Los Bestiarios

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Novela taurina de Montherlant

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  • 5 - ^ LOS BESTIARIOS

    TSOVBLTA DB TOR.OS POR_ HE-IMFLY D E -Ov O Ts' T H L nSTN T rt^) T R ' A D U C C I O I DB-PE-DRO S'ALnvI'AS

  • LOS. BESTIARIOS

  • LOS BESTIARIOS NOVELA, POR H E N R Y D E M O N T H E R L A N T . TRADUC CIN DE P E D R O S A L I N A S .

    B I B L I O T E C A N E V A

    M A D R I D

  • Establecimiento t ipogrf ico de El Adelantado de S e g o v i a

  • Miserable manera de sentir aquella en que el cuerpo no tiene parte directa.

    . MARCEL CARA YON.

  • A GASTON DOUMERGUE

    PRESIDENTE D E LA REPUBLICA FRANCESA

    Presidente:

    A usted debemos las corridas de toros, con muerte, en el Medioda de Francia. Aunque ya haban entra-do, haca medio siglo, en las tradiciones del pueblo meridionalen lo profundo le pertenecan desde sus orgenes, se nombr en el ao 1900 una comisin parlamentaria para que dictaminase sobre ellas. Us-ted slo en contra de la comisin entera, logr usted hacer que triunfara la fe. Cunto me complace aque-lla frase que itsted dijo a sus adversarios, y que sue-na al triste acento de Sneca: Se compi'ende que los hombres tengan pocos amigos cuando los animales tienen tantos.

    Quiz se acuerde usted an de otra frase: Las corridas de toros han contribuido y no poco a mante-ner el vigor de la nacin espaola. Pero indudable-mente, Juan Jacobo Rousseau, que la escribi (en el Gobierno de Polonia), ser tambin un bruto inhuma-no, un sostn de la regresin.

    Ha nacido usted, se ha criado usted en la religin del toro. En Nimes la violenta, esa Roma de las Galias, el arco de Augusto, el circo, donde se luchaba con los cornpetos en tiempo de Suetonio, las piedras

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    tienen esculpidas la bestia mgica. He visto a veinte mil almas, en la -plaza, aclamando al Sol, al salir de entre las nubes. Sino con su inteligencia, con sus entraas, saban que desde hace treinta siglos adoran al Sol y al toro, que es un signo solar. En el Me-dioda taurino la pasin de los toros tiene races an ms hondas que en la misma Espaa. Para haber dicho esto, que es tan exacto, aunque sorprenda a los profanos, hay que haber ponderado ese amor en s mismo.

    Qu delicia sera hablar en su despacho del El-seo, entre una biblioteca y un jardn , de toros y nada ms que de toros. Dios mo! Usted mismo me lo con-tara: cuando siendo muchacho su padre le llevaba a la corrida del pueblo y tena la coquetera de pasar, estando ya empezada la corrida, por el plan, donde estaba el toro suelto. Le llevaba a usted cogido de la mueca, pero sin embargo, usted se senta muy con-tento de que el toro estuviese al otro lado. Aos ms tarde, en una de esas cabalgadas, en que los vaque-ros de la Gamarga entran a galope en el pueblo, ro-deando el ganado de la corrida, un da le derrib a usted uno de los toros y apenas incorporado, se ech usted a perseguirlos con sus camaradas de juego.

    Dos diputados franceses, que estaban de paso en Crdoba cuando el entierro del gran Lagartijo mandaron una magnfica corona: llevaba su nombre de usted y el del seor Pams, cataln. Y era usted ministro cuando en Aguas Vivas, en una capea, baj usted al ruedo y el toro le embisti un momento.

    En la fachada de la iglesia de Gaveirac, un altar tauroblico recuerda un taurobolio celebrado en N i -mes en el siglo m , en honor del Emperador. Yo, en honor vuestro. Presidente, querra... Pero no, estas pginas no le irn dedicadas. Le serviran de moles-tia. Ms an, quiz. Muchos humanitarios se jactan de haber disparado sus revlveres contra los tolderos

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    que vinieron hace treinta aos a dar una corrida junto a Par s . La bondad es como tantos productos: la autntica cura, la falsificada puede matar. Y tiemblo a la idea de desencadenar . contra usted un terrorismo de color rosa.

    Djeme, pues, que brinde este libro al pueblo me-ridional, sobre todo a las gentes del Languedoc y de la Provenza, que honran a su dios y a su rio con el mismo nombre. (1) Uno de los hermanos catalanes celebrados por Mistral, eleva para ellos la libacin en una nueva Copa: un rhyton de negra sangre en forma de testa de toro.

    (1) En sus notas al Poema del Rdano. Mistral recuer-da que la palabra provenzal Bouan, una de las que sirven para designar al tro, es precisamente el nombre emble-mtico del gran ro.

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  • Aquel ao de 1909, al acercarse las vacaciones de verano, la condesa de Briconle decidi mandar a su hijo a Lourdes, con los camilleros que trans-portan enfermos, para hacer algn beneficio a su alma. Alban estaba acabando el cuarto ao del ba-chillerato en un colegio particular muy elegante de Auteuil. Como ai conde le aterraba la idea de verse solo con su hijo quince das, y la condesa estaba enferma, sta rog a su madre, condesa de Coantr, que acompaara a Lourdes al nio Alban.

    En Lourdes, Alban anduvo, por tres semanas, detrs de los camilleros. Para colocarle en la dis-posicin de nimo conveniente, su madre le ha-ba prestado una historia de las cofradas de peni-tentes, as que Alban se tena por un reprobo que est haciendo penitencia. Le entusiasmaba la idea de ser un gran pecador. Y tambin la de ser un gran cristiano.

    Se anunciaba una corrida de toros en la plaza o arenas de Bayona. Se decidieron a ir, sencillamen-te porque la palabra arenas ejerca en Alban una fuerza elctrica. Porque mientras le preparaban para la primera comunin, la condesa de Coantr haba regalado a su nieto la edicin para nios de Quo Vadis y desde entonces Alban se senta roma-no. Se haba saltado las pginas dedicadas al apstol San Pedro.

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    La corrida de toros fu para el chico la segun-da de las tres grandes revelaciones... no s si de-cir de su juventud o de su vida. La primera, haba sido aquella revelacin del paganismo en un libro de designios edificantes. La tercera, ha-bra de ser la revelacin de la carne, pasando por el corazn.

    Mir con pasin, agitndose en la almohadilla y dando cabezadas cada vez que el toro corneaba. Como no saba nada de la tcnica de la lidia, gr i -taba ms alto que los dems, pero sin entenderlas, las palabras espaolas que los bien informados proferan por alrededor suyo, sin entenderlas mu-cho ms que l. Y , sin embargo, a pesar de no en-tender nada, le exasperaba estar colocado entre dos seoras: lo que ellas entendieran, pensaba l, deba ser an menos que nada. Cuando el pblico se desbord-en contra del mal matador, Alban, fuera de s, hizo una bola con el programa, tan bonito, y que pensaba haber guardado como re-cuerdo, y le tir a la cabeza del infame. No le di. Pero le haba tirado a todo alcance, con toda su fuerza, queriendo acertar y hacer dao.

    Inmediatamente, sin dejar de ser romano, se hizo taurino. Aprendi el espaol, se suscribi a los peridicos espaoles de toros. Llevaba corba-tas de color encarnado rabioso y con eso ya se sen-ta matador del todo. Las paredes de su cuarto las tena llenas de estampas de toros y toreros.

    Contagi a la escuela. En las prcticas de qu-mica nombrar el taurocolato era volver a la clase frentica. Los profesores que no queran a Alban le decan para reprenderle: Es una idea, es un modo de hablar de torero, lo cual les pareca una comparacin mortificante. Y aunque el muchacho era, por lo general, el primero en los ejercicios de composicin, la broma usual consista en decir

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    que escriba como una vaca espaola, y es que el ingenio entre nosotros no se resigna a estar oculto.

    Por ampliacin todo fu convirtindose en es-paol. Se peinaba con peine de plomo, para obs-curecerse el color del pelo. En el verano, a la hora ms calurosa, se tenda en los peldaos de la escalinata, con un sombrero de fieltro calado hasta los ojos, sortijas en las manos y una manta al hombro, para hacer de mendigo castellano. Todo eso cristaliz en Carmen, que fu a oir hasta siete veces en la misma temporada. La obertura le vol-va a uno loco.

    Cuando vinieron las vacaciones, en San Sebas-tin, en Pamplona y en Burgos, Alban, esta vez ya solo, vi diez corridas y se roz con los hom-bres del oficio. Le di lecciones un matador viejo que, siendo muy malo para torear, se dedic a pro-fesor. Junto a Burgos, el escultor Gangotena or-ganizaba en su finca becerradas, sin picadores, con becerros de uno o dos aos, y all se diverta la juventud como la nuestra en el tennis o en el campo de foot-ball. Alban tore y mat a algunos animalitos de aqullos. Atropellado, ignorante, valiente, enredador, entretuvo primeramente por la pasin con que trabajaba, pero que luego caus cierto susto a dos o tres personas sensatas, cuan-do le vieron el rostro descompuesto por el ca-lor con que se haba entregado a la lidia. Recono-cieron que tena sangre torera y eso lo disculpa casi todo. Desigual? S es verdad, pero esa es la prueba de que es un artista. Peliz lugar comn! Aceptmosle sin profundizar.

    Se acord la familia de Alban de un primo suyo con quien apenas si se trataban, porque viva en un rincn perdido de Francia, no iba nunca a Pa-rs y apenas si contestaba las cartas, y le manda-

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    ron a Alban que pas en su casa las ltimas sema-nas de Septiembre.

    E l marqus de X . . . perteneca a una ilustre fa-milia florentina, emigrada el siglo xv a la Pro-venza (uno de los suyos haba puesto mano en el asesinato de Jul in de Mdicis) y que desde en-tonces posea su palacio en Avin. En la poca en que sus iguales corren detrs de una rica here-dera o venden autos de segunda mano, el marqus se haba desterrado, l solo, a una pequea masa de Camarga, a criar, para los juegos regionales, toros salvajes de la isla amarga; su misin profun-da era mantener la pureza, las tradiciones, el co-razn peculiar del pueblo meridional.

    Este hombre, que se pasaba los das a caballo, entre toros y vaqueros, era poeta, por su arte uno de los grandes poetas de Provenza, y por su vida, uno de los grandes poetas franceses. Nadie se hu-biese atrevido a afirmarlo, n i l mismo, y su mo-destia ya irritaba a Alban que se deca: un valor que no se reconoce es un no valor que ocupa su puesto.

    La gente de su clase le malquera por no ser como ellos. Les pareca impropio que alquilara toros; en cambio, hubieran visto muy bien que fuera llamando a las puertas para colocar seguros. Consideraban escandaloso que su gran nombre anduviese impreso por carteles de toros; muy ha-lageo sera, por el contrario, verle en los del Luna Park, si convirtiendo en moneda ese nom-bre y dispuesto a ponerse en las tarjetas hombre de mundo, hubiese sido juez en un concurso de los ms bonitos muslos de Par s .

    Todo el mundo habra celebrado mucho al mar-qus, como es justo, el da que sus animales le hubiesen dado mucho dinero, pero ya hemos di-cho que era un poeta. Y un poeta es un hombre

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    que sin tener dinero, no quiere cobrar nada por una corrida para un determinado pueblo, por la razn de que ese pueblo tiene en su escudo las mismas parrillas que l en el suyo, lo cual, a su modo de ver, crea entre ellos un parentesco ideal en el que no se puede mezclar el dinero. Y ade-ms, era incapaz de crearse una reputacin entre los ingenuos parisienses gracias a su tridente y a su pantaln de piel de topo, como haba logrado otro felibre ms ladino con su chalina y su som-brero de anchas alas. Con nada se hubiera con-vertido en grande hombre aquel seor al que la gente se refera siempre diciendo: ese loco de... lo mismo que se refiere a Homero llamndole siem-pre el viejo Homero. Es ya el colmo de la ver-genza: desconocer de tal manera a los que valen ms, que se excusa uno hasta de nombrarlos.

    A la primavera siguiente cumpla Alban quince aos, pero ya representaba diez y seis y el bozo le sombreaba el labio. Aquella sombra destrua a la par su ilusin de romano y de torero y le estropeaba la vida. Es menester no darse cuenta de lo que es un adolescente de imaginacin viva para no comprender que realmente eso le envene-naba la vida. E l conde de Bricoule no le dejaba afeitarse porque as, deca, parecera un cmico (tngase presente que estamos en 1911). A su ma-dre no la hubiera disgustado verle imberbe por-que estara ms joven. Y de ese modo habrase convertido otra vez en el nio, que con arreglo a la conviccin de la dama, prendida en el espejis-mo del pasado, haba sido ms carioso de lo que era ahora el joven; tiempo feliz de las piernas al aire, cuando ella lea reposando una mano entre el pantaln y la carne del nio contra el caliente muslo.

    Esta diferencia sobre el tema del bigote daba, 16

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    lugar a rplicas acerbas entre los esposos. Por lo visto, quieres que tu hijo parezca un esteta. Y Alban se converta en tu bijo, bijo de la seora de Bricoule, nicamente. Y la dama se alegr mucbo cuando Alban, que se haba afeitado du-rante la separacin de las vacaciones, sin que lue-go le volviera a salir bigote, tuvo que pintrselo con un lpiz, sin que su padre notara nada, mien-tras que ella lo haba visto desde el primer mo-mento. Si el conde estaba ciego para el rostro de su hijo, cmo no lo iba a estar para su alma? Y al fin y al cabo, eso no la disgustaba mucho.

    E l conde de Bricoulechistera, americana, chalinatena aficin al gran mundo, a la repos-tera de bien puesta, a las cuadras, a la magnanimidad y a los grabados ingleses. Su des-tino fu siempre la magnificencia, pero sus rentas se hacan rogar un poco, y l no saba redondear-las, porque no tena conocimientos especiales de nada ms que de genealoga. Desde los diez y sie-te aos guardaba todas las tarjetas de invitacin a bailes y comidas que haba recibido, y las de co-municacin de bodas, etc., clasificadas por grados de parentesco. Era de la cofrada de San Vicente de Paul, y todos los aos iba a Versalles.

    En A b r i l de 1912 se cay de un caballo, y poco despus empez a quejarse de la cabeza, pero de todos modos se felicitaba por sufrir a consecuencia de un noble accidente. En Junio estaba desahu-ciado, y muri aquel verano. Alban iba a marchar entonces a Andaluca. Claro que ya no se habl ms del proyecto.

    A l reanudarse las clases, Alban comenzaba el ltimo ao del grado. Una gran falta de memoria, la depresin nerviosa le caus aquella larga ago-nala primera que haba visto de cerca, y de un ser tan queridofueron causa que despus de cin-

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    co meses de exagerado trabajo empezara a tener mareos. Tan slo el trabajo de escribir una carta le baca sofocarse de tal manera, que se le sal-taban las lgrimas. E l mdico orden una suspen-sin total del esfuerzo intelectual, aire libre, no tener preocupaciones, descanso fsico por un mes o dos. Si no poda acabar el grado, mejor. Adems su madre no tena inters por ttulos asnales. Opi-naba que el rbol de la ciencia no es el rbol de la vida.

    Descanso fsico, aire libre... Alban, t midamen-te, hizo alusin a los proyectos de Andaluca. A l principio a su madre la pareci imposible la cosa. No ignoraba que, tanto ella como su marido, ha-ban sido muy censurados por dejar a su hijo que se aficionara a aquellos gustos malsanos. Si el chico hubiese apostado en las carreras, eso parece-ra divertido a los amigos de la casa, que tampo-co hubieran visto con disgusto a Alban persiguien-do faldas. Pero los toros no se admitan entre aquellos seores que a la hora de fumar se dedi-can a juzgar el modo de v iv i r de los dems, y se molestan porque se atreven a tener gustos en que no participan ellos.

    Los que saban que Alban haba tomado parte en becerradas de aficionados lo censuraban con gran severidad. Matar un ciervo, un jabal, un p i -chn, eran hazaas de gran seor que no se olvi-dan nunca cuando se hace el inventario de lo que aporta un joven cretino al matrimonio. Pero ma-tar un becerro, ola a carnicero. Con unos minu-tos de intervalo la misma persona trataba a Alban de ave de rapia o de neurtico: porque aquel cari-o a los toros indicaba, o mucha sangre (que era una bestiezuela) o sangre pobre (excitaciones mr-bidas). Alban era un salvaje, un primitivo y al mismo tiempo una plida flor de decadencia. Otros,

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    con sus barriga temblonas se atrevan a llamar a aquellos juegos, llenos de peligro, chiquilladas. Otros ponan una jeta muy seria e indicaban cu-les deberan ser las aficiones de Alban. Por qu, por ejemplo, no monta en las carreras? Y con aquella idea de que los gustos se le imponen a uno desde fuera, se rompan la cabeza buscando de quin habra heredado stos. A l no encontrarlo ha-ba quien opinaba que era sencillamente por dar-se tono.

    Alban lo saba todo, pero no haca caso; su vocacin era verse censurado, y es lgico que cuando se burla uno de la gente, lo manifieste. Su madre conoca a Alban, sus superioridades, sus l-mites, lo que tena de peligroso y lo que tena de sano, y opinaba que no haba nada que temer de los toros. N i siquiera las cornadas. Hemos juga-do un poco con los becerros la haba dicho su hijo, sin darlo importancia. Adems, para ella, como para la mayora de los franceses que no co-nocen las corridas, un toro de lidia es slo un buey, al que hacen rabiar un poco, y los golpes que dsiempre en el trasero, nunca en otro sitio, y as es ms divertidono deben inspirar ms que risa. Divertirse y echrselas un poco de valiente, eso eran para la seora de Bricoule los juegos de Alban.

    No vea, pues, obstculo serio que se opusiera al viaje a Andaluca; si no qu hacer? Mandarle al campo? All, desocupado, no pensara ms que en hacer cosas malas, porque todo le aburra menos sus pasiones. Un viaje artstico a Italia? Pero eso entraba dentro de los trabajos intelectuales que le estaban prohibidos. Pensaba .que el mejor modo de calmar aquella obsesin taurina, tanto ms efi--caz en Pars por menos satisfecha, era que pudiese hartarse de una vez. Y adems, ella haba sufri-

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    do. Por propia experiencia saba que los deseos de su hijo nunca seran tan fuertes como hoy, que hoy haba que colmarlos, para que lo fuesen esplndi-damente; ms tarde disminuiran y esa temporada en Andaluca que ahora le volvera loco de felici-dad, acaso maana no fuese sino un grato viaje de recreo. Sin embargo, titube algn tiempo. Por fin venci la tentacin, la tentacin de ver a su hijo feliz y feliz por causa de ella. Di el permiso.

    Esperaba un arranque, que la besara, que le bro-taran palabras del corazn. Pero Alban no tena arranques ms que para los seres que deseaba. Su madre estaba ya completamente desesperanzada de que la besara nunca espontneamente, de po-der ella besar a su hijo sin que se pusiera nervio-so; tena que v iv i r a su lado sin derecho a tocarle, l la rechazaba, aun desde lo ms hondo del sue-o, si su madre quera engaarle mientras dorma. Con dejarle i r a Andaluca saba que le daba un inmenso gozo. Se lo hizo ver, se lo dijo, pero sin un movimiento hacia sus brazos.

    La suplic que le dejara afeitarse el bigote defi-nitivamente. Luch su madre con la sombra del conde, y por fin cedi: el conde no era ms que una sombra. Sin embargo, antes de hacerlo, tena que i r a ver a los parientes, de quienes habra de despedirse. Porque si no, conociendo las ideas del conde, diran que apenas muerto ya se haba apre-surado, que su madre... Alban, en cuanto acab la lt ima visita, entr en un caf, se meti en el te-lfono, y all, a obscuras, a tientas, con una ma-quinilla de afeitar, se quit el bigote.

    Una era nueva se le abra cuando se mir al es-pejo. Era otra persona. Hasta entonces haba esta-do siempre retirado, con un orgullo que slo se manifestaba apartndose de la gente. Pero desde este instante su buena suerte le asusta y llega

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    hasta no poder imaginarse nunca un tropiezo. Todo es ganar y perder: la timidez enriquece la vida con matices que la audacia y el exceso de facilidad suprimen.

    A la condesa de Bricoule le gust mucho su hijo as. Era ms nio y ms hombre al mismo tiempo. Le pareca as ms pillo, y eso no poda por menos de divertirla. Haba llegado por fin el momento en que podra hablar libremente con l.

    Tan lleno de gozo estaba Alban, que decidi pa-sar cuarenta y ocho horas en Lourdes, para dar las gracias por su felicidad. Tena un sentido muy claro de las compensaciones. Le pareca prudente pagar sus placeres, crendose para cada uno una pequea molestia. Haba aprendido de los griegos el sacrificio a Nemesis.

    Alban, penetrando en el pas de los toros, es ya, unos aos antes, Alban penetrando por vez prime-ra en el frente de guerra. La misma excitacin, el mismo deseo de cosas grandes o excepcionales, el mismo amor en medio de un vago temor. Segn iba bajando hacia el Medioda era como una pobre barca en seco, que la marea levanta poco a poco y vuelve a poner a flote, un desterrado que retorna a la patria. Saba muy bien en qu naciones hay corridas y en cules no, y en el colegio la geogra-fa de Mjico y del Per se le hacan ms fciles de aprender que la del Brasil, porque en Mjico y Per hay toros y en Brasil no. Conoca igualmen-te la lnea ideal que en Francia separa las regio-nes donde gusta el toro de las que le ignoran, y los actos, costumbres y destinos de aqullas le in-

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    teresaban, mientras que las dems le eran mortal-mente indiferentes. Cuando el tren hubo pasado la lnea fatdica, empez a v iv i r de un modo febril.

    Iba cediendo aqulla su habitual disposicin, la hostilidad contra los seres. Se iba templando, sen-ta el placer de tener simpatas. Pero su misma simpata le opona razones de esas por las cuales unos pueblos se matan con otros, como: Estoy con todo lo moreno. De modo que cuidado con todo lo rubio. Si el tren pasaba junto a algn rebao de vacas, el viajero, asombrado, vea que Alban, como impulsado por una descarga elctrica, se lanza-ba hacia el pasillo y devoraba aquel pobre gana-do con unos ojos que se le saltaban de las rbi-tas. En cuanto el tren sali de Pars se haba puesto su sombrero cordobs y en la mano un so-litario de su padre. Los viajeros observaban con disimulo a aquel esbelto jovenzuelo, ms espaol que los de verdad, con su brillante y su sombrero ladeado. De seguro que me toman por un torero, deca l, entusiasmado. Y quiz le tomaban por otra cosa.

    En Lourdes di prendas a la religin y al or-den. Tenn, que comprarse una cosa en el momen-to de salir de Par s , pero pens, con su candidez e inocencia: Lo comprar en Lourdes para dar a ganar a un comerciante del Medioda. Y atribu-yendo a los dems sus propios pensamientos, se imaginaba que la gente, al verle pasar, murmura-ba, asqueada: Es el parisiense. Ah, qu man-cha, esto de ser de Pars!

    En Hendaya oy la lengua espaola como se oye la voz de la mujer amada.

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    En cuanto puso el pie en Madrid, su cordo-bs caus sensacin. Todo el mundo llevaba som-breros como los que se llevan en Pars . Me pare-ce que me toman por francs, dijo, rojo de ver-genza. Y el cordobs desapareci,

    A l otro da, 1. de Marzo de 1913, Alban, pa-seando la mirada por la calle, se asombr de no ver n ingn cartel de toros. Su madre le baba dado una carta para un amigo de colegio del con-de, el doctor Diez, Alban fu a verle.

    Dnde puedo enterarme del programa de la corrida del domingo?

    No hay corrida. Hace muy mal tiempo. Alban se encogi de hombros. Mal tiempo! Entonces me voy en seguida a Sevilla. Pero en Sevilla no hay toros hasta la Pascua

    de Resurreccin, es decir, a mediados de A b r i l . Cmo! Que no hay corridas en la cuna de la

    tauromaquia? Entonces en dnde hay?dijo A l -ban, estupefacto.

    En Valencia, creo, o en Bilbao; pero eso no se sabe hasta el da antes.

    Pero si salgo el da antes llegar tarde para tener buena localidad.

    No, no. Es que yo a los toros voy siempre a primera

    fila, seordijo el efebo con dignidad. Adems se arriesga usted a que all haga tam-

    bin mal tiempo, no se celebre la corrida y vaya usted a Valencia para nada.

    Pero eso es monstruosodijo Alban, con el rostro lleno de severidad hacia Espaa. Resulta-r que no se puede ver toros ms que en Francia?, pregunt amargamente.

    E l doctor Diez consideraba, entre divertido e irritado a aquel joven parisiense, tan excitado. S, todos los franceses son iguales, lo que piden a Es-

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    paa son toreadores y tocadoras de castauelas. Es que no haba acaso instituciones, obras de ca-rcter social, bancos e industrias que merecieran la atencin? Contra su esfuerzo se alzaba siempre la conspiracin del silencio. Europa no vea ms que aquel peso muerto que arrastraba su desdicha-do pas por el camino del Devenir humano: san-gre y frivolidadj a la sombra de una cruz. (El doc-tor era un amigo de las luces).

    Alban se levant. Voy a darle a usted algunas tarjetas de pre-

    sentacindijo el doctor. Alban se estremeci de alegra. Ser presen-

    tado a los grandes matadores! Diez le di las cartas. Haba una para un pro-

    fesor del Instituto, otra para el secretario del Mu-seo Arqueolgico.

    Cree usted que entendern? pregunt el muchacho, preocupado.

    Que entendern, de qu? De toros. No, seguramente nodijo el doctor sonrien-

    do.Pero supongo que querr usted visitar Madrid. S, desde luego, es una ciudad hermosadijo

    Alban. Pero por dentro pensaba: No se quita uno de encima fcilmente esta caspa de la educacin. A m qu me importa el Prado! Hasta me da horror!

    Para lo de las corridas vaya usted a ver de mi parte a don Rafael Moreira. Es un abogado, abogado de verdad, que ejerce, y es aficionado. Vive en la calle de Hermosilla, nmero No me acuerdo del demonio del nmero. Pero le encon-trar usted seguramente a eso de la una en el caf Regina.

    Alban mir el reloj, Muy bien, me queda una hora para almorzar antes.

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    No, A la una de la madrugada, cuando sale del teatro. Y usted a qu caf va, por si hay que decirle algo?

    Cmo, que a qu caf? S, cul es su caf habitual? Yo no tengo caf habitualdijo Alban, p i -

    cado. En el comedor de su hotel un cartelito deca:

    Almuerzo, de doce a dos. Se sent. Las doce; las doce y cinco; las doce y cuarto. Nadie. Fu hacia la cocina. No, no es hasta la una.

    Pero, entonces el cartelito... El cartelito es viejo. Sali. No llevaba en la capital de Espaa ms

    que unas horas y ya se le planteaba el problema: cmo matar el tiempo, si no hay toros? Entonces, igual que un enamorado que ronda la casa vaca de su amada, tom el t ranva que va a la plaza de toros. En toda ciudad espaola por donde pa-sara su primer visita era para la plaza, como es la del devoto para la Iglesia. Cuando lleg, la plaza estaba anegada en lluvia. Por entre barre-ras corran arroyuelos. No haba toros en los co-rrales. Qu abismo de tristeza!

    Almorz mal, porque el camarero le impona y no se atreva a pedirle que le tradujera la lista, as que encargaba al azar; menos mal que coma de todo, como Julio Csar, comparacin que le consol. Despus de almorzar quiso comprar un libro de toros. La primera librera que encontr estaba cerrada, la segunda tambin, todas las tiendas estaban cerradas. Y sin embargo, no era fiesta. Pregunt a un guardia, que le ilustr: Es que estn almorzando. Eran las tres y veinti-cinco.

    Entonces Alban el obsesionado, tom un auto-bs para i r a ver la plaza de Tetun, en las afue-

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    ras de Madrid. Dio la vuelta al edificio. Su inten-cin era visitarla, pero delante de la puerta del portero, no se atrevi a llamar. Todava estaba viendo la sonrisa del doctor Diez. Se le antojaba ahora que la aficin a los toros era cosa un tanto ridicula, que llamaba la atencin, que deca a gr i -tos que era un tontucio parisiense. Y volvi a to-mar el autobs sin entrar. Haba estado cinco mi -nutos en Tetun.

    Alban, atontado, vag todo el da por la ciudad, llena de ciegos enguantados, que pedan limosna y se tropezaban unos con otros. Guardias munici-pales encauzaban una circulacin inexistente, pero que lograran crear all para anochecido. Como paraban los coches cuando no tena que pasar na-die, Alban cruzaba sin necesidad, pensando que as daba un gusto a aquellos sostenes del orden. En las grandes plazas los peatones no podan sa-l i r de las aceras, de modo que encerrados en ellas se apretujaban unos a otros, lo cual encierra se-cretas dulzuras para las madrileas. Con el mismo objeto, una gran cantidad de personas daban vuel-tas como comparsas de teatro, pasando y repasan-do por delante de Telfonos, en la calle de Alcal, tan apretados como en el Metropolitano, mientras que la acera de enfrente estaba vaca; algunos se metan en Telfonos y se sentaban en los bancos, a entretenerse en no hacer nada. Como el tiempo era templado, nadie llevaba abrigo, pero la gente, al salir de los teatros, se tapaba la boca con el pa-uelo, y por encima, se los vea la mirada angus-tiada. Alban se imagin que todos iban a escupir sangre y le di mucha pena.

    Esper en el cafe Regina hasta la una y media de la madrugada, sin ver al seor Moreira. Sin embargo, un camarero pudo darle sus seas. De vuelta al hotel, toc el timbre y nadie responda.

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    Dio golpes en la puerta, empez a echar pestes. Haca ya fro. Desanimado, tembloroso, empez a entrever la posibilidad de que el alba le cogiese fuera.

    Por fin, a un extremo de la calle, apareci un funcionario con gorra, que le abri.

    A l otro da vi a Moreira; le recibi amable-mente. Que volviera el jueves por la tarde y le di-ra el cartel del domingo. Y puesto que ya haba toreado, le presentara al duque de la Cuesta, el ganadero, que iba a pararse en Madrid, camino de Sevilla. En Sevilla, Alban podra visitar su ga-nadera.

    Alban se tranquiliz. Pero todava le quedaban doce das que pasar antes de que hubiese una co-rrida. Qu iba a hacer? N i siquiera pens en u t i -lizar las cartas de presentacin del doctor. Ya que haba que visitar las curiosidades de la poblacin (su mera enumeracin en la gua le suma en el ms hondo disgusto como los pasajes referentes a los cristianos en el Quo Vadis) prefera aburrirse solo que con otro, porque la obligacin de conver-sar le daba dolor de cabeza. Y adems, para ser dos siempre hay que esperar. Y hay muy poca gente cuyo trato valga cinco minutos de espera.

    As que se sumergi en los museos. La gua de-ca que se cerraban a las cuatro, pero siempre ha-ba un cartel en la puerta indicando que cerraban a las tres. Alban vea esas cosas vagas que se ven en los museos, degradadas, no por el tiempo, sino por las miradas y palabras de todos los imbciles que las han contemplado: aquella misma noche no se acordaba de nada, a no ser de que en las porce-lanas de Svres la etiqueta especificaba: si-glo x v n i despus de J C. A las tres menos vein-ticinco, un ordenanza, fumando, vino acerrarlas ventanas y luego se le plant al lado para darle a

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    entender que estaba all de sobra, mirndole con unos ojos que no se saba bien si eran de ruego o de indignacin. En la Armera Real, al entrar, quiso i r por la derecha, pero le indicaron que si-guiera la fila y comenzase por la izquierda. Aque-llo le ech a perder su visita. Tom odio a la mo-narqua.

    Por fin hubo que decidirse a visitar el museo del Prado. E l primer da lleg tarde, felizmente. Y liberado, con la conciencia del deber cumplido, pudo i r a sentarse en un banco a leer un manual de tauromaquia. Pero al otro da fu imposible es-capar.

    Los vigilantes le hacan pasar un martirio. Ahogaban en l la menor impresin, le quitaban todo el placer que habra podido sentir. Y ade-ms, nunca llevaba calderilla en los bolsillos y tena que dar una peseta a cada uno. En cuanto desembocaba en una sala, vea ya al fondo un v i -gilante que vena a su encuentro, mientras que haba otros emboscados en la sala siguiente. Le abordaba y ya no se separaba de l. Quitaba una silla, para que Alban pudiese apreciar lo que tena de hombre el hermafrodita, le daba una lupa y sopea de ser descorts, tena que hacer estacin delante de una miniatura que le cargaba. Ante un cuadro cuyo rtulo rezaba: Isabel de Portugal, el vigilante le deca: Es Isabel de Portugal. Tambin las cartelas eran ricas en informacio-nes de este gnero. Debajo del busto de un hom-bre con la cabeza afeitada, en un pedestal de mr-mol blanco, se lea: Hombre con la cabeza afeita-da en un pedestal de mrmol blanco. Cabezas de estatuas antiguas tenan una nariz moderna de otro color, como las postizas de Carnaval; otras haba con la frente, los ojos, la nariz, la boca y las mejillas restauradas. En las salas de pintura

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    Alban hua a paso americano, confundindolo todo y sin aflojar la marcha ms que cuando vea un desnudo, para caer al fin rendido en un divn, del que le echaba el aliento de un calorfero. Era Alban de tan mala hechura^ que las cosas que le molestaban le ponan enfermo, lo cual no es muy buena disposicin para triunfar en la vida social. Juzgese en qu estado llegara al final de su jor-nada artstica, en la que ms de una vez hubiese podido inspirar a Charlot,

    Ya se comprender que Alban tambin saba gozar del arte y cosas afines, aunque le gustase ms la vida. Pero si ahora le aborreca, es porque aqu haba venido a buscar otra cosa. La ms di-vina de las obras maestras, en un lienzo, es sosa comparada con un toro que nos mira, sin nada en-tre nosotros y l.

    E l jueves fu a ver a Moreira. No haba corridas aquel domingo en ninguna parte por causa del tiempo, metido en agua. Alban tuvo que matar aquellos cuatro das. A l principio, por aquello de estar de viaje, no haba querido pasarse los das en el hotel. Ahora se resign, y tumbado en la cama, devoraba un diccionario taurino.

    E l lunes, al abrir el peridico, se puso rojo de rabia; haba habido corrida en Valencia. De modo que se haba pasado el da en su cuarto cuando con una noche de tren pudo estar en Valencia. Buenos eran los informes de Moreira!

    An tuvo que matar tres das. Todo lo que le ayudaba a pasar dos horas era bueno; fu a varios espectculos mediocres, a partidos de pelota, en los que el juego pareca una plida 'contingencia junto a los gritos de los apostantes, que, como mo-nos furiosos, desde la primera fila, no le dejaban ver y pareca que le insultaban. Se helaba a la puerta de los restaurantes donde, hiciese lo que

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    hiciese, llegaba siempre muy temprano (no se ce-naba hasta las nueve), y por fin iba a acostarse a las nueve y media, descompuesto de cansancio y desesperacin, porque para colmo de horrores, no dominaba el idioma lo bastante para poder insul-tarse con la gente.

    No se vea n i un cartel de toros por las paredes. En las agencias de billetes de espectculos, en la ventanilla Toros, nunca haba nadie. En los quioscos de peridicos haba que levantar monto-nes de revistas de ftbol para dar con una mala hojilla, a sueldo de un matador y ms exagerada que un comunicado de casa editorial. En las con-versaciones oa decir toos y se imaginaba primero que hablaban de toros; pero lo que decan era to-dos. As que los toros se le escapaban, igual que esos becerros mechados a pinchazos, que huyen moribundos del pobre matador aficionado que no puede convencerlos de que est en su propio inte-rs el dejarse acabar. O no haba corridas de toros en Espaa, o los deportes nacionales eran la lote-ra y las apreturas crepusculares, o -aquel pueblo celebraba las fiestas de toros secretamente, ocul-tndoselas a los extranjeros, para parecer un pue-blo de primera fila, siempre alerta para la ilustra-cin.

    E l jueves fu a casa de Moreira. Haba corrida el domingo.

    Entonces todo se ilumin. Qu comprensibles eran ahora aquel paseo apasionado de los madri-leos, aquel movimiento en las plazas! En los bu-levares de Pars , Alban cerraba los ojos para no ver a la canalla. Aqu los abra todo lo posible, tan agradable era el acto de mirar a los transen-tes. Exist a siempre ntegra la antigua diferencia entre Galos y Latinos, que tantas burlas haba provocado en stos. No era slo la civilizacin.

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    ms avanzada lo que en Francia contribua a dar esa apariencia fea y enfermiza a las gentes de las ciudades, no; tambin los campesinos espaoles tenan una indiscutible superioridad sobre los de Francia en punto a nobleza: era una cuestin de raza.

    Desde luego que la raza francesa es muy bue-na. Pero los espaoles tenan otra cosa: raza, sen-cillamente. Desde los horteras a los mozos carni-ceros, que parecan de opereta por lo limpios, pa-sando por los barrenderos, uniformados, los poli-cas gentlemanlike, los soldaditos enguantados y entallados, todos los hombres tenan una limpieza, una elegancia, una distincin natural, de las que no dan idea los franceses. Tambin haba mujeres que le cortaban a uno la respiracin. En el fondo de coches negros, de trajes negros, los rostros p-lidos formaban halos como en los fondos bitumi-nosos de los cuadros antiguos. Entre la Puerta del Sol y la Cibeles, Alban desfalleca veinte veces. Cuerpo de mi cuerpo! gritaba al verlas pasar. Eso no quera decir gran cosa. Era una exclama-cin sin transcendencia, formaba parte de la ale-gra ambiente, lo deca igual por un perro o un caballo. Aqu la vida era una cosa no para com-prenderla, como en Francia, sino para respirarla, y bastaba con respirarla para que fuese buena.

    A l otro da flameaban carteles en las paredes. Pero en la agencia no haba ya entradas de ba-rrera. E l despacho estaba cerrado. Con miedo se precipit a casa de Moreira, que se lo explic todo; en cuanto se abran las agencias, los revendedo-res acaparaban todas las barreras. Qu vergen-za! Son revendedores oficiales, le explic Mo-reira.

    Ya haban abordado a Alban, que rechaz los billetes que le ofrecan, noblemente, como si fue-

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    sen tarjetas pornogrficas. Tuvo que resignarse a acudir a ellos. Si su pasin hubiese sido un sim-ple gusto, antes preferira privarse de un placer que obtenerlo gracias a un desorden. Slo que ahora los revendedores haban desaparecido. Por fin encontr uno que ya no tena billetes, pero que le indic una agencia. Ah, no, yo no. E l otro pona aires misteriosos.

    La agencia estaba a cargo de un botones. Nada de barreras de sombra, gru el cro. Y su mi-rada despreciativa preguntaba a Alban. Pero ste de dnde sale? Pagar lo que sea, dijo A l -ban con una sonrisa lgubre, tembloroso de ver-genza al verse dominado por aquel engendro. Q.ue no hay barreras! chill el botones escanda-losamente, y al mismo tiempo indic al que vena despus en la fila que era su vez. Alban, petrifica-do, no dijo nada; ya se vea asistiendo ala corrida desde una mala localidad, es decir, padeciendo una verdadera agona.

    Un taxi le llev, todo rebosante de quejas y amenazas, a casa del abogado, que accedi a acom-paarle. En cuanto Moreira di su nombre, el bo-tones abri el cajn y de un talonario bastante lle-no, sac un billete de barrera. Estaba marcado en siete pesetas, pero se le dejaron en doce. Son bi-lletes que la direccin ha vuelto a comprar a los revendedores, explic el seor Moreira. Alban suspir. Realmente la diversin costaba mucho trabajo en este pas.

    Por la noche, cuando dorma, rendido de can-sancio, lo despertaron llamndole al telfono. Sin duda era algn drama: la corrida que habra sido suspendida. Oy a Moreira que le hablaba: Ha llegado el duque de la Cuesta y le he hablado de usted. Se ha alegrado mucho de saber que ha to-reado usted en casa de Grangotena, es muy amigo

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    suyo. Le invita a usted a tomar caf con l maa-na en su Club y a ver la corrida desde su palco. Alban le contest con voz temblona: Una corri-da desde un palco es corrida perdida. Est muy lejos, muy alto... Pero de todos modos tuvo que dar las gracias. Quiere usted darme una tarjeta para el director de la plaza, de modo que pueda entrar en el apartado? El apartado es pblico. No, no. Que s! Adems yo estar all a las doce... Ya se haban despedido, cuando Moreira le volvi a llamar: Una idea. Voy a pasar por US-ted e iremos a Romea. Llamadas al telfono a las once y cuarto! Proposiciones de i r al teatro a las once y media! A Alban le qued la fuerza jus-ta para excusarse dbilmente.

    * % *

    A l da siguiente, cuando a las once fu a llamar a la puerta de la plaza un portero, magnfico como un capitn de fragata, le dijo que no era pblico y le di con la puerta en las narices.

    Se encontr rodeado de chiquillos que se le pa-raban alrededor, y sufri doblemente de que le echaran y delante de ellos. De dentro venan gr i -tos, piafar de caballos y un excitante olor a boi-ga. Para esto haba recorrido mi l quinientos kil-metros, para oir los ruidos de la fiesta por detrs de una pared. Y todo porque Moreira era un afi-cionado constante. Como tena el paso franco por todas partes, entraba siempre sin fijarse. De haber sido un profano, se habra informado, y le hubie-sen dado los informes exactos.

    Iba llegando la gente. Y como todos tenan car-ta franca, entraban. Alban se quedaba con los

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    desarrapados, lleno de humillaciii cada vez que la puerta se abra para que entrara un recin lle-gado y le vea el capitn de fragata. Hizo como que esperaba a alguien, para darse un aire de circuns-tancia. E n realidad estaba seguro de que Moreira no vendra. Qu es lo que le faltaba para que todo llegase a su colmo? Febrilmente busc en su car-tera para cerciorarse de que el billete estaba all.

    A las doce Moreira no baba llegado. A las doce y cuarto empez a salir la gente. Alban mi -raba el gesto de los que los haban visto. Mujeres indignas que haban estado all lo mismo que po-dan haber estado en el skating, mientras que l, Alban, se consuma. Vag por alrededor de la plaza. Unos chiquillos hacan cola para mirar por un agujero que haba en la puerta de los corrales. Alban adivin lo que miraban, y palpitndole el corazn, tom sitio en la fila.

    Los toros de reserva estaban al otro lado, a dos metros, ignorantes de aquel espionaje, rumiando en adormecida tranquilidad. Alban se ahogaba de emocin, literalmente. Senta tanto respeto por el cario que aquellos chiquillos tenan a los toros, que cedi en seguida su puesto. Pero se qued an por all un rato, incapaz de arrancarse, escuchan-do por detrs de la puerta los cencerros de los ca-bestros y los resoplidos de las bestias sagradas.

    E l duque de la Cuesta era hombre de cincuenta y ocho aos, de tez obscura, pelo cortado al rape, a la romana, y una corta barba negra partida por en medio y peinada hacia los lados, dejando ver una boca encarnada como una flor y unos colmi-

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    los brillantes y aguzados: all en los tiempos re-motos deban de comer hombre, en la ascendencia de los de la Cuesta. Pero en el rostro moro, bajo las espesas cejas, entre unas pestaas que parecan pintadas- con khol, los ojos eran de esos encanta-dores ojos azulinos, nada raros en Andaluca. Aquel hombre, que estaba ya frisando en la vejez, emanaba un aroma de voluptuosidad. Su desen-vuelto porte indicaba que en cualquier circuns-tancia hubiese estado por encima de su fortuna. Era una fiera humana, con esa clase de belleza que lo excusa todo, porque todo lo vuelve a la in-genuidad de la naturaleza. Y en todo el mundo encenda esperanzas, probando as que a los sesen-ta aos an se puede inspirar una pasin. Alban, a quien le gustaban las fieras, se encari inme-diatamente con el duque.

    All, en el patio del casino, mientras tomaban caf, hablaron de toros. Alban not que cuando l contaba sus proezas en casa de Gangotena, el du-que, a pesar de ser un hombre de mundo, no po-da impedir a su mirada que se le escapase a dere-cha e izquierda: No me toma en serio, pensaba el muchacho. Pero paciencia. Lo que no se haga hoy se har maana. Y dejaba hablar al duque y a Moreira.

    E,l duque jams lea las reseas de las corridas de toros, porque saba que son favorables o desfa-vorables, segn el matador pague o no. Era grande de Espaa, pero no le gustaba Madrid, donde na-ci, y le abandonaba por Sevilla. Se animaba ha-blando de sus vaqueros con los cuales, segn l deca, lo pasaba mejor que con los de su clase: en ninguna parte de Espaa haba esa inteligencia y nobleza de sentimientos del pueblo andaluz. Y su raza, su amor a la regin, su desprecio por los fal-sos bienes que llaman progresoel estilo entero

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    de su vida, entrevisto al travs de sus palabras, ]e prestaban singular semejanza con el otro caba-llero de gran viv i r , con el marqus capitn de la Camarga.

    La conversacin deriv liacia chismes madrile-os. Alban se call, de golpe, como cuando paran un disco: el ridculo nio no hablaba ms que de lo que entenda.

    Entonces se di cuenta de que a aquella hora, las tres y cuarto, y la corrida empezaba a las cua-tro, poda l estar por los alrededores de la plaza embriagndose, casi tanto como con la corrida, con todo el movimiento que en torno suyo provocaba. Aquel placer frustrado, el espectculo visto desde las alturas de un palco, ms an quiz, el llegar tarde, porque estaban esperando a la duquesa y a su hija que coman fuera y haban de pasar por el duque con el auto, y probablemente llegaran con retraso, por ser mujeres y con auto Haba que reconocerlo: aquella corrida, deseada y esperada con tanta locura, era una corrida estropeada.

    A las cuatro menos veinte an no haban llega-do las mujeres. A las cuatro menos cuarto, Alban, echando mano de todo su coraje, pidi permiso para marcharse. Pero el duque le disuadi gracio-samente. E l coche estaba al llegar. Y adems la corrida era muy mala. Mala para l, gema el mozo. Yo que estoy hambriento de ver aunque sea una ternera. De nervioso que estaba le dieron va-rios ataques de tos. A las cuatro menos diez el ci-garro le mareaba, y a las cuatro menos siete esta-ba para echarse a llorar.

    La duquesa y su hija hicieron su aparicin a las cuatro menos cinco, sin la menor palabra de excu-sa, claro es. Pero cmo ensear educacin a los grandes? La duquesa se pareca a Luis X I V , viejo. Soledad era como todas las muchachas. En los sa-

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    Iones del casino los hombres se daban con el codo unos a otros como si en su vida hubieran visto una mujer. E l duque, al presentar a Alban, no dijo n i siquiera que ya haba toreado, y Alban com-prendi, por la mirada de la duquesa y sobre todo por la de Soledad, que no era para ellas ms que un estudiantito francs.

    Ahora empezaron a charlotear. Las cuatro me-nos tres. Era, de seguro, que las pareca muy dis-tinguido llegar tarde. Ay Dios mo, por qu haba ido a caer entre las garras de gente de mundo! Por fin salieron. Insisti para que le dejaran i r junto al chfer. Los duques creyeron que lo haca por modestia, pero era para librarse de ellos. Y adems el estar al lado de un hombre del pueblo le compensara del trato con los ricos

    Atravesaron Madrid. A Alban le gustaban tan-to los boros que miraba rencorosamente a los ocio-sos que se dedicaban a pasear o a estarse sentados a las puertas de su casa. Y tambin le indignaban los que, como l, llegaban tarde, porque no tenan bastante cario a los toros para llegar a su hora. En cambio, agradeca a los infelices que haban ido a los alrededores de la plaza a vender naran-jas, la idea de que podan sacar dinero de la fiesta.

    Ya cerca de la plaza vieron un carro fnebre, estrecho y pomposo, y dentro una especie de caja de cigarros blanca y malva; era el minsculo atad de uno de esos bebs que mueren como moscas en Madrid y cuya muerte se anuncia en los peridi-cos con el ttulo de: Un ngel al cielo. E l cami-no del cementerio pasa junto a la plaza y la gente que va a divertirse tiene "que sufrir las demostra-ciones fciles de los cadveres, que los predican todo gnero de lugares comunes con inoportuna insistencia.

    Llegaron cuando la corrida estaba empezada. - 36 -

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    Es terrible eso de oir las aclamaciones dentro de una plaza cuando uno est todava fuera. Pero en el palco an ocurri algo peor. Tena Alban a la seorita delante, y apenas si poda ver la lidia.

    Maldito tocado sevillano! Soledad le haba es-cogido como protesta contra el estilo madrileo. La peineta, clavada en el moo, elevaba la manti-lla a veinte centmetros de la cabeza, y an quita-ba ms la vista. Entre la mantilla y la peina y el pelo quedaba un gran espacio libre (que sera bue-no para criar moscas, pensaba rabioso Alban). Y aquella ocurrencia de darse polvos en la nunca! Todo lo de Soledad le era odioso. Y todava se ha-ba encaramado encima de dos o tres almohadillas, colocadas en su asiento. Eso no deba permitirse. Es que no existen reglamentos? De modo que si se estaba sentado no se vea la corrida ms que de lejos y a trozos. Si se pona de pie molestaba al duque que estaba detrs y que no se levantaba porque la corrida no vala la pena. Un refinamien-to en la desgracia le hizo descubrir, all en la ba-rrera su localidad, vaca, aquella localidad que ha-ba pagado y cuyo billete tena en el bolsillo... Porque una corrida hay que verla desde las pr i -meras filas: se participa en el drama, se est en sus secretos, ya no se tiene delante a toreros sino a hombres con sus rasgos humanos. Para un afi-cionado una corrida desde un palco es el suplicio de Tntalo, es peor que no i r .

    Alban deseaba que el duque le invitara a su ganadera. Deba, pues, por poltica elemental, mostrarse amable.

    Pero, por lo general, era demasiado apasiona-do para saber disimular, y su carcter no era por naturaleza amable. (Ms adelante llegar a tener el don, el genio casi, de no tomarse el menor tra-bajo por la gente que le molesta, yendo hasta

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    afectar en su presencia estupidez, porque nos gus-ta que no nos estimen las personas que desdea-mos). Como los matadores eran muy medianos y cobardes, Alban no dejaba de decir las cosas ms desagradables que poda encontrar: Venir de Pars para esto! Qu decadencia del arte! Ahora comprendo que los extranjeros se indignen! Como esperaba algo del duque, haca lo imposible por irritarle. Pero el duque abundaba en sus opinio-nes. En cuanto a la duquesa y a Soledad, no d i r i -gan la palabra al retrico, le tenan horror, sobre todo la joven.

    Estaban banderilleando al ltimo toro, cuando el duque se levant para salir: slo la gente ordi-naria rebaa el plato. Mi ganadera est a su dis-posicin, dijo a Alban. Soledad estaba aparte. Alban se aprovech de la confusin de gente para no despedirse de ella.

    Qu bien respir al verse solo! En la puerta de la plaza, hombres y mujeres hacan cola para be-ber un brebaje con aspecto de vitriolo, en el mis-mo vaso, por el mismo sitio y sin ser amantes. Ya en la parte baja de la calle de Alcal, Alban dejaba que se echaran encima los tranvas, como si fueran toros; y con los faldones de su abrigo daba recortes a las jovencitas que pasaban. En el tejado del Banco de Bilbao, dos hombres desnu-dos, con casco en punta, simbolizaban la Gran Banca. Y llena de luces en la noche, como una ciudad celeste. Nuestra Seofa de las Comunica-ciones, correo central catedralicio, daba ganas de sentarse un da a la diestra de Dios padre.

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    E l campo de la Isla menor, a treinta kilmetros de Sevilla, dilatbase, hasta ms all del alcance de la vista, cubierto de una espesa hierba de un verde intenso, obscuro casi, y que se nutr a de las riadas del Ghiadalquivir. Flores amarillas a milla-res le picoteaban y la ilusin de la vista acercn-dolas, fundindolas todas juntas, all en el hori-zonte converta la llanada en un lago de amarillo vivo, Y a modo de negra isla, en esto lago, apre-tbase el rebao de toros bajo el cielo vaporoso y tranquilo, cruzado por un pjaro blanco.

    Alban pas la mano bajo la cincha de su silla para convencerse de que estaba lo bastante apre-tada, y como en ese ademn iba, en efecto, algo de insinuada caricia, la yegua se estremeci, igual que una mujer. Se ajust el barbuquejo del som-brero cordobs, de fieltro gris, alto de copa y con grandes alas rgidas. Y se at alrededor de la cha-quetilla corta, que no le llegaba a los rones, un pauelo de seda color arco-iris, para que con la violencia del ejercicio no se le abriera la chaqueta. Luego afloj la brida, se inclin un poco hacia adelante, en la silla, con una ondulacin del cuer-po que l fu el primero en saborear, y los cuatro jinetes: el duque, Alban y los dos convidados, arrancaron a galope corto hacia el grupo de bes-tias.

    Iba a empezar la tienta, prueba a que son some- 89

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    tidos los novillos para clasificarlos luego con arre-glo a su bravura.

    Se pararon junto al rebao y Alban se qued el ltimo, ms distante que nadie. Puede usted ade-lantarse, no hay peligrole dijo el duque. Primero quiero ver cmo es este ganadores-pondi Alban sin avanzar. No conozco bien ms que el ganado francs. Es menester cierto valor para mostrarse as, tan prudente; de seguro que cualquier tontucio se hubiera adelantado has-ta meterse debajo de los cuernos, ms cerca an que la gente del oficio.

    Haba all un centenar de toros y vacas de dos aos, negros la mayora, jaboneros algunos, be-rrendos otros y todos con un pronunciadsimo tipo de la Cuesta; los cuernos, siguiendo la prolonga-cin exacta de la lnea dorsal, de modo que la ca-beza parece estar metida en un capuchn, y los toros tienen un aire de descaro que los sella con la marca del duque. Se distingua en seguida a toros de vacas, aunque no hubiera habido otra cosa para reconocerlos, por la malignidad de su mira-da. Unos cuantos que estaban echados se levanta-ron al acercarse los jinetes. Dos haba aparte de todos los dems, pegados uno a otro, como si exis-tiera entre ellos una amistad particular. Todos miraban a los recin llegados sin moverse, ja-deantes los i jares con el calor. Reluca el sol en la cresta del lomo, en los cuernos, en las orejas, bor-dendoselas de rojo por un lado, en la baba col-gante del hocico. Y del rebao ascenda un mugi-do universal, muy blando, en tono alto y quejum-broso, atravesado de cuando en cuando por una llamada ms ronca, que recordaba el grito de un pjaro nocturno. Encuadraban la horda cuatro va-queros a caballo. Y haba otros a pie, apoyados en sus altos bastones, con las manos en la barbi-

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    Ha, clsica postura que tienen en los vasos de figuras negras los hroes de barba color de viole-ta. Todos, hombres y bestias, estaban inmvi-les, como los que viven en compaa de la eter-nidad.

    E l duque hizo adelantarse a su ca.ballo y confe-renci con el vaquero mayoral, al que llaman l conocedor. Una leve inquietud estremeca el reba-o. Dos bichos se atacaron, mugiendo. Una vaca se rascaba el frontal con una pezua de atrs. Y un becerrillo escap con la cola tiesa, porque un tbano le haba picado en el trasero.

    A l revolverse en la silla, mirando hacia atrs, vease en el trmino ms remoto la serrana de Ronda, color azul marino, desprendida ya del paisaje y formando parte del cielo. A trescientos metros de all, un tablado donde estaban varios invitados ms, se estremeca con todas sus velas desplegadas contra el sol. De l se iban separando nuevos jinetes que galopaban hacia la torada. E l automvil que los haba trado se volva ya lenta-mente dando bordadas por la llanura como un barco.

    De pronto, dos jinetes con muchos gritos, y blandiendo las picas, hicieron salir del montn una vaquilla bermeja, de rosado hocico, y la echa-ron hacia adelante. Marchaba a velocidad asom-brosa, levantaba la cola hasta la misma raz, la dejaba caer luego, como los gatos en sus alocadas fugas de neurpatas. Pronto la alcanzaron, y uno de ellos, en plena marcha, la pic en la grupa: se hizo una bola igual que un conejo y se la vi lue-go con los cuatro cascos por el aire, rgidas las patas. Y se qued tumbada, alta la cabeza, r id i -cula de puro estupefacta, sin volver del asombro que la haba causado el lance.

    E l duque, Alban y algunos ms, acompaaron - 41 -

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    de lejos la persecucin, y llegaron cuando la va-quilla se levantaba y el picador entraba en escena. Pero el picador este no es el de la corrida, que tie-ne por misin cansar el cuello al toro para que ten-ga la cabeza baja en el momento de tirarse a ma-tar. Con estos animalillos que venan a derribar para excitar su clera, el papel del picador consis-ta en probar el valor combativo do esa clera. Conforme a la agresividad de las vaquillas, a las unas se las reservaba para la reproduccin, o se las mandaba, a las que para nada servan, al matade-ro. Y por el mismo procedimiento, aquella tarde los toros seran clasificados en bestias de combate de primera o segunda categora, y animales para la carnicera. E l duque tena a mucho orgullo que de cada cien bichos probados en la tienta, no ha-ba que separar por lo general ms de cuarenta.

    Toda la faena de aquel da iba a hacerla un solo picador montado en el mismo poney blanco, de tipo vacuno y tan pacfico como esos que pasean a los nios en el Ja rd n de Aclimatacin, de Par s . Un caparazn de cuero relleno de estopa le prote-ga el cuarto delantero. Y para que los toros no sufriesen tampoco heridas graves, la pica no tena de punta ms que un centmetro, en vez de los tres de la pica de combate.

    E l picador se adelant hacia la vaquilla, que es-taba muy excitada la infeliz, araando febrilmen-te el suelo (eso que llaman en la Camarga tirar la h7*asa), y la tierra que levantaba volva a caer en-,tre el picador y ella. As son las hembras, pens Alban. Muchas historias, pero en el fondo, nada. E l picador se aproxim hasta herir ligeramente al bicho en el cuello con la pica. La vaca tir un de-rrote, pero en seguida, como asustada de su atre-vimiento, retir la cabeza apenas haba llegado a tocar con el cuerno y se ech a un lado horroriza-

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    da, igual que un caballo que se espanta. Uno de los jinetes se destac y la empuj hacia dentro. As, quieras que no, recibi tres varas. Y luego los jinetes se apartaron de all desdeosamente, dejndola libre. La vaquilla escap a todo trotar por la pradera, buscando el rebao, con toda la apariencia del que se ve contento por haber salido con bien. Y de alegre que estaba, iba tomando posturas gallardas, de lo ms ridculo, cuando ella misma se haba condenado al matadero.

    Estaba Alban mirndola trotar as por la llanu-ra, cuando oy que le gritaban: Cuidado! Y era que llegaban ya dos jinetes, a rienda suelta, lle-vando en medio otra vaca. Alban se apart. La vaca, picada, rod por el suelo y se qued inerte. La han matado, pens Alban. Los hombres se haban apeado y rodeaban a la vaca yacente, que al caer haba metido un cuerno en el suelo y esta-ba literalmente clavada. De pronto se desprendi, e instantneamente se lanz sobre los picadores, que tuvieron el tiempo justo de saltar a caballo. La vaca embesta a diestro y siniestro. De aquel vientre naceran animales bravos.

    A usted le toca!, grit el duque a Alban. Arrancaron hacia el rebao. Alban se escupi en la palma de la mano derecha, para que la pica se agarrara mejor. Con esa pica de tres metros de largo se senta muy torpe. Estaba acostumbrado principalmente al tridente de los vaqueros de la Camarga, ms corto y ligero, muy manejable: cuando la bestia perseguida le corta a uno el ca-mino, se blando el tridente, agitndole por enci-ma de la cabeza, como un salvaje su lanza de guerra.

    E l duque ech fuera del 'rebao un bicho. Y un mismo soplo los arranc a los tres. La yegua se estir sin forzar el freno, se convirti en una cosa

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    mvil heclia toda de velocidad, dominada y div i -namente libre, all debajo de Alban, quieto casi, pero que ayuda el galope con leves desplazamien-tos de posicin semejantes a las preparaciones de la voluptuosidad. Por dos veces estuvo a punto de picar y no se atrevi, seguro del fracaso. Y sin embargo, la tensin de mantenerse con una sola mano en aquel caballo desbocado, de guiarle, de atender a la vaca, de sostener la pesada pica, de apuntar, acumulaban en l tal fatiga, que por fin hubo de decidirse. La pica, impulsada con muy poca fuerza, se desvi, la vaca coce hacia un lado y la yegua hizo una espantada. Alban tuvo que recoger las riendas y recobrar el equilibrio, mientras que un poco ms lejos, el duque, de un pinchazo en el arranque de la cola, mand a ro-dar al cornpeto.

    Por espacio de una hora prosiguieron estos jue-gos. Los diez reyes de la Atlntida, cuando quie-ren antes de pronunciar un juicio, asegurarse de su mutua buena fe, persiguen, pica en mano, a los toros salvajes que van a degollar, segn puede verse en el Gritias, de Platn. En Creta hombres a caballo galopan detrs de los toros, y cuando llegan a su altura, los saltan encima de los cuer-nos, se dejan caer y los derriban por tierra. Alban sabe esto, que le posee y le arrastra. Tres veces intenta derribar una bestia y las tres fracasa. E l primero que se re es l. Pasa el resto del tiempo en caracolear alrededor del picador, cortando la salida a una vaca que quiere escaparse, o en correr detrs de otro bicho que ha tomado soleta. A ve-ces, con ese movimiento admirable del cornpeto fugitivo, que de pronto, con un ceido giro de lo-mos, se vuelve y da la cara, alguna vaca se le echa encima, Y ahora es l el que tiene que huir, con el rostro muy estirado por la seriedad sbita,

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    divirtindose en no ganar terreno, en dejar que el cuerno roce las patas del caballo, y con la pica colgando entre l y la perseguidora, la pica que va dando botes en las espesas matas de hierba.

    Cuando la jornada estaba en lo ms vivo, a lo lejos apareci un auto, camino del tablado. Eran la duquesa y su hija que venan a almorzar. Ya los jinetes iban regresando, al paso. Alban volvi el ltimo, muy ttrico. En aquella atmsfera tan libre, tan ruda y sana, iban a empezar las munda-nidades.

    Qu irrisin! All, en medio de aquellas dehesas y aquellos animales salvajes, se entronizaba un ambiente de saln. Mientras los criados iban po-niendo las dos mesas al pie del tablado, se hacan presentaciones. Haba un periodista de Sevilla, un ingls, cruzado de jockey y seminarista y un joven paraguayo con clavel en el ojal, patilla cor-ta y un sensacional pantaln de montar, aunque en todo el da se le habra de ver a caballo. Alban se mantuvo aparte. Y an se ensombreci ms cuando se sentaron a la mesa. Los invitados ex-tranjeros estaban formando grupo con el duque y su familia. Los invitados indgenas, actores habi-tuales de las tientas, componan la otra mesa. No lejos de all un grave y triste galgo iba ahondan-do un hoyo para sus excrementos, en la tierra. Alban se haba comprado este perro, negro, con las cuatro patas blancas. Tena un pecho muscu-loso, como el de los hombres, y el hocico un poco combado haca pensar en hermosos perfiles moros. A Alban le gustaba que su galgo no fuese nada servil (menos a la hora de las comidas, cuando los animales renuncian a todos los modales). Tam-bin le gustaba, hasta cierto punto, que su galgo no le quisiera.

    Mientras cambiaba algunas insignificancias con 46 -

  • H t N Q y D E M O N T H E R L A N 1 el ingls, Alban empez a darse cuenta de un hecho inquietante. Mientras que en la mesa de los indgenas, donde no haba ms que hombres, te-nan todos el sombrero puesto, en la mesa del duque estaban, por las seoras, a cabeza descu-bierta, con aquel sol tan fuerte. Empez a inva-dirle un malestar, una ansiedad ms nerviosa que real. Podr aguantar este sol tres cunrtos de hora o coger una insolacin? 0 un dolor de ca-beza que me envenene todo el da? Ya se recor-dar que Alban haba tenido que interrumpir sus estudios por la singular facilidad que tena para que se le congestionase la cabeza.

    Llegaba plato tras plato. Alban dej de hablar, incapaz de prestar atencin a todo lo que no fuera el acecho de la llegada de ese momento en que, perdida ya toda vergenza, tendra que pedir per-miso para cubrirse. Qu bochorno! Inglaterra y Amrica latina eran capaces de soportar lo que l, el francesito no aguantaba. S, eso era l, el fran-cesito, la rana intelecutal que tiene toda la sangre en el cerebro, que cuando sale de su despacho no sabe soportar la Naturaleza. Vea cmo iba enro-jeciendo el crneo de Inglaterra, pero Inglaterra se mantena firme. En cuanto a la Amrica latina tena un pelo de general concusionario que le ba-jaba hasta el cuello y le protega slidamente.

    Alban ya no coma porque los alimentos dan calor. No beba tampoco: la manzanilla, con la que no se puede jugar, hubiera consumado rpi-damente su prdida. Como su silencio era cada vez mayor, Inglaterra y Amrica latina le haban vuelto la cabeza, y all, en una punta de la mesa, aplastado de mutismo, cada instante de mutismo, contribua a hacer ms horrible aquel otro en que tendra que alzar la voz para decir: Me permiten ustedes' que me cubra? Qu es, de dnde sale

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  • L O S B E S T I A R I O S ese? A h , s, es el francesito, ese pobre muchacho, tan insignificante, que se han olvidado de l, y va a desmayarse como una dama. Pues s, se cubrir, vaya si se cubrir. No hay que exigir cortesas a una rana.

    Miserables mujeres, pensaba, siempre hacien-do dao a los hombres que son los que valen! Qu es lo que tiene esa Soledad que no se me aparece como no sea para hacerme dao? Y deseaba que un toro errante desembocase de pronto por detrs de una esquina del tablado: los hombres sabran trepar gilmente, pero las mujeres, trabadas, su-friran el justo fin de Blandina.

    Por fin lleg el momento. Sinti primeramente una angustia, un espasmo que le oblig a llevarse la mano al cuello de la camisa para entreabrirle y que pasara el aire (todo puramente nervioso). Y apenas se haba recobrado, cuando su voz, de cuyo metal se haban olvidado todos, atrajo hacia s seis p^ 1"68 de intrigados ojos: Perdnenme.. . pero... no tengo costumbre...

    Se confundieron en excusas. Entonces Inglate-rra y Amrica del Sur, vencedoras dead head en este match, fueron tambin en busca de sus som-breros, conviniendo en que haban pasado calor.

    Todo el resto de la comida se lo pas Alban en sombras protestas sordas. Por qu no estara l tambin echado boca abajo, por el suelo, tragan-do, como esos golfillos que acababan de llegar de Sevillatreinta kilmetros a pie, con la espe-ranza de dar unos cuantos lances a los toros de la tienta! O siquiera en la otra mesa, con los bravos jinetes. Ellos, por lo menos, hablaban de toros sin cesar. Pero el duque, que no quera aparecer a los ojos de los extranjeros como un ganadero, espo-leaba la conversacin hacia los grandes temas, si bien como nada de eso le interesaba y no lea el

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  • H E N R y D M O N T H E R L A N T peridico sino con un distrado mirar, se confina-ba profundamente en las preguntas. Cul era, en opinin de mster Bruce, el verdadero sentido de las elecciones inglesas? A la otra punta de la mesa Soledad mordisqueaba golosinas, se chupa-ba los dedos, parecidsima, s, en todopensaba Albana un macaco.

    Hubo un extrao y bello instante, cuando de pronto, a doscientos metros, se vi surgir un bar-co de vapor navegando por la pradera majestuo-samente. Con aquel Guadalquivir invisible, Alban no hubiera sospechado nunca que haba all abajo un ro, al que verdaderamente nada delataba, de modo que la humeante nave pareca exactamente hendir el herbazal. Prodigio que por lo dems hu-biera parecido naturalsimo en esta tierra de en-cantamiento.

    En cuanto se levant de la mesa, Alban se se-par de los grupos. Estaba deseando hallarse en compaa de sus hermanos, los animales. Ahora ya no se iba a luchar con vacas, sino con toros, adversarios, por fin, dignos de un hombre.

    A l pie del tablado estaban atados, balancendo-se como barcas amarradas, los caballos, esos ani-males falsos, de largas pestaas, nunca domados cuando se los monta, expirantes siempre cuando tienen que llevarnos a una estacin. Haba pura sangre ingleses, adiestrados para la tienta como hubieran podido estarlo para el polo, jacas indge-nas, cruzados rabes. All estaban, cada cual con su vicio: uno que se bambolea, como los osos, otro que hace chasquear sus labios de viejo baboso, ste que tasca el freno, aqul que da tres lenge-tadas al bocado y luego le muerde y tira con un gruido han, y vuelve a dar las tres lengeta-das otra vez y luego el mordisco, y as sin darse tregua un momento. Ninguno llevaba serreta. De-

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  • L O 3 B E S T I A R I O S

    lante de un caballo uno de los invitados, llamado Ramn, estaba diciendo al administrador del duque:

    Lo que es el que monte esa bestia, ya es un jinete, ya.

    E l caballo, muy bien plantado, era andaluz, de nariz a lo carnero y grupa redonda y cada. E l cuello bastante redondeado ya, lo pareca an ms por el corte de la crin, alta en el centro y rasa en los extremos. E l animal, receloso, miraba de lado, enseando la crnea. Sobre la frente le caa una franja de cuero, como los mechones de pelo de los chicos traviesos. Le cruzaba el vientre una larga vena y tena otra en el hocico tan delicada como esa que se hincha en el cuello de una mujer que canta.

    Me permite usted que le pruebe?pregunt Alban, que achicado por el mal pa^o de antes, senta dentro de s la necesidad de hacer una hom-brada. Adems, en cuanto ve un caballo ya tie-ne gana de montarlo. Es una cosa nueva que es-tudiar y que someter, y con su poco de peligro, como cuando se echa uno una nueva querida.

    Apenas estaba en la silla, y ya Cantaor, tal era el nombre del caballo, pateaba y se retorca. Alban empez el ataque serrndole la boca con toda la fuerza de sus msculos. Hubo unos mo-mentos de lucha.

    No, no, no. Ninguna iniciativa, no tendrs ninguna. Lo que quieras t, basta que lo quieras t para que yo ya no lo quiera. Dispongo de tu fuerza entera, y hagas lo que hagas, entrate, no eres t quien lo hace, soy yo. Eso lo dice con sus piernas obstinadas, con sus manos complicadas y duras. A espolazos y slo a fuerza de brutali-dadmontaba como un salvaje, pero no sin efi-

    hizo que el animal tomara el paso. Cuan-

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  • H B N R Y D E M O N T H b L N l

    do hubo andado diez metros, le pareci que ya le tena bastante dominado, por la sencilla razn de que ya no se senta con ms fuerza de dominarle y le dej volver. Se ape prontamente. Haba tira-do de las riendas con tal fuerza, que la sortija le hiri en la mano, donde asomaba un poco de sangre.

    Ya hay bastante dijo a Ramn. Ah le de-vuelvo a usted ese monstruo de maldad; no s ha-cer nada con l.

    Pues ya ha hecho usted ms que otros. Soledad, era Soledad la que hablaba. M i primo de Alcaya quiso montar ese caballo

    y le tir al suelo en seguida. Tiene usted energa dijo, mirando a Alban derechamente.

    E l muchado estaba estupefacto. Soledad nunca le haba dirigido la palabra. Y de pronto la ala-banza entraba en l y lo desenredaba todo. Ya le pareca simptica.

    Tena el brazo pasado por las riendas del caba-llo, que le daba besos de espuma en la manga. Y con la sencillez del que se siente bastante fuer-te para decir la verdad, aunque se perjudique, repuso:

    He dominado ese caballo diez metros. Pero no hubiera podido hacerle andar diez metros ms.

    Ah, s? Volvieron los tres hacia la mesa donde se enfria-

    ba el caf. Los caballeros ceceaban a la andaluza, discretos y graciosos, riendo sin cesar, enseando los dientes, asombrosos por su regularidad y fres-cura, en aquellos dorados rostros varoniles, en-sombrecidos an ms por los grandes espacios blancos de las pecheras sin corbata. Su elegancia natural estaba realzada por la coquetera nacional: flamencos ya espontneamente, tenan buen cui-dado de seguir sindolo.

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  • 0 5 B E S T I A R I O S

    Ese ambiente de frivola ciiarla que detestaba un cuarto de hora antes, ahora se le habia hecho agradable porque figura en l y no sin honor. Sentado, cruzaba las piernas con la desenvoltura de los triunfadores. No se le haba ocurrido nunca la idea do que poda ser enrgico. Pero la mucha-cha le haba dicho que lo era, y ahora, qu demo-nio!, se senta enrgico, henchido del orgullo pri-mitivo de que lo admiren a uno por ser fuerte.

    La grasa de los flancos del caballo le haba untado, con un Color blancuzco, la parte de den-tro de los pantalones, que iban cubiertos por de-lante con los zahones, que preservan del fro y de la lluvia y se parecen a los que usan los coto-boys. En las espuelas se le haban quedado pegados pe-dazos de carne sangrienta y pelos pardos. Seal a los botones que adornaban la parte inferior de los zahones, frente a la pantorriila: en cada uno haba incrustada una medallita:

    Son monedas griegas antiguas, de Marsella. Unas llevan una cabeza imberbe con un cuerno de toro en la frente: es nuestro ro Rdano, per-sonificado. Otras un toro que anda y otras un toro corneando.

    De siempre en nuestra Francia meridional, el toro es un animal sagrado. Mis padres me rega-laban una moneda de stas cada vez que en el colegio era el primero en la clase de composi-cin...

    De veras?, dijo ella; y se inclin para mirar. E l ademn natural hubiera sido el de coger las medallas en la mano para examinar de cerca estas finas cosas, y de seguro que Soledad haba tenido que esforzarse para no hacerlo. Qu reservada es!, se dijo. Y se acord de una muchacha de la mejor sociedad que en un cotilln le haba puesto la mano en un muslo y all la haba dejado.

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  • H B N R Y D E M O N 7 H E R L A N T

    Caballeros, a montar, hagan el favor! gritaba el duque.

    Se levantaron, empezaron a echarse los barbu-quejos, a apretar bien la clsica manta al cojn de detrs de la silla, color castao de India y guar-necida de muletn blanco. Un caballo escapado corra con la cabeza levantada, y luego se par l solo. Los perros, eternos indiscretos, huroneaban en medio de aquel zafarrancho de combate.

    Qu fastidio quedarse con esta gente!dijo Soledad, sealando al americano y el ingls. Yo de ordinario hago las tientas con mi padre, pero hoy estoy cansada.

    Granas le entraron de decirla: Yo la har a us-ted compaa. Pero no, en realidad le gustaban ms los toros.

    De pronto, se le ocurri una cosa: Voy a llegar hasta los toros montado en

    Cantaor. Pero no deca usted que le podra hacer an-

    dar diez metros ms, antes? Puedo probar. Creo yo que saldr bien. Adems, yo le esta-

    r a usted mirandodijo ella con una sonrisa. Dudo yo que eso sea bastante. Ya haba soltado la descortesa. Fu su reaccin

    instantnea ante aquella sonrisa, ante aquel yo le estar mirando. Sera coqueta? Ella, que hace cinco minutos me pareca tan reservada.

    Ramn acept; l cogera la yegua. Fueron a donde estaba Cantaor. Qu facha de cochino tena con los labios plegados y todas aquellas ve-rrugas peludas alrededor de la boca, como una vieja institutriz inglesa! Se estremeci en cuanto le puso la mano en la juntura de pierna, donde el pelo cambia de direccin, como la limadura de hierro sometida a la accin del imn. Alban baj

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  • L O S B E S T I A R I O S

    los estribos, de ancha base, para acercarse ms a la montura que se usa en Camarga. Por all abajo ya iban alejndose los jinetes y el sol bera como en un espejo, en el pulido cuero de los zahones. Detrs, en la clida atmsfera, perduraba un buen olor a caballo.

    Alban cay suavemente en la silla, el animal se estremeci, cedi un poco del cuarto trasero, pero sin saltar. Tan slo con las orejas se entreg auna frentica gimnasia. Tena el caballo miedo de A l -ban y Alban miedo del caballo, pero estaba jactan-cioso y preocupado al mismo tiempo. Jaca, jaca!, le deca cautelosamente. Inclin las riendas para darle la vuelta con una sola mano, desafiando la dificultad. E l caballo se encabrit. Tuvo que aga-rrarse al cojinete de la silla. Y entonces otra vez las espuelas se hincaron, se apretaron hasta que los msculos temblasen de fatiga; la bestia se con-trajo de dolor, el puo crispado peg en el lomo, y Alban sufri con todo su ser porque no poda hacer ms dao. Cunto le gustara dominar con dureza! E l caballo arranc, saltando. Alban des-enfrenado, solt los estribos, por juego, Los Aqueos, domeadores de caballos; los Aqueos, do-meadores de caballos... iba repitiendo mental-mente, como un ritornelo; y la expresin homri-ca le situaba en un largo linaje, le daba una idea fabulosa de s mismo. Por fin, Cantaor se par temblando de las cuatro patas, al verse ultrajado de aquel modo. Y luego, obedeciendo a Alban, sa-li al galope, con las orejas gachas, hacia donde estaba el rebao. Por momentos el caballo ganaba terreno, y Alban inclinado, apretados los dientes, contrado el rostro, espiaba ese segundo en que ya no sera l el dueo del animal, sino el animal dueo suyo y ya iba desarrollando toda su fuerza para darle la vuelta. All abajo el grupo de jine-

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  • H E N R Y D t M O N T H E R L A N 7 tes se iba acercando a la vista. Bajo el ardiente sol de las dos estaban todos inmviles y slo se movan las colas de los caballos. Cantaor lleg^ hendi aquella masa que se revolvi toda con un gran ruido metlico de barbadas, de cadenetas de freno, de espuelas, como oleajes contrarios en el fondo de una caleta, cuando se marca mar adentro una potente estela.

    Alban volvi al paso de Cantaor, en feliz des-canso, pero sin dejar de llevarle bien sujeto, y probando a cada momento con la mano su sumi-sin. Le daba golpecitos suaves, le deca cosas con voz paternal, pero casi deseaba que el caballo vol-viese a defenderse para darse la voluptuosidad de luchar con l y castigarle. En toda su vida haba tenido tal sensacin de vir i l idad. Conoca sus pier-nas como un torno y con ellas se senta dispuesto a dominar a la misma Gorgona. Y todo eso era obra de aquella muchacha. Siempre haba sentido hostilidad contra la concepcin caballeresca de la Edad Media. Cuando un hidalgo realiza una proe-za por su dama, ya la proeza le parece rebajada; le molestaban esas insulseces, detestaba un estado de espritu que coloca al hombre, al hombre de fuerza y de razn, bajo la supremaca de la ende-blez femenina. Su ideal era la vida antigua donde no se conocan las galanteras. Y ahora, de pron-to, al choque de la realidad, so daba cuenta de que el lugar comn era cosa verdadera, como ocu-rre sin duda con la mayora de los lugares comu-nes: por ganarse la admiracin de una mujer, aunque no estuviese enamorado de ella un hom-bre, decuplica su valor.

    Andando lentamente, con la camisa empapada de sudor, la mano posada con gracia en la cadera, mientras que a cada paso su silla cruje como el vientre de un hombre en ayunas, Alban, estudian-

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  • 0 * 5 B E S T I A R I O S

    te del bachillerato, ltimo ao, descubre en los campos de Sevilla el papel civilizador y heroico de la mujer.

    Ol!grit ella , Ya est domado el mons-truo. Pero no vaya usted a decir que no lo ha he-cho usted, un poco, por m.

    No ms lejos que un cuarto de hora antes, A l -ban, ante aquella provocativa insistencia, hubiera bufado de clera. Ahora se l imita a decir, como un joven a quien no duelen prendas:

    Cierto que ha sido un poco por usted. Y vuelto l, tan hurao, a la vieja tradicin de

    la galantera, ya no detesta eso de sentirse igual a los dems.

    E l toldo del tablado restalla, como la vela en plena mar. E l galgo duerme echado, a la redon-da, en la hierba, con el hocico encima de la cola, igual que la serpiente mstica, smbolo del Tiem-po, que no tiene principio n i fin. Soledad se ha levantado, y desde la tribuna (donde hay sillones, flores, vino y cigarrillos) ofrece al muchacho un chato de manzanilla. Muy romntico ese nio montado a caballo, domador de caballos, hablan-do a esta muchacha, fruto andaluz, que est aso-mada a un balcn lleno de flores! Debajo del hom-bre, Cantaor ondula como una barca y dobla las manos, seal de estar apaciguado. Eterna fatui-dad del caballero que habla al que va a pie; pero qu es esto comparado con ese vino que ella le sirve, con sentirse estimado y capaz de agradar?

    En el otro extremo del tablado el periodista ha-blaba con la duquesa. E l joven paraguayo estaba abajo, con los aficionados venidos de Sevilla. Jun-to a Soledad no estaba ms que el ingls, que era como si no hubiese nadie, y que, sin embargo, era alguien, lo bastante para cubrirlos y que no estu-viesen all solos, aparte.

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  • H E N R D E M O N T H E R L A N T

    Alban devolvi el vaso, pero no baj la mano. La dej posada en la baranda del tablado, se que-d all, y tocar esa madera que sostena a la mu-chaclia, era casi como tocarla a ella misma. Se ha-ba sentado a lo mujeriego en la silla para des-cansar. Junto a l, en el tablado, vea los piececi-tos de Soledad. Y l, que siempre protestara con-tra la poesa que se atribuye a la pequeez del pie, la cual, a su modo de ver no era sino lamen-table fragilidad, los admiraba ahora por ser as. Admiraba tambin las manos morenas, regorde-tas, con los dedos puntiagudos y tan chicas como las de un nio de doce aos. Estaba ah, pensaba Alban, y yo no lo saba, como esas estrellas cuya luz an no nos alcanz...

    Con ingenuidad perfecta, con brusca confianza de muchacho, la deca, pero dispuesto siempre a retractarse, a ser ms insolente que ella, si es que se haca la desdeosa:

    Cuntas maldiciones la ech a usted aquella tarde que me quitaba usted la vista, en el palco, el da de la corrida de Madrid! Y ahora, hace un momento, cuando cre morirme de una insolacin por culpa suya. Pero en este momento me es usted simptica porque me ha hecho un elogio.

    Cantaor arrancaba una mata de hierba con un ruido seco, la tena un instante entre los dientes, como pensando si se la comera o no. Alban haba soltado la barandilla y sujetaba una de las lonas ( del toldo por su punta, que se haba soltado. E l viento hinchaba la vela, como una piel de tam-bor y el muchacho tena que hacer toda su fuerza para sujetarla. Le pareca estar luchando contra todo el viento de la llanura y se sorprenda de no vencerle.

    Soledad no responda. Su mirada segua a los toros que, ya probados, se marchaban en direc-

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  • L O S B E S T I A R I O S

    cin contraria al rebao, perdanse a la ventura en las soledades, tornaban a ser los errantes prn-cipes del llano.

    Qu bonito!, verdad? Son muy bonitos los toros de mi padre, verdad?

    Y eso que debase estar bien acostumbrada a verlos. Pero liaba en ella, como hay en todo el pueblo andaluz, tal espontaneidad!

    Alban estaba mirando otra cosa. Era un vapor hmedo, all en el horizonte, tembloroso como ese que circunda, trmulo, a una llama de gas. Haca un momento le vio por encima de la tora-da, le tom por el espritu de las bestias. Pero ahora temblaba en otro punto del horizonte. Pa-reca como si la hierba hiciese un constante oleaje.

    Qu es eso? Soledad no lo saba. Quiz era el viento, o el

    calor ms bien. Mire usteddijo l, qu cosa can rara; todo

    tiembla. E l horizonte tiembla. Los toldos del tablado se estremecen... Y fjese usted qu tem-blor le corre a Cantaor por el cuerpo. A mi galgo n i siquiera cuando est durmiendo se le quita esa contraccin del msculo del anca, que parece el pestaeo eterno que finge el mar. Y ya sabe usted que a esta hora los toros se estremecen para defenderse de las moscas. Es que usted nunca siente algo as, que tiembla en usted?

    El la se ri sin comprender aquella literatura de estudiante, sin querer quiz comprenderla.

    Alban se puso de mal humor porque vio venir a Ramn. Qu, se le puede pedir a usted Can-taor?

    Iba a separarse del tablado para echar pie a tie-rra, cuando Soledad dijo: Este buen Cantaor! Porque en el fondo es buena persona, verdad,

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  • H E N R y D E M O N T H E R L A N 7

    Cantaor? Se inclin, le cogi la cabeza entre las manos y sin hacer caso de los cuidado! de los dos hombres, tuvo tiempo de darle un beso en el hocico. Ah, qu suave est!, dijo, con aque-llos ojos tan abiertos de chiquilla que pona. Y a Alban le pareci sorprender en Soledad una mi -rada furtiva lanzada hacia la duquesa, como si hubiese hecho algo malo.

    Este beso le haba recibido l, a l se le haba dado. Acaso Alban no haba tocado a Soledad no ms que con acariciar con su mano la baranda del tablado? Se senta arder en lo ms hondo. Tan-to, que le pareci que aquella confesin todos la haban visto, que tena que explicarse, y as, sin cruzar la vista n i con la muchacha n i con Ramn, mont en la yegua y arranc trotando hacia los toros. A l pasar, vi que Cantaor tena en los costados dos anchos y sangrientos arcos de crcu-lo que le suban hasta la espalda, en carne viva, como las desgarradas cabezas de los gallos de pe-lea; eran las seales de sus espuelas. Y le pareca que lo que llevaba en el pecho, dentro, era as de rojo.

    Perseguido vena hacia l, al galope, un bece-rro de color rojo obscuro, como de cuero patinado. De pronto cambi de rumbo: el jinete, que le hos-tigaba por la izquierda, estaba perdido. Con pron-ta decisin Alban, emborrachado por la docilidad de la yegua y despus del monstruo que acababa de soltar, la dobl, la hizo cambiar de mano y la llev derecha al toro. Le alcanz en el momento que acababan "de pasar los cuernos y con el impul-so mismo que llevaba, su pica se clav en el anca derecha y el bicho, sorprendido, perdi el equili-brio y cay de rodillas. Se levant, pero ya Alban haba ganado terreno. Por primera vez en todo el da haba logrado derribar un cornpeto. Y si le

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  • L O S B E S T I A R I O S

    haba salido bien, ya saba l que era por causa de Soledad.

    Alban era muy propenso a los vrtigos, pero si en aquel momento le mandan andar por el rebor-de de un sexto piso, lo hace. Senta, saba que era capaz de todo, se hallaba en el estado casi hipn-tico del que ha descubierto una receta fabulosa y aplicndola a todo va a ser amo del mundo: esa receta dice que ya no hay nada imposible para quien tiene una mujer detrs.

    Observ al becerro que atacaba al picador brio-samente, aguantando hierro. Qu alhaja de toro! Era una delicia! De buena gana le matara.

    Ahora, s, ahora era el momento. Cuando el toro hubo tomado las tres varas re-

    glamentarias, como era un animal bravo y claro, unos cuantos aficionados salieron de junto al ta-blado y se fueron hacia l para darle unos lances. Alban par a uno. En este pas, sensible an a las categoras sociales, el pobre golfo, n i siquiera dis-cuti, se dej quitar la capa en cambio de las riendas que Alban le echaba al brazo. Sin mirar nada, Alban se fu hacia el toro, le cit.

    Se qued un poco sobrecogido al ver al bicho venrsele encima: al principio no hizo ms que defenderse con la capa, huyendo el bulto, lo cual no era muy bonito. Luego, viendo al toro tan d-cil , que se dejaba engaar, las piernas que le bai-laban y le huan antes, se estabilizaron, acaba-ron por pegarse una a otra, sin moverse ya, mien-tras que daba una perfecta vernica. E l toro se volvi sin que tuviera que llamarle, y ya enardeci-do, repiti la suerte, doblndose por los rones, empinndose. Y an di, con voluptuosidad suma, una tercera vernica. Entonces de un secreto r in-cn de su ser le lleg la advertencia que ya esta-ba muy bien, que haba que dejarlo all, sin pro-

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  • H B N R Y D E M O N 1 H E R L A N 7 bar ms la suerte. Y remat la serie de lances, no sin cierta torpeza, porque ya no tena costum-bre, alejndose luego del toro con una divinizada conciencia de s mismo.

    E l duque y otros cuantos que haban hecho co-rro, inmviles en sus caballos, estaban asombra-dos de verdad. Embriagadora, embriagadora sen-sacin el haber encendido en ojos de unos hom-bres fuertes, encendido como dando vuelta a la llave de un conmutador, esa luz que se ve brillar en ellos, la d l a admiracin. Qu alegra!, ex-clam el duque; a Alban le conmovi la exclama-cin. S, eso era, el duque y todos los dems se alegraban de haber visto una cosa de valor. Cun-to tiempo habran durado los tres lances, n i uno ms, esos tres lances que tienen un valor? Alre-dedor de doce segundos. Pero en esos doce segun-dos Alban ha firmado, con esos hombres, a quie-nes miraba con recelo, un pacto de amor. Y en esos doce segundos ha empezado a existir para ellos.

    Alban, como todo el que tiene el orgullo profun-do, es modesto en el triunfar. Otro hubiera in-sistido, sin dejar a nadie ms. E l devuelve la capa, monta a caballo y desaparece. As le hemos visto siempre, con una prudencia rara a sus aos: por querer hacer mucho no vayamos a arriesgar que se derrumbe una cosa tan bien edificada. Y evita volver al tablado, por muchas razones: para que Soledad le espere, para que no parezca que va en demanda