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V Los partidarios de lo que llamamos la "filosofía científica", en el sentido estricto del término, no ven inconveniente alguno en considerar a la filosofía como una disciplina sometida al mismo proceso indefinido de autocorreción de cualquier ciencia, y susceptible de progresar de una ma- nera que no es fundamentalmente diferente. No obstante, la especificidad y la relativa autonomía que atribuyen a la filosofía la teoría de sistemas en relación con los aconte- cimientos científicos, como también con la presión de los hechos en general, no permiten concebir un progreso tan sencillo como éste. "Las filosofías [...] —nos dice Vui- llemin— están vivas porque pueden ser escritas de nuevo indefinidamente" 1 ; y es a menudo la influencia de los acon- tecimientos científicos lo que incita y lleva a proponer una nueva escritura. Podríamos entonces hablar en rigor de un progreso si estamos dispuestos a considerarlo como una versión mejorada con relación a las precedentes, mas no si el progreso ha de entenderse como aproximarse cada vez más a obtener una solución única. Indudablemente, hay un contraste total entre esta concepción y la de Wittgenstein, quien, tanto en la época del Tractatus como después, sostuvo que el fin de la filosofía sólo podía ser el de terminar definitivamente con los problemas filosófi- cos, y quien creyó incluso durante algún tiempo que esto Jules Vuillemin, What are Philosophical Systems?, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, p. 132. 67

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V

Los partidarios de lo que llamamos la "filosofía científica", en el sentido estricto del término, no ven inconveniente alguno en considerar a la filosofía como u n a disciplina sometida al mismo proceso indefinido de autocorreción de cualquier ciencia, y susceptible de progresar de u n a ma­nera que no es fundamentalmente diferente. No obstante, la especificidad y la relativa autonomía que atribuyen a la filosofía la teoría de sistemas en relación con los aconte­cimientos científicos, como también con la presión de los hechos en general, no permiten concebir u n progreso tan sencillo como éste. "Las filosofías [...] —nos dice Vui­llemin— están vivas porque pueden ser escritas de nuevo indefinidamente"1; y es a menudo la influencia de los acon­tecimientos científicos lo que incita y lleva a proponer u n a nueva escritura. Podríamos entonces hablar en rigor de u n progreso si estamos dispuestos a considerarlo como u n a versión mejorada con relación a las precedentes, mas no si el progreso ha de entenderse como aproximarse cada vez más a obtener u n a solución única. Indudablemente, hay u n cont ras te total ent re es ta concepción y la de Wittgenstein, quien, tanto en la época del Tractatus como después, sostuvo que el fin de la filosofía sólo podía ser el de terminar definitivamente con los problemas filosófi­cos, y quien creyó incluso durante algún tiempo que esto

Jules Vuillemin, What are Philosophical Systems?, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, p. 132.

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era en efecto lo que había conseguido hacer en su prime­ra obra.

La apues ta que hace el segundo Wittgenstein es que puede haber u n a manera filosóficamente respetable de lle­gar a u n estado en el cual sencillamente ya no nos atormen­tarían los problemas filosóficos y, en particular, ya no se­ríamos sensibles a la presión que nos obliga a elegir entre opciones tan poco satisfactorias la u n a como la otra que constituyen, si se quiere, respuestas , mas ciertamente no la respuesta que esperamos. La tendencia general del au­tor de las Investigaciones filosóficas es t ratar de mostrar que, en todos los casos donde la filosofía parece condena­da a oscilar indefinidamente entre dos posiciones incom­patibles, que resultan al ser examinadas tan inaceptables la u n a como la otra y, conjuntamente, agotan al parecer el campo de las posibilidades, hay precisamente otra vía, no reseñada, que ha sido ignorada, sencillamente porque es más difícil de ver y que debemos incluso, para percibirla, efectuar u n a verdadera revolución en nues t ra manera de considerar las cosas. En ocasiones se califica de "quietista" a u n a actitud semejante, que consiste en evitar la adopción de toda posición filosófica sustancial, e intentar persuadir­se, ante todo, de que los problemas que preocupan al filóso­fo, tomados bajo la forma en que se presentan, no tienen en realidad el carácter urgente e inevitable, y menos aún el carácter sublime y decisivo, que aparentemente poseen. Lo que siempre me atrajo personalmente en Wittgenstein y que muchos filósofos encuentran, por el contrario, inso­portable, es precisamente la manera que tiene de tratar de convencer al lector de que el aspecto más importante del trabajo filosófico podría consistir en considerar más aten­tamente y modificar seriamente nuestra idea de lo que bus­camos en filosofía. Es u n aspecto esencial de aquello que Cora Diamond, al comentar u n a observación profunda y enigmática de las Observaciones sobre los fundamentos de las matemát icas 2 ha llamado "el espíritu realista"3, algo

"No empiria y si realismo en filosofía, eso es lo más difícil. (Frente a Ramsey)". ( Véase Ludwig Wittgenstein, Observaciones sobre los funda­mentos de las matemáticas, trad. de Isidoro Reguera, Madrid, Alianza Editorial, p. 274). Cf.Caxa. Diamond, TheRealistic Spirit, Wittgenstein, Philosophy and the Mind, The MIT Press, Cambridge, Mass., 1991.

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evidentemente distinto de la actitud que consistiría en op­tar por u n a forma cualquiera de realismo filosófico contra los adversarios ue éste.

Si lo que buscamos realmente fuese u n a forma de com­prensión superior de cosas misteriosas como el significado, el pensamiento, la inferencia, la demostración, la obediencia a la regla, etc., sólo podríamos vernos decepcionados, por múltiples razones, por las explicaciones que nos proponen los filósofos. Es sólo cuando consentimos en mirar en de­talle el papel concreto que desempeñan estas cosas en nues t ra vida que las explicaciones de esta índole pierden su carácter urgente e incluso obsesivo y, finalmente, de­saparecen. Renunciar a las teorías y a las explicaciones filosóficas no nos obliga a nada diferente, según Wittgens­tein, que a renunciar a formas de mitología que ellas mis­mas han creado; son ellas las que han entronizado el miste­rio y, como lo dice Cora Diamond, abandonar u n a mitolo­gía no es abandonar aquello de lo cual era u n a mitología.

Un ejemplo típico de lo anterior es lo que ocurre a me­nudo cuando nos preguntamos en virtud de qué poder misterioso y exorbitante consigue la comprensión de u n a regla determinar instantáneamente y de manera comple­tamente rígida la totalidad de las aplicaciones correctas que de ella podemos hacer después. ¿Qué quiere decir exac­tamente el maestro que le h a enseñado a su alumno, con base en cierto número de ejemplos, el significado de u n a regla y le dice ahora que debe continuar siempre de la mis­ma manera? Wittgenstein dice algo que a primera vista parece extraño, cuando observa que el maestro mismo no sabe más acerca de este punto de lo que está contenido en las explicaciones y los ejemplos que puede ofrecer, y que las explicaciones que puede darse a sí mismo de lo que quiere decir con esto no son fundamentalmente diferentes de aquellas que podría ofrecer a los demás. Cuando consi­deramos las cosas desde el punto de vista filosófico, tene­mos la tentación de creer que necesitamos u n a explica­ción de lo que quiere decir que consiga seleccionar u n a sola y única manera de continuar, entre u n a infinidad de maneras posibles, en u n espacio abstracto que no necesi­taría estar ya delimitado y estructurado en manera alguna por disposiciones, aptitudes y reacciones características de la situación del ser humano que aprende el significado

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de la regla. Buscamos u n a explicación que aclare el senti­do de lo que ha sido dicho de manera absoluta, y no para la persona a quien se dirige, en la situación en que se en­cuentra y con todas las presuposiciones tácitas que deben satisfacerse para que produzca realmente los efectos que se esperan de ella4.

Wittgenstein dice: "Hablamos y actuamos. Eso va presu­puesto ya en todo lo que digo"5. Es preciso comprender lo anterior como si las aclaraciones que la filosofía puede apor­tarnos sobre lo que es seguir u n a regla estuvieran destina­das a alguien que es capaz ya de hablar y de actuar como lo hacemos nosotros, y no constituyen explicaciones suscep­tibles de revelarle a alguien que las considerara desde fuera y sin presuposiciones de ninguna clase cómo son posibles prácticas semejantes a las nues t ras y qué las justifica. Wittgenstein parece remitirnos sencillamente a la explica­ción ordinaria y al espacio real en el que opera, mientras que la filosofía se cree capaz y, más aún, obligada, a ofrecer­nos u n a explicación mejor y más profunda, o al menos a persuadirnos de que la situación de la persona que trata de seguir u n a regla es muy diferente de lo que creíamos y mucho más preocupante. Pero es precisamente esta idea la que es confusa. De nuevo, nos equivocamos sobre la na­turaleza de la dificultad real, de nues t ras obligaciones rea­les y de los cambios que la filosofía puede introducir en nuestra forma ordinaria de considerar y describir las cosas.

Este punto es de crucial importancia, porque a la filoso­fía contemporánea se le atribuyen a menudo hazañas pro­piamente hercúleas, como aquella que habría consistido en librarnos definitivamente de ideas como las de signifi­cación, verdad y objetividad, al haber demostrado de u n a vez por todas su carácter intrínsecamente sospechoso o ilegítimo. La conclusión a la que Wittgenstein, por el con­trario, intenta llevarnos, es que, finalmente, no hay nada que objetar, desde el punto de vista filosófico, a nues t ras ideas habituales acerca de estas cosas, y al uso que hace­mos de ellas en la vida cotidiana, es decir, cuando no esta­mos atormentados por preocupaciones filosóficas. Al creer

Sobre este punto, cf. Cora Diamond, op. cit, p. 58). Ludwig Wittgenstein, Observaciones sobre los fundamentos de las mate­máticas, op. cit, p. 270.

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atacar ideas habituales de este tipo, el filósofo en realidad sólo se opone a u n a imagen filosófica confusa acerca de lo que debieran ser las cosas (e infortunadamente no pare­cen serlo), para que podamos, según él, utilizarlas legíti­mamente de la manera en que lo hacemos.

El descubrimiento importante que podemos hacer en filosofía no es, entonces, que ciertas distinciones aparen­temente cruciales en nuestro lenguaje, en nues t ra cultura y en nues t ra vida carezcan de fundamento, como la meta­física en la que parecen apoyarse, sino que no dependen realmente de lo que creíamos que dependían. Es por ello que, a pesar de las aproximaciones que se han sugerido a este respecto, no hay gran relación entre las intenciones de Wittgenstein y aquellas de quienes practican la de­construcción. Lo que él busca deconstruir, si puede usar ­se u n término de esta índole, no son las distinciones men­cionadas, porque ellas serían en sí mismas metafísicas, sino las teorías metafísicas (facultativas) que han termi­nado por hacer de ellas algo enigmático e imposible. La insatisfacción que experimentamos en filosofía respecto de nues t ras maneras habituales de pensar y de hablar, pro­viene de la impresión que tenemos de que no representan correctamente los hechos reales e incluso los contradicen, mientras que, en realidad, sólo contradicen las exigencias míticas producidas por la filosofía misma. Según la metá­fora utilizada por Wittgenstein, debemos hacer que nues­tro examen gire alrededor del eje que representa nuestra verdadera necesidad6 . Nuestras necesidades metafísicas pueden satisfacerse, como lo dice Cora Diamond, e inclu­so ya han sido satisfechas en cierto sentido, mas no de la forma en que lo pensábamos.

He hablado de distinciones que son, en efecto, reales y esenciales, pero que no están subordinadas a hechos como aquellos de los que dependen, para los filósofos, su exis­tencia y su realidad. Quien, como yo, conoció la especie de travesía por el desierto que representa u n trabajo profun­do sobre la filosofía de la lógica y de las matemáticas de Wittgenstein, se ve confrontado regularmente con la expe­riencia desconcertante, incluso desesperante, de escuchar

Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, trad. de A. García Suárez y U. Moulines, México, UNAM, 1988, § 108.

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cómo se repiten obstinadamente falsedades, e incluso fal­sedades evidentes, acerca de lo que podría ser su posición. Entre ellas figura la idea de que, según Wittgenstein, somos libres de inferir como queramos, que no hay diferencia entre u n a demostración correcta y aquella que decidamos sen­cillamente tener por tal, o entre u n a necesidad real y u n simple consenso en la manera de aplicar las reglas o de utilizar los signos, y así sucesivamente. El error consiste, en este punto, en suponer que Wittgenstein nos propone u n a alternativa de la siguiente clase: o bien la necesidad de las reglas corresponde a u n camino trazado de u n a vez por todas en u n universo platónico de significados, o bien sólo nos queda la solución escéptica, que consiste en reem­plazarla por nociones más débiles, como aquella de la sim­ple concordancia en la aplicación. La disyuntiva puede ser también: o bien la necesidad está constituida por hechos de cierto tipo en u n universo de objetos intemporales, o bien sólo serían hechos aquellos que se refieren a la exis­tencia de las reglas o de las convenciones que adoptamos y a nues t ra manera de aplicarlas; dicho de otra forma, hechos que no guardan relación alguna con la necesidad de la que hablamos. Respecto de lo anterior, se supone que Wittgenstein eligió el segundo término de la alternati­va, mientras que lo que rechaza, en realidad, es la alter­nativa misma. Una idea filosófica preconcebida de lo que debe ser la necesidad y del tipo de hechos que serían los únicos capaces de fundamentarla, nos impide, en estos casos, buscarla allí donde precisamente se encuentra, a saber, en la práctica del raciocinio lógico y de la demostra­ción matemática. Pareciera imposible encontrar la necesi­dad, porque el único lugar donde puede encontrarse es aquel donde olvidamos buscarla, convencidos como esta­mos de que no p u e d e encontrarse allí. Es como si lo que Wittgenstein llama "la dureza del deber lógico" [die Harte des logischen Mufi¡ estuviera condenada a desaparecer pura y llanamente, desde el momento en que aceptamos bus­carla en u n lugar diferente del mito fundador que nos pa­recía el único capaz de garantizar su existencia. Lo mismo sucede, mutatis mutandis, con otro tipo de necesidad, la de la obligación ética, a la que nos creíamos obligados a buscar en lugar completamente diferente del de los hechos ordinarios de la práctica y de la vida morales.

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Contrariamente a lo que se afirma a menudo, Wittgens­tein ni siquiera propone que renunciemos de u n a vez por todas a la imagen platónica que parece hacer parte inte­gral de la relación que tenemos con la necesidad. Como lo dice acertadamente Cora Diamond:

Abandonar por completo las imágenes que nos engañan cuando hablamos, como filósofos, sobre la demostración y el razonamiento, seria abandonar —no las matemáticas platónicas— sino las ma­temáticas, el razonamiento, la inferencia, aquello que reconocemos como provisto de sentido, como el pensamiento humano. Por con­siguiente, la imagen de una necesidad presente detrás de lo que hacemos, no ha sido rechazada, pero debemos mirar su aplicación7.

Lo que se discute no es la imagen misma, sino la mane­ra en que los filósofos intentan utilizar los "hechos" a los que parece remitirnos para explicar, por ejemplo, la distin­ción que hacemos entre u n a demostración objetivamente válida y u n a demostración que sólo da la impresión de serlo. No observamos suficientemente que, cuando Witt­genstein discute el uso que hacemos de imágenes de esta índole, a lo que casi nunca se opone es a la imagen misma. A propósito de u n ejemplo como el del alma del hombre y de las diversas cosas que creemos que ocurren en ella, dice: "una imagen está en el primer plano, pero el sentido está lejos, en el fondo"8. La imagen está realmente ahí, y nada permite considerarla como falsa9; pero su sentido (el uso o la aplicación que hacemos de ella) no es claro; y u n a imagen que se utiliza sin problemas y válidamente en el caso en cuestión, puede transformarse con facilidad en u n problema filosófico cuando buscamos (y no conseguimos) comprender su uso.

Por consiguiente, la imaginería platónica no es, en sí misma, ilegítima; pero u n a imagen no es u n a explicación, y u n a imagen fundamental tampoco es lo que llaman los filósofos u n fundamento. Una de las razones por las cua­les podemos pensar que la imagen platónica no es, en efec­to, u n a explicación es que, como lo observa Putnam1 0 , pa­

cora Diamond, op. cit, p. 259. Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, op. cit, § 422. Ibid, § 424. VéaseW\\s¡xy Putnam, Words and Life, editado por James Conant, Cam­bridge, Mass., y Londres, Harvard University Press, 1994, p. 503.

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rece presuponer u n a forma de dualismo, en la que, por lo demás, no creemos realmente, entre el alma inmaterial y el cerebro. Se trata de u n a objeción que no podría moles­tar a Gódel, quien considera como u n simple prejuicio de nues t ra época la idea de que el espíritu no puede subsistir en ausencia de u n soporte material cualquiera. No obs­tante, si estamos dispuestos a pagar el precio, más vale saberlo y medir el alcance de lo que necesitaríamos prime­ro explicar para poder hablar de u n a explicación.

Wittgenstein dice que, cuando estamos en desacuerdo con las expresiones de nuestro lenguaje ordinario, es por­que tenemos en mente u n a imagen que contradice el modo de expresión usual . Pero nues t ra manera de expresar el desacuerdo no es ésta. Consiste más bien en decir que:

[...] nuestro modo de expresión no describe los hechos como son realmente. Como si, por ejemplo, la frase 'tiene dolor' pudiera ser falsa de una manera diferente del hecho de que esta persona no tiene un dolor. Como si la forma de expresión dijera algo falso, incluso cuando la frase, a falta de algo mejor, afirma algo correcto1'.

La idea de que la forma de expresión en sí misma pu­diera mentir, aun cuando las frases que la ejemplifican dicen algo completamente correcto, constituye realmente lo que se discute en todos los ejemplos de problemas filosó­ficos tratados por Wittgenstein. Al tratarse de la persona de quien se dice que siente dolor, podría ser, si lo que dicen los filósofos conductistas es cierto, que la frase esté equivo­cada de u n a manera mucho más grave que utilizarla para referirse a ella cuando no tiene u n dolor. Porque, después de todo, podemos vernos tentados a decir que la frase se detiene necesariamente en los signos externos del dolor y no llega al hecho mismo, aquel que sería capaz de verifi­carla y de justificar su aserción. Análogamente, los enun­ciados que se refieren al pasado pueden dar la impresión de estar intrínsecamente condenados a detenerse antes del hecho que describen, en recuerdos, huellas, indicios y testimonios. Un enunciado que se refiera a la realidad físi­ca puede parecerle a quien filosofa que tampoco llega al hecho al que alude y se detiene en algo más elemental, constituido por impresiones o sensaciones. Un enunciado

Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, op. cit., § 402.

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matemático da la impresión de describir u n hecho mate­mático que lo verifica, pero quizás sólo se refiera, en reali­dad, como lo sostienen los formalistas, a hechos relativos a los signos y a las operaciones efectuadas con ellos. La paradoja escéptica atribuida a Wittgenstein a propósito de seguir u n a regla proviene también de la idea de que cuan­do se le atribuye a alguien el dominio de u n a regla, se formula u n a aserción que se detiene, forzosamente, antes del hecho cuya existencia afirma y que necesitaríamos para justificarla; pues, cualesquiera que sean las pruebas que haya dado u n a persona de su aptitud para utilizar correc­tamente la regla, será siempre posible que aplique, sin que lo advirtamos, otra regla, o incluso que no aplique ninguna.

Este tipo de perplejidades están vinculadas al hecho de que, como lo dice Wittgenstein, "[...] en el uso real de las expresiones, tomamos, por decirlo así, desvíos, pasamos por callejuelas aledañas, mientras que vemos claramente ante nosotros el camino amplio y directo, pero de seguro no podemos utilizarlo porque siempre está obstruido"12. El camino amplio y directo es aquel que conduciría, si pudié­semos tomarlo, real y directamente al hecho mismo: re­sulta tentador decirnos que sólo de esta manera podría­mos alcanzarlo. Wittgenstein considera, por el contrario, que esta imagen y la protesta filosófica que engendra, son confusas. Ciertamente, no sería correcto negar que quizás él mismo se vio tentado por las conclusiones antirrealistas que parecen obligarnos a aceptar. Llegó incluso a decir alguna vez, en u n a discusión referente a determinar si es el pie o el dato sensible del pie lo que es real: "Nunca cono­cí la tentación del realismo. Nunca dije: 'lo que existe es el pie', pero sí estuve fuertemente tentado por el idealismo"13. Mi problema personal es casi exactamente el contrario: no creo haber sido tentado nunca seriamente por el idealis­mo, pero sí fuertemente tentado por el realismo, por el deseo de decir que lo que existe realmente es el pie. Creo que lo que Wittgenstein quería decir es que nunca había sido ten­tado por el realismo filosófico, y no que hubiese sido tenta­do seriamente por su opuesto filosófico, es decir, por la idea de que no es el pie, sino sólo el dato sensible del pie lo

Ibid. Citado por Cora Diamond, op. cit, p. 212,

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que existe. Podemos continuar siendo lo que éramos, esto es, realistas, y privarnos al mismo tiempo del tipo de ga­rantía filosófica imposible que exige el idealista y que su adversario realista cree poder ofrecer. Es notable que, en todas sus discusiones, Wittgenstein trate tanto al realis­mo como al idealismo filosóficos como tentaciones que pue­den experimentarse con mayor o menor fuerza, pero a las que debemos, en ambos casos, negarnos a ceder. El anti­rrealista cree ver u n a imagen precisa de lo que debieran ser los hechos para que la concepción del realista fuese correcta, y cree poder demostrar que los hechos reales son muy diferentes. El realista le reprocha poner en duda de manera poco razonable los hechos que todos debieran ad­mitir. Pero ninguno de los dos tiene, de hecho, u n a idea real de cómo serian los hechos susceptibles de dividirlos.

Esta manera de comprender y de tratar algunos de los ejemplos más característicos de lo que llamamos u n a difi­cultad filosófica (a través de la ironía y no de la teoría) su­giere, en mi concepto, varias observaciones importantes.

1) Considerados desde el punto de vista de la exigencia de racionalidad en general y, más específicamente, desde el punto de vista científico, en el sentido amplio del término, el lenguaje ordinario y su ontologia implícita pueden dar la impresión de u n a falta de univocidad y de u n a preocupa­ción insuficiente por la consistencia; no obstante, correc­tamente o no, Wittgenstein piensa que aquello que la filo­sofía como tal le reprocha es otra cosa, u n a deficiencia que es, en el fondo, más grave y mucho más difícil de corregir, esto es: u n a falta de adecuación fundamental y, de alguna manera, intrínseca, con los hechos que debe representar.

2) Basta u n mínimo de atención y de buena voluntad para comprender aquello que, para él, es irreductiblemen­te filosófico en u n problema filosófico, y lo que lo llevó a pensar que los problemas filosóficos son siempre proble­mas que tenemos con nuestro lenguaje. Como lo dije an­tes, los asuntos de esta índole no son para él la expresión de dificultades que tengamos con u n a realidad externa que se resiste a nuestros esfuerzos de conocimiento y com­prensión, sino la expresión de u n desacuerdo con nues­tras formas de expresión, con nuestros conceptos y con nuest ras prácticas habituales, es decir, finalmente, con nosotros mismos.

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3) Los hechos acerca de los cuales tenemos la impre­sión, cuando filosofamos de que nuestras formas de expre­sión no les hacen justicia, no son hechos de tipo ordinario, a disposición de todos, y sobre los cuales todos coincidi­rían, sino hechos de otra índole, hechos "metafísicos" de alguna manera. Si la queja principal que la toma de cons­ciencia y de distancia filosófica lleva a expresar contra la ontologia implícita o sugerida por el lenguaje natural se refiere ante todo a la equivocidad y a u n a tolerancia exce­siva de la inconsistencia, el remedio natural consiste cier­tamente en u n a transposición del método utilizado en la axiomática a los problemas ontológicos. Pero si la insatis­facción propiamente filosófica se refiere más bien a u n a ineptitud constitutiva de nues t ras formas de expresión, que no consiguen representar los hechos como son real­mente, la estrategia que debemos utilizar es evidentemen­te distinta. Es preciso mostrar que la exigencia filosófica es esencialmente el resultado de representarnos confusa­mente la situación, es decir, que no hay ni puede haber hechos del tipo que necesitaríamos para dar sentido y sus­tancia reales a la acusación o, por el contrario, para inva­lidarla por completo.

4) Por consiguiente, es completamente lógico, de parte de Wittgenstein, incluso si esto parece a primera vista u n a forma de oscurantismo, considerar que ninguno de los he­chos nuevos que el progreso del conocimiento y, más espe­cíficamente, del conocimiento científico, podrían eventual­mente llevarnos a descubrir, es de naturaleza tal que nos permita decidir si nuestro lenguaje concuerda o no con los hechos, en el sentido descrito.

5) Contrariamente a lo que se piensa a menudo, nada de lo que dice Wittgenstein nos autoriza a considerar nues­tras formas de expresión habituales como algo que no esté sujeto, en principio, a crítica o discusión. Wittgenstein no afirma que sean correctas y, por esta razón, inatacables, sino solamente que no hay ninguna manera de hacerlas aparecer como correctas o incorrectas, si esto significa en concordancia o en desacuerdo con hechos como aquellos en los que se piensa. Son, entonces, criticables y reforma­bles de muchas maneras, pero nunca por las razones espe­cificas que invoca la filosofía, y no hay ninguna manera de mejorarlas que sea susceptible de remediar el descontento

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tan particular que provocan en los filósofos, y que no guarda relación alguna con el de quien, como es el caso del cientí­fico, por ejemplo, podría disponer de u n mejor conocimiento de la realidad.

Comprendemos entonces, simultáneamente, en qué sen­tido pudo decir Wittgenstein que "la paz en el pensamien­to", esto es, la paz con nosotros mismos, en u n sentido que no es el sentido puramente psicológico al que pueden inducir algunas de sus formulaciones, era lo que buscá­bamos en filosofía, declaración que sus adversarios han interpretado con frecuencia como algo que propicia la re­nuncia y la pereza, olvidando que el reposo que se puede esperar alcanzar así es siempre el resultado de u n trabajo extremadamente difícil y no es, en el mejor de los casos, más que u n reposo transitorio e incluso episódico. Cabe observar a este respecto, como lo hace McDowell, que cuan­do Wittgenstein afirmaba que el verdadero descubrimien­to en filosofía seria aquel que le permite al filósofo dejar la filosofía cuando quiera, esto no debe comprenderse en manera alguna como u n argumento en favor de la idea de u n a cultura posfilosófica, en el sentido de Rorty. No signi­fica siquiera, en realidad, que Wittgenstein "contemplara para sí u n futuro en el cual se curara definitivamente del impulso filosófico"14. El descubrimiento al que se refiere es aquel que le permitiría a quien está torturado por dificul­tades y ansiedades filosóficas llegar a u n estado de sereni­dad y de tranquilidad al menos pasajero, pero ciertamente no le permitiría a la humanidad acabar definitivamente con la filosofía, como lo sugiere u n pronóstico, formulado en repetidas ocasiones, y que siempre me ha parecido com­ple tamente absu rdo . Desde la perspect iva del propio Wittgenstein, los problemas filosóficos son demasiado pro­fundos y, al contrario de lo que se afirma a menudo ac­tualmente, no son lo suficientemente históricos y contin­gentes para que pudiésemos prever u n a salida de esta ín­dole.

John McDowell, Mindand the World, Cambridge, Mass., y Londres, Har­vard University Press, 1994, p. 177.

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