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La demanda de filosofía ¿Qué quiere la filosofía y qué podemos querer de ella?

Bouveresse. La demanda de filosofía

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La demanda de filosofía

¿Qué quiere la filosofía y qué podemos querer de ella?

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BIBLIOTECA FRANCESA DE FILOSOFÍA

Director Bernardo Correa

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La demanda de filosofía

¿Qué quiere la filosofía y qué podemos querer de ella?

Jacques Bouveresse

Liberté • Égalilé • r'ralernUé

RÉPUBLIQUEFRAN<;AISK UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

Embajada de Francia Facultad de Ciencias Humanas

Siglo del Hombre Editores

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Bouveresse, jacques La demanda de filosofía: ¿qué quiere la filosofía y que podemos querer de

ella? /Jacques Bouveresse; Traductores del francés Magdalena Holguín y Juan José Botero. - Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Universidad Nacional de Colombia, Embajada de Francia, 2001.

160 p. ; 21 cm. ISBN 958-665-041-3

1. Filosofía I. Holguín, Magdalena, 1924- , tr. II. Botero, Juan José, tr. III. Tít. 100 cd 20 ed AHD9547

CEP-Biblioteca Luis-Angel Arango

Título original: La demandephilosophiquc. Que veut la phÜosophie et que peut-on vouloir d'elle?

© Editions de L'éclat, Paris, 1996

La presente edición, 2001

© Embajada de Francia Cra 11 N° 93-12 Santafé de Bogotá D.C.

TeL: 6180511

© Universidad Nacional de Colombia Facultad de Ciencias Humanas-Departamento de Filosofía

Ciudad Universitaria Santafé de Bogotá D.C, TeL: 3165000 Ext.16208

© Siglo del Hombre Editores Cra 32 N" 25-46 Santafé de Bogotá D.C:

Tels.: 3440042-3377738 Fax: 3377665 siglodel hombre® sky.net.co

Traducción del francés de: Magdalena Holguín y Juan José Botero

Diseño de carátula Ignacio Martínez

Armada electrónica David Reyes

ISBN: 958-665-041-3

Impresión Panamericana Formas e Impresos S.A.

Calle 65 N° 94-72 Santafé de Bogotá D.C.

Impreso en Colombia-Printed in Colombia

Todos ios derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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ÍNDICE

Prefacio 11

I 15

II 27

III 31

IV 47

V 67

VI 79

VII 99

VIII 115

IX 141

X 147

XI 151

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Si ahora debiera retirarme, se p lan tea la cuestión: ¿cuál es el buen camino p a r a

la ret i rada? (Pues al método de la filosofía le

pertenece que yo j a m á s deba huir. Dicho de otro modo, no debe haber retirada

en desorden).

LUDWIG WITTGENSTEIN

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PREFACIO

El texto que aparece a continuación no es exactamente el de la Lección inaugural, dictada el 6 de octubre de 1995, de la Cátedra de Filosofía del Lenguaje y del Conocimiento del College de France, sino u n a versión preparatoria de ella, mucho más extensa, de la que fue extraído este texto mediante reducciones y modificaciones sucesivas. He aña­dido igualmente, con posterioridad a la versión inicial, algu­nas precisiones y complementos que consideré útiles. El resultado final, por supuesto, se asemeja mucho más a un verdadero libro escrito para eventuales lectores que al ejer­cicio, limitado en el tiempo y sometido a condiciones dis­cursivas y retóricas bien diferentes, que debe representar una Lección inaugural en el College de France. Sin embargo, no he creído incurrir en u n abuso al conservar la forma y la presentación de la Lección inaugural, ni al sugerir que se lo lea como si efectivamente lo fuese. La observación de Wittgenstein, que añadí como epígrafe, corresponde a u n a idea que tengo en gran aprecio y que guarda, como se verá, u n a relación directa con el contenido del libro. La manera de proceder de la filosofía se asemeja con frecuencia a u n a sucesión de ataques desconsiderados y temerarios, y de lastimosas retiradas llevadas a cabo en el mayor desor­den. Como Wittgenstein, pienso que hay ocasiones en las cuales se impone la retirada en filosofía, pero que no hay en ella lugar para la huida y el "sálvese quien pueda".

En alguna ocasión critiqué u n a concepción, que podría­mos llamar "heroica", de la filosofía y de su historia, según

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la cual ésta estaría jalonada, desde el "milagro griego" de sus orígenes, por u n a serie de hazañas memorables reali­zadas en el dominio del pensamiento por individuos ex­traordinarios y que la filosofía actual, so pena de dejar de existir realmente, debe tratar de repetir con regularidad, e incluso, si le es posible, a cada instante. También me per­mití sugerir que, en épocas recientes, ha habido quizás tal exceso de hazañas de este tipo, que ya nadie parece dar importancia al hecho de preguntarse si son reales o imagi­narias, y resulta difícil decidir si la palabra "heroica" no debiera más bien sustituirse, para referirse a este tema, por "heroico-cómica". Para quienes se esfuerzan por con­servar u n mínimo de estima por la filosofía, no es agradable constatar que el triunfo de ciertas producciones filosóficas actuales (o presuntamente filosóficas) debería experimen­tarse más bien como u n a humillación para la propia filo­sofía, como tampoco ver al personaje del "gran" filósofo de hoy convertido en alguien capaz de asemejarse tan poco al investigador serio y modesto y tanto al del miles gloriosas de la comedia. Se comprende fácilmente que Wittgenstein haya podido suscitar tal escándalo por su manera de ati­zar lo que Putnam llama "la hoguera de nues t ras vanida­des filosóficas". No obstante, a pesar de todo, aún sigue siendo posible creer que la filosofía es u n a cosa, y que las vanidades filosóficas son otra.

Frente a lo que demasiados ejemplos recientes autorizan a llamar las jactancias o las fanfarronadas de la filosofía, nues t ra época parece vacilar constantemente entre la cre­dulidad y la admiración ingenuas, la indulgencia escépti-ca y divertida, y el desprecio y el resentimiento nacidos de la decepción. Y pasa, sin transición y con desconcertante rapidez, de u n a de estas actitudes a su contraria. David Stove, en The Plato Cult a n d Other PhüosophicalFollies, no ha dudado en escribir que "todos los grandes filósofos sus ­citan u n a reverencia más fuerte y más extendida de la que, según cualquier estimación racional, tienen derecho a sus­citar". Esto puede parecer injurioso y, ante todo, exagera­do. Pero coincido en admitir que nues t ra estimación de la importancia de la filosofía y de los grandes filósofos es, en general, mucho menos racional de lo que podríamos espe­rar. Y no considero escandaloso sugerir a la filosofía, la cual por lo regular se queja más bien de que se la ignore y

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se la menosprecie, que se pregunte de vez en cuando qué es lo que ella hace realmente para justificar la considera­ción real, y en ocasiones excesiva, con que se la beneficia. Mientras no lleguemos a u n a apreciación más correcta de la naturaleza exacta de la demanda de filosofía y de las posibilidades que tiene de satisfacerla con éxito, es de te­mer que la actitud del público hacia ella continúe oscilan­do indefinidamente entre la expectativa poco razonable y la desilusión completa, y su situación, así como la de sus representantes, oscile entre u n a gloria no necesariamente merecida, y el descrédito, que tampoco lo es. Casi sobra decir que, por mi parte, estoy convencido de que la de­manda filosófica, cuando se la comprende correctamente, no es tan imposible de satisfacer como se afirma en oca­siones, y que sus repetidos fracasos no justifican las reac­ciones de pánico, confusión y gesticulación desordenada que observamos periódicamente.

Paris, septiembre de 1996

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Señor Administrador, Queridos Colegas, Damas y Caballeros,

Es con u n sentimiento de gran humildad, y u n a emoción que ustedes comprenderán sin dificultad, que u n filósofo consciente de la modestia de la contribución que ha sido hasta ahora capaz de aportar a su disciplina, ingresa hoy oficialmente a u n a institución que ha contado entre sus miembros a u n enorme número de predecesores ilustres, cuya obra filosófica, autoridad y prestigio no pueden dejar de hacer abrumadora la tarea que en lo sucesivo le incum­be. Una de las características más notables de esta ilustre casa, donde se me hace el insigne honor de acogerme hoy, es sin duda la de haber manifestado siempre u n a sensibi­lidad más grande que la de la mayor parte de instituciones semejantes, por lo que puede llamarse la historia subte­rránea e invisible de u n a disciplina y de u n a época. Quiero hablar de la historia a la que aludía Schlick, el fundador del Círculo de Viena, cuando observaba que

Los libros célebres, o coronados por el éxito, de los autores filosó­ficos, son análogos a las fanfarrias y las banderas que se llevan por delante, pero las grandes fuerzas de las que dependen la vic­toria y la derrota no son visibles la mayor parte del tiempo de manera tan evidente1.

Moritz Schlick, "Prefacio a Friedrich Waismann", Logik, Sprache, Phüoso-

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Schlick observaba que, cuando la mirada penetra bajo la superficie agitada por vientos turbulentos que soplan en todas direcciones has ta las corrientes tranquilas que siguen su camino en las profundidades, emerge u n a ima­gen mucho más reconfortante de la filosofía que aquella a la que nos tiene acostumbrados la historia de la sucesión sin progreso perceptible de los sistemas, escuelas y mo­das, que constituye para los filósofos u n a fuente perma­nente de lamentaciones y, para los adversarios de la filo­sofía, u n objeto no menos permanente de escarnio.

A pesar de todo lo que se haya podido decir sobre la imposibilidad de aplicar a la filosofía misma u n a noción de progreso que sea a la vez comprensible y plausible, creo que muchos filósofos continúan convencidos, como lo es­taba Schlick, de la posibilidad y de la realidad de u n pro­greso, pero que éste no se si túa forzosamente ni en el nivel ni en el lugar en donde se cree que se lo puede buscar y se lo espera encontrar. Después de haber observado que, por definición, es difícil citar los nombres de estos soldados desconocidos en los que pensamos, y que cayeron en el campo del conocimiento, Schlick sugiere, sin embargo, u n ejemplo que podría servir para caracterizar a ese tipo de pensadores, el del "sabio Georg Christoph Lichtenberg", de quien dice que pertenece a u n a especie que puede conside­rarse "como portadora de la filosofía de la época con mayor razón que cualquier corriente de moda cuyos adeptos se componen generalmente, en u n a parte no despreciable, de snobs intelectuales y de espíritus inmaduros"2. Ocurre, pre­cisamente, que la familia espiritual de la que Schlick con­sidera a Lichtenberg como el representante más típico, es igualmente, aun cuando la historia de la filosofía proba­blemente tenga dificultades para encontrarle u n lugar y u n nombre, aquella a la que me siento más cercano y a la que reconocería sin duda con mayor placer, si hubiera que indicar alguna, como la mía propia. La razón de que estemos poco acostumbrados a considerarla como u n a fa-

phie, herausgegeben von Gordon P. Baker und Brian McGuiness unter Mitwirkung von Joachim Schulte, Philipp Reklam Jun., Stuttgart, 1975, p. 11. Ibid., p. 13.

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milia filosófica es, sin duda, la tendencia a considerar que las cualidades de las que más precisa la filosofía no son, por lo general, la reserva, la abstinencia, la sangre fría y la ironía, sino más bien la seguridad, la convicción, la fe y el entusiasmo. Creo, sin embargo, que aquellas de las que más cruelmente adolece la filosofía de la época reciente, incluso en sus formas más críticas, son las primeras. Y si he podido ser, a mi manera, u n modesto artesano del pro­greso en la filosofía francesa de las últimas décadas, por la escritura, y quizás mucho más por la enseñanza, es sin duda por haber sido u n poco más sensible que otros a la importancia de verdades perdurables, cuyo porvenir me parecía mucho más seguro que el de las evidencias del día, y a cambios profundos y determinantes, que no eran los que se apreciaban en la superficie y que el ruido de la época impedía, la mayor parte del tiempo, incluso percibir.

Uno de los problemas suscitados por el caso de pensa­dores como Lichtenberg es el del momento en que la tenden­cia a encontrar poco razonables, e incluso a veces franca­mente cómicas, algunas de las pretensiones más típicas de la filosofía tradicional, deja de ser filosófica para conver­tirse en algo verdaderamente antifilosófico. Wittgenstein, quien admiraba apasionadamente a Lichtenberg y que pro­fesaba igualmente, según parece, u n culto, de seguro rela­cionado con ello, por la famosa novela de Sterne La vida y opiniones de Tristan Shandy, habría encontrado sin difi­cultad u n a respuesta. Pero él mismo pertenece a esa cate­goría de autores de quienes casi fatalmente nos pregunta­mos, aunque cada vez menos hoy en día, si lo que hacen puede realmente considerarse aún como filosofía. En su carta a Marcus Hertz, Kant dice que no se puede aceptar u n a empresa crítica sino a condición de que ofrezca u n a compensación dogmática apropiada3 . Si se propone limi­tar seriamente las pretensiones del conocimiento puro del entendimiento y las de la filosofía en particular, sólo podrá hacerlo a condición de ofrecerle en contrapartida u n domi-

Emmanuel Kant, La forma y los principios del mundo sensible y del inte­ligible - Carta a Marcus Hertz, trad. de Jaime Vélez Sáenz y Guillermo Hoyos V, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, Biblioteca Filosófi­ca, 1980, p. 87.

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nio bien circunscrito donde pueda operar con total seguri­dad y obtener resultados que no estén sujetos a discusión. No es mi propósito discutir aquí si Wittgenstein ofrece o no realmente, como está convencido de hacerlo, el tipo de com­pensación que podría exigírsele por las destrucciones que provoca (la renuncia exigida por la filosofía no es, en su concepto, del intelecto, sino únicamente del sentimiento). Solamente quisiera decir, puesto que el género de la Lección inaugural implica, al parecer, hacer algunas referencias a la historia personal del nuevo titular, que han sido precisa­mente autores como Wittgenstein, y algunos otros de la misma familia, quienes más han contribuido a restituirme la confianza en las posibilidades de la filosofía en u n a época en la cual éstas parecían encontrarse seriamente comprome­tidas y en la que era corriente decir que estaban agotadas.

Fue Lichtenberg quien dijo: "Hay personas que pueden creer todo lo que quieren; son criaturas felices"4. La nues­tra se presenta a menudo como u n a época que ya no cree en nada, ni siquiera en los hechos, pues creer cosas de esta índole es, para muchos, u n a ingenuidad positivista. No obstante, me veo obligado a decir que, personalmente, no la considero en manera alguna menos creyente o me­nos crédula que las precedentes, y que esto me parece particularmente cierto de aquellos representantes suyos que se precian de estar mejor armados contra la creencia en general y contra las creencias obligatorias en particu­lar, a saber: los filósofos. Considero que uno de los mayo­res problemas que enfrenta la filosofía contemporánea es el que se siga esperando de ella, en primer lugar, que con­tribuya a satisfacer la nostalgia de creencias, u n a de las características más notables de la época actual: que fun­cione como proveedora de creencias autorizadas que sean, en lo posible, u n poco más racionales, pero no necesaria­mente mucho más , que las de la religión; mientras que, al mismo tiempo, las razones que tiene para rehusarse a ce­der a esta exhortación se han hecho lo suficientemente fuertes como para no dejarle ninguna alternativa.

Georg Christoph Lichtenberg, Aphorismen, Insel Verlag, 1976, p. 155.

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Uno de los filósofos más eminentes que me h a n prece­dido en este lugar, Merleau-Ponty, expresó perfectamente el malentendido que existe sobre este punto y que, se po­dría agregar, no cesa de agravarse, entre lo que la filosofía puede ofrecer y lo que el público le pide, cuando dijo: "No puede esperarse de u n filósofo que vaya más allá de lo que él mismo ve, ni que formule preceptos de los que no está seguro. La impaciencia de las almas no es aquí u n argu­mento. No se sirve a las almas con la aproximación y la impostura"5 .

Infortunadamente, sin embargo, es precisamente de esta manera como las almas piden con la mayor espontanei­dad y más frecuentemente que se las sirva. Si, como dice Wittgenstein, la principal dificultad en filosofía es no decir más de lo que se sabe (y, por supuesto, afortiori, no decir más de lo que se cree), nos vemos obligados a constatar que la posición de los filósofos en el mundo contemporá­neo se hará cada vez más incómoda, pues lo que la época espera y exige de ellos casi como u n a deuda es, por el con­trario, que digan más de lo que saben, y más de lo que se sienten autorizados a decir, al menos cuando dan pruebas de u n mínimo de seriedad y de profesionalismo.

Musil, de quien gustosamente diría, como Canetti, que representa "mi parte de sabiduría", utilizó, para describir este malestar, la forma inversa del adagio latino " Quod licet Jovi non licet bovi". "La época en que los sabios dudan de poder llegar a u n a visión del mundo —escribe— ha hecho de las visiones del mundo u n a posesión popular. Quod licet bovi non licet Jovi'*. Es u n a manera de decir que puede ha­ber situaciones en las cuales las obligaciones que se le im­ponen tradicional e institucionalmente a la filosofía y los imperativos de la sabiduría filosófica resul tan ser casi antinómicos. Nuestra época exige, como todas las demás, visiones del mundo; pero las utiliza y las desecha con la misma precipitación, ligereza, inconstancia e incoherencia

Maurice Merleau-Ponty, Éloge de laphilosophie. Lección inaugural en el College de France, 5 de enero de 1953, Paris, Gallimard, 1953, p. 53. Robert Musil, Gesammelte Werke'vcí neuen Bánden, Reinbeck bei Ham-burg, Rowohlt Verlag, 1978, Band 7, p. 7.

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que caracterizan actualmente a todos los asuntos humanos y, al mismo tiempo, se sorprende de no obtener en este punto el tipo de cooperación que se cree con derecho a exigir a la filosofía y que ésta, precisamente, sólo puede rehusarle.

Aunque se refiera a u n a época ya lejana (la de los años que precedieron inmediatamente a la primera guerra mun­dial), creo que el diagnóstico más pertinente que se haya formulado sobre la situación paradójica de la filosofía en el mundo de hoy es el de Musil: "[...] Hoy se ofrece dema­siada filosofía, pero en recipientes pequeños; incluso hay comercios que la sirven a granel; en cambio, tratándose de grandes tomos filosóficos, se manifiesta u n a declarada desconfianza. A esta filosofía se la considera absurda" 7 . Hablando de la manera en que el dinero y los propios ne­gocios conducen casi inevitablemente a la filosofía, Musil constata también que "sólo los criminales se atreven hoy día a hacer daño a los demás hombres sin filosofar"8. Si regresara entre nosotros, no hay duda que se sorprendería de haberse quedado tan corto respecto a la verdad. En estos momentos no queda ya, por decirlo así, nadie que ejerza cualquier actividad, sobre todo si se trata de u n a actividad un tanto dudosa o inmoral, que no sea capaz de justificarla apelando a lo que se ha dado en llamar u n a "filosofía", y que no se considere obligado a hacer que el mayor número posible de sus contemporáneos se benefi­cie de ella, o a infligírsela, si el sistema editorial y mediático se lo permiten. Es probable que la demanda filosófica ja­más haya sido tan fuerte, pero es cada vez menos a los productores especializados de filosofía "de peso" a quienes se pide satisfacerla. Sus trabajos se consideran, con razón, excesivamente serios y profesionales o, como dicen los dia­rios (para quienes esto significa más o menos la misma cosa), demasiado "académicos". Los verdaderos herederos de Sócrates, según se dice, no son quienes enseñan filoso­fía en la universidad, sino quienes la hacen por televisión o en los bares.

Robert Musil, El hombre sin atributos, trad. de José M. Sáenz, Barcelona, Seix Barral, 1969, Tomo I, p. 308. Ibid., p. 235.

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Cierto es que la novedad del fenómeno es más relativa de lo que se cree. Hume, en u n famoso pasaje de la introduc­ción al Tratado de ia naturaleza humana, cuya sorprendente actualidad ha sido subrayada por Musil, observaba;

En medio de todo este bullicio, no es la razón la que se lleva el premio, sino la elocuencia: no hay hombre que desespere de ga­nar prosélitos para las más extravagantes hipótesis con tal de que se dé la maña suficiente para presentarla con colores favora­bles. No son los guerreros, los que manejan la pica y la espada, quienes se alzan con la victoria, sino los trompetas, los tambores y los músicos del ejército1'.

Musil habla a este respecto de u n a especie de filosofía de "colores favorables", o de "iluminación ventajosa" que se practica esencialmente en los periódicos y revistas y que, por razones que lamentablemente no son del todo in­comprensibles, tiende a sustituir a la filosofía de los espe­cialistas, escrita para especialistas. Sobra decir que, por su parte, los diarios son perfectamente capaces de deplorar periódicamente este desarrollo, el cual, sin embargo, propi­cian al mismo tiempo de todas las formas posibles, y tienden sistemáticamente a culpar a los especialistas, quienes, se­gún ellos, contrariamente a lo que creen que ha sido la actitud de los grandes filósofos del pasado, incumplen hoy de manera grave con sus obligaciones para con el público. El poder de los medios, del que habitualmente nos queja­mos, no ha hecho, en suma, nada distinto a poner de ma­nifiesto y a acentuar de manera espectacular la tendencia general de nuestro tiempo a reemplazar la realidad por la representación, la importancia real por la visibilidad y, como dice Musil, la "cantidad del efecto" por el "efecto de la can­tidad". Sería preciso haber sido singularmente ingenuo para imaginar que la filosofía podría escapar a esta ley: hoy en día su prestigio y su desprestigio, sus decadencias y reno­vaciones se aprecian esencialmente, como todas las cosas de esta índole, en términos de número de ejemplares ven­didos y de presencia mediática. Basta con que haya dos o

David Hume, "Introducción", en Tratado de la naturaleza humana, trad. y prólogo de Félix Duque, Madrid, Editora Nacional, 1977, 2 vols, p, XVIII.

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tres ensayos filosóficos, o presuntamente tales, juzgados por los medios como dignos de sus esfuerzos de promo­ción y que consigan convertirse en best sellers, para que renazca la filosofía; y basta con que no encuentren más obras de esta clase durante cierto tiempo, o que su aten­ción se vea acaparada por otras cosas, para que se mar­chite. En todo ello, por supuesto, la salud y la vitalidad reales de la filosofía y de la producción filosófica, las que sólo pueden juzgarse con criterios completamente distin­tos, no son tenidas en cuenta.

Como habría dicho Musil, en filosofía lo mismo que en otros ámbitos "se busca lo nuevo pero sólo se encuentra lo último"10, así como, en lugar de revolución, no encontra­mos más que a "los autores revolucionarios de profesión" a quienes los diarios y los medios han decidido integrar por el momento a su repertorio de celebridades. En u n capitulo de El hombre sin atributosMXxPe&áa "Arnheim, amigo de periodistas", Musil t ra ta de imaginar lo que sucedería si Platón viviera hoy entre nosotros, si se presentara súbi­tamente en la sala de redacción de u n gran periódico y consiguiera probar que él sí es el gran pensador muerto hace más de dos mil años. Se convertiría, sin duda, en u n a sensación, y durante algún tiempo obtendría excelen­tes contratos. Pero, en cuanto la actualidad de su regreso hubiera pasado, si el señor Platón insistiera en tratar de poner en práctica alguna de sus famosas ideas, no tarda­rían en proponerle que se limitara a escribir u n lindo folle­to para la página recreativa del periódico, de ser posible en u n estilo ligero y brillante, o en todo caso (por considera­ción con sus lectores) ciertamente menos farragoso que el que le conocemos. Y probablemente se añadiría que, por desgracia, es imposible aceptar u n a colaboración como la suya más de u n a vez al mes, dada la obligación de satisfa­cer las exigencias legítimas de u n elevado número de es­critores de talento. Dicho de otro modo, el redactor en jefe y el redactor de la página recreativa

Robert Musil, "La decadencia del teatro", en Ensayos y conferencias, tra­ducción de José L. Arántegui, Madrid, Visor, 1992, p. 154.

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[...] quedarían tan anchos, con la sensación de haber hecho un gran favor a un hombre que es, en efecto, el decano de todos los publicistas europeos, pero algo pasado y, en cuanto a valor de actualidad, insignificante al lado de un hombre como Paul Arnheim11.

Hoy en día, por supuesto, se le pediría además al gran pensador cuidar mejor su imagen y sus presentaciones televisivas y, sin duda, se llegaría rápidamente a conside­rar sus reticencias y su torpeza como expresión de u n a actitud elitista y desdeñosa frente al gran público. Como a nuestra época, que se lamenta regularmente del hecho de que actualmente no haya filósofos tan grandes como los de otros tiempos, ciertamente no le han faltado en ningún momento celebridades filosóficas cuyos nombres podrían sustituir, en la frase de Musil, al de su gran escritor-filóso­fo, e incluso los ha producido y continúa, a pesar de lo que se diga, produciéndolos en abundancia, podría preguntár­sele de qué se queja exactamente. No es exagerado pensar que si tuviera los grandes filósofos que reclama, se vería obligada a hacerles comprender rápidamente que también dispone de muchos otros que los su-peran claramente en importancia y, en todo caso, en actualidad. Musil de segu­ro está en lo cierto cuando habla de u n a "desesperada ne­cesidad de idealismo" que hace que "uno se pase su tiem­po buscando los hombres para sus epítetos", en este caso, epítetos que en épocas anteriores se aplicaron a escritores y pensadores realmente grandes. Por u n a parte, el siste­ma mediático actual descubre a cada instante u n a gran cantidad de ellos y, probablemente, muchos más de los que harían falta para que nues t ra época pueda sentirse satisfecha. Por otro lado, u n resto de lucidez, o de remor­dimiento de consciencia, lleva sin duda a nuestros con­temporáneos a sospechar de vez en cuando que las cosas no están del todo bien, y que el cambio que se le ha intro­ducido a la palabra "grandeza" por parte de la industria y la "periodistización" (la palabra es del propio Musil) de las producciones intelectuales quizás no constituya realmen-

Robert Musil, El hombre sin atributos, trad. de José M. Sáenz, Barcelo­na, Seix Barral, 1969, Tomo II, p. 40.

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te el tipo de progreso que parece ser. "Es muy difícil, cons­tata Musil, medir con exactitud el valor de u n hombre o de u n a idea"12. Evidetemente es mucho más fácil medir su éxito u n a vez que éste es u n hecho, y con mayor razón si es u n hecho cuantificable. Pero si, como es de temer, nues­tra época sueña con pensadores que tengan a la vez el genio filosófico de Platón y el talento, la retórica, el des­parpajo, el manejo mediático y el público de uno de nues­tros "nuevos filósofos", va a ser muy difícil ayudarla: lo único que podemos decirle es que en realidad no sabe qué es lo que quiere.

Merleau-Ponty dijo alguna vez, en u n a célebre y muy citada fórmula, "no se puede negar que la filosofía cojea"13. Y, precisamente, uno de los aspectos bajo los cuales pue­de parecer cada vez más coja, en especial cuando se la practica en el espíritu de la filosofía analítica, consiste en su manera de proponerle a quienes piden respuestas a preguntas profundas que, a primera vista, tienen u n a im­portancia crucial para la comprensión del mundo y de la vida, consideraciones y análisis, a menudo bastante técni­cos, sobre temas que aparentemente no guardan ninguna relación o, en el mejor de los casos, sólo u n a relación le­j ana e indirecta, con las cosas importantes de las que pre­suntamente debiera ocuparse. Las protestas y lamentos que se escuchan regularmente a este respecto, y a las que gustosamente hacen eco los medios, son, ciertamente, comprensibles; pero eso no significa que las considere jus ­tificadas en manera alguna, aunque admita incluso que, probablemente, no haya ninguna manera satisfactoria de resolver el problema que plantean, y con el cual, hoy más que nunca, la filosofía debe resignarse a aprender a vivir. A quienes reprochaban a los filósofos tradicionales el ha­cer de la filosofía algo abstruso, árido, abstracto y repulsi­vo, Peirce responde: "algunas ramas de la ciencia no gozan de buena salud si no son abs t rusas , áridas y abstractas"14 . Aun cuando no compartamos su convicción de que la filo-

Ibid., p. 31. Maurice Merleau-Ponty, op. cit, p. 92. CP, vol. 5, § 537.

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sofía se puede y se debe practicar de manera científica, es difícil discutir el hecho de que, al menos ciertas ramas de la filosofía, que son quizás, jus tamente , las más funda­mentales, no gozan de buena salud si no son abs t rusas , áridas y abstractas. Es éste u n punto sobre el cual, en mi opinión, u n filósofo no tendría por qué excusarse ante su público más de lo que deberían hacerlo u n matemático o u n físico ante los suyos15.

Desde luego, no es ésta la manera de considerar generalmente las cosas. Si no se comprende lo que dicen un matemático o un físico, generalmen­te se admitirá que esto se debe a que no se dispone de la formación y los conocimientos técnicos requeridos. Pero si no se comprende lo que dice un filósofo, eso sólo puede ocurrir porque él no ha hecho lo que tenemos derecho a esperar que haga. Para una ilustración típica de esta reacción, véase el sorprendente comentario aparecido en La Recherche sobre esta Lección inaugural bajo el titulo "Divulgar la filosofía". Su autor confiesa con candor que lo que escuchó le es casi tan inaccesible como lo seria la mecánica cuántica para un campesino; pero no considera ni por un ins­tante, como sí lo haría seguramente un campesino (pero aparentemente no un científico, sobre todo si es, como se dice, "cultivado"), que quizás ello se deba a que la filosofía también exige competencias especiales. A diferencia de la mayor parte de los filósofos, que vacilarían en suscribir tal pretensión, La Recherche se considera capaz de divulgar la filosofía (aunque se creyera que se ocupaba, ante todo, de divulgar la ciencia, lo cual ya plantea problemas difíciles). Nos vemos entonces obligados a preguntarnos si habría que admitir que lo que los colaboradores de esta revista no están en capacidad de comprender (lo cual parece ser lo míni­mo que se requiere para pretender divulgar) es simple y llanamente la filosofía. En todo caso, me alegra haber obtenido una confirmación tan inmediata y explícita de lo que había tratado de decir.

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II

Como lo dije antes, cuando me pregunto sobre las razones que hayan podido motivar su decisión de acogerme en este templo del saber y de la libre investigación, me agradaría pensar que sin duda han querido honrar en mí a un repre­sentante de la filosofía de la época, en u n sentido que no es el de lo que comúnmente se llama la actualidad, sino en el sentido de que habla Schlick. Agradezco el honor que me hacen, y que a través de mi hacen a la disciplina que repre­sento, en primer lugar a Pierre Bourdieu, por la decisión con la que suscribió, en su momento, la causa de la filoso­fía, y consideró que era indispensable que, después de un período de casi cinco años de ausencia, regresara al College de France. Quienes piensan que la filosofía, de u n lado, y la sociología y las ciencias humanas en general, del otro, sólo pueden tener el tipo de relaciones conflictivas característi­co de la lucha por la preeminencia y la hegemonía, verán en ello, sin duda, una paradoja, o bien el indicio de u n a complicidad u n poco sospechosa y que no augura nada bueno para la verdadera filosofía. No obstante, siempre he considerado como totalmente extraña la idea habitual se­gún la cual el saber científico y técnico, en todas sus for­mas, y la investigación filosófica, sólo pueden prosperar, en cierta forma, en detrimento mutuo. Éste es, por lo de­más, uno de los puntos sobre los que estoy en desacuerdo con Wittgenstein, quien pensaba que nuestra época, que es la época de la ciencia, no puede ser al mismo tiempo la época de la filosofía, o en todo caso la de la "gran" filosofía. No creo en absoluto que la especificidad y autonomía de la

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filosofía se vean amenazadas en manera alguna por los pro­gresos del conocimiento científico y por la necesidad a la que está sometida de tener en cuenta, en cada época, el estado real del saber científico y, de manera más general, extrafilosófico, sobre los problemas de que se ocupa. Leibniz actúa como u n verdadero filósofo cuando escribe:

En una palabra, tengo en gran estima toda clase de descubri­mientos, en cualquier materia que sea, y veo que de ordinario es por ignorancia de las consecuencias y relaciones entre las cosas que se menosprecian los trabajos de otros, [lo cual] es la marca más segura de la mezquindad de espíritu1.

Es lamentable que los discursos apologéticos que ha­cen parte de lo que podría llamarse la defensa de la filosofía "pura" o "auténtica" no expresen, en muchos casos, más que egocentrismo y narcisismo filosóficos, falta de interés por la realidad concreta considerada en sus aspectos más empíricos —aquellos que, por el contrario, siempre fueron del más alto interés para Leibniz, el gran metafisico, e in­cluso llegaron a apasionarlo—, ausencia de curiosidad teóri­ca y, para terminar, pura y simple mezquindad de espíritu.

Leibniz, a quien nadie acusaría de rebajar la filosofía o minimizar su importancia, dice en el Discurso de metafí-sica que las discusiones referentes a las "grandes" cuestio­nes filosóficas, tienen u n estatuto comparable al de las formas sustanciales de la escolástica. Las necesitamos para llegar a la comprensión última y acabada de la realidad, pero no debemos, so pena de verbalismo puro y llano, in­vocarlas para explicar fenómenos y efectos particulares. Del mismo modo, u n geómetra no tiene necesidad de preo­cuparse por el famoso laberinto de la composición del con­tinuo, así como ningún filósofo moral, y aún menos u n ju­risconsulto o político, debe inquietarse por el problema de conciliar el libre albedrio con la Providencia divina, puesto que el geómetra puede concluir todas sus demostraciones y el político sus deliberaciones sin entrar en esas discusio­nes, las cuales, nos dice Leibniz, "no dejan de ser impor­tantes en la filosofía y en la teología"2.

G.W. Leibniz, Opuscules etfragments inédits, publiés par Louis Couturat, Hildesheim, Georg Olms, 1966, p. 225. G.W. Leibniz, Discurso de metafísica, X, trad. de Vicente Quintero, Bue­nos Aires, Editorial Losada, 1945. p. 105.

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Dicho de otro modo, las cuestiones y discusiones que son importantes para la filosofía no tienen necesariamen­te que serlo, para seguir siendo importantes, también por fuera de ella. Leibniz considera que el hecho de hacer in­tervenir directamente en cuestiones teóricas o prácticas que pueden resolverse perfectamente por medios ordina­rios "consideraciones generales que son de otro ámbito"3

no sólo es u n a torpeza, sino u n error. Creo que esta falta ha sido cometida de diversas maneras por la filosofía de nues t ra época, y que ello explica en gran medida la difícil situación en que se encuentra hoy en día. En el error al que me refiero incurren tanto quienes creen poder utilizar contra la filosofía su aparente impotencia para producir efectos tangibles fuera de su propio ámbito, como quienes creen necesario utilizar medios poco filosóficos, y a veces bastante dudosos, para darle la certeza, o la ilusión, de estar presente de manera visible y de actuar por vías pro­pias en el ámbito del conocimiento y la acción ordinarios.

Lo que nos dice sobre este punto Leibniz, sin embargo, plantea u n problema crucial y difícil: el problema de de­terminar cuál es exactamente la dosis de filosofía que se requiere para nues t ras actividades normales, o, para de­cirlo de modo más pesimista, la que éstas pueden soportar sin sufrir daño. A esta pregunta, eminentemente filosófi­ca, se le puede dar fácilmente la forma clásica de u n a an­tinomia: los problemas filosóficos son de tal naturaleza que las respuestas posibles deben tener forzosamente alguna importancia e incidencia por fuera de la filosofía; y, no obstante, parece que estas respuestas no pueden, y qui­zás no deban, tenerlas. Una formulación más precisa de esta aparente contradicción podría ser la siguiente:

Tesis, dado el carácter fundamental y decisivo de las cuestiones abordadas por la filosofía, no sería comprensi­ble que lo que ella tiene que decir no ejerza, directa o indi­rectamente, alguna influencia sobre todo lo demás.

Antítesis, dado que los primeros principios, los funda­mentos últimos, las razones últimas y las justificaciones definitivas que la filosofía debe mostrar no cumplen, nor­malmente, ningún papel operativo en las discusiones y de-

Ibid., pp. 39-40.

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liberaciones ordinarias, no tienen ninguna importancia real más que en el contexto de discusiones y deliberaciones propiamente filosóficas.

La antítesis significa que u n a creencia o u n a acción pueden ser más o menos racionales y estar justificadas se­gún criterios habituales y comunes, y que la práctica filo­sófica podría, eventualmente, ayudarnos a que lo sean más, haciéndonos más conscientes y más exigentes sobre este punto; pero que no existe necesariamente u n a forma que se pudiera calificar como específicamente filosófica de ha­cer que u n a creencia o u n a acción sean racionales o estén justificadas. Aplicada al problema mismo de la verdad, esta observación se puede comprender así: u n a proposición o u n a creencia pueden ser verdaderas de diversas maneras , y quizás la filosofía pueda contribuir has ta cierto punto a aumentar la probabilidad que tenemos de llegar a proposi­ciones y creencias que lo sean. Pero de ahí no se sigue que haya u n a manera diferente de las reconocidas en otros ámbitos, u n a manera propiamente filosófica, de ser verda­deras u n a proposición o u n a creencia. Es posible que haya, desde luego, u n tipo especial de verdades sustanciales que la naturaleza de su contenido nos obligara a calificar de "filosóficas". Pero éste es u n punto sobre el cual los mismos filósofos, al menos los actuales, están lejos de coincidir. El hecho indudable de que necesitemos la filosofía para reco­nocer cierto tipo de verdades no las convierte automática­mente en verdades de la filosofía. Llevando las cosas al ex­tremo, se puede contemplar la posibilidad de que el fin de la filosofía sea aportar u n a contribución específica a la bús­queda de la verdad, sin que por esa razón ella misma se constituya en una búsqueda de verdades filosóficas. Admitir que quizás no haya verdades ni conocimientos filosóficos dignos de ese nombre no nos obliga necesariamente a pri­varnos de nada que merezca llamarse u n a verdad o u n co­nocimiento. La pregunta que se plantea, y que no es senci­lla, consiste únicamente en saber qué tiene de propiamen­te filosófico u n a verdad o u n conocimiento que se insiste en llamar así, si no lo hacemos sencillamente por comodi­dad, por hábito o por tradición.

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III

A falta de poder contar todavía con las luces de mentes tan universales como la de Leibniz, es u n a bendición que nues­tra época aún disponga al menos de instituciones como el College de France. Una de las cosas que hacen de ésta u n a institución única en su especie es, ciertamente, el hecho de que sus integrantes sean escogidos por u n a asamblea constituida por partes iguales de científicos y hombres de letras. Indudablemente, ustedes permitirán a u n filósofo que jamás ha aceptado que se convierta a la filosofía en un simple género literario entre otros, sin que por ello sueñe con verla adquirir finalmente el anhelado carácter de cien­cia, decirles cuan honrado se siente por haber sido elegido por ustedes para ocupar esta cátedra, en u n a disciplina que parece ocupar u n a posición intermedia, imprecisa, ines­table y muy controvertida entre la literatura y las ciencias. Una de las cosas a las que siempre he intentado contribuir, en la medida de mis posibilidades, y me agradaría, por su­puesto, seguir haciéndolo, es precisamente el reemplazo de lo que podríamos inclinarnos a llamar el "diferendo" que marca la mayor parte del tiempo las relaciones entre los científicos y los filósofos, por la instauración de relaciones de mayor equilibrio e incluso, si es posible, de mayor cola­boración.

Quien solicita el honor de ser uno de ustedes debe sin duda justificarlo, no solamente con u n a obra de alguna importancia, sino también con la firme y sólida posición a la que ha llegado en su propio pensamiento y en el seno de

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su disciplina. Infortunadamente, en lo que se refiere a es­te segundo aspecto, sólo podría caracterizar mi posición actual repitiendo lo que escribió T. S. Eliot en 1929 a u n amigo: "Es bien difícil que se lo vea a uno como alguien que acaba de instalarse en un confortable sillón justamente cuando se acaba de empezar u n largo viaje a pie"1. Lo que les agradezco es entonces, ante todo, el que hayan juzgado que mi propio viaje a pie, lento, vacilante e incierto, mere­cía proseguirse en condiciones materiales y en u n ambiente intelectual que son precisamente los más favorables que puedan concebirse, y que jamás hubiera podido imaginar para mí.

Se habrán preguntado, sin duda, qué significa exacta­mente el título u n tanto híbrido de "Filosofía del lenguaje y del conocimiento" que propuse para esta cátedra cuando me decidí a solicitar sus votos. La respuesta, desde luego, no es que me haya creído capaz de añadir u n a dimensión suplementaria a lo que uno de mis directos predecesores, Ju les Vuillemin, t rataba bajo el nombre más simple y más preciso de "Filosofía del conocimiento". Si he asumido el riesgo de sentarme entre dos sillas, o quizás habría que decir, entre dos cátedras, es porque he tenido que elegir u n a denominación que tuviera en cuenta u n a evolución real que comenzó hace algunos años en mi manera de con­cebir y de practicar la filosofía, y cuya formulación refleja, si se me permite decirlo con toda franqueza, cierta inde­terminación en mi posición actual. Durante mucho tiem­po he tendido, a pesar de algunas reservas, a creer que, según u n axioma considerado por Dummett como el prin­cipio fundamental de la filosofía analítica, la filosofía del lenguaje, o en todo caso el análisis del lenguaje, deberían ser considerados como la parte fundamental de la filoso­fía, y que ellos deberían, mutatis mutandis, cumplir hoy la misma función que en otra época se le atribuía a la filoso­fía primera. No creo equivocarme al decir que Jules Vui­llemin siempre sospechó, acertadamente, que yo concedía al lenguaje y a la filosofía del lenguaje u n a importancia mucho mayor de la que merecía, especialmente cuando

Citado por Jeffrey M. Perl, Skepticism and Modern Enmity. Befare and After Eliot, Baltimore y Londres, The Johns Hopkins University Press, 1989, p. 49.

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asume la forma de una filosofía del lenguaje ordinario, hacia la cual es probable que él j amás haya sentido mayor sim­patía que Russell. La solución habitual para quien comienza a plantearse problemas serios acerca de la relación entre la filosofía del lenguaje y la filosofía sin más es, sin duda, convertirse a lo que hoy en día se llama "filosofía de la mente", la cual, para muchos, presuntamente , suplantó a la filosofía del lenguaje en el papel de paradigma de la filo­sofía primera. Sucede, sin embargo, que por razones sobre las cuales infortunadamente no puedo extenderme aquí, considero que el presunto vuelco que se produjo sobre este punto, y que corresponde a lo que John Searle ha llamado el "redescubrimiento de la mente", ha sido u n desplaza­miento de los problemas más que u n a solución de los mismos.

Lo que la filosofía del lenguaje reemplazó en el papel de filosofía primera fue, según Dummett, la teoría del conoci­miento. Y si, a propósito de mí mismo, hubiera de hablarse de un retorno a alguna cosa, sería sin duda más bien a la teoría del conocimiento o a la filosofía del conocimiento, a menos, claro está, que se piense, como parecen hacerlo algunos hoy en dia, que las tareas de la filosofía del conoci­miento las han asumido ya íntegramente las ciencias cog-nitivas, algo de lo cual no estoy convencido en absoluto. Creo, por el contrario, que el desarrollo de las ciencias cog-nitivas ha tenido como resultado, entre otras cosas, poner en primer plano algunos de los problemas más difíciles y menos resueltos de la tradicional teoría del conocimiento, en particular aquellos que han estado vinculados desde el principio a la idea misma de "representación" y al uso que hacemos de esta palabra. Pero no quisiera, sobre todo, que se concluya de allí que la reflexión sobre el lenguaje ha perdido hoy para mi buena parte de la importancia que tenía anteriormente. Desde luego que no. El hecho de que no constituya u n a condición suficiente para la solución de los problemas filosóficos, como sería el caso si, por ejem­plo, la filosofía de la percepción pudiera reducirse a un simple análisis lógico-lingüístico de los enunciados de per­cepción, no significa que no constituya u n a condición ne­cesaria, y cuya importancia aún es totalmente decisiva.

Para advertir la utilidad que conservan el análisis del lenguaje en general, y el de nues t ras maneras de hablar

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más comunes en particular, bas ta con pensar en la obser­vación que hace Wittgenstein a propósito de nuestro uso de u n a frase del siguiente tipo: "Mientras le hablaba, no sabía lo que ocurría en su cabeza".

Al decir eso —escribe— no se piensa en procesos cerebrales sino en procesos de pensamiento. Hay que tomar en serio esta ima­gen. Realmente nos gustaría mirar dentro de su cabeza. Y sin embargo no queremos decir más que lo que querríamos decir en otra ocasión con las palabras: "quisiéramos saber qué piensa". Quiero decir: tenemos esta imagen vivida -y el uso, que aparen­temente contradice a la imagen, y expresa lo psíquico2 .

Allí no hay más que u n a imagen, la cual, en efecto, parece contradecir el uso que hacemos realmente de la frase; pero ella nos incita fácilmente a creer que existe u n a posibilidad en principio, e incluso quizás práctica, de hacerla concor­dar con el uso, y que esta posibilidad consistiría en exhibir concretamente la maquinaria psicológica que opera en la cabeza de quien está pensando, y a la que parece aludir la imagen. Cuando se ve la manera en que es susceptible de entenderse la imagen en cuestión, por algunos practicantes de la filosofía de la mente, no solamente en serio, como debe hacerse, sino también en u n sentido literal, y también la tendencia que existe actualmente a considerar como parti­cularmente científico el tomarla asi, podemos estar com­pletamente tranquilos sobre la realidad de los lazos que existen entre la falta de atención al funcionamiento real del lenguaje y ciertas formas típicas de confusión intelectual, así como de la importancia de consideraciones filosóficas como las que Wittgenstein aplica a situaciones similares.

Dummett observa que la lucha por la prioridad y la prima­cía que parece darse actualmente entre la filosofía del len­guaje y la filosofía de la mente, no impide necesariamente que los adversarios hagan uso de las mismas doctrinas generales relativas a la estructura de los pensamientos y las frases. No me pronuncio, claro está, sobre si las doctri­nas son o no aceptables, y menos aún sobre si son aplica­bles umversalmente. Las dudas que puedan abrigarse al respecto no son lo que se discute aquí. El desacuerdo se

Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, trad. de A. García Suárez y U. Moulines, México, UNAM, 1988, § 427.

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refiere a la decisión de tratar de explicar u n a de las dos cosas a partir de la otra, más que a la inversa. El punto sobre el que coinciden las dos partes es que, en filosofía, el fundamento de todo el resto está constituido por el análisis de la estructura fundamental de los pensamientos. Lo que queda por decidir es si se debe abordar la filosofía del pen­samiento por intermedio de la filosofía del lenguaje y, en caso de que la respuesta sea afirmativa, si la filosofía del pensamiento se transforma entonces en lo que se llama la teoría de la significación.

El sentido en que es cierto decir, como se hace a menu­do, que la filosofía nos procura u n conocimiento de las características más generales de la realidad es, para filóso­fos como Dummett, que podemos pedirle u n a concepción más clara de la naturaleza de los medios que utilizamos para pensar la realidad, y u n a mejor comprensión de la manera en que se representa el mundo en el pensamiento. Es sólo en este sentido que la filosofía se refiere al mundo. Una importante consecuencia de lo anterior es que no ten­dría mucho sentido preguntarse si el mundo obedece a las leyes de la lógica y, de manera más general, a los princi­pios de la filosofía, o quizás, más precisamente, si es sola­mente el pensamiento, y sólo él, el que obedece a ellos, o si también la realidad lo hace. Éste no es, en todo caso, el tipo de cosas que podríamos esperar descubrir observan­do la realidad misma.

El filósofo, según u n a fórmula de Dummett, es aquí como el optómetra que puede proporcionarnos unos lentes que nos permitan ver con mayor precisión lo que hay alrede­dor nuestro, pero ciertamente no decirnos lo que veremos cuando miremos a nuestro alrededor. Parece entonces que la respuesta a la pregunta anterior, sobre si la filosofía nos ofrece o no conocimientos nuevos que merezcan llamarse filosóficos, debe ser negativa. "El filósofo —escribe Du­mmett— no busca saber más sino comprender mejor lo que ya sabe"3 . Si se desea, es posible, desde luego, hablar de eso como de u n conocimiento suplementario, que co­rresponde a lo que los filósofos acostumbran llamar cono­cimiento reflexivo. Pero si por "conocimiento" se prefiere

Michel Dummett, TheLogicalBasis ofMetaphysics, Londres, Duckworth, 1991, p. 240.

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entender conocimiento de la realidad, y sólo de ella, en­tonces es ciertamente el término "comprensión", y no el de "conocimiento", el que se impone en este caso. Sobre este punto, aun cuando Dummett haya hecho más que cual­quiera para rehabilitar la filosofía sistemática y sacar a la filosofía analítica de la fase de demolición que se tiende a identificar con el momento durante el cual estuvo domina­da por la influencia de Wittgenstein y de sus discípulos, sus ideas sobre la naturaleza y objeto de la filosofía son, a fin de cuentas , más próximas a las de Wittgenstein de lo que podría esperarse. "Queremos —dice— comprender algo que ya está ante nuestra vista. Pues eso es lo que, en cier­to sentido, parece que no comprendemos"4. Nos hemos ha­bituado de tal manera a considerar al autor de las Investi­gaciones filosóficas como u n filósofo que buscó imponer ideas revolucionarias e iconoclastas sobre lo que es la filo­sofía, que no advertimos suficientemente has ta qué punto en realidad es familiar y tradicional la concepción expre­sada en esta observación.

Una de las mejores razones que podemos tener para poner en duda el papel fundamental que atribuye Dummett a la filosofía del lenguaje, parece ser precisamente el caso de la percepción, al que aludí antes. Si pudiera pensarse que la experiencia perceptiva propiamente dicha está estructurada de un modo que es totalmente conceptual, e incluso proposicional, la filosofía de la percepción podría esperar encontrar naturalmente su lugar en la filosofía del pensamiento; pero si se considera, como creo que debemos hacerlo, que es indispensable atribuir a la percepción u n contenido y formas de organización que no son conceptua­les, parece difícil evitar la conclusión de que la filosofía de la percepción tiene u n a tarea específica y prioritaria que no puede ser asumida realmente por la filosofía del pensa­miento, y menos aún por la filosofía del lenguaje. El análi­sis de la percepción no puede ser el análisis de las expre­siones lingüisticas de la percepción, en el sentido en el que se pensaba que el análisis del pensamiento podía coincidir con el análisis del lenguaje en el que es susceptible de ser expresado o, en todo caso, debía necesariamente pasar por él. No podemos esperar comprender de qué manera el pen-

Ludwig Wittgenstein, op. cit., § 89.

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Sarniento se relaciona con el mundo si no comenzamos por interesarnos por las formas del pensamiento perceptivo; y no podemos s imular que el anál is is del pensamiento perceptivo sólo debe comenzar con el análisis de los pensa­mientos, en el sentido fregeano del término, que aprehen­demos y expresamos verbalmente en virtud de nuestra ex­periencia perceptiva.

La idea de que la percepción precede al lenguaje y está es t ructurada de u n a manera específica independiente de su intervención es, precisamente, u n a de las ideas que Jules Vuillemin defendió contra la posición más difundida en aquel momento entre los filósofos analíticos. Las formas de organización perceptivas, nos decía, proporcionan al lenguaje sus materiales de construcción, y el primer uso del lenguaje es el de comunicar la percepción. Pero las categorías del lenguaje introducen nuevas posibilidades que las formas de la percepción aún no conocen. La predica­ción pura, por ejemplo, la más simple de todas las catego­rías lingüisticas, no tiene ya ningún correlato real en la percepción.

La autonomía de las formas de organización perceptivas con respecto a las del pensamiento conceptual y a las del lenguaje, plantea evidentemente u n problema fundamen­tal para la teoría del conocimiento. Se lo puede formular a partir de la reinterpretación que ha hecho recientemente John McDowell de la tesis kant iana según la cual el pen­samiento conceptual sin intuición es vacío y las intuicio­nes sin conceptos son ciegas5. McDowell sostiene que lo que Kant llama la espontaneidad de los conceptos debe estar ya implicada, así sea sólo de manera pasiva, en la receptividad sensible misma, y que el simple hecho de que las cosas nos aparezcan de u n a determinada manera debe constituir ya u n modo de utilización, ciertamente pecu­liar, pero no obstante real, de las capacidades conceptua­les. Si nos contentamos con decir que el punto de partida del conocimiento consiste en la manera que tiene la sensi­bilidad de ser afectada causalmente por influencias prove­nientes del mundo externo, y que esas afecciones son a su vez la causa de los juicios de experiencia, se corre el riesgo

VéaseX. Kant, Crítica de la razón pura, Buenos Aires, Biblioteca Mundial Sopeña, 1951, A 51 B 75.

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de verse obligado a admitir que la experiencia nos puede proporcionar a lo sumo excusas o disculpas, pero cierta­mente no justificaciones, de los juicios que llegamos a for­mular acerca de ella. Sabemos con certeza que nuestros juicios son exactamente lo que no podían dejar de ser, pero eso no nos dice nada acerca del grado de nuestro funda­mento para aceptarlos como representación correcta de la realidad de la que provienen. Para Helmholtz, ciertamen­te, las cosas son u n poco más complejas, pues el resultado inmediato de la acción causal ejercida por la realidad ex­terna sobre nuestro aparato sensorial sirve, presuntamente, como premisa para u n a inferencia cuya conclusión es la percepción y debe, por consiguiente, pertenecer ya al ám­bito de las razones o de las justificaciones. No obstante, dado que la experiencia perceptiva se describe como involuntaria e inconsciente y tiene u n carácter automático que correspondería más a la acción de u n a fuerza bruta que a u n ejercicio real de la espontaneidad de los concep­tos, no resulta fácil decir qué impediría considerar este proceso como u n proceso que, de principio a fin, es de naturaleza esencialmente causal.

Para escapar a la consecuencia descrita por McDowell es preciso dejar, según él, de tratar a la experiencia como si pudiera ser u n a razón extra-conceptual para el juicio e integrarla al ámbito de los conceptos, pues es ésta la única manera en que puede constituirse, no sólo en u n a causa, sino también en u n a justificación de los juicios que se apo­yan en ella. Parece, pues, que no podríamos preservar la convicción realista de que nuest ras representaciones de­penden de u n a realidad externa a la que se esfuerzan por corresponder sino a condición de renunciar a trazar u n a línea de demarcación entre el ámbito de los conceptos y un afuera cualquiera extra-conceptual, de donde proven­drían las influencias que se ejercen a través de él. Senci­llamente, no hay nada externo al ámbito de los conceptos. Aunque pueda parecer que esto significa que el pensamien­to j amás se puede confrontar con algo que no sea él mis­mo, porque el pensamiento no puede, al parecer, entrar en relaciones racionales con algo que no sea ya de la naturaleza del pensamiento, McDowell piensa que podemos suprimir la frontera sin por ello caer en el idealismo ni disminuir en nada la independencia, exigida por el realismo, de la

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realidad con respecto al pensamiento y a la represen­tación.

DcuO coniesar que, por mi parte, no me tranquiliza com­pletamente la convergencia que existe sobre este punto entre el realismo, tal como lo entiende McDowell, y el idea­lismo absoluto, y que tampoco estoy persuadido de que estemos obligados, en nombre del propio realismo, a acep­tar la idea de que incluso las impresiones que el mundo externo produce sobre nuestros sentidos poseen ya u n contenido conceptual, lo cual parece excluir la posibilidad misma de distinguir, en u n nivel o estadio cualquiera, den­tro de la experiencia perceptiva, entre u n contenido no conceptual y las operaciones conceptuales que se le apli­can. La insatisfacción que podemos sentir respecto a u n a posición como la de Kant, es el hecho de que la realidad, en la medida en que es verdaderamente independiente de nosotros, es decir, está constituida por cosas en sí mis­mas, es incognoscible y, en la medida en que es cognosci­ble, sólo es aparentemente independiente de nosotros. Como lo constata el propio McDowell: "¿Cómo puede ser el mundo externo independiente de nosotros, si somos par­cialmente responsables de su estructura fundamental? De nada sirve que digamos que es sólo trascendentalmente hablando que la es t ructura del mundo empírico es obra nuestra"6 .

Cabe preguntar, sin embargo, si la mejor manera de res­tituir a la realidad la independencia que el idealismo tras­cendental amenaza con quitarle es dar u n paso más hacia u n a interiorización completa de lo real en la esfera de lo racional y en el espacio lógico de las razones. Tampoco me resulta claro, por el momento, cómo podemos renunciar a atribuir a la experiencia perceptiva cualquier contenido extra-conceptual sin correr el riesgo de introducir u n a for­ma de incompatibilidad y de inconmensurabilidad poco sa­tisfactorias y poco plausibles entre las percepciones de los animales, cuya experiencia, si se la quiere llamar así, no debe nada al ejercicio de capacidades conceptuales pro­piamente dichas, y las nuest ras . Si no hay "perceptos" sin conceptos, y si los animales no tienen conceptos propia-

John McDowell, Mind and the World, Cambridge, Mass., y Londres, Har­vard University Press, 1994, p. 42.

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mente dichos, tampoco tendrían "perceptos" que pudiéra­mos situar en u n a escala donde los nuestros ocuparían sencillamente u n grado superior, desde el punto de vista de su riqueza y complejidad. Es cierto que la idea criticada por McDowell es precisamente aquella según la cual el contenido de la percepción puede descomponerse de modo tal que sea susceptible de revelar u n factor común en la percepción que u n animal y u n hombre tienen del mismo objeto. Confieso, por mi parte, que me resulta difícil acep­tar u n a revisión total de la concepción clásica, según la cual la diferencia entre las dos especies de experiencias per­ceptivas consiste en que las nues t ras son conceptualiza-bles y susceptibles de llevar a juicios, mientras que las de los animales no lo son, y no que las nues t ras no tengan u n contenido preconceptual, mientras que las de ellos sólo tendrían esta clase de contenido. Podría suponerse que, al no disponer del tipo de libertad y de distanciamiento con respecto al entorno inmediato que implica la espontanei­dad de los conceptos, los animales carecen también de u n a consciencia de si mismos y de la experiencia de la realidad objetiva, en el sentido en que nosotros la entendemos. Creo, sin embargo, que estamos obligados a preguntarnos si su experiencia perceptiva no podría ser, al menos para algu­nos de ellos, algo menos que la experiencia que tenemos nosotros del mundo objetivo y, no obstante, algo más, e incluso mucho más , que la de u n a simple sucesión de pro­blemas por resolver y de oportunidades para explotar, vin­culadas a los imperativos biológicos inmediatos.

McDowell ciertamente concede a quienes insisten en la necesidad de atribuir a la experiencia perceptiva u n conte­nido no conceptual, que esta idea desempeña u n papel teórico respetable. La psicología cognitiva difícilmente po­dría conseguir hacer inteligible la percepción animal y la percepción en general, si se negara a conceder a los sentidos mismos la capacidad de suministrar contenidos que, si bien no son a ú n conceptuales tienen, no obstante, la capacidad de representar el mundo. No debemos, sin embargo, con­fundir el contenido que el teórico que estudia la maquina­ria de la percepción, desde u n punto de vista científico, se ve obligado a atribuir a las experiencias perceptivas de los animales, con el que ellas tienen para los animales mismos. Nada de lo dicho constituye, entonces, u n a objeción contra

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los procedimientos de las ciencias cognitivas. Tenemos, sin embargo, derecho a considerar poco satisfactorias la dis­tancia y el divorcio que parecen introducirse de esta ma­nera entre lo que pueden ser realmente las percepciones animales para los seres que las tienen y lo que es suscep­tible de hacerlas inteligibles para nosotros desde el punto de vista teórico y, a la vez, entre lo que la filosofía y lo que disciplinas como la psicología cognitiva y las ciencias cog­nitivas en general tienen que decir acerca de la percepción.

El problema al que acabo de aludir es uno de los que se encuentran actualmente en el centro de los debates que se adelantan en la filosofía de la percepción, y si lo he men­cionado es porque presiento que el reto filosófico al que corresponde tiene todas las posibilidades de ocupar u n a parte importante de mi tiempo y de mis reflexiones en los años siguientes. Lo que intenta evitar McDowell es u n a elección que parece ineludible entre dos opciones, ambas igualmente incapaces de hacer justicia a nues t ra idea de que el contenido empírico de nuestros juicios depende de u n a realidad exterior, a la que representa correcta o inco­rrectamente. La primera combina u n a teoría causal del conocimiento con u n a concepción de la verdad y del cono­cimiento como coherencia: los juicios y las creencias que resultan de la experiencia pueden, en efecto, ser justifica­dos, pero sólo mediante otros juicios y no por la experien­cia misma. La segunda acepta la idea de u n dato puro extra-conceptual, que representa de alguna manera la con­tribución que aporta la realidad misma al contenido del juicio, pero que está condenada, por este mismo hecho, a presentar como justificación algo que sólo puede consti­tuir en realidad u n a absolución por las presuntas fallas. Dicho de otra manera, o bien los juicios de experiencia son susceptibles de justificación, mas no por la experiencia, o bien dependen en efecto, como deben hacerlo, de la expe­riencia, pero de tal manera que ésta sólo puede absolver­los, no justificarlos. Si, como parece creerlo Putnam, exis­te u n a total incompatibilidad entre la defensa del realismo natural y la teoría causal de la percepción, temo que nos encontremos frente a u n a seria dificultad. Para mí sería muy tranquilizante, aun cuando no estoy seguro de que sea posible, llegar a mostrar que puede defenderse u n a concepción realista auténtica, sin verse obligado por ello a

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adoptar u n a teoría completamente no causal del conoci­miento. En otras palabras, que podemos esperar resolver la contradicción que parece existir entre las dos afirmacio­nes siguientes: 1) el realismo implica que el conocimiento debe estar sometido a la presión causal de u n a realidad independiente que lo precede y lo determina, y 2) u n a concepción causal del conocimiento hace imposible el rea­lismo, porque excluye que el contenido empírico del cono­cimiento pueda estar al mismo tiempo bajo la dependen­cia racional de la realidad externa y, por ende, constituir, en el sentido propio del término, su representación.

La obra de McDowell a la que he aludido podría, en cierto sentido, llevar por título "Un filósofo analítico descubre a Hegel". Resulta difícil no ver en ella u n a de esas ironías habituales en la historia de la filosofía, si pensamos en aquello que autores como Helmholtz reprochaban en la dé­cada de 1850 a algunos de los herederos oficiales de Kant, a saber, el practicar u n a forma de ciencia apriori, postular dogmáticamente u n a identidad de la naturaleza y el espí­ritu, y creer que la teoría del conocimiento puede dispen­sarse de lo esencial, constituido precisamente por u n estu­dio experimental de las interacciones causales que tienen lugar en la percepción, y en el conocimiento en general entre el sujeto cognoscente y el mundo exterior. No estoy seguro de que no nos encontremos de nuevo en u n a situa­ción similar a la de Helmholtz: para él, el realismo directo es u n a posición que u n filósofo puede todavía tratar de defender, pero que perdió su seriedad cuando surgió u n verdadero interés por los mecanismos causales que ope­ran en la percepción. Lo que hace del problema de la percepción algo tan difícil y fascinante podría ser precisa­mente el hecho de que, si la comprensión filosófica y la explicación teórica no se contradicen, no es porque con-cuerden, sino más bien porque sencillamente no se en­cuentran. La desagradable impresión que sacamos de su confrontación, adelantada actualmente bajo las más di­versas formas, es que u n a teoría científica de la percep­ción no puede dejar de ser, al menos en parte, causal, y postular algo como u n equivalente, si es posible naturali­zado, de las impresiones directas o sense data de la filoso­fía, mientras que u n a teoría realista auténtica parece con­denada, por su parte, a continuar siendo irreductiblemente

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metafísica, y a utilizar más bien metáforas como la de la asimilación del sujeto cognoscente al objeto conocido, o su identificación.

En u n a carta dirigida a Marcus Herz el 21 de febrero de 1772, a la que aludí antes, Kant indica que ha llegado al punto en que debe aceptar finalmente enfrentar directa­mente el problema cuya respuesta constituye la clave de la metafísica, en su aspecto teórico, a saber: ¿cuál es el fundamento de la relación de lo que llamamos en nosotros representación con el objeto representado? Considera que este problema puede resolverse sin mayor dificultad úni­camente en dos casos: 1) cuando el objeto es la causa de la representación, pues en este caso la conformidad de la representación con el objeto es sencillamente la del efecto a su causa, y 2) cuando la misma representación es la causa del objeto que le corresponde. La verdadera dificul­tad sólo se presenta cuando nos preguntamos cómo es posible que representaciones que no son causadas por sus objetos, puesto que son el producto de la espontaneidad de la mente, y tampoco están en condiciones de producir objetos susceptibles de corresponderles pueden, sin em­bargo, conformarse a la realidad. Pronto se hizo evidente que el primer caso era, de hecho, mucho menos claro e incluso mucho más problemático de lo que suponía Kant. Helmholtz piensa que las sensaciones, que son signos ar­bitrarios, aun cuando nos den, como todo efecto, cierta idea de sus causas , están lejos de ofrecernos el tipo de información sustancial y exacta sobre su naturaleza que las teorías tradicionales tendían a imaginar. Una manera más radical de t ra tar el problema nos lleva a preguntar­nos si la relación de representación puede ser a la vez cau­sal y semántica, y ser semántica porque es causal y sólo por ello. Algunos filósofos como Rorty parecen creer ac­t ua lmen te que el hecho de que es t emos conec tados causalmente con la realidad no garantiza en absoluto que estemos conectados con ella de u n a manera propiamente semántica, esto es, en el modo de la referencia y de la ver­dad, y tampoco nos obliga a suponerlo.

Kant afirma tajantemente que "ni el entendimiento puede intuir nada, ni los sentidos pueden pensar nada"7 . El co-

I. Kant, op. cit, B 75.

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nocimiento sólo puede surgir de la unión de los dos. Estas dos facultades heterogéneas consiguen, en los hechos, asociarse como si provinieran de u n a raiz común, aun cuando su heterogeneidad, precisamente, excluye esta posibilidad. Al distribuir como lo hace los papeles de la sensibilidad y del entendimiento, Kant sin duda no midió has ta qué punto la inestabilidad de la combinación que describe generaría problemas a sus sucesores y continúa haciéndolo hoy en día. Helmholtz se sintió ya obligado a reconsiderar la partición kantiana de las funciones y a decir que hay operaciones de naturaleza propiamente intelec­tual implicadas en la misma receptividad sensible. Al pa­recer los sentidos, al contrario de lo que afirmaba Kant, piensan. No obstante, Helmholtz puede también haber te­nido la impresión de permanecer fiel al dualismo y a la ortodoxia kantianos, pues sostiene al mismo tiempo que la sensibilidad nos ofrece únicamente signos que el enten­dimiento deberá interpretar.

La posición de McDowell parece ser, sencillamente, que no hay u n uso de la receptividad sensible misma que pue­da considerarse como sustraído a la intervención de la es­pontaneidad de los conceptos y anterior a ella. Es posible que las dificultades de la solución que propone, a las que aludí antes, provengan en gran parte de su manera de con­siderar que la descripción ofrecida por Kant del entendi­miento como facultad de la espontaneidad refleja su con­cepción de la relación entre razón y libertad, idea que re­sume al decir que el espacio de las razones coincide con el reino de la libertad. No obstante, si consideramos que se trata del entendimiento y no de la razón, y de espontanei­dad más bien que de libertad propiamente dicha, podemos pensar que tiende a exigir en este punto mucho más de lo que estrictamente se necesitaría. Leibniz, al retomar u n a distinción trazada ya por Aristóteles, define la libertad como espontaneidad unida a la deliberación, o como esponta­neidad racional. Las acciones espontáneas son aquellas que se originan en el agente mismo, más que en u n a cau­sa externa; y los animales están dotados de espontanei­dad, mas no de libertad. Si la espontaneidad es algo me­nos que la libertad, creo que las razones que tenemos para negarnos a atribuir a los animales u n a forma de esponta­neidad cognoscitiva apropiada a su caso no son más se-

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rias que aquellas que podríamos tener para negarles la facultad de espontaneidad en la acción.

El problema que acabo de evocar presenta la particula­ridad de ser típicamente filosófico, completamente tradi­cional y, a la vez, actual. Otro problema que presenta las mismas características es el que se refiere a la posibilidad de conciliar la "imagen científica" y la "imagen manifiesta", como las llama Sellars, que tenemos del mundo exterior. A menudo aceptamos, de u n a manera que fue para los filó­sofos de la época moderna u n a fuente constante de per­plejidad, ansiedad, conflictos y frustraciones, que la expe­riencia perceptiva ordinaria y la ciencia no pueden preten­der, ninguna de las dos, representar la realidad tal como es. Comparado con lo que los científicos nos describen como el mundo real, verdaderamente real, si podemos decirlo así, el mundo de la experiencia vivida puede terminar pa­reciendo como u n a simple ilusión, cuyo único mérito es ser biológicamente útil. Defender, como me agradaría po­der hacerlo, lo que llamamos el realismo científico y, a la vez, u n a forma satisfactoria de realismo perceptivo, es u n a tarea difícil y quizás, a primera vista, insuperable. Pero es, creo, u n a tarea que la filosofía no puede evitar hoy más que ayer.

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IV

Se esperaría sin duda que alguien a quien se ha confiado la pesada carga de representar de nuevo a la filosofía en este lugar, después de u n a interrupción que se ha prolon­gado durante varios años, se dedique a u n ejercicio del tipo que podríamos llamar u n a "defensa" o u n "elogio" de la filosofía. No obstante, aun cuando tengo en efecto la intención de decir algunas palabras sobre el tema, debo confesar que nunca tuve u n especial talento para este tipo de cosas y que nunca me han gustado. Siempre he estado convencido de que la filosofía se defiende esencialmente por lo que en realidad hace, y no por la presentación com­pletamente idealizada que ofrece por lo general de lo que hace. Encuentro incluso la mayor parte del tiempo tan poco convincentes los intentos de justificación a los que se dedican periódicamente los filósofos, que me pregunto si tienen la más mínima posibilidad de persuadir a los profa­nos. Es cierto que, en la mayoría de los casos, están dirigi­dos más bien a restablecer la confianza en sí mismos de los miembros de la profesión y a reforzar el consenso entre ellos que a convencer realmente a quienes están fuera de ella. De cualquier manera, si lo que cuenta realmente es lo que hacen los filósofos, probablemente será difícil hacer algún reproche a aquellos de ustedes que pudieran pensar que la filosofía de los últimos treinta años, para tomar el período que conocí y durante el cual he trabajado, tiene mucho que hacerse perdonar y varias razones para mos­trar u n poco más de humildad. En realidad es cierto, pero

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creo también que la filosofía no perdería ninguna dignidad e importancia si consintiera en tener ambiciones u n poco más modestas e incluso más realistas que las que suscri­bía durante la época mencionada.

He llegado a u n a edad en la cual es sin duda normal comenzar a tener u n a concepción relativamente precisa acerca de la disciplina que se practica. Sin embargo, no estoy seguro de tener hoy a este respecto ideas más claras que al comienzo, y tampoco estoy convencido de la utili­dad que pudiera tener u n intento de definición de lo que presuntamente significa la palabra "filosofía". Podríamos vernos tentados a aplicar a la pregunta "¿Qué es la filoso­fía?" lo que san Agustín dice de la pregunta "¿Qué es el tiempo?", y observar que los filósofos tienen la impresión de saber bien lo que es, cuando la hacen realmente, pero mucho menos bien cuando se les pregunta. No debemos esperar que las respuestas que dan a esta pregunta sean más convincentes que las que se han dado a cualquier pre­gunta filosófica determinada. Tales respuestas son, de he­cho, tan divergentes e irreconciliables como las otras. Mi reacción espontánea en este punto es bastante similar a la de Quine, quien habla de "la semántica migratoria de un tetrasílabo", y cree que la mejor solución sería, sin duda, "considerar las empresas y actividades reales, viejas y nue­vas, exotéricas o esotéricas, serias o frivolas, y dejar que la palabra 'filosofía' caiga donde pueda"1. Me apresuro a pre­cisar que dejarla caer donde pueda no significa dejarla caer donde queramos, pues hay varios sitios donde no puede caer, y donde los filósofos, en uno u otro momento, han intentado en vano hacerla caer. Infortunadamente, no creo que podamos considerar sino como fracasos definitivos to­das las tentativas realizadas has ta ahora de hacer caer a la filosofía bien sea del lado de la ciencia, o bien del lado de la creación literaria y del arte.

Es fácil advertir que las obras que intentan responder a la pregunta "¿Qué es la filosofía?" no buscan realmente explicitar y precisar qué designa la palabra "filosofía", tal

W.V.O. Quine, "Has Philosophy Lost Contact with People?", en Theories and Things, Cambridge, Mass., y Londres, The Belknap Press of Harvard University Press, 1981, p. 190.

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como la utilizamos. Siempre se esfuerzan en mayor o me­nor grado por distinguir dentro del conjunto de los proyec­tos y actividades extremadamente variados y relativamen­te heteróclitos que llamamos "filosóficos", aquello que es realmente filosofía y lo que no lo es. Incluso los autores a priori más convencidos de que la filosofía es u n a especie histórica y cultural y no u n a especie natural , se compor­tan a menudo como si tuviera u n a esencia real que debe­ríamos reconocer y preservar contra formas diversas de desviación y de degeneración.

Las definiciones que se proponen para la filosofía no constituyen, en realidad, en la mayoría de los casos, más que la racionalización de u n sistema de valores y de prefe­rencias que no están justificados y que probablemente no son justificables. No puedo dejar de observar con cierta perplejidad que en uno de los intentos de respuesta más recientes, el famoso libro de Deleuze y Guattari , Qu'est-ce que la philosophie?, el análisis lógico figura en el penúlti­mo estadio de la decadencia, inmediatamente después del fondo de la vergüenza, que se alcanzó, afirman los auto­res, "[...] cuando la informática, el mercadeo, el diseño, la publicidad, todas la disciplinas de la comunicación, se apo­deraron de la palabra 'concepto'y dijeron: es asunto nues­tro, somos nosotros los creativos, quienes conceptuali-zamos"2. "'Concepto' —dijo acertadamente Wittgenstein— es u n concepto vago"3; y es, en mi opinión, u n concepto respecto del cual es preciso mantener, a pesar de los in­convenientes que esto pueda acarrear en ciertos casos, su vaguedad. Wittgenstein dice también, es cierto, que "la palabra 'concepto' es realmente demasiado vaga"4 (ganz u n g a r z u vag, destacado mío). Por consiguiente, no es ab­surdo pensar que podría haber buenas razones para tra­tar de precisarlo u n poco más. Comprendo perfectamente que sintamos la necesidad de recordar, por ejemplo, que aquello que los especialistas y los técnicos de la comuni­cación llaman u n "concepto" guarda poca relación con lo

Gilíes Deleuze y Félix Guattari, Qu est-ce que la philosophie?, Paris, Edi­tions de Minuit, 1991, p. 15. Ludwig Wittgenstein, Observaciones sobre los fundamentos de las mate­máticas, trad. de Isidoro Reguera, Madrid, Alianza Editorial, 1987, p. 365. Ibid., p. 349.

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que u n filósofo denominaría de esta manera. Pero no me resulta claro, por el contrario, qué interés pueda tener adoptar u n concepto de lo que es realmente u n concepto, de donde se siga que la ciencia, al contrario de lo que pu­diéramos suponer, no produce conceptos y que sólo la filo­sofía lo hace5. Sugerir que la línea de demarcación que nos agradaría trazar entre la ciencia y la filosofía podría ser la misma que se traza entre lo que es u n concepto y lo que no lo es, me parece u n a manera de pagar u n a ganancia aparente en el orden de la precisión a u n precio excesiva­mente elevado en el orden de lo arbitrario y del artificio.

En 1921, Meinong constataba: "ciertamente no es u n signo de perfección el que el problema acerca de la natura­leza y la tarea de la filosofía no siempre se decida de u n a manera en que todos coincidan", pero la situación no es necesariamente mucho más favorable en otros campos de la ciencia, y la diferencia principal podría residir en que la pregunta se formula sencillamente de manera más urgen­te en el caso de u n a disciplina que se orienta a tal punto hacia cuestiones de principio6. Confesaba, por su parte, no haber llegado a encontrar nunca, además de las rela­ciones de parentesco y de proximidad que existen entre todas las actividades que, de hecho, han sido practicadas desde tiempos inmemoriales bajo el nombre de "filosofía", "una fórmula conceptualmente exacta"7 capaz de dar cuen­ta de ella. Admito gustosamente que yo tampoco he en­contrado una , y que tengo serias dudas de que nos aproxi­memos realmente a la fórmula conceptual buscada al de­cir que todos los filósofos (supongo que habría que agregar "auténticos" o "dignos de tal nombre") tienen en común el hecho de crear conceptos y que no se crean conceptos por fuera de la filosofía.

Es cierto que este concepto de lo que es realmente un concepto corres­ponde probablemente a una creación de conceptos filosófica y que pue­de, por consiguiente, ser aceptado o rechazado, pero no realmente discu­tido, en lo referente a su capacidad de representar adecuadamente la realidad que conceptualiza (en este caso, la de la filosofía). "Alexius Meinong", en Die Deutsche Philosophie der Gegenwart in Selbstdarstellungen, mit einer Einführung herausgegeben von D. Raymund Schmidt, Erster Band, Leipzig, Verlag von Félix Meiner, 1921, pp. 100-101. Ibid.,p. 102.

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No estoy seguro, es cierto, de comprender correctamen­te lo que los dos autores que defienden esta tesis entien­den exactamente por "análisis lógico" cuando lo toman como blanco, y menos aún cómo puede acusarse seria­mente a los lógicos o a la lógica (sin más precisiones) de haber confundido el concepto y la proposición8. ¿Qué "ló­gico" podría aceptar sin u n a reacción de estupefacción y de indignación comprensibles el ver caracterizada su posi­ción como si implicara que "el concepto filosófico sólo apa­rece a menudo como u n a proposición desprovista de sen­tido"9? Por u n a vez, los filósofos neopositivistas, quienes, contrariamente a lo que creen Deleuze y Guattari, no con­fundieron nunca u n seudoconcepto con u n a seudoproposi-ción, y que dirían, por consiguiente, que u n a aserción como la que acabo de citar no tiene ningún sentido, ciertamente tendrían toda la razón. Como quiera que sea, si el análisis lógico es algo que se asemeja, relativamente, a lo que habi-tualmente se entiende por esta expresión, considero al me­nos curioso ver que se lo clasifica en u n nivel tan inferior en la lista de rivales cada vez más insolentes y lastimosos que la filosofía presuntamente ha debido afrontar, y de los que se nos dice que el propio Platón no los hubiera podido imaginar en sus momentos más cómicos10. Creo al menos difícil pretender sencillamente que el surgimiento de la nueva lógica en la época de Frege, de Russell y del primer Wittgenstein, y la explotación que se hizo de las nuevas posibilidades que representó para la filosofía el análisis lógico de las expresiones y de los enunciados, haya consti­tuido solamente u n a usurpación más , y no también u n proceso que no es insignificante. Puesto que en el libro de Deleuze y Guattari11, se hace referencia a "la idea infantil" de que la lógica es filosofía, creo que no sobra recordar que no hay nada menos infantil que la manera en que los au­tores en cuestión utilizaron la nueva forma de la lógica para renovar a la filosofía misma12.

Gilíes Deleuze y Félix Guattari, op. cit, p. 27. Ibid. Ibid. , p. 15. Véase ibid., p. 27. La profundidad del malentendido que existe (en la tradición filosófica francesa probablemente más que en cualquier otro lugar) entre la lógica

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Si me he permitido evocar este aspecto del problema, es porque mis dos predecesores inmediatos en estos lugares, Jules Vuillemin y Gilles-Gaston Granger, se encuentran precisamente entre los pocos filósofos franceses que tuvie­ron el mérito de comprender pronto la utilidad de la lógica, de los conceptos lógicos y del análisis lógico para el traba-

y la filosofía, jamás dejará de sorprenderme. Deleuze y Guattari no vaci­lan en hablar de un verdadero "odio a la filosofía" que inspiraría la rela­ción de los lógicos con ésta: "Es un verdadero odio a la filosofía lo que anima a la lógica, en su rivalidad o en su voluntad de suplantar a la filosofía. Ella mata el concepto dos veces" (Op. cit, p. 133). Además del hecho de que nadie ha tratado de reemplazarsimplemente !a filosofía por la lógica, debo confesar que no me resulta claro qué es lo que permite decretar que el amor por la filosofía, en pensadores como Frege, Russell, el primer Wittgenstein, Carnap o Quine, debía considerarse menos gran­de o auténtico que en los "verdaderos" filósofos como Nietzsche, Husserl, Heidegger, Bergson o Deleuze. Todo el problema reside precisamente en que "el odio a la filosofía", del cual los integrantes del Circulo de Viena presuntamente ofrecen, por lo general, el ejemplo más típico y más in­dignante, no les impidió, a pesar de lo que se piense al respecto, estar convencidos, ellos también, de defender la "verdadera" filosofía y aquella del porvenir. Paul Valéry describe en un momento dado un viaje imagi­nario a un país que llama "el país de la forma", donde las faltas de len­guaje y las faltas lógicas se sancionan penalmente como infracciones a la ley: "[...] En síntesis, todo lo que está destinado a actuar por la violencia, por la seducción, por la ilusión de nuestros sentidos o de nuestra mente, es tratado en ese reino como se trata en los otros aquello que actúa mediante la violencia corporal. Se considera que los ojos, los oídos, la imaginación, la memoria y el mecanismo lógico de los ciudadanos deben ser respetados como sus bienes, e incluso como el bien más preciado" [Oeuvres, II, edición establecida y anotada por Jean Hytier, Bibliothéque de la Pléiade, Paris, Gallimard, 1960, p. 456). De vez en cuando, hay filósofos que estiman que, si lo que se ha obtenido en ese país por medio de la represión pudiera obtenerse, en filosofía, mediante la adopción es­pontánea de principios, métodos y reglas que garantizaran un mayor respeto por la sensibilidad, la imaginación y las facultades lógicas de los demás, esto constituiría ciertamente un progreso para la disciplina. No obstante, de manera general, la idea que hay detrás de la ficción de Valéry (la de un país en el cual dice haber temblado de temor y, a la vez, de admiración) sólo evoca, para los filósofos, la tiranía intelectual en estado puro, el odio al pensamiento, la anti-filosofia. Musil había observado ya (a propósito de la manera de proceder de Spengler) que, en la categoría de los crímenes contra el espíritu, las infracciones contra las matemáti­cas, la lógica y la exactitud tienden a considerarse actualmente como crímenes políticos que honran a su autor, de manera que es el fiscal quien se encuentra generalmente en la posición del acusado. Quienes se quejan de las infracciones cometidas contras las reglas de la lógica y de la argumentación, podrían tener la impresión de exigir simplemente res­peto a un derecho elemental. Pero es de ellos de quien, incluso y espe­cialmente si se expresan como filósofos y a propósito de ia filosofía, se sospecha la mayor parte del tiempo de cometer un abuso de poder dicta­torial.

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jo filosófico y que, cualesquiera que sean las reticencias y reservas que han manifestado siempre frente a la manera en que la filosofía analítica los utiliza, y frente a ia tradi­ción analítica en general, nunca han tenido la tentación de subestimar la importancia decisiva que el aporte de la lógica contemporánea ha representado para la filosofía. Si recuerdo bien, fue a Ju les Vuillemin a quien escuché ha­blar por primera vez de Frege, de Russell y de Wittgenstein, y no creo exagerar si digo que se trató, en muchos aspec­tos, de u n a verdadera revelación. Es preciso representarse lo que era la filosofía francesa a comienzos de los años sesenta para apreciar has ta qué punto la manera que te­nía Vuillemin de demostrar, mediante la teoría y el ejem­plo, que era posible tratar aquellas cosas inexactas de las que se ocupa la filosofía con u n grado de exactitud y de precisión muy superior a aquel con el que nos contenta­mos generalmente, fue algo nuevo y decisivo para algunos de nosotros.

Es u n placer, para alguien que hace su entrada entre ustedes, haber tenido como predecesores inmediatos a sus dos maestros más importantes y a quienes puede, por con­siguiente, expresar su agradecimiento de u n a manera que no es u n a simple formalidad. Al mismo tiempo, reconozco que probablemente no fui u n buen discípulo ni del uno ni del otro. No fui u n buen discípulo de Vuillemin, porque puede sospechar que traicioné completamente la causa de la filosofía teórica y sistemática, de la cual era él, en nues­tra época, uno de los defensores más convencidos y ta­lentosos. Y tampoco fui u n buen discípulo de Granger, por razones que, si dejamos de lado el hecho de que lamen­tablemente jamás adquirí los conocimientos científicos que hacen de él u n a maestro tan impresionante, y que resul­tan indispensables para pretender seguir sus pasos, son finalmente del mismo orden y se refieren al hecho de que tampoco pude compartir por completo su concepción de la filosofía y de las relaciones que guarda con su historia.

Podría decir que a ambos maestros les debo en gran parte el descubrimiento de la importancia, no sólo de la lógica, sino igualmente de la ciencia en general, para la práctica filosófica. (En lo que respecta a lo segundo, debe­ría ciertamente agregar a sus nombres el de Georges Can-

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guilhem, cuya ausencia hoy en este lugar me da ante todo la impresión de un vacío imposible de imaginar y de me­dir). Podemos, sin embargo, constatar a primera vista que la filosofía contemporánea se ha visto en gran parte domi­nada por la confrontación que existe entre dos concepcio­nes en apariencia bien diferentes de la filosofía, u n a de las cuales concede u n a importancia prioritaria a los hechos de la ciencia y, más precisamente, de la ciencia en su for­ma y estado actuales, mientras que la otra tiende a privile­giar, por el contrario, los hechos del lenguaje ordinario y de la experiencia común. Cuando se la practica de la pri­mera manera, la filosofía se presenta, por lo general, más bien como u n a disciplina teórica y sistemática, explicativa y a la vez normativa, pues se reconoce a sí misma el dere­cho de adoptar una actitud fundamentalmente crítica frente a los conceptos, las categorías y los juegos de lenguaje ordinarios, los cuales, en su opinión, no gozan de ninguna inmunidad especial, y es posible incluso que deban ser seriamente reconsiderados y revisados con base en u n mejor conocimiento proveniente de las ciencias y de la pro­pia filosofía. Cuando se la practica de la segunda manera, por el contrario, tiende a aparecer más como u n a discipli­na ateórica y antisistemática, apriori, puramente concep­tual y, en principio, solamente descriptiva. Puede, además, presentarse como u n a empresa de índole esencialmente terapéutica o profiláctica, si se entiende que la necesidad primordial de quien se debate con problemas filosóficos es la de reconciliarse con la experiencia cotidiana, el sentido común, y los conceptos ordinarios. No serviría de nada encubrir el hecho de que se t rata realmente de dos con­cepciones diferentes de la filosofía, que ciertamente pue­den tratar de coexistir, pero que tienen pocas probabilida­des de llegar a u n acuerdo. Por otra parte, es indiscutible que, incluso aunque yo j amás la haya considerado como la única realmente posible, he dado, sin embargo, la impre­sión de haber optado, al menos en la práctica, decidida­mente por la segunda y no por la primera.

Creo que Vuillemin, por su parte, ha estado convencido siempre de que la forma de la filosofía debe ser hoy, tanto como ayer, la de u n sistema, en u n sentido que él, más que nadie, ha contribuido a aclarar y a explicar. Una de sus principales y constantes preocupaciones ha sido la de

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defender la idea de que u n a clasificación general y verda­deramente apr ior i de tipos diferentes de sistemas filosófi­cos, baSaua 6u ios ciitercni.es tipos cíe proposiciones d e ­méntales, debía ser posible y realizable. Nadie que haya leído u n libro tan poderoso y magistral como Nécessité ou contingence puede, creo, dudar de la fuerza y la sorpren­dente fecundidad de esta idea. Comprendemos bien en­tonces, que Vuillemin haya tendido siempre a percibir como u n a decidida regresión la predilección de nues t ra época, al menos has ta u n a fecha relativamente reciente, por la crítica e incluso, preferiblemente, por la crítica radical, más que por la filosofía constructiva, y por las empresas filosó­ficas de ese talante que podríamos llamar aforístico, más que sistemático, pues es así como se la percibe, como la del segundo Wittgenstein.

Esto no impide al autor de What are Philosophical Sys­tems? (un problema que, para él, no se diferencia real­mente de la pregunta misma "¿Qué es la filosofía?") ser el primero en observar que

una vez que ingresan a la filosofía la consciencia fenomenológica, la vida, la existencia y los juegos del lenguaje como primeros prin­cipios, satisfacen necesariamente las obligaciones sistemáticas ordinarias, pues es preciso mostrar que son suficientes para pro­ducir aquello que, en el mundo, se reconoce como realidad au­téntica, y para eliminar las construcciones intelectuales que, tra-dicionalmente, han sido equivocadamente tomadas por filosofía13.

De cualquier manera que se consideren las cosas, los sistemas filosóficos abiertos, fragmentarios, indetermina­dos y flexibles son, sin embargo, sistemas, y están someti­dos, como los otros, a la obligación de proponer u n princi­pio de demarcación entre lo real, que reconocen como tal, y lo aparente o ilusorio que excluyen. Podría incluso suce­der que Husserl haya estado en lo cierto cuando afirma que la crítica filosófica presupone ella misma la posibili­dad ideal de u n a filosofía sistemática. No creo, sin embar­go, que desde el punto de vista de Wittgenstein, por ejem­plo, el contraste más importante sea aquel entre u n a ma­nera sistemática y u n a manera no sistemática de concebir

Jules Vuillemin, What are Philosophical Systems?, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, p. 107.

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y de practicar la filosofía. Sería más bien, en mi opinión, aquel que existe entre quienes continúan concibiendo a la filosofía como u n a actividad teórica de cierto tipo y quienes, como él, tienden a considerarla más bien como algo de la naturaleza de u n trabajo o de u n ejercicio que el filósofo debe efectuar sobre si mismo y que cada uno debe efectuar de nuevo para sí, u n trabajo que se refiere, como lo dice, a la manera de ver las cosas y a lo que exigimos de ellas.

Cuando se concibe la filosofía de esta manera, al pare­cer hay sólo u n paso para llegar a la idea, que era efectiva­mente la de Wittgenstein, y a la que muchos consideran como algo que atenta contra la dignidad de la filosofía, según la cual deberíamos poder librarnos de u n problema filosófico, no mediante la adquisición de u n a forma de co­nocimiento o de visión superiores, sino más bien como nos curamos de u n malestar, u n a ansiedad, u n a perturbación o u n desorden psíquico. Wittgenstein evoca en uno de sus manuscri tos la tentación que podríamos tener de compa­rar el tormento del filósofo al del asceta que soporta gi­miendo u n a pesada esfera, y a quien u n hombre que lo ve le da súbitamente la solución a su problema diciéndole: "¡Déjala caer!"14 Esta comparación sólo puede parecer in­juriosa para la filosofía si olvidamos que la posición del filósofo es siempre y al mismo tiempo la del asceta y la del hombre que le recuerda que es la filosofía la que debe en­contrar u n medio filosófico, esto es, que no se reduzca al simple rechazo ignorante o arbitrario de los problemas mismos, que la libre de la carga aplastante que lleva. Y, para corregir la impresión de que la situación del filósofo ha sido descrita en términos que se asemejan demasiado a los de la psicología o, peor aún, a los de la psicopatología, es necesario precisar, además, que si el desacuerdo del que habla Wittgenstein es u n desacuerdo interno, no lo es en ese sentido. Lo es solamente en el sentido de que se trata de u n a discordancia y de u n a incomprensión que se manifiesta, no entre nosotros y u n a realidad externa y aje­na, sino entre nosotros y nuestro lenguaje y nues t ras pro­pias prácticas, entre nosotros y nues t ras maneras de ac­tuar y de describir lo que hacemos. Es allí donde debería-

Cf. Ludwig Wittgenstein, "Philosophie" ("The Big Typescript", § § 85-93), en Revue Internationale de Philosophie, No. 169 (1989), p. 187.

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mos buscar, en mi opinión, la explicación última de la ten­dencia de Wittgenstein a distinguir más radicalmente que la mayoría de los filósofos, u n problema científico de u n a perplejidad filosófica.

Es sin duda porque mi relación personal con la filosofía y lo que espero de ella están vinculados en gran medida a esta idea, y no porque me sienta autorizado a considerar como intrínsecamente absurda o históricamente supera­da la concepción más tradicional de lo que siempre ha sido y debería, si es posible, continuar siendo, que los sistemas filosóficos (en el sentido propio del término), a pesar de lo impresionantes y fascinantes que sean, si se los considera sencillamente como construcciones intelectuales de cierto tipo, no creo que constituyan la clase de instrumento apro­piado para la solución de los problemas que me planteo en filosofía. No se t ra ta únicamente, como lo dijo Wilhelm Busch, de que los filósofos (y, más específicamente, po­dríamos agregar, los autores de sistemas) sean como pro­pietarios de inmuebles que siempre hay que reparar15, lo que hace que podamos preferir renunciar sin más a ser propietarios16. Podemos también tener la sensación de que aquel filósofo que cree encontrar la solución a sus dificul­tades filosóficas en u n sistema o incluso, de manera más general, en u n a construcción filosófica cualquiera, se equi-

Wilhelm Busch, So spricht der Wise, Esslingen, Bechtle Verlag, 1981, p. 9. Ver a propósito de lo anterior el texto de Baudelaire que cita James Conant para aclarar la actitud actual de Putnam respecto de las teorías y los sistemas filosóficos en general (Hilary Putnam, Words and Life, editado por James Conant, Cambridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1994, p. xii). Tanto en su manera de leer hoy a Wittgenstein como en el poco entusiasmo que manifiesta por la investigación de nuevos sistemas, me parece que Putnam ha llegado finalmente a una posición que se aproxima bastante a aquella que me inclino a adoptar y que he intentado defender desde el comienzo (es cierto, con menos fuerza per­suasiva que él, dado el contexto hiper-teórico en el que esto ocurría, además de la mala consciencia). La manera en que el propio Wittgenstein describe su cambio de actitud y de estilo filosóficos después del Tractatus es esclarecedora a este respecto: "Todo lo que tiene el carácter de una aserción desaparece cada vez más en este/mi trabajo y, al hacerlo, es cada vez más correcto y, por el otro lado, cada vez más difícil de com­prender para quienes viven en las teorías metafísicas [esperan de las teorías metafísicas]" (Ludwig Wittgenstein, Wiener Ausgabe, Band IV, Bemerkungen zur Philosophie, Bemerkungen zur philosophischen Grammatik, herausgegeben von Michael Nedo, Viena-Nueva York, Springer Verlag, 1995, p. 131).

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voca, como diría Wittgenstein, sobre la naturaleza de su verdadera necesidad. En todo caso, me inclino a considerar la manera lamentable en que pasa la filosofía constante­mente y, en ocasiones, casi inmediatamente, de u n a posi­ción a la posición contraria más extrema, movimiento del cual la filosofía de la época reciente ha dado ejemplos tan espectaculares como tristes, como algo que constituye ante todo u n indicio de que aquello que nos obstinamos en bus­car en la filosofía podría no ser aquello que realmente ne­cesitamos y que resolvería nuestro problema.

Es evidente que, si consideramos, como lo hace Vuille­min, que el nacimiento de la filosofía está unido al de la axiomática (ambos, dice, están ligados el uno al otro como los Dióscuros), y que la axiomática es lo que ha permitido al espíritu humano despertar de su sueño mítico, es difícil no considerar el regreso al lenguaje ordinario que han pre­conizado algunos filósofos contemporáneos como u n a es­pecie de regresión hacia la mitología. Por lo demás, térmi­nos tales como "mitología" y "superstición" hacen parte precisamente de aquellos utilizados por Wittgenstein con bastante frecuencia pa ra calificar, por el contrario, las teo­rías filosóficas que critica. Y no es necesariamente u n con­suelo saber que, para él, u n a superstición, en ese sentido, es algo muy diferente de u n error. La filosofía, comprendi­da a su manera, puede dar la impresión de recaer directa­mente bajo u n sometimiento que es precisamente la ca­racterística del mito, y del cual no ha podido liberarse la ciencia más que haciendo aquello que Vuillemin llama "una revolución completa en el uso de los signos lingüísticos"17, esto es, creando u n nuevo lenguaje. Mientras que la filoso­fía se esforzó inicialmente por reformar y renovar la onto-logía mítica, repudiada por la axiomática, conformándose precisamente a las exigencias del método axiomático, es posible que el regreso al lenguaje ordinario parezca conde­narla a aceptar de nuevo acríticamente u n a ontología de este tipo; se t rata de u n reproche que, bajo diversas for­mas, ha sido formulado en repetidas ocasiones y a menu­do acertadamente, contra la práctica de las filosofías del lenguaje ordinario.

17 Jules Vuillemin, op. cit, p. 100.

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Dado que todos los sistemas axiomáticos comparten el aparato deductivo que constituye la lógica formal, "pode­mos —escribe vuillemin— ciCiinir ei sis Lema _e signos que le es propio a la filosofía como u n a ontologia sometida a la lógica"18. No obstante, la idea de apariencia y el contraste entre apariencia y realidad son habitualmente ajenos a la axiomática corriente, mientras que constituyen, por el con­trario, uno de los problemas fundamentales de la filosofía. Habría, entonces, diferencias esenciales entre la filosofía y la axiomática. La primera es que la filosofía busca reem­plazar la referencia equívoca a la realidad que caracteriza al mito por u n a ontologia determinada, y que "entre prin­cipios evidentes igualmente recomendados por el sentido común, pero incompatibles entre sí, se impone a la filoso­fía optar, lo cual explica sus divisiones"19. La exigencia de determinación y de coherencia tiene como resultado la im­posibilidad de aceptar el liberalismo y el sincretismo del sentido común: la toma de consciencia filosófica nos reve­la que estamos en la obligación de elegir, y todos los siste­mas filosóficos, incluidos aquellos que buscan alejarse lo menos posible del sentido común, adoptan opciones que implican, tarde o temprano, conclusiones que no concuer-dan con el sentido común. Los dos ejemplos que considera Leibniz como más famosos dentro de los "laberintos del pensamiento", a saber, el laberinto del continuo y el de la libertad, constituyen ilustraciones típicas de esta situa­ción. La segunda diferencia es que, si bien la filosofía se asemeja a la axiomática en el sentido en que ambas bus­can la verdad, a diferencia de lo que sucede en el caso de la verdad científica,

[...] su consideración de la ontologia lleva a la filosofía a genera­lizar una oposición que sólo tiene una importancia local y secun­daria en la ciencia. Los sistemas filosóficos rivales luchan por fronteras reconocidas, cuando no fijas, entre apariencia y reali­dad20.

Cuando se aplica a la ontologia, la axiomática produce inevitablemente pluralismo y desacuerdo, y condena a la

Ibid., p. 105. Ibid., p. 114. Ibid.

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filosofía a vivir indefinidamente en el conflicto que ha sido su marca de nacimiento.

Una de las obligaciones que incumben a u n a ontologia sistemática es, en estas condiciones, demostrar que las ontologías rivales se reducen al estatuto de simples apa­riencias. La característica de todos los autores de siste­mas ontológicos es, podríamos decir, presentarse como los únicos realistas verdaderos, como los únicos que dispo­nen de medios adecuados para hacer la discriminación correcta que debe trazarse entre la realidad y la pura apa­riencia. Esto es cierto también, desde luego, para los auto­res que la tradición filosófica clasifica en la categoría de idealistas. El propio Berkeley no se abstiene de afirmar que está más a favor de la realidad que cualquiera, de la única y verdadera realidad, y en contra de las quimeras filosóficas que las maneras de hablar irreflexivas e irres­ponsables nos llevan a inventar. Dentro de la clasificación propuesta por Vuillemin, los sistemas se dividen en dos grandes categorías: la clase de los sistemas dogmáticos y la de los sistemas del examen, cuyas principales variantes son el intuicionismo y el escepticismo. Para las ontologías dogmáticas, la verdad se define por la correspondencia con estados de cosas objetivos; para los sistemas del examen, la verdad está intrínsecamente ligada al proceso subjetivo del conocimiento, a la posibilidad que tenemos de cono­cerla y a los medios de que disponemos para hacerlo. Lo que comparten las diferentes versiones de la opción in-tuicionista, la de Epicuro, Descartes y Kant, por ejemplo, es la forma en que asignan límites al conocimiento, su re­chazo a adoptar u n a noción de objetividad susceptible de aplicarse a algo diferente de lo que está en principio al alcance del sujeto cognoscente.

Se observará que esta oposición entre los sistemas dog­máticos y los sistemas del examen puede relacionarse con aquella que se acostumbra hacer, desde los trabajos de Dummett, entre el realismo y el antirrealismo. La diferencia principal estriba en que, según él, disponemos hoy en día, en principio, de medios para decidir cuál es la opción correc­ta. Una teoría del significado adecuada para cierta catego­ría de proposiciones resolvería el problema, al indicarnos cuál es la noción de verdad apropiada para las proposicio­nes de este tipo. Sabríamos, gracias a ella, si se t rata de

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u n a noción de verdad objetiva, susceptible de trascender eventualmente toda posibilidad de verificación, o si, por el contrario, se trata de u n a noción más epistémica como la demostrabilidad o la verificabilidad. No habría, sin embargo, ninguna razón para esperar que la respuesta obtenida sea uniforme: podríamos vernos llevados a aceptar u n a concep­ción realista de la verdad para u n a clase de proposiciones dadas, y u n a concepción antirrealista para otra. El proble­ma no es, sin embargo, insoluble apriori. Es u n a oportu­nidad para constatar que la historia de la filosofía no es únicamente la de los sistemas y su interminable confron­tación, sino igualmente la de los intentos realizados por poner fin a la pluralidad y a la oposición por parte de aque­llos filósofos que no renuncian a separarlos y creen dispo­ner, finalmente, de medios que permitirían hacerlo de u n a manera susceptible de satisfacer en principio a todos.

Vuillemin observa que "no parece que el espíritu plu­ralista del método axiomático haya penetrado profunda­mente en la filosofía contemporánea"21. Esto es ciertamen­te verdadero y no debe sorprendernos el que los filósofos que no son conscientes de los vínculos que existen entre el método axiomático y la filosofía, o que no se ven impresio­nados por ellos, crean sin dificultad que u n problema filo­sófico, si tiene solución, debe tener u n a y sólo una . Peirce se refiere irónicamente a la actitud de aquellos filósofos que nada temen más que u n descubrimiento susceptible de resolver definitivamente un problema que los atormenta, pues su solución significaría también el final de lo que es más importante para ellos, a saber, la posibilidad de argu­mentar indefinidamente sobre él y en torno a él. A diferencia de los científicos, quienes abordan problemas que esperan resolver o, en todo caso, ver resueltos por las generaciones siguientes, los filósofos dan a menudo la impresión de que les interesa menos descubrir u n a solución, si la hay, que asegurar la perennidad del problema. Podríamos, proba­blemente, utilizando u n principio de clasificación poco habitual, dividirlos en dos grandes categorías, quienes pien­san que los grandes problemas filosóficos son y seguirán siendo insolubles, lo cual resulta comprensible si su solu­ción depende, de manera esencial, de la posibilidad de di-

Ibid., p. 118.

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rimir definitivamente el conflicto entre los sistemas que han sido construidos, y quienes piensan que, después de todo, no hay razones serias para considerarlos insolubles.

No es necesario para ser u n filósofo del segundo tipo, creer que la filosofía puede ser científica, en el sentido en que lo creía, por ejemplo, Russell. Bergson y, en u n género completamente diferente Wittgenstein, son filósofos que pertenecen claramente a la segunda categoría. "Nos deci­mos —escribe el primero en Lapensée et le mouvant— que los problemas filosóficos tal vez hayan sido mal plantea­dos, pero que, precisamente por esta razón, no seria nece­sario considerarlos 'eternos', es decir, insolubles"22. Es cier­to que Bergson pensaba asimismo que u n filósofo sólo re­suelve, en cierto sentido, s u s problemas, aquellos que él mismo ha creado; que la filosofía no inventa solamente soluciones, sino también problemas, y el verdadero méri­to, para u n filósofo, sería crearla, formulación de u n pro­blema y, al mismo tiempo, la solución. Si llevamos esta idea a sus últimas consecuencias, llegamos pronto a la conclusión, que parece ser la de Deleuze, de que las dife­rencias importantes entre los filósofos no residen en las soluciones que proponen a problemas comunes, sino más bien en los problemas propios de cada uno, y que, de algu­na manera, se formulan y solucionan simultáneamente, al menos en los más grandes filósofos, mediante la crea­ción de conceptos que son inseparables de ellos. En estas condiciones, discutir la solución de otro filósofo no resulta nunca interesante. Lo único interesante es t ratar de for­mular otro problema y crear, para resolverlo, otros con­ceptos. Por lo demás, es generalmente lo que intentan ha­cer, sin advertirlo, cuando pretenden discutir u n a solu­ción que no han inventado ellos mismos.

Bergson estaba convencido de que la metafísica había cometido el error de buscar la realidad de las cosas más allá del tiempo, del cambio y del movimiento, y sólo había producido por esta razón lo que llama "una organización más o menos artificial de los conceptos, u n a construcción hipotética"23. Una vez identificados los problemas reales,

Henri Bergson, Lapensée et le mouvant, en Oeuvres, textos anotados por André Robinet, introducción de Henri Gouhier, Paris, PUF, 1959, p. 1259. Ibid.

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pueden resolverse de u n a manera que no es de forma al­guna hipotética y que no implica tampoco, por consiguiente, la pluralidad de opciones que es la característica constitu­tiva del ámbito de la hipótesis. La solución, que está a nuestro alcance, consiste en separar la envoltura concep­tual y despertar la crisálida: todo nos lleva a creer que los "grandes problemas" desaparecerán sencillamente con la primera. "La metafísica, se nos dice, se convertirá enton­ces en la experiencia misma"24. Se t rata de u n a solución que siempre me ha parecido extraña, pues es difícil com­prender cómo podría la experiencia reemplazar a la meta­física y que ésta continuara siendo lo que presuntamente es. Bergson, sin embargo, creía al parecer en la posibili­dad de algo semejante a u n a metafísica vivida, en lugar de escrita, u n a metafísica sin símbolos, sin enunciados, e in­cluso sin medio de expresión ni necesidad de expresarse diferente de la experiencia misma.

Sólo he mencionado su "solución" para recordar que, si bien la constatación del hecho de que los problemas filo­sóficos han sido mal formulados desde u n principio es, ante todo, la expresión de u n constante fracaso y de un desencanto, puede dar lugar también a grandes esperan­zas. La historia de la filosofía está jalonada por los inten­tos de los grandes filósofos que han creído que bastaría formular correctamente los problemas de la filosofía (gra­cias a ellos), para que resultasen solucionables, bien de manera inmediata o mediante u n a forma de investigación metódica cuyos principios serían establecidos con clari­dad en lo sucesivo. Es cierto que ni la crítica kant iana de la metafísica ni los repetidos intentos realizados después de Kant por poner a la filosofía finalmente "en el camino seguro de la ciencia", parecen habernos aproximado a la solución del conflicto que existe entre las filosofías. Como lo afirma Vuillemin, la paz es la expresión de la resignación más que el efecto de la victoria. Sin embargo, no veo ningu­na razón para que la pretensión de haber conseguido reco­nocer la verdadera naturaleza de los problemas filosóficos y, a la vez, restituir a los filósofos la esperanza de llegar a resolverlos, no continúe siendo reformulada periódicamente en el futuro. Según Dummett, u n a vez que comprendemos

24 Ibid.

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que las controversias metafísicas relativas a problemas tales como la realidad del pasado, la de los estados mentales de los otros seres humanos , la de las cosas físicas o la de los objetos y estados de cosas matemáticas, son en realidad controversias sobre la teoría de la significación que debe­mos adoptar para las proposiciones de la categoría en cues­tión, no hay dificultad alguna en admitir que, en principio, pueden ser resueltas e incluso resueltas definitivamente. Para él, la oposición que se da entre u n realista y u n constructivista en matemáticas, por ejemplo, se toma en primer grado como u n a oposición entre dos imágenes. La primera es la de u n a realidad matemática que preexiste a nues t ras actividades de demostración y de refutación, y en la cual los estados de cosas se realizan o no se realizan de u n a manera completamente independiente de la posi­bilidad que tenemos de saber si lo hacen o no. La segunda es la de u n a realidad que es esencialmente el producto de las actividades de construcción del matemático y que no trasciende en manera alguna su capacidad de decidir so­bre la verdad de las proposiciones matemáticas. Esto nos da u n a idea exacta de la verdadera naturaleza de su desa­cuerdo. Es la adopción de u n a teoría de la significación de cierto tipo para las proposiciones matemáticas la que lleva consigo la imagen correspondiente, y no a la inversa, de manera que, si la cuestión pudiera dirimirse al nivel de la teoría de la significación, el conflicto que existe entre las imágenes, que constituyen las expresiones metafísicas de opciones que en realidad son de otra naturaleza, se resol­vería por sí mismo y no subsistiría nada que pudiéramos pensar en decidir desde el punto de vista filosófico. Es u n punto en el que no estoy dispuesto personalmente a se­guir a Dummett, pues no comparto ni la concepción de las relaciones que existen, en estos casos, entre las imágenes filosóficas y sus correlatos o substratos semánticos, ni su reconfortante optimismo. No obstante, encuentro que su programa es ciertamente mucho más razonable y definitiva­mente menos desagradable que las declaraciones de quie­nes nos invitan a contar, para la solución de estos proble­mas, con el progreso mismo de las ciencias o bien, si fuese preciso tomar literalmente otra cosa que escuchamos re­petir a menudo, contar con lo que podemos esperar de la poesía, de la literatura o del arte en general.

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Dummett piensa que, en lo sucesivo, sabremos al me­nos dónde buscar para resolver problemas como éstos, incluso si su solución puede tomar algún tiempo. Witt­genstein podría parecer a ú n más optimista, pues siempre estuvo persuadido, aun cuando por razones muy diferen­tes de las de Dummett, que u n a de las características que distinguen fundamentalmente las cuestiones filosóficas de los problemas científicos es que disponemos en principio de todo lo que necesitamos para resolverlas, y resolverlas completamente, en el momento en que se formulan. Se trata de u n a sugerencia que resulta evidentemente inad­misible para quienes piensan que la filosofía tiene u n vín­culo privilegiado con las ciencias, y que la solución de sus problemas puede depender en buena parte de los progre­sos (ya realizados, actualmente en curso o esperados para u n futuro) de nuestro conocimiento científico. Esta con­cepción no es, sin embargo, aun cuando presente ciertas afinidades con ella, la que filósofos como Vuillemin sacan de sus investigaciones sobre la teoría y la clasificación de los sistemas. Para ellos, en razón de los vínculos particu­lares que tiene la filosofía con el método axiomático, y de la rup tura que hace, como él, con el lenguaje ordinario y la experiencia común, la filosofía estaría, de hecho, del lado de las ciencias; y habría, en efecto, u n a relación entre los conceptos y las leyes científicas, por u n a parte, y las con­cepciones filosóficas que les corresponden, por la otra. Pero tal relación no es u n a determinación unívoca. Los siste­mas filosóficos y, afortiori, las clases de sistemas, nunca se confrontan con teorías, desarrollos y resultados cientí­ficos que podrían desempeñar en relación con ellos un papel comparable, en mayor o menor medida, al de experimen­tos cruciales. Mientras que Wittgenstein parece sostener que la solución de u n problema filosófico no depende nun­ca de u n descubrimiento científico aún por hacer, lo que habría que decir es más bien que puede depender en efec­to de él, pero de tal manera que u n descubrimiento cientí­fico nunca está en condiciones de imponer, por sí mismo, u n a decisión filosófica.

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V

Los partidarios de lo que llamamos la "filosofía científica", en el sentido estricto del término, no ven inconveniente alguno en considerar a la filosofía como u n a disciplina sometida al mismo proceso indefinido de autocorreción de cualquier ciencia, y susceptible de progresar de u n a ma­nera que no es fundamentalmente diferente. No obstante, la especificidad y la relativa autonomía que atribuyen a la filosofía la teoría de sistemas en relación con los aconte­cimientos científicos, como también con la presión de los hechos en general, no permiten concebir u n progreso tan sencillo como éste. "Las filosofías [...] —nos dice Vui­llemin— están vivas porque pueden ser escritas de nuevo indefinidamente"1; y es a menudo la influencia de los acon­tecimientos científicos lo que incita y lleva a proponer u n a nueva escritura. Podríamos entonces hablar en rigor de u n progreso si estamos dispuestos a considerarlo como u n a versión mejorada con relación a las precedentes, mas no si el progreso ha de entenderse como aproximarse cada vez más a obtener u n a solución única. Indudablemente, hay u n cont ras te total ent re es ta concepción y la de Wittgenstein, quien, tanto en la época del Tractatus como después, sostuvo que el fin de la filosofía sólo podía ser el de terminar definitivamente con los problemas filosófi­cos, y quien creyó incluso durante algún tiempo que esto

Jules Vuillemin, What are Philosophical Systems?, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, p. 132.

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era en efecto lo que había conseguido hacer en su prime­ra obra.

La apues ta que hace el segundo Wittgenstein es que puede haber u n a manera filosóficamente respetable de lle­gar a u n estado en el cual sencillamente ya no nos atormen­tarían los problemas filosóficos y, en particular, ya no se­ríamos sensibles a la presión que nos obliga a elegir entre opciones tan poco satisfactorias la u n a como la otra que constituyen, si se quiere, respuestas , mas ciertamente no la respuesta que esperamos. La tendencia general del au­tor de las Investigaciones filosóficas es t ratar de mostrar que, en todos los casos donde la filosofía parece condena­da a oscilar indefinidamente entre dos posiciones incom­patibles, que resultan al ser examinadas tan inaceptables la u n a como la otra y, conjuntamente, agotan al parecer el campo de las posibilidades, hay precisamente otra vía, no reseñada, que ha sido ignorada, sencillamente porque es más difícil de ver y que debemos incluso, para percibirla, efectuar u n a verdadera revolución en nues t ra manera de considerar las cosas. En ocasiones se califica de "quietista" a u n a actitud semejante, que consiste en evitar la adopción de toda posición filosófica sustancial, e intentar persuadir­se, ante todo, de que los problemas que preocupan al filóso­fo, tomados bajo la forma en que se presentan, no tienen en realidad el carácter urgente e inevitable, y menos aún el carácter sublime y decisivo, que aparentemente poseen. Lo que siempre me atrajo personalmente en Wittgenstein y que muchos filósofos encuentran, por el contrario, inso­portable, es precisamente la manera que tiene de tratar de convencer al lector de que el aspecto más importante del trabajo filosófico podría consistir en considerar más aten­tamente y modificar seriamente nuestra idea de lo que bus­camos en filosofía. Es u n aspecto esencial de aquello que Cora Diamond, al comentar u n a observación profunda y enigmática de las Observaciones sobre los fundamentos de las matemát icas 2 ha llamado "el espíritu realista"3, algo

"No empiria y si realismo en filosofía, eso es lo más difícil. (Frente a Ramsey)". ( Véase Ludwig Wittgenstein, Observaciones sobre los funda­mentos de las matemáticas, trad. de Isidoro Reguera, Madrid, Alianza Editorial, p. 274). Cf.Caxa. Diamond, TheRealistic Spirit, Wittgenstein, Philosophy and the Mind, The MIT Press, Cambridge, Mass., 1991.

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evidentemente distinto de la actitud que consistiría en op­tar por u n a forma cualquiera de realismo filosófico contra los adversarios ue éste.

Si lo que buscamos realmente fuese u n a forma de com­prensión superior de cosas misteriosas como el significado, el pensamiento, la inferencia, la demostración, la obediencia a la regla, etc., sólo podríamos vernos decepcionados, por múltiples razones, por las explicaciones que nos proponen los filósofos. Es sólo cuando consentimos en mirar en de­talle el papel concreto que desempeñan estas cosas en nues t ra vida que las explicaciones de esta índole pierden su carácter urgente e incluso obsesivo y, finalmente, de­saparecen. Renunciar a las teorías y a las explicaciones filosóficas no nos obliga a nada diferente, según Wittgens­tein, que a renunciar a formas de mitología que ellas mis­mas han creado; son ellas las que han entronizado el miste­rio y, como lo dice Cora Diamond, abandonar u n a mitolo­gía no es abandonar aquello de lo cual era u n a mitología.

Un ejemplo típico de lo anterior es lo que ocurre a me­nudo cuando nos preguntamos en virtud de qué poder misterioso y exorbitante consigue la comprensión de u n a regla determinar instantáneamente y de manera comple­tamente rígida la totalidad de las aplicaciones correctas que de ella podemos hacer después. ¿Qué quiere decir exac­tamente el maestro que le h a enseñado a su alumno, con base en cierto número de ejemplos, el significado de u n a regla y le dice ahora que debe continuar siempre de la mis­ma manera? Wittgenstein dice algo que a primera vista parece extraño, cuando observa que el maestro mismo no sabe más acerca de este punto de lo que está contenido en las explicaciones y los ejemplos que puede ofrecer, y que las explicaciones que puede darse a sí mismo de lo que quiere decir con esto no son fundamentalmente diferentes de aquellas que podría ofrecer a los demás. Cuando consi­deramos las cosas desde el punto de vista filosófico, tene­mos la tentación de creer que necesitamos u n a explica­ción de lo que quiere decir que consiga seleccionar u n a sola y única manera de continuar, entre u n a infinidad de maneras posibles, en u n espacio abstracto que no necesi­taría estar ya delimitado y estructurado en manera alguna por disposiciones, aptitudes y reacciones características de la situación del ser humano que aprende el significado

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de la regla. Buscamos u n a explicación que aclare el senti­do de lo que ha sido dicho de manera absoluta, y no para la persona a quien se dirige, en la situación en que se en­cuentra y con todas las presuposiciones tácitas que deben satisfacerse para que produzca realmente los efectos que se esperan de ella4.

Wittgenstein dice: "Hablamos y actuamos. Eso va presu­puesto ya en todo lo que digo"5. Es preciso comprender lo anterior como si las aclaraciones que la filosofía puede apor­tarnos sobre lo que es seguir u n a regla estuvieran destina­das a alguien que es capaz ya de hablar y de actuar como lo hacemos nosotros, y no constituyen explicaciones suscep­tibles de revelarle a alguien que las considerara desde fuera y sin presuposiciones de ninguna clase cómo son posibles prácticas semejantes a las nues t ras y qué las justifica. Wittgenstein parece remitirnos sencillamente a la explica­ción ordinaria y al espacio real en el que opera, mientras que la filosofía se cree capaz y, más aún, obligada, a ofrecer­nos u n a explicación mejor y más profunda, o al menos a persuadirnos de que la situación de la persona que trata de seguir u n a regla es muy diferente de lo que creíamos y mucho más preocupante. Pero es precisamente esta idea la que es confusa. De nuevo, nos equivocamos sobre la na­turaleza de la dificultad real, de nues t ras obligaciones rea­les y de los cambios que la filosofía puede introducir en nuestra forma ordinaria de considerar y describir las cosas.

Este punto es de crucial importancia, porque a la filoso­fía contemporánea se le atribuyen a menudo hazañas pro­piamente hercúleas, como aquella que habría consistido en librarnos definitivamente de ideas como las de signifi­cación, verdad y objetividad, al haber demostrado de u n a vez por todas su carácter intrínsecamente sospechoso o ilegítimo. La conclusión a la que Wittgenstein, por el con­trario, intenta llevarnos, es que, finalmente, no hay nada que objetar, desde el punto de vista filosófico, a nues t ras ideas habituales acerca de estas cosas, y al uso que hace­mos de ellas en la vida cotidiana, es decir, cuando no esta­mos atormentados por preocupaciones filosóficas. Al creer

Sobre este punto, cf. Cora Diamond, op. cit, p. 58). Ludwig Wittgenstein, Observaciones sobre los fundamentos de las mate­máticas, op. cit, p. 270.

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atacar ideas habituales de este tipo, el filósofo en realidad sólo se opone a u n a imagen filosófica confusa acerca de lo que debieran ser las cosas (e infortunadamente no pare­cen serlo), para que podamos, según él, utilizarlas legíti­mamente de la manera en que lo hacemos.

El descubrimiento importante que podemos hacer en filosofía no es, entonces, que ciertas distinciones aparen­temente cruciales en nuestro lenguaje, en nues t ra cultura y en nues t ra vida carezcan de fundamento, como la meta­física en la que parecen apoyarse, sino que no dependen realmente de lo que creíamos que dependían. Es por ello que, a pesar de las aproximaciones que se han sugerido a este respecto, no hay gran relación entre las intenciones de Wittgenstein y aquellas de quienes practican la de­construcción. Lo que él busca deconstruir, si puede usar ­se u n término de esta índole, no son las distinciones men­cionadas, porque ellas serían en sí mismas metafísicas, sino las teorías metafísicas (facultativas) que han termi­nado por hacer de ellas algo enigmático e imposible. La insatisfacción que experimentamos en filosofía respecto de nues t ras maneras habituales de pensar y de hablar, pro­viene de la impresión que tenemos de que no representan correctamente los hechos reales e incluso los contradicen, mientras que, en realidad, sólo contradicen las exigencias míticas producidas por la filosofía misma. Según la metá­fora utilizada por Wittgenstein, debemos hacer que nues­tro examen gire alrededor del eje que representa nuestra verdadera necesidad6 . Nuestras necesidades metafísicas pueden satisfacerse, como lo dice Cora Diamond, e inclu­so ya han sido satisfechas en cierto sentido, mas no de la forma en que lo pensábamos.

He hablado de distinciones que son, en efecto, reales y esenciales, pero que no están subordinadas a hechos como aquellos de los que dependen, para los filósofos, su exis­tencia y su realidad. Quien, como yo, conoció la especie de travesía por el desierto que representa u n trabajo profun­do sobre la filosofía de la lógica y de las matemáticas de Wittgenstein, se ve confrontado regularmente con la expe­riencia desconcertante, incluso desesperante, de escuchar

Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, trad. de A. García Suárez y U. Moulines, México, UNAM, 1988, § 108.

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cómo se repiten obstinadamente falsedades, e incluso fal­sedades evidentes, acerca de lo que podría ser su posición. Entre ellas figura la idea de que, según Wittgenstein, somos libres de inferir como queramos, que no hay diferencia entre u n a demostración correcta y aquella que decidamos sen­cillamente tener por tal, o entre u n a necesidad real y u n simple consenso en la manera de aplicar las reglas o de utilizar los signos, y así sucesivamente. El error consiste, en este punto, en suponer que Wittgenstein nos propone u n a alternativa de la siguiente clase: o bien la necesidad de las reglas corresponde a u n camino trazado de u n a vez por todas en u n universo platónico de significados, o bien sólo nos queda la solución escéptica, que consiste en reem­plazarla por nociones más débiles, como aquella de la sim­ple concordancia en la aplicación. La disyuntiva puede ser también: o bien la necesidad está constituida por hechos de cierto tipo en u n universo de objetos intemporales, o bien sólo serían hechos aquellos que se refieren a la exis­tencia de las reglas o de las convenciones que adoptamos y a nues t ra manera de aplicarlas; dicho de otra forma, hechos que no guardan relación alguna con la necesidad de la que hablamos. Respecto de lo anterior, se supone que Wittgenstein eligió el segundo término de la alternati­va, mientras que lo que rechaza, en realidad, es la alter­nativa misma. Una idea filosófica preconcebida de lo que debe ser la necesidad y del tipo de hechos que serían los únicos capaces de fundamentarla, nos impide, en estos casos, buscarla allí donde precisamente se encuentra, a saber, en la práctica del raciocinio lógico y de la demostra­ción matemática. Pareciera imposible encontrar la necesi­dad, porque el único lugar donde puede encontrarse es aquel donde olvidamos buscarla, convencidos como esta­mos de que no p u e d e encontrarse allí. Es como si lo que Wittgenstein llama "la dureza del deber lógico" [die Harte des logischen Mufi¡ estuviera condenada a desaparecer pura y llanamente, desde el momento en que aceptamos bus­carla en u n lugar diferente del mito fundador que nos pa­recía el único capaz de garantizar su existencia. Lo mismo sucede, mutatis mutandis, con otro tipo de necesidad, la de la obligación ética, a la que nos creíamos obligados a buscar en lugar completamente diferente del de los hechos ordinarios de la práctica y de la vida morales.

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Contrariamente a lo que se afirma a menudo, Wittgens­tein ni siquiera propone que renunciemos de u n a vez por todas a la imagen platónica que parece hacer parte inte­gral de la relación que tenemos con la necesidad. Como lo dice acertadamente Cora Diamond:

Abandonar por completo las imágenes que nos engañan cuando hablamos, como filósofos, sobre la demostración y el razonamiento, seria abandonar —no las matemáticas platónicas— sino las ma­temáticas, el razonamiento, la inferencia, aquello que reconocemos como provisto de sentido, como el pensamiento humano. Por con­siguiente, la imagen de una necesidad presente detrás de lo que hacemos, no ha sido rechazada, pero debemos mirar su aplicación7.

Lo que se discute no es la imagen misma, sino la mane­ra en que los filósofos intentan utilizar los "hechos" a los que parece remitirnos para explicar, por ejemplo, la distin­ción que hacemos entre u n a demostración objetivamente válida y u n a demostración que sólo da la impresión de serlo. No observamos suficientemente que, cuando Witt­genstein discute el uso que hacemos de imágenes de esta índole, a lo que casi nunca se opone es a la imagen misma. A propósito de u n ejemplo como el del alma del hombre y de las diversas cosas que creemos que ocurren en ella, dice: "una imagen está en el primer plano, pero el sentido está lejos, en el fondo"8. La imagen está realmente ahí, y nada permite considerarla como falsa9; pero su sentido (el uso o la aplicación que hacemos de ella) no es claro; y u n a imagen que se utiliza sin problemas y válidamente en el caso en cuestión, puede transformarse con facilidad en u n problema filosófico cuando buscamos (y no conseguimos) comprender su uso.

Por consiguiente, la imaginería platónica no es, en sí misma, ilegítima; pero u n a imagen no es u n a explicación, y u n a imagen fundamental tampoco es lo que llaman los filósofos u n fundamento. Una de las razones por las cua­les podemos pensar que la imagen platónica no es, en efec­to, u n a explicación es que, como lo observa Putnam1 0 , pa­

cora Diamond, op. cit, p. 259. Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, op. cit, § 422. Ibid, § 424. VéaseW\\s¡xy Putnam, Words and Life, editado por James Conant, Cam­bridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1994, p. 503.

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rece presuponer u n a forma de dualismo, en la que, por lo demás, no creemos realmente, entre el alma inmaterial y el cerebro. Se trata de u n a objeción que no podría moles­tar a Gódel, quien considera como u n simple prejuicio de nues t ra época la idea de que el espíritu no puede subsistir en ausencia de u n soporte material cualquiera. No obs­tante, si estamos dispuestos a pagar el precio, más vale saberlo y medir el alcance de lo que necesitaríamos prime­ro explicar para poder hablar de u n a explicación.

Wittgenstein dice que, cuando estamos en desacuerdo con las expresiones de nuestro lenguaje ordinario, es por­que tenemos en mente u n a imagen que contradice el modo de expresión usual . Pero nues t ra manera de expresar el desacuerdo no es ésta. Consiste más bien en decir que:

[...] nuestro modo de expresión no describe los hechos como son realmente. Como si, por ejemplo, la frase 'tiene dolor' pudiera ser falsa de una manera diferente del hecho de que esta persona no tiene un dolor. Como si la forma de expresión dijera algo falso, incluso cuando la frase, a falta de algo mejor, afirma algo correcto1'.

La idea de que la forma de expresión en sí misma pu­diera mentir, aun cuando las frases que la ejemplifican dicen algo completamente correcto, constituye realmente lo que se discute en todos los ejemplos de problemas filosó­ficos tratados por Wittgenstein. Al tratarse de la persona de quien se dice que siente dolor, podría ser, si lo que dicen los filósofos conductistas es cierto, que la frase esté equivo­cada de u n a manera mucho más grave que utilizarla para referirse a ella cuando no tiene u n dolor. Porque, después de todo, podemos vernos tentados a decir que la frase se detiene necesariamente en los signos externos del dolor y no llega al hecho mismo, aquel que sería capaz de verifi­carla y de justificar su aserción. Análogamente, los enun­ciados que se refieren al pasado pueden dar la impresión de estar intrínsecamente condenados a detenerse antes del hecho que describen, en recuerdos, huellas, indicios y testimonios. Un enunciado que se refiera a la realidad físi­ca puede parecerle a quien filosofa que tampoco llega al hecho al que alude y se detiene en algo más elemental, constituido por impresiones o sensaciones. Un enunciado

Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, op. cit., § 402.

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matemático da la impresión de describir u n hecho mate­mático que lo verifica, pero quizás sólo se refiera, en reali­dad, como lo sostienen los formalistas, a hechos relativos a los signos y a las operaciones efectuadas con ellos. La paradoja escéptica atribuida a Wittgenstein a propósito de seguir u n a regla proviene también de la idea de que cuan­do se le atribuye a alguien el dominio de u n a regla, se formula u n a aserción que se detiene, forzosamente, antes del hecho cuya existencia afirma y que necesitaríamos para justificarla; pues, cualesquiera que sean las pruebas que haya dado u n a persona de su aptitud para utilizar correc­tamente la regla, será siempre posible que aplique, sin que lo advirtamos, otra regla, o incluso que no aplique ninguna.

Este tipo de perplejidades están vinculadas al hecho de que, como lo dice Wittgenstein, "[...] en el uso real de las expresiones, tomamos, por decirlo así, desvíos, pasamos por callejuelas aledañas, mientras que vemos claramente ante nosotros el camino amplio y directo, pero de seguro no podemos utilizarlo porque siempre está obstruido"12. El camino amplio y directo es aquel que conduciría, si pudié­semos tomarlo, real y directamente al hecho mismo: re­sulta tentador decirnos que sólo de esta manera podría­mos alcanzarlo. Wittgenstein considera, por el contrario, que esta imagen y la protesta filosófica que engendra, son confusas. Ciertamente, no sería correcto negar que quizás él mismo se vio tentado por las conclusiones antirrealistas que parecen obligarnos a aceptar. Llegó incluso a decir alguna vez, en u n a discusión referente a determinar si es el pie o el dato sensible del pie lo que es real: "Nunca cono­cí la tentación del realismo. Nunca dije: 'lo que existe es el pie', pero sí estuve fuertemente tentado por el idealismo"13. Mi problema personal es casi exactamente el contrario: no creo haber sido tentado nunca seriamente por el idealis­mo, pero sí fuertemente tentado por el realismo, por el deseo de decir que lo que existe realmente es el pie. Creo que lo que Wittgenstein quería decir es que nunca había sido ten­tado por el realismo filosófico, y no que hubiese sido tenta­do seriamente por su opuesto filosófico, es decir, por la idea de que no es el pie, sino sólo el dato sensible del pie lo

Ibid. Citado por Cora Diamond, op. cit, p. 212,

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que existe. Podemos continuar siendo lo que éramos, esto es, realistas, y privarnos al mismo tiempo del tipo de ga­rantía filosófica imposible que exige el idealista y que su adversario realista cree poder ofrecer. Es notable que, en todas sus discusiones, Wittgenstein trate tanto al realis­mo como al idealismo filosóficos como tentaciones que pue­den experimentarse con mayor o menor fuerza, pero a las que debemos, en ambos casos, negarnos a ceder. El anti­rrealista cree ver u n a imagen precisa de lo que debieran ser los hechos para que la concepción del realista fuese correcta, y cree poder demostrar que los hechos reales son muy diferentes. El realista le reprocha poner en duda de manera poco razonable los hechos que todos debieran ad­mitir. Pero ninguno de los dos tiene, de hecho, u n a idea real de cómo serian los hechos susceptibles de dividirlos.

Esta manera de comprender y de tratar algunos de los ejemplos más característicos de lo que llamamos u n a difi­cultad filosófica (a través de la ironía y no de la teoría) su­giere, en mi concepto, varias observaciones importantes.

1) Considerados desde el punto de vista de la exigencia de racionalidad en general y, más específicamente, desde el punto de vista científico, en el sentido amplio del término, el lenguaje ordinario y su ontologia implícita pueden dar la impresión de u n a falta de univocidad y de u n a preocupa­ción insuficiente por la consistencia; no obstante, correc­tamente o no, Wittgenstein piensa que aquello que la filo­sofía como tal le reprocha es otra cosa, u n a deficiencia que es, en el fondo, más grave y mucho más difícil de corregir, esto es: u n a falta de adecuación fundamental y, de alguna manera, intrínseca, con los hechos que debe representar.

2) Basta u n mínimo de atención y de buena voluntad para comprender aquello que, para él, es irreductiblemen­te filosófico en u n problema filosófico, y lo que lo llevó a pensar que los problemas filosóficos son siempre proble­mas que tenemos con nuestro lenguaje. Como lo dije an­tes, los asuntos de esta índole no son para él la expresión de dificultades que tengamos con u n a realidad externa que se resiste a nuestros esfuerzos de conocimiento y com­prensión, sino la expresión de u n desacuerdo con nues­tras formas de expresión, con nuestros conceptos y con nuest ras prácticas habituales, es decir, finalmente, con nosotros mismos.

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3) Los hechos acerca de los cuales tenemos la impre­sión, cuando filosofamos de que nuestras formas de expre­sión no les hacen justicia, no son hechos de tipo ordinario, a disposición de todos, y sobre los cuales todos coincidi­rían, sino hechos de otra índole, hechos "metafísicos" de alguna manera. Si la queja principal que la toma de cons­ciencia y de distancia filosófica lleva a expresar contra la ontologia implícita o sugerida por el lenguaje natural se refiere ante todo a la equivocidad y a u n a tolerancia exce­siva de la inconsistencia, el remedio natural consiste cier­tamente en u n a transposición del método utilizado en la axiomática a los problemas ontológicos. Pero si la insatis­facción propiamente filosófica se refiere más bien a u n a ineptitud constitutiva de nues t ras formas de expresión, que no consiguen representar los hechos como son real­mente, la estrategia que debemos utilizar es evidentemen­te distinta. Es preciso mostrar que la exigencia filosófica es esencialmente el resultado de representarnos confusa­mente la situación, es decir, que no hay ni puede haber hechos del tipo que necesitaríamos para dar sentido y sus­tancia reales a la acusación o, por el contrario, para inva­lidarla por completo.

4) Por consiguiente, es completamente lógico, de parte de Wittgenstein, incluso si esto parece a primera vista u n a forma de oscurantismo, considerar que ninguno de los he­chos nuevos que el progreso del conocimiento y, más espe­cíficamente, del conocimiento científico, podrían eventual­mente llevarnos a descubrir, es de naturaleza tal que nos permita decidir si nuestro lenguaje concuerda o no con los hechos, en el sentido descrito.

5) Contrariamente a lo que se piensa a menudo, nada de lo que dice Wittgenstein nos autoriza a considerar nues­tras formas de expresión habituales como algo que no esté sujeto, en principio, a crítica o discusión. Wittgenstein no afirma que sean correctas y, por esta razón, inatacables, sino solamente que no hay ninguna manera de hacerlas aparecer como correctas o incorrectas, si esto significa en concordancia o en desacuerdo con hechos como aquellos en los que se piensa. Son, entonces, criticables y reforma­bles de muchas maneras, pero nunca por las razones espe­cificas que invoca la filosofía, y no hay ninguna manera de mejorarlas que sea susceptible de remediar el descontento

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tan particular que provocan en los filósofos, y que no guarda relación alguna con el de quien, como es el caso del cientí­fico, por ejemplo, podría disponer de u n mejor conocimiento de la realidad.

Comprendemos entonces, simultáneamente, en qué sen­tido pudo decir Wittgenstein que "la paz en el pensamien­to", esto es, la paz con nosotros mismos, en u n sentido que no es el sentido puramente psicológico al que pueden inducir algunas de sus formulaciones, era lo que buscá­bamos en filosofía, declaración que sus adversarios han interpretado con frecuencia como algo que propicia la re­nuncia y la pereza, olvidando que el reposo que se puede esperar alcanzar así es siempre el resultado de u n trabajo extremadamente difícil y no es, en el mejor de los casos, más que u n reposo transitorio e incluso episódico. Cabe observar a este respecto, como lo hace McDowell, que cuan­do Wittgenstein afirmaba que el verdadero descubrimien­to en filosofía seria aquel que le permite al filósofo dejar la filosofía cuando quiera, esto no debe comprenderse en manera alguna como u n argumento en favor de la idea de u n a cultura posfilosófica, en el sentido de Rorty. No signi­fica siquiera, en realidad, que Wittgenstein "contemplara para sí u n futuro en el cual se curara definitivamente del impulso filosófico"14. El descubrimiento al que se refiere es aquel que le permitiría a quien está torturado por dificul­tades y ansiedades filosóficas llegar a u n estado de sereni­dad y de tranquilidad al menos pasajero, pero ciertamente no le permitiría a la humanidad acabar definitivamente con la filosofía, como lo sugiere u n pronóstico, formulado en repetidas ocasiones, y que siempre me ha parecido com­ple tamente absu rdo . Desde la perspect iva del propio Wittgenstein, los problemas filosóficos son demasiado pro­fundos y, al contrario de lo que se afirma a menudo ac­tualmente, no son lo suficientemente históricos y contin­gentes para que pudiésemos prever u n a salida de esta ín­dole.

John McDowell, Mindand the World, Cambridge, Mass., y Londres, Har­vard University Press, 1994, p. 177.

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VI

Los esfuerzos realizados por los filósofos para tratar de explicitar la naturaleza exacta de los problemas filosóficos han sido al menos tan importantes como aquellos que han consagrado a su solución. Y hay buenas razones para con­siderar que han sido igualmente poco exitosos. En 1911, Husserl constataba que "incluso el verdadero sentido de los problemas filosóficos no ha conseguido u n a aclaración científica"1. Y no creo que el diagnóstico que pudiéramos formular hoy en día difiera mucho. La posición de los inte­grantes del Círculo de Viena sobre la naturaleza de los pro­blemas filosóficos siempre me ha parecido u n a especie de transposición exacta, al caso de la filosofía, de aquello que Hilbert había dicho en 1900 a propósito de las matemáticas:

Cualquier problema matemático determinado debe ser tal que podamos dar cuenta de él, bien sea porque conseguimos respon­der a la pregunta formulada, o porque la imposibilidad de la so­lución y, a la vez, la necesidad del fracaso de todos los intentos por hacerlo, pueden ser demostradas2.

Los neopositivistas lógicos pueden considerarse como racionalistas que han creído que incluso en filosofía no podía haber ignorabimus. debe ser posible resolver los pro-

Edmund Husserl, Philosophie ais strenge Wissenschaft, Frankfurt am Main, Vittorio Clostermann, 1965, p. 8. (tr. La filosofía como ciencia es­tricta, Buenos Aires, Nova, 1981). David Hilbert, "Mathematische Probleme", en GesammelteAbhandlungen, Buenos Aires-Berlin-Heidelberg-Nueva York, Springer-Verlag, 2a edición, 1970, vol. III, p. 297.

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blemas filosóficos o, al menos, saber por qué no pueden resolverse, algo que, de ser así, constituiría la solución de­finitiva. Habiendo sido, lo confieso, seducido en mi juven­tud por esta idea, probablemente más de lo que hubiera debido, sólo puedo constatar actualmente has ta qué pun­to me alejaba en este aspecto de la idea muy diferente en que Vuillemin relaciona el nacimiento y el desarrollo de la filosofía con los del método axiomático, y que no es en absoluto la de la imposibilidad de solución intrínseca de los problemas filosóficos, sino más bien la de la pluralidad irreductible de sus soluciones. A diferencia de lo que ocu­rre en las ciencias, no disponemos de medios experimen­tales que nos permitan decidir entre los sistemas, como t ampoco de in tu ic iones in t e l ec tua l e s que p u d i e r a n remplazarlos y que, por lo demás, para ciertos filósofos, en efecto los sustituyen. Ciertamente podemos comparar los sistemas filosóficos entre si, pero no sabemos si, para quien los considera desde fuera, la comparación pueda adoptar la forma de u n a confrontación real entre sus respectivos méritos. Y tampoco es evidente que tenga sentido pregun­tarse cómo serían las cosas si estuviésemos en condicio­nes de saber finalmente dónde debe trazarse la distinción real, y no simplemente aparente, que separa la apariencia de la realidad, y sobre la cual los filósofos jamás han lo­grado ponerse de acuerdo, y quizás nunca lo hagan.

La pluralidad de soluciones representada por las dife­rentes axiomáticas filosóficas es, en efecto, algo bien dis­tinto de la pluralidad de las geometrías, donde subsiste al menos la posibilidad en principio de determinar cuál es aquella de las diferentes geometrías posibles que corres­ponde a la naturaleza geométrica real del espacio. Gauss, para quien el problema de la pluralidad de las geometrías parece haber sido esencialmente éste, creía que, si la cues­tión hubiera de solucionarse algún día, sólo podría llegar­se a tal solución mediante métodos experimentales, pero que es posible tener, después de la muerte, u n a intuición geométrica mejor que nos permita decidir directamente cuál de estas geometrías posibles es la correcta (para él, prefe­riblemente, u n a geometría hiperbólica, más bien que la geometría euclidiana). Si creemos en alguna forma de in­mortalidad, resulta tentador preguntarnos qué podría es­perar descubrir un filósofo después de su muerte acerca

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de los problemas a los que se ha dedicado la mayor parte de su vida; en especial, si suponemos que esto tiene senti­do, si puede esperar saber por dónde pasaría realmente la línea de demarcación que busca entre apariencia y reali­dad. El filósofo a quien le fuese concedido ver finalmente de u n a manera distinta de p e r speculum et in aenigmate, ¿llegaría a saber que los problemas filosóficos eran intrín­secamente insolubles y quizás desprovistos de sentido, que sencillamente no pueden ser resueltos con los medios insu­ficientes con que cuenta la humanidad, que u n a de las po­sibilidades de solución imaginada por los filósofos, y sólo ella, era en realidad, correcta, que no había u n a única so­lución, sino varias, tal vez u n número ilimitado de solucio­nes? La pregunta misma tiene u n aspecto bastante extra­ño. Si la respuesta a los interrogantes filosóficos consistiese en verdades filosóficas, éstas debieran ser conocidas como todas las demás por u n ser omnisciente. Pero basta con describir la situación en estos términos para advertir que, a diferencia de lo que sucede con aquellos problemas que son claramente problemas de conocimiento, no tenemos forzosamente u n a idea precisa de lo que podría saber even­tualmente u n ser omnisciente y cuya ignorancia por parte nuestra seria lo que nos impide encontrar la respuesta a las preguntas filosóficas.

Según Hao Wang, Gódel, quien consideraba que el pro­cedimiento de la definición axiomática era el instrumento por excelencia de que disponemos para tratar de llegar a u n a percepción más precisa de u n concepto, pensaba que debía ser posible encontrar, para los conceptos fundamen­tales de la filosofía, u n a axiomática que desempeñara un papel comparable al desempeñado por la axiomática de Newton en la física, y parece que soñó incluso con hacer por la filosofía algo semejante a lo que había hecho Newton por la física3. Evidentemente no podremos comprender esta idea si olvidamos que los conceptos filosóficos, y los con­ceptos en general, no son para Gódel u n a "creación" nues­tra, sino cosas que preexisten a la percepción, general­mente imprecisa e incompleta, que tenemos de ellas y que

Cf Hao Wang, From Mathematlcs to Philosophy, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1974, p. 85, y Reflections on Kurt Gódel, Cambridge, Mass., y Londres, The MIT Press, 1987, p. 164.

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sólo podemos esperar percibir cada vez mejor. Su posición sobre la condición de la filosofía no se puede separar de su realismo conceptual más que la de Deleuze de su creati­vísimo conceptual. Gódel pensaba, al parecer, que no hemos llegado aún en filosofía al lugar alcanzado por la física gra­cias a Newton. Quizás lo que nos hace falta es, sencilla­mente, u n a axiomática correcta en los puntos esenciales, que permita a la filosofía contemplar el tipo de porvenir que tuvo la física después de esta primera tentativa. No obstante, esto significa tan sólo que aún no la hemos en­contrado, no que sea imposible hacerlo. Aun cuando ad­mita que él mismo no consiguió determinar cuáles son los conceptos correctos, y menos aún encontrar los "axiomas" adecuados para ellos, Gódel no parecía poner en duda el hecho de que realmente existieran. La mayor parte de los filósofos contemporáneos considerarían sin duda el pro­grama que propone como algo utópico y /o arcaico, aun cuando constituya la prueba de que la relación intrínseca que existió originalmente entre la filosofía y el método axiomático, e incluso la vieja idea de que puede llegar algún día el "Newton de la filosofía", no han desaparecido por completo para todos. A este respecto, Gódel, quien siempre tuvo la sensación de defender ideas extrañas o contrarias al Zeitgeist, estaba ciertamente mucho más alejado de éste al optar, contra la corriente, por el platonismo matemático. Pensaba en u n a aplicación del método axiomático a la filo­sofía en u n sentido evidentemente mucho más directo y literal que aquel propuesto por Vuillemin y, al parecer, sin prestar atención al problema específico que representa para la filosofía la existencia de u n a pluralidad de soluciones que parecen ser cada vez igualmente posibles, como tampo­co a la dificultad que habría en concebir dos axiomáticas filosóficas susceptibles de relacionarse entre sí de manera semejante a como se relacionan la de Newton con la de Einstein, la cual, para los físicos, suplantó a la del primero.

Gódel, en cualquier caso, estaba convencido de que la filosofía había renunciado con excesiva facilidad a algunas de sus legítimas y tradicionales ambiciones, y no le pare­cía irrazonable considerar que u n gran programa metafísi-co como el de Leibniz podría ser retomado y realizado con los medios de los que disponemos actualmente. Hao Wang dice de él que "parece tener la sensación de que Leibniz

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había considerado todas las cosas realmente fundamenta­les y lo que necesitamos es ver estas cosas con mayor clari­dad"4. Es cierto que la filosofía, a pesar de todo lo que se ha dicho y escrito sobre su fin inminente o sobre el agota­miento de sus posibilidades, nos reserva todavía varias sorpresas. No obstante, resulta difícil creer seriamente que lo que era posible en la época de Leibniz y de Newton podría serlo de nuevo y más aún comparar, como lo hace Gódel, el caso de la filosofía con el de u n a disciplina como la física. Coincido con Vuillemin en la idea de que, por razones inter­nas, los vínculos existentes entre la filosofía y la axiomática lamentablemente no permiten llevar su semejanza a ese punto. Los sistemas filosóficos no están nunca, los unos respecto a los otros, en la posición que tendrían si su ca­rácter fuese realmente comparable al de las teorías cientí­ficas y, más exactamente, al de las axiomáticas científicas. Sin embargo, aun cuando el ejemplo de Gódel sea poco representativo, y haya buenas razones para ser al menos tan escéptico como el propio Wang acerca de la posibilidad de realizar su programa, no creo, a pesar de todo, que po­damos esperar que desaparezca por completo la idea tra­dicional que Gódel retoma a su manera, esto es, el deseo de buscar y la convicción de haber encontrado finalmente fundamentos para la filosofía que no habrán de ser modi­ficados en el futuro, aunque esta idea probablemente será formulada de muchas maneras diferentes.

Entre otras convicciones, Vuillemin y Granger comparten aquella según la cual la pluralidad de sistemas filosóficos y de respuestas filosóficas es, en cierta forma, constitutiva y no accidental y provisoria, y que representa, además, u n a característica positiva y no u n a insuficiencia lamentable o la prueba de u n fracaso. Evidentemente, no es una idea que compartan quienes piensan que, si bien los autores de los sistemas filosóficos han elegido, infortunadamente no nos han dado los medios para elegir nosotros mismos, y que esto constituye, precisamente, el problema filosófico por excelencia. La multiplicidad irreductible de soluciones significa para ellos, sencillamente, que no hay solución. La pluralidad, entendida en el sentido de Vuillemin y de Granger, es lo que les impide a ambos aplicar la noción de

Hao Wang, Reflections on Kurt Gódel, op. cit, p. 210,

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verdad a la filosofía. Vuillemin estima que la prudencia, en ausencia de la posibilidad de dirimir realmente la cuestión, nos obliga a concluir que "la pluralidad de filosofías hace que el concepto de verdad filosófica sea inadecuado e in-apropiado, al menos si la palabra verdad se utiliza en su sentido ordinario"5. Granger, por su parte, anuncia al co­mienzo del libro que consagra a la defensa de la noción de conocimiento filosófico:

[...] Renunciaremos a sostener la idea de que la palabra verdad pueda ser aplicada correctamente en filosofía. Si la filosofía no nos propone esquemas abstractos de hechos, explicaciones e ins­trumentos de previsión de una experiencia efectiva o posible, ¿qué sentido podríamos darle a las Verdades filosóficas', más que el de prescripciones e imperativos? Por otra parte, hemos rechazado igualmente este aspecto directamente normativo de la filosofía, que abordaremos a continuación bajo el nombre de ideología. La filosofía, como tal, no dice ni lo verdadero ni lo justo, incluso y ante todo cuando parece arrogarse el poder de hacerlo... En el mejor de los casos, podríamos decir que lo significao lo comenta1'.

La precariedad de las filosofías no proviene del hecho de que los enunciados de los filósofos sean revisables y provi­sionales, "sino de la libertad que tenemos de optar por una perspectiva global sobre lo que significa nuestra experien­cia"7. Granger cree que no hay ningún sentido en el que se pudiera decir, como se dice de las teorías científicas, que u n a filosofía mejore realmente a otra y deba, por ende, pre­ferírsela a ella, pues u n a filosofía es cerrada en un sentido mucho más estricto del que puede serlo u n "paradigma cien­tífico". Como dice Granger: "Los conceptos con los que ope­ra u n a filosofía [...] son verdaderamente irreductibles, aun cuando eventualmente homólogos y a menudo homónimos a los de otro sistema, en la medida en que pretenden ana­lizar y reconstruir los significados de la experiencia"8.

Podríamos hablar entonces de cierta inconmensurabili­dad entre las filosofías que limita de manera especial la po­sibilidad de utilizar algunas de ellas para criticar a otras.

Jules Vuillemin, What are Philosophical Systems?, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, p. ix. Gilles-Gaston Granger, Pourla connaissancephilosophlque, Paris, Editions Odile Jacob, 1988, p. 20. Ibid. Ibid.. p. 25,

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Parece existir entre la mayoría de los filósofos (al menos dentro de la tradición "continental") u n consenso bastante notable acerca de lo que podríamos llamar la futilidad de las refutaciones, y la inutilidad relativa o completa de las discusiones mismas en filosofía. Es la posición que defienden filósofos como Heidegger, Bergson y, de otra forma, si se quiere aún más extrema, Deleuze.

Estimo —escribe Bergson— que el tiempo dedicado a la refutación en filosofía es, generalmente, tiempo perdido. De tantas objeciones formuladas por tantos pensadores en contra de otros, ¿qué queda? Nada, o poca cosa. Lo que cuenta es lo que permanece, el aporte de verdad positiva: la afirmación verdadera se sustituye a la idea falsa en virtud de su fuerza intrínseca y es, sin que nos hayamos molestado en refutar a nadie, la mejor de las refutaciones9.

La refutación sin negación es entonces posible, e incluso la única posible en filosofía. Podríamos decir, en efecto, que las objeciones pasan y las filosofías permanecen. Pero esto no significa, infortunadamente, que sea la verdad lo que permanezca; y el hecho de que u n a afirmación filosó­fica haya sobrevivido a todas las objeciones posibles no constituye necesariamente u n argumento a su favor. Po­demos comprender entonces que Frege, quien pensaba haber refutado en repetidas ocasiones u n a serie de ideas falsas, e incluso evidentemente falsas, escribiera en un momento de exasperación:

Hay, al parecer, hombres en los cuales resbalan las razones lógi­cas como en un encerado. Sin duda hay igualmente opiniones que, aun cuando hayan sido repetidamente refutadas, y aunque nunca se haya intentado seriamente refutar estas refutaciones, se difunden de nuevo sin cesar, como si nada hubiese pasado. Lamento no conocer ningún medio, parlamentaria y literalmente aceptable, de obligarlas a regresar a su guarida, de tal manera que no se atrevan nunca más a asomarse a la luz del día10.

No creo que hubiera consolado a Frege el saber que las opiniones que ingenuamente había intentado refutar no eran precisamente opiniones científicas, sino opiniones fi-

Henri Bergson, Oeuvres, textos anotados por André Robínet, introduc­ción de Henri Gouhier, Paris, PUF, 1959, pp. 861-862. Gottlob Frege, "Antwort auf die Ferienplauderei des Hernn Thomae", en Kleine Schriften, herausgegeben von Ignaccio Angelelli, Hildesheim, Georg Olms, 1967, p. 328.

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losóficas, y que era, por consiguiente, u n error o, en todo caso, u n a pérdida de tiempo, t ratar de refutarlas.

Bergson admite, al parecer, que la refutación es teórica­mente concebible en filosofía y la considera sencillamente inútil, pues basta, en su opinión, con confiar en la fuerza intrínseca de la verdad. Pero podríamos pensar también que, si la refutación es inútil, es sólo porque no es posible, porque nunca es real, sino sólo aparente. Es ésta la conclu­sión que parece derivarse inevitablemente de la manera en que Vuillemin y Granger, siguiendo a uno de mis predece­sores en estos lugares, Martial Gueroult11, conciben los sistemas filosóficos y las relaciones que existen entre ellos. La opción entre los sistemas es ciertamente libre, pero re­sulta difícil decir en qué sentido podría ser, como desearía­mos que lo fuese, igualmente racional. Lo que hace de la filosofía u n a actividad racional tiene pocas probabilidades de ser el lugar que ocupa en ella la discusión crítica o la confrontación racional entre soluciones rivales, pues éste parece ser uno de los lugares más reducidos y quizás inexis­tente. Esto pone ciertamente en u n a situación completa­mente ingenua y paradójica a u n filósofo que, como es mi caso, ha dedicado mucho tiempo a tratar de refutar, o al menos de combatir, concepciones que considera falsas, y que estaría dispuesto a sostener que lo son. Es cierto que u n a concepción filosófica es algo diferente de un sistema filosófico auténtico. Pero esta característica de la "autenti­cidad" suscita problemas delicados, que prefiero dejar de lado en esta ocasión.

De manera general, especialmente cuando han leído autores como Nietzsche y Freud, los filósofos actuales se muestran bastante escépticos acerca de la existencia de lo que quisiéramos llamar u n a voluntad de verdad, como tam­bién respecto a la idea de u n a fuerza intrínseca de la ver­dad. Esto, sin embargo, no les impide necesariamente se­guir creyendo que la verdad en filosofía (si existe), sólo debe contar consigo misma para triunfar, y que resulta inútil e incluso u n poco ridículo tratar de facilitarle el camino ata­cando los errores que la obstaculizan. No me resulta claro

Cf Martial Gueroult, Dianoématique I - Histoire de l'histoire de la philosophie (3 vol., 1984-1988). 77 - Philosophie de l'histoire de la p h i l o s o p h i e ^ ! ^ ] , París, Aubier, 1979-1988.

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en qué pudiera basarse este residuo de la teleología de la verdad en marcha y este optimismo, que lamentablemente nunca he podido compartir. En la confrontación con el error, la verdad se encuentra ciertamente en igual desventaja, a priori, en filosofía, que en todos los otros campos y quizás incluso mucho más. Como dice Hacker: "La verdad tiene dignidad, pero rara vez encanto. Son las ilusiones de la filosofía, y no sus humildes verdades, las que hipnotizan"12. Podríamos agregar que la falsedad y la ilusión tienen ge­neralmente, por su parte, el encanto y, a falta de la digni­dad, al menos los honores. Pero, desde luego, para decir esto es necesario estar dispuesto a admitir, real y concre­tamente, y no sólo de la manera puramente formal en que lo hacen todos los filósofos, que la filosofía es capaz de producir falsedades, ilusiones y sinsentidos, y que es in­cluso algo que hace con bastante frecuencia. Esto no nos obliga, desde luego, a suponer, como en ocasiones se hace, que sólo produzca estas cosas. Podría haber lugar en la filosofía para un trabajo que consista en aclarar confusiones y eliminar sinsentidos y, a la vez, para formular proposicio­nes con sentido y, además, verdaderas. No obstante, si adoptamos el punto de vista de Wittgenstein, las verdades de la filosofía, a las que se refiere Hacker, no pueden ser sino verdades del tipo más corriente y no merecen el ape­lativo de "filosóficas", más que por haber sido conquista­das contra las ilusiones filosóficas. Las verdades filosófi­cas son verdades que la filosofía nos permite reconocer finalmente, después de habernos impedido verlas.

Sería demasiado extenso explicar aquí por qué soy rela­tivamente escéptico acerca de la posibilidad de conservar en filosofía, como lo propone Granger, la noción de conoci­miento, renunciando a la de verdad e igualmente a la de obfeto del conocimiento. Vacilaríamos sin duda en afirmar actualmente, como lo hizo Brentano: "Allí donde hay sa­ber, hay necesariamente verdad; y allí donde hay verdad, hay unicidad: pues ciertamente hay muchos errores, pero sólo u n a verdad"13. Después de todo, no faltarían científi-

P.M.S. Hacker, Appearance andReality, A Philosophical Investigation into Perception and Perceptual Qualities, Oxford, B. Blackwell, 1987, p. 182. Franz Brentano, Über die Zukunft der Philosophie 8 1929), Mit Anmer-kungen herausgegeben von Oskar Kraus, neu eingeleitet von Paul Weingartner, Hamburg, Verlag von Félix Meiner, 1968.

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eos y epistemólogos que dijeran, por el contrario, que la pluralidad no es menos inherente al caso del conocimiento científico que al de la filosofía. Me contentaría con decir, a este respecto, que no creo realmente en la posibilidad de determinar u n a posición intermedia, estable y satisfacto­ria, entre la idea tradicional, defendida, por ejemplo, por Dummett, según la cual la filosofía constituye u n sector de la investigación de la verdad en el cual debemos dejar u n lugar, como en todo los demás, a cierta idea de progre­so, y la idea de Wittgenstein, según la cual la filosofía es algo muy diferente, a saber, u n a actividad de aclaración conceptual que no produce asertos ni conocimientos que pudiéramos llamar "filosóficos". En otras palabras, dudo que sea posible disociar realmente, como nos agradaría hacerlo para tener en cuenta el caso, en realidad bastante especial, de la filosofía, las ideas de verdad, de conocimiento y de progreso realizado en dirección de la verdad.

Me apresuro a decir que no veo nada en la situación actual de la filosofía que impida, apriori, considerarla a la manera de Dummett. El inconveniente de todas las teorías que no aceptan esta concepción es el aspecto de recons­trucción y de reinterpretación radicales que suponen. Pues es preciso admitir que, en este caso, las grandes filosofías del pasado harían algo muy diferente de lo que creían es­tar haciendo. Wittgenstein nos dice, de u n a manera que podemos considerar, en efecto, poco plausible, que al creer debatir cuestiones de hecho y formular verdades de cierto tipo, realmente estaban t ratando con confusiones concep­tuales y lingüísticas. No creo, sin embargo, que sea escla-recedor ni convincente decir que estaban expresando sen­cillamente perspectivas globales inconciliables sobre la experiencia, considerada en su totalidad, o maneras dife­rentes de organizar, no los hechos, sino los significados y que, cuando creían proponer soluciones rivales a proble­mas idénticos, y discutir entre ellos las respectivas venta­jas de cada una , en realidad no estaban haciendo nada de esto. Si pensamos, como Granger, que cada sistema filosó­fico "no puede ser realmente atacado, modificado o t rans­formado sino desde su interior"1'1, resulta difícil compren­der lo que ocurre exactamente cuando, como sucede a

Gilles-Gaston Granger, op. cit, p. 20.

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menudo en el caso de la historia de la filosofía, los filósofos incurren en la incongruencia o el desatino de atacar los sistemas de sus oponentes, desde u n punto de vista que forzosamente es externo. Es un hecho que todos los grandes filósofos, incluyendo a aquellos que han dado la impresión de poner en duda directamente la idea misma de verdad, se han expresado sin embargo en el modo asertórico, como si enunciaran ellos mismos verdades, y se han sentido obligados a defenderlas contra las de otros filósofos. Si bien el historiador de la filosofía tiene buenas razones para abs­tenerse de criticar y evaluar, se trata de u n a regla que los filósofos que estudio nunca se han considerado obligados a respetar; por el contrario, en la mayoría de los casos, con­ceden a la crítica y a la polémica contra las otras filosofías u n a importancia crucial en sus obras.

En otras palabras, la historia de la filosofía no parece ser solamente el proceso de la afirmación puramente posi­tiva de los sistemas filosóficos en el t ranscurso del tiempo, sino también la de todos los esfuerzos realizados por sus autores para demostrar que los sistemas rivales eran defi­cientes o inadmisibles, y esto por razones que pueden ser, esencialmente, de tres clases: su incompatibilidad con hechos reconocidos y verdades establecidas, la contradic­ción interna, y —last but not least— la ininteligibilidad y el sinsentido. Contrariamente a lo que se afirma a menudo, los neopositivistas lógicos no fueron los primeros en agre­gar la tercera, la ausencia pura y simple de significado, a las dos precedentes: la falsedad material y la inconsisten­cia lógica. Tampoco fueron los únicos en considerar que los problemas formulados por sus predecesores eran en realidad pseudo-problemas. Bergson, por ejemplo, pare­cía pensar lo mismo: "Digo que hay pseudo-problemas, y que son los angustiosos problemas de la metafísica. Los reduzco a dos. El primero ha engendrado las teorías del ser, el otro las teorías del conocimiento"15.

Groethuisen observa, en u n texto titulado apropiada­mente Las parado jas de la historia de la filosofía, que "los grandes metafisicos del pasado reclamaban para sus sis­temas u n a validez general; pretendían haber encontrado la verdad". Y esto significa que esperaban que su filosofía

Henri Bergson, op. cit, p.1336.

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se discutiera e incluso lo exigían16. No obstante, de mane­ra general, "una filosofía comienza por ser verdadera, o al menos por ser juzgada según los criterios de lo verdadero y lo falso, para terminar siendo 'histórica', o sencillamente interesante"17. Y, en ese momento, ya no puede tratarse de algo que se discuta. Tiendo a pensar que, como dice David Stove, en filosofía como en otros campos, "[...] u n a prueba mínima del mérito intrínseco de cualquier cosa que se escri­ba es la siguiente, que pueda ofrecerse u n a razón no histó­rica por la cual debería leerse: una razón [...] absolutamente independiente del hecho de que otras personas lo hayan leído"18. La filosofía que sólo tuviera u n interés histórico no podría tener, al mismo tiempo, un interés filosófico; y, cuan­do los propios filósofos dicen, como sucede en ocasiones, que u n a filosofía sólo tiene interés histórico, quieren decir, precisamente, que no tiene u n interés filosófico. Brentano critica u n a afirmación de Renán, en Averroés et l'averroisme, según la cual toda ciencia debe convertirse finalmente en historia de la ciencia y esto será igualmente lo que ha de suceder con la filosofía, la cual deberá ser sust i tuida tam­bién por su historia. Esto equivale, para Brentano, a con­ferir a la historia de la filosofía u n a preponderancia que él, por su parte, se niega categóricamente a aceptar en lo que se refiere a todas las investigaciones de la filosofía siste­mática. Para él, "identificar la historia de la filosofía con la filosofía significa, simplemente, no entender en absoluto la filosofía, haber perdido la confianza en su verdadero éxito"19. La historia de la filosofía no es u n a filosofía, pero hay u n a filosofía de la historia de la filosofía, que "busca las razones generales, las leyes de los fenómenos"20.

La filosofía (sistemática) de la historia de la filosofía (esto es, de los sistemas filosóficos) construida por Vuillemin no confunde, desde luego, la historia de la filosofía con la fi-

Cf Bernard Groethuisen, Philosophie et histoire, Paris, Albín Michel, 1995, p. 289. Ibid., p. 290. David Stove, The Plato Cult and Other Philosophical Follies, Oxford, B. Blackwell, 1991, p. 173. Franz Brentano, Geschichte der Philosophie der Neuzeit, Aus dem Nachlafi herausgegeben un eingeleitet von Kalus Hedwig, Hamburgo, Félix Meiner, 1987, p. 82. Ibid., p. 77.

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losofía. Podríamos decir que busca, ella también, los prin­cipios fundamentales, las razones generales y las leyes de los fenómenos (filosóficos), naturalmente no en el sentido de sus leyes históricas de evolución, sino en el sentido en el que intenta determinar apriori lo que podríamos llamar su espacio de posibilidades. No sugiere en manera alguna que los sistemas sean interesantes únicamente como pro­ducciones históricas, o por razones principalmente histó­ricas: lo son, por el contrario, porque continúan represen­tando opciones posibles, que pueden ser siempre re-formuladas y reactivadas, pero que nunca podrán ser real­mente superadas, aun cuando hayan sido eclipsadas his­tóricamente. Por el contrario, u n a vez que hayamos acce­dido a la idea de un sistema, en el sentido mencionado, y a la de la pluralidad inevitable de sistemas, nos vemos obli­gados a preguntarnos si es o ha sido posible alguna vez discutir realmente alguna de las dos, pues no hay u n a perspectiva que no sea ya la de u n sistema particular que se ha elegido, al menos implícitamente, la que nos permite criticar racionalmente y, podríamos agregar, honestamen­te, a los demás. Específicamente, esto significa que cree­mos tener razones concluyentes para dejar de considerar actualmente los sistemas filosóficos no sólo como verda­deros, en el sentido en que lo propusieron sus autores (al que se refiere Groethuisen), sino también como suscepti­bles de ser verdaderos o falsos en tal sentido. Incluso si consideramos u n a filosofía como algo muy diferente a u n a opinión posible sobre el mundo, en la práctica nos hemos resignado a contemplar la pluralidad de las filosofías como algo más comparable a la pluralidad de opiniones, inter­pretaciones y puntos de vista, que a hipótesis que compi­ten por la verdad. "Reconocemos —dice Groethuisen— [...] menos verdad que nuestros antepasados, pero dispone­mos de u n a riqueza incomparablemente mayor de puntos de vista"21.

Entre las razones que tenemos para reconocer menos verdades que nuestros antepasados, debemos incluir el hecho de que vacilamos mucho más que ellos en aceptar la idea de verdades filosóficas22. Preferimos hablar enton-

Bernard Groethuisen, op. cit, p. 287. La manera en que los diarios que se preocupan por informar al público en

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ees, más bien, de u n a pluralidad de puntos de vista globales irreconciliables sobre el mundo o sobre la experiencia. Esto puede ser igualmente, o bien u n a manera de hacer de la relatividad u n a virtud, o u n a forma de impotencia aceptada, o bien la expresión de lo que Bergson llamaba u n a con­fianza excesiva de la filosofía en las fuerzas de la mente individual. "Que sea dogmática o crítica, que consienta en admitir la relatividad de nuestro conocimiento o que pre­tenda instalarse en el absoluto, u n a filosofía es, general­mente, la obra de u n filósofo, u n a visión única y global del todo. Hay que tomarla o dejarla"23. Es algo que escucha­mos con frecuencia y que significa que aceptar u n a filoso­fía quiere decir, esencialmente, aceptar u n punto de vista, lo cual sólo puede hacerse en bloque, y no u n conjunto de aserciones que podrían ser probadas respecto a su valor de verdad, resultando entonces algunas aceptables y otras no. Considero que el problema suscitado por las declara­ciones habituales acerca de la vanidad de las discusiones y las refutaciones filosóficas, reside en que por lo general no sabemos si significa que hay, a pesar de todo, u n a ver­dad en filosofía y basta con dejar que ella misma se abra camino —pero, ¿cuál sería la verdad filosófica de la que pudiéramos decir que se ha impuesto en este sentido?— y no más bien algo que experimentaríamos probablemente mejor si dijéramos que la única manera de refutar u n a novela es escribir otra, si es posible mejor.

Si aceptamos hoy en día considerar a las filosofías como verdaderas, en u n sentido del término que debemos, des­de luego, precisar, parecería que sólo podemos hacerlo a

general sobre el estado de la filosofía yuxtaponen sin confrontación con­cepciones filosóficas perfectamente contradictorias entre sí, presentadas y generalmente aprobadas al mismo tiempo, o de un dia para otro con el mismo entusiasmo, muestra evidentemente que la cuestión de su posible verdad o falsedad dejó de parecer un asunto serio. Temo que deba agre­garse, lamentablemente, que no se actuaría de otra manera si se quisiera dar al lector la impresión de que todo esto, precisamente, no debe ser tomado en serio realmente. Sobra decir que, cuando la importancia de un filósofo se ha convertido, en el sentido al que aludimos antes, en un hecho mensurable que se impone a todos, la pregunta acerca de la relación de lo que afirma con las afirmaciones contrarias sostenidas al mismo tiempo por otros filósofos, igualmente importantes, y con la verdad misma, pier­de prácticamente todo significado y todo interés. Henri Bergson, L 'évolution créatrice, en Oeuvres, op. cit, p. 657.

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condición de decir que todas lo son. Una manera de llegar a esto es considerar, a la manera de Gueroult, que no des­cubren, como lo creyeron invariablemente sus autores, una realidad que existe previamente a su formulación y a la que podrían representar mejor o menos bien que sus riva­les, sino que crean ellas mismas la realidad filosófica que las verifica. Ciertamente no tendría la presunción de opo­nerme aquí a uno de los maestros de mayor prestigio en la historia de la filosofía francesa, con quien tenemos todos u n a deuda mayor de la que sabría expresar. Quisiera tan sólo observar que u n proyecto como el de Gueroult, que busca finalmente validar todas las filosofías (auténticas), o el de Wittgenstein, o el de los neopositivistas lógicos, que buscan más bien invalidarlas todas, implican u n a actitud revisionista radical frente a la idea que tienen generalmente los filósofos acerca de lo que hacen. Incluso para el filósofo de la historia de la filosofía que procede a la manera de Gueroult, lo que hacen realmente difiere en buena parte de lo que creen y pretenden hacer. La pretensión a la ver­dad exclusiva que caracteriza a toda filosofía es u n a com­pleta ilusión, basada en la impresión engañosa de que la realidad filosófica puede preexistir al sistema que la cons­truye. Pero creo que mientras esta pretensión subsis ta y exija que se la tome en serio, el fantasma de la verdad única e indivisible continuará espantando en los bastido­res del teatro filosófico.

El mismo Gueroult presenta su concepción como u n a forma de idealismo consecuente y radical. En términos de la controversia entre realismo y antirrealismo, tal como ha sido formulada por Dummett, se trata, en efecto, de u n a respuesta antirrealista extrema al problema del significado de las proposiciones filosóficas. Por u n a parte, u n a propo­sición filosófica, considerada independientemente del sis­tema al que pertenece, no tiene u n significado determina­do que nos permita interrogarnos sobre su valor de ver­dad. Es este el reproche que puede dirigirse a todos los filósofos que pretenden discutir de manera más o menos ahistórica la verdad de las proposiciones filosóficas aisla­das de su entorno sistemático. Por otra parte, cuando se la toma como debe ser, es decir, como elemento de u n sis­tema, la proposición no describe u n hecho que pudiera realizarse o no con independencia del sistema mismo. Si

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hay u n conocimiento filosófico, éste no se refiere a u n ob­jeto que lo preceda, sino a u n objeto que produce y que, por consiguiente, nace con él. No hay, entonces, u n factor común a las diferentes filosofías contra el que pudieran confrontarse y que permitiera compararlas, no sólo como se comparan opciones diferentes, en el aspecto en que se diferencian, sino también desde el punto de vista de su legitimidad y de su verdad.

Las filosofías de la historia de la filosofía que conceden u n a importancia central a la noción de sistema, compren­dida de esta forma o en u n sentido similar, se caracterizan en general por cuatro rasgos principales: 1) la tendencia a adoptar u n a concepción bolista del significado de las pro­posiciones filosóficas, puesto que la comprensión de u n término o de u n a proposición del sistema depende funda­mentalmente de la de la totalidad de éste; 2) la opción de u n a noción de verdad que se opone completamente a la de verdad como correspondencia, y que es más bien la de verdad como coherencia; 3) u n a propensión a acentuar al máximo la autonomía de los sistemas filosóficos y, a la vez, a hacer más problemática y difícil de comprender la manera en que pueden, sin embargo, seguir siendo dependientes y estar sometidos a la precisión de datos extra-filosóficos; y, finalmente, 4) u n escepticismo más o menos radical respec­to a la pretensión de los defensores de sistemas filosóficos diferentes de refutar o incluso simplemente discutir real­mente, las aserciones de sus rivales. Si u n a proposición filosófica cambia de naturaleza cuando se la reformula dentro de otro sistema, y más aún si este sistema se distan­cia en mucho del precedente, la refutación parece conde­nada a ser imposible o, lo que no es mejor, a ser sencilla­mente aparente y, de hecho, trivial. Como dice Vuillemin:

Cuando un filósofo "traduce" a su lenguaje un sistema distante del suyo dentro de la clasificación, no podemos esperar que pre­serve los significados o los valores de verdad de las aserciones originales. Las traducciones filosóficas radicales tienen, en efecto, una fuerte pretensión a la indeterminación y es el sistema, más que el término o el enunciado, lo que la clasificación reconoce como la unidad que puede ser objeto de comparación24.

Jules Vuillemin, What are Philosophical Systems?, op. clt.p. 128.

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No obstante, la comparación tiene por finalidad resaltar semejanzas y diferencias reales e importantes que, como siempre, no son forzosamente aquellas que se advierten a primera vista, y no la de hacer posible la elección, ofrecer u n a respuesta a la pregunta: Quodphüosophiae sectabor iter?

Aun cuando el término "bolista", tal como se utiliza ac­tualmente en las discusiones sobre la teoría del significa­do, no sea exactamente el que convenga aquí, es claro que la concepción rechazada, en todo caso, es aquella según la cual sería posible aplicar directamente el predicado "ver­dadera" a u n a proposición filosófica cualquiera, sólo con base en el significado de los términos que aparecen en ella y en su composición, puesto que ni los términos, ni las proposiciones filosóficas, parecen detentar, en relación con el sistema considerado, la independencia requerida para ello. El error del positivismo lógico habría consistido, pre­cisamente, en creer que era posible interrogarse sobre el sentido o falta de sentido de las proposiciones filosóficas, tratándolas como si fuesen proposiciones del lenguaje co­rriente, esto es, como si estuviesen compuestas de pala­bras cuyo significado, si lo tienen, puede ser presunta­mente conocido con independencia del de las proposicio­nes mismas y del sistema filosófico al que pertenecen. Debo confesar abiertamente, incluso con cierta incomodidad, que acerca de los cuatro puntos mencionados, esta doctrina suscita en mí reticencias que nunca he podido vencer por completo. Considero que la noción de proposición filosófi­ca dotada de u n significado (relativamente) independiente no puede ser algo completamente absurdo y debe tener, por el contrario, cierta legitimidad. Dicho de otro modo, tiendo a considerar que u n a concepción "molecular" —para retomar la designación de Dummett— más que "bolista" (en el sentido radical), debe ser concebible y defendible incluso en el caso de las proposiciones de la filosofía. Creo que, si hay u n a noción de verdad aplicable a la filosofía, ésta no puede ser fundamentalmente distinta de la noción usual y debe ser, más bien, del tipo de la verdad como correspondencia. Si hay, en efecto, u n a autonomía real de la filosofía en relación con otras formas de conocimiento y con el conocimiento fáctico en particular, no considero que pueda atribuirse a la capacidad que tendría la filosofía de

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engendrar su propia realidad (la cual me parece ser, como en todos los demás casos, la realidad, en el sentido ordi­nario). Y, finalmente, nada de lo que se haya dicho o escri­to acerca de este problema me ha convencido de que las posibilidades de discusión en filosofía sean a tal punto re­ducidas, y la discusión misma tan inútil o incongruente como se afirma a menudo2 5 (la tradición "analítica" so-brestima, tal vez, como se le reprocha con frecuencia, el interés y la utilidad de la argumentación y de la discusión en filosofía, pero me parece que la filosofía "continental" reciente los subest ima de manera aún más evidente y la­mentable).

He tendido siempre, entonces, a creer que deberíamos, o bien tomar mucho más en serio el hecho de que los filó­sofos hayan pretendido constantemente enunciar verda­des, en el sentido habitual (algunos dirían "vulgar") del término, e intentado, también constantemente, refutarse los unos a los otros, o bien no tomarlo en serio en absoluto y considerar lo que han hecho de u n a manera semejante a lo que afirman en este punto autores como Wittgenstein o, de otra forma, Carnap. Una manera fácil de resolver la dificultad sería, sin duda, decir que lo esencial en filosofía tiene lugar al nivel del concepto y de la creación de con­ceptos, y que las aserciones proposicionales que parecen ser su aspecto principal, y aquel sobre el cual se discute, no son en realidad más que el ropaje impuesto y engañoso que le disimula al lector superficial lo que realmente se debate. He tenido ya, sin embargo, la oportunidad de ex­plicar en otro lugar por qué no encuentro aceptable esta idea bajo ninguna de las formas en las que se la defiende actualmente. No creo que el punto de vista estructural , que tiende a considerar al sistema mismo como la única unidad de significado realmente independiente, como tam­poco teorías como la de Deleuze, donde se valora exclusi­vamente la actividad de creación conceptual26, sean capa-

Cfi, por ejemplo Deleuze y Guattari: "[...] Al filósofo, por lo general, no le agrada discutir. Todo filósofo se evade cuando escucha la frase, discuta­mos un poco. Las discusiones son buenas para las mesas redondas, pero es sobre otra mesa que la filosofía lanza sus dados amañados". Deleuze parece creer que, si bien la filosofía produce conceptos, no for­mula proposiciones (en todo caso no lo hace, si se entiende por "proposi­ción", como lo hacen los lógicos, aquello a lo que pueden aplicarse los

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ees de hacer justicia al aspecto proposicional y asertórico (aquel que corresponde a la formulación y adopción de creencias presuntamente verdaderas), que al parecer con­lleva necesariamente toda filosofía digna de este nombre.

No deberíamos, desde luego, apresurarnos a hablar de relativismo o de subjetivismo a propósito de lo que parece significar la pluralidad irreductible de las opciones filosó­ficas. Quienes la defienden la consideran, por el contrario, como el reflejo de u n a situación objetiva, que proviene pre­cisamente de la naturaleza de los problemas de los que se ocupa la filosofía y que la distingue de aquellas actividades que pretenden investigar y descubrir verdades, en el sentido habitual del término. Vuillemin ha utilizado, en referencia a este punto, u n a comparación con la física, y ha hablado de u n a especie de complementariedad entre los sistemas:

C u a n d o son au tén t icos , los s i s temas poseen la propiedad s ingular y mis ter iosa de la complementa r iedad . Son a la razón lo que las represen tac iones ondu la to r ias y co rpuscu la re s son a los e lemen­tos. Cada u n o de ellos e n t r a necesa r i amen te en el todo requer ido p a r a describir la real idad, pero no podr íamos , con base en el he­cho de su conjugación, uti l izarlos con jun tamen te . La razón nos obliga a elegir u n o de ellos y a excluir los d e m á s . Nos advierte, sin embargo , que pues to que existen o t ras opciones posibles, por lo

calificativos de "verdadero" o "falso"), mientras que la ciencia tiene pro­posiciones, mas no conceptos propiamente dichos (sólo tiene funciones). Así es, al menos, como interpreto las aserciones según las cuales la filo­sofía procede por frases y extrae sus conceptos de frases o de su equiva­lente, y no de las proposiciones expresadas por ellas, mientras que: "La ciencia no tiene por objeto conceptos, sino funciones que se presentan como proposiciones en sistemas discursivos [...]. Una noción científica está determinada, no por conceptos, sino por funciones o proposiciones" (Gilíes Deleuze y Félix Guattari, Qu'est-ce que la philosophie?, París, Editions de Minuit, 1991, p. 111). Para decirlo de una manera algo tosca, si se llama "atomista" el punto de vista que trata a los conceptos filosófi­cos como entidades autónomas y autosuficientes (que constituyen en si mismos soluciones para los problemas filosóficos), y "bolista" al de la teoría de los sistemas filosóficos, vemos que la ausencia de una concep­ción satisfactoria en el nivel intermedio, de la cual pretende dar cuenta una teoría "molecular", tiene consecuencias análogas y que resultan, para mi, casi tan difíciles como las otras de aceptar. No se puede discutir realmente sobre sistemas filosóficos (la discusión no puede ser sino intra y no inter o meta-sistemática), pero tampoco, desde luego, sobre concep­tos filosóficos (si tomamos al pie de la letra lo que nos dice Deleuze, sólo podemos inventar otros). No se podría discutir, en rigor, más que sobre proposiciones. Pero, como lo hubiera dicho Frege, esto supone que pue­den expresar un contenido de pensamiento determinado y que éste sea igual para todos.

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demás incompatibles entre si y con la nuestra, la nuestra no nos dará sino un fragmento, y las piezas que faltan, vedadas para nosotros, sólo son accesibles a quienes rechazan nuestra opción27.

No obstante, este punto de vista es evidentemente el del historiador de la filosofía o el del teórico de los sistemas filosóficos, quien los considera desde fuera. El filósofo, con­siderado como tal, no puede elegir como se lo ordena la razón y a la vez admitir, como parece exigírselo también, que podríamos tener razón al elegir de otra manera. Por otra parte, el filósofo de los sistemas y de la clasificación filosófica de los sistemas corre el riesgo de avanzar ya u n poco más de lo que debiera cuando afirma, como lo hace Vuillemin al comienzo de What are Philosophical Systems?, que no intentará decidir si puede existir o no u n a verdad filosófica, sino que se contentará, más modestamente, con decir "cuáles son todas estas posibilidades de verdad"28. Pues, haciendo abstracción de las dificultades de compren­sión y de uso que tiene la noción de complementariedad en sí misma y, afortiori, cuando se intenta aplicarla a la relación que guardan entre sí los sistemas filosóficos, pa­rece que los diferentes sistemas, tomados individualmen­te, no representan realmente posibilidades de verdad riva­les y respecto de las cuales tendría sentido preguntarse cuál ha sido realizada, sino que la única posibilidad de verdad, en el sentido propio del término, reside más bien en su imposible combinación. No sé si la noción de com­plementariedad es o no apropiada para describir el proble­ma en cuestión. Pero, si es el caso, es probable que deba­mos aplicarla también a la relación que existe entre las diferentes respuestas que se han dado al problema filosó­fico de determinar qué es exactamente la filosofía: parecie­ra que la posibilidad de comprender realmente lo que ésta pueda ser, exige utilizar s imultáneamente todas estas for­mas de descripción; y, sin embargo, esto es precisamente lo que nos resulta imposible de hacer.

Jules Vuillemin, Nécessité ou contingence. L'aporie de Diodore et les systémesphilosophlques, Paris, Editions de Minuit, 1984, p. 290. Jules Vuillemin, What are Philosophical Systems?, op. cit, p. ix.

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VII

"¿Quién podría citar", se pregunta Badiou, "un solo enun­ciado filosófico del que tuviera sentido afirmar que es Ver­dadero'?"1 No obstante, quien haya leído a Frege dirá que, si/? es u n a proposición de forma asertórica, y si tiene sen­tido decir que p , entonces ciertamente tiene sentido tam­bién decir que es cierto que/>, o que/?es verdadera, puesto que es verdadero el pensamiento, por ejemplo, de que los números son objetos no sensibles. Al parecer la verdadera opción sólo se da, entonces, entre dos acti tudes posibles: aceptar las proposiciones de los filósofos como se presen­tan y continuar preguntándonos "ingenuamente" si son verdaderas o falsas, o bien decretar que no tienen en abso­luto la forma y el significado que parecen tener y quizás, finalmente, ningún significado real. No es difícil de com­prender, en estas condiciones, por qué algunos filósofos contemporáneos han llegado a pensar que, si no tiene sen­tido decir de u n a aserción filosófica p que es verdadera, tampoco tiene sentido decir que tiene el sentido que pre­tende tener, esto es, por qué la crítica se ha desplazado en u n momento dado, de manera tan generalizada, del pro­blema de la verdad al del sentido de las proposiciones filo­sóficas. Más aún, creer que p no parece querer decir otra cosa, incluso en filosofía, que aceptar como verdadera la proposición p , de manera que, si lo mínimo que tenemos derecho a esperar de los filósofos es que crean en lo que

Alain Badiou, Manifesté pour la philosophie, Paris, Editions du Seuil, 1989, p. 16.

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afirman, debemos admitir también que las proposiciones filosóficas son susceptibles de ser verdaderas o falsas, inclu­so si tememos que ningún filósofo haya conseguido jamás persuadir a muchos otros que son las suyas las verdaderas.

Es cierto que lo único que estamos autorizados a decir sobre este punto es, probablemente, que hay proposicio­nes filosóficas que afirmamos (o, al menos, que afirman sus autores), y otras que negamos. Pero no resulta claro cómo las nociones de afirmación y de negación podrían conservar su lugar, allí donde las de verdad y falsedad no se aplican. Decir que no hay ninguna proposición filosófica de la que sepamos con certeza que es verdadera o que no lo es, evidentemente no equivale a decir que no hay nin­guna proposición filosófica que sea verdadera o falsa. Pues es posible que las proposiciones filosóficas, como cualquier aserción con u n sentido determinado, sean verdaderas o falsas, sin que por ello estemos seguros de disponer de me­dios para decidirlo. Cuando Vuillemin afirma que la filoso­fía, al igual que la axiomática, busca la verdad, pero que no es seguro que el concepto de verdad pueda aplicarse sin más a la filosofía, veo en ello u n a expresión de la ten­dencia que tenemos, tal vez todos, a combinar a este res­pecto u n a intuición realista, en el sentido de Dummett, y u n a intuición antirrealista de la situación, dos intuiciones que son ambas naturales e incluso, has ta cierto punto, fundadas. Si se es realista, puede admitirse sin dificultad la existencia de verdades condenadas a permanecer inac­cesibles. Si se es sensible a la argumentación de los anti­rrealistas, estimaremos, por el contrario, que u n divorcio semejante entre la verdad y la posibilidad en principio que debemos tener de reconocerla es, tanto en filosofía como en otros campos y quizás más que en ellos, inaceptable y que, por consiguiente, no tiene mucho sentido hablar de verdades filosóficas si se admite a la vez que no tenemos u n a posibilidad real de encontrarlas nunca.

Desde u n punto de vista antirrealista, la aparente im­posibilidad de decidir cuestiones filosóficas constituye u n sólido argumento contra la realidad misma de los proble­mas que formulan. Pero no es u n argumento decisivo a menos de suponer que no hay u n problema real sino allí donde existe, en principio, u n a posibilidad o, mejor aún, u n a posibilidad práctica de respuesta. No debe sorpren-

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demos el hecho de que las cuestiones con mayores proba­bilidades de ser imposibles de decidir sean, al mismo tiem­po, las mas fascinantes si, corno lo dice Pascal, en materia de verdad, como en todos los otros campos, "nunca busca­mos las cosas, sino la búsqueda de las cosas"2. Conside­rada desde este punto de vista, la filosofía podría ser, en efecto, la forma por excelencia del divertimento, pues con­siste, para alguien como Pascal, en ignorar u n a verdad que en principio se encuentra a nuestro alcance, para de­dicarnos por completo a la búsqueda de u n a verdad que no tenemos posibilidades de descubrir y que, por esta ra­zón, nos atrae aún más. Valéry, de quien no se puede sos­pechar que tenga consideraciones para con la filosofía, como tampoco que demuestre u n a especial simpatía por la forma de pensar de Pascal, escribió: "Puede decirse, al hojear la historia, que u n a disputa que tiene solución es u n a disputa sin importancia"3. De allí no se sigue, desde luego, que todas las disputas sin solución sean igualmen­te importantes. Y Valéry, ciertamente, no creía que las dis­putas filosóficas lo fuesen. Es necesario señalar, en todo caso, que es precisamente allí donde las preguntas que podemos formular exceden las respuestas que podemos obtener, donde la inteligencia, la creatividad y el ingenio humanos se han podido ejercitar mejor y han revelado ser más productivos. Podríamos incluso preguntarnos si este excedente no define, precisamente, el espacio de la cultura propiamente dicha, considerada como u n a tentativa por responder a las preguntas que, estrictamente hablando, no tienen respuesta. Lo que reprocha Valéry a los problemas filosóficos no es, en realidad, el no haber sido nunca re­sueltos, sino más bien el no haber sido enunciados siquiera. Pero es, desde luego, el primero en advertir que, si se consi­guiera enunciarlos, en el sentido en que lo dice, se resolve­rían fácilmente y esto los haría mucho menos atrayentes. Admite incluso que disputas como las de la filosofía son estériles, pero que tienen al menos u n efecto benéfico, mantener la mente en actividad y en buenas condiciones.

Blaise Pascal, Pensées sur la Religión et sur ddutres sujets, Prefacio y notas de Louis Lafuma, Paris, Delmas, 2 a edición, 1952, p. 181. Paul Valéry, Propos sur l'lntelligence, en Oeuvres I, Bibliothéque de la Pléiade, París, Gallimard, 1957, p. 1042.

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Buena parte de las cuestiones filosóficas más típicas y tradicionales (¿Existe Dios? ¿Estamos dotados de u n a vo­luntad libre? ¿Pueden existir el alma o el espíritu indepen­dientemente del cuerpo? ¿Tienen los objetos externos u n a existencia independiente de nues t ras sensaciones?, etc.) poseen u n a forma tal que parecen representar alternati­vas claras y exigir, a primera vista, u n a respuesta afirma­tiva o negativa. Sin embargo, rara vez se ha utilizado en relación con ellas la oposición que existe entre u n punto de vista realista y u n punto de vista antirrealista sobre la pregunta misma. Los realistas recurren a menudo, para justificar la idea de que es perfectamente legítimo hablar de proposiciones verdaderas o falsas, a pesar de que no sabemos y que quizás nunca sabremos si lo son, a la idea de u n sujeto omnisciente hipotético que dispondría de ca­pacidades intelectuales suficientes para reconocer la ver­dad de todas las proposiciones que son, en efecto, verda­deras. Podría sorprendernos el que, aunque nos hayamos preguntado en repetidas ocasiones, desde esta perspecti­va, qué tipo de matemático podría ser Dios, no nos haya­mos preguntado acerca de qué tipo de filósofo sería. La razón de lo anterior es, sin duda, la sensación que tenemos de que la filosofía está vinculada de manera más estrecha a ciertas particularidades de nues t ra condición finita que la ciencia, de la que se dice en ocasiones que es la única parte de nues t ra cultura dirigida a aproximarse, y la única que podría pretender hacerlo, a algo semejante a u n a con­cepción absoluta de la realidad, a u n a concepción liberada al máximo, en todo caso, de las limitaciones e idiosincrasias impuestas a nues t ra representación del mundo por cier­tas características contingentes de los seres perceptores y cognoscentes que somos. No pretendo sugerir, desde luego, que debamos tomar completamente en serio u n a idea de esta índole, considerada por muchos como excesivamente ingenua, sino sólo señalar que podríamos vacilar, legítima­mente, acerca de saber si la filosofía debe ser considerada como la ciencia divina por excelencia, aquella que, en rigor, está solamente al alcance de Dios, o, por el contrario, como la ciencia más h u m a n a , constitutiva y definitivamente humana , que haya. Y, si la segunda hipótesis es correcta, resulta natural pensar que los problemas filosóficos son problemas que deberían, en teoría, poderse resolver dentro

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del contexto y los límites de la existencia humana concre­ta, y no problemas cuya solución hipotética deba ser aban­donada a los esfuerzos de generaciones futuras o cuya solución estuviese ya en manos de un espíritu omnisciente.

La respuesta a la pregunta que acabo de formular no suscita duda alguna para aquellos filósofos que conside­ran que los problemas filosóficos provienen esencialmente de la necesidad que sentimos de disponer de ideas más claras acerca de la naturaleza y la organización de los con­ceptos que usamos o de los significados que damos a las palabras. Pues, como lo dice Dummett en otro contexto, "el recurso a seres hipotéticos no representa ninguna ayu­da, cuando se t rata de comprender el significado que da­mos a las frases de nuestro lenguaje"4. ¿Qué relación ten­dría u n conocimiento presuntamente divino con el signifi­cado que damos nosotros a nues t ras palabras, en virtud del uso que hacemos de ellas, o qué clase de incidencia podría tener sobre él?

Decir que la filosofía t rata de significados y no de hechos parece, a menudo, u n medio fácil de resolver el problema de la autonomía y de la especificidad de la filosofía y, puesto que la noción de significado es anterior a la de verdad y más fundamental que ella, u n a manera de dar cuenta de la impresión de especial profundidad e importancia que generan los problemas filosóficos. Es u n a concepción de este tipo la que defendía Schlick cuando escribió, en El viraje de la filosofía.

[...] por medio de la filosofía se aclaran las proposiciones, por medio de la ciencia se verifican. A esta última le interesa la ver­dad de los enunciados, a la primera lo que realmente significan; la actividad filosófica de dar sentido cubre la totalidad del campo del conocimiento científico. Esto fue correctamente conjeturado cuando se dijo que la filosofía proporcionaba a la vez la base y la cima del edificio de la ciencia. Pero era un error suponer que la base estaba formada por 'proposiciones filosóficas' (las proposi­ciones de la teoría del conocimiento), y coronada también por una cúpula de proposiciones filosóficas (llamadas metafísica)5.

Michel Dummett, TheLogicalBasis ofMetaphysics, Londres, Duckworth, 1991, p. 348. Moritz Schlick, "El viraje de la filosofía", en A.J. Ayer (comp.), Elpositivis-mo lógico, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 62.

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Podríamos señalar que Schlick, en este punto, se apro­xima más a Husserl de lo que le hubiera gustado reconocer. Para él, la ciencia ya es, de alguna manera, filosófica, si no por las proposiciones y verdades que enuncia, al menos por el sentido, el cual sólo es preciso dilucidar. Lo que pro­pone Granger es igualmente que la filosofía se ocupa esen­cialmente de significados, y debe ser considerada como u n a disciplina "hermenéutica" (aun cuando sin duda no le agradaría mucho la aproximación sugerida por este térmi­no), y no como u n a disciplina fáctica. Los problemas que trata son, sin embargo, muy diferentes de aquellos que los integrantes del Círculo de Viena y sus herederos acostum­bran a llamar el análisis del significado. Lo que tiene en mente es el significado de nues t ra experiencia misma, y no de las descripciones que ofrecemos de ella; y aquello de lo que se ocupa la filosofía no es, para él, la simple aclara­ción o elucidación del sentido de las proposiciones que for­mulamos, en la ciencia o en otros campos, sino u n proyecto de carácter menos analítico y mucho más constructivo, al que llama "la organización significativa de la experiencia", al que los conceptos y los argumentos propiamente filosó­ficos aportan su concurso, produciendo así u n conocimien­to que, sin embargo, no tiene u n objeto6.

Resulta evidente que, si somos sensibles a la crítica for­mulada por Quine contra la posibilidad de distinguir es­trictamente entre las cuestiones de hecho y las cuestiones de significado, no podemos dejar de interrogarnos igual­mente acerca de la posibilidad de utilizarla para caracteri­zar la posición y la función de la filosofía. Las famosas objeciones de Quine contra las dos distinciones, analítico-sintético y a priori-a posteriori, parecen haber invalidado también la posibilidad de preservar el privilegio de las pro­posiciones filosóficas que, según él mismo lo dice, no poseen las proposiciones de la lógica y de la matemática: éstas pueden, en el mejor de los casos, ocupar u n a posición re­lativamente central dentro de u n conjunto de proposiciones que son todas empíricas de alguna forma y, directa o indi­rectamente, dependientes de la experiencia. Quine es per­fectamente coherente consigo mismo cuando constata que

Gilles-Gaston Granger, Pourla connaissancephilosophique, Paris, Editions Odile Jacob, 1988, op. cit, p. 258.

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buena parte de los filósofos del pasado han sido, a la vez, "científicos en busca de u n a concepción organizada de la realidad", y que aquello que hoy día consideramos retros­pectivamente como filosófico en sus contribuciones es, sencillamente, lo que desbordaba el ámbito de las ciencias especiales, tales como las definimos actualmente, y expre­saba preocupaciones y ambiciones de índole más especu­lativa y general7. Para él, la filosofía se ocupa sencillamen­te de los aspectos más generales de u n problema que com­parte con las ciencias, como es el de la construcción de u n a representación sistemática y coherente de la realidad misma, tan sencilla, fácil y elegante como sea posible.

En su opinión, no hay lugar para pensar que la aplicación del concepto de verdad a las proposiciones de la filosofía suscite problemas fundamentales, diferentes de aquellos que encontramos cuando intentamos aplicarlo a las propo­siciones teóricas de la ciencia. Entre ciencia y filosofía hay, dice, continuidad, mas no identidad. Existe, sin embargo, al menos u n a tensión entre estas dos ideas, pues resulta difícil comprender cómo puede estar la filosofía en continui­dad con la ciencia y, no obstante, distinguirse de ella de u n a manera diferente a la de u n a distinción más o menos convencional. Podría pensarse, en todo caso, que existe u n a tensión entre la idea de que la filosofía genera verdades que no difieren de las verdades científicas sino por su mayor grado de generalidad y de abstracción, y la sensación que tenemos, por otra parte, de u n a diferencia mucho más im­portante y de u n a discontinuidad radical que separa las preguntas y las respuestas de la ciencia de las de la filosofía. Es posible que la sensación a la que aludo no sea más que u n a simple convicción, más o menos instintiva; pero no es por ello necesariamente u n a convicción errada o que pudié­ramos desconocer pura y llanamente. Podemos recordar la manera en que se expresa Wittgenstein a este respecto en el Tractatus. "Nosotros sentimos que incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse, los problemas de nuestra vida [Lebensprobleme] no habrían sido tocados" (5.52). La "sensación" mencionada se aclara

W.V.O. Quine, "Has Philosophy Lost Contact with People?", en Theories and Things, Cambridge, Mass., y Londres, The Belknap Press of Harvard University Press, 1981, p. 191.

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y justifica filosóficamente en el Tractatus mediante el re­conocimiento de la distinción que debe trazarse entre lo que puede ser expresado en las proposiciones dotadas de sentido, y lo que no puede expresarse de esta manera.

No es, sin embargo, necesario hacer intervenir lo que Wittgenstein llama "nuestros problemas de vida" para ad­vertir que la asimilación de la filosofía a u n a empresa teó­rica y explicativa, que no se distingue fundamentalmente de la ciencia, corre el riesgo de hacernos perder de vista u n a diferencia crucial. Me refiero a aquella sobre la cual llama la atención Bolzano cuando escribe:

[,..] Ciertamente podemos, a partir de intuiciones (Einsichteñ) o de experiencias obtenidas anteriormente, demostrar nuevos as­pectos de éstas, pero creo que a las condiciones previas más sen­cillas de todas las experiencias, y a las leyes de todo pensamiento, sólo las podemos describir. Una vez que advertimos esto, desapa­recen todas las contradicciones con las que tropezábamos antes, cuando deseábamos responder a ciertas preguntas, como por ejemplo, si complejos de átomos inextensos pueden producir algo como la extensión, o incluso si complejos de esta índole pueden sentir, si podemos llegar al conocimiento de sensaciones ajenas o incluso de la existencia de seres no sensibles, si la materia y el alma pueden actuar la una sobre la otra, si ambas se modifican paralelamente, una al lado de la otra, sin influencia recíproca, o incluso si es sólo una de ellas la que existe. Advertimos que no sabíamos qué era exactamente lo que preguntábamos".

Boltzmann, cuya influencia reconoció Wittgenstein, ha­bía llegado, por su parte, a la conclusión de que hay u n ámbito, como se afirma en las Investigaciones filosóficas, en el cual toda explicación debe desaparecer y susti tuirse por la descripción, e igualmente a la idea de que, en lugar de intentar responder a las preguntas que se formulan a este nivel, deberíamos más bien interrogarnos sobre el sig­nificado de las mismas. En relación con el problema de saber si el unicornio o el planeta Vulcano existen en u n sentido determinado, o si alguien afirma que sólo sus pro­pias sensaciones existen y que las de los demás hombres son sólo la expresión, en su órgano mental, de ciertas ecuaciones entre sus propias sensaciones, "deberíamos

Ludwig Boltzmann, "Ober die Frage nach der objektiven Existenz der Vorgánge in der unbelebten Natur" (1897), en Populare Schriften, Leipzig, Verlag von Johann Arnbrosius Barth, 1905, pp. 186-187.

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preguntarnos, en primer lugar, qué tipo de sentido se atri­buye a esto y si se expresa apropiadamente"y . Podemos, desde luego, preguntarnos si los interrogantes de este tipo no podrían ser, a su vez, objeto de u n tratamiento científi­co adecuado a cada caso. La filosofía, comprendida a la manera de Quine, esto es, científica o practicada, en todo caso, dentro del espíritu de la ciencia, opta por t ratar los problemas filosóficos a los que alude Boltzmann como cues­tiones teóricas habituales: u n problema como el de la rea­lidad de las sensaciones de otras personas, por ejemplo, no es fundamentalmente diferente de aquellos relativos a la existencia de objetos como los genes, los neutrinos o los conjuntos, esto es, a la necesidad que tenemos de admitir entidades de esta índole para construir u n a representación apropiada o, al menos, aceptable de la realidad. Wittgens­tein piensa que la filosofía científica sigue siendo ciega a aquello que hace del problema u n problema propiamente filosófico: lo que podemos continuar exigiendo y obtenien­do a este nivel ya no es en absoluto cuestión de la ciencia, incluyendo, si esta idea no fuese ya u n a especie de contra­dicción en los términos, u n a cuestión perteneciente a u n a ciencia puramente descriptiva.

Tal concepción se encuentra, evidentemente, casi en las antípodas de la de Quine, puesto que se basa en la idea de que existe u n a discontinuidad real entre las cuestiones conceptuales y las cuestiones empíricas, que los proble­mas filosóficos difieren de los problemas científicos de u n a manera mucho más estricta de la que los filósofos mismos están dispuestos, por lo general, a admitir, y que lo mismo sucede con los métodos que los científicos y los filósofos deben utilizar para resolver sus respectivas dificultades. Por extraño que parezca, Wittgenstein es u n filósofo que no comparte la difundida idea de que la filosofía ha sido despojada por el progreso de las ciencias, de problemas y dominios que inicialmente le pertenecían. Piensa más bien que lo que se le ha quitado a la filosofía propiamente dicha nunca le había pertenecido en realidad.

Necesitaría mucho más tiempo del que dispongo para exponer las razones que siempre me han impedido acep­tar las consecuencias radicales que parecen derivarse de

Ibid., p. 186.

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la crítica que hace Quine a la distinción analítico-sintéti-co, y por qué creo que Wittgenstein, quien por lo demás anticipó en muchos aspectos esta crítica, ha propuesto u n a concepción más satisfactoria cuando dice que la filo­sofía es u n a investigación conceptual o, como él la llama, "gramatical", y no empírica. Sin embargo, podemos pre­guntarnos si en lugar de decir, como en ocasiones lo hace, que la solución de los problemas filosóficos no depende de la adquisición de u n conocimiento o de u n a información suplementarios de los que no dispondríamos ahora, no hubiera debido decir más bien que nunca depende única­mente de éstos. Kreisel ha observado acertadamente, en mi opinión, que si la claridad fuese realmente el ideal de la filosofía, Wittgenstein no hubiera debido dar j amás la im­presión de olvidar has ta tal punto que, para ver las cosas con claridad, a menudo necesitamos saber mucho más sobre ellas. Es posible que para llegar a la claridad tenga­mos necesidad de hechos y también de conceptos nuevos, y no solamente que veamos las cosas que tenemos ante los ojos y analicemos los conceptos de que disponemos. Decir que la filosofía debe ser u n a empresa puramente descriptiva, cuyo único fin es la claridad, lamentablemente no nos dice gran cosa acerca de los múltiples caminos que podemos seguir y de los diversos instrumentos que pode­mos utilizar para llegar a la descripción correcta y a la completa claridad buscadas . Y eso no excluye que hechos que hoy todavía no nos son accesibles, conceptos que aún no tenemos, nuevas teorías y descubrimientos, puedan hacer u n aporte a la empresa de la aclaración filosófica, al menos indirecto; esto es lo que Wittgenstein da la impre­sión de subestimar gravemente. Es preciso observar, sin embargo, que tal cosa no suprimiría la diferencia a la que aludí anteriormente al citar a Boltzmann, y no haría que la tarea de la filosofía se asemejara más a la de la ciencia.

Incluso si creemos que los problemas filosóficos no son problemas teóricos, en el sentido de que la respuesta a las cuestiones filosóficas se sitúa siempre más allá de la teoría propiamente dicha, y más allá de todo lo que el progreso científico puede aportarnos, podemos, sin embargo, estar persuadidos de que en filosofía no nos es posible evadir la obligación de comenzar, en todos los casos, por considerar lo que los conocimientos científicos del momento, tomados

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en su mejor y más avanzado estado, pueden enseñarnos sobre el objeto de nues t ra investigación10. Kevin Mulligan llama a esto "el principio de Musil", refiriéndose a u n pasaje en el que aparece u n a discusión acerca del estatuto de la novela "científica", en la que el autor de El hombre sin atribu­tosinsiste en la distinción que se debe hacer entre quienes, en el transcurso de u n a actividad literaria, se ven ocasional­mente atraídos por el placer de la ciencia y de la cientificidad (da como ejemplo de ello algunas páginas de Balzac o de Zola), y quienes llegan al final del trampolín de la ciencia y luego saltan11. El principio de Musil no es, al parecer, el de Wittgenstein. Pero, sin duda, no sería dificil mostrar que el propio Wittgenstein lo respetó mucho más en la práctica (en sus observaciones sobre la filosofía de la psicología, por ejemplo), de lo que sugieren algunas de sus declaracio­nes oficiales sobre la completa independencia que puede reivindicar la filosofía en relación con las ciencias (y al con­trario) .

Podemos señalar que la posición de la filosofía, cuando busca ser científica, no está mejor definida por lo general que la de la novela científica misma, y que quienes a pri­mera vista se encuentran en mejores condiciones de satis­facer el requisito de Musil, esto es, los mismos científicos, pueden ser también quienes estén menos protegidos con­tra la ignorancia del hecho de que el salto a la filosofía obedece a restricciones y obligaciones de otra índole y no puede ser exactamente el tipo de salto al vacío y a lo com­pletamente arbitrario que en ocasiones imaginan. Si el desprecio que muest ran los filósofos, en ocasiones explíci­tamente, respecto a todo lo que les recuerde, directa o in­directamente, la ciencia y sus métodos, ha provocado u n a serie de desastres, habría que ser particularmente inge­nuo para imaginar que el poseer conocimientos científicos de alto nivel y la costumbre del procedimiento científico

Podemos expresar lo anterior al decir, como Putnam, que es esencial "recordar hasta qué punto las cuestiones filosóficas y las cuestiones cien­tíficas son realmente diferentes, sin negar que la filosofía necesite estar informada por el mejor conocimiento científico disponible" ("Does Evolution Explain Representation?", en RenewingPhllosophy, Cambridge, Mass., y Londres Harvard University Press, 1992, p. 34). Robert Musil, Gesammelte Werke in neuen Bánden, Reinbeck bei Ham-burg, Rowohlt Verlag, 1978, Band 8, p. 1347.

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constituyen por sí mismos u n medio de defensa eficaz con­tra la filosofía mediocre. Numerosos ejemplos nos mues­tran que, infortunadamente, sucede más bien lo contrario. Wittgenstein pensaba que los científicos que en un momen­to dado habían realizado un trabajo difícil e importante en su propio campo, a menudo se dedican a la filosofía cuan­do ya no están dispuestos a realizar de nuevo u n esfuerzo tan penoso y desean, más bien, algo de reposo. Y hay, por lo demás, numerosas razones para pensar que la ciencia debe desconfiar, en ocasiones, tanto de sus amigos filosófi­cos como de sus enemigos, y de quienes se inspiran o creen inspirarse en su ejemplo tanto como de quienes lo ignoran abiertamente. Sin querer ser excesivamente pesimistas, po­demos concluir que el principio de Musil es de u n manejo más delicado y que el infierno, en esta ocasión como en tantas otras, está pavimentado de buenas intenciones. Sin duda, sólo excepcionalmente se aplica el principio de Musil en filosofía de manera tan convincente y productiva como lo aplica el propio Musil a la novela y al ensayo. Pero se trata, desde luego, de algo que difícilmente podría utilizar­se como u n argumento contra el principio en sí mismo.

No es, como podríamos creerlo si sólo leyéramos la pri­mera frase, Carnap, sino Bergson, quien dijo: "Lo que más falta le ha hecho a la filosofía, es precisión. Los sistemas filosóficos no están tallados a la medida de la realidad en la que vivimos"12. Lo que quería decir es que son demasia­do abstractos y demasiado indiferentes con relación a u n a multitud de cosas que el conocimiento ordinario y el cono­cimiento científico nos han permitido aprender acerca del la realidad en la que vivimos. Dan la impresión, dice, de englobar todo lo posible, e incluso lo imposible, al lado de lo real. El defecto de la mayoría de las teorías filosóficas es que se aplicarían igualmente a u n mundo en el cual nada, o casi nada de lo que sabemos acerca de las característi­cas contingentes del mundo real, sería verdadero. La ima­gen que nos ofrecen de la realidad delimita ciertamente u n a clase de mundos posibles, pero sigue siendo excesiva­mente imprecisa para poder seleccionar u n mundo único, que sería el mundo real. Se trata de u n a idea respecto de

Henri Bergson, Lapensée et le mouvant, en Oeuvres, textos anotados por André Robinet, introducción de Henri Gouhier, París, PUF, 1959, p. 1235.

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la cual nos equivocaríamos al no tomarla con la seriedad que merece. Como habría dicho Musil, si queremos tener u n a visión del mundo, debemos comenzar por ver el mun­do, esto es, por mirar los hechos; e incluso si va de suyo que u n a filosofía es algo diferente de u n a visión del mun­do, y se diferencia de ella especialmente por u n a exigencia de explicitación, de sistematicidad y de coherencia que no le pertenece más que a ella, lo anterior sigue siendo verda­dero afortiorien su caso.

Ciertamente no hace parte de mis intenciones tratar de rehabilitar aquí aquello que los filósofos contemporáneos han presentado con frecuencia como la pesadilla y el res­ponsable de casi todos los males de la época actual, a saber, el positivismo. Pero el filósofo de hoy tiene, en mi opinión, razones más fuertes que nunca para sentirse aludido por lo que dijeron los autores de u n manifiesto, redactado en 1911, para la creación de u n a sociedad de filosofía positi­vista y firmado por Mach, Einstein, Hilbert, Félix Klein y Freud, entre otros:

Preparar una visión global del mundo, con base en el material fáctico acumulado por las ciencias particulares, y difundir, ante todo entre los mismos investigadores, el primer impulso hacia esto, se ha convertido en una necesidad cada vez más urgente para la propia ciencia, pero también para nuestra época en general, la cual, sólo de esta manera adquirirá lo que nosotros poseemos13.

Nuestra época se encuentra, en efecto, hoy en día, tan lejos de haber adquirido realmente, en ese sentido, lo que posee y utiliza cotidianamente en ciencia y tecnología, que sólo podemos deplorar la manera en que la mayor parte de los filósofos ignoran este importante problema, y la facili­dad con la que aceptan la idea, tan difundida actualmen­te, de que la ciencia no tiene ningún vínculo privilegiado con lo que llamamos el conocimiento objetivo, y que no es, en el fondo, más que u n "mito social" entre otros, al que nuest ras sociedades sencillamente han cometido el error de atribuir u n a importancia que no tiene. Sin duda es com­prensible has ta cierto punto pero, sin embargo, lamenta­ble, el que muchos de ellos adopten espontáneamente el

Véase, sobre este punto, Gerald Holton, Science and Anti-Science, Cambridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1993, donde se reproduce el texto de este llamado.

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partido de la pseudo-ciencia o de la anticiencia, dando la impresión de creer que realmente se sentirían más cómo­dos en u n a sociedad y en u n a cultura que aceptara otor­garles a éstas libertades y privilegios comparables a los del conocimiento científico, y que u n ambiente de esta índole seria, a todo respecto, mucho más favorable para la pros­peridad de la filosofía misma. Se trata, en mi opinión, de u n a manera típica de equivocarse de aliado y de ejercer la solidaridad a contrasentido.

Pienso a menudo que la creación de u n a sociedad como la que describían los autores del manifiesto de 1911 se impondría actualmente con u n a especial urgencia; sería preciso, sin embargo, evitar a toda costa llamarla "positi­vista". Quienes firmaron el manifiesto no tenían, por for­tuna, este tipo de problema. Incluso si había adquirido ya u n a connotación negativa entre muchas personas (lo que hizo que a Mach, por ejemplo, no le agradara ser conside­rado u n "filósofo positivista"), la palabra "positivista" no se había convertido aún en u n término injurioso y sinónimo de "antifilosófico"; podía incluso designar u n a comunidad de inspiración y orientación entre empresas intelectuales que, desde el punto de vista teórico y epistemológico, nos parecen lo más disímiles posibles y en la que algunas de ellas no guardan relación alguna con la idea que nos hace­mos actualmente de lo que fue el positivismo. No fue tam­poco u n a época en la cual el positivismo se considerara esencialmente como el principal enemigo de la libertad de imaginación, la creatividad y el progreso científico, y en la cual habría bastado, como sucede en ocasiones ahora, declararse en todos los tonos y en toda ocasión contra el empirismo y el positivismo para hacerse a u n a reputación de epistemólogo serio e importante. La preocupación que querían expresar los autores del manifiesto era contribuir a lograr que el acceso a u n a imagen científica del mundo o, en todo caso, a u n a imagen compatible con lo que la ciencia tiene que decirnos actualmente sobre el mundo, no esté reservado únicamente a los científicos, y que la imagen del mundo de nues t ra época deje de ser tan poco conciliable, como lo es generalmente, con su ciencia, y tan alejada de lo que presuntamente ha aprendido de ella. El problema, sin duda, no deja de tener cierta analogía con aquel formulado por Husserl más tarde en La crisis de las

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ciencias europeas. Los "positivistas" del manifiesto de 1911, finalmente, no tenían en común más que la pretensión, que pudo haberse convertido, entre tanto, en algo ilegítimo y abusivo, de defender el derecho del pensamiento racional a la existencia y su importancia. Hablo de su derecho a existir, cada vez más amenazado, y de su importancia, allí donde otros, después de referirse a su amenazante tiranía o a su tiranía triunfante, hablarían más bien actualmente de su futilidad o su trivialidad. Pero no estoy lejos de pen­sar, como David Stove, que "para la mayoría de la gente, él no sólo es innecesario, sino que constituye u n entorno tan letal como el interior de u n tubo al vacío"14. Lo más triste de este asunto es ciertamente que "la mayoría de la gente" quizás signifique también "la mayoría de los filósofos".

Aun cuando a menudo hayamos reprochado a los filó­sofos, con cierta razón, hacer "a priori", "deductivamente" o "especulativamente", aquello que sólo puede hacerse "a posteriori", "inductivamente" o "empíricamente", si esto en realidad puede hacerse, coincido completamente con Stove en afirmar que la falta de conocimientos empíricos no es la fuente principal de la filosofía mediocre:

La falta de conocimiento empírico guarda menos relación con las maneras en que nos equivocamos en filosofía que los defectos de carácter, cosas como la simple incapacidad de guardar silencio, la voluntad de ser considerado como profundo, la sed de poder, el temor, en particular el temor a un universo indiferente. Estas cosas hacen parte de las fuentes emocionales evidentes de la filo­sofía mediocre15.

Si existiera u n método capaz de proteger a la filosofía contra la filosofía mediocre, debería ser entonces, esencial­mente, u n método que tenga por fin fortalecer el carácter contra este tipo de tentaciones. Y lo que debe impresionar­nos del método cartesiano mismo es menos la voluntad de formular reglas o recetas para el intelecto, que la de for­mar y a rmar de u n a vez por todas el carácter filosófico contra sus propias debilidades. Peirce atribuía lo que llama "el actual estado infantil de la filosofía", al hecho de que

David Stove, "What is Wrong with OurThoughts?", en ThePlato Cultand OtherPhilosophicalFollies, Oxford, B. Blackwell, 1991, p. 201. Ibid., p. 188.

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[...] durante siglos ha sido desarrollada principalmente por hom­bres que no fueron educados en salas de disección y en otros laboratorios y que, por ello, no estaban animados por el verdade­ro Eros científico, sino que provenían, por el contrario, de semi­narios teológicos y, por consiguiente, estaban inflamados por el deseo de reformar sus propias vidas y las de los demás, deseo que es ciertamente más importante que el amor a la ciencia para los hombre en situaciones habituales, pero que los hace radical­mente ineptos para las investigaciones científicas"'.

Hoy en día, el diagnóstico de filósofos de la tendencia denominada "postanalítica" acerca de la filosofía norteame­ricana sería, más bien, que ha sufrido principalmente, hasta u n a fecha relativamente reciente, de u n exceso de consi­deración por la ciencia y de prejuicios e ilusiones de índole cientificista. Pero es notable que este discurso sobre la hegemonía o, como dirían algunos, la tiranía que han ejer­cido las ciencias y la cultura científica predominante sobre la filosofía, lleve u n a existencia completamente indepen­diente de la influencia real que puede ejercer el paradigma de la ciencia sobre la práctica de los filósofos y castigue, de u n a manera en muchos aspectos más virulenta, aquellas tradiciones filosóficas donde, como sucede con la nuestra , la voluntad de ser científico no ha representado jamás , de cualquier forma, u n a tentación seria para muchos filóso­fos y, menos aún, u n peligro para la filosofía. Teniendo en cuenta los vínculos particulares que continúan existiendo en la tradición francesa, hoy más que nunca, entre la filo­sofía y la teología, podríamos incluso encontrar razones para abundar en el sentido sugerido por Peirce17.

C.S. Peirce, Reasoning and the Logic ofThings, editado por Kenneth Laine Ketner, con una introducción de Kenneth Laine Ketner y Hilary Putnam, Cambridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1992, pp. 107-108. Sobre este punto, véase especialmente Dominique Janicaud, Le tournant théologique de laphénomenologíefrangaise, Corabas, Editions de l'Eclat, 1991.

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VIII

El sentido en que puede decirse que la filosofía se ocupa del problema de la significación, más que del de la verdad, de las proposiciones de que trata, se puede ilustrar clara­mente, en mi opinión, con u n ejemplo como el de la pro­testa que Brouwer elevó en u n momento dado contra la forma de trabajar de los matemáticos clásicos. Como ha subrayado Dummett1 , Brouwer había tenido la oportuni­dad de demostrar que era tan experto como cualquier otro, y más que muchos, en el arte de jugar el juego de las ma­temáticas clásicas. Conocía bien lo que contaba y lo que no, desde u n punto de vista clásico, como demostración válida, y él mismo era perfectamente capaz de inventar demostraciones de ese tipo. Efectivamente, antes de ocupar u n a cátedra de matemáticas en Amsterdam, desde donde podría predicar la necesidad de reemplazar las matemáti­cas clásicas por las matemáticas intuicionistas, Brouwer se había distinguido por u n a serie de descubrimientos fa­mosos en el ámbito de la topología clásica. Ello no le impi­dió defender enseguida, con la energía que conocemos, la convicción de que el juego practicado por los matemáticos clásicos en realidad carecía de sentido o, más exactamen­te quizás, que los matemáticos clásicos cometían el error de proceder como si sus proposiciones tuvieran u n a signi­ficación de u n tipo muy diferente del que podían tener.

Michel Dummett, TheLogicalBasis ofMetaphysics, Londres, Duckworth, 1991, p. 239.

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Podríamos creer que el desacuerdo se referia principal­mente a la cuestión de la verdad o falsedad de las proposi­ciones matemáticas, pues Brouwer sostenía que ciertas proposiciones consideradas por los matemáticos clásicos como demostradas, en realidad no lo estaban, y que, por consiguiente, tampoco eran verdaderas. Pero lo que en rea­lidad está en juego en el debate es el hecho de que, para alguien como Brouwer, hablar de totalidades infinitas ac­tualmente dadas, y de procesos infinitos que se podrían representar como efectuados realmente, no tiene ningún sentido, pues contradice la naturaleza misma del infinito. Es, en cierta forma, lo que ocurre cuando Berkeley se en­frenta a los partidarios de la materia: lo que les reprocha no es que acepten como verdadera u n a hipótesis contro­vertible, sino que utilicen u n a palabra a la cual, a pesar de lo que imaginan, no han logrado dar ningún sentido. Lo que incita a considerar como típicamente filosófica a u n a controversia como la que enfrentó a Brouwer contra sus adversarios, es jus tamente el hecho de que está relaciona­da con el problema de lo que realmente significan las pro­posiciones matemáticas y, por esta razón, es evidente que las matemáticas mismas no la pueden resolver. El proble­ma filosófico de la distinción entre apariencia y realidad se aplica, de hecho, a la significación misma, puesto que se t rata de decidir, para casos de este tipo, si u n a s proposi­ciones utilizadas corrientemente y sin ningún problema, no tienen en realidad u n a apariencia de significación, la cual se toma equivocadamente, basándose en u n a analo­gía engañosa, por u n a significación real.

Eso no significa, naturalmente, que Brouwer haya esta­do particularmente preocupado por construir u n a teoría de la significación para el lenguaje matemático. Sería mu­cho más exacto decir que buscaba promover u n uso com­pletamente t ransparente y coherente de este lenguaje, sin la ayuda de u n a teoría para justificarlo o explicarlo. En este sentido, como lo observa Dummett, lo que quería lo­grar se podría describir, en términos wittgensteinianos, sencillamente como u n a visión clara de la manera en que funciona ese lenguaje. Dado que la opacidad se introduce jus tamente , según él, por el hecho de que los matemáticos clásicos confunden las matemáticas y su lenguaje, es evi­dentemente imposible darse por satisfecho con la idea se-

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gún la cual, en la comunidad de los matemáticos, existe una práctica lingüística comúnmente aceptada que per­mite distinguir los usos correctos de los signos y las pro­posiciones matemáticas. Nada impide que esta práctica sea, a pesar de todo, fundamentalmente incomprensible o incoherente. Podemos observar que, así como la t ranspa­rencia que busca Brouwer lo obliga a adoptar u n a actitud explícitamente reformista frente a la práctica de los mate­máticos, y a exigir que se sacrifique u n a parte del edificio de las matemáticas clásicas, Wittgenstein, por el contrario, está convencido de que la obtención del tipo de claridad que la filosofía nos debe procurar sobre algunas de nues­tras prácticas, las dejará intactas, lo cual en principio es igualmente cierto, para él, en el caso de las matemáticas.

La razón para que haya evocado este problema es el vínculo que parece existir, y que Dummett explícita y ana­liza, entre u n a concepción bolista de la naturaleza de la significación y u n a forma de indiferencia, o de ausencia de curiosidad filosófica, frente a las proposiciones que cons­tituyen el objeto del debate. Puesto que la concepción bolista radical considera relativamente fútil la idea de tratar de construir u n a teoría de la significación, e igualmente la pretensión más modesta de obtener al menos u n a visión clara, en u n sentido que se podría calificar de wittgens-teiniano, de la manera en que funciona nuestro lenguaje, nos pide que nos resignemos a la idea de que comprende­mos suficientemente la significación de nuest ras expresio­nes tan pronto como somos capaces de usar las de manera competente. En el caso de las matemáticas, por ejemplo, es posible considerar que comprendemos suficientemente las proposiciones con las que tratamos si somos capaces de operar con ellas de manera conforme a las reglas y a las convenciones en uso, si, por ejemplo, estamos en capaci­dad de utilizarlas para formular conjeturas, demostrarlas y refutarlas, etc. Se trata de la situación ordinaria que puede caracterizarse al decir que sabemos, en general, lo que te­nemos que decir, sin que sea necesario saber lo que real­mente significa lo que decimos. Somos capaces de utilizar correctamente y, en particular, saber en qué casos pode­mos aseverar legítimamente, u n a multitud de proposicio­nes referentes al pasado, las otras mentes, los objetos físi­cos, el mundo matemático, etc. Pero lo que caracteriza a la

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filosofía es la voluntad de saber qué significan realmente, y, más precisamente, si en efecto tienen el tipo de significa­ción que creemos poderles atribuir. Una buena parte de los enunciados de la ciencia plantean u n problema similar. Quienes formulan tales enunciados los consideran cierta­mente como verdaderos y no tienen reparo alguno en pre­sentarlos como tales; pero el desacuerdo reside, como se dice, en su interpretación, en lo que significan realmente, e incluso, como lo muest ra de manera patente el ejemplo de las matemáticas, en el tipo de cosa a la cual se refieren.

Si se aplican estas consideraciones al caso de la filoso­fía, constatamos que allí también la situación habitual es darnos por satisfechos con la idea de que somos capaces de jugar el juego correctamente, saber lo que podemos y no podemos decir y, en particular, cuándo tenemos funda­mentos para reconocer proposiciones filosóficas como ver­daderas o, al menos, para aseverarlas. No obstante, la pro­pia filosofía puede verse a tormentada periódicamente por el deseo de saber lo que significa realmente lo que tiene que decir y dice normalmente sin que esto suscite proble­mas particulares. Lo anterior ha dado lugar, en la época contemporánea, a u n a serie de tentativas filosóficas cuya conclusión ha sido que las proposiciones filosóficas debían ser consideradas como proposiciones que no dicen, jus ta­mente, nada, como proposiciones literalmente carentes de sentido. No es preciso detenerse en las razones que han llevado a estos intentos a u n flagrante fracaso. No encon­tramos hoy en día prácticamente, ni siquiera en el campo analítico, filósofos dispuestos a sostener que la respuesta a todos los enigmas filosóficos es que no hay respuesta, porque las preguntas mismas son sólo seudopreguntas. Pero es claro que, al mismo tiempo, dudamos mucho más que antes de que baste con retornar a la idea de que las proposiciones filosóficas poseen u n contenido substancial que resultaría de nues t ra capacidad para atribuir a la rea­lidad propiedades reconocibles por métodos apriori, fun­damentalmente diferentes de los del conocimiento científi­co ordinario. Esto es lo que lleva a Dummett a decir que hemos salido de u n a fase de demolición y que ahora debe­mos reconstruir, pero sin tener necesariamente u n a idea precisa acerca de la manera en que debemos proceder para hacerlo.

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Husserl constataba, en 1911, que el ethos dominante de la filosofía de los tiempos modernos había consistido en rehusarse a ceder ingenuamente al impulso filosófico y obligarse a realizar u n a reflexión metodológica susceptible de otorgar al fin a la filosofía el estatuto de u n a ciencia ri­gurosa, pero que este esfuerzo había contribuido ante todo a la validación y autonomía de las ciencias reales y que no sólo no había sido de provecho para la filosofía sino que, por el contrario, había amenazado con resultarle fatal. Podríamos pensar que Husserl probablemente cometió el error de creer que el objetivo y la única forma posible de éxito sólo podían consistir en transformar a la filosofía en u n a ciencia rigurosa. Pero, desde luego, lo que interesa es, ante todo, su constatación, la cual sigue siendo, de muchas maneras , actual. Yo mismo, después de haber exhortado regularmente a mis colegas filósofos a aumentar la cons­ciencia crítica frente a su propia disciplina y de haber, inclu­so, consagrado enormes esfuerzos a ridiculizar algunas de las pretensiones menos razonables de la filosofía tradicio­nal, y, más aún, de la de nues t ra época, estoy completa­mente de acuerdo en reconocer que lo que más necesitamos actualmente, al salir de decenios de sospecha, de crítica y de deconstrucción radical, es ciertamente algo como u n a "segunda ingenuidad" frente a la filosofía misma. El único problema reside en que u n a segunda ingenuidad debe ser algo muy diferente de u n simple regreso a la primera, y que me temo, infortunadamente, que aquello a lo que se llegue será simplemente, en la mayoría de los casos, la buena consciencia o la inconsciencia y la suficiencia de antes. Lo que se escribe en este momento sobre el tema del regreso, que supuestamente constituye u n a renova­ción (regreso a Platón, a Kant, al sentido, a los valores, a la trascendencia, etc.), evoca a menudo para mí las proposi­ciones que se multiplican dentro del marco de la "acción paralela" de Musil bajo la rúbrica del "regreso a algo". Así como la filosofía abusa de lo que Peirce llama el "razona­miento aparente" (sham reasoning), se destaca en el arte de practicar la "interrogación aparente", o la "investigación aparente", que consistiría en presentar como el resultado de u n a indagación profunda y sin concesiones u n a s certe­zas que, en realidad, es taban allí desde el comienzo y que no tenían nada que temer de la investigación. De manera

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general, como lo constataba Merleau-Ponty, "[...] Hoy en día casi no se cambia. Se 'regresa' a u n a u otra tradición, se la 'defiende' "2. Y se regresa la mayoría de las veces como si nada, o casi nada, hubiera pasado entre el momento en que se la criticó y abandonó y el momento en el que se la descubre de nuevo.

La inflación característica del problema del lenguaje que marcó el desarrollo de la filosofía en épocas recientes, tanto del lado continental como del analítico, constituyó siempre u n tema inquietante para quienes veían en ello la prueba de u n desinterés cada vez más marcado por lo que debería preocuparnos de manera prioritaria y quizás ante todo, en filosofía, a saber, la realidad misma. Se podría incluso lle­gar a sospechar de filósofos como Dummett, quienes sos­tienen que la parte fundamental de la filosofía es la teoría de la significación, que se sigan interesando mucho más por el lenguaje que por las cosas. Lo cual sería absurdo, pues la manera específica en que la filosofía se preocupa de la realidad y trata de ella consiste jus tamente , según su enfoque, en interrogarse de manera fundamental acerca de la es t ructura del pensamiento y el lenguaje. Sin embar­go, es u n hecho que muchos filósofos siguen soñando con u n a aproximación a la realidad que consideran más since­ra y directa que ésta.

A la pregunta sobre en qué y por qué el lenguaje es importante para la filosofía, lan Hacking proponía, en 1975, u n a respuesta como la siguiente: el lenguaje es importan­te para la filosofía a causa de lo que ha llegado a ser el conocimiento: u n a especie de fábrica de discursos autó­nomos y anónimos que existen en diferentes lugares y momentos, y que se producen en condiciones históricas determinadas y bajo la égida de instituciones diversas, sin que se singularicen ni por los autores que se cree poderles atribuir, ni por lo que quieren decir, debido al hecho de que el discurso mismo "ya no es simplemente u n instru­mento para compartir experiencias, ni siquiera la interfaz entre el conocedor y lo conocido, sino lo que constituye el conocimiento humano"3 . Hacking veía en los temas que

Maurice Merleau-Ponty, Éloge de la philosophie, Lección inaugural en el College de France, 5 de enero de 1953, Paris, Gallimard, 1953, p. 67. lan Hacking, ¿Por qué el lenguaje importa en la filosofía?, Ed. Surame-ricana, Buenos Aires, 1979.

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abordaban las diferentes escuelas, llámense "estructura-lismo", "filosofía lingüística", o cualquier otra cosa, simples peripecias en u n proceso mucho más amplio, que puso fin a la primacía del significado sobre el significante, como se decía por aquella época, y que entronizó finalmente a la frase misma, no como vehículo del conocimiento sino, en cierto modo, como aquello a lo que se reduce el conoci­miento mismo.

No es este el tipo de respuesta que hubiera dado Witt­genstein a tal pregunta, a pesar de lo que piensen quienes no vacilaron en considerarlo como parte interesada en ese proceso. No dudaría en decir que su respuesta habría sido más bien que el lenguaje nos importa en filosofía porque nos importa la realidad, porque queremos poder dar al len­guaje lo que es del lenguaje, y a la realidad lo que le co­rresponde. Si, como dice, en filosofía hay que cuidarse con­tra la tentación constante de predicar de la cosa lo que reside en el modo de representación, es porque lo que nos interesa es la realidad misma y no lo que el lenguaje nos obliga aparentemente a creer y a suponer acerca de ella. Hay que decir "aparentemente" pues en realidad no es el lenguaje mismo, sino la idea engañosa que los filósofos se hacen de lo que implica su funcionamiento, lo que nos hace creer que no podemos utilizarlo como lo hacemos sin adoptar subrepticiamente u n a multitud de creencias du­dosas o inquietantes que en realidad no nos son impues­tas por él y que corresponden a cosas que, como llega a decir Wittgenstein, sólo creemos que creemos.

Probablemente el realismo de Wittgenstein no se expre­sa en ninguna parte con mayor claridad que en la obser­vación, muy comentada estos últimos tiempos, según la cual "cuando decimos, y queremos decir, que tal y tal cosa es el caso, no nos detenemos, ni nues t ra significación, en alguna parte antes del hecho; sino que queremos decir: esto e s a s i (IF, §95). No nos detenemos en u n intermedia­rio cualquiera entre las palabras y la realidad y, desde lue­go, mucho menos en la frase misma considerada a la vez como el comienzo y el fin del proceso. Pensar es siempre pensar que algo, según la expresión del Tractatus, "es el caso", incluso si esta trivialidad aparente se asemeja a u n a paradoja, pues también se puede p e n s a r lo que no es el caso. Precisamente, entre el pensamiento y la realidad no

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hay distancia más fundamental y más preocupante que la que consiste en la posibilidad que tiene el pensamiento de ser falso.

Lo que dice Wittgenstein sobre este punto se opone por completo a la idea bergsoniana de que el pensamiento mis­mo de algún modo introduce, por su esencia misma, u n a distancia entre la realidad y nosotros, y que sólo la intui­ción directa es capaz de darnos hechos, en el sentido pro­pio del término: "[...] lo que se llama comúnmente u n he­cho no es la realidad tal como aparecería a u n a intuición inmediata, sino u n a adaptación de lo real a los intereses de la práctica y a las exigencias de la vida social"4. Tampoco creo que pueda encontrarse en Wittgenstein u n argumento cualquiera a favor de la idea, tan difundida actualmente, de que las cosas no tienen realmente u n a manera que se pudiera tratar de representar y, de ser posible, representar correctamente; o de que no hay u n a diferencia interesante que pueda señalarse, ni contraste que podamos utilizar, entre u n a representación que llamamos "correcta" y u n a representación simplemente adaptada, u n a representación que nos permite actuar eficazmente sobre la realidad. "Es [...] imposible —nos dice Rorty— describir lo que X es real­mente, a no ser describiendo las relaciones que existen entre X y las necesidades, la conciencia o el lenguaje del hombre"5. De aquí se concluye a menudo que j amás se describe lo que X es realmente, que cuando se cree hacerlo sólo se describen en realidad las relaciones que tiene con las necesidades, la conciencia o el lenguaje del hombre. Es u n a idea que, a pesar de todos los prestigiosos defensores que ha encontrado en la filosofía de nues t ra época, sigo considerando no sólo profundamente antipática, lo cual ciertamente no sería u n argumento en su contra, sino, lo que es más grave, irremediablemente confusa.

A pesar de la manera en que se expresa a propósito de lo que se ha convenido en llamar u n "hecho", Bergson no duda en sostener, de u n a manera que podemos considerar curiosa, que la metafísica y la ciencia, u n a vez que se les

Henri Bergson, Matiere et mémoire, en Oeuvres, textos anotados por André Robinet, introducción de Henri Gouhier, Paris, PUF, 1959, p. 319. Richard Rorty, L'espoirau lieu du savoir. Introduction au pragmatismo, Bibliothéque du College International de Philosophie, Albín Michel, Pa­ris, 1995, p. 63.

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asignan sus objetos respectivos —el espíritu a la primera, la materia inerte a la segunda—, pueden no sólo ser tan precisas y ciertas la una corno la otra, sino estar igualmente seguras ambas de pretender con legitimidad a u n conoci­miento absoluto de la realidad. No obstante, según sus propias palabras, esto sólo debería ser cierto, estrictamente, para la metafísica, cuyo método es precisamente la intui­ción, ya que ésta tiene como función principal lo que él llama "la visión directa del espíritu por el espíritu"6. La tensión manifestada en Bergson sobre este punto es carac­terística de todas las doctrinas filosóficas que buscan con­ciliar u n a tendencia que podríamos calificar de pragmatista, en sentido amplio, con las exigencias del realismo.

En los debates que tienen lugar actualmente entre los propios "pragmatistas", podemos encontrar los elementos de la gran confrontación iniciada en la segunda mitad del siglo diecinueve entre la herencia de Kant y la lección de Darwin. No es por azar que Putnam, quien se muest ra es-céptico acerca de la posibilidad de naturalizar cosas como el pensamiento, la racionalidad, la significación, la intencio­nalidad, etc., y, en general, todas las nociones que com­portan, como las anteriores, u n a dimensión esencial nor­mativa y de evaluación, se encuentre situado más bien del lado de la tradición kantiana, mientras que Rorty da la impresión de querer conducirse, en este punto, como u n darwiniano consecuente y totalmente estricto. Según él, deberíamos aceptar de u n a vez por todas la principal su­gerencia del pragmatismo, a saber, reemplazar la noción de creencia por la de regla de acción exitosa. No es posible, desde luego, acantonarse en u n a perspectiva que se limite a examinar, desde u n punto de vista causal, las interaccio­nes que existen entre, de u n lado, las creencias y sus ex­presiones lingüísticas, consideradas como simples instru­mentos al servicio de la acción, y del otro, los objetos, los hechos y las circunstancias del entorno, pues lo propio de las creencias es estar s i tuadas igualmente en el espacio normativo de la justificación, el que ocupamos nosotros en cuanto "investigadores serios de la verdad", que expresan pensamientos, formulan aseveraciones e intentan saber si

Henri Bergson, Lapensée et le mouvant, en Oeuvres, textos anotados por André Robinet, introducción de Henri Gouhier, París, PUF, 1959, p. 1285.

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corresponden o no a la realidad. Pero, incluso cuando se la nar ra desde este segundo punto de vista, la historia no nos obliga a tomar en serio la idea según la cual el conoci­miento consiste en la exactitud de la representación, pues la justificación es u n fenómeno esencialmente social y no u n problema de transacción entre el "sujeto cognoscente" y la "realidad".

Aunque Rorty parece ignorar casi por completo este as­pecto de la tradición darwiniana, podemos notar que los autores que intentaron, como ocurrió casi inmediatamen­te, aplicar la teoría de Darwin a temas de teoría del conoci­miento y de epistemología, que adoptaron u n a explicación que se convirtió rápidamente en la explicación clásica, acer­ca de la naturaleza de la necesidad, o del impulso a la me­tafísica y las razones de su fracaso. La metafísica nos da, en el mundo humano, u n ejemplo perfecto de lo que puede ser u n instinto que contiúa ejerciéndose más allá de aque­llo para lo que fue hecho, u n instinto que funciona, si se puede decir, "en el vacío", en situaciones en las que no tiene, o no tiene ya, objeto. Tenemos entonces aquí u n a forma de disfunción natural del instinto de la cual el reino animal nos ofrece, por lo demás, ejemplos abundantes y conocidos. "El pico del loro —nos dice Pascal— que éste lava, por más limpio que esté". En el caso del ser humano se podría decir: la voluntad de saber, cuando ya no hay nada por saber ni tampoco u n a necesidad real de hacerlo.

Ésta es la explicación propuesta por Boltzmann, quien fue desde el comienzo u n entusiasta partidario de la teoría de Darwin. Para él, la posibilidad que tiene el instinto de seguir funcionando de manera automática en ausencia del objeto nos proporciona u n a sencilla explicación natural is­ta de lo que Kant t r a taba como u n a dialéctica y u n a antitética de la razón pura. El resultado parece ser que al conocimiento se le imponen límites infranqueables. Pero Boltzmann protesta contra esta manera de presentar las cosas que sugiere que aún hay preguntas, pero que éstas caen por fuera del conocimiento. Para él no las hay. Habría que decir, más bien, que las preguntas que parecen sub­sistir son apariencias de preguntas, comparables a las ilu­siones de los sentidos. Los filósofos tenían razón, subraya, al decir, como Sócrates, que no sabían nada. Pero sólo después de Darwin saben por qué no saben nada. La me-

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tafísica, a la que se refiere Boltzmann, en u n texto escrito contra Schopenhauer, como u n a "migraña intelectual" de ia que uCucrnos uaLar QC deshacernos, comienza cíoncie ra investigación del conocimiento cesa por completo de si­tuarse en la continuidad del proceso de adaptación biológi­ca. Incluso las teorías científicas más audaces, imaginativas y abstractas , cuyos derechos siempre defendió Boltzmann con pasión, pueden, e incluso deben, comprenderse como pertenecientes a este proceso de construcción de repre­sentaciones susceptibles de conducir a u n a acción apro­piada sobre la realidad.

Pero con el tipo de preguntas que formula la metafísica a propósito, por ejemplo, de la capacidad de nues t ras re­presentaciones para describir la realidad tal como ésta es en sí, las cosas cambian por completo. La verdad es que el mecanismo de la evolución biológica nos proveyó del equipamiento necesario para construir representaciones adaptadas y eficaces; pero no estamos forzosamente equi­pados, ni necesitamos estarlo, para, además, decidir acer­ca de cuestiones metafísicas como aquella de saber has ta qué punto la realidad "corresponde", en el sentido metafí-sico que los filósofos dan a esta palabra, a nues t ras repre­sentaciones. Dicho de otro modo, Boltzmann, quien fue u n enemigo declarado del idealismo alemán y a quien to­dos consideran con razón, como uno de los más valientes defensores del realismo científico y natural , se vio en la obligación de admitir que la adecuación de nuest ras re­presentaciones a la realidad no podía juzgarse finalmente en ninguna dimensión distinta a la de la práctica, es decir, desde el punto de vista de su capacidad de suscitar y orien­tar acciones exitosas sobre la realidad. En cierto sentido, Boltzmann se encuentra en ocasiones mucho más cerca de Rorty de lo que quisiera y debiera estar. A la inversa, si se interpreta la polémica de Frege contra el idealismo más bien como u n a disputa contra el naturalismo y el evolu­cionismo, advertimos con facilidad que el naturalismo pue­de ser u n aliado más n a t u r a l del subjet ivismo y del relativismo que del auténtico realismo. El acceso a lo que Frege llama el "tercer reino", el del sentido y el pensamien­to, es para él lo que distingue al animal racional que so­mos de u n ser puramente natural y, a la vez, lo que le permite pretender al conocimiento propiamente dicho, el

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de las cosas tal como son realmente, y no sólo a u n a forma de adaptación satisfactoria y suficiente para él.

Es evidente que no debemos confundir la concepción de Boltzmann con la teoría llamada del "excedente neuronal" , donde se sugiere que la naturaleza, en su bien conocida prodigalidad, podría habernos provisto de u n número mucho mayor de neuronas de las que necesitábamos para el tipo de existencia que nos impuso desde el comienzo. El fenómeno del excedente neuronal es, nos dice Searle, "la clave para comprender cómo salimos del estadio de caza­dor-recolector y producimos filosofía, ciencia, tecnología, neurosis, publicidad, etc."7. El excedente de neuronas ex­plica por qué pasamos del estadio de u n a especie hecha para adaptarse a ambientes de cazadores-recolectores al de u n a especie productora de u n a multi tud de cosas que son, desde este punto de vista, inútiles o incongruentes. Pero necesitamos, según Boltzmann, u n a hipótesis dife­rente para explicar el excedente de las preguntas aparen­tes sobre las preguntas reales, lo cual se relaciona con lo que distingue, precisamente, al hombre en cuanto produc­tor de ciencia del hombre en cuanto productor de filosofía o, al menos, de metafísica.

Es probable que Peirce, a quien sin embargo, se conside­ra como el fundador del pragmatismo, se hubiera indigna­do al escuchar a algunos de sus supuestos herederos decir que la ciencia es esencialmente u n instrumento al servicio de la acción sobre el mundo; digamos, para ser claros, u n a sirvienta de la tecnología. "La ciencia pura —escribió— no tiene estrictamente nada que ver con la acción"8. Y el problema de la filosofía ciertamente no es, contra lo que se dice a menudo, el tener poca o ninguna incidencia sobre la práctica, mientras que la ciencia, por el contrario, constan­temente da pruebas, por intermedio de la técnica, de su eficacia concreta. La filosofía, para Peirce, adolece más bien, ante todo, del hecho de estar demasiado ligada a la volun­tad de actuar y demasiado poco a la voluntad de conocer la verdad. Y sobra decir que, dado que la verdad atrae y

John Searle, El redescubrimiento de la mente, trad. de Luis M. Valdés Villanueva, Barcelona, Editorial Critica, p. 38. C.S. Peirce, Reasoning and the Logic ofThings, editado por Kenneth Laine Ketner, con una introducción de Kenneth Laine Ketner y Hilary Putnam, Cambridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1992, p. 112.

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reconforta poco, y generalmente tiene poca oportunidad de encontrar adeptos de inmediato, los filósofos inspira­dos esencialmente por el deseo de actuar sobre el mayor número posible de personas están condenados, ipso facto, a elegir el método "literario" y a basarse en la seducción de la forma más que en el prestigio de la verdad misma. Peirce creía, más que cualquiera, que la principal motivación del científico y del filósofo debe ser la búsqueda de la verdad por la verdad, y que ésta no guarda relación directa con el mejoramiento de su propia existencia, la defensa de los intereses de la sociedad o la promoción de u n a forma más democrática de coexistencia y de cooperación entre los hombres. Estaba convencido incluso de que la teoría y la práctica son dos señores a los cuales no se puede servir al mismo tiempo. Desde este punto de vista, Boltzmann, quien p e n s a b a que la teor ía m i s m a es de a lgún modo la "quintaesencia de la práctica", probablemente está, en úl­tima instancia, mucho más cerca que Peirce de la idea que se tiene generalmente de u n pragmatista.

Kant pensaba que el notable acuerdo que parece existir entre las leyes del pensamiento y las de la realidad debe estar dado apr ior iy necesariamente. Y no puede estarlo a menos que la armonía sea, para decirlo brevemente, el producto de u n a actividad trascendental de la propia mente. La ventaja del idealismo trascendental es que nos procura la tranquilizadora convicción de que los juicios que formula­mos sobre la experiencia, aunque ciertamente pueden estar equivocados en los detalles, no pueden estarlo de manera fundamental. La identidad que existe entre las condiciones de posibilidad de la experiencia y las condiciones de posi­bilidad de los objetos de la experiencia nos protege contra ese riesgo. No puede haber u n desacuerdo fundamental entre el mundo y la manera en que nos lo representamos en el pensamiento porque el mundo, al menos en cuanto se nos presenta en forma de naturaleza, está de cierto modo constituido por nuestro entendimiento. Contentarse aquí con algo menos que u n a concordancia necesaria de este tipo llevaría, para Kant, a conceder al escéptico lo esencial.

Ahora bien, los sucesores de Darwin se sintieron obli­gados a concluir que no podemos exigir, y mucho menos obtener, u n a garantía semejante: por el contrario, el acuer­do, si es que existe, no puede ser más que u n hecho emi-

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nentemente contingente, el resultado final (pero "final" no quiere decir aquí "definitivo") de la presión causal que la realidad exterior ha ejercido durante millones de años so­bre u n ser biológico que intenta sobrevivir y adaptarse a ella cada vez mejor. El debate, que prosigue hoy, entre el trascendentalismo y el naturalismo, o, como algunos pre­ferirían decir, entre el normativismo y el naturalismo es, nos dice Rorty, u n a confrontación entre el punto de vista kantiano, de u n lado, el cual nos atribuye u n a facultad de conocer que no se reduce a nues t ra capacidad de utilizar, y u n a facultad de actuar, en cuanto seres morales, de u n a manera que no se reduce a la simple búsqueda del placer o de la utilidad; y, del otro, u n punto de vista darwiniano que acepta, en principio, estos dos tipos de reducción.

Es evidente, sin embargo, que hay dos maneras dife­rentes de interpretar la lección de Darwin. La primera con­siste en preguntarse de qué manera la evolución biológica pudo finalmente dar nacimiento a u n ser dotado de mente y razón, y capaz de construir representaciones de la reali­dad, susceptibles de ser verdaderas o falsas y de ser reco­nocidas como tales. Es posible, desde luego, dudar acerca de la capacidad de las hipótesis y especulaciones evolucio­nistas para explicar el surgimiento de cosas como la mente, la significación, la intencionalidad, etc., las cuales parecen, quisiera uno decir, de u n orden diferente. No obstante, la posibilidad de adoptar u n a concepción naturalista de estas cosas no se debe subordinar necesariamente a la posibili­dad de proporcionar u n a explicación naturalista convin­cente acerca de cómo aparecieron. Podemos pensar que, por el momento, no existe u n a explicación semejante y, sin embargo, sostener que el lugar de la significación no se debe buscar en u n lugar diferente de la naturaleza misma, que la significación no es, para retomar u n a expresión de McDowell, u n don misterioso traído desde el exterior de la naturaleza y que sólo se le pudo otorgar a seres dotados de facultades extra-naturales las cuales, por su naturaleza misma, están condenadas a permanecer inexplicables. Creo que es de esta manera en que debemos comprender lo que quiere decir Wittgenstein cuando observa que no debería­mos decir que los animales no hablan porque no piensan, porque su naturaleza animal carece de las capacidades intelectuales requeridas, sino más bien:

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Ellos s implemente no hab lan . O mejor: no u s a n lenguaje —si e x c e p t u a m o s las formas m á s pr imit ivas de lenguaje—. Ordenar , p reguntar , con ta r cuen tos , conversar, hacen pa r te de n u e s t r a his­toria n a t u r a l t an to como caminar , comer, beber, j u g a r (IF §25).

Aquello que, en el caso de Wittgenstein, constituye u n a toma de posición que se puede calificar legítimamente como naturalista es el hecho de considerar que hablar (y pen­sar) simplemente hacen parte de nues t ra historia natural , mientras que tales cosas no hacen parte de la de los ani­males.

La segunda manera, más revolucionaria y mucho más radical, de comprender el mensaje de Darwin, consiste en concluir que se debe disociar tan completamente como sea posible la noción de conocimiento de la de representación en general, y la noción de conocimiento objetivo de la de representación fiel y exacta: al calificar u n a representación de verdadera no hacemos, como dice Rorty, cosa distinta a otorgar u n título honorífico a aquellas representaciones que se han revelado útiles, en el sentido de que nos han ayudado a manejar de manera eficaz los problemas que tenemos con la realidad. Considerada desde el punto de vista de quienes la buscan, la verdad es esencialmente u n asunto de consenso y solidaridad. Considerada desde el punto de vista del mundo, es la calidad que reconocemos a aquellas de nues t ras creencias que nos permiten obtener lo que se conforma a nuestros deseos, intereses y necesida­des. Evidentemente, las dos cosas están ligadas entre sí, pues la adhesión a creencias comunes que han resultado ser instrumentos eficaces en el tratamiento de los proble­mas que tenemos con el mundo refuerza el sentimiento de solidaridad que existe entre los miembros de la comuni­dad respectiva. Si la ciencia y la comunidad científica tie­nen algo de ejemplar, no es por sus vínculos privilegiados con lo que se llama el conocimiento objetivo, el cual, en este asunto , parece u n a hipótesis inútil, sino en cuanto constituyen u n modelo de solidaridad humana y de acción organizada y eficiente sobre la realidad9 .

Uno podría preguntarse, claro, si lo que dice Rorty a propósito del cono­cimiento objetivo y de la verdad en general no es exactamente tan con­testable e inapropiado en el caso de la literatura como lo es en el de la ciencia. Para él, la ciencia no es más que la literatura en búsqueda de la verdad, pero solamente busca contar historias interesantes y sobre las

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Creo personalmente que la manera apropiada de acep­tar la enseñanza de Darwin consiste en pedirle a la expli­cación darwiniana que dé cuenta, si puede, de las caracte­rísticas constitutivas de la mente, de la representación y del conocimiento, tal como ellas se presentan, y no propo­ner para ellas algo que, en muchos aspectos se asemeja más a u n a explicación que no sólo es deflacionista, sino que también está muy cerca de ser pura y simplemente eliminativista. Ante el número de libros y de artículos que se escriben hoy en día sobre el tema "¿Es posible naturali­zar esto o lo otro?", tenemos la tentación de decirnos que el gran problema, hoy más que nunca, parece ser "Kant o Darwin". Pero podemos pensar también, y esto es lo que tiendo a hacer, que la consigna debería ser más bien "Ni Kant ni Darwin". Ni Kant, si se piensa que el autor de la Crítica de la razón p u r a sólo llegó a resolver su problema aceptando la idea sospechosa, e incluso difícilmente com­prensible, para mí en todo caso, de u n a dependencia fun­damental de la realidad (al menos en cuanto podemos ha­blar de ella como de algo que conocemos) con respecto a la mente; ni Darwin, si se piensa que podría obligarnos a reemplazar esta idea por la de u n a dependencia de la rea­lidad con respecto a las necesidades e intereses de la espe­cie natural que somos.

Considero, al menos, que debemos rechazar con firme­za lo que Bergson llama la "socialización de la verdad"10, y que constituye el tipo de solución que preconiza hoy abier­tamente Rorty. El propio Bergson, a pesar de sus simpa­tías por el pragmatismo, piensa que esta manera de consi­derar la verdad debería estar reservada para las verdades de orden práctico para las que fue hecha, sin intervenir en el dominio del conocimiento puro, trátese de ciencia o de filosofía. Ella se imponía, dice, en las sociedades primitivas,

cuales se puede llegar a un determinado acuerdo entre los individuos concernidos. Pero se puede pensar que la literatura se esfuerza también, a su manera, por descubrir y expresar verdades de cierta clase y que "verdadero", en su caso, tiene una significación igualmente diferente de la del "sobre lo que se está o se podría estar de acuerdo" e igualmente poco reducible a eso. Lo mismo puede ser cierto, naturalmente, a propó­sito de la filosofía. Sobre este aspecto de la cuestión, Cf. Susan Haack, "As for the phrase 'studying in the literary spirit'...", comunicación a la American PhilosophicalAssociation (Chicago, 1996). Henri Bergson, Oeuvres, op. cit, p. 1327.

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pero no hay razón para introducirla de nuevo hoy. Hay u n a singular ironía en el hecho de que sea jus tamente este tipo de concepción el que, según Rorty, debería imponerse en las sociedades liberales avanzadas que hayan alcanza­do el estadio que se puede calificar de "posfilosófico".

Al expresarme como lo hice antes, a propósito de la im­posibilidad de elegir entre Kant y Darwin, he asumido un grave riesgo, pues soy perfectamente consciente de que la filosofía misma, en el espíritu de muchos de quienes la practican, está ligada al idealismo de manera tan íntima que la recusación del segundo puede aparecer como u n a manera de rechazar simplemente a la primera; y que, inversamente, la sospecha que se pueda tener frente al naturalismo o, en todo caso, frente a la mayor parte de los programas de naturalización formulados actualmente , puede interpretarse como u n a actitud anticientífica. Creo, sin embargo, que la alternativa "o Kant y el t rascendenta-lismo o Darwin y el pragmatismo a la Rorty" es, de nuevo, u n a de esas alternativas que sería u n error aceptar tal como se presentan, y que aún no hemos comenzado ver­daderamente a comprender el lugar exacto que ocupa Wittgenstein en este debate y la manera en que podría ayu­darnos a salir del callejón sin salida filosófico en el cual, a mi entender, nos encontramos ahora.

Se atribuye a menudo al autor de las Investigaciones filosóficas la idea según la cual las cosas no poseen u n a naturaleza, y que lo que habitualmente se designa con ese nombre sólo proviene de la proyección sobre lo real de ca­racterísticas que son en realidad imputables únicamente a las formas conceptuales y lingüísticas que hemos adop­tado para describirlo. Pero esto es u n completo error, por u n a razón que explica de manera excelente David Pears cuando escribe que:

El tema de las Investigaciones filosóficas no es que nuestra repre­sentación del mundo no debe nada a su naturaleza, lo cual sería absurdo. Wittgenstein solamente quiere decir que si tratamos de explicar nuestra representación del mundo diciendo algo acerca de su naturaleza, lo que decimos pertenecerá necesariamente a nuestra representación del mundo".

David Pears, TheFalsePrison, Oxford, Clarendon Press, vol. I, p. 12.

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Análogamente, cuando intentamos decir algo substan­cial sobre los lazos exactos que vinculan el lenguaje a la realidad, todo lo que logramos hacer es efectuar unos mo­vimientos que dan la impresión de ocurrir enteramente dentro del lenguaje mismo. Pero Wittgenstein no concluye de allí que haya algo filosóficamente reprochable o conde­nable en nues t ra idea de que el lenguaje está efectivamen­te en contacto con la realidad misma y es capaz, por esen­cia, de representarla. Al contrario de lo que se piensa a menudo, él tampoco encuentra que haya nada que repro­char a nues t ra idea habitual de que las proposiciones se comparan con la realidad, y que podemos hablar de cierto tipo de "correspondencia" entre la proposición y la reali­dad cuando la primera es verdadera. Aun en el caso de las proposiciones matemáticas, a las cuales distingue estric­tamente de las proposiciones descriptivas ordinar ias , Wittgenstein no niega que haya u n sentido legítimo en el cual se puede decir que les corresponde u n a realidad y que son responsables frente a ella, aun cuando esta reali­dad deba buscarse en u n lugar diferente de aquel donde los realistas matemáticos creen encontrarla12.

Es jus tamente debido a que el vínculo entre lenguaje y realidad es intrínseco que no se logra introducir entre ellos la distancia que permitiría confrontarlos y constatar y afir­mar, como si se t ratara de u n a verdad filosófica importan­te, que tal vínculo existe efectivamente. Durante mucho tiempo me he resistido a creer que u n a confusión tan ele­mental como la que se acaba de mencionar entre u n a cosa que es o no es el caso, y lo que llegamos o no a decir a propósito de ella, pudiera encontrarse en el origen de u n descubrimiento del que mucho se habló en la época del estructuralismo y sobre el que se machacó durante cierto tiempo de múltiples maneras , a saber, que el lenguaje no tiene exterior y jamás remite a nada distinto de sí mismo. La respuesta de Wittgenstein es que el lenguaje, efectiva­mente, no tiene exterior, en el sentido requerido para po­der decir que lo tiene y elaborar u n discurso informativo acerca de los lazos que lo vinculan a la realidad; esto, sin

Cf. Wittgenstein 'sLectures on the Foundations ofMathematics, Cambridge, 1939, edited by Cora Diamond, Hassocks, Sussex, The Harvester Press, 1976, pp. 239-244.

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embargo, no debe interpretarse como u n a reducción al absurdo, sino más bien como u n a consecuencia y confir­mación directas del hecho de encontrarse en relación cons­titutiva con ella. Yo no sé si existe u n a explicación más honorable que la que he sugerido para los absurdos que se han podido proferir en cierta época sobre este punto. Pero estoy obligado a confesar hoy que, si la hay, aún no he conseguido encontrarla.

En la respuesta que daba a su pregunta, Hacking se refería principalmente a las conclusiones que, por aquella época, se creía que debían sacarse de los trabajos de Foucault. No quisiera terminar esta Lección inaugural sin evocar brevemente otra respuesta famosa, dada hace vein­ticinco años y conocida desde entonces bajo el título em­blemático de "El orden del discurso". Cuando reflexiono retrospectivamente sobre las relaciones u n poco difíciles, y a veces incluso conflictivas, que he tenido con la obra de Foucault, constato que mis reticencias y mis resistencias provenían esencialmente de la sensación que tenia entonces de que nos colocaba frente a disyuntivas cuyos términos me parecían igualmente inaceptables. O bien la creencia ingenua e idealista, según la cual la verdad es esencial­mente producto de u n deseo de la verdad misma que, cier­tamente, no escapa a la obligación de acomodarse a fuer­zas extrañas de la más diversa índole, aunque siga siendo el factor determinante y, en todo caso, el único pertinente e interesante para la filosofía; o bien la aceptación de aquello que niega jus tamente esta idea, a saber, la realidad del discurso, de sus condiciones y sus leyes de producción, con el riesgo de que la voluntad de verdad que opera allí t e r m i n e por apa rece r ú n i c a m e n t e como u n a forma travestida de la voluntad de poder y como lo que Foucault llamaba, en esa época, u n a "prodigiosa máquina destina­da a excluir"13. La verdad, nos decía, disfraza la verdadera naturaleza de la voluntad que la quiere y de lo que está en juego en este querer, a saber, sólo el deseo y el poder; e, inversamente, la voluntad de verdad, cuando aceptamos tomarla en cuenta, muest ra que lo que se quiere no es lo verdadero sino otra cosa, de suerte que, al parecer no se

Michel Foucault, Legón inaugúrale(2 décembre 1970), París, Publications du College de France, 1971, p. 14.

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puede creer en la verdad en cuanto tal más que a condi­ción de ignorar la voluntad de verdad, e inversamente, no se puede creer en la realidad de la voluntad de verdad sino a condición de olvidar la verdad. Otra manera de describir la opción que parecía pedir es la siguiente: o bien el sujeto fundador, como lo llama Foucault, de la tradición filosófi­ca, como presunto soporte y fuente del discurso; o bien el discurso y sólo el discurso mismo, considerado como acon­tecimiento y de algún modo en su propia materialidad, li­berado de su dependencia con respecto al sujeto, al senti­do y a todas las instancias que constituyan variaciones o simples derivados suyos.

J a m á s he tenido, me apresuro a decirlo, la menor difi­cultad para aceptar la idea de que el deseo de la verdad pueda ser el deseo de otra cosa bien distinta de la verdad, y que ésta sea el producto de u n a cosa distinta del deseo de la verdad, contrariamente a lo que sugiere "una ética del conocimiento que no promete la verdad sino al deseo de la verdad misma y al solo poder del pensamiento"14. Ciertamente, Foucault no se equivocaba al ver en esta idea de la filosofía u n a invención destinada casi siempre a es­conder u n a realidad de u n tipo completamente distinto. Pero el punto oscuro y que, a mi modo de ver, estaba con­denado a seguir siéndolo, es el siguiente: ¿qué puede su­ceder exactamente con la verdad de la que todo el mundo sigue hablando, cuando la realidad del discurso se reco­noce en su desnudez y despojada de todas las racionaliza­ciones e idealizaciones filosóficas cuyo objetivo principal presuntamente ha sido has ta ahora disimular y quizás también reforzar el juego de restricciones y condicionamien­tos, de limitaciones y exclusiones, de que habla Foucault? Si consideramos nuestros enunciados de la manera en que lo sugiere Hacking en el libro citado, "no como los nuestros propios, sino más bien como cortados de nosotros que ha­blamos, y autónomos y anónimos como todo discurso"15, corremos el riesgo de vernos obligados a despedirnos no solamente de la soberanía ilusoria del sujeto que da senti­do y está inspirado por el deseo de verdad, sino también de la referencia a u n a realidad objetiva susceptible de ve-

Ibid., p. 22. lan Hacking, op. cit, p. 187.

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rificarlos o refutarlos. El desarrollo descrito por Hacking podría llamarse el eclipse del sentido y el advenimiento del discurso como proceso autónomo y autosuficiente. Si se tomara literalmente, tal idea tendría consecuencias tan ex­t rañas y radicales que nos veríamos obligados a pregun­tarnos si éstas han sido contempladas y aceptadas real­mente por quienes las han defendido. Para Frege, u n repre­sentante típico de lo que Hacking llama "la edad de oro de la significación", y quien se inquietaba al ver que el proble­ma de la validez objetiva es sustituido cada vez más por el de la génesis e historia de nues t ras creencias, lo que se podría llamar u n a historia de la verdad no puede ser u n a historia de la verdad sino solamente, en el mejor de los casos, de otra cosa (el conocimiento de la verdad), pues la verdad misma no puede tener nada semejante a u n origen, u n a evolución y u n a historia. Y, al decir esto, Frege no buscaba imponer u n concepto filosófico discutible de ver­dad; estaba convencido de hablar de la noción corriente de verdad, tal como la utilizamos todos en los hechos a partir del momento en que aceptamos utilizarla. Es claro, sin embargo, que la filosofía contemporánea perdió hace tiem­po este tipo de ingenuidad. Por el contrario, tiende más bien a considerar que la verdad es por esencia de natura­leza histórica y constituye el resultado de u n proceso de producción que le confiere un carácter eminentemente con­tingente e incluso, dirían algunos, parcial o totalmente arbitrario. Frege considera a la verdad como u n a propie­dad, no del discurso mismo, sino de lo que expresa. Para él, es posible producir enunciados o frases, cosa que se hace en el discurso, pero no se pueden producir los pensa­mientos que constituyen su contenido y sentido y, menos aún, su verdad, cuando son verdaderos. Lo que hace de la verdad u n a verdad es jus tamente lo que le impide ser el producto de cualquier cosa y, especialmente, de u n estado o u n a organización dados del sistema del saber o de cuales­quiera condiciones históricas, sociales, culturales o políti­cas. Pero si, como parece invitarnos a hacer Foucault, nos decidimos a tomar en serio la realidad del discurso y la autonomía que ahora parece posible e indispensable reco­nocerle, resulta que la verdad ya no puede ser, como en Frege, la referencia de frases, como tampoco la norma del discurso, en el sentido en que él lo entendía: es más bien

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el efecto que debe resultar esencialmente de las condicio­nes, mecanismos y leyes de producción del discurso mismo. No es la voluntad de decir lo verdadero la que produce el discurso; más bien es el discurso el que produce, como se decía con gusto en aquellos años, "efectos de verdad".

En la época a la que me refiero, era corriente oír afirmar que, desde el punto de vista filosófico, aquello que debiera interesarnos en primer lugar, e incluso exclusivamente, de lo que llamamos u n a verdad, es jus tamente su modo de producción y las consecuencias que de allí resulten en cuanto a su naturaleza real, su significación y su valor. Sin embargo, no es preciso ser u n realista fregeano para advertir que, con esta manera de aprehender la verdad, se corre el riesgo de condenar a quienes la adoptan a vivir, en el mejor de los casos, en la ambigüedad, y en el peor, en la paradoja. Podría significar, y efectivamente significa para algunos, que la noción de verdad objetiva es u n a noción a la que deberíamos renunciar pura y llanamente; y, al mis­mo tiempo, no logra escapar a la obligación de utilizar esta misma noción, u otra equivalente, en el momento preciso en el que se intenta historizarla, socializarla o politizarla más o menos radicalmente. Como quiera que se tomen las cosas, no creo que podamos evadir la cuestión de saber de qué, precisamente, podría ser historia u n a historia de la verdad y, a fortiorí, para retomar u n a sugerencia hecha por Foucault en u n momento dado, de qué, precisamente, podría ser política u n a "política de la verdad"16. Si es de la verdad, en el sentido corriente del término, es bastante dudoso, como lo era para Frege, que esta idea tenga u n sentido real17; y si es de otra cosa, a la cual, por licencia, se sigue llamando con el mismo término, a falta de uno

Paul Valéry pensaba que no se podía conciliar la política y el espíritu porque hablar de política es hablar de ídolos. No es difícil imaginar la forma en que habría reaccionado cuando los representantes del espíritu se pusieron a proclamar ellos mismos que "todo es política", lo cual, para él, hubiera significado más o menos que todo es magia, mitología o teología. Naturalmente, esto no es lo que yo estoy sugiriendo. Estoy completamente dispuesto a admitir que puede haber verdades políticas (y no solamente ilusiones e ídolos) y que éstas pueden tener mucha importancia para la filosofía. Pero jamás he logrado considerar la idea de una "política de la verdad" si no es como una especie de contradicción en los términos. En el lenguaje de Frege, todo se reduce a saber si puede haber una his­toria del "Wahrsein" mismo ("ser verdad"), y no solamente del "Fürwahrhal-ten" ("Tener por verdadero").

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mejor, lo honesto sería indicarlo claramente. Pero, de cual­quier manera, no hay razón alguna para considerar como u n a lamentable fatalidad la imposibilidad en que nos encontramos de renunciar completamente al uso de la pa­labra y la noción de "verdad". Si quienes sueñan con hacerlo están condenados a utilizar u n concepto que, por lo demás, implícita o explícitamente están tratando de presentar como u n a especie de residuo que no se resigna a desaparecer, ¿no es precisamente a causa de la diferencia que necesitan, y necesitan hoy más que nunca, mantener entre lo que se reconoce e impone como verdadero por diversos tipos de instancias, mecanismos y procesos, y lo que es verdadero?

No se me escapa el hecho de que las cuestiones evocadas pueden parecer hoy en día algo lejanas. Actualmente se considera como algo mucho menos natural , e incluso, pro­bablemente, u n poco extraño, el asociar a la idea misma de verdad la de mecanismos productores de discriminación y de exclusión. Se vacila más en considerar a la razón como u n a instancia que podría ser, en cierto modo, esencial­mente, y no por accidente, de naturaleza represiva. Podría suceder incluso que la dictadura de la irracionalidad ter­minara por parecer, en la situación actual, y teniendo en cuenta todos los aspectos, como algo más amenazador y peligroso que la de la razón. En cualquier caso, el discurso de la mayoría de los críticos modernos de la razón estaba amenazado por u n a molesta ambigüedad, pues es claro que la razón no puede ser la ilusión y la mistificación idealistas y, a la vez, la potencia real y nefasta responsable de todos los excesos y abusos que se deploran y a la que, por consiguiente, se debe combatir, e incluso combatir de manera prioritaria. La respuesta de los filósofos que, como Feyerabend, proponían recientemente despedirse de u n a vez por todas de la razón (quizás no de la razón ordinaria, pero sí en todo caso de la Razón con "R" mayúscula, la de la tradición racionalista occidental)18 parece ser, en lo su-

Feyerabend piensa que "hablando estrictamente, tenemos [...] dos pala­bras, 'Razón'y 'Racionalidad', que podemos pegar a casi cualquier idea o procedimiento y rodearlo asi de un halo de excelencia" [Farewell to Reason, Londres-Nueva York, Verso, 1987, p. 10). Las ideas de Razón y de Raciona­lidad, entonces, carecen de contenido y se puede suponer que no conser­van su prestigio sino merced a la similitud que han conservado con poten­cias antiguas como "los dioses, los reyes, los tiranos y sus leyes inmise-

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cesivo, más bien similar a la del discípulo en el Evangelio: "¿A quién más acudiremos, Señor?" Se trata de un desa­rrollo del que deberíamos alegrarnos si con ello los proble­mas reales, formulados por la época anterior, no tendieran a ser pura y llanamente olvidados. Ciertamente, no es por haber perdido actualidad que las preguntas que podemos plantear a propósito de la diferencia considerable que puede existir en algunos casos, e incluso tal vez en u n buen nú­mero de ellos, entre el objeto presunto o proclamado y el objeto real de la voluntad de verdad y de racionalidad ha­yan perdido legitimidad e importancia. No obstante, sobre este punto sólo podemos constatar que la filosofía adolece siempre de la misma dificultad para tomar en serio más de u n a idea a la vez.

Como era de esperarse, el sujeto y el sentido, después de haber conocido u n periodo difícil, tampoco han debido esperar largo tiempo para hacer u n retorno más o menos triunfal. Es probable, por lo demás, sobre todo si se piensa en la orientación que tomaron las investigaciones de Foucault en el último período de su vida, que la opción a la que me referí antes nunca haya sido realmente la suya, así como tampoco la que nos incitaba a tomar. Hablo aquí, sin embargo, de la forma en que lo leí y en que reaccioné ante lo que me parecía proponer, y no de lo que pudieron ser su posición y sus intenciones reales. Lo que puedo decir hoy en día, en todo caso, es que si algo le agradezco a Witt­genstein quien, por su parte, propuso u n a crítica decisiva de la noción tradicional de sujeto filosófico, pero que la filosofía francesa ignoró por completo en aquella época, es que hubiera contribuido, más que cualquier otro filósofo, a abrirme los ojos sobre el hecho de que las opciones filo­sóficas imposibles nunca son obligatorias y que significan, jus tamente , que debe haber u n a tercera vía posible y prac-

ricordes" (ibid., p. 11). El contenido ha desaparecido, pero el aura que rodea a los poderes autoritarios de este tipo puede permanecer y asegurar su supervivencia. En cuanto a la Ilustración, si nos referimos a la defini­ción del propio Kant, se trata en delante de un simple eslogan y no de una realidad, pues el ciudadano de hoy se remite a los expertos y práctica­mente no utiliza su capacidad de pensar y de juzgar por si mismo. Cierta­mente, esto no es del todo falso, ni siquiera exagerado. Pero se podría objetar que eso quiere decir precisamente que la Aufklárung, lejos de haber­se convertido en una idea desueta, está, por el contrario, más que nunca al orden del día y constituye lo que más cruelmente nos hace falta hoy.

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ticable. Bourdieu dijo alguna vez, acertadamente, que Witt­genstein era un filósofo para tiempos difíciles; y los tiempos de los que hablo lo eran indiscutiblemente para quienes no veían la posibilidad ni razón alguna para optar entre las tesis más excesivas y agresivas de la filosofía "estructu­ralista" y las protestas puramente defensivas y relativa­mente rituales de la filosofía "humanista". La lectura de las obras de Wittgenstein tuvo igualmente la ventaja apre-ciable, e incluso incomparable, de constituir u n a oportu­nidad de reconocer que la imagen profundamente realista que tenemos de nuest ras proposiciones, en cuanto sus­ceptibles de resultar verdaderas o falsas por cosas que son o no el caso independientemente de ellas y de nuestro len­guaje, tiene u n estatuto muy diferente del de u n error o u n a ingenuidad que los descubrimientos de la filosofía moderna, de la antropología, de la historia, de las ciencias sociales y de la cultura, etc., podrían obligarnos a corregir. Para explicar la persistencia de esta imagen no basta con invocar aspectos como el poder del prejuicio, el peso de la tradición, la falta de atención a la historia real de las insti­tuciones y creencias, la ignorancia de los adelantos más recientes de la ciencia, o la dificultad para deshacerse de costumbres inveteradas. Hay u n sentido en el que algo que hace parte a tal punto de nues t ra vida, y que se en­cuentra tan profundamente anclado en todas nuestras for­mas de pensar y de actuar no puede ser u n error, y menos aún u n a falta. Como dice Wittgenstein:

Una imagen firmemente arraigada en nosotros puede, es verdad, compararse con una superstición; pero también podemos decir que siempre se debe poder llegar a un suelo firme cualquiera, trátese de una imagen u otra cosa, y que por consiguiente una imagen que se encuentra en el fundamento de todo el pensa­miento debe ser respetada y no se la debe tratar como una su­perstición19.

Según u n a declaración de Derrida, que me fue transmi­tida bajo formas u n tanto diferentes, pero idénticas respecto a su contenido, "el concepto de verdad es inconsistente y al mismo tiempo absolutamente indispensable", o "el con-

Ludwig Wittgenstein, Culture and Valué (Vermischte Bemerkungen), G.H, von Wright in collaboration with Heikki Nyman (eds.), trad. de Peter Winch, Oxford, B. Blackwell, 1980, p. 83.

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cepto de verdad es imposible y al mismo tiempo absoluta­mente necesario". Lo máximo que Derrida podría conceder al realismo seria, sin duda, decir lo mismo de la idea se­gún la cual la verdad de las proposiciones es una propie­dad que les es conferida por su relación con u n a realidad exterior. La aserción que cité es de aquellas que, para Witt­genstein (y para mí), propiamente no tienen ningún senti­do, pues, como dice Putnam, "¿qué significa decir que un concepto que consideramos indispensable en la vida coti­diana es 'inconsistente'?"20. Aun si todas las teorías filosó­ficas que se hayan podido construir a propósito del con­cepto de verdad se revelaran finalmente insostenibles, de allí no resultaría en manera alguna que el concepto mismo sea insostenible. Putnam observa, con u n a pertinencia que considero indiscutible, que:

Cuando un filósofo francés quiere saber si el concepto de verdad, o el concepto de signo, o el concepto de referencia, es consistente o no, procede mirando hacia Aristóteles, Platón, Nietzsche y Heidegger, y no a la manera como se utilizan las palabras "verda­dero", "signo", "referir". Pero esto nos dice más sobre la filosofía francesa que sobre la verdad, el signo o la referencia21.

Cito este pasaje porque se trata del mismo tipo de refle­xión que yo me hacía a mediados de los años sesenta, y porque es también por esta misma época cuando comencé a comprender, leyendo a Wittgenstein, que no es por acci­dente o negligencia que la filosofía adopta tan a menudo u n a actitud de esta clase. Pienso, como Putnam, que cier­tas conclusiones a las que llega a propósito de conceptos como los de "verdad", "significación" y "referencia", y cier­tas evaluaciones que se ve obligada a formular a propósito de ellos, deberían constituir u n problema para ella más que para los conceptos en cuestión. Resulta sorprendente que decenios de deconstrucción radical que, presuntamen­te, al menos en teoría, han sometido a u n a crítica implaca­ble las pretensiones y ambiciones de la filosofía tradicio­nal, no hayan dado lugar a u n comienzo de interrogación y, menos aún, de examen de conciencia, sobre este punto. Pero, naturalmente, esto tampoco es u n a casualidad.

Hilary Putnam, "Materialism and Relativism", en Renewing Philosophg, p. 72. Ibid.

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IX

En 1892, hace, pues, poco más de cien años y ya muy cerca del fin del siglo, Brentano pronunció en Viena, ante la Sociedad Filosófica, u n a conferencia titulada "Sobre el porvenir de la filosofía". Si la evoco, no es ciertamente para aventurarme, a mi vez, a hacer u n pronóstico sobre lo que podría ser la filosofía del próximo siglo, o incluso sólo de los próximos decenios. He experimentado siempre, por todo lo que se asemeje a las profecías filosóficas, u n sentimiento próximo a la repugnancia; por esta razón no me arriesgaré a esta clase de ejercicio. Estoy persuadido, desde luego, de que desde el comienzo del siglo XXI, la filosofía entrará, como todo lo demás, a u n a nueva era. Y si nos han conven­cido los argumentos de Johnston, para quien el posmoder­nismo habría sido esencialmente u n a preparación para la conciencia del nuevo milenio, podemos decidir llamar pro­visionalmente "post-postmodernismo" a esta nueva fase, mientras encontramos u n a denominación más sugestiva. Pero la respuesta más honesta que podría dar, si se me preguntara cómo imagino a la filosofía del porvenir, sería sin duda, aunque quizás no por las mismas razones, aná­loga a la de Bergson, cuando se le preguntó cómo se repre­sentaba el porvenir de la literatura1: "no la imagino, ni siento la necesidad de hacerlo; las tareas y obligaciones del mo­mento me bastan ampliamente". No creo, en todo caso, al

Henri Bergson, Le possible et le réel, en Oeuvres, textos anotados por André Robinet, introducción de Henri Gouhier, París, PUF, 1959, p. 1340.

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igual que Bergson, que la filosofía posea u n a llave del ar­mario de posibles, incluidos los suyos.

Me contentaré con indicar tres razones por las cuales considero que la conferencia de Brentano tiene hoy u n in­terés particular. La primera es que constituye una respuesta al discurso inaugural del rector de la Universidad de Viena, quien había sostenido que la filosofía estaba ya fuera de servicio y debía considerarse, en lo sucesivo, que la política y la ciencia o la cultura políticas la habían sustituido. Es imposible que lo anterior no evoque algunos recuerdos en quienes conocieron la filosofía de los años sesenta y que, aun en u n período tan breve como el del que nos ocupamos, tuvieron la oportunidad de oír repetir tantas veces el cono­cido estribillo, según el cual la filosofía está siempre a punto de ser reemplazada en la cultura contemporánea por algu­no de los diversos candidatos que se proponen regular­mente para la sucesión. A este respecto se ha citado, con­secutiva o simultáneamente, la ciencia (trátese de ciencias exactas o de ciencias humanas , en todo caso de aquellas que la época tendía a privilegiar), la política, la poesía o la literatura en general, la cual es actualmente, para Rorty, el concepto unificador bajo el que caen todas nues t ras ac­tividades y nues t ras producciones intelectuales. Resulta evidente que la filosofía puede, en u n momento dado, de­bido a diversas razones históricas, sociológicas y cultura­les, ser suplantada por disciplinas rivales, pero eso no es ciertamente lo mismo que ser, propiamente hablando, reem­p lazada por ellas. Brentano hace notar al conferencista cuyas tesis discute, que él mismo habló en su propio discur­so esencialmente de psicología, ética, lógica, metafísica, en otras palabras, simplemente de filosofía.

Quisiera observar a continuación que, entre el momen­to en que Brentano escribe estas líneas y el de la sustenta­ción de su tesis de habilitación ante u n jurado de filósofos que seguían a Schelling (en 1866, en Würzburg) se da casi la misma distancia histórica que existe entre hoy y el mo­mento en que entré realmente en la carrera y al mismo tiempo, si se puede decir, en la arena filosófica. Brentano se ve en la obligación de responder a quienes se lamentan por la pérdida de prestigio y la trágica decadencia que aque­jan a la filosofía desde la gran época del idealismo alemán, y se refieren con nostalgia a la época en que el Estado

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mismo recurría a la filosofía y el mundo se prosternaba ante la autoridad de filósofos como Schelling y Hegel. En u n intento por atemperar u n poco el entusiasmo que sus­cita en el espíritu de muchos de sus oyentes esta época gloriosa, Brentano cuenta que, en 1866, la cátedra de filo­sofía de Würzburg estaba ocupada por u n filósofo baade-riano, cuyo salón permanecía desierto y en cuya puerta u n estudiante había escrito descaradamente, en gruesas letras: "Scwefelfabrik" (traducción aproximada: "fábrica de verborrea"). Debo reconocer que, de haber sido yo esa cla­se de estudiante, ciertamente habría estado tentado a es­cribir u n equivalente francés de esta expresión sobre la puerta de u n buen número de salones en los que se cele­braban, a mediados de los años sesenta, algunas de las ceremonias filosóficas más famosas y más concurridas de la gran época estructuralista. Mutatis mutandis, también nosotros debemos hoy tratar de responder a quienes repiten que la filosofía, respecto a lo que fue en aquella época excep-cionalmente brillante e inventiva, se encuentra actualmente en u n a situación caracterizada por el marchitamiento, la insipidez o la regresión. Es cierto que incluso los diarios son capaces de sugerir, en su momento, que esta evolución no es tan negativa como parece y que quizás signifique, simplemente, que las cosas se han acomodado de nuevo a lo que deberían ser en u n a comunidad de investigadores que procede de manera algo más sobria, prudente, metó­dica, progresiva y, en todo caso, menos alborotadora con relación a lo que se hacía en aquella época. Ello no les impide, sin embargo, seguir siendo esencialmente fieles a su práctica habitual y lógica, la de considerar que la filo­sofía deja de existir cuando no hay grandes eventos filosófi­cos, pero que, si no los hay, es siempre posible, por fortu­na, fabricarlos, e indispensable hacerlos.

Parte de la respuesta de Brentano consistía en hacer notar que, al contrario de lo que se dice a menudo, el interés por la filosofía y la demanda de filosofía probablemente nunca han sido tan fuertes, y el verdadero problema resi­de más bien en que los filósofos profesionales, al parecer, no están en condiciones de satisfacerla, lo cual explica que científicos como Dubois-Reymond, Helmholtz, Tait, Darwin, Háckel, Hering o Mach, o jur is tas como Ihering, se hayan visto obligados a suplirlos en su tarea y lo hayan hecho a

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menudo ventajosamente. Brentano califica de "héroes ti­tubeantes" (taumelnde Heroen) a los representantes más famosos de la época precedente y no vacila en afirmar que todo lo que se puede encontrar en los libros de Schelling no pesa más de lo que fisiólogos como Helmholtz y Hering han aportado en algunas páginas al progreso de la filoso­fía. La razón de ello estriba, dice, en que ellos demuestran, mientras que al frente no se encuentra más que arbitrarie­dad y completa inteligibilidad2.

No estoy seguro de que Brentano hubiera debido ir tan lejos. Pero comparto por completo su idea de que la filosofía no perdería probablemente nada de su prestigio e influen­cia si consintiera en proceder de manera menos heroica y más sobria. De ahí que no vea razones para considerar el estado presente de la filosofía como sinónimo de decaden­cia o de renuncia, que ciertamente se asemeja más a aquel presuntamente deplorado por el público al que se dirige Brentano, que a aquel al que se refieren como a u n ideal insuperable. Como ya lo he dicho, personalmente no tengo ninguna inquietud particular sobre el porvenir de la filo­sofía; y, para evocar el tema de otra conferencia pronun­ciada por Brentano en Viena, en 1874, "Sobre las razones del desaliento en el ámbito filosófico", no veo motivo algu­no para el desaliento en la situación actual, aun cuando, por el contrario veo muchos que me hacen temer que la filosofía no esté a la altura de las obligaciones que le impo­ne nues t ra época.

La tercera razón por la que cité a Brentano es, cierta­mente , aquella que plantea el problema más temible. Brentano había defendido, en su tesis de 1866, la idea de que el verdadero método de la filosofía no es otro que el de las ciencias de la naturaleza: " Veraphilosophise methodus nulla alia nisi sientise naturalis est"3 . Añade incluso, en 1892, que "la reina debe siempre ser alguien de su pueblo y la reina de las ciencias necesariamente u n a ciencia"4. La filosofía debe ser ciencia y, más aún, u n a ciencia que no es en absoluto apriorisino inductiva y experimental. Es, dice,

Franz Brentano, Über der Zukunft der Philosophie 8 1929, Mit Anmer-kungen herausgegeben von Oskar Kraus, neu eingeleitet von Paul Wein-gartner, Hamburg, Verlag von Félix Meiner, 1968, p. 13. Ibid., p. 136. Ibid., p. 4.

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"aquella de las ciencias inductivas (y en sentido amplio, filosóficas) que t ratan del ente en cuanto cae bajo concep­tos dados por la experiencia interna, bien sea sólo por ella o por la experiencia interna y la externa al mismo tiem­po"5. Para él no hay distinción entre las ciencias que po­dríamos llamar "especulativas" y las ciencias "exactas" ^Philosophia neget opportet, scientias in speculativas et exactas dividíposse; quod s i non recte negaretur, esse eam ipsamjus non esset"), ni discontinuidad real entre las cien­cias empíricas y la filosofía. Tampoco hay, desde luego, di­ferencia de naturaleza entre los métodos de las JVatur-wissenschafteny los de las Geisteswissenschaften, a propó­sito de las cuales Brentano dice claramente que su salva­ción consiste en proceder según la analogía de las ciencias naturales. Personalmente, no comparto ninguno de estos dos puntos, pues no creo que la filosofía sea u n a ciencia, y menos u n a ciencia inductiva, como tampoco que las cien­cias del hombre puedan encontrar su salvación donde él la propone. Pero, de u n a forma que filósofos como Rorty calificarían ciertamente de retrógrada o arcaica, seguiré creyendo, sin embargo, en cierta ejemplaridad del proce­der científico para la práctica de la filosofía. Su salvación, en todo caso, puesto que es de la suya de lo que aquí se trata, no consiste, como se cree con excesiva frecuencia, en comenzar por liberarse, en nombre de la libertad de la imaginación creadora, de todas las reglas y condiciones a las que los lógicos y científicos se consideran sometidos. No creo necesario insistir, como lo hizo Peirce, sobre el hecho de que recomendar a los filósofos que practiquen la filosofía con u n espíritu científico, en vez de literario, y adopten el mismo tipo de actitud de los científicos y, más precisamente, el de los practicantes de las ciencias experi­mentales en la búsqueda de la verdad, no implica ninguna simpatía por el cientismo y tampoco sugiere que la ciencia esté en condiciones de resolver los problemas de la filoso­fía, y finalmente lo hará.

Franz Brentano, Geschichte der Philosophie derNeuzeit, Aus dem Nachlafi herausgegeben un eingeleitet von Kalus Hedwig, Hamburgo, Félix Meiner, 1987, p. 77.

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X

Desde hace algún tiempo, se acostumbra a hablar del de­recho de todos y cada uno a la filosofía, y rara vez del tipo de deberes que pueden tenerse para con ella. Si recordamos lo que dice Pascal, que a diferentes méritos corresponden diferentes deberes —deber de amor al agrado, deber de temor a la fuerza, deber de dar crédito a la ciencia—, y que es injusto y tiránico tratar de obtener para u n a forma de mérito u n tipo de reconocimiento que se aplica a otra, es interesante preguntarnos, aun cuando seamos filósofos, si la injusticia no reside, al menos en ocasiones, tanto en la filosofía, que exige a menudo equivocadamente deberes que no le corresponden, como en aquellos de quienes ésta se queja habitualmente de negárselos. Indudablemente, no hay muchas disciplinas y actividades intelectuales a las que su naturaleza misma exponga tan directamente como a ella a la tentación constante de ceder a lo que Pascal llama el "deseo de dominación, universal y fuera de su orden". El autor de los Pensamientos, quien formula u n a especie de principio de separación de méritos, de manera similar a cuando se habla de separación de poderes, sabía desde luego, mejor que nadie, que resulta tan poco aplica­ble en la práctica como fundado está en teoría. El mérito es rara vez el mejor abogado de su propia causa, y j amás le ha convenido presentarse solo para defenderla. La fuerza, que sólo puede exigir legítimamente como deber el temor, se siente obligada, la mayoría de las veces, a expresarse en nombre de la verdad y, además, a buscar hacerse querer.

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Y la ciencia, que no pide más que el deber de creencia que se le debe a la verdad y dispone, en principio, de todo lo que hace falta para obtenerlo, necesita también de la ayu­da del agrado e incluso, has ta cierto punto, de la fuerza.

A menudo me he preguntado, sin llegar a conocer ver­daderamente la respuesta, qué ocurre a este respecto con la filosofía. Específicamente, si estamos dispuestos a con­siderar, aunque ella sea probablemente la única en creerlo realmente, que la filosofía no representa por sí misma u n a fuerza ni tiene con ésta vínculo alguno, el deber que se le debe a sus méritos ¿es el del amor, o el de la creencia? Se trata de u n a pregunta seria, pues la filosofía ciertamente no hubiera suscitado entre los mismos filósofos el tipo de crítica radical que conocemos si hubiera sido claro que el deber que exige no es el de la creencia sino otro, o quizás u n a combinación de ellos. No hay razón para suponer que los neopositivistas lógicos, por ejemplo, no eran capaces, como muchos otros, de sentir u n a sincera admiración por los grandes sistemas metafísicos del pasado. Sencillamen­te, pensaban que el deber que se les debía no podía ser el que aparentemente exigían, sino más bien el que se tiene frente a lo que Pascal llama el agrado, que constituye el mérito propio de la belleza poética. Schlick dice, sin em­bargo, algo sorprendente cuando afirma que "los sistemas de los metafísicos contienen a veces ciencia, a veces poe­sía, pero no contienen metafísica"1. Si esto es verdad, de­beríamos preguntarnos por qué los miembros del Circulo de Viena, que ciertamente no tenían nada contra la cien­cia y tampoco, a pesar de lo que se piense, contra la poe­sía, creyeron necesario emprender u n a cruzada contra la metafísica. Creo que deberíamos decir más bien que los sistemas de metafísica contienen efectivamente lo que pa­recen contener, a saber, metafísica, pero que tenemos fuer­tes dudas acerca de la clase de deber que tenemos hacia lo que, en ellos, es propiamente metafísico o, más general­mente, filosófico. De suerte que la verdadera, e incluso la única cuestión que plantea el discurso de los filósofos po­dría ser, hoy tanto como ayer, la cuestión "ingenua" acerca

Moritz Schlick "Le vécu, la connaissance, la métaphysique", en Manifiestes du Cercle de Vienne et autres écrits, bajo la dirección de Antonia Soulez, Paris, P.U.F., 1985, p. 197.

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de si se debe tratar lo que dicen como susceptible de ser verdadero o falso, y con posibilidades lo suficientemente serias de ser verdadero como para merecer ser creído.

Pascal observa que "el tono de voz impone a los más sabios y cambia por fuerza u n discurso y u n poema"2. Re­cuerdo haber leído esta frase u n a vez por error (pero de hecho es la versión que da la edición a la cual me refiero aquí y que cito de manera "corregida"), como si él hubiera dicho que convierte u n discurso en u n "poema de fuerza", y haberme dicho que ésta podría ser u n a expresión que se aplica bastante bien a u n discurso como el de la filosofía, si pensamos en la relación singularmente mal definida e incierta que ésta tiene con la verdad, de la cual pretende generalmente ser la sirvienta más desinteresada y acuciosa, y en el peso que representa en su caso el tono adoptado ge­neralmente por quienes la practican y su manera algo con­descendiente de considerar las actividades más ordinarias del hombre, la profundidad, la dificultad y la gravedad de las cuestiones de las que se ocupa, y la mezcla de respeto y temor que no puede dejar de suscitar u n a tradición tan larga y prestigiosa como la suya. Es, en todo caso, u n a expresión que aplicaría con gusto a algunas de las obras más representativas y más famosas de la filosofía actual, que en mi opinión pertenecen más al poema de la fuerza, el cual descansa sobre u n a sutil combinación del arte de agradar y de suscitar temor, que al de la verdad, vale decir, que exigen y obtienen a menudo, con u n a facilidad des­concertante, u n deber de creencia casi incondicional, a propósito del cual explican, al mismo tiempo, que no guarda relación alguna con el que presuntamente se le debe a la verdad y sólo a ella.

Moore escandalizó a la comunidad filosófica al explicar que el mundo o las ciencias j amás le habrían sugerido, por sí mismas, un problema filosófico cualquiera; lo que le había sugerido problemas filosóficos habían sido más bien las cosas desconcertantes que otros filósofos habían dicho sobre el mundo y las ciencias. Afirma que lo que más le interesó fue 1) saber qué habían podido querer decir real­mente al decir lo que dijeron, y 2) qué razones suficientes

Blaise Pascal, Pensées sur la Religión et sur d'autres sujets, Prefacio y notas de Louis Lafuma, París, Delmas, 2a edición, 1952, p. 126.

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hay para suponer que lo que quisieron decir era verdadero o, por el contrario, falso3. Por mi parte, no diría, cierta­mente, que el mundo o las ciencias no me hayan sugerido jamás u n problema filosófico cualquiera, y encuentro in­cluso extraño que u n filósofo pueda decir algo semejante. No obstante, difícilmente podría negar haber consagrado mucho tiempo y energía a plantearme también los dos ti­pos de preguntas a las que alude Moore, que son, en efec­to, de índole u n tanto insólita y casi incongruente en la práctica habitual de los filósofos. La única excusa que puedo invocar es que sigo persuadido de que son legítimas y pertinentes. No podemos, me parece, aceptar como evi­dente en todos los casos que las proposiciones de los filó­sofos tengan el tipo de significación que sus autores dan la impresión de atribuirles y, menos aún, que basta con que tengan u n sentido para ser verdaderas o, al menos, acep­tables. Si Frege tiene razón al decir que u n a de las tareas de la filosofía es romper el imperio del verbo sobre el espí­ritu humano, no puede dejar de inquietarnos la manera en que es capaz también de contribuir a reforzarlo y a ha­cer de él, si es posible, algo aún más tiránico. Boltzmann dice, en u n a fórmula sarcástica, que los filósofos tienen con frecuencia carencias lingüísticas para disimular sus carencias de pensamiento. Podríamos agregar que, ade­más, tienden a creer que la suma de dos defectos de esta clase equivale a u n a cualidad.

Cf The Philosophy of G. E. Moore, edited by Paul Arthur Schlipp, The Library of Living Philosophers, La Salle, lili., Open Court, 1942, p. 14.

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XI

Para terminar sólo me resta decir u n a s breves palabras acerca de la manera en que me propongo cumplir este año con mis deberes hacia la filosofía y hacia quienes querrán hacerme el honor o la amabilidad de creer que mi ense­ñanza podría ayudarles a cumplir con los suyos. El curso que dictaré estará consagrado al problema de la naturale­za y las condiciones de posibilidad del sinsentido. Frege desarrolló a este respecto u n a teoría que puede conside­rarse como opuesta a la concepción natural y habitual, y que fue luego retomada y elaborada por Wittgenstein. Po­demos resumirla al decir que u n pensamiento ilógico no es un pensamiento de cierto tipo, sino que no es u n pensa­miento; u n sinsentido no es u n sentido de cierta especie, algo como u n sentido imposible o inexistente, y u n a impo­sibilidad no es u n a posibilidad que podría haber sido con­siderada y luego excluida, en cierto modo u n a posibilidad que se haya revelado como imposible. Pues la imposibili­dad significa jus tamente que no se sabe de qué se habla cuando se trata de decir aquello q u e n a sido excluido como imposible. Así, la negación de u n teorema de lógica o de matemáticas no representa u n pensamiento, a pesar de la impresión que tenemos de haber podido, e incluso debido, pensarlo efectivamente antes de que la demostración nos obligara a rechazarlo. A pesar de su carácter anodino a primera vista, se t rata de u n a concepción que, de ser ver­dadera, está llena de implicaciones, y considero que el papel determinante que ha desempeñado tanto en la filosofía de

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la lógica y de las matemáticas, como en la filosofía del len­guaje de Wittgenstein, ha sido has ta ahora evidentemente subestimado. Me gustaría proseguir y completar a este res­pecto u n a reflexión iniciada hace largo tiempo, relaciona­da, por u n a parte, con la teoría misma, y por otra, con la aplicación que hicieron de ella Frege, Wittgenstein y algu­nos de sus sucesores al caso particular del sinsentido que podemos llamar filosófico.

El seminario de este año t ratará sobre problemas de filosofía de la percepción y será u n a prolongación de las investigaciones que he realizado desde hace tiempo y res­pecto a las cuales tengo la impresión de haber apenas co­menzado, sobre el color, considerado en sí mismo y en sus relaciones con el sonido. Wittgenstein estaba, sin duda, en lo cierto al decir que los colores incitan a la filosofía, pues el número de personas que ha comenzado o regresado a filosofar sobre ellos recientemente es cada vez mayor. No obstante, observa también que el color parece proponer­nos u n enigma, u n enigma que nos estimula pero que no nos entusiasma. Espero lograr mostrar, aunque no sea fácil, que es posible responder al estímulo sin ceder por ello a la excitación o a la agitación que, con excesiva frecuencia, caracterizan el discurso desarrollado por los filósofos so­bre este tema.

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