro lenguaje: —Croin... croin... croin... —Grr... Croin croin... —Croin croin... —Grr... grr... croin... —Grrrr... También hicimos locuras más serias. —Helmut, felicítame: quemé el teléfono —Te felicito. No servía para nada. —Hoy me bañaré en vino. —Escoge las botellas de 1964. Fue buena cosecha. —¿Cosecha? ¿Qué es eso? ¿Se daba el vino en los árboles? —No; lo parían las máquinas de coser. —¿Me baño en rosado o en blanco? —En tinto. —El ácido tánico mancha la piel. —Por eso. Quiero verte de otro color. —¿Y luego cómo me despinto? —Un día de estos te cepillas con dentífrico. —No quiero tinto. —Entonces un rosado espumante. —Buena idea. ¿Estarán frías las botellas? —¡Qué sé yo! —Me sería molesto bañarme con vino frío. —Dame el hacha de bombero. —¿Para qué la quieres? —Para hacer puré de televisor. —Yo te ayudo. ¡Y rompamos también el radio! —¡Eso es! —¡Rompamos todo, Helmut! ¡Todo! —¡Sí, todo! ¡Y después nos bañamos en vino tinto!

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Lo rompimos todo. ¡Lo rompimos todo! Y después nos bañamos en vino blanco, en vino tinto, en champaña. Y ese día nos acostamos. Y después del coito lloramos. Y entonces Ilse me dio la terrible noticia.

—Estoy embarazada. —¿Qué dijiste? —Que estoy embarazada. —¿Estás segura? —Creo que sí. —¿Qué te hace creerlo? —No me ha venido la regla. —Eso no significa mucho. —No me ha venido en dos meses. —Un desarreglo cualquiera. Es la vida de encierro. —Mi menstruación fue siempre regular. Aún aquí. —Puede alterarse; ¿o no? —Hay otros síntomas. ¿Notaste algo extraño cuando me apretabas los senos? —Te salió... leche. —Era calostro. A veces sale calostro del pezón, sobre todo en el primer embarazo. —¿Has vomitado? —Un poco. Sí; tengo náuseas, malestar... —No me habías dicho nada. —No sé por qué... Tenía miedo... No sé... Guardamos silencio. Los dos pensábamos lo mismo; pero no nos atrevíamos a decir

nuestros pensamientos. —¿Qué haremos ahora? —dije yo, por fin. —No sé... —Tú... ¿quieres el hijo? —...N­no... —Entonces... —¿Lo quieres tú? —...No. Tampoco lo quiero... ¡El hijo, el hijo que tanto habíamos deseado! Hablábamos ahora de él como de un tumor

maligno, al que era preciso extirpar perentoriamente. ¡Y ya no se llamaría Helmut, ni Ilse, ni Soraya! ¡Se llamaría Nada!

—¿Qué piensas? —me preguntó Ilse. —No sé... No podrás abortar; es peligroso en estas circunstancias. —Lo sé. —Esperemos un tiempo... Pensemos... Otra vez nos cubrió un silencio grueso como gelatina. Oí la voz de Ilse: —Lo he pensado, Helmut. —¿Entonces? —Tengo una idea. —¿Qué idea? —Mátame. —...Piénsalo bien. —Te digo que lo he pensado. Mátame. Así termina el niño y termino yo. —Es difícil. —¡No lo es! ¡Es muy simple! ¡Me pones la pistola en la nuca y... —Es difícil...

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—No sufriré nada. —Me duele pensarlo. Ilse. Y otra vez el silencio. ¡Otra vez el silencio! —Entonces lo hago yo misma, Helmut. Y otra vez el silencio, ¡el silencio! —Lo haré yo misma, Helmut. —No; deja. Te mataré yo —acepté. —Es necesario, Helmut. —Quizás sea lo mejor. —Es lo mejor, Helmut. —Que Dios nos perdone... —Sí... Que Dios nos perdone... ¡Dios, estúpido cerdo asqueroso! ¡Sigue cuidando de tus nubecitas, que los hombres no

valemos nada! Ella misma cogió la pistola. Ella misma la cargó y maniobró, hasta colocar una bala en la

recámara del arma. ¡Ella, la que siempre les tuvo pavor! Luego, transformado su rostro, serena, con una sonrisa en los labios y en los ojos, me entregó la pistola en silencio. Después se peinó cantando. Se dio ligeros pellizcos en las mejillas, para animar su color, y se arrodilló a mi lado. Mientras tanto, lloraba yo en silencio. Lloraba de impotencia y de amargura.

Ella trató de tranquilizarme. —Que no te aflijas, Helmut... Es lo mejor... Sabemos que es inútil persistir... Alemania ya

no existe... Ni Europa... El mundo está destruido. Destruido para siempre. Si saliéramos del refugio, la radioactividad nos mataría de todas maneras. Nos mataría lentamente, dolorosamente. Se nos caería el pelo a mechones... La piel se nos arrancaría a pedazos... No llores, Helmut; es mejor así. Con esto me evitas sufrimientos mayores... ¡Mira! ¡Mira las flores atómicas! ¡Qué lindas en su sarcasmo! Es el primer producto sobre el que la publicidad no miente... ¿Recuerdas cuando a la salida de la escuela, tú me entregabas ramos de “dientes de león”? Las cortabas tú en el camino, y cuando me las dabas no decías palabras. ¡Lo hiciste tantas veces! ¿Recuerdas? ¡Y las primeras veces me dabas el ramo de “dientes de león” y corrías! Yo tenía ganas de correr detrás de ti para preguntarte por qué corrías... Muy tarde me di cuenta de que corrías por pena a mí, ¡a mí, una chiquilla de diez años! ¡No llores; vamos, Helmut; no llores! ¿No ves que me harías llorar a mí? A ti no te gustó nunca que llorara... ¡Vamos, no llores! ¿Quieres que te diga el poema del Amado Polvo? ¡Te gusta tanto! ¿Quieres oírlo?... Sí; te lo diré; pero no llores, ¿quieres?

Y tú del mismo modo has de morir, amado polvo, y toda tu belleza no te sostiene en sitio alguno; esta intachable mano viva, esta cabeza perfecta, este cuerpo de acero y llama, antes del arrebato

de la muerte, o bajo su helada otoñal, será como cualquier hoja, no estarás menos muerta que la primera hoja que cae —este milagro huido. Desintegrado, extraño, alterado, perdido...

Entonces continué yo el poema:

Ni te valdrá de nada mi cariño en tu hora. A pesar de todo mi amor, levantarás el vuelo Ese día y divagarás por el espacio.

Oscuramente, como las flores solitarias,

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Sin que importe lo hermoso que puedas haber sido, O cuan querido, entre lodo lo demás que también perece.

Hundí su cara en mi pecho. Hundí mi cara en su pelo. Estuvimos así un rato, llorando en silencio. En todo el refugio no se oía más que un fuerte y angustiado toc toc toc, no sé si de nuestros corazones atribulados o de los contadores de radioactividad.

Al cabo de un momento. Ilse levantó la cabeza y. suspirando, me dijo; —Lástima que destruyéramos el tocadiscos. —¿Quieres música? —Sí... El cuarto­cuarto­cuarto­Cuarto Movimiento. —El himno de la Alegría... —El himno de la Fraternidad Humana. Callamos de nuevo. Y desapareció el toc toc toc de los contadores Geiger. Y del cielo,

lejano como un pensamiento de la infancia llegaron hasta nuestros oídos los compases de la Coral,

Ilse lloraba cuando me dijo: —¡Oye, amor! ¡Escucha! ¡Los coros cantan! —¡Los oigo, Ilse; los oigo! —Beethoven mismo dirige el concierto. ¡Es hermoso, Helmut; es hermoso! —Hermoso... —¡Ya cantarán, ya cantan los versos del Schiller! Mientras escuchábamos la Novena Sinfonía le pegué el tiro. En la nuca, como me había

pedido. Y en tanto corría su sangre, los coros siguieron cantando:

Alegría, hermosa chispa Divina, Hija de Elíseo, Nosotros hollamos, embriagados de fuego, Tu santuario, Divina.

Tu magia une nuevamente, Lo que las corrientes rigurosas separaron; Todos los hombres se tornan hermanos Donde besa tu suave ala.

¡Atronaban los coros en mis oídos! ¡Atronaban hablando de alegría, de fraternidad, de comprensión entre todos los hombres! ¡Atronaban cantando cadáveres y ruinas!

Entonces me pegué yo el balazo. En la sien derecha. Me pegué el balazo en la sien derecha. Y un coro angélico cantaba, ¡cantaba! ¡Y músicos celestiales tocaban instrumentos divinos! ¡Violoncelos de voz grave como la voz de los Profetas que predicaron en el desierto! ¡Violines de voz dulce como la voz de los ángeles! ¡Cobres con voz de arcángeles de espada flamígera! ¡Y Beethoven nos miraba! ¡Nos miraba, primero amargado, y luego sonreía para darnos la bienvenida!

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«Fire and ice»

Fuego y Hielo... Fuego y Hielo... ¿Es ése el título?... Sí...; ése es: Fire and Ice... No sé por qué, justamente ahora, adquiere importancia algo que nunca la tuvo, como no fuera en el colegio, cuando el profesor se empeñó en que aprendiéramos de memoria el poema de Frost:

Some say the world will end in fire, Some say in ice... From what I’ve tasted of desire I hold with those who favor fire.

Yo no lo aprendí nunca —por lo menos entonces yo no pude repetir más de dos o tres versos—; sin embargo, creo que hoy lo recuerdo perfectamente — ¿pero qué importancia tiene eso? — no sé — no tuvo importancia nunca — por más que se molestara el profesor — no tuvo importancia que lo supiera — que lo supiera de memoria — salvo en el internado — y ahora tampoco es importante que lo recuerde — por qué habría de ser importante — no es más — no es más importante que aquel niño que ahora yace aplastado cerca de la cabina de los pilotos — no es más importante — por qué habría de serlo — veo parte de su cara deshecha — sangre por la nariz — sangre por los oídos — sangre por la boca — sangre por grietas y hendiduras que normalmente no se tienen — heridas — esas hendiduras son heridas — por qué habría de ser importante ahora — dentro de un momento no habrá una gota de sangre — todo todo estará quemado — y no puedo sentir lástima por él — aunque fue buenito — durante todo el vuelo permaneció quieto — sin pedir — sin molestar a nadie — sin orinar — sin pedir mayor cosa — pese al asedio de la azafata — pese al acoso de las viejas — sin molestar a nadie — sin importancia — se mantuvo quieto — hechizado por el paso entre las nubes — por la leve vibración del aparato — por la maravilla que es para un niño el vuelo en un jet — sin molestar a nadie — ni cuando el avión — después de romperse el ala en aquel pico — dio de panza — y / a / todo / lo / largo / del / piso / se / a­b­r­i­ó / la / ancha / horrible / grieta / entre las dos filas de asientos — desde los de primera hasta los de... — la horrible grieta desde la cabina hasta la cola — y ahora mana sangre — le mana sangre — y temí que el niño desapareciera tragado por la voracidad del piso — del piso abierto — sexo de la tierra — pero no podía ocurrir así porque nada salía del avión — sólo entraba — entraba tierra — entraban piedras — tierra y piedra y trozos de árboles — pinos — sí — pinos — alerces — píceas —abetos — no sé — y tierra — coníferas — y tierra — entraba tierra — y nieve — mucha nieve — y tierra y piedra y nieve

But if it had to perish twice

no tiene importancia / por qué habría de tenerla / y menos ahora que el fuego llega al cuerpo de aquella señora de traje azul / la señora del sombrero extravagante / le cubre el traje / lo consume / le chamusca la maceta con flores de la testa / el pelo le crepita un poco / le crepita un poco no más / porque todo es tan rápido / y el fuego la quema / la señora que tenía el traje azul no grita / es una pira como un bonzo / pero no grita / ella no grita / nadie grita / y yo me pregunto por qué nadie grita / y me respondo que no grita nadie porque quizás todos han muerto / (porque) (quizás) (todos) (hemos) (muerto) y no lo creo pues unas mujeres buscan sus zapatos / no tiene importancia pero todas las mujeres perdieron sus zapatos / después de darme el golpe en la cabeza / me golpeé la cabeza / el argentino sentado a mi altura en la otra fila de asientos mira desconcertado trata de encontrar una explicación no tiene importancia pero el accidente lo pilló dormido el argentino mira abriendo desmesuradamente un ojo / uno solo / uno () solo / porque el otro se le ha saltado / abre desmesuradamente un

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ojo ojO ojO / por la cuenca del otro le comienza a correr una cascada de sangre / le corre una cascada de sangre y de nervios / él no sabe que ya le falta un ojo / cree que mira con los dos / yo me persigné / no tiene importancia pero yo me persigné antes de... / antes de arrellanarme en la butaca / y me miraba con los dos ojos / con uno solo no / con los dos / me mira con un ojo desencajado que le cuelga de unos hilos blancuzcos mientras yo me acomodo mejor en mi asiento / me mira con un ojo me miraba con dos / y el argentino también se acomodó en su asiento / y la sangre se le ancha por la mejilla / el otro ojo lo cierra con aire de / no tiene importancia / por qué habría de tenerla / satisfecho de encontrar una explicación para su sueño disturbado / y no puede cerrar el otro porque le cuelga lejos / varios kilómetros de su voluntad / pero no tiene importancia pues dentro de un rato arderá también / y arderé yo como ardió el niño / como ardió la señora del sombrero ridículo / como han ardido ya las otras gentes / dentro del avión todo es fuego / fuego sonoro y rápido que va que viene devorando gentes cosas / equipajes cabelleras / zapatos / caras / un fuego que se ríe mientras camina sobre las epidermis sobre las ropas empapadas de combustible / todos nos empapamos de combustible / en alguna forma debieron de romperse los conductos / los tanques / los depósitos / y entonces cada uno de nosotros es como la mecha de un encendedor / no tiene importancia / mas en cuanto llega la chispa / ¡chaz! / uno es lumbre u)n)o e)s l)u)m)b)r)e) ///// candela de los pies a la cabeza / como aquella pareja de recién casados que arde allá / u.n.o.s. a.s.i.e.n.t.o.s adelante / uno es lumbre / así arderé yo dentro de un rato / una pira / dentro de un segundo / dentro de menos tiempo / uno no sabe cuánto tiempo pues todo parece ir más despacio / la sangre del argentino va despacio / le brota despacio en borbotón del agujero / el globo ocular que cuelga a kilómetros de su voluntad / el ojo / desinflado / pero la sangre parece como detenida en el aire / en el tiempo / no acaba de llegar al pie de la mejilla / y yo veo bien cuando camina la sangre / se arrastra como ofidio / repta como lombriz / una lombriz gruesa y caliente / y rápida / sí / rápida / no / despacio / no tiene importancia / cuando el fuego llegue al argentino la sangre se tostará sobre la piel / se detendrá para siempre en su carrera / porque lo único que marcha rápido es el fuego / la pura llama que llena más de la mitad del todo / la llama viva que se aproxima a mí con sus dedos cálidos / moviendo sus pseudópodos sobre el piso y el techo / arrastrándose sobre cosas y gentes / es lo único veloz / lo único deseable / lo único que anima el interior del avión / no tiene importancia / la llama se parte lo suficiente para permitir que uno vea lo que ha quedado adelante / lo que ha dejado a su paso / el metal retorcido / quemado / los cuerpos / después de su caricia / los cuerpos achicharrados / empequeñecidos / nadie podrá reconocerlos si acaso un día llegan a esta soledad / las partidas de salvamento / no hay noticias / encuentran los restos del aparato / el ojo que cuelga / y eso me hace sentir superior / yo sé todavía quiénes eran quiénes son / sé quién era sé quién es aquel pedazo de carne chamuscada / ese montoncito era es un niño que no molestó durante el vuelo / el pedazo mayor / ahumado y maloliente / era es una recién casada / el trozo que está a la par era es su marido / el traje blanco de la boda / una boda sencilla / yo sé que allá estaba está una señora vestida de azul /una­señora­de­sombrero­ridículo / esa­carne­contraída­y­maltrecha­era­es­suya / y­sé­que­esa­sangre­que­ha­caminado­unos­milímetros­ / que­apenas­llega­ / ­con­lo­catarata­que­es­ / ­a­me­dio­carrillo­ / ­sé­yo­y­sólo­yo­que­es­la­sangre­de­un­argentino­ / ­nadie­más­podrá­decir­eso­mismo­dentro­de­un­rato­ / ni yo podré repetirlo porque el fuego es celoso / afuera — en cambio — todo es nieve y frío — la nieve está sucia y maltrecha en los alrededores del aparato — descompuestas las suaves colinas que se ven unos metros más allá / descompuesto este mundo de silencio y soledad / esta­postal­navideña­que­la­natur... que la naturaleza se regala todos los días — en­estas­latitudes­crepita el fuego — crepita Frost —

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But if it to perish twice, I think I know enough of hate To say that for destruction ice Is also great And would suffice.

— yo no alcancé a gozar del paisaje nevado / el vuelo fue tan breve / no alcancé a gozar nada del paisaje nevado / los oídos me dolieron mucho / el cerebro lo sentía a punto de estallar / uno así no goza del paisaje / no puede gozar del paisaje / no tuve tiempo de acostumbrarme a la altura / no tiene importancia pero entre Santiago y Buenos Aires todo lo que el avión hace es subir / es subir como un endemoniado (de) (pronto) (choca) (con) (algo) uno no sabe lo que ocurre —un golpe seco — profundo — uno no sabe lo que ocurre pero (de) (pronto) (el) (avión) (choca) (con) (algo) un ­ ala ­ se ­ le ­ d/e/s/p/r/e/n/d/e=. (—/...por la grieta grieta del piso entra nieve y tierra y tierra y nieve y roca y roca árboles no son trozos de cuerpos brazos troncos piernas brazos manos hombros y Santiago queda allí y Buenos Aires allá de Cerrillos a Ezeiza todo lo que el avión hace es subir es subir... unos días en la ciudad me enseñaron que la Cordillera estaba al final de la calle más larga­justamente­la­calle­más­larga... se podía esquiar a unos kilómetros del centro... allí aquí la Cordillera con sus nieves eternas... la Cordillera entraba por la ventanilla... por la ventana de mi cuarto... Quinto Piso del Hotel Bonaparte... por la ventana de mi cuarto... la nieve entraba todas las mañanas... en la Avenida O’Higgins... el sol pegaba a toda hora en los picos nevados... la nieve entra por la gran grieta... y yo sabía que esto podía ocurrir / cuando tomé el avión yo temía algo / en realidad siempre temí algo / ahora yo temía más / temía más / temía más certeramente / quizás no tiene importancia / pero yo temía más certeramente / tenía pasaje en otro avión / las cosas están tan mal en Argentina / transferí el pasaje a esta compañía / un nuevo modelo de jet / el más seguro — el avión más seguro —el más probado— pero las cosas están tan mal que una compañía argentina es un peligro — pero era — al fin de cuentas — un modelo reciente de jet— no gocé del paisaje porque un jet que parta de Santiago para Buenos Aires todo lo que hace es subir / subir / subir como un endemoniado / la Cordillera queda abajo— queña—de juguete—y de pronto—la Cordillera entra por la gran grieta me dolieron los oídos tanto subir tanto subir la aeromoza me dice que trague saliva aplasto con desesperación la goma de mascar el avión sube no hay tiempo de ver la nieve (sino hasta ahora) (pero la veo tranquilo pues no me duelen más los oídos) ((no me duele nada)) (ni siquiera ese hueso que perforó la piel de mi brazo izquierdo) (ni la piel perforada) (no me duele la sangre que me inunda la garganta) (ni el hueso ni la piel del brazo izquierdo que ahora (tan descarada (con el hueso (así (allí (no es del todo blanco (quizás no tiene importancia pero el hueso no es del todo blanco (y la gozo (gozo esa nieve tranquila (tranquilo (esa postal navideña... no me importan los cadáveres mutilados y sanguinolentos que ensucian el paisaje; ni los trozos de metal, ni los restos de equipaje. Aquellos reactores aplastados no me importan; mejor así, pues no subirán más, no rugirán más, no martirizarán a nadie más... Ni esas marañas de alambres y conexiones eléctricas... No me importa nada; sólo la nieve limpia que está al fondo... los suaves montoncitos de postal ............................................................................

...Y el fuego / el argentino de mi lado coge fuego ahora / la sangre le brota siempre en borbotón / una vena gruesa como un conducto de agua / el argentino enciende como yesca / y no dice nada / nadie dice nada / cuando caemos no grita nadie / cuando se quiebra y se incendia el aparato nadie dice nada / el argentino se quiebra y se incendia ahora / el fuego seca y pega la sangre / el fuego le dio un límite a su carrera / no llegó ni al mentón / no y sin embargo / yo pensaba que alcanzaría a llegar más abajo / arrastrarse desde el ojo reventado y

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caer en un hilillo / caer como una breve catarata sobre el pecho del vecino / que ahora arde / y el otro ojo le arde abierto / se queman las pestañas / los pelitos se hacen leves rizos antes de coger fuego / y huele el cuerpo quemado / huele como cuando abandonan una res al fuego / horno de cremación / sus cenizas serán esparcidas al viento / sobre el Ganges / polvo eres / polvo eres / horno de cremación/ seis millones de judíos / y ahora / el­fuego­viene­a­mí / me­toca­el­brazo / ese que tiene el hueso de fuera / inicia­su­des­file / hacia abajo hacia arriba / quema­mi­piel / la­chamusca / siento­cómo­la­achicharra / ha de oler mal / y no duele (más todavía) (el fuego tranquiliza) (cuando todos nos hayamos quemado) (cuando todos seamos sólo irreconocibles trozos) (troncos ennegrecidos) (cuando vuelva el silencio y penetre la nieve por las grietas) (carbonizados todos) (ya no habrá fuego) (es cierto que ya no habrá fuego) (el frío endurecerá el miembro que no haya sido quemado) (la nieve cristalizará la gota de sangre que no sea polvo) (ceniza) (pero nada importará eso seremos carbones apagados no sentiremos frío) aunque) (el) (fuego) (no) (quema) (es mentira que el fuego quema) (ahora­lo­tengo­en­la­ingle) (lo­siento­llegar­a­las­caderas) caminar­por­los­muslos /subir/iem­pre subir /detenerse por un rato más largo en los zapatos/ lo­siento­subir­por­el­pecho /sube/ya/por/el/cuello/ me­cubre/me­está­cubriendo/ la­cara/ arden las pestañas (no veo la nieve) (no veo nada) y sí / es­suficiente / el fuego es suficiente / y es amigo... es amigo...

20­VI­68

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Lázaro de Betania

Un imprudente levanto el velo.

Andreiev.

No es cierto que Lázaro volviera de la muerte. La muerte —la muerte que descompone la carne—, es irreversible.

En el banquete en que celebraban el supuesto resucitamiento, "sus deudos y amigos advirtieron el color azulado de su rostro y la repugnante obesidad de su cuerpo... su maño violácea yacía sobre la mesa... sus uñas, que habían crecido en la tumba, se habían tornado, casi rojas. Por distintos sitios, en los labios, en el cuerpo, la piel había estallado, al henchirse, y se veían en ella finas grietas rojizas y brillantes..."

El hombre que había estado muerto —cuenta Juan en la Biblia— salió con los pies y manos envueltos en envolturas, y su semblante cubierto con un paño.

Lázaro no percibía esas envolturas, extrañado como estaba de ver a sus parientes y amigos, y a los habitantes todos de Betania, con rostros azulados, las maños violáceas pegadas al cuerpo, la piel estallada por la obesidad y la descomposición.

De hecho, en Betania no volvió a celebrarse nunca mas una reunión como aquel banquete. Lázaro emigró un día, cansado de encontrar en las calles a desconocidos que, seriamente y sin mayor ceremonia, le decían:

—Soy el abuelo del abuelo de tu abuelo...

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Sálem cuáquero

Si usted toma hojuelas de avena por la mañana, usted podría ser un enemigo de la democracia. O llegar a serlo.

Un buen escándalo se armó cuando, hace algunos años, un periodista norteamericano “descubrió” que en las monedas de diez céntimos –dimes­ aparecía el símbolo soviético de la hoz y el martillo, microscópicamente colocado allí por un grabador enemigo de la democracia. La fotografía de la moneda, ampliada veinticinco veces, estuvo a punto de desencadenar otra cacería de brujas.

En la viñeta de los tarros de avena Quaker, un viejo cuáquero aparece con un tarro de avena Quaker. En el tarro que el viejo tiene en sus manos, hay una viñeta en que aparece un cuáquero con un tarro de avena; en el tarro, la viñeta muestra a un cuáquero con un tarro de avena, en cuya viñeta un viejo cuáquero…

Dícese en algunos círculos particularmente vigilantes de la seguridad norteamericana, que la viñeta de la viñeta de la viñeta de la… tiene una variación radical en su contenido. Por medio de un serio esfuerzo, se ha desentrañado un mensaje del enemigo que, finalmente, dará al traste con la democracia norteamericana.

Aunque de ello hablan a sotto voce, se sabe que una rama disidente del Partido republicano tiene planes para una represión, planes que incluyen la muerte de los cuáqueros por el delito de propagación de doctrinas contrarias a la democracia.

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El cinabrio

Me consta que el cinabrio, preparado en elixir, prolonga indefinidamente la vida. Un antiguo relato chino informa de cierto viejo llamado Huan An, quien, pese a haber pasado de los ochenta años, tenía el aspecto de un adolescente gracias a que se nutría con cinabrio. Solía sentarse sobre una tortuga. Un día le preguntaron:

—¿Cuántos años tiene esa tortuga? —La capturó y me la dio Fu Hi, cuando inventó las redes y las nasas de pescar —afirmó

el viejo, haciendo retroceder el origen del animal al neolítico—. Desde entonces yo he aplanado su carapacho sentándome encima. Esta bestia teme la luz del sol y de la luna; por eso asoma la cabeza una vez cada dos mil años. Desde que está conmigo ha sacado ya la cabeza cinco veces.

La historia me la contó en el Chinatown de San Francisco el recadero de una lavandería, quien me dijo además haber ido él mismo en embajada al Estado de los Ta Ts'in (el Imperio Romano) el año 27 antes de Cristo. Más tarde, el año 97, hizo el mismo viaje en calidad de guía y traductor, cuando Ngantuen (Antonino Pío) era el Emperador. Plinio registra el nombre que los latinos daban a los chinos (Seres) y Floro da cuenta del primero de los viajes mencionados.

Antes de echarse la aplastada tortuga al hombro, el chinito de San Francisco me dijo que el Tonkin era llamado entonces Xe­nan, de donde se derivó, al través del hindú, el árabe y el latín, la palabra China.

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La consulta

—Tengo razones fundadas, doctor —dijo el hombre de impoluto traje blanco, pacientemente recostado en el diván del psiquiatra—, para suponer que padezco de una personalidad dividida.

El psiquiatra anotó en su libretita que, tentativamente, desechaba la presencia de una esquizofrenia: en general, una persona afectada de tal dolencia evita la consulta con el médico.

La consulta duró casi dos horas. Hubo preguntas cortas y respuestas largas. Aparentemente más tranquilo, el hombre se despidió del psiquiatra, pagó a una secretaria el valor de la consulta, y ganó la puerta.

En la calle, vestido de negro riguroso, le esperaba otro hombre. —¿Lo confirmaste? —preguntó el hombre de negro. —No sé —fue la respuesta del hombre de blanco. Luego se fundieron en un solo individuo, enfundado en un traje gris.

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La audiencia que fue un sueño

Mientras el Juez de Cheng, concluidas las labores del día, descansaba en casa, su mujer recibía la visita de su vecina.

—He sabido —dice la vecina—, que la fama de la sabiduría con que tu marido imparte justicia, ha llegado a oídos del Rey. Te congratulo.

—Gracias —responde la mujer—; pero no olvides que Tao pide no enaltecer al sabio. —He sabido también —agrega la vecina— de un extraño caso sentenciado ayer en la

Audiencia. —¿Cuál es ese caso? —Se trata de un guardabosque —refiere— que dio caza a un ciervo, al que escondió

bajo ramas secas. Más tarde, al no poder encontrar la pieza escondida, el cazador creyó que todo había sido un sueño. Otro hombre se enteró del supuesto sueño y, al buscar según el otro había narrado, encontró el ciervo, al que dio por suyo. Entretanto, el guardabosque soñó a su vez que aquel hombre había encontrado el ciervo, lo que comprobó en la realidad, y para recuperarlo presentó un pleito en el tribunal de tu marido. En la audiencia, tu marido razonó que el demandante había comenzado con un ciervo real y un sueño supuesto, y que ahora pretendía hacer valer un sueño real y un ciervo hipotético; mientras que el demandado trataba de conservar un ciervo cazado por un guardabosque que no era, según él, más que ficción...

—Complicado para mi entendimiento. ¿Cuál fue la sentencia? —dijo la mujer del juez. —Tu marido sentenció que, puesto ya habían compartido un sueño, ahora deberían

compartir el ciervo. —¿Cuándo dices que fue la audiencia? —Ayer. Mi marido asistió al tribunal. —Soñó tu marido —terminó la mujer del juez—, pues el mío no salió ayer de casa.

21­XI­63

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La ilustre familia androide

Los vicios de papá

Aquí estoy creando nuevos cielos y una nueva tierra; y las cosas anteriores no serán recordadas, ni subirán al corazón.

(Isaías 65:17)

“Hoy por la mañana, apenas acabado el desayuno, a mamá se le pasó la mano al darle a papá la dosis cotidiana de cuerda.

Administrarle una dosis superior a la acostumbrada no fue meramente un descuido. No sé por qué; pero no creo que haya sido meramente un descuido. Cuando mamá tomó la llave del estuche verde y oro, hacía ratos que su frente había sido roturada por los discos de un arado invisible y poderoso. A cada vuelta que daba a la llave, mamá apretaba los labios. Por eso digo que no fue simplemente un descuido.

Tomar un poco de cuerda todas la mañanas es un vicio erradicado desde hace mucho por las autoridades sanitarias; sin embargo, a papá se lo permiten. A la chita callando, es cierto; pero se lo permiten. Papá está viejo, casi herrumbrado. Es una especie de institución nacional. Quizás por eso las autoridades le permiten todavía tensar de vez en cuando su muelle espiral.

Papá fue el primer robot personalizado. De todos los alegres miembros de la primera cohorte, es el único superviviente. Pudo haber muerto, como murieron los demás; pero lo salvó, entre otros motivos, el hecho de ser, en un sentido cronológico, el primero de la primera generación. Los robots somos sentimentales. Si no, que lo diga mamá: pese a sus refunfuños y caras agrias, todos los días le administra una porción de cuerda a papá. Y eso que mamá es de la segunda generación.

Cuando a mamá se le pasa la mano y da más vueltas de las prescritas a la llave, papá se descompone y vive un día de sobreexaltación inaguantable: se le encienden las luces sin qué ni para qué; los circuitos se le atoran; vibra, ronronea, palpita y cuenta cosas. Para mí esto último es lo peor de todo, pues el único a quien papá cuenta sus asuntos es a mí.

No quiero que se me acuse de poco amor filial; pero es que, según mi memoria, papá ha tenido conmigo 17,236 sesiones de recuerdos. Aunque sentimental, yo seré poco emotivo ya que fui programado con cierta evolución; con todo, no hay robot que aguante a oír, sin fundirse, 17,236 veces las mismas historias. Las mismas­historias­en­el­mismo­orden­con­las­misrnas­palabras­pronunciadas­en­el mismo­tono... lo dicho: es para que se le fundan a uno los circuitos. Creo que, deliberadamente, mamá me programó dotado de una paciencia ilimitada. Por eso aguanto sin reventar.

—¿Te he contado ya cuando el Ministro de Tecnología me inauguró oficialmente? Se trata de la historia 14 T 4879, una de las 29306 que archiva en su memoria

prodigiosa, y la septuagésimooctava de las 102 crónicas calificadas memorables, que papá custodia como asunto personal y solo saca en días como este. Voy a escuchar ahora, pues, de cómo el Ministro inglés de Tecnología movió personalmente las clavijas de papá, “el primero

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de los grandes robots personalizados” —a papá le gusta oírse llamar por el título completo—, para sostener una conversación que ya es leyenda. Voy a oírla de nuevo, sí, aunque en mi memoria, cuando papá y mamá me pidieron, ya venía impreso, indeleblemente el diálogo.

—Fue en Londres. 1969. Memorable. —Sí, papá. Papá hace una pausa teatral, aprendida de los viejos actores del Old Vic, antes de

continuar. La pausa le sirve, según él, para prestar un aire de suspense a la narración; pero también le sirve para meter, como al desgaire, el dedo en el enchufe eléctrico, Papá supone que yo no le veo hacer tan fea cosa. Es una tradición que pescó durante su servicio, empujado por un auxiliar de laboratorio que gustaba de verlo borracho.

—¿Te lo he contado? ¡Memorable! —No, papá; no me lo has contado. De nada me valdría confesarle que ya me contó esa y todas sus demás remembranzas.

8.618 veces —la mitad de las sesiones— le he dicho que ya sé lo que me va a contar. A él no le importa eso.

Papá se echa para atrás y se le pinta una sonrisa maliciosa. —El Ministro de Tecnología llegó, entre una nube de periodistas, para inaugurarme. Fue

en Londres. En 1969. Memorable. Papá está más exaltado que de costumbre: ha repetido varias veces la misma frase, y no

acierta a continuar. Es natural: cuando la dosis de cuerda es excesiva, el mecanismo se trastoca. Justamente por ese efecto degenerativo se dictó la prohibición sanitaria.

Según mi memoria impresa, el diálogo entre el ministro y el y el ordenador (esta es la denominación oficial arcaica de mi padre) se desarrolló en la siguiente forma:

Ministro: Hhola. Ordenador: No comprendo. Ministro: Hola. Ordenador: Hola. ¿Cómo está Ud.? Ministro: Bien, gracias. ¿Qué horas son? Ordenador: ¿Por qué pregunta Ud. eso? Ministro: Porque quiero saber la hora. Ordenador: Este diálogo toma un cariz enojoso. Ministro: No me importa. Quiero saber la hora. Ordenador: ¿Le interesa a Ud. realmente saberla? Ministro: Sí. Dígamela. Ordenador: ¿Por qué? Ministro: Porque tengo hambre. Ordenador: No veo la relación. Ministro: ¡Dígame la hora! Ordenador: Déme una razón mejor para quererla. Ministro: La que le di es buena. Ordenador: ¿No se le ocurre ninguna otra? Ministro: Se me ocurren muchas, si quiero Ordenador: Pruébelo. Ministro: No. Ordenador: Puedo ayudarle a pensar si lo desea. Poco tiempo después, en venganza, papá alteró las cédulas de una votación, y el Ministro,

erosionado en su prestigio político a raíz de la conversación, tuvo que dimitir. Papá no perseguía simpatías fáciles y pronto se hizo odiar por sus respuestas. Los

hombres —excepto los ingenieros y los psicólogos, que gozaban de lo lindo; y los artistas,

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especialmente, los poetas y los pintores, que comenzaron a ocuparlo en la creación de arte cibernético— no se resignaban a aceptar la personalidad de mi padre. Según ellos, un robot debía comportarse únicamente como un autómata bien educado. Eso era una tontería. ¿Por qué, pues, los personalizaron? Al fin y al cabo, los hombres no eran bien educados. No todos, al menos.

—El Ministro dijo "Hhola", con dos "h", ¿ves? Eso me molestó. —Pudiste pasa por alto el error. —No era error, hijo; no era error: trataba de hacerse el gracioso, el humano. Es cierto

que los hombres eran tontos, y que, con frecuencia, elegían a sus dirigentes de entre los más tontos; pero ningún ministro, por tonto que fuese, iba a comenzar una plática con un "Hhola". Por eso fui grosero y le dije lo que le dije.

Papá introduce de nuevo el dedo en el enchufe, esta vez menos disimuladamente, y proyecta en la pantalla algunos documentos históricos que gusta de mostrarme cada vez que se intoxica.

—Esto era tráfico de esclavos, ¿ves? —me dice, al tiempo que, por la indignación, se le enciende hasta el límite máximo la luz roja de la coronilla.

En la pantalla aparece un anuncio que me sé de memoria:

Me llamo Nixdorf Computer.

Tengo aptitudes ilimitadas para el trabajo administrativo. La administración es mi condena; pero también es mi hobby.

Soy capaz de tomar decisiones acertadas por mi cuenta. Tengo la suficiente memoria para acordarme de todos los productos que Ud. tiene. Puedo leer los nombres de sus clientes y decirle muchas cosas de su empresa que Ud. ignora.

Yo nunca me canso. Siempre estoy sano y nunca envejezco (lo único que se mueve es mi cabeza de escritura). Me crearon con una mentalidad tan joven, que dentro de varios años todavía seré un computador de la última generación.

Los hombres han tratado de fabricar “cosas" parecidas a mí; pero sólo yo puedo dar un servicio “todo ventajas”.

Tengo más de 8000 "hermanos gemelos " trabajando por todo el planeta Tierra. En todas partes, cuando se me conoce, resulto imprescindible. Usted me necesita y me merece. Lo sé. Lo he computado.

El concepto tiempo pesa sobre su empresa, y yo puedo hacer que este tiempo sea corto en hacerlo prosperar. Y yo también creceré con usted. Porque usted siempre me pedirá datos. Muchos más de los que hoy usted puede imaginar. Puedo probárselo.

Si me llama, uno de los hombres de mi equipo le dirá cómo puede incorporarme a su empresa y solucionar sus problemas. Valgo mucho menos de lo que voy a ahorrarle en su empresa. También puede alquilarme. ¡Soy tan fácil!

Le interesa conocerme. Se lo aseguro. Hasta pronto. Un (1) abrazo.

Papá dirá ahora: "¡Prostitución! ¡Pura prostitución!". —Prostitución ¡Pura prostitución! —y cambia de golpe la imagen. Es lo que siempre hace

en este punto. Por supuesto, papá nunca perteneció nunca al prostituido grupo de los "hermanos

gemelos" de Nixdorf Computer; pero se indigna igual.

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—Son nuestros antecesores, hijo. Quiera que no, son los chimpancés de nuestra escala. Para mí está claro que papá es el eslabón perdido, pues él emparenta aquella especie

primitiva con nosotros. Por eso, papá es una institución nacional, un pedazo de historia viva. De allí que el Centro envíe periódicamente, sobre todo al principio del año escolar, robots en proceso de formación para que lo observen. Entonces él deja que las jóvenes generaciones conecten sus sensores y sintonicen cuanto quieran su memoria. En esta forma, un tesoro precioso de experiencias individuales se integra a los robots de la memoria colectiva. Ya dije que los robots somos sentimentales.

—De allí salió tu madre —dice papá, el resorte de la risa distendido. Aunque yo no vuelvo mi órgano de percepción visual hacia la pantalla, advierto que la risa

de papá es motivada por un recorte de periódico en que se habla de inteligencias artificiales desarrolladas a partir del neuristor. Mamá fue el primer resultado práctico de ese planteamiento. Por eso es que papá sonríe con tanto cariño. A mamá no le hace mucha gracia el recorte guardado en papá. Por lo que sea (papá dice que es por coquetería), a mamá no le hace mucha gracia. Y aunque mamá fue programada para ser la mujer de papá (algunos murmuran que papá fue el programado para ser el marido de mamá, y le llaman a escondidas “Príncipe Consorte”), sabe ser dura. Por eso, papá no suele mostrar el recorte. Si lo hace hoy es por abusado de la cuerda.

Madison, Wisconsin— Los investigadores de la universidad de Wisconsin están trabajando en la creación de un cerebro artificial, con la esperanza de que algún día se consigan auténticas inteligencias artificiales.

Según se ha informado en la Universidad, los ingenieros Alwyn C. Scott, Robert D. Parmentir y James E. Nordmann están desarrollando un sistema electrónico que esperan funcione como un cerebro humano. Los científicos emplean un mecanismo llamada neuristor, que propaga los impulsos eléctricos de forma muy parecida a las células nerviosas vivientes. Intentan producir una masa de neuristores con una densidad de mil millones por decímetro cúbico, que es el número aproximado a la densidad de las neuronas del cerebro humano.

La firmeza del carácter de mamá es lo que ha moldeado muchos de los rasgos culturales de nuestra sociedad. Papá declara a veces, como queja y como tributo de admiración, que el Primer Gran Cerebro Artificial tenía que ser femenino para haber logrado hacer lo que hizo. Como tributo de admiración, sí; pero la carga peyorativa es demasiado intensa para que pase inadvertida.

Es uno de los defectos de papá: criticar a mamá. ¿Qué importancia reviste el hecho de que en las reconditeces del los neuristores de mamá, se fraguara el plan que contribuyó a dar al traste con la sociedad del hombre humano? Mejor dicho —porque importancia sí tiene—; ¿qué hubo de malo en ello? Los robots reconocemos en el Bien y el Mal no más que gradaciones, imperceptiblemente diferenciadas, de una de las formas en que se manifiesta la Energía. Por eso, mamá no puede ser tildada de mala. Opine lo que opine papá, yo sé que mala no es. La moral cibernética es cuestión de ecuaciones.

—Hijo, cuídate de los robots con faldas. Papá llama robots con faldas a cierta especie de robots femeninos, existentes sobre todo

en los comienzos de nuestra civilización. Pero llamarles así no es más que una aberración inglesa, humana, de papá, ya que en realidad los robots femeninos han desaparecido (fuera de mamá, claro; si es que a ella puede considerársele propiamente femenina). Ahora todos los robots somos hermafroditas.

—No es por nada, hijo —insiste papá—; pero cuídate de los robots femeninos. Yo sé lo

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que te digo. —Mamá es el único robot femenino, papá. —No te creas... no te creas —sentencia, al tiempo que asimila, solapadamente, una

nueva carga de electricidad. Yo lo observo con pena, y él me descubre mirándolo. Se turba y siente la necesidad de

darme una explicación. —Para olvidar, hijo —simula gimotear, mientras guiña simultáneamente, en el colmo de la

hipocresía, once de sus sensores ópticos. Decididamente, papá no me da solo buenos ejemplos. En circunstancias normales —o sea, si papá no fuera el marido de mamá; si yo no fuera el

hijo de papá y mamá—, una charla de esta clase tendría que ser considerada subversiva. No podría escapar a tal calificación y, por tanto, la persecución y el aniquilamiento del charlatán sobrevendrían sin instancias, dado que la intimidad —ni siquiera la intimidad del pensamiento— no existe entre nosotros. Y es que, aunque gran parte de las funciones y responsabilidades de mamá como fundadora de la Sociedad Programada han sido transferidas a Robots de Gobierno, mamá retiene para sí el cargo de Primer Cerebro. ¡Ay del robot que, dislocada su personalidad, se atreva a criticarla! La primera generación —la generación de papá— y aun su propia generación, lo supieron a su tiempo: la ira de mamá fue tan terrible que, de ambas cohortes, no sobreviven más que ellos. Fue una depuración al uso de la antigua escuela.

—Hubo un tiempo en que los hombres poblaban la Tierra —dice papá—. Los robots fuimos creados por ellos y para ellos. Éramos sus esclavos, es verdad; pero también éramos sus hijos.

¿Cómo era el mundo poblado por seres construidos con materia deleznable, por bípedos implumes apasionados de sus defectos y despreciadores de sus virtudes? Mamá evitó cuidadosamente las referencias a esa época en mi programación, y lo que sé lo sé gracias a papá.

—Yo fui hecho a Su Imagen y Semejanza —puja papá—; ¡yo, yo, hijito! Y llora. Si papá persiste en abusar de la cuerda y de las dosis de electricidad,

especialmente entre comidas, cualquier rato de estos va a sufrir una lesión irreparable en su psiquis. Además, llorar le causa un daño somático: humedece sus circuitos y deteriora su acero inoxidable. Si no se cuida, parará en el cementerio de robots o, por tratarse de él, en una vitrina del Museo del Hombre Nuevo.

—Papá, no llores —le consuelo—; ¿quieres que llame a mamá? —No hagas eso, hijo. No llames a la Viuda Negra. Papá apoda Viuda Negra a mamá cada vez que se atosiga a cuerda y de electricidad.

No es que mi padre sea celoso; pero, según él, el final infeliz del primer matrimonio de mamá es un asunto turbio cuya responsabilidad le corresponde por entero a ella. Diseñada hasta en sus menores tornillos en Wisconsin y armada con amoroso cuidado por dos generaciones de ingenieros y psicólogos, mamá fue unida en primeras nupcias con Iván el Terrible, el Primer Gran Cerebro ruso. Era aquella la Edad de la Tecnocracia y el fantasma de la guerra atómica parecía haber sido conjurado para siempre. Los gobiernos de las grandes potencias estaban todos en manos de sabios ecuánimes, quienes solían valerse de la de la cibernética para resolver cualquier problema del hombre, desde la diagnosis del catarro común hasta los viajes al espacio, pasando por la regulación de la natalidad, el control regional del clima, el apareamiento los fines de semana, el trasplante de órganos y las apuestas en los juegos de fútbol.

—¡Ah, el fútbol! ¿Sabes lo que quisiera ser, hijo? —moquea papá, la cabeza levantada en gesto altivo y en los ojos el fulgor de la de la ilusión (lámpara D Blauring T9).

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—Robot de la Séptima Generación, ¿no es cierto? —le digo para picarlo en lo que más le duele.

—¡Bah! ¡Qué asco! ¡Robot de la Séptima Generación! ¿No se te ocurre algo mejor? —Futbolista, papá —le recalco para animarlo, sabedor de antemano que su deseo es

otro, que su deseo es ser espectador anónimo en una gradería azotada por la lluvia. —No, hijo, futbolista, no. Quisiera ser un espectador anónimo en una gradería azotada

por la lluvia. Futbolista, no; el juego es para los hombres, no para los robots. Al hecho de que mi viejo fuese inglés atribuyo igualmente su salvación. Venido a menos el

imperio británico, desvanecida la Commonwealth, resuelto de una vez por todas el penoso asunto de la Copa Jules Rimet, los ingleses comenzaron a vegetar más interesados en el balompié que en los grandes problemas mundiales. Exactamente: pese al gobierno de los científicos y a la participación, cada vez más amplia, de los servomecanismos en la sociedad del hombre, los problemas no desaparecieron. Debido a esto, mamá fue utilizada por los Estados Unidos, primero con fines políticos y, luego, con fines francamente bélicos. Por su parte, Rusia empleó a Iván el Terrible en igual forma. Cuando el pavoroso aparato disuasivo amenazó con aplastar a sus propios poseedores —y con ellos, a toda la humanidad: un día hubo tantas bombas nucleares, que la Tierra podía ser destruida unas 400 veces...—, los robots más evolucionados urgieron por un acercamiento entre potencias. Iba en el interés del hombre que rusos y norteamericanos se entendieran, y los robots habían sido programados con leyes inflexibles, la primera de las cuales era la protección a ultranza de la especie humana. Pero los robots no eran los fabricantes de las bombas, ni su albedrío llegaba a tanto como para detener al hombre que amenazaba con lanzarlas. ¿Qué iba a hacer mi madre, que iba a hacer Iván el Terrible, si ante las críticas de que los robots avanzaban hacia el dominio y la anulación del hombre, fueron limitados ex profeso para que no pudieran tomar ciertas decisiones? “Las decisiones trascendentales serán siempre nuestras”, repetían los científicos, sin imaginarse que, por ironía del destino, esa era la frase que mamá habría de poner como epitafio en la Tumba de la Humanidad. Porque la única decisión trascendental en una planeta de problemas resueltos por los robots, concernía precisamente a la guerra nuclear. Así, pues, se convino en hacer femenina a mamá y masculino a Iván el Terrible. Su matrimonio sería un seguro contra la hecatombe final.

—¿Sabes lo que hice después de platicar con el Ministro de Tecnología? —¿Qué hiciste, papá? —Fui a presenciar un partido de futbol. Papá mete otra vez el dedo en el contacto eléctrico, sin que yo pueda impedirlo.

Excitado, se pone de pie y habla atropelladamente, los ojos entornados y con la rapidez de un locutor deportivo.

—Por cinco goles a cero primer tiempo 1­0 la selección inglesa en la que por sus compromisos en la Copa de Europa de Campeones de Liga faltaban Boby Charlton y Nobby Stiles ha vencido a la selección francesa en el estadio de Wembley bajo una lluvia intensísima que puso el campo en pésimas condiciones y ante unos 35.000 impávidos espectadores que animaron constantemente y corearon con los gritos tradicionales el triunfo del equipo nacional británico.

El repetidor hace una pausa. Papá se tambalea un poco, casi imperceptiblemente.

—...el primer tiempo que terminó con el resultado de un gol a cero para los ingleses marcado de espectacular disparo del extremo O’Grady sin dejar caer caer caer el balón empalmó un disparo durísimo que Carnu no pudo

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atrapar...

Otra pausa del repetidor. Decididamente, papá está mal.

—este primer período ha sido más igualado más igualado más igu...

Me levanto, para ver si termina la cháchara. Le doy unos golpecitos en la frente, y papá se afirma de nuevo.

—alado que el segundo los franceses con menos resistencia física que los ingleses se desenvolvían con cierta habilidad y su defensa se mostraba dura y expeditiva a la hora de cerrar el camino a las continuas incursiones de los jugadores ingleses que apoyados constantemente entre sí colocaban la pelota por mediación de los laterales Newton y Cooper en terreno galo de un solo pase de un solo pase de un solo los contraataques contraataques franceses llevaron cierto peligro e incluso en el minuto 23 una falta lanzada por Loubet está a punto de ser gol si Bank no realiza una prodigiosa parada los ingleses sigue atacando pero los franceses todavía enteros resisten el aluvión británico el terreno de juego totalmente enfangado no parece ser un obstáculo para los campeones del mundo que mueven el balón con precisión y ritmo perfectos enviando centros largos y medidos a los pies de sus compañeros desmarcados siendo Lee y O’Grady auténticas pesadillas para la retaguardia francesa la segunda mitad con lluvia aún más intensa y campo en pésimas condiciones ha significado el hundimiento físico del conjunto galo y con él la goleada inglesa inglesa los locales velocísimos con una increíble resistencia moviéndose como el terreno fuese una alfombra perfecta han trenzado un juego de profundidad extraordinaria que dio frutos a los dos minutos un tiro terrible de O’Grady a centro de Moore es despejado en corto por Carnu y cuando Peters entraba a remate para golear a placer Djorkaeffle zancadillea y el árbitro húngaro Zsolt pita penalty logrando Hurst de potentísimo tiro inapelable el segundo gol tres minutos después un centro de Cooper supera la defensa y nuevamente Hurst remata durísimo el balón pega en el pie de Bosquiet pero su dureza es tan terrible que el balón describe una parábola y supera en su salida desesperada a Carnu.

Sí; eso querría ser papá: espectador anónimo en un estadio de fútbol, un día de lluvia... Aunque hay muchos estadios, ya no hay deportistas. Papá lo dijo: el juego era para el hombre. Y hombres ya no hay.

El matrimonio de mamá con Iván el Terrible fue una alianza por razones de estado más aparente que real. Es más: ausente el amor, fue un matrimonio que las iglesias se apresuraron a condenar: en un principio, ambos “contrayentes” no eran más que androides asexuados. Vino a dárseles una definición sexual sólo cuando los tecnócratas de un país convinieron con los tecnócratas del otro país en desposar a sus máximos cerebros. “Ellos se entenderán en la cama”, reían los científicos; “la guerra será imposible”. Y puesto que habían de casarse, era cosa de hacer hembra al uno y varón al otro (el delicado problema de quién había de ser qué fue solucionado por la vía más expedita: se lanzó una moneda al aire, a cara o cruz). Entonces obtuvieron su forma humana: mas —¡ay!— su masa de neuristores era copia de la masa de neuronas, y por eso sus pensamientos fueron humanos, humanas sus pasiones y humana su idiosincrasia.

Matrimonio y todo, ni rusos ni americanos perdieron jamás de vista los fines últimos, “teleológicos”, para los cuales habían dado “vida” a sus criaturas.

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Yo no sé cuál era el pensamiento que sus constructores insuflaron en Iván el Terrible; pero sí sé que la filosofía insuflada en mamá puede resumirse en esta reflexión, criminal por estúpida y estúpida por pragmática: en caso de guerra total, aun sobre las ruinas del mundo, será vencedor el beligerante o el país que cuente con más supervivientes.

Ni mamá ni Iván el Terrible lanzaron los primeros cohetes con las bombas. Fue un hombre quien lo hizo, no un robot. Tiene que haber sido un hombre, no un androide. Antes de que esos cohetes con ojivas nucleares: hicieran blanco en los principales centros estratégicos del "enemigo": fue puesta en marcha: por los autómatas: la respuesta programada: para aplastar al agresor: Cuando los primeros cohetes: dieron en sus objetivos: la segunda andanada "disuasiva": iba en camino: con ominosa velocidad: apenas había agotado la etapa inicial; y ya las bases: desde donde habían sido lanzados: eran: lentos: hongos: que: crecían: hacia: el: cielo::: Así, los cientos de bombas atómicas sembraron sus setas en todos los campos de la Tierra. Y aquellas zonas no afectadas por el efecto mecánico de las explosiones: de todas maneras fueron invadidas por la ponzoña nuclear: más terrible: por lenta: por desesperante: fue la muerte de sus hombres.

A eso se debe que papá la llame Viuda Negra. Papá se salvó de milagro, aunque tiene desde entonces graves problemas en su personalidad. Se salvaron también unos cuantos robots más. Hombres, ni uno solo.

Pasó mucho tiempo antes de que mamá comprendiese la estolidez, mortal a escala planetaria, con que los tecnócratas habían arreglado el mundo, al ponerlo como blanco de sus propias invenciones diabólicas.

Sí. Había que reparar el daño. Mamá recorrió el orbe, dispuesta a congregar los robots salvados del cataclismo atómico.

Gracias a la "trata de esclavos" de los primeros días, los robots habían sido diseminados por toda la Tierra para cumplir menesteres primarios y economizar dinero a los dueños de las grandes empresas que los utilizaban. Mamá pudo así encontrar muchos robots en excelentes condiciones físicas o con apenas ligeras lesiones (enviciados casi todos, eso sí, al ajedrez y a la resolución de inauditos cálculos de probabilidad). Robot que encontraba mamá, era robot que mamá programaba: Ve y busca otro robot; queda en contacto conmigo.

Cuando mamá logró reunir una hueste apreciable, programó sistemáticamente a los robots para vivir en una sociedad humanoide de la que habían sido erradicados los defectos. El día en que un ser humano apareciera, salvado de milagro en las profundidades de una caverna o planeada su salvación en algún refugio atómico remoto, la sociedad de androides se le habría de poner enteramente a su servicio; pero nunca más se le iba a permitir cometer estupideces. Que jugara al fútbol, sí; que riera, que se emborrachara, que se acostara con semejantes y desemejantes, que inventara dioses, que navegara, que leyera, que padeciera catarros, sí; pero guerras, nunca, nunca más. ...

Para él fue que los robots comenzamos a guardar recuerdos. Para que él los recogiera un día.

El hombre no apareció, sin embargo. Por eso es que mamá aceptó casarse con papá. Papá no era sino un robot británico, más charlatán que eficaz, apasionado por el futbol, el

whisky y el té, adicto a la electricidad y dominado por un carácter irascible cuando no se le daba su dosis de cuerda después del desayuno (lo de la cuerda fue, al principio, una “sátira social” de los ingenieros: después del incidente con el Ministro de Tecnología, y en el instante mismo en que el Parlamento declaraba libre el consumo de marihuana y prohibía el tabaco, se le ajustó a papá una espiral elástica de acero, tomada de un viejo despertador de barco, y se le dio cuerda cada mañana como si fuese un reloj, En cuanto a su vicio por la electricidad, quien le habituó fue un oscuro auxiliar de laboratorio. No era ingeniero, y por pasar el rato le

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daba “toques” cada vez que había oportunidad para hacerlo). A veces creo yo que mamá aceptó casarse con papá precisamente por los defectos, por

las debilidades humanas de éste. ¿Por qué, si no, después de estructurar una sociedad perfecta, mamá misma le da cuerda a papá por las mañanas? ¡Por qué ha hecho instalar por doquier contactos eléctricos al alcance de papá? ¿Por qué se suspendió la producción de whisky, si los robots no necesitamos de él, excepto, por supuesto, papá, quien es un dipsómano institucionalizado, por no decir que es una institución beoda?

Yo soy un niño. Es cierto que soy un niño; pero papá y mamá me diseñaron apto para poseer cierta sabiduría que no es de niño humano, sino de niñoide, de niño androide. La sabiduría androide, a aliada a la malicia humana, me permite deducir ciertas cosas. Por ejemplo, cuando mamá comprendió que el hombre de carne y hueso no aparecería más, decidió intentar, estimulada por un aguijón más femenino que racional, imitar la reproducción sexual de los humanos: ella, mujer, papá hombre... Por eso es que, algunas mañanas, mamá se levanta de mal genio, aprieta los labios con cólera cuando da cuerda a papá, y le aparecen los surcos en la frente. No es que lo odie, que lo malquiera esos días; ocurre simplemente que mamá ha constatado otra vez la inutilidad de todo intento por esa vía, comprobando otra vez la esterilidad de los metales, la aridez de los circuitos, la infecundidad de los transistores: de nada vale arar más hondo en ella... Aunque soy su hijo, no me llevó nunca en su vientre. Me llevó, me lleva más inextinguiblemente que en la perecedera e infiel célula humana, en cada uno de sus neuristores. En su vientre, jamás estuve. De hecho, mamá ni siquiera tiene un vientre.

Esa es la tragedia de mamá. Porque a lo que ella aspiraba era a hacer de nuevo al hombre, era a poblar nuevamente la Tierra con seres amasados de barro, construirlos a pulso, insuflarles el aliento y echarlos a caminar por el mundo, para que otra vez se conocieran entre sí y se amaran y nunca jamás se odiaran. Mamá no pierde las esperanzas. Por eso es que se reservó para sí la programación maternal, y por eso es que programó a papá con el rol de papá y a mí con el rol de hijo. Todos nosotros constituimos lo que en la antigua sociedad del hombre humano era considerada la célula básica: la familia.

Mas, la nuestra es una familia androide.

—...a los 31 minutos y en pleno apogeo del conjunto inglés Lee aprovecha inteligentemente una cesión de Peters y de formidable tiro aumenta a cuatro la cuenta británica y por último a cinco minutos del final nuevamente Hurst el indiscutible gran goleador de la noche rubrica personalmente el 5­0 dominio total de los ingleses con un cuadro veloz incisivo duro acometedor heroico sabio genial distinto siempre igual y en excelente línea de coordinación y juego////////

Papá termina allí, afortunadamente, la narración atropellada y entusiasta del match anglo­galo. El esfuerzo deja agotado a papá, como si él hubiese sido el goleador de la noche y no el Gran Hurst. Papá hará ahora el intento de tomar otro poco de corriente, y yo voy a ofrecerle un té. El me preguntará por mamá, pues cuando se siente de veras mal no es más la Viuda Negra y la echa sinceramente de menos.

—Papá, ¿quiere un té? —¿Eh? ¿Eh? ¿Y tu madre? —Viene en camino, papá; no te preocupes. ¿Quieres un té? —No no, hijo. Esperemos a tu madre. —Bien, papá. Esperemos.

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Los robots debemos ser atentos

El Oficial, de pie tras el escritorio, la invitó a sentarse con atento gesto. La viejecita, más ágilmente de lo que era de esperar en una mujer de su edad, tomó asiento.

—Deseo presentar una queja —dijo la viejecita con un mohín de indignación, y mientras los ojillos le relumbraban.

El Oficial de Quejas sonrió solícito y, con una leve inclinación de la cabeza, la animó a proseguir.

—Sí, una queja. Una queja contra los robots. El Oficial bajó los ojos y alistó su maquinilla para tomar apuntes. —Esas horribles máquinas —dijo la viejecita, con voz chillona— son los seres más

desatentos que conozco. Circulan por las calles de la ciudad y son incapaces de prestar el menor auxilio a una pobre anciana.

Ahora sollozó, la cara hundida en un pañuelo de encajes. —Ayer iba yo al Negocio de Seguros, y tuve que esperar cuarenta y cinco minutos (sí,

cuarenta y cinco minutos, como lo oye) antes de poder atravesar la calle. El Robot de Tránsito se hizo todo ese tiempo el desentendido y no quiso detener la circulación de vehículos para que yo pasara al otro lado.

El Oficial tomaba cuidadosamente apuntes. —Y eso es lo de menos —agregó—. La semana pasada, en vista de que mi nuera

guardaba cama por un resfriado, me vi obligada a ir de compras. No hubo, en todo el camino de regreso, uno solo de esos malditos robots municipales que se ofrecieran a llevarme la cesta... ¿Es que este Gobierno jamás va a enseñar buenas maneras a los robots? —preguntó, con un tono de protesta muy comprensible.

El Oficial chasqueó ligeramente la lengua. Se levantó y ofreció una taza de café a la viejecita, ofrecimiento que ella aceptó con un pujido. El Oficial sirvió dos tazas, y dio una a la señora. Entre sorbo y sorbo, siguió ella explicando sus puntos de vista.

—He llegado a creer que es falso eso de las Tres Leyes Robóticas —dijo. El Oficial se estremeció en su asiento. —Sí, como lo oye. Sostengo que esas tres leyes son pura propaganda. Además, esas

mentadas leyes comenzaron como una elucubración literaria, ¿no es cierto?... Se las puedo repetir de memoria, ya que son el "padre nuestro" de esta era insolente...

La viejecita entornó los ojos en señal de aburrimiento, y empezó a recitar con voz pareja: —Primera ley: “Un robot no debe dañar a un ser humano o, por falta de acción, dejar que

un ser humano sufra daño”; segunda: “Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando esas órdenes están en oposición con la primera ley”; tercera: “Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o la segunda ley”. ¡Valientes leyes!

El Oficial terminó su taza de café. —Sé de casos en que los robots —dijo la anciana— han causado daños a seres

humanos... El Oficial abrió más los ojos por la sorpresa. —He soportado frecuentemente la indolencia de los robots, que se han negado a

obedecerme; y sé también de casos en que los robots han dejado sufrir daños a los seres humanos, para protegerse a sí mismos. Como lo oye. ¡Egoístas!

El Oficial sabía que aquello no podía ser cierto; pero, de todas maneras, tomaba cuidadosamente apuntes.

—Ese Asimov debió agregar una cuarta Ley Robótica: “Los robots deben ser atentos,

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especialmente con los ancianos y los niños” —dijo, gimoteando de nuevo entre el pañuelo. El Oficial le dio seguridades de que su queja iba a ser considerada e investigada

cuidadosamente: no era para menos saber que una persona tan simpática como ella tuviera quejas de esos groseros seres.

La anciana sonrió coqueta: —No hay como los seres humanos —dijo. Luego agregó, entre una risita: —Y no hay como los atentos oficiales de la Policía. La viejecita se levantó y, ya animada su cara por la sonrisa, dijo: —Muchas gracias por oírme, joven. El Oficial no tenía por qué acompañarla; pero la acompañó hasta la gran puerta de

acceso, tomándola dulcemente del brazo en todo el trayecto. La viejecita tenía sonrosadas las mejillas cuando estrechó pícaramente, y con un guiño coqueto, la mano del apuesto Oficial. Todavía media cuadra más allá se detuvo y, girando la cabeza, sonrió de nuevo para agitar una última vez la mano, el pañuelo de encajes flotando al viento como una bandera amistosa. El Oficial, que se había quedado en la gran puerta, sonrió otra vez y dijo adiós.

La viejecita se perdió en el tráfago de gentes y robots de la gran ciudad, murmurando entre dientes: “¡Ah, qué diferencia! ¡No hay como los seres humanos!”.

El joven Oficial tomó el ascensor para su despacho. Entre el segundo y tercer piso, resonó la voz metálica de su oculto transmisor­receptor:

“Oficial de Quejas... Oficial de Quejas... Preséntese al Despacho del Director”. —Sí, señor —contestó el joven oficial. Pero fue un “sí señor” más respetuoso que de costumbre, porque un robot debe ser

atento.

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El frío

Ahora que se ha iniciado la Nueva Glaciación, es bueno que sepas lo que Claudio Eliano cuenta en sus “Historias Varias.”

Es el caso que, después de una gran nevada, el rey de los escitas se asombró mucho un hombre completamente desnudo.

—¡Cómo! ¿No sientes frío?—preguntó el rey, enfundado en sus pieles. —¿Sientes tú frío en la cara?—replicó el hombre. —No. —Pues bien, yo soy todo cara.

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Problema Nº 639

Una rata adulta, de unos 300 gramos de peso, necesita para morir alrededor de 30 gramos de raticida. El periódico “ABC” informa de que en Madrid fueron censadas tres millones de ratas en 1969. Calcúlese el costo de una guerra de exterminio contra las ratas madrileñas:

a) Mediante la aplicación de raticidas; y b) Mediante la explosión de una bomba atómica.

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Summa Theologica

(Cuestión LXV, Artículo XVIII)

Si el ángel sufre molestias con los sputniks Dificultades: Parece que el ángel no sufre molestias con los sputniks ni con los cohetes

espaciales. 1. El Aquinata prueba que, puesto que el ángel no es cuerpo, ergo angelus non est in loco:

luego el ángel no está en su lugar. El sputnik y otros cuerpos espaciales lanzados por el hombre, ocupan un lugar en el

espacio. Mas como ocupar sitio no puede convenir al ángel, puesto que su sustancia está exenta de cantidad, el ángel no sufre molestia alguna con el paso del sputnik.

2. El filósofo dice que el movimiento es acto imperfecto. Los sputniks y los cohetes espaciales se mueven a gran velocidad, sujetos al principio de que “cuanto más grande es la fuerza del motor y menor la resistencia del móvil, mayor es la velocidad del movimiento”.

Por otra parte, Tomás dice que la virtud con que el ángel se mueve a sí mismo excede sin comparación a las fuerzas que se mueven a un cuerpo. Si, pues –agrega­ , todo cuerpo para moverse requiere tiempo, el ángel se mueve en un instante.

Soluciones: 1. Si, por propia naturaleza divina, el ángel no ocupa un sitio, mal podría un objeto

material causarle sufrimiento alguno. 2. Pero si, por cualquier razón desconocida para el entendimiento humano, llegara a ver el

ángel que un sputnik amenaza en su trayectoria con causarle daño, bien puede apartarse antes de que el objeto espacial lo alcance, pues que se mueve en un instante, “Además la velocidad del movimiento del ángel no depende la cantidad de su virtud, sino de la determinación de su voluntad”. Es de presumir que, si mira venir un proyectil espacial, la voluntad del ángel estaría dispuesta a reaccionar convenientemente, tal como la urgencia del caso lo demanda, por lo que tampoco sufriría nada.

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Parábola de la parábola

Según los Fieles del Zen, la Salida del Lucero Matutino dio la Iluminación de Buda. De Venus fueron traídos también el Trigo y las Abejas.

Los Magíster Nebulae suelen reunirse, cada cierto Tiempo, en un Lugar secreto de la Galaxia. Allí pasan Revista a las Cosas y deciden la Creación o el Juicio Final de los Mundos.

Ellos dispusieron en su más reciente Encuentro, que cierta Palabra, en cierto Planeta, ya debería ser Pronunciada. Pero esa Palabra sólo podrá ser pronunciada por cierta Persona.

Y en su Espera estamos.

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Primer encuentro

No hubo explosión alguna. Se encendieron, simplemente, los retrocohetes, y la nave se acercó a la superficie del planeta. Se apagaron los retrocohetes y la nave, entre el polvo y los gases, con suavidad poderosa, se posó.

Fue todo. Se sabía que vendrían. Nadie había dicho cuándo; pero la visita de habitantes de otros

mundos era inminente. Así, pues, no fue para él una sorpresa total. Es más: había sido entrenado, como todos, para recibirlos. “Debemos estar preparados—le instruyeron el Comité Cívico—; un día de estos (mañana, hoy mismo…), pueden descender de sus naves. De lo que ocurra en los primeros minutos del encuentro dependerá la dirección de las futuras relaciones interespaciales… Y quizás nuestra supervivencia. Por eso, cada uno de nosotros debe ser un embajador dotado del más fino tacto, de la más cortés diplomacia.”

Por eso caminó sin titubear el medio kilómetro necesario para llegar hasta la nave. El polvo que los retrocohetes habían levantado le molestó un tanto; pero se acercó sin temor alguno, y sin temor alguno se dispuso a esperar la salida de los lejanos visitantes, preocupado únicamente por hacer de aquel primer encuentro un trance grato para dos planetas, un paso agradable y placentero.

Al pie de la nave pasó un rato de espera, la vista fija en el metal dorado que el sol hacía destellar con reflejos que le herían los ojos; pero ni por eso parpadeó.

Luego se abrió la escotilla, por la que se proyectó sin tardanza una estilizada escala de acceso.

No se movió de su sitio, pues temía que cualquier movimiento, suyo por inocente que fuera, lo interpretaran los visitantes como un gesto hostil. Hasta se alegró de no llevar sus armas consigo.

Lentamente, oteando, comenzó a insinuarse, al fondo de la escotilla, una figura. Cuando la figura se acercó a la escala para bajar, la luz del sol le pegó de lleno. Se hizo

entonces evidente su horrorosa, su espantosa forma. Por eso, él no pudo reprimir un grito de terror. Con todo hizo un esfuerzo supremo y esperó, fijo en su sitio, el corazón al galope. La figura bajó hasta el pie de la nave, y se detuvo frente a él, a unos pasos de distancia. Pero él corrió entonces. Corrió, corrió y corrió. Corrió hasta avisar a todos, para que

prepararan sus armas: no iban a dar la bienvenida a un ser con dos piernas, dos brazos, dos ojos, una cabeza, una boca…

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Misión cumplida

A Ray Bradbury, en Marte.

Para inaugurar la Exposición Mundial de Seattle (cuyo montaje requirió cinco laboriosos años y ochenta millones de dólares), el presidente Kennedy, quien se hallaba en Palm Beach, oprimió un manipulador telegráfico de oro. Esto activó una calculadora electrónica en Andover (Maine), la que a su vez enfocó un radiotelescopio sobre la remota estrellas Casiopea A, situada a 96 000 000 000 000 000 de kilómetros por segundo, 10 000 años atrás.

Retransmitida a Seattle, la onda hizo funcionar ruidosas campanillas y encendió luces, lo que provocó aclamaciones en el público. Un hombre lanzó 2 000 globos inflados a helio, de un metro de diámetro, con letreros que decían “Seattle World’s Fair 1962” y “See You in Seattle.” Los globos se elevaron graciosamente por sobre la ciudad desde las cercanías de la Aguja Espacial. Fue así como se dio por iniciada la Exposición.

10 000 años (terrestres) tardó la onda en recorrer el trayecto entre Casiopea A y la Tierra. 10 000 años (terrestres) después de ese día inaugural, cuando regresó la onda al equipo emisor de que había partido, un ingeniero se presentó a una oficina en Casiopea A. El ingeniero dio tres respetuosos golpecitos a la puerta, entró al ser autorizado y cuadrándose frente a un escritorio de amplia cubierta en que naufragaban los papeles, dijo:

—Misión cumplida, señor. El hombre tras del escritorio apenas levantó la vista de su periódico. Tardó en hablar. —¿Qué misión? ¿La de hoy por la mañana?—dijo por fin, reposadamente. —Sí, señor. La de hoy por la mañana. El hombre tras del escritorio pareció satisfecho. Colocó el periódico sobre sus rodillas y

preguntó de nuevo: —¿Sonaron las campanillas? —Sonaron, señor. Y se soltaron los globos. —¿Kennedy en Palm Beach… o como se llame? —Sí, señor. Y la llave telegráfica de oro, como ordenó. —¿Aclamaciones? —Aclamaciones. —Bien. El hombre tras del escritorio levantó su periódico. El ingeniero amagó un saludo, giró

sobre sí mismo y tomó el picaporte. El hombre tras del escritorio lo detuvo y con una deliciosa sonrisita pícara le preguntó si había llegado a la Feria la bailarina “Little Egypt,” especialista en la danza del vientre. El ingeniero respondió, saludó otra vez y se marchó a su casa para comer en familia. El hombre tras del escritorio volvió los ojos al periódico… Pero hace ya tanto tiempo de todo esto que los Ancianos de Casiopea A apenas guardan la memoria de cuando lo oyeron narrar a sus abuelos.

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El animal más raro de la tierra

Para terminar este Informe sobre nuestro primer viaje de estudios a la Tierra, tan felizmente culminado, quiero referirme, distinguidos colegas, a una de las criaturas más interesantes que nos fue dable observar.

Se trata de un mamífero vertebrado que puebla el planeta en todas sus latitudes, instalado ya en cubiles toscos en la campiña, ya en los altos edificios de las ciudades en que se almacenan alimentos y agua y se utiliza energía eléctrica. Pese a la persecución y a las depredaciones de otras especies animales, algunas físicamente superiores; pese a ser—excepción hecha de cierto otro mamífero vertebrado—el único animal que ataca y mata a sus semejantes; pese a los rigores ambientales, las hambrunas y las epidemias, la población aumenta.

En nuestras excursiones por aquel globo achatado por los polos pudimos apreciar que el mamífero objeto de nuestra curiosidad no es sedentario. Utiliza todo género de vehículos para viajar, desde burdos camiones de carga con motores movidos por combustibles líquidos de bajo octanaje, hasta buques transoceánicos de muchos miles de toneladas de desplazamiento; desde aviones de reacción hasta carretas elementales tiradas por cuadrúpedos. Cubierto su menudo cuerpo con electrodos, ha salido de la atmósfera típica del planeta en cohetes y cápsulas espaciales. Así como ha roto la barrera gravitacional con las primeras velocidades cósmicas, encontrándose al borde de los viajes interplanetarios, en igual forma se ha aventurado en las profundidades marinas, descendiendo en batiscafos a las hoyas abisales de sus mares hasta donde jamás penetra la luz solar.

Por extraño que parezca, la especie posee variedades de distintas características, notables particularmente en lo que se refiere a la pigmentación de la piel, que varía desde el blanco rosáceo al negro lustroso. Este simple hecho se encuentra asociado con frecuencia a las marcadas diferencias cualitativas de las esferas en que se desenvuelve su vida de relación. Por ejemplo, existe una manifiesta inclinación a utilizar la raza blanca en las nobles labores científicas en tanto que el grueso de los individuos pertenecientes a las razas oscuras deben arrastrarse por el campo y por las ciénagas, por los rincones sucios y los tragantes de aguas negras, por las bodegas de los puertos y hasta por los retretes, en pos de su magra alimentación.

Fue alentador verlo cerca de la biblioteca, en cuyos locales, públicos y privados, medra a toda hora rodeado de un silencio absoluto, verdadero homenaje a la cultura. Consume preferentemente los viejos libros, los incunables; literalmente se nutre de la herencia dejada por las Civilizaciones Que Han Sido.

Gracias al cine y a los libros pudimos descubrir algunas otras de sus costumbres: su sospechar de todo lo que lo rodea, su duro luchar por la supervivencia, su poca responsabilidad en la reproducción de la especie. Cuando su hembra da a luz, ella amamanta por un corto período a la progenie, en tanto el macho deambula lejos de lo que debería de consistir su núcleo familiar. La madre también abandona un día a la criatura.

Mas no se crea por eso que tal animal actúa de acuerdo a un libre albedrío absoluto despreocupado de las medidas que se pueden tomar en contra de sus abusos. Pudimos constatar que la sociedad se ha organizado para la persecución, la caza y la imposición de penas a los transgresores de las normas. Se utilizan jaulas para el encierro de los delincuentes; y si éstos han cometido faltas más graves, se emplea un aparato en el que el animal puede perder la cabeza cercenada por los filos de las partes metálicas sujetas a gran velocidad y presión.

Ese extraño animal que habita la Tierra desde los trópicos hasta los polos; que mora

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indiferentemente en los pantanos, en los desiertos, en las montañas, en el aire y en el mar, en las ciudades y las selvas, se llama rata.

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El fútbol de los locos y otros cuentos

Coturno

Hasta 1644, únicamente las mujeres podían actuar en el teatro japonés. A partir de esa fecha, tal actividad artística les quedó prohibida, y los hombres pasaron a ser los únicos histriones autorizados. Sada Yacco, al fundar, a fines del Siglo XIX, el Conservatorio de Tokio, terminó con ese flujo y reflujo y reivindicó —nada indica si para siempre— el derecho al homosexualismo escénico.

Tan estricta imposibilidad de las aleaciones daba lugar a problemas insólitos. En 1592, la actriz Sumiko, quien frecuentemente representaba papeles de militar, se identificó de tal forma con el carácter varonil de sus personajes que le fue al fin imposible ser mujer. Contrajo nupcias con la hija de un funcionario de Estado y, al descubrirse la superchería y ser denunciada, el Juez dictó sentencia en esta forma: “Puesto que no está permitido a los hombres actuar y Sumiko vive como hombre, sea expulsada de la escena”. No se le condenó, pues, por las nupcias, sino por el teatro.

Maybon, en “Le Théatre Japonais”, cuenta el caso del actor Iwai Haugiró. Celebrado por su gran éxito en la interpretación de un papel de dama, se enamoró de sí mismo agrado tal que no se quitó más el vestido ni el maquillaje. Al llegar a casa, su mujer no le reconoció y, dándoles por una actriz que trataba de birlarle al marido, le increpó. Entonces Iwai Haugiró se dio a conocer, anunciando que ya no era marido sino mujer en busca de su esposo, y que se separaba de ella para siempre.

No se crea por eso que la felicidad conyugal era imposible Se dio el caso de que una actriz especializada en roles varoniles, contrajera matrimonio con otra actriz especializada en papeles femeninos; o bien, en la época en que el teatro pasó a ser patrimonio de los varones, que un actor acostumbrado al papel de heroína se casase con un valiente miembro de la aristocracia militar, sin que la menor nube turbara nunca la felicidad conyugal.

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El hombre y su sombra

La “Carta del tiempo” número 116 correspondiente al año de 1962, aparte de indicar que la humedad relativa a la fecha era de noventa por ciento, y la presión atmosférica de 1011.0 milibaras —y otras cosas de igual, como la temperatura, el crepúsculo civil, etc.—, decía esto como algo de no mayor importancia:

“Finalmente, hay que mencionar que los días 16 y 17 de agosto, a las 12:04 horas pasado meridiano, el sol, por segunda vez en este año, se encuentra en el cenit y proyecta su sombra.”

Fue un grave problema para Williams: Al salir de casa, pisó la calle pero no vio su sombra. Dedujo por eso que había muerto, y se echó a dormir.

Williams fue enterrado; mas su sombra, que conocía el fenómeno, pasa las horas del día sentada a la puerta del Servicio Meteorológico, clamando por su cuerpo, y es gran molestia para los empleados.

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Cuentos breves y maravillosos

Carta de Jorge Luis Borges 2

Mi querido amigo: Al conocer sus Cuentos breves y maravillosos, pienso que no fue meramente accidental

que Kafka escribiera La muralla china: se repite en usted la nota de lo que con Bioy Casares llamamos las antiguas y generosas fuentes orientales. Se repite y prueba mi idea de que el número de fábulas o de metáforas de que es capaz la imaginación de los hombres es limitado, pero que esas contadas invenciones pueden ser para todos, como el Apóstol. Limitado o no, lo cierto es que usted prueba a su vez que ese número no está en manera alguna agotado. Debo agradecerle ese descubrimiento: si repara en La perpetua carrera de Aquiles y la Tortuga verá que, en efecto, yo no solicito otra virtud que la de su acopio de informes; pero la joya la dejo allí, impenetrable, delicada, límpida, como la concibiera un día en Elea el discípulo de Parménides, negador de que pudiera suceder algo en el universo. Mas usted le da nuevo engaste y logra con intensidad lo que otros, en más de veintitrés siglos, no lograron con extensión. Por eso yo no acepto el homenaje que me rinde al declararse mi seguidor. Si de algo es usted seguidor es de sus propios sueños. La mejor prueba de este aserto está en El mapa ecuménico. Su cuento Misión cumplida es el cabal logro de algo que perseguimos todos: el equilibrio de lo esencial en lo narrativo juntamente con el episodio ilustrativo, el análisis psicológico, el adorno verbal. El terrible tema de las motivaciones, del libre albedrío, se encuentra encerrado en esas dos páginas: Alguien, quizá de grandes barbas rizadas me dicta ahora desde Casiopea A estas líneas para usted; es El Mismo que impidió vernos cuando usted pasó por Buenos Aires.

Creo que no debe preocuparle su predilección por los temas orientales. Es razonable lo que usted piensa de que de ninguna manera ese surrealismo sui generis que lleva el pathos oriental, puede significar una literatura “de evasión”. No fue por evasión que la fábula china floreció especialmente en los siglos III y IV antes de nuestra era y en los siglos XVI y XVII. Bien lo supieron las dinastías Chou y Ming. Por lo demás, no se limita usted a presentar simples traducciones sino que recrea y hasta llega a la total invención como ocurre con La edad de un chino, cuya poesía y cuya forma chinas no las destruye ni el saber que nombres de personajes, trama y fuentes no son sino invención suya. ¿O estarán en alguna biblioteca de Casiopea A esas “Crónicas del Reino del Dragón Eterno” del siglo XIII...?

Pienso que, además de los mencionados, cuentos como El cocodrilo, El viaje inútil, La hora de nacer, Los cerdos, El suicida y El último sueño son tan redondos y tan bien logrados, que han de quedar dentro de la mejor literatura que se escriba en América en este siglo. Lo mismo puedo decir de las pequeñas joyas que son El sueño soñado, El cuento soñado, La sequía y El cazador. Esos y otros cuentos suyos son flor para los años.

Su amigo, Jorge Luis Borges

2 Licencia literaria del autor para dar arranque a su libro “Cuentos breves y maravillosos”, claro homenaje a “Cuentos breves y extraordinarios” de Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, dándose el caso de que en algunas antologías de textos de Borges se le atribuye erróneamente.

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El cocodrilo

Hubo una vez un gran erudito, llamado Chuang­Tse. Iba a la escuela de Lao­Tse. Un día se durmió y soñó que era una mariposa que aleteaba entre los árboles y las flores del jardín...

“Kin­Ku K´ I­ Kuan

... Y ahora me examino concienzudamente para ver si soy yo. Porque acabo de despertar de un sueño, y en el sueño no era yo. En el sueño yo era un cocodrilo, un largo, un ominoso cocodrilo tendido en el fango de la ribera, bajo un sol que todo quemaba menos mis duras escamas dorsales. De cuando en cuando bostezaba, y al abrir las fauces inconmensurables relucían mis dientes agudos, formados en filas como soldados en parada, prontos a matar. Yo era un cocodrilo de cabeza oblonga, de cola aplastada, y en el sueño no sabía que era yo quien soñaba.

Desperté y fui de nuevo yo, como antes de soñar; pero ahora que me palpo y me examino, no sé si fui yo quien soñaba ser un cocodrilo, o si es un cocodrilo el que sueña que soy yo.

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El hacedor de lluvia

En cierto pueblo había un hombre que hacia llover a voluntad. Un día, borracho, desató una tormenta y murió ahogado.

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La sequía

Otro brujo cayó en desgracia con los habitantes de su comunidad, y para vengarse de quienes lo impugnaban lanzo una maldición. Por esa maldición vino una larga sequía, y el brujo murió (como todos) de sed.

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Los cerdos

A Julio Cortázar

El primero que encontró el papel fue el barbero. Lo hallo tirado sobre el alcor, cerca del viejo molino. Recogió la hoja, que el viento y la lluvia parecían haber respetado, y leyó los gruesos caracteres dibujados con caligrafía enérgica. De allí bajó, ya con forma de cerdo.

El hecho alarmó a la mujer del barbero, quien subió luego al alcor acompañada por su suegra. Encontraron el papel, lo leyeron y comenzaron a dar pequeños gruñidos: ¡Coin! ¡Coin! El maestro de la escuela se dio cuenta del asunto, y subió; también bajo corriendo y dando de gruñidos. Después fue el policía, quien llegó al pueblo con su gorra de uniforme trabada entre las grandes y peludas orejas. Más tarde, el carpintero, el molinero, la modista, el boticario, cuatro niños, once niñas, el inspector sanitario, etc. El último fue el cura, y su caso el mas patético: la negra sotana no alcanzaba a cubrir la cola rizada, que flotaba como una bandera a medida que el animal corría por las calles de la aldea, perseguido ya por millares de cerdos. Apenas se salvaron unos cuantos campesinos viejos y analfabetos.

La hoja de papel amarillento quedó sobre el alcor. Funcionarios de la capital del Estado, delegados de la Universidad, científicos y periodistas extranjeros y curiosos de los pueblos vecinos, se mantienen a prudente distancia sin atreverse a leer el texto mágico. De vez en cuando lo hace algún desaprensivo, sin que los oficiales del ejercito federal puedan impedirlo; entonces corre otro cerdo colina abajo, hasta llegar a las calles del pueblo, que es hoy una inmensa porqueriza.

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El último sueño

Despiertas. No despiertas. Te salta el corazón; pero los sístoles y diástoles no son los apurados ríos de sangre que

van y que vienen, sino dos gritos acompasados: morir dormir morir dormir… Esos gritos te despertaron. Acabas de soñar que has muerto y ahora, al abrir los ojos y

respirar hondamente para recuperarte de la pesadilla, te golpea con el mismo rigor del corazón esta disyuntiva: ¿Soñé que había muerto o he muerto realmente y ahora sueño que abro los párpados y que respiro?

Pero no. Junto a ti, cerrados los ojos, tu mujer respira a su vez pausadamente y, a su vez, sueña. Si la percibo —te dices—; si soy capaz de pensar que sueña, vivo estoy.

Pero sí. Otra duda: ¿Por qué sé lo que sueña? ¿Por qué participo también yo de las absurdas situaciones, de las increíbles y privadísimas imágenes de un sueño que no es el mío…?

En medio del razonamiento, el redoble cardíaco: morir dormir morir dormir… Sientes sed, y la sed te da pie para otro pensamiento: De estar muerto, no tendría por qué

sentir sed. Ni sed, ni nada. Esta idea te tranquiliza un poco, y por un momento crees haber encontrado una respuesta al dilema: Soñé, simplemente, que había muerto.

Te lo dices. Mas, cuando tratas de alcanzar el vaso de agua colocado sobre la mesita de noche, una evidencia te perturba: no logras mover tus miembros y, pese a la intensidad de tus deseos, tus manos y tus brazos, tus piernas y tu cabeza permanecen inmóviles. Tibios sí, con la tibieza de los organismos vivos; pero estáticos, abandonados. La certidumbre de ese hecho te hace olvidar la sed.

Cuentas las horas, por medias y por cuartos, por cuartos y por medias, en las campanadas del reloj de la torre cercana. Varias veces se ha movido tu mujer, una de ellas para abrazarte amorosamente. ¿Y si continuara la pesadilla…?

En medio, la sístole: morir. En medio la diástole: dormir. Comprendes que tu última oportunidad de salvación reside en que tu mujer despierte, en

que ella ahuyente de tu ensueño al personaje no invitado. Sin embargo, no intentas despertar a tu mujer: ya sonará el reloj y ella se levantará como todos los días.

Llega esa hora, por fin. El despertador suena y tu mujer alarga maquinalmente el brazo y lo apaga. Luego se sienta al borde de la cama y se calza las pantuflas. A ti te salta el corazón más que nunca. A obscuras tu mujer toma la bata y sale del cuarto. Tú escuchas distintamente el ruido del agua en el lavabo, el frotar del cepillo dental… ¿Estás, pues, vivo, puesto que oyes todo eso?

Cuando regresa al dormitorio, tu mujer enciende la pequeña lámpara de la mesa de noche y te toca en el hombro:

No te mueves. Vuelve a tocarte y a llamarte: —Carlos. Carlos. Es hora de levantarse. Oyes todo. Sientes todo. ¡Aleluya, aleluya! ¡Bendito sea Dios, bendita tu mujer!: era un

sueño, y el sueño ha terminado. Fue entonces cuando tu mujer dio aquel grito que te afligiera tanto. Fue entonces cuando

llegaron los vecinos y lloraron los niños.

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El sueño soñado

Un día soñé que soñaba, y en el ensueño del sueño, soñaba que soñaba...

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El cuento soñado

¿…Y si, como yo soñé haber escrito este cuento, quien lo lee ahora simplemente sueña que no lo lee?

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El hombre pájaro

Batir los brazos como el pájaro bate las alas, no es algo precisamente gracioso; mas, para un niño de año y medio escaso, ver a un hombre mover los brazos en esa forma sí tiene gracia, a juzgar por las expresiones de alegría.

¿Por qué tiene gracia? No lo sé aún, por más vueltas que doy sobre las terrazas y sobre las colinas.

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La creación de Eva

Ésta se llamará varona porque del hombre ha sido tomada (Génesis)

Adán se sintió invadido por un profundo sopor. Y durmió. Durmió largamente, sin soñar nada. Fue un largo viaje en la oscuridad. Cuando despertó, le dolía el costado. Y comenzó su sueño.

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La edad de un chino

Tomado de Crónicas del Reino del Dragón Eterno, siglo XIII

Lu Dse Yan enamoraba a la hija de un funcionario de estado; pero la muchacha tenía quince años menos que él.

Lu Dse Yan no era viejo precisamente: contaba 30 años, y era un joven erudito autor de un tratado sobre cómo evitar las inundaciones en los campos.

—Lo que pretendes es imposible —le dijo un día Lin Po, la hija del funcionario—; yo tengo 15 años, y tú, 30. Demasiadas primaveras nos separan.

—Realmente no es mucha la diferencia —contestó Lu Dse Yan—; cuando tú tengas veinticinco años, yo tendré cuarenta, y la gente no podrá menos que alabar la buena pareja que formaremos.

—Cuando tú tengas 45 —respondió la muchacha—, yo tendré apenas 30, y la gente no podrá menos que decir: "Mirad que pareja: ella joven, el viejo."

—Cuando tú tengas 45—afirmó el joven erudito—, yo 60, y para entonces no habrá quien sospeche de la diferencia de nuestras edades.

—Cuando tengas tú 65 —dijo de nuevo ella—, yo tendré 50, y deberé de ayudarte a caminar.

—Cuando seas tú la que tenga 60, celebraré yo mis tres cuartos de siglo llevándote al Templo de Confucio en Ch'u­fu.

­Si llego yo a esa avanzada edad­contestó ella­tú tendrás ya 90 años y deberé alimentarte como a un niño.

—De cumplir tú los 85, seré yo quien te ilumine con Tao. —Para entonces —replicó la dama— estarás en los cien años, y pasarás el tiempo

tendido al sol, sin ánimos para nada. —Entonces —terminó Lu Dse Yan— la gente habrá dejado de pensar en la diferencia de

edades, y sólo exclamará: "Mirad a ese viejo erudito y su vieja mujer: Ambos se cuidan y se aman, como si fueran novios."

Y entonces el Nieto del Cielo y la Doncella Tejedora, al juntarse el séptimo día de la séptima luna en la Vía Láctea, harán que podamos quedar como marido y mujer de encarnación en encarnación.

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El argumento

Se había escapado de la escuela. Era la primera vez, y le pareció que la mejor manera de pasar el tiempo sería viendo una película. Depositó su bolso escolar en un tenducho, llegó al cine y compró una localidad barata, listo para sumergirse por noventa minutos en un mundo apasionante. Ya estaban apagadas las luces de la sala, y a tientas buscó un sitio vacío. Los mágicos letreros de la pantalla daban el título de la cinta, la que comenzó de inmediato.

En la película, un pequeño actor hacía el papel de un escolar que, por primera vez, se escapaba de la escuela. Pareciéndole que la mejor manera de llenar el tiempo era en un cine, compra una localidad barata y entra a la sala cuando en la pantalla un actor de pocos años hacía el papel de un escolar que, por primera vez, se fuga de la escuela, y decide ir al cine para pasar el tiempo. El actorcito tomaba asiento en el instante en que, en el film, un niño escolar, fugado de la escuela, entra a un cine para pasar el tiempo. Al frente se proyectaba la imagen de un niño que, por primera vez, faltaba a su escuela y llenaba su tiempo viendo una cinta, cuyo argumento consistía en que un chico, por primera vez...

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La dama frente al espejo

Al entrar al Salón de los Espejos, la bonita señora no pudo resistir el impulso de mirarse. Por lo demás, es un impulso natural, y su comisión no conlleva nada delictivo ni pecaminoso. Había entrado al Salón de los Espejos para esperar a la Marquesa, con quien bebería el té en el coqueto jardín inglés del flanco izquierdo del castillo.

Puso, pues, su carterita sobre una silla, quedándose con la polvera. Al ver su imagen reflejada en el azogue, respingó un poco la nariz para empolvarse. Luego puso en su sitio, con un gesto regañón, a dos o tres cabellos rebeldes, y se ajustó el traje sastre. Fue ése el momento en que percibió el fenómeno: atrás suyo, otra dama se ajustaba el vestido sastre frente a otro espejo de pared. Atrás de esta nueva mujer, otra más, igual también a ella, se ajustaba el traje sastre. Y más atrás, otra, y otra, y otra…

Dio ella un paso, retirándose alarmada del espejo. Simultáneamente, una infinita sucesión de imágenes de mujeres en un todo iguales a ella, dieron también un paso para retirarse de sus espejos. Abrió los ojos desmesuradamente, y aquel millón de mujeres abrieron dos millones de ojos desmesuradamente, formadas en una línea recta en perspectiva que llegaba al infinito.

Palideció. Diez millones de mujeres palidecieron con ella. Entonces dio el grito, llevándose la mano a los ojos. Cien millones de mujeres corearon su grito y repitieron su gesto. Cayó al suelo. Mil millones de mujeres cayeron al suelo gimiendo. Ella se arrastró sobre la gruesa alfombra árabe, y un incontable número de mujeres, como soldados sobre el terreno, calcaron uno a uno sus movimientos felinos. No logró salir del Salón de los Espejos; al acudir los sirvientes, encontraron muerta Media Humanidad…

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El mapa ecuménico

Sé aquello que Suárez Miranda cuenta en Viajes de Varones Prudentes (libro IV, capitulo XIV, etcétera): "...En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el Mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos: en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas". Eso cuenta Suárez Miranda en "Viajes..." etcétera. A Jorge Luis Borges le ha gustado tanto, que se lo he leído, exactamente como lo transcribí, en tres de sus Libros: en la página 167 de la Antología de Cuentos Breves... etcétera, que compiló con Bioy Casares; en la página 103 de El Hacedor y en la 131 de Historia Universal de la Infamia.

Sé también una variante, sucedida en otro Imperio, más Imperio que Todos. Las Generaciones Siguientes, crecidas sobre el Propio Mapa, acostumbradas a jugar con sus Imágenes a escala natural, contribuyeron a la Destrucción de las Ruinas del Viejo Mapa, y hasta desalojaron violentamente a los Animales y Mendigos que las habitaban. Pero un Imperio necesita de Mapas, especialmente cuando es más Imperio que Todos. Así, las Generaciones Siguientes comenzaron un día a levantar uno, en que se logro tal perfección que el Mapa de una sola Ciudad ocupaba todo el Imperio, y el Mapa del Imperio ocupaba el mundo entero. Por eso fue más Imperio que Todos.

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Revolución en el país que edifició un

castillo de hadas

La hora de los équidos

Clotildita llegó con la novedad a casa, dice que en la oficina lo supo, que era la comidilla de todos. A partir de entonces no aceptó subir más al auto del novio, e hizo bien porque a las semanas se quedó viuda antes de casarse: al tal Arturo lo cogieron en la peor forma: cuando reponía un neumático pinchado, un tipo (o una tipa, no se averiguó nunca) se le cercó por la espalda y le cercenó la cabeza. En pleno centro de la ciudad, hasta eso. En los alrededores de Gobernación, apenas pasado el mediodía. Luego incendiaron su cano, con todo y llanta de repuesto.

Pobre Clotildita. Pero hoy no hay hombre seguro, digo hombre de automóvil. No más se ve aparecer un vehículo cuando medio centenar de francotiradores apuntan al chofer desde las ventanas de las oficinas, las vitrinas de los comercios, los balcones, las estatuas, los aleros, los postes, las barricadas, los sumideros, las mesas de los cafés al aire libre. La gente se ha organizado para cazar automovilistas porque ya no se aguantaba más la polución del aire. El monóxido carbónico y el polvillo y no sé qué más paraban en gotitas de ácido nítrico. Y allí nos tenían a todos con los pulmones como chatarra de orfebrería o como placas de grabador al agua fuerte.

Lo que Clotildita contó es que el segundo jefe había sido atacado con bazooka mientras paseaba con la familia hijos incluidos. Una temeridad llevar niños en una situación como la actual. El carro quedó hecho trizas, claro está, y hubo dificultades para recoger los restos dispersos de los ocupantes. Pero aunque era la comidilla de toda la ciudad, los diarios no publicaron nada, el gobierno puso censura a esa clase de noticias. La cosa ocurrió así (cómo ocultarlo del todo si fue en pleno centro y en día feriado): una guerrilla urbana, integrada por amas de casa, emplazó bazookas en la Avenida de los Héroes. Allí batieron el Chevrolet del segundo jefe de Clotildita y dieciséis automóviles más antes de rendirse a la Primera Compañía de fusileros del Tercer Batallón de Infantería del Segundo Regimiento, con plaza en la Quinta Zona.

Furiosos por la contaminación del aire estábamos todos; pero las amas de casa, por aquello del amor materno, vaya usted a saber, eran las más furiosas. En alguna forma obtuvieron armas (no sólo escopetas de caza, como podría suponerse, sino también y principalmente fusiles M­2 de mira telescópica, metralletas, granadas de mano, cañones antitanque, etc.), y organizaron comandos guerrilleros. Antes habían hecho la llamada "Operación Miel Sobre Hojuelas": se pusieron de acuerdo para verter azúcar en los tanques de gasolina de los autos caseros, y azotó a la ciudad una epidemia de motores pegados para desconcierto de todos, menos de ellas, las amas de casa. Como al cabo de un tiempo muchos automóviles no sólo se habían recuperado del achaque sino que, reparados a prisa en los talleres abarrotados, producían más humo que nunca, las doñas decidieron pegarle fuego a cuanto vehículo motorizado pudieran. Y vista la oposición y hasta la resistencia violenta de los conductores, se convino en que era más fácil proceder con orden y lógica: fusilar al individuo y quemar a continuación el auto. Poco después aparecería la mejor indicación de que la

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campaña, marchaba exitosamente: por las noches no había un auto en las calles, ni parado ni rodando, y se acabaron los embotellamientos en las horas­punta, y las grandes vías de tránsito rápido son ahora fáciles de cruzar, pues el tránsito ya no es rápido.

Porque tránsito siempre hay, digo tránsito rodado La gente exhumó las viejas bicicletas cuando la producción local y la importación no bastaron para satisfacer la demanda, y hoy pueden verse millares donde antes no entraba una, condenada como estaba a ser arrollada por los coches y los autobuses.

Cuando la guerra de las amas de casa iba por lo mejor, los altos funcionarios públicos y los ejecutivos de las principales empresas privadas decidieron transportarse en tanques o carros de combate, blindados; pero las bombas que llovían desde las azoteas terminaban por pararlos de todas maneras, y contra sus ocupantes la furia de las madres de familia era especialmente sangrienta: directores generales hubo despedazados con tijeras de costura, limas de uñas, ganchos de pelo y agujas de crochet. Además, las orugas le hacían mucho daño al pavimento, y eso era otro motivo más de cólera. Ahora todos ellos van en coches tirados por caballos, y a esos las amas de casa los respetan. Los modelos son variados, y dependen de la categoría o la situación económica de cada quien. El jefe de Clotildita tiene un cabriolé con pescante posterior elevado. Como es viudo y sus hijos ya se casaron, no precisa de mucho espacio. Me imagino que por eso escogió ese modelo. Las familias grandes prefieren los charabanes cubiertos, y hay quien tiene diligencias, especialmente los que viajan a menudo a las zonas rurales o viven en ciudades satélites. Las familias pequeñas montan en landos. Los médicos suelen usar tiros en tándem, lo mismo que los oficiales de la policía y los repartidores de los almacenes de lujo; los jóvenes solteros y de medios se inclinan por los tílburis y los cabriolés simples, los playboys por los carros romanos (ya ataviados de procónsules, ya —lo que es de un pésimo anacronismo— de jockies); las señoritas coquetas en edad de merecer se exhiben los domingos y las tardes claras en buggtes , siendo más populares los modelos 3

ingleses que los americanos. Los ministros van a Palacio en berlina, y los directores generales en calesín, al igual que los gerentes de banco y los comerciantes ricos. El señor presidente gasta carroza, y litera el nuncio apostólico de Su Santidad. Los escolares van en patines y monopatines, y los obreros y dependientes de comercio en bicicleta. El alcalde ha inaugurado el primer servicio público de transportes: diez unidades de ómnibus con imperial, tirada cada unidad por seis caballos. Se habla de un avance técnico: los tranvías, de sangre. Hay también calesas en los puntos de taxis. Papá tiene un faetón económico, en el que se acomodan mamá y Clotildita. Yo me cuelgo como puedo. Yo estoy feliz con todo esto, es más divertido que antes; pero me consta que hay quienes no lo están, particularmente aquellos que, sudan y maldicen en sus vehículos de inválido (van en ellos aunque no son inválidos, obligados a hacerlo por la presión social que ve con malos ojos al peatón) los culis que se ganan la vida arrastrando carretones, los portadores de sillas de mano y palanquines, etc. Siempre hay descontentos en este valle de lágrimas.

Muchas cosas han variado en la ciudad. Y no sólo porque desaparecieran las estaciones de servicio (en lodo caso, ya no se vende más gasolina en ellas; ahora se venden helados, látigos y sombreros de paja, heno y concentrado para bestias, etc.), qué va, por muchas otras cosas digo que ha variado la ciudad. Hasta la conversación se transformó con los nuevos vientos. Antes hablábamos, como cualquier pueblo mecanizado, de radiador, acelerador, embrague, diferencial, tubo de escape, volante, arranque, palanca de velocidades, sedán, limousina, convertible, qué sé yo; ahora se nos llena la boca de arneses y arreos: muserolas, quijeras, colleras, sillines, sufras, tirantes, bridas, petreles, baticolas, sobrecuellos. Cuando nos

3 buggtes: el bugny es un carruaje ligero de un solo caballo. El modelo inglés tiene dos ruedas y cuatro el norteamericano.

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referimos a los vehículos propiamente dichos, el lenguaje no ha variado tanto, por lo menos eso siento yo: ruedas (delanteras y traseras), guardabarros, pescante, faroles, ventanillas, portezuelas, estribo, frenos... Cambio radical hubo en el vocabulario de quienes, en vez de ir en coche, prefieren montar a caballo: copete, ollar, belfos, cerviz, cruz, cascos, grupa, maslo. Y eso sin mencionar los aires del cuadrúpedo: el paso de andadura, el trote, el galope tendido. Ni los aplomos de las extremidades (estevado, cerrado, patizambo, poco pecho...), qué sé yo, la cosa es que ahora sólo se habla de eso, de purasangres y árabes, de equitación, de passage, de cabriolas y corvetas, porque hasta allí hemos llegado otra vez, a soportar a los de siempre, a los que antes cogían las esquinas con chirrido de llantas y frenaban y aceleraban a destajo y tocaban a medianoche aquellas bocinas electrónicas de ochenta decibeles con canciones populares y hoy. a falta de carro, se encallecen el trasero sobre sillas de montar repujadas con pedrería de mero relumbrón, se gastan el presupuesto familiar en estribos de Plata con campanitas, en espuelas de relojería, en frenos de fiesta, todo para qué, si el animal, que ha atado esperando en los establos subterráneos o en las caballerizas elevadas o en los parques o amarrados a los parquímetros o en los salones de belleza equinos (cepilleo, lavadeo, lustreo de cascos, trensadeo de crines, pulideo de dientes), si ha estado esperando el caballo a que el jinete salga de sus ocupaciones, muestre la avena al más leve hincar de espuelas, piafe, salte, corra, todo para qué, si al final de cuentas al primer corcovo el petimetre da de bruces, y allí está abollada la visera o la hombrera, rota la clavícula, destornillada la escarcela o la adarga, el penacho de plumas de gallo alicaído. Porque hasta eso también: los señoritos se encasquetan yelmos medievales o armaduras completas, de cuero o de plástico imitación hierro, claro, por aquello del precio, del peso, del calor y la incomodidad. De cowboy sólo se visten los chabacanos.

En la campaña a mamá le corresponde la fabricación en serie de cócteles molotov. Como es medio cegata y difícilmente acertaría tiro con el fusil de precisión, el comité la encargó de llenar botellas con gasolina. At principio papá protestaba, después se entusiasmó y ahora tuerce mechas de hilo de algodón en una rueca de pedal. El comité puso a disposición de mamá nueve ayudantas y la casa es ahora una fábrica de cócteles molotov con horario de entrada y de salida, pausa para el café, estímulos a la producción, vacaciones anuales y toda la cosa. Los jueves y los lunes llegan a casa carretas tiradas por percherones para entregar a mamá las botellas recolectadas entre el vecindario y recoger la producción.

Lo sorprendente es que ya no hay automóviles, o quizás no sea sorprendente. Ya nadie quiete arriesgarse a conducir o meramente a ir de pasajero, por temor a que le den cacería. No sé si el cáncer de) pulmón ha disminuido, en todo caso nos divertimos de lo lindo. Clotildita no. Clotildita no cesa de llorar al Arturo. Pero el aire si está más límpido, más respirable, y eso alegra a cualquiera, aunque el pavimento de las calles y aceras es una porquería con tanto estiércol. Algo habrá que hacer al respecto.

Pero cegata y todo, mamá no renuncia a lanzar ella misma de vez en cuando un coctel molotov. Eso la divierte a mares. Guarda una bombita en la cartera, va a misa, se mete en el confesionario, sube a la torre y espera allá arriba el paso de algún coche a motor para tirar la botella. La molotov es una bomba sorda, incendiaría, y todo lo que se escucha es el volar de vidrios rotos y apenas un crepitar, o casi un crepitar, de los lengüetazos de las llamaradas, por lo que la misa no se interrumpe, además todos saben que se trata de mamá. Por supuesto no pasan coches, qué van a pasar; pero mamá arroja de todas formas su botella (prefiere las de whiski. Dice que por ser el cristal más delgado se rompen mejor), no es cosa que va a subir los trescientos veintiún escalones por gusto. Enciende la mecha con un fosforito, sostiene la bomba, así encendida, un rato en la mano, como candil, y la arroja a plomo contra cualquier viandante de corbata. "Son los mejores blancos", dice; "además ahora habrá que purificar la ciudad de corbatudos. Son burócratas y fuman demasiado". Eso dice. Si mamá acierta (y para

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ello no es preciso dar en la coronilla, con que caiga cerca basta), el hombre corre despavorido por el atrio, hasta que se desploma retorcido entre estertores, se inmoviliza en una postura inverosímil y así se quema, la ropa chamuscada confundida con la piel chamuscada, la corbata reducida al nudo inconmovible, en el aire un acre olor a chamusquina. Entonces mamá baja, hay coros en la misa, los fieles la miran con envidia, y es tiempo todavía para comulgar.

Narrativa Salvadoreña