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ARTE Y PODER EN LA EDAD MODERNA PRUEBA DE EVALUACIÓN CONTINUA CURSO 2013/14

PEC Arte y Poder 2013

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ARTE Y PODER EN LA EDAD MODERNA PRUEBA DE EVALUACIÓN CONTINUA

CURSO 2013/14

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Arte y Poder en la Edad Moderna. PEC curso 2013/14

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1. COMENTARIO DE TEXTO MAQUIAVELO, Nicolás: El Príncipe, 1513. Capítulo XXI, De lo que debe hacer el príncipe para ser estimado. (...) Un príncipe debe también mostrarse admirador del talento, acogiendo a los hombres virtuosos y honrando a los que sobresalen en algún arte. Además debe animar a sus conciudadanos para que puedan ejercer pacíficamente sus actividades, ya sea en el comercio, en la agricultura, o en cualquier otra actividad humana (...) Debe además de todo esto entretener al pueblo, en las épocas convenientes, con fiestas y espectáculos. Y ya que cada ciudad está dividida en corporaciones o en barrios, debe tener en cuenta estas colectividades; reunirse con ellas de vez en cuando, dar ejemplo de humanidad y munificencia, teniendo siempre asegurada, no obstante, la magnificencia de su dignidad, porque esto no puede faltar nunca en cosa alguna.

Clasificación del texto: Se trata de un texto de naturaleza literaria, perteneciente a la obra El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo. Desde el punto de vista literario, puede incluirse en un género tradicional conocido como literatura de "espejo de príncipes", género literario cultivado desde la antigüedad cuyo fin era enseñar a quienes iban a ser reyes, nobles o gobernantes a administrar bien sus reinos o estados. La obra está, pues, destinada a una persona en concreto, aunque posteriormente se llegue a conocer públicamente. Contexto histórico:

Durante los siglos XIV y XV, en pleno Renacimiento, el Imperio y el Papado no ejercen ya la misma autoridad universal ni tienen el mismo esplendor. Durante el período medieval los emperadores de Occidente se consideraban los legítimos sucesores de los césares romanos y depositarios de un poder otorgado por Dios en su casi sacra persona. A lo largo del Renacimiento, diversos conflictos ponen de manifiesto la debilidad de ambos poderes, mientras que van surgiendo los nuevos estados y sus reyes soberanos que no reconocían ningún poder superior en lo temporal dentro de su territorio, sino que fueron creciendo en autoridad frente al papado y al Imperio, y frente a las estructuras características de la sociedad feudal.

Se desarrolla el absolutismo político: en Inglaterra, con los Tudor, iniciado con Enrique VII (1485-1509). En España, con el matrimonio de Femando e Isabel (1469) y la reunión de sus reinos, base del absolutismo español que culmina con Carlos V (1516-1556). También en Francia podemos situar el origen del absolutismo en 1453, al término de la guerra de los Cien Años. El autor:

Nicolás Maquiavelo, escritor y estadista florentino (1469-1527), vivió en Florencia en tiempos de Lorenzo y Pedro de Médicis. Tras el derrocamiento de los Médicis (1494) y la posterior caída de Savonarola (1498), fue nombrado secretario de la segunda cancillería encargada de los Asuntos Exteriores y de la Guerra de la ciudad, cargo que ocupó hasta 1512 y que le llevó a realizar importantes misiones diplomáticas ante el rey de Francia, el emperador Maximiliano I y César Borgia, entre otros.

Su actividad diplomática desempeñó un papel decisivo en la formación de su pensamiento político, centrado en el funcionamiento del Estado y en la psicología de sus gobernantes. Su principal objetivo político fue preservar la soberanía de Florencia, siempre amenazada por las grandes potencias europeas. Intentó sin éxito propiciar el acercamiento de posiciones entre Luis XII de Francia y el papa Julio ll, cuyo enfrentamiento terminó con el regreso de los Médicis a Florencia (1512). Como consecuencia de este giro político, Maquiavelo fue acusado de traición y encarcelado (1513). Tras recuperar la libertad, se retiró a las afueras de Florencia, donde emprendió la redacción de sus obras. La obra:

El fragmento pertenece a El Príncipe (1513), obra destinada a Lorenzo II de Médicis, pero que

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fue publicada posteriormente a la muerte de su autor (1530). En ella, e inspirándose en las figuras de grandes gobernantes como César Borgia o Fernando II de Aragón, Maquiavelo describe distintos modelos de Estado según cuál sea su origen (la fuerza, la perversión, el azar) y deduce las políticas más adecuadas para su pervivencia. Desde esa perspectiva, analiza el perfil psicológico que debe tener el príncipe y dilucida cuáles son las virtudes humanas que deben primar en su tarea de gobierno. La obra puede dividirse en cuatro grandes bloques. Un primer bloque abarca desde el capítulo I hasta el XI, y en él se analizan la naturaleza y clases de principados, así como las condiciones para crearlos, consolidarlos y mantenerlos. Un segundo bloque está conformado por los capítulos XII y XIV, que tratan sobre el aparato militar; en ellos se aborda los riesgos inherentes a las tropas mercenarias tan habituales en su época y sobre las obligaciones del príncipe. El tercer bloque engloba desde los capítulos XV hasta XXIII, en los que reflexiona en torno a las cualidades que deben guiar las acciones del príncipe moderno y los recursos psicológicos que debe atesorar para conservar el poder y sentar las bases de la dominación social sobre sus súbditos. Constituye este bloque la parte más universal y atemporal del discurso y sobre la que se han intentado fundamentar más las críticas morales a la obra a partir de la concepción maquiaveliana de la dialéctica entre medios y fines. Es aquí donde se encuentra el fragmento analizado. El cuarto bloque serían los tres últimos capítulos (XXIV hasta XXVI), que vendrían a ser el reflejo en la Italia del momento de los aspectos anteriormente descritos. Es aquí donde toda la articulación teórica del texto alcanza su plenitud y se invoca a ese nuevo príncipe capaz de levantar, desde su “virtud”, el orden también nuevo que la necesidad histórica reclama.

Comentario global: El Príncipe, además de una manifestación del espíritu del Renacimiento y una obra maestra de la literatura universal, es un texto fundador de las ciencias políticas modernas; un tratado que sienta las bases para un nuevo sistema político: el Estado Moderno, de poder centralizado en la figura de su Príncipe. Maquiavelo toca un tema que ha seducido a los hombres desde tiempos inmemoriales: el poder, pero ya no como un don otorgado por Dios y transmitido por herencia de un hombre a otro ya fuera por la consanguinidad o por designios divinos. En la Edad Media eran frecuentes las obras destinadas a instruir a los futuros gobernantes mediante consejos moralizantes sobre la forma cristiana y honesta de gobernar (en la llamada literatura de espejo de príncipes). Maquiavelo rompe esa tradición, pues su intención no es dar edificantes pero inútiles consejos al príncipe, sino situarse en la realidad de las cosas y de la naturaleza humana. Los valores y la moral tradicional, cimentadas a lo largo de la Edad Media por la Iglesia, ya no se ajustan a la cambiante realidad de la inestable Europa renacentista. Se hace necesario reformar la concepción de la ética y la moral del gobernante. Así, el Príncipe ha de actuar solamente como convenga para mantenerse en el poder. Pero el príncipe de Maquiavelo no tenía que ser un tirano, sino que debía estar más cerca del déspota ilustrado posterior, un modelo que prácticamente se prefigura en esta obra. Ese gobernante, aunque sea temido, debe cuidar de su pueblo, estar cerca de él y darle aquello que ruegue o necesite. Debe cuidar del arte y de sus ejecutores los artistas; por lo que es imprescindible que embellezca su ciudad y la haga más confortable para el disfrute de sus pobladores y para admiración de los forasteros. Si esto lo consigue, además, uniendo las manifestaciones artísticas a su persona (estatuas, palacios, mausoleos…), cumplirá un doble propósito que le beneficiará enormemente. El príncipe debe, además, dar muestras de humanidad admirando el talento, pero no han de ser muestras de debilidad.

El tirano es egoísta, pero el príncipe no lo es, ya que sus acciones deben repercutir en el bien del estado, no en sí mismo. Por ello un pueblo que esté contento siempre estará del lado de su gobernante, aunque para ello en ocasiones el príncipe se vea obligado a mentir o a ser cruel, y una de las formas de conseguir su felicidad es, sin duda, el arte y la libertad para crearlo.

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Cabe preguntarse por qué Maquiavelo escribe esta obra y la dedica a Lorenzo II de Médicis. Por un lado, el regreso al poder de esta familia fue lo que causó su caída en desgracia. Por otro, lo que Maquiavelo describe en su obra ya había sido puesto en práctica por los Médicis, desde su subida al poder en tiempos de Cósimo de Médicis, tatarabuelo de Lorenzo II. Toda la saga Médicis había dedicado esfuerzos a la actividad mecenística, así como a actuar en cada momento según les resultase más beneficioso para mantener el poder. Sin embargo, el joven Lorenzo II estaba destinado a retomar el poder tras el breve derrocamiento de la familia por Savonarola y los años en que se instauró nuevamente la república (1494 a 1516). Lorenzo II apenas había nacido cuando murió su abuelo Lorenzo el Grande; su propio padre, Pedro, ostentó el poder solamente durante dos años, siendo Lorenzo II aún un niño. Es posible, pues, que Maquiavelo pensase en la necesidad de instruir al joven príncipe en un “arte” de gobernar que no pudo aprender de sus antecesores. Al mismo tiempo, Maquiavelo era defensor de la república, como demuestra en su obra Discursos sobre la primera década de Tito Livio (1512-1517). Es posible, también, que Maquiavelo contemplase como un mal menor el ejercicio de poder de un nuevo Príncipe capaz de poner orden en la agitada y dividida Italia del momento. Un gobierno que no debía ejercerse desde la tiranía, sino preocupándose por el pueblo. En cualquier caso, Maquiavelo es el primero que pone por escrito un tratado sobre el arte de gobernar de manera pragmática. No sabemos si Lorenzo II siguió sus consejos y, en cualquier caso, su muerte prematura a la edad de 27 años (1519), víctima de la sífilis, tampoco le hubiera permitido avanzar mucho en este sentido.

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2. IMÁGENES A COMENTAR: Imagen nº 1:

Título: Felipe IV a caballo Autor: Diego Velázquez Año: 1634 Museo del Prado, Madrid

En 1623 Diego Velázquez consigue ser nombrado pintor de cámara del rey Felipe IV de España, dedicándose desde entonces a retratar en diversas actitudes a los miembros de la familia: escenas de caza, grupos, retratos…. Hacia 1634 recibió el encargo de pintar una serie de cinco retratos ecuestres de la familia real que se destinarían al Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro de Madrid (antiguo Museo del Ejército). Allí se colgaron los cuadros de Felipe III a caballo y de su esposa la reina Margarita de Austria a caballo, el de Felipe IV a caballo y de su esposa la reina Isabel de Francia a caballo y el del hijo de ambos El príncipe Baltasar Carlos a caballo que al ser de un tamaño menor que los de sus padres se situó entre ellos sobre una de las puertas del salón. En la actualidad se encuentran todos ellos en el Museo del Prado, desde la creación de la pinacoteca en 1819.

De toda la colección, éste cuadro y el del príncipe son los únicos que se atribuyen completamente a Velázquez, ya que los demás muestran amplias trazas de los discípulos o colaboradores de su taller. En este lienzo Velazquez representa a un rey con su armadura ligera y su cetro, cabalgando airosamente a un caballo que realiza una corveta, sobre un fondo que representa un paisaje naturalista. El Rey se nos presenta como un jefe victorioso y capaz, probablemente inspirándose en el retrato del Emperador Carlos V en la Batalla de Mühlberg de Tiziano (1548), arquetipo de esta modalidad de retrato. Como en aquel, no se observa ninguna relación a guerra o batalla, (en este caso probablemente porque Felipe IV nunca estuvo cerca de ningún conflicto bélico). Destacan las correcciones realizadas por Velazquez en la postura de las patas del caballo, seguramente para terminar de darle un equilibrio al conjunto. Es posible que buscase también una cierta naturalidad en el propio animal, si bien haciendo una observación anatómica crítica, este caballo presenta una cabeza proporcionalmente pequeña y un cuello aún más corto, pareciendo que Velázquez no quisiera hacer competencia a la figura del monarca.

El fondo del cuadro muestra un cielo nuboso en el que se alternan los claroscuros; el tono azul se funde en la lejanía mediante veladura con los verdes de montañas y campos. Las líneas oblicuas opuestas que forman el caballo y el fondo se equilibran con la figura vertical central del monarca, dando así serenidad y dignidad al retrato del monarca.

Velázquez se concentra en transmitir lo esencial: la imagen del Rey armado como general, que domina seguro los ímpetus de su caballo en corveta y que es, por tanto, capaz de llevar con mano firme las riendas de su Estado y de su propio carácter. Su postura erguida y su gesto firme contribuyen a aumentar la sensación de majestad.

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Imagen nº 2:

Título: Traslado de la estatua de Luis XIV en 1699: llegada a la Plaza Vendôme. Autor: Antoine Houasse Año: 1700 Museo de la Villa de París, Museo Carnavalet, París.

Reproducción de un óleo de Houasse realizado por encargo de Luis XIV para inmortalizar el evento del traslado de su estatua ecuestre desde el Convento de los Capuchinos hasta su emplazamiento en la parisina Plaza de Luis el Grande, posteriormente Plaza Vendôme en 1699, momento que representa este cuadro.

Es gemelo de otro similar que representa la salida de la estatua desde el Convento de los Capuchinos, donde había sido realizada por François Girardon (1628-1715), uno de los maestros de la escultura decorativa y monumental de la época. En el cuadro podemos observar que supera ampliamente el tamaño natural, por lo que tanto su construcción como su traslado y emplazamiento definitivo debieron de ser extremadamente complejos. El modelo responde al de la estatua de Marco Aurelio que se conservaba desde la época imperial romana. El monarca se representa vestido con túnica, cabalgando

sin estribos al estilo romano. Es muy frecuente esta iconografía del monarca, que buscaba identificarse ante el pueblo con los antiguos emperadores romanos.

Para que todo fuera perfecto, en la Plaza Vendôme se construyeron las fachadas antes que los edificios que la rodean, según el proyecto urbanístico concebido por Jules Hardouin-Mansart al cual debían amoldarse los propietarios de los inmuebles. La estatua fue “derrocada” en 1789, en la Revolución. Durante este período incluso la plaza cambia su nombre al de Plaza des Piques. Posteriormente (1810), en el lugar que antes ocupaba la figura de Luis XIV se colocó una enorme columna (Columna Vendôme) con un bajorrelieve que imita la Columna Trajana de Roma. La columna fue coronada con una estatua de Napoleón, aunque a pie. Columna y figura fueron a su vez destruidas durante la Comuna de París (1871) para ser restituídas como réplicas unos años después.

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TEMA EL RETRATO ECUESTRE EN LA EDAD MODERNA: LA APOLOGÍA DEL PODER

“Mira, juglar, mira la estatua que me inmortaliza sobre brioso corcel. Yo en mi vanidad, ordene que gastaran los dineros del reino en una estatua ecuestre... cuestre lo que cuestre. Mira, mira las figuras: el Rey, el Caballo…. ¡solo falta la Sota!”

(Les Luthiers, El rey enamorado)

Los antecedentes Probablemente desde que el Hombre aprendió a utilizarlo no sólo como animal de tiro, sino como montura, el caballo ha representado un símbolo de poder y de casta guerrera que se ha transmitido a lo largo de los tiempos (Figura 1). En muy diversas partes del mundo antiguo, desde Grecia, Roma (con la clase privilegiada de los equites), el oriente más lejano, hasta los diversos pueblos bárbaros, la posesión de una montura para la guerra diferenció a los hombres en dos castas: la de los que combatían a pie, y la más privilegiada de los caballeros. No es de extrañar, pues, que en algún momento se representase al poder supremo como caballero. Así, del siglo I data la estatua ecuestre del emperador Marco Aurelio (Figura 2), una de las pocas realizadas en bronce que sobrevivieron hasta la Edad Moderna, ya que muchas fueron fundidas para reutilizarlas en armamento u otras estatuas. Al parecer ésta se conservó pues se creía, erróneamente, que se trataba de Constantino, emperador romano que permitió que el cristianismo fuera religión libre en el Imperio y que gozaba de la simpatía de los cristianos medievales y de la misma Iglesia Católica, quedando así ligados el cristianismo y el poder de los antiguos emperadores romanos. Ello la convirtió en una referencia para los posteriores artistas de la corte, que buscaban exaltar el poder del soberano que les contrataba.

Poca  iconografía  ecuestre  se  conoce  del  medievo,  salvo  algunas  miniaturas  representando  a  reyes   (Figura   3),   que   más   frecuentemente   aparecen   sentados   en   su   trono.   En   estas  imágenes   apenas   se   reconoce   a   los   personajes   representados,   salvo   por   atributos  específicos:  banderas,  estandartes…  Destaca,   sin  embargo,  el   Jinete  de  Bamberg   (Figura  4),  escultura  de  un  caballero  de   traza  germánica,  con  corona  pero  sin  armas.  a  tamaño  casi  natural,  adosada  a  una  columna  de  la  catedral  alemana  del  mismo  nombre.  La  posición  erguida  sobre  el  caballo  denota  un  porte  señorial,  la  corona  ceñida  indica  que  se  trata  de  un  personaje  regio,  aunque  desconocido.  El  caballito   es   un   animal   tranquilo   y   delicado,  muy   lejos   de   los   pesados   caballos   de   guerra  medievales.      La estatua ecuestre en la Edad Moderna Es a partir del Renacimiento, desde el Quattrocento italiano, cuando cobra nueva vida el retrato ecuestre del personaje poderoso, en forma de estatua para colocar en lugar público. Se realizaron así las primeras esculturas ecuestres que representaban a los condottieri del Norte de Italia, siendo ejemplos clave el Gattamelata de Donatello (Figura 5) o el Bartolomeo Colleoni de Verrochio, sobre sus briosos y bien proporcionados caballos guiados por mano firme. Estas esculturas buscaban la legitimación política para estos personajes a través de la recuperación de un género iconográfico que había caracterizado a los emperadores de la antigüedad y que tenía como modelo a la estatua ecuestre de Marco Aurelio. Pero a diferencia de la amable actitud del romano, saludando al pueblo, nuestros condottieros renacentistas presentan semblante grave, sostienen un bastón de mando, van vestidos y armados para la guerra, y utilizan espuelas y estribos: instrumento desconocido en el imperio Romano, ya que fue introducido por los Hunos

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de Atila en el siglo VI y adoptado primeramente por los bárbaros, que descubrieron pronto su utilidad en el manejo de la montura y las facilidades que daba para el combate desde el caballo. La marcialidad de la posición del jinete, desde luego, contrasta bastante con la que ha de adoptar Marco Aurelio al carecer de este elemento (ver figura 2). Las estatuas ecuestres celebraban a los grandes hombres, a los verdaderamente poderosos, cualquiera que hubiera sido su ascenso al poder. Por ejemplo, Ludovico Sforza, que gobernaba el ducado de Milán a finales del s. XV, era un gobernante del que escribió Maquiavelo que “para poder vivir con todos los honores en tiempo de paz, no solamente engañó a los milaneses, cuyo soldado era, sino que además les quitó la libertad y se convirtió en su príncipe”. Pues bien, Sforza encargó a su artista cortesano, Leonardo Da Vinci una estatua ecuestre para conmemorar la figura de su padre, Francesco Sforza, condottieri de Milán que había conseguido el poder por la fuerza. El objetivo de Ludovico era legitimar el poder de la familia, mostrar la magnificencia y ensalzarla ya que pretendía instalar una dinastía en Milán. Tal y como escribió Da Vinci, iba a ejecutar: “el caballo de bronce para gloria inmortal y honor eterno del príncipe vuestro padre, de feliz memoria, y de la ilustre casa de los Sforza”. El retraso en la ejecución de la difícil obra, concebida como un prodigio de la técnica de la escultura en bronce, y la entrada en guerra con Milán, abortó la construcción de la estatua. Se conocen sólo los bocetos y borradores de Leonardo (1493), algunos de los cuales se encuentran actualmente en uno de los códices de Leonardo que se conserva en la Biblioteca Nacional de España.

El retrato es, pues, un tipo de imagen que por su propia naturaleza ligada en gran medida a la exhibición del poder. Y dentro del retrato, la estatua, principalmente la ecuestre, se convierte en un signo público, para ser contemplado por el pueblo, como reflejo de grandes personajes que ostentaban y merecían el poder, capaces de guiar al pueblo en la paz y en la guerra con la misma firmeza y seriedad con la que guían a su caballo. Son así un medio de propaganda, sirviendo como modelo y recordatorio para el pueblo.

Esa es la función de las múltiples estatuas ecuestres que van a proliferar posteriormente. Durante el Barroco, los escultores italianos siguieron dominando la técnica de la estatuaria ecuestre y se significaron especialmente con las esculturas de los dos reyes españoles de la primera mitad del siglo XVII: la estatua ecuestre de Felipe III regalo de el Gran Duque de Florencia Cosme de Médicis, realizada por Gianbologna y Pietro Tacca (1616) y actualmente en la plaza Mayor de Madrid y la estatua ecuestre de Felipe IV, de Pietro Tacca (1634-1640), actualmente en la Plaza de Oriente de Madrid (Figuras 6 y 7). Quizá el caso más llamativo sea el del rey Sol, Luis XIV de Francia (1638-1715) que ya desde su temprana subida al trono (1643) contó con todo un programa de eventos y manifestaciones que reafirmasen su poder real. En los diversos retratos que se realizaron de Luis XIV, el rey es generalmente retratado en armadura, romana o medieval, o con el “manto real” decorados con flores de lis y orlado de armiño. Combina esta vestimenta con pelucas de finales del siglo XVII. Su figura es por lo general impasible e inmóvil, y también su postura simboliza el poder, un poder recto y sereno. La expresión del rostro real suele variar entre ardiente y afable, sin mostrar sonrisa, dando una sensación de rectitud y afabilidad. Ningún otro gobernante antes había visto planes para la erección de casi dos decenas de estatuas ecuestres repartidas entre la capital y varias ciudades de provincia. Este interés en la realización de estatuas daba manifiesto de la consciencia que tenía Luis XIV y sus asesores de la importancia del asunto de la imagen y el poder de cara a sus súbditos que desprende la identificación entre la imagen del rey y del propio estado, que el Luis XIV se manifestaba con la frase “el estado soy yo”.

Algunas de ellas nunca llegaron a realizarse; otras fueron destruidas durante la revolución francesa, pero algunas de ellas, o sus copias, llegan hasta nuestros días. Es interesante destacar las diversas efigies que toma Luis XIV para retratarse en su caballo. Elige generalmente la forma del héroe de época romana, como magnífico guerrero, hasta el punto de que, a imitación de aquellos, cabalga sin estribos… Es famoso el barroquísimo retrato realizado por Bernini en 16

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(Figura 8), así como la que en su día adornó la parisina plaza de Vendôme -antiguamente “de Luis el Grande- (Figura 9). Obra de François Girardon, fue erigida en 1699 en un espacio que contó con el proyecto arquitectónico de Hardouin-Mansart que efectuó un telón de fachadas para resaltar la figura ecuestre situada en posición central. El modelo responde al de la estatua de Marco Aurelio que se conservaba desde la época imperial romana; las monarquías absolutistas, tomando como ejemplo los modelos italianos renacentistas, usaron también la identificación con la Antigüedad clásica imperial. Ninguna de estas estatuas se conservó en su emplazamiento original tras la Revolución francesa de 1789; la mayoría fueron derrocadas y destruidas al igual que el poder monárquico y absoluto que representaban.

El retrato ecuestre sobre lienzo

Otra modalidad en el retrato ecuestre es el que se realiza sobre lienzo. Tiziano había sentado las bases de un arquetipo con su retrato del emperador Carlos V a caballo en la  batalla de Mühlberg (Figura 10), que nos presenta a un monarca sereno, alejado de toda referencia al conflicto, ya que, pintado un año después de la victoria frente a la liga de Smalkalda (1548), se pretendía mantener una política conciliadora de la corte. Aún así Carlos V viste armadura y yelmo, empuña lanza y mantiene su posición sobre el caballo con serena grandeza.

Durante el siglo XVII , Rubens, Velazquez y otros pintores de cámara inmortalizaron así a los poderosos monarcas y sus allegados o favoritos. Pero hay una enorme diferencia con respecto a la escultura ecuestre: la pintura se realiza para exponer en el interior, para decorar salones o palacios, pero no para ser contemplada por el pueblo llano. Y una segunda diferencia, también importante, es el hecho de que la pintura al óleo es una técnica al fin y al cabo menos costosa que la escultura. Por este doble motivo es posible disponer de un gran número de retratos que ya no sólo son del gobernante, sino de su familia, sus validos… Destaca por ejemplo la serie de retratos ecuestres pintada hacia 1634-35 por Velázquez y su taller para Felipe IV, con la representación de sus padres, los reyes Felipe III y Margarita de Austria, su esposa la reina Doña Isabel de Francia y su entonces heredero, el pequeño príncipe Baltasar Carlos. Serie destinada a adornar las paredes del Salón del Reino del Casón del Buen Retiro, actualmente custodiados en el madrileño Museo del Prado (Figuras 11 a 15).

Ellos, en sus briosos corceles que domeñan sin dificultad. Ellas, sobre dóciles y minúsculos caballitos apenas visibles entre ropajes, lazos, adornos y crines cardadas. Incluso el pequeño príncipe Baltasar Carlos, a la sazón de cinco o seis años de edad, se exhibe con seriedad y realeza sobre su panzudo pony que realiza una atrevida corbeta. Existe también un retrato del valido, el Conde-Duque de Olivares (Figura 16) que se sujeta sin dificultad sobre un caballo alzado, y es retratado en escorzo para disimular mejor su corpulencia. Personajes todos ellos que apenas sí pisaron un campo de batalla, se muestran como diestros jinetes y por tanto firmes y capaces gobernantes. De fecha similar existe un retrato del Cardenal Infante (Figura 17), hermano del rey Felipe IV, gran jefe militar que Rubens representa sobre un fondo de batalla, acompañado por el águila de los Habsburgo y la alegoría de la venganza divina.

En cuanto al ya famoso ejemplo de Luis XIV, sus retratos son innumerables, y en ellos aparece revestido de casi cualquier tipo de atributo noble: los propios atributos reales, como héroe de la antigüedad, como emperador romano…. ¡caracterizado incluso como el Buen Pastor!... y naturalmente, también como jinete, en actitud heroica y triunfante tras la batalla…

Hay una gran diferencia formal entre el óleo y la escultura: el lienzo es un soporte plano sobre el que la figura sólo puede contemplarse desde un único punto de vista. Quizá por ello, y para no desmerecer la grandiosidad del jinete, los caballos presentan en ocasiones proporciones poco naturales: cuellos muy cortos que permiten destacar la figura humana; cabezas disminuidas… como podemos observar en el retrato del rey inglés Carlos I realizado por Van Dyck en 1634 (Figura 18).

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Las repercusiones posteriores, a modo de colofón

No olvidemos que el retrato ecuestre, tanto en su versión escultórica como en pintura, fue un recurso ampliamente utilizado por los reyes de todas naciones durante los siglos XVII y XVIII.

Conocemos así una amplia colección de retratados: en el Londres del siglo XVII (1675) la plaza de Charing Cross se vio remodelada con la sustitución de la cruz que le daba nombre por la estatua ecuestre de Carlos I, dominando una plaza donde los malhechores eran azotados públicamente. Todavía un siglo despuéss, en 1775, se erige en la Plaza del Comercio de Lisboa la estatua ecuestre del rey José I de Portugal (1714-1777), obra de Machado de Castro, principal escultor portugués del siglo XVIII. Mucho más abundantes son los retratos al óleo, entre los que podemos incluir, como no, los protagonizados por las parejas Napoleón y David (Napoleón cruzando los Alpes, 1800) o Fernando VII y Goya (Fernando VII a caballo, 1808, actualmente en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid), que también fue retratado como avezado militar y jinete por Vicente López (1829).

Paulatinamente, al adentrarnos ya en la Edad Contemporánea, los retratos ecuestres comienzan a cambiar su función, al menos en los países occidentales. Ya no son los monarcas los que erigen su propia estatua. Las corporaciones locales, alcaldías, gobiernos… ordenan la realización de estatuas en homenaje a reyes o personajes del pasado, como famosos guerreros, conquistadores…. En general, personajes de los que se espera una mayor aceptación popular. Del mismo modo, se restituyen efigies derrocadas, o se reutilizan cambiándoles el rostro para adecuarlo a un nuevo personaje menos controvertido. Esta iconografía fue desviando su objetivo a medida que las monarquías iban cambiando su orientación, manteniéndose solamente en algunos gobiernos de tipo totalitario. Aunque no todos: si bien en España fueron bastante numerosas las estatuas erigidas en honor a Franco durante los años 50 y 60, no se conocen estatuas de otros dictadores como Hitler o Mussolini, salvo una estatua de este último, por supuesto ecuestre, que se alzaba en el Stadio Littoriale de Bolonia. El dictador se mostraba al estilo imperial romano cabalgando un briosísimo corcel. La figura humana, como no, fue retirada por el pueblo en 1943, aunque el caballo aguantó un poco más de tiempo… Y es que el retrato ecuestre es una efectiva imagen del poder, pero no de cualquier poder, sino del alcanzado o mantenido desde la supremacía militar del gobernante. Da igual que el retratado ya no hubiese pisado en persona el campo de batalla: la indumentaria, la pose, la simbología toda se enfocan hacia el triunfador. Quizá por eso las revoluciones antimonárquicas o en contra de los poderes totalitarios se ensañaron con estos iconos de dominación; unas veces con saña destructiva, otras veces tras la reflexión y el paso del tiempo (Figura 19). Conocemos las vicisitudes de alguna de estas estatuas: la mayor parte de las de Luis IX fueron destruidas durante la revolución de 1789. La de Felipe III fue retirada en dos ocasiones de la plaza Mayor de Madrid. La primera fue en 1873, tras la proclamación de la República, permaneciendo en un almacén hasta la subida al trono del rey Alfonso XII a finales del año 1874. La segunda ocasión ocurrió en 1931, en la madrugada del 14 de abril de 1931, en los días de desconcierto que siguieron a las elecciones municipales, antes de la proclamación de la Segunda República, al ser derribada por grupos republicanos.

Todos estos ejemplos ponen de relieve la comprensión por parte del pueblo del significado ideológico y simbólico de estas representaciones públicas del poder absoluto.

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Figuras  

Figura 1. Escena ecuestre. Petroglifo del Bronce Atlántico final, segundo milenio a. C. Painceiros, Pontevedra.

Figura 2. Estatua de Marco Aurelio. Colina

Capitolina, Roma. Figura 3. Isabel y Fernando, con bandera

unificada de los reinos de Castilla y Aragón. Miniatura del Libro de la Coronación de los Reyes, Siglo XV (Biblioteca de El Escorial)

Figura 4. El jinete de Bamberg. Relieve en la Catedral de Bamberg (Alemania). Primera mitad del siglo XIII.

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Figura 5. Retrato ecuestre de Gattamelata, de

Donatello. 1447-1453, Padua. Conjunto y detalle.

Figura 6. Estatua ecuestre de Felipe III, de Giambologna y Pietro Tacca (1616),

actualmente en la Plaza Mayor de Madrid.

 Figura 7. Estatua ecuestre de Felipe IV, de Pietro

Tacca (1634-1640), actualmente en la Plaza de Oriente de Madrid.

Figura 8. Estatua ecuestre de Luis XIV según modelo de Bernini (Retocada por

Girardon). 1669-1670. Museo del Louvre, París.

Figura 9. Traslado de la estatua de Luis XIV a la plaza de Luis el Grande en 1699. Antoine Houasse, 1700.

Museo Carnavalet, París.

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Figura 10. Carlos V en Mühlberg, de Tiziano. 1548. Museo del Prado. Madrid

.

Figura 11. Felipe III a caballo, Velázquez.

1634-35. Museo del Prado. Madrid

Figura 12. La reina Margarita de Austria, a caballo,

Velázquez. 1634-35. Museo del Prado. Madrid.

Figura 13. Felipe IV a caballo.

Velázquez. 1634-35. Museo del Prado. Madrid.

Figura 14. La reina doña Isabel de Francia, a caballo, Velázquez. 1634-35.

Museo del Prado. Madrid.

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Figura 15 .

El príncipe Baltasar Carlos, a caballo. Velázquez, 1635-1636. Museo del Prado.

Figura 16. El Conde-Duque de Olivares a caballo.

Velázquez,1634. Museo del Prado. Madrid.

Figura 17. El cardenal-infante Fernando de Austria, en la batalla de Nördlingen. Rubens. 1634 - 1635. Museo del Prado.

Madrid.

Figura 18. Carlos I a caballo. Anton van Dick. 1637.

National Gallery, Londres.

 Figura 19. Año 2002. Retirada de la estatua ecuestre de Francisco

Franco en Ferrol, ciudad natal del dictador, donde había sido erigida en su honor en 1967.  

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Bibliografía  

 

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Vázquez Varela, J.M. Los petroglifos gallegos. Zephyrus, 36. Pp. 43-51.

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