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Virada. Empezar por el final Los finales son hipnóticos. A veces no podemos sacar la vista de ellos y resulta fácil idealizarlos: hasta la mejor serie, obra de teatro, e incluso el más soñado de los viajes, si cierran con un final flojo, pueden reducirse a un mal trago, como si no hubiésemos disfrutado durante horas, días o meses de sus muchas bondades, antes de que llegase el traspié último. En ocasiones es difícil no valorar el itinerario solo en función del destino y, sobre todo, no sentir que más allá de las coordenadas en las que se arriaron velas aguarda un mundo diferente, desconectado del anterior, en el que lo navegado tendrá posibilidades inciertas de mantener una verdadera continuidad con lo que viene. Más aún: después de un trayecto bien planificado, con paradas estratégicas en las islas temáticas de rigor, no es raro sentirse un poco (o muy) a la deriva. Especialmente para quienes no estábamos del todo insertos en el mundo editorial en el momento de terminar la carrera de Edición, graduarse suponía, en efecto, un final. Guardar los apuntes bienqueridos, desechar los no tan queridos, eliminar la suscripción a listas de mails de alumnos, decir adiós a las cuadras que separaban la parada del colectivo o la salida del subte del 480 de Puan y sus pisos-asientos, sus ascensores-temor, sus aulas-magia, o espanto, según el caso. Ante tal panorama, una pasantía parecía una buena manera de cerrar el ciclo mojando los pies en las aguas inexploradas del trabajo editorial profesional, a ver si el planeta caía en picada a un universo de criaturas marinas o si simplemente me encontraba con un cliente que esperaba una corrección de pruebas, un trabajo de microediting, una mirada aguda a la legibilidad del diseño, un brief o una hoja de estilo que le facilitase la vida laboral. Corte. Fast forward. Una reja pequeña pero contundente frente a una ventana mínima en una puerta de hierro sujeta al marco con una cadena de eslabones gruesos como dedos. “CUD”, “UBA”, “Taller de edición”: las palabras mágicas. Del otro lado alguien dice “ingresa docente” y, sin serlo, entro igual. Hace más frío adentro que afuera, es más invierno ahí que en toda la ciudad (más, incluso, que en las aulas de Puan que dan al estacionamiento) y emprendemos la marcha. Me anoté en la Pasantía en Instituciones Públicas y esta es la que elegí: el Taller Colectivo de Edición, la virada a la cárcel dentro de la cárcel, porque el final de mi carrera iba a ser todo lo memorable que fuese posible, o porque me llamó la atención una oportunidad tan improbable, o porque un amigo que también había pasado por el taller me recomendó la experiencia; no recuerdo, seguramente fue una mezcla de estos y otros ingredientes que olvido, pero la cuestión es que terminé ahí, y ahí empezó todo. Devenir editora Línea A hasta Nazca. El 53 hasta Álvarez Jonte y Bermúdez, y después caminata. O el 25, si hay suerte, que me deja a una cuadra. Un jueves de septiembre de 2013 estrené en vivo esta ruta que había ensayado en el mapa y llegué, por primera vez en mi vida, a las inmediaciones de un complejo penal. Más aún, ingresé como “docente” a ese espacio al que, me di cuenta un rato antes, no recordaba haber visto nunca, ni personalmente, ni en imágenes de ningún tipo. Claro, antes de entrar hay que dejar el celular, el mp3, la tablet y cualquier otro objeto electrónico capaz de tomar registro y de pasar entre las rejas. Sentí como si me estuviese sumergiendo en un navío naufragado siglos atrás, olvidado en el fondo del mar; después, de que el planeta efectivamente caía en picada, poblado de ruidos siempre metálicos (la cadena, el candado, la puerta y vuelta a empezar). Todo esto parecía flotar en una cueva helada en lo profundo de un mundo más allá del conocido y (spoiler alert) no se En los mismos ríos entramos y no entramos, somos y no somos. Heráclito

una cueva helada en lo profundo de un mundo más allá del

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Virada.

Empezar por el final

Los finales son hipnóticos. A veces no podemos sacar la vista de ellos y resulta fácil

idealizarlos: hasta la mejor serie, obra de teatro, e incluso el más soñado de los viajes, si

cierran con un final flojo, pueden reducirse a un mal trago, como si no hubiésemos

disfrutado durante horas, días o meses de sus muchas bondades, antes de que llegase el

traspié último. En ocasiones es difícil no valorar el itinerario solo en función del destino y,

sobre todo, no sentir que más allá de las coordenadas en las que se arriaron velas aguarda

un mundo diferente, desconectado del anterior, en el que lo navegado tendrá posibilidades

inciertas de mantener una verdadera continuidad con lo que viene. Más aún: después de un

trayecto bien planificado, con paradas estratégicas en las islas temáticas de rigor, no es raro

sentirse un poco (o muy) a la deriva.

Especialmente para quienes no estábamos del todo insertos en el mundo editorial en el

momento de terminar la carrera de Edición, graduarse suponía, en efecto, un final. Guardar

los apuntes bienqueridos, desechar los no tan queridos, eliminar la suscripción a listas de

mails de alumnos, decir adiós a las cuadras que separaban la parada del colectivo o la salida

del subte del 480 de Puan y sus pisos-asientos, sus ascensores-temor, sus aulas-magia, o

espanto, según el caso. Ante tal panorama, una pasantía parecía una buena manera de

cerrar el ciclo mojando los pies en las aguas inexploradas del trabajo editorial profesional, a

ver si el planeta caía en picada a un universo de criaturas marinas o si simplemente me

encontraba con un cliente que esperaba una corrección de pruebas, un trabajo de

microediting, una mirada aguda a la legibilidad del diseño, un brief o una hoja de estilo que

le facilitase la vida laboral.

Corte. Fast forward. Una reja pequeña pero contundente frente a una ventana mínima en

una puerta de hierro sujeta al marco con una cadena de eslabones gruesos como dedos.

“CUD”, “UBA”, “Taller de edición”: las palabras mágicas. Del otro lado alguien dice “ingresa

docente” y, sin serlo, entro igual. Hace más frío adentro que afuera, es más invierno ahí que

en toda la ciudad (más, incluso, que en las aulas de Puan que dan al estacionamiento) y

emprendemos la marcha. Me anoté en la Pasantía en Instituciones Públicas y esta es la que

elegí: el Taller Colectivo de Edición, la virada a la cárcel dentro de la cárcel, porque el final

de mi carrera iba a ser todo lo memorable que fuese posible, o porque me llamó la atención

una oportunidad tan improbable, o porque un amigo que también había pasado por el taller

me recomendó la experiencia; no recuerdo, seguramente fue una mezcla de estos y otros

ingredientes que olvido, pero la cuestión es que terminé ahí, y ahí empezó todo.

Devenir editora

Línea A hasta Nazca. El 53 hasta Álvarez

Jonte y Bermúdez, y después caminata.

O el 25, si hay suerte, que me deja a una

cuadra. Un jueves de septiembre de

2013 estrené en vivo esta ruta que había

ensayado en el mapa y llegué, por

primera vez en mi vida, a las

inmediaciones de un complejo penal.

Más aún, ingresé como “docente” a ese

espacio al que, me di cuenta un rato

antes, no recordaba haber visto nunca,

ni personalmente, ni en imágenes de

ningún tipo. Claro, antes de entrar hay que dejar el celular, el mp3, la tablet y cualquier otro

objeto electrónico capaz de tomar registro y de pasar entre las rejas. Sentí como si me

estuviese sumergiendo en un navío naufragado siglos atrás, olvidado en el fondo del mar;

después, de que el planeta efectivamente caía en picada, poblado de ruidos siempre

metálicos (la cadena, el candado, la puerta y vuelta a empezar). Todo esto parecía flotar en

una cueva helada en lo profundo de un mundo más allá del conocido y (spoiler alert) no se

En los mismos ríos entramos y no entramos, somos y no somos.

Heráclito

parecía mucho a lo que muestran en las películas.

Entre la primera reja y la última hay un largo camino[1] que termina y empieza en el CUD.

El Centro Universitario de Devoto cumplió 30 años en 2015 y desde 2008 funciona allí el

TCE (Taller Colectivo de Edición), en el aula-sede de la Facultad de Filosofía y Letras de la

UBA. El taller sucede ahí, con todos los presentes como realizadores de la actividad y de la

publicación que de ella resulta. No se lleva un taller de afuera hacia adentro ni se transporta

una revista de adentro hacia afuera: todo ocurre en el entre, en el encuentro de personas que

vienen de distintos lugares (en lo inmediato, cada uno de su módulo y algunos desde afuera;

pero antes de eso, cada uno de su barrio, de su ciudad, de su país, con sus historias que no

empiezan ni terminan, a diferencia del caminito de rejas, ahí dentro). El lugar no es,

después de todo, un navío naufragado en el fin del mundo, ni está suspendido en aguas

enigmáticas: todo allí se mueve enérgicamente, nada está en pausa, y nadie está retirado en

una cueva submarina fuera de la sociedad, esperando el momento en el que le toque

emerger y regresar; ese adentro profundo es también la sociedad, quizá uno de los ámbitos

con mayor tasa de sincericidio de este planeta redondo que, por desconocido que nos sea, no

tiene un final y en el que reluce la capacidad aparentemente infinita de unos humanos

(demasiado humanos) para oprimir a otros, para suponerlos de una naturaleza diferente a la

propia, y la capacidad (espero que) infinita de esos otros para la virada.

Allí fui, siguiendo una carta de navegación más bien pobre, a hacerme editora.

Claro que tal cosa no existe: no hay un final del viaje universitario del que se emerge editor,

como no hay un instante mágico en el que un texto se transforma en publicación, ni un finis

terrae. Hay, en realidad, un proceso de trabajo y una fecha límite, un momento de entrada a

la imprenta o de salida a la web, un tiempo de presentarse investido del saber que se logró

construir y de darle entidad, aunque se siga construyendo; un salto al vacío, mejor o peor

preparado, hacia eso que parece un precipicio, pero que en general es solo un camino con

tierra de otro color y otras formas, distintas de las habituales, y que se puede hacer andando.

Hacer la pasantía en un ámbito universitario fue especialmente propicio para pensar ese

devenir editora, y en particular en un espacio como el TCE, que funciona de manera

horizontal. Ahí conocí a compañeros de otras carreras, que también habían construido

conocimiento y lo seguían haciendo, y no podría haber sido más claro que se puede valorar

lo que se sabe tanto como lo que se aprende (es decir, lo que no se sabe aún) en el momento

en que se hace necesario. Ante ellos, la investidura de saber era una herramienta más para lo

importante: hacer la revista, el tercer elemento, el emancipatorio, que permite que un grupo

tan heterogéneo como pueda existir logre trabajar en conjunto sin depender de una

jerarquía vertical, aportando lo que sus talentos e intereses le sugieren en función de lo que

la revista necesita.

No me hice editora bajo la ley de un jefe, no hice descender la corrección al texto de un autor

inexacto, no elevé la voz desde un sótano hacia el aire libre: trabajé codo a codo con

compañeros escritores, dibujantes, grafiteros, editores, pensadores; compartí mates, horas

de charla y el inolvidable aplauso después de cada lectura con todos ellos; y, sin embargo,

solo pude, cada jueves, salir de ahí con una tutora, Ana, y una copasante, Vanina, que eran

mis únicas compañeras del pasito a paso, de la reja tras reja, del “no me digas profe, me

llamo Equis”, del “escribí lo que quieras que yo no te voy a censurar”, del “leelo en voz alta y

el colectivo decide”.

Así aprendí que horizontalidad no significa igualdad, identidad de todos con todos. Cada

quién hace, de lo que puede y quiere, lo que la revista necesita, y los editores y editoras del

TCE podemos y queremos, entre otras cosas, habilitar el espacio del taller, activar ese lugar

universitario que, para los demasiado humanos, supone que “ingresa docente”, so pena de

no existir. Me hice editora habilitando esta posibilidad, como otros podrán hacerlo con

otras: descubriendo un autor y publicándolo, creando una colección económica de llegada

masiva, o dando vida a una publicación sobre una temática inexplorada. Todo eso, y tanto

más, es editar: es maniobrar con contenidos y trabajar con personas (y no al revés,

humano), es atender a lo que hace falta y reinventarse la investidura a cada señal, es no

petrificarse en el final del camino; editar es, quién diría, no estar detenido.

Revista La Resistencia.

Revista Los Monstruos Tienen Miedo.

De-vuelta por la marea

Participé de encuentros, asistí

a clases, digitalicé textos,

corregí y compartí con los

autores lo corregido. Aprendí

que muchos de ellos eran

excelentes escritores con una

autoestima muy injusta: que

se aferraban a sus creaciones

como a balsas en un naufragio,

pero que se declaraban

incapaces de eso que hacían

tan bien, y que hasta parecían

dispuestos a dejar que les

convirtiesen la balsa en tronco

en nombre de una autoridad

universal (la RAE, la

academia, la editora

semicruda). Redacté un brief,

confeccioné una hoja de estilo,

pedí presupuestos a

imprentas, presenté un informe final y me recibí (aunque el título siga boyando de oficina en

oficina, ansioso, espero, por conocerme).

Todo eso pasó, supuso un esfuerzo y un aprendizaje, sin dudas; luego el final llegó a su fin y

por un breve cuatrimestre creí que, efectivamente, allí solo se terminaba algo.

Hasta aquí escribí en pasado,

pero ya dije que allí donde

devine editora —un allí que es

a la vez lugar y circunstancia—

ocurrió el final que fue el

comienzo y eso que comenzó

allí es un presente que

continúa. Un buen día, llegan

a mi casa una revista y un

diploma: el CUD entero (sus

voces, sus grafitis, sus risas,

sus historias de terror, sus

momentos mágicos) viene y

me toca el hombro. “¿Estás

ahí?”. Lo pienso, lo vuelvo a

pensar y respondo: sí, estoy

aquí. El segundo cuatrimestre

de 2014, un año después del

primer “ingresa docente”, me

encuentra viajando a Devoto,

equivocándome de parada y

perdiéndome entre callecitas desconocidas para llegar tarde y casi corriendo, pero llegar.

Durante la caminata me pregunto por qué vuelvo, ya graduada, dejándome llevar por una

marea que me devuelve a esa orilla ahora conocida. La mejor respuesta que he conseguido

hasta hoy es “porque puedo y quiero”. Puedo y quiero ayudar a habilitar ese espacio de

virada a la cárcel en la cárcel (ese lugar de represión, de degradación, de sufrimiento

inflingido de las maneras más creativas). Puedo y quiero maquetar una revista contrarreloj

para que se materialice La Resistencia en el CUD, y ahora también puedo y quiero

preguntarme por qué Los Monstruos Tienen Miedo en Ezeiza. Por eso me reúno con quienes

pueden y quieren escribir, dibujar, discutir, pensar, compartir, y con ellos edito.

Cuando digo “edito” digo: viajo, cuido asistencias, reclamo ausencias, esquivo obstáculos;

pienso y repienso, sola y con los compañeros, qué es ese espacio que generamos y para qué

lo queremos y podemos usar; pienso y repienso, sola y con los compañeros, qué decir y qué

mostrar, a quién hablarle y para qué, qué dicen los medios y las voces hegemónicas y cómo

responder; entro y saco preguntas, respuestas, libros, revistas, mas no las que hacemos

juntos: esas revistas no pueden entrar ni salir más que en la forma del mero papel impreso,

puesto que las corrientes de todo lo que las constituye son submarinas y viajan por aguas a

las que no llegan las rejas que dividen la tierra del océano.

Esta labor editorial presenta desafíos y cuestiones que atañen al contexto en el que se

desarrolla la actividad, supone considerar de manera constante cómo nos posicionamos ante

la lógica imperante de un sistema que nos dicta pautas de comportamiento, creencias y

valores, y esto es tarea de todo editor y de todo ciudadano, lo que no significa desestimar las

especificidades de cada oficio o profesión, ni de cada momento en el desempeño de una

práctica. Por el contrario, estas consideraciones exigen estar atentos a lo variable, a lo que

cambia, no momificar respuestas ni adjudicarles peso de ley de una vez y para siempre: así

hacemos La Resistencia, así cuestionamos a Los Monstruos.

Lo propiamente editorial y sus alrededores

Dicho esto, son muchas las consideraciones específicamente editoriales y puntualmente

relacionadas con la experiencia en el TCE que pueden hacerse respecto del trabajo de un

editor o de una editora en la cárcel. Una de ellas atañe a las características generales de los

textos que se producen en ambos espacios (es decir, en el CUD y en el Centro Universitario

del Penal 1 de Ezeiza). Como talleres extracurriculares, recibimos integrantes con niveles de

formación heterogéneos, desde estudiantes del primer ciclo hasta alumnos universitarios, y

entre los últimos es habitual que el acceso a la educación superior se haya presentado en el

propio contexto de encierro, luego de recorridos de calidad variable en las instancias de

formación precedentes. En consecuencia, no es raro encontrarse con textos de una gran

complejidad reflexiva, pero un dominio limitado de la normativa de la lengua castellana. Por

lo mismo, también puede observarse un uso frecuente de conceptos teóricos —muchas veces

apropiados por los autores con cierta irreverencia que más de un académico haría bien en

observar—[2] en textos que no necesariamente responden al estilo académico tradicional o

que incluso pertenecen a otros géneros (desde el literario hasta el epistolar). ¿Hasta dónde

se puede corregir en casos como estos? No hay una respuesta única y definitiva. El diálogo

con los autores es fundamental para saber qué piensan o en qué pensaban cuando

escribieron cada texto, para consultarles por el sentido de tal o cual palabra y decidir con

criterio editorial, es decir, intervenir (o no) el texto de tal modo que resulte de nuestra

participación la mayor inteligibilidad para el lector y la máxima congruencia con el estilo del

autor: un equilibrio desafiante y, claro, dinámico.

Otra característica digna de mención sobre la edición en el TCE es que el acceso limitado a

herramientas informáticas obliga a recurrir, y beneficia, a las soluciones en papel: textos,

imágenes y otros contenidos publicados circulan entre los talleristas en ese soporte, al igual

que las listas de aportes, las secciones a las que son destinados y el propio paginado de cada

nueva edición. El ejemplar número cero de la publicación suele llegar al aula en un formato

impreso caserísimo, en hojas A4 sueltas, para la corrección de pruebas, que pasa por las

manos de todos los presentes. Las revistas son publicadas luego en digital, pero también en

papel, siempre disponibles para que (de nuevo) pasen de mano en mano entre compañeros y

familiares de los talleristas y para que su vida no se limite a las pantallas en un mundo en el

que el acceso a un dispositivo con conexión a Internet no es un derecho básico garantizado.

En relación con este último punto, lo que se propone el Taller Colectivo de Edición es

ampliar el cumplimiento de derechos en un ámbito en el que estos están asegurados solo en

teoría, pero en el que el índice de incumplimiento en la práctica duele e indigna.[3] Es por

eso que la tarea editorial no se limita al tratamiento de contenidos una vez que estos han

sido producidos, sino que algo de la función organizadora y crítica del editor se amplía en el

contexto del TCE para abarcar una cierta coordinación de los propios encuentros. Además

de aportar el criterio editorial a la discusión sobre la revista, las actuales editoras del taller

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trabajamos en la propuesta de actividades para desarrollar durante el cuatrimestre y en las

perspectivas posibles desde las cuales abordarlas: esto funciona como un mero puntapié

inicial que convoca otras propuestas por parte de todos los talleristas. Y atención: los finales

son tan idealizables como los inicios, pero en realidad son solo un momento más y los

momentos también pueden considerarse horizontales. Nuevamente: la lógica horizontal no

nos iguala, sino que nos sitúa en un mismo plano con distintas tareas y, en ocasiones, una de

esas tareas, muy necesaria, es la de guiar al grupo mediante alternativas de trabajo que se

ponen a consideración de la totalidad de los participantes y que luego se van convirtiendo en

infinidad de posibilidades, entre las que emergen algunas más realizables o interesantes que

otras para el conjunto del taller y sobre las cuales nos decidimos a actuar. Esto supone llevar

ideas antes que consignas y prestar una constante atención a los caminos que esas ideas

transitan una vez que se integran al entramado de intereses del colectivo. Una vez más, el

desafío es mantener un equilibrio dinámico, no caer en un total vacío de propuestas ni en

una imposición de pautas, lo cual implica dejarse llevar un poco, no temer a la deriva, para

que en el navío no haya guías únicas, sino que cada uno pueda tomar la palabra y mover el

timón. Algunos se atreven más que otros, tienen estilos más sutiles o más evidentes, como

en todo grupo. Lo que es seguro es que somos todos marineros: nuestro capitán no es una

persona sino un puesto que vamos ocupando según nos lleva la marea. Porque editar es,

también, compartir el timón.

Notas

[1] Del que se puede leer más, junto con otras tantas reflexiones sobre la edición en (o

relacionada con) contextos de encierro, en Salgado, A.L. (2016). Editar [en /desde /contra

/a pesar de] la cárcel. En Espacios, núm. 52. Buenos Aires, FFyL.

[2]. Al respecto, cfr. Parchuc, J. P. (2015). La escritura en la cárcel deja marcas. En 79,

Buenos Aires: Tren en movimiento, citado en Adur, L., De Mello, L. y Woinilowicz, M. E.

(2016). Escribir es como jugar al póker. En Espacios, núm. 52. Buenos Aires, FFyL.

[3]. Basta con consultar Registro Nacional de Casos de Tortura (RNCT), realizado por la

PPN, el Comité Provincial por la Memoria (CPM) y el Grupo de Estudio sobre Sistema Penal

y Derechos Humanos de la UBA (GESPyDH) para darse una primera idea de la cara más

cruel de lo que se inflinge sobre personas privadas de su libertad que, por tanto, están bajo

tutela del Estado.