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El reich africano guy saville

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África en el año 1952. En unahistoria alternativa en la que elcontinente africano está en manosde los nazis, la esvástica ondeadesde el Sáhara hasta el oceanoÍndico mientras los reactores decaza patrullan en el cielo. GranBretaña ha llegado a un acuerdo depaz con Hitler y el eco de las botasdel ejercito alemán resuena ahoraen todo el continente africano. Lasdos grandes naciones compartenpor el momento el continente, perolos planes de Walter Hochburn -elarquitecto del África nazi-

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amenazan a las debilitadas coloniasbritánicas.

En Inglaterra, el ex mercenarioBurton Cole es reclutado para untrabajo que le permitirá saldar unacuenta pendiente con Hochburn, apesar de los recelos de la mujer aquien ama. Si Burton fracasa, todaÁfrica será presa del horror y nadieestará a salvo. Sin embargo,cuando su misión se ve abocada aldesastre, Burton tendrá que huirpara recuperar su propia vida. Superiplo le llevará desde los camposde batalla del Congo hasta las

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granjas de esclavos de Angola,mientras una gran conspiración loguía al corazón del Reich Africano.

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Guy Saville

El Reich Africano

ePUB v1.0jubosu 15.11.11

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Título original: The Afrika ReichTraducción: Laura Paredes© Guy Saville, 20111ª edición: junio 2011ISBN: 978-84-666-4745-8

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Para mi Cole particularokunene okuhepa

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A lo largo del libro la ciudad de

Berlín aparece mencionada como«Germania». Así es como Hitlerplaneaba llamar a la capital de su nuevoimperio si hubiese ganado la guerra, talcomo afirmó en 1942: «El nombre"Germania" dará a todos los miembrosde la comunidad, por más lejos queestén del centro, un sentido de unidad ypertenencia a la patria.»

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El día que hayamos organizado

sólidamente Europa, nos ocuparemosde África.

ADOLF HITLERDiscurso ante las SS,

22 de febrero de 1942,

No habrá ninguna conflagraciónimportante con los negros. La

verdadera batalla por África se libraráentre blancos.

WALTER HOCHBURG

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Memorándum al ReichsführerHeinrich Himmler,

15 de octubre de 1944

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Granja Saltmeade, Suffolk,Inglaterra

28 de agosto de 1952, 5.50 h

Su padre tenía una palabra especialpara definirlo: Hiobsbotschaft. DelAntiguo Testamento, noticias de Job. Laclase de noticias que preferirías norecibir nunca. Las noticias que llegabantras la estela de un naufragio. O quetraían mensajeros sin aliento aldespuntar el día.

Burton despertó al instante. Nuncahabía dormido bien, ni siquiera de niño.Volvió a oír un ruido fuera.

Pof.

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Se acercó a las cortinas y las apartólo suficiente para asomarse, como unarquero en la tronera de un castillositiado. El sol estaba rosado y apenasmás alto que el horizonte. Por la nochehabía vuelto a llover.

Otro pof: ruedas en los baches delcamino de entrada. Hacía meses quequería cubrirlos para que todo estuvieraperfecto cuando Madeleine llegara.Salvo que ahora tal vez no llegaría. ¿Porqué conduciría alguien hasta su casa sino era para llevar malas noticias?

El coche era un Daimler últimomodelo, con una carrocería másbrillante que el vinilo. Cuando se

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acercó, Burton distinguió dos figuras ensu interior: un chófer y, en el asientotrasero, un pasajero con un periódicoabierto que le ocultaba el rostro. Oquizá fuera un mapa desplegado.

Soltó con cuidado las cortinas parano atraer la atención y recogió la ropadel suelo. Unos pantalones de pana (nohabía tiempo para los calzoncillos) y lacamisa del día anterior. Se dirigió conrapidez hacia la puerta... y titubeó.

Esa gente podría ser cualquiera.Podía intentar vengarse de algo. O sersimplemente una distracción: el coche,bien visible, en la parte delantera,mientras un grupo de hombres con

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pasamontañas y armas se acercabasigilosamente por la trasera. Es lo que élhabría hecho.

Se agachó y sacó un joyero dedebajo de la cama: no contenía alhajas,sino su arma, una Browning HP que sehabía agenciado hacía años en el ÁfricaOccidental Francesa. Aunque ya nohabía ninguna África francesa, claro.Ahora el país aparecía marcado en rojo,blanco y negro en el mapa; un territorioprohibido, lleno de dunas y dehabladurías.

La Browning le dio seguridad. Lotranquilizó. Tenía la culata de marfilgrabado.

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Madeleine no había dejado depedirle que se deshiciera de ella antesde que Alice volviera a la granja devisita. No quería un arma en casacuando la niña estuviera allí, por másque él escondiese la pistola. Burtonhabía accedido pero había olvidadohacerlo. Por una vez, se alegró de estarsiempre demasiado ocupado. No estabacargada, pero confiaba en tener queusarla para impresionar más que tenerque apretar el gatillo.

El coche ya estaba cerca.Se metió el arma en la cintura, a la

espalda, se la tapó con la camisa ycorrió escaleras abajo.

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Se detuvo junto a la puerta traserapara ponerse las botas y luego salió consigilo. El aire olía a rocío y a vaca; nohabía hombres encapuchadosesperándolo. En mangas de camisa, se lepuso piel de gallina; no hizo caso. Seagazapó y usó un murete a modo decobertura para correr hacia la partedelantera, pensando en lo ridículo quese vería si sólo se trataba de una visitade cortesía.

El Daimler se había detenido delantede la casa y el chófer ya le estabaabriendo la puerta al pasajero. Loobservó al salir. Vestido de oscuro,como un banquero, tenía el pelo

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plateado, con una raya perfecta gracias ala brillantina. Sólo su cutis sugería queno se pasaba la vida en un despacho. Seacercó rápidamente a la casa y llamó ala puerta.

—¡Comandante Cole!Burton reconoció el acento:

rodesiano, puede que sudafricano, dealguna parte del Transvaal. Hasta dondeél sabía, Madeleine no mantenía ningunarelación con las colonias. Quizá notuviera nada que ver con ella. Se ajustóla Browning en la cintura.

—A lo mejor todavía no se halevantado, señor —sugirió el chófer—.Es muy temprano.

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—Esta clase de gente nunca duerme.Le pesa demasiado la conciencia. Ynunca lo suficiente el bolsillo. —Rio desu ocurrencia y llamó de nuevo, esta vezmás fuerte—. ¡Comandante Cole!

—De hecho, duermo muy bien —aseguró Burton, apareciendo por detrásdel murete.

Si el rodesiano se sorprendió, no lodemostró. Se volvió hacia él paramirarlo de hito en hito.

Burton imaginó lo que veía: unavieja camisa militar, unos pantalonesmanchados de fango y creosota, un largocabello rubio nada respetable y barba decinco días; aborrecía afeitarse. Sólo los

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ojos podían sugerir ligeramente suexperiencia. Eran de un gris azulado,como una tarde de otoño. Serenos peroatentos. Duros como la culata de unfusil.

—¿Burton Cole?—El mismo. —La voz de Burton era

suave pero grave, con el acentoindefinido que le había conferido sueducación: inglés, alemán, africano.

El rodesiano se acercó parasaludarlo desprendiendo una vaharadade fragancia a limón.

—Me llamo Donald Ackerman.Siento venir tan temprano pero se tratade un asunto importante.

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Burton sintió una punzada en elpecho. Fue por la forma en quepronunció «asunto importante». Seimaginó a Madeleine fría y pálida, y aAlice tirándole del pelo sin entender porqué mamá no se movía. Hiobsbotschaftdespués de todo. Estrechó la mano deAckerman, cálida y áspera.

—¿Podemos hablar un momento? —preguntó el rodesiano señalando la casa—. En privado.

Burton no se movió.Había comprado la granja entera,

incluyendo el suelo resquebrajado y losmuebles del viejo propietario. No habíatenido más remedio que quedarse con

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todo (salvo el crucifijo colgado a lacabecera de la cama). A Maddie nohabía parecido importarle, pero si habíaalguna relación entre ella y el rodesiano,Burton no quería que viera el interior dela casa e hiciera ninguna suposiciónrespecto a que no podía manteneradecuadamente a Madeleine, teniendo encuenta los lujos a que estabaacostumbrada.

—Acompáñeme —dijo Burtonmientras se alejaba de la puerta.

Ackerman vaciló un momento ydespués lo siguió.

***

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La incomodidad física era algo a loque Burton se había acostumbrado hacíamucho tiempo. Lo único que nosoportaba era llevar botas sincalcetines. Con las prisas por salir, nose los había puesto, y ahora notaba elroce del cuero rugoso y las uñas contrala puntera. Las botas, como laBrowning, eran agenciadas, esta vez enla carnicería de Dunkerque. Se las habíaarrancado al cadáver de un paracaidistaalemán, y le iban que ni hechas amedida.

—No parece un agricultor común ycorriente —comentó Ackerman mientras

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se acercaban al huerto frutal. Había filasde membrillos de la variedad vranja ymanzanos; unos cuervos los observabandesde las ramas.

—Es una nueva vida —contestóBurton.

—¿Y la granja es suya?Su tono llevó a Burton a sospechar

que el rodesiano ya sabía la respuesta.Se detuvo junto a un membrillo.

—Su chófer tenía razón, señorAckerman, es temprano. Y tengo muchascosas que hacer. ¿De qué quiere hablar?

—De una propuesta de negocios.Bueno, pues no eran noticias de

Madeleine.

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—Si no es algo referente a miscultivos, no me interesa —advirtió.

—No he venido aquí a comprarfruta, comandante. Además, losmembrillos no están maduros todavía.

—Les falta un mes, ya lo sé. —Nodejaba de sorprenderle cómo habíanllegado a entusiasmarle los detalles delas temporadas agrícolas. Era cosa deMaddie, que le había hecho volver a verel mundo como un niño.

Ackerman habló de nuevo:—Represento ciertos... intereses de

Rodesia del Norte —dijo como si lecostara encontrar la palabra adecuada,aunque Burton sospechó que llevaba el

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discurso preparado—. A la LMC, paraser exactos. La Lusaka MineralConcessions. Necesitamos que nos hagaun trabajo. Que dirija un grupo decomandos...

—Ya se lo dije, no me interesa.—Un magnicidio.—¿Un magnicidio? ¿De qué está

hablando?—Vamos, comandante. Su fama le

precede: Dunkerque, Tananarive,Stanleyville, por mencionar sólo algunosepisodios. ¿A qué cree que he venido?

Desde luego, no a hablar deMadeleine. Si ella hubiera estado allí,ya estaría gritando a Ackerman con los

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puños cerrados y la cabellera negraondeando al viento.

—Señor Ackerman, le sugiero quese vaya. Ahora mismo.

—Huelga decir que sus serviciosserán recompensados... —titubeó denuevo en busca de una palabra yapreparada— generosamente.

Burton soltó una carcajada.—Nada me haría cambiar de parecer

—dijo.Ackerman se limitó a meter la mano

en el bolsillo interior de la chaqueta,sacó una cajita de piel y se la entregó.

—Ábrala —dijo.Burton lo hizo y tuvo que contener

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una exclamación ahogada.—Es sólo un anticipo —prosiguió el

rodesiano—. Para despertar su interés.Recibirá otro tanto cuando acepte eltrabajo. Y el doble si lo realiza...satisfactoriamente. —Lo dijo como sihablara de los deberes del colegio.

—¿Cómo sé que no son falsos?—No lo sabe.Burton contempló los diamantes.

Había cinco, del tamaño de guisantes.Cinco más cinco más diez. Una

fortuna.Podría pagar la hipoteca de la

granja. Le alcanzaría incluso paracomprar muebles nuevos. Maddie y él

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ya no tendrían que hacer el amor enaquel colchón mohoso. Y podríacomprarle un tocador de época, francés,no de esos alemanes de importación tancursis. Y muebles Chesterfield para elsalón. Y un caballo para Alice. Tal vezasí ya no le disgustaría tanto ir a lagranja.

Burton cerró la caja y se ladevolvió.

—Es una oferta muy generosa, señorAckerman. Hace unos años, la habríaaceptado sin dudarlo. Pero ya no.

—¿No es bastante?—Ahora mi vida está aquí. Se

acabaron las muertes. A ningún precio.

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El rodesiano soltó una risita.—Desmerece la imagen de los

mercenarios —aseguró.—Lamento decepcionarlo.—De todos modos, espero que dirija

nuestro grupo.—No voy a dirigir nada. Quiero

quedarme aquí, a trabajar la tierra. —Burton pensó de repente en sus antiguoscompañeros y en cómo se habríanburlado de esas palabras—. Puede queincluso sentar cabeza.

—Todo eso suena muy bonito,comandante Cole. Pero creo que lo decasarse va a ser difícil.

—¿A qué se refiere?

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—Madeleine. Estoy seguro de quesu marido no les dará su bendición.Tengo entendido que es un hombre muyceloso.

Burton apretó los puños hasta que ledolieron los nudillos. Sintió el impulsode ponerle la Browning en el gaznate,amartillarla y exigirle que le dijeracómo sabía todo eso. Pero no lo hizo;permaneció impasible, salvo por unligero tic en la mandíbula.

—Así que por eso ha venido.—No —contestó Ackerman—. Vine

por los campos de diamantes de Kasai,en el Congo alemán.

—¿El Congo? No quiero tener nada

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que ver con África. Ya no.—Qué británico por su parte.—Los nazis se la cargaron... y

nosotros se lo permitimos.—Justamente por eso ahora es

necesario su talento.—Quiere que mate a alguien. ¿Por

qué yo? Hay muchos hombres quepodrían hacerlo.

—Ninguno tan bueno como usted.—Los hay mucho mejores. Apretar

el gatillo fue siempre mi último recurso,no mi profesión.

—No sea modesto —soltóAckerman tras resoplar.

—Nunca lo hice a sangre fría.

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Jamás.—Sangre fría, sangre caliente.

Sangre, al fin y al cabo. Además,creemos que estará más comprometidoque nadie con la tarea, especialmentecuando sepa quién es el objetivo.

—Ya se lo dije: todo eso se acabó.—Cambiará de parecer.—Señor Ackerman —dijo Burton,

armándose de paciencia—, no quierosus diamantes. Y lo de Madeleine y yoes asunto mío. Quiero que se vaya.Ahora. No voy a repetirlo.

Como el rodesiano no se movió, fueBurton quien se volvió y se marchó. LaBrowning le hacía sudar los riñones.

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—Tengo noticias de un viejoconocido suyo, comandante. Un amigo—dijo entonces Ackerman.

—Están todos muertos.—Este no.Burton lo ignoró.—El hombre al que quiero que mate

es... Walter E. Hochburg.Burton se detuvo en seco.Fue como si el cuerpo, hasta el

último músculo, tendón, vena y nervio,se le hubiera petrificado. Aunque el solseguía su ascenso por el cielo, derepente todo parecía más oscuro: loscampos, los árboles, la casa que tantoansiaba convertir en un hogar para

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Madeleine. La vio delante del fuego,preparando tostadas; los dos esperabancon ganas su primer otoño ahí. La apartóde su mente lo más que pudo. Que Dioslo ayudara.

Se volvió despacio.—¿Qué ha dicho? —preguntó, sin

aliento.—Creo que me ha oído

perfectamente.Un cuervo graznó.—No puede ser —repuso Burton,

intentando reír—. Hochburg murió haceaños. En un incendio.

—Le aseguro que sigue vivito ycoleando, comandante.

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—No...—Está vivo y es el gobernador

general del Congo.—Lo haré —dijo Burton con un

ligerísimo temblor en la voz.—¿No quiere saber los detalles?

Será muy peligroso. ¿Y qué me dice delos membrillos? —¿Le estaba tomandoel pelo?—. ¿Y de Madeleine? Llegahoy, ¿no es así? Me di prisa para llegarantes.

Pero Burton ya no escuchaba nada.—Lo haré —repitió. Y esta vez su

voz sonó firme.

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Primera parte

CONGOÁLEMAN

Nunca libres una guerracontra fantasmas

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PROVERBIO AFRICANO

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1

Schädelplatz, Deutsch Kongo14 de septiembre de 1952, 1.14 h

Nueve minutos. Tenía nueve minutospara exorcizar toda una vida.

Burton Cole, sentado en el escritoriode Hochburg, notaba el sudor detrás delas orejas. Llevaba puesto el uniformede un Sturmbannführer, un comandantede las SS: guerrera y pantalones negros,cinturón de cartuchera, botas militares yun brazalete con la esvástica en lamanga izquierda. Le repugnaba ese

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atuendo. Para completar su aspecto, sehabía cortado el pelo y se habíaafeitado; sentía las mejillas en carneviva. Encadenado a la muñeca llevabaun maletín que contenía una bolsa llenade diamantes en la que se ocultaba uncuchillo de mesa.

El cuchillo había sido de su madre,de una cubertería que sólo utilizaba paralas grandes ocasiones. Todavíarecordaba cómo sonreía encantadacuando ponía la mesa para las visitas; elbruñido de la plata. Hacía... ¿cuánto? Eltendría ocho o nueve años. Por aquelentonces, le costaba cortar la carne conese cuchillo, ahora era tan mortífero

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como un punzón para el hielo.Se había pasado años afilándolo

para este momento, aunque nunca creyóque pudiera llegar.

Pero cuando Burton abrió el maletínpara cogerlo, Hochburg levantó la mano,una manaza enorme, brutal, queremataba un brazo que apenas cabía enla manga y en las espaldas anchas de unnadador. Fue un movimiento lánguido;una versión desganada del saludo deHitler a sus hombres.

—Los diamantes pueden esperar,Sturmbannführer —dijo—. Primerotengo que mostrarle algo.

Ackerman le había advertido que

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esto podría ocurrir. Hochburg se lohabía mostrado a los anterioresmensajeros, se lo había mostrado a todoel mundo, fuera cual fuese sugraduación. Lo llenaba de orgullo.«Complázcalo —le había advertidoAckerman—. No haga nada quedespierte sus sospechas. Ya tendrátiempo de matarlo.»

Echó un vistazo al reloj. Esa nochetodo había salido mal; ahora leinquietaba la falta de segundos. No eraasí como se lo había imaginado. En sussueños, el tiempo se detenía, teníaocasión de hablar y atormentar.

Y obtenía respuestas a todas sus

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preguntas.Hochburg se levantó. Su despacho

era austero. Suelo de madera desnudo,muebles sencillos, paredes blancas queolían a humedad y alcohol desinfectante.En un estante había un armario para lasarmas, y estantes para centenares, puedeque miles de libros, aunque no losocupaba ni un solo volumen. Unventilador de techo permanecía inmóvila pesar de la humedad de la noche.Aunque la camisa de Burton estaba cadavez más manchada de sudor, Hochburgparecía tener el cuerpo helado. El únicoadorno de la habitación era el obligadoretrato del Führer, otro de Bismarck y

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varios mapas.Mapas de Aquatoriana, Deutsch

Ostafrika, Deutsch Südwestafrika,Kamerun, Kongo, Muspel: todos losdominios del África nazi. La cartografíade la esclavitud, pensó Burton. Hasta laúltima hectárea escudriñada, dibujada,reclamada. Durante los primeros añosde la conquista, había gobernado estosterritorios la Kolonialpolitisches Amt,la Oficina de Política Colonial, unacaótica administración civil. Hasta quelas SS asumieron el control.

Hochburg se dirigió al otro lado dela habitación, donde unas cristalerasdaban a una terraza.

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—Sus diamantes, herrOberstgruppenführer... —dijo Burton,sin levantarse de su asiento. No leapetecía nada la idea de matar aHochburg en la terraza, a la vista detodo el campamento.

—Ya le dije que pueden esperar.Tras un instante de duda, Burton se

levantó y lo siguió. Las botas militaresle apretaban al andar.

Hochburg ya estaba en la terraza.Extendió los brazos en un gestomesiánico.

—Espléndido, ¿verdad? —afirmócon una voz de barítono que sonó aaguardiente, aunque Burton sabía que

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era abstemio—. ¡Una maravilla!Puede que el cuartel general oficial

de las Schutzstaffel, las SS, estuviera enStanleystadt, pero ésta era la base delpoder del Congo alemán, o DeutschKongo. Burton había entrado por lapuerta principal tras pasar junto a lasgrúas que seguían erigiendo la señorialfachada. El patio que se extendía a suspies estaba en la parte trasera, la parteoculta del feudo de Hochburg, usada enocasiones ceremoniales. Sólo las SStenían acceso a ella.

Era del tamaño de una plaza dearmas, con varios pisos de oficinas enlos laterales y, según Ackerman, una

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cantidad equivalente de sótanos bajo lasuperficie. Burocracia y tortura: dospilares del África nazi. Había una torrede vigilancia en cada esquina y unapatrulla recorría el perímetro con undóberman. Alambradas de púas comopara un campo de concentración. Pero loque más sorprendió a Burton fue el suelode la plaza, recorrido sin cesar porhaces de reflectores. Se quedó perplejoante semejante desmesura, antesemejante aberración. Su padre habríallorado al verlo.

Se le hizo un nudo en el estómago.—¡Una maravilla! —repitió

Hochburg—. Cuando el Reichsführer lo

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vio, dio una palmada de júbilo, ¿sabe?—Algo oí —dijo Burton—.

También oí que llenó dos bolsas para elmareo en el viaje de vuelta a casa enavión.

Hochburg se puso algo tenso.—Es de constitución débil; le

ofrecimos una cena suntuosa.Burton volvió a mirar la plaza antes

de dirigir la vista hacia la oscuridad dela selva. Ahí, en algún lugar, escondidoentre la sinfonía de las cigarras y lasranas, estaba el resto de sus hombres.

Se los imaginó: con el corazónacelerado pero la boca tensa y la carauntada de camuflaje, contando los

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minutos que faltaban. Patrick ya estaríareduciendo el ritmo de su respiraciónpara lograr la máxima precisión aldisparar... Suponiendo, claro, queestuvieran ahí. Se había separado delgrupo hacía veinticuatro horas, y notenía forma de saber si los demás habíanlogrado ocupar sus posiciones. Era elúnico fallo del plan. Podía estar a puntode lanzarse al abismo y que sólo hubierala oscuridad para amortiguarle la caída.

—¿Cuántos diría que se necesitaron?—prosiguió Hochburg.

—No tengo ni idea,Oberstgruppenführer. ¿Mil?

—Más. Muchos más. —Le brillaban

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los ojos. Los tenía de un tono café, nocómo Burton los recordaba. Cuando losveía chispear en sus pesadillas, erannegros como la capucha de un verdugo.Pero puede que fuera por los añostranscurridos. No era la únicadiferencia. Hochburg también habíaperdido el pelo, hasta el último folículo.

Aventuró otra cifra:—¿Cinco mil?—Más.—¿Diez?—Veinte —dijo Hochburg—. Veinte

mil cráneos de negros.Burton miró de nuevo el macabro

recubrimiento de la plaza, que daba

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nombre al cuartel general de Hochburg:Schädelplatz, Plaza de los Cráneos.Algo gritó en su interior. Vio a niñosarrancados de sus padres, a maridosseparados de sus mujeres. A familiasesperando la vuelta de unos seresqueridos que nunca regresarían a casapara sonreír, discutir y sentarse con losdemás alrededor del fuego. Cada uno deaquellos cráneos era una razón más paramatar a Hochburg.

Recordó la vista de su niñez, laselva oscura de Togolandia. Vio lahabitación vacía de su madre.

—¿Se puede andar por encima? —preguntó Burton, esforzándose por

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controlar la voz.—Pueden pasar carros de combate

por encima.—¿Y eso? —Tenía la mente tan

bloqueada que sólo alcanzaba a decirtonterías—. ¿Acaso los han tostado?Como las baldosas, me refiero, paraendurecerlos.

—¿Tostado? ¿Como las baldosas?—Hochburg volvió a ponerse tenso... ysoltó una sonora carcajada—. ¡Me caeusted bien, Sturmbannführer! —exclamó, dándole un leve puñetazo en elhombro—. Más que los mensajeroshabituales. Unos gilipollas lameculos,todos ellos. Con tipos como usted

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todavía hay esperanzas para las SS.Cada palabra dejaba más tocado a

Burton. De repente supo que no podríahacerlo. Había matado antes, tantasveces que ya no lo afectaba. Pero estoera... otra cosa. Era algo tremendo. Eldeseo de hacerlo había formado parte desu vida desde hacía tanto tiempo que larealidad casi le estaba girando elcuchillo en su contra. ¿Qué le quedaríadespués?

Trató de echar un vistazo disimuladoal reloj pero la manga se lo tapaba.Pasaban los minutos: el tiempo se leestaba acabando.

Tenía que haber estado loco al creer

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que podría salirse con la suya, queHochburg revelaría sus secretos. Esehombre se dedicaba a silenciar a losvivos.

Y el momento pasó.A la una y veintitrés minutos el lado

norte de la Schädelplatz desapareceríaen medio de una bola de fuego. Paraentonces él ya regresaría a casa, despuésde haber hecho justicia con la muerte deHochburg. No tendría que volver nuncamás la vista atrás. Tendría todo el futuroa su alcance.

—Sus diamantes —dijo, y se dirigiócon decisión al despacho.

Pero Hochburg lo detuvo con una

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expresión desprovista de toda alegría.Parecía querer consuelo, comprensión.

—Tenemos que purificar este sitio,Sturmbannführer —comentó—. Dejarque las llamas limpien África. Que lavuelvan blanca como antes. La gente, latierra. Lo comprende, ¿verdad?

Burton se estremeció.—Por supuesto, herr

Oberstgruppenführer. —Intentó pasar.—Cualquier imbécil puede apretar

un gatillo —continuó Hochburg—, opisotear un cráneo. Pero la plaza, eso eslo que nos hace distintos.

—¿Distintos de quién?—De los negroides. Nosotros no

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somos salvajes.Burton oía mentalmente cómo los

valiosos segundos iban pasando, comosi una taza de latón repiqueteara en unalápida. Volvió a intentar regresar aldespacho. Esta vez Hochburg se lopermitió, como si tal cosa.

Ocuparon de nuevo sus posicionesen la mesa, y el olor a desinfectantemolestó a Burton más que antes.

Hochburg se sirvió agua de unabotella que tenía delante (Apollinaris,una marca de las SS), y vació el vaso deun solo trago. Luego, se buscó bajo lacamisa negra una cadenita que lecolgaba del cuello. Ahora parecía ansiar

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su botín. De la cadenita colgaba unallave.

Burton se soltó el maletín de lamuñeca y lo depositó en la mesa que losseparaba, muy consciente del arma queocultaba en su interior. Pensó en loscuentos que Onkel Walter (se removió alrecordar que lo llamaba tío) solía leerlepor la noche, aquellos en que Jack cogíael arpa del ogro y ésta alertaba a sudueño. Por un instante, estuvo seguro deque el cuchillo también hablaría yadvertiría a Hochburg del peligro,olvidando su lealtad a Burton enpresencia de la mano que una vez lohabía sujetado.

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Hochburg cogió el maletín, encajó lallave que le colgaba del cuello en lacerradura de la izquierda y la giró confuerza, como si le retorciera el cuello aun ratón. El mecanismo hizo clic. Dio lavuelta al maletín. Burton introdujo sullave en la segunda cerradura. Otro clic.Levantó la tapa y metió la mano paracoger la bolsa de diamantes. La sacó,con el cuchillo aún oculto en su interior,y se quedó mirando a Hochburg, que ledevolvió la mirada. Sin pestañear.

«Pregúntale —gritó una voz en lacabeza de Burton, podría ser la de supadre—. ¿A qué esperas? ¡Pregúntale!»

Pero no preguntó nada. No sabía por

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qué. La habitación parecía un horno, y elsudor le empapaba el cuello de lacamisa.

Delante de él, Hochburg se movió uncentímetro. Evidentemente, no estabaacostumbrado a tanta insubordinación.Se pasó una mano por la calva. No lacubría ni una sola gota de sudor. Enmedio del silencio, Burton oyó la palmaal deslizarse por el cuero cabelludo. Demodo que no era calvo, sino que llevabala cabeza rapada. En otra circunstanciase habría reído. Sólo Hochburg tenía laarrogancia de creer que su caranecesitaba algo para intimidar más.

Rodeó el mango del cuchillo con los

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dedos. Lo sacó muy despacio de labolsa, sin permitir que Hochburg loviera.

Hochburg parpadeó y se inclinóhacia delante. Alargó una de susmanazas.

—Mis diamantes, Sturmbannführer.—No era ninguna amenaza, aunquehabía desconcierto en su mirada.

Burton habló en inglés, la lengua desu madre; parecía lo más adecuado:

—No tiene la menor idea de quiénsoy, ¿verdad?

Hochburg frunció el ceño como si noconociera el idioma.

—¿Verdad? —repitió Burton.

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—Was? —dijo Hochburg—. Ichhabe nicht verstanden. —«¿Qué? No heentendido nada.»

Durante las noches en vela que habíapasado antes de la misión, lo que másangustiaba a Burton era que Hochburgpudiera reconocerlo. Aunque habíanpasado veinte años desde la última vezque se vieran, temía que el niño quehabía sido se le reflejara en la cara.Pero durante todo su encuentro, inclusocuando se miraban a los ojos, no habíahabido la menor señal en ese sentido.

Algo asomaba ahora al rostro deHochburg. Reconocimiento. O tal vezalarma. Burton no logró descifrarlo.

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Hochburg dirigió la vista al retrato deHitler, como si el Führer fuera a darleuna explicación.

Burton repitió la pregunta, esta vezen alemán, y mostró el cuchillo alhacerlo. La hoja reflejó la luz un instante(un destello plateado) y volvió aoscurecerse.

—Mi nombre es Burton Cole.«Burton Kohl.» ¿Le dice algo?

Un ligerísimo movimiento de cabezapara negarlo. Otra mirada al Führer.

—Mi padre era Heinrich Kohl. Y mimadre... —incluso después de tantotiempo, le costaba pronunciar su nombre— Eleanor.

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La expresión seguía inmutable. Lamirada de aquellos ojos castaños, vacía.

Si ese cabrón hubiera repetido susnombres y hubiera escupido, si sehubiera reído, Burton habría disfrutadocon su cometido. Pero la indiferencia deHochburg era absoluta. Para él, la vidade los padres de Burton significaba lomismo que la de los cráneos anónimosdel patio trasero.

Había planeado hacerlosilenciosamente para no alertar a losguardias. Pero eso dejó de importarle.

Saltó, frenético, por encima de lamesa.

Se abalanzó sobre Hochburg y tiró la

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botella de agua. Saltaron añicos decristal por todas partes. Intentó apretarlela garganta, pero Hochburg fue másrápido y lo rechazó con el antebrazo.

Los dos rodaron por el suelo,piernas y brazos entrelazados.

Hochburg volvió a pegarle con tantafuerza que casi le arrancó una oreja. Yentonces trató de desenfundar la Luger.

Burton se le echó encima y lopresionó con todo su peso. Le puso elcuchillo en el cuello y Hochburg seretorció bajo su cuerpo. Burton le arreóun rodillazo en la entrepierna y notó,satisfecho, que le aplastaba lostestículos. A Hochburg se le hincharon

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las venas de la cara.Fuera del despacho se oían gritos y

ruido de botas. Alguien llamó a lapuerta. Estaba cerrada por dentro: nadiepodía entrar sin recibir una autorizaciónexpresa del Oberstgruppenführer, nisiquiera la Leibwache, la guardiapersonal de Hochburg. Otro detalle queAckerman le había contado.

—¿Reconoces el cuchillo? —siseóBurton con los dientes apretados—. Lousaste bastante a menudo. En nuestramesa. —Hincó la hoja en la tráquea deHochburg.

—Escúcheme, quienquiera que sea—pidió Hochburg con los ojos

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desorbitados—. Sólo el palacio delFührer tiene más guardias. No podráescapar.

Burton apretó más y vio queempezaba a salirle algo de sangre.

—Entonces no tengo nada queperder.

Volvieron a llamar a la puerta, estavez con insistencia.

Burton vio que Hochburg la miraba.—Si intentas algo te corto la lengua

—le advirtió antes de seguir—:Háblame de mi madre. Quiero saber quépasó. Yo... —Pero no le salió nada,como si todas las preguntas que queríahacer se hubieran entretejido para

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formar una cuerda gruesa que se leenroscaba a la garganta. Se atragantó yse quedó paralizado. Redujoinconscientemente la presión de la hojaen el cuello de Hochburg.

Y entonces hizo lo que jamás habíaimaginado.

Se echó a llorar.Quedamente, sin lágrimas, con el

pecho tembloroso como un niñopequeño.

Hochburg pareció másdesconcertado que nunca peroaprovechó la ocasión.

—¡Derribad la puerta! —gritó a losguardias—. ¡Derribadla! ¡Aquí hay un

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asesino!Se oyeron frenéticas patadas contra

la madera.El estrépito sacó a Burton de su

ensimismamiento. No había esperadogozar de esa oportunidad; sólo unimbécil la desperdiciaría. Se agachó,con los ojos enrojecidos.

—¿Qué fue de ella?—¡Rápido! —chilló Hochburg.—¡Dímelo, maldita sea! Quiero

saber la verdad.—¡Rápido!—Dímelo. —Pero la rabia, la

vergüenza y el miedo (y en lo másprofundo de su ser, el entrenamiento, ese

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instinto de supervivencia) pudieron másque él.

Le hundió el cuchillo con fuerza,hasta el fondo.

Hochburg emitió un gorgoteo extrañoy los párpados le temblaronagitadamente. Del cuello le salió unborbotón de sangre, que acertó a Burtonen la cara desde el mentón hasta la ceja.Caliente. Escarlata.

Volvió a acuchillarlo una y otra vez.Más sangre. Le empapó la ropa, salpicólos mapas de las paredes y resbaló porellos. Volvió roja a África.

La puerta cedió y dos guardiasentraron pistola en mano. Y expresión

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despiadada en la cara.

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2

Se llamaba dambe. Burton lo habíaaprendido cuando apenas era unmuchacho, a orillas del río Oti, en Togo.Se lo habían enseñado los huérfanos quesus padres tenían, supuestamente, queredimir. Aprendió a dar patadas,puñetazos y cabezazos con la ferocidaddesenfrenada de un chico de catorceaños. Pero siempre de noche, siemprelejos de los ojos fríos del padre. Einventaba excusas para las heridas y lashinchazones que le desfiguraban elrostro. Enseguida empezó a superar a

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los otros chicos. Decían que teníayunwa, sed de lucha. Fue después deque su madre los hubiera abandonado.

Los hombres de la Leibwachemiraban a Hochburg, aún boquiabiertosde incredulidad. El cuello le seguíasangrando a borbotones, aunque cadavez menos.

Burton se levantó de un salto y detres zancadas se plantó frente a ellos.Llevaba el brazo izquierdo extendidocomo si fuera una espada y el puñoderecho cerrado delante de la axila, laspiernas flexionadas como un esgrimista.

Pateó la espinilla al guardia máscercano y cuando el hombre se dobló,

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Burton avanzó y le asestó un puñetazo enla cara. Luego un cabezazo, y el guardiarodó por el suelo.

El segundo guardia disparó lapistola y estuvo a punto de darle en lacabeza. Falló por tan poco que leretumbó el tímpano. Burton se agachó yle soltó un violento codazo en el pecho.El guardia se dobló y soltó la pistola,que se deslizó por el suelo.

Por la puerta abierta se oía ruido debotas en las escaleras.

El guardia se abalanzó, sin aliento,sobre Burton, que lo esquivó y le atizóel hannu, un golpe en la nuca, donde lasvértebras se unen al cráneo. El hombre

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cayó fulminado, sin vida.De una habitación vecina salió otro

guardia, alertado por el disparo. Susojos se encontraron un instante con losde Burton, pero éste cerró la puerta degolpe.

El clic del cerrojo.No había llave, así que Burton

arrastró el escritorio de Hochburg hastala puerta, lo levantó y lo apuntaló contrael marco. Eso le daría unos segundos.Estaba tan sudado que hasta lospantalones se le pegaban a los muslos.Se desabrochó el cuello y trató derespirar. El olor a desinfectante le ardíaen la nariz.

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Su reloj indicaba la una y veintiúnminutos.

Se agachó para recoger una Luger delos hombres de la Leibwache. Lehubiera gustado empuñar lareconfortante culata de la Browning,pero su pistola estaba en poder dePatrick. Tendría que conformarse con laLuger. Comprobó el mecanismo dedisparo y el cargador (quedaban sietebalas), y corrió hacia la terraza.

Vaciló un momento.Volvió a mirar el cadáver de

Hochburg. Había dejado de sangrar.Estaba inmóvil salvo por el pieizquierdo, que se sacudía

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esporádicamente. Era casi cómico. Susemblante era una máscara escarlata.Burton pensó en Ackerman: «Sangrefría, sangre caliente. Sangre, al fin y alcabo.»

Tenía que asegurarse.Se acuclilló junto al cuerpo y

comprobó si tenía pulso. Nada.Tampoco le salía aire por la nariz.Alargó la mano para recuperar elcuchillo hundido en la garganta, perodecidió no hacerlo. Acababa de perderpara siempre su última oportunidad desaber por qué su madre habíadesaparecido, de saber qué le habíaocurrido. Ni siquiera la ejecución le

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había proporcionado placer; no habíasentido la satisfacción que esperaba.Estaba más bien aturdido.

Se incorporó con la sensación deque tendría que hacer algo paraconmemorar el momento que habíaansiado tantos años. ¿Qué habría hechosu padre? ¿La señal de la cruz? ¿Decirunas palabras sobre la necesidad deperdonar? Puede. O puede que hubiesecarraspeado y escupido.

Se marchó sin mirar atrás.

***

En la terraza la noche estaba en

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calma; el eco de los disparos no habíallegado hasta ahí. Burton dio gracias aDios por ello. Saltó la barandilla y sedescolgó por uno de los pilares que lasostenían hasta que tocó con los pies loscráneos anónimos del patio. Las plantasde los pies se le arquearon dentro de lasbotas como si estuviera descalzo en unmatadero.

Se dirigió a la verja del otro lado,resistiendo las ganas de echar a correr.Por alguna razón le vino a la cabeza unavieja tonadilla de cuartel:

Luchamos por los polacos, losfranceses y los eslovacos.

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¿Por qué, Winston?Por los compañeros que mueren y

el reino que viene.No luchamos por los negros.

Empezó a sonar una alarma. Unasirena.

Los focos interrumpieron sumonótono deambular y empezaron arastrear la plaza. Pronto lo encontraron.Vio que la patrulla del dóberman sedetenía y se volvía hacia él. El perrogruñó.

Burton hizo un gesto de impacienciahacia las torres de vigilancia, como paradecir: «Quitadme ese trasto de los ojos

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o pasaréis un mes en el calabozo.» Rogóque no se distinguieran las manchas desangre en la cara y las manos.

Una voz gritó en la oscuridad:—Perdone, Sturmbannführer. ¿Es

un simulacro?Sonó otra alarma.A través del resplandor blanco

azulado Burton distinguió dos guardiasen cada torre, uno con el reflector, elotro con una ametralladora MG48,suficiente para enviar a un hombre a latumba con sólo rozar el gatillo.

—¡Comprueben el perímetro! —lesgritó Burton—. ¡Y después retírense!

Los focos obedecieron. Burton

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siguió avanzando hacia la salida.—¡Ahí está! —gritó una voz a su

espalda.Se volvió. En la terraza había un

guardia señalándolo con un dedoacusador.

—¡Deténganlo! ¡Disparen! —gritó elguardia.

Burton corrió.Los reflectores volvieron a

enfocarlo. Empezaron a lloverle balas,que repiqueteaban en el sueloarrancando esquirlas de cráneo.Zigzagueó a lo loco, lanzándose aizquierda y derecha y agazapándose.

¿Dónde estaba Patrick? ¿Dónde

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estaba la dichosa explosión?Le llegó una ráfaga de ametralladora

desde la terraza. Otra desde la torre devigilancia más próxima, esta vez lobastante cerca para chamuscarle lasbotas. Un foco lo seguía implacable.

Resbaló y agitó las manos en el aire.Imaginó que el guardia de la torreaprovecharía esa oportunidad. Él lohabía hecho bastantes veces: esperar aque el objetivo tropezara, apuntar yapretar el gatillo; un blanco fácil.

«Por lo menos me he cargado aHochburg —pensó—. Podré mirar apadre a los ojos antes de que san Pedrome niegue la entrada.»

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Y entonces, el foco dejó deiluminarlo. Burton aguzó la mirada en laoscuridad. El haz señalaba hacia arribay se desvanecía en el cielo. La torreestaba vacía.

Desde el otro lado de la plaza, elfoco restante lo iluminó de inmediato,pero también se desvió de golpe. Burtonalcanzó a ver que un guardia lo apuntabacon la MG48, pero al punto cayó alvacío, dibujando una estrella marina conlos brazos y las piernas abiertos.Muerto.

Burton dio las gracias a PatrickWhaler y su fusil de francotirador, y noera la primera vez.

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Los dos guardias y el dóberman seacercaban a él como una exhalación.Hubo otro estallido silencioso en laoscuridad, y el guardia que llevaba elperro se tambaleó. Soltó al animal y loanimó a atacar gritando:

—Angriff!El dóberman se lanzó hacia delante

enseñando los colmillos.Otro disparo, y luego otro. Ambos

guardias cayeron al suelo.«A la mierda los guardias —pensó

Burton—. ¡Dispara al perro!»El suelo se astilló y chispeó cerca

del dóberman, pero el animal ibademasiado rápido para Patrick.

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Burton se detuvo y se concentró enel perro. Se imaginó en Bel Abbès, elfuerte de la Legión Extranjera dondehabía recibido su instrucción militar. Unsous-officier les enseñaba en unapizarra y después practicaban conburdos muñecos de yute y paja.

Patrick disparó otra vez. Le cortó elrabo al dóberman y avivó su rabia.

El perro estaba a apenas diezmetros.

Burton se agachó, como un corredoren la línea de salida. Tenía el pechotenso y el paladar seco, vagamenteconsciente de que sonaban más alarmas,más disparos desde la terraza.

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En el último instante, justo cuando elperro saltaba, brincó hacia arriba ysujetó las patas delanteras del animal,que dio un feroz mordisco a escasoscentímetros de su cara. Con un violentomovimiento le separó de golpe lasextremidades. Oyó el chasquido delesternón y lanzó el dóberman a un lado.Se obligó a no oír sus gañidos.

Otra ráfaga de balas, esta vez desdeatrás.

Se volvió y vio a varios hombres dela Leibwache disparándole desde laterraza. Hizo fuego repetidas veces conla Luger, pero eso bastó para que losguardias se pusieran a cubierto y

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desaparecieran de su vista. Corrió denuevo como alma que lleva el diablohacia la garita de la salida.

La barrera estaba bajada, pero nohabía ningún guardia. Al acercarse,Burton vio que estaban en el suelo, conun halo de sangre alrededor de lacabeza. El cristal de la garita tenía unsolo agujero de bala; dentro, otroguardia yacía con mirada inerte. Puedeque Patrick hubiera cambiado en muchascosas, pero conservaba la mismapuntería de siempre.

Los disparos seguían sonandoinexorables. Ahora se les había añadidolas ametralladoras. Los nazis empezaban

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a responder al máximo: treinta segundosmás y no podría salir de allí.

Se echó en el suelo y serpenteóalrededor de la garita. La ventanaexplotó y lo roció con añicos de cristal.Al volver la cabeza hacia la plaza vio,entre los destellos de lasametralladoras, un camión con soldadosde las Waffen-SS que se dirigía a él atoda velocidad. Lo seguían más hombresa pie. Unas fuerzas suficientes parasofocar un alzamiento.

Burton intentó avanzar, valiéndosede los cadáveres esparcidos como sacosde arena. En ese momento, habríacambiado la granja entera por una sola

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granada de mano.Los faros del camión se hicieron

añicos. Y a continuación el parabrisas.El conductor se desplomó sobre elvolante y el vehículo se detuvo tras unamaniobra brusca. Los soldados bajaronpresurosos. Eran quince o veinte. Másde los que Burton podría repeler con lapistola, más incluso de los que Patrickpodría eliminar.

Disparó las últimas balas de laLuger, se incorporó como pudo y corrió.Las balas nazis zumbaban a su alrededorcomo avispas enfurecidas.

Los soldados lo estaban alcanzando.«¡Oh, Maddie!», pensó.

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Y entonces saltó por los aires. Fuecomo si un inmenso puño caliente legolpeara la espalda. El cuero cabelludose le contrajo dolorosamente.

Una bola de fuego se elevó por elcielo. Una bocanada de aire... y despuésotra explosión, más fuerte todavía.

Llovieron escombros sobre laSchädelplatz: pedazos de metalardiendo, barriles de petróleo queaterrizaban con un estruendo hueco.Delante del edificio, una grúa se volcó.Los soldados salieron disparados paraponerse a cubierto y giraron las armashacia la explosión. En el otro lado de laplaza hubo un chisporroteo de gotas de

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fósforo. Era como si todo un regimientoestuviera atacando el campamento:Dolan y su «cajita mágica». Burton casisonrió de placer. El fósforo caía alsuelo e incendiaba todo lo que tocaba.Un hedor a madera alquitranada llenó laplaza.

Se puso de pie, y unos pocosdisparos esporádicos silbaron en sudirección. Entre los guardias muertosdivisó claramente un fusil BK44. Locogió y pasó bajo la barrera queseparaba el campamento de la carretera.Estaba iluminada unos doscientosmetros antes de sumirse en la oscuridadde la selva; cuatrocientos kilómetros

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después llegaba a la guarnición deDoruma y a la frontera anglo-sudanesa.

Sin dejar de correr, buscó algunaseñal de los demás. Nada. Trató deencontrar el sitio de donde habíanprocedido los disparos de Patrick. Hubootra explosión a su espalda. Las farolasque iluminaban la carretera parpadearony se apagaron. Un instante después, todoel campamento quedó a oscuras.

—¡Mierda! —gruñó Burton—.¿Patrick? ¿Patrick? —llamó.

Por respuesta sólo obtuvo el caosque dejaba atrás.

Siguió adelante a un trote irregular.El asfalto relucía bajo sus pies, pero los

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árboles a ambos lados de la carreteraseguían envueltos en la negrura.

—¿Patrick? —llamó de nuevo. ¡PorDios, qué absurdo! No habíasobrevivido a todo eso para perderse enla oscuridad.

Unos arbustos se movieron a suizquierda. Burton se tambaleó en esadirección. Un motor se puso en marcha,a muchas revoluciones, con urgencia.Unos segundos después, un vehículoavanzó veloz. Trazó una U y se detuvoen seco.

Era un jeep Ziege, la bestia de cargade los nazis en esa parte del mundo,producido en la fábrica de Volkswagen

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en Stanleystadt. En la carrocería lucía lacalavera y la palmera, el distintivo delas SS en África.

Burton alzó el fusil y le quitó elseguro.

Entonces alguien dijo:—Suba, comandante.No era Patrick, pero daba igual.

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3

1.25 h

—¿Dónde está Patrick? —gritóBurton. La caja de cambios crujía—.¿Dónde está Patrick?

Reculaban por la carretera, de vueltaal campamento. Conducía Lapinski, quesujetaba el volante como si quisieraestrangularlo. Los ojos le brillaban en laoscuridad como a un gato. Llevaban lasluces apagadas.

El Ziege se detuvo con un chirrido.Algo cayó en el techo con un ruido

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sordo, y acto seguido Lapinski pisó elacelerador. Salieron lanzados haciadelante, ganando rápidamente velocidad.Burton se volvió en el asiento delcopiloto con el fusil a punto. Una figurase deslizó desde el techo hasta la partetrasera del jeep. Llevaba hojas cosidasen la ropa, un abultado casco metálico yunas grotescas gafas de visión nocturna.Burton podía distinguirle la cara bajo elartilugio. Delgada y arrugada; conpintura de camuflaje; una nariz afiladaque mucho tiempo atrás se había roto yhabía quedado torcida hacia laizquierda.

Era Patrick Whaler.

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—Ya no tengo edad para trepar a losárboles —refunfuñó. Se frotó losriñones, guiñó los ojos y estiró el cuellohacia delante—. Pero desde ahí arribala línea de tiro era mejor —aseguró. Enla otra mano llevaba un fusil adaptadocon una culata más grande de lo normal,silenciador y mira telescópica deltamaño de un obús. Llevaba las palabrasfür Hannah grabadas en la culata.

—Sigues siendo el mejor tirador queconozco —dijo Burton.

—No le di al perro —replicóPatrick. Tenía el acento irlandés deBoston, modificado por veinte años dedesierto francés—. Hubo un tiempo en

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que le habría dado.—He salido con vida, ¿no?

Tranquilo, se acabó lo difícil. Ya casiestamos en casa.

—Eso mismo dijiste en Dunkerque.Patrick era una de las pocas

condiciones que Burton había puesto aAckerman. Para la misión, necesitaba aalguien de absoluta confianza. Seconocían desde hacía veinte años, desdesu época en la Legión Francesa, cuandoBurton era un adolescente rebelde quese había alistado voluntario y Patrick, suoficial al mando. Pero ya no era el deantes. La cárcel lo había cambiado,como si le hubieran inyectado algo gris

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en la sangre.Burton volvió a mirar al frente.

Cruzaban la selva a toda velocidad, conLapinski inclinado sobre el volante,mirando fijamente la oscuridad.

—No veo nada —comentó,desesperado.

—Nada de luces —ordenó Burton.Echó un vistazo por el retrovisor: unascolumnas de fuego se elevaban hacia elcielo—. Todavía estamos demasiadocerca.

—Se nos pasará el cruce —dijoLapinski con la nariz prácticamentepegada al parabrisas.

La cabeza de Patrick apareció entre

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los dos. Con el equipo de visiónnocturna parecía una mosca gigante.

—¡Ahí! —exclamó—. A laizquierda.

Lapinski pisó el freno y giróbruscamente. Chocaron con un follajedenso y con una valla de maderapodrida, y poco después se incorporarona una carretera paralela a la que habíandejado. Era el camino sin asfaltar de laépoca en que Bélgica había sido lapotencia colonial del país. Abandonadadesde que los nazis conquistaron Kongo,la vegetación la ocultaba a las miradasperseguidoras. Las ramas bajasarañaban el costado del jeep.

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—¿Luces? —preguntó Lapinski.El jeep no paraba de botar como una

barca de remos en medio de unatempestad en el Atlántico. Burton notabaque el cerebro le golpeaba el cráneo.

—Podemos arriesgarnos —contestó.Los faros iluminaron el camino. Iban

por un túnel de árboles (verdes, grises,negros). La carretera tenía tantos bachesque recordaba la superficie lunar.

Burton notó una mano en el hombro.Patrick le señaló el camino tras ellos. Sevolvió y vio un par de faros que losseguían. Y se estaban acercando. Patrickcogió el fusil.

—¡Espera! —dijo Burton—. Podría

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ser Dolan. Hazle señales antes.Patrick empezó a deletrear en Morse

con una linterna. V, R, A, N, J, A.Vranja, la variedad de membrillo delhuerto principal de la granja. Burton seimaginó los árboles con los frutos yagruesos y amarillos. Esperaba ganarsebien la vida con ellos algún día. ¡Teníaque ser mejor que aquello! Lo primeroque haría cuando regresara a casa, seríair con Madeleine a coger uno. Inhalar suaroma.

No vieron ninguna respuesta del otrovehículo.

—¿Y si tienen estropeada sulinterna? —dijo Lapinski.

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Patrick se apoyó la culata del armaen un hombro.

—¿Y si están a punto de hacernosvolar por los aires? —replicó, poniendoel ojo en la mira.

El jeep se metió en un socavón y sezarandeó bruscamente. La boca del fusilde Patrick rasgó la oscuridad.

—¡Joder, macho! —exclamó—. ¡Aver si no nos meneamos tanto!

—Si quieres el volante, te lo paso—rezongó Lapinski.

—Hacen señales con los faros —anunció Burton—. T, U, N, D... Tunda.—La contraseña de Dolan—. Vamos acalmarnos, que enseguida nos habremos

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largado de aquí.Patrick gruñó.Burton se reclinó en el asiento.

Hasta entonces no se había dado cuentade que tenía aferrada la culata delBK44. Tan fuerte que le dolía lamuñeca.

***

Tardaron cuarenta minutos en llegara Mupe, tal como habían previsto.Burton se había pasado el ratosecándose el sudor de los ojos,intentando no pensar en las lágrimas quehabía derramado en el despacho de

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Hochburg. No dejaba de mirar por elretrovisor, pero no se veía ningúnenjambre de faros alemanes. Lapinskiseguía encorvado sobre el volante. Consu bigotito y sus cabellos lacios podríahaber sido un aprendiz de vivales. Comotodos, llevaba uniforme de las SS, unatuendo que detestaba. Cada dos portres, murmuraba algo en polaco. Burtonno sabía si eran rezos o juramentos.

Mupe era una pista de aterrizaje endesuso de la ruta de vuelo que enlazabaStanleystadt con Irumu, en el este.Cuando Sabena, las líneas aéreasoriginales del Congo, había construidosu red de aeródromos en la década de

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1920, también había acondicionadopistas de aterrizaje de emergenciadistribuidas por la selva. Ahora, lavegetación las estaba reclamando y eranideales para operaciones encubiertas.Los nazis habían abandonado la mayoríade las antiguas infraestructuras belgaspara construir otras mejores, másgrandes: monumentos a la conquista.Una red de aeropuertos conectaba lasseis colonias del África alemana, concentros de enlace que unían el continentecon la madre patria. En la región de laSchädelplatz, todos los aeródromoshabían perdido utilidad debido a lanueva terminal internacional de

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Kondolele, que podía recibir tantoaparatos militares como los ultimísimosJunkers de Lufthansa. También lo usabanaviones privados que desplazaban en unabrir y cerrar de ojos a dignatarios delas SS, que se maravillaban de la plazade Hochburg antes de marcharse denuevo a casa jurando no volver asoportar nunca más el asqueroso calorde África. Burton había aterrizado enKondolele esa misma tarde, aunquepareciera que hacía toda una vida.

—Mantén el motor en marcha —ordenó Burton cuando llegaron alaeródromo. Bajó del jeep, seguido dePatrick, con la cara aún oculta bajo su

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cabeza de insecto. Los dos corrieronhacia la línea de árboles.

El vehículo de Dolan se detuvo trasellos. Lo conducía Vacher, el quintomiembro del grupo, que era rodesiano.Burton hizo gestos a ambos hombrespara que no se movieran de dondeestaban.

Dolan levantó las manos,exasperado.

—Parece bastante tranquilo —comentó Patrick, recorriendo con lamirada el perímetro silencioso delaeródromo—. ¿Cuánto falta?

Burton echó un vistazo al reloj,intentando ver las agujas a la escasa luz

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que había. Su avión tenía previstoaterrizar a las dos y veinte.

—Diez minutos.—Suponiendo que hayan llegado a

salir.—Ackerman no sería capaz de

dejaros en la estacada —respondióBurton, queriendo tranquilizarse a símismo tanto como a Patrick—. Voy acomprobar ese edificio. Mantén aquí alos demás. No quiero que Dolan haga suestruendo habitual. —Salió de entre losárboles.

—¡Espera! —exclamó Patrick,hurgándose un bolsillo con la mano—.Tal vez te haga falta. —Le lanzó algo y

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Burton lo atrapó. Era su Browning.Asintió y se encajó la pistola en la

cintura. Con el BK44 en la otra mano, seagazapó y avanzó silenciosamente haciaun edificio destartalado al otro lado delaeródromo. Le recordaba el almacén delas manzanas de la granja.

No había puerta, sólo el marco. Elinterior olía a orquídeas y yeso húmedo;el suelo estaba infestado de cucarachas.Todo lo que tuviera algún valor habíasido saqueado hacía tiempo. De la paredcolgaba un retrato de Leopoldo III deBélgica, el anterior gobernante de lacolonia. Alguien le había añadido unmostacho y un pene descomunal; alguien

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más, una soga al cuello. Habíaesvásticas pintarrajeadas en todas lasparedes, pero muy toscas, comodibujadas por niños.

Burton entró en lo que había sido lasala de control. Las ventanas rotasdaban a una pista de tierra compactada.Tendrían que señalarla con balizas paralos pilotos. Incluso con el equipo devisión nocturna, un aterrizaje así era delo más peligr...

Un ruido.Burton aguzó el oído. Se quedó

inmóvil un instante. Parecía Hochburg.Su forma de andar cuando iba a cenar asu casa de la infancia. Lo oyó de nuevo,

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algo más terrenal: el tintineo de unacartuchera militar. Se apretujó contra lapared. Levantó la mano, preparado paratambar a cualquier intruso y golpearloen la nuca. El hannu era tan eficaz comoun palo.

Una pisada. Otra. Y una figuracorpulenta entró en la habitación. Burtonla arrojó al suelo en un segundo y alzó lamano para el ataque final.

—¡Soy yo!Reconoció la atronadora voz galesa.—Tenías que quedarte con los

demás —dijo.—¡Bah! Eso dijo el abuelo. —Dolan

había ido incorporando un léxico

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desdeñoso para referirse a Patrick:abuelo, yanqui y, si él no podía oírlo,viejo gallina. Su antipatía había sidomutua e instantánea, el tipo deanimadversión que sólo puede existirentre almas gemelas. Que América sehubiera mantenido al margen de laguerra parecía aumentar el desprecio deDolan, como si Patrick fuerapersonalmente responsable de ello.

Burton lo ayudó a levantarse. Inclusoen la oscuridad, incluso con la caracubierta de pintura de camuflaje, Dolantenía un aspecto rubicundo.

—¡Baja la voz! —ordenó al galés—.El comandante Whaler seguía mis

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instrucciones.—Necesito saber algo. ¿Acabaste

con ese boche de mierda?Burton recordó fugazmente las

lágrimas y la sangre. El curiosogorgoteo cuando el cuchillo se habíahundido en la tráquea de Hochburg. Unapregunta sin responder.

—Está muerto.En la penumbra, Burton pudo

distinguir los dientes de Dolan al sonreírencantado. Tenía demasiados, puestoscomo columnas en la boca; una cabezacomo una bala de cañón; un cuerpoancho como dos barriles. El galés,experto en explosivos, había sido el jefe

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inicial del grupo antes de que Ackermanfuera a la granja, y llevaba suresentimiento con tranquilidad. Se rioentre dientes y dio un golpecito triunfal aBurton en el hombro.

—¿Viste mi obra? ¡Bum! Seguro quemandé al otro barrio a veinte boches porlo menos. —Rio de nuevo.

—Ya habrá tiempo para eso después—indicó Burton, incómodo—. Demomento, quiero dos balizas. Una alprincipio de la pista. La otra al final.Encárgate de ello con Vacher.

—A sus órdenes —respondió con unburlón saludo militar.

Burton vio cómo se iba deprisa.

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Había conocido antes a soldados comoDolan: chicos que nunca habían estadoen un combate de verdad y encontrabanpatética la guerra de 1939 a 1940.Creían que la guerra sólo era un juegobrusco. Una refriega con granadas. En laLegión, los sous-officiers les habríanhecho sudar sangre la primera noche,pero ahora que ya no se combatía, ladisciplina decaía.

Tras su ataque sorpresa en losPaíses Bajos y Francia en la primaverade 1940, Hitler había rodeado lasFuerzas Expedicionarias Británicas enDunkerque. Durante unas horas se creyópoder evacuar a las tropas, pero el

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cuartel general del Führer dio la ordende aplastar a los británicos hacia el mar.Murieron cuarenta y cinco mil soldados,casi un cuarto de millón fue hechoprisionero de guerra, y apenas algo másde cinco mil lograron escapar. «La raíz,el corazón y el cerebro de nuestroejército han sido destruidos», admitióChurchill después de verse obligado arenunciar a su cargo de primer ministro.

Su lugar lo ocupó el sereno ypragmático lord Halifax, quien, trascaptar el temor de la población, propusouna cumbre con el Führer para decidir elfuturo de Europa; nadie quería unaguerra larga, como la de 1914 a 1918.

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Hitler, que accedió, declaró: «Si hayalgún país que no tiene nada que ganaren este conflicto, y puede incluso queperderlo todo, ése es Inglaterra.» Apesar del murmullo de protestas, laprensa reforzó la postura de Halifax y sucampaña para hacer regresar a lossoldados a casa. Todo ese verano,mientras los Spitfire y los Messerschmittcombatían sobre Gran Bretaña, lostitulares pedían el regreso de losprisioneros de guerra de Dunkerque acambio de la paz. Hubo manifestacionesde mujeres frente al Parlamento queexigían la vuelta de sus maridos e hijos.Con más discreción, los embajadores de

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los países conquistados de Europahabían ido a Londres para apremiar alprimer ministro a negociar un acuerdoque pudiera devolverles laindependencia.

En octubre, Gran Bretaña yAlemania llegaron a un acuerdo yfirmaron un pacto de no agresión en elque se creaba el Consejo de la NuevaEuropa (el CONE, en argotdiplomático). Los países ocupados(Francia, Bélgica, los Países Bajos,Dinamarca y Noruega) dispondrían deautonomía bajo nuevos gobiernos dederechas y ocuparían un lugar junto aItalia, España, Portugal, Suecia y

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Finlandia. También se acordó que laWehrmacht conservaría sus bases en elextranjero para garantizar la estabilidadde esta nueva comunidad de naciones.En el este, Gran Bretaña prometiómantenerse imparcial si Alemanianecesitaba defender alguna vez susfronteras de un ataque soviético. Lamayoría de los prisioneros deDunkerque volvió a casa a tiempo paracelebrar las Navidades. Hitler felicitó alos británicos por su sentido común; lesenvió un árbol de Navidad que secolocó en Trafalgar Square, unatradición que se mantuvo los añosposteriores.

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Se sucedieron otros acuerdos de pazque garantizaban la neutralidad de losdos países entre sí y devolvían aAlemania las colonias africanas que lehabían sido arrebatadas mediante elTratado de Versalles.

La culminación fue la Conferenciade Casablanca de 1943, en que elcontinente se repartió («se partió»,según Churchill) entre las dos potencias.Gran Bretaña conservaría sus interesesen el África oriental (la única concesiónfue la antigua colonia alemana deTanganica); Alemania se quedaría con eloeste, y se anexionaría el territorio desus recientemente independientes

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vecinos europeos; uno de los principiosfundacionales de Hitler para el Consejode la Nueva Europa. No todo había idocomo la seda. El Congo estuvo en guerramás de un año, mientras que la FranciaLibre, bajo el general De Gaulle, opusouna última resistencia en Duala,Camerún, antes de que el Afrika Korpsla arrojara al mar.

Desde entonces, una década de paz yprosperidad.

***

Cuando Burton regresó a los jeeps,Patrick lo estaba esperando.

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—Si Dolan dice una sola cosa más,te juro que lo mato.

—Te necesito allá arriba. A ver sidetectas el avión.

—Te lo dije antes: ya no tengo edadpara trepar a los árboles.

—O lo haces tú o lo hace Dolan.—¿Hora? —preguntó el americano

tras soltar un gruñido.Burton volvió a consultar su reloj.—Las dos y diecinueve.—Ya tendríamos que oírlos —

comentó Patrick, que empezó a trepar.—Ya lo sé.Patrick desapareció entre el follaje.—Ackerman nunca me dio buena

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espina —dijo entre las hojas—. Ahoraque el trabajo está hecho, ya sobramos.

Burton esperó unos segundos con eloído atento a cualquier sonidoprocedente del cielo y luego se subió alZiege junto a Lapinski.

—He oído al comandante Whaler —dijo el conductor—. ¿Y si tiene razón?

Burton suspiró. Los pies le dolíancon aquellas botas; por lo menos llevabacalcetines.

—«No seas incrédulo sino creyente»—soltó.

—¿Perdón?—San Juan, capítulo veinte.

Olvídalo. Ackerman cumplirá.

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—Pero ¿y si no aparecen?—Entonces será una suerte tenerte

aquí conmigo.Lapinski le dirigió una mirada

desconcertada.—El viaje en coche a casa es muy

largo. No te preocupes, en cinco minutoste estarás quejando de las turbulencias.

Guardaron silencio, y Burtonaprovechó para intentar oír el levezumbido de las hélices procedente delsur. Se trataba de un vuelo regular de laCentral African Airways que cadasemana transportaba carga de Salisbury,Rodesia del Sur, a Jartum. Ningúncontrolador nazi prestaría atención a su

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pitido en el radar. O eso fue lo queAckerman le había asegurado.

Lapinski habló de nuevo. Burtonsupuso que estaba nervioso.

—Voy a enseñar a Elizabeth aconducir. Le compraré un coche. Esoimpresionará a sus padres, ¿no crees?

—Sobre todo, si se lo comprasbritánico.

—Por supuesto. Había pensado enun Austin.

—Estoy seguro de que serás bienrecibido en la familia —dijo Burton,procurando no sonar falso. Sabía que elconductor había aceptado el trabajo porel dinero: confiaba que tener la cartera

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llena haría olvidar los prejuicios a lospadres de su enamorada. Polonia ya noexistía, Varsovia había sido arrasadapor completo. Un ex cabo de un ex paísno era exactamente lo que querían parasu niña del alma.

—Eso espero, comandante. Es lamujer de mi vida.

—Te entiendo —aseguró Burton,pensando en Madeleine. Acto seguido,se llevó un dedo a los labios—. ¿Oyeseso?

Lapinski escuchó y negó con lacabeza.

Burton se asomó por la ventanilla yse puso la mano tras la oreja. Estaba

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seguro de haber captado el zumbidodistante de unas hélices, pero ahora sólooía el murmullo de los insectos. DasHeimchenchor («el coro de grillos»),solía llamarlo su padre. Burton seimaginó qué se estarían diciendo unos aotros, qué cantarían. En esa parte de laselva serían Oecanthus, grillosarbóreos.

Una fuente de luz roja brotó en elextremo más alejado de la pista deaterrizaje. Dolan había encendido laprimera baliza.

—Esperemos que no la vean losboches —dijo Lapinski.

Burton no respondió, concentrado

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como estaba en la banda sonora de lanoche. Cuando era pequeño, Hochburgsolía contarle cuentos sobre los grillos.Le decía que tenían ciudadelassubterráneas, que libraban guerras comolos hombres y criaban guerreros yprincesas. Y que algún día, si Burton erasehr artig y no lo molestaba cuandoestaba rezando con su madre, leenseñaría la lengua secreta de losgrillos. Como muchas de las promesasde Hochburg, fue papel mojado, pero aveces emitía unos chirridos extraños conla boca y lo miraba riendo.

Hochburg y sus historias.Burton se movió, más acalorado que

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nunca, con el uniforme de las SS pegadoal pecho; se moría de ganas dequitárselo. Dio un manotazo en elsalpicadero.

—¿Dónde está ese puto avión? —masculló.

Como en respuesta, de repente elruido de hélices se oyó con claridad.¿Cómo se le había pasado? Llegaba delsudoeste. Cada vez más fuerte y másansiado.

Burton y Lapinski salieron del jeep ycorrieron hacia la linde de los árboles.Dolan ya los estaba esperando. Unasegunda luz se elevó al cielo; Vacherhabía encendido la segunda baliza.

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Burton vislumbró la silueta del jovensoldado corriendo hacia ellos. Unadécada antes habría sido imposible quelos recogieran de noche, ni siquiera conbalizas. Pero Ackerman habíasuministrado a los pilotos el mismoequipo que a Patrick. Todomodernísimo; alemán, por supuesto.

—¡Ahí está! —gritó Dolan, yempezó a cantar en galés—: Señor,condúceme por esta tierra agreste. —Por una vez, Burton no le dijo quebajara la voz.

El avión iniciaba ya el acercamientofinal: era un Vickers Viscount, con lascuatro hélices convertidas en borrones

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grises en el cielo y volaba bastante bajo,como para casi rozar la copa de losárboles.

Las ramas del más cercano a ellos semovieron, y Patrick saltó al suelo conlas gafas de visión nocturna aúncolocadas.

Burton le sonrió encantado.—He visto cabezas cuadradas —le

informó el americano con tonomonocorde—. Un convoy entero. Docevehículos por lo menos, algunosprovistos de MG48.

La sonrisa de Burton se borró. Dolanfrunció el ceño a Patrick como si éstetuviera la culpa.

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—¿Y vienen hacia aquí? —preguntóBurton—. ¿Cuánto tiempo tenemos?

El avión aterrizó a sus espaldas, yoyeron el lamento de las ruedas al tocarla pista de tierra compactada. El aparatoinvirtió los motores al instante paralograr detenerse.

—Si no sabían dónde estábamos,ahora ya lo saben —contestó Patrick—.Dos minutos como mucho.

—¿Y si mandan un caza? —Lapinskihabía hecho la misma pregunta cienveces durante el entrenamiento—. Nopodremos escapar.

—No pueden abatir un vuelocomercial —respondió Burton por

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centésima primera vez—. No sin tenerpruebas de que somos nosotros. —Yañadió con menos convicción—: Dosminutos es tiempo de sobra.

El Vickers corría ya a pocavelocidad por la pista con la compuertaposterior abierta. Un tripulante salió porella con el mismo entusiasmo que unnadador se mete en aguas infestadas decocodrilos. El Vickers rodó hacia elfinal de la pista para dar la vuelta.Burton distinguió el logo azul de laCentral African Airways en el alerón decola. El aviador les hizo gestos.

—Vamos —ordenó Burton.No tuvo que decirlo dos veces.

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Salieron de entre los árboles y Vacherse unió a ellos al cruzar la pista. Dolanno dejaba de mirar hacia atrás con elarma a punto. Pareció decepcionado alver que no aparecía ningún nazi.

Aunque las hélices estabandemasiado lejos para que el viento quelevantaban le afectara, el tripulante lesesperaba encorvado.

—Nares —se presentó—. ¿Estánlistos?

Burton asintió.—Estupendo. Porque no quiero estar

en tierra ni un segundo más de lonecesario.

—Eso es lo que me gusta de los

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chicos del aire —comentó Patrick.—¿Es segura la zona? —preguntó

Nares.—No por mucho tiempo —contestó

Burton.El tripulante hizo una mueca de

intranquilidad.El Vickers había terminado de dar la

vuelta y estaba listo para despegar. Lospilotos aceleraron los motores. Naresguio el grupo hacia el avión, sinmolestarse en comprobar que todos losiguieran. Estaban ya a unos doscientosmetros. Si los nazis se acercaban, elestruendo de las hélices les impedíaoírlo.

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Burton volvió la vista atrás. La pistaestaba vacía. Y también los árboles.

Delante de ellos, apareció otrotripulante que, con gestos, les apremiabaa avanzar. Cada movimiento de la manodecía una misma cosa: «Vámonos acasa».

Una alegría infinita invadió aBurton. Iba a cumplir la promesa quehabía hecho a Madeleine. Cinco máscinco más diez: jamás tendrían quevolver a preocuparse por nada. A sulado, Patrick corría con el brío de unhombre libre, el fusil de francotiradorcolgado del hombro y la pistola en lamano; parecía más joven.

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Ya estaban a cincuenta metros delVickers.

—Te lo dije —soltó Burton en vozmuy baja a su viejo amigo; todos sustemores habían sido infundados. Searrancó el brazalete con la esvástica delbrazo y lo lanzó al viento.

En ese momento el avión explotó.

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4

Granja Saltmeade, Suffolk,Inglaterra

28 de agosto, 20.35 h

Los dos tenían secretos que revelaresa noche.

Burton y Madeleine estaban sentadosen la pérgola de la parte trasera de lagranja que habían comprado ese mismoaño tras admitir, finalmente, que suaventura era algo más profundo: queríanestar juntos. Madeleine, con su valor ysu paz interior, había hecho sentir a

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Burton tan bien como cuando era niño.Ante ellos se extendía un céspedsalpicado de hierbajos y, más allá, lasuave pendiente cubierta de árbolesfrutales. Aunque ya en el ocaso, el solhabía brillado con fuerza todo el día y elambiente seguía caluroso a esa hora.Cada vez que Burton y Madeleine semovían por la pérgola, la madera delsuelo crujía como si fuera a astillarse.

Justo cuando Burton iba a hablar,Madeleine se le adelantó. Aunque suinglés era perfecto, conservaba unacento que delataba su origen vienés y lapersecución que había sufrido.

—Estoy decidida —anunció—. Voy

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a contárselo. Cuando vuelva. —Suspiróantes de añadir—: Aquí soy tan feliz...

Como Burton no respondió, sevolvió para mirarlo. Iba vestida conunos pantalones entallados y un jersey.Sus cabellos castaños, recogidos en unacoleta, olían a madreselva.

—No pareces muy contento. Creíque era lo que querías.

—Y lo es.—¿A qué viene esa cara entonces?Burton le cogió una mano. Tenía

unos dedos muy bonitos: largos,delicados, uñas muy cuidadas. Parecíantan frágiles e inmaculados comparadoscon los suyos... Las manos de Burton

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estaban llenas de cicatrices.Entrelazaron los dedos instintivamente.Burton le apretó con suavidad la mano,pero siguió sin hablar. Estaba encantadocon lo que le había dicho Madeleine,pero también inquieto por lo que él teníaque contarle.

—Prométeme que siempreviviremos aquí —pidió ella—. Estesitio es perfecto. Mucho más tranquiloque Londres. Escucha: hasta se puedeoír cómo se pone el sol.

Burton ladeó la cabeza para alzaruna oreja hacia el cielo.

—Yo sólo oigo el traqueteo deltractor del viejo Friar.

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—Komiker —soltó Madeleine, y lepinchó juguetonamente las costillas conun dedo—. Tú ya me entiendes.

—¿De verdad vas a dejarlo?—Tengo que hacerlo.—¿Me lo prometes?—No podemos seguir viéndonos así,

a escondidas. Además, Alice estácreciendo y pronto empezará a entenderqué pasa. ¿Y si dice algo? Más vale quese lo cuente yo a que lo descubra. —Seacercó una mano de Burton a los labios—. Quiero estar contigo.

Permanecieron sentados en silenciounos instantes, mientras Madeleineesperaba que reaccionara.

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—Tengo que irme —dijo por finBurton.

Ella sonrió; esa sonrisa ingenua, conlos ojos muy abiertos, que usaba cuandocoqueteaba con él.

—¿Adónde?—No puedo decírtelo.—¡Oh! —Sonrió de nuevo—. ¡Ya

sabes cómo me gustan tus sorpresas!¿Qué será esta vez? ¿Más pastelillos?¿Lencería de seda?

—No es esa clase de sorpresa. Sóloserán unas semanas.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Madeleine, tensa de repente.

—Volveré a finales de septiembre.

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—Lo soltó de golpe y se levantó.—Me lo prometiste, Burton. ¡Me lo

prometiste!—Vas a despertar a Alice.—Dijiste que se había acabado. Que

dejabas esa vida.—Lo hice.—Ya, ¿y esto qué es?—Esto es distinto.—¿Y me lo dices ahora? Justo

cuando quiero dejarlo.Ninguno de los dos mencionaba ya

nunca a su marido por su nombre: erademasiado violento, demasiadoperturbador. Simplemente se referían aél en tercera persona.

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—No tiene nada que ver con eso.Por supuesto que quiero que lo dejes.¿Cuántas veces te lo he pedido? Hazlocuando vuelvas a Londres. Y ven a viviraquí.

—Sola.—Ya te dije que estaré de vuelta en

unas semanas —aseguró a la defensiva.—¿Y si no es así?—Lo será.—No, Burton. No lo haré. —Cerró

los puños—. No voy a irme de casa paraquedarme sola. No otra vez.

—Por favor. ¿Quieres escucharme?No estoy diciendo eso.

—Cuando me fui de Viena, no tuve

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elección. Ahora sí. Además, está Alice.—Necesitamos dinero.—Hablas como mi padre. Y mira

cómo acabó. —Volvió a sentarse y secubrió la cara con las manos. Se le soltóun rizo de la coleta y le cayó haciadelante.

Burton lo observó un instante antesde colocárselo detrás de la oreja.Madeleine alzó los ojos.

—Estoy embarazada, Burton.—¿Qué?—Me he pasado el día esperando el

momento para decírtelo. Pero primeroestaba Alice, después lo de la casa...

—No puede ser. —Se sintió de

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repente como en la primera marcha quehizo cuando era recluta en la Legión:pisando una arena irregular, tropezandocon la cresta de las dunas,tambaleándose en medio del polvo y laconfusión—. Me estás engañando.

—Estoy de cuatro meses. Iba adecírtelo la última vez, pero antesquería estar segura.

—¿Es mío?El semblante de Madeleine reflejó

un dolor tan profundo que Burton losintió en su propio corazón.

—Hace meses que él no me toca —respondió.

—Perdona. No quise decir eso.

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La última vez que Madeleine habíaestado en la granja habían dado uno desus paseos para terminar haciendo elamor bajo un viejo roble. Burtonvisualizó el sitio exacto. Recordaba ladureza del suelo, los suaves y tersosmuslos de Madeleine: ella le daba vidaa su mundo. Después, mientras yacíansemidesnudos en la hierba, ella bromeóque no haría lo mismo en enero. Él habíareído mientras le recorría el vientre conlos dedos y pensaba que parecía algomás llenita. Lo había achacado a logolosa que era, sin sospechar, nisiquiera remotamente, que podría estaresperando un hijo. Un hijo suyo.

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—Pues ahora sí que necesitamosdinero —aseguró.

—No es tan importante.—¿De qué vamos a vivir? No vamos

a hacernos ricos este año con losmembrillos. Y la granja está fatal.

—¿Crees que eso me importa?—Recuerda que he visto cómo

vives. Criados. Agua caliente. Mueblestan caros que podrías comprar uncaballo purasangre con ellos. —Cadavez que pensaba en su casa deHampstead, sus sueños saltaban enpedazos muy oscuros—. Quiero dartetodo eso.

—¿Cuántas veces tendré que

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decírtelo? Nada de eso me importa.Dormiría en el suelo con tal de estarcontigo.

Burton sintió una punzada de dolor.—¿Qué hay de mi tía? ¿Tienes idea

de cómo me sentí al aceptar su dinero?—Sirvió para comprarte la granja.—Para comprarnos la granja.—Fue un préstamo. Ella quiso

dártelo.Sí, pensó Burton. Dinero manchado

de sangre para compensar lo de suhermana.

—Me pagarán una fortuna por estetrabajo —dijo—. Lo haré y todo seránuestro. No más deudas, ni préstamos.

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Ya no tendremos que preocuparnos pornadie. Ni por mi tía. Ni por él. Podrédarte todo lo que quieras. Y al bebé.

—¡Pero yo no quiero nada! —Laspalabras le salieron como un aullidoexasperado—. Sólo un futuro. Si te vas,puede que no regreses.

—¿Sabe él que estás embarazada?—Por eso tengo que marcharme. Ya

hubo bastante escándalo cuando se casóconmigo. ¿Te imaginas cómoreaccionará ahora?

—Y yo que creía que lo hacíasporque eras feliz aquí.

Madeleine torció el gesto paracontener las lágrimas.

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—¿Por qué lo haces? —preguntó—.¿Qué trabajo podría ser tan importante?

—No puedo decírtelo. No haytiempo.

—¿No hay tiempo...? ¿Cuándo tevas?

—Mañana por la mañana.La mirada de Madeleine se perdió

en el vacío. Él quiso tocarla, pero ellalo apartó con un movimiento de la manolleno de rabia y de dolor.

—Me lo prometiste —murmuró.—Y ahora te prometo que volveré.—¿Y la próxima vez? ¿Cuántas

promesas más vas a hacerme? Nisiquiera me dices adónde vas.

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Burton salió de la pérgola y searrodilló ante ella. Con la cara azorada,se veía tan hermosa que quería besarla.Pero se limitó a tomarle las manos.Madeleine se resistió pero finalmenteentrelazaron los dedos.

—A África —dijo—. Tengo que ir aÁfrica.

Ella intentó soltarse pero él se loimpidió.

—A Angola, ¿verdad? Lo oí porradio: los nazis van a invadirla.

—No. Al África alemana. Al Congo.—Pero África ya no te importa. A

nadie le importa. Dejemos que losalemanes se salgan con la suya...

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—Porque la alternativa es peor, yasí por lo menos hay paz y conservamosel Imperio, y África está tan lejos... Yalo sé, leo los periódicos.

—¿Por qué lo haces entonces?Por un instante Burton vio la cara de

Hochburg, riendo como un chacal.Luego, las ruinas humeantes del hogar desu infancia: maderas quemadas, loswawas frondosos que poblaban elbosque que lo rodeaba, las aguasindiferentes del río Oti.

—Tiene que ver con el pasado —respondió—. Una cuenta pendiente.

—Has dicho que era por el dinero.Burton vaciló.

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—Es por ambas cosas. Te juro queen tres semanas estaré de vuelta.

—Y yo estaré en Londres. No puedohacerlo, Burton. Vete si tienes quehacerlo, pero no me pidas que te espere.Es demasiado.

—¿Después de todo lo que hemosvivido? ¿De todos los planes que hemoshecho?

—No recuerdo haber mencionado elCongo en ninguno de ellos.

—¿Y el bebé?—Quiero otra niña. Quiero que

conozca a su padre. —El miedo se ibaacentuando en su voz. Miedo, histeria,acompañados de un torrente de lágrimas.

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Madeleine apenas lloraba, ni siquieratras los arrebatos de su marido.

—Hablas de mí como si ya estuvieramuerto.

—Ni siquiera me dices para qué irásallí.

Burton vaciló.—Para matar a un hombre. Un nazi.—¿Un nazi?—Un pez gordo de las SS. Alguien

que representa todo aquello que túodias.

—No me des lecciones sobre lasShutzstaffel.

—Representa todo lo que está malen África.

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—No cambiarás nada matándolo.Otro ocupará su lugar. Y otro. ¿Qué hadicho Goebbels? Que éste va a ser elmilenio alemán. No vale la pena.

Burton guardó silencio mirando lasmanos de Madeleine, todavía entre lassuyas.

Y después se lo dijo.Se lo dijo todo. Una historia que no

había contado nunca a nadie, ni siquieraa Patrick. Y cada vez que mencionaba aHochburg, estaba más sediento devenganza. No le había pasado por lacabeza que sería padre. La idea lollenaba igual de pánico que desatisfacción. Pero no tenía intención de

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alejarse de su hijo. No después de loque su madre había hecho. A veces sepreguntaba si seguía siendo ese chico decatorce años que observaba la linde delos árboles con la esperanza de quealgún día volviera de la selva.

Madeleine lo escuchó atentamente.Sabía que sus padres habían muertocuando él era pequeño. Pero no cómo.Esa parte de su niñez era algo queBurton siempre se había callado, algoque le avergonzaba admitir. Maddiehabía aprendido a aceptar lascrueldades de la vida. ¿Por qué no podíahacer él lo mismo? Al principio, loescuchó intrigada, y después empezó a

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sollozar. Finalmente, su semblante sevolvió tan frío e impasible como el deun dios de la montaña. Era como si vieraa Burton por primera vez.

Cuando hubo terminado de hablar,una neblina fría avanzaba por loscampos. Guardaron silencio. Burton oyóel móvil sonoro que colgaba sobre lapuerta trasera. Había sido de su madre,y era una de las pocas pertenencias quele quedaban de ella. Cuando erapequeño, su madre había empezado aadornar la casa con ellos, para grandisgusto del padre. De noche, Burton sedormía con su tintineo.

—Tengo hambre —dijo Madeleine

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finalmente.—¿Quieres que te prepare algo? ¿Un

bocadillo de jamón? —Le encantabanlos bocadillos de jamón, especialmentecon el pan de molde mojado en leche yservidos en uno de sus platosdesconchados para comerlos concuchillo y tenedor.

Ella sacudió la cabeza.—¿Sabes qué? A veces me pregunto

qué habría ocurrido si las cosas fuerande otro modo. ¿Seguiría en Austria? ¿Ome habrían enviado a Madagascar? ¿Ymis padres? ¿Mi hermano y mi hermana?—Se le fue la voz.

—No nos habríamos conocido.

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—Papá solía decir: «Déjalos que sediviertan. Pronto se aburrirán y nosdejarán en paz.» Me parece que se locreía, incluso cuando lo pusieron alimpiar las calles. Incluso cuando leescupían en la cara.

Cada vez que Burton oía esa historiaquería estrechar a Maddie contra supecho y no soltarla nunca.

—Pero si pudiera ponerles la manoencima a esos cabrones —prosiguió—,si pudiera hacerles sentir esto —dijo,dándose golpes con el pulgar en elcorazón—, lo haría sin el menorremordimiento.

Burton empezó a relajarse: iba a

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darle su bendición. No habría podidoirse sin ella.

—Pero tú, Burton, deberíasolvidarlo. Lo has guardado tanto tiempodentro de ti que debería seguirenterrado. No se te ha perdido nada enÁfrica. —Lo miró a los ojos, suplicante,desafiante—. Hochburg es un fantasma.No lo resucites —dijo en alemán.

—Te amo, Madeleine. Me has dadotanto... Pero tengo que hacerlo, tengoque saber la verdad sobre mi madre.

—¿Y qué ganarás con eso?Se recorrió las líneas de la palma de

la mano. Antes de conocer a Madeleine,su vida había sido terrible, implacable.

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Recordó que un compañero legionariohabía dicho una vez: «Somos hombresvacíos, almas perdidas y violentas.» Poreso se había alistado: los días duros ylas noches cortas de la Legión ledejaban poco tiempo para pensar en elpasado. Por eso había vuelto a Áfricacuando el resto de Europa celebraba lapaz. Necesitaba algo para aplacar surabia y borrar el pasado. Pero el pasadosiempre había logrado permanecer vivoen él. Y todavía seguían acosándolo lasmismas preguntas sin respuesta. Ahoratenía una oportunidad de acabar conellas para siempre.

—Un futuro —respondió—. Dejar

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de mirar atrás, preguntándome siemprequé pasó. Estoy harto de hacerlo.Cuando sepa la verdad, cuandoHochburg esté muerto, no volveré asepararme nunca de ti, del bebé ni deAlice. —Volvió la vista hacia losárboles frutales, hacia los edificiosdilapidados que los rodeaban—. Todolo que quiero está aquí.

Madeleine estuvo callada otro buenrato.

—¿Tres semanas?—Hay un avión que sale de Egipto

el día dieciocho. Con tiempo de sobrapara la cosecha. Prepararemos un buentajín para celebrarlo —dijo Burton,

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refiriéndose a un guiso típico del nortede África, y soltó una carcajada forzada—. Cocinaré yo. De cordero conmembrillo, como en la Legión. Nohabrás probado nada más rico en tuvida.

—Aún falta para la matanza delcordero, tonto —comentó Madeleinecon tristeza.

—Pues de ternera, entonces. Regadocon champán. Para brindar por nuestrofuturo.

Tras una pausa larga, Madeleinehabló:

—Te estaré esperando, pero que nise te ocurra... ¿me oyes bien?... que ni se

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te ocurra caer herido. Ni dejarte matar.La tomó entre sus brazos y le sujetó

la parte posterior de la cabeza con unamano. Era como si sostuviera todo sucuerpo.

—Te doy mi palabra, Madeleine. Telo juro.

Y lo había dicho en serio.Aquel avión en llamas tenía que

haberlo llevado hasta Jartum; luego,habría ido a El Cairo, de ahí a Londres,y finalmente habría recorrido el caminolleno de baches que conducía a su casa.

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5

Aeródromo de Mupe, Kongo14 de septiembre, 2.25 h

Un silbido. Un segundo proyectilimpactó en el avión. Y después untercero.

Burton cayó al suelo sintiendo elhedor a queroseno y fuego. Pasósilbando otro proyectil. Pudo ver unlanzacohetes Nebelwerfer oculto entrelos árboles.

Les llovió un montón de restos delaparato ardiendo. Dolan rodaba por la

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pista con un brazo en llamas. Patrick sequitó el guardapolvo y lo lanzó encimadel galés para sofocar el fuego. Lescaían balas por todos lados, como sigranizara.

La incredulidad paralizó a Burtonunos segundos, y después se levantógritando a Lapinski, a su lado:

—¡Todos a los jeeps! ¡Rápido!Corrieron hacia los vehículos.

Vieron aparecer soldados por todo elperímetro del aeródromo. Burtonreconoció el uniforme negro de lasWaffen-SS, las insignias con lascalaveras sonrientes.

—¿Y él? —preguntó Lapinski

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mientras ponía en marcha el Ziege.Nares todavía estaba donde lo

habían dejado, con los ojos cerrados ytemblando de pies a cabeza. Porimposible que pareciera, no le habíadado ninguna bala.

—¡Nares! —llamó Burton—.¡Muévase!

El aviador seguía totalmenteaturdido.

—Déjalo —dijo Patrick.Burton volvió corriendo hacia la

pista, esperando que las balas no loabatieran. Sujetó a Nares y lo llevóhasta el jeep, que arrancó antes de quecerrara la puerta.

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Una ráfaga de ametralladorarecorrió el parabrisas e hizo añicos unaparte. Burton recibió el impacto en todala cara: cientos de pinchazosdolorosísimos. Unos soldados lescortaron el paso. Lapinski pisó a fondoel acelerador y los derribó como sifueran bolos. Burton alcanzó a ver unrostro pálido, presa de asombro. Uninstante y ya había desaparecido. Hubootra explosión.

—¡Para el jeep! —gritó Patrickdesde detrás.

—¡Acelera! —ordenó Burton—.¡Acelera!

—Te digo que pares.

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Lapinski lo ignoró. De repentePatrick estaba entre ellos encañonandocon su pistola al conductor.

—¡Para, coño!Lapinski frenó de golpe y todos

salieron lanzados hacia delante. Elmotor se caló. Tras ellos, el segundojeep, con Vacher al volante, intentódetenerse también. El choque se produjoen medio de un estrépito de metal ycristal.

—¡Joder! ¿Te has vuelto loco? —soltó Burton.

El conductor le daba frenéticamenteal contacto.

—La carretera es una trampa —dijo

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Patrick; seguía con las gafas de visiónnocturna puestas—. Baja. Yo te cubro.

Un instante después, Burton estabafuera del Ziege. Detrás de ellosempezaban a verse varios pares defaros, como ojos de monstruos. Delante,en la carretera, había una cadena depinchos de acero, suficientes paradestrozar los neumáticos de cualquiervehículo. Burton arrancó la cadena delsuelo y la lanzó hacia la vegetación.

—¿Comandante? —Dolan tambiénhabía salido de su vehículo. Llevaba unpaquete de dinamita en la mano.

—¡Veinte segundos! —gritó Burtonun momento después.

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Dolan fijó un temporizador y, trascolocar los explosivos en la base de unárbol, volvió al Ziege. Vacher diomarcha atrás, rodeó el primer vehículo yse marchó a toda velocidad.

Lapinski había logrado por fin ponerde nuevo el motor en marcha. Burton sesentó a su lado.

—¡Vámonos!Pero, antes de que pudiera pisar el

acelerador, se vieron rodeados desoldados. Hubo una ráfaga de disparos,lo bastante cerca como para olerlos. Elresto del parabrisas desapareció. Ellado del conductor explotó entre chispasy humo, alguien gritó.

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Burton sacó la Browning y disparó aciegas por la ventanilla.

El jeep dio un bandazo hacia delanteen primera con un chirrido. Dejaron lacarretera y se metieron entre los árboles.

—¡Cuidado, Lapinski! —exclamóBurton, girándose hacia el conductor.Pero éste estaba caído sobre el volante,con el pie sobre el acelerador. Lefaltaba la mitad de la cara.

Burton sujetó el volante y lo giróbruscamente para esquivar los árboles.El jeep chocó contra un tronco y seabolló el capó, pero logró volver a lacarretera.

Nares berreaba en la parte trasera.

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Burton tiró del freno de mano contanta fuerza que le pareció que iba aarrancarlo. El jeep se paró en seco. Seoían voces de alemanes. Y la respuestadel fusil con silenciador de Patrick.

Echó a Lapinski hacia atrás y lomiró un momento que pareció durar unaeternidad. Tenía el cráneo hundido y lasangre, que parecía negra, le salía aborbotones. El ojo que le quedaba lomiraba acusadoramente por lo que iba apasar a continuación.

Burton abrió la puerta del conductory lanzó el cadáver fuera del jeep.Después ocupó su asiento y cogió elvolante.

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La dinamita de Dolan explosionó yderribó el árbol sobre la carretera,bloqueándola. Burton pisó elacelerador. El jeep botó arriba y abajo.

—¡Tengo que poner las luces! —gritó a Patrick.

—¿Quieres darles un buen blanco?—¡No veo una mierda! Inutiliza las

traseras.Burton encendió las largas mientras

Patrick se asomaba por un costado ygolpeaba la lucecita roja con la culatadel fusil. La carretera se inundó de luzmientras empezaban a perder de vista aDolan. Había muchos baches pero erarecta. Burton observó que el

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cuentakilómetros subía a treinta. Ydespués a cuarenta, cuarenta y cinco,cincuenta. Tras ellos, el resplandor delos disparos se fue reduciendo hasta quese lo tragó la selva. Suspiró aliviado.

Por el retrovisor vio que Patrick lomiraba con ceño.

***

Condujeron toda la noche, siguiendosiempre viejas carreteras sin asfaltar. Aloeste tenían las inmensas plantacionesde caucho de la Volkswagen, donde seproducían neumáticos baratos para suomnipresente Coche del Pueblo, y los

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campos de café y cacao que alegrabanlos desayunos de Europa. Pero esaregión, en la parte más profunda delinterior, había sido ignorada desde queDeutsch Kongo se había convertido en elnombre oficial del país. Burtonalucinaba al ver cómo la selva habíaengullido los esfuerzos belgas pordominarla. «Los nazis deberían tomarnota —pensó—. Por más alto queondeen la esvástica, tarde o temprano lavegetación la alcanzará.»

Cuando la carretera se ensanchó,Burton adelantó al otro vehículo. Apartir de ahí, fue él quien abría camino.Al final, la adrenalina remitió, se le

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entumecieron las extremidades y loscortes diminutos de la cara empezaron adolerle. En el asiento trasero Patrick sehabía quitado las gafas de visiónnocturna. Llevaba los ojos cerrados,aunque Burton sospechaba que no estabadormido; era una costumbre suya. Teníael fusil cerca y reseguía con los dedoslas palabras grabadas en la culata.Nares estaba tan sudado y pálido comosi fueran a amputarle una pierna.

Una hora después del amanecer,cuando la niebla matutina limitaba lavisibilidad, Burton decidió parar.Redujo la velocidad a veinte kilómetrospor hora, y cuando vio un claro en la

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selva, se metió en él. Vacher lo siguió.Recularon entre los árboles paraalejarse de la carretera lo suficientepara no ser vistos. A su alrededor habíauna aldea indígena abandonada, por elestado ruinoso de las chozas, hacíamucho tiempo. «Desde el Decreto deWindhuk», pensó Burton.

Windhuk, la capital de DeutschSüdwestafrika, el África SudoccidentalAlemana. En 1949 se había celebradoallí una conferencia presidida porHimmler para debatir «la seguridadracial del África alemana». Los detallesseguían rodeados de secreto, pero losmeses posteriores se inició el

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reasentamiento de la población negra enel Sáhara, que los alemanes llamaban«Muspel». La descripción oficial era«redistribución y consolidación étnica»,aunque la mayoría prefería no preguntarqué significaba eso exactamente.

Burton apagó el motor. Sólo se oíanlos ruiditos metálicos del vehículo traspararse. Después del rugido constantedel coche en marcha, el sonido parecíaensordecedor, como si fuera a delatardónde estaban. Los árboles dejaban caergotas de agua sobre ellos.

Burton miró a Patrick. Al empezar lanoche se había puesto gotas de atropinaen los ojos para dilatar las pupilas, una

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práctica habitual de los francotiradorespara sacar el máximo rendimiento a lasgafas de visión nocturna. Sus ojosseguían alterados: parecía frenético ysobresaltado.

—¿Todo bien, chef? —le preguntó.Chef era como lo llamaba en la Legión:jefe.

—Le han dado a Nares.—¿Es grave? —dijo mientras se

volvía hacia al aviador. Era mayor queél, aunque parecía más joven y llevabauna mata de pelo a lo Stan Laurel. Suslabios le recordaron tiras de hígadocrudo.

—Es una herida superficial —

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respondió Patrick—. Ya se la hevendado.

Salieron del Ziege y se acercaron alos demás. Al verlos, Dolan susurróalgo a Vacher. Los dos intercambiaronuna mirada cómplice y se pusieron máso menos firmes. Tenían la miradaagotada pero expectante. «Pobresidiotas —pensó Burton—, todo siguesiendo una especie de aventura paraellos.»

—¿Dónde está Lapinski? —preguntóVacher.

Burton sacudió la cabeza.—Nos ha dejado.—¡Joder! —El rodesiano palideció

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y encorvó ligeramente los hombros—.Era... buen tipo.

—Para ser polaco —añadió Dolan.—¿Quién se lo dirá a su prometida

cuando volvamos? —quiso saberVacher.

—Primero tenemos que volver —dijo Burton—. ¿Alguien sabe trepar alos árboles?

Nadie respondió.—Necesito que alguien se sitúe por

encima de la niebla. Para ver cómo estáel patio.

—Yo ya he cubierto el cupo desubirme a los árboles por una noche —murmuró Patrick.

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—Ya lo haré yo —dijo Dolan a lavez que dirigía una mueca de desdén alhombre mayor.

—¿Y ese brazo? —preguntó Burton.Lo llevaba envuelto en vendas húmedasy tenía la mano lívida.

—No es nada. —Dejó el BK44 y seencaramó al tronco más cercano.

Mientras esperaban, Burton sacó lacantimplora. Se lavó la sangre (la sangrede Hochburg) de las manos y se echóagua en la cara. Luego se la llevó a loslabios.

—¡Por el káiser! —dijo a Patrick.Era una vieja broma suya de la Legión.

Su amigo no le prestó atención.

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Burton dio un buen trago y pasó lacantimplora a los demás.

—¿Tiene alguien comida? —preguntó—. Me muero de hambre.

—Yo tengo unas cuantas naranjas —dijo Vacher, y las sacó del jeep—. Merecuerdan a mi casa.

Vacher era el benjamín del grupo;tenía los ojos atentos de un cazador y elaspecto de estar siempre avergonzado opidiendo disculpas. Físicamente era tancorpulento como Dolan, de hecho podíapasar por su hermano menor. Gorilarí yGorilará, los llamaba Patrick; Vacherera Gorilará.

Cuando se repartieron las naranjas,

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Patrick mordisqueó un gajo despacio.Una vez que hubo terminado, delbolsillo de la guerrera sacó su pipa (lapipa de la suerte) y la encendió. La teníadesde la Gran Guerra, y creía quemientras la conservara en buen estado,él estaría bien. El olor familiar del humoanimó a Burton.

Dolan se reunió con ellos. Llevabalos pantalones manchados de las hojasmojadas del árbol. Vacher le dio laparte que le correspondía de lasnaranjas. Se la zampó mientras hablaba:

—Hay un helicóptero revoloteando alo lejos, al sudoeste. —Escupió laspepitas—. Aparte de eso, nada.

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—¿Estamos a salvo, entonces? —preguntó Nares con el característicoacento rodesiano.

—De momento —respondió Burton.Siguieron comiendo y bebiendo unos

minutos más mientras arqueaban laespalda y hacían estiramientos. Vacherquitó el cargador del BK44 y comprobóel mecanismo de disparo. El BK era elarma favorita de los nazis en África,producido a millones en las fábricas delas SS en Muspel. Había sido diseñadolos meses posteriores a la invasión delCongo belga (como se llamabaentonces), cuando los soldados seencontraron con que los fusiles

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tradicionales se atascaban con lahumedad. El nombre del BK44, que sólotenía siete partes móviles, procedía dela forma característica de su cargador:Banane Kanone. Cañón en forma debanana.

Burton sacó el mapa. Tenía queencontrar una forma de marcharse deÁfrica, de volver con Madeleine. Esaúltima noche habían decidido queMadeleine regresaría a Londres yseguiría fingiendo llevar una vidanormal. Iría de nuevo a la granja el día18, cuando Burton llegaría a casa.Después, se lo contaría todo a sumarido.

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Abrió el mapa sobre el capó deljeep y empezó a examinarlo. Los demáslo rodearon. Era un viejo mapa de lainteligencia naval, de 1943, quemostraba las carreteras belgas. Burton lehabía añadido las nuevas carreterasalemanas en negro; había un montón delíneas gruesas. Recorrió el papel con eldedo hasta un punto, en el que dio variosgolpecitos.

—Estamos aquí —aseguró—.Kilómetro arriba, kilómetro abajo.

Dolan se inclinó hacia el mapa yasintió. Luego deslizó el dedo unoscentímetros al nordeste hasta un puntoseñalado como Doruma.

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—Tendríamos que ir a Sudán —aseguró. Nares contemplaba el mapamientras él seguía hablando—: Habrámenos de doscientos cincuentakilómetros. Al anochecer ya habremosllegado. A medianoche habremoscruzado la frontera y estaremos a salvo.

Alzó los ojos, expectante, esperandosu reacción. Nares y Vacher asintieron.

—Tendríamos que ir a la Nigeriabritánica —lo contradijo Burton.

Una inspiración profunda.—Con todo respeto, comandante —

dijo Dolan—, ¿estás loco? Coño, debede haber...

—Cerca de dos mil kilómetros. Ya

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lo sé. A través de Aquatoriana, además.Aquatoriana: la antigua África

Ecuatorial Francesa, en ese momento laprovincia centrooccidental de los nazis.

—Es imposible. ¿Y el combustible?No sé si hay bastante para llegarsiquiera a Sudán.

—El combustible es un problema —admitió Burton—. Pero pensadlo unmomento: Doruma es el punto fronterizomás cercano. Y como el campo de minasde Yuba-Bangalia protege el resto de lafrontera, también es el más evidente. Sifuerais cabezas cuadradas, ¿dóndeconcentraríais vuestras fuerzas? Seríameterse en la boca del lobo.

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—Tiene razón —admitió Patrick conreticencia.

—¿Y Rougier? —preguntó Vacher.Lazlo Rougier era el contacto deAckerman en Stanleystadt, el hombreque les había suministrado los jeeps ylas armas. Todos habían memorizado ladirección de su piso franco por si algosalía mal—. Quizá pueda ayudarnos.Hacernos cruzar la frontera río abajo dealgún modo.

Patrick sacudió la cabeza.—Los cabezas cuadradas nos

estaban esperando.—No —soltó Burton—. Nos

persiguieron. Tú mismo lo viste. —No

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quería aceptar la alternativa.—¿Lanzacohetes? ¿Pinchos en la

carretera? Hazme caso: era unaemboscada. Ackerman nos traicionó.

—¿Y? —dijo Vacher.—Pues que si estaban al tanto de

nosotros, lo estarán de Rougier.Seguramente ya le han cortado loshuevos y se los han enviado a Himmler.

—Tendría que estar loco parahablar.

—El dolor vuelve loco a cualquiera.—Vacher y yo ya hemos trabajado

antes para Ackerman. Nunca nos la hajugado. Nos ha pagado bien. No sabes loque dices, abuelo.

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—Lo comprobé —coincidió Burton,que intervino para evitar que llegaran alas manos—. Todo el mundo me dijoque era legal.

—Puede que todo el mundoestuviera equivocado —replicó Patrick.

Dolan ignoró el comentario.—¿Qué más da si nos tendieron una

trampa? Ahora lo único que importa essalir de aquí. Nos vamos a Sudán. —Con ese plural, parecía incluir a Vacher,y el rodesiano no discrepó.

—Estará infestado de alemanes —comentó Burton, consciente de que notenía demasiado sentido discutirlo.

—¡Pues saldremos a tiros! —bramó

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Dolan. Le brillaron los ojos de sólopensarlo, como si matar unos cuantosnazis fuera a cambiar el mundo.

—¡Por amor de Dios! —exclamóPatrick, sacudiendo la cabeza.

—¿Algún problema, abuelo?—¿Quieres que os maten? —dijo

Patrick, y dio unas caladas a la pipa—.Por mí, ningún problema.

—El típico yanqui: demasiadoacojonado para luchar.

Patrick suspiró.—No todos somos aislacionistas,

¿sabes?—Sois los suficientes. Si tu país no

hubiera sido tan cobarde, podríamos

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haber plantado cara a los boches. Haberdado una buena paliza a Hitler.

Durante su breve mandato, Churchillhabía intentado repetidamente conseguirque Estados Unidos participara en laguerra. El presidente Roosevelt sesolidarizaba con la causa británica, perono contaba con el apoyo de losciudadanos. El American FirstCommittee pidió al país que nocombatiera. Tenían ya demasiadosproblemas en recuperar una economíaarruinada como para embarcarse enaventuras europeas. El Congreso estuvode acuerdo y en 1940 ratificó la Ley deNeutralidad, que había definido la

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política exterior de Estados Unidosdesde entonces.

—¿Y dónde estabas tú enDunkerque? —preguntó Patrick—.Todavía en el colegio, y tu mamá teníaque limpiarte el culo.

—¿Y dónde estás tú ahora? —replicó Dolan, con las mejillascoloradas del coraje—. A punto demearte encima. Siempre dije que no tenecesitábamos. Eres demasiado viejo.Demasiado viejo y cobarde.

«Va a matarlo», pensó Burton. ¿Quéiba a detener a Patrick? Un golpe secoen el cuello y Dolan estaría muerto.

Pero Patrick soltó una carcajada

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sorda y no dijo nada. Cuando Burton lomiró, tenía la cara levantada hacia elcielo para que el sol se la calentara.

—Muy bien —dijo Burton—. Nosdividiremos en dos grupos. Vosotrosdos iréis a Sudán. Patrick, Nares y yo, aNigeria.

—Yo quiero ir con ellos. —Naresseñaló a Dolan y Vacher como si fueranlos únicos hombres cuerdos en una tribude locos—. Sudán está más cerca.

—No sabes lo que dices.—¡Ya lo creo que lo sé! —Nares ya

se había acercado a los otros dos.—Mira, te necesitamos. Nigeria está

demasiado lejos para conducir solos,

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especialmente si... —titubeó—especialmente si uno de nosotros caeherido. Tenemos que ser tres. Paraturnarnos conduciendo.

—Lo siento, pero no es problemamío.

—No lo sentías tanto cuando tesalvé la vida en el aeródromo.

—No tendría que haber salido delavión.

—Yo en tu lugar me lo pensaríamejor —dijo Dolan—. Piénsalo bien. —Se alejó un paso del aviador. Burtonimaginó lo que le estaba pasando por lacabeza: Nares era una carga.

—Nares, esto es una operación

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militar —prosiguió Burton—. Lo quesignifica que yo estoy al mando. No teestoy pidiendo que vengas con nosotros.Te lo estoy ordenando.

Nares miró a Dolan en busca deayuda.

—El comandante tiene razón.Seguramente es mejor que vayas con él.

El destino del aviador estabasellado.

—Decidido, pues —dijo Dolan.Parecía ansioso por volver a lacarretera—. Nos veremos en casa.

—Esperad —dijo Patrick—.Tenemos que ponernos de acuerdo en loque vamos a decir si nos capturan. —

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Era el procedimiento habitual en loscasos de huida y evasión—. No quieroque este tarugo nos delate si lo pillan.—Señaló con la cabeza a Dolan.

—¿Qué coño insinúas?—Te aseguro que en cuanto oigas el

clic de la puerta de la celda, lo contarástodo. Hasta la talla de nuestras botas.

Dolan alargó la mano hacia lapistola, pero Burton fue más rápido. Seinterpuso entre ambos hombres.

—Si llega el caso, puede quemientas sobre nuestra talla de calzado.Pero Patrick tiene razón. Tenemos queponernos de acuerdo en lo que vamos adecir.

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Dolan alejó la mano del arma,aunque dirigió otra mirada asesina alhombre mayor.

—Sudán y Aquatoriana quedandescartados —dijo Burton—. Eso nosdeja el este o el sur.

Vacher se mordió la uña del pulgar.—Lo del este no tiene demasiado

sentido, a no ser que queramos irnadando. Me parece mejor el sur.

—Decidido —dictaminó Burton—.A Stanleystadt. Si saben lo de Rougier,les cuadrará.

Todo el mundo asintió, todo elmundo excepto Nares, que estabacabizbajo.

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Se quedaron mirando entre sí. Nadiedijo nada. La niebla se había aclarado;el calor de la mañana empezaba adejarse sentir. Era como una presenciafísica que surgía del bosque, decidida aexprimirles hasta la última gota desudor. Un mono chilló en alguna parte.

Patrick asintió con la cabeza aVacher, dirigió una sonrisa encantadoraa Dolan y fue a orinar detrás de unachoza. Burton siguió a los otros dos a suZiege y cerró la puerta del conductoruna vez que Dolan se hubo sentado alvolante; la mano quemada se le estabaponiendo de un color tirando ablanquecino. ¿Lo lograrían? Tal vez.

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Podrían pisar suelo británico a finalesde esa semana mientras él estaríaperdido y sin combustible a milkilómetros y medio de la seguridad. Porun momento estuvo tentado de darles unmensaje para Maddie.

Dolan puso el motor en marcha.—¿Vamos a cobrar? —preguntó

Vacher.—Ahora eso es lo de menos, Pieter.

Recordad, si os pillan: Stanleystadt. —Dudó un momento, en busca de unaspalabras de despedida—. Siento comosi tuviera que decir algo.

—No hace falta, comandante —dijoDolan—. Te espera un viaje muy largo.

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—Buena suerte —dijo Burton. No letendió la mano.

—Igualmente.Burton se apartó para que el jeep

arrancara y saliera a la carretera. Unosmomentos después, con Patrick delante yNares en la parte trasera, el vehículo deBurton hizo lo propio. Siguieron elmismo camino unos veinte minutos hastallegar a una bifurcación. Entonces,Dolan se dirigió al norte y Burton giró aloeste, hacia Aquatoriana.

Y hacia cerca de dos mil kilómetrosde territorio nazi.

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6

Aeródromo de Mupe, Kongo14 de septiembre, 11.00 h

—¿Qué hacemos con él? —preguntaron los dos SS.

E l Gruppenführer Derbus Kepplarcontempló el cadáver que le mostraban.Lo habían encontrado junto a lacarretera. Le faltaba la mitad de la cara,y tenía la otra cubierta de insectoshambrientos. Por la estructura delcráneo parecía pertenecer a la categoría4: un polaco de mierda.

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—¿Llevaba algo que lo identificara?¿Documentos?

—Sólo esto. Se lo encontramos en elbolsillo.

Uno de los hombres le entregó unafotografía. Kepplar la examinó: unamujer joven, nórdica, de la categoría2/3. Buenos pómulos, dientesadecuados. La esposa o la novia, sinduda. Si los británicos toleraban esaclase de emparejamientos, no eraextraño que su imperio se estuvierapudriendo.

Kepplar rompió la foto en cuatro ylanzó los pedazos al suelo. Volvió amirar el rostro destrozado del cadáver y

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al ver el uniforme negro que llevabapuesto, se le revolvió el estómago.

—Desnúdenlo —ordenó—. Ningúneslavo merece vestir nuestro uniforme.Después, cuélguenlo y déjenlo a mercedde los buitres. Que sea un aviso paranuestros enemigos.

Los SS dejaron caer bruscamente elcuerpo y, encantados, fueron a buscaruna soga.

La primera reacción de Kepplar alenterarse de lo ocurrido a Hochburghabía sido de alivio. Alivio porque asíya no tendría que irse. Había pasadomás de un año buscando excusas para novolver a casa hasta que ya no le quedó

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ninguna. Incluso Hochburg creía quehabía llegado el momento de quevolviera a ver a su familia. Parecía queya no podría eludir una estancia de tressemanas en Germania. Tres semanas ensu precioso piso de la Tiergartenstrassecon su preciosa esposa y sus trespreciosos hijos. Unos abnegados ojosazules que se asombrarían con todo loque hiciera. De noche, soñaría conincendiar el edificio con su familiadentro. Lo único que le gustaba de ir acasa era ver cómo la nueva metrópolisd e l Reichmimster Speer se elevabahacia el cielo o pasear por la avenida dela Victoria.

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Pero los acontecimientos lo habíansalvado.

Kepplar pertenecía a la categoría1/2. Musculoso y con el pelo rubiorapado, había sido el propagadorgenético de los ojos de sus hijos. Lefaltaba la mitad de la oreja derecha.

Había convertido el aeródromo deMupe en su centro de mando temporal.Varios técnicos estaban estableciendoconexiones de radio en la azotea; en lasala de control, situada debajo, habíaextendido sobre dos mesas un mapa deDeutsch Kongo con las posiciones delos controles de carretera señalados conalfileres negros. Los vehículos de

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persecución ya estaban peinando laselva en todas direcciones. Kepplartenía que admitir, sin embargo, que eraimposible acordonar una zona deltamaño de Ostland, por más queGermania lo exigiera. Su últimaesperanza era que los asesinosintentaran pasar a Sudán. Ahíconcentraría todos sus esfuerzos, al estedel campo de minas de Yuba-Bangalia.Tres camiones cargados con sus mejoressoldados se estaban preparando parasalir rumbo a la frontera, junto con supropio Ziege y los motociclistas deescolta.

Un ayudante entró apresuradamente

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en la habitación y se dirigió a Kepplar:—Herr Gruppenführer, el cónsul

español ha llegado de Stanleystadt.—Estupendo. Comuníquenme con

Sudán. Necesito hablar con losbritánicos. —Salió de la sala de controlpara recibir al señor Aguilar, el cónsulespañol. Aguilar estaba apoyado en suMercedes. De complexión redondeada,era tan gordo como Goering.

—Heil Hitler! —dijo Kepplar,haciendo el saludo correspondiente.

—Heil! Kepplar, amigo mío, ¿qué hapasado para que tuviera que levantarmede la cama y meterme en la dichosaselva a esta hora de la mañana?

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Los dos hablaban en alemán, lalengua franca de esa parte de África.

—¿No se ha enterado? Asesinaron algobernador general.

La tez de Aguilar adquirió latonalidad de la leche cortada. Kepplarimaginó lo que estaría pensando: ¿quiénme pagará ahora las putas y los trajes deseda? El Mercedes se lo había regaladoHochburg.

—Por eso le he pedido que viniera—prosiguió—. Germania quiere unaverificación independiente de loshechos. Lo que sucedió constituye unacto bélico. ¿Ha traído un fotógrafo?

—Por supuesto. —Aguilar chascó

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los dedos y apareció un hombre con unaHasselblad y una bolsa de fotógrafo.

—Síganme, por favor —pidióKepplar, y llevó a los dos hombreshacia los restos calcinados del avión.

La mañana ya era lo bastantecalurosa como para reblandecer elcuero. Kepplar notó que le picaba lacara; la tenía cubierta de constelacionesde puntitos escarlata. El calor y lahumedad de la selva le hacían estragosen la piel, por más aceite de menta quese aplicara.

Una dotación de bomberos habíaapagado las llamas de la explosión, peroel centro del aparato seguía irradiando

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un calor intenso. Kepplar condujo aAguilar y al fotógrafo a la parteposterior del avión, donde todavía podíaverse el alerón de cola.

—Como si no tuviera ya bastantescosas de las que ocuparme —se lamentóe l Gruppenführer—. Insurgentes en eloeste, escasez de mano de obra... ¡yahora esto!

Aguilar contempló el logocarbonizado de la Central AfricanAirways.

—¿Rodesia? ¿Son de ahí losmagnicidas?

—Haga que su hombre lo fotografíetodo —contestó Kepplar—. Desde todos

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los ángulos. —El fotógrafo se pusomanos a la obra mientras Kepplar seguíahablando—: Hasta donde sabemos habíados grupos. Un único asesino que sehizo pasar por oficial de las SS y llegó aKondolele en avión ayer por la noche. Yun pelotón de apoyo, formado por cuatrohombres que lo esperaban en la selva.Destruyeron la mitad de la Schädelplatzdurante la operación.

—¡Caray! Siempre dije que elFührer tenía que haber presionado paraquedarse con Rodesia al redibujar elmapa. O, como mínimo, el norte. Es unabuena zona minera, y así habríamantenido a los británicos a distancia.

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El flash del fotógrafo lanzó sufogonazo.

—Creemos que los británicos estándetrás de esto.

Aguilar arqueó las cejas.—El avión es rodesiano —prosiguió

Kepplar, que consultó sus notas—. Unvuelo comercial de Salisbury. Pero losasesinos eran mercenarios pagados porLondres.

—¡Imposible! Sé que Hochburgtemía que intentaran algo así. Pero yonunca le di crédito. Los británicos estándemasiado debilitados, no tienen ánimopara seguir combatiendo. Sólo quierenla paz.

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Kepplar entregó una cartera aAguilar.

—Échele un vistazo.Aguilar abrió la cartera y sacó tres

documentos de identidad.—Dolan —dijo, leyendo el primero

—. Teniente de la Guardia Galesa.Nacido en 1928. Vacher, rodesiano.Lapinski...

—Un eslavo de mierda —escupióKepplar como si tuviera algo inmundoen la lengua—. Mis hombres loabatieron. No sabemos nada de los otrosdos. Pero sospechamos que también sonbritánicos.

—¿De dónde sacó esto? —preguntó

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Aguilar.—Uno de mis camisas negras fue tan

valiente que lo recuperó del avión.Aguilar observó los restos

humeantes y volvió a dirigir los ojos alos inmaculados documentos deidentidad. España no había intervenidoen ningún momento en la guerra.Después, su prolongada neutralidad laconvirtió en un árbitro útil. ComoHochburg solía decir a Kepplar, losespañoles poseen la clase deimparcialidad que conviene. El Führerestaba de acuerdo con él, por lo queEspaña fue el país anfitrión en laConferencia de Casablanca; desde ese

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momento, Marruecos pasó a ser unacolonia española.

—Lo entiendo, amigo mío —aseguróAguilar—. Lo entiendo perfectamente.

—Gracias, señor. Sé que elgobernador habría apreciado su lealtad.

—¿Sabe ya, por casualidad, quién losustituirá? —preguntó Aguilar trashumedecerse los labios—. ¿Tal vezusted?

—No sería digno de este puesto.Pero todavía es muy pronto para hablarde eso. El pueblo alemán, y África,están de luto.

—Por supuesto.El fotógrafo había terminado su

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trabajo. Los tres hombres volvieron alMercedes.

—Redactaré un informe para Madridde inmediato —dijo Aguilar—. Lo haréde forma que puedan trasladarlo alConsejo de la Nueva Europa, junto conlos documentos y las fotografías. No sepuede permitir que Londres salgaimpune de semejante atropello.

—Si los británicos quieren lucha,los aniquilaremos por completo, comohicimos en Dunkerque —aseguróKepplar—. Gracias por venir, señorAguilar.

Lo ayudó a subirse al coche y sequedó mirando como éste se alejaba

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hacia Stanleystadt.Kepplar regresó veloz a la sala de

control. Un ayudante le alargó unteléfono de campaña cuando entró.

—Herr Gruppenführer, tengo a losbritánicos en línea. Es el oficial almando de la guarnición de Muzunga.

Kepplar le arrebató el aparato de lamano y se lo puso en la oreja izquierda.Podía oír con la otra pero era incómodoapoyar un auricular en el muñón.

—Le habla el GruppenführerDerbus Kepplar —dijo en inglés—. Soyel segundo del gobernador generalHochburg. Mejor dicho, era el segundo.El gobernador ha sido asesinado.

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Un titubeo al otro lado de la líneaantes de que su interlocutor hablara:

—Comprendo, herr Kepplar. Ennombre del gobierno de Su Majestad ledoy mi más...

—Tenemos motivos para creer quelos criminales responsables de estehecho se dirigen a Doruma. Hemosplaneado apresarlos antes de quelleguen allí. Pero, como medida deseguridad, quiero que cierre su lado dela frontera.

—¿Por qué está tan seguro de quevienen hacia aquí?

—Porque es el único sitio por el quepueden cruzar la frontera.

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Otro titubeo. Hubo interferencias enla línea.

—Herr Kepplar, a mi entender setrata de una cuestión diplomática y, portanto, debería tratarla con Jartum. Yo notengo autoridad para cerrar una fronterainternacional...

—Los asesinos son británicos.—Imposible.—Germania elevará una queja

oficial a Londres hoy mismo, en cuantodispongamos de una verificaciónindependiente de los hechos. Mientrastanto, diría poco a favor de ustedes quedejaran escapar a los asesinos. Podríainterpretarse como una admisión de

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culpabilidad.—Permítame que le asegure que

ningún soldado británico intervendríanunca en una acción de este tipo.

—Lo único que quiero que measegure es que va a cerrar la frontera.Inmediatamente.

La voz del otro lado vaciló denuevo.

—Un momento, por favor.La línea quedó en silencio. En el

exterior del edificio, soldados de las SSsubían como autómatas a unos camionesprovistos de MG48. Kepplar dirigió lamirada al retrato de Leopoldo III quecolgaba de la pared y observó el pene

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pintado encima. El bisabuelo del reyhabía sabido gobernar Kongo; él erapenoso: se había reunido con el Führeren otoño de 1940 y había cedido sucolonia para obtener un puesto paraBélgica en el Consejo de la NuevaEuropa. El consejo más caro de lahistoria, como se decía en bromaentonces; una broma que no hacíaninguna gracia a los colonos belgas.

El teléfono resucitó.—Herr Kepplar, la frontera quedará

cerrada de inmediato. Nadie podrácruzarla hasta que vuelva a tenernoticias suyas.

—Muy bien.

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—Si podemos hacer algo más paraayudarlos...

Kepplar colgó.Hizo un gesto al ayudante para que

se acercara y le ordenó:—Comunique a la Schädelplatz que

la frontera está cerrada. Infórmeles deque salgo inmediatamente para Doruma.Los británicos no escaparán. Loscolgaré por lo que han hecho, y lo harécon mis propias manos.

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7

Aquatoriana14 de septiembre, 17.30 h

Burton pisó el freno a fondo ydetuvo bruscamente el jeep; ya no podíamás. Era última hora de la tarde y el solse preparaba para iniciar su descenso enpicado hacia la noche.

En la parte trasera, Nares, quedormitaba, despertó de golpe.

—¿Qué pasa? —preguntó.Tras separarse de Dolan, habían

conducido hasta mediodía, de modo que

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habían podido cruzar el río Bomu (lafrontera natural entre el Kongo yAquatoriana) antes de hacer un alto paradescansar. Para entonces, la niebla yahabía desaparecido totalmente y hacíaun calor húmedo y agobiante. MientrasPatrick y Nares dormían, Burton hizo laprimera guardia, sudando la gota gorda eintentando imaginar que tenía frío. Sindejar de escudriñar la selva, soñódespierto, una y otra vez, con lasprimeras Navidades pasadas conMadeleine.

Era una tarde gélida, poco despuésde haber iniciado su relación, y teníanque encontrarse bajo el árbol de

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Trafalgar Square. Burton llegaba tarde ycorría por las calles de Londres,convencido de que ella ya se habría idohacía rato. Siempre lo hacían así. Perocuando llegó, Madeleine lo estabaesperando. Se había pasado una horahelándose, dando pataditas al suelo, conla nariz hecha un témpano. Burton lahabía abrazado sorprendido y feliz, yhabía notado que el frío de la mejilla deMadeleine lo traspasaba. ¡Lo habíaesperado!

Más tarde, cuando intentaba dormirmientras Patrick hacía la guardia,Madeleine dejó de ocupar suspensamientos. Sólo tenía a Hochburg en

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la cabeza. Había arriesgado mucho paraaveriguar la verdad sobre su madre,pero se había ido de la Schädelplatz sinrespuestas. Y con las manos manchadasde más sangre.

En cierto momento un caza surcó elhorizonte pero, aparte de eso, no vierona nadie. Costaba creer que losestuvieran persiguiendo. De hecho,costaba creer que nada, aparte de laslegiones de insectos y monos aulladores,habitara aquel continente. La falta depersecución era inquietante; Burtonesperaba que no significara que Dolan yVacher fueran a tener problemas. A lastres en punto de la tarde puso de nuevo

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el motor en marcha. Había pasado laúltima hora contemplando el depósito degasolina.

—¿Qué pasa? —repitió Nares.—Vuelve a dormirte. Esta noche

necesitarás estar despejado. Elcomandante y yo tenemos que hablar.

Se volvió hacia Patrick. Su amigoapenas había dicho una palabra desdeque habían iniciado el viaje porcarretera. Se pasaba el rato sentado,abrazado al fusil con el rostroimpasible. Ni siquiera la pipa lograbaconsolarlo.

—Va, dilo —pidió Burton.Patrick soltó un poco el arma.

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—¿Qué tengo que decir?—Sabes muy bien a qué me refiero.Patrick negó con la cabeza.—«Te lo dije» —le recordó Burton.—No voy a decirlo.—Pero lo estás pensando.Patrick se volvió para mirarlo; las

comisuras de sus ojos eran una marañade patas de gallo.

—En este momento, Burton, y dehecho durante los últimos cientocincuenta kilómetros, lo único en que hepensado es en cómo vamos, en cómovoy, a salir de ésta.

Había dicho lo mismo tres semanasantes, en la cárcel.

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Habían detenido a Patrick la Nochede la Bandera Roja. La victoria deHitler sobre la Unión Soviética en 1943había provocado una avalancha derefugiados comunistas en Gran Bretaña.Llegaban en barcos infestados de piojostras un largo viaje desde Krasnoiarsk, elúltimo foco de resistencia del EjércitoRojo. Se toleró su presencia un tiempo,mientras se mantuvieron confinados enviviendas de Tyneside y Aberdeen, perocuando empezaron a aparecer cartelesen cirílico reclamando mejorescondiciones de vida, cuando loshabitantes de ambas regiones se vieronsuperados por los distintos dialectos del

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ruso, la opinión pública cambió. Hubomanifestaciones y disturbios; pancartasexigiendo la expulsión de losinmigrantes. Y el gobierno tomó cartasen el asunto. Unos cuantos afortunadospudieron seguir hacia el oeste; el restofue embarcado de vuelta al este, haciauna Alemania que se extendía ahora másallá de los Urales.

Pronto el menor atisbo de simpatíapor los comunistas (pasada o presente)estaba peor visto que la lepra. Stalin ysus belicistas habían llevado a Europaal borde de la catástrofe, ¿qué harían losde su calaña si se les permitíacorromper Gran Bretaña? Patrick fue

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recluido junto con treinta mil personasel 1 de mayo de 1950. «Lo más chocantees que nunca fui comunista, no de verdad—había dicho a Burton—. Y muchomenos después de España o del TerrorRojo. ¿Cómo podría serlo nadie?»Todas sus peticiones para ser repatriadoa Estados Unidos le fueron denegadas;su patria se negaba a acogerlo.Cualquiera que estuviera en contra delaislacionismo era consideradodemasiado subversivo, especialmentelos viejos héroes de guerra.

Al principio, Burton había visitadovarias veces a Patrick. Luego, surelación con Madeleine se volvió más

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intensa y las visitas fueron espaciándosehasta cesar por completo. Burton queríaconvencerse a sí mismo de que preferíaestar en la cama de Maddie querecordando batallas perdidas. Pero elverdadero motivo era que se sentíaavergonzado, por la sencilla razón deque no podía hacer nada por su amigo.

Entonces Ackerman había llegadohaciendo tintinear sus diamantes. Dosdías después Burton estaba en el campode internamiento.

Era uno de los diversos que habíarepartidos por la costa de Norfolk: unaventosa base militar en desuso. Hicieronpasar a Burton a un barracón

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prefabricado con una hilera de mesascon sillas a cada lado. Había unascuantas visitas más, la mayoría esposascon abrigos andrajosos. El aire olía abayeta sucia. Era más deprimente de loque recordaba. Hacía más de un año queno veía a Patrick pero no esperaba quehubiera cambiado; su amigo habíavivido cosas mucho peores. Pero elprisionero que condujeron hasta su mesaandaba algo encorvado y estaba tandesmejorado que parecía que el olor asopa de patata se le hubiera metido enlas venas y le hubiera debilitado lamusculatura. Había perdido pelo y teníacanas. Por primera vez presentaba el

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aspecto de un hombre que rondaba lossesenta.

Se quedaron de pie, uno a cada ladode la mesa, mirándose. Si Patrick eraconsciente de su declive físico, no lodemostró. Burton le tendió la mano, peroPatrick la apartó.

—Por el amor de Dios, chaval —dijo, y se inclinó sobre la mesa paraabrazarlo; lo hicieron breve peroafectuosamente. Patrick estaba en loshuesos—. Cuánto tiempo sin vernos.Demasiado.

—Siento haber dejado de venir —sedisculpó Burton, arrepentido.

—No, no lo sientes.

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Burton sonrió. Ése ya era más elPatrick Whaler que él conocía.

—Supongo que fue por esa damiselatuya —prosiguió Patrick.

Burton asintió.—No te culpo. Si yo tuviera que

elegir entre este basurero y una Venus,tengo muy claro qué elegiría. —Nohabía amargura en su voz; parecíacontento de que Burton hubieraencontrado por fin a alguien—. Seguroque es morena, ¿verdad? Una mujer durade pelar.

—¿Cómo lo has adivinado?—Es lógico después de todas esas

bobaliconas rubias. ¿La llevaste ya ante

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el altar?—Aún no.—Chico listo. ¿Hijos?Burton se permitió un momento de

íntimo placer.—No. Pero tenemos una granja. De

membrillos y manzanas básicamente. Esun sitio precioso.

Patrick lo miró un momento y estallóen carcajadas.

—Burton, granjero. Jamás pensé quevería algo así.

—Ya lo ves. Maddie ha sacado lopoco decente que hay en mí. —Sacóentonces una lata de tabaco del bolsillo—. Es Brindley's, tu favorito.

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A Patrick le brillaron los ojos. Sacóla pipa, la llenó y la encendió. Un hilitode humo con olor a melaza flotó entreellos. Era el olor que Burtonrelacionaba siempre con su viejo oficialal mando.

—Yo también tengo noticias —dijoPatrick en tono apagado—. Ruth murió.Cáncer de páncreas.

—¿Quién es Ruth?—Mi mujer.Burton desvió la mirada. Siempre se

le olvidaba que Patrick estaba casado.Había abandonado a su familia hacíadiez años y rara vez la mencionaba.

—Lo siento. ¿Cómo te enteraste?

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—Mi hija me escribió. Ahora tienecatorce años. —Se metió la mano en elbolsillo del uniforme de recluso y sacóun sobre desgastado, como si el calorcorporal de Patrick lo erosionara. Delsobre sacó una fotografía en blanco ynegro.

—Se llama Hannah. Quiere quevuelva a casa.

—Creí que ella no...—Fue el último deseo de su madre.

Ahora está viviendo con la hermana deRuth. En Baltimore. Lo detesta.

Burton miró la fotografía con másdetenimiento. Era una chica con trenzasrubias que parecía algo desnutrida. Su

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sonrisa parecía vacía. No pudo ver nadade Patrick en ella.

—Es bonita —dijo.Le devolvió la foto. Se hizo de

nuevo el silencio entre ellos, perturbadosólo por el murmullo de los demásprisioneros y visitas. Un hombre soltóuna carcajada amarga.

El movimiento fue tan rápido queBurton no lo vio venir; Patrick seencorvó sobre la mesa y le sujetó lamuñeca. Un guardia avanzó hacia ellosdesde el otro lado de la sala; Burtonhizo un gesto para detenerlo. La fuerzacon que Patrick lo cogía habríaaplastado un bloque de acero.

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—Tienes que ayudarme. Eres miúnico amigo. Tengo que salir de aquí.Tengo que volver a casa. A EstadosUnidos. —Lo soltó, perdió toda lafuerza y se dejó caer en la silla.

Burton se inclinó y bajó la voz.Sentía el cosquilleo de losconspiradores.

—Tienes suerte, amigo —dijo—.¿Recuerdas que solíamos hablar debuscar un trabajo que nos permitieraretirarnos? Pues él me encontró a mí.

—Angola del Norte —dijo Patrick,entusiasmado—. Los celadores se pasanel día hablando de que los cabezascuadradas la van a invadir.

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—No, Angola, no. El Congo. —Burton le habló de su reunión conAckerman. De su plan para matar aHochburg. De su huida. Del grupo:Lapinski, Dolan, Vacher—. Miembrodel escuadrón C del SAS; te caerá bien.—Le habló de los diez días deentrenamiento en el corazón de Rodesia—. Tengo transporte, municiones,armas. Todos hablan alemán. Pero mefalta alguien mordaz. Alguien que mecubra las espaldas. ¿Qué me dices?

Patrick lo escuchó todo atentamentesin dejar de dar caladas a la pipa.Cuando Burton terminó, giró la cabeza ymiró por la ventana, situada en el otro

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lado del barracón. Burton siguió sumirada, esperando que preguntara cuántodinero había de por medio. Después deDunkerque lo único que le importaba erael dinero; si los gobiernos ya no sepreocupaban por lo que estaba bien y loque estaba mal, si tampoco lo hacía laciudadanía, ¿por qué tendría que hacerloél? A través de la ventana Burton viounos barracones grises y un cielo másgris todavía. Sidi Bel Abbès no habíasido mucho mejor, pero por lo menostenía más vida gracias al contraste entrelas rocas color mostaza y la inmensidaddel cielo azul. Recordó cómo queríapegar a Patrick entonces. Pero ése era

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l'esprit de la Legión, su bautismo desangre y arena: tenías que odiar a tussuperiores para poder aprender de ellos.

—Tengo plena autoridad parasacarte de este sitio —prosiguió Burton—. Ackerman tiene más contactos quecomidas frías y lamentables hemostomado nosotros.

—No.—Puedes salir enseguida. Hoy

mismo. Y nos iremos en avión a Lusakaa reunirnos con los demás.

—No me has escuchado, Burton. No.—Una vez que hayamos hecho el

trabajo, podrás volver a EstadosUnidos... —Burton se detuvo como si

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estuviera oyendo la respuesta de Patrickpor primera vez—. ¿Cómo que no? Noquieres quedarte aquí, ¿verdad?

Patrick sacudió la cabeza.—Me estás dando la main en bois.La main en bois, una expresión de la

Legión: «la mano de madera». Unamisión suicida.

—Eso mismo dijiste sobreDunkerque.

—Y tenía razón. Aquel día tuvimossuerte.

—Fue algo más que suerte.—Díselo a los pobres desgraciados

que murieron allí. ¿Lo recuerdas? Nohabía visto nunca el mar tan rojo.

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Patrick se acercó la mano alabdomen. Bajo el uniforme había unacicatriz mal suturada en forma de medialuna. Su cicatriz de Dunkerque.

—Parece que has tenido demasiadotiempo para pensar en la cárcel —comentó Burton.

—Tal vez tengas razón. O tal vez mehaya dado cuenta de lo que es la guerra.Suerte. Y llega un punto en que ésta seacaba.

—Te aseguro que lo del Congo seráun paseo. Rápido y seguro.

—¿Seguro? —Patrick resopló. Ungesto de diversión o tal vez de burla.

—Lo que hicimos hace diez años al

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salvar a esos franceses y sus madamesfue mucho peor.

—Y a los caniches —dijo Patrick,riendo de repente—. ¿Recuerdas alhombre del caniche?

—Diez mil francos por un perro —rio a su vez Burton—. Días de vacasgordas para los mercenarios. Nuncasupe que hiciste con ese dinero.

—Lo mismo que tú: me lo gasté.—No. Yo ahorré el suficiente para

comprarme la granja, o por lo menos lamitad.

—Antes tenía un colchón relleno deefectivo... —El ánimo de Patrick volvióa decaer por completo—. Y nunca envié

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nada a Ruth ni a Hannah. Ni un centavo.—Ahora tienes la ocasión de

remediar eso un poco.—No tergiverses las cosas, Burton.

Lo que más quiero en esta vida esvolver a ver a mi niña. Tenía cinco añosla última vez que la vi. Pero estáshablando de un trabajo sin retorno.

—Estaremos menos de cuatro horasen tierra, te lo aseguro. Irás en un vueloregular hasta Stanleystadt, allí subirás alos jeeps del contacto de Ackerman parair hasta el punto de encuentro. Yo hagomi parte. Y ya estamos en casa. ¿Quépuede salir mal?

—¿Cuándo fue la última vez que

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estuviste en África?Burton se encogió de hombros.—Desde que estoy con Madeleine

no he ido.—La situación es muy distinta ahora.

Se han deshecho del Afrika Korps. LasSS están al mando... —Levantó el puñocerrado y se lo apretujó hasta hacerchasquear los nudillos—. La vida lesimporta un carajo.

—¿Desde cuándo te preocupa lo queestén haciendo?

—No me preocupa. Pero no quieromorir allí.

—No me dirás que prefieres estaraquí.

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—Tarde o temprano me soltarán.Tienen que hacerlo. Por el amor deDios, era comunista hace veinte años,cuando todavía significaba algo. Antesde que nos juntáramos con los nazis ynos convenciéramos a nosotros mismosde que estábamos salvando a lahumanidad.

«Se está volviendo viejo —pensóBurton—. Viejo y asustadizo. Ése es elproblema.»

—Sigues siendo un soldado, Patrick.El mejor tirador que he visto nunca.

—No me vengas con monsergas.Vuelves a tergiversar las cosas.

—Pues ayúdame.

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—¿Desde cuándo te la juegas así?Tú siempre fuiste el precavido. No yo.¿No ves qué es, en realidad, estetrabajo?

—Patrick... Chef —se inclinó haciasu amigo—, necesito que participes enesta misión. ¿Qué tengo que decir paraconvencerte? Puedes pasarte aquí lospróximos diez años. O puedes salir hoymismo. De aquí a un mes, volarás rumboa Nueva York.

—Ya sabes que no me gustan losaviones.

—Pues irás en barco, en el QueenMary. Con toda clase de lujos.

—Es fácil prometerles cosas a los

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difuntos —dijo, pero su voz lo delataba;algo estaba cambiando.

Burton lo siguió presionando,utilizando todos los recuerdos quepodía.

—Podrás comprarte esa casa. Yasabes a cuál me refiero, a esa de la quesiempre hablabas. En Nuevo México.

—¿En Las Cruces? ¿Lo recuerdas?—Patrick pareció conmovido—.Todavía pienso en ella todos los días, larecorro mentalmente habitación porhabitación.

—Tú decides, o pasarte quince añosmás aquí o poder sentarte con Hannah enla terraza a tomar un refresco mientras

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veis la puesta de sol tras las montañas.Además —Burton se movió incómodoen la silla—, todavía me debes una.

—Estabas tardando en sacarlo arelucir.

—Nunca te pedí que me devolvierasese favor. Nunca. Y lo sabes.

—Sólo lo parecía —replicó Patrick—. Cada vez que necesitabas algo.

Dejó la pipa, entrelazó los dedostras la nuca y se miró el uniforme. Erauna talla grande (o quizás él habíamermado una talla) y estaba raído, nadacomparable con el capote y el quepisque tan bien le caía y que con tantoorgullo llevaba cuando era legionario.

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Se limpiaba las botas a escupitajos, nocon betún.

—¡Dios mío! —exclamó—. Meparece que no tengo elección.

—Claro que la tienes. Te puedesquedar aquí, pudriéndote.

—Si me voy hoy contigo, ¿qué meimpedirá desaparecer de tu vista?

—¿Veinte años de amistad?Patrick resopló otra vez.—Tenemos tu pasaporte —añadió

Burton.—Como si eso fuera a detenerme.—No tienes dinero. Ni documentos.

Además, sé adónde irías.—¿Me estás amenazando?

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Burton sacudió la cabeza contristeza.

—No correremos ningún riesgo en elCongo —aseguró—. Te doy mi palabra.Lo tengo todo previsto. Para cuando loscabezas cuadradas se enteren de lo quepasó, nosotros ya estaremos rumbo acasa.

Más adelante pensó en esa palabra.Y en la que había dado a Madeleine.Parecía que toda la misión se basaba enpromesas rotas. Una sarta de promesasque lo incluía a él y Ackerman, y que seremontaba hasta su madre.

Patrick se recostó en la silla, a puntode tomar una decisión pero todavía

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inseguro. Se frotó la barbilla con unamano. Burton vio que en ella había unaincipiente barba blanca: era lo que teníaafeitarse con cuchillas poco afiladas. Elprisionero risueño volvió a las andadas,riendo con la misma alegría que unhombre que hereda un millón el mismodía que lo sentencian a muerte.

Burton se levantó y se dispuso amarcharse.

—Tengo que coger un avión. Tedaré treinta minutos para pensártelo. Ydespués me iré. Intentaré asegurarme deque dispongas regularmente de tabaco.

—Espera. Acabas de reclutar a unamericano.

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—Gracias —dijo Burton, aliviado—. Gracias, amigo mío.

—Pero recuerda que lo hago paravolver a casa. Lo hago por mi hija, nopor ti. Si la cosa se jode, ahí te quedas.Me iré sin pensármelo ni un segundo.Sálvese quien pueda.

—¿Como hice yo en Dunkerque?—Aquello fue distinto —gruñó

Patrick—. Si caes herido, no voy asacarte de allí.

—¿Peso demasiado para ti? —preguntó Burton con una sonrisa forzada.

—No. Ni veinte años de amistad ninada; te volaré los sesos.

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***

—Estaba equivocado. —Fuera deljeep, el sol iniciaba su rápido descenso.A tan poca distancia del ecuador, entreinta minutos dejaba de ser de día paraser noche cerrada.

—Déjate de memeces —dijoPatrick. Invirtió la pipa para que elbrillo del tabaco no delatara su posiciónal oscurecer—. ¿Qué me estásocultando, Burton? ¿Por qué queríashacer este trabajo? Nunca te había vistotan borracho de arena por nada.

Burton tuvo un instante la tentaciónde contárselo todo (Hochburg, sus

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padres, todos los secretos que habíaentre ellos), pero no era el momento. Nomientras Nares estuviera con las antenaspuestas, por más que fingiera dormir enla parte trasera.

—Ya te lo dije, por el dinero —respondió—. Estaba desesperado. Erala única forma de poder estar conMaddie.

—Tiene que ser estupenda.—¿Os pagan por esto? —Nares se

había incorporado—. ¿Qué sois?¿Mercenarios?

—Qué va —dijo Patrick—. Hemosvenido de safari, ¿no te jode?

—¿No te informó Ackerman? —

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preguntó Burton.—¿Quién?—Ackerman. El que nos paga, de la

LMC.—No sé quién es. Traemos

diamantes una vez al mes. Eso es todo.—¿De contrabando?—Claro que de contrabando, para

los nazis. No soy idiota. Pero se trata deun vuelo comercial. Nos sacamos undinero extra por desviarnos y no hacerpreguntas. Aunque hasta ahora nuncahabíamos recogido a nadie. Nunca habíapasado nada así. —Le falló la voz—.Llevaba tres años volando con esostipos.

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—Estoy seguro de que nos tendieronuna trampa —dijo Patrick—. Loscabezas cuadradas nos estabanesperando,

—Eso no lo sabemos —replicóBurton.

—¿Viste las armas que usaron?—¿Y tú no viste que nos perseguían

por la carretera?—A eso voy. Dejamos la

Schädelplatz destrozada. Es imposibleque llegaran al aeródromo tan deprisa.

—¿Qué hicisteis? —preguntó Nares—. Escapamos de un pequeño ejército.

—Matamos a alguien. Yo maté aalguien.

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—¿A quién?—¿De verdad no lo sabes?Nares negó con la cabeza.—A un tal Hochburg. Un nazi...—¿Al gobernador general? —El

aviador palideció—. Pues entoncesestamos jodidos. ¡Bien jodidos!... ¿Porqué?

—Diamantes —contestó Burton.—Pero si ya traíamos diamantes.—No hablo de las piedras en sí, me

refiero a la explotación minera. A loscampos de Kasai.

—Pero están en Kongo, pertenecen alos alemanes.

—Sí, pero los explota la LMC.

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Desde la época de los belgas. Fue unade las condiciones que pusieron losbritánicos para no intervenir cuando losalemanes invadieron el país en 1944. —Burton sacudió la cabeza, consternado—. Que se respetarían todas lasconcesiones mineras.

—¿Y por qué hacían contrabando?—Las concesiones sólo estaban

garantizadas hasta 1950. Después habíaque renovarlas. Los últimos dos años, laLMC estuvo pagando una comisión aHochburg para conservar las minas. Unveinte por ciento de toda la producción.

—¡Pero si eso es mucho más de loque podría alguien gastarse en toda una

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vida! Hochburg sería un rey.—No se gastaba el dinero en sí

mismo. No era un hombre corrupto. —ABurton casi le pareció que lo defendía:la codicia no había sido uno de susvicios—. Compraba trabajadores aRusia.

—Montones —añadió Patrick—. Aescondidas, para que nadie lo supiera. Yesa clase de silencio es muy cara.

Nares sacudió la cabeza como si noentendiera nada de nada.

—Hay escasez de mano de obra —explicó Burton—. Aquí en Kongo, entoda el África nazi. Para construircarreteras, abrir alcantarillas, trabajar

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plantaciones.—Que lo hagan los kaffirs.Burton se estremeció al oír ese

término despectivo para referirse a losnegros. La única vez que había usadoesa palabra cuando era pequeño, supadre le dio unos buenos sopapos.

—Es que no hay. Han enviado atodos los negros a Muspel. Tienes quehaber oído los rumores, los que todosfingimos no saber.

—¿Te refieres al Decreto deWindhuk?

Burton asintió.—Y ya no queda ninguno. Mientras

que Hochburg necesita cinco mil

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obreros más cada mes.—Pero ¿por qué había que matarlo?—Ackerman se enteró de que iba a

terminar con su acuerdo y a dejar lasminas en manos de los nazis. Así,Hochburg se quedaría con todo el botíny no con un mero porcentaje.

—¿Y el sustituto de Hochburg?—Otro hombre, otro trato.—Pero ¿y si el siguiente gobernador

no quiere cerrar ningún trato?—Yo también lo he pensado —

comentó Patrick—. Nares tiene razón.Ackerman no tenía ninguna garantía delo que pasaría después... a no ser que yalo supiera.

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—¿Qué quieres decir?—Creo que Ackerman estaba más

metido en esto de lo que nos dijo. Sabíaexactamente quién iba a sustituir aHochburg. Alguien que mantendría eltrato en las mismas condiciones. Tal vezése fuera el precio por deshacerse deHochburg.

—Pero una decisión así sólo podríaproceder de Germania —dijo Burton—.De muy arriba. Puede que del propioHimmler. La idea se instaló en suscabezas como un invitado inoportuno.

—Estamos jodidos —repitió Nares—. Bien jodidos.

—Todavía no han podido con

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nosotros —replicó Patrick muy serio.—No me lo puedo creer —dijo

Burton—. Ackerman es un pezdemasiado pequeño. ¿Cómo pudo llegarsiquiera a oídos de Germania? África noles importa.

—¿Qué nos dijo sobre Kasai? —lerecordó Patrick—. ¡El setenta por cientode la producción mundial de diamantes!¡Veinte millones de quilates al año!Algo así se hace oír.

—¿Crees que nos tendió una trampa?—Si lo hizo, será mejor que rece

para que nunca lo atrape. Pero hay algomás. Algo que me ronda por la cabeza.—Se volvió hacia Burton—. ¿Por qué

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tú?Burton se había estado preguntando

lo mismo desde aquella primera mañanaen la granja. Pero reprimía las posiblesrespuestas. Las ansias de volver a ver aHochburg, de averiguar la verdad yhundirle, acto seguido, un cuchillo en elcorazón eran demasiado fuertes.

—Ackerman podría haber elegido acualquiera para este trabajo —prosiguióPatrick—. De hecho, lo hizo. Eligió aDolan. Luego, en el último minuto, te vaa ver a ti. ¿Por qué?

—Dijo que yo era el mejor.—¿Y te lo creíste?—¡Chsss! —dijo Nares—. Oigo

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algo.En el exterior del jeep se oía el

palpitar incesante de la selva. Patrick sevolvió, irritado, hacia el aviador.

—Yo no oigo nada —dijo.—Escuchad.Un sonido se abría paso entre los

árboles, por encima del de los insectos.Indistinto al principio, pero cada vezmás fuerte: el grito de un cachorro delobo en el fondo de un pozo. Burton nopudo identificarlo de entrada peropasado un instante... arrancó el jeep,cuyas ruedas escupieron tierra al girar atoda velocidad.

—Lo tenemos encima —dijo Patrick

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tras asomar la cabeza por la ventanilla—. ¡Pisa a fondo, chaval!

—No sirve de nada —gimió Narescon los ojos desorbitados de nuevo—.No conseguiremos dejarlo atrás.Estamos...

Pero antes de que pudiera terminarla frase, una forma negra gritó encima deellos.

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8

Doruma, frontera entre Kongo ySudán

14 de septiembre, 21.00 h

Dolan vio que intentaba disimular.La mirada de Vacher era tan osada comosiempre, pero se estaba hundiendo en suasiento.

—Puede que el comandante tuvierarazón —soltó el rodesiano.

—¡Bah! Ya es demasiado tarde paraeso —respondió Dolan mientras reducíala velocidad del Ziege—. No tenemos

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combustible para volver atrás. A no serque quieras pedirles un poco a losboches.

Vacher se mordió una uña sin decirnada.

—No te preocupes —prosiguióDolan, haciéndose el simpático—. ¿Veseso de ahí? —Señaló el otro lado de lasalambradas, donde las luces brillaban alo lejos—. Es Sudán. Estamos a pocomás de un kilómetro de casa.

—Yo soy de Salisbury —dijoVacher.

Habían llegado a Doruma, uno delos pocos puntos fronterizos entre elImperio británico y el Tercer Reich en

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África. Un sitio donde, como bromeóDolan durante el viaje hacia ahí, o seiban a casa o al infierno. Tenía elaspecto de un puesto de avanzada en eldesierto aunque estuviera rodeado demonte y de selva. El polvo volaba porlas calles. Los edificios formaban unamezcla de casas prefabricadasencaladas y de otras que imitaban elestilo bávaro. Había vendedores árabespor todas partes (tolerados sólo por laproximidad de la frontera) que ofrecíanartículos diversos: sandías, gafas de sol,pilas de cobre, imitaciones baratas de lacamiseta nacional nazi de fútbol. Vieronpasar algún que otro camello. Y también

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soldados de las Waffen-SS.Muchos soldados de las Waffen-SS.—¿Crees que nos están buscando?

—preguntó Vacher.—Es una plaza fuerte. Por fuerza

tiene que haber unos cuantos reclutas.Nadie se fijará en nosotros.

—El jeep está bastante abollado.—Diremos que pillé una cogorza y

aticé algunos árboles. —Lapreocupación del rodesiano le resultabainesperada y, peor aún, contagiosa—.Además, creí que querías luchar.

Ésa era la razón de que Dolan lohubiera escogido para la misión. Puedeque hubiera estado callado, pero tenía

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agallas. Se moría de ganas de probar larudeza y el humo del combate. Ambospertenecían a esa generación desoldados demasiado jóvenes para haberservido en Francia o en ExtremoOriente, pero querían gozar de sumomento de gloria. Combatir y vencer,no refugiarse cobardemente tras tratadosde paz. Sabía que los japoneses sehabían cargado al padre de Vacherdurante los desembarcos de Nagasaki de1946.

—Y quiero —aseguró Vacher,levantando el fusil—. Claro que quiero.Hijos de puta alemanes.

—Así me gusta. No soporto a los

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cobardes.Se acercaban al punto fronterizo.

Dolan apoyó el brazo en la ventanillacomo si estuviera tan tranquilo; se habíabajado la manga para taparse lasquemaduras. Con la otra mano sujetó elvolante con fuerza. Había mucho tráficoy tuvieron que aminorar la marcha.Escudriñó el punto fronterizo: las garitasde los centinelas, una barrera, y la verjapropiamente dicha, de seis metros dealtura. Muy bien cerrada. Al otro ladohabía un kilómetro de carreteradesmilitarizada hasta el puesto deavanzada británico de Muzunga. Habíavarios guardias que controlaban algún

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tipo de tumulto. Por encima de ellos, unavalla publicitaria mostraba a doshombres que se estrechaban la manosobre la silueta de África: un miembrode las SS vestido de negro y un soldadoraso inglés. Los dos lucían sonrisas dedibujos animados. «La vergüenza de unanación convertida en algo alentador —pensó Dolan—. Todo para conservar unimperio.»

A lo largo de las décadas de 1930 y1940 Gran Bretaña había ido perdiendoel control de sus colonias. Había unadesobediencia civil generalizada en laIndia, donde se saboteaban las líneasférreas, se ponían bombas en los

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edificios gubernamentales, y losoficiales admitían que sólo era cuestiónde tiempo que el país obtuviera suindependencia. Movimientos parecidosestaban germinando en Ceilán, Palestina,Costa de Oro, Honduras. La caída deSingapur a manos de los japoneses en1942 fue tan catastrófica comoDunkerque. Parecía que el sol se estabaponiendo por fin en el Imperio británico,según palabras del propio Halifax.

En África, los nazis lanzaron laOperación Banane y sólo conocieron lavictoria. Primero Rommel y después susucesor, el mariscal Arnim, recorrieronel Sáhara como una tormenta de arena

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cargada de proyectiles y metralla hastaque el Afrika Korps se apoderó delpuerto de Dakar (en lo que había sido elÁfrica Occidental Francesa).

A continuación vino la OperaciónSisal, la conquista de las regionesecuatoriales. A pesar de las promesasde que los intereses británicos seríanrespetados, Churchill argumentó desdesu escaño que no podía permitirse quelos nazis dominaran el continente. Elgeneral De Gaulle, que jamás habíareconocido la paz europea y se habíaido a África a proseguir la resistencia,suplicó a Londres que interviniera parasalvar a sus hombres. Cada nueva

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batalla acababa con la esvástica izadasobre una ciudad derruida.

Finalmente Halifax se dirigió a lanación.

Dunkerque había demostrado que yano eran invencibles. Puede que la pazcon Hitler no fuera lo mejor que habíavivido el país, pero había servido paraconservar su estilo de vida. Habíasignificado la seguridad de susciudadanos gracias al Consejo de laNueva Europa. Si se enfrentaban con losalemanes por la situación de África,podía estallar de nuevo la guerra. Ymorir miles de británicos. ¿Y para qué?¿Para conservar el legado colonial

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francés?El ejército británico ya estaba

ocupado en Oriente Próximo; Diosmediante triunfaría, pero podía tardaraños en lograrlo, especialmente con lafalta de ayuda de Estados Unidos. Libraruna segunda guerra sólo debilitaría aúnmás la posición de Gran Bretaña, puedeque de modo irreparable. Era demasiadotarde para salvar la India; y el resto desus posesiones estaban atentas. Coloniasque los británicos habían tardado siglosen construir con gran esfuerzo parecíanniños impacientes y podrían perderlasen cuestión de meses... si combatían alos alemanes. «Nuestra prosperidad,

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nuestra influencia y nuestro poder sebasan en el Imperio. Lo mismo quenuestro futuro. Necesitamos la paz paraconservar el Imperio», declaró.

La población lo secundó. Halifaxvolvió a ocupar el poder en octubre de1943 con una victoria aplastante y unmandato para África.

Se reunió con Hitler en Casablanca,en Marruecos: dos figuras en laescalinata del Anfa Hotel. El Führer,con su uniforme tropical, sudado yrígido; la figura larguirucha de Halifax,más alta que él. Lo que ocurrió despuésfue la distribución de fronteras másimportante de África desde que el

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continente fuera repartido en la décadade 1880.

Primero la división este-oeste entreGran Bretaña y Alemania. Después loque Hitler consideró Einzelheiten.Detalles. La isla de Madagaskar, en elocéano índico, iba a quedar bajo lajurisdicción de las SS; sería la patria delos judíos deportados de Europa.Mussolini tendría el imperio africanoque tanto ansiaba: Libia, Abisinia ySomalilandia (que los italianosllamaban il Corno). La Francia deVichy, bajo el presidente Laval, tendríaArgelia. Sudáfrica se comprometió amantenerse neutral. Portugal conservaría

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sus dos colonias africanas:Mozambique, en la costa oriental, yAngola, en la occidental, situada entreKongo y Deutsch Südwestafrika.

Todo el mundo sonrió para lafotografía de grupo: diplomáticos yestadistas frente a una pérgola preciosa.Hitler volvió de la conferencia en aviónpara desfilar con antorchas por laavenida de la Victoria, aún a medioconstruir, frente a un millón de personasque lo vitoreaban por su triunfo.

—¿Ahora? —dijo Vacher.Dolan puso la primera.Un árabe que conducía un camello

cargado de paquetes intentaba cruzar la

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frontera para regresar a Sudán. Losalemanes no se lo habían permitido ydiscutía con los guardias. Se reunieronmás soldados, riendo y mofándose de él.

—¿Ahora? —repitió Vacher. Pusoun cargador nuevo al fusil.

Dolan arrancó... y pasó de largo elpuesto fronterizo.

—Necesitaremos algo más que uncamello para distraerlos —explicó.

Se dirigieron al centro de la ciudad.Pasaron por tabernas bulliciosas yDeutsches Soldatenhauses: Casas deSoldados Alemanes, el eufemismooficial de los burdeles. Asomadas a losbalcones, con pinta de estar exhaustas,

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había unas chicas pálidas como la nieverusa. Dolan vio que Vacher las mirabanostálgico. «No lo ha hecho nunca»,pensó.

Enseguida llegaron a una parte mástranquila de la ciudad. Había unidades ycomplejos industriales rodeados dealambradas: talleres de las SS quehacían de todo, desde reparar motoreshasta producir porcelana.

—¿Dónde estás? —dijo Dolan anadie en particular. Giró a la izquierda—. ¿Dónde estás?

—¿Qué estamos buscando? —preguntó Vacher.

—¡Ahí está! —exclamó Dolan.

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Hizo pasar el jeep ante un solar conuna garita de vigilancia en la parteexterior. En la alambrada había un cartelque indicaba «Brandgefährlich». Era unade las primeras expresiones alemanasque Dolan había aprendido: muyinflamable. Dos guardias patrullaban elexterior. En tiempos de los belgas, habíasido una fábrica de ginebra, pero comoahora el licor preferido de África era elschnapps (que se distribuía a todo elcontinente desde las destilerías de lasSS en Kamerun), se usaba para otracosa: el patio estaba abarrotado debarriles de petróleo.

—¿Vamos a robar gasolina? —

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preguntó Vacher—. ¿Para seguir alcomandante?

—Más bien no.—¿Pues qué haremos?—Todas las ciudades tienen sitios

así. Depósitos de combustible, hasta quelos boches terminen ese oleoducto desdePersia. Así es como vamos a cruzar lafrontera.

Dolan dobló una esquina y aparcójunto a unas latas de tamaño industrialde la parte trasera de una fábrica.Apestaba a goma.

Salió del jeep sin apagar el motor yse dirigió a Vacher:

—Vigila. Si se acerca cualquiera a

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husmear, silba así tres veces. —Imitóuna lechuza.

—¿Qué piensas hacer?Dolan sonrió con sorna.—Uno de mis trucos de magia.Tomó el maletín metálico y se

dirigió a las latas. Estaban llenas derecortes de neumático. Las movió paraformar una barricada que impidieraverlo desde la calzada y empezó atrabajar.

Sacó una base y la depositó en elsuelo usando un pedazo de maderasuelto para nivelarla. Luego, conectócuatro disparadores y, tras volversehacia el depósito donde estaba el

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combustible, los orientó de modo quecada uno estuviera en un ánguloligeramente distinto. Lo ideal habríasido tomar bien las medidas, pero noquería arriesgarse. Merodear por lascallejuelas secundarias era una cosa yquedarse plantado delante de undepósito de combustible con un sextantey un bloc de notas, otra muy distinta. Aojo ya estaría bien. Finalmente sacócuatro cilindros. Cada uno de ellosestaba envuelto en fósforo conectadocon un detonador C2 y...

Se oyó el silbido de Vacher.Dolan desenfundó la pistola y

escuchó atentamente. Un silbido, dos...

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Nada.Aguzó el oído para captar ruidos de

lucha. Le llegó, de lejos, una melodíainterpretada con un acordeón y unmontón de risas; de cerca sólo se oía elmotor del Ziege al ralentí. Se asomó pordetrás de las latas pero no consiguió vernada.

—¿Vacher?—siseó—. ¿Vacher?—Date prisa —le contestó el

rodesiano.—¿Qué pasa?—¡Corre, hombre!Dolan volvió a concentrarse en los

explosivos. Los cilindros tenían unmecanismo temporizador que se

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accionaba girándolo. Un giro completosignificaba veinte minutos. Los hizogirar todos hasta la mitad y colocó unoen cada tubo. Era lo que se denominabaun dispositivo «en cadena». Loscilindros se dispararían y caerían unodetrás de otro. Si había calculado bienel ángulo de los tubos, por lo menos unocaería en el depósito de combustible. Y,entonces, el fósforo corroería losbarriles como el ácido la crema devainilla. Pobre del que estuviera amenos de doscientos metros de laexplosión.

Salió sigilosamente de detrás de laslatas y comprobó que el artefacto no

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fuera visible desde la calzada. Luegovolvió al jeep. Vacher lo estabaesperando con la pechera de la camisaempapada en sangre. Tenía un puñal enuna mano.

—¡Dios mío! —exclamó Dolan.El rodesiano señaló la parte trasera

del jeep. Cuando lo rodeó, Dolan vioque había un cadáver en el suelo. Unguardia.

—Creo que salió a mear —comentóVacher—. No podía moverlo yo solo.No sin que fuera demasiado aparatoso.

Calle abajo, el depósito decombustible tenía ahora un solo guardia.Dolan no dijo nada más. Con la ayuda

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de Vacher metió el cadáver en la partetrasera del jeep. Las manos le quedaroncarmesíes.

—Necesitamos algo para tapar elfiambre —dijo.

—Creo que delante hay una lona —comentó Vacher, y fue a buscarla.

En ese momento se oyó el aullido deuna sirena.

Unos motoristas de escolta pasaronrápidamente junto a ellos. Segundosdespués, un convoy de vehículos: unZiege, tres camiones cargados desoldados y, finalmente, una limusinaMercedes blindada con la esvásticaondeando en el capó y los cristales

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tintados. Dos motoristas más laprotegían por detrás.

El aire se llenó de polvo al paso delos vehículos. Dolan siguió el gemido dela sirena; parecía que se dirigían alpuesto fronterizo. Se volvió haciaVacher. Ninguno de los dos dijo lo quepensaba.

Taparon el cadáver con la lona ysubieron al jeep. El guardia solitario deldepósito de combustible se había puestoalerta. Dolan sólo distinguió su cara.Lucía una mezcla de irritación,curiosidad y alarma.

—No tenemos demasiado tiempo —advirtió Dolan mientras arrancaba el

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jeep. Dio media vuelta y se dirigió haciala frontera.

—Podremos cruzar al otro lado,¿verdad? —preguntó Vacher, que volvíaa hablar con inseguridad.

—Confía en mí, soldado —respondió Dolan—. Los boches notienen nada que hacer frente a nosotros.—No sabía por qué motivo Ackerman lohabía degradado de repente para poner aCole en su lugar, pero era fantásticovolver a estar al mando. Iba a enseñar aesos veteranos cómo se hacían lascosas.

En la parte trasera, el olor a muerteempezó a impregnar el vehículo.

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9

Aquatoriana14 de septiembre, 21.00 h

Había anochecido. Patrick estabatumbado boca abajo, observando por lamira de su fusil.

—¿Qué ves? —preguntó Burton enel suelo a su lado.

Estaban en un promontorio que dabaa un valle. La selva, como un océanonegro, se extendía interminablemente asu alrededor. Tras la puesta de sol habíallovido copiosamente unas horas, un

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diluvio como el del Antiguo Testamentoque lo había empapado todo. Losinsectos gritaban de nuevo.

—No mucho —contestó Patrick—.Este trasto habrá recibido algún golpe.—Se quitó el casco de visión nocturnade la cabeza, lo sacudió con más fuerzade la necesaria y volvió a ponérselo—.Mejor.

—¿Y ahora qué?—Un aeródromo, sin duda: torre de

control, hangar, pista. —Silbó—. Unapista grande. De seiscientos metroscomo mínimo.

—¿Ahí aterrizó el Messerschmitt?—Tú dirás.

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El avión que los había sobrevoladoantes correspondía a una patrullarutinaria. Burton supuso que sería de lasque reconocía el terreno para destruirlos campamentos insurgentes queencontrara. A pesar de la ocupaciónnazi, en Aquatoriana había soldados dela antigua colonia francesa que seguíanlibrando una guerra de guerrillas:atacaban las bases alemanas yhostigaban los puestos de avanzadarecién construidos. Cada vez que losfranceses le habían pedido ayuda,Halifax había dado siempre la mismaexcusa: «¿Habríamos tolerado nosotrosuna intervención nazi en la India?» No,

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ése era un asunto de seguridad internapara Alemania. El aparato era unMesserschmitt Me-362, el último cazanazi, capaz de volar a mil trescientoskilómetros por hora; el más rápido delmundo. Lo vieron desaparecer por elhorizonte, con el brillo del ocaso en lasalas, antes de perderse bajo la línea delos árboles.

—¿Se ha estrellado? —preguntóNares en un tono que casi era de júbilo.

—Habríamos visto eyectarse alpiloto —contestó Burton—. Habríahabido una explosión. No; aterrizó enalguna parte.

—Entonces tendríamos que ir en

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sentido contrario.Burton había echado un vistazo al

depósito de combustible e ignorado sucomentario.

Desde su mirador, Patrick pasó aBurton las gafas nocturnas y el fusil. Através de las mismas, la impenetrablenegrura de la selva era de repente gris,como la imagen de un televisor barato.Tardó unos instantes en orientarse y, encuanto lo hizo, observó el aeródromo.

—No he visto combustible porninguna parte —comentó Patrick.

Burton repasó el paisaje que tenía asus pies sin prestar atención a lahumedad que le traspasaba la ropa

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desde el suelo donde estaba tumbado.—Cerca de los barracones. Hay

alguna clase de surtidores.—Tiene que ser combustible de

aviación.—No. Veo un camión cisterna y

bombas independientes para los avionesal otro lado del hangar. Míralo tú. —Ledevolvió las gafas.

Patrick echó otro vistazo.—Es demasiado arriesgado. Podría

haber cientos de hombres en esosbarracones.

—Parece bastante tranquilo —dijoBurton.

—Igual que el último aeródromo.

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—Se nos acaba el combustible. Nopodemos hacer otra cosa.

Patrick no dijo nada, pero tenía unmal presentimiento.

—Si esperamos a que sea bienentrada la noche —prosiguió Burton,intentando tranquilizarlo—, nadie sabránunca que estuvimos ahí.

—Siempre hay alguien que tieneinsomnio.

Burton se pasó el dedo por el cuello.—¿Y cuando encuentren el cadáver?

¿Cuando vean las huellas de nuestrosneumáticos dirigiéndose al oeste?

—Hace diez años habrías...Patrick lo cortó en seco.

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—Hace diez años nada me habríadolido tanto. Hace diez años no teníaningún motivo para volver a casa.

Algo se movió entre la maleza. Losdos hombres se volvieron con el armapreparada.

Era Nares.—Te dije que te quedaras en el jeep

—dijo Burton.—Tardabais tanto que me puse

nervioso. ¿Qué habéis descubierto?Patrick le pasó el equipo de visión

nocturna.—No veo el 362 —dijo el aviador,

que se había tumbado junto a los demás.—Ya habrá repostado y habrá vuelto

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a despegar —aventuró Burton—.Seguramente está a medio camino deMuspel.

—No me gustan un pelo esosbarracones.

—Ya hablamos de eso —zanjóBurton mientras se levantaba—. Quizáshabrías debido quedarte con Dolan. Sino nos arriesgamos, tendremos quevolver a casa a pie.

—¡Madre mía! —dijo Patrick, ytambién se puso de pie—. Parece que notenemos elección.

—Interesante —comentó Nares—.Muy interesante.

—¿Qué? —preguntó Burton,

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intentando que su voz no reflejara suimpaciencia.

—Dentro del hangar. Un Gotha.Mira.

Burton tomó las gafas otra vez. Delhangar asomaba un avión achaparradocon una única hélice.

—¿Y qué?—dijo.—Sé pilotar un Gotha.Burton miró a Patrick y ambos se

volvieron hacia Nares.—¿Sabes pilotar?—Cualquiera puede pilotar un

Gotha. Vuela solo.—¿Qué autonomía tiene?—No sé. Puede que mil cien o mil

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doscientos kilómetros. Mañana por lamañana podríamos estar en Nigeria.

—O haber sido derribados —dijoPatrick—. Si un Messerschmitt noslocaliza, no podremos huir.

Mañana por la mañana en Nigeria.Burton vio a Madeleine, la granja y losmembrillos. Sabía que la BritishOverseas Airways Corporation volabade Lagos a Londres.

—¿Y esos barracones que tanto teasustaban? —Patrick seguía hablandocon Nares.

—Seguro que es mejor que estarsentado en la parte trasera de esedichoso jeep toda la semana que viene.

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—Robar combustible es una cosa yrobar un avión, otra muy distinta.¿Creéis que nos lo van a prestar por lasbuenas?

—Piensa en Hannah —dijo Burton—. Podrías reunirte con ella a final demes.

—No gracias a ti —aseguró Patrick,frotándose los nudillos—. Dijiste quesería rápido y seguro.

—Te sacaré de aquí, Chef. Comohice en Dunkerque.

Tras mirar impertérrito a su amigoun instante, Patrick asintió con unsuspiro. Un suspiro viejo y cansado.Burton le dirigió una breve sonrisa en

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medio de la oscuridad antes de volver aponer el ojo en la mira. Observó hasta elúltimo centímetro del aeródromo. Habíaun único guardia que patrullaba elperímetro como si diera un paseo undomingo por la tarde. En la torre habíasentado otro, con los pies en alto. ElGotha carecía de protección.

—¿Seguro que sabes pilotar eseaparato? —preguntó a Nares.

El aviador asintió.—De acuerdo, bajemos. Echemos un

vistazo desde más cerca.

***

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Esperaron hasta pasada lamedianoche. Habían dejado el Ziegeentre la maleza a unos ochocientosmetros de distancia para recorrer a pieel último tramo. Por primera vez Burtonse alegró de llevar un uniforme de lasSS (era invisible, un fantasma negro enun paisaje negro). Las botas le dolíanhorrores.

Cuando llegaron al aeródromo habíasalido la luna. Todo parecía dormido,incluso había desaparecido el guardiadel perímetro que Burton había vistoantes. No había ninguna luz, salvo unalámpara en la torre de control. Burtonsupuso que sería un destino fácil para

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hijos de gerifaltes nazis que cumplían suservicio militar. Los llamaban «loschicos de la vitamina B». Ellos notenían que enfrentarse a la insurgenciadel Congo occidental. Un año en unpuesto de avanzada alejado y ya eranguardias, ejemplares ilícitos de StagParty por la noche, aburrimiento. Ladisentería era lo peor a que seenfrentaban.

Burton indicó a Patrick quecomprobara los barracones mientrasNares y él iban a la torre. Cuandollegaron a ella, pudieron ver mejor elGotha; no había guardias ni personal detierra.

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—¿Podrá volar? —susurró Burton.—Desde aquí no tengo forma de

saberlo. Diría que sí.—Ve y prepáralo para el despegue.

Y, Nares, hazlo lo más sigiloso quepuedas.

El aviador se escabulló hacia elaparato mientras Burton subía lasescaleras de la torre. Eran de madera, ycada peldaño crujía al pisarlo. Al llegararriba echó un vistazo por la ventana. Unoperador de radio hojeaba una revistasentado ante una pantalla. Burton vioque el sudor le resbalaba cuello abajo.

La radio cobró vida.«Control de Mendiao, ¿me recibe?»

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El operador alargó la mano hacia elmicrófono para contestar.

—¡Alto! —ordenó Burton, entrandoen la cabina.

El operador se volvió y se llevó unamano al corazón.

—Sturmbannführer. ¡Qué susto meha dado! —Frunció el ceño,desconcertado por haber reconocido eluniforme pero no el rostro.

Goshi. El golpe lateral de dambe enla cabeza. El puño de Burton dio en lasien del operador, que se desplomó.Burton levantó la mano para atizarle denuevo... y la bajó. El alemán era apenasun crío con una sombra de pelusilla

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rubia en las mejillas.«Mendiao, ¿me recibe? Solicito

luces de aterrizaje. Cambio.»Burton se secó el sudor de la cara,

cogió el micrófono y habló en alemán:—Aquí... eh... Men-di-ao. Luces de

aterrizaje... averiadas. No intentenaterrizar.

«Estoy iniciando el acercamientofinal.»

—Negativo. No intenten aterrizar.Parásitos.Burton apretó de nuevo el botón de

emisión.—¿Me recibe? Repito: no intenten

aterrizar.

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Cuando volvió a oír parásitos, soltóel micrófono y corrió escaleras abajo.Allí se encontró con Patrick.

—¿Qué tal los barracones? —lepreguntó.

—De veinte a treinta hombres, todosdormidos. Pero son demasiados. Tal vezsi tuviéramos gas cianuro... He trabadola puerta con una barricada, pero no lescontendrá mucho rato.

Se dirigieron veloces al hangar y alGotha. A los pies del avión había uncuerpo. Burton se agachó paraexaminarlo: era un ingeniero y tenía laparte posterior de la cabezaensangrentada. Respiraba como si

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durmiera profundamente.—Puede que Nares valga más de lo

que parece —comentó Patrick.Subieron al aparato por la escotilla

del fuselaje. Nares ya estaba en lacabina, comprobando el panel decontrol. Le temblaban las manos.

—Sólo encontré una llave inglesa —dijo—. Lo maté.

—Le dejaste con una resaca denarices —lo corrigió Burton—. Nadamás.

—¿Seguro que no está muerto?—Dame esa llave inglesa y me

aseguro.Nares esbozó una ligera sonrisa y

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volvió a concentrarse en los controles.Comprobó varios interruptores y diogolpecitos a un indicador.

—¿Qué pasa? —preguntó Burton.—Nada —respondió el aviador tras

un momento de duda—. Estoy listo.Burton se inclinó hacia delante para

ver mejor el tablero de mandos. Leresultó tan incomprensible como unapared de jeroglíficos.

Patrick se movió nervioso.—¿Seguro que sabe lo que hace? —

preguntó a Burton.—Lo sé —dijo Nares—. Cuando

queráis.La cabina sólo tenía capacidad para

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dos personas. Burton se abrochó elcinturón en el asiento del copilotomientras Patrick se sentaba detrás, en labodega.

—Mañana por la mañana estaremosen Nigeria —dijo Burton.

Nares pulsó el interruptor deencendido. Se oyó un rápido tic tic tic,seguido de una especie de resoplido,como una mula que se despierta. Y quevuelve a dormirse.

Nares pulsó de nuevo el interruptorde encendido. Y una tercera vez, conmás fuerza.

Tic tic tic. Nada—Ya me lo había parecido —dijo

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Nares mientras daba golpecitos en elindicador que le había preocupado antes—. No tiene combustible.

—Perfecto —soltó Patrick detrás deellos.

—El camión cisterna —dijo Burton,levantándose del asiento—. El que estáfrente al hangar. —Se volvió haciaNares—. Patrick y yo lo traeremos.Encárgate de que el avión estépreparado para repostar.

Salieron del Gotha.Burton echó un vistazo al hangar

vacío, consternado.—Tendrías que haberle golpeado

más fuerte —gritó a Nares. No había ni

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rastro del ingeniero inconsciente, sóloun rastro de manchas de sangre que sedirigía a la puerta.

Burton y Patrick fueron a paso ligerohasta el camión y lo pusieron en marcha.El motor rugió estrepitosamente yretumbó en el aeródromo en silenciomientras volvían al hangar para llenar eldepósito del avión.

—¿Cuánto rato? —preguntó Patrickmientras el queroseno circulaba por lamanguera.

—No lo sé —contestó Nares.—Tú eres el piloto.—¿Acaso soy boche? Es un avión

alemán.

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Burton observó los números queiban cambiando en el contador: diezlitros, veinte, treinta. Era como esperara que la fruta madurara. Trató decalcular el combustible en galones, sinéxito. Los alemanes habían animado alos británicos a pasarse al sistemamétrico para simplificar el comerciocon el resto de Europa. Pero si bien elfracaso de Dunkerque se había aceptadocon un gran pesar, la simple insinuaciónde la conversión al sistema métricohabía provocado indignación. Los litrosno significaban nada para él, y legustaba que fuera así.

Cincuenta. Cien. Ciento cincuenta.

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Doscientos. Doscientos cincuenta...—¡Vamos! —exclamó Patrick.De repente, una luz brillante.Los enormes proyectores que

iluminaban el aeródromo cobraron vida.Después de tanta penumbra Burton sesintió como si unos dedos calientes leestrujaran las retinas. El mundo relucíarojo, verde, azul. Patrick y Narestambién tuvieron que protegerse losojos. Después, se encendieron lasbalizas de la pista.

Patrick se acercó a la puerta delhangar fusil en mano. Desde ahí disparóa uno de los proyectores, que se apagóen medio de una cascada de chispas.

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Una ráfaga de ametralladorarecorrió el suelo, cerca de ellos.Disparos de aviso, pensó Burton. Loscabezas cuadradas no querían tocar lacisterna. Miró el contador: trescientoslitros.

—¿Cuánto necesitamos? —gritó aNares.

—No lo sé.—¡Di algo!—Quinientos litros. Pero puede que

hagamos caída libre antes de llegar.Otra descarga. Un vehículo se puso

en marcha en alguna parte, y a lo lejosse oyó otro sonido. Algo familiar, unaullido remoto...

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Trescientos cincuenta litros.... el ruido de un Messerschmitt que

se acercaba para aterrizar.Se oyó una voz áspera, metálica:—Dejen las armas y salgan con las

manos en alto. —Y, luego, como si se lehubiera ocurrido de golpe—. Estánrodeados.

—Nares, al avión. Prepáralo paradespegar —ordenó Burton—. Y esperamis órdenes.

Nares subió al aparato, rápido comouna ardilla. La cisterna siguióbombeando combustible.

Trescientos sesenta litros.Burton oyó ruido de botas en el

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techo del hangar. Corrió hacia la puerta.Vio soldados que se abrían en abanicoal borde de la pista y un semioruga conuna MG48 montada. Patrick habíaapagado cuatro reflectores más, con loque había dejado dos terceras partes delaeródromo a oscuras. Nubes de insectosrevoloteaban alrededor de los quetodavía estaban encendidos.

—Se acerca algo por la izquierda —advirtió Patrick. Burton vio unospuntitos rojos centelleantes a lo lejos.

—¿Podemos apagar las balizas de lapista?

—¿Cómo?Tic tic tic. Nares intentaba poner el

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avión en marcha.Burton se volvió hacia la cabina y le

indicó que parara.—¡Todavía se está llenando el

depósito! —le gritó.—¿Quién nos matará antes? —

comentó Patrick—. ¿Tú, él o ellos?—Cúbrenos hasta que el avión esté

fuera. Y entonces súbete.—¿Qué vas a hacer?—Los veteranos antes que los

temerarios —respondió Burton,volviendo hacia el Gotha. Comprobó elcombustible: cuatrocientos veinte litros.Un trozo del techo cedió y pudo atisbarunas botas militares por el agujero.

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Cuatrocientos veintiuno, veintidós,veintitrés, veinticuatro, veinticinco...

«Tendrá que bastar.» Burton apagóla bomba de combustible con lamanguera aún en la mano.

—¡Ahora, Nares!El timón de cola se movió atrás y

adelante. Tic tic tic.Nada.Burton se desinfló.Tic tic tic...¡Y esta vez el motor rugió con

fuerza!El aparato despidió gases de escape.

Dentro del hangar el ruido eraensordecedor, pero bajó una octava

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cuando el aparato se puso enmovimiento y avanzó hacia la puerta.Patrick señaló a Nares que girara a laderecha. En cuanto el Gotha asomó elmorro, hubo una descarga de disparos.Patrick respondió.

Burton volvió a poner en marcha lacisterna y derramó combustible deaviación por todo el suelo. Los vaporesque emanaba le escocían los ojos. Ladejó bombeando y corrió hacia Patrick.

—¡Ve! —gritó—. Y despuéscúbreme.

Patrick corrió detrás del Gotha.Al otro lado del aeródromo, en la

dirección que iba a tomar el avión, un

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grupo de soldados estaba levantando unabarricada. A Burton le pareció que setrataba de una pirámide de neumáticos.Los soldados la rociaron con gasolina yle prendieron fuego.

Burton se llevó entonces el BK alhombro y abatió a varios hombres. Lellovieron balas desde el otro lado, asíque se volvió y disparó. Y de nuevocorrió hacia el avión. Patrick habíallegado a la compuerta. Lanzó dentro elfusil y logró subir. Segundos despuésreapareció e hizo gestos a Burton paraque se reuniera con ellos.

Burton efectuó varios disparos más ycorrió con todas sus fuerzas. Las balas

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le pasaban rozando. Notó un zarpazoabrasador en el cuello y que un líquidocaliente se le extendía bajo el cuello deluniforme.

Desde la compuerta del avión,Patrick, con el gesto torcido debido alesfuerzo, le apremiaba a seguircorriendo. Intentaba decir algo. Se metióen la cabina. Burton esperaba quereapareciera en cualquier momento.Pero no lo hizo.

Los motores del avión adquirieronmás potencia.

Burton corrió tras el aparato,maldiciendo a Nares con el poco alientoque le quedaba. No podría alcanzarlo.

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Su única esperanza era que Patrickordenara al piloto que se detuviera.

«Si la cosa se jode, ahí te quedas.Me iré sin pensármelo ni un segundo.Sálvese quien pueda.» Eso había dichoPatrick en la cárcel. Una bayonetaclavada en sus esperanzas. El aviónganaba velocidad.

—¡Nares, hijo de puta! ¡Espera!¡Patrick!

Las hélices del Gotha ahogaron losgritos de Burton mientras se alejaba.

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10

«La esperanza del impío pasa comoel recuerdo del huésped de un día.»Burton había intentado olvidar todo loque sus padres le habían enseñado, peroa veces le volvían fragmentos a lacabeza, como fantasmas que aparecíanespontáneamente cuando sufría en elalma.

«La esperanza del impío...»Tropezó y se paró con el cuello

ensangrentado y el fusil colgado a uncostado. Tendría que haber sido sincerocon Patrick, tenía que haberle contado lo

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de Hochburg, lo de la infructuosavenganza que se había tomado. Si suamigo lo hubiera entendido, tal vez no lohabría abandonado.

Empezó a pensar qué haría: volveral jeep y seguir hacia el oeste. De todasformas, iría más rápido solo. El Gothano iba a poder salvar la barricada; noiba lo bastante rápido. Pero tal vezpodría huir con el caos que iba aproducirse cuando chocara con losneumáticos en llamas.

Una descarga de balas martilleó elsuelo peligrosamente junto a él.

Burton volvió a correr, esta vezhacia la selva. Frondosa y oscura, era

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por donde tenía más posibilidades dehuir. Unos nuevos disparos lopersiguieron por la pista hasta que selanzó al suelo tras unos barriles depetróleo oxidados. Las balas golpearonel metal unos centímetros por encima desu cabeza, y se estremeció al oír losimpactos. Las ganas de hacerse un ovilloy quedarse así para siempre eran casiirresistibles. Burton dirigió una miradaal Gotha para ver si lo había logrado.Esperaba que ya se hubiera estrelladocontra la barricada.

Estaba reduciendo la velocidad.Patrick estaba en la compuerta

buscándolo por la pista con la mirada.

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Burton disparó al aire y movió eufóricolos brazos. Como inmediatamenterecibió una lluvia de balas y disparostrazadores, volvió a agacharse. PeroPatrick lo había visto. Describió uncírculo horizontal con la mano: vamos adar media vuelta.

Burton soltó una carcajada, lleno deorgullo.

Se arrodilló, se obligó a respirarpausadamente y empezó a disparar a lossoldados situados en el otro lado de lapista. Disparos bien dirigidos, aconciencia. Ahora las luces lefavorecían a él. Un muerto, dos muertos;regular e incesante para dar tiempo de

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maniobrar al avión.El Gotha terminó de girar. Empezó a

acelerar otra vez y regresó por la pista,alejándose de la barricada. En ladirección contraria, las luces deaterrizaje del Me-362 brillaban cadavez con más intensidad.

Burton esperó a que el Gothaestuviera a su altura y salió de suescondite. Corrió con todas las fuerzasque le quedaban. Las hélices le lanzabangrava a la boca.

—¡Vamos! —gritó Patrick con lamisma vehemencia que un instructormilitar—. ¡Vamos! —Tenía la manoextendida para sujetar la de Burton.

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De repente, Burton sintió pánico. ¿Ysi una bala le daba en el tobillo y leimpedía seguir corriendo? El avión seiría y ya no tendría una segundaoportunidad. Madeleine lo esperaríapara siempre en el porche con Alice ycon su hijo huérfano en el regazo.

Patrick le aferró la mano y tiróbruscamente de él para meterlo en elavión. Luego lo empujó a un lado yrecuperó su posición en la compuertacon el fusil, ansioso por encontrar másobjetivos. En la cabina, Nares gritaba.Mientras iba hacia él, Burton se tocó laherida del cuello: era solamente unrasguño. Les disparaban desde ambos

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lados, y el fuselaje ya estaba lleno deagujeros.

—Hay otro avión —bramó Nares—.Viene directo hacia nosotros.

Las luces del Messerschmittiluminaban cada vez más la cabina.

—Podemos lograrlo —dijo Burtoncon voz ronca mientras se abrochaba elcinturón del copiloto.

Nares aceleró más. Tenía la vistapuesta en el panel de control. Sujetabala palanca con ambas manos, dispuesto atirar de ella en cuanto tuvieran lasuficiente fuerza propulsora. Estabaintentando llevar el Gotha hacia laderecha de la pista para esquivar al otro

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avión.El aparato pasó veloz ante el hangar

y la torre de control. Burton notaba elmovimiento del aire bajo las alas. Hubouna ráfaga de disparos y varias balasirrumpieron en la cabina. Fue un milagroque no los tocaran. Oyó la voz amargade su padre: «Ya no hay milagros, hijo.»Y una segunda ráfaga. Otro milagro,sólo que esta vez algo caliente salpicólos brazos de Burton.

—Lo siento —dijo Nares. Hablócomo si le costara un gran esfuerzo.

Burton lo miró y vio una manchaoscura que se extendía por el abdomendel aviador: un borbotón de sangre le

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salía del muslo. Tenía la cara sudada ydesfallecida.

El morro del avión luchaba pordespegar.

—¿Qué hago? —dijo Burton.—Todavía puedo tirar de la palanca.

Tú encárgate de los pedales. Písalos confuerza cuando yo te diga.

Burton puso los pies en ellos. Oyócómo Patrick cerraba la compuertatrasera del avión. Casi tenían encima elMe-362.

—¡Ahora! —resolló Nares, como sino le quedara aire en los pulmones. Tiróde la palanca de mando con una muecaen la cara. Burton apretó los pedales.

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Delante de ellos sólo podía ver el aviónde combate. Lo tenían tan cerca que letapaba todo lo demás. Los motoresrugían.

El Messerschmitt tocó tierra, pasó asu lado y golpeó el ala del Gotha.

Por un instante no pasó nada. Nohubo ninguna explosión, ningúnincendio, sólo un ruido apagado. Burtonsintió que se elevaban del suelo. Ydespués, un choque violento. El Gothase ladeó bruscamente hacia la derecha.Pudo ver la selva. La pista.

Selva. Pista. Selva.Tenía los tendones del cuello tensos

al máximo. El avión se sumergió entre

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los árboles. Se oyó el crujido del metalal retorcerse y el avión perdió algo, talvez un ala o un motor. Nares intentabacontrolar la palanca pero le temblabanlas manos.

El Gotha siguió adelante, penetrandola selva como un sacacorchos. Hastaque, por fin, se detuvo violentamente.

Burton veía borroso. Con el rabillodel ojo percibía vagamente los restos enllamas del Me-362. O tal vez fueransólo los neumáticos al final de la pista.Tenía el estómago revuelto, los brazosentumecidos y los dedos doloridos.Intentó moverse pero no pudo. Sabía queno tenía nada roto pero era como si una

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parte de él se hubiera quedado rezagaday tuviera que esperarla.

Alzó la cabeza. Nares boqueabacomo un pez fuera del agua y no dejabade sangrar por la boca. Burton vio denuevo a Hochburg.

—¿Puedes... moverte? —Alprincipio no supo quién había hablado.Había sido él mismo—. Nares, ¿puedesmoverte?

El aviador no respondió, perointentó desabrocharse el cinturón conmuy pocas fuerzas.

El cuerpo de Burton estabarecuperando sus movimientos. Sedeshizo del cinturón del asiento y se

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levantó. El mundo estaba torcido,apestaba a queroseno y sangre.Desabrochó al piloto e intentó girarlo,pero Nares gritó de dolor.

—¡Patrick! —llamó Burton—.¡Necesito tu ayuda!

Su viejo amigo apareció en lacabina. Tenía un tajo terrible en la narizy la sangre le surcaba las arrugas de lacara. Parecía muy entero.

—No puedo mover a Nares —explicó Burton.

—Déjalo. Tenemos que irnos. Loscabezas cuadradas vienen hacia aquí.

Nares abrió la boca para protestar,pero de ella sólo salió un gorgoteo

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sanguinolento.Burton empezaba a despejarse.

Podía oír un cloc cloc cloc procedentede Nares.

—No podemos hacer nada por él —dijo Patrick.

—Tenemos que intentarlo. —Seesforzó de nuevo en mover las piernasdel aviador.

Patrick sacó la pistola y apuntó aNares en la cabeza.

—¿Qué pretendes? —se sorprendióBurton—. Es...

Un disparo. El cristal de la cabina secubrió de sangre y de masa cerebral. Elcuerpo de Nares se sacudió varias veces

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y se quedó inmóvil.Burton se quedó mirándolo,

petrificado.Oyeron el ruido de hombres

abriéndose paso por la maleza, a lolejos.

—¡Muévete! —ordenó Patrick aBurton a la vez que tiraba de él.

Pero Burton siguió donde estaba.—¡Muévete ya, Cole! —insistió

Patrick, con un tirón más fuerte—. Ojuro que te dejo aquí.

Burton obedeció, pero era como siestuviera soñando. En la compuertaposterior miró de soslayo hacia atráscon la esperanza de convencerse de que

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Nares seguía vivo. El cristal de lacabina estaba cubierto de rojo. Patrickle obligó a bajar y ambosdesaparecieron en la selva.

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11

Doruma, frontera entre Kongo ySudán

14 de septiembre, 21.15 h

—¿Cuánto falta? —preguntó Vacher.—Un par de minutos, como mucho

—respondió Dolan, aunque calculabaque las cargas ya tendrían que haberexplotado. No dejaba de repasarmentalmente cómo había girado eltemporizador del explosivo,preguntándose si se habría pasado unpoco.

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Estaban sentados en el Ziege, con elmotor ronroneando, a unos cien metrosdel puesto fronterizo. Tenían lasventanillas subidas y el seguro puesto.Cada segundo que pasaba había mássoldados de las Waffen-SS; el puebloparecía un cuenco que se iba llenandode tinta negra.

—¿Y si no explotan? —preguntóVacher.

—En tres años, no ha pasado nunca—dijo Dolan. Decidió que era mejor nomencionar el cuarto año.

—Pero ¿y si no lo hacen? Elcomandante tenía razón, esto está llenode boches.

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—Empiezas a hablar como Lapinski.—Pobre chico —dijo Vacher—. Si

volvemos, iré a ver a su novia...—Cuando volvamos, querrás decir.Una mano enguantada dio unos

golpecitos en el cristal. Dolan bajó laventanilla y un oficial de las SS seasomó al interior.

Tenía acné y olía a menta; le faltabauna oreja. Detrás de él, otro oficialobservaba la carrocería del jeep.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó elque sólo tenía una oreja.

Por los galones, Dolan vio que erau n Gruppenführer. ¿Desde cuándopatrullaban el tráfico los generales de

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división? Se mostró desenvuelto perorespetuoso al hablar.

—Estamos esperando a un amigo —dijo en alemán—. Y, después, de vueltaa los barracones. Tenemos permiso.

—Se han cancelado todos lospermisos —repuso el Gruppenführer—.¿No lo sabían?

Vacher se inclinó hacia él.—¿Qué ocurre?E l Gruppenführer arqueó una ceja,

lo que le hizo parecer un títere.—¿Dónde estaban ustedes? Han

asesinado al gobernador general.—¿Quién?—A saber. Insurgentes del oeste.

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Rebeldes angoleños. Los británicos. —Miró a Vacher—. Rodesianos. Tenemosenemigos en todas partes.

—Cabrones —masculló Dolan.—No podrán escapar —aseguró el

Gruppenführer. Se acercó más a ellos—. Y ese amigo suyo... ¿dónde dicenque está?

—En un burdel —contestó Dolancon su sonrisa más lasciva—. Tenía quehaber acabado hace diez minutos.Supongo que quiere sacarle el mayorpartido a su dinero. Ya sabe cómo sonesas polacas.

—Contaminan nuestra sangrealemana. Su documentación. Y la suya

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también —dijo con cara de póquer,señalando a Vacher.

Vacher se metió la mano en laguerrera. Por una décima de segundo,Dolan creyó que iba a sacar la pistola ymatar al oficial, pero el rodesiano selimitó a entregarle sus documentos.Dolan vaciló un momento e hizo lomismo. Ackerman les había aseguradoque era imposible distinguirlos de losauténticos. También les había aseguradoque a esas horas estarían en casa con unmontón de diamantes en las manos.

E l Gruppenführer los hojeórápidamente. Un poco más adelante, otrooficial estaba informando a los guardias

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fronterizos, que en media hora se habíandoblado en número. También habíasoldados patrullando las calles. Ojospor todas partes. En la vallapublicitaria, la sonrisa del soldado delas SS parecía de repente diabólica.

El oficial siguió hojeando sudocumentación; parecía estar sopesandoalgo.

—¿Algún problema? —preguntóVacher.

Dolan le hizo un gesto para que secallara.

E l Gruppenführer cerró losdocumentos de golpe y se los devolvió.

—Todo en orden —dijo.

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En el interior del coche, Dolanrespiró.

Y, entonces, otra pregunta:—¿Qué llevan en la parte trasera del

vehículo?—Unas lonas —contestó Dolan,

esforzándose por mantener la voztranquila—. Puede que unas cuantasbotellas de Primus si es que quedaalguna. ¿Quieren una?

E l Gruppenführer chasqueó losdedos y el otro oficial de las SS sedirigió a la parte trasera del jeep y laabrió.

Dolan puso el pie en el embrague ydirigió muy despacio la mano hacia el

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cambio. Puso la primera. Repasó denuevo el momento en que había girado eltemporizador de las cargas explosivas.Ya habían pasado catorce minutos, ¿no?A su lado, Vacher palpó el arma.

El oficial estaba echando un vistazoa las lonas. Llamó a su superior paraque se acercara.

—¡Vámonos! —siseó Vacher.Con la mano libre, Dolan sujetó el

volante. Puso el pie en el acelerador.Las puertas se cerraron de golpe.—Espero que su amigo no pille

nada. Esas putas polacas son peores quelas ratas de cloaca —dijo elGruppenführer, y se apartó unos pasos

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del coche—. Si ven algo sospechoso,infórmenlo de inmediato. Buenasnoches, señores.

Dolan soltó el acelerador.E l Gruppenführer se detuvo y se

volvió hacia ellos.—Una última cosa. —Dolan movió

de nuevo los pies en los pedales—.Apaguen el motor mientras esperan.Recuerden que hay escasez decombustible.

Dolan lo hizo. Un momento despuésfue como si le estallaran los pulmones.

—Virgen santísima —exclamóVacher, santiguándose.

—No sabía que eras creyente.

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—No lo soy.Los dos rieron, como reclutas

novatos que acabaran de engañar alsargento.

—Tenemos que largarnos de aquí —dijo Vacher—. Sudán, Nigeria. Qué másda.

Se oyó un siseo fuerte.Al otro lado del pueblo, una mancha

de fósforo rosa salió disparada hacia elcielo. Todo el mundo (los guardiasfronterizos, los soldados de la calle,Dolan y Vacher) se volvió para mirarla.Se elevó y describió un elegante arcoantes de caer al suelo, y recordó aVacher los primeros fuegos artificiales

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que había visto cuando era pequeño.Había sido en Newport, el día en queHalifax anunció la paz entre GranBretaña y Alemania. Su madre llorabamientras el cielo explotaba sobre ellos,aunque nunca le preguntó si era devergüenza o de pena. Dolan se marchóconsternado de su lado sin decir nada.La guerra había sido corta pero habíadejado a muchas familias con tumbasque cuidar; su hermano mayor no habíaregresado de Francia.

—¿No tenía que haber pasado algo?—soltó Vacher en un tono algo hiriente.

—No dio en el depósito decombustible. No pude medir la

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trayectoria. Tuve que calcularla a ojo.—Dolan puso de nuevo el motor enmarcha—. Hay tres más, colocadas enángulos distintos...

Dos camiones se pararonderrapando delante del jeep. De ellosbajó un grupo de soldados como un ríode aguas negras. A la cabeza iba elGruppenführer de una sola oreja.

El segundo proyectil de fósforoexplotó en el cielo.

Dolan arrancó y se abrió paso entrelos soldados. Quiso meterse entre losdos camiones pero no había espaciosuficiente. El metal del jeep chirrió. Losfaros delanteros se rompieron. Los

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camiones se desplazaron un poco de susitio y el jeep logró pasar.

El fósforo aterrizó sin causar daños.Vacher disparó el BK44 por la

ventanilla.—¡Agáchate! ¡Agáchate! —gritó

Dolan mientras conducía hacia lasverjas de la frontera. Una oleada debalas alcanzó al jeep, haciendo saltarchipas del capó. El parabrisas sedesintegró. Ya casi habían llegado.

Sobre ellos, otra explosión defósforo. Y otra.

El jeep chocó contra algo y los lanzóbruscamente hacia delante. Y despuéshacia atrás. Habían pasado la barrera.

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Faltaban las verjas. Las atravesaron.Otro chirrido metálico, como el aullidode un animal al destriparlo. Disparos.La parte trasera del vehículo estallóhacia el interior.

El fósforo cayó y acertó su objetivo.La noche se volvió amarilla, naranja,escarlata. Los soldados salierondespedidos y los disparos cesaron unosinstantes.

—¡Sigue! —gritó Vacher. Se situóentre los asientos y disparó hacia atrás.

Los soldados ya se estabanreponiendo. Hubo nuevos fogonazos.Disparaban bajo.

Hubo una explosión y un neumático

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trasero estalló. Los fragmentos azotaronla cabeza de Dolan, que se esforzó porcontrolar el jeep mientras el chasisrascaba el suelo. El vehículo dio unbandazo, de izquierda a derecha.

Ya divisaban la valla que señalabael lado británico. La bandera de ese paíscolgaba lánguidamente de un asta. Bajoella, un grupo de soldados parecíaanimarlos a seguir adelante. No estabana más de doscientos metros. «Losinvitaré a una cerveza esta noche en losbarracones», pensó Dolan. Casi podíasaborearla.

Vacher dejó caer el fusil y se hizo unovillo.

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—¡Agárrate fuerte!Un bazuca acertó la trasera del jeep

y lo levantó por los aires. El Ziege diouna vuelta de campana y giró como unapeonza sobre el techo. Dolan sintió unramalazo de dolor en todo el cuerpo. Sele nubló la vista.

Todo se quedó quieto y en calma.A continuación, Vacher le gritó al

oído:—¡Tienes que ayudarme! ¡Yo solo

no puedo!Dolan tenía la boca llena de humo y

sangre. Era como si alguien le estuvieradando collejas en la oreja. Se habíaquedado atrapado dentro del jeep y

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Vacher intentaba liberarlo desde fuera.Empujó con todas sus fuerzas y logrósalir. Vacher lo ayudó a ponerse de pie.Casi se desplomó; no se notaba la piernaderecha, cuya pernera estaba empapada.El dolor era insoportable.

—¿Puedes andar? —Vacher volvióa gritarle al oído.

Dolan intentó dar unos pasos yrespirar hondo. Se le estaba despejandola cabeza. Dirigió una mirada atrás,donde había soldados y vehículos queaceleraban, y rodeó los hombros deVacher con un brazo. Si hubiera tenidotiempo de preparar uno de sus trucos,habría dado a los boches algo en lo que

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pensar. Corrieron renqueantes,apoyando casi todo el peso en Vacher.

La alambrada que tenían delante seextendía hasta donde alcanzaba la vista.Las verjas de la frontera seguíancerradas. Mientras avanzaban comopodían, Dolan esperaba que se abrieran.En cualquier momento.

Sonaron unos disparos tras ellos.Por fin llegaron a la valla. Al otro

lado había un puñado de soldadosbritánicos (miembros del CuerpoEcuatorial por sus boinas) con eluniforme sudado. Sus armas del calibre303 tenían el aspecto de no haber sidodisparadas nunca. Sobre ellos, un letrero

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de madera: BIENVENIDOS AL SUDÁNANGLOEGIPCIO.

Dolan dobló las rodillas y agitó laverja.

—¡Dejadnos entrar!Los soldados no se movieron.—¡Abrid! —Dolan echó un vistazo

atrás—. ¡Por favor! —Los alemanes losalcanzarían en cuestión de segundos. Yano disparaban, sino que marchabandespacio con las armas preparadas.Detrás se veían los faros de numerososvehículos.

—¡Abrid! —gritó Dolan de nuevo—. ¡Abrid!

—¡Abrid, por amor de Dios! —

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Vacher se sumó a sus súplicas.Los británicos siguieron impasibles.

Un oficial salió de un fortín y se acercóa ellos. Dolan observó la Cruz de SanJorge que llevaba en la pechera.

—Lo siento, señores —dijo—.Tengo órdenes estrictas de no permitirque nadie cruce la frontera.

—¡A la mierda con las órdenes!¡Déjenos entrar! ¡Somos soldadosbritánicos! ¡Los boches nos colgarán sinos atrapan!

El oficial miró a Vacher.—Parece rodesiano.—¡Estamos en el mismo bando,

joder!

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—Eso dígaselo a nuestro equipo decriquet.

Dolan miró otra vez hacia atrás ydespués al oficial.

—¡Vamos, abra la puta valla! —pidió, agitando como un loco la valla.

El oficial se ajustó la guerrera ydirigió la mirada al frente.

—Tengo órdenes —repitió—. Lesagradeceré que se alejen de la valla, porfavor.

—¡Váyase a la mierda!Tras ellos, pisadas de botas. Vacher

se llevó el fusil al pecho mientrasbuscaba una escapatoria con la mirada.

El oficial británico hizo señas a sus

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hombres y éstos prepararon sus armas.—Por favor —suplicó Dolan—.

¡Por favor! —Su cara expresabaimpotencia y rabia; la pierna le dolíacomo si un chacal le royera el hueso.

—¿Puedes trepar? —le preguntóVacher.

Dolan sacudió la cabeza.—Sálvate, Pieter —dijo. Se dejó

caer al suelo y se volvió hacia losalemanes—. Yo te cubriré —aseguró, ydisparó varias veces. Tenía las manostan empapadas de sangre que no podíamantener el arma recta. Sus disparos seperdieron vanamente en la oscuridad. Alo lejos, veía las llamas del depósito de

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combustible. Le parecieron preciosas.Vacher corrió a lo largo de la

frontera y empezó a trepar por la valla.La alambrada se hundió bajo su peso.

—Suelte la valla y retroceda —ordenó el oficial británico. Losalemanes hicieron unos disparos deadvertencia.

Dolan devolvió el fuego. Pero, porsu resultado, podía estar disparandoguisantes. Alguien le dio unos toquecitoscon la culata de un fusil y le dijo:

—Suelte el arma. No empeore lascosas.

Dolan estaba demasiado débil parallevarle la contraria. El arma se le

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escapó de las manos. Cada vez se sentíamenos el lado izquierdo del cuerpo.Recordó que Ackerman les habíaofrecido unas cápsulas para suicidarseantes de dejar Lusaka, «por si acasoocurre lo peor». ¿Les habría tendido unatrampa como había dicho Patrick? A lomejor Ackerman sabía que todoacabaría mal y había queridoproporcionarles una salida fácil. Dolanrechazó la cápsula; todo el grupo lohizo. Ahora deseó tener alguna cápsulaamarga que tragarse.

Vacher estaba casi arriba de lavalla. Dolan lo observaba, animándolointeriormente. Vio cómo pasaba una

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pierna por encima y ya estaba en el otrolado. A nueve metros de altura, pero denuevo en la civilización. De nuevo en elImperio británico.

Sonó un disparo.Vacher se inclinó hacia delante,

pareció quedarse suspendido un instantey se precipitó al suelo. Su cuerpoaterrizó con el mismo ruido de un sacode arena al caer sobre pizarra.

—Alemanes cabr... —empezóDolan, pero le falló la voz. El tiro habíasido del lado británico.

Se volvió como pudo para mirar. Eloficial británico ordenaba a sus hombresque se llevaran el cadáver.

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—¿Vacher? —soltó Dolan—.¡Vacher!

—Como he dicho antes, tengoórdenes —se justificó el oficial,sacudiendo la cabeza—. Si alguienrellena los papeles, lo enviaremos acasa. Si no, será enterrado en Sudán. —Asintió bruscamente y se marchó con sushombres.

Dolan no se había sentido nunca tansolo.

Los faros lo deslumbraron. Alcanzóa otear las siluetas de docenas desoldados alemanes.

El oficial nazi al mando se avanzó.Dolan se esforzó por alzar la vista hacia

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él pero tenía los músculos del cuellomuy débiles. Era el Gruppenführer conuna sola oreja. Hizo una señal a sushombres, que amartillaron las armas.

Dolan esperó la muerte.Se oyó otro ruido: un motor.Un Mercedes negro se acercaba: la

limusina que Dolan había visto antes. Sedetuvo y se abrió la puerta. Un perroenorme salió del vehículo, seguido de unoficial que parecía de muy altagraduación a juzgar por los galones y lasmedallas de su uniforme. Sus botasresonaron con fuerza en el suelo.

El perro llegó antes a Dolan. Loolfateó y luego le pasó una lengua

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babosa por la cara. Olía a carne. Dolancontuvo una arcada.

—¡Fenris, ven aquí! —El perroregresó junto a su amo, que se dirigióentonces a Dolan. En inglés. Tenía lavoz profunda y cortante.

—Huelo a sangre de inglés...—Soy galés —aclaró Dolan con una

mueca.El nazi rio entre dientes.—Como sea, voy a triturar tus

huesos para amasarme pan.E l Gruppenführer dio un paso

adelante.—¿Es él? ¿Es Cole? —preguntó.—No —contestó su superior antes

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de ponerse en cuclillas. Alargó unamano hacia la cara de Dolan. Eraenorme, como de oso. Tomó el mentónde Dolan y le levantó la cabeza hastaque sus miradas se encontraron.

Dolan nunca había visto unos ojostan negros. Y entonces se dio cuenta dequién tenía delante: Walter Hochburg.

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Segunda parte

STANLEYSTADTY LA

AUTOPISTAPANAFRICANA

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Es necesario construir milquinientos kilómetros deautopistas al año comomínimo... porque si no

disponemos de carreterasexcepcionales no podremos

dominar militarmente oasegurar nuestros territorios.

ADOLF HITLER27 de junio de 1942

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12

Terras de Chisengue, Angola delNorte

15 de septiembre, 10.30 h

La segunda tarde de la Conferenciade Casablanca, mientras los burócratasseguían redibujando el mapa, elpresidente Salazar de Portugal solicitóuna audiencia al Führer. Lo atendióRibbentrop, el ministro de AsuntosExteriores. Salazar quería garantíassobre las colonias de Portugal en África,en especial sobre Angola, rica en

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minerales, que a partir de entonceslindaba con Kongo y con DeutschSüdwestafrika, la provinciasudoccidental de los nazis. Ribbentrople tendió otra copa de champán y le dijoque no se apurara. «Mi querido Antonio,aquí todos somos amigos. Los europeostenemos que permanecer unidos. Notienes nada que temer de nosotros.»Halifax le sonrió y lo tranquilizó demodo parecido.

Pero el auténtico destino de Angolano estaba en manos de Halifax ni deRibbentrop, sino de Albert Speer, elarquitecto de Hitler.

La reconstrucción incesante de las

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ciudades del Reich después de la guerra(un proyecto conocido como Die Fünf-und-zwanzig, «Las veinticinco») habíaprovocado una escasez mundial demármol. Cuando los precios sedispararon, las canteras de Angola delSur, en las que abundaba la anortositanegra tan preciada en los diseños deSpeer, pasaron de repente a ser muyvaliosas. Al ver una oportunidad dellenar las arcas de Portugal, elpresidente Salazar decidió imponernuevos aranceles a todas lasexportaciones de minerales: unaviolación de la política comercial delConsejo de la Nueva Europa. Hitler

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exigió concesiones. Al ver que no se ledaba ninguna, empezaron a concentrarsecarros de combate en la frontera; eracomo si todo el sur de África fuera asumirse en una guerra. Al final, Halifaxintervino para negociar un acuerdo depaz y asegurar el cumplimiento delTratado de Casablanca. Convocó unareunión de urgencia del Consejo de laNueva Europa, en la que citó a LloydGeorge cuando observó que «Portugaltenía demasiado territorio africano paraun país de sus dimensiones».

Salazar se vio obligado a entrar enrazón. Esta vez no hubo sonrisas nichampán.

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En noviembre de 1949, todas lasprovincias angoleñas situadas al sur delferrocarril de Benguela fueronanexionadas por Deutsch Südwestafrika(lo que llevó a Goering a señalar queAngola era el primer país dividido«siguiendo las vías del tren»). Angoladel Norte seguiría en manos portuguesascon la condición de que no fomentara larebelión en el sur. Speer seguiría con sutrabajo. Se formó un movimiento deresistencia con el apoyo clandestino dePortugal, pero oficialmente la paz habíaregresado al continente.

Neliah Tavares conocía bien esapaz. Iba vestida de negro con calaveras

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plateadas y ametralladoras. Una paz quehabía asesinado a sus padres.

Estaba en la cocina cuando elcomandante volvió al campamento.Había recibido órdenes. Los blancos locelebraron, dispararon las armas al aire.Unas horas después, llegó un tenientejovencísimo, un desconocido. Habíaviajado desde Luanda, la capital deAngola.

Neliah había perdido la cuenta delas semanas y meses que habíanesperado. Todos los días corrían nuevosrumores de que los nazistas invadían elnorte, y lo que siempre hacían erasentarse a esperar, volviéndose poco a

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poco locos en la hierba. Nunca hablabande venganza. Algunos soldados seremojaban el gaznate con caporotto y sepeleaban entre sí. Los oficiales nodecían nada, incluso permitían apuestas:lo que fuera para mantener a raya elmurmullo de revuelta. Al final, cansadode esperar, el mismo comandante habíaido a Luanda a recibir órdenes. Habíavuelto esa mañana.

Y después llegó el teniente, conotras órdenes.

Cuando Neliah se enteró, corrió deinmediato al octógono. Era tan altacomo la mayoría de los hombres,atlética, pelo corto y piel color lodo de

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río, más oscura que la de su hermana. Lebrillaban los ojos como a una mangosta.Tenía diecisiete años.

El octógono estaba en el corazón delcampamento rebelde y, como todos losedificios para los blancos, se habíaconstruido sobre unos soportes pararesguardarlo de las mambas y las riadas.Neliah subió los peldaños, cada vez másnerviosa. El interior estaba lleno deoficiales portugueses y soldadosangoleños blancos de la resistencia.Ninguno le prestó atención excepto elcomandante Penhor, que frunció el ceñopero no dijo nada. Cada vez quellegaban órdenes, ella se presentaba

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para luchar y cada vez Penhor le daba uncachete en el trasero y la enviaba devuelta a la cocina. A ella no le gustabaque la tocara.

Penhor se estaba dirigiendo a loshombres:

—Esta mañana recibí dos órdenesdistintas. Ambas de Carvalho enpersona. —José Agapito de SilvaCarvalho, el gobernador de Angola.

Neliah vio que los soldadossusurraban animadamente, expectantes.

—La segunda orden dice que hahabido alguna clase de «incidente» enKongo, no especifican cuál. Se estánconcentrando tanques en la autopista, en

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Manloga. Parece que los alemanestienen la intención de invadir Rodesiadel Norte. Para proteger sus fronteras.Tenemos que detenerlos a toda costa.

»La primera, que recibípersonalmente en el Palacio delGobernador, también dice que se estánconcentrando tanques alemanes. Pero enla frontera entre Kongo y Angola. La90.ª División Ligera. —Hizo una pausamelodramática—. En el puente deMatadi.

Se produjo un alboroto.—¡No es necesario que os diga las

consecuencias de todo esto! —gritóPenhor para hacerse oír por encima del

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barullo—. Desde Matadi, los nazistaspodrían llegar a las afueras de Luandaen tres días. Tenemos órdenes deregresar a la capital de inmediato.

Neliah sintió una oleada deentusiasmo. ¡Esta vez tendrían quedejarla luchar!

—Pero ¿por qué? —saltó un soldado—. Ya tienen el sur. Firmamos unacuerdo de paz.

—Los alemanes afirman que es paraaniquilar la resistencia, campamentoscomo el nuestro.

—Es una estratagema —dijo otro—.Quieren todo el país. Quieren convertirAngola en una colonia alemana.

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Todo el mundo estuvo de acuerdo.Penhor esperó a que el barullo

remitiera para continuar. Llevaba eluniforme azul del ejército portugués conuna faja roja de gala cruzada en el pechoy las rayas de los pantalones y laguerrera afiladas como cuchillos. Era detez pardusca y llevaba el pelo teñido denegro. Neliah nunca pudo entender porqué.

—Volvamos a las órdenes —dijoPenhor—. No tienen precedencia. Pero,dada la amenaza inminente para lacolonia, saldremos rápidamente haciaLuanda.

Un soldado habló. Neliah reconoció

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su voz y se le hizo un nudo en elestómago.

—La segunda orden, la de Rodesia.¿Decía algo más?

Penhor se pasó la lengua entre losdientes y el labio superior antes decontestar:

—Nada.—¿Cómo vamos a detener a los

boches? Seremos cuarenta hombrescontra todo un ejército. Carvalho tieneque haber dicho algo.

—Recuérdeme su nombre, soldado.—Gonsalves, señor.—Muy bien, Gon-sal-ves, supongo

que el gobernador pensaba en el

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sabotaje. Que destruyamos uno de lostúneles de la autopista en dirección alsur.

—Déjeme hacerlo.—Ni hablar —resopló Penhor—.

Tenemos órdenes de regresar deinmediato.

—Pero dijo que no habíaprecedencia.

—¿Dónde quiere ir a parar,soldado?

Gonsalves se movió para poderdirigirse a la vez a Penhor y a los demássoldados. Neliah había conocido antes ahombres como él. Acababa deincorporarse a la resistencia, un ex

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convicto de la época en que Angola erauna colonia penal. Tenía la piel tanblanca como la leche de cebú y un vellonegro que le asomaba del cuello y lospuños de la camisa. Siempre que leservía en la cocina, miraba la comidacomo si estuviera flotando entreescupitajos.

—El gobernador Carvalho no habríadado orden de destruir el túnel si nocreyera que era importante —dijoGonsalves—, tan importante por lomenos como defender Luanda.

—Puede que las órdenes fueran paraotro grupo de la resistencia —sugirióuno de los soldados—. Ya sabemos lo

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malas que son las comunicaciones.—O puede que se enterara de lo de

Manloga después de que el comandantese hubiera ido. Que se hubiera dadocuenta de lo importante que era impedirque los boches llegaran a Rodesia y poreso emitiera la segunda orden.Piénsenlo. ¿Quiénes son los únicos quepueden ayudarnos si los nazistasinvaden Luanda? Los británicos. A noser que estén librando su propia guerra.

—La última vez cedieron la mitadde nuestro país.

—Esto es distinto. Todos hemosoído lo que se dice. Existen acuerdossecretos entre Portugal y Gran Bretaña.

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—Miró a Penhor en busca de apoyo—.Tengo razón, ¿verdad, comandante?

Penhor, que mantuvo la boca biencerrada, se cepilló una mota invisibledel uniforme.

—Y los británicos son quienes nossuministran las armas.

Penhor le dirigió una miradapenetrante.

—¿De dónde ha sacado eso?—Todo el mundo lo sabe.—Los británicos están... —dijo,

vacilante, el comandante, que elegía laspalabras con cuidado— facilitandonuestra lucha. En su embajada de Luandahay quien cree en nuestra causa.

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—¿Lo veis? —soltó Gonsalves—.Si los nazistas nos invaden, losbritánicos vendrán a defendernos. A noser que estén luchando contra losalemanes en otra parte, como enRodesia. —Observó a los soldados allíreunidos, apelando a los combatientesangoleños—. Entonces nos darían laespalda. O nos venderían en una mesade negociaciones. Por eso tenemos quedestruir el túnel.

Neliah vio que varios soldadosasentían, convencidos.

—¿Cuál es su graduación,Gonsalves? —preguntó Penhor.

—Soy soldado raso, señor. Soy

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nuevo en la resistencia. Me acabo dealistar como voluntario.

—Y ya es un maestro en tácticamilitar.

Neliah se tapó la boca y sonrió.—Pero... las órdenes eran de

Carvalho.—Volar un túnel no bastará para

derrotar a los alemanes.—Pero los entretendrá. Y de ese

modo los británicos podrán prepararse.—Tiene lógica —aseguró un oficial.—Yo digo que nos encarguemos

primero del túnel —insistió Gonsalves—. Después iremos a Luanda.

—Me parece que está perdiendo los

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papeles, soldado raso Gonsalves —leespetó Penhor—. Puede que esta unidadsea irregular, pero yo sigo siendo eloficial al mando. Ya tenemos pocoshombres: no podemos permitirnosdividirnos. La defensa de nuestra capitales más importante que cualquier otraconsideración u orden.

—Ya lo haré yo. Yo volaré el túnel.Todo el mundo se volvió hacia el

fondo de la sala y se quedó mirando aNeliah.

—¿Tú? —dijo Gonsalves con unamueca de desdén.

—Sé manejar explosivos. Sé luchar.—Neliah —dijo el comandante.

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Neliah no se atrevía a mirarlo: temíaque la rechazara. No soportaría un díamás entre las ollas.

—Sí... sí, Neliah podría hacerlo. Irácon otras chicas herero.

—¿Y quién nos preparará lacomida? —preguntó Gonsalves.

Algunos rieron.—Quiero luchar —dijo Neliah más

alto, sin prestar atención a Gonsalves—.Quiero matar alemanes.

—Pero es una negra —objetóGonsalves para intentar convencer aPenhor—. Si la envía a la selva, huirá.Todas huirán.

Neliah notó que la rabia se le

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agolpaba en la garganta, pero lacontuvo. El comandante podía cambiarde opinión si se enfrentaba a Gonsalves.

—O no podrá. Los explosivos serándemasiado complicados para ella.

Penhor levantó una mano parasilenciar a Gonsalves y a los demássoldados que exclamaban con él. Neliahlo miró, recelosa.

—Está decidido —dijo elcomandante—. Neliah irá al túnel. Losdemás nos dirigiremos a Luanda.Podemos estar allí pasado mañana.

—No puede dejar algo tanimportante en manos de una chica.

—Ya basta.

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—Una chica negra.—Dije que ya basta. Una palabra

más y lo pondré a usted en la cocina,Gonsalves.

Risitas.Gonsalves enrojeció de ira.Penhor se volvió hacia uno de sus

oficiales.—Informe a Quimbundo para que

preparen el tren. Neliah, ven conmigo.Los demás, prepárense para partir. Nosvamos mañana. ¡Rompan filas!

Neliah esperó a que los soldados sefueran. Al pasar por su lado, Gonsalvesle dirigió una mirada rápida. Una miradaasesina.

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***

Neliah nunca había podido entrarahí. Siguió al comandante a la cámaraacorazada. Era el único edificio depiedra del campamento, construido enprincipio para almacenar los diamantesde las minas cercanas. Ahora su sótanoservía de arsenal de la resistencia. Echóun vistazo a los estantes de fusiles tanjadeante como la primera vez que besó aun chico.

—¿Nos dará armas? —preguntó.—Creía que los herero tenían sus

propias armas.

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—Sí, pero no de fuego.—Os daré esto —dijo Penhor tras

reflexionar un momento, y le entregó unavaina de cuero.

Neliah la cogió y desenfundó elarma que contenía. Le brillaron los ojos.Era un machete panga, de sesentacentímetros de largo, con el filooxidado.

—Habrá que afilarlo —comentóPenhor.

—No. Así está bien —musitó Neliah—. Corta peor. Pero ¿qué me dice de unarma de fuego?

—Las necesitaremos en Luanda.—¿Granadas?

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—Hacen demasiado ruido. Tendréisque ser lo más sigilosas que podáis.

—¿Mataremos muchos alemanes?—No lo sé, puede que ninguno.Neliah puso mala cara.—Pero lo que harás será mucho peor

—aseguró Penhor al ver su expresión—.Destruir las vías de transporte delenemigo, sus ladrillos y su asfalto, esoles afectará mucho más.

—Un viejo dicho herero dice: «Sólolo que sangra duele.»

Penhor cogió una palanca para abriruna caja de madera. Dentro habíapaquetes de dinamita y detonadores.

—Los hay de dos tipos —explicó—.

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Accionados por radio o contemporizador.

Neliah cogió un paquete. Ladinamita estaba tan vieja y tan blancacomo un hueso. Acercó la cara a ella: noolía a nada, desde luego no a venganza.

—¿Es verdad lo que Gonsalves dijosobre los británicos? —preguntó.

—Sí, voy a su embajada. Sonaliados nuestros; nos suministraron todoesto.

—Pero dejaron que los nazistas seapoderaran del sur. Mis padres murieronpor eso. Asesinados.

—Ya lo sé —dijo Penhor con tonomonocorde—. Zuri me lo contó. —Le

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quitó la dinamita de la mano y le diounas palmaditas. Neliah se apartó—.Los accionados por radio sondemasiado complicados. Te llevarás lostemporizadores.

—Sé cómo funcionan los que vanpor radio —replicó Neliah—. Mi padreusaba unos parecidos en las canteras.

—Aun así, esto es lo que te daré.Supongo que también sabes cómofuncionan.

Neliah asintió.—Te lo enseñaré igualmente. Fíjate

bien.Cuando hubo terminado, metió los

explosivos en una mochila.

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—Los hombres tienen que comer —dijo—. Puedes llevarte a cinco contigo,pero no a Zuri.

—Mi hermana también quiere luchar—dijo Neliah, aunque interiormenteesperaba que Penhor dijera eso.

—Me da igual lo que quiera. Aquíestará a salvo. —Alejó la mochila deella.

—Se enfadará si voy sola.—Puedo enviar a Gonsalves en su

lugar.—¡No! Con otras cinco bastará; Zuri

puede quedarse.—Muy bien. —Penhor le entregó los

explosivos y se los apretó contra los

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senos—. Mira, Neliah, no te imaginas loimportante que es esta misión.Gonsalves tenía razón: si los alemaneslogran invadir Rodesia, estaremosperdidos.

—¿Por qué no se la da a élentonces? —preguntó Neliah, ceñuda.

—Porque tú eres más valiente queél.

—¿Cómo lo sabe?Le miró los brazos desnudos, la piel

oscura.—Tú tienes más que perder.

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13

Stanleystadt, Kongo16 de septiembre, 6.25 h

La voz de su padre era apremiante:—¡Burton! ¡Levántate!Debía de tratarse de mamá, que

había vuelto con ellos. Hochburg estabamuerto y mamá estaba en casa. Teníaque ser eso. Sólo su regreso podríahaber suscitado tanto entusiasmo. Lahabía echado tanto de menos...

—¡Burton!Alguien lo estaba zarandeando.

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Burton abrió los ojos, sobresaltado,pero su habitación era distinta. ¿Dóndeestaban los grabados de Noé, de Davidy Goliat? ¿Dónde estaba el cuadro delas habichuelas mágicas que habíapintado con Onkel Walter?

¿Dónde estaba su madre?Patrick estaba agachado sobre él.—Tenemos problemas.El aire olía al humo de su pipa.Burton se incorporó, seguro de que

todavía oía el eco de la voz de su padre.Estaba acostado en un colchón en unahabitación miserable; le dolían lostobillos debido a las chinches a pesar dehaber dormido con las botas puestas.

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Estaban en un albergue para indigentesen los viejos muelles, la clase de sitiodonde los obreros podían conseguir unacama por unos marcos, sin preguntas.Burton oyó ruidos de motor. Un camión(no, dos), acercándose deprisa.

Se acercó a la ventana con laBrowning preparada; había dormido conella en la mano. Miró fuera y, decuclillas para que no pudieran verlo, lequitó el seguro.

Patrick cogió su pistola, una Mauser,y se dirigió a la puerta.

—Espera —dijo Burton.—¿Quieres que deje que irrumpan

en el edificio?

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—No saben que estamos aquí. Sisales corriendo llamarás su atención. —Burton se asomó por encima delalféizar. Los camiones se habíandetenido y estaban bajando muchossoldados. Un oficial daba órdenes.Señaló el edificio de delante, otroalbergue—. ¿Lo ves?

Patrick mantenía la mano suspendidasobre el pomo de la puerta.

—Lo veo.Cedió y se reunió con Burton en la

ventana.El oficial llamaba a la puerta del

otro edificio. Una mujer la abriópasados unos instantes. El oficial le

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enseñó rápidamente unos papeles y sehizo a un lado para que sus hombresentraran. Todos iban armados con BK.

—Son de la Unterjocher —dijoBurton. Podía ver dos letras góticas enuna solapa del oficial: UJ.

Se oyó ruido de platos rotos, un gritoapagado, y los soldados empezaron asacar hombres de la casa, la mayoría encalzoncillos y camiseta, el peloalborotado de dormir. Uno de ellos seacercó al oficial y empezó a enseñarleteatralmente su documentación. Enteoría, la Unterjocher sólo tenía quellevarse a los trabajadores ilegales,aquellos que no tenían papeles; esa parte

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de la ciudad era muy adecuada paraencontrarlos. El hombre fue apartado agolpes y arrastrado hasta el camión.

—Pobres desgraciados —comentóBurton, sacudiendo la cabeza.

—No tanto como nosotros —replicóPatrick.

Los soldados acompañaron a unosdiez o doce hombres hasta los camionesy luego el oficial los condujo hasta otracasa. No parecía elegirlas siguiendoningún método, simplemente señalaba unedificio y soltaba a sus hombres. Derepente, miró en su dirección. Burton seagachó.

—Tenemos que irnos —siseó

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Patrick.Burton sujetó con más fuerza la

Browning. Negó con la cabeza.Patrick se dirigió despacio a la

puerta, alargó la mano hacia el pomo ylo giró. La hoja se abriósilenciosamente.

Oyeron gritos. Y motores que seponían en marcha.

Burton se arriesgó a asomarse. Loscamiones se marchaban. Enseguida todoquedó de nuevo en silencio, salvo porlos sonidos de las grúas en los muelles.

—Dios mío —soltó Burton con lacabeza apoyada contra la pared. Ledolía todo después del largo viaje en

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jeep desde Aquatoriana. Le escocían losojos, tenía la boca seca y no dejaba debostezar. Se frotó la cara pararecuperarse un poco. Tenía muchasganas de volver a meterse en la cama.

—¿Y ahora qué? —preguntó aPatrick.

Stanleystadt había sido idea dePatrick:

—No podemos seguir rumbo aNigeria —había dicho después de lo delaeródromo—. Todos los cabezascuadradas de Aquatoriana nos seguiránel rastro. Será mejor que vayamos a laciudad; allí podremos desaparecer.Jamás nos encontrarán. Después iremos

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río abajo, como en el cuarenta y cuatro...—¿Y si capturan a los demás? —

objetó Burton—. Tenían quedespistarlos diciendo que íbamos aStanleystadt, ¿recuerdas?

—Dolan parecía muy seguro delograr escapar. Esperemos que tuvierarazón.

Patrick se situó junto a él bajo laventana; una costra le cruzaba el puentede la nariz como consecuencia delchoque del avión. Se puso la pipa en laboca y la encendió con el Zippo.

—¿Tienes que fumar ese trasto? —se quejó Burton.

—Es mi pipa de la suerte.

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—Bueno, pues empieza a apestar. —Patrick había fumado durante toda suguardia y la habitación estaba llena dehumo.

Patrick se quedó un momento con lallama suspendida sobre la cazoleta y, alfinal, la extinguió, pero se dejó la pipaen la boca.

—Vamos a los muelles a ver siencontramos un barco que vaya a NeuBerlín —sugirió—. Después saldremosal Atlántico y volveremos a casa.

Casa. Esa palabra no le habíasonado nunca tan bien a Burton.

—¿Y los papeles? ¿Los permisos detrabajo?

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—No los necesitaremos en el muelleviejo. Además, los mejores papeles sonlos billetes de banco —dijo, frotando elpulgar con el índice. Para gastosimprevistos, cada miembro del grupohabía recibido doscientos Reichmarks yunas cuantas monedas de oro macizo.

—No tenemos suficiente.—Diremos que es un anticipo.

Prometeremos más.—¿Y si sobornamos a quien no

debemos?—¿Tienes alguna idea mejor?—Rougier. Está al otro lado de la

ciudad.Patrick resopló. Enumeró con los

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dedos a medida que hablaba:—Lo han capturado. O matado. O

está metido en esto con Ackerman y leayudó a tendernos una trampa.

—Todavía no sabemos si fueAckerman.

—¿Quién si no?—Rougier podría ser el único amigo

que tenemos.—Suponiendo que tienes razón,

¿cómo lo haremos? —quiso saberPatrick—. ¿Presentarnos en su casa parasaludarlo, llevarle tal vez un ramo derosas?

—Podría proporcionarnosdocumentos en regla, ayudarnos a

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marcharnos rio abajo.—O a que nos disparen.—¿Qué? —dijo Burton, y se levantó

—. ¿Como a Nares?Patrick había evitado hasta entonces

todos los comentarios que le habíahecho Burton sobre el aviador. Por uninstante, dio la impresión de que iba ahacerlo de nuevo, pero pareció rendirse:

—No podíamos hacer nada por él —explicó, casi susurrando—. Tú mismoviste sus heridas. Si nos hubiéramosquedado con él, los cabezas cuadradasnos habrían atrapado. Y eso no va apasar. A mí, no.

—Pero...

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—Recuerda que lo dejé muy claroallá en la cárcel.

Burton lo detestó por tener razón.—¿Y si hubiera sido yo?—Nares ya estaba prácticamente

muerto. No había más remedio quehacerlo.

—¿Y si hubiera sido yo? ¿Habríaspodido mirarme a los ojos y apretar elgatillo?

Patrick no contestó.Se puso de pie, con un chasquido de

las articulaciones, y se guardó la pipa enel bolsillo. Como Burton, llevaba unospantalones de lona y una camisa de laWehrmacht. Con tantos trabajadores

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itinerantes en Stanleystadt, nadie sefijaría en ellos si iban vestidos depeones camineros. Habían robado lasprendas en las afueras de la ciudad,antes de deshacerse de sus uniformes delas SS (un bendito alivio), susdocumentaciones y sus fusiles. Burtonhabía visto cómo Patrick recorría con elpulgar las palabras grabadas en la culata(für Hannah) antes de romper el arma ylanzarla al río. Sólo conservaron lasbotas militares y las pistolas.

Burton lo miró a los ojos.—¿Podrías haberlo hecho?Patrick se acercó a la puerta, la

abrió y entonces, por fin, se volvió hacia

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él.—Muy bien, vamos a buscar a

Rougier —dijo en tono conciliador—.Pero tú pagas las rosas.

—Y el desayuno —respondióBurton con un simulacro de sonrisa—.Me muero de hambre.

—Ya comeremos cuando estemos asalvo.

El albergue donde habían pasado lanoche estaba en la orilla norte del ríoKongo, en la antigua parte belga de laciudad llamada Otraco, dominada por sudeteriorada catedral. Todavíaconservaba cráteres de bombas ymontones de escombros de cuando la

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invasión, edificios con marcas de balas.Más allá del mosaico de calles estabanlos almacenes húmedos, plagados deratas. Las curtidurías lanzaban nubes deazufre al aire. Los nazis estabanesperando a que Otraco se hundiera denuevo en el fango antes de empezar areconstruirlo: una demostraciónpalpable de lo ilusas que eran lasambiciones coloniales de los belgas.

Mientras tanto, la WVHA, la OficinaCentral de Economía y Administraciónde las SS, había concentrado susesfuerzos al otro lado del río, en eldistrito Salumu, con el reto que habíalanzado Hochburg de «crear una perla

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reluciente: una ciudad que sea la envidiade África» en mente. Se habíaconstruido un puerto nuevo parafomentar el comercio; una Bolsa (laMittelafrika Börse), un hospital devanguardia y dos universidades, unaespecializada en agronomía y la otra enmedicina tropical e higiene racial.Había avenidas esplendorosas por lasque circulaban los últimos modelos deVolkswagen y BMW, altos edificios deapartamentos que rivalizaban con laaguja de la catedral. Para losciudadanos de Stanleystadt: casas en laciudad y casas de campo con aireacondicionado llenas de sirvientas

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polacas. Agua tan saludable como la decualquier riachuelo alpino, procedentede nuevas plantas de tratamiento. Unmontón de tiendas de ropa. Instalacionesdeportivas. Exuberantes parquescomunitarios. Todo ello construido conla mano de obra negra esclavizada losaños previos al Decreto de Windhuk.

Para llegar a Salumu había quecruzar un puente diseñado por HermannGiesler. Unas columnas descomunalesde hormigón con forma de alas de águila(diecisiete en total) que se extendían alo ancho del río Kongo. Burton observóel agua enfangada que fluía bajo ellos alcruzarlo. Cuando era pequeño,

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Hochburg le había contado que habíarecorrido todo el río en barco, siguiendolas huellas de Stanley. Otra de sushistorias.

Cuando llegaron a Salumu ya hacíaun bochorno terrible. Burton tenía lacamisa pegada al cuerpo, y el sudor leempapaba la zona lumbar, dondeocultaba la Browning. Durante suentrenamiento, habían memorizado elcamino hasta el piso franco de Rougier:un recorrido sinuoso entre el acero y lapiedra donde unos años antes sólo habíaárboles. Burton no quiso imaginar elsufrimiento que habría causado erigiruna ciudad tan deprisa. Oyó de nuevo la

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voz de su padre citando el Éxodo conexpresión de asco; «les amargaron lavida con rudos trabajos de arcilla yladrillos...». Entonces cayó en la cuenta.

—Aquí hay algo extraño.Estaban recorriendo la 25 Mai

Strasse. La calle estaba flanqueada deartillería belga: armas capturadas,expuestas en plintos.

—¿No te habías dado cuenta? —dijoPatrick.

—Hablo de la ciudad.La última vez que había estado allí

fue en septiembre de 1944, durante laOperación Sisal, y los últimos días antesdel asalto del Afrika Korps a la ciudad.

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Con la administración belga sumida enel caos e incapaz de evacuar a susciudadanos, esa tarea recayó enmercenarios. Las calles estabanatestadas de gente desesperada porescapar, pero sólo salvaron a los quetenían suficientes «posesionesportátiles» (oro, joyas). Todos losdemás fueron abandonados a su suerte.Burton sintió una culpa largo tiemporeprimida. Lo recordaba todo a laperfección: el sudor, el pánico, los ojosdesorbitados, las caras suplicantes...

—No hay ningún negro.—¿Cómo que no...? —se asombró

Patrick.

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—Mira las caras.Si no fuera por el calor, las

palmeras y los baobabs, podrían estar enHamburgo.

—Claro que no —comprendióPatrick—. El Decreto de Windhuk.

—Pero los negros construyeron estaciudad.

—Y después los enviaron al norte.—Sólo Dios sabe lo que tuvieron

que soportar. O cuántos murieron.—Baja la voz —siseó Patrick, y

aceleró el paso.Pasaron frente a oficinas, como las

de IG Farben, Siemens o Lufthansa, uncine que exhibía Das Wunder von Rio

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(La maravilla de Rio), la película deLeni Riefenstahl sobre el Mundial quese había celebrado ese verano en Brasil.A Burton le llegó de alguna parte el olora pan recién horneado y el estómago lecrujió. El tráfico iba aumentando. Porfin llegaron a la Eiskeller Strasse.

—Ackerman dijo que estaba en laesquina con la Lubeku Strasse. En elnúmero 131.

—¿Seguro? —se extrañó Patrick—.No parece una zona residencial.

—Pronto lo sabremos. —Siguieronandando mientras Burton iba leyendo losnúmeros en voz alta: 91, 93, 95, 97...Había muchos uniformes negros en la

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calle. Burton y Patrick evitabanmirarlos. Un camión cargado desoldados pasó por la calle.

119, 121,123,125...—Ahí está —señaló Burton,

deteniéndose—. Al otro lado de la calle.Parece bastante discreto.

Patrick no le prestaba atención.Estaba mirando el edificio que teníandetrás.

—No puede ser —soltó. Parecía apunto de echar a correr.

Burton se volvió y alzó la vista.Estaba construido en el nuevo estiloimperial: de siete pisos, angular, conventanas como de prisión. Era de granito

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blanco con columnas dóricas en laentrada. En lo alto de las columnashabía una enorme águila y una esvástica.

Estaban frente al cuartel general delas SS.

***

—Como no nos está esperando,tendríamos que ir de uno en uno —dijoBurton—. Me adelantaré.

—No —replicó Patrick—. Yo iréprimero. Recuerda que me conoce decuando fui a recoger los jeeps. —Echóun vistazo al edificio. Había doscentinelas en la entrada, con BK

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colgados del hombro; uno de ellos yalos estaba mirando—. Y lo másimportante: no quiero pasar aquí ni unsegundo más de lo necesario.

—¿Y si es una trampa?Patrick ignoró la pregunta.—No puedes quedarte aquí. Da

vueltas a la manzana. Cuando hayaestablecido contacto, saldremos abuscarte. —Y se dirigió hacia la casasin decir nada más.

Burton empezó a andar de nuevo.Cuando hubo dejado atrás el cuartelgeneral de las SS, se arriesgó a girar lacabeza: Patrick había desaparecido. Diola vuelta a la manzana en el sentido

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contrario a las agujas del reloj. Lascalles estaban concurridas: hombres denegocios extranjeros, colonizadores quepasaban el día en la ciudad, un grupo dePfadfinders, las Juventudes Hitlerianasen África, de excursión. Por algunarazón, la Marcha Morena le había vueltoa la cabeza. La recordaba sonando atodo volumen en las calles antes de laelección de la paz para conseguirconservar el Imperio. No lo soportaba.

¿Por qué, Winston?Por los compañeros que

mueren y el reino que viene.No luchamos por los negros.

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Tres minutos después, volvía a estaren la Eiskeller Strasse. Al acercarse alnúmero 131 redujo la marcha, esperandoque la puerta se abriera de un momento aotro. Que Patrick le hiciera señales paraque entrara.

La puerta permaneció cerrada.Burton aminoró más el paso antes de

detenerse por completo ante el edificiode Rougier. En la puerta de al ladohabía una oficina de Texaco, lapetrolífera americana. Había oído queestaban haciendo prospecciones en eleste de la colonia, una iniciativaconjunta con la MittelafrikaÖl-SS: unade las ventajas de la neutralidad. Se

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apoyó en una farola y se quitó una bota,para que lo tomaran por un obrero conproblemas en el calzado. La agitó, miródentro y trató de quitar la molesta piedrade modo muy teatral, sin dejar de mirarla puerta de Rougier. Con el pielevantado se sentía extrañamentevulnerable.

Más arriba, uno de los centinelas sehabía fijado en él. Dio un golpecito en elcodo de su compañero y se dirigió haciaBurton. La luz le refulgía en el casco.Cualquier interrogatorio, por breve quefuera, sacaría a relucir que Burton notenía los papeles en regla.

La puerta seguía cerrada.

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Burton se puso la bota de un tirón.Por un momento se sintió transportado ala mañana de agosto en que se puso lasbotas para interceptar a Ackerman. ¿Quéhabría hecho si hubiera sabido eldestino que le esperaba en África?¿Habría salido a hablar con el rodesianoo se habría vuelto a meter en la cama yesperado a Maddie?

Por lo menos Hochburg estabamuerto. Eso tenía que contar para algo,aunque ya no estaba seguro de para qué.

El centinela estaba a seis metros.Burton se volvió hacia el otro lado yechó a andar con el corazón latiéndolecon fuerza.

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De repente se abrió la puerta. Unhombre le hizo gestos para que entrara.

¿Rougier? El resto del grupo lohabía conocido dos noches antes, alllegar al Congo, pero Burton no teníaidea de qué aspecto tenía. El hombremiró disimuladamente el cuartel generalde las SS y vio que el centinela se leacercaba.

Sus gestos fueron más insistentes.Burton tuvo una sensación extraña.

Algo andaba mal. Tenía un instante paradecidir si salir corriendo o no.

Avanzó hacia el hombre.—¿Rougier? —preguntó.—Vite, vite! —le contestó el hombre

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en francés.—¿Dónde está Patrick?El francés no respondió, se limitó a

tirar de Burton hacia el interior deledificio. La puerta se cerró de golpe trasél.

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14

Schädelplatz, Kongo16 de septiembre, 7.10 h

Tenía sabor a sangre y mocos en laboca. Había perdido varios dientes.

Dolan estaba en el suelo, esposado yacurrucado. No dejaba de repetirsementalmente las palabras de Patrick:«En cuanto oigas el clic de la puerta dela celda, se lo contarás todo. Hasta latalla de nuestras botas.» No iba a darleesa satisfacción a ese hijo de puta. Ni alos malditos boches que lo estaban

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golpeando.Eran cuatro, tres forzudos y el

Gruppenführer con una sola oreja;Kepplar, había dicho que se llamaba. Élno le había atizado ni una sola vez,simplemente daba órdenes a los demás.En ese instante volvía a asentir con lacabeza. Dolan cerró los ojos.

Otra patada, y otra. Ambas a lascostillas. A esas alturas ya las tendríarotas. Luego, un porrazo en la cabeza. Ylas mismas preguntas una y otra vez:

—¿Para quién trabajas? ¿Quiénesson tus compañeros? Quiero susnombres. ¿Adónde se dirigen? —Laúltima era la que más obsesionaba a

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Kepplar.Y siempre la misma respuesta,

jadeada entre bocanadas de aireensangrentado:

—Dolan... teniente... 2200118.Kepplar suspiró.—Estamos perdiendo el tiempo.

Levántenlo del suelo.Dolan se encontró sentado en una

silla. El nazi se inclinó hacia él y lepuso la cara tan cerca, tanto, que pudoolerle el aceite de menta en la piel. Lepicó en la nariz.

—Tal vez sea hora de usar métodosmás persuasivos —comentó Kepplar—.Te lo preguntaré de nuevo: ¿Adónde se

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dirigen?Dolan siguió callado.Kepplar asintió con la cabeza a uno

de los guardias. Dolan oyó tras él unruido de metal contra metal que no pudoidentificar. Tosió sangre, intentóhundirse en el asiento como Vacherhabía hecho en el jeep cuando llegaron aDoruma. Seguía sin poder creerse que elrodesiano hubiera muerto por losdisparos de su propio país. El mundo sehabía vuelto loco. Pobre Pieter...

—Dime adónde —insistió Kepplar.Habían atrapado a Dolan en el

puesto fronterizo y lo habíantransportado en coche toda la noche. Le

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habían quitado las botas, el cinturón y elreloj, y no le habían proporcionadoasistencia médica. La primera hora eldolor de la pierna derecha había sidoinsoportable (hacía una mueca cada vezque encontraban un bache en lacarretera), antes de convertirse en undolor sordo; debía de tenerla rota.Cuando llegaron a la Schädelplatz, lometieron en una celda donde lo dejaronvarias horas, tiempo suficiente para quesu imaginación volara en la oscuridad.La celda apestaba a piedra húmeda,sangre y excrementos. Recordó la vezque su hermano lo había encerrado en lacarbonera de su casa porque le había

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cogido las revistas francesas. Yentonces llegó Kepplar. Desde entoncesno habían dejado de pegarle.

«¿Para quién trabajas? ¿Quiénes sontus compañeros? ¿Adónde se dirigen?»

Dolan se consolaba con estaspreguntas. Si se las hacían, significabaque no habían capturado a Burton ni alviejo. Los imaginaba en su Ziege,dirigiéndose al oeste a través de laselva, con Nares encogido de miedo enla parte trasera. Patético. Juró quepreferiría estar muerto. Dudaba quelograran llegar a Nigeria, pero si loscapturaban no sería por su culpa.Calculó que todavía podría aguantar un

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rato antes de soltarles lo de Stanleystadtcomo había convenido. Cada patada,cada puñetazo se habían convertido enuna cuestión de orgullo profesional.

De nuevo el ruido metálico.Kepplar retrocedió para dejar que

los guardias se situaran delante deDolan. Sujetaban unas cadenasoxidadas.

Derribaron a Dolan de la silla y éstecayó al suelo con un crujido de la piernaque le hizo gritar de dolor. Antes de quepudiera reaccionar, empezaron aazotarle con las cadenas en la cabeza,los brazos, los riñones. Unas punzadasterribles le subieron por la columna

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vertebral.—¿Para quién trabajas?Azote.—¿Adónde se dirigen tus

compañeros?Azote. Azote.Kepplar se puso en cuclillas y le

levantó la cabeza de un tirón.—¡Dímelo! —pidió como si fuera a

echarse a llorar al verse incapaz deobtener respuestas.

Dolan tuvo una extraordinariasensación de victoria. Soltó unacarcajada.

—¡Que te den por el culo! —bramó.—¡Dímelo!

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—¡Y a tu puta madre!Kepplar le golpeó la cabeza contra

el suelo y se levantó.—Mi madre está muerta. La mató un

bombardeo británico al principio de laguerra.

Dolan dejó de reír. De repente, senotó los pulmones encharcados desangre.

Kepplar hizo una señal y las cadenasvolvieron a cebarse en él. Con másganas. Una vez y otra y otra. Dolan dabaalaridos; tenía el cuerpo rígido de dolor.

—¡Basta!Los guardias se pusieron firmes.

Kepplar alzó el brazo:

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—Heil Hitler!Dolan volvió a estar sentado en la

silla. Dos manazas se le posaron consuavidad en los hombros, como solíahacer su padre cuando era pequeño.Respiraba con dificultad y no seaguantaba las ganas de defecar.

—Lamento informar al herrOberstgruppenführer que el prisionerono ha hablado todavía —dijo Kepplar.

Las manazas le apretujaron loshombros.

—Eso es porque es fuerte —dijoHochburg en inglés—. Nos iría bientener más hombres como él en nuestrasfilas. —Le dio un último estrujón y lo

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rodeó para mirarlo a la cara.—Creía... creía que estaba muerto

—dijo Dolan, fijando receloso sus ojosen los del oficial.

—Llámeme Lázaro.Iba vestido totalmente de negro, sin

corbata ni chaqueta; tres diamantes deplata y la silueta de África en lassolapas.

—Siento lo de su pierna —comentóHochburg mientras echaba un vistazo alas heridas de Dolan con una mueca—.Normalmente se la habríamos tratado,pero espero que comprenda que losanalgésicos son contraproducentes paraque hable. Pero no somos unos salvajes.

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Díganos lo que queremos y le aseguroque lo atenderá mi médico personal.

Dolan no dijo nada, se tanteó loshuecos de los dientes con la lengua.

Kepplar dio un paso adelante.—Estoy seguro de que con más

tiempo, herr Oberst...Hochburg levantó la mano para

acallarlo.—¿Puede andar? —preguntó a

Dolan.Éste siguió sin decir nada.—No es ningún secreto de Estado,

coño —se quejó Hochburg—. ¿Puedeandar?

—Soy soldado —respondió Dolan

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—. Un combatiente enemigo. Si van ainterrogarme, tienen que hacerlooficiales de la Wehrmacht siguiendo lasnormas de la Convención de Ginebra,señor.

—Las Schutzstaffel están al mandoen África, no la Wehrmacht. Olvídese deella. Y lo único bueno de Ginebra sonlos relojes y el chocolate. Empiezo aaburrirme de preguntárselo, así que serámejor que me complazca. ¿Puede andar?

—No lo sé. Sí.—Póngase de pie.Dolan apretó la mandíbula y trató de

levantarse. Lo logro, pero al punto sedesplomó.

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—Levántenlo —ordenó Hochburg, ysalió de la celda.

Los tres guardias levantaron alprisionero y lo siguieron. Dolan alcanzóa ver a Kepplar, solo en medio de lapenumbra, con la cabeza gacha, abatido.

Recorrieron un pasillo subterráneohasta llegar a un ascensor, en el quesubieron hasta otro pasillo que daba alaire libre. Estaban en la Schädelplatz.Dolan intentó levantar las manosesposadas para protegerse los ojos delsol. A cierta altura, como dos borronestriangulares, entrevió un par de alas deHorten y sintió una nostalgia terrible.Parecían tan libres: ojalá pudiera surcar

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el aire siguiendo su estela. El Horten eraun bombardero con mucha autonomía.Desde sus bases en el Sáhara occidental,podía atacar Nueva York, incluso lamismísima ciudad de Washington, yvolver sin necesidad de repostar. Otrajustificación para la neutralidad deEstados Unidos: ningún americanoquería ver la Casa Blanca en llamas.

Cruzaron la plaza hasta un arcosituado en uno de sus lados; Dolan norecordaba haberlo visto en los planosdel campamento que Ackerman les habíaproporcionado. La plaza estaba llena deingenieros que reparaban losdesperfectos que su cajita mágica había

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causado dos noches antes. Observó conespecial satisfacción que una de lasgrúas de la fachada del complejo habíacaído en medio de la plaza, tal como élhabía planeado. Entonces se fijó en loscráneos que tenía a sus pies.

Algo se tambaleó en su interior. Setambaleó y se derrumbó.

Hochburg les hizo pasar bajo el arcopara salir a un jardín. Estaba rodeado defollaje que se confundía con la selva.Dolan oyó parloteo de monos en losárboles. Todo estaba plantadoordenadamente, con muchas flores rojasy blancas. En un rincón del jardín habíaunas sillas y una mesa de piedra; la

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mesa estaba puesta para el desayuno.Pan del día, fruta, una jarra de zumo. Apesar de lo que le dolía el abdomen, aDolan se le quejó el estómago. No lehabían dado comida ni agua desde quelo habían capturado. El perro deHochburg estaba atado a una silla.Parecía más grande y más fiero de loque Dolan recordaba, aunque en esemomento dormitaba en medio del calor.

—Siempre empiezo aquí el día —explicó Hochburg a la vez que extendíalos brazos para abarcar el jardín—. Mesiento muy orgulloso de él, es miparaíso particular.

Dolan fue obligado a sentarse en una

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silla, con el consiguiente dolor de lapierna herida.

—Los negroides no cultivan nada,¿sabe? —prosiguió el nazi—. Toda estafertilidad y las pasan canutas parasobrevivir. Y los supuestos intelectualesse asombran de que no construyanciudades, de que no tengan cultura.Nuestros antepasados arios cultivabantrigo diez mil años antes de Cristo.

El perro se despertó al oír la voz deHochburg y enseñó los colmillos albostezar.

Hochburg paseaba por el jardín,señalando flores y arbustos:

—Esto es Cleome eleanora, que yo

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mismo planté, y Disa stairsii, eImpatiens niamensis. Esto de aquí es unmango. Brasileño. Ordené importarloporque no me gustan los autóctonos:demasiado fibrosos.

Se volvió hacia Dolan. Tenía uncuchillo en la mano. Dolan lo reconocióde inmediato: era el que Burton llevabadurante su entrenamiento, el que parecíaun cuchillo de mesa. Hochburg dio unpaso hacia él.

—¿Ha probado alguna vez unmango?

Dolan vaciló. Negó con la cabeza.—Imagino que en Gales no habrá

muchos. —Alargó la mano hacia una

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rama y arrancó un fruto. Lo peló conpericia, cortó un poco y se lo metió aDolan en la boca.

Éste lo sorbió ruidosamente.—¿Está bueno?La paliza le había afectado las

papilas gustativas, de modo que sólopudo notar la textura de la fruta. Pero elzumo le refrescó. Asintió.

Hochburg cortó otro trozo y se locomió. Luego, otro para Dolan. El perrono dejaba de mirarlo.

—Muy bien, teniente —dijoHochburg—. Seguro que comprende quenecesitamos que nos dé ciertainformación. Los nombres de sus

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compañeros. Para quién trabajan. —Cortó el último trozo de mango paraDolan y chupó el hueso antes de lanzarlohacia los árboles—. Adónde se dirigenlos demás.

—Dolan, teniente, 2200118.Hochburg tomó una servilleta de la

mesa y se limpió cuidadosamente lasmanos.

—Se lo diré de otra forma. Lo sétodo sobre usted, teniente; sobre usted,Vacher, Lapinski. En cuanto a BurtonCole... somos viejos amigos.

—¿Conoce al comandante?—Así que comandante Cole, ¿eh?Dolan se maldijo.

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—Conozco al joven Burtchen desdeque era un crío. Conocía a su padre, unmisionero carcamal, dedicado en cuerpoy alma a salvar a los sucios negros. Ytambién conocí a su madre, claro. Ellatenía los mismos ojos azules... —Se leapagó la voz. Miró hacia los árboles enbusca de algo. Prosiguió con brusquedad—: Mis espías me han informado quelos contrató Donald Ackerman, que seentrenaron en Rodesia del Norte, queera usted quien tenía que dirigir lamisión hasta que hubo un cambio deplanes en el último momento.

Dolan no pudo evitar pensar quenada de eso habría sucedido si él

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hubiera estado al mando. Él habríasacado de allí al grupo y lo habríapuesto a salvo.

—Como ve, lo sé todo sobreustedes. Todo excepto adónde se dirigeel joven Burtchen. —Hochburg seinclinó hasta situarle la cara a pocoscentímetros—. Tengo que encontrarlo.

Así de cerca, Dolan pudo ver que notenía ni una sola gota de sudor. Sus ojoseran tan negros que tuvo que desviar lamirada.

Hochburg dio unos golpecitossuaves con la bota en la pierna deDolan. El dolor le subió por lapantorrilla hasta la rótula como una

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descarga eléctrica.—¿Adónde? —exigió.—Dolan, teniente, 2200118.Hochburg se incorporó y cogió de

nuevo el cuchillo.—Los negroides no entienden el

dolor, ¿sabe? Por lo menos no delmismo modo que usted y yo. Esimposible interrogarlos porque sondemasiado brutos para comprender lacausa y el efecto. He realizadoexperimentos para demostrarlo. Perousted, teniente, usted es un hombreblanco. Los efectos pueden ser...devastadores.

Dolan sintió que el corazón le subía

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hacia la garganta, como si quisieraescapar. Recordó otra vez a Patrickburlándose de él con ese acento yanquitan ronco. «No voy a hablar —pensó—.No voy a hablar.» Tenía la respiraciónentrecortada.

—No quiero lastimarlo —prosiguióHochburg, mirándolo. Seguía dándolegolpecitos en la pierna—. La idea meaflige. Mi batalla es ahí fuera, con lasrazas negras, así que dígame lo quequiero y todo esto habrá terminado.

—Nos separamos.—Ya.—Después de lo del aeródromo de

Mupe. No sé hacia dónde fue. No nos lo

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dijimos. Creímos que sería más seguro.—Es lógico, pero no me ayuda. Ni

tampoco a usted. —Jugueteó con elcuchillo que tenía en la mano. La puntadestelló. Se acercó a las plantas y cortóalgo—. ¿Sabe qué es esto? —preguntó,sosteniendo en alto un pequeño frutorojo.

Dolan negó con la cabeza.Hochburg lo depositó en la mesa y

empezó a cortarlo en juliana.—Sujétenlo bien —ordenó.Los guardias lo hicieron, uno a cada

lado, mientras el tercero le tiraba delpelo para que tuviera la cabeza erguida.

Hochburg se volvió hacia él con los

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trocitos del fruto en la palma.—Esto, teniente, es Capiscum

chinese habanero. Otra importaciónbrasileña. Más conocida como guindilla—explicó, y empezó a frotar el frutoentre los dedos índice y pulgar. Lasyemas le quedaron moradas—. ¿Adóndese dirige Burton?

—No lo sé, se lo juro. No...Hochburg le metió los pulgares en

los ojos.La guindilla le abrasó las cuencas.—¿Adónde?Dolan gritó.Un alarido tan fuerte que creyó que

iba a reventarle la garganta. Se retorció,

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intentando mitigar el insoportableescozor, pero los guardias erandemasiado fuertes. Y Hochburg no dejóde presionar en ningún momento. Elcalor, como un ser vivo, se le aposentóen los globos oculares. El perro ladraba.

—¡A Stanleystadt!Hochburg dio un último empujón

antes de apartar definitivamente lospulgares.

—¿Lo ve? Si le haces lo mismo a unsucio negro, sólo consigues que chille.

Los guardias lo soltaron.Dolan cayó al suelo. Retorciéndose,

ciego, las lágrimas le resbalaban por lacara y le salían mocos por la nariz.

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—Es una ciudad de cien milhabitantes —dijo Hochburg—. Necesitomás información. ¿Quién lo protege?¿Tiene un piso franco?

—No lo sé... No lo sé.—Un nombre —insistió tras meterle

los pulgares de nuevo en los ojos—.Una dirección.

Dolan gritó y gritó. Los monos de laselva habían enmudecido.

—¡No lo sé!Los pulgares retrocedieron.—Pónganlo aquí —ordenó

Hochburg.Dolan apenas era consciente de lo

que pasaba a su alrededor. Quitaron de

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un golpe las cosas de la mesa y soltaronal perro. Sujetaron a Dolan por lasmuñecas y los tobillos. Lo levantarondel suelo. Él intentó abrir los ojos: teníalos párpados soldados entre sí.

Hochburg estaba cortando algo otravez.

Se encontró tumbado boca arriba enla mesa. Unas manos lo inmovilizaban.Trató de forcejear, pero estabademasiado débil. Notaba la cara comosumergida en fósforo.

—Los pantalones —ordenóHochburg.

Se los bajaron de golpe, y tambiénlos calzoncillos, que se le quedaron en

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los tobillos. El aire le acarició la piel yse sintió totalmente expuesto. Quisomoverse para taparse, pero las manos selo impidieron. Se le encogieron losgenitales del miedo.

«El perro. Le va a dar de comer mishuevos al perro», pensó histérico.

Entonces sintió una mano, la manazade Hochburg, en el pene, con la mismasuavidad que una novia virgen. Leretrajo el prepucio. Dolan tenía elcorazón a punto de estallar.

Le introdujo algo en la uretra.Dolor.Un dolor inimaginable. Una agonía

incandescente al propagarse el fuego de

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la guindilla en su interior.Esta vez gritó tan fuerte que hasta su

madre podría haberlo oído. En medio desu aturdimiento se la imaginó con eldelantal, lavando platos en el fregadero,alzando los ojos y mascullando contrasemejante estruendo.

—¡Rougier! —gritó Dolan. Fue loúnico que se le ocurrió—. ¡Rougier!

Lo soltaron de inmediato.Rodó por la mesa y se estrelló

contra el suelo. Una punzada en lapierna se añadió al dolor. Algunaspiezas de la vajilla se rompieron bajo supeso mientras él se acurrucaba enposición fetal. La entrepierna le

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quemaba. Esperaba haber aguantado eltiempo suficiente. Esperaba que esopermitiera escapar a Patrick y alcomandante.

Pero sobre todas las cosas esperabaque aquella agonía acabara.

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Stanleystadt, Kongo16 de septiembre, 8.00 h

Cuando Burton entró, Rougier cerróla puerta y se llevó un dedo a los labios.Parecía que le habían rehecho la cara abase de mamporros; nariz bulbosa, ojosinescrutables. Llevaba un traje de safaribarato.

—Ya sabe las normas —se oyó unavoz—. No se permiten visitas.

Burton se hizo una rápida idea de lasituación. Estaban en el vestíbulo de una

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pensión. En la pared colgaba una copiadel ridículo retrato del Führer conarmadura y la bandera delNacionalsocialismo pintado porLanzinger; ¡Hitler, de Lanzarote delLago! Bajo el retrato había una mujermenudita con los brazos cruzados.

Ni rastro de Patrick.—Frau Gift —dijo Rougier—. es un

colega profesional, ha venido a hablarconmigo sobre derechos mineros.

—Derechos mineros —repitió lamujercita, nada impresionada—. Másbien tiene pinta de haberse revolcado enuna mina.

Burton compuso la camisa,

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consciente de lo manchada que estaba.—No nos llevará más de media

hora.—Si quiere hablar de negocios,

hágalo en su despacho. Estoy intentandodesayunar. En paz.

—Por favor, frau Gift. Nuestrasnegociaciones están en una fase crucial;será muy beneficioso para su patria. Ano ser que prefiera que los británicos sequeden con los derechos. O tal vez losamericanos...

La mujer frunció el ceño. Frente alretrato del Führer había un reloj decuco, cuyas manecillas señalaban lasocho y unos minutos. Frau Gift lo señaló

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y advirtió:—Treinta minutos, no más. Si para

entonces no se ha ido, este mes lecobraré el doble de alquiler. ¡Y nohagan ruido!

Rougier le dedicó una ligerareverencia y se llevó a Burton.

—Zorra —murmuró cuando sealejaron. Empezaron a subir lasescaleras.

Alguien llamó a la puerta principal.—El centinela —siseó Burton.Se apresuraron a llegar al piso de

arriba y se pegaron a la barandilla paraescuchar. Burton cogió la Browningmientras Rougier parpadeaba, alarmado.

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—¿Y ahora qué querrán? —suspirófrau Gift al abrir la puerta. Unaconversación en voz baja. Burton nopudo ver quién era.

Instantes después, la mujer volvió acruzar el vestíbulo. Sola.

—Siga —dijo Rougier.Subieron tres tramos más y llegaron

al último piso. Era frío, funcional eimpersonal; olía a alfombras sintéticas ya vinagre. Rougier lo hizo entrar en unahabitación y echó el cerrojo a la puerta.Estaban en un cuarto de baño. De pie enun rincón, pistola en mano, estabaPatrick. Al ver que eran ellos, bajó laMauser, pero no la soltó.

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—Menudo... —empezó Burton.Una vez más Rougier se llevó un

dedo a los labios. Abrió los grifos de labañera. El agua salió a chorro.

—Los nazis desean que los hombresde negocios extranjeros visiten laciudad, pero no se fían de nosotros —dijo por encima del ruido de los grifos—. Cada semana compruebo que nohaya micrófonos en mi habitación; másvale ser precavido. —Se sentó en elretrete e hizo un gesto a Burton y Patrickpara que también se acomodaran. Susmanos recordaron a Burton las deHochburg: grandes, amenazadoras.

—Menudo sitio ha elegido —dijo

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por fin Burton, sentado al lado dePatrick en el borde de la bañera.Delante de ellos había un espejo.

—No se les ocurriría mirar delantede sus propias narices —respondióRougier—. Las SS no son ni la mitad delistas de lo que se creen. Usted debe deser el comandante Cole.

Burton asintió.—Lazlo Rougier. —Ninguno de los

dos alargó la mano—. ¿Y los demás?—Nos separamos. Lapinski está

muerto. Dolan y Vacher se dirigían a...—Los demás no importan ahora —

intervino Patrick—. Lo que importa es sipuede ayudarnos.

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—Necesitamos que se ponga encontacto con Ackerman para que nossaque de aquí —explicó Burton.

—Ackerman se fue.Patrick lanzó una mirada a Burton.—¿Regresó a Rodesia?—A Angola. Me llevará veinticuatro

horas como mínimo hacerle llegar unmensaje. Y recibir la respuesta, otrastantas.

—¿Dos días? —exclamó Patrick—.Para entonces ya podríamos estarmuertos.

—¿Qué hace en Angola? —preguntóBurton.

—¿No lo saben? —Rougier los miró

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perplejo.Al no obtener respuesta, se levantó y

se acercó a la ventana para contemplarla ciudad que se extendía a sus pies.Desde donde estaba, Burton sólo podíaver el cielo.

Rougier se volvió de nuevo haciaellos, muy serio.

—Será mejor que me cuenten quéocurrió.

—Alguien nos traicionó —gruñóPatrick—. Llegamos al punto deencuentro y los nazis nos estabanesperando. Nebelwerfers, soldados delas Waffen-SS...

—¿Los siguieron?

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Patrick negó con la cabeza.—Alguien nos traicionó. Creo que

fue Ackerman. Para no pagarnos.—No tiene sentido.—Si no fue Ackerman, ¿quién

entonces? ¿Uno de nosotros? Imposible.¿La tripulación del avión? Voló por losaires. ¿Los negros del campo deentrenamiento? No son precisamentenazis encubiertos.

—Los alemanes tienen espías entodas partes.

—¿No sería usted? —preguntóPatrick y lo atravesó con la mirada.

—Si Ackerman quería deshacerse denosotros, ¿por qué no de usted también?

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Nos proporcionó los jeeps, las armas;seguro que costaron lo suyo. A no serque los dos estén metidos en esto. O queAckerman sea inocente y el traidor seausted.

Rougier se movió, incómodo.Hundió las manos en los bolsillos.

—Parece estar bastante a salvo aquí—prosiguió Patrick—, junto a susamiguitos de las SS.

El movimiento fue tan rápido queBurton no tuvo tiempo de detenerlo.

Patrick se levantó de un brinco yasestó un puñetazo en el esternón alfrancés. Rougier se dobló hacia delantey cayó de rodillas. Patrick lo sujetó por

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el pelo, le metió la cabeza en la taza ytiró de la cadena. La leçon de lacuvette. Un castigo favorito de laLegión.

—¡Patrick! —exclamó Burton—.Esto no nos va a ayudar.

Rougier forcejeó frenético con lacara sumergida en el remolino de agua.Olía a ácido fénico.

Patrick tenía los ojos en blanco.Sujetaba a Rougier con fuerza y lehundió aún más la cara.

—¡Ahora tendría que estar con mihija! —bramó.

La cisterna se vació. Patrick soltó lacadena e inclinó hacia atrás la cabeza de

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Rougier hasta que le sobresalió la nuez.—¿Por qué lo hizo?—No... espía... campo... angoleño

—gorgoteó Rougier, escupiendo agua.Patrick le metió la cabeza en la taza

otra vez.—¡Silencio! —dijo Burton. Le

pareció oír algo por encima del agua ylos gorgoteos de Rougier.

Patrick sacó la cabeza de Rougier dela taza y le tapó la boca con la mano. Elfrancés se la mordió con fuerza peroPatrick lo ignoró a pesar de que unhilillo de sangre le brotó entre losdedos. Burton sacó la Browning y abrióla puerta. ¿Habían hecho mucho ruido?

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Echó un vistazo al rellano: nada. Seacercó con sigilo a los peldaños.Alcanzó a divisar el vestíbulo: tambiénvacío. El edificio crujió a su alrededor.Se oía el bullicio del tráfico en elexterior.

Regresó con sigilo al cuarto debaño.

—Nada —anunció tras cerrar lapuerta. Los grifos seguían abiertos.

Patrick estaba sentado en la bañera,mirando al suelo: su cólera se habíaextinguido con la misma rapidez con quehabía explotado. Tenía más marcadaslas arrugas de la cara. Rougier loobservaba con recelo desde el rincón.

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—Yo no tuve nada que ver en eso —aseguró, tosiendo y apartándose el pelo—. Se lo juro por mis hijos. Y tampocopuedo creer que fuera cosa deAckerman.

—¿Cómo puede estar tan seguro?—Como usted mismo ha dicho: si

fuera él, yo ya estaría criando malvas.Es más despiadado de lo que parece.

—¿Puede ayudarnos? —preguntóBurton, confundido.

—¿Por qué tendría que hacerlo? —replicó Rougier mirando a Patrick.

—Porque si nos capturan, lo únicoque tenemos es su nombre.

—Ni siquiera sé qué han hecho —

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repuso resentido—. Ackerman nunca mecuenta nada.

—Tonterías.—Por la ciudad circulan rumores de

un ataque a la Schädelplatz. Cuénteme.—Como Burton no dijo nada, prosiguió—: Mi trabajo era organizar los Ziege ylas armas. Era mejor para mí no saberlos detalles.

—Sabe nuestros nombres.—Sólo soy un empresario. Ayudo a

Ackerman de vez en cuando, nada más.—¿Por qué?—Será por su encanto rodesiano —

soltó Patrick, que seguía mirando elsuelo.

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Rougier lo ignoró.—Mi familia no aceptó el gobierno

de Vichy. Lo perdimos todo, tuvimosque huir de Francia. Odio a los nazis.De modo que mis motivos son...ideológicos —dijo, y añadió conamargura—: Supongo que estaba a puntopara que Ackerman me reclutara.Todavía no he cobrado nada.

—Ha mencionado un campoangoleño —dijo Burton—. ¿A qué serefería?

—Si alguien los traicionó, fueronellos.

—¿Por qué? No tenemos nada quever con ellos —comentó Burton. Se

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sentó junto a Patrick y se miró en elespejo. Desaliñados y con el pelo suciocomo iban, parecían un par devagabundos. Por lo menos, se habíadeshecho del uniforme de las SS. Laidea de que Madeleine pudiera verlovestido de esa forma le revolvía elestómago. Ahora volvía a sentirsepersona. La barba que le cubría elmentón también era un alivio.

—¡Claro que sí! Ellos loscontrataron.

Esta vez hasta Patrick alzó los ojos.—Nosotros trabajamos para

Ackerman —dijo Burton.—Y él trabaja con los angoleños.

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Con la resistencia. Es su intermediario.—¿Intermediario con quién?—¿No lo saben?Burton observó la cara del francés: a

pesar de que le goteaba el pelo, parecíaestar pasándoselo bien. Por una vez,sabía más que ellos.

—Para la LMC —aventuró Burton—. El sindicato minero de Lusaka.

—No es verdad —dijo Rougier.—Lo investigué.—No lo suficiente.—¿Para quién trabaja Ackerman,

entonces?—Oh, no, comandante. Si quiere

saberlo, tendrá que decirme que

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hicieron. Si tengo que ayudarlos, es lomínimo que pueden hacer

—¿Qué opinas? —pregunto Burton aPatrick.

—Diría que ya no importa. —Suspiró—. Somos asesinos.

Burton asintió.—Nuestra misión era forzar la

destitución del gobernador general —explicó, inclinándose hacia el francés.

—Forzar su destitución... ¿cómo?—Con los máximos perjuicios para

el gobernador. Maté a Hochburg con mispropias manos.

—¿Lo estranguló?Burton vio una hoja reluciente.

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—Lo acuchillé. Recibía unporcentaje de los diamantes deAckerman y quería quedarse con todo.

—¿Para qué diantre iba a quererHochburg los diamantes? Según tengoentendido, vive como un monje.

—Para tener esclavos.Rougier se quedó mirándolo un

instante y se echó a reír:—¿Para tener esclavos?—Hay escasez de mano de obra.—Pues claro que la hay. La ha

habido desde Windhuk; deportar a losnegros fue una estupidez. Pero no tedeclaras dueño de África y después tegastas el dinero a escondidas en

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esclavos. ¿Para qué creen que está laUnterjocher? ¿O los prisioneros deguerra? Se dice que ahora hasta traenjudíos de Madagaskar. Todos sirvenpara trabajar los campos.

—¿Para qué necesita los diamantes,pues?

—¿Y cómo coño quiere que yo losepa?

—Pero sabe quién es Ackerman —dijo Patrick.

—No trabaja para la LMC, esoseguro.

—Entonces, ¿para quién?—¿De verdad no lo saben? —

Rougier disfrutó un momento la

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expectación antes de anunciar—:Ackerman pertenece a los servicios deinteligencia británicos.

***

Sólo se oía el borboteo de losgrifos.

Burton y Patrick se miraron.—Servicios de inteligencia

británicos... —dijo Burton, azorado—.¿Por qué no nos lo dijo?

—La mayoría de los agentessecretos prefiere guardarlo en secreto—contestó Rougier—. Trabaja enLuanda. Los británicos tienen un

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consulado en esa ciudad.—Sí, ya lo sé —replicó Burton,

absorto. Estuve allí una vez que viajé aDeutsche Südwestafrika. Estaba en elcasco antiguo de la ciudad, un edificioblanco con persianas verdes y vistas dela bahía. Trató de imaginarse aAckerman allí, con su sobrio traje y suacento rodesiano, pero no lo consiguió.Sólo podía verlo de pie en la granja,riéndose: «¿Y qué me dice de losmembrillos...?»

—¿Lo ves? —soltó Patrick—. Nosjugó sucio desde el principio.

—Esto no demuestra que fuera élquien nos tendió la trampa.

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—No —coincidió Rougier—. Fueracual fuese el motivo por el que mintió,sigo sin entender por qué habría detraicionarlos. Tuvieron que ser losangoleños. La resistencia está infestadade espías. Ackerman lo sabía.

—¿Por qué confió en ellos entonces?—preguntó Patrick—. ¿Por qué organizóla misión? ¿Por qué fue a Inglaterra enbusca de Burton?

—No lo sé —aseguró Rougier, quehabía retrocedido de nuevo hasta elrincón.

—¿Y por qué coño querrían losservicios de inteligencia británicosmatar a Hochburg?

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—¡No lo sé! Tendrán que ir aLuanda y preguntárselo ustedes mismos.Tendrán que...

Un crujido de la madera alastillarse.

Un hacha atravesó la puerta.Desapareció y volvió a golpearla de

nuevo. Eso bastó para abrir un boquetepor el que Burton vio uniformes negros yBK44. Oyó a frau Gift gritando:

—¡Os dije que estaban aquí! ¡Os lodije!

Sacó la Browning y disparó a lapuerta. En el reducido cuarto de baño, ladetonación fue ensordecedora. Uncamisa negra se tambaleó hacia atrás y

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su sangre salpicó las baldosas. La mujerchilló.

Patrick trató de abrir la ventana.—Está cerrada con llave —indicó

antes de sacar la pistola y apuntar alcristal. Otro estrépito. El cristal volóhecho añicos.

Burton oyó amartillar armas al otrolado de la puerta.

—No —dijo una voz—. Losnecesitamos vivos.

Patrick acabó de romper con laculata los afilados fragmentos de cristaldel marco. Luego se encaramó y salió.

El hacha atravesó de nuevo lapuerta.

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Burton se giró hacia Rougier, que sehabía quedado lívido:

—¡Muévase! —ordenó.—Yo los entretendré.—No diga estupideces —replicó

Burton, empujándolo hacia la ventana.El francés se subió al retrete y

empezó a salir.El hacha impactó otra vez. Unos

cuantos golpes más y entrarían.—¡Rápido! —urgió a Rougier, cuyas

piernas desaparecieron por la ventana.Burton se encaramó y echó un

vistazo abajo: una caída de tres pisos aun suelo de cemento. En la calle, uncamisa parda miraba hacia arriba,

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boquiabierto.La puerta cedió.Burton apuntó de nuevo la

Browning. Apretó el gatillo: una vez,dos veces. Dos soldados más cayeron.Hubo una ráfaga de metralleta y lasbalas rebotaron en los azulejos delbaño.

Burton disparó una vez más y saliópor la ventana.

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16

Estaban en el tejado.Era de terracota y permitía acceder

al edificio de al lado y al siguiente. Aleste y al oeste, la ciudad se extendíahacia la selva; al norte, el río. Tras ellosse elevaba el cuartel general de las SS.Desde esa posición tan elevada, Burtonpodía ver su azotea: había unaplataforma de aterrizaje y un helicópteroFlettner, provisto de dos cañonesMK108.

—No soporto las alturas —gimióRougier. Parecía a punto de vomitar.

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—¿Hacia dónde vamos? —preguntóPatrick.

—Hacia el río —respondió elfrancés—. Si llegamos al edificio de laBolsa, podremos bajar y desaparecer.

—¡Moveos! —ordenó Burton, queseguía situado sobre la ventana delcuarto de baño—. Enseguida os alcanzo.

Patrick y Rougier echaron a correrpor el vértice del tejado con los brazosextendidos como funambulistas.

Burton oyó que alguien salía por laventana. Una mano apareció en el alero,seguida de otra. El tipo de mano quehabía pegado a Madeleine antes de quepudiera huir de Austria. Acto seguido,

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un SS se encaramó al tejado.Burton le dio una patada en la cara.El soldado cayó hacia atrás,

gritando. Segundos después se oyó unruido sordo en la calle. Un coche frenóen seco.

Patrick y Rougier ya habían saltadoal edificio de al lado. Burton corrió trasellos, tratando de no resbalar. Desdedonde estaba no veía el suelo, sólo elborde del tejado y el vacío. Era como sile hubieran encerado las suelas de lasbotas. Habría pagado por tener las queusaba en casa: se aferraban al suelocomo la cola.

Oyó gritos a su espalda. Dos

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camisas negras habían logrado subirseal tejado. Una descarga de balas zumbóa su alrededor.

Se acercó al final del edificio a todavelocidad. Saltó y aterrizó como pudoen el siguiente. Se torció un tobillo, conlo que casi se cayó, pero recuperó elequilibrio. Patrick y Rougier corríandelante. Burton se volvió y disparó dosveces. Falló, pero los soldados seagazaparon.

Al otro lado, en la azotea del cuartelgeneral de las SS, habían aparecido unascuantas figuras negras. Una de ellas losseñalaba con la mano:

—Los! Fahren Sie Los! —gritó.

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Burton vio que Rougier teníaproblemas para seguir el ritmo dePatrick. Lo alcanzó y saltaron juntos alsiguiente edificio. Y al siguiente. Y aotro. Y entonces, se oyó el ruido queBurton más temía.

Rougier volvió la cabeza y casiperdió el equilibrio.

El zumbido de unas palas de rotor.Cada vez más acuciante.

El helicóptero se preparaba paradespegar.

Burton sujetó a Rougier por el brazopara ayudarlo a seguir.

—¡No se detenga!—Tenemos que llegar allí —dijo

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Rougier, indicando los tejados del otrolado de la calle—. Si no, iremos a parara la 25 Mai Strasse. Y es demasiadoancha para saltarla.

—¡Patrick! —Burton señaló a laizquierda antes de arriesgarse a miraratrás. Había unos diez soldadosavanzando por los tejados comoescarabajos negros. El helicópterodespegó, con el morro inclinado haciaabajo al ascender, y se elevórápidamente hacia el río. Entonces diomedia vuelta y se dirigió hacia ellos.

Tenían treinta segundos comomucho.

Patrick siguió las indicaciones de

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Burton, bajó corriendo la pendiente deltejado, saltó impulsándose con losbrazos como un saltador de longitud yaterrizó en el edificio de enfrente. Sevolvió para ver dónde estaban losdemás.

—¡Vamos! —gritó antes de ponersede pie y echar a correr otra vez.

Burton llegó al punto más alto deltejado, seguido de Rougier.

—No puedo hacerlo —jadeó elfrancés—. No puedo.

—Si no lo hace, es hombre muerto.—Correré el riesgo.El helicóptero se les echaba encima.

El fragor de las palas los ensordeció.

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—¡Muévase! —gritó Burton,empujando al francés, que corrió tejadoabajo y saltó.

Burton lo siguió, inspiró hondocomo si el aire de los pulmones pudieraimpulsarlo hasta el otro edificio. Aleteólos brazos. Sus botas parecían de hierro.Descendía, descendía demasiadodeprisa...

El helicóptero rugía sobre ellos,provocando una corriente quezarandeaba el aire.

Burton se estrelló contra el tejadocon tanta fuerza que creyó que se habíaroto las costillas. Se incorporó a duraspenas.

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—Au secours!Burton se volvió al oír el grito de

auxilio.—¡Comandante!Rougier se sujetaba al borde del

tejado con las manos, el resto del cuerposuspendido en el aire. Su expresión erade pánico. Burton buscó a Patrick, perosu amigo ya estaba en lo alto delsiguiente tejado y desaparecía por elotro lado.

Se agachó hacia Rougier.—Vite! —lo apremió el francés.El helicóptero giró y se preparó para

otra pasada.Burton se acercó tanto como pudo.

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Un centímetro más y se precipitaría alvacío. Extendió la mano. Rougier tratóde sujetársela. La punta de sus dedos serozaron.

Burton intentó acercarse más. Lepareció que iba a resbalarse. Un par decentímetros más...

El tejado estalló, y un montón defragmentos de teja saltó por los aires enmedio de una nube de fuego. Elhelicóptero estaba a poca altura, con elcañón reluciente.

Finalmente Burton resbaló. Logrósujetarse clavando los dedos en eltejado. Rougier alargó la manoimplorando ayuda con la cara. Burton

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intentó sujetársela. No pudo. Volvió aintentarlo.

¡Y lo logró!—No me suelte —suplicó Rougier

—. No me suelte.—Tendrá que ayudarme. —Burton

podía ver la calle a sus pies: gente queseñalaba hacia arriba, una hilera delimeros, tiendas con toldos rojos.

—No me suelte.Burton tiró con todas sus fuerzas.

Notaba la manaza del francés aferrada ala suya. Tiró de nuevo. No tenía dóndesujetarse. Tuvo la impresión de que leestaban arrancando el brazo. Y la manode Rougier empezó a resbalar. El

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francés lo miró con los ojosdesorbitados. Fue a decir algo, perosólo movió la boca. Burton trató desujetarlo con más fuerza...

La mano de Rougier se escabulló dela suya. Lo perdió de vista. Segundosdespués, un grito seguido de un golpesordo. Burton apoyó la cara en el tejado,cerró los ojos. Le ardía la frente.

Se incorporó y siguió adelante.Subió hasta el vértice y bajó por el otrolado. Oyó los gritos de susperseguidores. Le llovieron balas portodas partes. Patrick lo esperaba al finaldel tejado, observando el edificio deoficinas que tenía delante. Después

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estaba el cine ante el que habían pasadoesa misma mañana.

—¡Está demasiado lejos! —dijo elamericano. Jadeaba pesadamente, con lacara sudada. La distancia hasta elsiguiente edificio era enorme—. No lolograremos. Burton miró a izquierda y aderecha.

—No tenemos opción —sentenció.El helicóptero los sobrevoló de

nuevo. Se agazaparon y el viento de losrotores de cola les revolvió el pelo.

—¿Dónde está Rougier?—preguntóPatrick.

—Tenemos que coger impulso —dijo Burton.

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Dieron media vuelta y corrieronhacia lo alto del tejado. A Burton losmuslos le ardían.

Al llegar arriba se toparon con unsoldado. Kai-duka. Burton le dio uncabezazo. El camisa negra se tambaleóhacía atrás, soltó el arma y rodó tejadoabajo, de tal modo que chocó con dos desus compañeros. Los tres se precipitaronal vacío,

Subían más soldados. Patrickrecogió el BK44 y les disparó hastavaciar el cargador.

Burton y Patrick se giraron de caraal abismo que los separaba del siguienteedificio, y echaron a correr.

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Burton se impulsaba con los brazose inspiraba con fuerza, concentrado en elotro edificio. Era como si no existieranada más en el mundo; como si estuvieraen medio de un mar inmenso de cielogris cubierto de niebla. Y aquel tejadofuera una isla.

Dos zancadas más y llegaría alborde. Le dolían los pies. Una últimazancada...

Saltó.

***

Esa primavera, a Madeleine se lehabía metido en la cabeza reparar la

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veleta de la granja; era la clase de tareaque la apasionaba pero que su maridojamás le permitiría. Antes de que Burtonpudiera detenerla, se había encaramadoal tejado, riendo a medida que avanzaba.A Burton le encantaba que fuera tanintrépida, lo tranquilizaba como ningunaotra mujer había hecho. Cuando casihabía llegado a lo más alto, resbaló y secayó. Más tarde, mientras le lavaba lasheridas, Burton recordaba ese momento.Cómo Madeleine pareció precipitarse acámara lenta, sin que él pudiera evitarlo.

Así era como se sentía ahora, alsurcar el aire como un pájaro sin alas.

Se estrelló en la azotea del otro

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edificio, cayendo hacia delante hecho unmanojo de extremidades. Golpeó elhormigón con la cabeza y se quedódespatarrado boca arriba mirando elcielo nublado. Parecía estar muy, muylejos.

Alguien lo sujetó.—Tenemos que seguir. —Era

Patrick.Burton se incorporó. Al otro lado

del abismo, los SS se preparaban parasaltar. ¿No se rendían nunca esoscabrones?

Burton corrió de nuevo. En el sueloplano de aquella azotea era más fácil.Trató de recordar dónde estaba el

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edificio de la Bolsa. Delante tenían elpuente de Giesler; la Bolsa estaba aloeste de ese puente: un edificiotriangular y bajo donde se comerciabatodo, desde oro hasta aceite de palma.Estaría a unos doscientos metros comomucho.

Llegaron a una pared y la escalaronpara saltar al siguiente tejado. Habíaaparatos de aire acondicionado, un largotragaluz.

Fuego de ametralladora.El helicóptero se les echaba encima,

volando bajo. Demasiado bajo. El pilotoestaba loco. Iba a estrellarse.

Burton esprintó. Patrick iba delante.

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Notaba que el aire se arremolinaba a sualrededor. El suelo escupió polvo ybalas.

Patrick se desvió hacia el tragaluz.Tropezó. El helicóptero ametralló elcristal, que se deshizo. Patrick setambaleó un instante en el borde deltragaluz.

Y cayó por él.—¡Patrick! —gritó Burton.El helicóptero se elevó y puso fin a

ese ataque.—¡Patrick! —Burton se asomó al

tragaluz roto. Daba a un estrechodesván, cuyas paredes estaban ocultastras unas hileras de bobinas.

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—No te quedes ahí parado. Baja,Cole. —Patrick estaba de pie en mediode añicos de cristal roto. La costra de lanariz le sangraba.

Burton saltó abajo. El suelo vibrabacon unos gritos y una música triunfal. Enun rincón del desván había una puerta.La cruzaron y empezaron a bajar unaescalera. Alguien subía por ella.

—¿Qué coño está pasando?¿Quiénes son uste...?

Burton le dio un rodillazo en laingle, le dio la vuelta y le golpeó lacabeza contra la pared.

Sobre sus cabezas, disparos. Botasque resonaban en el desván.

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Burton y Patrick corrieron, bajandolos peldaños de tres en tres. Los gritos yla música eran cada vez más fuertes. Alpie de la escalera, otra puerta. Lacruzaron y accedieron a una sala aoscuras. Delante de ellos había cientosde personas sentadas, embelesadas conlo que estaban viendo. Sobre ellas, unhaz parpadeante de luz.

Burton volvió la cabeza paraaveriguar qué miraban: una pantalla quemostraba imágenes en blanco y negro deun partido de fútbol en el estadio deMaracaná, en Río de Janeiro.

Quienes estaban sentados más cercade ellos los fulminaron con la mirada.

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Burton y Patrick recorrieronrápidamente el pasillo. Al fondo de lasala se veía la palabra ABTRETEN enletras rojas. Se dirigieron hacia allí.

La puerta que acababan de cruzar seabrió de golpe. Aparecieron soldadosempuñando BK.

Burton sacó la Browning y disparóuna sola vez al aire.

Una mujer gritó.Acto seguido se produjo el caos.La gente se levantó de las butacas

gritando, empujándose por salir a lospasillos, pisándose. Burton y Patrick seunieron a la avalancha y dejaron que lostransportara en medio del pánico. Se

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perdieron entre la multitud.En la pantalla detrás de ellos,

Alemania marcó cuando apenas faltabanunos segundos para el pitido final. Hitlerhabía ganado el Mundial.

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17

Terras de Chisengue, Angola delNorte

16 de septiembre, 11.00 h

Cuando vio que era ella, el guardiabajó el arma.

—¿Lo has hecho? —preguntó con elsemblante blanco, expectante—. ¿Hasvolado el túnel?

—¿Dónde está Penhor? —dijoNeliah, con la rabia reflejada en la cara.

—No lo sé. Todo el mundo se estápreparando para coger el tren.

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Neliah pasó junto a él y siguió através de los árboles. Eran eucaliptos,plantados para esconder el campamentopor lo deprisa que crecían. Llevaba elpanga en la mano.

—¿Qué ha pasado con el túnel? —legritó el guardia—. Ninguno de nosotroscreímos que pudieras hacerlo. Neliah.¡Neliah!

Neliah. Era un viejo nombre herero.Se lo había puesto su ina, su madre.Significaba «tenaz». Tenaz, enérgica,sensata. Ahora no se sentía ninguna deestas cosas. Lo único que sentía erafuria y un poco de vergüenza.

Su sed de venganza, todavía sin

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saciar.Habían transcurrido cinco estaciones

desde que los nazistas habían tomadoAngola. Cuando llegaron, nada, nisiquiera su piel blanca, pudo salvar a supadre. En esos últimos momentos decaos, había dicho a Neliah y Zuri que seescondieran: «¡Marchaos, mis meninas,marchaos!» Y después fue al encuentrode los soldados de la calavera, con lamano extendida, lleno de buenavoluntad, tal como los portugueses ybritánicos dijeron a todo el mundo quehabía que actuar. Papai fue abatido atiros, todo por lo que había luchado lefue arrebatado; su hogar, la cantera, las

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excavadoras. Los nazistas les pintaronsus cruces, dividieron a los mineros endos grupos. Los blancos se quedarían,trabajando para sus nuevos dueños. Losnegros fueron obligados a cavar un hoyoy tumbarse en él. Ina se negó. Siemprehabía recelado, recordaba las viejashistorias sobre lo que los alemaneshabían hecho a su gente mucho antes delos nazistas.

Cuando ina corrió, la atraparon y leclavaron la bayoneta una y otra vez hastamatarla. La colgaron para que losbuitres se alimentaran de ella. Despuésde eso, los demás obedecieron sinrechistar. Se metieron en la zanja, se

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tumbaron como si fueran reses yesperaron. Los soldados de la calaverales lanzaron granadas. En sus sueños,Neliah todavía oía el estallido sordo dela tierra y los cuerpos. Los gritos.Después, mientras todavía se elevabangemidos del hoyo, los alemanes fueronpor una excavadora. Y cubrieron lazanja. Las dos hermanas se habíansalvado escondidas en el pozo negro,con la nariz hundida entre losexcrementos. Cuando anocheció,huyeron. Corrieron y corrieron, cegadaspor las lágrimas, y no regresaron jamás.

Al principio, los nazistas mataban alos suyos donde los encontraban. Más

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adelante, cuando ya no tenían tiempo deabrir zanjas, cuando los cadáveres seamontonaban como montañas,empezaron a transportarlos. Metidoscomo cabezas de ganado en camiones ytrenes, siempre al norte, más allá deAngola, más allá de Kongo yAquatoriana, donde empezaban losdesiertos. Muspel, lo llamaban losalemanes. Para su gente era una tierra deesclavitud y muerte. Una pesadilla sin unamanecer que le pusiera fin.

Cuando Neliah llegó al campamento,Penhor hacía marchar a sus hombrespara irse. Encabezaba una de lascolumnas con un sable ceremonial en la

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mano y la faja escarlata cruzada en elpecho. Al verla, ordenó a sus hombresque se detuvieran y descansaran. Todosllevaban mochilas y fusiles. Neliah vioque se tapaban la boca para susurrarmientras la observaban.

Miró a Penhor sin pestañear,enfundó el panga y se frotó la cicatrizque tenía sobre la frente. Era una viejaherida de una bayoneta alemana. No sehabía molestado en coserla, quería quele quedara ancha y fea a modo derecordatorio. Llevaba los pantalones, lacamiseta y las botas cubiertas de fango.

Gonsalves avanzó y puso los brazosen jarras.

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—Así que la gran guerrera ha vuelto—se burló.

—Basta —ordenó Penhor—. Mealegro de volver a verte, muchacha.

Neliah no respondió.—Y sé que Zuri estará feliz de

tenerte en casa.—Nuestra casa está en el sur, donde

gobiernan los nazistas. No aquí.—Y podrás volver a ella, te lo

prometo. —Bajó el sable—. ¿Hasdestruido el túnel?

Neliah recordó su escondrijo juntoal río Lulua, desde donde, a la luz de laluna, veía el túnel que conducía aRodesia. La carretera estaba vacía, no

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había ningún guardia. Eso la frustró unpoco, porque quería matar a todos losalemanes que pudiera. Susurró un kumbua sus antepasados e hizo la cuenta atrásde los temporizadores. La nocheretumbó tanto que le dolieron los oídos.Hubo una explosión de fuego y humo.Cuando la polvareda se despejó, selevantó para comprobar los resultados.Y agachó la cabeza.

En el campamento, Neliah le espetóa Penhor:

—¡Ha salido mal!Los soldados la rodearon y le dieron

empujones.—Le dije que la cagaría, jefe —

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soltó Gonsalves.—Fue la dinamita —replicó Neliah,

zafándose de los soldados—. Erademasiado vieja, no explotó. No toda.

—Imposible —dijo Penhor, y sequitó una mota de polvo del uniforme—.Me la suministraron mis contactos de laembajada británica. En Luanda. Todo elmaterial que me dan es de primerísimacalidad.

—Los británicos entregaron estepaís a los nazistas —dijo Neliah—.¿Cómo puede fiarse de ellos?

—Los vientos están cambiando.Ahora están de nuestra parte.

—Seguro que no les pasaba nada a

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los explosivos —intervino Gonsalves—. Fue ella. No tenía ni idea deexplosivos.

—¡Fue por culpa de la dinamita! —bramó Neliah, a la que preocupó queGonsalves pudiera tener razón—. Noestaba bien. Olía a... a huesos viejos.Los británicos nos están engañando.

—¿Huesos viejos? —dijoGonsalves—. ¡Eso lo explica todo! —Animó a los demás soldados a reírse—.Ya os decía yo que estas cosas sondemasiado complicadas para esta gente.Para una cocinera. Y encima negra.

Neliah se abalanzó sobre él y lepuso el panga en el cuello.

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—Omu-runde! —exclamó.Los soldados la rodearon de nuevo.

La apartaron y le dieron un puñetazo enla zona lumbar. Gonsalves le lanzó unescupitajo.

Penhor la apartó a rastras.—Gonsalves, cállese. Neliah, deja

el arma.—No hasta que se trague sus

palabras...—¡Déjala!Lo hizo a regañadientes. Respiraba

con dificultad. Se habría peleado contodos: los nazistas, los británicos yhasta los angoleños. Los angoleñosblancos.

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—Basta, u ordenaré que te castiguen.Y a usted también, Gonsalves. —Fijóentonces los ojos en Neliah—. Y ahoracuéntanos qué pasó.

—Puse las cargas, tal como me dijo.Lo comprobé todo dos veces. Pero noexplotaron. No las suficientes.

—¿Y el túnel? — La voz de Penhorsonó tensa—. ¿Destruiste el túnel?

Neliah bajó la vista al suelo ydespués la levantó. Miró a Penhor ydijo:

—Los alemanes podrán repararlo.—Comandante, deme tres hombres

—pidió entonces Gonsalves —. Treshombres y la dinamita suficiente, y yo

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detendré a esos boches del demonio.—¿Dónde están las demás horero?

—preguntó Penhor, sin prestar atencióna Gonsalves.

—Tungu y Bomani volvieronconmigo, llegarán de un momento a otro.Las demás huyeron.

Gonsalves resopló como si sehubiera demostrado una gran verdad.

—Déjeme volver —pidió Neliah,intentando no sonar suplicante—. Sólonecesito más dinamita.

—Lo has intentado, muchacha.Angola está orgullosa de ti. Ahoranecesito que cuides de Zuri...

—¡Espere! Hay algo más —dijo

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Neliah. Buscaba otra razón pararegresar al túnel—. Vi un campo cercadel río.

—¿Qué clase de campo?—Un campo alemán. Uno de esos

con chimeneas. Había muchosprisioneros.

—¿Prisioneros blancos?—Claro que blancos —espetó la

chica.—No somos bastantes —interrumpió

Gonsalves—. Usted mismo lo dijo,comandante. Déjeme ir. Los liberaré ydespués hundiré ese túnel.

—Yo puedo hacerlo —aseguróNeliah—. Yo puedo liberarlos.

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—Qué humillación —rio Gonsalves—. Preferiría ser prisionero a que merescatara una negra.

Los ojos de Neliah echaron chispas.La muchacha empuñó otra vez el panga.

—Nadie volverá al túnel —dijoPenhor—. Ni a ese supuesto campo.

—Pero Angola... —repusoGonsalves—. Si los boches cruzan eltúnel hasta Rodesia, estaremos perdidos.Nadie podrá ayudarnos.

—Intentamos cumplir con nuestrodeber siguiendo las órdenes deCarvalho, pero ahora Luanda tiene queser nuestra prioridad. —Penhor sedirigió hacia sus hombres en voz más

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alta—: ¡Formen filas!—Por favor —dijo Neliah.—Te quedarás aquí, muchacha. Con

Zuri. Ayudarás a vigilar el campamentohasta nuestro regreso, es una tareaimportante.

—¿Por qué no me deja luchar?—Luchar es cosa de hombres.—Quiere decir de blancos.—Quiero decir de hombres. Si todo

sale bien en Luanda, enviaré a alguien abuscaros a ti y a tu hermana. —Neliahsabía que estaba mintiendo—. Si no,volveremos para reagruparnos e intentarllegar a Mozambique.

—Estoy harta de esperar —se quejó

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Neliah—. Quiero sangre, sangrealemana. Zuri y yo nos lo merecemos.Sólo necesito más dinamita.

—Ya no queda, nos la llevamostoda. Para la batalla que nos espera.

—No puede impedirme regresar altúnel.

Penhor suspiró, se pasó la lenguaentre los dientes y el labio superior.

—El teniente Ligio queda a cargodel campamento. Él y unos pocosguardias. Les daré instrucciones paraque no te dejen vagar por ahí.

—Pero...—Les diré que te encadenen si es

preciso. —Le dio unas palmaditas en el

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hombro. Neliah se apartó—. Cuida deZuri por mí.

Los soldados habían formado filasde nuevo. Penhor sujetó bien el sable, sesituó al frente de sus hombres ymarcharon. Neliah oyó que Gonsalvesdespotricaba con sus camaradas. Todosasentían. Los observó hasta quedesaparecieron entre los árboles yencorvó los hombros. Los lorosparloteaban en los eucaliptos. Estabaagotada, el cuerpo le pesaba como si lotuviera lleno de piedras. Si hubierallevado más dinamita...

Tuvo una idea.Cruzó corriendo el campamento y el

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octógono hasta la santabárbara. Queríaasegurarse. En la puerta había unguardia, un chico blanco más jovenincluso que ella.

—Conque has vuelto, ¿eh? —dijo,toqueteando el fusil—. ¿Volaste eltúnel?

—No. No tenía bastante dinamita. Elcomandante Penhor me ha enviado abuscar más.

—Tengo órdenes. Nadie puedeentrar salvo el teniente Ligio y...

Neliah lo apartó de un empujón ybajó al sótano. Olía a paja secada al sol.En los estantes donde estaban las armassólo quedaban unos cuantos fusiles

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viejos. Había cajas y petatesamontonados en un lado. Rebuscó enellos, esperando que gnambui lesonriera.

Y gnambui lo hizo.En un rincón encontró una caja de

madera escondida bajo unos sacos. Noentendía las palabras que tenía escritaspero conocía los símbolos. Explosivos.Acercó la cara a la caja e inspiró. Olía apólvora negra, como pimienta y fuego.Le recordó a papai.

Oyó unos pasos.Tapó la caja con los sacos y se

volvió hacia la escalera.Era Zuri, su hermana.

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Estaba preciosa, como siempre.Llevaba un sencillo vestido blanco,como le gustaba a Penhor («Alberto»).Tenía la piel morena, bastante clara. Lohabía heredado de la familia de supadre: era piel portuguesa, no herero.Llevaba el pelo, largo y lacio, recogidoen una trenza que le oscilaba en laespalda al andar. Estaba muy orgullosade ella. Después de huir de su hogar,Zuri siguió llevando el pelo limpio yadornado. Neliah, en cambio, se lohabía cortado.

—¡Has regresado sana y salva! —exclamó Zuri, y se puso de puntillaspara darle un beso.

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Neliah la abrazó y hundió la cara enla cabellera de su hermana. Olía al aguade limón con que Penhor se lavaba lacara. La apartó.

—¿Dónde has estado? —preguntóZuri al ver el fango que le manchaba laropa—. Esta noche no pude dormir.Alberto me dijo que te habías ido. Creíque me habías abandonado.

Neliah le contó lo del túnel, todo loque había sucedido.

—La próxima vez, avísame —dijoZuri, sujetando las manos de su hermana—. Iremos juntas.

—Era demasiado peligroso. Yaperdí a ina y papai. No pienso perderte

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a ti.—Soy mayor que tú. Yo debería

protegerte a ti.—Penhor me pidió que no te lo

dijera. No quería que fueras.—¿Eso dijo? —Dio un paso atrás y

la trenza le osciló en la espalda—. Lepreocupa lo que podría pasar si losnazistas nos capturaran.

—Lo que podría pasarte a ti, no amí. No sé cómo permites que te toque.

—Gracias a eso tenemos un techosobre nuestras cabezas y el estómagolleno —le recordó Zuri, cruzada debrazos.

—Pero es un viejo —se quejó

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Neliah, frunciendo la boca—. ¡Y estácasado!

—Su mujer está en Portugal.—Con sus hijos.—Pareces un viejo misionero —

replicó Zuri tras soltar una amargacarcajada.

Penhor no era el primero cuyosfavores había buscado Zuri. Siempreeran viejos, siempre blancos.

Neliah resopló.—¿Qué diría papai?—Sipossis recte, si non, modo rem

—respondió Zuri.A Neliah la enfurecía que su

hermana usara las estúpidas palabras

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latinas que su padre le había enseñado,más que nada porque ella no habíatenido ocasión de aprenderlas.

—Sabes muy bien que no heentendido nada —dijo.

—Si puedes, sé honesto. —Ledirigió una sonrisa picara—. Si no, hazlo mejor para ti.

Neliah iba a replicar, pero secontuvo. Como tenía la lengua muylarga, prefirió mantener la boca cerrada,pero se obligó a sonreír a su hermana.

—¿De veras quieres luchar? —lepreguntó.

—Yo también perdí a mi madre —respondió Zuri con determinación—. Y

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a mi papai.—Volveré a ese túnel. Y esta vez

voy a volarlo. Por el dios Mukuru que loconseguiré.

—Pero ¿cómo? Los soldados se hanllevado todo.

Neliah sonrió de nuevo.—Mira —dijo, y se dirigió al rincón

para destapar la caja.—¿Hay bastante? —preguntó Zuri.

Le centelleaban los ojos.Neliah asintió.—¿Y Ligio? ¿Y los demás guardias?—Son unos críos, no podrán

detenernos.—¿Cuándo?

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—Esta noche.—Esta vez iremos juntas —dijo

Zuri. Neliah alargó la mano, todavíamanchada de fango. Su hermana se lasujetó.

—Pamue —dijo en herero.Pamue. Juntas, como una sola.

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18

Stanleystadt, Kongo16 de septiembre, 12.45 h

—El río —dijo Patrick—. Esnuestra única esperanza.

Se llamaba Congo desde tiemposinmemoriales. Pero, en 1949, el día queHitler cumplió sesenta años, pasó allamarse río Klara, en honor a su madre.Milenios de historia reescritos con lapluma de un burócrata. Todo el mundo,menos los fanáticos, siguió usando elantiguo nombre. Por sus aguas

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circulaban los bienes que habíanconvertido el centro de África en «elalmacén del Reich». Había barcazascargadas de algodón, madera, azúcar yarroz (Alemania era ahora el principalproductor de arroz del mundo y loexportaba incluso a Asia); estaño ycobre para las metalurgias del Rhur;cobalto para fabricar los motores areacción de los Messerschmitt. Lo quela madre patria no necesitaba(básicamente, materiales de segundafila) se comerciaba con Europa yEstados Unidos. Un sistema deexplotación, apropiación y venta quehabía contribuido a financiar el nuevo

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imperio de Hitler y había convertidoDeutsch Kongo en la colonia africanamás influyente.

Burton y Patrick recorrían losmuelles de Otraco. Se habían hartado deconfirmar lo que Rougier les habíadicho: era un lugar deprimente. Noestaban más cerca de descubrir quiénlos había traicionado, ni por qué Burtonhabía sido elegido para dirigir lamisión. Peor aún, ahora parecía que losservicios de inteligencia británicos eranquienes les pagaban. Sólo querían irsede esa ciudad. A Burton le dolían lascostillas de la caída en la azotea. Cadavez que respiraba, unas espirales de

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dolor le rodeaban el pecho.Sobre ellos, el cielo rezumaba calor.—¡Hola! —gritó Patrick en alemán

al acercarse a otro barco—. ¿Está elcapitán a bordo?

Un hombre con una gorra sucia seasomó por la borda.

—¿Quién lo busca?—¿Contratan gente?—No —respondió el capitán,

ceñudo.—Algo tiene que haber —dijo

Patrick. Burton notó la desesperación ensu voz.

—Pues no hay nada. ¡Lárguense!—Somos buenos trabajadores —

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aseguró Burton.—¿Y qué?—Y baratos —añadió Patrick.—¿Baratos? —El capitán carraspeó

y escupió—. ¿Cómo de baratos?—Déjenos subir a bordo y lo

hablamos.—La plancha está ahí —dijo tras

meditarlo un momento.Burton y Patrick subieron. Habían

estado rastreando los muelles en buscade uno que zarpara rumbo a Neu Berlin.Desde allí, había trescientos veintekilómetros hasta el Atlántico y lalibertad. Como el nuevo puerto deSalumu, donde todo eran regulaciones y

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documentos, era demasiado arriesgado,habían decidido probar suerte en el deOtraco, donde las embarcaciones teníanpatrón, algunos de ellos contrabandistas;patrones que estaban dispuestos asaltarse los requisitos (documentos,impuestos) para obtener los máximosbeneficios. Pero todos a quienes habíanpreguntado les habían dicho lo mismo:era la estación seca, el río estaba bajo,ya tenían tripulación suficiente. Vuelvanel mes que viene, con las lluvias.

—Bien, ¿cómo de baratos? —preguntó el capitán. De cerca, era muchomás bajo que visto desde el muelle, yllevaba la gorra cómicamente ladeada.

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Uña barba grasienta le recubría lasmejillas.

—¿Adónde va el barco? —quisosaber Burton.

—Creí que habían dicho que eranbaratos.

—Depende de adónde vaya.El capitán escupió de nuevo y

dirigió su respuesta a Patrick:—Río abajo, a Neu Berlin.

Zarparemos con la marea matutina.Cargados de marfil. Así que, ¿cómo debaratos?

—Trabajaremos por diez marcos aldía.

Otro escupitajo. Burton observó

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cómo aterrizaba y relucía.—Un polaco me saldría más barato.—Cinco.—Olvídenlo. —Se volvió—. Ya

saben dónde está la plancha.Patrick le tiró de la manga.—Denos una litera y comida

decente, y trabajaremos gratis.El capitán se volvió y los miró con

recelo.—Hace un rato han estado aquí los

camisas negras buscando espías.Alguien que tuviera muchas ganas deirse de la ciudad.

—Eso no tiene nada que ver connosotros —aseguró Burton, más a la

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defensiva de lo que habría querido.—Trabajar gratis me parece tener

muchas ganas de irse.—Y las tenemos —admitió Patrick

—. Tenemos ganas de irnos de Kongo.Ya me harté del calor, el sudor y losmosquitos. Un día más y se me asaránlos huevos.

—Ya —rio el capitán.Patrick aspiró hondo.—La brisa del mar, eso es lo que

quiero.—Uno de mis hombres es un inepto

—dijo el capitán—. Y no es de fiar. Asíque tengo una litera libre.

—Nos la quedamos —dijo Burton.

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El capitán le sonrió. Tenía losdientes negros.

—Sólo una litera.—Me la quedo —dijo Patrick. Se

escupió en la mano y se la tendió alcapitán.

—¿Qué? —soltó Burton con un nudoen la garganta.

—Le espero aquí al anochecer —respondió el capitán mientras seestrechaban la mano—. A punto paracargar. No llegue tarde. Y no vengaborracho.

—Aquí estaré.—Trabaje duro y no habrá

problemas. En cinco días llegaremos a

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Neu Berlin.Patrick asintió y se dirigió hacia la

plancha.Burton lo siguió, descorazonado.—¡Espera!Patrick ignoró su súplica.—¡Espera! ¿Adónde vas?—Te lo dije en la cárcel, Burton: si

la cosa se jode, ahí te quedas.Y se alejó de él.Burton se sintió como cuando tenía

catorce años y abrió la puerta de lahabitación vacía de su madre, con lascortinas mustias y la cama deshecha.Todavía se veía la marca de su cabezaen la almohada. Al poner la mano en

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ella, estaba fría. Fría y húmeda. Todo lodemás había desaparecido, como si sumadre no hubiera existido nunca.

—¡No puedes hacerme esto! —dijo,siguiéndole los pasos—. Tengo quevolver con Maddie. Se lo prometí.

—Y yo tengo que volver conHannah.

—Podemos compartir esa litera. Nosería la primera vez.

—No se trata de eso. ¿Cuánta gentete vio en la Schädelplatz? Los soldados,la Leibwache. La tripulación del vuelodesde Rodesia.

—¿Qué tratas de decirme?—Conocen tu cara, Burton. De mí,

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en cambio, no saben nada.Burton tuvo que contenerse. Sabía

que Patrick tenía razón, pero queríarebatirlo. Rebuscó en su mente. Noencontró nada, excepto las palabras dePatrick en Aquatoriana. «Déjate dememeces. ¿Por qué querías hacer estetrabajo? Nunca te había visto tanborracho de arena por nada.» «Borrachode arena», así es como llamaban a loslegionarios que habían caminado pordemasiadas dunas y habían terminadocon el cerebro achicharrado.

—Tendría que haberte contado laverdad en la cárcel. Lo tendría quehaber hecho el primer día, en Bel

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Abbès.—Por el amor de Dios, hombre. Auf

Deutsch!Sin darse cuenta, Burton se había

pasado al inglés.—Tenemos que seguir juntos.—¡En alemán, te he dicho!La gente que había en los muelles

empezaba a mirarlos.A Burton le daba igual.—No puedes dejarme tirado.—Solo, aún tengo posibilidades. Si

seguimos juntos, soy hombre muerto. Nopuedo hacerle eso a Hannah.

—¿Ya no recuerdas los últimos diezaños?

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—¿Crees que eso hará que mequede? —dijo Patrick a modo deadvertencia.

—¿Qué me dices de Dunkerque? —Burton tiró de la camisa de Patrick paradejar al descubierto la cicatriz en formade media luna—. Lo más fácil habríasido dejarte allí. Cuando estabasgritando...

—No grité.—Cuando no dejabas de sangrar.

Pero me quedé. Te sujeté la mano,recuerda. Te saqué de allí.

Ambos habían levantado la voz. Másojos curiosos se volvían hacia ellos. Uncamisa parda que pasaba por allí los

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observó con ceño. Patrick se soltó deBurton.

—No voy a morir en África —aseguró.

—Ni yo —dijo Burton.Se miraron fijamente. Burton notó

que el sudor le bajaba por la espalda;ansiaba sentarse. Patrick estaba pálido.

—¿Conoces el Evangelio según SanMarcos? —preguntó a Patrick enalemán.

—Lo que me faltaba. Una jodidacatequesis.

—He pasado la mayor parte de mivida intentando olvidarlo. Pero ahoramismo, es lo único en que puedo pensar.

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—Soltó una carcajada sardónica—.Puedo oír a mi padre diciendo: «Si unacasa está dividida contra sí misma, esacasa no podrá subsistir.»

—Dios mío —suspiró Patrick, quese frotó la nuca y se contempló el sudoren la mano. La gente seguía mirándolos—. ¿Todavía tienes hambre?

—Muchísima.—¿Te apetece una última cena?—¿No será peligroso?Patrick miró los rostros que los

observaban.—Menos que quedarnos aquí.

***

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Se sentaron a una mesa del fondo.Comieron salchichas, chucrut y strudel,lo único que había en la carta. Burtontrató de recordar cómo los llamabaHochburg. Sí, eso: «la santísima trinidadde la cocina alemana». Después, Burtonpidió zumo de mango y Patrick, unacerveza Primus.

—Por el káiser —dijo Burton,levantando el vaso. Patrick dudó uninstante antes de levantar la cerveza ytomar un trago brusco. Se quitó laespuma de los labios con el dorso de lamano.

Estaban en una taberna cercana al

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muelle; un tugurio con las mesasabarrotadas de trabajadores itinerantes yalgunos camisas pardas: matones enbusca de cerveza barata y la posibilidadde una reyerta. Antes de la invasión, lamayoría de los sitios como ése estaba enmanos de indios. Ahora, los propietarioseran griegos, racialmente másaceptables.

Burton alargó la mano hacia elstrudel que Patrick había dejado. Lacomida le había revitalizado losmúsculos doloridos. Se sentíamomentáneamente invencible: unailusión siempre arriesgada.

—Ninguna nación que haga algo tan

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bueno puede ser tan mala —comentóentre bocado y bocado.

—Hablas como Halifax —replicóPatrick. Cada vez que se abría la puerta,su mirada volaba hacia ella—. Perointenta decírselo a los rusos. O a losnegros o los judíos; dicen queMadagaskar es un vertedero.

—Ya —dijo Burton, que siguiómasticando—. ¿Sabes que Maddieprepara el mejor strudel de manzana delmundo?

—¿Cómo es que no la enviaron a laMadagaskar de las SS?

—Por su marido —respondió Burtoncon una mueca—. Es un pez gordo en la

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Oficina Colonial. Una vez que ellaestuvo en Londres, pudo arreglarlo. Fuelo único bueno que hizo.

—No me dijiste que estaba casada.—No es feliz con él. Fue un error...

por ambas partes. Es un hombre muy...despótico.

—¡Genial! Y ahora me dirás quetiene hijos.

—Alice, de seis años. Creo que nole gusto mucho.

—Conozco la sensación.—Y aún hay más. Maddie está

embarazada. ¿Te imaginas el escándalosi su marido se entera?

—Así que todo esto es por ella. —

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El tono conciliador de la cena estabadesapareciendo—. Puede que no vuelvaa ver nunca a mi hija. Lapinski y Naresestán muertos. Vete a saber qué pasó conGorilarí y Gorilará... Un precio muy altopor una mujer.

—Ella me devolvió la vida. Mesalvó de convertirme en uno de esosviejos soldados que se ven por ahí: sinfamilia, sin raíces; sólo cicatrices ycadáveres sobre sus hombros.

—¿Como yo?—No me refería a eso.—Sigue siendo un precio demasiado

alto.Burton se acabó el strudel. El pastel

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le dejó un rastro grasiento en el paladar,la canela le pareció amarga de repente.Se quedaron mirando.

—Madeleine no es el motivo de queaceptara el trabajo.

Patrick frunció el ceño, lo queaumentó las arrugas de su frente.

—¿Qué? —se sorprendió.—No te lo conté cuando llegué a Bel

Abbès —dijo Burton.—Es lo que se hace en la Legión. El

pasado de uno es cosa suya y de nadiemás.

—De nadie más —repitió Burton envoz baja.

Patrick se reclinó en la silla y sacó

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la pipa del bolsillo sin dejar de miraralrededor. Una risotada en la barra;alguien tocaba una vieja pieza de ZarahLeander con un acordeón.

—Vino después de la guerra —explicó Burton—. De la Gran Guerra.Tenía once años y todavía lo recuerdocomo si fuera ayer. Lo veo salir de entrelos árboles con su levita y su sombrero,Biblia en mano. Llevaba la ropa mojaday enlodada, y un largo cabello negro.Apuesto, podría decirse. Un guía locallo había conducido hasta allí desdeLomé.

—¿Quién?—preguntó Patrick trasencender la pipa—. ¿Ackerman?

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Burton rio con amargura.—No estoy hablando de Ackerman,

sino de Hochburg.—¿Hochburg?—Empezó ya la primera noche,

durante la cena.Burton lo recordaba perfectamente.

Su padre acababa de bendecir la mesa;estaban charlando mientras Burtonjugueteaba con los cubiertos mirando aldesconocido que acababa de llegar. Sesirvió el primer plato: sopa al curry. Poralguna razón, aquel detalle se le habíaquedado grabado. Y entonces Hochburgse echó a llorar. Las lágrimas leresbalaban por la cara. Burton nunca

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había visto llorar a un hombre, desdeluego no a su padre. Después oyó aHochburg sollozando con la cabezaapoyada en el pecho de su madre:«Había trocitos esparcidos por todaspartes. Extremidades, intestinos. Losdecapitaron. Nunca había visto tantasangre, Eleanor, nunca había visto tantasangre...» Y ella le acariciaba el pelo.

Burton miró a Patrick antes decontinuar:

—Había venido para recuperar la fe.Mi padre me contó que los miembros deuna tribu habían asesinado a su familiaen Camerún. A sus padres, a su hermanoy su hermana. Había visto aquella

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carnicería.—¿Hochburg también era

misionero?—Un clérigo en toda regla.

Recuerdo que decía: «¿Cómo pudopermitir Dios que esto pasara?» A veceslloraba inconsolablemente. Otras vecestenía ataques de cólera. Una cólerainimaginable. Clamaba al cielo contra«los sucios negros», juraba quemarlos atodos vivos. Cuando eso pasaba, yo meescondía en la cama. A mí meinculcaron desde niño que todos somoshijos de Dios, sea cual sea el color denuestra piel, y lo sigo creyendo. Laúnica que podía consolarlo era mi

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madre.Se interrumpió un momento. Patrick

dio una calada a la pipa y retuvo elhumo en los pulmones.

Cuando Burton contó a Maddie lo deHochburg, había sido un alivio para élpoder revelarle su secreto después detanto tiempo; había caído la últimabarrera que se levantaba entre ambos.Pero con Patrick se sentía inseguro.Expuesto. Dio un sorbo al zumo demango. Se preguntó si sería posiblehacer zumo de membrillo. Habría queprensarlo, se necesitaría mucho azúcar.Qué lejos parecía la granja, como algoque ves en un libro ilustrado: lo bastante

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cerca como para tocarlo pero irreal, unaimagen que pertenece a otro.

—¿Y tu padre lo aceptaba? —preguntó Patrick.

—Siempre estaba fuera, buscandoalmas perdidas. Tanto él comoHochburg eran nacionalistas y se sentíantraicionados por el Tratado deVersalles. Eran alemanes que vivían enuna colonia que había pasado a serbritánica. Además, Walter era de lamisma edad de mis hermanos...

—No sabía que tenías hermanos.—Yo olvidé que estabas casado y

tenías una hija. Servimos juntos duranteveinte años, Patrick, pero a veces creo

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que no nos conocemos. ¿Qué sabemos,realmente, el uno del otro?

—Sé que eres bueno en campaña,chico.

—Dos hermanastros, gemelos, delprimer matrimonio de mi padre.Livingstone y Stanley. De ahí viene minombre.

Patrick le dirigió una miradaperpleja.

—Richard Burton, el explorador.Fue en busca de las fuentes del Nilo.Esos hombres eran héroes para mipadre.

—¿Y tus hermanos? —preguntóPatrick.

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—Se alistaron voluntarios en 1914.Lucharon en el este de África, para losalemanes, para Von Lettow. Novolvieron. Fue antes de que yo naciera.

—¿De modo que Hochburg seconvirtió en un hijo sustituto?

—Hablaban, rezaban, construyeronjuntos el orfanato, cuidaban del huerto.Hochburg era bueno con los niños, muycariñoso. Sus «botoncitos negros», solíallamarlos entonces.

—Cuando no quería prenderlesfuego.

—No sé cuándo cambió. Hablar esuna cosa y asesinar, otra muy distinta.

Patrick mordió la boquilla de la

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pipa.—Y viniste hasta aquí para matarlo.—Era lo que más quería en el

mundo. Pero no fue la única razón.—¿Cuál fue la otra?—¿De veras vas a irte en ese barco?

—dijo Burton tras vacilar un momento.—Tengo que hacerlo si quiero

volver con Hannah. —Pero habíaindecisión en su voz, como en la cárcel.

Eso lo decidió a hablar:—Cuando tenía catorce años —dijo

Burton en tono monocorde,desapasionado—, mi madre se fue a laselva. Hochburg desapareció el mismodía. No sé por qué mi madre hizo eso, ni

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dónde fue ni qué pasó.Patrick parecía distraído, atento a lo

que pasaba fuera del local.—¿Había algo entre ellos?Burton siguió su mirada. Un camión

avanzaba por el muelle.—No lo sé —respondió—. Mi

madre era mucho más joven que mipadre, de la misma edad que Hochburg.—Un recuerdo le vino a la cabeza:Hochburg en el río, con el aguaresbalándole por los hombros, mientrassu madre lo observaba por encima deldevocionario y su padre roncaba a lasombra—. Ejercía un poder extrañosobre ella.

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—O sea que lo había.Burton sintió una punzada de dolor.—No volví a verla nunca. No se

despidió. ¿Tienes idea de lo que es eso?No saber qué paso. Me privó de algo.De una parte de mi pasado, de una partede mi futuro —explicó y, tocándose elesternón con el pulgar, añadió—: Me haroído por dentro toda la vida. Por esovine al Congo: para averiguar... —buscóla palabra adecuada, en vano— digamosque la verdad.

—¡Levántate! —Patrick ya estaba depie—. ¡Rápido, chico!

Burton se volvió, y se levantó tandeprisa que golpeó la mesa, derramando

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el zumo de mango.Se acercaba un segundo camión. La

compuerta trasera se abrió. La gentecorrió.

Entonces resonó un grito que sembróel pánico en la taberna:

—Der Unterjocher!

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19

Der Unterjocher: la leva.La WVHA, la Oficina Central de

Economía y Administración de las SS,estaba dividida en cinco grupos deoficinas, o Ämter, el más infame de loscuales era las Oficinas W. Este grupoera el que dirigía las fábricas deMuspel; los campos de concentración ylos programas de trabajo de losesclavos; administraba la Madagaskarjudía a través del gobernadorGlobocnik. La Unterjocher se incluíatambién en sus atribuciones.

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Burton sacó la Browning y le quitóel seguro con el pulgar.

Patrick sacudió la cabeza.—Son demasiados —dijo,

recorriendo la taberna con la mirada.Burton vio camiones, soldados, los

BK en el exterior. Se dirigían al edificiode al lado.

—Si salimos rápido, estamossalvados —indicó.

—Demasiado tarde —replicóPatrick.

Ya había guardias en la entrada. Doshombres de negro.

El zumo de mango goteaba al suelodesde el borde de la mesa.

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Burton conocía la fama de laUnterjocher. Como todo el mundo.Como habían enviado al norte a losnegros y los esclavos del este de Europanecesarios para llevar a la práctica elprograma de reconstrucción nacional deSpeer, los nazis dependían cada vez másde la Unterjocher para conseguir manode obra en África: se llevaban acualquiera que no tuviera los papeles enregla, tanto si eran inmigrantes comoantiguos colonos franceses y belgas.Pocos de ellos sobrevivían más de seismeses. Si el trabajo no acababa con uno,lo hacía la desnutrición, algunaenfermedad o la brutalidad de los

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guardias. Lord Halifax había intentadoabordar el tema varias veces con Hitler.El Führer, todo sonrisas para la cámara,aseguraba al primer ministro que esosrumores eran infundados. Vilpropaganda difundida por losinsurgentes y los enemigos de la paz,ansiosos de crear problemas entre susdos grandes imperios, como lasescabrosas falsedades que se contabansobre Muspel. Sí, las condiciones eranduras a veces, pero la Unterjocher sóloreclutaba a los criminales y losindeseables. Seguro que los británicoshacían algo parecido en sus colonias,¿no? Todas las civilizaciones lo hacían.

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Tal vez si el Imperio hubiera sido menosbenévolo, la India seguiría siendo suya.Y Halifax regresaba a casaescarmentado.

—Guarda la pistola —dijo Patrick—. Tiene que haber otra salida.

Alrededor, la gente buscaba ladocumentación. En la taberna sólo seoían murmullos y el acordeón, que habíaempezado a interpretar Schweiss einesWeissen («El sudor de un blanco»), elhimno de las SS en África. Un hombresalió corriendo, cruzó la puerta, dio dospasos más, tres...

Lo abatió una bala certera.Alertados por el disparo, otros

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soldados se acercaron a la taberna.Alguien gritaba órdenes.

Burton se metió la Browning en lacinturilla y siguió a Patrick hacia laparte trasera del local. Tenía ganas deechar a correr, pero era la forma másprobable de lograr que los detuvieran.Se obligó a avanzar sin prisas entre lasmesas. Los clientes los miraban:desesperados, suplicantes, recelosos.

En el fondo, junto a la barra, habíauna puerta. Daba a una cocina calientecomo una sauna. El ambiente estabacargado de sudor y de chucrut. Había unpar de camareras atareadas. Detrás deellas, otra puerta... abierta de par en par.

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Daba a un callejón, y nadie la vigilaba.—Vamos —dijo.Se dirigieron rápidamente hacia ella.—¿Adónde van? —Un hombre les

salió al paso blandiendo un cuchillo decocina. Era de complexión morena, conun bigote que recordaba el de unamorsa, mustio debido al calor. Habíahablado en alemán con un fuerte acentogriego.

Burton intentó pasar.El griego le puso el cuchillo en la

garganta.—Inténtelo y gritaré tan fuerte que

me van a oír todos los soldados de laciudad. Y también mis chicas —lo

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amenazó.Patrick puso una mano en el hombro

a Burton para contenerlo.—No tenemos los papeles en regla

—dijo al griego, buscando sucomprensión—. Si no nos vamos, la UJse nos llevará.

—Si se escapan, me multarán. Meconfiscarán el local. Me meterán en lacárcel.

—Desapareceremos a la chitacallando. Como el oro —comentóPatrick, sacando uno de los Reichmarksde oro macizo que les habían entregadopara imprevistos. La monedaresplandeció en la tenue luz de la

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cocina.El griego lo miró un segundo antes

de intentar atraparlo con la otra mano.Patrick lo apartó de su alcance.—Sólo si nos deja pasar.—¿Tienen más?—¿Nos dejará pasar?—Si me descubren, me colgarán.—Es mucho dinero.—No me servirá de nada si estoy

muerto.Se oyó una pelea, una mesa que caía

al suelo.Patrick cogió la mano del griego y le

puso la moneda de oro en la palma. Lecerró los dedos.

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—Puede dejarnos pasar —lotranquilizó—. Los alemanes no seenterarán jamás.

El griego vaciló un momento y sellevó la moneda a la boca paracomprobar que no era falsa. Se apartó.

Patrick fue el primero en cruzar lapuerta. Dio unos pasos y se detuvo enseco, mirando en ambas direcciones.

—Estamos jodidos.Burton siguió su mirada. Los

soldados de la Unterjocher entraban enel callejón desde ambos lados paracubrir todas las puertas.

Volvieron a la cocina.—Tiene que ayudarnos —dijo

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Burton.El propietario se alarmó. Alzó de

nuevo el cuchillo.—Tendrá algún sitio donde

escondernos.—No —respondió el griego—.

¡Salgan! ¡Váyanse!—Le daremos más oro.Se tocó el bigote, vacilante.—¿Cuánto?—Dos monedas más.—Cinco —dijo, mostrando todos los

dedos de una mano.—Tres. No tenemos más.El griego extendió la mano y Burton

le puso otra moneda en la palma.

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—Una ahora —indicó—, el restocuando estemos a salvo.

Retrocedieron por la cocina.Pasaron junto a los fogones y lascamareras, y recorrieron un pasillo hastaotra puerta. El griego la abrió y bajaronunos peldaños tambaleantes hacia laoscuridad. Burton apoyó la mano en lapared para no caerse. Una vez abajo, elgriego tiró de un cordel para encenderuna bombilla.

Estaban en un sótano, rodeados debarriles. Olía a humedad y levadura.

—Ayúdenme. ¡Rápido!Al fondo del sótano había unas

estanterías. El griego empezó a quitar

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las cajas que contenían y, después, losestantes. Burton y Patrick le echaron unamano, levantando cajas de agua mineralApollinaris y Reich-Kola; las SS eran elproductor de refrescos más importantedel mundo.

Quedó al descubierto una puertecitaque daba a un hueco enladrillado, llenode telarañas.

—Métanse ahí —dijo el griego.—¿Qué es esto? —preguntó Patrick.—Del último propietario. Para el

contrabando.Burton se agachó y se metió en el

hueco. No mediría más de un metro pormedio metro, y era imposible

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permanecer erguido. La argamasa queunía los ladrillos estaba plagada deinsectos.

—¡Rápido! —insistió el griego,empujando a Patrick para que entrara.

Apenas había espacio para respirar.Era como aquel sitio de Dunkerque en elque se habían escondido de losalemanes mientras la sangre de Patrickempapaba a Burton.

Si habían sobrevivido a aquello,pensó Burton, también a esto.

El griego empezó a cerrar la puertapero, de repente, volvió a abrirla.

—¿Seguro que tienen el resto deloro?

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Burton alargó el brazo como pudopara enseñarle las dos monedas que lequedaban.

Los ojos del griego las miraron conceño.

—Si me engañan, traeré a loscamisas negras.

—Tendrá su dinero —aseguróBurton.

—Cuando se vayan, esperaré mediahora. Después vendré a buscarlos.

La puertecita se cerró y sólo lesquedó una rendija de luz. Oyeron cómoel griego volvía a colocar los estantesen su sitio, y después los barriles. La luzse extinguió. El griego subió la escalera

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y abrió la puerta que daba al pasillo.Silencio.

***

Burton cerró los ojos y se dio cuentade que daba lo mismo; abiertos ocerrados, todo estaba tan oscuro comouna tumba. Era agobiante. Oía larespiración de Patrick: tranquila ycontrolada, aunque algo tensa al exhalar.Olía el sudor de su cuerpo, el olorarraigado a humo de pipa. Ninguno delos dos dijo nada.

De repente, un ruido en el piso dearriba. El repiqueteo de botas

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reverberaba por las paredes. Gritosapagados.

Silencio de nuevo. Burton contabalos segundos.

Más gritos. Un estruendo. Elmurmullo indefinido de voces. Cada vezmás cerca.

Burton notó que algo le caminabapor el cuello. Trató de levantar la mano,pero no tenía espacio. Unas patitas se leenredaron en el pelo. La pared que teníadetrás parecía infestada de extremidadesy mandíbulas. Burton tenía calambres enlas rodillas de estar agazapado.

A su lado, Patrick quiso sacudirsealgo de encima.

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Se oyeron gritos de nuevo.Un ruido que podría corresponder a

un disparo. Los dos inspiraron.Un segundo, dos, tres, cuatro, cinco,

seis...Botas.Ahora cada vez más lejos.—¿Se van?—¡Chsss!Pasaron varios minutos. Nada.

Estaban rodeados de oscuridad, comosumergidos en aguas profundas; el airese volvió acre.

Burton sólo podía pensar enDunkerque. Se había ausentado sinpermiso de la Legión para alistarse

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voluntario a las Fuerzas ExpedicionariasBritánicas para luchar por el país de sumadre. Puede que hubiera nacido enÁfrica, pero su madre lo había educadopara que pensara en Inglaterra como ensu hogar.

Pensó en la carnicería que habíavisto, en la playa repleta de cadáveres,en cómo Patrick y él habían huido aCalais y cruzado el Canal en una lanchamotora perteneciente a la flotilla queChurchill había enviado en un intentoinútil de salvar a los soldadosbritánicos. Todavía recordaba loslamentos del patrón: cómo habíaperdido a todos sus compañeros en el

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Somme; decían que esa guerra tenía queterminar con todas las guerras. Pero ahíestaban de nuevo. ¡Qué idiotas!

Al volver a casa, la expresión dederrota de todos le recordó la de supadre. La gente eludía su mirada.Comprendía que se ansiara la paz, perosus ojos lo delataban: él quería seguirluchando. Luego se cerró el acuerdo deoctubre, el Consejo de la Nueva Europa.El ejército británico se retiró; volver ala Legión le habría supuesto pasarse tresaños en una cárcel de Vichy. Por eso fuea Madagaskar cuando las Waffen-SS lainvadieron, por eso se había convertidoen mercenario.

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—¿La has descubierto? —susurróPatrick, que se movió, incómodo.

—¿El qué?—La verdad. Sobre tu madre.Burton no contestó.—¿La has descubierto?—No.—Así que todo esto ha sido para

nada.—Hochburg está muerto.—Menuda coincidencia, ¿no?—¿A qué te refieres?—De todas las personas a las que

Ackerman podía haber elegido, va y teelige a ti.

—Maté a ese cabrón —respondió

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Burton, intentando no pensar en laslágrimas que había derramado esa noche—. Con eso me basta.

—No te creo.—Ahora puedo volver con Maddie.

Tener un futuro, el que ambos nosmerecemos —dijo, y soltó una carcajadaamarga—. Dedicarme a la granja.

Una pausa. Cuando Patrick volvió ahablar, lo hizo con voz entrecortada:

—Si salimos de aquí, me iré en esebarco.

—Pero, Chef.—Lo siento, Burton. No puedo

seguir tentando a la suerte. No quierosaber nada más de África.

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—No tendría que haberteinvolucrado en esto.

—Demasiado tarde para lamentarte.La puerta del sótano se abrió con un

crujido.Pasos.Calzado de suela gruesa, pensó

Burton. Botas. Intentó contarlas,distinguir las distintas pisadas. Trespares como mínimo. Puede que más.Bajaban. Por la ranura del hueco, Burtonvislumbró la luz de una linterna. Unaorden en voz baja.

El ruido de los barriles al moverlos.Burton sacó la Browning y trató de

apuntarla hacia la puerta, pero había tan

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poco espacio que no pudo extender elcodo. El corazón le latía tan fuerte comoel fuego de artillería pesada.

Unas manos estaban retirando lasestanterías.

Burton amartilló la pistola.El último estante dejó de ocupar su

sitio. Alguien alargó la mano hacia lapuertecita del hueco.

Burton se puso tenso. Apretó laculata de la pistola como si quisieraestrujarla.

La puertecita se abrió.

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20

Schädelplatz, Kongo16 de septiembre, 13.30 h

Amor. Todo lo que había conseguidoera un monumento al amor. WalterHochburg estaba en la terraza de sudespacho mirando pensativo laSchädelplatz. Sostenía el cuchillo conque Burton había intentado acabar consu vida. Pasó el pulgar por la hoja. Lapresionó hasta cortarse.

Una gota de sangre (sangre blanca)le bajó hacia la palma. Se chupó la

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herida.A sus pies, los rayos del sol

centelleaban en los cráneos. Cuando laesvástica empezó a ondear en África, enella gobernaba la KolonialpolitischesAmt. Pero la Oficina de PolíticaColonial no era eficaz, limitada comoestaba por lo que Hochburg considerabaun colonialismo indulgente del siglopasado. Había luchado con Himmlerpara marginarla. El continente noempezó su verdadera transformaciónhasta que las SS asumieron el mando. Elsueño de Hochburg era la utopía racial,que emanaba de la Schädelplatz. Habíasupervisado personalmente el

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recubrimiento de la plaza, había cogidouna paleta e incrustado con sus propiasmanos el cráneo del centro. Era unejemplar que había atesorado durantemucho tiempo: de la Categoría 5, elprimer negroide que había matado, conel hueso todavía ennegrecido por elfuego purificador. Habían pasado veinteaños, pero parecían, como decían lasescrituras, «unos cuantos días, de tantoque la amaba» (Génesis 29, 20).Todavía recordaba cómo era antes de suauténtica vocación.

Oyó el zumbido delintercomunicador en la mesa.

Veinte años de conquista y de

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actividad frenética para borrar surecuerdo. Todo lo que había hecho enÁfrica lo había hecho por Eleanor. Aúnno había podido quitársela de la cabeza:aquella complexión delgada, casidesnutrida, aquel enmarañado pelodorado, aquellos ojos que reflejabantanto cariño, compasión e inteligencia.Pensar en ella le entristecíaenormemente. Los sucios negros teníanlas manos manchadas con su sangre.

Los sucios negros y su hijo.Él era igual de culpable. Si no

hubiera sido por Burton, su Eleanorseguiría a su lado.

Lo consideraba muerto hacía mucho

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tiempo, fallecido en el incendio quehabía devorado el hogar de su familia enTogolandia. Ahora que sabía que estabavivo, había jurado darle caza. Le vino ala cabeza otro capítulo y versículo:Epístola a los Romanos 12, 19: «Mía esla venganza; yo daré el pago merecido.»

El intercomunicador zumbó otra vez.Se limpió la sangre de la mano y se

acercó al escritorio.—Le dije que no quería que me

molestaran —espetó mientras guardabael cuchillo en un cajón.

—Le ruego que me disculpe, herrOberstgruppenführer, pero el mariscalVon Arnim acaba de llegar. Dice que

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tiene que hablar con usted.Urgentemente.

—Que espere.Apagó el intercomunicador y regresó

a la terraza. A lo lejos, vio unhelicóptero que se acercaba procedentede Stanleystadt. Era su Flettner personal.Contempló cómo aterrizaba en la plazamientras el viento que levantaba azotabael móvil sonoro que colgaba sobre sucabeza. Kepplar bajó y corrió hacia él,agazapado para minimizar los efectosdel vendaval.

—¿Me trae noticias? —gritóHochburg.

—Sí, herr Oberst.

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—Dese prisa, pues.Regresó al despacho y se dejó caer

en la silla del escritorio. Cuando leadvirtieron que iban a intentarasesinarlo, había ordenado retirar susvaliosos libros de los estantes; ahoravolvían a estar todos en su sitio. Susojos revolotearon por diversos títulos(Mein Kampf, La creciente marea decolor, un ejemplar del facsímilencuadernado en cuero del estudio delos cráneos de Blumenbach, Áfricaeugenésica) antes de posarse en elmaltrecho ejemplar de Cumbresborrascosas de Eleanor. Pensó en élunos dolorosos instantes y dirigió por

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fin la mirada a los dos retratos quedominaban la habitación: el deBismarck, su héroe de la infancia, y eldel Führer, quien había reavivado su fe.

Había sido precisamente desde elcuarto secreto tras el retrato del Führerdesde donde había visto a Burton matara su doble. Al principio no lo habíareconocido, y cuando él mismo habíadicho su nombre, la impresión lo habíaparalizado. Aquel gesto de la boca,aquellos mismos ojos azul grisáceos.¿Por qué no había caído inmediatamenteen la cuenta? Lo había observado comohipnotizado, sin hacer nada mientrasBurton hundía el cuchillo en un cuello

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que tenía que haber sido el suyo.Otro zumbido.— E l Gruppenführer Kepplar está

aquí.—Hágalo pasar.—Y el mariscal de campo insiste en

que...—Primero Kepplar.Hochburg presionó un botón situado

bajo la mesa: se oyó el clic del cerrojode la puerta. Unos segundos despuésésta se abrió de golpe.

—¡Cómo se atreve! —gritó una vozde ecos prusianos—. ¿Quién se cree quesoy yo? ¿Un simple cabo a sus órdenes?

El mariscal Hans-Jürgen von Arnim,

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comandante del Afrika Korps, habíaentrado hecho un basilisco en eldespacho.

Era tan calvo como Hochburg, conun bigote fino y unas orejas que le valíanentre sus hombres el apodo de DerElefant. Era un mote que le encantaba,ya que suponía que significaba queaplastaba todo lo que se encontraba a supaso. Había sucedido a Rommel almando en 1943 y conducido a sushombres a victorias en el ÁfricaOccidental Francesa, el Congo yCamerún. El general De Gaulle se habíarendido personalmente a él en Duala.Llevaba un uniforme que, aunque

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cubierto de polvo, le caía a laperfección, un pañuelo al cuello y laCruz de Caballero.

—Cálmese, mariscal —pidióHochburg, poniéndose de pie—. Creíque estaba en Angola, preparándosepara la Operación Nelke.

—Acabo de llegar en avión desdeMatadi.

Detrás de Arnim estaba Kepplar;Hochburg le indicó que esperara fuera.

—¿El día antes de la batalla? Quévaliente por su parte, herr Arnim. ¿Y dequé se trata ahora? ¿Se le ha ocurridouna excusa más para que el Führer noinvada el país?

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—La 90.ª División Ligera ya está enruta. Encabezando la marcha haciaLuanda.

—¡Por una vez me ha sorprendido!¿Y están mis Einsatzgruppenpreparados para seguir a sus soldados?—Los Einsatzgruppen: los Grupos deAcción Especial de las SS que habíanredistribuido a los negros en Muspel.

A Arnim se le agrió la cara.—Se mueren de impaciencia, como

siempre.—Están totalmente entregados a su

misión —dijo Hochburg con una sonrisamuy calculada—. Tienen mucho trabajoque hacer. Y ha venido hasta aquí para

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darme la noticia, todo un detalle.—Rodesia del Norte.—¿Qué pasa con ella?—Me he enterado de que tiene

intención de invadirla.—Un grupo de mercenarios

británicos y rodesianos intentaronmatarme; su rastro nos lleva hastaLusaka. ¿Qué quería que hiciera?

—Apenas tengo divisionessuficientes para Angola, ¡y ahora esto!

—Rodesia será un asunto para lasWaffen-SS exclusivamente. No hacefalta que el Afrika Korps intervenga.

—¿Y quién comandará estainvasión? —preguntó Arnim con sorna

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—. ¿Usted?—Permítame recordarle que fueron

las SS quienes tomaron el sur deAngola.

—Para mi profundo pesar.—Y Madagaskar. Tananarive. La

conquistaron en cuestión de semanas,cuando usted y Rommel habían dichoque era imposible.

—Una ciudad es una cosa y un paísentero, otra muy distinta. Pero seequivoca con los británicos: los ánimosestán cambiando en Londres, se estánvolviendo más beligerantes. Si invade,lucharán. Hasta el último de sushombres.

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—Como mis soldados de la Waffen.—¿Y qué hay con el Tratado de

Casablanca?—¿Ese preciado documento de paz?

—resopló Hochburg—. Destrozado,hecho trizas por el cuchillo de unasesino.

—¿Y si su invasión fracasa?—Imposible. Los británicos son

débiles. Los aniquilaremos, como enDunkerque.

Arnim dio un paso hacia él y bajó lavoz:

—Pero el río Lulua, no. —Hochburgnotó que el aliento le apestaba a cigarro.

—¿Qué quiere decir?

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—Supe lo ocurrido en su túnel.—Usted no sabe nada. ¡Nada! Ya

están despejando la autopista ypreparándola para que pasen mistanques.

Arnim dio otro paso adelante hastaque las caras de ambos casi se tocaban;era más alto que Hochburg.

—No puede controlar su territorioactual y está perdiendo la batalla contralas insurgencias de Aquatoriana y losdistritos occidentales. ¿Cómo piensaconquistar más?

—El túnel fue atacado porterroristas angoleños. ¿Entiende,mariscal de campo? Angoleños. Si el

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Afrika Korps hubiera hecho su trabajo,asegurado el resto del país y destruidolos campamentos rebeldes, esto nohabría pasado. Pero ustedes siempretardan demasiado en hacer las cosas.Luanda tendría que haber sido nuestrahace seis meses. Ya hemos sufridodemasiadas provocaciones.

—Sería abarcar demasiado.—Siempre las mismas excusas —

replicó Hochburg, inclinándose porencima de la mesa, lo que obligó aArnim a dar medio paso hacia atrás—.Si hubiéramos hecho caso a timoratoscomo usted, jamás habríamos vengado elTratado de Versalles, y el África

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alemana sería una mera parte deTogolandia.

—No disponemos ni de los hombresni de los recursos suficientes.

—¿Qué es Angola? Un país (mediopaís) de sucios negros y convictosportugueses. Una compañía dePfadfinders podría tomarlo.

—¡Cómo se atreve a insultar a mishombres!

—Sus soldados son de los másvalientes. Auténticos hombres blancos.Los cobardes son sus líderes. Esincreíble que no los hayan retirado aGermania.

Arnim se puso morado de la rabia.

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—Habla con facilidad de laconquista, herr Oberstgruppenführer —dijo con su acento prusiano másafectado—, pero son mis soldados losque mueren por culpa de sus desvaríos.

—Tendría que aprender algo de latín—replicó Hochburg, señalando un librode los estantes—. El consejo de César alas legiones: amat victoria curam. «Lavictoria favorece a quienes derramansangre por ella.» Además, no sondesvaríos. —Apuntó con el dedo elretrato de Bismarck—. Son sueños deAlemania. Nuestro destino es gobernarla parte central de África. Por eso lasSS tomarán Rodesia.

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—¡Destino! —exclamó Arnim trassoltar una carcajada.

—Si es incapaz de entender laprofundidad del concepto, por lo menospiense en los beneficios queobtendremos. Las minas de cobre, lasplantaciones de tabaco...

—Es una locura, como lo de Angola.—Cuento con la aprobación total del

Führer.—Al Führer lo ha confundido gente

como usted y como Himmler.—Ahora las SS son el futuro, no el

ejército. Ya lo verá en Rodesia delNorte.

Arnim se enderezó y se compuso la

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Cruz de Caballero.—El Afrika Korps tomará Angola

del Norte. Pero cuando los británicos loaplasten, cuando usted y las SS seatraganten con la tierra rodesiana... noles apoyaremos.

—Le recordaré esta conversación,herr mariscal, el día de mi entrada enLusaka.

Arnim se marchó sin más.—Sieg Heil! —dijo Hochburg con

sorna. Viva la victoria.Se sentó mientras una euforia fría le

recorría las venas. Pasado un momento,Kepplar entró en el despacho. Hizo unrígido saludo nazi con el brazo, lo que

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provocó una vaharada de aceite dementa, y adoptó la posición de firmes.

—¿Qué noticias trae? —preguntóHochburg.

Kepplar juntó las manos a la espalday vaciló antes de hablar.

—Con el debido respeto,Oberstgruppenführer, he oído almariscal de campo. ¿Y si tiene razón?¿Y si los británicos nos hacenretroceder?

—¿Duda del uniforme que lleva,Gruppenführer? —soltó Hochburg, cuyamirada parecía pedir sangre—. ¿Dudade nuestra misión en África?

—No, herr Oberst.

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—Quizá duda de mí.—Claro que no. Pero...—¿Pero qué?—Burton Cole. Es un hombre y sin

embargo... —Kepplar volvió a vacilar—. Detesto decirlo, pero creo que herrOberstgruppenführer está absorto en sucaptura cuando tendría que estar enRodesia.

Hochburg fijó sus ojos negros en susubordinado. Le salió la voz de lo másprofundo de su ser:

—¿Y quién lo dejó huir delaeródromo de Mupe, si puede saberse?

Kepplar agachó la cabeza.—Se ha planeado hasta el último

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detalle de la invasión, Gruppenführer.Pillaremos a los británicosdesprevenidos. Pero esto no es asuntosuyo. Dígame, pues, ¿qué noticias traede Stanleystadt?

—Dolan dijo la verdad.Encontramos a Rougier.

—¿Y Burton?—Las SS locales llegaron antes que

nosotros, asaltaron el domicilio deRougier esta mañana. Gracias a unadenuncia de su casera. —Consultó sulibreta—. Dos hombres huyeron delsitio, supongo que Cole y el americano.Rougier resultó herido durante el asaltopero sigue vivo. Pronto podrá hablar.

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Hochburg soltó un suspiro largo yfrío.

—¿Los perdió, entonces?—Con su permiso, herr Oberst, me

gustaría interrogar otra vez al prisioneroDolan. Puede que todavía tengainformación que...

—Lo que sepa nos servirá de pocaayuda a estas alturas. Ahora bien, formaparte del grupo que intentó asesinarme,un acto bélico donde los haya. Forme unconsejo de guerra para juzgarlo. Que laRundfunk Afrika lo retransmita. Ondalarga, para que todo el continente puedaoírlo. Y traducido. Al inglés, alportugués, al francés.

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—Como ordene,Oberstgruppenführer.

—Eso reforzará nuestra postura conrespecto a la invasión, dará a Germaniaalgo más contra los británicos. Mientrastanto, regrese a Stanleystadt. Reclute atodos los hombres de las SS y a todoslos camisas pardas. Compruebe losmuelles, las pensiones de mala muerte,los burdeles, las tabernas. Arrase laciudad si es necesario. Pero encuentre aBurton Cole.

—¿Vivo o muerto?Hochburg volvió a encontrarse un

instante en el cuarto secreto situadodetrás del retrato viendo a Burton matar

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a su doble: «Mi madre. Quiero saberqué pasó.»

—¡Vivo, por supuesto! —bramó—.Lo espera la verdad.

—Herr Oberst.Hochburg hizo un gesto desdeñoso

con la mano.Kepplar se dirigió a la puerta.—Espere —pidió Hochburg—.

¿Sigue la Unterjocher operando en laciudad?

—Sí. Está consiguiendo mano deobra adicional para despejar el túnel.Andamos escasos de hombres fuertes,como de costumbre.

—Dudo que Burton tenga los

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papeles en regla. Compruebe laUnterjocher también.

—Es lo primero que haré —aseguróKepplar.

—Y Derbus... —Se le iluminó lacara—. Ha sido mi segundo desde hacecinco años, ha visto todo lo que hemoslogrado juntos —comentó, pasándose lamano por la calva—. Le advierto queeso no cuenta para nada. Me ha falladoen el aeródromo. Y también con Dolan,y ahora con Rougier.

La sonrisa de Kepplar sedesvaneció.

—Sí, herr Oberstgruppenführer. Leofrezco mis disculpas.

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—No vuelva a fallar. Y ahora, vayaa Stanleystadt.

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21

Stanleystadt, Kongo16 de septiembre, 13.40 h

El griego abrió la puerta. Sujetabauna linterna; tras él, el sótano estabasumido en la oscuridad. Les pidió quesalieran.

—¿No hay peligro? —preguntóBurton.

—Los alemanes se han ido.—¿Está seguro?—Deme el oro.Burton relajó la mano con que

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sujetaba la Browning y se volvió haciaPatrick con una sonrisa forzada.

—Los veteranos antes que lostemerarios.

Patrick no se movió. Una cucarachale recorría la oreja.

—Me iré en ese barco —aseguró.Burton puso el seguro a la pistola y

salió agazapado de su escondrijo.Acto seguido tenía el cañón de un

BK44 apoyado en la mejilla. Alguienencendió la luz.

Había cinco, todos con BK. Eloficial dio un paso adelante. Teníaveintitantos años, la frente estrecha y losdientes afilados como un lobo; sus ojos

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tenían cierto aire oriental. En el pechodel uniforme llevaba una placa con unnombre escrito en gótica:Hauptsturmführer Rottman. No hizofalta que hablara para que Burtonimaginara qué clase de hombre era.

A medida que el Reich se habíaextendido cada vez más por África,Alemania se había quedado sinciudadanos propios para controlar suscolonias. Por lo tanto, había tenido queencontrar otros grupos «étnicos» en losterritorios conquistados en Europa:serbios, eslovacos, bálticos, inclusopolacos y rusos... cualquiera quepudiera acreditar algún antepasado

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alemán y estuviera dispuesto a jurarfidelidad al Führer. Se formaban amillares en las academias coloniales delas SS en Grunwald y Oranienburg, ypasaban a engrosar los rangosinferiores. Hombres inseguros sobre susorígenes; inseguros en general,obedientes y ambiciosos. Siempredispuestos a aplastarle la cabeza aalguien.

—El arma —dijo Rottman con lapalma extendida hacia Burton.

Burton escudriñó el sótano con losojos y los entornó al encontrarse con losdel griego. Entregó la pistola.

—Una Browning HP —dijo,

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examinándola—. No había visto unadesde Muspel. ¿De dónde la ha sacado?—Tenía una voz antiséptica.

Burton no respondió.Rottman volvió a examinar el arma,

recorrió el cañón con los dedos. ABurton se le revolvió el estómago, comosi alguien le hubiera puesto la mano aMadeleine en la pierna. Pensó en sumarido, acariciándole la parte interiordel muslo y en un instante de locuraestuvo a punto de enfrentarse a todos apuñetazos y patadas para escapar deaquel sótano.

Su rostro debió de reflejar lo quepensaba: el soldado que le ponía el BK

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en la cara, lo hizo con más fuerza.—¿Y qué significa esto? —preguntó

Rottman al ver lo que había grabado enla culata.

Burton siguió mirando al frente.—Hummm... Da igual —dijo

Rottman, y se metió el arma en elcinturón—. Comprueben que no llevemuniciones y espósenlo. Y al otrotambién.

Le quitaron el cargador de repuestoy las monedas de oro y lo maniataron.Después sacaron a Patrick y leconfiscaron la pistola y la pipa. Ningunode los dos miró al otro.

—En cuanto a usted —dijo Rottman,

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girando hacia el griego—, si vuelve aesconder ilegales, se pasará diez añoshaciendo trabajos forzados. Y ahoraapártese de mi vista.

Rottman los llevó arriba. Delantedel local había cuatro camiones, mássoldados. A poca distancia, un hombreyacía boca abajo en medio de un charcode sangre. El muelle estaba desierto.

—Sepárenlos —ordenó Rottman—.El mayor delante, el otro aquí.

Condujeron a Burton a la trasera delvehículo y lo metieron a empujones enuna jaula de metal con un banco demadera a cada lado, sin protección parael sol. Apretujados en ella había por lo

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menos treinta hombres; algunossollozaban. Burton se sentó, y dosguardias se situaron a su lado. Cerraronla puerta de la jaula, pero no con llave.

Los motores se pusieron en marcha.Burton se tragó una bocanada de losgases de escape que despidieron loscamiones al arrancar.

Recorrieron Otraco y cruzaron elpuente de Giesler. Por un instante,Burton pensó que se dirigían al cuartelde las SS. Pero entonces doblaron por laavenida de la Victoria (una versión aescala de la de Germania) y se diocuenta de que abandonaban la ciudad. Acada lado había columnas de mármol

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coronadas por esculturas que mostraban,alternativamente, águilas y bustos debronce de los dirigentes del partido:Hitler, Himmler, Goebbels, Goering.Seguidos por los conquistadores deÁfrica: Rommel, Arnim, Hülsen. Nohabía ninguno de Hochburg.

El convoy siguió rumbo al sur,alejándose de Stanleystadt.

Burton pensó con rapidez. Esperaríaa que estuvieran en la selva: los árbolesle permitirían escabullirse. Luego,volvería a la ciudad y se quedaría con lalitera de ese barco para ir a Neu Berlin.¿Y Patrick? Se sintió algo culpable,pero sofocó ese sentimiento. Se recordó

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lo que el americano había dicho en lacárcel: «Sálvese quien pueda.»

Circulaban por una vía de acceso.Las afueras de la ciudad, con una plantade Volkswagen, molinos de arroz yfábricas de jabón, fueron cediendo sulugar a los árboles. Pronto estuvieron denuevo en la selva. Burton echó unvistazo a los dos guardias. Uno fumabaun cigarrillo, el otro contemplaba cómola catedral desaparecía tras las árboles.

Arqueó la espalda y empezó adestensar los muslos. Las nalgas, loshombros, los brazos y el cuello, Cuantomás relajado tuviera el cuerpo, mejor.Tiró de las esposas por si no se las

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habían cerrado bien.La selva se volvía cada vez más

frondosa. A través del follaje, vislumbróla vieja carretera a Ponthierville; habíaoído decir que ahora era un pueblofantasma, otro puesto de avanzada belgaque el rencor nazi había dejado morir.

Burton inspiró hondo y echó unvistazo a la carretera que dejaban atrás.Vacía. El corazón le latía con fuerza.Actuaría a la de tres: como solía haceren la Legión antes de saltar desde dunaslo bastante altas como para partirse elcuello.

Otra inspiración profunda. Un...deux...

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Iba a dolerle mucho.Trois!Se levantó de golpe, abrió la puerta

de la jaula de un puntapié y se lanzó delcamión en marcha.

Cayó dolorosamente en el asfalto ysintió un dolor cegador que le subía porla pierna como si le hubieran golpeadola rótula con un cincel. Rodó por elsuelo. Se le abrió una brecha en lafrente.

El convoy se detuvo en seco.Burton se levantó y corrió cojeando

hacia la selva a pesar de que todo ledaba vueltas. Si lograba llegar hasta losárboles...

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Oyó gritos a su espalda. Silbidos.A cada paso, una punzada de dolor

le recorría la pierna. Tropezó y volvió alevantarse. Le faltaban unos nuevemetros.

Una descarga de disparos le zumbópor encima de la cabeza y dio en losárboles. Algunos prisioneros loanimaban con gritos.

Seis metros.Tropezó otra vez y amortiguó la

caída con las manos esposadas. Sintióun dolor terrible en las muñecas. Setambaleó, pero conservó el equilibrio.Le fallaba la rodilla. Cojeaba.

Cinco metros.

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La culata de un fusil le golpeó laespalda.

Cayó al suelo.La culata le dio de nuevo. Y otra

vez, y otra. Habían dejado de animarlo.Intentó devolver los golpes con los pies.Algo le atizó en la cabeza. Unosdestellos rojos le bailaron ante los ojosy pensó que iba a desmayarse.

—¡Alto!La voz parecía venir de muy lejos.Lo obligaron a ponerse de pie. Tenía

la boca ensangrentada. Unas manoscallosas lo arrastraron de vuelta alconvoy; sus botas iban dejando un surcoen el suelo.

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Rottman lo estaba esperando.—La única razón de que siga vivo es

que necesito cubrir la cuota detrabajadores del día —dijo a Burton.

Éste se fijó en su pelo. Lo teníanegro y grasiento, con las raícespelirrojas. «Se lo tiñe», pensó, y casi seechó a reír. Pudo oír a Madeleine decir:«¡Viva la raza suprema!»

—Pero si vuelve a intentar algo así—prosiguió Rottman—, lo dejaré tullidode por vida. —Tiró la cabeza de Burtonhacia atrás con terrible violencia—. ¿Loha entendido?

Burton se negó a contestar.—¿Lo ha entendido? ¿O tengo que

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romperle los dedos?Era un farol: ya le había dicho que

necesitaba trabajadores.—Lo he entendido —gruñó Burton.—Así me gusta —sonrió Rottman, y

le dio un puñetazo en el tórax. Justo enel plexo solar.

Burton cayó de rodillas y vomitópenosamente: una mezcla de zumo demango, strudel y sangre. Al hacerlosalpicó las botas de Rottman, lo que leprovocó cierta satisfacción.

—Hummm... Este cabrón esexactamente lo que necesitamos para eltúnel —comentó Rottman a los guardias—. Un tipo duro. Pónganle grilletes y

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asegúrense de que no vuelva a escapar.—Se dirigió hacia el primer vehículo—.Vámonos.

***

Tras dejar atrás Stanleystadt, elconvoy tomó la PAA, la autopistaPanafricana. Había sido uno de losprincipales logros de la Conferencia deCasablanca: una iniciativa angloalemanapara unir el continente desde El Cairohasta Ciudad del Cabo, y desde NeuBerlin, al oeste, hasta Roscherhafen (laantigua Dar es Salam), en el este. La«carretera de la amistad», la llamaron.

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De seis carriles y más de 10.500kilómetros de extensión. Hitler se habíainteresado personalmente en el proyecto,examinando los planos, insistiendo enque el firme tuviera veinticincocentímetros de grosor por lo menos. Laparte alemana, construida por las SSusando mano de obra forzada y métodosde construcción secretos, estuvoterminada en un tiempo récord, y sehabía inaugurado ese mes de marzo; losbritánicos todavía iban a tardar años enterminar la suya. Una prueba del Führerde la «superioridad del modelonacionalsocialista», como a Goebbels legustaba recordar al mundo. Los nazis

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dejaban atrás a los británicos en todoslos aspectos del desarrollo económico ytecnológico.

Burton iba sentado con los piesatados y el cuerpo encorvado, viendopasar el asfalto. Un borrón depavimento. Estaba totalmenteentumecido y lleno de cardenales; unasmanchas oscuras le empapaban lospantalones a la altura de las rodillas.Tenía la boca seca, y notaba un sabor abilis y a cobre. El sol le achicharrabalentamente el cerebro. A cada lado deél, los dos guardias se protegían consendas sombrillas rosas, de señora. Conla otra mano sujetaban sus BK44.

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Tardaron tres horas en llegar a laciudad de Kasongo, donde la autopistase bifurcaba. Burton alcanzó a ver lasaceras limpias y una sucursal delDeutsche Bank; los colonos desviaban lamirada cuando el convoy pasaba.También había una señal de tráficoescrita en alemán e inglés:

PAA (Sur) TRÁFICOINTERNACIONAL

Ankoro......................................................................

200 km

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Bukama......................................................................

425 kmElisabethstadt (control fronterizo,

Rodesia del N.) ........ 700 km

Lusaka ....................................................1.250 km / 775 millas

Salisbury ................................................1.650 km / 1.025 millas

Ciudad del Cabo (inauguración 1957).... 4.100 km / 2.550 millas

PAA (Sur-oeste) PROHIBIDO ELPASO

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SALVO TRÁFICO AUTORIZADO

Lusambo.......................................................................

325 kmSandoa

.........................................................................800 km

Los camiones giraron al sudoestesiguiendo la dirección del sol poniente.

Una hora después del ocaso llegarona un puesto de control. Los guardiasbajaron para visitar las letrinas y elcomedor. Burton oyó que se jugaba un

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partido de fútbol. Después, uno de losUnterjocher se acercó con un cubo deagua y un cazo. Lo sumergió y dejó quecada prisionero diera unos tragos.Cuando llegó a Burton, se rio y escupióen el agua. Burton se la bebió conavidez y retuvo el líquido tibio en laboca: un truco de la Legión paracombatir la sed. Ignoró el escupitajo quenotaba en la lengua.

Los camiones, con el depósito otravez lleno, circularon toda la noche,ahora rumbo al sur. De vez en cuando,adelantaban caravanas de tanquesparados (Burton se fijó en la calavera yla palmera, la insignia de las Waffen-

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SS); aparte de eso, la carretera estabavacía. Era una carretera completamenterecta.

Recordó a Burton un libro decuentos de su infancia que mostraba lacarretera interminable que Jack teníaque recorrer para llegar al castillo delogro.

Al final, la selva fue perdiendo sufrondosidad y se convirtió en unapradera salpicada de rocas. Al claro deluna, Burton distinguió unas extensasplantaciones de bananas y piñas. Ahoratodos los alemanes, desde Aquisgrán, aloeste, hasta las guarniciones másremotas de los Urales, esperaban tener

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frutas tropicales en la mesa. Era uno delos derechos de conquista.

Las Leyes Agrícolas del Reich de1933, que concedían tierras de carácterhereditario a los agricultores, sehicieron extensivas a las colonias tras elTratado de Casablanca en un intento de«germanizar» África. A partir deentonces, tenía derecho a ello cualquieraque pudiera acreditar algún antepasadoario hasta 1800 (incluidas lascomunidades emigrantes de América yBrasil). Se delimitaron terrenosgratuitos de quinientas, mil y cinco milhectáreas junto con un suministroilimitado de braceros nativos. Los

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primeros años hubo muchas ganancias yla vida en las confortables haciendas erafácil. Entonces se dictó el Decreto deWindhuk y todos los negros fueronenviados al norte, lo que dejó a lospropietarios de las plantaciones sinmano de obra para las pesadas tareasagrícolas. Cuando le llegaron las quejas,Himmler habló con su típico desdén: lahigiene racial del continente eraprimordial. Si los colonos necesitabanmás manos para trabajar la tierra, quetuvieran hijos. Doce cada familia.Cuantos más alemanes nacieran enÁfrica, mejor. Asegurarían el futuro.

Burton contempló las plantaciones

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hasta que desaparecieron y el paisaje sevolvió tan monótono que habría dado lomismo que el convoy estuviera parado.Puede que los nazis hubierandesarrollado las ciudades, pero ahora seencontraban en terreno agreste, tanagreste como el imperio oriental deAlemania en Rusia. Sin el aislamientode los árboles, la temperatura cayó enpicado. Burton intentó calcular dóndeestaban, temblando de pies a cabeza.

En el sótano, además de laBrowning, le habían quitado el reloj. Deeso haría... ¿cuánto? Siete horas comomínimo; viajaban a ochenta o noventakilómetros por hora. Lo que significaba

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que tenían que estar a unos seiscientoscincuenta kilómetros de Stanleystadt.Imaginó el mapa (el que había dejado enel Ziege), el que tenía la telaraña delíneas negras. Tenían que estar en algúnlugar entre Luluabourg y Kanda-Kanda,a la misma latitud que Luanda.

Luanda: Ackerman.¿Dónde estaría ahora? Se lo imaginó

acurrucado en una cama limpia yconfortable. Casi podía oler el almidóny la colonia de limón. ¿Sabría ya lo deRougier? ¿Era Ackerman quien los habíatraicionado como afirmaba Patrick? ¿Osimplemente era un secuaz de algúnespía angoleño? ¿Por qué habían

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querido los servicios de inteligenciabritánicos asesinar a Hochburg? ¿Y quépasaba con aquello de la paz paraconservar el Imperio?

¿Y por qué, de toda la gente quehabía, habían querido que lo hiciera él?

Esta última pregunta era la másdesconcertante. Pero, por más vueltasque le diera, no encontraba unarespuesta. Decidió que si salía de ésa,haría una visita al consulado de SuMajestad en Angola.

Había demasiadas preguntas que loatormentaban. Los grilletes le lacerabanlas muñecas y los tobillos. «No piensesnunca por la noche, hijo —solía decirle

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su padre—. Sólo te traerá makabereGedanken.» Pensamientos macabros.Pero eran la única compañía que tenía.

Sus pensamientos fueron deAckerman a Hochburg. Rebuscó en sucorazón algún tipo de sentimiento, perosólo encontró la habitación fría yabandonada de su madre. Matarlo no sela había devuelto, ni resuelto losmisterios que rodeaban su pasado. Nohabía desagraviado a todos los demásque Hochburg había asesinado.Simplemente había añadido un cadávermás al montón. Lapinski, Nares, quizáDolan y Vacher. Puede que Patrick.Todos los hombres que había eliminado

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esos días, todos los que había eliminadoantes: una vida derramando sangre paradiluir el pasado.

¿Cuántos más tenían que morir paracompensarlo? ¿Cuándo podríasuperarlo?

¿Cuándo recubriría toda una plazacon sus cráneos?

Pensamientos macabros, sin lugar adudas.

Madeleine había tenido razón.Recordó su conversación en la granja,su última noche juntos: «No se te haperdido nada en África... Hochburg esun fantasma... No lo resucites.»

Ella siempre tenía razón.

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Y ahora cada segundo, cadakilómetro, lo alejaba un poco más deella.

Después de su charla en la pérgola,habían entrado en la casa. Burton lepreparó una taza de leche con cacao(con dos terrones de azúcar) y seacostaron en la cama, escuchando elmóvil sonoro del exterior.

—¿Recuerdas lo que te conté sobremi familia? —dijo Madeleine pasado unbuen rato—. Lo de Madagaskar.

—Claro —respondió tras acercarlahacia él. Eso formaba parte del vínculoespecial que lo unía a ella. Reconocía latristeza que a veces le vaciaba la

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sonrisa, los momentos íntimos mirandoal vacío. Los dos sabían lo quesignificaba que le robaran a uno lafamilia. Que lo dejaran con preguntasimposibles de responder.

—Después de que los deportaranallí, no supe nada de ellos. Ni cartas, niinformes de la Cruz Roja. Gomisht. Alprincipio estaba desesperada, iba a laembajada y al Foreign Office todos losdías. No había nadie que pudieradecirme nada. Nadie a quien leimportara siquiera. Era como sihubieran desaparecido, cuatro nombresen medio de diez millones. —Lo miró alos ojos—. Aprendí a vivir con ello,

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Burton.Él reflexionó un momento.—Porque eres más fuerte que yo —

dijo.—No. Porque sé que la verdad

puede ser peor que la ignorancia. Queno es necesario saber la verdad paravivir. —Le besó, y tenía las mejillashúmedas de lágrimas—. Ni para serfeliz.

Ojalá la hubiera escuchado. Daría loque fuera por volver allí, para sacarsede la cabeza para siempre a Hochburg ya sus padres. No dejarla nunca. Lavenganza no le había dado un futuro, selo había robado.

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Encorvó los hombros, se echóaliento en las manos para calentarlas.Hacía frío. Y entonces se dio cuenta dealgo.

—Oh, Maddie —susurró para símismo—. Me estoy equivocando depregunta.

No se trataba de cuántos hombresmás tendría que matar para borrar elpasado, sino para tener un futuro. Larespuesta era obvia.

Los necesarios para regresar a casa.Los necesarios para reunirse de nuevocon Madeleine en su cama, la delcolchón mohoso. Para sentir su cuerposuave, desnudo contra el suyo, caliente

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como el carbón. Para rodearle el vientrecon sus manos callosas y notar al bebéen su interior.

Esa era la cantidad de sangre quetendría que derramar. Todavía lequedaba rabia suficiente.

Y cuando hubiera terminado,cubriría los baches del camino deentrada. Recogería los membrillos, deuno en uno, a mano, valiosos comocualquier diamante de Kasai. Novolvería a anhelar nunca nada más queel hogar y la granja.

El convoy siguió hacia el sur, sedesvaneció en la oscuridad.

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22

Río Lulua, Kongo16 de septiembre, 22.30 h

—¿Has oído eso?En la penumbra, Neliah captó el

pánico en la voz de su hermana.Seguían la corriente del río Lulua.

Zuri nadaba mejor que ella, pero nodejaba de captar nuevos peligros encada brazada que daba. Bajo ellas habíadiez metros de aguas turbias, y másabajo, el túnel que iban a destruir.Neliah lo imaginó: la roca y la tierra

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caídas, los esclavos trabajando pararetirarlas. De algún lugar cercano lellegó el eco de picos golpeando lapiedra.

Y los sonidos del río. Algo parecíahaber caído al agua delante de ellas.

—¿Has oído eso? —susurró Zuriotra vez y nadó contracorriente hastasituarse a su lado—. ¿Qué ha sido?

—Nada —respondió Neliah.—Parecía un cocodrilo.—Ya no queda ninguno.—¿Me lo aseguras?—Tendrías que haberte quedado con

las demás. Haber esperado a lasexploradoras.

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Su hermana no respondió.—Sigue nadando —dijo Neliah—.

Ya no falta mucho.Continuaron mientras Neliah

intentaba determinar su posición a partirde las luces de los alemanes. Nadabausando sólo las piernas, con las manosfuera del agua para que no se mojara lamochila. Llevaba el panga envainado ala espalda como una aleta de metal.

Finalmente dijo:—Es allí.Se dirigieron a la orilla. Al avanzar

entre los frondosos papiros que crecíanallí, Neliah sintió el barro en los pies.Noto el hedor a vegetación corrompida.

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Cuando estuvieron fuera, se puso encuclillas y abrió la mochila. Dentroestaban los paquetes de dinamita. Apesar de las órdenes de Penhor, habíasido muy fácil irse del campamento,Neliah había golpeado la cabeza deLigio con un palo y dejado muchocaporotto para que los jovencísimosguardias se emborracharan.

—Está seca —dijo en voz baja alsacar el primer paquete. Cada uno deellos constaba de cuatro cartuchos dedinamita y un detonador accionado porradio. Giró el interruptor iniciador y seencendió una luz roja.

—¿Qué significa eso? —preguntó

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Zuri. Le goteaba agua de la largacabellera. El aire de la noche difundía elaliento de tarazu: estaba tiritando.

—Que funciona. Le das a esteinterruptor y, cuando estemos listas,aprietas esto. —Sacó una caja de lamochila—. Esto es el detonador.Funciona por radio.

—¿Seguro que sabes hacerlo? —preguntó Zuri, frunciendo la nariz.

—Confía en mí. Papai usaba lomismo.

Cuando eran pequeñas, su padrequería que sus hijas recibieran la mismaeducación que cualquier senhoraportuguesa. Hasta habló de llevarlas a

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Lisboa para que todos se sorprendierancon lo listas que eran sus meninas. Zuriaprendió latín, historia y matemáticas.Pero cuando Neliah fue lo bastantemayor, el mármol vivía sus díasboyantes. Ya no había más tardes librespara las lecciones. Así que papai lallevaba con él cuando detonaba en lascanteras. Le enseñaba a usar la dinamita,los rollos de mecha que parecíangusanos blancos y, lo mejor de todo, lapalanca de detonación. Al acabar el día,le dejaba empujarla hacia abajo. Neliahse acercaba con la solemnidad de uncura, mientras papai reía entre dientes.Todo quedaba en silencio un instante

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terrible. Gritó y lloró al oír la primeraexplosión. Con el tiempo, esosmomentos serían los más felices de suvida.

Sacó el segundo paquete dedinamita. Esta vez la luz no se encendió.Probó con otro, y con otro más.

—Sé lo dije —masculló—. Peronadie me hizo caso.

—¿Qué?—Que no confiaran en los

británicos. Son unos traidores... estematerial está estropeado.

—¿Por qué estamos aquí entonces?Destruir el túnel significa ayudarlos.

—Sólo para salvarnos. No podemos

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permitir que lo que los nazistas hicieronen el sur ocurra en toda Angola.

Neliah comprobó las cargasrestantes. Sólo funcionaban ocho de lasveinte. Buscó un cordel en la mochila.

—Las ataremos juntas.—¿Estallarán?—No lo sé —respondió Neliah,

irritada—. Supongo que sí.Cuando terminaron, volvieron a

meter las cargas en la mochila ysiguieron por la orilla hasta llegar a unaalambrada. La cruzaron para acercarseal borde del túnel. Diez metros másabajo, había un saliente de doce pasosde ancho y después un muro de ladrillos

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de diez metros más hasta la carreteraque había debajo.

Neliah y Zuri se asomaron alsaliente y vieron una puerta en la roca.

—Las salidas de emergencia estánen ese afloramiento —comentó Neliah—. Una pasarela lleva hasta ellas. Asíes como salí la última vez.

—¿Y los soldados?Neliah echó un vistazo. Fuera, en la

carretera, había tres tanques, soldadosde la calavera que patrullaban la zona,pero la puerta que daba a la pasarelaestaba desprotegida.

Se volvió hacia su hermana.—Tú primero. Yo vigilaré.

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Zuri empezó a bajar con cuidado.—Cuanto más rápido vayas, más

fácil será —aconsejó Neliah.—Ya lo sé —siseó Zuri.—Cuando estés abajo, no te separes

de la pared.—¿Abro la puerta?—¡No! Espérame. —Neliah la

siguió con dificultad. Cuando casi habíallegado abajo, lo olió de inmediato:humo de tabaco.

Sorprendido, el soldado de lacalavera escupió el cigarrillo que teníaen la boca y le clavó el fusil en elestómago a Zuri.

—Wer zum Teufel bist du? —

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¿Quién demonios eres?Neliah saltó sobre su espalda. Los

dos cayeron al suelo y rodaron cerca delborde. Neliah se levantó y le dio unapatada al alemán, que se tambaleó haciala pasarela. Se vio un destello metálico.El pecho del soldado se llenó de sangre.

Neliah se abalanzó sobre el soldadoy le hundió el panga en el corazón. Giróla hoja hasta que la clavó en el suelo.Luego se levantó, jadeando.

—Ich schwöre dir... mein Führer...—El alemán decía sus últimas palabras.

—¿Qué dice? —susurró Zuri, presadel pánico.

Ina conocía aquella lengua. Cuando

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no había tiempo para enseñarle latín aNeliah, le daba lecciones de alemánpara compensar. Neliah tradujo alsoldado al herero:

—Es un juramento. «Le juro... micomandante... que lo obedeceré hasta lamuerte...»

El soldado exhaló su último suspiro.No dijo nada más.

Zuri se puso junto al muro, a puntode llorar.

Neliah sabía que su hermana odiabaa los nazistas tanto como ella, perocarecía de rungiro: ansias de venganza,de derramar sangre. Papai la habíavuelto demasiado blanda.

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—¿Ahora entiendes por qué noquería que vinieras?

Zuri estuvo un largo instante sindecir nada, limitándose a tocarse latrenza. Cuando habló, su voz sonópastosa:

—Nada de esto nos los devolverá.—Ya lo sé.—No dejo de pensar en aquel día,

cuando nos escondimos... Los gritos... elolor del pozo negro. Todavía lo llevopegado a la nariz. Tú vomitaste,¿recuerdas? —Alzó los ojos y se secóuna lágrima—. Quiero luchar. Tantocomo tú.

—Si tienes miedo, piensa en el

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norte. En ina y en papai. En todos losdemás —dijo, frotándose la cicatriz—.Eso me da la fiereza de un león.

—No tengo miedo.Neliah le apretó el hombro y se

arrodilló junto al soldado muerto. Learrancó el panga del cuerpo y volvió aenvainarlo sin limpiar la hoja. Luegocogió su fusil y hurgó en sus cosas.Encontró balas, granadas, cigarrillos yunos bombones. Se quedó la munición ylas granadas y ofreció los dulces a suhermana.

Zuri sacudió la cabeza.—¿Qué hacemos con el cadáver?—No lo sé. Lanzarlo al río.

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Parecerá que los cocodrilos lodevoraron.

—Dijiste que ya no quedabaninguno.

—Es broma.Zuri frunció el ceño tal como hacía

ina.Neliah sacó la dinamita.—Las salidas de emergencia están

por si hay un incendio en el túnel. Enesta pasarela hay tres, con escaleras quedan a la carretera que hay debajo. Tú vea la última, yo me encargo de las otrasdos.

—¿Por qué tengo que ir yo a laúltima?

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—Porque es menos peligroso. Lossoldados están en este lado —contestóNeliah, y le dio tres paquetes dedinamita—. Pon dos en el fondo y dejaotro en la parte superior. Dale alinterruptor como te enseñé.

Zuri se marchó antes de que pudieradecirle que fuera con cuidado. Neliah laobservó correr por la pasarela con latrenza oscilándole en la espalda.

Después se cargó la mochila alhombro y fue hasta la segunda salida.Estaba en el centro del túnel, abierto enla mismísima roca. Unos peldaños demetal sobresalían de la pared. En elfondo, donde tendría que estar la

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abertura que daba a la carretera, sólohabía escombros. Oyó el murmullo delagua.

Tomó unos cartuchos de dinamita yempezó a bajar. Recordó lo que habíadicho Gonsalves: «Es una cocinera. Yencima negra. No tenía ni idea de lo queestaba haciendo.» Esta vez el túnel sederrumbaría, vaya si lo haría.

***

Cuando volvieron con las demás, lasexploradoras habían regresado.

Estaban en una loma, por encima deltúnel, ocultas entre una hierba tan alta

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como un hombre. La noche estaba encalma. Después de haber puesto losexplosivos, Neliah y Zuri habíancruzado a nado el río, habían vuelto acalzarse las botas y se habían dirigidocon sigilo hasta donde estaban las demásmujeres.

Eran siete en total, todas herero obantú, todas con su propia historia deasesinatos y familias enviadas al norte, ydeseos de venganza. En el caso de lasmujeres herero, esos deseos eranmayores: se remontaban a los padres desus padres, e incluso más. Mucho antesque los nazistas, otros alemanes habíanllegado a las tierras de los herero. Eran

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hombres con mostachos y sombrerosextraños. Habían masacrado a susantepasados. Los habían llevado aldesierto, habían envenenado los pozos.Si todas las generaciones de hereromuertos se levantaran de sus tumbas,serían tantos que ningún ejército alemánpodría derrotarlos.

—Quiero detonarlo yo —dijo Zuri,arreglándose la trenza.

Neliah tenía la mochila cerca delpecho, en la mano llevaba el fusil que lehabía quitado al soldado. Se volvióhacia Ajiah, una de las exploradoras.Era de Benguela, con unas piernaslargas y delgadas que podían correr y

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correr. Hablaron en bantú, su lenguacomún.

—¿Encontraste el campamento, esesitio con chimeneas?

—No había demasiados alemanes —asintió Ajiah.

—¿Tanques?—No.—¿Prisioneros?—Muchos.—¿Portugueses? ¿Angoleños?—Y otros. Muchas lenguas, pieles

de todas las tonalidades de blanco.Todas las tonalidades de blanco.

Neliah observó el túnel. Estaba ideandoun plan para el futuro, como solía hacer

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papai. Cuando los alemanes invadieranLuanda, necesitarían todos loscombatientes posibles. Desde lo alto dela loma podía ver el interior del túnel,los hombres que trabajaban para retirarlos escombros. Se pasaban las piedrasde uno a otro en cadena. Por unafracción de segundo, creyó que eran delos suyos. Luego se dio cuenta de quesólo tenían la piel negra por lo queestaban haciendo. Había soldados de lacalavera vigilándolos.

—Dame el detonador —pidió Zuri—. La hora ha llegado.

Aquello que veía tenía hechizada aNeliah. Todos esos hombres morirían

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aplastados cuando la dinamita explotara.Ella los mataría.

—Tenemos que esperar —dijo.—¿Esperar a qué?—Están excavando a mano, los

nazistas siempre usan máquinas. Siesperamos a que las traigan, podremosdestruir ambas cosas. Así no tendránnada con que retirar las piedras.

Se volvió hacia las chimeneas y viovolutas de humo elevándose. Cuando eltúnel explotara, los alemanes enviaríanmás soldados para perseguirlas. Neliahse decidió. Estaban en el sitio máspeligroso.

—¿De verdad quieres luchar, Zuri?

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—No tengo miedo.—Ve con Ajiah y dos más; ella

conoce el camino. Cerca de aquí hay uncampamento con chimeneas.

—Dijimos panmue. Quiero seguircontigo.

—Es lo que tu Alberto quería.Zuri negó con la cabeza.—Él quería que llevara un vestido

blanco, que me quedara en elcampamento. Que cocinara.

—Por favor, hermana. Haz lo que tepido. Ya será suficientemente peligroso.Ve al campamento de las chimeneas,busca un escondrijo desde donde puedasverlo todo. Cuando hagamos explotar la

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dinamita, enviarán soldados hacia aquí.Atacad entonces. Liberad a todos losprisioneros que podáis y reuníosdespués con nosotras. Esperaré a quelleguen las máquinas excavadoras hastamañana a mediodía. Si para entonces nohay ninguna... —Neliah dio unaspalmaditas a la mochila.

—Ajiah dijo que son blancos. ¿Porqué iban a venir con nosotras?

—¡Promételes tu estofado de cerdo!Diles lo rico que está. —Como suhermana no se rio, Neliah se puso seriade nuevo—. Los habrás rescatado. Estánlejos de casa, te seguirán. Si no,déjaselos a la sabana. Nos reuniremos

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en Terras de Chisengue.—¿Y después?—Salvaremos nuestra tierra, como

papai quería. Iremos a Luanda. En laciudad habrá muchos alemanes quematar.

Neliah le entregó el arma, las balasy una de las granadas. Zuri las cogió yabrazó a su hermana. Neliah dejó que lohiciera un momento, cogió la trenza deZuri y se llevó la punta a la boca. Erasuave y le hizo cosquillas en los labios,olía a aceite de mafuta. Recuerdos de suhogar. Luego se separó de ella.

—¡Ve! —dijo—. Y recuerda lo quete dije: piensa en Muspel y el corazón te

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rugirá.Ajiah se marchó, seguida de las

otras dos mujeres y, por último, de Zuri.Neliah contempló cómo su hermana

se iba; se veía extraña con un fusil en lasmanos. Se movía con el mismo pasocorto y bamboleante de su madre.

De repente tuvo una sensaciónterrible: pensó que nunca volvería a vera su hermana, el balanceo tranquilizantede su pelo. Tuvo un súbito deseo deabrazarla una última vez, de notar lasuavidad de su mejilla. De cogerle lasmanos. Deseó no haberse separado deella.

—Zuri —la llamó—. ¡Zuri! —En

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vano.Su hermana ya había desaparecido

entre la maleza.

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23

PAA, Kongo17 de septiembre, 8.50 h

Unas columnas de humo tóxico seelevaban en el horizonte. Al verlas,Burton supuso cuál sería su destino.Sintió una oleada de temor.

El convoy había seguido viajando alsur toda la noche. En algún momento deltrayecto, Burton se había quedadodormido. Soñó fugazmente: vio elcamino de entrada de la granja, losbaches que siempre prometía a

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Madeleine que iba a arreglar. Estabanrellenos de cráneos.

Cuando despertó, el sol bañaba laautopista; el asfalto refulgía. Leescocían los ojos, tenía lasarticulaciones y los músculos rígidos.Algunos prisioneros se habían orinadoencima durante la noche y el camiónapestaba a orina. A orina ydesesperación. Intentó flexionar lasextremidades, pero las cadenas que lerodeaban las muñecas y los tobillos leapretaban demasiado. Eso sí, habíarecuperado el movimiento de la rodilla.Imaginó el harba-dogo, la patada dedambe a la cabeza. A Rottman

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tambaleándose hacia atrás.Una hora después del alba los

camiones se detuvieron para repostar.Los guardias bajaron para estirar laspiernas. Himmler había insistido en quetodos los miembros de las Schutzstaffelempezaran el día desayunando puerroscrudos y agua mineral (Apollinaris, sinduda), una dieta que fortalecería a losnuevos dueños de África. Pero, alparecer, la Unterjocher no le hacíademasiado caso: olía a café, cigarrillosy beicon frito. El estómago le gruñó. Losprisioneros recibieron otro cubo deagua, sin escupitajo esta vez, y sepusieron otra vez en marcha.

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Alargó el cuello y alcanzó a ver laprimera chimenea. Estaban rodeadas devigas y pasarelas, todo ello de untamaño que sólo un complejo deinterioridad podría concebir. El olor ahumo le recordó el de los últimos díasen Tananarive, cuando los bombardeosde la Luftwaffe habían destruido laciudad por completo. El de Tananarivehabía sido su primer trabajo comosoldado de fortuna. Pero, mientras quela Legión implicaba dificultades ydisciplina, un régimen para llenar elvacío que le había dejado su infancia, laforma de actuar de los mercenarios eracaótica. No había normas a las que

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atenerse, sólo violencia. Mientrasprosperaba en Madagaskar primero y enlas guerras de África central después,Burton era consciente de que se estabavolviendo a quedar interiormente vacío.

Diez minutos después, el convoyatravesó la verja de una alambrada paraentrar en un complejo industrial. Uncartel oxidado junto a la entradaindicaba Deutsche Erd & SteinwerkeGbmH Afrika, la empresa deconstrucción de las SS, mejor conocidapor su acrónimo: DESTA.

Ese iba a ser su destino entonces:morir de agotamiento en un campo detrabajos forzados nazi. El precio de la

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venganza. A no ser que...Miró los demás camiones en busca

de Patrick. Según sus cálculos habíanrecorrido la distancia suficiente paraestar cerca de la frontera con Rodesiadel Norte; no quedaría a más de noventao cien kilómetros. En la Legión lohabrían llamado une petite promenade.Un paseo.

¡Si pudiera quitarse los malditosgrilletes!

Rottman bajó del vehículo que ibaen cabeza y un oficial corpulento salió asu encuentro empuñando un bastón demando. Intercambiaron unas palabrasmientras el oficial señalaba los

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camiones y, con un brusco movimientodel bastón, la fábrica, situada al sur.

El polvo se arremolinaba en elsuelo.

Rottman hizo el saludo nazi yregresó corriendo al convoy, tocando elsilbato. Los guardias descargaron atodos los hombres excepto a Burton, quese quedó encadenado al camión.Rottman eligió a los veinte más fornidosy les ordenó que volvieran a subir.«Destacamento de castigo», dijo uno delos guardias al cerrar la jaula. Rottmansubió a bordo y el motor se puso enmarcha.

Los cautivos que habían bajado de

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los vehículos fueron conducidos a lafábrica. Burton los observó mientrasandaban. Daba igual lo que habíapasado en el muelle o en aquel sótano,no podían separarse de ese modo.

—¡Patrick! —gritó, intentandolevantarse—. ¡Patrick!

Atisbo a su viejo amigo entre loshombres de atrás.

Rottman asomó la cabeza por laventanilla.

—¡Háganlo callar!—¡Chef!Patrick vaciló, ladeó la cabeza como

si fuera a volverse. Burton alcanzó averle la cara de perfil. El ceño fruncido.

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—Te llevaré con Hannah —fue loúnico que se le ocurrió decir—. Te loprometo...

La culata de un fusil se le clavó en elestómago.

Cayó sentado en el banco con elcuerpo doblado en medio del ruido delas cadenas. El camión arrancó. Cuandorecuperó el aliento y pudo alzar denuevo los ojos, Patrick miraba al frentemientras seguía andando con los demásprisioneros. Pronto desapareció tras elpolvo arremolinado.

El camión circuló otros veinteminutos antes de llegar a su destino.Aparcó junto a un tanque.

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Los soldados liberaron a Burtonpara que bajara con los demásprisioneros. Se movía como un viejoartrítico; sentía infinidad de agujas porlas piernas. Como no pudo apearse delcamión, una mano lo empujó. Cayó debruces, como un saco, con un ramalazode dolor en la rodilla. Rottman dirigióuna mirada de desaprobación a losguardias.

Estaban ante un túnel.Más allá había un río de aguas

rápidas; Burton supuso que un afluentedel Kasai. El Lulua, o quizás el Lukoshi,lo que significaba que tenía razón sobrelo de Rodesia. A medida que la PAA se

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acercaba a él, la autopista se estrechabaa cuatro carriles y desaparecía en elinterior del túnel, que parecía habersufrido desperfectos: el enladrillado querodeaba la entrada estaba agrietado, yBurton vio que había parteschamuscadas. Una brigada de obrerostrabajaba dentro.

Echó un vistazo en derredor paravalorar sus posibilidades de escapar.

Había tres tanques: dos Panther y unFP5, provistos de lanzallamas; elemplazamiento con una ametralladoraMG48 protegida con sacos de arena, yunos veinte soldados de las Waffen-SS.Sus uniformes parecían fuera de lugar

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bajo el sol. Cerca de la entrada del túnelhabía varias tiendas. Un hombre con unabata blanca salió de la más grande. Sequitó el brazalete con la esvástica y losustituyó por otro de la Cruz Roja.

Lo seguían dos soldados quellevaban una humeante caldera de hierrofundido.

«Espero que sea comida —pensóBurton—. Una sopa apestosa, lo quesea.» Tenía el estómago vacío.

Obligaron a los prisioneros a formarfilas mientras los guardias los apuntabancon las armas. Rottman se subió a latrasera del camión y se dirigió a ellos.En la mano llevaba un jambok: un látigo

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de piel de hipopótamo, el arma dedisciplina preferida de los alemanescuando habían colonizado DeutschSüdwestafrika el siglo anterior.

—Arbeit macht frei —dijo en suhabitual tono pedante—. El trabajo noshace libres.

»En su condición de ilegalesreclutados por la Unterjocher en elÁfrica alemana han pasado a pertenecera las SS. La legislación vigente estipulaque deberán trabajar para el Reichdurante un período de un año y un día.Pasado ese tiempo, se les concederádocumentación oficial y podrán elegir enqué trabajarán.

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Burton reprimió una carcajadalúgubre y echó un vistazo a los demásprisioneros. La mayoría miraba aRottman con expresión de asombro;dudaba que hablaran el alemánsuficiente para entenderlo. Eran hombresde los estratos marginales de Europaque habían ido a África con la falsa ideade que podrían hacerse ricos o vivirtranquilos.

—Antes de ese feliz día —prosiguióRottman—, y para disuadirlos deescapar, procederemos a marcarlos. —Hizo un gesto con la cabeza a los dossoldados que sujetaban la caldera. Ladestaparon.

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A Burton se le encogió el corazón.No era sopa.

Era un brasero.—Unos terroristas han intentado

destruir el túnel que tenemos aquídetrás. Naturalmente, fracasaron. Sinembargo, parte de la AutopistaPanafricana ha quedado cortada.Ustedes forman el grupo de relevo. Sutrabajo consistirá en retirar losescombros antes de que llegue lamaquinaria pesada. —Levantó el látigo—. Cualquier hombre que eluda sutrabajo será castigado severamente. Nohabrá más advertencias.

Rottman bajó del camión de un salto

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e hizo una señal con la cabeza al hombrede la Cruz Roja.

—Continúen —dijo.Los soldados acercaron el brasero a

los prisioneros. Contenía trozos decarbón incandescente y unos cuantoshierros de marcar.

Obligaron al primer prisionero aarrodillarse y extender el brazoizquierdo con la palma hacia arriba. Losdos soldados lo retuvieron mientras eloficial de la Cruz Roja le hacía sujetarcon los dientes un pedazo de madera.

Rottman se envolvió la mano con untrapo y retiró uno de los hierros delfuego. Lo sostuvo un instante en el aire

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y, después, lo aplicó sobre el antebrazodel prisionero, a medio camino entre lamuñeca y el codo.

Olor a carne quemada. Un gritoaterrador.

Rottman retiró el hierro. Elprisionero cayó desplomado al suelo,retorciéndose de dolor. En el brazo lequedó cauterizado un triángulo invertidoy dos letras: UJ.

El hombre de la Cruz Roja aplicó untrapo con yodo a la herida antes devendarla. Pasaron al siguienteprisionero.

Burton mantuvo la vista al frente,esforzándose por controlar la

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respiración. Vio hombres trabajando enla penumbra del túnel, vio suagotamiento mientras apartaban laspiedras desprendidas. Aunquesobrevivieran a los trabajos forzados,todos quedarían marcados de por vida.

Otro alarido de dolor, más humo.No sería fácil huir a Rodesia.

Aunque lograra salir de ahí, aunquerobara un uniforme de las SS oconsiguiera una nueva documentación,en cuanto le echaran un vistazo al brazoestaría acabado. Tenía que huir antes deque lo marcaran.

Buscó una vía de escape. La quefuera. Había una loma recubierta de

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hierba y, más allá, el río. Vio la luz delsol reluciendo en su superficie: añil ymarrón. Delante de él, tanques; detrás, lainterminable carretera a Stanleystadt.

Y, por todas partes, uniformesnegros y BK44. Lo acribillarían antes dedar diez pasos.

Rottman seguía recorriendo la fila.Un proceso repetitivo con la madera, elhierro y el yodo. Los gritos no parecíanafectarlo.

Olía a carne de cerdochisporroteando en la barbacoa.

Rottman había llegado al prisioneroque estaba junto a Burton. El pobretemblaba. Los guardias le sujetaron el

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brazo y se lo descubrieron.Burton procuró dejar la mente en

blanco... pero por algún motivo no podíaquitarse de la cabeza la cómoda de sucuarto. Maddie tenía la molestacostumbre de dejar los cajones abiertos;a veces eso lo sacaba de quicio. Peroahora se imaginaba recorriendo la casay abriendo todos los cajones, sacando sucontenido hasta que el suelo se llenarade calcetines, medias y bufandas.

Rottman llegó a él.Burton se enfureció al ver la culata

de mármol de su Browningsobresaliéndole de la cintura.

Lo obligaron a arrodillarse. Oyó

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cómo la rótula le chasqueaba al tocar elsuelo. El oficial de la Cruz Roja fue aponerle la madera en la boca. Burton vioque la saliva de los demás hombresbrillaba en ella.

—Espere —ordenó Rottman—. Estecabrón es un tipo duro. No le hace falta.

El oficial se encogió de hombros.Los soldados obligaron a Burton a

extender el brazo y se lo sujetaron confirmeza. Se le marcaron todos lostendones.

Rottman se ajustó el trapo que lecubría la mano, cogió un hierro y lo sacódel fuego.

Burton notó su calor volcánico.

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Cerró los ojos y apretó lamandíbula. Pero volvió a abrirlos deinmediato. No iba a darle esasatisfacción a Rottman; se juró que lepartiría el cuello en cuanto pudiera.

Las letras resplandecieron ante él.UJ.

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24

PAA, Kongo17 de septiembre, 9.15 h

Desde el aire impresionaba mástodavía. Un milagro de la ingenieríaalemana y el genio de Hochburg.

Kepplar iba en el helicóptero de sucomandante, maravillándose de lo queveía a sus pies. Se había pasado lasúltimas dieciséis horas registrandoStanleystadt en busca de Cole y delamericano, trabajando toda la nochepara registrar hasta la última taberna, el

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último albergue y el último burdel demala muerte. Nada. Pero no pensabavolver de nuevo con las manos vacías;nunca había visto alOberstgruppenführer tan nervioso.Entonces le llegó el informe de unincidente con la Unterjocher la tardeanterior. Un prisionero había intentadohuir de uno de los convoyes que sedirigían a Wutrohr 161.

Y ahora Keeplar iba rumbo al sur,en su regazo un expediente que le habíaproporcionado la Gestapo.

Había planeado aprovechar el vuelopara recuperar algo de sueño, pero encuanto vio la autopista Panafricana, se

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olvidó de que estaba agotado. El pechose le hinchó de orgullo. En una soladécada habían logrado hacer en Kongolo que los belgas no habían podido en unsiglo. Ni siquiera lo que los británicoshabían hecho en la India (antes de quelos hindúes les patearan el culo) podíacomparársele. ¡Y todo el mérito era delas SS! Habían hecho trabajar a lossucios negros los años anteriores alDecreto de Windhuk. Bajo los auspiciosde Hochburg se habían construidonuevas ciudades y poblaciones mineras,presas hidroeléctricas en los ríos Klaray Rufiji, incluso un teatro de óperadiseñado por Brinkmann en la selva,

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cerca de Gerberstadt. «Sin él, Kongo novale ni dos pfennigs», había declaradoHochburg el día que lo habían nombradogobernador general.

También el sistema de esclusas deMatadi (el más grande del mundo); lospuertos ultramodernos en Pythonfhafen,Neu Berlin y Stanleystadt; la redferroviaria norte-sur que unía la coloniacon Muspel; un centro de conexión deaeropuertos para que los alemanesvolvieran a casa o a las playas deKleine Küste para disfrutar de unasvacaciones y recuperar fuerzas «a travésde la alegría». Pero ninguno de estoslogros emocionaba tanto a Kepplar

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como la autopista Panafricana.Tan recta como cualquier vía

romana, diseccionaba el continente consus relucientes carriles blancos (arteriasque bombeaban la sangre de lacivilización alemana) sin bosques nidesiertos, ríos ni montañas que pudieranobstaculizarle el paso. La partecorrespondiente a Kongo se habíainaugurado unos meses antes. Por ellacircularían los carros de combate de lasWaffen-SS rumbo a la victoria enRodesia del Norte. Pero era mucho másque un triunfo de la ingeniería civil. Lagenialidad de la PAA, por lo menos enlos tramos alemanes, era el material con

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que se había construido: una mezclaúnica de hormigón que garantizaría lapresencia del Nacionalsocialismo enÁfrica durante milenios.

La idea había sido de Hochburg.Cuando se la presentó a Himmler,

sólo le pidió dos cosas. Una, que lasobras se iniciaran de inmediato. La otra,que nadie ajeno a las SS supiera nuncasu secreto. Hochburg le contó después aKepplar que el Reichsführer había dadobrincos de alegría al oír lo que habíanplaneado.

Por los auriculares oyó la voz delpiloto, que señalaba el horizonte:

—Dos minutos, Gruppenführer.

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Kepplar abrió el expediente quellevaba en el regazo y examinó las fotosque contenía antes de volver a dirigir lamirada a la pradera que estabansobrevolando.

Ya podía ver las chimeneashumeantes del campo de trabajosforzados de Wutrohr. Aunque no era dela magnitud de los complejos de laDESTA en Muspel, Wutrohr 161 eraigualmente notable. Construido en el surde Kongo (lejos de miradas curiosas),se había erigido en cuestión de mesespara fabricar el cemento que se usaríaen la PAA. Esta vez ni una sola manonegra había contaminado la

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construcción: Hochburg había insistidoen que las SS colocaran hasta el últimoladrillo y la última viga.

El Flettner aterrizó, y un reducidocontingente de soldados salió a suencuentro. Kepplar bajó del aparato y seacercó rápidamente a ellos, agazapadopara protegerse del viento quelevantaban las palas del rotor. Lorecibió el comandante del campo, Uhrig.

—Heil Hitler! —saludó Uhrig,entrechocando los tacones. Era un gorilacon uniforme.

—Heil! —respondió Kepplar concara de póquer: conocía las acusacionesque se habían vertido en su contra.

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—¡Qué honor tan inesperado, herrGruppenführer! —exclamó Uhrigmientras se alejaban del helicóptero—.Le aseguro que estoy haciendo todo loque está en mi mano para despejar eltúnel para el gobernador. He doblado elnúmero de obreros, he enviado a variosmás a trabajar al otro lado del túnel. Heordenado a mis hombres que azoten alos holgazanes...

—Seguro que herr Oberstagradecerá sus esfuerzos.

—También he enviado patrullas aperseguir a los sucios negros que lohicieron. Cuando los atrapemos,desearán que los hubieran enviado a

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Muspel.—No he venido a comprobar el

avance de las obras del túnel —dijoKepplar—. Dos convoyes de laUnterjocher se desplazaron ayer hastaaquí. ¿Dónde están?

—El último llegó hace treintaminutos —respondió Uhrig, algodecepcionado—. Los están despiojandopara marcarlos.

—Reúnalos para que les paserevista. A todos.

Uhrig se mordió el labio inferior.—¿A todos? —preguntó.—Limítese a obedecer.Diez minutos después, Kepplar

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estaba en la plaza de armas del campo.Las chimeneas descollaban sobre él yproyectaban sombras en el suelopolvoriento. El humo coloreaba el cielode gris, y olía a fuego y polvo.

Uhrig iba de un lado para otro dandoórdenes a sus hombres, empujando a losprisioneros reunidos para que ocuparanel sitio que les correspondía. Losprimeros llevaban la cabeza rapada,blanca de desinfectante. Los demásseguían tal como habían llegado. Todosesposados. Uhrig asestó un puñetazo auno que no se movió lo bastante rápido.

—¡Formen filas, cerdos asquerosos!—gritó—. A un hombro de distancia.

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Pónganse presentables para el herrGruppenführer.

«Se muere de ganas de impresionar—pensó Kepplar—; cualquier cosa contal de irse de Wutrohr. Uhrig había sidoun héroe de los Einsatzgruppen, de losprimeros en entrar en Rusia y, después,en Kongo. Y con él, el hedor delescándalo: polacas en el Este, mezcla derazas en África. Había sido acusado deviolar a una muchacha indígena. AKepplar se le revolvía el estómago sólode pensarlo. No se probó nunca nada,por lo menos no lo suficiente como paraprocesarlo por corrupción racial deacuerdo con las leyes de Nuremberg,

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pero su carrera se resintió. Para unmilitar de primera como Uhrig, Wutrohrtenía que ser un purgatorio. Queríavolver al frente, especialmente ante laperspectiva de Angola y de Rodesia delNorte. Kepplar había visto pasar variassolicitudes de traslado por el escritoriode Hochburg.

Finalmente, los prisioneros fueronreunidos en una vil parodia de unaparada militar.

—¡Firmes! —ordenó Uhrig. Hacíagirar al bastón de mando—. ¡Vamos,cerdos!

Kepplar escudriñó sus rostros.Parecían todos bastante mediocres.

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Básicamente eslavos y polacos, a juzgarpor su fisonomía, trabajadores fugados.Lo más despreciable de la humanidad.También unos cuantos alemanesinmigrados lo bastante tontos como parahaber perdido la documentación. Puedeque tuvieran suerte.

—¡Firmes, he dicho! —Para darénfasis a la orden golpeó con el bastónde mando la espalda de un prisionero.El hombre cayó al suelo. Los demásirguieron la espalda.

—Suficiente, Uhrig —dijo Kepplar.—Perdone, Gruppenführer.Kepplar echó un vistazo al

expediente y empezó a recorrer las filas,

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observando las caras, buscando a Cole yal americano.

Un eslavo: cráneo de la categoría 4.Otro de la 4.Y otro más.De la 4.De la 3/4.De la 4 de nuevo.De la 4...Se detuvo en seco y observó la cara

que tenía delante.—¿Y éste llegó hoy? —preguntó a

Uhrig.—Esta mañana, Gruppenführer.Kepplar se volvió otra vez hacia el

prisionero y se acercó más. Era de la

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categoría 1/2. En otra vida, podríahaberse alistado en las SS. Tenía lacabeza gacha.

—Mírame —ordenó Kepplar.El prisionero alzó la vista, con los

ojos puestos en algún punto de la plazade armas. Tenía cincuenta y tantos años,era delgado, con un montón de arrugas ypelo escaso y gris. Tenía la nariz torcidahacia la izquierda. Una costra le cubríael puente.

Kepplar pidió a Uhrig que seacercara.

—Éste —le dijo.

***

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«No pueden saber que soy yo —serepetía Patrick—. No pueden saberlo.»

U n Gruppenführer (un malditogeneral de división) recorría la filaexaminando las caras de los prisionerosde una en una. Llevaba una carpeta rojaen la mano. Al acercarse, Patrick vioque le faltaba parte de una oreja, comosi se la hubieran arrancado de unmordisco. Se detuvo delante de él. Notóun ligero olor a menta, como cuando hastenido un chicle en la boca todo el día.

Patrick evitó su mirada. Controló surespiración.

Sólo sabían cómo era Burton. No

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tenían forma de reconocerlo, salvo queél mismo se delatara.

—Éste.Patrick tuvo la sensación de

atragantarse y se esforzó por contenerse.El comandante del campo, Uhrig, se

acercó con una sonrisa socarrona en loslabios. Había dejado de hacer girar subastón, al que sujetaba con fuerza.

El Gruppenführer habló. En inglés:—Usted es Patrick Whaler,

americano. —Dijo la última palabra enun tono de burla que rezumaba lasinsinuaciones de capitalistas y cobardesaislacionistas que les lanzaba Goebbels:justamente la razón por la que Patrick se

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había unido a Burton en Dunkerque. Enaquel momento tenía sentido, peroahora... Hacía tiempo que su idealismose había marchitado.

Patrick permaneció callado, con lamirada al frente. Adoptó una expresiónde sumisión, miedo, desconcierto.

—Hace tres noches, usted y su grupode mercenarios intentaron matar anuestro estimado gobernador general.¿Lo niega?

Patrick siguió sin decir nada.Uhrig puso la punta del bastón en el

cuello de Patrick.—Contesta al Gruppenführer,

cerdo. —Lo empujó hacia atrás.

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Patrick se tambaleó pero no llegó aperder el equilibrio.

—Por favor, monsieur —dijo en sufrancés de la Legión sin levantar lacabeza—. No lo entiendo.

—Podemos hablar en francés si loprefiere —replicó el Gruppenführercon las cejas arqueadas—. Hastapodemos ahorcarlo en ese idioma.

—Sólo soy un hombre mayor,monsieur, un trabajador. No tenía lospapeles en regla. No entiendo qué estápasando, lo único que quiero es volvercon mi familia.

Esta vez el nazi contestó en alemán,levantando la voz para que todo el

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mundo pudiera oírlo.—Es un criminal y un terrorista. Sus

compañeros de conspiración están todospresos o muertos. Lapinski, Vacher,Dolan. No tiene la menor esperanza.

Patrick tragó saliva y notó que se lehacía un nudo en el estómago. Se obligóa seguir poniendo cara de póquer, perono pudo evitar reaccionar al oír lasiguiente frase:

—Su misión ha fracasado. Unfracaso completo. Herr Hochburg estávivo. Sano y salvo. En este mismoinstante está planificando las medidas atomar contra los enemigos de la paz enÁfrica. —El Gruppenführer se inclinó

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hacia él; por un instante, Patrick creyóque iba a abrazarlo. Bajó la voz hastaconvertirla en un susurro—: Mataron aun doble.

«Es un farol —pensó Patrick—. Unfarol para que hable. Recuerda que nosaben cómo eres. No te inmutes.»

El nazi retrocedió e hizo una señal aUhrig. El comandante del campo semetió el bastón en una bota militar ydesenfundó la pistola. Patrick lareconoció al instante: una Luger P08, de9 mm. Le puso la boca del arma en lafrente.

Patrick se arrodilló y juntó lasmanos, suplicante:

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—Por favor, monsieur, no sé de quéme está hablando. Yo no he matado anadie. Sólo quiero volver junto a mihija.

Uhrig lo siguió apuntando a lacabeza.

—Yo tengo dos hijas —afirmó elGruppenführer—. Dos hijas y un hijo.Hace un año que no los veo.

—Entonces seguro que me entiende,monsieur. Vine aquí a trabajar, paraganar dinero para mi familia. Somosmuy pobres.

—¿De dónde es?—De Marsella.—De Vichy. ¿Y qué piensas de

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monsieur Laval?—Es un buen hombre. Yo qué sé. No

me interesa la política. —Patricklevantó la cara para mirarlo: pudo ver laduda en los ojos del nazi. Eranincreíblemente azules.

—¿Y qué opinas de Westmark?Todos los franceses opinan algo alrespecto.

Westmark: la anterior Alsacia-Lorena, «una joya que nodevolveremos», como Hitler la habíadescrito. Alemania se la habíaanexionado en 1940, y era entonces lasede del Consejo de la Nueva Europa.Su pérdida seguía siendo motivo de

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mucho conflicto en Francia.—Volverá a ser nuestra —proclamó

Patrick—. Ya lo verá.E l Gruppenführer reflexionó un

momento, antes de hacer un gesto aUhrig para que apartara el arma.

—Dispare al hombre que está a sulado.

Uhrig dirigió la Luger al prisioneroque Patrick tenía a la derecha. Patrick sevolvió a mirarlo. Estaba suplicando enuna lengua que...

Uhrig apretó el gatillo.La sangre, caliente y espesa, salpicó

la cara de Patrick. Y la boca. Le vino ala mente la imagen de Nares. El pobre

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Nares...El hombre se desplomó mientras le

salía un borbotón de sangre de lacabeza.

—Y al siguiente.Uhrig avanzó por la fila.«Hannah. Concéntrate en Hannah —

pensó Patrick—. Ella es lo único queimporta ahora. Salir de África y regresarcon ella. Que maten a todos los quequieran.» En la cárcel se había grabadoen la memoria la fotografía que Hannahle había enviado, hasta el último granode la imagen. Se concentró en susonrisa, en la forma de sus labios, en laluz que reflejaban sus ojos... igual que

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los de su madre.Un segundo disparo.E l Gruppenführer lo miraba sin

parpadear, como un hipnotizador queesperara un tic o temblor delator.

—Por favor, monsieur...—Y al siguiente.Hubo un tercer disparo. El suelo se

estaba oscureciendo.Uhrig se situó frente al siguiente

prisionero, levantó la pistola y miróexpectante a Kepplar. Tenía la mangasalpicada de rojo.

E l Gruppenführer sacó unafotografía de la carpeta que tenía en lamano. Patrick sólo podía ver el dorso:

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papel brillante.—Tal vez crea que no sabemos qué

aspecto tiene, comandante Whaler. Talvez base todas sus esperanzas en ello.Pues nada más lejos de la realidad, se loaseguro. Aquí tengo su cara. La suya y lade Cole, obtenida de los archivos de laGestapo.

Patrick se limpió la sangre de lacara con el dorso de la mano. Era eljuego típico de un interrogador. Otrofarol.

Perdía quien parpadeara primero.El nazi estaba cada vez más

nervioso.—Aquí hay... noventa y cinco o cien

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hombres —dijo tras calcular con el ceñofruncido la cantidad de prisioneros—.¿Van a tener que morir todos?

Patrick volvió a mirar al suelo. Lebajaba sangre por las rodillas y leempapaba los pantalones. Cien hombres:otros tantos niños como mínimo. Hijos,hijas. Que serían huérfanos por su culpa.Intentó alejar esos pensamientos. ¿Iba aserlo también Hannah? Tenía cuatroaños la última vez que la había visto. Sehabía echado a llorar cuando él la habíacogido en brazos. «No le gustan losdesconocidos», le había dicho Ruth.

El Gruppenführer suspiró.—Muy bien —dijo, e hizo una señal

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a Uhrig con la cabeza.El comandante del campo comprobó

el mecanismo de la Luger y siguiórecorriendo la fila. Un disparo. Dos.Tres. Parecía harto.

Los prisioneros miraban a Patrick.Suplicaban. Gemían. Había oído lomismo después de las batallas: hombressin piernas y destripados que rogabanque los salvaran. Era la clase de sonidoque no olvidabas nunca. Se habíadespertado en la cárcel con ese sonidoroyéndole los oídos.

Cuatro. Cinco. Seis.Patrick se balanceó.—¿Me asegura que no matará a

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nadie más? —preguntó en alemán.—Uhrig ha perdido nueve pares de

brazos fuertes por su culpa. Y ya ibaescaso de trabajadores.

—Soy Whaler.—Kepplar. —Entrechocó los

talones e hizo un saludo militar.—¿Cómo lo supo? —preguntó

Patrick.—Su amigo Dolan.—Sabía que se iría de la lengua.—Empezó a chillar como una nenaza

en apenas unos minutos. Fue bastantefácil.

Patrick pensó en el galés, con su vozatronadora y su arrogancia; sólo era un

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crío.—¿Todavía está vivo? —preguntó.—De momento. Mañana se

enfrentará a un consejo de guerra. Ustedestará en el banquillo con él.

—¿Y la foto? Era un farol, ¿verdad?A Kepplar le brillaron los ojos.

Bajó la vista hacia la fotografía, volvióa meterla en la carpeta y la cerró degolpe. Patrick alcanzó a ver lo que poníala cubierta: «Gestapo, Departamento E.Confidencial.»

—Basta de cháchara —dijo Kepplar—. ¿Dónde está Burton Cole?

—No lo he visto desde laSchädelplatz —contestó Patrick tras

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vacilar un instante—. Alguien nostraicionó, destruyeron nuestro avión.

—Se involucra uno con los serviciosde inteligencia británicos y ya ve lo quepasa.

—¿De modo que no fueron losangoleños?

Kepplar negó con la cabeza.—¿Ackerman? —preguntó Patrick.—Lo supimos desde el principio —

explicó con una leve sonrisa—. Nuncatuvieron la menor oportunidad.

—Pero ¿por qué? ¿Qué esperabaganar con eso?

—Comandante Whaler, no es ustedquien hace las preguntas ¿Dónde está

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Cole?—Nos separamos. No sé qué hizo

después.—Usted es americano —suspiró

Kepplar—. Le gustan las películas. ACole también.

—¿Qué?—Los vieron juntos en Stanleystadt,

saltando de un tejado a otro. Hicieronuna visita inesperada a la última obramaestra de fräulein Riefenstahl —comentó, y subió la voz para que Uhrig ylos demás guardias pudieran oírlo—. Laconozco, por cierto. Una mujerencantadora. —Se volvió hacia Patrick—. Se lo preguntaré una vez más. ¿Va a

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tener que recargar la Luger el bueno delStandartenführer?

Patrick miró al cielo para que el solle calentara unos instantes la cara. Elcalor era seco, como el desierto, como aél le gustaba. Las moscas ya zumbabanalrededor de los cadáveres que había acada lado de él.

—No lo sé. Nos pusieron encamiones distintos. Cuando llegamosaquí, se lo llevaron.

Kepplar se volvió hacia Uhrig.—¿Es eso cierto? —le preguntó con

las cejas arqueadas—. ¿Cuántoscamiones más había?

—Cuatro, herr Gruppenführer.

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—Treinta prisioneros por camión...y aquí sólo hay cien. ¿Qué pasó con losdemás?

Patrick vio que Uhrig se mordía ellabio inferior.

—Los enviaron a despejar el túnelen una brigada de castigo —respondióel comandante del campo.

—¿Del mismo convoy que esteamericano?

—Uno de mis ayudantes se encargóde ello, Gruppenführer. Cuandoaverigüe cuál, lo mandaré azotar.

—¿Del mismo convoy? —repitióKepplar, haciendo hincapié en suspalabras.

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—Sí.—Prepare mi Flettner para que

despegue de inmediato. Me voy al túnel.Uhrig chasqueó los dedos y un

guardia salió corriendo.—¿Y el prisionero? —dijo,

sacándose el bastón de mando de la botay señalando con él a Patrick.

—Puede que tengamos queinterrogarlo más a fondo —comentóKepplar—. Manténganlo vivo, peroasegúrense de que esté más... dispuestoa contestar nuestras preguntas.

Dirigió una última mirada penetrantea Patrick con sus ojos azules y semarchó en dirección al helicóptero.

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—Muy bien, herr Gruppenführer —dijo Uhrig, observando cómo se iba. Yen cuanto se hubo marchado, se volvióhacia Patrick. Se desabrochó la guerreray empezó a subirse las mangasensangrentadas.

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25

Túnel de Lulua, PAA17 de septiembre, 9.45 h

Los primeros meses que pasó en laLegión cuando era joven, Burton sólopodía pensar en pelearse: refriegas enlos barracones, puñetazos en lostugurios de la rue de Daya. Quería unacompensación por lo que les habíapasado a sus padres, por la infancia quele habían robado. Si Hochburg no podíapagárselo, lo mejor sería cobrárselo aotras personas. Una noche, en el bar

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Madagaskar, le habían roto la nariz ydislocado la mandíbula; se negó a que lotrataran. Años más tarde, de vuelta enInglaterra, se había roto la muñecamientras se entrenaba en Exton. Lohabían apaleado, lo habían herido conuna bayoneta, tenía metralla en elcuerpo, pero nada, absolutamente nada,podía compararse al dolor del hierro demarcar.

Burton bramó a grito pelado cuandose lo presionaron en el brazo; se le llenóla boca de espuma.

—Ya no somos tan duros, ¿eh? —comentó Rottman.

Burton forcejeó para soltarse, pero

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unas manos fuertes lo retuvieron dondeestaba.

Rottman dio un último apretón alhierro contra el antebrazo. Burton volvióa gritar; fue un alarido salvaje y animal.

Después Rottman le quitó el hierro ypasó al hombre siguiente.

Burton cayó hacia delante, jadeando;se rasguñó la frente en el suelo. «Si tesigue doliendo, no es tan grave», era elmantra de Patrick en Sidi Bel Abbès. Elmédico de la Cruz Roja le aplicó untrapo con yodo en la herida y se lavendó. El brazo se le empezó aentumecer, y la sensación se le propagópor todo el cuerpo. La notaba en las

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encías: un dolor profundo, ardiente. Elbrazo le seguía humeando.

Rottman marcó a los demásprisioneros y los dejó descansar unosminutos. Luego, volvieron a aparecer elcubo y el cazo, seguidos de mendrugosde pan de centeno. Burton estabademasiado mareado para comer.Mentalmente, estaba con Maddie. Amenudo, cuando se encontraban en lacama, ella le recorría las cicatrices delcuerpo con un dedo. Sus hazañas habíanimpresionado, a veces horrorizado, aotras mujeres, pero no a Madeleine. Ellasimplemente las aceptaba, como todo sudíscolo pasado; era un gran consuelo.

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¿Qué pensaría de aquel triángulo y susdos letras? Los recordatorios eranimportantes para ella: te enseñaban avalorar el presente. Todavía conservabael brazalete con la estrella de David,aunque su marido le había dicho que lotirara. Lo tenía escondido en la granja,en un joyero vacío que guardaba debajode la cama; el mismo sitio en que éltenía su Browning.

Los guardias recorrieron las filas deprisioneros para quitarles las esposas.Les lanzaron picos y palas a los pies.

—Aquí hay más de veinte soldados,además de la Unterjocher —dijoRottman tras recoger un pico—. No

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pueden escapar, pero si lo intentan... —Golpeó una roca con la herramienta, contanta fuerza como para partirla—. ¡Yahora muévanse!

Llevaron a los prisioneros al túnel,más allá de los tanques estacionados enel arcén de la carretera.

Burton se sentía como si tuviera elbrazo lleno de plomo fundido. A duraspenas podía sujetar el pico que le habíandado. Rottman había cogido de nuevo sujambok. Se lo dejó enrollado en lamano, como una víbora dormida.

La autopista se internaba unosmetros en el túnel antes de quedarcortada por un cúmulo de piedras

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desprendidas. Estaba iluminado porvarios reflectores; se oía el runrún delos generadores. Burton vio un grupo dehombres trabajando ante la roca,esforzándose por retirar piedras con lasmanos ensangrentadas, y de repentepensó en el panegírico de Halifax sobrela pérdida de la India. «Una civilizaciónno puede construirse sobre laservidumbre de otras.» ¿Qué queríadecir? ¿Era una predicción del futurodel África nazi? Unos enormes puntalesde hierro sostenían el techo. El aire olíaa pozo de mina, a tierra profunda y agua.

Había guardias por todas partes.O t r o Untersturmführer salió a

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recibir a Rottman y lo condujo hasta lacara de la roca, donde había variosprisioneros trabajando. Parecía haber unhueco entre los escombros. Untrabajador, sucio y descamisado, saliódel agujero y se derrumbó exhausto.Rottman asintió, señaló su contingentede trabajadores y regresó hacia ellos.

Se dirigió a sus cautivos:—Tengo órdenes de volver a abrir

esta vía antes de veinticuatro horas.Recuerden nuestro lema. —Esbozó unasonrisa espantosa—. El trabajo nos hacelibres.

Los guardias empezaron a llevarse alos hombres.

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—Tú, ven conmigo —ordenóRottman.

Los prisioneros miraron a Burtoncon pena.

—Tengo algo especial para ti.Burton notó un BK44 en la espalda.

Lo llevaron hasta el agujero en la carade la roca.

—¿Este? —dijo el otroUntersturmführer—. No parecedemasiado fuerte.

—Hummm... Pues él se cree quecaga hierro —replicó Rottman. Leencasquetó una linterna de minero en lacabeza y lo empujó hacia atrás—.Métete ahí. Ya casi llegamos al otro

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lado.Burton se puso en cuclillas delante

del agujero. Tenía la anchura de unhombre, menos de un metro de altura ydaba a un corredor de reducidasdimensiones. De la parte superior caíanfragmentos diminutos de roca.

—¿Y si no lo hago?Rottman le fustigó el antebrazo con

el jambok.Bajo el vendaje, la herida le envió

un ramalazo de dolor por todo el brazo.Las ganas de coger el pico y clavárseloa Rottman en la cabeza fueron casiirresistibles. Lo único que lo disuadiófue la cantidad de alemanes que había

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allí.Se arrodilló, se bajó las mangas

para protegerse el antebrazo y entró agatas en el agujero. Casi al instante, oyóque la roca crujía y gemía; el siseo delagua.

—¡Para! —ordenó Rottman, y pusoun grillete en el tobillo de Burton y lounió a una cadena—. Por si se te ocurrehacer alguna estupidez.

Burton se arrastró como pudo por elagujero con el pico delante. Apenastenía espacio suficiente para moverse.Era como si le estuvieran aplastando lospulmones. Cada vez que se impulsaba,el antebrazo golpeaba el suelo. Y a

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pesar de ello, la cabeza ya le iba a todavelocidad: si lograra llegar al otrolado...

La roca que lo rodeaba estaba cadavez más húmeda. Veía regueros de aguaque descendían a cada lado. Luegosintió una brisa de aire. Aire fresco. Elcorredor se ensanchó hasta que pudoarrodillarse y, más adelante, ponerse enpie. Estaba en una cavidad abierta en laroca.

Notó un tirón en la cadena deltobillo.

—¿Has encontrado algo? —La vozde Rottman retumbó.

Burton no respondió.

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—¿Por qué te has parado? —Otrotirón, esta vez tan fuerte que la cadenaarrastró a Burton hacia atrás.

—¡He llegado al final del corredor!—gritó. Su voz levantó algo de polvo—.Voy a excavar.

La presión de la cadena cedió.La pared que tenía delante estaba

llena de marcas de herramientas. Eltrabajador anterior había estado a puntode atravesarla. Burton se preguntócuánto tiempo habría estado allí esedesdichado. Unos agujeritos dejabanentrar el aire y el sonido del viento porencima de unas voces. Atacó la roca conel pico. Excavaba sin dejar de pensar en

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la cadena que le rodeaba el tobillo.¿Podría partirla con el pico? Golpeó lapared.

De repente, otro pico atravesó laroca superior. Le pasó a pocoscentímetros de la cara. El techo de lacavidad se estremeció. Sedesprendieron varios guijarros.

—¡Alto! —gritó Burton.El pico desapareció. Atravesó de

nuevo la roca.—¡Alto!—¿Qué pasa? —dijo Rottman a lo

lejos.La cadena se tensó y tiró a Burton al

suelo. Lo arrastró hacia atrás.

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El pico volvió a atravesar el techo.Se oyó el gemido de la roca. Empezarona abrirse rendijas en el techo.

Otro ruido, procedente del interiordel túnel. Metálico y lejano. Burton nopudo descifrarlo de inmediato.

Disparos.

***

Mucho después de que sus gritos sedesvanecieran, el hedor a carne asadaseguía inundando el ambiente.

Neliah había pasado la noche en laloma que daba al túnel. Se habíaquedado despierta mientras Tungu y

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Bomani dormían, viendo desaparecer laluna, susurrando kumbus para suhermana. Intentando olvidar las palabrasde Gonsalves. ¡Ella era algo más queuna simple cocinera! Destruiría el túnel,ya lo verían. Lo destruiría y sonreiría.El sol se había elevado finalmente porel cielo y, con él, una nueva idea: quePenhor la había engañado con ladinamita... Entonces habían llegado loscamiones y los alemanes habíanmarcado a los hombres como a reses deganado.

Ahora los prisioneros renqueabanhacia el túnel para deslomarsetrabajando. Morirían con los demás

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cuando hiciera detonar los explosivos.Más cráneos alrededor de su cuello.

Como si imaginara lo que estabapensando, una voz le habló al oído:

—Si lo volamos ahora, vivirán. —Era Tungu, una herero corpulenta y deojos tristes.

—Es demasiado pronto —respondióNeliah tras comprobar la altura del sol—. Zuri no habrá llegado al campo delas chimeneas.

—Ha tenido tiempo de sobra.—El plan era esperar —dijo Neliah

—. Esperar a que llegaran las máquinasnazistas.

—¿Y si no llega ninguna?

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Neliah volvió a dirigir la vista a loshombres que eran conducidos al interiordel túnel. Todavía olía su carnequemada.

—Mi familia merecía vivir —afirmó—. Y la tuya también. —Miró a Tungu ydespués a Bomani—. Y la tuya.Esperaremos.

Las otras dos mujeres asintieron ycontinuaron observando la escena ensilencio. Seguían escondidas en lahierba. Del este les llegaba el murmullode las aguas del Lulua.

—Oigo algo —dijo Bomani.Neliah escuchó. Era un zumbido

como de abejas, procedente de la

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dirección que había tomado Zuri. Noeran abejas... era una máquina.

Asomó la cabeza por encima de lahierba y miró abajo, hacia la carretera.Vacía. Alzó los ojos al cielo.

—¡Agachaos! ¡Agachaos!Se tumbaron boca abajo.U n zenga-zera, un pájaro

runruneante, rugía sobre ellas.—¿Nos ha visto?—No —contestó Neliah,

observando cómo el helicópterosobrevolaba a poca altura el río.

E l zenga-zera describió un círculocomo si fuera a aterrizar. Y entonces seles vino encima.

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El suelo pareció estallar. Selevantaron briznas de hierba y humo.

En el túnel sonó un silbato. Lossoldados las señalaban, algunos yasubían hacia ellas.

Neliah sacó el detonador de lamochila.

—¡Los nazistas vienen hacia aquí!—exclamó Bomani.

—Tungu, coge el arco —ordenóNeliah tras accionar el detonador.

Tungu se puso en posición al bordede la hierba, dejó varias flechas en elsuelo, preparadas para dispararlas.Colocó la primera en el arco. Lo tensó,con el pecho henchido.

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El pájaro runruneante habíaaterrizado, y el viento que levantabahabía derribado las tiendas. Un hombrevestido de negro salió de él,señalándolas y gritando.

Neliah giró un interruptor, inspiró yesperó. Se frotó, nerviosa, la cicatriz.

Se encendió una luz roja sobre elbotón de detonación. Miró a las demás yles advirtió:

—Tapaos las orejas y abrid la boca.La explosión os dejará sin aire.

Recordó cuando era pequeña y viola cara sonriente de papai: «Adelante,menina, puedes hacerlo...»

Neliah encorvó el cuerpo para

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protegerse de la explosión. Pulsó elbotón.

No pasó nada.Volvió a pulsarlo.Nada.Silencio, salvo por el zumbido del

helicóptero y el ruido de botas quesubían por la loma.

—¡Maldito Penhor! —rugió.Tiró el detonador al suelo.—Vámonos —dijo Bomani, que ya

se había levantado.Abajo, un motor se puso en marcha.

Uno de los tanques despidió gases deescape.

—No —dijo Neliah, jadeante.

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Estaba pensando en Gonsalves. EnGonsalves, en Penhor, en todos lossoldados blancos riéndose de ella. Enina colgando del árbol—. El túnel.Tenemos que destruirlo.

—Pero hemos fracasado.—Si consigo llegar hasta la

dinamita... —Neliah mostró las granadasque había cogido al soldado muerto.Podría usarlas como detonador—.Tungu, protégenos con tu arco. Bomani,sígueme.

—Tengo miedo.Neliah le sujetó una mano.—Vamos juntas —dijo. A Bomani le

temblaba la espada que tenía en la otra

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mano—. Piensa en Muspel. Piensa en tushermanos. ¡Haz rugir tu corazón!

Neliah desenvainó el panga y alzóla vista al cielo para susurrar unapalabra al dios Mukuru.

Y echó a correr.

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26

Campo de trabajos forzados deWutrohr, PAA

17 de septiembre, 9.55 h

Era como estar en el fondo de unpozo. Un pozo lleno de botas que dabanpatadas.

Le llovían por todas partes: lacabeza, la espalda, las piernas. Temíaque la cicatriz de Dunkerque se lereabriera. Patrick se hizo un ovillo paraprotegerse la cabeza con los brazos ydejó que le dieran una paliza. Había

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vivido cosas peores. Durante la GuerraCivil española, cuando todavía era lobastante idealista (o idiota) paracombatir a los fascistas, lo habíacapturado la Legión Cóndor, y habíasoportado unas semanas deinterrogatorio. Fue entonces cuandoaprendió la lección más valiosa al sertorturado: si reaccionabas e intentabasaguantar el tipo, te pegaban más fuerte.El truco era parecer débil, patético.Alguien al que no valía la pena dedicartanto esfuerzo.

Y esconderte todo el rato en elinterior de tu mente.

Cada vez que recibía un puntapié,

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Patrick gemía y suplicaba que pararan.Pensaba en Hannah. Y en Ackerman, encómo los había traicionado: elrodesiano iba a pagarlo muy caro.

Uhrig les ordenó detenerse cuandono llevaban más de cinco minutosgolpeándolo.

—Basta, basta —dijo, como si seaburriera. Se abrió paso entre lossoldados y le tiró del pelo paralevantarle la cara—. ¿Qué coño se creeque es esto? ¿El puto teatro? ¿Goethe?

Patrick no logró enfocar bien lamirada: Uhrig era un borrón conuniforme negro.

—No me peguen más, por favor —

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sollozó.—¿Cree que voy a tragarme esta

mierda? Es usted inteligente,amerikaner, pero yo mucho más. A unviejo zorro como usted hay quequebrantarlo de otra forma. —Carraspeóy esbozó una sonrisa enorme—. Y yo latengo.

Se alejó a grandes zancadas,haciendo girar el bastón de mando.

—¡Tráiganlo!Un soldado le puso el cañón de un

BK44 en la espalda para llevarlo a lafábrica. Las articulaciones no lerespondían y se movía con rigidez.Pasaron junto a una cinta transportadora

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cubierta de grava; unas enormes tuberíasgiratorias. El aire le parecía muycargado, olía a cal viva y a algoempalagoso, casi como algodón deazúcar. Se adentraban en la fábrica.

—Tendría que haber visto losniveles de producción cuando yo llegué—comentó Uhrig, pasando bajo una viga—. Éramos los últimos de lasestadísticas de la DESTA. En un mes ladupliqué. En seis la cuadripliqué. ¿Ycómo me lo agradecen? Hay quejoderse.

Se detuvo y se volvió hacia Patrick.Éste pudo verle las marcas de la cara;tenía las mejillas como carcomidas y un

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cutis blanco como el papel.—Usted me sacará de aquí,

comandante Whaler. Si encuentro a suamigo, volverán a enviarme dondequiero: al frente. Justo a tiempo paraAngola, o tal vez Rodesia.

—¿Rodesia?—Ya lo verá. Claro, preferiría

Angola. Ahí hay más sucios negros delos que encargarse. —Soltó unacarcajada—. Y son más oscuros.

Siguieron su recorrido hacia elcorazón de la fábrica; Uhrig tarareaba elcoro de peregrinos de Tannhäuser.Finalmente llegaron a una puerta en quese leía: PROHIBIDO EL PASO AL

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PERSONAL NO AUTORIZADO.—Tiene suerte, amerikaner —

comentó el nazi mientras cogía unpuñado de llaves—. Sólo las SS hanestado aquí dentro.

Entraron en una sala cilíndrica, pocoiluminada, fría y silenciosa. Sólo se oíael zumbido regular de unoscondensadores. Los guardias parecíanasustados. Pero lo que más impresionó aPatrick fue el hedor. Empezó a respirarpor la boca.

—¡Ah! —exclamó Uhrig, inspirandohondo varias veces—. Igual que enRusia, en otoño del cuarenta y dos,cuando dimos la vuelta a la situación

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contra los bolcheviques. ¿Combatió enel Este, amerikaner?

Patrick negó con la cabeza.—Tiene suerte. Yo todavía tengo

pesadillas. —Dio la luz.Estaban en una pasarela metálica

suspendida en el aire. Bajo ellos habíaun foso lleno de...

Patrick se obligó a alzar los ojos ycontrolar su respiración. «Soy hombremuerto —pensó—. Hombre muerto.»

El guardia que tenía al lado vomitó.—Lárguese de aquí, coño —le

ordenó Uhrig.El guardia se marchó deprisa,

tapándose la boca con una mano.

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—He montado mi propia unidad decomandos —explicó Uhrig a Patrick—.Los Lobos de Wutrohr de las SS.Cualquier cosa para matar elaburrimiento. Pero aquí es imposibleencontrar hombres suficientes. Haydemasiados capullos integrales como él.«Étnicos», no auténticos alemanes.

—Me hará llorar —comentó Patrick.—¿Sabe qué? —dijo Uhrig,

asomado al foso—. Es usted el primeramerikaner que conozco. ¿Es verdad loque dicen? ¿Que su país está lleno depacifistas? —Dijo la última palabra conuna mezcla de desdén y asombro, comosi no pudiera entender el concepto—.

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De judíos y gánsteres. Y que todas lasmujeres son unas putas.

Patrick vio su casa en Las Cruces,las onduladas colinas desérticas.

—No lo sé —contestó—. Hacemucho tiempo que no voy por allí.

—Y que su presidente es un inútil.—Mucho tiempo.—¿Sabe qué creo, amerikaner?

Creo que no participaron en la guerraporque sabían que la perderían. Que noestaban a nuestra altura.

—Tal vez.—¿Es por eso que no combatieron a

los japoneses?—Exacto. Somos los Cobardes

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Unidos de América.Uhrig lo escudriñó en busca del

menor rastro de sarcasmo y volvió afijar la vista en el foso.

—No lo está mirando —se quejó.—Ya he visto lo suficiente.El nazi sonrió y golpeó las corvas de

Patrick con el bastón de mando para quecayera. A continuación, lo sujetó por elpelo y lo obligó a mirar abajo.

—¡Vea un poco más! —soltó, y alhacerlo, le lanzó el aliento en la oreja.

Patrick percibió olor a salami ydevolvió el escaso alimento que tenía enel estómago.

Uhrig lo soltó, riendo.

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—Yo lo haré hablar, amerikaner. —Contempló la masa de abajo—.¡Realmente una de las mejores ideas delgobernador general!

Patrick se limpió el vómito de laboca, con lo que las esposas le arañaronel mentón.

—¿De verdad está vivo?—¿Cómo coño quiere que yo lo

sepa? Sí. Alguien como Kepplar noviaja hasta aquí sin que se lo hayanordenado. —Uhrig se quitó la guerrera ysujetó unas cadenas que colgaban deltecho—. Por lo menos espero que loesté. El gobernador es un hombregeneroso. Recompensa el trabajo duro.

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Si encuentro a su amigo, me sacará deeste agujero —dijo, y tras poner el pieen la nuca de Patrick para obligarle amirar de nuevo, añadió—: ¿Qué leparece?

Patrick notó que la bilis le volvía asubir a la boca.

—Me parece que están locos. Usted.Hochburg. Todos.

Debajo había un montón decadáveres, millares: desnudos, blancos,sin pelo. Unos parecían recientes, otrosya estaban hinchados.

—¿Locos? —se sorprendió Uhrig—.No, no. Esto es una genialidad. Cogemoslos cuerpos de nuestros héroes caídos

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(de las Waffen-SS y el Afrika Korps) ylos trituramos, los mezclamos con cal yyeso, y preparamos un cementoincomparable para la autopistaPanafricana. —Tiró de las cadenas hastaque quedaron suspendidas sobre Patrick—. Estamos literalmente arianizando elsuelo africano. ¿Puede creérselo,amerikaner? La autopista es un cuchillocon la hoja inmaculadamente blanca queatraviesa el corazón del continentenegro.

Patrick deseó no tener las manosesposadas. Quería taparse los oídospara no oír esa locura. Era unaaberración. Una depravación. Si esto se

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supiera en su país, seguro quecombatirían; Washington no podríahacer la vista gorda.

Uhrig incorporó un gancho a lascadenas.

—Átenle los pies.Dos guardias se acercaron con otro

trozo de cadena. El viejo soldadoforcejeó hasta que otro bastonazo deUhrig lo tumbó al suelo cuan largo era.Le ataron las piernas y acoplaron elgancho a la cadena que le rodeaba lostobillos.

Uhrig, situado en un lado de lapasarela, estaba girando una manivela.Se oyó el clic clic clic de un trinquete y

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la cadena empezó a moverse.Levantó a Patrick del suelo.Los guardias lo empujaron hasta que

estuvo sobre el foso colgando cabezaabajo. A diez metros: más cadáveres delos que había visto en su vida. Más quedespués del bombardeo de Guernica,más incluso que en Dunkerque.

La sangre se le agolpaba en lacabeza. Cerró los ojos con fuerza. Seretorció para liberarse. Uno de losguardias rio al ver sus vanos esfuerzos.

—Cierre el pico —le advirtió Uhrig—. O después irá usted. —Se volvióhacia Patrick—. Sólo hay una forma desalir de ésta, amerikaner. Hablar. A

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ver, ¿cómo se llamaba su compañero?Cole, ¿verdad?

Patrick lo vio de nuevo en elcamión. La última vez que se miraron.«Te llevaré con Hannah. Te loprometo.»

—Sí, Cole. —Ya le daba todo igual—. Comandante Cole.

—Dígame algo que yo no sepa,venga. —Uhrig conectó el trinquete.Clic clic.

Patrick descendió medio metro y separó de golpe, con el tirón de cadenasque le dolió en los tobillos.

—¿Dónde está?El zumbido de los condensadores.

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—¿Dónde?Clic clic.—Está haciendo trampa —dijo

Uhrig—. Abra los ojos.Patrick los mantuvo cerrados.—¡Ábralos! O soltaré la cadena.«No puede matarme», pensó Patrick.

E l Gruppenführer se lo habíaprohibido. Entonces, volviómentalmente a la plaza de armas. Estabaconvencido de que Kepplar no tenía niidea de cómo era, y aun así, lo habíacogido con la misma facilidad que a unmembrillo de Burton.

Clic clic clic. Otro descenso brusco.Patrick abrió los ojos.

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—Eso está mejor... ¿Sabe qué? Enlas SS somos muy duros. Como dice elReichsführer, sabemos qué es verquinientos o mil cadáveres. Peroustedes, los amerikaners, son como losbritánicos: cualquier cosa con tal de nocombatir. Quieren una vida fácil.Comidas opulentas y putas baratas. Asíque dígame lo que necesito y saldrá deaquí. —Uhrig inspiró hondo otra vez—.Imagine el sol, el aire fresco.

—Ya se lo dije. Se lo dije alGruppenführer. No lo sé.

Empezó a sonar una alarma. Uhrigalzó los ojos, irritado.

—Averigüe qué pasa —ordenó a

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uno de los guardias.Clic clic.—¡No lo sé! —gritó Patrick otra

vez.—Y un cuerno. Está mintiendo.—No tengo por qué hacerlo; no le

debo nada a Cole.—Ustedes los amerikaners nunca

deben nada a nadie.—Estoy aquí por su culpa.—Kepplar dijo que estuvieron en

Stanleystadt. Es ahí donde está Coleahora, ¿verdad? Escondido en algunaparte.

Clic clic.Patrick descendió de nuevo; trató de

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levantar el cuerpo para alejarlo delfondo. Unas extremidades pálidas yrígidas se alargaban hacia él. Vio dedosque el rigor mortis había dejadocurvados como garras. Bocas abiertas yojos perdidos. El olor era horroroso. Leescocía en la garganta. Pútrido. Acre.

—Estaba en el camión —dijo. Ledolían las orejas—. El que se marchócon Rottman.

—¡Qué oportuno!Clic clic.—Se lo juro.—Llevo trece meses en este

estercolero. Y quiero marcharme cuantoantes. ¿Dónde está Cole?

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El guardia regresó corriendo.—Standartenführer! —gritó—.

Están atacando el túnel otra vez.—¿Qué?—Los rebeldes.—Reúna a todos los hombres y que

vayan inmediatamente al túnel. Esta vezcapturaremos a esos sucios negros. Losdespellejaremos vivos.

Recogió la guerrera.—¿Qué hacemos con él? —preguntó

otro de los guardias, señalando a Patrick—. ¿Vuelvo a subirlo?

—No irá a ninguna parte.Patrick tenía la cabeza a punto de

estallar y le lloraban los ojos. Miró la

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pasarela para no ver la montaña decadáveres.

—Es su última oportunidad,amerikaner. Puede que tarde un buenrato en volver. ¿Dónde está su amigo?

—Ya se lo dije. En el camión.Uhrig resopló y terminó de

abrocharse la guerrera. Comprobó quellevaba la Luger bien enfundada y sedirigió rápidamente a la puerta. Antes dellegar se detuvo y miró de nuevo aPatrick.

Regresó al trinquete... y lo soltó.Patrick gritó.Clic clic clic clic clic clic clic clic

clic clic clic clic clic clic clic clic...

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27

Túnel de Lulua, PAA17 de septiembre, 10.05 h

Neliah se abrió paso entre lossoldados de la calavera, lanzando elpanga a izquierda y derecha. La hierbase manchó de sangre. Bomani le pisabalos talones, enfurecida. Tenía roja lapunta de la espada.

Un soldado sujetó la pierna deNeliah al caer. La muchacha se giró, ledio un machetazo en el brazo y cayó alsuelo sin aliento. Se levantó de

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inmediato mientras otro soldado laapuntaba con el fusil.

Se oyó un siseo.El alemán se desplomó con una

flecha clavada en la cara.Neliah le arrebató el arma y corrió

detrás de Bomani. El aliento del vientole movía los pies, la sed del rungiro laimpulsaba a seguir. Mataría por susantepasados, aquellos a quienes losabuelos de los nazistas habíanmasacrado. Mataría por los que habíantenido que meterse en aquella zanja ensu pueblo natal para morir despedazadospor las granadas, por los gritos quetodavía oía de noche. Pero, sobre todo,

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mataría por papai e ina. Sus espíritus laprotegerían.

Ella y Bomani llegaron a lacarretera.

Desde lo alto de la loma, las flechasde Tungu surcaban el aire y abatíanalemanes. Mortíferas como un fusil. Losnazis se pusieron a cubierto paradisparar contra la loma. Neliah ya podíadía ver el interior del túnel. Trestanques lo separaban de ellas. Unoavanzaba hacia las dos, el otro hacia eltúnel. El suelo temblaba.

—Ten —dijo, entregando el arma aBomani—. Tengo que llegar al túnel.

—¿Qué vas a hacer?

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Neliah cogió las dos granadas quellevaba.

—Basta con una —explicó—. Siexplota, la dinamita también.

Bomani bajó el fusil que llevaba.—Pero ¿quién cuidará de Zuri? —

preguntó a Neliah.—Recuerda que es mayor que yo. —

Volvió a levantarle el fusil—. Mata atodos los que puedas.

Y los pies volvieron a volarle.Llegó al primer tanque, se subió de

un salto a la torreta y abrió la escotilla.El tanquista alzó la vista, sorprendido, yalargó la mano hacia la pistola. Neliahquitó la espoleta de la primera granada,

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la lanzó dentro y cerró la escotilla.Mientras, Bomani disparaba a los

soldados.Neliah saltó al suelo. Una zancada,

dos, tres. Una sonora explosión. Eltanque se estremeció como un monstruoque eructara y despidió humo de suinterior.

El segundo tanque avanzaba hacia eltúnel. Neliah lo alcanzó y se encaramócon la boca llena de gases de escape.

—¡Neliah!Al volverse, vio caer a Bomani. Sus

miradas se encontraron un instante:ayúdame, le suplicó con los ojos. Y,entonces, los soldados de la calavera la

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rodearon y le dispararon a quemarropa.Neliah convirtió su corazón en una

piedra. Ya lloraría después por Bomani.Hizo oscilar la hoja reluciente delpanga y abrió la torreta sin dejarse verdesde el interior. Los disparos lepasaban cerca de la cara.

Un tanquista se asomó fuera, yNeliah le clavó el panga en el pecho, loretorció y lo retiró. Apartó el cadáverde un empujón y se dejó caer en la tripade la bestia de acero.

Detrás de ella, la tercera máquina sehabía puesto en marcha. Y ya losperseguía.

Neliah cerró la escotilla. El interior

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del tanque parecía un horno: el airecaliente rezumaba grasa, sudor ypólvora. Abajo estaba el conductor. Enla torreta, el artillero, que miró aNeliah, boquiabierto.

La muchacha le clavó el panga en elmuslo.

El artillero gritó, su muslo era unsurtidor de sangre.

Neliah sacó la hoja y la colocó en elcuello del artillero.

—Los! —gritó al conductor.—Hazlo, hazlo —suplicó el

artillero. La pierna le sangraba aborbotones.

El conductor dudó un instante antes

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de pisar los pedales. El tanque resonócobrando velocidad.

—Más rápido —dijo Neliah—.Hacia el...

Fuera hubo una fuerte explosión.El tanque tembló. Les llovieron

piedras sueltas, como manos salvajesque golpearan el techo.

Neliah apretó más la hoja contra elcuello del artillero.

—¿Qué es eso?El rostro del hombre reflejó dolor.

Dirigió un dedo ensangrentado hasta unacaja que tenía delante mientrasrespondía:

—El periscopio.

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Neliah no conocía la palabra. Seaventuró a echar un vistazo y, al acercarla cabeza al visor, vio el exterior.Estaban cerca del túnel. Los guardiasazotaban a los trabajadores que corrían.Había un enjambre de soldados de lacalavera.

Y el tercer tanque.Los había adelantado y los apuntaba

con su cañón, que escupió un estallidode luz.

Neliah se apartó del visor.El proyectil explotó en el costado

del tanque con un estruendoensordecedor, haciendo que se inclinarabruscamente a la izquierda. Neliah creyó

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que iban a volcar, pero aquella bestia deacero se asentó de nuevo en el suelo. Elinterior se llenó de humo y chispas. ANeliah le escocían los ojos.

—¡Dispara! —gritó al artillero.Pero el hombre estaba inerte contra

ella, con espuma en la boca. La sacudidade la explosión había provocado que elpanga le atravesara la tráquea.

Neliah tenía problemas pararespirar. Ordenó al conductor queredujera la marcha.

Otro proyectil dio en la parte traseradel tanque.

—¡Aminore!Miró al conductor. Estaba hundido

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en su asiento y los controles,ensangrentados.

A Neliah le ardía la garganta. Tosió,intentó inspirar y empujó la escotillasobre su cabeza. Pero no se movió. Enmedio del humo, buscó a ciegas algunaforma de abrirla.

Encontró una palanca cerca de surodilla.

Tiró de ella, tosiendo como si se lefueran a partir los pulmones. Oyó unaespecie de rugido. Olió a petróleo, perono hubo ninguna explosión, ningúnretroceso del cañón. Tiró una segundavez.

Le llegaron gritos procedentes del

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exterior. Un crujido lo bastante fuertecomo para oírlo por encima del motor.

Se estaba quedando sin aire.Forcejeó de nuevo con la escotilla.

La empujó con todas sus fuerzas,apoyando el cuello y los hombros. Pidióayuda a los espíritus. Unas manosinvisibles se sumaron a ella.

La escotilla se abrió.Asomó la cabeza e inspiró

bocanadas de aire candente.Estaba en el túnel. Las paredes, el

suelo, todo estaba en llamas. El otrotanque se había detenido fuera. El fuegomantenía a los soldados de la calavera adistancia. Delante de ella, un muro de

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escombros.El tanque avanzaba hacia él.Salió por la escotilla y saltó del

tanque panga en mano.

***

El pico golpeó de nuevo, abriendoesta vez un agujero en el techo. Burtonse tapó la cabeza al notar que le entrabaesquisto en los ojos. Cuando pudo verde nuevo, una cara lo estaba mirando através del agujero.

—Parece que lo hemos atravesado—dijo el hombre de arriba con acentopolaco—. Te ayudaremos a subir.

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Le ofreció la mano.Burton alargó la suya para

sujetársela. Era fría y rugosa; le recordóel apretón de manos de Ackerman.

En ese momento, sintió un tirón en lacadena del tobillo. Intentó no soltar lamano, pero cayó de rodillas. Otro tirón ycayó de bruces al suelo.

El polaco desapareció.Desde fuera, tiraron de Burton y lo

arrastraron por el suelo, de vuelta alcorredor. Notó el sabor húmedo de lapiedra en la boca.

Extendió las manos para aferrarse aalgo en las paredes. La roca ledesgarraba el brazo marcado. Sintió

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unas terribles punzadas de dolor.Hundió los dedos en la roca, pero notóque se le escapaba. Tenía que habervarios hombres tirando de la cadena.

Se golpeó la cabeza con la piedra yse le rompió la linterna de minero.Quedó a oscuras. Otro tirón. Y otro. Oyóla voz de Rottman al final del corredor:

—¡Más rápido!—Pero, Hauptsturmführer, ¿y lo

que pasa abajo?—Hay bastantes soldados para

encargarse de ello. No quiero que estecapullo se escape.

Disparos de nuevo. Y otro sonido.Tanques en marcha.

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En el reducido espacio, Burton logrógirarse para quedar boca arriba. Separólas piernas y afianzó los pies en lasparedes de piedra. La cadena tiró denuevo, y un ramalazo de dolor lerecorrió la rodilla y le subió por laespalda. La roca se estabadesintegrando.

En medio de la oscuridad, la voz conacento polaco le habló de nuevo desdeatrás:

—¡Oye! ¿Sigues ahí?Burton alargó frenéticamente la

mano para intentar quitarse el grilletedel pie. Era imposible. Otro tirón de lacadena.

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Burton perdió su punto de apoyo.Lo arrastraron por el agujero

mientras intentaba aterrarse a cualquiercosa que encontrara.

Enseguida estuvo fuera. El techo deltúnel centelleaba rojo y negro. Desdeabajo les llegaban ráfagas de calor. Vioel FP5, el tanque lanzallamas,avanzando hacia la cara de la roca. Semovía erráticamente, con la torreta enllamas. Unos hombres que parecíanantorchas humanas intentaban huir de él.

Rottman se inclinó hacia él y entornósus ojos almendrados. Parecía noimportarle lo que sucedía abajo.

—¿Qué te dije que pasaría si

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intentabas escapar de nuevo? Sujétenlo.Había dos soldados y el otro

Hauptsturmführer. Mantuvieron aBurton en el suelo mientras Rottmanlevantaba el pico y lo apuntaba hacia larodilla de Burton.

Oyó un grito fantasmagórico desdeel otro lado del agujero:

—¿Sigues ahí?Burton logró soltarse una pierna.

Dio una patada, pero no lo bastanterápido.

Rottman levantó el pico.

***

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Neliah aterrizó boca abajo y segolpeó la mandíbula contra el suelo.Notó el sabor de la sangre.

El tanque se estrelló contra la paredde roca y se convirtió en una bola defuego.

Neliah notó el calor en la piel delcuello. Se levantó, sacó la últimagranada y corrió hacia la salida deemergencia donde había puesto ladinamita.

—¡No!Estaba rodeada de fuego.Intentó seguir adelante pero el calor

era demasiado intenso. Vio que lasllamas se acercaban al agujero y la

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escalera. Pronto llegarían a la dinamita,la prenderían y harían lo mismo que lagranada. El túnel se derrumbaría.

Recogió el panga. Echó un vistazoalrededor en busca de una escapatoria.La otra salida de emergencia estabadetrás de un muro naranja y rojo, lomismo que la salida principal. Fuera,los soldados de la calavera habíanretrocedido para protegerse del fuego.Neliah se dirigió hacia el fondo deltúnel, pero comprendió que estabaatrapada entre el fuego y la roca. Estabaempezando a asarse y la carretera, afundirse bajo sus pies.

Sujetó con fuerza la granada.

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Todavía le serviría. Mejor una muerterápida que morir abrasada.

Y, entonces, un último pensamiento.Penhor.¿Qué le había dicho? «Ya no queda

dinamita, nos la llevamos toda. Para labatalla que nos espera.» Pero Neliahhabía encontrado la caja escondida en lacámara acorazada. Había sido fácil. Lohabía sido porque Penhor quería que lohiciera. Sabía que ella volvería al túnel.Y sabía que los detonadores erandefectuosos.

La culpa no era del materialbritánico, sino de la maldad de Penhor.

Las llamas se intensificaron a su

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alrededor.Tropezó y cayó. Acercó las rodillas

al pecho en posición fetal.Pensó en sus padres, en cómo una

v e z ina le había dado un puñado dealmendras dulces y le había pedido queno se lo dijera a Zuri.

—Cuídate —susurró a su hermana—. Dondequiera que vayas.

Cerró los ojos, demasiado secospara derramar lágrimas, y se acercó lagranada al corazón.

Se dispuso a quitarle la anilla.

***

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Abajo, el FP5 provocó unaexplosión al chocar contra la roca, y unabola inmensa de fuego se elevó anteellos hasta el techo. Todo tembló.

Rottman salió despedido haciadelante y el pico cayó al suelo.

Burton dio otra patada con la piernalibre y acertó de lleno en la cara delotro Hauptsturmführer. Se giró en elsuelo y logró liberar uno de sus brazos.Los soldados intentaban sujetarlo comopodían. Burton hundió la mano en laentrepierna de uno de ellos, le encontrólas pelotas y se las retorció.

El soldado gritó de dolor,sujetándose la ingle.

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Burton se giró otra vez. Encontró lapierna del otro soldado. Le clavó losdientes y arrancó un bocado de tela ycarne.

Se puso de pie con la boca como lade un vampiro.

Cogió al soldado que todavía sesujetaba la ingle y lo lanzó hacia la carade la roca. Lo vio caer hacia el infiernoque había abajo, rebotando en variospeñascos. El FP5 se había estrelladocontra el muro de escombros. Por uninstante le pareció ver a una chica, unamuchacha negra, sentada entre lasllamas. Luego, una cortina de humo laocultó.

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Burton se volvió hacia el otrosoldado, el que tenía la piernaensangrentada; vio que se escabullía yse escondía.

Una pala le golpeó las costillas.Burton se tambaleó, se quedó sin alientoy se giró. El otro Hauptsturmführer sele lanzó encima. Burton logró esquivarloagachándose. Gwiwar (un codazo en elesternón), gwiwar yarfe. Le atizó en lanariz con el dorso de la mano. Y unasegunda vez, lo que se la dejóensangrentada y con el cartílago a lavista.

De repente Burton cayó a cuatropatas.

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Alguien le había tirado de la cadenadel tobillo. Era Rottman, que lo estabaapuntando con la Browning.

Pero él tiró a su vez de la cadena.Rottman se tambaleó y falló el tiro.Burton cogió entonces una piedra del

suelo y le golpeó la espinilla. Y otravez, aún más fuerte. Notó que la tibia separtía.

La Browning repiqueteó en el suelo.El alemán se sujetó la bota con unamueca de dolor.

Burton ya volvía a estar de pie.Arremetió contra Rottman usando lacabeza a modo de ariete. Los doscayeron al suelo. Burton le rodeó el

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cuello con la cadena y la tensó. Más. Ymás. Rottman siseó y escupió, con losojos desorbitados. Lanzó la mano haciaatrás y clavó las uñas en las letrasmarcadas en el brazo de Burton.

Burton ignoró el dolor y tiró con másfuerza. Pensó en lo que hombres comoRottman habían hecho a Maddie enViena. Estaba bañado en sudor.

Las uñas se le clavaban cada vezcon menos fuerza en el antebrazo.

Finalmente Rottman se quedóinmóvil.

Burton sintió una satisfacciónmacabra. Apartó a Rottman y registró sucadáver. Encontró las llaves de los

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grilletes, el cargador de repuesto, lapipa y el encendedor de Patrick: ¡supipa de la suerte! Seguía siendo mágica.Se liberó y buscó su pistola. Habíacaído a poca distancia.

La recogió, se la llevó a los labios yla besó.

Se levantó y se asomó para mirarabajo: el túnel y la autopista eran unhorno. Vio hombres tambaleándose deun lado a otro con los cuerposabrasados. Olía a piel y pelo quemados.Pensó en el orfanato de sus padres lanoche del incendio. En los gritos de losniños que se quedaron atrapados dentro.En su padre, inmóvil, mientras las

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llamas lo devoraban...Se remetió la pistola en el cinturón,

a la espalda, y se internó de nuevo en elagujero.

***

Algo aterrizó cerca de Neliah.Era un soldado ensangrentado y

maltrecho.Alzó los ojos, apartando los dedos

de la anilla de la granada.Unos hombres se peleaban en una

pasarela que había sobre ella. Unprisionero y varios guardias de negro.El prisionero luchaba como un diaboli.

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Inmediatamente reconoció el rungiro; lelatía en el pecho como a ella. Mató a losnazistas.

Y desapareció.¿Dónde se había metido? Envainó el

panga a su espalda y subió la pared deroca tras él. Entonces lo vio. El corazónle palpitó.

Había un agujero.Subió lo más rápido que pudo.Bajo ella, las llamas alcanzaron la

salida de emergencia y encontraron ladinamita.

***

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Burton fue más deprisa esta vez. Searrastró a oscuras hasta la cavidad. Nohabía ni rastro del polaco, pero una luzamarillenta se colaba a través de larendija superior. Sintió la brisa en lacara. Olía a piedra húmeda, y también aalgo más dulce.

A aire caldeado por el sol.El techo se agrietó y se estremeció.

Se oyó un ruido parecido al de unacascada subterránea.

Puso una mano a cada lado delagujero y se impulsó para pasar por él.Estaba en una madriguera, desde dondevio otra abertura que atravesaba la roca.Se escabulló por ella, hacia la luz.

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Y salió.Algo se movió delante de él y le

impidió avanzar. Dos columnas negras.Miró entre ellas lo que había debajo.

Otra avalancha de escombros, máshombres trabajando para retirarlos, lablanca superficie de la PAA... Burton lasiguió con la mirada hasta la pradera.Ochenta kilómetros más y estaría en lafrontera de Rodesia del Norte.

¡Rodesia!Sintió la cercanía de la libertad.Sus ojos volvieron a fijarse en las

columnas que le obstruían el paso. Erandel color de la noche, relucientes peroraspadas. Hechas de cuero.

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Se le cayó el alma a los pies.Botas militares.

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28

Después de que la Conferencia deCasablanca entregara África occidentala los nazis, Churchill empezó a contar unchiste amargo. Si querías hacerte rico enel continente negro, tenías que olvidartede los diamantes, del cobre o el oro.Tenías que invertir en botas militares.

Ése sería el sector en expansión.Burton esperaba no volver a ver otro

par en su vida.Se levantó muy despacio, con

cuidado, con los brazos separados delcuerpo para mostrar que no iba armado.

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Notaba el contacto de la Browning en suespalda. Se quedó mirando al cabezacuadrada que tenía delante. Según suplaca, era el Untersturmführer Schenka.Otro «alemán étnico», otro zángano dela cadena de montaje de las SS. Tras élhabía varios guardias con BK44 y ungrupo de trabajadores exhaustos.Reconoció al polaco cuya cara habíavisto antes; tenía la cabeza gacha.

Burton habló con voz autoritaria,apremiante; usó su mejor acentoprusiano para intimidar los orígenespaletos de Schenka:

—Soy el Sturmbannführer Kohl. Dela Gestapo.

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Se le daban fatal esas cosas. Eraconsciente de su aspecto, con lospantalones sucios, la camisa rasgada yla cara empapada de sangre, pero fue loúnico que se le ocurrió. La jerarquía loera todo para los nazis.

Schenka lo miró arriba y abajo, sellevó la mano a la pistolera.

Detrás de Schenka, Burton veía quela PAA seguía su trayecto al sur. Pensóen Lusaka, la capital de Rodesia delNorte, con su aeropuerto y sus vuelos aEuropa. Su primera noche en el paísPatrick y él se habían hospedado en elGrand Hotel. Sábanas almidonadas,restaurante con aire acondicionado,

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piscina. Qué refinado parecía. Quénormal.

—Sandeces —dijo Schenka—.¡Guardias!

Burton fijó los ojos en él y levantóla voz para que todo el mundo pudieraoírlo; tenía un ligero tic en la mejilla:

—Escuche, Untersturmführer. —Dijo el grado con marcado desdén—.Un grupo de comandos ha atacado eltúnel, el mismo que asesinó algobernador general. Tiene que haberoído los disparos. Necesito su ayudapara detenerlos. —Y señaló el agujerodel que había salido—. Por aquí.

—No me han informado de ninguna

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operación —replicó Schenka.—¡Claro que no!—Tendré que comunicarme por

radio con...—No tengo tiempo para eso.

Ayúdeme y le garantizo un ascenso.Cáguela y se pasará los próximos cincoaños en Muspel.

—¿De la Gestapo?—Departamento A4.—¿Cómo sé que no es un

saboteador? ¿O un fugado de laUnterjocher?

—Cuando haga guardia en las dunas,tendrá tiempo para reflexionar alrespecto.

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—Mírenle el brazo —ordenó a losguardias tras un instante de duda.

Antes de que llegaran donde estaba,Burton ya se había subido la manga ymostraba la piel inmaculada.

—Sturmbannführer, se marcasiempre el brazo izquierdo.

—Por supuesto. —Empezó a subirsela otra manga. Schenka dio un pasoadelante para inspeccionárselo.

Kai-duka. El movimiento másviolento del dambe: el cabezazo.

Schenka cayó al suelo, sujetándosela cara con las manos. La sangre lechorreaba entre los dedos.

Los guardias se abalanzaron sobre

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él. Burton derribó al primero, perohabía demasiados. No conseguiríavencerlos a todos.

Se lanzó al suelo, rodó hacia atrás ehizo lo único que podía hacer: volver ameterse al agujero por el que habíasalido.

Se movió deprisa, rogando queninguno de los guardias le disparara,rogando que hubiera una forma de huirde la tormenta de fuego del otro lado.Unas manos lo sujetaron por las botas.

De repente vio una cara.Al parecer, una chica negra quería

salir por el agujero. El pelo le olía ahumo.

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—Avança! Agora!—No —dijo Burton sin haberla

entendido—. Hay alemanes. Nazis.Antes de que pudiera explicarle

nada más, tiraron de él hacia atrás.Levantó la palma de la mano paraprevenir a la muchacha, pero ella losiguió igualmente.

Sobre ellos las piedras sedesprendían hacia el suelo.

Los guardias sacaron a Burton delagujero y lo apuntaron con sus BK.Schenka avanzó hacia él sujetándose aúnla nariz ensangrentada.

—Cabrón de la Unterjocher. Ereshombre muerto. ¡Esposadlo!

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—Untersturmführer —dijo elguardia que estaba junto al agujero—.Hay otro. Un... una negra.

—No puede ser.El guardia la sacó por las orejas.

Burton vio que era joven, apenas unaadolescente, con una cruel cicatriz en lasien. Sus ojos, llenos de fiereza,brillaban como el ónice... igual que aMaddie cuando estaba enojada.

Gruñó al guardia y forcejeó parasoltarse.

Schenka la miró con un mohín deasco y desdén. La tumbó hacia atrás deuna patada en el pecho. La cabeza legolpeó contra el suelo y Schenka levantó

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el pie para pisársela.—¡No!Burton se abalanzó sobre el

Untersturmführer y lo levantó delsuelo. De inmediato recibió una patadaen los riñones y golpes en la espalda yla cabeza. Finalmente, notó la boca deun fusil entre los hombros. Le obligarona arrodillarse junto a la muchacha negra,que tenía herida una mejilla y sangrabapor la nariz.

Schenka se limpió la suya con lamanga, inspiró hondo y escupió a lachica.

—Sólo hay algo que odio más que alos sucios negros —dijo volviéndose

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hacia Burton—. Y ese algo son losamigos de los sucios negros.

La muchacha dijo algo en su idioma.A Burton le sonaba; no era ningunalengua africana.

—Como le gusta tanto, átenlo conella. Se los llevaremos a Uhrig. ElStandartenführer sabrá qué hacer conellos.

Los guardias ataron una muñeca deBurton y otra de la joven negra con unacuerda. La apretaron con tanta fuerzaque Burton sintió que le cortaba lacirculación en el brazo.

La chica seguía hablando:—Tenos que correr.

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—¡Silencio! —ordenó Schenka.Burton vio que le hablaba a él. Se

concentró en lo que estaba diciendo:parecía español; Patrick le habíaenseñado algunas palabras y frases de suépoca en la Guerra Civil. Correr.

Eso estaba claro, había dichocorrer.

La muchacha tenía los ojos puestosen la carretera. No, no en la carretera,sino en la pared del túnel. Burton viouna puerta en ella, tal vez una salida deemergencia. La muchacha tiró de lacuerda que los maniataba y lo miró a losojos asintiendo con la cabeza paraanimarlo.

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—Agora —susurró, tirándole de lamuñeca de nuevo. Se estaba poniendo depie para echarse a correr.

Schenka sacó la Luger y apuntó a lamuchacha.

—Si dices otra palabra te...Hubo una explosión procedente de

lo más profundo de la roca.Sonó tan fuerte que más que oírla,

Burton la sintió: un estruendo vibranteque le recorrió la mandíbula. Se letaponaron los oídos y oyó un pitidoagudo. Les llovió piedra pulverizada.Un instante después, la onda expansivalevantó a Burton del suelo.

Tanto los nazis como los prisioneros

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cayeron al suelo.La roca empezó a vibrar y

desmoronarse, cediendo. Burton sedeslizó hacia un lado, llevado por uncorrimiento de escombros, con la chicanegra atada a su muñeca.

Aterrizaron juntos en medio de unrevoltijo de piernas y brazos, blancos ynegros.

Burton se puso de pietrabajosamente. La chica parpadeaba asu lado como si acabara de despertarse.Tiró de ella hacia arriba para que losiguiera y prácticamente la arrastró trasél.

Schenka intentaba mantenerse de pie,

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con la cara ensangrentada y manchadade tierra. Disparó la Luger y la balarebotó en el suelo, cerca de ellos, peroBurton apenas lo advirtió.

Y entonces se produjo un terriblecrujido. El techo del túnel se estaballenando de fisuras. De chorros de aguasiseante. Y con ellos un sonido nuevo:un gorgoteo veloz. El galope de ciencaballos, como una carga de caballería.Quinientos. Mil.

Diez mil.Llegaron a la salida de emergencia,

donde había unos peldaños en la roca.Burton empezó a subirlos. Con la manolibre se sujetaba a los superiores

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mientras mantenía baja la atada a lamuchacha para que ella pudieraseguirlo. Ahora ya se había despejadodel todo.

Entonces el túnel se derrumbó.

***

El río lo inundó todo. Una olafuriosa de agua implacable.

Burton sintió que la escaleratemblaba. Parecía subirla a cámaralenta. Pudo oír a su madre leyendo laBiblia: «Dijo, pues, Dios a Noé: "Hedecidido acabar con toda carne, porquela tierra está llena de violencias"...»

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Miró hacia abajo. El fondo delhueco era ya un remolino. Fijó los ojosen la muchacha negra esperando verlaaterrorizada. El agua le llegaba a lacintura.

Pero ella parecía sonreír.El agua la cubrió. Burton logró

inspirar una última vez. Una bocanadade aire metálico.

Y todo se volvió negro.

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Tercera parte

ANGOLA DELNORTE

La salvación del hombreblanco está en el fuego...Que las llamas rediman

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nuestras almas,que las llamas purifiquen

África.

WALTER HOCHBURGDiario personal, 1932

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29

Campo de trabajos forzados deWutrohr, PAA

17 de septiembre, 10.25 h

La luz de una linterna rasgó lapenumbra

—No lo veo.—Tiene que estar.La luz recorrió con más esmero los

cadáveres.—Nada.—Sube la cadena.Clic clic clic clic clic...

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Patrick observó desde abajo cómolos guardias accionaban el trinquete. Seestaba quitando la ropa: las botas, lospantalones, la camisa salpicada desangre. Todo. Se pasó la camisa por lacabeza, se quitó las mangas y acabórasgándola por encima de las esposas.Después cogió las botas y las lanzóhacia el rincón más oscuro de laplataforma superior.

—¿Qué habrá sido eso?La luz giró frenética antes de hacer

otra pasada por los cadáveres. Loiluminó por completo.

Patrick se quedó inmóvil, con elcuerpo desnudo apretado contra los

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cadáveres que lo rodeaban. Notó su pielgélida, sintió que el calor le abandonabael cuerpo.

Caer dentro de aquel pozo habíasido como sumergirse en un lago deextremidades congeladas. Al principiogritó horrorizado, hasta que el hedor aputrefacción le llenó los pulmones.Entonces la razón se apoderó de él y vioque tenía una oportunidad de escapar.Los cadáveres lo sostenían: la cadenaque le rodeaba los tobillos ya no estabatensa. Se soltó del gancho, logródesatarse los pies y se hundió más en loscadáveres hasta quedar escondido. Se lehabía subido la sangre a la cabeza.

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Empezó a quitarse la ropa.Su desnudez le serviría de

camuflaje.Clic clic clic clic clic...Los guardias siguieron haciendo

girar el trinquete hasta que el ganchoestuvo a la altura de la pasarela.

—¡No está!—No puede haberse escapado. —

Otra pasada del haz de luz—.Tendremos que bajar a buscarlo.

—Yo no bajo ahí ni por todo el orode África.

—¿Prefieres decir a Uhrig queperdimos a su prisionero?

Silencio. Uno de los guardias gritó:

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—¡Amerikaner, no tieneescapatoria! Deje de fastidiarnos ysalga. —Su voz retumbó por la sala—.No le haremos daño.

Patrick se hundió más. El cuerpo sele estaba enfriando por segundos, lesalía vaho de la boca. Infinidad de ojosvidriosos lo miraban fijamente.

Ruido de cadenas. El trinqueteempezó a moverse otra vez. Uno de losguardias bajaba al foso de pie sobre elgancho.

Clic clic clic...Patrick vio la suela de las botas del

soldado que descendía. Llevaba unBK44 al hombro.

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En el exterior, sonaron unosdisparos.

La cadena se paró de golpe con unasacudida.

—¿Has oído eso?—No es nada.—¿Y si los rebeldes también nos

están atacando a nosotros?—Sigue bajándome.Clic clic clic...El guardia rozó la superficie de los

cadáveres. Intentó torpemente penetrarla oscuridad del recinto con la linterna.

Patrick estaba a cinco metros de él.Alargó la mano hacia el cadáver quetenía al lado e intentó extenderle el

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brazo, pero el rigor mortis se loimpidió. Empujó con más fuerza y, detan rígido que estaba, oyó el chasquidode la articulación del codo. Le levantóel brazo: el saludo al Führer de undifunto.

El movimiento sobresaltó al guardia,que disparó varias veces.

Se oyó el sonido sordo de las balasal empotrarse en los cuerpos. Olía acordita y carne picada.

—¿Qué estás haciendo? —gritó elguardia de arriba.

—He visto algo.—¿Estás loco? Si le disparas, Uhrig

te meterá en la trituradora.

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—¿Y qué coño quieres que haga?Patrick se acercó más al soldado que

tenía encima. Levantó la mano de otrocadáver y la dejó caer.

El guardia se giró; hubo un tintineode cadenas.

—¡Ahí! Se ha movido algo. —Dirigió la luz de la linterna—. Bájame.

Clic clic.Patrick se quedó quieto y contuvo el

aliento, convirtiéndose en un cadávermás. Solía tener pesadillas con todos loshombres que había matado, pero ahorani siquiera podía recordar sus caras.

—Quizá tendríamos que ir porrefuerzos —comentó el guardia de la

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pasarela.—Ya oíste a Uhrig: todo el mundo

ha ido al túnel. No; lo haremos solos. Esun viejo.

Patrick se impulsó repentinamentehacia arriba, cogió al guardia y loarrastró hacia abajo, haciéndolo caerentre los cadáveres. Una ráfaga debalas. Patrick sintió un arañazo calienteen el hombro.

La cadena osciló violentamente. Elhaz de luz rebotó en las paredes.

—¿Qué pasa? —se oyó desdearriba.

Patrick golpeó con fuerza la muñecadel guardia para que soltara el BK y, a

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continuación, le metió la mano entera enla boca. A pesar del rechinar de dientes,empujó hacia abajo con todas susfuerzas.

La mandíbula del alemán se partió.—¿Qué pasa? —insistió el guardia

de arriba.Patrick dobló un dedo y, tras

metérselo en el ojo al alemán lo girócomo si fuera una llave.

—Jenzer, ¿qué ha pasado?La voz de la pasarela sonaba

desesperada.Patrick colgó al guardia del gancho

por la guerrera y apagó la linterna.Oscuridad.

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—¿Jenzer?Clic clic clic...El soldado muerto subió con la

cadena. El cuerpo se le retorcía y delojo le chorreaba una especie de gelatina.Patrick cogió el BK44 y volvió aadoptar su postura boca abajo entre loscadáveres.

Clic clic clic...En alguna parte del complejo

sonaron más disparos y la detonación deuna granada.

Clic clic clic...Un grito ahogado.—¡Cabrón! —El guardia abrió

fuego.

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Las balas rodearon a Patrick,cayeron a pocos centímetros de suespalda y sus nalgas. Contó los disparoshasta que el guardia, jadeante, hubovaciado el cargador. Inmediatamentedespués, unos pasos recorrieron lapasarela situada sobre él y la puerta seabrió y se cerró de golpe.

Silencio, excepto el zumbido de loscondensadores.

Se quedó quieto varios minutos a laespera de que llegaran más guardias.Tenía todo el cuerpo erizado.

No vino ninguno.¡Pues sí que eran valientes los Lobos

de Uhrig!

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Cuando estuvo seguro de no correrpeligro, se levantó y se dirigió a lapasarela aplastando caras con lasrodillas. Se encaramó a ella con el BKal hombro.

Se miró la herida del hombro. Erauna quemadura que no sangraba. Teníalas caderas y los tobillos amarillentos;el resto del cuerpo, cubierto decardenales debido a las patadas que lehabían propinado antes. Cuando era másjoven, se le habrían curado en un abrir ycerrar de ojos; ahora lo acompañaríansemanas. La hinchazón era mayoralrededor de las costillas y de la cicatrizen forma de media luna del abdomen.

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Su cicatriz de Dunkerque.Burton le había cosido torpemente la

herida mientras se escondían de losalemanes. La sutura había sido terrible,pero le había salvado la vida.

Se estremeció. No dejó que esa idease apoderara de él. Tiró de las cadenaspara acercar el guardia muerto, le quitóel uniforme y se puso sus pantalones. Lequedaban tan mal como los que habíarobado en Stanleystadt. «Esto de llevarlos pantalones de un desconocido se estáconvirtiendo en una costumbre»,reflexionó con tristeza. Y empezó abuscar sus botas.

«Puedes perder la ropa —solía

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decir a los legionarios novatos—,puedes perder el arma, incluso lacabeza... pero nunca las botas.» Y, parademostrar que así era, les hacía marcharquince kilómetros por las dunas rocosasde Bel Abbès, descalzos. Nadieolvidaba la lección. Ahora los visualizó,con los pies en carne viva, llenos deampollas. Vio cómo su expresión dedolor pasaba a ser de total decepción,como si supieran que Patrick iba a dejartirado a Burton. No parecía uno de esosque dejan colgados a sus hombres,comentaban. A sus compañeros. A susamigos. Patrick iba a buscarlos. Era elcódigo de la Legión.

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Pero aquel día, en la cárcel, lo habíadejado muy claro. Lo hacía por Hannah.Si las cosas se jodían, no iba a morirseen África. Había desperdiciadodemasiados años de su vida luchandopor causas sin sentido cuando tendríaque haberlos pasado con su familia. Elidealismo tenía un precio que él habíapagado con creces.

Encontró una bota, se la puso de untirón. Luego, la otra.

Burton podría estar en cualquierparte: de nuevo en la carretera, o en eltúnel. Quizá se había escapado y, paraentonces, ya se dirigía a la frontera. Talvez Kepplar lo había capturado...

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Golpeó la pared, frustrado. Tenía elpuño helado. La golpeó de nuevo.

Y se quedó pensativo.Se concentró en Stanleystadt, en el

momento en que los alemanes lo habíansacado de aquel sótano y Rottman lehabía quitado la pipa. El miedo de novolver a ver a su hija, de no podercompensar todos los años perdidos. Eracomo que te obligaran a asomarte a unpozo profundo y oscuro.

No podía hacer nada por Burton; silo intentara, sería hombre muerto. Perotodavía podía cumplir la promesa que lehabía hecho a Hannah: salir de allí, irsea...

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Una puerta cercana se cerró.Cogió el BK44 y se acercó con

rigidez a la salida. Oyó cómo se abríaotra puerta y después se cerraba. Eracomo si alguien estuviera echando unvistazo a todas las habitaciones quehabía en el pasillo.

Quitó el seguro del arma.Pasos. Se abrió otra puerta.Angola. Ése era el plan. Iría a

Angola.Lo había planeado durante el largo

viaje desde Stanleystadt, apretujado enla parte trasera del camión, con los ojoscerrados. Si huía, no tenía sentidodirigirse al sur. Con su ropa de

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vagabundo y su acento yanqui, jamáslograría cruzar la frontera de Rodesia. Yaunque tuviera suerte, ¿qué haríaentonces? Estaría a cientos dekilómetros de Lusaka o de Salisbury, yambas ciudades carecían de salida almar; no tenía documento de identidad, nidinero para comprar un billete de avión.Pero Angola...

La puerta se cerró.El guardia debía de comprobar si se

había escapado. Más pasos. El chirridode unas bisagras al abrirse otra puerta.

La frontera angoleña era porosa.Hablaba suficiente portugués para saliradelante, conocía el terreno de cuando

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había estado allí en el cuarenta y nuevey las Waffen-SS habían invadido el sur(otra misión mercenaria en que la parteque tenía razón era la que pagaba más).Iría rumbo a Luanda y al Atlántico,viajaría de polizón; a un americanosiempre lo atraía la costa occidental deÁfrica. También estaba lo de vengarsede Ackerman. La oportunidad de ponerleuna bala en la cabeza al muy hijo de putapor lo que había hecho.

La puerta se cerró, lo bastante cercacomo para que le llegara la vibración através de la pared. Más pisadas, a muypoca distancia ahora. Vio que el pomoque tenía delante giraba. La puerta se

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abrió con cautela. El cañón de un BK44se asomó por la rendija.

Patrick lo cogió y tiró con fuerza.Una figura entró tambaleándose en la

habitación. Patrick le dio un codazo enla cara y la figura cayó al suelo. Secolocó sobre ella y le apuntó a lagarganta, pero acto seguido bajó elarma, incrédulo.

La figura parpadeó.—He venido a buscarlo... —dijo

antes de perder el conocimiento. Era unachica, no mucho mayor que Hannah, conuna larga trenza.

Patrick le frotó la piel del brazopara quitarle la pintura de camuflaje.

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Pero su primera impresión había sidoacertada. Sacudió la cabeza, incrédulootra vez.

Era negra.

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30

Río Lulua, Kongo17 de septiembre, 10.30 h

No sabía cómo habían sobrevivido.Su padre habría dicho que había sidocosa de Dios; Patrick, que habían tenidosuerte. Pero Burton creyó que había sidoMadeleine. Necesitaba volver aabrazarla, hundir la cara en su cabelleranegra que olía a madreselva; necesitabala vida que podían compartir. Eso leobligaba a seguir adelante. A aspirar esaúltima bocanada de aire.

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Estaba rodeado de oscuridad, de unburbujeo, de la succión del agua que loarrastraba hacia abajo, como a Jonás. Lamuchacha negra seguía atada a sumuñeca. Notó que luchaba contra eltorrente de agua. Ambos se impulsabanhacia arriba.

Hacia arriba.El estómago se le contraía en busca

de oxígeno. Las botas le pesaban comolápidas.

Hacia arriba...Finalmente salieron a la superficie.Burton inspiró aire junto con agua.

Se atragantó. A su alrededor el río erauna caldera. Totalmente revuelto, lucía

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blanco, caqui, marrón. La chica emergióde repente, entre arcadas, esforzándosepara mantenerse por encima de laespuma. Burton tiró de ella hacia arriba.Apenas alcanzó a ver la orilla y seimpulsó hacia ella. Por una vez, estuvoagradecido a Hochburg: le habíaenseñado a nadar.

Finalmente, cuando los músculos yano le respondían, sus pies tocaron elfondo. Avanzó como pudo a través delas olas, arrastrando a la muchacha. Através de una cortina de papiros, y sedesplomó en el barro.

Ambos tosieron y escupieron agua,El agua lastimaba la nariz de Burton.

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Echó la cabeza atrás y entornó los ojosal sol.

La marca del antebrazo le dolía, elrío se la había estimulado. Pero lainmersión le había ido bien: le habíalavado el sudor y la suciedad de losúltimos días. Y la sangre de la boca.

Se sentía bastante recuperado.Se incorporó y examinó los lugares

soleados de la orilla, Tiró de la chica.—¿Hay cocodrilos?La chica negó con la cabeza y se

echó a reír tímidamente.Burton se unió a ella. Rio hasta que

se le saltaron las lágrimas, igual que enel despacho de Hochburg, rio hasta que

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le dolió el pecho. Volvió a ver lahabitación vacía de su madre y se diocuenta de que el aire de sus pulmonesera más valioso que cualquier verdad.

Dejó caer la cabeza en el fango y sequedó allí como un náufrago.

***

Oyó hombres que gritaban a lo lejos.Era un sonido apagado porque todavíale zumbaban los oídos debido a laexplosión en el túnel.

Se sentó, alerta otra vez. Escudriñóla maleza para detectar cualquiermovimiento y vio que estaba en la orilla

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opuesta a la de Rodesia. Las voces seoyeron con claridad, y se desvanecieronhasta que sólo pudo oír la respiración dela chica negra a su lado y la corrientedel río. En él flotaban escombros ycadáveres boca arriba.

Se recostó y dejó que el sol lecalentara la cara, como hacía Patrick. Asu viejo comandante siempre le habíagustado el sol, incluso el deslumbrantedel Sahara; no era extraño que quisierainstalarse en Nuevo México. Le habíadescrito su hacienda muchas veces:paredes color mostaza, habitacionesfrescas y una nevera llena de cerveza.Fuera, una terraza con tumbonas, un

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huerto con limeros y cactus, y el desiertoque se extendía hasta las montañas. Unsitio donde un hombre podía vivir susúltimos años.

Alejó esos pensamientos y seconcentró en la respiración de la chica.Era soñolienta y profunda,sorprendentemente reconfortante.

Le observó la cara. Aparte de lacicatriz en la sien, tenía una nariz anchay la clase de piel que su padre habríacalificado de gemischt (mezclada) en elregistro del orfanato. Llevaba el pelomuy mal cortado. Pero lo que más leimpresionaba era su edad.

Era muy joven.

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De repente, Burton volvió a ver laSchädelplatz, aquella macabra plaza.Algo se le removió por dentro. ¿Qué lehabría hecho Hochburg a esa chica?¿Qué le habría hecho cualquier nazi? Leentraron ganas de tocarla y sentir lacalidez de su piel, la santidad de sucabeza.

La muchacha abrió los ojos y lopilló mirándola. Burton desvió lamirada y cogió la Browning. Comprobóel cargador y lo deslizó de nuevo en susitio; sopló el orificio de escape paraquitarle el agua. Luego la secó bien.

La chica dijo algo que no entendió.Sacudió la cabeza. Ella volvió a

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intentarlo, esta vez en alemán:—¿Cómo te llamas?—Burton.Ella lo repitió. Con su acento, sonó

algo así como Burtang.—¿Y tú?—Neliah. Neliah Tavares.Él volvió a mirarle la cara, se fijó

en lo claros que eran sus ojos. Y en laparte más oscura de la pupila vio algomás: un vacío. Algo que la brutalidadhabía eliminado. Lo había visto muchasveces: en soldados, en refugiados; lohabía visto en sus propios ojos almirarse en el espejo.

Extendió la mano, la que los nazis no

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le habían atado. Tras vacilar un instante,ella se la estrechó. Tenía la piel suave,pero los huesos duros.

—Te debo la vida, Burton...—Nada de juramentos de sangre —

dijo él con la palma de la manolevantada. Pensaba otra vez en Patrick,en Dunkerque—. No me debes nada.

Empezó a desatar la cuerda que uníasus muñecas. El nudo estaba tan fuerteque parecía soldado. Mientras lo hacía,Neliah le miraba la marca del brazo;tenía la manga hecha jirones.

—Siempre estarás marcado —dijoen voz baja.

Como él no contestó, alargó la mano

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y le resiguió con el dedo el triánguloinvertido. Burton apartó el brazo.

—¿Huiste de algún sitio? —lepreguntó—. No he visto una cara negraen todo Kongo.

—Soy angoleña, de la resistencia.—Pero hablas alemán.—Mi madre me enseñó. Decía que

era inteligente saber la lengua de tuenemigo. Su ina era de Damaraland.Huyó a Angola después del Blutbad.

El Blutbad. El baño de sangre.El padre de Burton hablaba a

menudo sobre las masacres en el ÁfricaSudoccidental. Las habían cometido aprincipios de siglo, mucho antes de los

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nazis, los primeros alemanes que lacolonizaron y la bautizaron DeutschSüdwestafrika. Tres cuartas partes de lapoblación negra fueron exterminadas.«Una mancha espantosa en nuestraconciencia», solía llamarlo. Eso fuedespués de que su madre se hubiera ido,después de Hochburg. Años más tarde,Churchill se lo mencionó a Halifax antesde que viajara a Casablanca. «No sepuede confiar en los alemanes. Llevan elasesinato en las venas. La guerra es laúnica diplomacia que conocen», habíaadvertido el ex primer ministro. Segúnse decía, lord Halifax había contestado:«El pueblo ha hablado. Paz para

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conservar el Imperio, señor Churchill.Paz para conservar el Imperio.»

—¿Eres herero? —preguntó Burton.La muchacha asintió.—Conozco a los herero. Son gente

valiente. Guerreros. Siempre dispuestosa luchar. —«Que es más de lo que puededecirse de los británicos», pensó.

—¿Y tú, Burton? —dijo, orgullosa—. ¿Eres alemán? —Hablo el idioma —le dirigió una sonrisa recelosa—. Esinteligente saber la lengua de tuenemigo.

Siguió desatando la cuerda.—Te vi llegar al túnel —comentó

Neliah—. ¿ Qué les pasó a los demás

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hombres con los que ibas?—Supongo que han muerto.—¿Eran amigos tuyos? —preguntó

con el rostro sombrío.—No. Mis amigos están... —Se

concentró en el nudo—. Voy a Rodesia.—Pues tienes que darte prisa. Los

nazistas van a invadirla.Alzó la vista, sobresaltado.—¡Imposible! —exclamó.—Por eso hice explotar el túnel,

para impedírselo. —Se frotó la cicatriz—. También están en Matadi, y atacaránAngola.

—¿Dónde oíste todo eso?—Son órdenes de Luanda. De

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Penhor. Es nuestro comandante.Burton sopesó las palabras de la

chica y pensó en lo que Rougier habíadicho en Stanleystadt.

—¿Conoces a un tal Ackerman? —preguntó a Neliah.

La muchacha negó con la cabeza.—¿Estás segura? Es un agente

británico que trabaja con la resistencia.—Penhor está aliado con los

británicos. Ellos le suministran armas.Pero no he oído nunca ese nombre.¿Quién es?

—El que me envió aquí. A África.—¿Para qué?—Para matar a un hombre.

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—¿Por qué?—Ojalá lo supiera.Voces cercanas.Se agacharon entre los papiros.Burton sacó la Browning, esperando

que estuviera lo bastante seca paradisparar. Se apretó contra el barro ehizo un gesto a Neliah para que loimitara. En lo alto de la orilla aparecióuna patrulla de soldados de las SS. Unoficial los hostigaba a avanzar, lanzandomiradas a diestro y siniestro.

Junto a Burton, Neliah se llevó lamano a la espalda. Hasta entonces,Burton no se había fijado en que llevabau n panga. La muchacha empezó a

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desenvainarlo. Se oyó el roce del metalen el cuero.

—No —siseó Burton.Tenían los soldados justo delante. A

no más de diez metros. Vio que Neliahse tensaba.

Se deslizó hacia ella para sujetarlela mano con que cogía el panga yapoyársela en el barro.

—No he sobrevivido al túnel paraesto —le susurró—. Hay demasiados.

La muchacha, que era fuerte,forcejeó un instante pero acabóasintiendo con la cabeza. Soltó el arma,pero Burton siguió con la mano encimade la de ella. Así de cerca, podía olerle

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la piel. No tenía fragancia alguna, sólola frialdad del agua.

Cuando la patrulla se hubo ido, lasoltó.

—Nos habrían matado —le explicó.Neliah recogió el panga, lo

balanceó hacia Burton y cortó la cuerdaque los unía.

—Debo irme —anunció.—¿Vuelves a Angola?—Mi hermana. Cerca de aquí hay un

campo con chimeneas. Necesita que laayude.

—Es un campo de trabajos forzadosde las SS. ¿Comprendes lo que esosignifica?

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—¿Has estado ahí?—Mi amigo está ahí.—Pues ven conmigo. Mi hermana va

a luchar para liberar a los prisioneros.—Se puso de pie (era casi tan alta comoBurton) y sacó una granada de mano delbolsillo.

—No. Tengo que llegar a Rodesia.—Pero tu amigo... Podemos

salvarlo.Burton dudó, trató de no pensar en

las últimas palabras que había gritado aPatrick, aquella promesa de llevarlojunto a Hannah. Había sido una bravatapara despedirse de él, nada más. Eljuramento fácil de un hombre

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condenado... sólo que ahora tenía unaoportunidad. Sí, se recordó a sí mismo,igual que Patrick la tenía en el muelle deStanleystadt.

—Adiós, Neliah Tavares.Se metió en el río, con la Browning

por encima del agua para que no semojara. Mañana podría estar en Lusaka.

La muchacha lo miró con unaexpresión extraña, como si fuera incapazde comprender lo que estaba haciendo.

—¡Tu amigo! —le gritó con el ceñofruncido.

Burton avanzó hacia la parte másprofunda y empezó a nadar entre losrestos que flotaban. Cuando estaba a la

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mitad de la travesía hacia la otra orilla,vaciló. Se paró, ya no tocaba fondo.

Seguía pensando en la promesa quehabía hecho a Patrick. Y después en supromesa a Madeleine. En el bebé y en sufuturo en la granja. En los membrillos,que pronto habría que recoger. Volvía atenerlo todo a su alcance. Antes deconocer a Maddie, su vida había sidobrutal. Entonces estaba seguro de quemoriría joven o que, si llegaba a viejo,estaría solo, artrítico y destrozado por elpasado. Pero ahora...

Pensó en la promesa que le habíahecho su madre: «No te abandonarénunca, Burton. Nunca.»

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«¿Me lo juras, mamá?»«Te lo juro. Que me muera si no es

verdad.»Esas palabras lo torturaban. ¿Por

qué había tenido que decirle algo quetendría que haber sido evidente? Larecordó, nadando en el río que habíacerca de su casa. Hochburg también lehabía enseñado a nadar a ella. Leencantaba el agua; le prometió que no seahogaría mientras él estuviera con ella.Pronto parecía un pez.

Tantas promesas...Se volvió hacia la orilla de la que

había partido. Vio que Neliah avanzabaentre los papiros, como un leopardo, con

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e l panga por delante. Tenía unasextremidades musculosas. Llegaría alcampo en un periquete. Su padre lehabría apremiado a seguirla, a ofrecerlesu protección: era una niña en el reinode Mólek.

La perdió de vista.Volvió a girarse y siguió nadando:

un crol regular hacia la otra orilla y laperspectiva de Rodesia. El agua seguíaagitada debido a la explosión. Pasójunto a trozos astillados de madera quecabeceaban, junto a piezas de máquinasdiversas. Junto a cadáveres.

Se abrió paso entre ellos.

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31

Schädelplatz, Kongo18 de septiembre, 11.55 h

Permitieron a Dolan hablar dosminutos con el agregado británico, unalfeñique con el traje sudado y un fajode documentos burocráticos bajo elbrazo. La clase de chupatintas que habíatrabajado en alguna subcláusulasecundaria del Tratado de Casablanca.No se molestó en presentarse ni enestrecharle la mano a Dolan.

—¿Le están tratando bien? —

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preguntó.—¿A usted qué le parece? —

respondió Dolan, incapaz de contener larabia.

Después de terminar de interrogarlo,Hochburg había hecho honor a supalabra y había enviado a su propiomédico para que lo tratara. Dolanllevaba ahora la pierna escayolada, peroninguna bolsa de hielo ni pomada podríaocultar la hinchazón de su cara ni losdientes que le faltaban. La guindilla lehabía dejado el blanco de los ojos decolor morado. Se había pasado los dosúltimos días en una celda, padeciendotemblores incontrolables.

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—La verdad, no podemos hacer grancosa por usted —dijo el agregado—.Berlín ha puesto el grito en el cielo...

—Germania.—¿Perdón? Ah, sí, no me

acostumbraré nunca al cambio. Estamosintentando evitar un conflicto bélicogeneralizado. En Rodesia se ha llamadoa filas a los reservistas. Inglaterra haenviado bombarderos. Como si notuviéramos ya bastantes problemas conAngola. Ahora parece que el mismísimoTratado de Casablanca podría serdenunciado.

—¿Y yo, qué? —preguntó Dolan,que pensaba que el dichoso tratado no

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tendría que haberse firmado nunca—.¿Tengo alguna posibilidad de salir deésta?

—Mi consejo es que no admita nada,que se muestre respetuoso durante elproceso, por más farsa que sea y, poramor de Dios —añadió, dándose unostoquecitos en la frente—, deje claro queno hay ninguna conspiración.

—Pero ¿saldré de aquí?—Supongo que no hay ninguna

prueba material propiamente dicha... —El agregado evitó mirarlo de frente.

Momentos después, llevaban aDolan ante el tribunal. El médico deHochburg se había negado a

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proporcionarle unas muletas por miedoa que las usara como arma: se apoyabaen dos guardias.

Se sentó en el banquillo.El tribunal estaba dominado por una

enorme águila y una esvástica situadasobre el estrado del tribunal. A un ladohabía una reducida tribuna abarrotada deuniformes de las SS y lo que Dolansupuso que serían periodistas. Losllamaban los GG, los Geiers deGoebbels. Sus buitres. Sentado enprimera fila, sin una gota de sudor,estaba Hochburg. La sala olía a barniz.Aunque había varios ventiladores detecho, el ambiente era sofocante.

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Llegaron más hombres de uniforme.El agregado británico ocupó su lugardelante del estrado de los jueces. Unostécnicos de la Rundfunk Afrika, laemisora nazi, estaban atareadospreparando su equipo. Dolan se sintióaliviado: por lo menos, no podríantorturarlo de nuevo, no con tantostestigos presentes. Finalmente, elalguacil llamó al orden.

—Todo el mundo en pie. Herrpresidente, el juez Freisler.

Un murmullo de agitación.Roland Freisler, el Loco, la

encarnación de la justicia sanguinaria delos nazis. Había sido presidente del

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Tribunal Popular de Hitler, elVolksgerichtshof; uno de los artíficesdel reasentamiento de los judíos enMadagaskar. Dignatario de altagraduación de las SS en la actualidad,sólo presidía juicios de importancianacional, y había viajado a África apetición de Hochburg.

Todo el mundo se levantó.Dolan observó cómo el juez entraba,

imponente, en la sala. Llevaba una togaburdeos sobre un uniforme negro y unapajarita. Empezaba a clarearle el pelo,tenía una boca avinagrada y lospárpados caídos. Después de un rígidosaludo al Führer, ocupó su puesto y

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presentó a los dos otros jueces de lasSS, sentados a su lado, y a unobservador neutral del Consejo de laNueva Europa: el señor Aguilar, cónsulde España.

«Por lo menos hay una vozindependiente —pensó Dolan—. Puedeque aún tenga una oportunidad.»

Freisler hojeó las notas que teníadelante, anotó algo y alzó la vista paradirigir una mirada penetrante a Dolan.

—¿Es usted un pervertido?Dolan se movió incómodo. La pierna

le dolía horrores y quería sentarse. Nohabía ninguna silla en el banquillo.

—¿Señoría?

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—Es una pregunta sencilla. —Freisler levantó la voz, estridente yflemática—. ¿Es usted un pervertido?¿Es homosexual?

—No.—¿Acaso cree que mi sala es un

váter judío?—No.—¿Por qué no para de toquetearse

entonces?Esa mañana le habían quitado el

uniforme de combate, rasgado yensangrentado, y le habían dado unburdo traje gris con unos pantalonesdemasiado grandes para él; sin cinturón,tirantes ni ropa interior. Tenía que

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pasarse todo el rato subiéndoselos.Soltó la cintura y dejó que los

pantalones le colgaran.Oyó susurros de diversión en la

tribuna.Freisler volvió a centrarse en sus

notas.—Usted es el teniente Owen Dolan,

de la Guardia Galesa de Gran Bretaña.Número de serie 2200118.

Dolan vaciló y dirigió una mirada alagregado británico. Vio que estabagarabateando algo.

—Sí.—Hable al micrófono.Dolan agachó la cabeza.

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—Sí.—¡Más alto!—Sí.—El 14 de septiembre, a

aproximadamente la una de lamadrugada, usted y un grupo decriminales británicos y rodesianos, conel apoyo de los gobiernos de Londres,Lusaka y Salisbury, intentaron asesinaral gobernador general de DeutschKongo. ¿Cómo se declara?

Dolan se planteó alegar locura, peroechó un vistazo a las caras que loobservaban y se dio cuenta de que daríalo mismo.

No dijo nada. Se tanteó con la

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lengua los dientes delanteros que lequedaban. Le bailaban.

—¿Está sordo? ¿Cómo se declara?—No culpa...—Tengo su confesión completa aquí

delante. Con los nombres de los demásconspiradores.

—Esta confesión fue obtenida bajotortura, señoría.

—¡No toleraré calumnias de estetipo en mi sala! —exclamó Freisler—.Admita la verdad y puede que estetribunal muestre clemencia. ¿Formabausted parte del grupo que intentóasesinar al gobernador generalHochburg? ¿Era ese grupo un

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instrumento de la agresiónanglorodesiana?

—No formaba par...—¡Sí o no!—No.—¿Intentó volar la Schädelplatz?Dolan sintió cierto orgullo

profesional. Esbozó una ligera sonrisa.—No.—Borre esa asquerosa sonrisa de

satisfacción de sus labios. Que conste enacta que el prisionero parece encontrardivertido este juicio. ¿Intentó cruzarilegalmente la frontera entre Kongo ySudán?

—No.

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Freisler lanzó la pluma sobre lamesa.

—¡Basta de tonterías! —advirtió—.Usted fue capturado en Doruma. Más decien testigos lo vieron, incluido elgobernador general y su segundo.Tenemos declaraciones de los guardiasbritánicos en Muzunga. ¿Lo niega todo?

Dolan se subió de nuevo lospantalones. No dijo nada. Todo elmundo lo miró. Parte de él queríasuplicar piedad. ¿Qué diría Patrick deeso? Pero sabía que ya era hombremuerto. Y si era así, más valía que dieraalgo de guerra. Reunió el poco espíritude lucha que le quedaba.

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Freisler se estaba poniendonervioso.

—¿Lo capturaron en Doruma? —preguntó.

—Estaba allí de permiso...—Sí o no.—Había ido a un burdel. Sus

Mädchens alemanas son más baratasque las chicas de mi país.

—El acusado dejará de decirvulgaridades.

—Y diez veces más guarras.—¡Degenerado!Dolan tuvo la misma sensación de

triunfo que cuando Kepplar había sidoincapaz de hacerlo hablar.

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—Hay que ver las cosas que hacenpor la patria —soltó con una carcajadairreverente.

Freisler cogió el mazo y lo golpeófrenéticamente. Dirigió una mirada feroza los técnicos de la radio.

—¡Dejen de emitir! ¡Dejen deemitir!

Hochburg se levantó.—Herr presidente —dijo con calma

—, tenemos que seguir. No me gustaríaque nuestros enemigos nos acusaran decelebrar un proceso meramentepropagandístico.

El juez sentado al lado de Freislerse inclinó hacia él para susurrarle algo

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al oído. El presidente del tribunal dejóde aporrear el mazo y enderezó laespalda.

—Tiene razón,Oberstgruppenführer —dijo—. Queconste en acta que el acusado se hanegado a cooperar y ha cometidodesacato a este tribunal. —Se compusola pajarita—. Llamamos a un testigo.

El alguacil salió. Dolan lo siguiócon la mirada. ¿Habrían capturado alcomandante? ¿Al viejo? No, en ese casoestaría con él en el banquillo. Seríaalgún títere. Dirigió la vista a la tribunay captó la atención de Hochburg.

El gobernador general entornó los

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ojos, aburrido.El alguacil regresó y sujetó la puerta

abierta.Un oficial de las SS entró cojeando,

ayudado de un bastón. En la otra manollevaba una carpeta roja en que se leía:«Departamento E. Confidencial.»

Dolan tuvo la sensación de que elsuelo oscilaba. Inspiró una bocanada deaire para despejarse.

El oficial siguió avanzando con unrepiqueteo acompasado del bastón. Alpasar junto a Dolan le lanzó una miradade disculpa. Olía a cebolla y cuero debota.

—¡Hijo de puta! —gritó Dolan,

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abalanzándose sin importarle el dolor dela pierna.

El guardia lo refrenó. Freislergolpeaba de nuevo el mazo.

El oficial de las SS subió al estrado.Con un júbilo apenas contenido, el

juez habló por el micrófono:—Por favor, diga su graduación y su

nombre al tribunal.—Sturmbannführer —dijo el oficial

tras dirigir otra mirada a Dolan. Su vozllenó la sala—. Sturmbannführer LazloRougier. Gestapo.

***

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—Le ruego que disculpe mi aspecto,herr presidente —dijo Rougier. Llevabaun collarín ortopédico—. Pero he tenidoun accidente en Stanleystadt.

—Estamos seguros de que encumplimiento de su deber,Sturmbannführer —respondió Freisler.

Dolan se inclinó en el banquillo paraapoyarse en la barandilla. De repentehacía mucho calor en la sala. El sudor leresbalaba por la cara.

—El acusado mostrará el debidorespeto. Incorpórese, cerdo inmundo.

—La pierna...—Prosiga, Sturmbannführer.—Gracias, herr presidente. Trabajo

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para los servicios de contrainteligenciade la Gestapo. Durante varios meses heestado controlando las actividades deDonald Ackerman, un oficial de altagraduación de los servicios deinteligencia británicos que opera desdeAngola.

Dolan miró al agregado, esperandoque rebatiera esa afirmación. Pero elhombre seguía escribiendo sin levantarla cabeza.

—Ackerman, junto con los agresoresde los gobiernos de Gran Bretaña yRodesia, planearon asesinar algobernador general Hochburg.

—¿Cuál era su móvil?

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—En el Tratado de Casablanca segarantizaban todos los derechos minerosde países extranjeros en territorioalemán hasta 1950, fecha en querevertirían al Reich. La LMC, unaorganización con sede en Lusaka, llegó aun acuerdo con el Oberstgruppenführerpara ampliar tres años la explotación delos campos de Kasai. Supusieron quesería un acuerdo renovable. Pero cuandose enteraron de que el gobernadorgeneral quería que otra empresa seencargara de la producción, la DESTA,la empresa de construcción de las SS,decidieron forzar su destitución.

—¿Qué pinta Ackerman en todo

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esto?Dolan sacudió la cabeza. Era como

las farsas a las que su madre solíallevarlos a él y a su hermano; los actoresrepetían las frases como loritos. Ojalásu hermano estuviera allí con él,burlándose del tribunal con su cararubicunda. «¡Mándalos al infierno,hombre!»

—A la LMC le gusta considerarseuna organización seria —prosiguióRougier—. Como no querían mancharselas manos de sangre, contrataron a losservicios de inteligencia británicos paraque les hicieran el trabajo sucio. Acambio, los británicos percibirían el

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veinte por ciento de su producción anualde diamantes. Aproximadamente,novecientos mil reichmarks.

Los asistentes soltaron unaexclamación ahogada de sorpresa.

—Una cantidad increíble,Sturmbannführer —comentó Freisler—.¿Y para qué necesitaban los británicoseste dinero?

—Para financiar la resistenciaangoleña, suministrarle armas y permitirque libren una guerra de guerrilla contranosotros.

La tribuna estalló.En medio del alboroto, Dolan se fijó

en Hochburg. Ni siquiera pestañeaba.

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Cuando las protestas se apagaron,Freisler se volvió hacia el agregadobritánico:

—¿Qué tiene que decir sobre estasacusaciones?

—Estoy esperando recibirinstrucciones de Londres, herrpresidente. Pero el gobierno de SuMajestad desautoriza cualquier acto deagresión o acción terrorista, sea quiensea el que...

—¿Cuáles eran los detalles de laconspiración? —Freisler se volvió denuevo hacia Rougier.

—Ackerman reclutó a un grupo demercenarios despiadados para que

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llevaran a cabo el magnicidio. Fanáticos—contestó Rougier, levantando lacarpeta—. Si herr presidente me lopermite...

La carpeta fue pasando de un juez aotro, hasta que llegó al señor Aguilar, alagregado británico y, por último, aDolan. Este la abrió y vio unas cuantasfotografías: Lapinski, Vacher, él mismo.Eran las de sus documentos deidentificación, que habían sidoampliadas y habían quedado llenas degrano.

Dolan sacudió la cabeza. Le cayóuna gota de sudor de la frente y salpicólas fotografías. El espíritu de lucha lo

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estaba abandonando. Sólo queríasentarse.

Freisler se dirigió a él:—¿Puede identificar a estos

hombres?—No.—¡So idiota! —exclamó con desdén

—. Ni siquiera puede identificarse a símismo.

Dolan pasó a la siguiente foto. Erade Burton Cole y Patrick. Estabansentados en el borde de una bañera. Elhombre mayor parecía desolado, tenía lacabeza gacha; el comandante parecíaestar mirándose en un espejo.

—¿Y bien? —insistió Freisler.

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—Sí.—¡Hable más alto!—Puedo... puedo identificarlos.—Sus nombres.—Yo mismo, Lapinski, Vacher,

Cole... —Dudó un instante—. Y Whaler.Freisler se reclinó con una expresión

malévola de satisfacción.Pero Dolan creía que todavía le

quedaba una brizna de esperanza. Sequedó mirando al agregado británico,deseando que se pusiera de pie. Quedijera lo que era evidente.

Al final, fue el cónsul español quiensalió en su defensa.

—Herr presidente, con todo respeto,

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aunque esto demuestra la relación entreel acusado y los demás hombres, nodemuestra que existiera unaconspiración para asesinar a herrHochburg. En nombre del Consejo de laNueva Europa, y dada la gravedad delos cargos y sus consecuencias, senecesitarían más pruebas.

Freisler asintió.—Que no se diga que nuestros

tribunales no son escrupulosos —dijo— . Sturmbannführer, tengo entendidoque hay más pruebas.

Rougier estaba hablando a uno delos técnicos de la Rundfunk Afrika, quehizo un gesto con la cabeza a un

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compañero. De inmediato se oyó elsiseo de unos altavoces. Y, después, elruido sordo de una grabación al ponerseen marcha. Agua en movimiento, comouna cascada.

Una voz, con acento francés.Reverberaba pero era nítida. Y, luego,otras:

—¿Qué opinas?—Diría que ya no importa.

Somos asesinos.—Nuestra misión era

[distorsión] del gobernadorgeneral

—Forzar su destitución...

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¿cómo?—Con los máximos perjuicios

para el gobernador. Maté aHochburg con mis propias manos.

—¿Lo estranguló?—Lo acuchillé.

Un clic. La grabación terminó.Silencio.Dolan estaba a punto de llorar de

desesperación. Miró a Aguilar. Vio queestaba sacudiendo la cabeza. A su lado,el agregado se estaba dando toquecitosen la frente.

«Un pelotón de fusilamiento», pensóDolan. Rápido, eficiente. No sentiría

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nada. O quizá la guillotina. Cualquiercosa antes que la horca... Le habíancontado que los nazis lo hacían con unasoga muy corta para que no se te partierael cuello. El ajusticiado podía tardarquince minutos en morir estrangulado,sacudiendo las piernas y con la lenguaazul. Y también había esas historiashorrendas sobre una cuerda de piano.

—¿Reconoce esas voces? —preguntó Freisler.

Dolan agachó la cabeza.Rougier contestó por él:—Son las voces de los comandantes

Cole y Whaler.Freisler reunió sus papeles y les dio

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unos golpecitos en la mesa paraordenarlos.

—Gracias, Sturmbannführer, puederetirarse.

Rougier bajó del estrado y dejó lasala, apoyándose en el bastón.

—Los conspiradores Lapinski yVacher ya han sido neutralizados pornuestras fuerzas de seguridad —comentóFr e i s l e r — . In absentia, declaroculpables al comandante Burton Cole yal comandante Patrick Whaler. —Sevolvió hacia Dolan—. También declaroculpable al acusado aquí presente. Losentencio a muerte.

Susurros de acuerdo en la tribuna.

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«La horca, no, por favor. La horca,no.»

De repente, Dolan se puso a cantar.En galés. No lo hizo conscientemente: laletra le salió de los labios con una vozatronadora, como la de su padre:

—«Señor, condúceme por esta tierraagreste...»

—¡Cállese! —bramó Freisler. Diovarios mazazos—. ¡Cállese, cerdoasqueroso!

—«A mí, peregrino de aspectopobre...»

—¡Silenciadlo!Uno de los guardias le golpeó la

pierna escayolada.

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El acusado se tambaleó en el estradoy la canción murió en su garganta. Através de las lágrimas vio que alguien selevantaba.

—Con su permiso, herr presidente.Hochburg subió al estrado para

dirigirse al tribunal.—Tal vez sería mejor que alguien

llevara una silla al teniente Dolan —comentó antes de ajustar el micrófono yempezar a hablar con la misma vozsuave de barítono que había usado alcortar la guindilla en juliana. Algunosperiodistas de la tribuna se inclinaronpara oírlo mejor—. Alemania es unanación amante de la paz. Basta con

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fijarse en la estabilidad que hemosproporcionado a Europa, o en el Tratadode Casablanca. En África hemos forjadouna sociedad basada en los principiosdel comercio y la tecnología, la higieneracial y la armonía. Pero lo que nosotrosllamamos paz, los otros lo considerandebilidad. Tenemos múltiples enemigos,dispuestos a arruinar nuestro progresopara sus propios fines.

»Primero Angola. Hicimos unllamamiento a la paz, y ellos atacaronKongo. Ayer mismo un ejército decriminales angoleños cometió un terribleacto de sabotaje en la autopistaPanafricana. ¡La Carretera de la

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Amistad!»Y ahora Gran Bretaña y Rodesia

amenazan nuestro Reich en África.Dolan vio que los ojos negros de

Hochburg centelleaban de pasión.Seguía sin sudar ni una sola gota.

—Enviaron a sus asesinos amatarme. Fracasaron. Pero este ataquedescarado no puede quedar impune. Loúnico que conseguiríamos sirecurriéramos a la diplomacia seríaanimar más a los británicos, incitarlos.Ya ven en lo que quedó su promesavacía de querer la «paz para conservarel Imperio». No nos han dejado otrasalida. —Alzó la voz—. ¡Esto es una

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declaración de guerra!»De modo que para proteger

Deutsch Kongo, sus ciudadanos y susrecursos, ordenaré que varias unidadesde las Waffen-SS vayan a Rodesia delNorte a repeler a nuestros enemigos. Lohago con la aprobación absoluta delFührer. Lo hago como cuando él ordenóque nuestras fuerzas entraran en Rusia en1941. Con reticencia, con el mayor delos pesares. Pero hay momentos en lahistoria de cada país en que éste tieneque actuar con decisión si no quiererenunciar a su estilo de vida parasiempre. Como hicimos con lossoviéticos, triunfaremos.

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»Mientras tanto, nuestro noblemariscal Von Arnim ya está al mando desu Afrika Korps para aplastar al régimenterrorista de Angola del Norte. Unrégimen que ahora sabernos que estáfinanciado por los británicos.

»Ahora bien, todavía hayesperanzas. —Hochburg extendió lasmanos—. Sabemos que Cole y Whalersiguen sueltos. Les aseguro que losperseguiremos. Los perseguiremos sintregua. En este mismo instante misegundo, el Gruppenführer Kepplar, vatras sus pasos. Sin embargo, puede quealguien esté dando cobijo a esosasesinos, alguien que esté escuchando

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esta emisión. Sí es así, le recomiendoque los entregue de inmediato; habráclemencia. —Bajó de nuevo la voz—.Puede que el destino de un continenteesté en sus manos.

»Viva el África alemana. HeilHitler!

En la tribuna, miembros de las SS yperiodistas por igual, se levantarontodos a una.

—Sieg Heil! Sieg Heil!Hochburg les pidió que se sentaran,

como si su arrebato lo incomodara.—Palabras dignas del mismísimo

Bismarck —comentó Freisler. Se volvióhacia Dolan—. Su sentencia se ejecutará

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inmediatamente.Dolan notaba una presión creciente

en la cabeza. Oyó muy lejanas laspalabras del juez.

—Normalmente, sería enviado alparedón —indicó con una sonrisamalévola—. Sin embargo, dada lagravedad del delito, por no mencionarsu naturaleza personal, creo que elmedio de ejecución debería quedar adiscreción del gobernador general.

Hochburg asintió.«Que no sea la horca, Dios mío»,

pensó Dolan.—Que sirva de advertencia a todos

los enemigos de la paz en África. —

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Hochburg dictó sentencia.No sería la horca. Sería peor.Peor que nada que Dolan hubiera

podido imaginar.Las rodillas le flaquearon.

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32

Terras de Chisengue, Angola delNorte

18 de septiembre, 13.25 h

—Apaguen eso —pidió Patrick. Nolo soportaba más. «Creo que la forma deejecutarlo debería quedar a discrecióndel gobernador general.»

Nadie se movió. Estaban todosabsortos, escuchando la traducciónsimultánea al portugués.

—¡Apaguen eso!«Que sirva de advertencia a todos

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los enemigos de la paz en África», dijoHochburg antes de especificar el mediode ejecución.

Todos guardaron silencio,horrorizados, al oír la sentencia. Setaparon la boca con la mano.

Patrick se acercó al aparato deradio. Quería lanzarlo al suelo. La ideade que Dolan, el bullicioso y arroganteDolan, fuera a morir de esa forma ledaba ganas de taparse los oídos. Degritar.

Ligio le impidió pasar. Sacó lapistola.

—Usted es uno de ellos, ¿verdad?Patrick se quedó mirando al teniente.

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Era un fortachón que iba de duro, conuna mata de grasiento pelo negro y unosojos que no paraban quietos. Llevaba lacabeza vendada debido al golpe que lehabía dado la hermana de Zuri.

—No soy nadie —dijo Patrick.—Ponga las manos donde pueda

verlas, abuelo, y siéntese. Despacio.Si Burton hubiera estado con él,

habrían derribado al teniente y acabadocon los demás soldados angoleños, perohabía demasiados para combatirlossolo.

Levantó las manos (todavíaesposadas) y volvió a situarse al lado deZuri. La expresión de la muchacha era

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indescifrable: curiosa, protectora,molesta. Estaban sentados en los bancosduros del octógono. Los demásprisioneros que habían salido con ellosdel campo de trabajos forzados estabancerca, apiñados.

—¿Cuál de ellos es? —preguntóLigio.

—Amigo, no tengo nada que ver coneso. Se lo juro.

Ligio apagó la radio sin dejar deapuntar a Patrick con la pistola.

—No soy amigo suyo —dijo—. Y séque está mintiendo. Zuri me contó lo quepasó en el campo. Lo vio todo desde suescondrijo. Vio que mataron a doce

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hombres por su culpa.—Fueron nueve. Los conté.—Por eso fui a buscarlo —comentó

Zuri, y la trenza se le balanceó en laespalda—. Está de nuestra parte.

Ligio movió el arma en dirección aella.

—Tu hermana y tú ya habéiscausado demasiados problemas.Tendríais que haberos quedado en lacocina, donde os corresponde.

Zuri fue a levantarse, pero Patrick laretuvo con una mano. No necesitaba queella lo defendiera. Soltó un suspirocansado y respondió más a la muchachaque a Ligio.

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—Soy Whaler —dijo—. Elamericano.

—¿Por qué no lo has dicho antes? —preguntó Zuri.

—Rougier dijo que fueron losangoleños quienes nos habíantraicionado. No sabía qué pensar. —Porun instante, volvía a obligarle a meter lacabeza en el retrete. Se habíaequivocado con respecto a Ackerman;tendría que haber tenido a ese cabronazofrancés bajo el agua hasta dejarlo tieso.

—Pero, aun así, viniste conmigo.—Creí que podrías ayudarme.

Además... además, me sabía mal habertegolpeado.

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Zuri se pasó el dedo por el labiohinchado, donde Patrick le había atizadoel día antes, y dijo a Ligio:

—Intentó matar al alemán, su jefe.Está de nuestra parte.

Ligio no reaccionó.—Tiene razón —intervino Patrick

—. Yo formaba parte del grupo queAckerman contrató.

—¿Y qué? —dijo el joven teniente.—Ya ha oído el juicio: Ackerman es

quien les suministra las armas. Estamosen el mismo bando, amigo.

—Nunca había oído ese nombre.Eso no es más que propaganda nazi. —Ligio se dirigió al resto de los soldados

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—: ¿Conoce alguien a este talAckerman?

Todos negaron con la cabeza.Patrick iba a replicar, pero cerró la

boca. Podía oír el parloteo de los lorosen el exterior. Tenía la mente demasiadoagotada para intentar entenderlo. Quizásalgún día, sentado en casa con Hannah,podrían resolver el misterio.

—¿Qué hacemos, teniente? —preguntó uno de los soldados angoleños.Eran lo que la Legión llamaba bleus:niños soldados, con los ojosdesorbitados y provistos de armasdemasiado grandes para ellos.

—No lo sé.

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—¡Dejémoslo libre! —propuso Zuri.Patrick la miró, sin saber muy bien

por qué se desvivía tanto por protegerlo.Era cinco años mayor que Hannah y

no podía evitar pensar en lo distintasque habrían sido sus vidas. Por lomenos, Zuri había conocido a su padre.Le había hablado de él mientrasviajaban a Angola; le había contadosobre su muerte, como si él pudierarepararla, o eso era lo que él habíasentido. O quizá fuera culpa. ¿Cuántassúplicas había ignorado desde la últimavez que había estado en Angola? ¿Acuántos padres e hijas había abandonadocuando los nazis invadieron el sur? Y

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todo porque no podían permitirse elsueldo de un mercenario.

—¿Todavía piensas en él? —lehabía preguntado.

—Procuro no hacerlo. —Un silencio—. Pienso en su voz. En el olor de suhabitación, a piel de hombre y a tabaco.En cómo se le iluminaba la cara cuandome cogía en brazos de niña. En que novolveré a verlo...

—Lo siento —dijo Patrick,apretándole el hombro. Tenía un nudo enla garganta: se preguntaba qué diríaHannah si algún desconocido lepreguntara lo mismo. Seguramente, semerecía la respuesta que pudiera dar su

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hija.Después, Zuri le habló de su

hermana menor, Neliah. En cómoviajarían a Luanda para luchar con laresistencia, en que era tan valiente comoella: «¡Mira lo que hice en el campo delas chimeneas!» Tenía algo que lerecordaba a las niñas a las que habíaayudado en Guernica: huérfanasdescalzas y locuaces. Su confianza y suvehemencia lo desconcertaban. Noestaba acostumbrado a tratar conmujeres; desde que tenía uso de razónhabía vivido confinado en el mundo delos uniformes y las armas.

A su vez, ella le preguntó por qué

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estaba en África, por qué los nazis semostraban tan interesados en él. Patrickhabía sorteado sus preguntas, evitadomencionar a Burton a pesar de quetodavía no sabía si había obrado biencon él. En cambio, habló de Ruth, decómo no tendría que haberse casadonunca ni haber tenido ningún hijo; deHannah y de volver a casa. De cómoquería compensarla por el pasado.

Cuando por fin llegaron alcampamento de los rebeldes, llevaron aZuri a presencia de un furioso Ligio. Losangoleños llevaron al octógono a lasdemás mujeres herero, a Patrick y losprisioneros. Le confiscaron el BK44 a

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Patrick. En un rincón, un soldadomanipulaba un receptor de radio paraintentar oír noticias sobre la invasiónalemana del norte, pero en todas lasemisoras se oía lo mismo: el juicio deDolan.

—¿Qué hacemos? —repitió ahora elsoldado.

Ligio dio un paso adelante, apuntó lapistola a la cabeza de Patrick.

—Lo entregamos a los nazistas.Patrick permaneció impasible.—¿Cómo puede hacer eso? —se

sorprendió Zuri.—Ya has oído la radio: «El destino

de África está en nuestras manos.»

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Tenemos que hacerlo.—Mi padre hizo lo que los nazistas

dijeron. Y lo asesinaron.—Teniente —dijo Patrick—. Usted

forma parte de la resistencia. Para losalemanes, eso lo convierte también en unterrorista. Si me entrega, nos matarán alos dos.

—Dijeron que habría una amnistía.—Sí, claro —dijo Patrick con una

carcajada despectiva—. Los alemanesson famosos por ellas.

—Lo quieren a usted, no a nosotros.—Sí... pero ¿qué harán ustedes

después? La invasión ya ha empezado,no tienen adónde ir. Angola está

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acabada.—Todavía podemos derrotarlos.Otra carcajada de desdén.—Eso mismo dijo Stalin.—Pues iremos a Mozambique. —

Ligio alzó la voz para que los demássoldados pudieran oírlo—. Allí nosrecibirán como a héroes.

Patrick sacudió la cabeza: otro jovenguerrero verde que nunca había estadoen combate. ¿No habían oído a Dolanpor la radio? Su voz quebrada. Treintasegundos de fuego enemigo y víscerasderramadas, y ya nada volvería aparecerles heroico. «Tengo que irme deaquí», pensó, antes de que cometan una

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estupidez. Esperó que Zuri lo ayudara.Mostró sus muñecas esposadas: el

teniente estaría en el suelo antes dedarse cuenta.

—Pues será mejor que me entregue,amigo.

Ligio lo siguió apuntando sinmoverse.

—Tiene razón en lo de Mozambique—dijo Zuri, ya de pie, para intentarrestar importancia a lo que el tenientehabía dicho—. Una salus victis nullamsperare salutem.

—¿Qué?—Ningún lugar es seguro para los

vencidos. No tenemos adónde ir. No

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podemos entregarlo.—¿Desde cuándo están al mando las

chicas de la cocina? —dijo Ligio sinapartar los ojos de Patrick.

—Alberto no lo haría.—Mientras el comandante Penhor

esté en Luanda, yo estoy al mando.—¿Y dónde estabas tú cuando

asaltamos el campo de las chimeneas?—Obedeciendo órdenes, no como

tú. —Patrick vio que Ligio enrojecía.—¡Órdenes! Estamos todos en el

mismo bando. No... —Zuri se quedó sinvoz. Palideció.

Patrick siguió su mirada.Estaba observando algo en la

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entrada del octógono. Alguien subía lasescaleras. Una mujerona negra con losojos más tristes que Patrick había vistonunca. Zuri se olvidó de Ligio y avanzóhacia ella.

—Tungu. Tungu, ¿dónde...? —Zurimiró las escaleras y el campamentovacío.

La mujer llamada Tungu entródespacio en la estancia. Iba manchadade barro y llevaba un arco en la mano.

—¿Dónde está Neliah? —preguntóZuri.

—Fue muy valiente —contestóTungu despacio, con rotundidad—. Volóel túnel por el dios Mukuru como había

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prometido. Mató a muchos soldados dela calavera.

—¿Dónde está?La voz de Zuri recordó a Patrick la

de su mujer después de que Hannahnaciera, cuando se habían despertado enmitad del silencio y se había quedadopetrificada porque su hija no lloraba.

Tungu puso una mano en el hombrode Zuri y bajó la cabeza antes de volvera hablar:

—Ahora está con los antepasados.Ellos le cantarán yimbira.

Zuri apartó el hombro. Resopló yadoptó una expresión de dureza. Se tiróde la trenza. Estuvo unos instantes

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inmóvil, hasta que apoyó una rodilla enel suelo. Se sujetó el estómago.

Nadie se movió. Todo el mundo lamiraba.

Zuri se esforzaba por respirar. Eracomo si se le hubiera atragantado unhueso en la garganta. Patrick apartó aLigio y se acercó a ella. Le puso unamano en el cuello y se puso en cuclillas.Zuri se aferró a él. Patrick no recordabala última vez que una mujer, o un niño,lo había abrazado.

—Había un hombre —dijo Patrick aTungu—. Un hombre blanco queenviaron a trabajar al túnel. Pelo rubio...—Trató de describir a Burton.

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—Había muchos prisioneros.—¿Qué les pasó?—El túnel explotó —respondió

Tungu, sacudiendo la cabeza—. Nadieescapó.

Patrick tragó saliva y asintió. Nopodía ser... Burton, tan intrépido,peligroso e idiota: muerto. Recordó lasúltimas palabras que le gritó desde elcamión en el campo de trabajosforzados: «Te llevaré con Hannah. Te loprometo.» Deseó haberse girado paramirarlo. No haber dicho todas aquellascosas en Stanleystadt.

Se puso de pie sin apartar la manode la nuca de Zuri. La muchacha

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sollozaba en voz baja.Oyó algo en el exterior. Trató de

descifrar qué era. Tintineo de correas.Miró por la puerta abierta la luz

moteada de los árboles. Vio unas formasnegras corriendo hacia las escaleras. Sevolvió hacia Ligio.

Pero era demasiado tarde.

***

Una de las paredes del octógonoimplosionó y provocó una avalancha deastillas y humo.

Varios soldados de asalto entraronpor el hueco abierto en la pared. Otros

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subían corriendo las escaleras. Se oíacon claridad el repiqueteo de las botassobre madera, el sonido de lasametralladoras al ser amartilladas. Lossoldados angoleños dejaron caer lasarmas; niños que ya no querían jugarmás.

Estaban rodeados.Patrick vio que una figura conocida

subía los peldaños.—Nada de lágrimas —susurró a

Zuri, ayudándola a ponerse de pie—. Nodelante de estos cabrones.

Al instante, notó el cañón de un armaen la espalda.

—Lo siento, comandante —dijo

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Ligio—. Es lo mejor para mis hombres.—No sea idiota. Van a matarnos a

todos.Uhrig llegó a lo alto de las

escaleras. Se había quitado el uniformenegro de las SS y lucía el tropical decombate, una mezcla de color caqui,verde salvia y marrón, y botas deparacaidista. Llevaba bandoleras demunición cruzadas al pecho y un rollo desoga gruesa colgado del hombro.Escudriñó la estancia con la mirada, sedetuvo un instante en Patrick y siguióhacía las vigas del techo. Sonrió parasus adentros.

Una sonrisa macabra.

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Ligio avanzó un paso, empujando aPatrick por delante.

—Senhor Sturmbannführer...—Sturmbannführer? —repitió

Uhrig con el ceño fruncido, y añadió,tocándose los distintivos del hombro—.Standartenführer, diría yo.

—Senhor Standartenführer —rectificó el otro, haciendo esfuerzospara pronunciar la palabra—, soy elteniente Carlos Ligio de las Fuerzas deDefensa Colonial Portuguesas. Éste esuno de los fugitivos que están buscando.Whaler, el americano.

—¡No! —exclamó Zuri con lasmejillas manchadas de lágrimas.

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Ligio la apartó de un golpe.La expresión de Uhrig asqueó a

Patrick. El nazi observó a Zuri como unhombre hambriento miraría un bistec.

Uhrig saludó a Ligio militarmente.—Gracias, teniente —dijo, y tiró de

Patrick hacia él por las esposas,hincándoselas en las muñecas.

—Su gobernador general... habló declemencia —comentó Ligio.

—Naturalmente. —Uhrig sacó laLuger y lo mató de un tiro.

El ruido del disparo rebotó por lasparedes.

—Lleven a todos los soldados fuera—ordenó Uhrig a sus hombres—.

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Mátenlos.—Son unos críos —intervino

Patrick.—¿Cree que me importa un carajo?—¿Y los demás, Standartenführer?—Llevaremos a los trabajadores de

vuelta a Wutrohr. Las sucias negras...pueden mirar.

Obligaron a las herero a tumbarse enel suelo y las apuntaron a la cabeza. Atodas menos a Zuri.

Uhrig enfundó la Luger y se acercó aPatrick. Le golpeó en el estómago.

Patrick cayó sin respiración. Notólas manazas de varios soldados deasalto, oyó vagamente que Uhrig les

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daba órdenes. Le pasaron una soga entrelas esposas. Luego la lanzaron haciaarriba, por encima de las vigas.

—¿La ve? —preguntó Uhrig—. Esuna cuerda de alpinismo. De cuandoascendí al Kilimanjaro. La mejor cuerdade las SS, más resistente que ninguna.Lo bastante para izar un cerdo. —Carraspeó y escupió—. ¡Subidlo!

Lo levantaron del suelo.Cuando oyó gritar otra vez a Zuri,

rezó para que se callara. Dos soldadostiraban de la cuerda. Lo subieron por loshombros hasta que los pies le colgaron ametro y medio del suelo.

Tenía las articulaciones a punto de

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estallar, los ligamentos de los brazos sele desgarraban lentamente. Parecía quese le iba a partir el abdomen, de tensoque lo tenía.

—Veamos, amerikaner —dijo Uhrig—, ¿por dónde íbamos?

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33

Se oyó una descarga de balas en elexterior.

—Bueno... Adiós, divina juventud—comentó Uhrig—. Nadie podrásalvarlo, comandante Whaler. Así queserá mejor que empiece a hablar.¿Dónde está?

Patrick sentía un dolor terrible enlos brazos y tenía el pecho tan tenso queapenas podía respirar.

—¿Dónde está Cole?Patrick no dijo nada.«Escóndete —pensó—. Es lo único

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que puedes hacer. ¡Escóndete!»Se desconectó mentalmente de la

realidad. Trató de imaginarse suhacienda en Las Cruces. Los arcos quedaban sombra a la puerta principal, lasbaldosas de terracota de la cocina.Hannah con un vestido negro, bronceaday contenta, llamándolo «papá». El calordel sol.

Pero cuanto más se concentraba enla imagen, más pensaba en Burton.

Lo vio aquel primer día en Sidi BelAbbès, cuando apenas tenía edadsuficiente para alistarse voluntario.Hubo algo en su insolencia, en el brilloairado y desesperado de sus ojos que le

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recordó a sí mismo a esa edad. Le habíadicho que volviera a casa con suspadres, que la Legión no era para él. Ysólo logró que estuviera más decididoque nunca a aceptar la paga de Madamela République.

Se oyó una segunda descarga en elexterior. Uhrig parecía aburrido. Sepaseaba sin cesar y sus botasretumbaban en el suelo hueco.

—No lo oigo, amerikaner —dijo—.¿O tal vez necesita algo más persuasivo?

Posó los ojos en Zuri.Otro recuerdo: una instrucción en las

grandes dunas. Kilómetros inacabablesde arena lo bastante caliente para sacar

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ampollas de las pezuñas de un camello.Los novatos fueron cayendo uno a uno,todos menos Burton, empujado por sufuror interior. Nunca había visto tantoaguante. Por la noche, invitó almuchacho a su barracón. Sirvió un parde tazas de vino de higos y brindó:«¡Por el káiser!»

El soldat de seconde Classe Cole sehabía convertido en el mejor soldadoque Patrick había visto en su vida. Teníaunas ansias poco corrientes desobrevivir.

Y ahora estaba muerto.La cuerda crujía con el peso de

Patrick, el dolor de los brazos era

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insufrible. Le parecía que la cicatriz enforma de media luna del estómago se leiba a desgarrar.

«Si salgo de ésta, buscaré aMadeleine. Se lo contaré todo. Lo juro.»

Pero ¿qué le contaría? ¿Que Burtonno había logrado matar a Hochburg, ytampoco había conseguido averiguar laverdad sobre su madre? ¿Que habíamuerto en vano en un túnel perdido de lamano de Dios, aplastado o ahogado?¿Que no tendría que haberse ido nuncade casa? ¿Que Patrick, su mejor amigo,el único hombre en el que confiaba,había huido hacia la sabana con unachica a la que acababa de conocer en

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lugar de ir a salvarlo?Agachó la cabeza.Ligio estaba hecho un ovillo en el

suelo, en medio de un creciente charcode sangre. Zuri estaba arrodillada, entredos soldados, con las manos sobre lacabeza. No dejaba de observarlo, conlos ojos rebosantes de angustia. Patrickdeseó que desviara la mirada.

Uhrig se detuvo. Suspiró.—¿Sabe qué ha sido lo peor de su

huida, amerikaner? Tener que escuchara Kepplar cuando regresó del túnel —aseguró, e imitó a su jefe—:«Encuéntrelo, Standartenführer. No mefalle otra vez.»

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Patrick intentó impulsarse haciaarriba. Lo que fuera para reducir lapresión contra los hombros.

—Por suerte, mis Lobos vieron a esaputa. —Uhrig señaló a Tungu con lacabeza—. Y pudimos seguirla hastaaquí. Y ahora dígame: ¿dónde estáCole?

Patrick permaneció callado.—Fue un largo trecho —prosiguió

Uhrig—. Con mucho tiempo para pensar,y no dejaba de hacerme una pregunta. Esevidente que usted no es uno de esosaislacionistas cobardicas: tiene espíritude lucha. ¿Cómo lograr, pues, quehable? ¿Le iría bien atravesarle la

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rodilla con una bayoneta hasta que salgasuavemente por detrás? ¿O cortarle layema de los dedos? En un mundo idealtendríamos en nuestro poder a su hija,claro.

—No tengo ninguna hija —replicóPatrick, y sintió un escalofrío de terror.

—Tengo buena memoria. Le oíbalbucear al Gruppenführer. Parecíabastante sincero.

—Dije tonterías para despistarlo.—En el frente oriental —contó

Uhrig tras resoplar—, cuandointerrogábamos a los partisanos, habíaalgo infalible: tener a la hija de unhombre. Los hijos no les importaban

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tanto, pero la vida es así. Recuerdo queuna vez mi padre me pegó en plena calleen Hamburgo, a la vista de todo elmundo. Y nadie movió un dedo. Si yohubiese sido rubia y bonita, seguro quelo habrían llevado a los tribunales... —Reflexionó un momento antes de añadir—: Pero las hijas... Con las hijassiempre se obtienen resultados.

Sujetó a Zuri por el pelo y la obligóa levantarse de un tirón. Tenía un puñalen la mano. Se lo puso en el cuello. Lachica se quedó rígida, temblando.

Patrick puso cara de póquer y seconcentró en el dolor de los hombros.

—¿Cree que me importa lo que le

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pase a una mona negra? Adelante.Degüéllela.

—¡Ya estamos! Igual que suactuación en la plaza de armas. Es ustedun actor frustrado, ¿eh, amerikaner?Pero resulta que los vi juntos. Vi lomucho que ella quería salvarlo delteniente.

Pasó despacio el puñal por el cuellode Zuri, lo bajó entre sus pechos haciael vientre hasta llegar a la entrepierna.La muchacha intentó soltarse, pero Uhrigla retuvo por la trenza.

—¿Sabe qué hacían las mujeres enRusia cuando mis Einsatzgruppenllegaban a un nuevo pueblo? Se

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suicidaban, incluidas las viejas.Preferían morir a complacernos. Nuncahabía bastantes para todos, así queteníamos una norma. Diez hombres paracada chica, no más. Si no, te estabasfollando despojos —dijo, moviendo demodo obsceno las caderas.

La indignación de Patrick iba enaumento. Se esforzó en no mostrarninguna reacción. Una palabra y Zuriestaría muerta.

—Mis Lobos suman veinticincohombres en total —comentó Uhrigmientras echaba un vistazo en derredor—. Cuando acaben con ella será unapiltrafa, amerikaner. Lástima que no sea

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su niñita.Patrick soltó un rugido.—¡Lo mataré, cabrón! Se lo juro. —

Se retorció en la cuerda. Las vigascrujieron como si fueran a partirse.

—Muy bien —dijo Uhrig—. Yaestamos llegando a alguna parte.Veamos: ¿dónde está Burton Cole?

—Está muerto.—No me venga con gilipolleces.—Murió en el túnel. Pregúntele a

Tungu.Uhrig le bajó los pantalones a Zuri.

Patrick se fijó en sus piernas, tandelgadas, tan desnudas. Ella forcejeó,pero el alemán le sujetó con más fuerza

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la trenza y tiró como si fuera una correa.La piel de la frente se le tensó sobre elcráneo. El puñal le recorría los muslosarriba y abajo.

—¿Dónde está? —repitió Uhrig.—¡Suéltela!—¿Dónde está Cole?—Murió en la explosión. —Patrick

tiró de nuevo de la cuerda, ya sin sentirdolor—. Fue culpa suya, usted lo envióal túnel.

—Está mintiendo.—¡Suéltela!—Si insiste... —dijo Uhrig con una

sonrisa burlona, y movió el puñal.Zuri cayó de rodillas.

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E l Standartenführer estaba detrásde ella, balanceando la trenza cortada enla mano. Se llevó el pelo a la cara y loolió.

—Siempre me han gustado losrecuerdos —dijo mientras se guardabala trenza en el bolsillo.

Zuri, desesperada, se llevó lasmanos a la parte posterior de la cabeza.Aunque no quería, estaba llorando.

Uhrig la tumbó en el suelo de unapatada y le puso una bota en la espaldapara inmovilizarla.

—Usted —dijo al soldado que teníamás cerca—. Venga a cumplir su deber.

—¿Cuántas veces tengo que

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decírselo? —gritó Patrick—. ¡Cole estámuerto!

El soldado avanzó y observó a lachica despatarrada con aversión.

—Pero, herr Standartenführer, esuna... negroide. Las Leyes deNuremberg...

—No estamos en Alemania. —Uhrigmiró a Patrick—. Hágalo y punto. Finjaque está con una jovencita aria si eso leayuda.

El soldado se desabrochó el cinturóny se detuvo.

—No puedo, herr Standartenführer.No puedo...

—Será capullo... —se quejó Uhrig

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—. Fuera de mi vista, coño.Patrick sintió una lúgubre

satisfacción.Zuri forcejeaba por zafarse. Uhrig la

presionó más con el tacón de la bota.—¡Voluntarios! —pidió.Varios hombres dieron un paso al

frente.—Bien. Usted primero.El soldado dejó el BK44, se puso

sobre Zuri y se bajó la cremallera de lospantalones.

—Es su última oportunidad,amerikaner. ¿Dónde está Burton Cole?

Zuri lo miró con ojos suplicantes.—En Stanleystadt —soltó—. No se

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fue de la ciudad, sigue ahí escondido.—Es usted inteligente, amerikaner

—comentó Uhrig moviendo el dedohacia él tras un instante de duda—. Peroya se lo dije antes: soy más inteligenteque usted. Tendrá que esmerarse más.—Asintió con la cabeza al soldado.

El hombre se arrodilló entre laspiernas de Zuri y le recorrió el cuerpocon los ojos. Luego, se le echó encima,mientras ella gemía y se retorcía. Losdemás soldados se acercaron paramirar.

—Seguro que no es lo mismo que sifuera fräulein Whaler —comentó Uhrig—. Pero servirá.

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Patrick se revolvió en la cuerda conun rictus de desesperación. Se concentróen las vigas.

Entonces se oyó un grito muy agudo,como un animal atravesado por unalanza.

¡Por Dios! Pero ¿qué le estabanhaciendo? Patrick se obligó a mirar y nodio crédito a lo que vio: el soldadointentaba levantarse sujetándose laentrepierna, que le sangraba enabundancia.

En las tablas del suelo, entre losmuslos de Zuri, había un agujero. Patrickalcanzó a ver cómo la punta de unmachete oxidado desaparecía por él.

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Perplejidad en Uhrig.Alguien lanzó una granada de mano

que rodó por el suelo hacia lossoldados.

Zuri se alejó y se hizo un ovillo.Patrick impulsó el cuerpo hacia arribacon todas sus fuerzas.

—¡Corred! —bramó Uhrig.

***

Tres, dos, uno...Burton contó los últimos segundos

de la espoleta.La granada explotó.Un resplandor fugaz. Gritos.

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Quitó más tablas a puntapiés e hizopasar a Neliah por el agujero.

—¡Ve! —dijo a la muchacha, quetemblaba de rabia, con el pangaensangrentado en la mano.

Él se quedó atrás, entre los soportesdel octógono. En cada mano llevaba unode los BK44 que habían cogido a losguardias del perímetro después dedegollarlos. Se asomó a través de lastablas. Disparó allí donde vio botas.

Saltaron trozos de madera. Las balasdesgarraron pies y tobillos. Más gritos.Pedazos de carne arrancada.

Levantó más tablas a puntapiés ydisparó.

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Avance, disparos. Avance, disparos.Terminó la munición del primer BK.

Lo lanzó al suelo.—¡Unidades lanzallamas! —gritaba

Uhrig—. ¡Que vengan las unidadeslanzallamas!

Varios soldados corrieron hacia eledificio, uno de ellos con un depósito ala espalda. Burton se situó frente a lasescaleras. Esperó a que sus botasresonaran en los peldaños y mantuvo elgatillo apretado.

Esta vez las balas destrozaronespinillas. Apuntó más arriba. Acertó alsoldado del lanzallamas.

Fuuu. Una bola de fuego.

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Hundió la cara en la tierra. Notó queel vello de los brazos se le chamuscaba.Las orejas le ardían. Apestaba apetróleo.

Se alejó de la escalera incendiada yregresó al agujero. Se encaramó y echóun vistazo al octógono.

Estaba cubierto de cadáveres y lasparedes, en llamas. Vio a Neliaharrodillada junto a su hermana convarias mujeres negras alrededor. Habíansoltado a Patrick, que empuñaba un BKcon manos temblorosas, como si apenaspudiera sostenerlo. Tenía el semblantedemudado, sediento de sangre. Unamalla de arrugas lívidas.

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—¡Uhrig! —rugió—. Eres hombremuerto. ¿Me oyes? ¡Voy a matarte! —gritó acribillando todo lo que veía.

Se detuvo en seco y se quedómirando a Burton, tan atónico que éstecasi se echó a reír; tout bouleversé,llamaban a esa expresión en la Legión.

—Comandante Whaler, baja y cubrenuestra huida —ordenó.

No obtuvo reacción alguna.—¡Comandante!Patrick le dirigió otra mirada

sorprendida con la boca desencajada... yse metió por el agujero del suelo.

Burton se volvió hacia Neliah, quele estaba subiendo los pantalones a su

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hermana.—¿Puede andar?—Sí.—Volvamos por el agujero.Las ayudó a bajar.Las llamas habían llegado a las

vigas. A través del fuego alcanzó a verunas formas que se acercaban a él. Eldestello de balas.

Devolvió el fuego hasta terminar elcargador. Sacó la Browning y saltó alpiso inferior.

—Necesitamos más armas —dijo aNeliah.

—La santabárbara. —Abrazaba a suhermana, a la que protegía con el panga

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sobre el pecho—. Por aquí.Corrieron a través del humo hasta un

edificio bajo de ladrillo. Las llamas deloctógono se estaban propagando a lasdemás chozas. Se oía crujir la madera yla paja. Olía a cuero quemado. Alguiensuplicaba ayuda en alemán.

—Aquí abajo —dijo Neliah,refugiándose dentro—. Tungu, ve conellos.

Una mujerona herero desaparecióescaleras abajo. Burton y Patrick lasiguieron hasta un almacén. Había unoscuantos Enfield 303, una ametralladoraThompson. Cajas con munición,cantimploras, suministros médicos.

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Burton se colgó la Thompson delhombro y pasó las demás armas a Tungu.

—¡Vete!La mujer se marchó corriendo

escaleras arriba. Patrick estabametiendo ampollas de morfina,jeringuillas, vendas y botellas de aguaen una mochila. Burton cogió entoncesuna caja de munición.

—Me dijeron que habías muerto enel túnel —comentó Patrick.

—Aún no.De repente Patrick lo abrazó, y su

barba le rascó las mejillas. Burton loapartó de un empujón.

—¡Tenemos que irnos! —dijo.

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—Las manos. —Patrick puso lasmuñecas esposadas en el suelo y volvióla cabeza para alejarla de ellas.

Burton apuntó al centro de la cadenacon la Browning e hizo un únicodisparo. Las esposas se soltaron.

Patrick metió las últimasprovisiones en la mochila.

—Espera —dijo a Burton—. Hayalgo más. Hochburg está vivo.

—¡¿Qué?!—Sí, vivo.Burton se quedó helado. Fue como

aquel día en la granja, entre losmembrillos. El recinto pareció venírseleencima, oscurecerse. Era como si de

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repente el aire contuviera menosoxígeno y fuera tan denso que se leatragantara. Notó el sabor de la sangre ylas lágrimas. Su voz fue un merosusurro:

—No puede ser.—Le oí hablar por la radio con

Rougier; fue él quien nos traicionó, noAckerman. Me equivoqué con él.

—Pero yo lo maté.La voz de Neliah retumbó escaleras

abajo:—¡Daos prisa!—Mataste a un doble —explicó

Patrick.Arriba se oían disparos de armas de

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mayor calibre. MG48.—¡Vamos, deprisa! —los urgió

Neliah de nuevo.Parecía que estuviera muy lejos.

Burton se quedó alelado. Se notaba lalengua rígida y reseca. No podía tragar.

Hochburg seguía vivo...Cogió entonces las últimas cajas de

munición y corrió escaleras arriba, conPatrick siguiéndolo.

Llegaron arriba. Había varioshombres blancos mirando a las mujeresherero. Burton levantó la Thompson.

—¡No! —exclamó Neliah—. Mirasus brazos.

Llevaban marcadas las letras UJ.

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Ponían cara de asombro y de miedo.Eran prisioneros fugitivos.

Burton asomó la cabeza por lapuerta. Las unidades lanzallamasrecorrían el campamento. Unas rugientescolumnas naranjas y rojas lo devorabantodo. Tras ellas, más soldados.

No hizo falta decir nada.Patrick y Neliah fueron a ayudar a

Zuri, pero ella los rechazó, cogió una delas armas que llevaba Tungu y echó acorrer. Burton pensó que iba a atacar alos alemanes, pero se desvió. Se perdióentre la maleza alta. Neliah y las demásmujeres fueron tras ella, seguidas de losprisioneros y, por último de Patrick y

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Burton.El campamento fue pasto de las

llamas.

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Schädelplatz, Kongo19 de septiembre, 6.38 h

Cuando los guardias llegaron, estabadecidido a intentarlo. Ya no leimportaba la pierna rota, ni que ledispararan. Era preferible una bala en lacabeza al martirio que le esperaba.

Hasta la horca y una soga cortahabría sido mejor.

Dolan trató de dominarse, de tensarel cuerpo, pero los temblores apenas siremitieron un momento. Unos temblores

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que le bajaban del pecho al estómago y,de ahí, a las extremidades. Los pocosdientes que conservaba lecastañeteaban.

Todavía no podía creer que fueraverdad. Todo parecía confuso. Irreal.

Una puerta se abrió en alguna parte.Oyó unas botas que se acercaban a sucelda. Cerró los ojos. Se preparó. Teníalos músculos laxos.

Había creído que la noche pasaríavolando, pero se le había hecho eterna.Antes, había ido a verlo un guardia departe de Hochburg para decirle queeligiera su última cena. Dolan quiso quefuera algo complicado para un cocinero

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alemán. Un último e inútil gesto dedesafío. Era lo único que le quedaba.

—Un bizcocho borracho —soltó.Como el que su madre solía preparar enNavidades.

Horas después, el guardia volviócon una cuchara de plata y un plato conel bizcocho. Fue el más rico que habíacomido nunca, mejor que el de casa.Tajadas de fresas y mango, bizcocho aljerez y crema dorada. Una crema dulce yespesa. En cuanto terminó de comer,vomitó en un rincón.

Los pasos llegaron a la puerta. Unallave giró en la cerradura.

—Es la hora.

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Unos guardias entraron en la celda.El corazón le latió con fuerza. Se

puso tenso y apretó los puños, pero sesintió demasiado débil para intentarnada.

Lo pusieron de pie y lo llevaronfuera. El cielo estaba cubierto poralgunas nubes entre grises y malvas. Loscráneos casi resplandecían. Iban aejecutarlo al otro lado de la plaza. Nopudo mirar el lugar, giró la cabeza haciael otro lado. Empezó a temblar a pesardel aire agradable de la mañana.

—«Señor, condúceme por esta tierraagreste —murmuró para sí—. A mí... amí, un peregrino...» —Recordó que lo

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cantaba en la escuela.Se había congregado un reducido

grupo de curiosos: los burócratas y lostorturadores de la Schädelplatz,secretarias con faldas de tubo, unbostezante señor Aguilar, el agregadobritánico. Alguien había llevado a sushijos. Dolan vio a dos niños conuniformes de las Juventudes Hitlerianasque se perseguían uno a otro. Se pararoncuando él se acercó y se situaron junto asu padre.

Los guardias lo condujeron a travésde los reunidos mientras la escayolaarañaba el suelo al andar...

Y ahí estaba.

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¿Cuántas veces había estudiado losplanos de la Schädelplatz, sinimaginarse nunca que todo acabaría allí?

Había tres.—«A mí, un peregrino de aspecto...

pobre.»Tres pirámides de madera, cada una

con una estaca que sobresalía del centro.Lo llevaron a la pira de la izquierda,

la rodearon hasta atrás y subieron unospocos peldaños para llegar a unaplataforma oculta entre los troncos. Elhedor a petróleo era sofocante.

Lo encadenaron al poste y lo dejaronsolo. Oyó el tintineo de un móvil enalguna parte.

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«No tengo fuerzas... o vida en mí...»Ahora cantaba mentalmente; tenía lagarganta demasiado tensa para hacerloen voz alta.

En el otro lado de la plaza, pordonde él acababa de salir, aparecierontres hombres. Dos llevaban sendosestandartes con la esvástica. El delcentro, una antorcha encendida. Los tresiban con una capucha negra. Marcharonsolemnemente hacia él. A su espalda, untambor repiqueteaba marcialmente.

Dolan miró a los asistentes con ojossuplicantes. ¡Por favor! Alguien teníaque parar aquello. Era 1952, no la EdadMedia, joder. En la primera fila,

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flanqueado por su guardia personal, vioa Hochburg con el perro a sus pies.Tenía la mirada fija detrás de las piras,en algún punto invisible. Su rostro eraimpasible, frío y cruel, como sus ojosnegros.

¿Serían lo último que vería? Dospuntos oscuros.

Empezó a retorcerse. Una serie deimágenes le acudieron fugaces a lamemoria. Se esforzó por encontrarlessentido, como si pudieran ofrecerle unmodo de salvarse.

Su casa... El empapelado frío yhúmedo de su habitación con aquelestampado floreado que tanto le

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desagradaba... Una novia muy golosaque siempre sabía a caramelo para la tosy a dulce de frutas cuando la sobaba...Su hermano, sacándole brillo a lasbotas, siempre tan alegre...

Había muerto en Dunkerque,bombardeado en el agua mientras lasFuerzas Expedicionarias intentaban huir.Un héroe, decían los partes, un ejemploa seguir. Los supervivientes hablaban deun mar teñido de rojo. ¿Cómo pudo elpaís rendirse después de aquello? Esono era paz, por más que lo dijeran lospolíticos; era una derrota.

La antorcha y las esvásticas sehabían acercado lo suficiente para que

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Dolan oliera la llama ardiente. Surespiración se volvió tan rápida comolos disparos de una ametralladora. Lagente se apartó para dejar paso a lacomitiva.

Un pastel con azúcar glaseado...Dolan se vio soplando seis velitas... Laoficina de reclutamiento de Newport eldía que cumplía dieciocho años, y sumadre llorando de nuevo a mocotendido... Los instructores militaresmartilleándole el oído... Su cajitamágica, abarrotada de dinamita... Elentrenamiento de evacuación... Elzumbido de los helicópteros...

¡Helicópteros! Era eso.

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Lo salvarían. Un grupo de comandosdirigido por Patrick y por el comandantellegaría en helicóptero y bajaría a laplaza disparando a diestro y siniestro.No le dejarían morir ahí, no así, nototalmente solo. Dolan escudriñó elcielo, esperando ver aparecer unhelicóptero en cualquier momento.

El verdugo había llegado a la basede la pira. Se volvió hacia el público yles mostró la antorcha. Todos alzaron elbrazo en un saludo mudo al Führer.Incluidos Aguilar y el agregadobritánico.

El tambor dejó de tocar. Hochburgasintió.

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El verdugo bajó la llama hacia lamadera, que prendió al instante.

Dolan miró su cara cubierta.Después, observó a los reunidos. Losdos niños de las Juventudes Hitlerianaslo observaban atentamente con unatímida sonrisa en los labios.

Volvió otra vez la vista al cielo, sinprestar atención al humo que le anegabala nariz y la boca. La peste acombustible era insoportable. Notó quese le derretía la escayola y se le fundíacon la piel. Buscó, entre lágrimas, elhelicóptero de rescate.

Llegaría de un momento a otro. Deun momento a otro.

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El horizonte siguió vacío.

***

El galés gritó. Y gritó.Hochburg contempló cómo las

llamas le subían en espiral por elcuerpo; no sintió nada, como cuando depequeño quemaba escorpiones bajo unalupa. Sabía que había quien no aprobabasus métodos, como Arnim, por ejemplo,pero sólo un castigo de una dureza asídisuadiría a sus enemigos en el futuro.

Dolan se retorció, los tendones delcuello marcados como cables bajo lapiel. Le salieron ampollas y se le

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reventaron. No cerró los ojos ni una solavez; los tenía clavados en el cielo.

Los curiosos congregados alrededorde Hochburg murmuraron y se alejaronun poco del espectáculo. Algunasmujeres se fueron llorando. Hochburgvio que dos niños se negaban a que supadre se los llevara. El aire olía achicharrones: dulce, rico, purificado.Igual que aquella primera vez...

Y Dolan seguía gritando.A su lado había dos piras más: una

para el americano cuando lo capturaran,la otra para Burton Cole. Sí todavíaestaba vivo. Hochburg rogaba no verseprivado de esa satisfacción. Todo ese

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ritual era por él. Con muchos años deretraso.

Ya había usado antes el fuego paraimpartir justicia. Lo reservaba a lostraidores más viles, a quienes destruíanlas glorias que él había proporcionado aÁfrica. Una vez, tras un alzamiento enMuspel, había quemado suficientesnegros como para ennegrecer el cielo.Ennegrecer, al Reichsführer le habíagustado la ironía. Pero la primera vezhabía sido hacía veinte años, antes dellevar la esvástica, en una playa desiertade Togolandia, la noche en quefinalmente había renegado de Dios.

Dos días después de haber enterrado

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a su Eleanor.Cuando la encontró, estaba

acurrucada de espaldas al agua; el marestaba en calma, el sol bajo. Tenía lacara destrozada, la ropa hecha jirones.La arena bajo su cuerpo estabamanchada de marrón oscuro.

La furia invadió a Hochburg. Suagotamiento desapareció. Fue comocuando encontró a sus padres, a suhermano y a su hermana. Cuando habíasalido de su escondrijo y los habíaencontrado tirados en el suelo.Destripados.

—¡Dios mío! ¡Eleanor! —Habíacaído de rodillas y la había recogido

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con cuidado del suelo. Olía a cobre ysaliva—. ¿Quién te ha hecho esto? —preguntó en inglés—. ¿Quién?

—¿Walter? —preguntó Eleanor,parpadeando—. ¿Eres tú? —Hablabacon dificultad.

Hizo repaso de sus heridas: loscortes, los rasguños, los cardenales.Tenía los muslos empapados de sangre.

—¿Quién ha sido?—Sabía que vendrías.—No he parado de buscarte desde

que te fuiste. —Se secó el sudor delpelo—. No he dormido ni comido... —añadió con lágrimas en los ojos—. ¿Quéte han hecho?

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No le contestó; se limitó a alargarlela mano. Y él se la cogió con tantafuerza que ella gimió. Le pareció unamano diminuta, tan frágil que podríaaplastársela, como el día que seconocieron y se la ofreció con tantaceremonia. Ambos habían sido muytímidos entonces. Él no había olvidadonunca ese primer contacto: la calidez, lainmediata sensación de estar hechos eluno para el otro. Ahora tenía la pielhelada, y ese frío se le traspasaba a él.

—¿Por qué? —preguntó con fiereza.Eleanor lo había dejado tres días antes—. ¿Por qué te fuiste?

Ella intentó retirar la mano pero él

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no se lo permitió.—¿Cuántas veces tengo que

decírtelo? Por Burton.Hochburg no respondió.—No dejo de verlo... solo.

Confundido. Lloroso —dijo con larespiración entrecortada—. No logroquitarme esa imagen de la cabeza. Nopuedo vivir más así... no puedo vivirtranquila. Le prometí que jamás loabandonaría. Se lo prometí...

—¿Y lo que me prometiste a mí?—Oh, Walter... Tenía que irme. Los

dos sabíamos que había llegado elmomento.

Hochburg sintió una terrible

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amargura y desvió la mirada hacia elmar. Era una de esas puestas de sol enque el cielo adquiría la tonalidad delacero más que de la sangre.

—¿Qué pensabas hacer? —lepreguntó—. ¿Esperar un barco que tellevara a Lomé? No te habrían vistonunca.

Eleanor logró sonreír, señaló con lacabeza un montón de madera un pocomás allá, en la playa.

—Iba a encender una hoguera —leexplicó.

—Una hoguera —repitió Hochburg—. «Como la llama devora lasmontañas, así persíguelos con tu

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tormenta... Con tu huracán llénalos deterror» —citó de memoria. Salmos 83,15-16,

Eleanor se lo había susurrado aloído después de la primera y frenéticavez que habían hecho el amor, mientrasse secaban el sudor y se vestían paraacudir a la oración de la tarde. Solíanrepetirlo después de sus apareamientosen el orfanato. Nunca supo por qué. Laspalabras le perseguían. Se burlaban deél.

Hochburg estuvo un buen ratocallado, respirando acompasadamentecon ella. Eleanor cerró los ojos, apoyóla cabeza en él; la vida se le estaba

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escapando.—¡Eleanor! —la urgió Hochburg—.

Mírame. Tengo una idea.Eleanor parpadeó de nuevo. Lo miró

con aquellos ojos azul porcelanamoteados de gris.

—Burton puede vivir con nosotros—dijo Hochburg—. Viviremos los trescomo una familia. —Acalló sus celos—.Tenía que haberlo pensado antes.

—Ya es demasiado tarde, Walter.—¡No!—Demasiado tarde para mí.—No deberías haberte ido sola. Te

dije que era peligroso.—Tenía que regresar.

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—Yo podría haberte protegido.—Si te hubiera dicho lo que pensaba

hacer —dijo mientras intentaba soltarsede nuevo—, regresar a casa, no mehabrías dejado marchar.

—Pero mira lo que te han hecho...—Se le quebró la voz.

—Es la voluntad de Dios.—No.—Su tormenta... El castigo por mi

debilidad.Hochburg bajó la cabeza y el pelo

lacio le cayó sobre la cara.—Ningún Dios, ningún Dios

verdadero y amoroso permitiría quepasara algo así.

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—Hemos pecado... Le he roto elcorazón a mi niño. A mi marido...

—¡No!—Tienes que encontrarlos, Walter.

—Tragó saliva casi sin fuerzas—.Ruégales que me... perdonen.

Acercó la cara de Eleanor a la suya,notó que tenía la mejilla hinchada.

—No puedes morir, Eleanor. No voya permitirlo.

Por fin pudo soltarse de él. Pareciócostarle el último soplo de vida.

—Prométemelo —pidió.—Te lo prohíbo. —La meció

adelante y atrás.—Tengo miedo... Walter...

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Hochburg la abrazó con más fuerza.Percibió que su pulso era cada vez máslento, más tenue, como un grito que sepierde en la oscuridad. La sostuvo hastaque el cuerpo se enfrió. Tras él, las olaslamían silenciosamente la orilla. Cayóla noche.

Cavó su tumba con las manos, en unlugar resguardado por unas palmerasdesde donde se veía el mar. Lo hizototalmente a oscuras. Tres codos deprofundidad, los lados lisos, sinimportarle que se le destrozaran lasuñas. La depositó con cuidado en elfondo. Saboreó sus labios por últimavez. Volvió a cubrir el hoyo de arena,

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sollozando cada vez que echaba unpuñado. Señaló el sitio con un toscomóvil hecho de rafia, madera y valvas.Después, se desplomó junto a la tumba yvio cómo el sol salía y se ponía.

Salía y se ponía.Esa parte del litoral recibía el

nombre de Costa de los Esclavos. Entoda la playa no había ni rastro de vidahumana, ningún indicio del siglo XX.Podría haber sido el principio delmundo, o el final.

Las imágenes lo acuciaban. Vio a lossalvajes que habían hecho eso aEleanor: algo así sólo podía ser obra dela maldad de los negroides. Oyó sus

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gruñidos animales y sus risas; lasbofetadas que le daban. Negro contrablanco. Oyó a Eleanor llamar a su hijo.

A su hijo, no a él.Y todo el rato lloró

desconsoladamente. Se tapaba la caracon las manos queriendo esconderse.Cuando asesinaron a su familia, habíamuerto por dentro. Pero aquello...aquello era mucho peor. Tenía que haberalgo que borrara ese dolor.

Algo.Y él sabía qué.Llevaba mucho tiempo resistiéndose,

debido al sexto mandamiento. Pero sehabía acabado el tiempo de las palabras,

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de deliberar interminablemente en sudiario. Tenía que pasar a la acción,como tendría que haber hecho despuésde que mataran brutalmente a sus padres.Si hubiera sido más resuelto entonces,puede que Eleanor siguiera viva.

Sólo tardó unas horas en encontrar alos sucios negros culpables. Eran tres.Le aplastó la cabeza a uno antes de quesus compañeros lo hubieran vistosiquiera. Doblegó a los otros dos (eranhermanos) y los arrastró hasta la escenade su crimen.

Había anochecido de nuevo.Al principio se negaron a admitirlo,

afirmaban que eran pescadores. No

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sabían nada sobre una mujer blanca. Losgolpeó y lapidó, les lanzó amenazasvehementes en todas las lenguas nativasque conocía. Y lo siguieron negando,lloraron y suplicaron piedad. Entonceslos llevó hasta la madera que Eleanorhabía reunido, amontonó más y ató alhermano menor a una estaca que clavóen el centro.

Cogió una antorcha encendida.—¡Vosotros la matasteis! —bramó

al hermano mayor.—Sarki, por favor, se lo suplico...—La matasteis. ¡Confiésalo!—¡No!Hochburg acercó la llama a la yesca.

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Los aullidos resonaron por todoTogo.

Sujetó al otro hermano por el pelo yle obligó a contemplar hasta el últimoespasmo de la incineración. A tragarsebocanadas de humo humano.

Y entonces, por fin, aquel sucionegro admitió su culpabilidad.

Su confesión llevó a Hochburg apreparar una segunda pira. Observó lafuria del fuego hasta que sólo quedaroncenizas y huesos. Mientras lo hacía,sintió que había purgado su dolor. Perocuando las llamas se extinguieron, elsentimiento de la pérdida volvió ainvadirlo; necesitaba más carnaza

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humana.Burton.Si no hubiera sido por él, si Eleanor

no se hubiera angustiado por su hijo, nose habría ido nunca. Todavía estaríaviva. Eso la había condenadoexactamente igual que si Burton lahubiera degollado. ¡Era culpa suya! Élera el origen de todo el suplicio queHochburg estaba viviendo. La idea lerecorrió lúgubremente las entrañas.

Se estiró y respiró hondo. El aireolía a limpio. Purificado.

«Mía es la venganza; yo daré el pagomerecido.»

Y entonces tuvo una visión, tan clara

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como el horizonte y la luz que locoronaba.

Se arrodilló y rebuscó entre losrestos de las piras, escarbando lascenizas, sin prestar atención a las brasasque le quemaban los dedos. Se le llenóla nariz de humo pero, por fin, encontrólo que buscaba. Estaba chamuscado peroseguía intacto. Lo levantó hacia del solnaciente.

Un cráneo.Observó su estructura, metió los

pulgares en las cuencas de los ojos, tiróde los dientes que le quedaban. Loacarició. Y en ese momento vio sufuturo, su salvación, el final de su

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sufrimiento, no sólo el suyo, sino el detoda África. Ningún hombre blancotendría que volver a sufrir una pérdidacomo la suya. Los ojos le destellaron.

Pero primero estaba Burton Kohl.Empezó a recoger más madera.

***

La gente se había ido. Hochburgestaba solo con dos miembros de laLeibwache y con su perro Fenris. Salióde su introspección: no servía de nada.Después de todos esos años su dolorseguía ahí, clamando ser calmado.

Sólo la represalia podría

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satisfacerlo.Dolan estaba muerto. Era una masa

ennegrecida. De vez en cuando todavíase le retorcía alguna extremidad.

Hochburg pensó que había sidovaliente, no había suplicado clemencia apesar de sus gritos. A las SS les iríabien tener más personas como él enlugar de todos aquellos «alemanesétnicos» que le endosaban.

Las llamas seguían crepitando a sualrededor, enviando una columna dehumo a través de la plaza recubierta decráneos. Hochburg la siguió con lamirada. Vio que Kepplar se acercaba aél; parecía exhausto, con aquel acné en

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la cara.—Heil Hitler! —dijo al llegar frente

a él, y adoptó la posición de firmes.Olía a menta.

Hochburg movió lánguidamente lamuñeca.

—Veo que viene con las manosvacías. Otra vez.

—Localicé a Cole y al americano enWutrohr. Allí... allí los perdí. Whalerhuyó, Cole fue incluido en una brigadade castigo...

—¿Lo enviaron al túnel?—Sí, herr Oberst.—El túnel que ahora... cómo

decirlo... ya no es un túnel.

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Kepplar movió los hombros conapuro.

—Nadie pudo sobrevivir a laexplosión.

—¿Encontraron el cadáver?—No, herr Oberst.—O sea, que existe la posibilidad

de que sobreviviera.—Sí, existe. Envié al

Standartenführer Uhrig a registrar lazona para localizar a cualquiera quepudiera haber huido.

—¿Uhrig?—El comandante del campo de

Wutrohr —aclaró Kepplar con unamueca—. El de la mezcla de razas.

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—No estará celoso, ¿verdad? —Hochburg se echó a reír y notó que teníala garganta reseca a causa del humo.Cerró los ojos—. Burton era pequeñocuando lo conocí. Me gustaría saber quéclase de hombre es...

—Un criminal, un degenerado delpeor tipo...

Hochburg chasqueó la lengua.—Ahórreme la diatriba, no me

interesa oír lo que diría Goebbels.Se pasó una mano por la cabeza

(tenía un cráneo casi perfecto de lacategoría 1), notó la suavidad de sucalva. Había empezado a perder pelolas semanas posteriores a lo de Eleanor,

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y ya no le había vuelto a crecer.—Seguro que es obstinado como su

madre. Un superviviente. —Inspiróhondo, absorbiendo el calor de losrescoldos, del pasado—. Todavía estávivo. Lo sé.

Abrió los ojos de golpe. Hizo unaseñal a los guardias de la Leibwacheque lo flanqueaban.

—Creo que ha llegado la hora deque asuma personalmente la persecucióndel joven Burtchen —dijo.

—Pero estamos con lo de Rodesiadel Norte, herr Oberstgruppenführer, lainvasión.

—Mis generales están más que

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capacitados para encargarse de ello porahora.

—Pero tiene que estar usted almando. Tiene que...

Los guardias sujetaron a Kepplarpor los brazos y le arrancaron elbrazalete con la esvástica. Unaexpresión de pánico absoluto.

—¿Qué le dije, Derbus? —lerecordó Hochburg con voz suave—. Novuelva a fallarme. Eso le dije. Y ustedva y regresa sin Burton Cole.

Los guardias arrastraron a Kepplar,que pataleaba impotente, hacia una delas piras. Fenris lo acompañó con susladridos.

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—Pero herr Oberst... he recorridomedio Kongo por usted, no he dormidoen...

—Tendría que haber regresado aGermania cuando se lo aconsejé.

—Quería continuar con nuestra obra,estar a su lado.

—Un año es demasiado tiempo paraque un hombre esté lejos de su familia.Yo en su lugar, echaría mucho de menosa mi mujer.

Lo estaban atando a la estaca. De lapira de Dolan saltaban chispas.

—Herr Oberst! ¡Walter! ¡Por favor!Hochburg se marchó dando zancadas

sobre los cráneos que recubrían el

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suelo.Tras él, Kepplar seguía chillando:—¡Herr Oberst, por favor! Herr

Oberst!

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35

Quimbundo, Angola del Norte19 de septiembre, 10.00 h

Los olieron mucho antes de verlos.El hedor llegaba a través de los

árboles. Se le metió a Neliah en la narizy le revolvió el estómago. Le recordólos barriles de bacalao salado que papaisolía importar de Lisboa. Los buitresvolaban describiendo círculos en elcielo.

Habían huido del campamento hastaque el rugido de las llamas se difuminó

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y todo se quedó silencioso. Recorrieronel largo trecho que los separaba delferrocarril, en Quimbundo. Caminarontoda la noche hasta que la sabana seconvirtió en bosque. Burton no dejó deapremiarlos. No quería descansar portemor a que los nazistas los atraparan.Pero todo estaba tranquilo, salvo cuandoNeliah oyó a un elefante moverse entrelas hojas.

Ahora eran trece, todos los demásestaban perdidos o muertos. Además deella y Zuri, estaban Tungu, Ajiah y otrasdos herero. Cinco prisioneros del campode las chimeneas. Y Burton y su amigoPatrick. Éste le recordaba un poco a

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papai, por el cabello gris, la voz ronca,su forma de caminar. Cuando Neliahregañó a su hermana por habersebuscado otro hombre blanco mayor, ellale respondió que él no la miraba conlujuria, que tenía buen corazón.

En cuanto a Burton, no sabía quépensar. Aquel hombre odiaba a losnazistas, pero ella tenía sus dudas.Apenas había dicho unas palabrasdurante el trayecto desde el río hasta elcampo de las chimeneas, vacío, y luego,hasta Angola, tampoco habíamencionado por qué al final habíaoptado por ir con ella. Era un soldado,pero no como el comandante, Gonsalves

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o cualquiera de la resistencia. Ina lohabría llamado omu-potu. Ciego a lapiel. Le había salvado la vida en eltúnel, la había ayudado a salvar a Zuri,pero tenía un diablo dentro. Algo quehacía recelar a Neliah, aunque reconocíaen él el mismo rungiro que en ella. Sóloestaba con ellos para ir a Luanda yencontrar un barco que lo llevara a casa.

Ella le había advertido que nohabría ningún tren en Quimbundo, ya quePenhor y sus hombres se lo habríanllevado a la capital.

—No importa —le había respondido—. Seguiremos las vías.

Le gustaba la suavidad de su voz.

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—Las herero también vamos. Iremosa Luanda a unirnos a nuestro ejército.

—¿Admiten negros?—No les gusta, pero tenemos que

luchar todos para salvar Angola. Es loque mi padre creía.

Burton y Patrick cerraban laexpedición, escudriñando los árbolescon las armas preparadas mientrasNeliah, delante, la guiaba. Llevaba deuna mano a Zuri y en la otra empuñabae l panga. Al mirar el pelo de suhermana echaba en falta el balanceo desu trenza.

—Volverá a crecerte —dijo Neliah.Zuri sacudió la cabeza, escéptica.

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—Sí, te lo prometo. Pero más largoaún. Más hermoso.

—No quiero llevarlo largo.—¡Tienes que hacerlo! Recuerda lo

mucho que le gustaba a papai.—A partir de ahora voy a llevarlo

corto, como tú.Neliah miró a su hermana y se

preguntó si una sonrisa o una expresiónfemenina volvería a iluminarle la caraalgún día. Se movía como si tuviera lascaderas anquilosadas. Llevaba lospantalones manchados de sangre y teníaun mordisco en la mejilla. Pero lo quemás escalofríos le daba eran sus ojos.Reflejaban una mirada perdida, vacía.

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Le recordaban la historia que ina lescontaba cuando eran pequeñas, aquellasobre Kishi, una criatura que salía delbosque para robar el alma de lasmujeres. Según decían, tenía la carahorrorosa y blanca, como todos losespíritus malignos.

Neliah le apretó más fuerte la mano.—No debía haberte enviado al

campamento de las chimeneas. Tendríasque haberte quedado conmigo. Pamue.

—Lo hiciste lo mejor que pudiste,hermana —dijo, comprensiva—. Hascuidado de mí desde la muerte denuestros padres, a pesar de que tendríaque haber sido al revés. Ina eligió bien

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tu nombre, Neliah. Eres tenaz, enérgica ysensata.

—Aún tengo que ganármelo. Losnazistas no volverán a tocarte jamás,Zuri. Te lo juro. Antes me muero.

—No tienes que morirte. Nunca —repuso su hermana con los ojosdesorbitados—. No quiero que me dejessola.

—Pues tendremos que correr,escondernos, ir a algún sitio donde nopuedan encontrarnos —dijo Neliah.

—Tampoco quiero esconderme. Yate lo dije en el túnel: ¡quiero luchar!Quiero matar a todos los soldados de lacalavera que pueda.

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—Ya lo sé.—Encontrar al que se llama Uhrig.

—Las palabras le salieron de los labioscomo los hierros de una fragua.

Neliah volvió a mirarla. Se habíaequivocado, no tenía la mirada vacía, latenía llena. Llena de rungiro. Sed devenganza.

—¿Y qué harás cuando estés cara acara con él?

—¿Tú qué crees? —Soltó unacarcajada triste, pero por un instanteNeliah vio a la Zuri de antes—.Vindicta nemo magis gaudet quamfoemina.

—Ya sabes que así no te entiendo.

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—Por una vez, no se enfadó.—Nadie disfruta más de la venganza

que una mujer.—O una hermana —susurró Neliah

—. Cuando llegue el momento, el pangaserá tuyo.

Después de eso, anduvieron ensilencio hasta que el aire empezó aapestar.

—¿Qué huele tan mal? —preguntóTungu.

—Conozco ese olor —dijo Zuri congesto sombrío. Se tapó la nariz con lamano.

Burton las alcanzó.—¿Dónde estamos?

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—Cerca del ferrocarril —respondióNeliah—. Muy cerca.

Siguieron avanzando entre losárboles y el olor era cada vez másintenso. Los insectos zumbaban portodas partes. Finalmente, salieron a unclaro.

Quimbundo.Había un edificio de ladrillo a

medio construir, sin techo, un taller demadera, un depósito de agua y montonesde carbón como termiteros gigantes.Todo estaba salpicado de hojas. «Elbosque no descansa —pensó Neliah—.Quiere recuperar lo que el hombre lequitó.» También había un tyndo, un tren

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de vapor, con el motor frío y silencioso.Las vías desaparecían entre los árboles.

Delante del tyndo habían montadouna tienda, con mesas largas preparadaspara los soldados de Penhor. Platos concomida, bandejas y tazas de latón. Elhedor procedía de las mesas.

Quimbundo era uno de los remotospuestos de avanzada del ferrocarril deLuanda (la llamada comúnmente «líneaSalazar» en honor al presidente dePortugal), situado a unos quincekilómetros del lugar donde las víasterminaban abruptamente. Durantedécadas el ferrocarril de Benguela habíadominado en el sur de Angola, pero el

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hallazgo de diamantes en el nordesteconllevó que los buscadores exigieranuna línea que uniera el interior conLuanda, y esta ciudad con los mercadosde Europa y América. El presidenteSalazar, dispuesto siempre a fortalecerlas fortunas de Portugal y ansioso pordemostrar que podía llevar a cabo unproyecto comparable a los logrosalemanes, satisfizo su petición. Y así seconstruyeron doscientos setentakilómetros de vías, viaductos y túneles,a la vez que aparecían comunidadesmineras a lo largo de su tramo másalejado de la capital.

Entonces los alemanes ocuparon el

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sur, y el ferrocarril de Benguela, enmanos de los nazis, pasó a conectar loscinturones del cobre de Kongo con elAtlántico. Como temían que pasara lomismo en el norte, los buscadoresabandonaron sus nuevas minas dediamantes y dejaron incompleta la parteoriental de la línea Salazar. Desdeentonces, la resistencia la usaba paratransportar soldados de un lado a otro.

Las mesas tenían hipnotizada aNeliah. Estaban llenas de moscas.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntóZuri. Llamó—: ¡Alberto...!

Burton se acercó. Neliah vio que surostro era inexpresivo.

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—No hay sangre, ni casquillos —comentó, y se acercó un plato de arroz ala nariz para olerlo—. ¿Veneno?

—Debió de ser algo rápido —contestó Patrick—. Como cianuro.

Burton apartó el arroz de la nariz.—O sarín.Había tres mesas, con los soldados

que el comandante Penhor se habíallevado de Terras de Chisenguesentados a ellas. Todos muertos. Teníanla boca retorcida de dolor. Suscadáveres empezaban a apestar y adescomponerse en medio del calor.

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Neliah era incapaz de apartar lamirada de las mesas.

—No están todos aquí —comentó—.¿Dónde está Penhor? —Frunció loslabios—. ¿Y Gonsalves? Faltan unoscuantos más.

—Quedaos aquí —pidió Burton, ysacó la pistola.

Empezó a registrar los edificios conPatrick.

—Alberto —susurró otra vez Zuricon el ceño fruncido. Echó un vistazoalrededor del claro—. ¿Por qué harían

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esto los nazistas?—No fueron los nazistas —dijo

Neliah—. Ellos tienen armas, tanques.No necesitan usar veneno.

—¿Quién fue, entonces?Vaciló. No sabía por qué, pero

estaba pensando en Gonsalves. Tambiénrecordó que Penhor quería que ellaencontrara la dinamita porque sabía queregresaría al túnel. Sabía que losdetonadores eran defectuosos.

—No lo sé —respondió finalmente.No sacaría nada de decir lo que pensabaa su hermana. Zuri ya había sufridobastante.

Se volvió y observó la cara del

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soldado que tenía más cerca. Recordabahaberle servido la comida. Se llamabaJosé. Estaba casado y tenía un hijopequeño en Lisboa, a veces bebíademasiado caporotto y cantaba fadosque hacían que los demás soldadoslloraran...

Resonó un disparo.Neliah empujó a Zuri al suelo y

desenvainó el panga. Los demás más seescondieron bajo la mesa como ellas. Elruido murió entre los árboles.

Sólo se oía el zumbido de lasmoscas. Se estaban dando un festín.

Y, entonces, ruido de pasos.Burton se acercaba desde el taller.

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Traía a alguien a punta de pistola: unhombre con peto y gorra, recubierto denegro de pies a cabeza; balbuceaba enportugués.

—No entiendo qué dice —comentóBurton.

—Dice que no le dispares —tradujoNeliah.

Burton bajó el arma pero siguiósujetándolo por el hombro con la otramano.

—Es el maquinista del tren... Diceque uno de los soldados envenenó a losdemás.

—¿Cómo logró escapar?—Estaba revisando la locomotora y

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no comió con ellos... Después seescondió en la carbonera.

—¿Qué soldado? ¿Sabe quién fue?—No sabe su nombre... Estaba

asustado, también hubo disparos... Creeque fue uno de los portugueses, uno depelo negro.

—¿Se te ocurre quién? —preguntóBurton a Neliah.

—Podría ser cualquiera.El maquinista volvía a hablar.—Dice que después aterrizó un

avión cerca de aquí. Despegó pasadosunos minutos. Rumbo al oeste.

Burton reflexionó un momento antesde soltar al hombre.

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—Pregúntale si el tren funciona —dijo a Neliah—. Si nos puede llevar aLuanda.

El maquinista no necesitótraducción. Asintió con la cabeza:

—Luanda, sim.—¡Burton! —Patrick lo llamaba

desde los árboles—. Será mejor queveas esto.

Neliah y Zuri siguieron a Burtonhasta detrás del edificio sin techo.Patrick estaba delante de una zanja pocoprofunda. En su interior había máscadáveres. Zuri les echó un vistazo y setapó la boca con la mano.

—Cuanto antes salgamos de aquí,

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mejor —aseguró Burton—. Patrick y yoayudaremos al maquinista. Pondremos eltren en marcha.

—¿Y los cadáveres? —preguntóZuri—. No podemos dejarlos. Así no.Los animales vendrán atraídos por elolor y...

—Hay demasiados —dijo Burton.—Me dan igual los demás. Sólo

estos de aquí.—No te preocupes —intervino

Patrick—. Los enterraremos.—No tenemos tiempo —objetó

Burton, pero Neliah vio que le costabadecirlo.

Zuri le cogió la mano.

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—A nuestros padres los dejaron así.Por favor, Burton.

—¿A vuestros padres? —Soltó unlargo suspiro, que le salió del fondo delalma—. Primero pondremos a punto lalocomotora y después buscaremos unaspalas.

Los dos hombres se alejaron. Neliahy su hermana se quedaron solas.

Neliah echó un vistazo a la zanja.Había cuatro o cinco cadáveres, eradifícil de precisar porque estabanamontonados boca abajo. Teníanreventada la parte posterior de lacabeza. Les habían disparado en la cara.Entre los cadáveres había un uniforme

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azul y una faja roja.—Lo siento —dijo a su hermana.Zuri tenía los ojos secos.—A pesar de lo que pudieras pensar

de él, Neliah, amaba nuestro país. Comopapai. No quería que los nazistas se loapropiaran.

—¿Quién se lo dirá a su esposa enPortugal? ¿A sus hijos?

—Alguien los informará.De pronto, Zuri se metió de un salto

en la zanja. Cogió la faja roja de Penhory salió. Evitó mirar las cabezasdestrozadas y ensangrentadas de loscadáveres.

—¿Lo... lo amabas? —preguntó

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Neliah.—No de verdad —respondió Zuri,

apretando la faja.—¿Por qué lo hacías entonces?—Para protegerte, hermana.—No te entiendo.—Si no me hubiera metido en la

cama con él, ¿dónde estaríamos? En elbosque, huyendo toda la vida de lossoldados de la calavera. —Se frotó elmordisco de la cara—. Sólo seríamosotro par de negras que no le importan anadie.

A Neliah se le hizo un nudo en lagarganta. Cogió las mejillas de suhermana y la besó.

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***

El suelo era arenoso, fácil deexcavar.

Burton lanzó una palada de tierra ala zanja, pensando en cuántos soldadoshabía enterrado a lo largo de los años. Yen cuántos había dejado tal cual. En BelAbbès siempre se ofrecía voluntariopara los enterramientos, quizá porque nohabía podido dar sepultura a sus padres.Era otra cosa por la que maldecía aHochburg. Una nube de insectos seelevó de los cuerpos.

Patrick había encontrado las palas

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en el taller. Mientras él las buscaba,Burton se había puesto a gatas paramirar debajo de las mesas de comidaputrefacta. Finalmente había encontradolo que buscaba.

—¡No puedes hacer eso! —habíaexclamado Neliah con una mueca dedesaprobación.

—Él ya no las necesita —comentóBurton, y le sacó las botas al soldadomuerto—. Yo, sí.

Le iban bastante bien y le aliviabanlos dedos y los talones doloridos.Cuando Neliah se fue, cogió también unacamisa para sustituir la que llevaba, queestaba hecha jirones. En la Legión tenían

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una superstición: la ropa de los muertoste protegía.

Burton y Patrick siguieron cavando.Respiraban por la boca.

Poco a poco los cadáveres fuerondesapareciendo bajo una capa de tierra.Oían, cerca, la melodiosa voz de lasmujeres; el siseo del vapor.

—Tengo que parar un momento —dijo Patrick. Se desentumeció loshombros, estiró los brazos agarrotados yrespiró profundamente.

Burton dejó la pala en el suelo; elsudor le goteaba de la cara. Bebió de lacantimplora y se la ofreció a Patrick. Elamericano sacudió la cabeza. Se

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quedaron en silencio, mirando la tumbacomo dos dolientes, absortos en suspensamientos.

—¿Por qué volviste a por mí? —preguntó Patrick al final. Sólo se habíandicho unas palabras desde elcampamento de los rebeldes,principalmente sobre Dolan, que Diostuviera en Su gloria. Ninguno de los dostenía ganas de hablar ni sabía qué decir.La voz de Patrick sonó titubeante,cohibida.

—Porque te lo prometí. Te dije quete llevaría de vuelta a casa, con Hannah.

—Cuando te oí en el campo detrabajos forzados, quise darme la vuelta.

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—Pero no lo hiciste.—Me entró algo en el ojo.Burton asintió con una sonrisa.

Bebió otro trago de agua, la paladeó.—Mira, antes de que te pongas

demasiado sentimental, te diré que ésano fue la única razón. También lo hicepor Madeleine.

—¿Y qué tenía ella que ver consalvar a un viejo imbécil como yo?

—Puede que seas imbécil, perotambién eres el único amigo que mequeda. Lo más parecido a un familiar.—Recogió la pala y empezó a bregar denuevo—. Si te hubiera dejado allí,hubiera sido como lo de mi madre: la

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misma incertidumbre, preguntándomesiempre qué fue de ti. Y estoy cansadode mirar atrás, Patrick. Quiero tener unfuturo. Madeleine y yo, sin fantasmas.Fue un último intento por encontrarte.

—Pero en Stanleystadt iba a subirmea aquel barco.

—Sálvese quien pueda, ¿eh?—No tendría que haber dicho eso.—No hablabas en serio, Chef. No

realmente.—Lo dije en serio.Burton soltó una carcajada que sonó

agotada, llena de dolor. Sacudió lacabeza.

—No —dijo—. Todavía te queda

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algo del honneur de la Légion. Sihubieras querido deshacerte de mí, lohabrías hecho. Habrías desaparecido.Me habría despertado solo en aquelalbergue.

—Así que volviste a por mí —dijoPatrick tras reflexionar un momento.

—Se acabaron los fantasmas.—¿Y qué me dices de Hochburg?Burton se puso tenso y clavó la pala

en la tierra.—No puedo creer que siga vivo.

Desde luego, ese cabrón es elmismísimo diablo. Pero me da igual.

—¿Y tu madre? ¿La verdad que tantodeseabas saber?

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—¿Qué importa ya? ¿Qué importa yanada de eso: la verdad, la venganza?Nunca volveré a la Schädelplatz. —Seapartó una mosca de la cara—. Hemalgastado toda una vida en esto —comentó. Estaba pensando en Maddie yen cómo había podido encontrar la paz apesar del destino corrido por su familiaen Madagaskar. Admiraba cómo ella loaceptaba: le ofrecía otra forma de vivir.

—¿Estás seguro?—Madeleine me dijo que no

necesitas la verdad para vivir. Teníarazón. Ahora sólo quiero volver a casacon ella.

—A casa —repitió Patrick—. Me

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invitarás, ¿verdad? A la granja.—¡Pues claro! Te presentaré a

Maddie. Tomaremos té, pastelitos,bollos y mermelada de membrillo.

Patrick sonrió. Con la barba de díasblanca y los ojos húmedos parecía másviejo que nunca.

—Eso estaría muy bien —dijo, yrecogió la pala.

A partir de ese momento trabajaronen silencio hasta que se les pegó lacamisa a la espalda y los soldadosestuvieron sepultados. Una vez queterminaron, Burton sacó otra vez lacantimplora, bebió un trago y se laofreció a Patrick.

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Esta vez el americano la aceptó,pero no bebió.

—Cuando Tungu dijo que habíasmuerto, yo... —Se quedó mirando lacantimplora—. Me alegro de que sigasaquí conmigo, Burton.

Burton contestó tras un largosilencio:

—Hemos llegado hasta aquí, Chef.Falta poco para el final. Luanda está aseiscientos cuarenta kilómetros.

—¿Y entonces qué? ¿Iremos enbusca de Ackerman?

—Si creemos a Rougier, estará en elconsulado. Quizá pueda ayudarnos,quizá no. Como mínimo, nos debe una

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explicación. Quiero saber por qué meeligieron a mí. Quién soy yo para losservicios de inteligencia británicos.

—¿Y después?—Subiremos al primer barco a

cualquier parte. No volveré a poner unpie en África.

—Brindo por eso —dijo Patrick yrio. Se llevó la cantimplora a los labios—. ¡Por el káiser!

—¡Por el káiser! —respondióBurton en cuanto se la devolvió, y seacabó el agua que quedaba. Sabía atierra y estaba caliente.

Recogieron las armas y se dirigieronal tren.

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La locomotora era una Beyer-Garrattnegra. Tiraba de un ténder rebosante decarbón, dos vagones de ganado y unaplataforma con un cañón antiaéreoincorporado en la cola. Los prisionerosy la mayoría de las mujeres herero yaestaban a bordo, con las piernascolgando por las puertas lateralesabiertas. Neliah y Zuri estaban junto almotor, que descollaba sobre ellas,soltando humo por la chimenea. Olía acarbón. El aroma recordó a Burton lascalles brumosas de Londres,Hampstead: la casa donde vivíaMadeleine. Criados pendientes de laschimeneas, alfombras de pared a pared,

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muebles dorados. Se estremeció pordentro.

Qué lejos estaba Inglaterra. Por esola gente no había puesto trabas a que losnazis conquistaran África, ni a quedeportaran a los judíos a Madagaskar,pensó Burton; por eso se habían tomadoa risa el Decreto de Windhuk y lossombríos rumores sobre él. Todo esoquedaba demasiado lejos parapreocuparse por ello. Demasiado lejospara imaginarlo, o para querer hacerlosiquiera. Era mejor seguir adelante contu vida y disfrutar de todo lo bueno quehabía conllevado la paz.

Patrick se acercó a Zuri.

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—Ya está —le dijo.La muchacha llevaba una faja roja

atada a la cintura. Miró en dirección a lazanja, se puso de puntillas y susurró algoa Patrick al oído. Éste asintió y le tocócon cariño el codo.

—Hemos reunido más armas —dijoNeliah—, y algo de comida. Tambiénencontramos esto. No sé si servirán. —Dos cajas de madera. Abrió una.

Patrick silbó.Burton se arrodilló junto a la caja:

estaba llena de dinamita y detonadorescon temporizados

—Tendríamos que ponerlas atrás,con el cañón antiaéreo. Será lo más

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seguro —comentó, y bajó la tapa—.¿Cuánto tardaremos en llegar a Luanda?

Neliah gritó la traducción almaquinista, que estaba comprobando losindicadores del motor y parecía másanimado ahora que estaban a punto deirse.

—Dice que ocho o nueve horas, sino han vuelto a volar las vías.

—¿Es eso probable?Neliah tradujo. El hombre se

encogió de hombros.—Dile que si ve algún alemán, en

tierra o aire, toque el silbato una vez.Momentos después, los engranajes

empezaron a moverse. Las ruedas

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giraron. Burton vio cómo Quimbundo sealejaba. Alcanzó a ver las mesas unaúltima vez: los soldados endescomposición, sus muecas. De lejos,casi podría interpretarse que reían.Todavía tenía el hedor pegado a lanariz. Y entonces los árboles se losocultaron.

Se sentó junto a Patrick. El airecorría frío por la puerta abierta delvagón de ganado. El tren traqueteaba.

Burton estaba deshecho, como situviera los músculos envueltos enalambre de púas. Dejó a un lado laThompson, se subió la manga y se miróla marca; le dolía y la U y la J habían

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adquirido un intenso tono burdeos.—Otra cicatriz para la colección —

comentó Patrick.—Esta preferiría habérmela

ahorrado.—Asegurémonos de que sea la

última. —Patrick se recostó y cerró losojos—. Intenta descansar un poco,chaval.

Burton extendió el brazo hacia lapuerta para que la brisa le calmara eldolor. Olió otra vez el carbón: pensó enMadeleine en casa, en Londres, llevandoesa vida perfecta que su marido habíaelegido por ella. Se preguntó cómoreaccionaría cuando le contara su

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aventura. Se preguntó cómo se habíasentido su padre cuando su mujerdesapareció; nunca había dicho una solapalabra al respecto. Después se tumbó ydejó que el tren lo meciera hastadormirse.

Ciento cincuenta kilómetros después,seguía despierto.

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Schädelplatz, Kongo19 de septiembre, 12.40 h

Ante él se extendía la parte centralde África.

Hochburg estaba en la sala deoperaciones de la Schädelplatz, andandoarriba y abajo con las manos a laespalda. Se oía un murmullo de voces,el teclear rápido de los teletipos.

Estaba esperando una comunicaciónpor radio.

Delante de él: un mapa de mesa de

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diez por cuatro metros de la región,señalado con triángulos negros. ElAfrika Korps (la 90.ª División Ligera yla 6.ª División Blindada) se dirigía deMatadi a Luanda, aunque se desconocíasu posición exacta porque Arnim senegaba a enviar actualizaciones a laSchädelplatz; había que retransmitirtodos los detalles de la Operación Nelkevía Germania. Al sur y al sudeste, losejércitos de las Waffen-SS avanzabanhacia Rodesia del Norte. Los ingenierosmilitares estaban construyendo unpontón sobre el río Lulua para el pasode los primeros carros de combate.¡Tanto que lo amenazaba el mariscal de

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campo con no ayudarlo! A la Wehrmachtle gustaba engañarse a sí misma, pero alfinal siempre cedía a la voluntad de lasS S . Der Elefant, el fabulosoconquistador de África, no era más queun animal de circo.

Mientras tanto, otro batallón de lasSS se había alejado del Lulua por laautopista Panafricana en Elisabethstadtpara unirse a la segunda columna en suataque desde el este. Lusaka quedaríaatrapada entre los dos brazos de unapinza. Pronto todo el país sería suyo, ylos Einsatzgruppen podrían empezar elproceso de limpieza racial: la amenazanegroide sería erradicada de la frontera

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septentrional de Kongo.Todo estaba sucediendo como

Hochburg había planeado.Todo menos las fotos que le habían

entregado esa mañana. Eran del últimoreconocimiento aéreo. Sus generalesmurmuraron al verlas. A cincuentakilómetros de la frontera rodesiana, enSolwezi, había muchos tanquesenemigos ocultos bajo redes decamuflaje. Hochburg desechó las fotos:un entrenamiento, una coincidencia; losrodesianos no habían tenido tiempo deprepararse.

Además, no serían rival para las SS:la paz había hecho que Gran Bretaña y

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sus colonias se atontaran.—Herr Oberstgruppenführer!El operador de radio sostenía un

auricular. Hochburg se lo arrebató de lamano.

Interferencias.—Heil Hitler!—Sí, sí —dijo Hochburg—.

¿Todavía está vivo?—Sí, herr Oberstgruppenführer.Era Uhrig.—Vi a Cole con mis propios ojos.

Al amerikaner también. Cambio.Hochburg notó que la sangre le subía

a la garganta, fría y exuberante. Estrujótanto el auricular que la baquelita crujió:

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—¿Dónde está ahora?—Los he seguido hasta Quimbundo,

en la línea Salazar. Al nordeste deAngola. Cambio.

—Lo tengo —dijo Hochburg traslocalizarlo en el enorme mapa.

—Ahí pasó algo. Encontramosmuchos cadáveres. Todos envenenados.Cambio.

—¿Y Cole?Más interferencias.—No había ningún tren. Supongo

que se dirige a Luanda, herrOberstgruppenführer. Cambio.

—Standartenführer, reúna a susmejores hombres. Me uniré a ustedes en

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Quimbundo. —Y detalló susinstrucciones.

—Mis Lobos estarán preparados.Cambio.

—Asegúrese de que esténdescansados pero hambrientos.

—Sí, herr Oberstgruppenführer —dijo, pero vaciló un instante antes deañadir—: Con el debido respeto, herrOberst, quería saber si... Me gustaríaser destinado de nuevo a losEinsatzgruppen. Cambio.

Hochburg esbozó una sonrisa gélida.—Atrape a Cole vivo y le ascenderé

a general. Estaré con ustedes en treshoras. Estén preparados. Cambio y

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fuera. —Se dirigió al operador de radio—: Avise a Kondolele. Quiero que misWalküre partan de inmediato.

Se dirigió con paso enérgico a sudespacho. Sobre la mesa había lassobras del bizcocho de mango y fresaque había desayunado. Fenris, suRhodesian ridgeback, dormitaba en laterraza. El perro alzó la vista cuando sele acercó. Agitó los mofletes, encantadode verlo.

Hochburg se quitó el uniforme degala y se puso una camisa negra, unospantalones y un guardapolvo decamuflaje; la hebilla del cinturón teníaforma de calavera sonriente; las botas le

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llegaban hasta la espinilla. Añadió alcinturón las bolsas con la munición y lafunda con la pistola Taurus (otra de susimportaciones de Brasil).

En un rincón de la habitación, entrelas estanterías, había un armero. Loabrió y sacó su BK44. Se lo había dadoel mismísimo Reichsführer por todo loque había hecho en Muspel. La culataera de acero bruñido y tenía grabadaslas palabras «Buena caza. H. H.».

Comprobó el mecanismo de disparo,cogió varios cargadores y se acercó a lamesa para sacar de un cajón su nuevaarma: el cuchillo con que Burton habíaintentado matarlo, el que había

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arrancado del cadáver de su doble. Lohabía hecho afilar hasta volverlomortífero, pero aun así conocía suprocedencia: formaba parte de lacubertería de plata de la que Eleanorestaba tan orgullosa.

Después de escaparse juntos delorfanato, él le había prometido que lecompraría una más espléndida aún, peronunca tuvo el dinero suficiente. Habíanvivido en una cabaña cerca de Keta,dedicados a la lectura, a la pasión y alos baños en un lago cercano. Eleanorhabía sido muy feliz al principio, antesde que la culpa empezara a corroerla.Antes de que los sueños sobre su hijo y

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su marido empezaran a despertarla porla noche y se diera la vuelta cuandoHochburg alargaba la mano paraconsolarla.

Cerró el cajón y se arrodilló junto asu perro para acariciarle el morro.Fenris se echó de costado, apretó lasfauces y gruñó de satisfacción. Mientrasrecorría el pelaje del animal con losdedos, se le ocurrió algo.

Su plan era dar caza a Burton... peroaquel muchacho estaba tan empecinadoen vengarse como él. Echó un vistazo alos mapas de África que colgaban de lapared; habían limpiado las manchas desangre pero seguían visibles. Unas

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descoloridas vetas rojas. Burton habíaapuñalado a su doble pon un frenesíúnicamente comparable a la rabia que élmismo sentía.

No se lo había planteado nunca: ¿ysi era él, Hochburg, quien salía sin vidadel enfrentamiento?

Se inclinó hacia delante, acarició lafrente de Fenris con la nariz y se fue.

El perro ladró al verlo marcharse.Un aullido grave, lastimero.

***

El helicóptero lo esperaba en elcentro de la plaza recubierta de cráneos.

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No el Flettner que había permitido usara Kepplar, sino su aparato de combateWalküre.

El Walküre era el helicóptero decombate más moderno de la Focke-Wulf; había sido un encargo de OdiloGlobocnik, el gobernador de las SS enMadagaskar, que quería un juguetenuevo para patrullar su isla. Fabricadoen unas instalaciones secretas deMuspel, el Walküre era una década másmoderno que cualquier aparato quetuvieran los británicos. Alcanzaba losdoscientos kilómetros por hora, ibaartillado con un cañón giratorio y seiscohetes Ruhrstahl X-7. Las pruebas con

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los prototipos habían finalizado dosmeses antes. Se había construido unapequeña ciudad ficticia en el desierto yse había poblado de negros; hasta leshabían proporcionado fusiles y leshabían dicho que se defendieran. ElWalküre había demostrado su eficaciaen apenas una hora.

Cuando Hochburg oyó los informes,se acordó de Josué 6, 21: «Consagraronal anatema todo lo que había en laciudad, hombres y mujeres, jóvenes yviejos, bueyes, ovejas y asnos, a filo deespada.» Inmediatamente pidió cuatroaparatos, a pesar de que Globocnikinsistía en que esos helicópteros eran

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exclusivamente suyos. Los conflictosentre los gobernadores de África eranfrecuentes; al final, Himmler tuvo queresolver el asunto.

Cuando Hochburg se acercó, elpiloto estaba efectuando las últimascomprobaciones. Las palas del rotorempezaron a girar y pronto alcanzaronlos revoluciones adecuadas. Hochburgadoraba aquel sonido potente y furioso.Subió a la cabina.

Por la radio sonó una voz:—Jefe Walküre, aquí Walküre Uno.

Nos estamos acercando a laSchädelplatz, cambio.

Hochburg se puso los cascos para

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contestar:—Walküre Uno, lo veo. Ahora

mismo salimos.El helicóptero despegó.Hochburg vio cómo las cenizas de la

pira de Dolan se arremolinaban por laplaza y su cadáver carbonizado sedesmenuzaba por completo.

Tres Walküre más llegaron desdeKondolele, seguidos de otros dosaparatos, y se situaron todos enformación detrás del helicóptero deHochburg: una punta de flecha negra.

—¿Qué rumbo, herrOberstgruppenführer? —preguntó elpiloto.

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—Al sudoeste —respondióHochburg mientras cargaba su BK44—.A Angola.

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Línea de Salazar, Angola del Norte19 de septiembre, 17.25 h

—Espero que esto signifique quevamos a comer —dijo Burton—. Memuero de hambre.

Iban en el segundo vagón de ganado.Fuera, los árboles habían cedido sulugar a la pradera y a plantaciones dealgodón abandonadas. El cieloempezaba a oscurecerse. Una hora antes,tras haber recorrido las montañas delcentro de Angola, el tren había llegado a

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Malange. Burton había estado en lalocomotora con Neliah, lanzandopaladas de carbón a la caldera.

—Pregunta si no tendríamos que irmás despacio —dijo Neliah,traduciendo al conductor.

—No. Que siga adelante a todamáquina.

Pasaron como una exhalación por laestación. Burton divisó soldadosportugueses y angoleños, unosasombrados rostros blancos, de caminoa Luanda, para combatir. Estaban adoscientos cuarenta kilómetros de lacapital.

Zuri les dio dos platos llenos.

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—Comida de esclavos —dijo. Erauna masa de arroz y mandioca—. No haynada más.

—Nunca has probado raciones deldesierto, ¿verdad? —comentó Patrick—.Esto será un banquete.

Burton lo vio coger el plato y darlelas gracias con una sonrisa. Zuri se ladevolvió pero sus ojos reflejabantristeza y timidez.

Cuando no pudo oírla, Patrickolisqueó la comida y soltó:

—¿Y si es del mismo lote que la deQuimbundo y está envenenada?

—Tengo tanta hambre que no meimporta.

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Como no había cucharas, Burtoncomió con las manos, metiéndosepuñados de mandioca en la boca. Estabamezclada con aceite de palma yguindilla, y sabía cremosa, como el puréde ñames que su madre solía servir a loshuérfanos. La recordó removiendo ollascon Hochburg, mirándose a través delvapor.

Patrick picoteó el arroz.—Estoy intentando no recordar

nuestra última comida. En Stanleystadt.—No te preocupes —dijo Burton

con la boca llena—. Los cabezascuadradas no podrán encontrarnos.

—Espero que tengas razón. No dejo

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de pensar en Hannah. Tengo quecompensarla por tantas cosas...

—Serás un padre excelente.—Hasta ahora no lo he sido. —

Masticó unos momentos, pensativo—.¿Crees que debería hablarle sobre mivida? ¿Sobre lo que he hecho? ¿Lo quehe visto?

Burton pensó en el hijo que iba atener, en lo que quizá tendría queconfesarle algún día.

—No lo sé —contestó—. Es lo quesomos, pero no te convierte en un malhombre.

—Tampoco en uno decente.Siguieron comiendo.

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—No terminaste de contarmeaquella historia —dijo Patrick pasadoun rato—. Sobre Hochburg y tu madre.

—No hay mucho más que contar. —Burton notó que se le formaba una bolade mandioca en la garganta.

—¿Y tu padre?—Era mayor y eso lo destrozó.

Había perdido a su mujer y... a su hijosustituto.

—Todavía te tenía a ti.—Se fue consumiendo, ni siquiera su

fe fue suficiente. Rezaba, pero Dios nole contestó.

—¿Lo hace alguna vez?—A veces iba a su cuarto y él estaba

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allí sentado, con el retrato de mi madreen la mano, meciéndose adelante y atrás.Intenté hablar con él, rogarle, suplicarle.—Burton dejó el plato medio vacío—.El orfanato se descontroló. Me peleabacon los demás niños, «pecaba» con lasniñas... pero nada hizo reaccionar a mipadre. —Burton se detuvo, sin sabermuy bien qué decir a continuación.

¿Cómo podría definir esa época conpalabras? Si el infierno existía, seguroque sería donde él iría. Habíaderramado demasiada sangre para huir aese destino; era lo único de lo queMadeleine no podía salvarlo. Peronunca vio el fuego eterno que san Juan

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había prometido. Cuando muriera,volvería a tener catorce años y estaríaatrapado para siempre junto al río Oticon cien niños huérfanos. Oyendo elllanto silencioso de su padre.

—No hace falta que sigas —comentó Patrick.

—No pasa nada. Tendría quehabértelo contado hace mucho.Hochburg volvió dos años después deque mi madre desapareciera. Estabacomo loco, quería Sangre. Y... —Vaciló—. Cerró con cadenas las puertas delorfanato y lo incendió. Yo escapé porlos pelos. Mi padre ni siquiera lointentó, dejó que el fuego se lo llevara.

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La mayoría de los niños murieronabrasados.

—Dios mío.—Fue lo más terrible que quepa

imaginar. Entonces supe de lo queHochburg era capaz, supe con seguridadlo que le había pasado a mi madre.Quise matarlo...

Burton volvió a sentirlo todo muyvívidamente. El orfanato era un infierno,las llamas rugían y oscilaban con elviento. Se convirtió en un crematoriopara todos los que estaban atrapados ensu interior. Habían abierto las puertas desu casa a Hochburg, le habían dado todosu cariño... y así se lo pagaba. Burton

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estaba allí, paralizado, con la cara y losbrazos chamuscados mientras laslágrimas le escocían las mejillasabrasadas. Sólo anhelaba una cosa. Nopara su madre o su padre. No para losniños cuyos gritos seguían haciendovibrar el aire. Sino para Hochburg.Burton evocó todos los castigos de laBiblia: Akán, apedreado hasta la muerte;Sansón, al que le sacaron los ojos; Yael,hincando una clavija en la sien deSisara, y se los deseó todos. Queríamirarlo a la cara y atizarle el golpemortal.

—Pero ya estaba muerto. Quemadocon los demás. O eso creí yo hasta que

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Ackerman se presentó en mi casa.Burton calló y se preguntó lo distinta

que podría haber sido su vida si hubierarebuscado entre los escombros elcadáver de Hochburg. Pero se habíamarchado, había huido hacía la selvaantes del amanecer. Lo único que lequedaba de su vida anterior era lopuesto y los pocos objetos que habíasalvado del incendio: un móvilennegrecido y algunos cubiertos deplata.

—Ojalá lo hubiera sabido cuandollegaste a Bel Abbès —comentó Patrick—. Habría sido más indulgente contigo.

—No. Necesitaba lo que la Legión

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daba.Después de eso, no dijeron nada

más. Oían el traqueteo del tren mientrasse acercaban cada vez más a Luanda.Burton se concentró en el ruido y seacarició la barba incipiente del mentón:eso lo reconfortó.

Luanda, la granja, Madeleine.Patrick dejó el plato a un lado y

estiró el cuerpo.—Ojalá tuviera mi pipa —comentó.—Casi se me olvida —dijo Burton,

metiendo la mano en el bolsillo—.Cortesía del HauptsturmführerRottman. Y también tu Zippo.

A Patrick le brillaron los ojos.

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—¿Y cómo está el bueno deRottman? —preguntó.

—Digamos que sus días de laUnterjocher ya quedaron atrás.

Patrick gruñó y se encajó la pipaentre los dientes.

—¿Tabaco? —aventuró.Burton negó con la cabeza.—Qué remedio. Pero es fantástico

haberla recuperado. —Le dio unosgolpecitos a la cazoleta y chupó por laboquilla. Se recostó satisfecho—. Puedeque por fin esté cambiando nuestrasuerte. Quizás Ackerman nos estéesperando con nuestros diamantes y unpar de billetes de primera clase para

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largarnos a casa.—Eso sería demasiado.—¿Crees que podemos confiar en

él?—No sé —admitió Burton,

encogiéndose de hombros—. ¿Tú quéopinas?

—Admito que no nos traicionó él,pero hay algo que no me cuadra. Sisuministraba armas a la resistencia,¿cómo es que ellos nunca habían oídohablar de él?

—Neliah dijo lo mismo.—¿Y por qué arriesgarse tanto por

unas minas? —Patrick examinó la pipa—. Una guerra es un precio muy alto por

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ellas. Va contra toda esa patraña de la«paz para conservar el Imperio».

—Pronto lo sabremos.—Si habla.—Siempre podemos meterle la

cabeza en el váter si no lo hace.En el otro lado del vagón, las

mujeres herero lavaban los útiles decocina. Neliah ayudó a Zuri con unbalde lleno de agua sucia, llevándolohacia la puerta abierta. Burton observósu silueta. De repente el balde se le cayóde las manos, sobresaltada por el silbatodel tren.

Una vez. Dos veces.Una y otra vez.

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Burton se puso de pie empuñando lametralleta Thompson.

—Zenga-zeras —le gritó Neliah.—¿Qué?Señaló fuera. Burton siguió su dedo

con la mirada. Vio plantaciones dealgodón desiertas, abandonadas. El soldel ocaso había encendido el cielo.

Entonces los vio: seis forúnculosnegros en el horizonte.

Que crecían por segundos.

***

—¿Qué son? —gritó Patrick.El primer helicóptero ya rugía sobre

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ellos.El ruido lastimó los oídos de Burton,

le obligó a agacharse. El aire calienteque levantaba el aparato entró entorbellino en el vagón.

—¡Walküre! —gritó a Patrick—.¡Creía que sólo tenían prototipos!

—Parece que alguien ha estado muyajetreado.

Los cuatro helicópteros lossobrevolaron en zigzag mientras susmotores removían el cielo. A ciertadistancia había dos helicópteros másque Burton no pudo identificar. Semantenían lejos, sin intervenir demomento.

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Algo cruzó a toda velocidad lapuerta abierta.

—¿Por qué saltan? —gritó Zuri—.¿Por qué saltan?

Burton vio a dos prisioneroslanzarse del tren en marcha parasalvarse. Los demás llegaron corriendodesde el primer vagón, pálidos yaterrados.

El tren estaba aminorando.—Comandante —dijo a Patrick—,

ve delante y protege el motor. Si loshelicópteros le disparan, estamosacabados. Y procura acelerar el trentodo lo que puedas. Llévate a Zuri...

—No. —Neliah se puso delante de

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su hermana—. Ella se queda conmigo.Su hermana la apartó, se afianzó la

faja roja a la cintura y se reunió conPatrick.

—¡Quiero luchar! —espetó.—Id —ordenó Burton—. Dad las

armas que sobran a las mujeres herero ya los prisioneros. Decidles que apuntena la cabina y a las palas del rotor.

Patrick y Zuri cogieron un montón defusiles y se fueron.

—¡Espera! —Neliah alargó la manopara tocar a su hermana, pero ella ya sehabía alejado.

—No te preocupes —dijo Burtonmientras la llevaba junto con Tungu en

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sentido contrario—. Patrick cuidará deella.

Llegaron al final del vagón ysaltaron por el enganche hasta laplataforma trasera del tren, donde estabael cañón antiaéreo, protegido por sacosde arena. Burton vio que era un viejoBreda 35, seguramente una reliquia de laguerra del desierto que tuvo lugar en elnorte de África la década anterior; rezópara que todavía funcionara.Amontonados tras él, junto con las cajasde dinamita que Neliah había encontradoen la estación, había cintas de munición.

Cogió una y cargó el arma,enseñando a Neliah y Tungu cómo lo

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hacía. Se oyó un cloc tranquilizador. Sesituó entonces en el asiento del artillero,giró la manivela que rotaba la base yacercó el ojo al visor.

Neliah contemplaba el horizonte,donde estaban los otros doshelicópteros.

—¿Qué esperan? —se sorprendió.Burton localizó el Walküre más

cercano.Apretó el gatillo y lanzó una ráfaga

de fuego. El retroceso le sacudió elcuerpo. Neliah y Tungu se taparon lasorejas con las manos.

En el cielo, sus balas pasaron cercadel helicóptero, pero fallaron.

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Burton soltó un juramento. Se secóel sudor de la cara con el dorso delbrazo. Se deshizo de la cinta vacía; encada una había doce proyectiles.

—¡Recargad! —gritó.Las dos herero pusieron más

munición.Otro Walküre se acercó volando

bajo por la parte trasera del tren,disparando con el cañón. Las víasrepiquetearon y centellearon al recibirel impacto. Las balas hicieron mella enla plataforma y los sacos de arena. Lasdos jóvenes se agazaparon tras ellos.Burton olió el acero caliente y la arena.

Encuadró el helicóptero en el visor.

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El piloto viraba de izquierda a derecha.Burton siguió el movimiento como unloco que mirara un péndulo. Sinpestañear.

De izquierda a derecha. Deizquierda a derecha.

Disparó dos veces.Falló.Disparó de nuevo...La cabina estalló en una bola de

fuego. Neliah gritó jubilosa.Les llovieron restos fundidos.

Burton notó el calor intenso en la caramientras giraba el cañón en busca deotro Walküre.

Pasó uno a través de la columna de

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humo, lo bastante cerca como para queBurton pudiera ver con claridad lacabina. Junto al piloto iba una figuraconocida. Calva, con los ojos negrosclavados en él.

Burton soltó un grito visceral desdelo más profundo de su ser. Disparó. Nosoltó el gatillo. Una ráfaga deproyectiles. Y entonces:

Clic.—¡Recargad!—Burton. —Neliah le tiró del

hombro.—¡Dije que recargarais! ¡Ya! —

Hochburg estaba saliendo de su línea detiro.

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Neliah le tiró con más fuerza. Sevolvió para mirarla hecho un basilisco.Ella estaba pálida, los ojos eran una finalínea. Tiró de él una última vez, antes deacurrucarse contra los sacos.

Alzó los ojos. Tenían casi encimaotro helicóptero. Disparó: un obús querasgó el aire.

Burton se lanzó sobre Neliah.

***

Patrick y Zuri llegaron al motor.Metal caliente, vapor. El maquinistaestaba encogido de miedo en un rincón,tapándose la cabeza con las manos.

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Patrick lo levantó de un tirón.—¡Haga que este trasto se mueva!—No... no puedo.Los helicópteros rugían sobre ellos,

la columna de humo del motor searremolinaba como un huracán. En elprimer vagón los prisioneros estabandisparando al azar.

—¿Por qué no? —preguntó Patrick.El hombre no le dio ninguna razón,

simplemente se soltó y se encogió contrael rincón.

Patrick le apuntó a la cara.—Hágalo o le vuelo la cabeza.El maquinista se arrodilló.Zuri lo levantó y lo empujó contra

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los controles.—Agora! —le ordenó.Con manos temblorosas, el hombre

giró el mando. Las revoluciones delmotor aumentaron y la columna de humoempezó a espesarse. El hombrecomprobó varios mandos, miró nerviosoa Patrick, que retrocedía y usaba ungancho para levantar la trampilla quedaba a la caldera. Recibió una bofetadade calor, como el horno del desierto.

—Necesitamos más combustible —dijo.

Se encaramó al ténder y empezó aechar paladas de carbón. Zuri y elmaquinista lo introducían en la caldera,

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atizando así el motor.Una explosión.Patrick se tambaleó sobre el carbón

por la onda expansiva. Alzó la vista.Burton había acabado con un Walküre.Ya estaba encañonando a otro ydisparando, sin darse cuenta delhelicóptero que se le acercaba por elotro lado.

Quiso gritar para advertírselo, peroera inútil.

El Walküre disparó y la cola deltren explotó entre una vorágine dellamas y humo.

—¡Neliah! —Zuri subió al téndercon él—. ¡Neliah!

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—No —dijo Patrick, intentandoretenerla.

Pero ella se soltó y bajó por detráshacia el primer vagón con la faja rojaagitándose tras ella.

El Walküre que había disparadosobrevoló el tren antes de dar la vueltapara un nuevo ataque. Entonces seacercaron los dos helicópteros que sehabían mantenido al margen delcombate.

Patrick los miró consternado.Echó un vistazo a un lado, pensando

si tendría que probar suerte y saltar.Había recuperado la pipa, tal vezsobrevivía y todo. Pero regresó a la

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máquina, recogió el fusil Enfield y subióde nuevo al ténder. Se tumbó boca abajosobre el carbón, la nariz llena de polvonegro. Inspiró profundamente variasveces y normalizó la respiración.

Los dos nuevos helicópteros, queeran de transporte de tropas, seacercaron a baja altura.

El primero se acompasó a la marchadel tren, encima de él. Se abrieron laspuertas de ambos lados. Patrick pudover la silueta de los soldados de asaltorecortados contra la luz anaranjada delatardecer. Lanzaron unas cuerdas yocuparon sus posiciones.

Empezaron a descender hacia el

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tren.Patrick situó al piloto en la mira de

su fusil. Lo distinguía perfectamente enla cabina: estaba concentrado en eltecho del vagón, manejando la palancade mando del helicóptero paramantenerlo en la posición adecuada.Tenía los ojos ocultos tras un visor.

Hubo otra explosión en la cola deltren.

No le prestó atención y contuvo elaliento. Calculó la velocidad del vientoy el aire que levantaba el helicóptero.Cincuenta nudos a unos cuarenta ocuarenta y dos grados. Apuntó alto. Unmetro a la derecha, por encima de la

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cabina. Apretó el gatillo. Notó elretroceso en el hombro.

No pasó nada.Los soldados seguían

descolgándose. Tenían las botas a pocoscentímetros del techo de un vagón.

Entonces lo vio.Un hilo oscuro salía por debajo del

visor del piloto. Directamente entre losojos. Las palabras de Burton volvieron asu mente: «Sigues siendo el mejortirador que conozco.»

El piloto se desplomó hacia delante,con la palanca de mando entre laspiernas.

El Walküre se ladeó bruscamente

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hacia la izquierda. Algunos soldadossoltaron la cuerda, rebotaron en el techodel vagón y cayeron por los lados, congritos que el viento se llevó. Los demáslograron aferrarse, pero el helicópterode combate los arrastró al estrellarse enel suelo.

Se levantó una nube de fuego. Unainfinidad de lanzas mortíferas salierondisparadas de las palas del rotor entodas direcciones. Patrick hundió la caraen el carbón y se tapó la cabeza. Unmontón de astillas calientes le azotó laespalda y los brazos.

Otro Walküre descendió sobre elténder y lo barrió con fuego de

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ametralladora.No tuvo más remedio que lanzarse

hacia atrás y refugiarse en la cabina dela locomotora. Las balas le pasaron apocos centímetros de la cabeza y dieronen el metal. El conductor se hizo unovillo, gritando, pero se calló derepente: le faltaba medio tórax.

Patrick levantó el Enfield paradisparar a los helicópteros, pero elataque era demasiado virulento. Noparaban de lloverle trozos de metal.

Detrás del Walküre, protegido porsu fuego, llegó otro transporte de tropas.Se situó en el aire sobre el segundovagón y lanzó cuerdas por las puertas

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abiertas.Y empezaron a descender soldados

de asalto.

***

Era como si hubieran fregado elsuelo con sangre. Todo se zarandeaba deun lado a otro.

Burton apenas podía respirar, teníalos pulmones colapsados con lo que supadre habría llamado das Höllenfeuer,llamas del infierno. Se levantó y sesacudió la arena del pelo.

La plataforma y los sacos de arenaestaban ardiendo. El cañón Breda,

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destrozado.Neliah estaba intentando levantar a

Tungu, pero resbaló en la sangre quecubría el suelo. Tungu tenía un trozotriangular de metal clavado en laespalda y sangraba profusamente. Yatenía los ojos vidriosos.

El Walküre que había disparado elproyectil daba la vuelta para efectuar unnuevo ataque.

Todavía aturdido, Burton alargó lamano hacia la caja de dinamita,procurando no resbalar. Levantó la tapa,cogió uno de los paquetes y puso eltemporizador en veinte segundos.Veinte, diecinueve... Lo lanzó hacia los

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demás explosivos.El Walküre estaba descendiendo.—¡Deprisa! —dijo Neliah.Burton cogió la Thompson y saltaron

juntos entre las llamas al vagónsiguiente. Burton se arrodilló para soltarel enganche que unía el vagón con laplataforma. El suelo bramaba a sus pies,a pocos centímetros de su mano.

Quitó la barra de desconexión, sindejar de contar los segundos: diez,nueve, ocho... Después levantó elgancho que conectaba las dos partes deltren. Lo soltó. Los amortiguadores setensaron hasta romperse. Se oyó un siseoy los frenos saltaron automáticamente.

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La plataforma empezó a quedaratrás. El Walküre se concentró en ella.

... cinco, cuatro, tres...Burton y Neliah vieron que el piloto

situaba el helicóptero a la altura de laplataforma. El viento provocado por elrotor salpicó el aire con la sangre deTungu.

El Walküre disparó otro proyectil.... dos, uno.La dinamita explotó y prendió fuego

al resto de la munición como si fuerauna enorme bengala.

Los cartuchos saltaron por los aires,rojos y blancos. El ruido fueensordecedor. Burton pensó en Dolan,

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en lo mucho que le habría gustado aquelespectáculo, casi pudo oír su carcajadade aprobación: ¡BUUMMM!

El fuego que ascendió hasta elWalküre prendió el motor. El pilotoalejó el aparato, que empezó adesprender un humo negro y a girar sinton ni son. Acto seguido se escoró yrozó el suelo, rebotó una, dos veces, yterminó estrellándose contra las vías.

Esta vez no hubo ningún gritoentusiasta de Neliah.

—Tungu —susurró junto a Burton.La chica tenía la cara contraída y unaquemadura terrible en la frente.

De repente se produjo otra explosión

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en la parte delantera del tren. Otrohelicóptero reducido a fuego y metalretorcido. Sus restos ardientesescupieron llamas.

Burton se volvió hacia lalocomotora. Uno de los Walküre laatacaba mientras otro helicóptero, untransporte de tropas, se situaba sobreellos dos.

—¡Muévete! —dijo Burton a la vezque abría la puerta del vagón yempujaba a Neliah dentro.

Lo cruzaron corriendo, derribandolos platos de comida al pasar. Sobreellos, el ruido atronador del rotor. Elsonido de botas cayendo sobre el techo.

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Burton disparó hacia arriba. Oyó ungrito y un cuerpo cayó del techo.

Luego, una ráfaga de viento. Alguienhabía abierto la puerta del extremo delvagón de un puntapié.

Un corpulento SS entró con unaexpresión sanguinaria en los ojos y lacara cubierta de pintura de camuflaje.Llevaba una MG48.

Uhrig.

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39

El estrépito de los helicópteros sefue apagando a medida que se alejabandel tren. Ya se oía el viento entrandopor la puerta abierta, el traqueteoincesante del tren, botas que avanzabanpor el techo hacia la parte trasera delvagón. Detrás de Uhrig aparecieronvarios soldados de asalto empuñandoBK44.

—Así que usted es Cole —dijoUhrig, examinándolo con atención. Noparecía impresionado.

Burton no mostró ninguna reacción.

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A su lado, Neliah dio un pasoadelante con el panga en la mano.

—Mira su hombro —siseó lamuchacha. Uhrig llevaba un galón hechocon una trenza de pelo negro. El pelo deZuri.

Burton sintió la furia que emanabade Neliah. Intensa, mortífera. Alargó enbrazo para protegerla.

—Yo las prefiero algo peleonas —dijo Uhrig, que había visto su gesto, condesdén—. Como esa puta en elcampamento. Lástima que no llegara atirármela.

Burton se situó entre Uhrig y Neliahpara retroceder empujándola. Al

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hacerlo, aplastó el arroz y la mandiocaque había en el suelo.

Uhrig alzó la MG48.—No podrá salir de este tren, Cole.

Mis Lobos lo tienen rodeado. Deje elarma, y también a esa sucia negra. —Eltren dio un bandazo—. El gobernadorgeneral lo quiere vivo.

Sonaron disparos detrás de Uhrig,que se volvió de golpe. Dos de sushombres cayeron fulminados. Alguienestaba disparando desde el techo.

—¡Zuri! —gritó Neliah.Burton disparó la Thompson y las

balas rebotaron en las paredes delvagón.

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—¡Vamos! —ordenó mientrasretrocedía con Neliah. La empujó haciala otra puerta. Disparó otra descarga yla siguió.

Salieron al pescante del vagón. LosWalküre estaban dando la vuelta a ciertadistancia. Unas enormes avispas negrasa la espera de su miel. Burton oyó ruidode botas en el techo. Un soldado estababajando.

Con un solo movimiento, Neliah leclavó el panga en la cabeza, sacándoleun chorro de sangre. El soldado gritó ydejó caer el fusil. Neliah le hundió lahoja en la pierna mientras Burton locogía y lo lanzaba del tren en marcha.

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—¡Cúbreme! —dijo, y tras darle lametralleta subió al techo.

Arriba, vio pasar la sabana másdeprisa todavía. El borde del techoestaba pegajoso debido a la sangrederramada. A través del humo, divisó aZuri y varios más disparando haciaabajo en el primer vagón. Y vio que lesdevolvían las balas. Una de ellas abatióa una de las herero, que cayó del tren.

Burton tendió la mano hacia Neliah.Una vez que ésta le devolvió el arma,subió también al techo. Al ver a Zuri,corrió hacia ella.

—Cuidado —advirtió Burton.El tren se balanceó peligrosamente.

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Burton siguió adelante, apuntalando suarma hacia la parte trasera del vagón,atento al helicóptero de Hochburg.Aquello era como caminar sobre losasaceitosas. Tenía la sensación de estarmuy alto, peor aún que en los tejados deStanleystadt.

Lanzaron algo detrás de él. Unagranada lumínica. Trató de alejarla.

¡POUUMMM!Se le destaparon los oídos, vio

reflejos blancos y verdes. El tren dio unbandazo y perdió el equilibrio. Cayó debruces con las extremidades abiertas,intentando no resbalar.

Las balas agujerearon el techo muy

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cerca de él.—¡Burton!Miró hacia arriba y el viento le

azotó la cara. Neliah había resbaladodel techo y se sujetaba del borde. En elotro vagón, Zuri había dejado dedisparar y miraba impotente a suhermana.

—¡Burton, ayuda!Con el rabillo del ojo vio que uno de

los Walküre bajaba el morro y volvíahacia el tren. Se pasó la correa de laThompson por la cabeza y se arrastróhacia Neliah. El borde del techo teníauna barandilla y Neliah se aferraba aella. Burton alargó el brazo cuanto pudo.

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Unos centímetros más, sólo son unoscentímetros más...

La sujetó.Tiró de ella, negándose a pensar en

aquel largo instante en que Rougier se lehabía escabullido de las manos. Neliahno pesaba nada: ya estaba de nuevo enel techo con una expresión de inmensoalivio.

De repente, algo la arrastró haciaabajo de nuevo y se llevó a Burton conella.

—¡Me tiene! —gritó—. ¡Me tiene!Burton oyó los jadeos de Uhrig al

tirar de las piernas de Neliah desde unaventanilla del vagón.

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El Walküre rugía sobre ellos, e hizocaer a Zuri y los prisioneros. El humoabofeteó la cara de Burton: motascalientes de hollín. Cerró los ojos ytensó al máximo los brazos para tirar deNeliah. Ella se revolvía y daba patadasa Uhrig. Tiró de nuevo con todas susfuerzas.

De repente, la muchacha se soltó dela presa del nazi. Burton siguió tirandopara subirla otra vez al techo, pero sefue deslizando sin poder evitarlo. Lasoltó justo antes de caer por el borde.Logró aferrarse a la barandilla. Lacorrea de la Thompson le apretó en elcuello.

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El suelo pasaba a toda velocidad asus pies.

Neliah lo cogió por el cuello de lacamisa y tiró para subirlo al techo. Elviento era tan fuerte que la ahogaba.

Crujidos de madera.Uhrig estaba partiendo el lado del

vagón para atraparlo. Una mano rollizaatravesó la madera y lo sujetó. Burton ledio un puntapié y se impulsó haciaarriba. Otro puntapié.

La mano desapareció. Más tablasastilladas y la cara desencajada deUhrig se asomó por el agujero. Burton lapisó con fuerza, impulsándose así paravolver al techo.

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Se quitó la metralleta del cuello ymiró a Neliah. A la muchacha lesaltaban las lágrimas. El hombro lesobresalía fuera de sitio, dislocado.

Más soldados subían por el otroextremo del vagón. Burton disparó unasalva con la Thompson: dio a uno ylogró que los demás se agacharan. Luegocorrió con Neliah, saltaron del segundovagón al primero y se encontraron conZuri y los prisioneros.

Burton dejó a Neliah en brazos deZuri.

—Tiene el hombro dislocado.Llévala con Patrick.

Neliah le apretó el brazo con la

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mano ilesa, mirándolo intensamente alos ojos.

—Te debo dos veces la vida.—Recuerda que nada de juramentos

de sangre. —Encajó el último cargadoren la Thompson—. ¡Ve delante!

Dicho esto, se dejó caer en el huecoentre los dos vagones. El ruido de lasvías era ensordecedor; del primer vagónsalía humo. Los soldados que Zuri habíaabatido estaban esparcidos por el suelo.Se arrodilló y empezó a soltar elenganche.

Alguien le dio una patada por detrás.Cayó hacia delante soltando la

Thompson. Unas manos le rodearon el

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cuello y apretaron violentamente.Embistió hacia atrás, golpeó a su

agresor contra el tabique del vagón. Lasmanos que le sujetaban la gargantaaflojaron un instante, pero al puntoapretaron con más fuerza. Burton seahogaba. Su agresor lo derribó y lacabeza le colgó sobre el enganche.

El suelo le pasaba como unaexhalación muy cerca de la cara. Veíaborrosas las traviesas sobre el balasto.Olía a tormenta de arena. Cerró los ojosy buscó a tientas la barra dedesconexión para soltarla. La yugular sele estaba paralizando.

—Standartenführer! ¡Ya lo tengo!

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Burton sujetó los dedos que lerodeaban la garganta, los retorció ylogró liberarse con un brusco tirón. Oyócómo las falanges se partían y unalarido.

Se puso de pie con la visiónborrosa. Se volvió. Duka. El soldado setambaleó hacia atrás con la narizensangrentada. Burton lo cogió y lolanzó de cabeza entre los vagones. Cayóa las vías y la cabeza se le abrió comouna sandía.

Rápidamente soltó el enganche y elsegundo vagón empezó a perdervelocidad.

—¡Cole!

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Uhrig y otro soldado habían llegadoal pescante, pero la distancia que losseparaba era ya demasiado grande parasaltar.

Uhrig soltó un rugido feroz, tanfrustrado y furioso como un perroencadenado. De inmediato se encaramóal techo del vagón. Burton pensó que ibaa intentar saltar tras él. Estaba loco; nolo conseguiría. Pero Uhrig estabahaciendo señas a un helicóptero, queredujo la altura sobre el vagón, seacompasó a su velocidad y lanzó unascuerdas por la puerta del costado. Uhrigy el soldado las cogieron.

Burton subió al techo y desenfundó

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la Browning. Vio a Zuri empuñando unarma.

El helicóptero se elevó, con Uhrigcolgado del tren de aterrizaje.

—¡Muévete! —dijo Burton a Zuri.Pero ella no le hizo caso. Soltó un

gemido gutural y empezó a disparar aciegas contra Uhrig hasta vaciar elcargador. Las balas repiquetearon en lapanza del helicóptero.

—¡Vamos! —la instó Burton,tirándole del brazo.

Ella lo siguió a regañadientes,mirando cómo Uhrig surcaba el aire.Llegaron a la parte delantera del vagón ysaltaron al ténder para caer sobre el

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carbón.El helicóptero descendió sobre el

primer vagón y el viento que levantabaarremolinó humo por todas partes. ABurton el hollín le escocía en los ojos.

Uhrig estaba a unos seis metros deltecho.

Burton saltó hacia el enganche ytrató de soltarlo.

Cuatro metros y medio. Tres metros.Metro y medio.Un disparo.Patrick estaba parapetado en un

rincón de la locomotora y apuntaba sufusil al helicóptero que los sobrevolaba.Tenía el ojo en la mira.

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Otro disparo.Burton vio aparecer una grieta en el

cristal de la cabina. El piloto elevobruscamente el aparato.

El soldado que estaba con Uhrigsalió al tren. Casi resbaló del techo perologró aguantarse.

La cara de Uhrig era la vivaexpresión de la furia. Miró hacia abajo,vio que iba a perder la últimaoportunidad y soltó la cuerda. Aterrizóestrepitosamente en el techo, y su MG48se deslizó y cayó del tren. Uhrigrecuperó el equilibrio y desenfundó supistola. El helicóptero se alejó. UnWalküre ocupó su lugar.

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Patrick disparó a Uhrig. El nazi tiródel soldado y se lo puso delante a modode escudo. Burton vio cómo las balasperforaban el pecho del pobredesdichado.

El Walküre rugió sobre ellos,disparando.

Patrick se volvió y lo apuntó con sufusil. El otro helicóptero que quedaba seestaba acercando.

—¡Burton! —gritó Patrick—.¡Necesito refuerzos!

Burton liberó el enganche del últimovagón y regresó con dificultades por elcarbón. El vagón empezó a rezagarse.

—¡Suéltalo! —gritó a Zuri mientras

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él saltaba del ténder. Cogió rápidamenteel Enfield de repuesto de Patrick y seposicionó en el otro lado de lalocomotora. Ambos dispararon a losWalküre.

Varios proyectiles silbaron ychispearon en el motor. El aire se llenóde vapor.

Neliah fue a ayudar a su hermana,pero Zuri la rechazó:

—Puedo sola.Burton buscó a Hochburg en el

Walküre que lo sobrevolaba. Disparó alrotor de cola. Mientras recargaba elarma, miró a Zuri. Había quitado labarra y se disponía a desenganchar el

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vagón.—¡Zuri! ¡No!Lo estaba haciendo desde el otro

lado. Seguía en el ténder.Un brazo le rodeó el cuello. Gritó y

dio patadas hacia atrás. Pero Uhrig no lasoltó. Tenía la cara sucia de carbón ysangre. Empuñaba su pistola.

Neliah hizo el ademán de ir a ayudara su hermana.

—¡No lo intentes, zorra negra! —gritó Uhrig. Golpeó la cabeza de Zuricon la Luger y gruñó a Burton—: ¡Deténel puto tren!

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40

Neliah miró a su hermana a los ojos.Los tenía enrojecidos y contenían unapizca de miedo. El resto era fiereza enestado puro. «Ni se te ocurra —decíanaquellos ojos—. Es lo que quiero hacer.Voy a matarlo. El rungiro meprotegerá.»

La pistola de Uhrig le golpeó lacabeza.

Nadie se movió.La sabana pasaba veloz a ambos

lados: esmeralda, amarilla, gris. Elcielo se oscurecía con la noche. Los dos

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pájaros runruneantes estabansuspendidos sobre ellos como buitres ala espera de su carroña. Neliah notó denuevo el olor de Quimbundo, las mesascon los muertos. Había olvidado eldolor del hombro dislocado.

—¡Le he dicho que detenga el putotren! —gritó Uhrig—. O mato a estaasquerosa negra.

Patrick retrocedió y acercó la manoa una de las palancas.

—¡No! —dijo Zuri.Patrick vaciló.—¡Hágalo, amerikaner!—¡No!—¡Cierra el pico, coño! —El nazi

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apartó el arma de la cabeza de Zuri y legolpeó la cara con violencia, haciéndolasangrar.

Neliah fue incapaz de dominarse.Dejó caer el panga y arrebató el

fusil a Burton para apuntar a Uhrig.Fue como si de repente el mundo se

hubiera detenido. Todo se movía comoen un sueño. Más que lento.

Uhrig apartó la pistola de la cabezade Zuri y apuntó directamente a Neliah.En ese mismo instante, Zuri se revolvióhacía atrás y desvió el arma del alemán.A continuación le clavó los dientes en elbrazo.

Se oyó un disparo, pero la bala

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falló.Zuri lo mordió más fuerte y Uhrig se

tambaleó hasta caer de rodillas.Entonces disparó de nuevo, esta vezcontra ellos.

Algo chispeó cerca de la cara deNeliah y rebotó en la locomotora.Neliah notó un mordisco cálido en lamejilla. Sangre. Se tapó la cara y vio,entre los dedos, que su hermana luchabacon el alemán. Se inflamó de orgullo.Orgullo... y horror al darse cuenta de loque Zuri iba a hacer.

Las dos hermanas se miraron a losojos un instante. Neliah sintió unaenorme tristeza. Y Zuri dio un puntapié

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al enganche.Inmediatamente el vagón de la

carbonera estuvo suelto y empezó arezagarse.

—¡Zuri, salta!Su hermana quiso hacerlo.—¡Zuri!No había más de diez pasos, pero

podría haber sido un mundo. Neliahcorrió con intención de saltar con suhermana.

Burton la retuvo.—¡Suéltame! —gritó ella,

forcejeando.—Es una locura.—¡Mi hermana!

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—Lo ha hecho para salvarte.—¡Zuri!Estaba cada vez más lejos.Uhrig se levantó con el brazo

manchado de sangre. Pero Zuri fue másrápida: le dio una patada en laentrepierna y le arañó la cara. Uhrig sedeshizo de ella dándole un puñetazo enplena clavícula que la derribó, pero esono le impidió arremeter de nuevo contrael nazi. Uhrig perdió el equilibrio y elarma se le escurrió entre las manos.Neliah vio que desaparecía en lapenumbra.

Zuri volvía a estar de pie e intentabasubirse encima del montón de carbón.

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Uhrig la seguía.A Neliah se le partía el alma. La

sangre le resbalaba por la mejilla.Zuri llegó a lo más alto del carbón y

empezó a bajar por el otro lado, pero laclavícula dolorida le dificultaba elavance.

«Salta, hermana —rogó mentalmenteNeliah—. ¡Vuela!»

Detrás de ella, Uhrig llegó también alo alto del carbón. Despacio, conparsimonia, sacó un puñal del cinturón.

Burton rodeó a Neliah con losbrazos.

—No mires —le susurró al oído.Pero ella no podía apartar la mirada

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de su hermana.Uhrig dijo algo mientras se

acariciaba la trenza de pelo que llevabacolgada del hombro. Zuri se volvióhacia él con ojos temerosos. Ydesafiantes. Uhrig, que descollaba sobreella, procuraba mantenerse fuera delalcance de sus piernas. Se lamió undedo y lo pasó por la hoja del cuchillo.

Neliah estaba desesperada.Zuri lanzó un pedazo de carbón a

Uhrig y éste soltó una carcajada. Learrojó otro, y otro más. Uhrig losrechazó con el brazo. Uno le rebotó enla cabeza. Dio un paso atrás... tropezó...perdió el equilibrio.

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Zuri se abalanzó sobre él y le diouna patada en la espinilla.

El nazi se quedó suspendido uninstante, con cara de asombro, y se cayódel ténder. Aterrizó en la hierba.

¡El corazón de Neliah rugió!—Dios mío —dijo Patrick. Se

recostó en el tyndo y apuntó el fusil alcielo.

El vagón del carbón seguíareduciendo su velocidad,distanciándose. Zuri se veía cada vezmás pequeña. Los dos pájaros de acerovolaban a su alrededor. Neliah vio quesu hermana se encaramaba a lo más alto,con la faja de Penhor agitándose como

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un rabo rojo.Patrick disparó una vez a los

helicópteros. La bala desapareció entreel viento y el humo. Disparó de nuevo.

Uno de los aparatos descendió hastasituarse a la misma altura que el vagóndel carbón. Neliah casi pudo oír el ruidode sus armas al prepararse paradisparar.

—¡Zuri!Su hermana la miró. Alargó una

mano.Neliah trató de zafarse de Burton.

Extendió su mano abierta hacia la nada.Sólo quería tocarla una última vez.Sentir la suavidad de su mejilla. Cogerle

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las manos. Pamue, juntas.Gimió.

***

El Walküre disparó sin compasión.Hubo un fogonazo deslumbrante. Unsegundo después, el ténder saltó por losaires convertido en una bola de fuego.

A Burton le pareció ver que Zuri selanzaba fuera un instante antes.

Patrick disparó una tercera vez.Saltaron chispas de las palas del

rotor. El helicóptero empezó a humear.Patrick disparó sin parar, con un rictusde rabia en la cara.

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El Walküre giró violentamente conla cola inclinada hacia el suelo. Golpeócontra las vías, dio una vuelta decampana y explotó.

Neliah gimió desconsolada y Burtonla abrazó con más fuerza. Apoyó la carade la muchacha en el pecho. Sintió quesu llanto lo sacudía.

Patrick bajó el fusil.—Se acabó —dijo con voz apagada.El último Walküre rugió sobre ellos

antes de alejarse.Burton lo siguió con la mirada y vio

a Hochburg otra vez. Su rostro reflejabauna intensa curiosidad, así comofrustración y rabia sanguinaria. Tenía

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los ojos tan negros como Burtonrecordaba de cuando era niño. Hochburglo saludó burlonamente con la mano.

El helicóptero se dirigió al oeste,hacia el sol poniente, y se volvió cadavez más pequeño.

Burton descansó su cabeza en la deNeliah. Notó su cabello grueso, su pielenfebrecida. Se la veía totalmenteabatida entre sus brazos.

Patrick alargó la mano hacia losmandos y redujo las revoluciones delmotor. Empezaron a aminorar.

—Los prisioneros saltaron —comentó en voz baja—. Zuri los liberódel campo... pero saltaron. —Sus patas

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de gallo parecían negras en la penumbra—. ¿Qué sentido tiene que se arriesgarapor ellos?

De repente volvió a aumentar lasrevoluciones. El tren salió disparadolanzando una enorme humareda.

Burton alzó la vista.El helicóptero de Hochburg había

girado y volvía a poca altura siguiendolas vías.

Disparando.Las balas trazadoras silbaron a su

alrededor y perforaron las planchas dela caldera. El vapor que se escapóescaldó los brazos de Burton. Hubo unestrépito horrible: el crujido del acero

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al rasgarse.El tren volvió a perder velocidad.Hochburg se dirigía directamente

hacia ellos. Las vías se habíanconvertido en un infierno de fuego decañón.

A Burton se le hizo un nudo en elestómago.

—Tenemos que saltar —dijo.—No lo lograremos.Aunque el tren aminoraba, el salto

era muy peligroso.—Si no saltamos, moriremos seguro.Burton levantó la cara de Neliah.

Ella lo miró directamente a los ojos, conel mentón fruncido.

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—Vamos a saltar —dijo.La muchacha no contestó.—¡Neliah! Vamos a saltar. ¿Lo

entiendes?Asintió, aturdida.—Es una locura —comentó Patrick.Les seguían lloviendo proyectiles.

La locomotora soltaba chispas con cadabala.

Burton se puso la Browning en lacintura, cogió el panga de Neliah y laacercó al borde. Neliah tenía la cabezavuelta hacia donde había estado Zuri.Susurraba algo.

Patrick se unió a ellos.—A la de tres —avisó Burton,

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intentando que la mandioca que tenía enel estómago no le subiera a la garganta—. Como en la Legión. —Cogió lamano de Neliah y aferró el panga con laotra. Apretó tanto el mango que ledolieron los nudillos. Más disparos. Eltren seguía avanzando. «Oh, Maddie»,pensó. Pudo oler la fragancia amadreselva de su pelo.

—Una...El Walküre estaba casi sobre ellos.—Dos...Burton dudó un instante.No llegó a decir «tres».

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Cuarta parte

LUANDA

El sol caliente brilla sobre latierra africana.

Los motores de los tanquesentonan su canción.

Las cadenas chirrían, rugen

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las armas.¡Nuestros tanques avanzan

por África!

MARCHA DEL AFRIKAKORPS

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41

Línea de Salazar, Angola del Norte19 de septiembre, 18.10 h

Hochburg la encontró todavía convida.

Había ordenado al piloto queexaminara los restos del tren en buscade Burton. Éstos se extendían a lo largode la vía: varios centenares de metrosde llamas y metal retorcido. El foco delhelicóptero sondeaba la oscuridadmorada.

—¡Ahí! —exclamó Hochburg—.

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Veo a alguien.El Walküre aterrizó y Hochburg

avanzó a través del vendaval producidopor el rotor. El humo le escocía losojos. Era una plantación de algodónabandonada, sembrada de restos y defocos de llamas por todas partes. Estabarodeado de matas blancasarremolinadas, como si anduviera enmedio de una tormenta de nieve. Elhedor a metal quemado lo impregnabatodo.

De pronto distinguió una sucia negraarrastrándose por el suelo.

Era joven, y por la forma de sucráneo (las vías nasales, el ángulo

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nasolabial) lo más seguro es que fuerabantú-herero. Llevaba una faja roja,empapada de sangre, alrededor de lacintura.

Contuvo la decepción por que no setratara de Burton. La giró empujándolacon la bota para verla mejor. Estabamalherida, tenía la piel muy quemada yuna pierna rota, el fémur asomándolepor el muslo. Tenía las mejillasmanchadas de lágrimas y sangre.

Cuando lo vio, intentó arrastrarsepor el suelo más deprisa.

En vano. Se hizo entonces un ovilloy gimió cuando la pierna rota rozó elsuelo.

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Hochburg se puso en cuclillas juntoa ella y le habló quedamente en bantú.

—¿Dónde está Burton? ¿Qué fue deél? —le preguntó.

Ella pareció sorprenderse de que lehablara en su idioma, pero no respondió.

Tras ellos, el rotor del Walküreseguía girando, azotando el humo querodeaba los restos del tren.

—¿Dónde está?No respondió. Hochburg le puso la

mano en la pierna, sobre los mojadospantalones. Le recorrió el muslo hasta elsitio donde el hueso sobresalía. Se loapretó.

La chica gritó.

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—¿Dónde?Ella intentó apartarle los dedos

mientras se estremecía violentamente.La sangre le burbujeaba en la nariz.Hochburg la soltó, consciente de queesos métodos rara vez funcionaban conlos negros.

Años antes, cuando se ampliaron loslímites del África alemana, alReichsführer empezó a inquietarle loque Hochburg proponía, especialmentepor la reacción de los británicos sidescubrían la verdad. Deportar judíos aMadagaskar era una cosa, peroaquello... Así que le encargó laredacción de un tratado sobre la

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inferioridad de las razas nativas deÁfrica. Ese texto serviría de base legal ymoral para el Decreto de Windhuk y susplanes en Muspel. El estudio deHochburg, que había contado conexpertos como De Lapouge y elcraneólogo Johann Blumenbach,demostró que el cerebro negroide eraconsiderablemente distinto del europeo(excluidos los eslavos, claro). Que supercepción del dolor era muyrudimentaria, más acorde a la de lossimios o el ganado vacuno.

Así pues, ninguna persuasión físicaharía hablar a la muchacha.

Le puso la mano en la cara y le

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acarició la mejilla con unos dedosgélidos.

—Puedo hacer que el dolor remita—la tranquilizó—, que no sufras más.Pero tienes que ayudarme. Necesitosaber dónde está Burton.

La muchacha le apartó la mano y seseñaló la boca, indicándole que seacercara para poder hablarle. Hochburgagachó la cabeza hasta notar el alientoen su cara. Era dulce, cargado de sangre.La muchacha le susurró algo. Se acercóaún más.

Fue un movimiento lento. Ella cogióuna piedra e intentó golpearle la cabeza.Le rebotó débilmente. Hochburg le

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sujetó la muñeca y le clavó las uñas enlos tendones hasta que dejó caer lapiedra.

—¡Idiota! —le espetó a la joven.—Quamuis multos necaueris...—¿Qué? —¿Había dicho algo en

latín?Hochburg acercó la oreja a sus

labios. Estaba demasiado débil pararepresentar ninguna amenaza.

—Quamuis multos necaueris...successorem tuum occidere nonpoteris.

Hochburg se incorporó y vio unpatético desafío en su mirada.

—«Mates a quien mates, nunca

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podrás matar a tu sucesor» —tradujo.Era el consejo de Séneca a Nerón.

La muchacha se había puesto muyseria.

—Una negra instruida. Lo quefaltaba.

Hizo el amago de a ponerle la manode nuevo en el muslo, pero la dejósuspendida sobre el hueso. Vio que lashormigas se agolpaban alrededor de laherida, avanzando a través de un río desangre.

—Dime dónde está Burton —insistió.

Pero la muchacha había cerrado losojos. Respiraba rápida y

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superficialmente, y murmuraba algo, unay otra vez.

Volvió a agacharse hacia ella.—Tengo miedo, papai... mucho

miedo-Ese susurro le recordó las últimas

palabras de Eleanor. El momento en quele soltó la mano. A lo largo de los añoshabía revivido mentalmente esa escenasin cesar. ¿Qué temía? ¿El silencio quela llamaba? ¿El juicio divino? ¿Novolver a ver a su hijo? Nunca se habíasentido tan impotente.

Oyó que alguien se movía entre lasplantas de algodón. Avanzaba en sudirección.

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Tapó con la mano la nariz y la bocade la muchacha. Vio que los ojos leparpadeaban con rapidez. Apretó más lamano, le aplastó los labios. Sintió susdesesperados intentos de inspirar.Sangre y saliva se deslizaron entre susdedos.

—¡Chsss, pequeña! —le dijomientras ella forcejeaba—. Misbotoncitos negros, solía llamarlos en elorfanato; Eleanor siempre sonreía aloírlo.

Mantuvo así la mano hasta que lachica espiró. Entonces se levantó y selimpió las palmas en los pantalones.

El ruido estaba más cerca. Hochburg

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se volvió hacia el lugar de dondeprocedía: vio una silueta recortadacontra el brillo del foco del Walküre.Sacó la pistola.

—¡Maldita negra! —gritó quien seaproximaba.

Uhrig se tambaleó hacia delante,puñal en mano. Tenía la cabeza cubiertade sangre coagulada y el cuerpomaltrecho, con el uniforme hechojirones. La mano libre le colgaba flácidaen el costado.

Se desplomó junto a la muchacha yle clavó el puñal en el cuerpo una y otravez, enardecido.

—Suficiente —dijo Hochburg.

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Uhrig siguió, frenético.—¡He dicho que ya basta!Uhrig se volvió con una mueca de

furia en la cara. Por un instante,Hochburg creyó que iba a atacarlo.Entonces, bajó el puñal.

—Sí, herr Oberstgruppenführer.—Necesito que utilice sus energías

en otra cosa. ¿Qué tal esas heridas?—No es nada. —Lanzó un

escupitajo sanguinolento a la muchachamuerta—. Todavía puedo luchar, herrOberst.

Su superior le dedicó una sonrisaindulgente.

—Lograremos hacer un general de

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usted, Standartenführer.—¿Y Cole?—No lo encontraremos a oscuras —

contestó Hochburg mientras echaban aandar hacia el helicóptero. Sentía unaresignación sosegada, ese momento desilencio absoluto antes de que la llamase encienda.

—¿Y después qué?—Usted mismo lo dijo. Estas vías

llevan a Luanda.—Pero podría estar en cualquier

parte de la ciudad.—No —lo contradijo Hochburg—.

Ahora el único sitio al que tiene sentidoque vaya es el consulado británico.

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—¿Cómo sabe que no irádirectamente a los muelles para subirsea un barco?

—Tenga algo de fe,Standartenführer. Vaya donde vaya, leestaremos esperando.

Llegaron al Walküre. Detrás de él,había aterrizado el otro helicópterosuperviviente, con una grieta visible enel cristal de la cabina.

—Suba —ordenó Hochburg—. Digaal piloto que nos siga. En nuestropróximo destino le curaremos esasheridas.

Observó cómo Uhrig obedecíacojeando y luego subió a su helicóptero.

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En cuanto estuvo dentro, sacó un mapa yse puso los cascos. El ruido de parásitosle llenó los oídos.

—Schädelplatz, aquí Hochburg.Más parásitos, seguidos de una voz:—Le recibo, Oberstgruppenführer.

Cambio.—¿Dónde están mis carros de

combate?—Las dos columnas se acercan a la

frontera con Rodesia del Norte. Amedianoche ocuparán su posición deataque.

—¿Alguna resistencia?—No se ha informado de ninguna.—¿Y la Operación Nelke? ¿Ha

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llegado ya a Luanda el Afrika Korps?—Germania dice que está cerca de

las afueras de la ciudad, herr Oberst.Tiene previsto atacar pasado mañana,con las primeras luces del día. Cambio.

—¿A qué se debe tanta espera?—Es lo que han acordado los

portugueses y el mariscal Arnim. Parapermitir que los civiles puedanmarcharse.

—El compasivo de Arnim —comentó Hochburg con el gesto torcido—. Espero que la medida se limite a losblancos, —Escudriñó el mapa y diounos golpecitos en un punto situado acuarenta kilómetros al nordeste de

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Luanda—. Necesito más hombres y másarmas. Envíen una compañía de lasWaffen-SS a Caxito. Allí hay unaeródromo que, a estas alturas, yatendría que estar en nuestro poder —dijo, y tras reflexionar un momento en loque Uhrig había dicho sobre los muellesy la posibilidad de que Burton huyera enbarco, añadió—: Y también lanchasneumáticas, de gran potencia.

—Muy bien, Oberstgruppenführer.Cambio.

—Fuera.Hochburg se abrochó el cinturón de

seguridad y ordenó despegar.El helicóptero de combate se elevó y

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su foco rastreador iluminó el paisaje quedejaba a sus pies. Hochburg echó unvistazo a las vías que se dirigían aLuanda, a la muchacha muerta. La luz sereflejó en su piel: un calidoscopio desangre.

El Walküre se alejó y dejó sucadáver a los chacales.

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42

Luanda, Angola del Norte21 de septiembre, 3.00 h

A Burton le dolía todo.El cerebro le presionaba el cráneo,

tenía la mandíbula desencajada ehinchada, los labios partidos, y losbrazos, el pecho y los hombrossalpicados de verdugones. Loscardenales se le extendían por el cuerpocomo tinta vertida en agua. Los nudillosde la mano derecha, con la que sujetabael arma, se le habían abierto y los

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llevaba vendados; le resultabainsoportable flexionar los dedos. En laspiernas, más moratones y cortes. Senotaba los ligamentos de la rodillahechos cisco. Cada vez que daba unpaso, parecían chirriarle todos loshuesos de los pies. Le dolía incluso elhueso de detrás de la oreja, ese que aMadeleine le encantaba acariciarle conla nariz.

Se había pasado las últimas horassoñando despierto con ella. Estaba devuelta en la granja, tomando un bañofrío, las heridas empezaban a calmárseley Maddie le daba un masaje suave.Dedos relajantes y espuma jabonosa,

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pelo negro surcando el agua. Nadie lobañaba desde que era pequeño. Alargóla mano hacia ella para acariciarle elvientre. El mundo entero parecíatranquilo y en calma. «¿Niño o niña?»,le susurraba Maddie.

Burton nunca había anhelado tanto sucama.

Habían llegado a Luanda y estabanrecorriendo el distrito de Cidade Altahacia el consulado británico. Fundada en1573, la capital de Angola era la ciudadeuropea más antigua del sur de África:el París subsahariano. Ahora estabasumida en la oscuridad, casi todas lasluces apagadas. Burton percibió una

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atmósfera de persecución. Las callespolvorientas estaban vacías, sólo algúnque otro Ford Vedette chirriaba aldoblar una esquina. Manadas de perrosvagaban sin rumbo. Pasaron junto a unossoldados angoleños negros que estabanlevantando una barricada: tablas y cajasde madera para detener un ejército deacero.

Justo cuando Burton iba a decir«tres», el helicóptero de Hochburg habíaabierto un agujero en las vías. Un rielgolpeó la locomotora, logrando que eltren descarrilara y se precipitara por unterraplén.

Burton salió despedido y rodó por el

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suelo. Todo se volvió gris, borroso ydistorsionado. Sintió un calor hirvienteen la cara. Un caos de sonidos: golpes,chirridos metálicos, gritos de Neliah. Sucuerpo se convirtió en un monigotezarandeado por una tormenta. Lellovieron trozos de carbón. Finalmente,cuando parecía que el torbellino noacabaría nunca, el tren se detuvo enseco.

Oyó un ruido como de un montón dearena bajando por un tobogán.

Estaba tan aturdido que, por unmomento, pensó que volvía a estar en elGotha estrellado, hasta oyó a Naressoltar un grito ahogado.

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Trató de ponerse en pie. Tuvo unaarcada. Tenía la cara entumecida, y unpoco de sangre y vómito le cayó de laboca. A lo lejos oyó el helicóptero deHochburg. Buscó a tientas a Patrick yNeliah. Los levantó; eran muñecos detrapo. Cogieron el botiquín y las armas ysalieron con dificultades del tren. Elmundo se tambaleaba.

—¡Vamos! —dijo Burton,arrastrando la palabra.

Corrieron cojeando a través dellamas y plantas del algodón. Huyeronhacia la penumbra.

Por la mañana habían llegado a laciudad de Barraca, unos cien kilómetros

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al sudeste de la capital; estabaincendiada y abandonada. Burtonencontró un camión Pegaso abollado quecondujo hasta que el depósito se quedóvacío. A partir de entonces fueron a pie,y se cruzaron por el camino con unaavalancha de refugiados en sentidocontrario. Casi todos los rostros eranblancos.

—Mi gente no tiene adónde ir —comentó Neliah—. Sólo a Muspel.Tenemos que quedarnos para luchar.

—Una ciudad blanca que sólo van adefender los negros —dijo Burton conuna risa cansada, irónica.

—Un país blanco, una colonia

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blanca.—¿Para qué luchar, entonces?—Es nuestra última esperanza.Burton pensó en esas palabras y notó

un nudo en el estómago.—Halifax podía haberlo impedido

—aseguró—. Podría haber salvadoAngola. —Soltó otra carcajada irónica—. Y a todo el maldito continente.

—¿Quién es Halifax?—Nuestro dirigente. El gran hombre

de la paz. Hay muchos soldados enRodesia, tendría que haberles ordenadovenir aquí.

—Pero no hizo nada.—No. Le importaba demasiado el

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Imperio.—¿Y la gente de a pie?—Era más fácil mirar hacia otro

lado. Lo mismo pasó con Windhuk, conlas deportaciones, con los rumoressobre Muspel.

—¿Por qué?—Porque si admitíamos lo que

estaba ocurriendo, nos habríamos vistoobligados a actuar. Y nadie queríaluchar ni tener que repatriar cadáveresde soldados británicos. No por África.No por... —No logró acabar la frase, noen presencia de Neliah: era demasiadovergonzoso.

—No habría cambiado nada —dijo

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Neliah—. A los nazistas les gustademasiado la muerte. Es el aire querespiran.

Burton la miró. Se frotaba la cicatrizde la sien como si le doliera; en la otramano empuñaba el panga y no cesaba dedarse golpecitos en el muslo. Tenía lamirada perdida, los ojos hinchados ylánguidos. Desde lo ocurrido en el trenhabía querido abrazarla, consolarla porsu pérdida, pero lo único que habíahecho era aplicarle antiséptico en lasheridas. Le daba reparo tenderle lamano a pesar de que ella no le habíaocultado sus lágrimas y había estadotodo el rato cerca de él. Se veía que

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había en esa muchacha una furia terriblea punto de explotar.

—Ven con nosotros —le dijo—. AInglaterra. Allí estarás a salvo.

—Hay un viejo dicho herero,Burton: «Quien pierde a los suyos, tieneque vivir entre tumbas.» No voy a dejara Zuri.

Se abrieron paso entre la oleada decuerpos agotados, cubiertos de polvo, ycruzaron a hurtadillas las líneasalemanas durante la noche, así como lasescasas defensas angoleñas, parasumirse finalmente en la oscuridad deLuanda.

A su lado, Patrick cojeaba con el

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fusil Enfield colgado del hombro.Parecía exhausto; su cara, un mosaico decardenales; se le había abierto de nuevola costra de la nariz. Burton lo vioinspirar bocanadas profundas. Ambospodían olerlo más allá del polvo de laciudad: el Atlántico.

La libertad.El consulado estaba al final de la

Rua de Diogo Cao, entre palmeras yflamboyanes. Una mansión británica enel extranjero, masculló Burton. Lasimple fachada de estuco blancocoronada con la bandera del ReinoUnido le produjo un alivio comedido.Sintió que se le relajaban los músculos,

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como si pudiera dormir un mes seguido.—Me recuerda las iglesias

españolas —comentó Patrick.Con aquella torre y aquellas

ventanas barrocas, Burton no pudo sinodarle la razón. Comprobó las defensas amedida que se acercaba: un muro de dosmetros a su alrededor, una barrera y unaverja de hierro forjado con una garita decentinela. Varios infantes de marina deguardia. En la acera había una fila decoches aparcados con el motor enmarcha, a punto para llevar a alguien.

Frente al consulado estaba eledificio del Ministerio de Sanidad. Lostres se acurrucaron tras sus muros.

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—¿Estás seguro de lo que vamos ahacer? —preguntó Patrick.

Burton asintió.—Tal vez Ackerman pueda sacarnos

de aquí. También es quien puederesponder a nuestras preguntas.

—Sigo creyendo que tendríamos queir con cuidado. Puede que no le hagademasiada ilusión vernos.

—Neliah y yo entraremos primero.Tú quédate aquí. Danos diez minutos.

—¿Y después qué?—Ya se te ocurrirá algo.—Los muelles están a cuatro

kilómetros en esa dirección —repusoPatrick, señalando la bahía con la

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cabeza.—Muy gracioso.—No te preocupes. Si no me

confirmas que está todo bien, entrarédisparando a diestro y siniestro.

—Te pareces a Dolan.—Dolan siempre se pareció a mí —

dijo Patrick tras reflexionar un instante.Burton comprobó la Browning (sólo

le quedaban dos balas) y se la entregó aPatrick para que se la guardara. Luego,se volvió hacia Neliah y le dijo:

—No nos dejarán entrar con armas.La muchacha se descolgó el panga

de la espalda pero no lo soltó.—El comandante Penhor venía aquí

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—explicó con la vista puesta en la torre—. A conseguir armas para laresistencia. Una vez regresó con unvestido para Zuri, de encaje blanco.Nada para mí. Ella quería compartirlo,pero siempre me negué. Estaba muycelosa de ella.

Burton no supo qué decir. Le cogióla mano, le quitó con cuidado el panga yla condujo al consulado.

—Tened cuidado —les pidióPatrick.

Los infantes de marina de la entradallevaban cascos de acero y subfusilesSten. Burton saludó al sargento, le dijosu nombre y su graduación y solicitó ver

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a Ackerman. El sargento envió dentro auno de sus hombres. Unos minutosdespués regresó con un funcionario conpantalones y chaleco de rayadiplomática, en mangas de camisa. Elchaleco parecía apretarle más que sifuera una camisa de fuerza.

—Farrow —se presentó,tendiéndole la mano. Su cara era unamezcla de aristócrata y matón. Teníafrente amplia y pómulos elegantes, narizde boxeador y cicatrices. Tenía elaspecto de persona resolutiva que tantogustaba a los británicos en África: taneficientes como expeditivos, vagamentehonorables. Hombres que hacían las

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cosas sin tener que preguntar por qué—.Me alegro de volver a verlo,comandante Cole.

—¿Nos conocemos?Farrow lo miró de arriba abajo.—Estaba algo menos maltrecho la

última vez que lo vi. Stanleyville, 1944.Ayudó a irse a parte de nuestra gente.

—Me acuerdo del chaleco —comentó Burton, que lo recordabavagamente.

—Sí, la etiqueta; se divirtieronmucho con ello en Londres. Parece queahora es usted el que necesita ayuda.Tengo entendido que busca al tenientecoronel Ackerman.

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—¿Teniente coronel? Pues sí.—Trabaja para él, ¿verdad?Burton dudó un instante.—¿Y usted?—¡No, qué dice! Yo pertenezco a la

Oficina Colonial, no tengo relación conesos asuntos. Mi trabajo es lograr quetodo el mundo se vaya a casa,preferentemente sano y salvo.

—¿Está Ackerman?—Sígame, comandante —dijo

Farrow tras examinar de nuevo susheridas.

Los hizo entrar y los condujo por elcomplejo hasta unas puertas dobles decolor verde. Mientras lo seguían, Burton

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se fijó en que Farrow llevaba unrevólver en el bolsillo.

El suelo estaba salpicado de ceniza.Las puertas daban a una escalera quellevaba a un pasillo que recorríalongitudinalmente todo el consulado. Elsuelo era de madera pulida, una arañade luces apagada colgaba del techo. Elaire olía a documentos quemados.

—Han llegado justo a tiempo —comentó Farrow mientras señalaba laescalera—. Estamos evacuando eledificio.

—¿Adonde van? —preguntó Burton,al que la rodilla le dolía horrores alsubir cada peldaño.

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—A la Ibis, una fragata de la MarinaReal anclada fuera de la bahía. Lamayoría del personal ya está a bordocon su familia. En estos momentosestamos acabando de organizar losúltimos detalles.

—¿No han bloqueado el puerto losalemanes?

—Por supuesto, incluso han enviadoun portaaviones. El Strasser. Pero laKriegsmarine sólo tiene instrucciones deimpedir la entrada de refuerzos. Si lohacemos dentro del plazo estipulado,dejarán salir a todo el mundo.

—¿Plazo estipulado?—De hecho, he de admitir que se

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han portado bastante bien en estesentido, visto el caos que hay en Kongo.Nos podrían haber enviado al otrobarrio, pero el mariscal Arnim nosconcedió personalmente la amnistía.

—¿Cuándo zarpa el barco?Llegaron a lo alto de la escalera y

enfilaron el pasillo,—A las seis horas, justo antes de

que empiece el ataque. He fletado unremolcador en los muelles para llevarhasta el barco al resto de nuestra gente.Si trabaja para Ackerman, sin dudahabrá un sitio para usted. No estoy tanseguro sobre la chica.

—No quiero ningún barco —dijo

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Neliah con la mirada al frente—. Quieroluchar. Salvar Luanda.

—¡Buena suerte! Según me cuentan,los angoleños no tienen ningunaposibilidad.

Habían llegado a una puerta. Era demadera de mpingo pulida y pomometálico, sin ningún nombre niindicación. La típica entrada a losdominios de un agente de los serviciosde inteligencia, pensó Burton.

Farrow llamó. No hubo respuesta.Volvió a llamar y abrió la puerta

para dejarlos pasar.Entraron en un despacho con todo el

aspecto de haber sido robado. Los

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estantes estaban vacíos, losarchivadores, abiertos, sin nada en suinterior, las paredes, desprovistas detoda decoración, salvo un retrato delúltimo rey. Sólo quedaban unos pocosmuebles: un escritorio con cajones aambos lados, algunas sillas de madera.En la mesa había dos copas largas y unabotella de champán abierta. Laausteridad de la habitación recordó aBurton el despacho de Hochburg.

Al fondo, una puerta interiorentreabierta. Burton oyó vocesprocedentes del otro lado, unacarcajada.

Farrow carraspeó, y llamó:

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—Teniente coronel.Las voces se callaron. Segundos

después, la puerta se abrió más. Unafragancia conocida: colonia de limón.

Ackerman entró en la habitación.Llevaba un uniforme verde oliva,

con una corona y una estrella en lassolapas. Se había teñido de negro elpelo plateado. Si se sorprendió al ver aBurton, no lo demostró. Se tiró de lospuños de la guerrera.

—Comandante Cole —dijo—, deboconfesarle que no esperaba volver averlo. —Dirigió la mirada a Neliah—.Parece que su fama se...

Palideció.

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Burton se volvió hacia la chica, a sulado. Neliah estaba boquiabierta de laimpresión. Entonces se puso tensa, y losojos le centellearon, furiosos.

—Bastardo —siseó—. Omu-runde!Y se abalanzó sobre Ackerman.

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Ojalá hubiera tenido el panga. Lehabría cortado los huevos.

La impresión fue tan fuerte queNeliah se quedó un momento paralizada.Lo vio entrar en la habitación y le faltóel aire.

Entonces, saltó por encima de lamesa, tirando la botella. Gruñó comouna mangosta en una cesta de serpientes.Cayó sobre él y lo derribó. Le lanzó unalluvia de puñetazos a la cara, sin dejarde oír los gritos desconsolados de Zurini un segundo. La preciosa Zuri. Tendría

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que haber saltado para salvarla.Tendrían que haber muerto juntas. Lehabía fallado a su hermana.

Le acertó un puñetazo en la nariz,haciéndolo sangrar.

Una mano le contuvo el brazo desdedetrás.

—¿Te has vuelto loca? —le espetóBurton.

—¡Es un traidor!—No. Es Ackerman.—Omu-runde! —Se soltó. Lanzó

puñetazos otra vez.Oyó el clic de un arma junto a la

sien.—Preferiría no dispararle, pero lo

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haré si es necesario. —Era el hombreresolutivo, Farrow—. Suelte al tenientecoronel y aléjese de él.

Neliah no le hizo caso.Farrow se acercó más.—Comandante, dígaselo usted.—Neliah, suéltalo —susurró Burton.

La hizo levantar y le sujetó las muñecas.Su cara era pura confusión—, ¿Quépretendes? —preguntó.

—Penhor —respondió Neliah—. EsPenhor.

***

Neliah observó cómo el comandante

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se ponía de pie y recogía la botella,mientras parte de su contenidoburbujeaba en el suelo.

—La había guardado para celebrarlo—comentó—. Es un Pol Roger deltreinta y nueve. Qué desperdicio. —Sacó un pañuelo del bolsillo y se lollevó a la nariz ensangrentada—. Yapuede guardar la pistola, Farrow.Gracias.

—¿Quiere que llame a los infantesde marina?

—No será necesario, ya me encargoyo. Vaya a los muelles y asegúrese deque el remolcador esté listo. No quieroperder ese barco de la Marina Real.

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Farrow asintió, dirigió una miradaperpleja a Burton y se marchó.

Nadie habló. A Neliah todavía lehervía la sangre.

—Por lo visto, tiene cosas queexplicarnos —comentó Burton.

El hombre al que Neliah conocíacomo Penhor se limitó a sacudirse eluniforme, quitándose motas. Parecíafuera de lugar, vestido de verde. Tendríaque ir de azul, con una faja roja.

—Me alegro de volver a verte,jovencita —saludó—. ¿Dónde está Zuri?

—¿Acaso le importa?—¿Dónde está?A Neliah le tembló el pecho. Su

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respiración era como el viento antes dela tempestad. Procuró no pensar en suhermana, retorcida y hecha un guiñapoentre los restos del tyndo. Ni en Tungu,destrozada. Ni en Bomani, acurrucadaen el suelo cuando los nazis ledispararon.

—Muerta.Penhor bajó despacio los ojos.—¿Cómo ocurrió? —preguntó.Como Neliah no respondió, Burton

intervino:—Los boches. Murió intentando

salvarnos.—Le dije que se quedara en el

campamento. Os lo dije a las dos.

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—No somos simples cocineras.—Mi pobre Zuri —dijo Penhor tras

soltar un suspiro.—Cállese —siseó Neliah—. No se

atreva a mencionar su nombre.—Era muy especial para mí.Neliah pensó en ellos juntos, una

maraña de extremidades negras yblancas. Quiso abalanzarse otra vezsobre él, golpearle la cabeza contra lapared.

—Ella lo odiaba, Penhor. Creía queera usted un viejo verde. Sólo seacostaba con usted para que pudiéramosquedarnos en el campamento. Lo hacíapor mí, para cuidarme.

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—Nunca quise que salieralastimada.

—¿Sabe qué es lo peor? Que llorópor usted. En Quimbundo. Lloró por sumujer, en Portugal, por sus hijos...

Penhor se volvió, no quería tenerque mirarla a la cara.

A Neliah se le revolvió el estómago.Silencio.Se oyó ruido lejano de aviones.

Neliah olió a tabaco, como los charutosq u e papai solía fumar cuando habíacosas que celebrar. De golpe lo entendiótodo. Todo. Fue a hablar, pero laspalabras no le salieron.

—¿Entonces qué, trabaja para los

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servicios de inteligencia británicos? —preguntó Burton—. ¿O forma parte de laresistencia?

Penhor echó un vistazo a la puertainterior antes de responder:

—Trabajo para los británicos...animando a los angoleños. Son de lomás inútiles, los pobres. Es necesarioazuzarlos constantemente para mantenerla presión sobre Kongo.

—¿Y los diamantes?—Lo que dijeron en el juicio de

Dolan es cierto. Los británicos hemosestado financiando la resistencia. Verán,una vez que los alemanes controlaron lascanteras del sur, ya no tenían ningún

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interés en Angola del Norte. No iban ainvadirla... salvo que los provocaran.Yo simplemente les eché una manita.

—Pero ¿por qué iban a querer losbritánicos que los boches la invadieran?No tiene sentido.

Neliah logró por fin hablar:—Fue usted.Penhor se volvió hacia ella.—¿Qué dices?—Usted. Usted los mató en

Quimbundo. Los envenenó.Penhor no respondió. Se acercó a las

gruesas cortinas que cubrían lasventanas, las abrió un poco y miró lacalle. Neliah vio el reflejo de su mano

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en el cristal. Al otro lado, todo estaba aoscuras.

—Fue culpa de Gonsalves —dijo—.Mi plan era volver a Luanda con loshombres. Se unirían a la defensa de laciudad y yo desaparecería: regresaría alconsulado y, desde aquí, a GranBretaña. Pero Gonsalves no cerraba laboca. No dejaba de hablar del túnel, deque teníamos que destruirlo, de que notendríamos que haber asignado esa tareaa una negra.

—Y los envenenó.—No podía permitir que Gonsalves

arruinara nuestros planes. Nos habíacostado demasiado tiempo llevarlos a

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cabo. Eran demasiado importantes. —Penhor se volvió—. Se pasaba el ratomurmurando, poniendo a los demás enmi contra. Les convenció para ir altúnel. ¡Me enfrentaba a un motín,caramba! Tuve que disparar a los que nohabían comido.

—Pero vimos su cadáver.—Vieron mi uniforme. A pesar de la

barbarie de estos tiempos, hay que tomarciertas precauciones, aunque estéstrabajando por el bien común. —Sepasó la lengua entre los dientes y ellabio superior—. Era mejor no dejarningún rastro. Lamento que lo vieraisvosotras.

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Neliah lo miraba sin parpadear.Tenía el asqueroso olor de su pielperfumada con colonia de limón metidoen la nariz. Tenía ganas de escupir.

—No los compadezcas, jovencita —prosiguió Penhor—, especialmente aGonsalves. Murió maldiciéndonos a míy a tu hermana.

Sabía que estaba intentandoganársela. Se sintió como si tuvieradendes bajo la piel.

—¡Eran angoleños! —exclamó.—Sirvieron a una causa más

elevada.—¿Y la dinamita?Penhor esbozó una sonrisita y

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asintió.—Sabía que desobedecerías mis

órdenes y volverías al túnel. Losdetonadores eran defectuosos. Igual quela primera vez que te envié.

—¡Lo hice igualmente! Hundí eltúnel en el río.

—Sí, y casi nos arruinaste losplanes. Te subestimé, senhora.

—No lo entiendo —intervinoBurton, ceñudo—. ¿Qué coño tiene esetúnel que es tan importante?

Penhor entornó los ojos pero norespondió.

Al final fue otra voz la que contestó:—Todo, comandante. Todo. —La

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respuesta procedía del otro lado de lapuerta interior. Un hombre uniformadoentró en la habitación, exhalando humo—. Por eso lo enviamos a África.

***

En la acera, cerca del edificioconsular había una palmera con la mitadinferior del tronco pintada de blanco.Patrick se acercó cojeando a ella y sedeslizó hasta el suelo. Estaba reventado,tenía el cuerpo como un saco de arenaque alguien hubiera zarandeado paravaciarlo. El tobillo le molestaba desdeBarraca.

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Dejó las armas que le habíanconfiado y se miró la herida. Tenía elcalcetín empapado. Rebuscó en elbotiquín y encontró algo de yodo y unavenda. Sólo había morfina para calmarel dolor. La descartó por demasiadofuerte.

Tras curarse, volvió a subirse elcalcetín y recostó la cabeza en lapalmera. Combatió las ganas de cerrarlos ojos. Cada vez que los cerraba veíaotra vez a Zuri, alargando la mano,impotente. Acusándolo. «¿Por qué no mesalvaste?»

Fuera del consulado, algunosinfantes de marina ayudaban a cargar un

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camión. Los demás escudriñaban lacalle y no dejaban de dirigirle miradasrecelosas. Pasaron varios perroscorreteando. Oyó el ruido de una sierra.Bajo la oscuridad que cubría las calles,la ciudad parecía contener el aliento.Daría unos minutos más a Burton;después iría a buscarlo.

Sacó la pipa, se la puso en la bocaun momento. Volvió a guardarla. Teníala cazoleta partida por la mitad. Lefaltaba una parte. La había comprado enArgonne durante la Gran Guerra, un mesantes del Armisticio. Había sobrevividoa las trincheras, a la pandemia de gripeposterior, a la Legión, a España, a

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Dunkerque y a los años de mercenarioen África sin una sola muesca. Era suamuleto de la suerte. Mientras la pipasiguiera estando de una pieza, eltambién.

La dejó en el suelo y la apartó comosi fuera un animal muerto.

«No seas tonto —se dijo luego—.Sólo es una superstición.» El puertoestaba a menos de cinco kilómetros y,después, América, Hannah, un tren aloeste, a Las Cruces. Padre e hija. Iba acuidar bien de ella los años que lequedaran de vida. Nunca le faltaría denada.

En una ventana del consulado, las

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cortinas se abrieron un instante. Patrickalcanzó a ver una luz tenue y una mano.Y volvieron a cerrarse.

Se sintió un poco intranquilo.Para serenarse se concentró en

Hannah. Tenía miedo de no volver averla. Se la imaginó recibiéndolocuando por fin pisara suelo americano.Rizos de pelo rubio movidos por labrisa, risas y lágrimas. Silencio. Notenía ni idea de cómo era su voz ahoraque ya no era ninguna niña. Podría sercálida y campechana como la de sumujer, Ruth. O tener el tono triste de sumadre. ¿Y si no le gustaba? ¿Y si teníala clase de risita que siempre le hacía

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apretar los dientes?Pensó en algo que Ruth solía decir,

aquella frase que a ella tanto le gustabay él no soportaba: «Te puede gustarcocinar estofado, pero no comértelo.»

Con el rabillo del ojo vio algo quese movía.

Echó un vistazo. Temblaba y seacercaba poco a poco a él. Frunció elceño y notó que el suelo vibraba.

Se levantó, se colgó el botiquín y elEnfield al hombro; se puso la Browningde Burton en la cintura y cogió elmachete de Neliah, La calle estabavacía, hasta los perros habían huido.Empezó a alejarse del consulado en

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dirección al Palacio del Gobernador.Entonces lo oyó: un murmullo tenue,

débil, pero cada vez más fuerte, con otroruido en su interior. Un chirrido agudo ymecánico. Siguió hasta la esquina y sequedó paralizado. Delante de él habíauna pared pintada de rosa, con un grafitoque instaba a los ciudadanos de Luandaa no rendirse nunca:

¡DEFIÉNDETE! ¡LUCHA!¡VENCE!

ANGOLA SE CAGA EN LAS«SS»

¡NOS VEMOS! ME VOY ALISBOA EN EL PRÓXIMO BARCO

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Ahora ya notaba las vibraciones enlos pies, le subían por las suelas de lasbotas. El tobillo se le resintió.

Otro sonido: gases de escape.Dio un paso atrás con un nudo en el

estómago.La pared que tenía delante se

derrumbó.—¡Coño!Echó a correr.Corrió hacia el consulado como

alma que lleva el diablo. Cuando lovieron acercarse como una exhalación,los infantes de marina levantaron losSten. Por un instante, tuvo la tentaciónde seguir corriendo hacia los muelles.

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—¡No disparen! ¡No disparen! —pidió, y se detuvo—. Déjenme entrar.

El sargento levantó la palma de lamano.

—No es posible —respondió.—No tengo tiempo para discutir.

Déjenme pasar.Un infante de marina miró a la calle

y empezó a bajar el arma sin darsecuenta.

—Que Dios nos ampare... Haempezado —comentó.

Los demás siguieron sus ojos.Patrick aprovechó la oportunidad y entróen el edificio.

—¡Alto!

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El infante de marina que tenía máscerca intentó atajarlo, pero Patrick loderribó y le clavó la culata del fusil. Enla calle se oían los primeros disparos.

Entró en el vestíbulo. La araña deluces tintineaba sobre su cabeza: cristalcontra cristal.

—¡Burton! —llamó—. ¡Burton!Fue abriendo todas las puertas que

encontraba. Sólo encontró habitacionesvacías y despachos abandonados.

—¡Burton! ¿Dónde estás?Se volvió, desesperado; corrió

escaleras arriba hasta un pasillo: habíavarias puertas de madera, todasidénticas.

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Empezó a derribarlas una por una apatadas.

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44

4.25 h

Burton lo reconoció al instante,había visto su imagen en los noticiariosy los periódicos. El uniforme gris y laCruz de Caballero; el bigote fino y lacabeza rapada, las orejas. Der Elefant.

El mariscal Hans-Jürgen von Arnim.Fue como cuando el avión había

explotado en el aeródromo de Mupe. Sesintió como si se estuviera precipitandoa un abismo sin fondo, agitando brazos ypiernas. La incredulidad y el

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desconcierto se apoderaron de él. Tuvoel impulso de salir pitando.

Neliah pareció notar su inquietud yse acercó a él.

—¿Quién es? —susurró.Burton habló de modo que todos

pudieran oírlo:—Se llama Arnim.—¿Es nazista?—No, es un militar. Comandante del

Afrika Korps.Arnim llevaba un puro en la boca.

Le dio una calada y la punta seenrojeció, incandescente; retuvo el humoen los pulmones.

—Y usted debe de ser el

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comandante Cole —respondió.Burton se volvió hacia Ackerman,

incapaz de disimular su desprecio.—Todo el tiempo trabajaba para los

boches, ¿verdad?—No para ellos, comandante. Con

ellos.—Es lo mismo.—No. Nunca se trató de Gran

Bretaña ni de Alemania, sino de África.Del futuro. Estamos juntos en esto.

—Juntos... —Burton no dabacrédito. Quería sentarse y olvidarse detoda aquella pesadilla absurda. Nisiquiera podía recordar qué lo habíallevado a África. Intentó encajar las

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piezas—. ¿Contra Hochburg?—Exacto —contestó Arnim—. Ese

hombre es un peligro para todos. Es...¿cómo decirlo? ¿Un elemento peligroso?No estará satisfecho hasta que todo elcontinente esté inundado de sangre.

—Pero creía que contaba con laaprobación de Germania.

—Tienen al Führer confundido —explicó Arnim con una mueca—.Himmler, Hochburg. Son matones.Ladrones, asesinos. El Führer no tieneidea de lo que está sucediendo enÁfrica.

—Han pasado diez años sin que leimportara a nadie.

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—En Germania, en la Wehrmachthay gente a quien nos preocupa desdehace mucho, créame. Y lo mismo pasacon ustedes, los británicos. Y nos llegóuna noticia que nos obligó a actuar. —Arnim hizo una pausa y dio otra caladaal puro—. Hace seis meses, un oficialde la Abwehr vino a hablarme deHochburg, de un informe de losservicios de inteligencia sobre el veintepor ciento que recibía de la LMC. Yo yalo sabía, claro, pero el oficial habíadescubierto algo más. Algo que las SSconsideraban streng geheim. Altosecreto. ¿Sabe qué ha estado haciendoHochburg con sus diamantes?

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Burton sacudió la cabeza.—Comprando cadáveres.—¿Cadáveres?—De soldados caídos, soldados

alemanes. A pesar del tan cacareadodominio de Hochburg en África,seguimos perdiendo a muchos hombres.Por culpa de los insurgentes, de lasenfermedades. Es algo que herrGoebbels omite siempre en sucomunicado semanal: ocho mil muertosdesde 1950. Casi tres mil este añosolamente. Y eso sin incluir a los«étnicos».

Arnim tiró el puro al suelo y loaplastó con el tacón. Se percibió el olor

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acre a ceniza.—Y mientras tanto Hochburg ha

estado utilizando los diamantes parasobornar a oficiales a fin de que den elvisto bueno a ataúdes que llegan vacíosa casa, mientras los cadáveres se quedanaquí para ser profanados. Trituradospara construir su autopista. —Arnimesbozó una mueca de asco—. Tiene estaidea descabellada de «arianizar» elsuelo africano. De volverlo blanco.

Burton pensó en la Schädelplatz, lavista que había sido obligado a admirar.

—Ese hombre es un fanático. ¿Quése esperaban?

—Lo suyo no es ideología, sino

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locura. Profanación, pura y simple. Nopodía quedarme de brazos cruzados ypermitir que esto pasara. El deber de uncomandante es proteger siempre a sushombres, y su recuerdo. Había quedetener a Hochburg.

—Pero no lo logré —dijo Burton—.No lo maté.

—Pues claro que no —replicóArnim—. ¿Qué ganaríamos nosotros conla muerte de Hochburg? ¿Otro mártir delnacionalsocialismo? ¿Otro nombre queevocar el Día de los Héroes? ¡Nihablar! El plan consistía en destruir sumito, no en crear otro. Nunca quisimosque lo lograra.

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Burton dirigió la vista del mariscal aAckerman.

—¿Por qué me enviaron a mí,entonces?

Ninguno de los dos hombrescontestó.

Arnim apartó la colilla del puro conla puntera de la bota.

—Ha muerto mucha gente por esto—insistió Burton—. Dolan, Vacher,Lapinski. Nares. Hombres bajo mimando. —Atravesó a Ackerman con lamirada—. Su Zuri, tan «especial» parausted. Me deben una explicación, por lomenos.

Pero estuvo un largo instante sin

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recibir ninguna.Hasta que Arnim se decidió a

hablar:—Muy bien, comandante, de un

soldado a otro. —Se enderezó la Cruzde Caballero en el cuello—. Todotendría que haber terminado en elcuarenta y tres, en Casablanca. Eltratado era bueno. Nos devolvía lascolonias que habíamos perdido con elde Versalles; ampliaba nuestrosterritorios y aseguraba los suyos. Nosproporcionaba estabilidad a todos. Yprosperidad. Pero Hochburg nuncaestuvo de acuerdo. Creía que Áfricapertenecía a Alemania por derecho

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propio. Estaba tan obsesionado con losnegros que quería tener dominio sobretodos ellos, sobre todo el continente. Yes astuto, paciente...

«Sí, como lo fue con mi madre»,pensó Burton,

—... convenció a Germania con sussupuestos logros: la riqueza mineral,nuevas ciudades. El Decreto deWindhuk, lo que hizo en Muspel. —Soltó un bufido de desdén—. Contribuyóal desarrollo de las SS hasta que sustentáculos llegaron a todas partes:comercio, agricultura, mano de obra.Creó un ejército capaz de competir conel Afrika Korps. Y luego esperó el

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momento propicio. No es casualidad quetodo esto ocurra ahora, el mismo añoque ha finalizado la construcción de lostramos alemanes de la autopistaPanafricana. Cuando finalmente puededesplazar a sus hombres con facilidad.

»Pero es un exceso de arrogancia. Siya ahora, con las insurgencias enAquatoriana y el oeste de Kongo, apenasconseguimos conservar el territorio queposeemos, mucho menos podemosconquistar más. ¿Y quién colonizaráexactamente todas estas nuevas tierras?¿O las trabajará? La paz es el únicofuturo viable.

—Pero consiguieron reunir hombres

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suficientes para invadir Angola —dijoBurton.

—Lo que está pasando aquí esnecesario, pero secundario —comentóArnim con un ademán para restarleimportancia—. Queda lejos de lamagnitud de lo que Hochburg planeahacer. Su guerra nos sumirá en el caos,destruirá todo lo que tenemos en África.Angola del Norte sólo forma parte denuestra estrategia.

—¿Y qué pintan los británicos entodo esto?

—Olvídese de la farsa para lascámaras, de todos esos comunicadosconjuntos y de las sonrisas de Halifax.

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Hace años que nuestra Oficina Colonialteme en secreto las ambicionesterritoriales de Hochburg. Podría afectara todo el sur de África. Imagínese cuántadestrucción, cuántas personas morirían,y no hablo sólo de los negros. Inclusopodría provocar nuevas hostilidades enEuropa.

—Así que Ackerman fue a llamar asu puerta.

—Hay otros que comparten mispuntos de vista en la Wehrmacht, enGermania. Hombres discretos. Hombrescon los contactos adecuados en Londres.Cuando nos enteramos de que la LMCquería deshacerse de Hochburg, y de

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que la inteligencia británica estabadispuesta a hacer el trabajo sucio, vimosuna oportunidad para todos nosotros.Así que elaboramos un plan conjunto:organizar el asesinato de Hochburg ydejar que fracasara. Dejar un reguero depistas que condujeran a Rodesia y GranBretaña. Reafirmar así su paranoia, esaidea descabellada que tiene del destino.Incitarlo a invadir, como tanto ansiabahacer.

Burton se llevó la mano a la cara yse pasó los dedos encallecidos por losojos.

—¡Menuda locura! ¿Y si lo hubieralogrado? —soltó—. ¿Si lo hubiera

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matado a él en lugar de cargarme a undoble?

—¿Por qué cree que Hochburgutilizó un doble? ¿O que las Waffen-SSles estaban esperando en Mupe?

—Le avisaron.—Ese cabrón de Vichy, Rougier —

contestó Ackerman—. Sabía que era dela Gestapo, así que lo utilicé parapreparar los jeeps y las armas. Eraobvio que él pondría al descubierto elcomplot.

—Pero podrían habernos detenidoen cuanto llegáramos a Kongo.

—No. Tenían que atraparlos con lasmanos en la masa. Sólo así tendrían

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total... justificación para actuar.—Vi carros de combate en la

autopista Panafricana —comentó Burton—. De las Waffen-SS.

—El ejército de Hochburg —dijoArnim—. Preparado para entrar enRodesia del Norte. —Miró a Neliah y lesonrió como podría hacerlo a un gatitoal que estuviera a punto de ahogar—.Por eso necesitábamos que el túnelestuviera intacto. Por eso los ingenierosdel Afrika Korps ya han construido unnuevo puente.

—¿Y cuando lleguen a la frontera?—Gran Bretaña envió cuatro

escuadrones de Typhoon. Acabarán, uno

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por uno, con todos los carros decombate de Hochburg. Después, elOctavo Ejército está esperando enSolwezi. Ellos nos hicieron sangrar lanariz en El Alamein, esta vez será unpuñetazo que los dejará KO. Hochburgno espera ninguna resistencia. Podemosdetenerlo antes de que empiece. —Arnim sonrió de nuevo—. Será unplacer personal verlo regresar a laSchädelplatz con el rabo entre laspiernas por culpa de su propiaambición.

Burton intentaba encontrarle unsentido a todo aquello. Soltó unacarcajada irónica.

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—¿De veras creen que esto acabarácon él?

—En quince años, el Reich sólo haconocido la victoria. Una derrota lesabrá mucho más amarga. Esta vez nopodrán echarle la culpa a Versalles.

—Podría reavivar la causa.—Lo dudo. Más bien, esos

engreídos de Germania se pelearán entresí para ver a quién le cargan el muerto.¿Y quién mejor que Hochburg, que estátan lejos? Si conozco bien a Himmler, loentregará con mucho gusto para salvarsu propio pellejo.

—Pero no se habrán librado de lasSS.

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Las habremos debilitado, y con esobasta. El Führer empezará a escuchar denuevo a hombres como yo.

—No saldrá bien.—¿Que preferiría, comandante?

¿Que no hiciéramos nada? Hochburgquiere apoderarse de toda África, nodescansará hasta convertirla en unaenorme tumba ardiendo. De esta formatenemos por lo menos algunaprobabilidad de conseguir la paz.Tendría que darnos las gracias,comandante. Tendría que llevar lacabeza bien alta. Ha prestado unservicio enorme al mundo.

Burton pensó en Madeleine. Se

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imaginó que estaban juntos en la pérgolaadmirando los campos, incapaces dehablar. ¿Compartiría ella el punto devista de Arnim? ¿O pensaría que era unesbirro de la esvástica? No se habíadado cuenta hasta entonces, por lomenos con tanta claridad, pero queríaque Madeleine estuviera orgulloso de él.

—¿Y lo de la paz para conservar elImperio? —preguntó a Ackerman—. Haempezado una guerra, joder.

—Una limitada escaramuzafronteriza. Gran Bretaña llevademasiado tiempo mostrándose débil;esto recordará a Alemania que todavíasomos un país que hay que tener en

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cuenta. Una vez que luyamos derrotado aHochburg, nos detendremos.Reiteraremos nuestro compromiso conCasablanca, sólo que esta vez de igual aigual, no como una potencia renqueante.Considérelo una pequeña venganza porlo de Dunkerque.

—¿Quiere que le dé mi aprobación?—Me trae sin cuidado lo que usted

piense, comandante Cole. Todo esto espor un bien mayor. Por el Imperio. Sufortaleza es la mejor garantía de paz.Por el bien de todos nosotros.

El mariscal de campo asintió con lacabeza para mostrar su acuerdo.

Hubo un largo silencio.

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—¿Y Angola? —intervino Neliah.—Mi mayor error fue no dirigir la

invasión inicial de las canteras, en el sur—respondió Arnim, mirándose las botas—. Se la cedí a las Waffen-SS, lo queenvalentonó a Hochburg.

—Me refiero a ahora. Al norte.—Es un yambo —dijo Ackerman en

tono de disculpa—. Un instrumento. Unavez que los alemanes se apoderaron delmármol del sur, no había ningún motivopara invadir el norte. Peronecesitábamos tener ocupado al AfrikaKorps para asegurarnos de que elejército de Hochburg no pudiera recibirrefuerzos. Así que tuve que encargarme

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de que la resistencia atacara Kongo. Yde un modo que incitara al mariscal ainvadir Angola del Norte. Una vez quesus hombres estuvieran ocupados, nohabría nadie que pudiera salvar a lasWaffen-SS en Rodesia.

—¿Y después?Ackerman se encogió de hombros, la

mirada perdida en el vacío despacho.—No se hizo ningún plan al

respecto. Estoy seguro de que losalemanes se retirarán de ella algún día.

—Ojalá Zuri estuviera aquí —estalló Neliah—. Para que viera cómoes usted en realidad.

—No seas tonta, jovencita. El

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mariscal tiene razón, tendrías que estaragradecida. Si nadie detiene aHochburg, todos los negros acabaréismuertos.

—Toda mi familia ya lo está. Todosmis amigos —respondió, colérica—. ¿Ypara qué? Para que los blancos puedanrevolver nuestras tumbas.

Sonaron disparos en el exterior.Ackerman volvió a acercarse a la

ventana y separó las cortinas para mirarfuera.

—Nada —anunció.—¿Y mi grupo? —preguntó Burton

—. ¿Íbamos a poder salir de aquí?—Tenían que haber sido...

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desactivados en Mupe. Volados con elavión —respondió Ackerman, y soltó lacortina—. Pero tuvieron suerte. A losalemanes les pudieron las ganas ydispararon antes de cuenta.

Burton dio un paso hacia la mesa,apretando el puño vendado.

—Ahora verá la suerte que tuvimos.—Echó un vistazo a la habitación enbusca de un arma. Cualquier cosa paradescargarla en la cabeza de Ackerman.Sus ojos se posaron en la botella dechampán.

Ackerman se situó detrás de la mesa.—No corra tanto, comandante —

intervino Arnim—. Aquí todos somos

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hombres de honor. Nos ha ayudadoenormemente, y como ha logrado llegarhasta aquí, lo menos que podemos hacerahora es desearle un buen viaje. Estoyseguro de que habrá sitio para usted enese barco de la Marina Real.

—Lamentablemente no, mariscal —lo contradijo Ackerman—. Lasinstrucciones que recibí de Londres sonmuy claras. Ningún miembro del equipopuede regresar con vida. —Y sacó unarma de la mesa. Un revólver Webley.

Burton calculó la distancia que loseparaba de la botella de champán. Unostres metros. Ackerman podría dispararledos veces como mínimo. Su única

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esperanza era hacer que siguierahablando el tiempo suficiente hasta quePatrick llegara.

—Lo siento, comandante —dijoAckerman a la vez que amartillaba elarma—. Tengo órdenes.

—¡Espere! Hay una última cosa quenecesito saber. ¿Por qué yo?

—¿Qué?—Podría haber elegido a cualquiera

para matar a Hochburg. Como le dije,hay muchos mejores que yo. ¿Por quéyo, entonces? Habían elegido a Dolanpara dirigir la misión. Y lo sustituyó pormí en el último momento. ¿Por qué?

—No tuve ni voz ni voto en ello —

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respondió Arnim, mirándoloinexpresivo.

—Yo tampoco —aseguró Ackerman—. Fue alguien de más arriba.

—¿Quién?—Me envió a su granja. Estaba

hecho un basilisco. Nunca lo había vistoasí. Normalmente, es la contención enpersona.

—¿Quién es?—Insistió en que usted sustituyera a

Dolan. Sin dar ninguna explicación.—¿Quién es? —repitió Burton.—Mi superior. Cranley.A Burton se le heló la sangre.—¿Jared Cranley? —balbuceó.

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—Sí. ¿Lo conoce?Se quedó un largo instante con la

mirada puesta en la pared detrás deArnim y Ackerman. Faltaba un cuadro, yel lugar que ocupaba tenía un color máspálido que el resto. Oyó de nuevo a supadre la noche de su muerte, gritandomientras las llamas lo consumían: «Ajabdijo a Elías: "Has vuelto a encontrarme,enemigo mío."»

«Has vuelto a encontrarme...»La rodilla herida le cedió.Se tambaleó. Tendió la mano a

Neliah para apoyarse, le apretó el brazoal inclinarse hacia delante, como uncorredor al final de una larga carrera. Si

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no hubiera sido por ella, habría caído alsuelo.

—¿Lo conoce? —repitió Ackermancon el ceño fruncido, lleno decuriosidad. El revólver le titubeó en lasmanos.

Entonces oyeron ruido de puertasque se abrían y se cerraban de golpe.

—¡Burton!La voz de Patrick retumbó por el

pasillo, entrecortada y ansiosa.—¡Aquí! —gritó Neliah, que se

acercó más a Burton para ayudarlo amantenerse de pie.

—Cranley —murmuró Burton, conlágrimas de desesperación en los ojos.

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No tendría que haberse movido de lagranja.

—No entiendo —le susurró Neliah—. ¿Quién es Cranley?

La puerta se abrió de golpe.Ackerman la apuntó con el revólver.Era Patrick, con el fusil en una mano

y el panga de Neliah en la otra.—Burton —soltó sin más preámbulo

—. Tenemos que largarnos. ¡Ya!Se oyó un estrépito prolongado. El

edificio vibró.Sin dejar de apuntar a Patrick con el

Webley, Ackerman regresó a la ventanay volvió a levantar un poco la cortina.

—El ataque... —le tembló la voz—

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ha comenzado.—Imposible —replicó Arnim—. Mi

alto el fuego dura hasta las seis horas.No puede haber...

Una explosión hizo retumbar lasparedes. La ventana implosionó y unvendaval de fuego y cristales derribó aAckerman.

Se apagaron las luces y la habitaciónse inundó de humo.

Burton oyó un silbido. Notó queNeliah lo sujetaba con fuerza. Sintió lapresencia cercana de Patrick en laoscuridad.

Hubo otra explosión.El suelo se hundió bajo sus pies.

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45

Consulado británico, Luanda21 de septiembre, 4.40 h

—¡Atizadlo otra vez! —ordenóHochburg, presa de una euforiaincontrolable. Había visto al americanoentrar corriendo en el edificio. Esta vezBurton no escaparía.

Se hallaba en la torreta de un tanquePanther, con el cañón apuntando alconsulado. Había dos carros de combatemás orientados hacia el edificio y de uncamión bajaban comandos Waffen-SS.

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Uhrig los espoleaba.El artillero disparó, y el retroceso

zarandeó el tanque hacia atrás.Hochburg se aferró a la escotilla para noperder el equilibrio.

Se oyó un rugido y se levantó unacortina de humo: una cacofonía demampostería y cristales que sederrumbaban. Reverberó por toda laciudad, más allá del Palacio delGobernador, y subió por las colinasoscurecidas. Sonó un claxon y otros loimitaron. Al instante, intercambios dedisparos y ruido lejano de los morteros.

Cuando el humo se despejó,Hochburg pudo ver el consulado: tenía

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la fachada hundida, como un cráneoaplastado con un bate. El suelo estabaplagado de infantes de marina muertos,el asfalto, teñido de rojo.

Sacó las pistola Taurus, saltó alsuelo y reunió a los comandos a sualrededor. Iban vestidos de negro (casiinvisibles en la oscuridad de la noche),empuñando BK44.

—Los quiero a todos muertos —ordenó—. A todos menos Burton Cole.Hay que atraparlo vivo. Si alguien lomata sin querer, ejecutaré a su mujer, asus padres, a sus hermanos y a susvecinos. ¿Entendido?

—¿Y la parte trasera del complejo?

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—preguntó Uhrig—. Podrían escaparpor allí.

—Vaya con diez hombres,Standartenführer. Asegúrese de que nosalga nadie. Llévese un Panther conusted. —Volvió a dirigirse a lossoldados reunidos—: Ahí dentro estánlos hombres que intentaron asesinarme.Ha llegado la hora de que lo paguen. Nome falléis.

Los hombres lanzaron un grito deguerra, agitaron el arma por encima desu cabeza y asaltaron el edificio.

***

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Sentía un pitido agudo en el oído. Elaire estaba cargado de partículas deladrillo pulverizado. Le costabarespirar; cada vez que inspiraba eracomo si le vertieran harina por lagarganta.

Burton trató de moverse, en vano.Abrió los ojos: oscuridad, polvoarremolinado, grandes cascotes depiedra y escombros por doquier. Dondeantes estaba el techo, ahora veíaresquicios de cielo, Estaba tumbado enel suelo, solo.

Intentó levantarse y fracasó. Nopodía mover el brazo izquierdo. Lo teníaatrapado sobre la cabeza en un ángulo

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extraño. Lo observó desde el hombrohasta el codo, y siguió por el triángulocon la UJ hacia la muñeca.

Respiraba con mucha dificultad.Llegó a la mano: la tenía aplastada

entre dos grandes trozos de hormigón.Los observó extrañado, como si no

fuera con él la cosa, incapaz decomprender lo que estaba viendo. Tratóde soltarse tirando y lo fulminó unapunzada intensísima, como un puñalclavado en la axila, seguido de unentumecimiento pertinaz. Tiró de nuevo.Nada. La sangre le estaba empapando lamano y le bajaba por el brazo, perodespacio, como si no tuviera presión en

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las arterias.No notaba nada por debajo del codo.El pitido del oído empezó a remitir.

Oyó el repiqueteo de escombros,cascadas de polvo. Y también otrosonido, una especie de correteo, comode ratas en el desván. A veces secolaban por el tejado de la granja yrascaban el techo del dormitorio. Elruido no desvelaba nunca a Madeleine,pero él se pasaba toda la nocheoyéndolo. Esta vez no eran ratas.

Eran botas.Tiró con más fuerza. Nada.Buscó a tientas algo con que

defenderse. Palpó un trozo de ladrillo y

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lo cogió con la mano libre.Entonces oyó algo que le paró el

corazón.—¡Fe, fi, fo, fum! Huelo a sangre de

inglés...Tiró de la mano con desesperación.

El dolor de la axila amenazó con hacerleperder el sentido. La histeria amenazabacon desquiciarlo del todo.

—¡Burton!La voz de Hochburg sonó como la

noche que había regresado al orfanato,cuando las llamas lo devoraron todo.

Tenía todo el costado izquierdoinmovilizado. Tiró de nuevo. Se sentíacada vez más débil.

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Unos pasos. Cercanos, pesados, depies arrastrados.

—¡Fe, fi, fo, fum!Unos dedos callosos se le deslizaron

por el cuello para levantarle la cabeza.Vio la cara invertida de un payaso:empolvada de blanco, los labioscolorados.

Patrick.—De pie, legionario —ordenó—.

Tenemos que irnos.—Mi brazo... —dijo Burton. Tenía

la boca pastosa, llena de escombrosdesmenuzados.

La voz de Hochburg sonó de nuevo.Seguida de una ráfaga de metralleta.

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—¿Dónde está Neliah? —preguntóBurton—. ¿Y los demás?

Patrick no respondió. Estabamirando la mano atrapada de Burton conojos desesperados.

—Intenta soltarla —pidió Burton.Patrick negó con la cabeza.—¡Hazlo! —insistió Burton.Patrick trató de levantar un bloque

de hormigón con todas sus fuerzas, perono se movió. Volvió a intentarlo sinéxito y sujetó la muñeca de Burton.

—Será mejor que no mires, chaval.Tiró.Unos puntos negros bailaron ante los

ojos de Burton. Se mordió la lengua

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para no gritar. Notó que la nariz se lellenaba de un líquido burbujeante.

Patrick lo soltó. Tenía las mejillassudadas.

—Imposible —aseguró.Burton lo entendió. Era ese momento

crucial para todo soldado.—Hay un barco —explicó—. En los

muelles. Te llevará a una fragata de laMarina Real, el Ibis...

—Ni hablar,—Tienes hasta las seis en punto.—Me quedo aquí, contigo.—Busca a Farrow; nos conoce de

Stanleyville. Él te aceptará a bordo.—Te he dicho que me quedo.

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—No puedes hacer nada por mí. Unode los dos tiene que salvarse. —Tiró dePatrick para acercarlo a él y hablarle aloído—. Encuentra a Maddie. Cuéntalelo que pasó. Dile que la amo.

—No insistas.—Y ahora vete —añadió Burton, y

le dio un empujón—. Vuelve junto aHannah. Te lo mereces.

—Y tú también,—No lo creas. Tendría que haber

escuchado a Madeleine. Tengo lo queme merezco.

—Calla.—El que se quería vengar era yo. Y

el que buscaba la verdad. Y ahora aquí

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me tienes.Su viejo amigo retrocedió y se

quedó mirando el bloque de cementocomo si pudiera ocultar algún milagro.

Sonido de botas otra vez, más cercaahora.

—¡Vete! —ordenó Burton.Patrick se volvió, se agachó para

pasar bajo un dintel caído y empezó amarcharse. Entonces se detuvo. Se llevóla mano al estómago, donde tenía lacicatriz.

—No te dejaré, chaval, esta vez no.Regresó junto a él, se arrodilló y

trató de separar las mandíbulas dehormigón que sujetaban la mano de

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Burton. Gruñó a causa del terribleesfuerzo.

—Por favor —suplicó Burton.Apretó los dientes y trató de empujarlopara que se fuera—. No puedessalvarme.

—Tú te quedaste conmigo enDunkerque. Ahora me toca a mí.

—Pero moriremos los dos. ¿Paraqué? Piensa en Hannah, piensa en...

De repente, un movimiento. Tancerca que Burton no tuvo tiempo dereaccionar. Vislumbró el rostroblanquecino de Patrick. Sus ojosrogaban perdón.

El destello de una hoja de acero.

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Un sonido metálico. Acero contrapiedra.

Y la mano le quedó libre.No sintió nada.Se tambaleó hacia atrás y levantó

una nube de polvo. Elevó el brazo y sequedó mirando el sitio donde antes teníala mano izquierda.

Era un corte limpio, perpendicular, ala altura de la muñeca.

No podía apartar los ojos de él.Contó los borbotones de sangre.

Uno... dos... tres...Instintivamente alzó el muñón por

encima de la cabeza para intentarreducir la hemorragia. Como si

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estuviera en Bel Abbès, levantando lamano para hacer una pregunta a un sous-officier.

—Es más ligero —comentó con voztranquila y completamente sereno.

Patrick se quitó el cinturón e hizo untorniquete en el antebrazo de Burton. Lociñó con fuerza.

—Burton. Mírame. ¡Mírame!Lo miró a los ojos mientras Patrick

le comprobaba el pulso en el cuello. Vioa Neliah detrás, con la cara cubierta depolvo. El panga le colgaba de la mano apocos centímetros del suelo. Le sonrió.Ella se negó a devolverle la mirada.

Patrick rebuscó en la mochila que

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llevaba colgada al cuello. Sacó unaampolla y llenó una jeringuilla demorfina.

—No hace falta —aseguró Burton—. No me duele. Ya podemos irnos.

Quiso ponerse de pie, pero sedesmoronó. El mundo le daba vueltasalrededor. Oyó pisadas de botas, tanfuertes que creyó tenerlas dentro de lacabeza.

Un soldado apareció entre losescombros. Hubo disparos en laoscuridad.

Neliah le golpeó la cabeza con elpanga como si fuera un hacha.

—¡Vienen más! —anunció,

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recogiendo el BK que había caído alsuelo.

Patrick dudó con la jeringuilla.Finalmente se la inyectó en el hombro yapretó el émbolo, Burton sintió que ellíquido le entraba en el cuerpo, un hilofrío que se iba abriendo paso por susvenas. Acto seguido, Patrick y Neliah lolevantaron y los tres avanzarontambaleantes, pasaron bajo una viga dehormigón y se encontraron en medio deuna maraña de mampostería y piedrapulverizada. Burton volvió la vista atráspara echar un último vistazo a su mano.

Giraron a la izquierda. Luego a laderecha. Y a la derecha otra vez. Los

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escombros crujieron sobre ellos. Caíanregueros de polvo.

—¡Por aquí! —dijo Neliah.Giraron otra vez a la izquierda. Se

colaron por un agujero.Más tarde, Burton respiraba

bocanadas de aire fresco. El cerebropareció hinchársele con el oxígeno.

—Vamos a los muelles —logródecir.

Patrick giraba sobre sí mismotratando de orientarse.

—¡Rápido! —dijo Neliah.Se oía repiqueteo de botas sobre el

asfalto por toda la calle.—Ayúdame —pidió Patrick.

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Se pasó el brazo de Burton por elhombro. Neliah le sujetó el otro.Corrieron a trompicones hacia laoscuridad. Hacia el puerto.

Tras ellos, llegó el estruendo de lasorugas de los tanques.

***

—Oberstgruppenführer!Oberstgruppenführer!

Hochburg intentaba seguir los gritosque salían del interior del edificio. Lecaía polvo en la calva y el cuello de lacamisa le rozaba. Olía a mausoleo.

En la ciudad había más disparos, la

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artillería pesada sacudía el cielo. Supequeña incursión había encendido lamecha de la batalla de Luanda.

—Oberstgruppenführer!Entró agachado en una habitación

medio derruida. Sepultado entre losescombros había un retrato de Jorge VI,con la tela rasgada y la cara hechapedazos. Al fondo había un soldado, depie junto a un cuerpo.

—¿Es Cole? —preguntó Hochburg,acercándose ilusionado.

El soldado se apartó.Era el cuerpo de Arnim: retorcido,

malherido y con el uniforme hechojirones.

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La decepción de Hochburg setransformó primero en curiosidad ydespués en rencor. ¡Arnim, allí!Despachó al soldado e hizo unareverencia burlona a la grotesca figuratumbada a sus pies.

—Un placer inesperado, herrmariscal de campo.

—Necesito un médico —logró decirArnim con su habitual voz arrogante,sólo que ahora cada sílaba le costabauna bocanada de sangre. Se le estabacoagulando alrededor de la boca.

—Me gustaría saber qué se dirá deesto en su consejo de guerra —reflexionó Hochburg, acariciándose el

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mentón—. Usted. El consuladobritánico. El hombre que trató deasesinarme.

—Seguro que su amigo Freisler dirálo que usted quiera —se quejó Arnimcon una mueca.

Hochburg le puso un pie encima y lepresionó el pecho con la bota.

—En el cinturón de los hombres demis Waffen hay un lema: Mi honor es milealtad. Su Wehrmacht tendría queaprender de él.

—Tenemos nuestro propio lema:Dios está con nosotros.

—¿Dios? —Hochburg afirmó más eltacón—. Dios está muerto.

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El mariscal de campo se retorció.Las venas de la cara se le hincharon.

—Ha traicionado a África —dijoHochburg—. Y a Alemania. —Seagachó para arrancarle la Cruz deCaballero del cuello.

—Quédesela. Es la única medallaque conseguirá en su vida —le espetó elotro, y soltó una carcajada patética—.Está acabado, Hochburg. Usted y las SS.Junto con todas sus descabelladasambiciones.

—Eso ya lo veremos. Mis tanquesya están en Rodesia del Norte.Combatiendo para conseguir la victoriaen Lusaka.

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—No lo lograrán. Ya veremos quépiensa Germania, qué piensa el Führer,cuando sea derrotado, cuando susinvencibles tropas sean masacradas.Nuestra primera derrota desdeVersalles. —Soltó otra carcajada—.Según me cuentan, los rodesianos tienenuna compañía de soldados negrosdispuestos a matarlo.

Hochburg levantó la pistola y apuntódirectamente a la frente de Arnim.

—No puede dispararme.—No voy a hacerlo —replicó

Hochburg—. Ya estaba muerto cuandolo encontré, aplastado por el peso deledificio derrumbado. Y por el de su

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propia traición.—Encontrarán mi cadáver. Verán el

orificio de bala.Una sonrisa glacial iluminó el rostro

de Hochburg.—No quedará demasiado de usted,

créame.—¿Qué va a hacer? —preguntó el

mariscal de campo—. ¿Triturarme paraincorporarme a su autopista?

—No se haga ilusiones.Hochburg apretó el gatillo: la sangre

le salpicó la cara.

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46

5.00 h

—Alto —dijo Patrick sin aliento,con el tobillo como una esponja mojada.En la mano libre sujetaba el BK44 queNeliah había recogido en el consulado.

Se detuvieron, con Burton entre losdos. Al otro lado de la calle, a suizquierda, estaba la oficina de correosprincipal de Luanda, en una gran plaza,delante de la catedral del Redentor.Patrick reconoció una cafetería dondehabía estado la última vez que visitó la

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ciudad tomando cerveza y pagando a lasprostitutas para que lo dejaran en paz.Estaban a dos kilómetros y medio de losmuelles.

Burton estaba pálido y tenía fiebre.Llevaba el muñón metido bajo la otraaxila para protegerlo. A su lado, la carasudorosa de Neliah se había convertidoen una máscara de polvo.

—Tenemos que seguir adelante —dijo la muchacha.

El suelo vibró bajo sus pies. Lostanques seguían avanzando por lascalles. Era imposible saber a quédistancia estaban.

Patrick la ignoró. Comprobó el

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torniquete de Burton: seguía apretado yreducía el flujo sanguíneo. Le vendórápido la herida.

—Libro Primero de los Reyes —dijo Burton—. Capítulo veintiuno,versículo veinte. «Te he vuelto aencontrar porque te has vendido parahacer el mal a los ojos de Yavé.» —Contemplaba las torres abovedadas dela catedral—. Fue Cranley, Chef. NoAckerman. Cranley desde el principio.

—¿Cranley? ¿Quién coño esCranley?

Burton cerró los ojos y sonrió. Unmomento parecía lúcido, y al siguiente,sumido en su ensoñación.

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Patrick se volvió hacia Neliah:—¿Qué pasó en el consulado? ¿De

qué está hablando?—No lo sé.Un silbido y algo pasó volando

sobre ellos, como una gaviotaincandescente.

La catedral explotó y una de lastorres se vino abajo con un estruendoensordecedor. A él se sumó el macabrotañido de una campana que se partió porla mitad. Patrick creyó que no podríasoportarlo.

Levantó a Burton del suelo y se locargó a hombros como hacen losbomberos. Cruzaron la plaza corriendo.

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Otro obús de tanque. Y otro.Bajaron por un callejón paralelo al

lateral de la catedral. Más obuses. Lasparedes de los edificios sedesmoronaban a su alrededor.

Salieron a una vía principal. Patrickechó un vistazo a la placa: Rua deSalvador Correira. Les llevaríadirectamente al puerto. Miró calle arribay casi se doblo bajo el peso de Burton.Un tanque Panther avanzaba rugiendohacia ellos.

Disparó. La onda expansiva loslevantó del suelo. Las llamas estallaronen los edificios a ambos lados de lacalle.

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Otro tanque se acercaba por elcallejón que acababan de recorrer.

Patrick se volvió: no había calleslaterales, ninguna ruta de escape. Iban aacabar aplastados como tomates en untorno.

Otro obús impactó en la calle yabrió un agujero en la calzada. Les llegóhedor a metano.

A través del humo Patrick distinguiósoldados, cuyos cascos reflejaban lasllamas. Trató de ponerse en pie. La calleparecía cernirse sobre ellos.

—Mira —gruñó Burton.Patrick siguió su mirada. Había un

cráter en el suelo.

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Neliah corrió hacía él, tropezó ycayó de bruces. Serpenteó los últimosmetros. Se asomó al hueco y levantó lacabeza al instante, entre arcadas.Escupió bilis y se tapó la boca con lamano. Patrick y Burton llegaron a sulado. Allí abajo discurría la alcantarillaprincipal de la ciudad, una riada deexcrementos en dirección a la bahía.

Los tanques dispararon de nuevo.Llovieron escombros. Patrick se agachó,cubriéndose la cabeza. Las manos de lamuchacha estaban manchadas de sangre.

—No tenemos opción —dijo.Empujó a Neliah al agujero y ayudó aBurton a bajar tras ella.

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Los tanques se habían detenido paraescudriñar la calle con sus torretas. Ungrupo de soldados se abrió en abanico asu alrededor. De repente Patrick sintióque el aire le desgarraba la garganta.Los comandaba un difunto.

Uhrig. De algún modo habíasobrevivido al caer del tren.

Pensó en Zuri un momento; quisodisparar a aquel hijo de puta hastadejarle el cuerpo lleno de plomo. Peroeso delataría su posición. Se metió en laalcantarilla.

El hedor le golpeó la nariz como unpuñetazo. Los excrementos de noventamil personas. Tuvo náuseas.

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Algo más adelante, Neliah servía deapoyo a Burton, tapándose la boca conla mano libre. Estaban en una pasarelaestrecha, sin apenas espacio para losdos. A unos cuatro metros por debajo deellos corría el río de aguas residuales.

—Adelante —ordenó Patrick—.Sigue la corriente.

Aceleraron el paso, con cuidado,resbalando cada dos por tres. Lapasarela parecía recubierta de una grasarepulsiva, las paredes goteaban. Patrickoyó chillidos de ratas alrededor de suspies.

Doblaron una esquina y seencontraron totalmente a oscuras.

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—No podemos continuar —dijoNeliah—. Caeremos. Nos partiremos lacrisma.

—Espera —pidió Patrick. Sedesgarró una manga de la camisa y sacóel Zippo del bolsillo. Cuando loencendió, un triángulo de llamas brillóen la penumbra.

Unas voces retumbaron en el túnel,detrás de ellos. Ordenes gritadas enalemán.

—Tienen que estar aquí abajo.¡Métanse en el agujero! ¡Vamos!

Neliah se puso tensa.—No puede ser... —se sorprendió.

A la luz de la llama Patrick vio que los

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ojos le destellaban. Se acercó hacia lasvoces blandiendo el panga—. Uhrig.

—Necesitamos tu ayuda —comentóPatrick, y le impidió el paso—. Burtonte necesita.

—Pero ¡he de vengar a mi hermana!—Eso no la resucitará.—Le prometí que nadie volvería a

hacerle daño.—Ya no pueden hacérselo.Neliah intentó apartarlo.Patrick la sujetó por ambos brazos y

se detestó por lo que dijo acontinuación:

—¿Qué haría Zuri si estuviera aquí?Neliah se zafó de él.

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—¿Qué haría? —repitió elamericano.

Neliah se quedó mirándolo comodispuesta a pelearse con él, pero bajó elarma a regañadientes.

Patrick le dio el encendedor y lamanga arrancada de la camisa.

—Córtala en tiras —le dijo—.Envuelve la punta del machete con una yconserva secas las demás hasta que lasnecesites. No la enciendas hasta que yote lo diga.

—Pero ¿y los soldados de lacalavera? Podrán seguirnos.

—¡Muévete!Dicho eso, dobló de nuevo la

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esquina y se tumbó en el suelo. Recogiólimo de las paredes y se frotó lasmejillas y la frente para oscurecerse lacara. Luego, apuntó el BK44 hacia elagujero.

Vio bajar soldados.—¡Vamos, idiotas, muévanse! —

gritó Uhrig mientras los empujaba por elhueco—. ¡Quiero atrapar a Cole!

Uhrig bajó detrás del último hombre.Patrick observó cómo avanzaban con

dificultad por la pasarela. Apuntabancon las linternas el suelo que teníandelante, haces de luz que dañaban losojos. Eran unos siete u ocho.

—¡Más rápido! —gritó Uhrig.

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Patrick esperó a tenerlos más cercapara empezar a disparar. Sus balasdestrozaron pantorrillas y rótulas. Losalemanes cayeron unos sobre otros,bloqueando la pasarela. Uno fue a pararal agua y salpicó de porquería la cara dePatrick. Las linternas enfocaron su luz enángulos inverosímiles. Sin prestaratención a los gritos, Patrick se levantó,lanzó otra ráfaga y corrió, procurandono resbalar.

—Amerikaner!Se volvió y disparó a ciegas. Siguió

corriendo. Oyó balas que rebotaban enlas paredes, muy cerca de él. Notó ungolpe en un costado y un ramalazo de

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calor se le extendió por ese lado delcuerpo. Sin dolor. Se tambaleó perosiguió avanzando.

—¡Ahora! —gritó a Neliah—.¡Enciéndela!

El centelleo de una llama creciócuando la manga de la camisa seencendió. Burton y Neliah estaban máslejos de lo que creía. Los siguió,volviéndose cada pocos metros paraapuntar el BK hacia la oscuridad.

De momento nadie lo perseguía.Siguió la luciérnaga improvisada

unos minutos, hasta que por fin pudoalcanzar a los demás.

—¿Por dónde ahora? —preguntó

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Neliah, moviendo la antorcha deizquierda a derecha.

La alcantarilla se bifurcaba.—Por el túnel principal —decidió

Patrick.Descargó a la muchacha del peso de

Burton, que estaba pálido peroencantado: la morfina le había hechoefecto. Patrick chasqueó los dedosdelante de su cara.

Burton abrió los ojos.—¿Oyes eso, Chef?—¿Qué?—Escucha —dijo Burton—. Un

móvil sonoro.—Te lo estás imaginando.

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—No. Está cerca. Como el quehabía en casa. —Fijó los ojos en laoscuridad, boquiabierto. Entonces, suexpresión se endureció y se volvió triste—. Ya no se oye...

—Te cargaré a la espalda, chaval.Mantén los ojos abiertos. Vigila laretaguardia.

Siguieron por la pasarela.A Patrick le caía el sudor por la cara

y le escocían los ojos. Burton parecíapesarle cada vez más. Se notaba lacamisa cada vez más mojada alrededordel estómago, donde la bala de Uhrig lehabía dado.

Pasados unos minutos, Neliah se

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paró otra vez. Sostuvo la improvisadaantorcha junto a la pared.

—Mirad —dijo.Había una escalera oxidada sujeta

con tornillos a los ladrillos; lospeldaños ascendentes se dirigían a unaboca de alcantarilla.

Patrick intentó calcular lo lejos quehabían llegado.

—Sigue andando —ordenó—. Bajotierra será más seguro. Tenemos queacercarnos todo lo posible a losmuelles.

Cuando habían recorrido doscientosmetros más, Patrick percibió el airefresco, salado. La pasarela terminaba; a

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sus pies, la alcantarilla desembocaba enun conducto de desagüe lo bastantegrande como para atravesarlo gateando.Se descargó a Burton de los hombros yse sumergió hasta la cintura en las aguasresiduales para dirigirse al conducto.Una rejilla bloqueaba el paso. Lasacudió, intentando arrancarla, mientrasel óxido y la suciedad le abrasaban lasmanos.

Estaba soldada.—¿Puedes ver algo? —preguntó

Burton.Patrick acercó la cara a los barrotes.

Habían pasado de largo la bahía hacia laplaya situada al norte de Luanda. Las

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palmeras se mecían en la oscuridad. Ala izquierda divisó las grúas de losmuelles y, tras ellas, el océano... lobastante cerca como para respirar subrisa.

—Tenemos que volver atrás —dijo,encaramándose de nuevo a la pasarela—. Hasta la escalera.

Fue a ayudar a Burton, pero él no selo permitió. Llevaba el muñón bajo laaxila.

—Puedo solo —aseguró.Patrick abrió camino, deslizando la

mano por la pared hasta encontrar otravez los peldaños. Alzó la vista: la calleestaba a unos diez metros.

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—¿Podrás subir? —preguntó aBurton.

—Diría que sí.—Se acerca alguien —advirtió

Neliah.Los haces de varias linternas

danzaban por el techo. Bajo ellos, unassiluetas difusas, tambaleantes, quecrecían a cada segundo que pasaba.

—¡Puedo oírte, amerikaner! —gritóUhrig—. Y a usted, Cole. No tenéisescapatoria. Rendíos. Un hombre blancono debería morir en una cloaca.

—Marchaos —dijo Neliah, y seapartó de ellos—. ¡Subid!

—No sin ti —respondió Burton.

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—Yo me quedo.—Ni hablar.—¡Me quedo!—Neliah, por favor...Se volvió hacia él y levantó el

panga encendido para verlo mejor.Patrick vio que acariciaba con cuidadoel muñón vendado de Burton, sin que élpestañeara siquiera. Cuando lamuchacha apartó los dedos, manchadosde sangre, se los llevó a los labios.

—Nada de juramentos de sangre —le recordó a Burton.

Éste hizo ademán de abrazarla, peroella dio un paso atrás. Tras mirarla unaúltima vez, él empezó a subir la

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escalera.—No tienes por qué hacerlo —

insistió Patrick, con una mano en unpeldaño—. Puedes venir con nosotros.

—Debo hacerlo.—Te matará.—Ya lo hizo —replicó Neliah—. En

el tren.Patrick asintió. Le ofreció el BK44

pero ella lo rechazó y blandió el panga.La hoja destelló un instante. Y entoncesla llama se extinguió.

—Por Zuri —susurró Neliah enmedio de la oscuridad.

—Por Zuri —fue la respuesta dePatrick.

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Había sido un error que Burtonsubiera primero.

—Sigue intentándolo —gritó Patrickcon el cuello estirado hacia arriba.

Burton empujó de nuevo, pero estabademasiado débil para levantar la tapa dela alcantarilla.

Les llegó el eco de varios disparos.Gritos.

—Neliah —dijo Burton, mirandohacia abajo.

—No podemos hacer nada por ella.Fue decisión suya. ¡Vuelve a intentarlo!

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Burton contrajo la cara empapada desudor. Otro empujón. Patrick vio que latapa se levantaba unos centímetros.

Y volvía a caer.—¡Algo la ha empujado! —dijo

Burton.—Voy a subir —indicó Patrick.Burton se pegó más a la pared y el

americano ascendió los últimospeldaños. Apenas había espacio paralos dos. El BK que llevaba al hombroarañó los ladrillos. Olió algogangrenoso en el aliento de Burton.

Abajo hubo una segunda ráfaga dedisparos... Un ruido como si una piedrapesada hubiera caído en un pozo.

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Patrick procuró adoptar la posiciónadecuada para empujar.

—¿Y si el barco ya zarpó? —preguntó Burton.

—Estará ahí.—¿Y si no está?Patrick puso las dos palmas de la

mano en la tapa y empujó con todas susfuerzas. Una brecha de aire fresco. Derepente algo empujó la tapa hacia abajoy le dobló las muñecas. Empujó denuevo con todas sus fuerzas... y la tapase levantó.

La deslizó hacia un lado y salió enmedio de un torrente de piernas.

La gente pasaba corriendo a su

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alrededor. Alguien tropezó con la tapa ycayó al suelo, maldiciendo en portugués.Se oía el fuego lejano de la artillería:obuses, a juzgar por el ruido que hacían.

Patrick ayudó a Burton a salir yambos aspiraron profundas bocanadasde aire. Era como el momento en quesalieron del escondrijo de Dunkerque,sólo que esta vez el aire era suave ycálido.

Estaban en Largo Diogo Cao, laplaza situada delante de los muelles.Allí se elevaba la estructura monolíticade la Aduana y las verjas de acceso almuelle. En la entrada había una barreray sacos de arena, que no lograban

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contener a la muchedumbre. Losguardias habían abandonado sus puestos;había cuerpos esparcidos por todaspartes.

Patrick miró el reloj de la torre: lascinco y media.

—¡Vamos!Se pasó el brazo de Burton por el

hombro para unirse a la multitud ypasaron tambaleantes por losapartaderos hasta el embarcaderoprincipal, flanqueado por grúas ydepósitos. Reinaba un caos absoluto.

—Al otro lado —dijo Burton—.Barcos.

Les pareció que el recorrido era más

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largo que toda la autopista Panafricana.Se abrieron paso entre la multitud a

empujones. El aire apestaba a sudor ehisteria. Una mujer se negó a moverse:Patrick la lanzó al suelo sincontemplaciones; cogió entonces elBK44 y lo apuntó hacia delante con eldedo en el gatillo.

En el muelle, unos soldados seesforzaban por mantener el orden.Patrick vio miembros del ejércitoportugués, infantes de marina británicosy hasta el familiar quepis blanco de laLegión. Sólo quedaban cuatro barcos, yestaban retirando las pasarelas.

—¿Cuál es? —gritó Patrick.

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—Hay que encontrar a Farrow. —Burton giró sobre sí mismo como siestuviera borracho.

—Pero ¿qué barco es?Burton señaló el más alejado: un

remolcador en el que ondeaba labandera británica.

Estaba soltando amarras.Patrick levantó el BK y disparó por

encima de las cabezas. La gente gritó ycorrió. Se abrió un pasillo irregularentre la muchedumbre. Patrick tiró deBurton para pasar por él.

Se tambalearon y casi se cayeron,pero no dejaron de correr. Patrickignoró lo mucho que le dolía el tobillo.

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El remolcador había soltado laúltima amarra. En la borda, los infantesde marina blandían subfusiles Sten pararepeler a los más osados.

—¡Alto! —gritó Patrick.El agua alrededor del remolcador se

agitaba con crestas espumosasprovocadas por las máquinas de laembarcación.

Se detuvieron al borde del muelle ycayeron de rodillas.

—¡Esperad! ¡Por favor!La gente se lanzaba al agua para

intentar subir a bordo.Los infantes de marina se

dispusieron a defender el barco. Entre

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ellos había un hombre con un chalecoajustado que daba órdenes.

—¡Farrow! —gritó Burton—.¡Farrow!

Pero el remolcador ya zarpaba haciamar abierto.

***

En la oscuridad, Neliah sintió que elrungiro le recorría el cuerpo. Bien. Sevio recuperando la trenza de pelo deZuri. Matando a Uhrig. Luego elevó unaoración a Mukuru. Le pidió que le dierala fuerza de los cielos, que aplacara elmiedo si éste le llegaba al corazón.

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Las luces de los nazis estaban cadavez más cerca. Oyó el tintineo de susarmas. Y sobre ellos, en la ciudad, otroruido: fragor de artillería pesada. Lasparedes temblaron.

Después de quitarse una bota, semetió en la riada de excrementos con elpanga. La porquería le llegó hasta elpecho, la corriente le golpeaba laspiernas. Le recordó al Lulua, la vez quelo había cruzado a nado con Zuri. Evocósu voz al comentar que le daba miedoque hubiera cocodrilos.

Ése era el único sitio en que Zurivivía ahora: su memoria. El único sitioen que todos (ina, papai, Tungu,

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Bomani) vivían. Sí ella moría, tambiénlo haría su recuerdo. Ya no habríaningún rastro de ellos, nada que entregara los que vinieran después. Susurró máspalabras a Mukuru. Tenía que vivir porellos.

—¡Cole! Amerikaner!Tenía los soldados de la calavera

casi encima. Había tres, y Uhrig ibadelante. Las sombras que proyectabanlas linternas le surcaban la cara. Suarma se balanceaba delante de él.Neliah vio el valioso pelo colgado de suhombro.

El corazón le rugió, sediento desangre.

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Se hundió en el agua hasta labarbilla. Apestaba tanto que tuvonáuseas. Era peor que cuando se habíanescondido en el pozo negro de su casa.Estos excrementos eran dedesconocidos. Vio pasar flotandopedazos de madera, el cadáver de ungato.

Un soldado tropezó.—Standartenführer, aquí hay algo.Uhrig se detuvo.El soldado recogió la bota de

Neliah.—¿Es de Cole?Neliah se apretó contra la pasarela

hasta tener los ojos a la altura de sus

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suelas. Sacó el panga del agua y echó laespalda atrás. Oyó gotear la hoja.

Uhrig arrebató la bota al soldado yle respondió:

—No, salvo que tenga pie de chica.Neliah balanceó el arma.E l panga atravesó la pierna del

nazista, que cayó sobre Uhrig, el cualapretó sin querer el gatillo. El túnel seiluminó un instante. Uhrig se lo quitó deencima y lo lanzó hacia el otro soldado.Otra ráfaga de disparos, alaridos. Olía aintestinos. Sólo Uhrig seguía en pie.

Neliah salió del fétido río y leasestó un golpe con el panga. Le hirió eltobillo. Uhrig dejó caer el fusil y se

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sujetó la herida con una expresiónfuriosa. Neliah blandió el panga y atacóde nuevo.

Un destello deslumbrante. Estrellitasen los ojos de Neliah.

Uhrig la había atizado con lalinterna. El impacto le echó la cabezaatrás y le aplastó la nariz. Cayó en lacloaca y la corriente la arrastró. La bocay la nariz se le llenaron de heces.

Salió a la superficie, entre arcadas.Oyó que Uhrig saltaba al agua tras ella.Se sumergió otra vez, y dio vueltas ymás vueltas. No había soltado el panga.Tocó el lodoso fondo con los pies.

Neliah tosió y escupió, intentando no

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tragar agua. Había llegado al final deltúnel, donde habían dado media vueltaunos minutos antes. A través de losbarrotes vio el mar, ondulante como elpelaje negro de un barungue. Se acercóa la pasarela y se impulsó paraencaramarse a ella.

Una mano la sujetó por el cuello.Con violencia. Otra mano le aferró lamuñeca y la obligó a soltar el panga,que cayó en la pasarela con un sonidometálico.

Sin sacarla a la superficie, Uhrig laarrastró por el río de aguas residuales.

Ella forcejeó agitando las piernas.Abrió los ojos y fue como hacerlo en un

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avispero. Un instante después, volvía aestar fuera del agua, con el aliento deUhrig pegado a la oreja. Seguían entrelos excrementos, con el agua circulandoa su alrededor.

—¿Dónde está Cole?No respondió. Los dedos le

apretaron más el cuello. Se estabaasfixiando.

—¿Dónde está Cole?—Se fue... sano y salvo.—¿Dejando a la pobre negrita aquí

sola? ¡Y un cuerno!El nazi volvió a sumergirla en la

porquería. Neliah creyó que noresistiría. Lanzó las manos hacia atrás

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con la intención de estrujarle laentrepierna.

Uhrig la apartó, riendo.—Podemos jugar después. Ya te dije

que me gustan algo peleonas. Peroprimero, Cole.

—Jamás lo encontrará.El alemán le dio un puñetazo en el

vientre que la obligó a doblarse, con undolor terrible en las entrañas.

Volvió a notar el aliento de Uhrig enla oreja.

—¡Escucha! ¿Oyes eso? Sobrenosotros.

Lo único que Neliah oía era sucuerpo esforzándose por respirar.

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—Es el ejército alemán.Aplastaremos esta pocilga de ciudad enunas horas. Y detrás del ejército, losEinsatzgruppen. Ahí es donde yotendría que estar ahora. —Volvió aapretarle el cuello—. En cuanto atrape aCole podré regresar con ellos. Dimedónde está y te aseguro que recibirás untrato especial.

—Mi hermana. Usted la mató —replicó, viendo el pelo de Zuri colgadodel hombro de Uhrig.

—¿Crees que me importa? Hematado cientos de negros. Miles.

—Juré morir yo antes. Tendría quehaber sido yo.

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—Si tienes suerte, te enviaré ahacerle compañía. Ésta es tu últimaoportunidad. ¿Dónde está Cole?

—Zur i . . . nydi zembira! —dijo.Perdóname.

—¿Dónde está Cole?No contestó.Con un rugido de frustración, Uhrig

la sumergió de nuevo en aquel ríomarrón. La sujetaba más fuerte aún.Neliah pataleó, golpeó el fondo, serevolvió con sus escasas fuerzas.

Tocó una bota de Uhrig. Le recorrióa tientas la espinilla hasta el tobillo enbusca del sitio donde le había clavadoel panga.

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Sólo encontró cuero intacto. Era laotra pierna.

Le daba vueltas la cabeza. Vioformas oscuras, los espíritus de losmuertos que la llamaban para que fueracon ellos. Había muchos. Tanteó enbusca de la otra pierna, el otro tobillo.Encontró la herida.

Le clavó los dedos como si fueranlanzas.

Oyó el grito de Uhrig fuera del agua.La mano que le doblegaba el cuelloaflojó su presa. Sacó la cabeza de entrela porquería, inspiró hondo.

Uhrig se sujetaba la pierna con losdientes apretados.

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Neliah se abalanzó sobre él,levantando olas de asquerosa espuma.Intentó estrangularlo con ambas manos y,al hacerlo, recordó cuando Zuri le habíaalargado la mano en el tyndo. Vio elterror en los ojos de su hermana.

Rugió hasta que la garganta le quedóseca. Dejó que el rungiro la poseyerapor completo.

Uhrig forcejeó como un poseso,golpeando el agua frenéticamente.Intentó apartarle las manos, pero ella nocedió ni un milímetro. El tiempo carecíade sentido.

Y al final el agua se calmó, salvopor el siseo de la espuma.

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***

Neliah levantó a Uhrig y le desatócon cuidado la trenza de Zuri delhombro. La sujetó con cariño y soltó elcuerpo del nazi en la cloaca. Quería quelo devoraran las ratas, que le royeran lacara.

Se dirigió a la pasarela, depositó enella la trenza y sacó las manos paraencaramarse. Rozó con los dedos elpanga.

El agua se movió detrás de ella.Uhrig emergió de golpe a la

superficie.

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Neliah se volvió con el panga apunto y bajó la hoja con todas susfuerzas. Lo golpeó en medio de lacabeza y le enterró el filo hasta la nariz.

El cráneo del alemán se partió por lamitad.

La cara de Uhrig desapareció trasuna máscara de sangre. Dos ojosblancos la miraron fijamente con rabia eincredulidad. Y, por fin, el vacío de lamuerte.

Neliah recuperó el panga y dejó queel nazi se hundiera definitivamente en elagua. La corriente lo arrastró hasta losbarrotes del final del túnel, donde oscilóarriba y abajo.

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Neliah salió del río de excrementosy se sentó en la pasarela con las rodillasdobladas. Pasó la mano por el pelo desu hermana para quitarle partículas desuciedad. Lo lavaría y lo limpiaría, loperfumaría con aceite de mafuta comohacía ina cuando eran pequeñas. Lollevaría junto a su piel hasta el últimodía de su vida.

—Te lo juro, Zuri —susurró,guardándose la trenza .con cuidado—.Hasta que me muera.

Mentalmente oyó una voz conocidaque le respondía: «Lo sé, Neliah. Losé.»

Neliah. Era un viejo nombre herero.

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Se lo había puesto su madre. Significabatenaz. Tenaz, enérgica, sensata. Todavíale quedaba vida para ser merecedora deél.

Oyó un estruendo en la calle:tanques. El túnel se estremeció. Oyódisparos de ametralladoras yexplosiones de granadas en algún puntode la ciudad. Y bombardeos deartillería. Cada vez más violentos,extendiéndose por todas las calles,edificios y hogares. Luanda necesitabaun ejército que la defendiera. No unejército de blancos ni de hombres comoPenhor y Gonsalves, sino un ejército queconociera el pavor de Muspel, cuyo

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corazón rugiera como el de un héroe.Neliah dirigió una última palabra a

Mukuru: le pidió que cuidara de Burtony Patrick, que los ayudara a llegar acasa.

Y se incorporó a la batalla.

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48

5.35 h

Burton se reía con un júbilo febril.Sentía el cuerpo reconfortado ydistendido. Si Maddie hubiera estadoallí, habría bailado un vals con ella porel embarcadero. Le habría pedido que secasara con él. Ella habría llorado yreído. ¡Sí! Le habría cogido la mano,llena de felicidad, y se la habría llevadoa los labios. Y se le habrían desorbitadolos ojos del susto.

En su interior, Burton oyó una voz

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como la de su padre que le advertía:«Son los efectos de la morfina, hijo. Tencuidado, estate alerta.»

«Si no, jamás volverás a casa conella.»

Gritó a Patrick, le hizo señas paraque se reuniera con él. El americano sehabía abierto paso hasta el barco francéspara suplicar a los legionarios que lesdejaran subir a bordo.

No era necesario. El remolcadorestaba volviendo.

Burton rio de nuevo. Vio a Farrowdirigirse gritando al puente para ordenaral capitán que diera la vuelta. Algunosmarines habían bajado a un bote atado a

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estribor de la embarcación.Patrick regresó cojeando y ayudó a

Burton a levantarse. Al ver que elremolcador volvía, la gente se apiñó asu alrededor, un enjambre de personaspresas del pánico. Más gente se lanzó alagua.

—No podemos acercarnos tanto —gritó Farrow—. Tendrán que saltar,comandante. Naden hacia el ladoderecho, hacia el bote.

El remolcador se detuvo a unos seismetros del muelle, y sus hélicesconvirtieron en espuma el agua que lorodeaba. Burton y Patrick saltaron.

El agua estaba fría, se ensañó en el

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muñón de Burton y le empañó la euforia.Nadó sin notar ningún impedimento en lamano izquierda, pero sí un ramalazo dedolor cada vez que golpeaba el agua conese brazo. Parecía haber centenares depersonas con ellos: un frenesí de brazosen movimiento, de caras feroces. Variasmanos lo sujetaban, lo hundían. Le entróagua en la boca y la nariz. Se defendiópara volver a salir a flote. Vio quePatrick llegaba al bote y subía a bordo.

Los infantes de marina abrieronfuego para contener a los nadadores quelo rodeaban. La espuma se enrojeció,como en Dunkerque. Nadó con todas susfuerzas, forcejeó con las manos que

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tiraban de él. Casi había llegado cuandovolvieron a hundirle. Un hombre leempujaba la espalda hacia abajo.

Usó el codo para quitárselo deencima, gwiwar, pero el golpe teníapoca eficacia en el agua, así que lemetió los dedos en los ojos. Salió a lasuperficie, cogió aire, volvieron ahundirle. Oyó un burbujeo, un siseo debalas, gritos distorsionados. Ya no lequedaba aire, ni fuerzas para luchar...

Un remo golpeó la cabeza delhombre, que lo soltó y quedó, impotente,a merced del agua.

Burton notó una mano en el cuello dela camisa. Patrick lo sacó del agua con

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un enorme esfuerzo.En cuanto ambos estuvieron a bordo,

Farrow avisó al capitán. Los motoresaceleraron y abrumaron a los nadadorescercanos.

El remolcador se alejó del muelle.—¡Por Dios santo! —exclamó

Farrow al ver el brazo de Burton—.¿Qué ocurrió?

Como estaba demasiado exhaustopara responder, Burton se limitó asacudir la cabeza. Había unos cuantosciviles a bordo (una mujer joven conaspecto de matrona, hombres trajeadoscon sombreros panamá) que lo mirabancon una mezcla de curiosidad y

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aprensión.—¿Y Ackerman? Me dijeron que

habían atacado el consulado.Burton sacudió la cabeza otra vez.—Ese cabrón —dijo Farrow.

Apretó el puño y se golpeó la otra mano—. Sabía que violarían el alto el fuego.—Echó otro vistazo a la herida deBurton—. Enseguida llegaremos albarco de la Marina Real. Ellos le daránla atención debida.

—Gracias —logró decir Burton,jadeante aún—. Gracias por volver abuscarnos.

—No podía dejarlo allí,comandante. Aunque unos minutos más y

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tendrían que haber vuelto a casa a nado.—Se marchó.

Burton se puso el muñón bajo laaxila y se sentó en la cubierta. Elcerebro le seguía dando instrucciones ala mano. Podía sentir cómo los impulsosle iban de la cabeza al hombro, notarcómo los tendones del antebrazoreaccionaban. Y después, nada.

Patrick se dejó caer a su lado. Comolos dos estaban demasiado agotadospara hablar, se quedaron en silencio,viendo retroceder lentamente la ciudaden el horizonte. Un escuadrón debombarderos Heinkel rugió sobre ellos,con sus motores a reacción hiriendo el

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cielo. A continuación, otro. Habríanllegado desde las enormes bases que laLuftwaffe tenía en DeutschSüdwestafrika. Fueron perseguidos porel fuego trazador de las bateríasantiaéreas. Falló.

«¿Cuántas ciudades he visto así?»,pensó Burton. Dunkerque, Tananarive,Stanleyville, Duala. ¿Cuántas máshabría? Los nazis cambiarían el nombrea Luanda, como hacían con todas lasplazas que conquistaban, como si no lesbastara solamente con la victoria. Habíaque suprimir la historia. Pronto, lacapital de Angola sería una Hitlerópolismás: una ciudad consagrada a un

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dictador envejecido al que ya no leimportaba África. El embarcaderoseguía agitado por un sinfín de cuerpos,sus aullidos eran más intensos que lasbombas: la angustia de quienes hanperdido toda esperanza.

Patrick se tapó las orejas.—Pobres desdichados —comentó.—Vacas gordas para los

mercenarios —respondió Burton sinalegría.

—Dejamos a tantos atrás... Sóloporque no tenían nada, ni un centavopara pagarnos. —Sacudió la cabeza,asqueado—. ¿Nos perdonará Dios algúndía?

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—Dios nos dio a los dos porperdidos hace mucho —contestó Burton,mirando a su viejo amigo. Estaba pálidoy sus labios tenían un tono azul púrpura;se sujetaba el costado—. ¿Te dieron,Chef ?

Patrick se apartó la camisa paradejar su cicatriz de Dunkerque a la vista.Un poco más allá, tenía una nueva heridacubierta de sangre coagulada.

—Sobreviviré —aseguró. Llevabala Browning de Burton en la cintura. Sela dio—. ¿Y tú?

—¿Recuerdas lo que nos decías enla Legión? —preguntó a la vez quetomaba el arma—. Si duele, es que no es

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tan grave. —Se le llenaron los ojos delágrimas—. Pues no duele.

El remolcador siguió cruzando labahía.

Burton sintió que la conciencia se leescapaba, como si se estuvierahundiendo en fango caliente. Pensó en lagranja, en los árboles frutales. Vio losmembrillos en los árboles, gruesos ydorados, a punto de ser recogidos.Recordó a Neliah. La oyó pronunciar sunombre. Burtang: Era tan joven y tanfiera... Le vino a la cabeza algo queMadeleine le había dicho una vez: laschicas son los mejores soldados; no sontan histéricas ni tan irresponsables como

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los hombres.Esperaba que Neliah siguiera viva,

que huyera de la ciudad, quizás aMozambique... aunque la intuición ledecía que se quedaría, que lucharíahasta su último aliento. Su compromisocon Zuri era tan fuerte como eljuramento de un SS a Hitler. Más fuerte,en realidad: había surgido del amor, nodel odio ni del fanatismo.

Burton notó que se alejaba más de larealidad, así que se incorporó y hablópara mantenerse lúcido:

—Tenías razón. Desde el principiofue una trampa —explicó a Patrick.

—¿Te refieres a Ackerman?

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—Iba mucho más arriba aún. Hastalo más alto. Los británicos, losalemanes...

—¿Los alemanes?—El mariscal de campo Arnim en

persona, Cranley y muchos más. —Soltóuna carcajada amarga—. Todo por elbien común.

—¿Quién es Cranley?—Me quería muerto. A todos

nosotros. —De repente, sujetó a Patrickpor la camisa y lo acercó a él—. Tengoque volver a Londres —dijo, y sualiento olía a fiebre—. Necesito tuayuda una última vez, amigo. Tengo queencontrar a Cranley antes que...

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Las palabras no llegaron a salirle dela boca.

***

En el embarcadero, la multitud gritóenloquecida. La gente corrió como ñushuyendo de un depredador.

Burton se puso de pie para vermejor.

Al instante corría hacia la partedelantera del barco, con la adrenalinaotra vez disparada y Patrick a su lado.Llegaron a la timonera y subieron laescalera del puente hasta la cubiertasuperior.

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—¡Acelere! —gritó Burton alcapitán. Era un angoleño blanco,panzudo y sin afeitar.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Dóndeestá senhor Farrow?

—¡Hágalo!—Ya vamos a diez nudos. Es

peligroso correr más mientras nosalgamos de la bahía.

Burton lo apartó de un empujón, sehizo con el mando y aceleró al máximo.El zumbido de los motores se convirtióen un gruñida.

—¿Será suficiente? —preguntó aPatrick.

—No lo sé, chaval. No lo sé.

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Dos tanques con la calavera y lapalmera de las Waffen-SS en la torretahabían aparecido en el embarcadero.Tras ellos, un camión lleno de soldados.Los cañones de los tanques estabanadoptando la elevación máxima.

El capitán se santiguó y mantuvo elacelerador al máximo.

Burton observó, esperó. Los cañonesse seguían alzando. Se vio reflejado enla ventana del puente. Le devolvió lamirada un desconocido con la caralastimada, la piel recubierta de suciedady sangre. Los ojos ensombrecidos,medio muertos.

Uno de los tanques disparó un

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cañonazo. Un aullido cruzó la bahía.Y se oyó una explosión.Unas olas enormes se levantaron y

lanzaron agua a la ventana. Burton seestremeció.

Un segundo cañonazo. Esta vez cayótan cerca que zarandeó el remolcador.

—Mais rapido! —bramó el capitán.Ahora tenía la mano pegada alacelerador. Giró el timón varias veces.

Burton y Patrick se tambalearonhacia estribor y regresaron a la cubiertainferior.

—¿Qué coño está pasando? —preguntó Farrow.

Los infantes de marina se reunieron

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a su alrededor con una expresiónsombría, nerviosos. Otros estabandisparando hacia los muelles. Burtondeseó arrebatarles un Sten. Hubo untercer cañonazo. Les cayó encima másagua, tan cerca que dejó empapado aBurton.

En el embarcadero, los alemaneshabían bajado del camión. Abrieronfuego contra la gente para dejar espacioy poder llevar un par de balsashinchables hasta el agua. Gracias alresplandor de los disparos, Burton vio aHochburg. Se estaba quitando elguardapolvo y lo tiraba al suelo. Inclusodesde esa distancia, se le veía el

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entusiasmo reflejado en la cara.La primera embarcación con motor

fueraborda fue botada.—¡Más deprisa! —bramó Burton al

capitán, aunque sabía que el remolcadoriba al máximo—. ¡Más!

Salió una bocanada de humo de unode los tanques. Un segundo después, elotro también disparó.

Burton trató de seguir la trayectoriadel primer disparo contra el fondoardiente de Luanda. Fue un movimientosutil, casi invisible. Pero podía oírlo: unsilbido más y más fuerte.

El proyectil rozó la embarcación: ababor, bajo el puente. Un estallido de

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astillas, seguido de un géiser de agua demar.

El remolcador se zarandeóviolentamente y todos salierondisparados.

Otro silbido. Más y más cerca.El segundo proyectil sí los impactó

de lleno y prácticamente partió laembarcación por la mitad. Escupiótablas enteras, fragmentos de acero ymadera.

Burton rodó sujetándose el muñón.Se le revolvió el estómago y la bilis lesubió a la boca. Se le clavaron astillasen la cara y los brazos. No habíaninguna llama, sólo nubes de humo

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asfixiante. Los civiles que había vistoantes (la mujer, los hombres consombreros panamá) yacían tirados encubierta. También habían muertoalgunos infantes de marina.

El remolcador empezó a inclinarsepeligrosamente hacia babor. Burton tratóde ponerse de pie.

La segunda lancha neumática salíadel muelle con Hochburg en la proa,cargando un BK44 cruzado en el pecho.La primera ya había llegado a la mitadde la bahía.

El cerebro de Burton estaba tantocado como el remolcador. Se pellizcóel puente de la nariz para concentrarse.

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Los infantes de marina ilesos estabanadoptando posiciones alrededor de laborda, disparando. Gritó a Farrow:

—Comprueben si todavía podemosutilizar el bote. Patrick, ven conmigo.

Regresaron como pudieron hacia latimonera y se encontraron con el capitán,que bajaba la escalerilla.

—¿Dónde está la reserva decombustible? —preguntó Burton.

—Mi barco... mi barco. —Laslágrimas le resbalaban.

Burton lo sujetó por la camisa y tiróde él hasta que sus caras se tocaron.

—¿Dónde está el jodidocombustible?

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—Hay unos barriles en popa.Burton y Patrick llegaron hasta ellos.

El remolcador se escoraba cada vez máspor estribor. Se hundía lentamente.Apartaron los barriles vacíos hasta queencontraron uno lleno. Lo llevaronrodando hasta donde varios infantes demarina estaban disparando. El esfuerzocasi superó a Burton.

—Necesito tu bayoneta —dijo alsoldado más cercano, que se la dio sinapartar siquiera la mirada del arma.

La primera lancha se acercaba ababor, la tenían ya a apenas tres metros.

Burton clavó la hoja en el barrilpara abrir un agujero. Tonneaux de

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roumis lo llamaban en la Legión, unatécnica para defender fuertes.

Patrick se arrancó una tira de lacamisa. Burton la empapó en diesel ytapó el agujero con ella para prepararuna mecha. Cada uno de ellos cogió elbarril por un lado y se prepararon asubirlo a la borda.

—Vamos.Jadearon. Pesaba demasiado.—¡Ayudadnos! —gritó Burton a los

infantes de marina.Uno de ellos aguantó la parte central

del barril. Jadearon de nuevo, perolograron levantarlo... hasta que se lescayó de nuevo al suelo. Patrick gimió y

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se derrumbó con la cara colorada. Sesujetaba la punta del pie.

Tenían la lancha pegada a laembarcación y los soldados yapreparaban los cabos de abordaje.Burton oyó voces en alemán:

—Erschiessen! —«¡Dispárenles!»Clavó otra vez la bayoneta en el

barril y abrió otro agujero. El dieselsalió a borbotones y se extendió por lacubierta.

—¿Está loco? —gritó el infante demarina.

Burton levantó el barril para que elcombustible saliera más deprisa.

—¡Ahora! —ordenó luego.

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Patrick se incorporó y los treslevantaron el barril hasta dejarlo sobrela borda del remolcador. Burton alargóla mano hacia Patrick.

—Encendedor —pidió.—Neliah.—¿Qué?—¡Lo tenía Neliah!Varios soldados de asalto escalaban

por el costado del remolcador.Burton empujó el barril por la

borda. Golpeó a uno de los soldados ylo hizo caer a la lancha agitando piernasy brazos. La lancha dio un brinco y sezarandeó.

Burton sacó la Browning y apuntó al

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barril. Apretó el gatillo.La explosión lo lanzó hacia atrás. La

nariz y las mejillas se le secaron, el pelose le chamuscó. Por todas partes llovíanescombros. El combustible de lacubierta se prendió. Burton cruzó lasllamas para alejarse de allí y notó que laropa y la piel se le fundían. Patrickchocó con él, con su cuerpo humeante ysus manos llenas de ampollas.

Todo el lado de babor estaba enllamas. Los hombres se retorcían y selanzaban al mar. Se oían gritos enalemán.

Y disparos desde estribor. De Sten yde BK44.

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Burton se volvió hacia ellos. Vioque los infantes de marina eranrepelidos; varios ganchos de abordajevolaron por encima de la borda. Agachóla cabeza.

Era la lancha neumática deHochburg.

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49

5.45 h

Esta vez Burton no tendríaescapatoria.

Hochburg subió al remolcador quese hundía. Estaba inclinado cuarenta ycinco grados por estribor, con el otrolado en llamas. Olió el incendio, unainteresante mezcla de alquitrán, maderay carne. Disfrutó de nuevo ese primerincendio en Togolandia. La cubiertaestaba llena de heridos. Uno sujetó lasbotas de Hochburg y le pidió ayuda.

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Hochburg lo apartó con el cañón delBK44. Escudriñó la embarcación con lamirada.

Vio a Burton y Whaler en latimonera. Subían la escalerilla hacia elpuente mientras las llamas les lamían laspiernas; un infante de marina losayudaba. Burton parecía derrotado: teníala piel manchada de sangre, iba cubiertode andrajos humeantes. Cadamovimiento debía de resultarledolorosísimo.

Por un momento Hochburg casi letuvo lástima, como se la tendría a unperro herido cuando lo más caritativoera dispararle una bala en la cabeza.

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Entonces el aire le anegó el olfato otravez.

Se volvió hacia los soldados queseguían en la lancha neumática. Eranseis.

—Hauptsturmführer, suba a sushombres a bordo con las MG48.Concentren todo su fuego en la timonera.Los eliminaremos.

Uno de los comandos empezó aascender; los demás se quedaron dondeestaban, el Hauptsturmführer entreellos. Se movían inquietos con el fuegoreluciéndoles en la cara.

—¿A qué están esperando?—Herr Oberstgruppenführer, el

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remolcador se está hundiendo... ¡Es unsuicidio!

Hochburg apuntó a la lancha ydisparó a fin de perforarla. Acto seguidose oyó la fuga de aire por los reventonesy la balsa empezó a hundirse. Lossoldados la abandonaron comopudieron.

Tomaron posiciones a lo largo de lacubierta inclinada como artilleros en lapendiente de una montaña. No habíadonde cubrirse; todo había resbalado,ardiendo. Hochburg avanzó hasta la proay observó cómo se cargaban las MG48.El agua le lamía las botas. Burton sehabía escondido en la timonera.

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—Oberstgruppenführer! —Elsoldado que estaba a su lado le señalóel otro lado del remolcador.

Debajo de la timonera, un hombrecon chaleco se subía a un bote de remos.

—Olvídense de él —dijo Hochburg—. Sólo quiero a Cole.

Dio la orden de abrir fuego.

***

—¡Vamos, macho! —dijo el infantede marina que estaba en lo alto de laescalera—. Ya estás llegando.

Burton subía hacia él, pero contorpeza, como si nunca hubiera subido

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nada en su vida, entorpecido por elmuñón en cada peldaño. Unos puntos desangre le habían aparecido en el vendajey empezaban a extenderse y unirse entresí. Los efectos de la morfina estabanremitiendo. El brazo, entumecido, lepicaba donde tendría que estar la mano,y el antebrazo le dolía. Olía a pielchamuscada. Tras él, Patrick resoplabay maldecía.

Con la ayuda del infante de marinallegaron al puente. Todo estaba en unángulo absurdo y crujía. El suelo se veíaregado de sangre. El capitán estaba bocaabajo, empalado por un trozo de metalpuntiagudo.

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Burton cruzó la puerta y se arrastróhasta la ventana que había al otro lado.La abrió y miró fuera. Vio el casco delremolcador, ya fuera del agua. Y másallá, el bote.

—¡Farrow!Éste había encontrado unos remos y

los estaba poniendo en su sitio.—Listo para zarpar, comandante.—Prepárese, ya vamos...La timonera recibió el súbito

impacto de un obús.Burton se lanzó al suelo. Oyó el

ruido inconfundible de las MG48. Lostabiques y las mamparas del puente seagrietaron y cedieron, las ventanas se

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desintegraron. Burton se protegió lacara, creyó que le iban a explotar lostímpanos.

El infante de marina se incorporó ysegó la cubierta con su Sten. Pero aldevolverle el fuego le volaron la cajatorácica. Burton pasó sobre él, a travésdel granizo de cristal, hacia Patrick.

Las MG dejaron de disparar.Burton oyó el repiqueteo de los

cargadores. Las estaban recargando.Cogió el Sten del infante de marina, selanzó al suelo y disparó a través de laventana. Gritos. Y de nuevo las MG. Lasbalas convirtieron la timonera en uncolador.

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—¡Patrick! —gritó Burton—.Tenemos que llegar hasta Farrow.Cuando vuelvan a recargar. Tú vedelante, yo te cubriré.

Patrick no se movió.—¡Comandante Whaler!Esta vez Patrick se volvió en el

suelo y soltó una especie de carcajada.Tenía la cara contraída, las fosasnasales dilatadas, las pupilasconvertidas en puntitos diminutos. Y sesujetaba el vientre para contener losintestinos.

—¡Dios mío, Chef! —exclamóBurton—. ¿Puedes moverte?

—A este viejo loco todavía le queda

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vida. —Le bajaba sangre por el mentón.—Te cubriré.Otra carcajada esperpéntica antes de

arrebatar el Sten a Burton.—No con una sola mano. Ve tu

primero.—Ni hablar.—Soy mejor tirador, ¿recuerdas?De repente, el remolcador se inclinó

más abruptamente. Pareció que separtían cables de acero en alguna parte.

—«¡Comandante! —Era Farrow,que lo llamaba—. Por el amor de Dios,hombre. ¡Vámonos!

—Vete, chaval —dijo Patrick a lavez que le daba un empujón.

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Burton no se movió.—Te seguiré, te lo prometo. Tengo

que reunirme con Hannah. Pero ve túprimero... Los temerarios antes que losveteranos esta vez.

Burton sabía que estaba mintiendo.Se alejó sin dejar de mirarlo a través dela bruma de la metralla. Patrick aferró elarma, apuntó y empezó a dispararráfagas rápidas. Letales, como siempre.

Y entonces se hizo el silencio.Las MG48 habían dejado de

disparar otra vez.Burton oyó el crepitar del fuego que

seguía devorando el remolcador.Hombres que gemían; Patrick que

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jadeaba con el arma en la mano. En elmuelle, el fragor de los disparos deartillería. Pero nada que indicara querecargaban las ametralladoras.

Una voz se elevó por encima de losdemás sonidos, una voz que llevabadécadas persiguiendo a Burton. Una vozde barítono:

—Mis hombres están muertos.Muertos o heridos. Son una sarta deinútiles. Sólo quedamos tú y yo, Burton.Quieres saber la verdad sobre Eleanor,quieres matarme... pues aquí estoy.

—¡Vete! —le siseó Patrick.A Burton se le habían paralizado

todos los músculos.

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—Hasta tengo tu cuchillo de plata —prosiguió Hochburg—, preparado paraclavármelo en el corazón. —Rio—. ¿Noleímos juntos una vez un cuento así?¿Una fabulita trillada sobre unashabichuelas y una venganza?

—¡Vete! —repitió Patrick.Burton sacó la Browning. Le

quedaba una bala. Pensó en su madre.Pensó en Madeleine, en el hijo queesperaban. Iba a ser una niña, unahermanita para Alice. De algún modo losabía.

Patrick sacudió la cabeza. Tragósaliva con fuerza. No podía respirar sinabrir la boca.

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—Te estoy esperando —dijoHochburg entonces.

Burton se puso de rodillas y seagazapó bajo la ventana con el cuerpototalmente tenso.

—Si sales ahí fuera —le advirtióPatrick—, todos habremos muerto paranada.

Burton levantó la Browning.—Sal, y yo mismo te mato —

aseguró, moviendo el Sten hacia él—.Te lo juro.

Ninguno de los dos se movió. Sólose oía el fragor de las llamas. Delremolcador hundiéndose.

Burton levantó la pistola y le sacó el

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cargador. Se lo lanzó a Patrick, seagachó hacia él y tras besarle concuidado la frente, le susurrósimplemente:

—Es hora de volver a casa.

***

Hochburg se dio golpecitos en elmuslo con el cuchillo sin apartar la vistade la puerta, esperando que Burtonsaliera.

Tenía la otra mano hacia abajo paraindicar al artillero que no disparara. Losdos hacían esfuerzos para conservar elequilibrio mientras el barco se seguía

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escorando. Los demás hombres yacíansin vida o desangrándose, y sus cuerposse iban sumergiendo en el mar. El aguaya cubría a Hochburg por encima de lasrodillas. Y subía deprisa.

Delante de él se oía el ruido demadera contra madera, vocesininteligibles.

—Lo arriesgaste todo en laSchädelplatz para averiguar la verdad—gritó Hochburg, para incitar a Burtona salir—. Ahora te la diré. Sólo tienesque cruzar esa puerta.

—¿Cómo sé que puedo fiarme de ti?Al oír la voz de Burton, Hochburg se

estremeció. Ya no tenía el timbre juvenil

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de un niño, sino la entonación áspera deun hombre. Lo imaginó gritando cuandolas llamas lo abrasaran. Como Dolan,como los negros.

Enfundó el cuchillo y cogió un trozode metal del barco. Lo lanzó a un lado.

—¿Has oído? —preguntó cuandoaterrizó ruidosamente—. Es tu cuchillo.No voy armado. Lucharemos comohombres. —Se dirigió en voz baja alartillero—. Recuerde que lo quierovivo. Apúntele a las piernas.

Esperaron. Hochburg notó que unasola gota de sudor le bajaba por laespalda.

La puerta se abrió de golpe. Una

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descarga de tiros.El artillero devolvió el fuego, pero

al punto se desplomó sobre su arma,ametrallando la cubierta sin ton ni son.Cuando levantó el brazo paraprotegerse, Hochburg vio que alguiensalía por la ventana lateral de latimonera; no pudo ver si era Burton. Lafigura bajó por el casco y saltó al boteque esperaba.

Hubo movimiento de remos.Hochburg apartó al artillero de un

puntapié y recogió su MG48. Disparóprimero al bote y después a la timonera.Llegó otra descarga desde la puerta,pero esta vez los disparos fueron

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demasiado altos. Hochburg oyó cómopasaban por encima de su cabeza. Ahoraera invencible.

Se acercó a la escalera y rugiómientras vaciaba el último cargador enel puente. El fuego lo había rodeado y seestaba propagando paredes arriba. Alsubir, los peldaños le quemaron lasmanos. Una vez arriba, tiró de la puerta.

Sacó la Taurus y la amartilló.El puente era un mosaico de sangre y

cristales rotos. Entró sin precauciones,con pisadas que crujían. Había uninfante de marina muerto, un hombregordo ensartado en una especie deestaca. Y, cerca de él, un tercer cuerpo,

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boca abajo, con el brazo describiendoun ángulo extraño bajo el pecho.

Hochburg lo apuntó con la pistola ygiró el cuerpo.

Era Whaler. Muerto.Había dedicado sus últimos instantes

a dibujar una forma entre los cristalesrotos que tenía bajo el cuerpo. Una letraH irregular. Hochburg se quedó mirandola cara del americano. Tenía una levesonrisa irónica en los labios. Parecíaburlarse de él.

El puente estaba rodeado de llamas.Hochburg salió por la ventana yescudriñó la bahía. Vio el bote de remosdirigiéndose mar adentro; apenas

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distinguía al remero, pero a su lado ibaBurton Cole.

Soltó un sollozo de rabia yfrustración incontroladas. La angustia deun verdugo burlado, con el mundo sinenderezar. Disparó la pistola, pero yatenía a Burton fuera de su alcance.Torció el gesto cruelmente.

Había una última forma de herir almuchacho.

***

Burton temblaba, agazapado en elfondo del bote. Sujetaba débilmente laBrowning. Notaba el marfil frío en la

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mano, el último consuelo que lequedaba.

Farrow remaba con tanta fuerza quelos hombros le sobresalían del chaleco.

—Ya veo la fragata, comandante. LaIbis.

Burton se volvió y divisó una flotillade navíos con enseñas de variasnacionalidades y luces parpadeantes.Tan acogedoras como las velas queMadeleine encendía durante la Januká.

Miró de nuevo el remolcador. Yacasi se había hundido del todo, sólo eltecho de la timonera seguía a flote.Estaba ardiendo, y también el diesel queflotaba a su alrededor. Un halo de

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llamas. Y en el centro: Hochburg.—¿Quieres saber la verdad, Burton?

—bramó—. ¿Quieres saber qué le pasóa tu madre?

Burton se tapó una oreja y notó elmetal frío de la pistola en la cabeza.Pero la otra mano (el muñón) no podíatapar la voz de Hochburg. Reverberópor el agua, más alta que las bombas quecaían en Luanda.

—Eleanor lo hizo por ti. Laviolaron, la apalizaron y la abandonaronen una playa solitaria para que muriera.Tienes las manos manchadas con susangre, Burton. No yo, ni los malditosnegros. Ni Dios en toda Su sagaz

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brutalidad. La verdad es que murió portu culpa. ¡Por tu culpa!

Las palabras le retumbaron a Burtonen la cabeza. No cómo ni por qué, sólouna acusación. «Por tu culpa.» Unaprocesión de voces vociferaron lomismo: su padre, Patrick, el resto delgrupo, Cranley. «Por tu culpa. Por tuculpa.»

Se sintió vacío, sin lágrimas. Siguiócon la Browning apoyada en la cabeza.

El remolcador se hundía bajo lasolas, el fuego desaparecía, convertidoen espirales de vapor. El agua cubría aHochburg hasta el pecho. Pero él noparecía darse cuenta; siempre le había

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gustado el agua, era un buen nadador. Suboca exhibía una expresión de odio.

—Te encontrare, Burton. Teencontraré dondequiera que vayas.Tienes mi palabra.

El remolcador desaparecióengullido por un caldero de espuma.Sólo dejó una capa de diesel ardiendo yrestos del naufragio. Burton echó unúltimo vistazo a Hochburg. La cabezaesquelética y el rostro crispado. Losojos negros. Justo como él los recordabaen sus pesadillas.

Negros como la capucha de unverdugo.

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50

Fragata "Ibis", océano Atlántico21 de septiembre, 5.55 h

Farrow y cinco marineros subieron abordo a Burton como si portaran unféretro. Las manos de unosdesconocidos cargaron con cuidado sucuerpo y lo depositaron en cubierta conla Browning sobre el pecho. Los efectosde la morfina ya habían remitido y elmuñón le dolía. No tanto comoesperaba, más bien como la quemadurade un día... pero cada vez más. Tenía la

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sensación de haber sufrido una pérdidairreparable. Tenía el rostro lívido ycarbonizado.

—Voy a buscar al médico —dijoFarrow, y se abrió paso entre lospasajeros.

Burton se incorporó. Le pusieron unamanta sobre los hombros y una taza de ténegro en la mano ilesa.

El barco estaba abarrotado: hombrescon semblantes arrugados y sudados,mujeres demacradas con críos pegados asus faldas, todos blancos. Olía aperfume viejo, a cuerpos sin lavar. Semantenían alejados de Burton, como situviera algo contagioso, pero sus voces

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eran claras. Inglesas en su mayoría, perotambién portuguesas, afrikaans, algúnque otro acento americano. Todo elmundo parecía hablar a la vez; como sieso fuera a mantenerlos a salvo. Unmurmullo de Babel sobre noticias oídasa medias:

«Los boches han invadido Rodesiadel Norte... Los han hecho retroceder enla frontera... Los chicos del OctavoEjército... Montgomery dejó su retiro...Ya hemos entrado en Kongo... Estamosamenazando con seguir hasta la mismaStanleystadt si es necesario... Esoenseñará a esos cabrones a no metersecon nosotros... Germania está exigiendo

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un alto el fuego inmediato y Hitler estáfurioso...»

A Burton ya no le interesaba; que semataran entre ellos si era lo que querían.África siempre había tenido una sedinsaciable de sangre. Le daba igual sirompían el Tratado de Casablanca, siHochburg triunfaba o fracasaba, si vivíao moría. En cuanto a sus palabras dedespedida, se negaba a planteárselassiquiera: eran puras mentiras.

¡Mentiras!Ahora lo único que le importaba era

llegar a casa. A casa y con Cranley.Los motores se pusieron en marcha

en la sala de máquinas y las vibraciones

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le recorrieron el cuerpo hasta el huesode la muñeca. El dolor fue insoportable.

Tomó un trago de té y tuvo arcadas.Era tan dulce que hasta Maddie lohabría tirado. Dejó la taza, recostó lacabeza y observó Luanda.

El horizonte se había llenado delrosa y el gris perla del amanecer, perola ciudad permanecía aún oculta en lapenumbra. Los bombardeos seguíanretumbando sobre ella, y la luz delnuevo día daba brillo a sus alas. Entrelos edificios llameaban explosiones.Mantos de humo. Una pantalla paraesconder la obra del vivisector. Labahía estaba prácticamente vacía; las

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pocas embarcaciones que todavíaquedaban la cruzaban a toda velocidad.Las gaviotas bajaban en picado yrevoloteaban sobre el agua. No había nirastro del remolcador ni de Hochburg.Burton intentó localizar el lugar dondese había hundido, la última morada delChef. Se lo describiría a Hannah sillegaba a conocerla.

Hurgó en su interior en busca dealguna emoción. No encontró nada.Estaba demasiado cansado, demasiadovacío. Ya lloraría a Patrick después.Cuando África fuera una mancha borrosay lejana en el horizonte.

De momento, recordó lo sucedido en

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el despacho de Ackerman, aquellamirada de desconcierto en el rodesiano.

—Me envió a su granja. Estabahecho un basilisco. Nunca lo había vistoasí. Normalmente, es la contención enpersona.

—¿Quién? —había preguntadoBurton.

—Insistió en que usted sustituyera aDolan. Sin dar ninguna explicación.

—¿Quién?—Mi superior. Cranley.Ackerman había sido todo el tiempo

portador de Hiobsbotschaft. DelAntiguo Testamento, noticias de Job. Laclase de noticias que preferirías no

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recibir nunca.El temblor del barco era cada vez

más insistente. Notó una ráfaga de airesalado... y la fragata se puso en marchaproa al Atlántico.

Burton llamó a un marinero quepasaba a su lado.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó—.¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar aGran Bretaña?

El marinero retrocedió un paso alver el muñón ensangrentado.

—¿Cuánto?—Diecisiete días.Burton anheló que el barco fuera

más deprisa.

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Durante todo el tiempo de su periploafricano persiguiendo fantasmas, elpeligro real había estado en casa.Cranley había tendido su trampa: habíaenviado a Burton a Kongo a una muerteinevitable. ¿Qué venganza habríallevado a cabo en Inglaterra?

Jared Cranley: el marido deMadeleine.

Se imaginó a Maddie en la granja.Metida en la cama, acariciándose elvientre donde se gestaba una nueva vida,con todos los cerrojos de puertas yventanas cerrados. Volvería a su lado yle apretaría la mano como había hechola última noche que pasaron juntos,

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estremeciéndose de ternura, con susdedos suaves y delicados entrelazadoscon los de él.

Retuvo la imagen todo el rato quepudo, pero unas oleadas de negrura locubrían sin cesar. Trató de mantener losojos abiertos. El dolor del brazo se leextendía, le llegaba al tórax. Notó unsabor a azufre en la boca.

Se metió la muñeca herida bajo laaxila. Sujetó la Browning vacía.

La fragata dejó atrás Luanda, sealejó del sol naciente y puso rumbo aloeste. Hacia la oscuridad y el largoviaje a casa.

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Nota del autorAunque esta novela está basada en

planes documentados que los nazistenían para el continente, es mayormenteuna obra ficticia. Con ese fin, hesimplificado determinados aspectos dela historia en bien de la narrativa.

El primer acercamiento importantede los nazis a África tuvo lugar en mayode 1934, apenas un año después dellegar al poder, cuando fundaron laOficina de Política Colonial, oKolonialpolitisches Amt. Su objetivoera luchar por los territorios queAlemania había perdido después del

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Tratado de Versalles y, según palabrasde Hitler, «insistir activamente en lostrabajos preliminares para una futuraadministración colonial». Laplanificación sistemática empezó laprimavera de 1939.

A pesar de ello, Hitler no se ocupóde África hasta 1944, después de que laUnión Soviética hubiera sido derrotada.Cuando cayó Francia en junio de 1940,el Reich parecía invencible, lo queprecipitó los acontecimientos. Eseverano, la fiebre colonial afectó a losnazis. La Wehrmacht seleccionó diezbatallones para la conquista prevista(precursora del Afrika Korps), diseñó

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armas y uniformes tropicales.Empezaron a impartirse cursos deentrenamiento para el Servicio Colonialen la Universidad de Hamburgo. Enotros sitios, se planificaba laconstrucción de plazas fuertesprefabricadas y se estaba creando unvehículo multiterreno que podría usarseen cualquier parte de África.

L a Kolonialpolitisches Amt, juntocon el Ministerio de Asuntos Exterioresy la Kriegsmarine (la Marina), empezóa distribuir memorandos secretos en losque se detallaban las ambiciones de losnazis para el continente. En todos ellosfiguraba la recuperación de las antiguas

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colonias alemanas y la creación deMittelafrika, un bloque compacto deterritorio que se extendía desde elAtlántico hasta el índico. Se esperabaque estas tierras pudieran obtenersenegociando, en caso contrario, seríanecesario el uso de la fuerza. Ya en1937 se hablaba de «apropiarse»Angola (véase Memorandum deHossbach).

El más extensivo de estosdocumentos secretos es el Memorandode Bielfeld, del 6 de noviembre de1940. En él, se proponía la toma delCongo belga y del Congo francés, delÁfrica Ecuatorial Francesa y de una gran

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parte del África Occidental Francesa;también se sugería hasta cierto puntoincorporar Nigeria, Kenia y Rodesia delNorte. Las bases navales estarían enDakar, Conakry y las islas Canarias,mientras que Madagascar se reservabacomo futuro «vertedero» de judíos. Seexplotarían los recursos naturales deesta área inmensa para construir elimperio europeo de Alemania.

Nada de esto sería posible, porsupuesto, si existía un conflicto conGran Bretaña. Desde las páginas deMein Kampf, Hitler esperaba llegar a unentendimiento con los británicos e hizosucesivos acercamientos a tal efecto. Lo

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sorprendió y decepcionó que GranBretaña le declarara la guerra en 1939.

¿Podría haberse producido otroresultado? En los setenta añosposteriores al estallido de la SegundaGuerra Mundial, el mito del «momentode gloria» ha arraigado tanto en elimaginario británico que cuestaimaginarse una alternativa. En aquelmomento la situación no estaba tanclara. En noviembre de 1939 el PartidoLaborista (entonces en la oposición) erapartidario de negociar con Hitler parapoder conservar el Imperio británico; elprimer ministro Chamberlain teníaconstancia de que la opinión pública

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estaba tres a uno a favor de la paz. Delos cinco miembros del Gabinete deGuerra, dos estaban a favor delestablecimiento de la paz con Alemania.El más destacado era el ministro deAsuntos Exteriores, lord Halifax, queestuvo a punto de ser primer ministrodespués de que Chamberlain dimitiera.Dadas otras circunstancias, es posibleimaginar que Halifax y Hitler sereunieran para acordar «una división delmundo», tal como el Führer esperaba.

La actitud de Hitler hacia África eracaracterísticamente esquizofrénica. Aveces efectuaba declaracionesgrandilocuentes (como las del epígrafe

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de este libro). En otras ocasiones semostraba displicente: «la única coloniaque recuperaría sería Camerún, nadamás».

Más inquietante fue que en enero de1941 permitió a Himmler establecer uncentro de entrenamiento para lascolonias en Berlín, y un segundo enViena al año siguiente. En este momento,e l Reichsführer dejó claro que las SSserían responsables de las políticas paraÁfrica, lo que marginaba a laKolonialpolitisches Amt. Es imposiblesaber qué habría pasado en su totalidad,pero si tomamos como modelo laEuropa ocupada, parece inevitable que

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los camisas negras de Himmler hubierandominado a expensas de laadministración civil y del ejército. Losgobernadores generales tendrían unpoder casi ilimitado. En un entorno así,alguien como Walter Hochburg habríaprosperado.

Los nuevos dueños de Áfricaplanearon ciudades que se adherían a lateoría de la «sarta de perlas» deHimmler: núcleos de civilización enmedio de terreno agreste, unidas por unaautopista. La Oficina Central deEconomía y Administración de las SScontrolaría la mano de obra, la industria,la agricultura, la silvicultura y la

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minería. Encontrar alemanes suficientespara colonizar la tierra era un graveproblema, pero en 1940 los expertosraciales de las SS estaban peinando elmundo en busca de «étnicos» (sólo enEstados Unidos y América del Surfueron identificados cinco millones ymedio de descendientes). En cuanto alas poblaciones indígenas de África, sudestino sigue siendo ambiguo. La KPAplaneaba un sistema relativamentebenévolo de trabajo obligatorio. Las SSquerían poner fin al «negrofilismoblando»; promovían «la consolidación yla redistribución étnica» de modo queaquellos «que no eran aptos para el

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trabajo duro fueran totalmenteeliminados». En próximos librosvolveré a abordar este tema.

Quienes deseen tener un relato másdetallado de una posible África nazideberían leer Dream of Empire:German Colonialism de WolfeSchmoker, publicado por Yale en 1964.También recomiendo Hitler’s WarAims, vol. II, de Norman Rich (AndreDeutsch, 1974) y World in Balance deGerhard Weinberg (Univesity Press ofNew England, 1981). Hitler’s Empirede Mark Mazower (Allen Lane, 2008)ofrece una descripción realista de laEuropa nazi, a la vez que da una idea de

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la burocracia, el caos y el terror quepodría haber supuesto en otras partes.

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AgradecimientosEscribir es un oficio solitario, de

modo que soy afortunado de haberrecibido el aliento de muchas personasdurante los años que dediqué a estelibro.

Por su apoyo, consejo e inspiraciónen las etapas fundamentales de micarrera de escritor, me gustaría expresarmi gratitud a: William Boyd, LindaChristmas y John Higgins, Julie Gray,Nigel de la Poer, Joanne Saville, MikeShaw, Sol Stein y John Whitcombe. Pordesgracia, algunos de esta lista ya noestán entre nosotros. Ahora bien, me

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gusta pensar que su influencia perdura.Por su ayuda técnica, doy las gracias

a: Colne Valley Railway, Susan Curtis,Elizabeth Ferretti por revisar mistraducciones, Harry Hine, Pedro Jacinto,Peter Rosenfeld, del St. Mary'sHospital, de Londres, por resolver misdudas sobre la amputación, John Smith,de la Legión Extranjera Francesa, y a laSOAS Library. Por todo lo referente aEstados Unidos a: Norm Benson, DickCustin, CL Frontera y Alan Hutcheson.Estoy especialmente en deuda conJennifer Domingo, extraordinariabibliotecaria que me ayudó a localizarvarios textos poco conocidos;

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Dominique Hardy, por todo su trabajoen Luanda (antiguamente Loanda); y alteniente coronel Kenneth Mason por suestudio exhaustivo del Congo en ladécada de 1940. Como es de rigor enestos casos, cualquier error quecontenga el texto es mío.

Gracias también a: Tom Bolon, elcacahuetes, Bob Burke, AndreasCampomar, Robin Carter, Sheila Dalton,Andrew Dance, Katharine D'Souza,Samar Hammam, Douglas Jackson, PeterJones, Laura Macdougall, LorraineMace, Sara O'Keeffe, Sarah Jane Page,Edward Parnell, Robin Porter, LexiRevellian, Gemma Rougier, Susan

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Sellers, Edward Smith enyouwriteon.com, Justine Windsor y atodo el mundo del Writers' CentreNorwieh/Escalator Literature 2007, enparticular a Katy Carr, Chris Gribble yLeila Telford. Sarah Bower y AlexScarrow se merecen una menciónespecial.

Escribí este libro con la ayuda deuna beca del Arts Council England.

Finalmente, un sentidoagradecimiento a: Katharine McMahon,por su perspicacia y su orientación;Jonathan Pegg, mi agente, por sucompromiso constante con esteproyecto; Lorrie Porter, por encontrar

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siempre tiempo para leer el manuscritocuando no había tiempo para nada más;Nick Sayers, por defender el libro enHodder, y por último, pero no por ello,menos importante, Alice Louise Milton,sin quien nunca habría regresado aÁfrica.