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BÁSICOS FILMOTECA CINE ESPAÑOL (1930 – 1980) LA CAZA Carlos Saura. 1965 Sesión 13 / Jueves 27 de febrero de 2014 Presentación y coloquio a cargo de Eduardo Guillot, crítico cinematográfico. EL CAZADOR CAZADO Si bien el proyecto de La caza como tal proyecto es anterior al encuentro de Saura con Querejeta, es en contacto con éste cuando el film adquiere su anteriormente incierta posibilidad de realización –tras el fracaso de Llanto por un bandido; fracaso tanto de público como, en general, de crítica, aunque con distintos matices– y marca el comienzo de una relación productor-director que se irá estableciendo en continuidad, profundizándose en cada nuevo film de Saura y que se prolonga aún en estos momentos. En este sentido, la obra de Carlos Saura es un hecho a partir del surgimiento, en dos momentos igualmente decisivos de su trayectoria, de dos productores: Pere Portabella para Los golfos y Elías Querejeta para La caza. Aunque de ello no se deduce que esas dos obras concretas sean resultado exclusivo de esa relación al ser ambos proyectos anteriores, y curiosamente sea mucho más una obra “de productor” uno de los films realmente fallidos del cine de Saura, Llanto por un bandido (el otro será, inevitablemente, Stress es tres, tres), producido por Dibildos. Pero es en contacto con Querejeta cuando surge para Saura una posibilidad de concreción, lejana a la ambigüedad y descompensación de su película anterior, que, unido a la obligada reacción que supone La caza ante lo excesivo y desigual de Llanto por un bandido – reacción que se patentiza ya en el propio guión de su tercer film–, produce el sentido de obra decisiva más por su propio planteamiento que por sus resultados comparativos con (por ejemplo) Peppermint frappé, y de ajuste de medios y efectos en el zigzagueante itinerario del autor. La libertad de tratamiento –limitada, pero como tal plenamente asumida– que Querejeta ofrece a Saura, es aprovechada por éste, y lo será a partir de este momento, como forma de ir dando curso a las preocupaciones de cada instante preciso de su cine (con unos resultados más o menos satisfactorios; ése ya es otro problema) que difícilmente hubiera podido conseguir de no ser por la unificación que supone al respecto la combinación del tándem productor-director e, inversamente, director-productor. Quiero decir que cada uno de los puntos de apoyo del uno es el otro respectivamente, y que aunque caminen separadamente y hasta cierto punto paralelamente, las obras de Saura y Querejeta llegan a un margen en el que ambas se confunden (o, mejor, se unifican), para volverse a desplegar a continuación. Según mi perspectiva particular, Querejeta exige a Saura tanto o más que Saura exige a Querejeta. Si bien las trayectorias de ambos son producto de unas circunstancias, históricas e individuales, muy precisas y desiguales, en las que cada nuevo film solo representa un eslabón más en la cadena desde la que se sucede uno u otro de los dos itinerarios –creo que más acusadamente zigzagueante aún y contradictorio en Querejeta que en Saura–. Pero ambas obras, en su aspecto más general, se superponen una a otra y posteriormente se complementan. Esta es quizá una de las razones más importantes por las que continúan siendo efectivas, y prolongándose independientemente a la vez que supeditadamente. Por otra parte, Querejeta pone a disposición de Saura un equipo muy integrado –o en vías de integración– que se convertirá en parte inamovible de su gestión y que será no la menor de las causas del conjunto unitario que ofrecerá, técnica y expresivamente, tanto un film como La caza como los que se desarrollarán a continuación de éste. Un equipo de compenetración que desenvuelve sus funciones en el aspecto preciso que exige, al mismo tiempo, la organización industrial de producción y la expresiva, ofreciendo un “ensemble” articulado, un sistema, en el que unas ocupan su lugar en relación a las otras.

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BÁSICOS FILMOTECACINE ESPAÑOL(1930 – 1980)

LA CAZACarlos Saura. 1965

Sesión 13 / Jueves 27 de febrero de 2014Presentación y coloquio a cargo de Eduardo Guillot,

crítico cinematográfico.

EL CAZADOR CAZADO

Si bien el proyecto de La caza como tal proyecto es anterior al encuentro de Saura con Querejeta, es en contacto con éste cuando el film adquiere su anteriormente incierta posibilidad de realización –tras el fracaso de Llanto por un bandido; fracaso tanto de público como, en general, de crítica, aunque con distintos matices– y marca el comienzo de una relación productor-director que se irá estableciendo en continuidad, profundizándose en cada nuevo film de Saura y que se prolonga aún en estos momentos. En este sentido, la obra de Carlos Saura es un hecho a partir del surgimiento, en dos momentos igualmente decisivos de su trayectoria, de dos productores: Pere Portabella para Los golfos y Elías Querejeta para La caza. Aunque de ello no se deduce que esas dos obras concretas sean resultado exclusivo de esa relación al ser ambos proyectos anteriores, y curiosamente sea mucho más una obra “de productor” uno de los films realmente fallidos del cine de Saura, Llanto por un bandido (el otro será, inevitablemente, Stress es tres, tres), producido por Dibildos. Pero es en contacto con Querejeta cuando surge para Saura una posibilidad de concreción, lejana a la ambigüedad y descompensación de su película anterior, que, unido a la obligada reacción que supone La caza ante lo excesivo y desigual de Llanto por un bandido – reacción que se patentiza ya en el propio guión de su tercer film–, produce el sentido de obra decisiva más por su propio planteamiento que por sus resultados comparativos con (por ejemplo) Peppermint frappé, y de ajuste de medios y efectos en el zigzagueante itinerario del autor. La libertad de tratamiento –limitada, pero como tal plenamente asumida– que Querejeta ofrece a Saura, es aprovechada por éste, y lo será a partir de este momento, como forma de ir dando curso a las preocupaciones

de cada instante preciso de su cine (con unos resultados más o menos satisfactorios; ése ya es otro problema) que difícilmente hubiera podido conseguir de no ser por la unificación que supone al respecto la combinación del tándem productor-director e, inversamente, director-productor. Quiero decir que cada uno de los puntos de apoyo del uno es el otro respectivamente, y que aunque caminen separadamente y hasta cierto punto paralelamente, las obras de Saura y Querejeta llegan a un margen en el que ambas se confunden (o, mejor, se unifican), para volverse a desplegar a continuación. Según mi perspectiva particular, Querejeta exige a Saura tanto o más que Saura exige a Querejeta. Si bien las trayectorias de ambos son producto de unas circunstancias, históricas e individuales, muy precisas y desiguales, en las que cada nuevo film solo representa un eslabón más en la cadena desde la que se sucede uno u otro de los dos itinerarios –creo que más acusadamente zigzagueante aún y contradictorio en Querejeta que en Saura–. Pero ambas obras, en su aspecto más general, se superponen una a otra y posteriormente se complementan. Esta es quizá una de las razones más importantes por las que continúan siendo efectivas, y prolongándose independientemente a la vez que supeditadamente. Por otra parte, Querejeta pone a disposición de Saura un equipo muy integrado –o en vías de integración– que se convertirá en parte inamovible de su gestión y que será no la menor de las causas del conjunto unitario que ofrecerá, técnica y expresivamente, tanto un film como La caza como los que se desarrollarán a continuación de éste. Un equipo de compenetración que desenvuelve sus funciones en el aspecto preciso que exige, al mismo tiempo, la organización industrial de producción y la expresiva, ofreciendo un “ensemble” articulado, un sistema, en el que unas ocupan su lugar en relación a las otras.

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Si se quiere ver de otra manera, ofrece un look muy concreto –que podría asemejarse de forma anecdótica al mismo significado en el cine americano de los años treinta y cuarenta–, perfectamente reconocible, y que concede en cierto sentido la posibilidad de visión “integrada”, sin fisuras producidas por la variación permanente del cine de Saura después del 65.

Como obra singular, La caza posibilita dos niveles fundamentales de lectura –al admitir “niveles de lectura” es el tema de las múltiples lecturas el que aplicamos en el texto del film, lecturas que se encuentran todas en él y que se corresponden de unas a otras manteniéndose en relaciones simultáneas y mutuas en el propio y complejo sistema de interpretación de la obra, aunque algunas de ellas puedan ser contradictorias entre sí–: el primero, como una lectura naturalista en primer término dramatizada, como lectura psicológica (que el film concede fuera de dudas); la siguiente, el segundo nivel, como lectura parabólica tanto por referencia a una situación política (y no solo política) particular como a otra más general. El hecho de que ambas se presenten de modo compacto, coherente, responde al exacto emplazamiento desde el que el film se construye en su estructura. Estructura que unirá distintos planos (elementales) de narración como paso previo a la complejización posterior, a la que La caza concretamente no accede, pero que marcará de manera esencial Peppermint frappé. Este esquematismo aún no resuelto es el que quiebra en definitiva el valor actual de La caza, al margen de su evidente carácter revulsivo, de la importancia que tuvo en el momento de su irrupción en el panorama del cine español, de su violencia inmediata, de su tensión o de la “indignación con que presenta una situación característica de su tiempo y de su sociedad”.

La primera aproximación al film nos la produce precisamente su enorme carga de violencia, de rabia o de ira. La caza es una obra violenta porque trata sobre la violencia, porque refleja la violencia y porque está concebida desde la violencia. Violencia que alcanza un papel principal al quedar la anécdota (la trama) reducida al mínimo; cuyos significados, al nivel de una primera lectura, son realmente obvios. El film se construye sobre la violencia, porque ésta marca de modo fundamental a sus personajes: son personajes violentos inmediatamente en cuanto sus proyecciones logran la suficiente tensión para que esa violencia contenida estalle. El plano de sus relaciones es inevitablemente violento; ellos provocan su propia violencia porque la violencia se encuentra en ellos, forma parte de sus conductas, reaccionan apoyados en ella y ella les da su sentido. Por otra parte, refleja la violencia porque ésta aparece constantemente potenciada en primer plano: la reducción anecdótica hace que se convierta en sobresaliente, en protagonista. Es una violencia explícita, a primer nivel –en contra de la violencia subyacente (subyaciendo), interna, que aparecerá en Peppermint frappé–, tanto entre personajes como entre éstos y una situación o entre ellos y un paisaje: la calcinación de la tierra, la caza de conejos, el sol y el calor, la desolación, los hurones, los conejos apestados… Es una violencia sensorial, con lo que entramos en el aspecto desde el cual está expresada, una violencia producto de la propia crispación de la película, de su tensión y de su “indignación”: el valor que toman, como agresión, unos determinados objetos, el sudor, los poros de la piel, en una atmósfera que intenta su acercamiento a un carácter casi de ciencia-ficción (y la referencia explícita en la película es superflua) desde un realismo próximo, cotidiano. La omnipresencia de unos pequeños elementos denotados en una dimensión directamente de percusión, de choque, de impacto, agigantados y ampliados hasta conseguir una apariencia prácticamente irreal.

La trayectoria que le da origen es simple: funciona por acumulación. El proceso, desde sus inicios, se va cargando de sentidos –referidos tanto al pasado como al presente; añadidos uno a otro en cadena– que abocan a una destrucción cuyos antecedentes son constantes en sus gestos, en sus detalles, en

la configuración de su propio pensamiento, consecuente con su anterioridad. La yuxtaposición de una serie de clímax ascendentes –la caza, la cueva– y descendentes –la siesta– van marcando el final. El punto crucial del último clímax será la quema del maniquí y la actitud pasiva (vencida) del personaje de Ismael Merlo en el momento del incendio. A partir de ahí, ya todo es posible. Una última gradación: Mayo mata al hurón quizá como accidente, pero lo asume como provocación. El final será, pues, la propia insoportabilidad de la suma de acumulaciones, de provocaciones deliberadas e inconscientes de los personajes, la ruptura de una tensión. Y será un final hasta cierto punto volitivo, deseado por ellos o quizá más bien temido. La carga ha devenido de tal grado que se intuye un solo e inevitable final –los diálogos de una de las últimas escenas reflejan esta volición, esta ruptura latente: Caba: “¿Por qué cargas ahora?” Mayo: “Nunca se sabe lo que puede pasar” –. La muerte última aparece como consecuencia lógica de las tensiones mantenidas hasta ese lugar, de las “muertes” previas que ya han ocurrido. Solo puede ser así, porque es ineludible que desde el principio tiene que ser así.

Pero, a la vez, sobre esos personajes gravita una tensión de otro signo que el de sus propios procesos psicológicos. Gravitan unas situaciones históricas enormemente precisas por las que el film enlaza de modo momentáneo, con el segundo nivel de lectura: es una tensión que se prolonga desde una guerra civil, desde unas actitudes más generales que infectan su propia dramatización. El proceso mantenido se convierte en una constatación que quiere adquirir los caracteres de testimonio. Y la obra centra ahí, y desde esa perspectiva, su “compromiso” histórico y político. ¿De qué forma? A la vez externa –como imposición de un decorado que guarda las señales de la guerra, que muestra sus simbólicas madrigueras– e interna. Para relacionarlo internamente necesitamos efectuar otra vez un salto hasta el nivel anterior, porque directamente desde él se origina.

Los personajes de La caza son tipos, o más aún arquetipos, muy definidos psicológicamente, pero que existen –y como tales funcionan– por “representatividad”. Es decir, evolucionan con arreglo a unas tipificaciones de origen abstracto y, paradójicamente, muy concreto (en su incorporación) –tipificación ayudada, por ejemplo, por la circunstancia del papel desempeñado por un actor como Alfredo Mayo en el cine español de la postguerra–, con arreglo a lo que quieren “representar” y de hecho “representan”. Existe en su configuración lo que alguien ha llamado una “concentración tipificadora” de actitudes perfectamente reconocibles en la sociedad española actual, y construyéndose con respecto a una graduación en la que intervienen los factores que se derivan tanto de aquello que han de “representar” (como concentración de caracteres), como aquello en que se desenvuelve su propia psicología. De alguna forma, los personajes de La caza representan –y no reflejan– unas posiciones muy concretas a partir de la propia situación que gravita externamente sobre ellos (la violencia antes aludida, la atmósfera de una guerra), en el sentido de que son colocados en una escala enormemente precisa de su sociedad –en presente, actual– desde la que irrumpe con toda su fuerza la circunstancia que la hace posible –en pasado–: la guerra civil española. Del reflejo a la representatividad existe un desplazamiento, que es el que el film recoge, cargando los caracteres de los personajes desde el mismo instante de su presentación. La escala en la que se mueven es una escala de triunfalistas, “representan” un tipo de actitudes, de signo fascista, inmediatamente perceptibles. Triunfalista es directamente el personaje de Mayo por el solo hecho de su presencia, sobre el que se apoya el sentido de su trayectoria como actor; el de Merlo, aunque en este caso se halle en una situación crítica, situación que provoca precisamente el arranque del film al organizar una partida de caza para pedir un favor a su amigo (y que Mayo maliciosamente sospecha desde el primer momento), y el de Prada, que en su configuración

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particular será un personaje a remolque de los demás y al que le es imposible tomar algún tipo de decisión personal. Ellos tres, más un personaje que será fundamentalmente (si queremos aceptarlo así), convencionalmente, un testigo, un espectador. O sea, existe de modo primario un grupo de intereses muy diferenciados, inestables, cuya ruptura en un momento dado precipitará el fin al saltar sus propias contradicciones internas. Pero no es solo eso. En cada clímax al que se llega, penetra una sucesión de acumulaciones heterogéneas que no son meramente de orden psicológico o de desarrollo dramático a primer nivel, sino que suponen una complicidad de signo “representativo”, que aluden a algo que flota sobre sus caracterizaciones precisas, que se infiltra y les concede un sentido intencional (ideológico) añadido y posterior. De donde nace mucho más exactamente el tema de la autodestrucción o el de la tragedia de grupo. Se trata de una relación (mucho más que de una situación) límite al límite. Los tres personajes se hacen representativos de una generación que ganó la guerra y que ahora funciona en relación con ello. Y el plano de su relación se mueve en ellos a nivel de esquemas. Es decir, hay un esquema de relaciones que se resiente de/por esa representatividad. No existe la suficiente rigurosidad o complejidad ni en la creación de cada uno de los caracteres de los personajes (por no referirnos a Juan, el guarda), ni en las relaciones de ellos entre sí. Pesan demasiado los “otros” elementos. Incluso en lo que hay de deliberadamente esquemático, ello obedece al propio planteamiento representativo del film –también como “identificación” del espectador (aceptación o rechazo): por un lado, con un sector determinado de los personajes adultos; por otro, con el papel “objetivo” de Emilio G. Caba–.

Esquematismo de los diálogos, esquematismo en cuanto linealidad de desarrollo o con respecto a las primeras situaciones (prácticamente nulas) sobre las que cae el peso precipitado de su carga de explicaciones. Su construcción narrativa solo puede ser plenamente psicologista, como único medio de borrar en lo posible la fuerza de la tipificación. En el empleo del término psicologista no existe únicamente un problema valorativo, sino también, y básicamente, descriptivo, al utilizarlo en una referencia histórica con lo que ha significado el psicologismo en cine. Como aquellos personajes (por ejemplo, en el cine “de qualité”), aparecen definidos por una apariencia de verosimilitud, apariencia de causas de comportamiento –en una explicación general de tipo causalista–, por una serie de mecanismos pretendidamente mentales, conscientes o inconscientes y, sin embargo, de una banalidad total. Son quizá elementos directamente reconocibles en una cotidianidad, pero que no aportan prácticamente nada por su obviedad, por su construcción (mecanicista) inmediatamente psicológica. Mientras que otra serie de elementos, también

aparentemente desligados de una realidad cotidiana, pueden revelar mucho más, a segundo nivel, sobre esa realidad. Es el campo en el que recaerá un film como Peppermint frappé o como La madriguera, con el bache y vuelta atrás que supone el intermedio Stress es tres, tres. Ese esquema de relaciones psicologistas utiliza una serie de elementos explícitos y directos –también frente a la relación indirecta de Peppermint frappé– dados en dos planos exclusivos: el inmediatamente real, el de lo que piensan o imaginan (a nivel oral).

Como si Saura forzara en exceso la construcción de unidad espacio-temporal para evitar nuevamente el desfase de la experiencia de Llanto por un bandido, esa unificación prosigue también –ahora como reducción de toda posible multiplicidad– en los estadios en los que se sitúa, a esos dos planos, La caza. En ella no existe esa superposición entre lo real y lo imaginario que tan solo aparecerá posteriormente, sino que ambos se encuentran perfectamente diferenciados. Incluso en la única irrupción de un plano onírico, éste será literal –la escena de la siesta, el plano del sueño–, ocupará un lugar muy definido, y tendrá lugar separadamente en un único momento de la obra. Mediante el discutible recurso de la voz “en off”. El recurso de la voz “en off” y el de un obvio montaje en paralelo convergen en lo que será el nudo del film, la base desde la que La caza empieza y el punto desde el que se provocará el fatal desenlace. Observemos ese bloque concreto, porque en él se dan cita, de modo sintomático, dos tipos de esquemas que como planos de relación y como planos de realidad ocupan otros lugares de la obra, pero en ningún otro punto aparecen tan ensamblados, tan unificados como apoyo de unos en otros, de forma tan nítida y definida. Ejemplificación que será, en nuestro análisis, indicio de construcción precisa. Se han dado ya una serie de elementos con los que se ha podido llegar a establecer una relación anterior de los tres personajes –situados preferentemente en la secuencia inicial y también supuestos en otros momentos del desarrollo–. Una relación que incluye tanto la comprensión del pasado reciente de los personajes como otro más remoto. Y que será la base del favor que Merlo (hacia lo que dirige todos sus propósitos) le pedirá a Mayo –su pasado de camionero, del que Merlo le sacó; su matrimonio con una mujer con dinero, la fábrica, etc. –. Y al mismo tiempo la relación de dominación Merlo-Prada, que explotará posteriormente como único medio de dar la incierta rebelión del último. Relaciones que surgen tanto de lo que se dice como, por medio de voces “en off”, de lo que ellos piensan que los demás están pensando de sí mismos. Los planteamientos son muy límites –ya en este estadio del desarrollo– y a nivel muy de bloque. Todo ello vendrá apoyado por las secuencias en montaje paralelo en que, dejando solos a los otros dos –la escena de la cueva–, Prada y Caba van al pueblo. No es tanto el simple hecho de que exista una situación desarrollada por un lado y otra por otro –para dar su contraste o analogía–, sino que el sentido del montaje es producir un fraccionamiento de lo conocido, por referencia de un plano sobre otro, creando una significación “necesaria”. Así, el diálogo de los primeros repercute en los segundos. O, mejor, repercute en la intencionalidad de los segundos, como elementos explicativos de las conductas de los personajes con anterioridad. El espectador recibe desde la primera (Prada/Caba) una información que recae sobre la segunda (Merlo/Mayo). Lo que concreta un tipo de obviedad explicativa muy en primer término, muy situado estructural y narrativamente como demasiado evidente. Sobre los dos últimos personajes gravita constantemente lo que nosotros conocemos o vamos conociendo de lo que Prada relata a Caba. Con lo que el método empleado explica esa conducta no por los hechos y las situaciones concretas de descripción –como en Los golfos–, sino por los otros elementos, con pretensión de homogeneidad, que forzadamente se van introduciendo –nuevos compensadores–. El efecto es rotundamente fácil. (…)

ENRIQUE BRASÓCarlos Saura. Taller Ediciones JB, 1974.

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