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2.3 Persuasión, propaganda y opinión pública. Canales de acción y estrategias de impacto. Técnicas persuasivas y propagandísticas. Daniel A. Sinopoli Daniel A. Sinopoli (1997) Opinión pública y consumos culturales. Opinión pública y consumos culturales. Reconocimiento de las estrategias persuasivas Reconocimiento de las estrategias persuasivas Buenos Aires, Editorial Docencia, 1997. Los procesos de formación de la opinión pública La persuasión y la información son las dos partes de un todo al que, teóricamente, llamamos “mensaje”. Por lo tanto, quien difunde una idea, no solo considera los canales para que la información sea recibida en su totalidad, sino también los instrumentos de apelación que den un carácter confiable a su propósito. En el eje de los procesos de cambio de la opinión pública, la propaganda –y la publicidad, como insumo de esta– dispara sobre opiniones y actitudes, puesto que aún seguimos discutiendo y buscando aclaraciones sobre el origen de la opinión pública como parámetro de valoración de la voluntad general. Las últimas ponderaciones de la expresión de la voluntad del público diagnostican un individuo menos comprometido con las plataformas ideológicas o partidarias y más libre e individualista en las decisiones y la acción. 1. Opinión pública y persuasión La expresión de la voluntad de los ciudadanos en la antigua polis griega podría emparentarse hoy con una idea incipiente del concepto de opinión pública –o mejor, con las variables que contribuyen en su configuración– en vistas de la actual disponibilidad de portentosos medios de difusión, la rapidez y globalidad que caracteriza el curso de la información y la sofisticada maquinaria de provocar altísimas repercusiones en torno de algunos hechos. En el discurso, el uso de las posibilidades facilitadas por la noción de retórica fundada por Aristóteles es de una recurrencia invariable. Las ciudades-estado helénicas hicieron gala de este arte insuflándolo en la oratoria, para convencer. “Lo que dice para convencer”, sea cual fuere el género de correspondencia, nos habla 1 Análisis de la Opinión Pública Unidad 2 USAL - FCEyCS Cátedra Unificada, 2009

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2.3 Persuasión, propaganda y opinión pública. Canales de acción y estrategias de impacto. Técnicas persuasivas y propagandísticas.

Daniel A. SinopoliDaniel A. Sinopoli (1997)

Opinión pública y consumos culturales. Reconocimiento Opinión pública y consumos culturales. Reconocimiento de las estrategias persuasivasde las estrategias persuasivasBuenos Aires, Editorial Docencia, 1997.

Los procesos de formación de la opinión pública

La persuasión y la información son las dos partes de un todo al que, teóricamente, llama-mos “mensaje”. Por lo tanto, quien difunde una idea, no solo considera los canales para que la información sea recibida en su totalidad, sino también los instrumentos de apelación que den un carácter confiable a su propósito.

En el eje de los procesos de cambio de la opinión pública, la propaganda –y la publici-dad, como insumo de esta– dispara sobre opiniones y actitudes, puesto que aún seguimos discutiendo y buscando aclaraciones sobre el origen de la opinión pública como parámetro de valoración de la voluntad general. Las últimas ponderaciones de la expresión de la volun-tad del público diagnostican un individuo menos comprometido con las plataformas ideológi-cas o partidarias y más libre e individualista en las decisiones y la acción.

1. Opinión pública y persuasión

La expresión de la voluntad de los ciudadanos en la antigua polis griega podría empa-rentarse hoy con una idea incipiente del concepto de opinión pública –o mejor, con las varia-bles que contribuyen en su configuración– en vistas de la actual disponibilidad de portento-sos medios de difusión, la rapidez y globalidad que caracteriza el curso de la información y la sofisticada maquinaria de provocar altísimas repercusiones en torno de algunos hechos.

En el discurso, el uso de las posibilidades facilitadas por la noción de retórica fundada por Aristóteles es de una recurrencia invariable. Las ciudades-estado helénicas hicieron gala de este arte insuflándolo en la oratoria, para convencer. “Lo que dice para convencer”, sea cual fuere el género de correspondencia, nos habla de la persuasión como propósito que atraviesa la historia de la comunicación humana, desde la persuasión por la oratoria hasta los medios masivos o los canales interpersonales de vinculación sobre los que ese mismo propósito es situado.

Los sofistas descollaban con sus notables aptitudes para la persuasión por la retórica, in-dependientemente de lo engañosas que podían resultar muchas de sus fundamentaciones. La exigencia del diseño del discurso puesta sobre los modos de decir podía y puede sustituir un contenido rebatible, por ejemplo, los ya emblemáticos falsos silogismos.

La afirmación espuria que intenta deliberadamente conducir al error requiere sin dudas de un encadenamiento superlativo de razones ligadas con coherencia, propias de quien ha-ce un uso sensible de la retórica como herramienta de persuasión. Pero esta dimensión del discurso, involucrada con el contenido de lo que se dice o aquello de lo que se habla, deno-minada “referencial”, solo logra instrumentar su propósito mientras coexiste y se relaciona con el “quién y cómo dice, y el modo en que apela a aquellos a quienes dice” –dimensión enunciativa–, y con el “cómo se organiza todo lo que se dice”, relativo a la dimensión estruc-tural (Mata y Scarafía, 1993: 32).

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Deslumbrar con palabras y convencer (¡o confundir!) con lo que se dice es, precisamen-te, la señal de partida del camino abierto por la retórica como arte. Se persuade cuando se pronuncia el discurso que transfiere un sesgo de credibilidad al orador. Por caso, creemos más y con mayor rapidez a las personas buenas, pero conviene que esto se vislumbre en el discurso, que la opinión anticipe nuestro juicio. Se persuade cuando los oyentes son conmo-vidos por el discurso (he aquí un indicador del alto nivel de efectividad del discurso que ape-la más al universo emotivo que cognitivo del destinatario) y cuando éste logra demostrar lo verdadero o lo verosímil (Aristóteles, 1978).

En definitiva, las actitudes de la fuente hacia su receptor afectan la comunicación. “Cuando los lectores u oyentes se dan cuenta de que el escritor o el orador realmente los aprecia, se muestran mucho menos críticos de sus mensajes, mucho más dispuestos a aceptar lo que estos dicen. Aristóteles llamó a esta característica percibida por el orador, ethos, calidad del orador que constituye un llamamiento directo al que escucha” (Berlo, 1982: 38).

En el mundo antiguo hallamos que el pensamiento podía agruparse en dos tipos de opi-niones, una opinión religiosa, sustentada por un dogma indiscutible, y una opinión política, al alcance del devenir de las voluntades, que por eso admitía la polémica, y en la que privaba la retórica. J.A.C. Brown (1991), en cuyo relato nos basamos por su invalorable rigor, analiza este y otros aspectos, y recalca que la retórica como arte de convencer y para influenciar, al margen de su finalidad, debió llegar asta los años del Renacimiento para incluir criterios científicos racionalistas. Trasladados los mismos criterios a su naturaleza, la nueva noción de opinión pública estableció un retorno a la doxa, tras un largo período preferentemente dogmático como el de la Edad Media.

Durante este rápido pasar, los tiempos de la teoría kantiana del conocimiento y las bases de la ciencia sociológica y la escuela positivista instituidas por August Comte descubrieron la identificación más plena, generalizada y observable de un público y una opinión pública, en-tendiendo el pueblo (o lo público) como el grupo humano asociado por y para determinadas cosas, y en una línea común de cierto devenir histórico.

Ya no es la decisión incuestionable del jefe tribal la fuente del poder, sino la del ejército y el rey (“el más apto”), pero sumado a otros factores determinantes como el conocimiento, y los factores psíquicos afectivos que facilitan las estrategias de persuasión y, en niveles de apelación más profundos y menos racionales, sugestión y “lavado de cerebro”.

En los años previos a la Revolución Francesa, la difusión de la palabra escrita, el racio-nalismo y la promoción del libre pensamiento configuran definitivamente el fenómeno de la opinión pública. La conjunción de la imprenta (entonces un número reducido de personas sabía leer, y la cultura y difusión de conocimientos era propia de círculos muy limitados) con las nuevas posturas del hombre frente a la realidad, empezaron a constituir una sociedad más conciente de sí misma, germen y médula de la conciencia colectiva. De este modo, la opinión pública fue corporizándose como realidad política o bien estadística para gobernar los movimientos del mercado, y frente a ella, los representantes del poder político y econó-mico erigido tendió a diseñar estrategias o tácticas puntuales para neutralizar o influir sobre aquella fuerza verdadera, armándose con las diferentes técnicas de persuasión.

Con todo, el problema de fondo es la búsqueda de argumentos racionales: en el caso económico, el primer eslabón de la cadena decisoria del acto de compra y venta, el precio; en lo político, la primera etapa de una estrategia de persuasión atinada reconoce argumen-tos de propaganda éticos y racionales, anticipando las mentiras naturalmente propias de su método general de acción, como recursos efectivos para la incidencia.

Por fin, la opinión pública –grupo de personas localizadas y asistentes de un hecho o evento determinado, interesadas mancomunadamente por temas que inciden sobre ellas, y motivadas por impulsos emocionales comunes que les permite formar actitudes particula-res– es el objeto fundamental de la persuasión aplicada en casi todas las áreas de la comu-nicación de bajo y amplio espectro, como la propaganda y la publicidad, y que tiene por ob-jeto forzoso la elocuencia.

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2. Relación entre opinión pública y propaganda

El concepto de opinión pública es inescindible del de propaganda: el primero como fenó-meno de clima y curso variable, y el otro como fusión de métodos que, generalmente por una necesidad de preservación o aumento del poder, actúa sobre aquella variabilidad.

Es imposible estudiar en su totalidad el fenómeno de la propaganda si no se considera la opinión pública como fenómeno dependiente de rigor: un gobierno trata de manejar la opi-nión pública a través de estrategias de propaganda, para que le permita mantener la estabili-dad del sistema y su legitimidad, como así también la del jefe de Estado, sobre la que ha si -do depositada la responsabilidad de administrar el poder.

Uno de los problemas clave en la consecución de estos objetivos es el de mantener un grado aceptable de transparencia de las acciones propagandísticas frente a la conciencia popular, lo cual puede ser trasladado a la manipulación de la información y los verdaderos fi-nes que persigue. El caso de las propagandas totalitarias excede ese grado, y lleva a sus impulsores a diseñar canales de apelación irracionales que impidan el control popular de las acciones propias de esos regímenes. La propaganda totalitaria ha sido, sin duda, el objeto de uso dominante en la primera mitad del siglo XX, que permite concebir las grandes con-mociones de esa época: gracias a ella, Lenin pudo establecer el bolcheviquismo, y Hitler conseguir sus victorias, sin dejar de lado los niveles de riesgo señalados páginas atrás.

Caracterizada comúnmente por utilizar un lenguaje accesible para el gran público, la pro-paganda suele emplear palabras o símbolos arraigados en la experiencia colectiva, a través de vehículos como la prensa, el cine, la radio y la televisión, con el fin de actuar sobre las actitudes de la gente respecto de temas que son objetos de opinión en momentos determi-nados.

La propaganda no es solo una ciencia que puede condensarse en fórmulas, algunas téc-nicas posibles de difundir en pequeños manuales de instrucción, o un arte que, como tal, so-lo requiere de aptitudes o habilidades naturales para la persuasión. Debe ser entendida co-mo un conjunto de ciencias, técnicas y artes, tríptico vasto y complejo, en principio necesario para actuar sobre universos de percepciones racionales, fisiológicos, psíquicos e incons-cientes bastante complejos y que aún hoy no han sido discurridos en su totalidad. Vasto, porque sus principios emanan tanto de las ciencias como de la estética, enseñanzas de la experiencia e indicaciones generales que sirven de base a la invención y requieren de ideas, talento y un inmejorable conocimiento del público.

La normativa clásica y de rigor especifica que la propaganda debe apuntar a la transfor-mación de las actitudes humanas. Si bien avanzaremos con mayor profundidad sobre este asunto, conviene señalar que, en este sentido, la propaganda es equiparable a la educación, pero las técnicas habitualmente empleadas y su designio de convencer y subyugar la hacen nada menos que su antítesis.

Apartada de las nuevas formas de persuasión, la manipulación de la información durante la Segunda Guerra Mundial es, en verdad, un modelo “descarnado” que describe con suma explicitud los constituyentes centrales de la propaganda como acción y efecto. En ese lapso, la propaganda se había desligado en forma gradual de una progresión de tácticas, para con-vertirse en una táctica en sí, un arte particular con sus leyes propias, de un uso tan ordinario como el de la diplomacia o los ejércitos. Si se la considera en razón de su fuerza intrínseca, puede entenderse como una verdadera artillería psicológica, en la que se emplea todo aque-llo que tenga valor de choque y cuando, al fin, con tal que la palabra cause efecto, la idea ya no cuenta.

Los dictadores fascistas comprendieron muy bien que la coagulación (entiéndase “unión enajenante”) de la masa moderna ofrecía a sus emprendimientos inmensas oportunidades, y la usaron sin recato. Según la concepción de Adolf Hitler, el pueblo alemán se encontraba en una disposición de ánimo y espíritu “a tal punto femeninos”, que sus opiniones y sus ac-tos eran determinados no tanto por la reflexión, sino por el impacto producido sobre sus sen-tidos, sin duda una de las razones trascendentales del éxito inicial en la instrumentación de la propaganda nacional-socialista. Una gran porción de esta estrategia echa sus raíces en las zonas más oscuras del inconsciente colectivo, exaltando la pureza de la sangre (corres-

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pondiente a la revalorización del mito de la raza aria), los instintos elementales de crimen y destrucción, y remontándose hasta la más antigua mitología solar. Hasta la última etapa de 1942, los mensajes difundidos por la ingeniería de propaganda alemana eran agresivos, di-rectos y agudos, dominados por dos argumentos: la invencibilidad de sus tropas y la victoria indudable.

La propaganda permitió contener los valores impulsados por cada bando y sostener la moral, así como minar permanentemente la voluntad del adversario. Sobre el final, el nuevo mapa de la guerra produjo un vuelco total en el tono de los mensajes. Notable es el caso alemán, cuya estrategia de difusión comenzó a actuar a la defensiva, y ejemplar la reflexión de Joseph Goebbels, jefe de propaganda nazi, a propósito de esas instancias: “Hemos ga-nado demasiadas batallas y no podemos ser derrotados ahora”. Por primera vez, las tropas y el pueblo alemán despertaban de una larga ensoñación pasional y consideraban la posibi-lidad de una derrota. El sentido de la información torna en negativo y comienza a sembrar dudas y a generar incertidumbre.

La opinión pública, hasta ese momento apartada de su función ideal de participación y control de las decisiones, despertaba del letargo y comenzaba a tomar conciencia de sí mis-ma y de la realidad. “Este es el principio del fin para el eje”, dice Winston Churchill y la pro-paganda, que en estos casos “descarnados” de guerra y disuasión total es no solamente re-flejo de la realidad sino móvil, sitúa a los aliados en la ofensiva.

Entre los diferentes tipos de propaganda1, sin duda la propaganda política ha suscitado la mayor atención de la intelectualidad. Paralelamente a la evolución secular de las artes, las ciencias y las técnicas, la propaganda ha ido mutando radicalmente, ya desde los modelos ejemplares del período que Calcagno denomina “de la propaganda moderna”, entre ellos, la Revolución Francesa, el leninismo, el nazismo, y la propaganda en la Segunda Guerra Mun-dial.

En el origen establecido descubrimos el clima apropiado para que surja la propaganda política moderna, caracterizada por la definición de “hombre” igual a individuo que nace libre e igual, de “sociedad” como creación del hombre que no puede revocar esa igualdad ni esa libertad (Rousseau), por la concepción de ley y autoridad, frutos del consenso, y la creencia de que la búsqueda de la felicidad es una contienda que vincula las conciencias y los cuer-pos y exige tolerancia, control crítico y libertad de opinión, libertad para la actividad económi-ca, y respeto mutuo a la propiedad privada.

Luego, la apertura hacia nuevas formas de canalizar las tácticas y estrategias de persua-sión, signadas por el uso profesional del medio televisivo y la incorporación, en el diseño de los mensajes, de las técnicas publicitarias, inaugura el ciclo de la “propaganda contemporá-nea”, que ubica la lente sobre las campañas presidenciales de los Estados Unidos, desde 1952 hasta la fecha (Calcagno, 1992).

En el final del camino, la propaganda ha logrado integrarse a la metodología completa de los procesos de marketing. A su vez, la evolución del conocimiento y desarrollo de la televi-sión dio excelencia a su aprovechamiento y gestó la videopolítica, una etiqueta aggiornada para clasificar la materia.

Giovanni Sartori, teórico contemporáneo que ha prestado mucha atención a la actual co-rrespondencia entre la opinión pública y los vídeo-candidatos políticos, describe al homo vi-dens –persona vídeo-formada, más apta para abordar el conocimiento desde los mensajes visuales– como la nueva especie que desplaza a la del homo sapiens, persona que a través de sus virtudes letradas adquiría y hacía propio el conocimiento, y elaboraba su parecer res-pecto de la realidad.

Para Sartori, las reglas del proceso de formación de la opinión pública en su interacción con los media y la propaganda han variado. Además, Sartori señala su preocupación por

1 Corrientemente se enumeran: política, económica, militar, diplomática, didáctica, ideológica, escapista y religiosa. Respecto de estas posibilidades, debemos analizar dos aspectos. Lo ideológico o lo escapista son, o pueden, ser objetivos naturales de otros tipos de propaganda, preferentemente la política; asimismo, la didáctica como disciplina pedagógica está sustancial -mente integrada al diseño de cualquier estrategia de comunicación. El otro aspecto corresponde a algunos otros tipos de pro-paganda no mencionados –o quizás incluidos indirectamente en la propaganda didáctica– y muy transmitidos como la propa -ganda de salud y la propaganda de educación vial.

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distinguir “opinión que está en el público” de “opinión que es del público”: “la opinión pública sigue siendo una pieza básica de la democracia. La gente es una entidad abstracta hasta que se manifiesta. Una opinión que está en el público es una opinión compartida por todos, pero puede haberse generalizado porque los medios la pusieron allí. Leen Clarín, por ejem-plo, y dicen lo que dice Clarín. El ejemplo es más claro con la televisión. Se trata de una opi-nión a la que el público no llegó por su cuenta. Y la democracia requiere, básicamente, que el público tenga una opinión autónoma, y esta se crea a través de la pluralidad de medios, de la educación, en fin, de la multiplicidad de fuentes de formación de la opinión”.

Ciertas paradojas de la relación entre la opinión pública y los “videopresidentes” son, se-gún Sartori, manifestaciones previsibles, puesto que “hay una diferencia entre el aspecto ex-terno y la sustancia. A la gente le gusta la cara del político, lo que ve (…) y eso es un juicio estético de un medio visual (…) Y cada vez tendremos más ‘videopresidentes’ a los que la gente vota por su cara, porque la televisión muestra apenas unos segundos que nunca di-cen mucho de la naturaleza del contenido. En los Estados Unidos, en el Perú o en el Brasil, los ‘videopresidentes’ le dicen a la gente lo que las encuestas dicen que opina la gente. Y esta no tiene una idea propia: toma sus ideas de la televisión”.2

Contraponiendo buenos augurios al pesimismo de Sartori, Gilles Lipovetsky afirma en su libro El imperio de lo efímero que “según aumenta la media-política (léase “política massme-diática”), la política oscila más entre la órbita del consumo, la indiferencia de las masas y la movilidad fluctuante de las opiniones. Cuanto más seducción, menos maniqueísmo y gran-des pasiones políticas: se escuchan con interés o distracción las emisiones políticas, pero eso no arrastra a las masas, antes bien desalienta el militantismo ferviente, y los ciudadanos se inclinan cada vez menos a comprometerse en causas políticas (…) La política ‘ligera’ fa-vorece la autodisciplina de los discursos, la pacificación del discurso político y el respeto por las instituciones democráticas” (Lipovetsky, 1994: 229-230).

Con relación a los estudios realizados hasta el momento sobre la tipología del voto en los sufragios, el diagnóstico de actualidad ha permitido corroborar el impacto de la franja de-nominada “de indecisos” durante el escrutinio. Puede deducirse entonces que el voto sus-tentado por una opinión que en rigor es “de última instancia”, caracteriza a un sufragante desapasionado, quizás desunido de cualquier ideología o principio partidario, y que apuesta visiblemente a la coyuntura para elaborar su decisión y expresar su voluntad.

No podemos comprender a fondo el papel de la opinión pública y la propaganda política sin tener en cuenta sus relaciones de reciprocidad con el Estado. La estabilidad de un siste-ma social depende de la legitimidad del sistema político imperante, en otras palabras, la ca-pacidad para generar y mantener la creencia de que la institución política es la más adecua-da para el conjunto de la sociedad.

El Estado encarna la unidad de intereses opuestos de individuos aislados (lo cual no equivale a intereses de clases en conflicto). Páginas atrás habíamos señalado que el con-cepto moderno de opinión pública y su correlativo de propaganda política tienen en común que separan, en teoría, las esferas política y económica. Suele entenderse que opinión y propaganda, por concepto, indican en una forma distorsionada la necesidad que tienen los miembros de las sociedades de conocer e influir mínimamente sobre las leyes que condu-cen el sistema político. Así, opinión y propaganda aparecen como factores necesarios para el funcionamiento del Estado, y en particular la opinión pública no puede cumplir su rol mien-tras no interviene como mecanismo para lograr el acuerdo social; luego, deja de ser un fenó-meno aislado para transformarse en la mejor justificación del sistema democrático de go-bierno.

La influencia de los partidos políticos sobre la opinión es más una relación de reciproci-dad que una determinación de sentido único, por ser lugar común de expresión de las ten-dencias de opinión. Pero, al mismo tiempo, es posible verificar la afirmación opuesta: la opi-nión pública es en buena medida la consecuencia del sistema de partidos existente.

2 Sartori, G., en “El Homo sapiens se transformó en Homo videns”, Clarín, 31 de mayo de 1992, y en “Videopolítica”, Rivis-ta Italiana di Scienza Politica, Anno XIX, N° 2, 1989.

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La ciencia política clásica estipula, además, que todo sistema de partidos distingue opi-nión elaborada de opinión bruta: la primera es nada más que el resultado de un amansa-miento de la segunda por la propaganda partidista y el régimen electoral. Los partidos crean la opinión pública con la misma fuerza e intensidad con que la expresan; más que deformar-la, la forman; no hay eco sino diálogo. La cultura de los partidos afirma que sin estos solo habría tendencias vagas o instintivas variadas, dependientes del temperamento, de la edu-cación, de las costumbres, de la situación social, etcétera. Por ellos, la opinión y la concien-cia sobre determinados temas de interés general logran cristalizarse.

Más cerca de nuestros días, la cultura del poder de los media ha ido progresando en ra-zones para dudar de la normativa de la política y atribuir al instrumento de comunicación no solo rango de propagandista (quien explica un conjunto amplio de ideas o una compleja ba-se ideológica de sustentación) o agitador colectivo (quien difunde de un modo sencillo y emotivo los principios partidarios), sino también de organizador colectivo, en vistas de que facilita el diálogo a distancia entre dirigentes, militantes y población, y permite conseguir y analizar los resultados comunes alcanzados. Pero el semblante más atractivo de la proble-mática de los mass media como instrumentos de organización colectiva es el que los mues-tra como señaladores de los contornos estructurales y los contenidos para la discusión, tan novedoso como crítico de las leyes que han gobernado desde siempre el sistema de parti-dos.

Se podría perfilar un tipo de participación política en el que los electores están interesados en temas desvinculados de los alineamientos ideológicos preexistentes, que no son siquiera expre-sión directa de intereses, sino que representan valores o principios (los derechos civiles, la paz, el medio ambiente, el hambre en el mundo, la justicia, etcétera). Son issues transversales que “cortan” los partidos, y que pueden presentar nuevos empujes hacia la participación política. Si esta perspectiva es plausible, ocurre que hay una tendencia por la que los partidos dejan de ser gradualmente los canales mas importantes de la participación política, y los media pueden con-seguir parte del poder de individualizar, tematizar y definir para la opinión pública, cuestiones, problemas o ámbitos de acción que requieren soluciones. (En síntesis) existen unas mutacio-nes internas al sistema político que contribuyen a evidenciar y enfatizar el papel de las comuni-caciones de masas en términos diferentes a los de conseguir efectos de persuasión durante las campañas electorales. (Wolf, 1994: 54-55).

2.1. La opinión y la actitud como objetos de cambio

Los fenómenos que ordenan la sociedad obligan a realizar modificaciones permanentes sobre ciertos aspectos teóricos que, hasta no hace mucho, regían el conocimiento de los factores de cambio opiniones y actitudes, y señalaban con bastante precisión el ámbito de pertenencia de ambas.

La complejidad de las razones que configuran la persuasión como arte estriban en consi-derar la opinión pública como una manifestación de las actitudes basadas en experiencias anteriores. En este sentido, y a propósito del modelo propuesto en su obra La espiral del si-lencio, Elisabeth Noelle Neumann señala, a partir de una reconsideración del poder de los media en la capacidad de cambiar actitudes, un efecto de refuerzo cuando es soporte de las actitudes preexistente, y un efecto de modificación cuando las contradice (Noelle Neumann, 1994).

La sociología, la psicología y la psicología social han arrimado sus basamentos para en-contrar algunas certezas respecto del tema, descontando que las creencias (como estados menos transitorios que las opiniones, aunque causantes de estas) resultaban exclusivamen-te de la interacción del individuo con su ambiente. Justamente, para una mayor comprensión de la naturaleza de las opiniones y las actitudes, y las limitaciones durante los procesos de cambio, conviene repasar la noción de creencia.

La creencia puede considerarse como un estadio intermedio entre la opinión y la actitud, que podemos caracterizar a partir de las definiciones que hasta ahora hemos manejado de esos dos conceptos. No obstante, el grueso de los autores que se han ocupado en el tema indican las creencias como un fenómeno más cercano a las actitudes, puesto que se susten-

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ta en la convicción. El filósofo español José Ortega y Gasset señalaba medio siglo atrás que “las ideas se tienen y en las creencias se está”, y definía como creencias “el continente de nuestra vida que por ello no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de éste (…) no son ideas que tenemos, sino ideas que somos… se confunden para nosotros con la reali-dad misma (…) por eso no solemos formularlas, sino que nos contentamos con aludir a ellas como solemos hacer con todo lo que nos es la realidad misma” (Ortega y Gasset, citado por Carozzi, Maya, Magrassi, 1980: 171).

No hay casi argumentos para dudar de las creencias como manifestaciones bastante persistentes que homologan la interpretación de ciertos fenómenos de la realidad, y, por lo mismo, permiten tener un reaseguro de la respuesta colectiva frente a determinados estímu-los. Que todos los peatones abrirán sus paraguas bajo la lluvia es una acción que tiene una altísima probabilidad de ocurrencia, pero hasta ese caso simple integra algunas complejida-des propias de la encrucijada social como el paraguas que se olvida, el paraguas que falla en el momento más inoportuno, o el paraguas que no gusta ser usado.

No sobraría confeccionar una lista de aquellas acciones seguras frente a tales o cuales estímulos, aunque esto difícilmente logre revelar con precisión el origen de las interpretacio-nes y las conductas generalizadas. Creemos que la manzana cae porque lo probamos con la observación, independientemente de las razones fundadas por Isaac Newton, pero esto no significa que entre los elementos que constituyen el ambiente como factor importante pa-ra la conformación de las creencias no se cuenten aquellas razones, o bien que sean las únicas. Por otra parte, la manzana caerá, y para el sujeto que circunstancialmente se involu-cre en esa acción, será una bendición o un lamentable imprevisto.

Las creencias de una cultura determinada es el edificio cognoscitivo y normativo consi-derado como el “conocimiento” por una sociedad. Mediante el “saber” toda sociedad impone un orden común de interpretación a la experiencia que se convierte para los individuos so-cializados en conocimiento objetivo. Una imagen que muestra decenas de antiguos ficheros de oficinas, en medio de un clima exagerado de incomunicación, con papeles volando y se-llos y chinches desparramados en el suelo, nos remite con presteza a la representación cul-tural de la idea de “burocracia”.

De estas creencias una pequeña porción es conocimiento teórico, generalmente consti-tuido por un conjunto de interpretaciones oficiales de la realidad. Sin embargo, la mayor par-te del “conocimiento” objetivado socialmente está compuesto por esquemas interpretativos, máximas morales y sabiduría tradicional que el hombre común comparte frecuentemente con los teóricos.

Toda sociedad constituye y ordena un mundo significativo que sus participantes internalizan co-mo objetivo y dan por sentado como real. Sus significados no son considerados meramente por los individuos socializados como útiles, convenientes o correctos, sino también como inevita-bles, como parte integrante de la naturaleza universal de las cosas. (Carozzi, Maya, Magrassi, 1980: 171).

Para definir creencias y distinguirlas de otros fenómenos conexos –opiniones y actitudes, entre los que a nosotros nos ocupan– Osvaldo Dallera señala en su libro Comunicación y creencias, que “todos nosotros creemos en algo y no podríamos vivir ni orientarnos en el mundo diariamente si no creyéramos, por lo que podemos entender la creencia como una actitud de confianza. Creo, y es verdad, pero no necesariamente es verdad aquello en lo que creo” (Dallera, 1993: 247).

Nótese aquí que la actitud es el canal a través de cual configuramos nuestra creencia; así como en el principio de nuestro trabajo hemos leído actitud como un estado de creencia, ahora podemos completar entendiendo actitud como un estado sobre el que las creencias se depositan. Si creo en la educación como una herramienta importante para los procesos educativos, mi creencia deberá ampararse necesariamente en, primero, una actitud favora-ble hacia esa idea (aprobación individual) y, segundo, en la certeza de que, por lo menos, tal idea se ha generalizado (aprobación colectiva o consenso).

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En la misma ecuación puede incluirse el término opinión con el mismo resultado, para corroborar las apreciaciones vertidas hasta ahora sobre la naturaleza de actitudes, creen-cias y opiniones:

El sujeto configura mundos en torno de sus creencias con un grado relativo de certeza respecto de su existencia real, que traduce y reformula utilizando lenguajes y emitiendo opiniones. Así, el asentimiento de una opinión está condicionado por factores emocionales y algunos factores dis-persos que operan persuasivamente desde una construcción débilmente articulada. En cual-quier caso, siempre la opinión está ligada a un grado de seguridad mínimo (menor, visto desde el lugar de lo emocional en el sujeto, si se lo compara con la convicción, y mucho menor visto desde el lugar de las pruebas con que cuenta el sujeto para mantener su opinión, si se lo rela-ciona con la certeza). (Dallera, 1993: 270 y 277).

En un importante trabajo realizado en España sobre los nuevos contenidos y métodos para una reforma del sistema de educación (base para la implementación de la reforma en la Argentina, a partir de 1995), el estudio de las actitudes y sus relaciones de similitud y dife-rencia con otras nociones concomitantes ocupa un lugar preferencial. Allí puede leerse so-bre el problema de la modificación de algunos hábitos en los alumnos (leer poco, por elegir un lugar común) para una optimización del proceso educativo; de acuerdo con lo expresado en esas líneas, “la capacidad de una persona para dar cuenta de sus acciones marca la frontera entre actitudes y hábitos. El ‘hábito’ de conducir por la derecha puede ser verbaliza-do, o no, por una persona habituada a hacerlo, pero lo expresa en la práctica cotidiana. La ‘preferencia’ por la conducción por la derecha (una actitud) refleja un estado de conciencia que puede ser expresado verbalmente, aunque dicha persona pueda no estar siguiendo su preferencia en ese momento (Coll, Pozo, Sarabia y Valls, 1992: 135).

Finalmente, la consideración de las actitudes frente a una planificación de los contenidos procedimentales y actitudinales, propios de los nuevos cánones de la educación, y durante la tarea cotidiana de enseñanza y aprendizaje requiere saber diferenciar actitudes de otras nociones emparentadas como “estado de ánimo o humor”, menos duradero; “valores”, más estables y centrales –incluyen las creencias–; “opiniones”, manifestaciones verbales de las actitudes; “cogniciones y creencias” (las actitudes también incluyen los afectos); “hábitos”, estos son automáticos y se expresan en la práctica cotidiana; y “habilidades o inteligencia”, que requieren del componente motivacional para desencadenar la acción y carecen del componente afectivo (Coll, Pozo, Sarabia y Valls, 1992: 136).

Equivocar el concepto o confundirlos es igual a equivocar el blanco para la crítica o el impacto, lo cual no está muy lejos de constituirse en el origen usual de las deficiencias de al-gunas evaluaciones docentes, o también de muchas de las campañas institucionales de pro-paganda.

2.2. El ambiente como factor de cambio

Corresponde volver al ambiente como factor de cambio de opiniones y actitudes. La re-valorización del “media-prodigio” que irrumpe en la conciencia colectiva y monopoliza las fuerzas de “presión ambiental”3, estableciendo los contenidos de discusión y digitando la atención dada por las personas a esos contenidos, no solamente alteró las consideraciones de la ortodoxia en lo que refiere a las estrategias para el cambio, sino que desplazó los con-ceptos de sus ámbitos de pertenencia específicos.

Si bien la opinión pública ha estado invariablemente ligada a las estrategias de propa-ganda, la opinión como idea germinal tuvo y tiene mayor correspondencia con las técnicas publicitarias, a partir de su atributo de volatilidad. Esto es: la dinámica vertiginosa de la cultu-ra del consumo, que tiene a la publicidad y la moda como motor y sustancia, apunta al cam-bio de opiniones de los individuos –y por extensión, de la voluntad del mercado– en el corto plazo. En verdad, la decisión “de momento” no constituye una meta caprichosamente insti-

3 Véase al respecto La espiral del silencio (1994) de Noelle Neumann, quien postula una teoría enmarcada en la perspectiva del alto poder de impacto de los media.

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tuida en el régimen capitalista, sino que le pertenece por naturaleza, como estado de creen-cia volátil.

Mientras, la actitud forma parte de un proceso gradual de internalización de conocimien-tos, desconoce en teoría las leyes del cortoplacismo, a partir de su asiento en el complejo cognitivo-afectivo-volitivo. La persuasión acude a las actitudes por considerarlas originarias de la voluntad general, sustentadas más por sentimientos que por la razón lógica; de allí que no utilice recursos meramente racionales. Establecer la opinión pública requiere en principio conocer la cultura política que la modera; al fin, los resultados podrán fluctuar entre corrien-tes de opinión distintas, más o menos exigentes y que ofrecerán altas o bajas probabilidades de manipulación por acción psicológico-emotiva.

Para corroborar el efecto positivo de la apelación a las emociones para el cambio de opi-niones y actitudes, optaremos en este caso por una perspectiva socio-semiológica. En una cultura hay una relación inversa entre el saber y la afectividad. Además, debe distinguirse lo individual y lo colectivo: lo individual define nuestras diferencias, lo colectivo nuestras simili-tudes con los demás. Los dos dominios son una vez más inversamente proporcionales, puesto que es evidente que cuanto más distintos somos, menos nos asemejamos.

Cuanto más codificado y socializado es el saber, la experiencia afectiva tiende a individualizar-se en mayor medida. En ese marco, nuestra cultura aparece como un recalentamiento de la ex-periencia intelectual. La atención individual es cada vez más restringida y la iniciativa creadora cada vez más pobre. No es que el individuo sea menos inteligente, sino que su saber le es pro-porcionado cada vez más por los códigos: ciencias, programas, etc. En consecuencia, la expe-riencia afectiva está cada vez más decodificada, es decir más diversificada, más rica y abun-dante, pero sin embargo desprovista de sentido. (Guiraud, 1983: 27).

Cultura política (ahora en el sentido de “culto”) y sentido común vienen dados por una sólida instrucción cívica que, por acción espontánea, confrontará intelectualmente con cual-quier intento de captación ideológica a través de la vía irracional, de carácter afectivo.

La pragmática debería entonces indicar las actitudes como el verdadero núcleo originario de la opinión pública y, por lo tanto, como el objeto corriente de la propaganda, a partir de su fundamento ideológico y espiritual (Calcagno, 1992), y las opiniones como objeto de cambio de la publicidad.

No desconocemos las causas de este imperativo: la propaganda –conjunto de artes, téc-nicas y ciencias– busca dar a conocer ideas, valores o cambios de hábito y persuadir acerca de sus beneficios, mientras que la publicidad –conjunto de artes, técnicas y ciencias– tam-bién tiene fines de lucro directos puesto que informa y persuade sobre las características y virtudes de un producto o servicio para provocar el cambio de preferencia y la acción de compra. Empero, la suma de opinión y experiencia de consumo persistente logra conformar, después de un período medianamente extenso, una actitud favorable o desfavorable hacia ese producto o servicio.

La información intencionada de un aviso publicitario sobre cigarrillos extra-suaves nos puede llevar a dudar de la marca que consumimos y a comprarlos “para probar”; si el pro-ducto satisface las expectativas generadas por el argumento de venta, es muy probable que decidamos repetir el uso de la nueva marca, Así, la prueba del nuevo producto en principio constituyó nada más que un cambio de opiniones, concesión otorgada por nuestra actitud hacia la marca de siempre; luego, la persistencia de uso permitió a la novedad irrumpir en el plano más profundo de las actitudes. Lo precedente justifica la declaración de algunos auto-res respecto de la actitud como objeto de apelación publicitaria.

Una serie de desconexiones entre las definiciones y la praxis: los límites entre propagan-da y publicidad tienden a ser cada vez más difusos, a tal punto que la denominación para propaganda política, luego de la inserción en su método de insumos publicitarios o del pa-trón marketing, suele ser el de “publicidad política” o “marketing político”. Las campañas pro-pagandísticas acuden invariablemente a la publicidad, mientras que para la publicidad la propaganda no siempre es necesaria.

La “cultura-minuto” que da forma a la sociedad de consumo tiende a llevar a las campa-ñas de propaganda a diseñar argumentos que invaden en el corto plazo y en torbellino la mente del público, descontando cualquier posibilidad de maduración de los argumentos, con

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información milimétrica y fragmentaria que solo apuesta a una decisión perentoria. “Con equis candidato el crecimiento económico es posible”, unos cuantos disparos certeros que intenten desviar los del adversario político, incesantes envíos cuatro o cinco días antes del cierre de campaña y después… a confiar en que el votante recién cuestione su decisión el día siguiente al del sufragio.

El continuo, vertiginoso y fragmentario flujo de la información no permite una percepción completa de cada argumento, es común que el final de un mensaje no lo establezca el final de ese mensaje sino el comienzo del siguiente. ¿Qué crédito puede darse, desde esta perspectiva, al encuentro cognoscitivo de esos argumentos con la experiencia social? ¿Las condiciones del tratamiento de los contenidos da lugar a otra clase de encuentro entre fuen-te y destinatario, que no sea el irracional o emotivo?

Por lo tanto, estamos de hecho frente a la opinión y no la actitud, como principio germi-nal pragmático de la opinión pública. No es casual que Brown resuelva, en el transcurso de sus clásicas afirmaciones sobre el cambio de actitudes, centrar el diagnóstico y la discusión en las opiniones “como el área nuclear de los rasgos profundos de la personalidad es un material poco prometedor para el propagandista, nos ocuparemos de las áreas de organiza-ción periférica y de las opiniones, que son las áreas sociales en las que cobran significado las afiliaciones del individuo a los grupos” (Brown, 1991: 60).

Los inconvenientes más llamativos en los estudios y el diseño de las acciones para el cambio surgen cuando se inserta el factor presupuestario. Es común entender el cortoplacis-mo como una consecuencia directa de las limitaciones de recursos económicos y humanos: si bien en propaganda es adecuado actuar durante etapas prolongadas y a través de cana-les psicosociales para el cambio de actitudes, la realidad lleva normalmente a diseñar avisos más bien informativos4.

“La droga es basura”, “el sida mata” o “no conviene conducir de noche” constituyen ordi-narias apelaciones con base puramente racional, dadas a conocer por medio de campañas cortas. Así, los diferentes organismos que sustentan esos emprendimientos concluyen en experiencias que rara vez dejan huella (si es puramente racional y en absoluto emocional, desconoce las características sustanciales de las actitudes) y desaparecen del proceso pú-blico de intercambio de información hasta que una nueva asignación de presupuesto les per-mita reincidir con sus acciones, y así sucesivamente. Casi como un pretexto manifestado mecánicamente, las deficiencias cualitativas de estas campañas suelen ser achacadas a los bajos presupuestos. En un arrebato dirigido por el pensamiento de Karl Marx, la infraestruc-tura (lo económico) condiciona la superestructura (las ideas); luego, buena parte de esa doc-trina, que pretendió dar respuesta a las transformaciones sociales de final del siglo pasado, se instala curiosamente en el estilo de la excusa ordinaria, con notable aceptación, para jus-tificar los fracasos.

El balance demuestra que una campaña a largo plazo y a través de canales psicosocia-les (no pocas veces confundidos con argumentos amarillistas o “efectivistas”) y planes edu-cativos, los más aptos para la transformación de actitudes, es mucho menos onerosa que varios intentos sin alcance real.

Sustentada en la opinión, la opinión pública difícilmente puede desprenderse del síndro-me de la inestabilidad; el análisis decenario de los sondeos durante guerras y elecciones en Europa y en América la han mostrado casi siempre variable en períodos reducidos y des-arraigada de la actitud, es decir, desunida de las convicciones profundas. Ya desde su estu-dio desde las estrategias de propaganda utilizadas durante la Primera Guerra Mundial, Ha-rold Lasswell señalaba en 1927:

El concepto de propaganda se refiere exclusivamente al control de las opiniones por medio de símbolos significativos o, más concretamente, con historias, habladurías, imágenes, y otras ma-neras de comunicación social. La propaganda concierne más al control de las opiniones y sím-

4 Sherif señala que “los intentos experimentales de cambiar las actitudes o prejuicios sociales mediante la difusión de infor-mación o de argumentos objetivos, han servido de bien poco. Algunos investigadores han sido capaces de conseguir el míni -mo cambio. Otros han obtenido diversos grados de cambio en la dirección deseada, aunque casi siempre había algunos casos que o no mostraban cambio alguno o mostraban cambios negativos; y en cualquier caso suelen ser discretos y más bien efí -meros” (en Brown, 1991: 64).

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bolos sociales que a la alteración de otros elementos del ambiente y de la sociedad. (Lasswell, en Wolf, 1994: 36).

No es cierto que este problema pueda ser ubicado exclusivamente en el tiempo actual, como tampoco que todos los nuevos y sofisticados sistemas de comunicación ignoren el funcionamiento de los mecanismos adecuados para la transformación de opiniones y actitu-des. Se sabe que los diferentes métodos y tiempos de trabajo de persuasión establecidos comparten, a pesar de la evolución de los estudios, la apelación cognitiva-afectiva y durade-ra, y el valor del contacto permanente con una realidad distinta, como los puntos de apoyo esenciales.

En la Argentina de 1984, la idea de privatizar los organismos estatales resultaba para el 79 por ciento de la población una medida que podía hacer peligrar la integridad del patrimo-nio de la nación. Cuatro años después, la misma encuesta realizada sobre una muestra con características similares a la primera volcó el resultado a un 12 por ciento5. Los media, en su relanzamiento como imaginarios de la realidad y la polémica y apoyados por una coyuntura que iba cambiando gradualmente, horadaron a través de ciertos líderes de opinión la predis-posición de los individuos hacia el tema, reconvirtiéndola.

A la decadencia del discurso político tradicional subsanada por la videopolítica, siguió el problema de la saturación publicitaria. El curso de acción se vio inundado de lemas de cam-paña anodinos, fotos en los afiches semejantes a los cinematográficos de rostros con sonri-sas afectadas o spots televisivos que muestran al candidato en una situación inconsistente con su imagen histórica: el sindicalista acostumbrado a las tumultuosas reuniones con sus pares y seguidores, más emparentado con el estandarte y las marchas que con la escena electrónica, sentado a una computadora, e intentando resolver problemas sociales con Win-dows.

Este nuevo “crack” es el que probablemente tienda a llevar con éxito a algunos políticos de desistir del artificio de la pieza publicitaria y proyectarse en inauguraciones de plantas fa-briles, escuelas o planes de saneamiento, o en visitas solidarias, mediante “micros” informa-tivos. Ahora el objetivo es persistir en el impacto con porciones de realidad (en rigor, de pseudo realidad) que modifiquen en progresión la experiencia pública.

La declaración de Rousseau acerca de “lo social como corruptor de la decisión de los hombres”, puede ser desarrollado hoy como “los media, imaginarios fundamentales de la re-presentación social, que determinan el universo de la experiencia y el campo de la decisión y la acción colectiva, por sobre el universo y el campo de la autonomía individual”.

Los mass media producen modelos simbólicos, los cuales crean el tramado invisible de la so-ciedad a nivel cultural. En la sociedad moderna, cada vez más diferenciada, los media serían un sustituto funcional de los vínculos del grupo, ocupando el sitio de lo que ya no se puede rea-lizar concretamente, es decir, la reunión de todo el cuerpo social. (Alexander, en Wolf, 1994: 16).

Respecto de la cuestión de si los media son o no el espejo de la opinión pública, la posi-ción de Noelle Neumann desplaza resueltamente los términos del problema: los media crean la opinión pública en tanto proporcionan la presión ambiental a la que las personas respon-den con solicitud, ya sea con el consentimiento o con el silencio.

El análisis de los datos finales de las campañas electorales alemanas de 1965 y 1972 realizado por Noelle Neumann descubría un desplazamiento decisivo en la dirección indicada por el clima de opinión y por la presión provocada por la manifestación de las tendencias. Los media operan exactamente en esta conexión: logran hacer visible, significativo (y efectivamente dominante) el punto de referencia constituido por las tendencias que se presentan en vías de expansión en el clima de opinión. (Wolf, 1994: 68).

Sobre la más brillante pieza de propaganda se ubican los hechos, la realidad. En primer término, la conformada por los pseudoacontecimientos periodísticos, y en segundo, la “real”, que se verifica con preferencia en la vida cotidiana. Si es que esto último gravita en los pro-

5 Encuesta realizada por alumnos de la carrera de Comunicación Social de la Universidad del Salvador, Buenos Aires, 1984-1989, sobre muestras probabilísticas de universos muy heterogéneos, a través de preguntas cerradas.

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cesos de socialización actuales, nos encontramos frente a una significativa ampliación de los procesos de socialización clásicos. Las características del ambiente inciden aun con ma-yor fuerza que los mejores emprendimientos persuasivos. Sin embargo, la realidad y la pie-za de propaganda enviada a través de canales psicosociales, tenor del fuego y recipiente más apropiado para que el banquete seduzca a quien corresponde, deberán ser revisadas en los próximos capítulos, frente a algunas visibles transformaciones en el espíritu de nues-tro tiempo.

3. Canales de acción y estrategias de impacto

Las diferencias entre los modos establecidos, o las experiencias ensayadas hasta hoy para el cambio de opiniones y actitudes, son el resultado de algunas razones que conviene recordar. En principio, la ubicación de las opiniones y las actitudes como objetos particulares de la publicidad y la propaganda, respectivamente, y todas las variables de acción ya co-mentadas que eso implica. Luego, una segunda razón que supera a la primera respecto de los entrecruzamientos del objeto y el método de influencia a partir de: a) la integración dada entre publicidad y propaganda, en tanto concepto y estrategia, y b) la consideración de las opiniones y no de las actitudes como germen y motor de la opinión pública. Por fin, una ra-zón que es posible mantener junto con la segunda: la revalorización de las estrategias a lar-go plazo, mucho menos onerosas y más convenientes para la transformación de las actitu-des, traducidas estas últimas en hábitos, costumbres y creencias.

El comentado alto valor de la presión ambiental como factor determinante de los proce-sos de creación y cambio de la opinión pública ha llevado progresivamente a considerar el consumo ya no solo como un fenómeno ligado a los vaivenes del mercado de productos y servicios, sino también como la exposición general del público de masas a la oferta de reali-dad mediatizada, y su elección e instrumentación. La configuración de la realidad determina-da fundamentalmente por el encuentro con los media concluye, luego de un proceso dece-nario, transformando el pseudoacontecimiento en mercancía de consumo, vehículo de una ya sólida industria cultural.

Sobre estos asuntos, y compelidos por el mencionado cruce de los objetivos en la prácti-ca, se sustenta la necesidad recurrente de amalgamar el concepto de publicidad, propagan-da y subpropaganda hasta obtener una única pieza con características, funciones y fines si-milares. No obstante, creemos adecuado en los puntos que siguen separar las técnicas de persuasión, utilizadas originalmente con fines propagandísticos, de las propuestas publicita-rias para la conquista del consumidor, venidas gradualmente a insumos de la propaganda. Durante el estudio de esos temas serán explicadas algunas de las pautas para el diseño de una campaña de propaganda y las consideraciones especiales que deben tenerse frente a situaciones de riesgo. En algunas ocasiones no podremos dejar de someter este abanico de posibilidades a los cambios suscitados en el novedoso contexto de fin de siglo.

3.1. Técnicas de persuasión

La eficacia de los variados recursos técnicos de persuasión, inclusivo aquellos estableci-dos desde un marco teórico riguroso, ha sido siempre relativizada. Esto quizás se haya debi-do más que nada a la básica complejidad que caracteriza cualquier proceso comunicativo. Puedo insistir en que desvirtuar al adversario “equis” en medio de una campaña de propa-ganda política, apuntando a algún aspecto dudoso de su imagen o su trayectoria, proporcio-na importantes réditos electorales. Sin embargo, las respuestas de los individuos integrantes de una franja del público de masas, que en principio consideramos unidos por un sentimien-to común que barre con su propia autonomía de pensamiento (y que, en este caso, favorece nuestra posición, adversa a la del candidato “equis”), pueden ser diferentes y hasta impre-vistas: “Jamás imaginé que ‘equis’ pudiera haber hecho tal barbaridad” o “¿Cómo se atreven a difamar a ‘equis’ con semejantes patrañas?”.

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Si bien el fenómeno de la disparidad de respuestas de los individuos pertenecientes a un segmento amplio de público ha sido corroborado ya desde los albores de la investigación sobre los efectos de los media, hoy se afirma que no es posible siquiera contar con una reacción más o menos uniforme de los miembros de un grupo o estructura social perfecta-mente determinados.

En otras palabras, el crecimiento del individualismo es inversamente proporcional a la confianza depositada sobre las estrategias de impacto, inclusive las que acotan con suma especificidad el radio sobre el cual van a trabajar. Se trata de una nueva perspectiva de la relación actual entre los argumentos de los medios destinados a formar o dirigir las opinio-nes y sus efectos sobre las personas, que bien representa el siguiente diagnóstico:

Es imposible disociar el boom del individualismo contemporáneo del de los media: con la abun-dancia de las informaciones multiservicio y los conocimientos que procuran sobre otros mun-dos, otras mentalidades, otros pensamientos, otras prácticas, los individuos son conducidos ineluctablemente a “definirse” respecto de lo que ven, a revisar las opiniones recibidas, a indivi-dualizar las opiniones, a hacernos menos tributarios de una cultura única e idéntica. En el hue-co dejado por el hundimiento de los catecismos y las ortodoxias, la moda abre la vía de la proli-feración de las opiniones subjetivas. (Lipovetsky, 1994: 255).

De todos modos, hay un conjunto de tácticas destinadas a otorgar un destino de éxito a los procesos de persuasión. Al margen de cualquier relativismo, cientos de ejemplos de campañas de propaganda en todo el mundo podrían corroborar su carácter preferencial cuando se diseña un plan de trabajo.

Las técnicas de persuasión deben respetar sobre todo los requisitos básicos de la inter-comunicación: uso de códigos, experiencias e ideas comunes, factibles de entendimiento e interpretación, desde la lengua (y aquellos neologismos instaurados por el habla, como por ejemplo “No apoye al partido de los diputados ‘truchos’”), hasta las ideas cuya connotación es consensuada culturalmente (“Cuidado, los ‘gorilas’ vuelven”).

El uso de estereotipos que aparejen un fuerte impacto emotivo, es considerado invaria-blemente durante cualquier estudio sobre técnicas básicas de persuasión. El estereotipo co-mo representación simbólica y simplificada de algún rol o fenómeno arquetípico, bastante persistente en el discurso de los medios (los estereotipos mutan, es obvio, al ritmo de la di-námica social), permite ahorrar esfuerzos en la delineación de un argumento persuasivo. Un caso bien conocido es la representación de la autoridad en una persona de rasgos duros y ceñidos, por lo que resulta autoritaria y poco confiable, frente a la autoridad encarnada en el individuo relajado pero segur, serio y presentable pero no acartonado, o acaso campechano pero de fiar.

De acuerdo con una explicación del concepto que juzgamos suficientemente clara y completa:

Existe una gran disparidad respecto de lo que son los estereotipos. Para muchos autores un es-tereotipo es “una colección de rasgos sobre los que un gran porcentaje de gente concuerda co-mo apropiados para describir a alguna clase de personas”; pero ante la falta de acuerdo, el úni-co camino es establecer las características esenciales. Dichas características parecen estar re-cogidas en Mackie: “el estereotipo alude a aquellas creencias populares sobre los atributos que caracterizan una categoría social y sobre las cuales hay un acuerdo sustancial”. Respecto de los antecedentes históricos del término, hay que decir que viene derivado de otro término usado más corrientemente, estereotipía: “proceso consistente en atribuir características generalizadas y simplificadas a grupos de gente en forma de etiquetas verbales”. El primero que acuñó el tér-mino fue Lippmann (en Public opinion, 1922), aludiendo a los estereotipos como “imágenes en nuestra cabeza”. Se fijó en el carácter irracional, rígido y de discutible veracidad de los estereo-tipos. Otros autores se fijan más en otros conceptos. Allport recurre al término de prejuicio y lo define como “una actitud hostil prevenida hacia una persona que pertenece a un grupo, simple-mente porque pertenece a ese grupo, suponiéndose por lo tanto que posee las características objetales atribuidas al grupo”. Como características fundamentales de la noción de estereotipo habría que citar, en primer lugar, que es el componente cognitivo del prejuicio; en segundo lu-gar, que encierra una orientación y una evaluación sobre su objeto; en tercer lugar, que consti-tuye un componente conductal; y en cuarto lugar, que se da generalmente en un contexto inter-grupal, de relación mayoría/minoría. (Piñuel Raigada y Gaitán Moya, 1995: 324).

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Sin duda, el diseño de estos pequeños sistemas de signos nos permite ahorrar la pro-ducción en palabras de una engorrosa argumentación discursiva; por otra parte, suelen ser más simpáticos. Pero debe advertirse otra vez que la efectividad de tal o cual alternativa en oposición siempre está determinada por las características del contexto histórico y social du-rante ese lapso. Es muy característica de los emprendimientos de persuasión y manipula-ción la identificación de un enemigo único, al igual que el uso de la selección, la omisión, la afirmación o la negación del contenido de una información (operaciones propias de la menti-ra como propósito), la apelación a la autoridad, o la repetición.

3.2. Reglas y técnicas de la propaganda política

La obra ya clásica de Jean-Marie Domenach, La propaganda política, publicada origina-riamente en 1950, constituye el intento fundacional de sistematizar, en la medida de lo posi-ble, las reglas y técnicas de la propaganda política, uno de los fenómenos dominantes del si-glo XX.

El objetivo de este apartado es recuperar algunas de las conceptualizaciones que sobre el fenómeno ha realizado Domenach, así como un conjunto de reglas y técnicas básicas de la propaganda. Constituye un objetivo didáctico de relevancia conocer estas reglas y técni-cas. Sólo después de adquirir este conocimiento podemos observar cómo la evolución tec-nológica de los medios de comunicación social ha amalgamado y dado nueva forma a algu-nas de estas herramientas.

Desde que hay rivalidades políticas, es decir, desde el principio del mundo, la propaganda exis-te y desempeña su papel. Fue una verdadera campaña de propaganda la que Demóstenes rea-lizó contra Filipo, o Cicerón contra Catalina. Napoleón, conciente de los procedimientos que ha-cen admirar a los jefes y divinizar a los grandes hombres, había comprendido perfectamente que un gobierno debe preocuparse por obtener el asentimiento de la opinión pública. La fuerza se funda en la opinión. ¿Qué es el gobierno? Cuando le falta la opinión, nada”. En todos los tiempos, los políticos, los hombres de Estado y los dictadores han tratado de lograr la adhesión a su persona y a su sistema de gobierno. Pero entre las arengas del Ágora y las de Nuremberg, entre los graffiti electorales de Pompeya y una campaña de propaganda moderna, no hay punto de comparación. La ruptura se halla muy próxima a nosotros. (Domenach, 1986: 6-7).

Luego de la Segunda Guerra Mundial, la propaganda comenzó a estructurarse y vehicu-lizarse a través de la panoplia de medios de comunicación, con lo que se fueron operando una serie de modificaciones a las modalidades clásicas de elaborar y difundir mensajes pro-pagandísticos.

Al conjunto de los medios empleados en todos los tiempos por los hombres políticos para hacer triunfar su causa, y que se relacionaban con la elocuencia, la poesía, la música, la escultura y, en suma, con las formas tradicionales de las bellas artes, sucedió una técnica nueva que em-plea medios puestos a su disposición por la ciencia, para convencer y dirigir las masas forma-das en el mismo tiempo; es una técnica de conjunto, coherente, que puede ser sistematizada hasta cierto punto. (Domenach, 1986: 7).

A continuación presentamos, de manera resumida, y a través de las expresiones origina-les de Domenach, las reglas y técnicas que permiten dar cuenta de los modos básicos de funcionamiento de la propaganda política.

3.2.1. Regla de simplificación y del enemigo único

En todos los campos, la propaganda se esfuerza en primer lugar por lograr la simplicidad. Se trata de dividir su doctrina y sus argumentos en algunos puntos que serán definidos tan clara-mente comos sea posible. Toda una gama de fórmulas está a disposición del propagandista: manifiestos, profesiones de fe, programas, declaraciones, los que bajo una forma generalmente afirmativa, enuncian una cierta cantidad de proposiciones en un texto breve y claro. (Domena-ch, 1986: 52).

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Como uno de los ejemplos más significativos de aplicación de esta regla, Domenach pro-pone la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, que constituyó algo así co-mo el alfabeto de la propaganda llevada adelante por la Revolución Francesa.

Si bien el texto de la Declaración es de una significativa densidad, posee a la vez una claridad admirable, ya que no podría encontrarse en este texto ni una palabra de más, ni una de menos. Asimismo, es de destacar que el texto está compuesto por frases cortas y rít-micas, que tiene un efecto alto de recordación (o memorización).

Constituyen elementos clave en la aplicación de esta regla a los mensajes propagandís-ticos: el esfuerzo por precisar y resumir las ideas, que se concreta con variado éxito en los programas, manifiestos y otros formatos que son frecuentes en el ámbito de la política; y la tendencia a una mayor simplificación se observa en la voz de orden y el eslogan, que deben ser breves y bien formulados.

La voz de orden tiene un contenido táctico: resume el objetivo que debe alcanzarse. El slogan hace un llamado directo a las pasiones, al entusiasmo, al odio: “Tierra y Paz”, es una voz de or-den; Ein Volk, ein Reich, ein Führer, un slogan. Por lo demás, la distinción no es siempre tan clara. (Domenach, 1986: 53).

Los símbolos, también sustanciales, permiten reducir una doctrina o un régimen. Vea-mos los ejemplos clásicos que aporta Domenach: símbolo gráfico (SPQRRF, la inicial de los soberanos reinantes, entre otros), símbolo imagen (bandera, banderín, emblemas o insig-nias diversas en forma de animales u objetos: cruz gamada, la hoz y el martillo), símbolo plástico (el saludo fascista, el puño levantado, etcétera), símbolo musical (himno, frase musi-cal).

Su valor residía sobre todo en su simplicidad (la cruz es el símbolo más simple y susceptible de ser reproducido con mayor facilidad). La V, adoptada como símbolo aliado, fue un éxito perfec-to. Por ser la letra inicial de “Victoria” tenía un valor directo, y a la vez podía representarse con un símbolo gráfico extremadamente simple y cómodo para reproducir en las paredes, con un símbolo plástico (los dos dedos o los brazos levantados) o bien con uno sonoro (los … ––, tras-cripción de la V en alfabeto morse, que anunciaban las emisoras de la BBC para los territorios ocupados), y por este camino la V adquiría, por fin, un valor poético, ya que se confundía con el tema inicial de la Quinta Sinfonía de Beethoven, que evoca los golpes que el Destino da en la puerta. (Domenach, 1986: 53-54).

Es importante recordar el valor que representa el método de concentración, que Dome-nach define como la “capacidad de concentrar una sola persona las esperanzas del campo al cual se pertenece o el odio que se siente por el campo adverso es, evidentemente, la for-ma de simplificación más elemental y más benéfica” (Domenach, 1986: 54). Una de las le-yes sobre las que se basa la eficacia de la propaganda es la decisión estratégica de no asig-narse más que un objetivo principal por vez. Además, la individualización del adversario ofrece muchas ventajas al propagandista. Como señala Domenach:

Los hombres prefieren enfrentar a personas visibles más bien que a fuerzas oscuras. Cuando se los convence de que su verdadero enemigo no es tal partido o tal nación, sino el jefe de ese partido o de esa nación, se matan dos pájaros de un tiro: por una parte, se tranquiliza a los pro-pios partidarios, seguros de tener enfrente no una masa resuelta como ellos, sino una multitud engañada conducida por un mal pastor que la abandonará cuando se abran sus ojos; por otra parte se puede esperar que se divida el campo contrario y se desprendan algunos elementos. Por lo tanto, se atacará siempre a individuos o pequeñas fracciones, nunca a masas sociales o nacionales en conjunto. (Domenach, 1986: 55).

3.2.2. Regla de exageración y desfiguración

La estrategia consistente en exagerar las informaciones que convienen al propagandista, o bien de tergiversar o sacar de contexto los dichos y las acciones del adversario constitu-yen procedimientos básicos del armado de toda campaña propagandística. Veámoslo con las expresiones de Domenach:

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La exageración de las noticias es un procedimiento periodístico utilizado por la prensa partidis-ta, que hace resaltar todas las informaciones que le son favorables: así se trate de una frase aventurada por un político, como del paso de un avión o un navío desconocidos, transformados en pruebas amenazantes. Otro procedimiento frecuente es el uso hábil de citas desvinculadas de su contexto. (Domenach, 1986: 57-58).

Sin embargo, conviene analizar una apreciación ética respecto del uso de esta regla: de-be tenerse siempre presente que constituye uno de los recursos de manipulación más repe-tido, aunque no por eso menos eficaz. El problema es que se basa en el uso conciente de información falsa, o de “verdades a media”. Una estrategia óptima de la propaganda requie-re de expresiones que puedan ser comprendidas por la mayoría de sus destinatarios inten-cionados. Para lograr este objetivo, conviene proceder de la manera que sigue:

En primer lugar, deberá presentarse la idea en términos generales y de la manera más contun-dente, tratando de matizar y detallar lo menos posible. No se le creerá a quien comienza por es-tablecer límites a sus propias afirmaciones. Para quien busca el favor de las muchedumbres va-le más no decir “cuando yo esté en el poder los funcionarios ganarán tanto, el salario familiar será aumentado en tanto”, etc., sino más bien “Todo el mundo será feliz”. (Domenach, 1986: 59).

3.2.3. Regla de orquestación

Bien sabido es que la primera condición para elaborar una campaña propagandística efi-caz es la repetición incesante de los temas principales.

La repetición pura y simple fatigaría pronto. Se trata, entonces, de insistir con obstinación en el tema central, presentándolo bajo diversos aspectos. La propaganda debe limitarse a una pe-queña cantidad de ideas repetidas siempre. La masa solo recordará las ideas más simples cuando le sean repetidas centenares de veces. Los cambios que se introduzcan nunca deberán afectar el fondo de la enseñanza que uno se proponga divulgar, sino solamente la forma. Es por esto que la voz de orden debe presentarse bajo diferentes aspectos, pero figurar siempre condensada en una fórmula invariable como conclusión (como sostenía Hitler en Mein Kampf), no es una invención, sino la sistematización, procedimiento ya conocido por el viejo Catón, quien terminaba todas sus arengas con “delenda Cartago”, y que usaba también Clemenceau cuando introducía en todos sus discursos la famosa fórmula “Hago la guerra”. La persistencia del tema, junto con la variedad de su presentación, es la cualidad rectora de toda campaña de propaganda. (Domenach, 1986: 59-60).

La orquestación de un tema dado consiste en su repetición por todos los órganos de pro-paganda, en forma adaptada a los diversos públicos. Debe destacarse que gran parte del éxito de una campaña obedecerá al hallazgo de un gran número de modalidades para pre-sentar mensajes que conserven la esencia sobre la que se quiere insistir, que muestren siempre un gran matiz diferente.

Una gran campaña de propaganda triunfa cuando logra expandirse en ecos infinitos, cuando consigue que en todas partes se discuta un mismo tema de las más diversas maneras, y cuan-do establece entre los que la han iniciado y aquellos en quienes ha repercutido un verdadero fe-nómeno de resonancia cuyo ritmo puede ser mantenido y amplificado. Es evidente, por otra parte, que para obtener esta resonancia el objetivo de la campaña ha de corresponder a un de-seo más o menos conciente en el espíritu de las grandes masas. Conducir y desarrollar una campaña de propaganda exige que se siga de cerca la progresión, que se la sepa alimentar continuamente con informaciones y slogans nuevos, y que se la reanude en el momento opor-tuno bajo una forma diferente y tan original como sea posible (reuniones, votos, obtención de firmas, manifestaciones de masa). Una campaña tiene su duración y su ritmo propios; debe “prenderse”, al principio, de un acontecimiento especialmente importante, desarrollarse en for-ma tan progresiva como sea posible y terminar en apoteosis, generalmente con una manifesta-ción masiva. Son verdaderos fuegos de artificio, donde los cohetes se suceden, cada vez más cargados, hasta caldear el entusiasmo y llegar a una cima que habrá de alcanzarse con el lan-zamiento del último. La rapidez es en todos los casos el factor primordial de una campaña de propaganda. Es preciso encontrar revelaciones y nuevos argumentos continuamente, a un ritmo tal que, cuando el adversario responda, la atención del público se desplace ya hacia ora parte.

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Sus respuestas sucesivas no lograrán superar la marea creciente de las acusaciones, y su úni-co recurso será arrebatar la iniciativa, si es que puede hacerlo, y atacar aun con más rapidez. (Domenach, 1986: 61-62).

Como parte de la regla de orquestación se analiza la técnica de globo de ensayo, que Domenach define como:

En todos los países, a ciertos diarios y algunos comentaristas radiales, se les encarga el lanza-miento de “globos de ensayo”. La manera de reaccionar de la opinión nacional e internacional es una preciosa indicación para orientar la política. El “globo de ensayo” se emplea, sobre todo, en la propaganda de guerra o para preparar un cambio de política exterior. Son éstas, a veces, “misiones sacrificadas”. Si la reacción de la opinión pública es desfavorable, o si las circunstan-cias cambian súbitamente, el diario o el informador encargado de lanzar el globo de ensayo es desautorizado y acusado de falta de seriedad, o aun de “provocador” al servicio del adversario. (Domenach, 1986: 64).

Otra técnica fundamental para entender la operatoria de la propaganda es la conocida con el nombre de técnica de la diversión, o bien ofensivas de diversión que consiste básica-mente en distraer la atención o desviarla hacia otros temas.

3.2.4. Regla de transfusión

Existe una estrecha relación entre la propaganda y la base de mitos, prejuicios y actitu-des. Domenach planteó esta interrelación de una manera magistral, como podrá observarse en el fragmento que reproducimos a continuación.

Los verdaderos propagandistas no creyeron nunca que se pudiera hacer propaganda partiendo de cero e imponer a las masas cualquier idea en cualquier momento. La propaganda opera siempre sobre un sustrato preexistente, se trate de una mitología nacional (la Revolución Fran-cesa, los mitos germánicos), o de un simple complejo de odios y de prejuicios tradicionales. Es un principio conocido por todo orados público el de no contradecir frontalmente a una muche-dumbre, comenzando por declararse de acuerdo con ella, por colocarse en su corriente, antes de doblegarla. El gran publicista norteamericano Lippmann escribió en Public opinion: “El jefe político apela en primer lugar al sentimiento preponderante de la muchedumbre (…)”. Lo que importa es aproximar, por medio de “la palabra y de asociaciones sentimentales”, el programa propuesto a la actitud primitiva manifestada “en la muchedumbre”. Este método lo encontrare-mos fácilmente en los grandes oradores de la Antigüedad: Demóstenes y Cicerón. Los moder-nos especialistas de la propaganda no han hecho más que extenderlo en forma sistemática a las grandes masas, lo cual ya había sido perfeccionado por la publicidad. El señalamiento y la explotación de los gustos del público, aun en lo que a veces tienen de más turbio y absurdo, con el objeto de ajustar a ellos la publicidad y la presentación de un producto, constituyen la más grande preocupación de los técnicos de la publicidad. Lo esencial es comenzar por dar la razón a la clientela (…) Existen en la psiquis de los pueblos sentimientos concientes o incons-cientes que la propaganda capta y explota. (Domenach, 1986: 67-68).

Sin embargo, Domenach se encarga de aclarar que la propaganda no constituye un ins-trumento todopoderoso, como puede observarse en el siguiente fragmento:

Sería erróneo ver en la propaganda un instrumento todopoderoso que oriente las masas en cualquier dirección. Aun el “atiborramiento de los cráneos” se hace en un sentido bien determi-nado. Esto lo saben bien los periodistas que no ofrecen a sus lectores más que informaciones escogidas y digeridas a fin de tranquilizarlos y afirmarlos en sus convicciones. Todo el arte de “los diarios de opinión” consiste en sugerir al lector, mediante la selección y la presentación de las noticias, argumentos que sirvan como respaldo a su propio partidismo, y en saber inspirar ese sentimiento reconfortante que se expresa con frases como: “Estaba seguro”, “Ya lo había dicho yo”, “Lo hubiera apostado”. Huelga decir que el resentimiento y la amenaza deben des-cartarse en el lenguaje de la propaganda, cuando se quiere convencer y atraer. “Franceses, te-néis mala memoria”, es una frase que ha dejado un mal recuerdo, y el slogan usado cuando el empréstito de octubre de 1944, “Hay medidas más radicales que el empréstito”, fue una propa-ganda muy mala. (Domenach, 1986: 68-69).

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3.2.5. Regla de la unanimidad y del contagio

Los estudios sociológicos han clarificado la influencia que ejerce el grupo en la forma-ción, la consolidación y hasta en la modificación de las opiniones de los individuos miembros del grupo, como ya hemos estudiado. También surge esta fuerte influencia cuando se anali-zan los fenómenos de conformismo social. Como señala Domenach en el texto que inclui-mos a continuación, la psicología social y los estudios de la opinión pública han venido a confirmar estas tendencias:

Es sabido por todos aquellos que practican los “sondeos de opinión”, que un individuo puede te-ner sobre un mismo asunto dos opiniones muy distintas, y a veces contradictorias, según opine en tanto que miembro de un grupo social (Iglesia, partido, etc.), o bien a título personal. Está claro que dos opiniones contrarias subsisten en el espíritu del sujeto sólo por la presión de los diversos grupos sociales a los que pertenece. La mayoría de los hombres desean, ante todo, armonizar con sus semejantes. Rara vez osarán perturbar la armonía que reina en torno de ellos expresando una idea contraria a la de la generalidad; de lo que se refiere que una gran cantidad de opiniones públicas son, en realidad, una adicción de conformismos, mantenidos porque el sujeto cree que su opinión es también unánimemente sostenida por quienes lo ro-dean. La tarea de la propaganda será entonces la de reforzar esa unanimidad, y aun la de crearla artificialmente. Gallup cuenta una leyenda e ilustra bien esa habilidad elemental. Es la historia de tres sastres de Londres que dirigieron una petición al Rey, firmándola: “Nosotros, el pueblo inglés”. Todas las proclamaciones, todos los manifiestos comienzan así, con una forma-ción de unanimidad: “Las mujeres de Francia exigen…”, “el pueblo de París reunido en…”. Es divertido ver, algunas veces, dos partidos políticos de tendencias opuestas reunir, con pocos días de intervalo y en la misma sala, al “pueblo parisiense”, o dirigirse igualmente al gobierno en nombre del “unánime sentimiento popular”. Esa misma preocupación lleva a los partidos a inflar la cantidad de sus manifestantes en proporciones increíbles, y a veces absurdas. Se trata siempre de crear ese sentimiento lleno de exaltación y de miedo difuso, que lleva al individuo a adoptar las mismas concepciones políticas que parecen compartir la casi totalidad de las perso-nas que lo rodean, sobre todo si de esas concepciones se hace una ostentación no desprovista de amenaza. Crear la impresión de unanimidad y utilizarla como un medio de entusiasmo y te-rror al mismo tiempo es el mecanismo básico de las propaganda totalitarias, como ya hemos podido entreverlo cuando examinamos el manejo de los símbolos y la ley del enemigo único. (Domenach, 1986: 70-71).

La propaganda dispone de toda clase de recursos para crear ilusión de unanimidad. Utili-zación de líderes científicos, artísticos, deportivos que desempeñan el papel de “personali-dades-piloto” (el público que los admira puede dejarse influir por las predisposiciones políti-cas de estos líderes), y el uso de manifestaciones de masas, como mítines, desfiles, multitu-dinarias reuniones en plazas y estadios deportivos. Los elementos simbólicos utilizados en esas manifestaciones han sido analizados exhaustivamente por el autor.

Las banderas, estandartes y ornamentos crean un decorado imponente, con tanto más poder de exaltación cuanto que el color que domina es por lo general el rojo, cuyo efecto fisiológico ha sido muchas veces subrayado. Los emblemas e insignias que se reproducen en los muros, en los banderines, y que se encuentran también en los brazaletes y en las solapas de los adeptos producen un doble efecto: fisiológico inmediato de fascinación el primero, y casi religioso el otro; porque estos símbolos contienen una significación profunda, como si poseyeran el poder reunir de por sí tan grandes masas en torno de ellos en una suerte de culto ritual. Las inscrip-ciones y divisas que condensan los temas del partido en slogans que se repiten en los discur-sos y en los gritos de los asistentes. Los uniformes de los militantes completan la decoración, y sobre todo, crean una atmósfera de heroísmo. La música contribuye grandemente a ahogar al individuo en la masa y a crear una conciencia común (…). Todo el mundo oyó hablar del desen-cadenamiento casi automático del delirio místico, por la propagación de una melopea obsesio-nante de cantos y de tamboriles, en ciertas sectas religiosas primitivas. Es difícil sustraerse al imperio de algunas frases musicales, hasta para los individuos más evolucionados. Esta emo-ción, esta comunión culmina con el himno, canto simbólico del partido o de la nación, del cual cada nota se oye directamente con el pecho, y es repetida en coro por los asistentes, con una religiosa gravedad. El canto colectivo es el medio más seguro de fundir una muchedumbre en un solo bloque, y de inspirarle el sentimiento de que constituye un solo ser. Bandas, himnos, gritos escandidos, todos estos “tóxicos sonoros” son los ingredientes esenciales del delirio de la

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multitud. Y si es de noche, proyectores y antorchas aumentan la fascinación y contribuyen a crear una atmósfera religiosa en la que flotan los mitos. (Domenach, 1986: 74-75).

Finalmente, respecto de la importante función que desempeña la inducción de sentimien-tos de unanimidad en los públicos a los que va dirigida una campaña propagandística, Do-menach detalla:

La unanimidad es, al mismo tiempo, una demostración de fuerza. Uno de los fines esenciales de la propaganda es manifestar la omnipresencia de los adeptos y su superioridad frente al ad-versario. Los símbolos, las insignias, las banderas, los uniformes, los cantos, forman un clima de fuerza indispensable para la propaganda. Se trata de mostrar que “uno está allí” y que “se es el más fuerte”. (Domenach, 1986: 80).

3.3. Aplicaciones actuales de las reglas y técnicas

A tal punto se han arraigado estas técnicas al mundo de la propaganda en sus diferentes tipos que ya forman parte, aunque en algunos casos con otras denominaciones, de la orien-tación pública (especialmente el periodismo) y el conocimiento de mucha gente.

No es fortuito que estemos acostumbrados a escuchar declaraciones como: “Ese señor miente”, “¿Por qué no hablan también de las cuestiones que aun no

han podido solucionar?” (omisión, una de las operaciones de la mentira), “La culpa de todo la tiene ‘zutano’” (recurso –o bien necesidad natural– de apela-

ción a la figura de un enemigo personalizado, que generalmente es la máxima au-toridad),

“Este grave problema solo puede solucionarlo el presidente” (o “el presidente” o “nuestro presidente” como claras –y subyugantes– referencias a quien tiene la au-toridad),

“¡Justicia, justicia, justicia!” (deseo imperioso de repetir a modo de consigna el obje-tivo anhelado), o

“La manzana suma las propiedades de cada una de las demás frutas. Búsquela en la ‘manzanería’ de su barrio” (sustitución de nombres, agregado o resta de termino-logías favorables o desfavorables con connotaciones decisivas; otro ejemplo: reem-plazar “banqueros” por “patria financiera”).

Nos enfrentamos, así, con una serie de tácticas centenarias de persuasión utilizadas por los propagandistas, que la opinión pública y sus agentes de orientación y manipulación han ido aprendiendo a detectar gradualmente por experiencia.

En su clásico trabajo sobre el tema, Brown, interpreta que las técnicas siguen la línea de canales bien establecidos y comunes a la mentalidad humana media, y lo explica argumen-tando que la mayoría de la gente quiere sentir que las cosas son simples y no complejas, que se confirmen sus prejuicios, que “pertenece”, con la implicación de que los demás no, y que necesita encontrar a un enemigo al que culpar por sus frustraciones. De tal modo, el propagandista puede sugerir –o sugestionar, vale recordarlo– con éxito una idea nueva o un cambio de conducta, si considera adecuadamente las actitudes previas, el nivel intelectual y el contexto socio-cultural de su auditorio.

Como ya explicamos, modificar de raíz conductas o hábitos que se consideran inconve-nientes para mejorar las relaciones sociales, tales como consumir psicofármacos o alcohol en exceso, y otras desviaciones similares, no debe ser un objetivo buscado en el corto pla-zo, y a través de consignas racionales. Pero esta advertencia puede confundirnos y llevar-nos, en el otro extremo, a apostar todos nuestros recursos en un juego de sugestiones. En general, se tiende a considerar efectivos los logros de una profunda acción psicológica, cuando en realidad no son más que ilusorios, puesto que su permanencia es exactamente igual a la del imperio de la estrategia de sugestión. Cuando este finaliza, los individuos vuel-ven de su sopor, y la opinión o conducta transformada, a su estado precedente.

Es común que los tratados de psicología social aplicada al estudio de la opinión pública partan de una afirmación comprobada y comprobable: la personalidad de todos los indivi-duos responde a cualquier estímulo por medio de tres niveles; primero, desde el núcleo de

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su personalidad, lugar donde se asientan las creencias y otros rasgos particulares; luego, desde el nivel de las actitudes, donde habitan las acciones en potencia; por último, desde el nivel de la opinión manifiesta, equivalente a la exteriorización de las actitudes.

El enfoque general de esta disciplina advierte indirectamente sobre lo imperioso de con-centrar un emprendimiento de persuasión sobre la totalidad del universo psíquico de las per-sonas. Y, justamente aquellas involucradas en las situaciones de alto riesgo social que men-cionábamos líneas atrás, no harán más que mofarse de un consejo que apele sólo a la ra-zón (“Sida. La ignorancia contagia”, “Para tener una ciudad limpia, lo primero que hay que hacer es no ensuciarla”).

Con velocidad corrió en nuestro país una famosa réplica al lema “No te drogues, la droga mata lentamente”: “¿Y qué? Yo no tengo ningún apuro en morirme”. El lema impreso en una pequeña calcomanía para automóviles era puesto a la sombra de una gigantesca ironía. Los factores que condicionan las actitudes o conductas-respuestas sociales suelen ser ejemplos periodísticos y publicitarios de cómo influir en la opinión pública, utilizando técnicas persua-sivas en campañas de propaganda.

Conviene aclarar la distinción dada entre persuasión e influencia: estriba en que “la pri-mera implica un grado mayor de intencionalidad que la segunda. Es decir, podemos influir en una persona aunque no sea esa nuestra intención. Pero nunca se producirá un intento de persuadir a alguien que no sea intencionado.” (Coll, Pozo, Sarabia y Valls, 1992: 171).

Para el análisis o implementación de tácticas de propaganda, e inclusive de aquellas presentadas con forma de relato periodístico (por ejemplo, selección de títulos con determi-nada tendencia, o posición frente a un hecho manifestada a través de editoriales o caricatu-ras plenas de ironías), se requiere en principio de un análisis particular, con carácter preven-tivo, del segmento social que se ha elegido como objeto de afectación.

Para ello, y en líneas generales, debe contarse con las características elementales que definen:

la naturaleza humana ¿qué aspectos favorables o desfavorables posee el promedio de esos individuos frente a tal o cual situación?,

la cultura, una prolija determinación de las clases sociales a las que nos dirigimos, el porcentaje de cada sexo, el factor situacional o de crisis, la experiencia indica que ciertas conductas exteriori-

zadas pueden generar una crisis social, y por esto deben ser neutralizadas psicológi-camente,

grupos de pertenencia, los valores de ese grupo y las pautas de conducta resultantes de esos valores,

los líderes, que actúan como eje de la orientación de las decisiones.Las consideraciones tenidas durante el estudio del nuevo contexto de la educación tam-

bién han contemplado algunas de las variables citadas y, particularmente, la importancia del profesor-líder.

3.4. La persuasión en el ámbito educativo

Sin embargo, no pocas disquisiciones realizadas durante las últimas décadas ofrecen motivos para entender que el sujeto y la categorización del liderazgo pudieron haber cam-biado, y también la clave para el mejoramiento del proceso educativo, para muchos, para-digma del proceso de la comunicación.

En representación de estas presuntas nuevas consideraciones para optimizar el rol del docente en las estrategias de persuasión dentro del aula, elegimos dos autores, Marshall McLuhan y Gilles Lipovetsky. Ambos reflejan el pensamiento de su época: McLuhan revolu-cionó en la década de 1960 el diagnóstico de la relación entre los instrumentos para comuni-car y las personas, a partir del vertiginoso avance de la técnica. Veinte años después, Lipo-vetsky desarrolló su idea sobre las características de las relaciones sociales hacia fin de si-glo (resistentes del pasado, más abocadas al hoy que, en sí mismo, también es efímero), quizás una síntesis transformadora de lo discutido hasta entonces. Para McLuhan:

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El aprendizaje, el proceso educacional, durante mucho tiempos relacionó exclusivamente con lo adusto. Hablamos del estudiante “serio”. Nuestro tiempo presenta una oportunidad única para aprender mediante el humor: un chiste penetrante e incisivo puede tener más significación que las banalidades encuadernadas entre dos tapas de libro. Hay un mundo de diferencia entre el aula y el ambiente de información eléctrica integrada del hogar moderno. Al niño televidente de hoy se lo afina con el diapasón de las noticias “adultas” al minuto, y queda perplejo cuando in-gresa al ambiente del siglo XIX que caracteriza todavía al sistema educacional, con información escasa pero ordenada por patrones, temas, y programas fragmentados y clasificados. (…) El ni-ño de hoy está creciendo absurdo, porque vive en dos mundos y ninguno de ellos lo impulsa a crecer. Crecer; esta es nuestra nueva tarea, y ella es TOTAL. La mera instrucción no basta. (McLuhan y Fiore, 1995: 10 y 18).

Por su parte, Lipovetsky también analiza el problema de la traslación del eje persuasivo, ubicado tradicionalmente en la tarea presencial, argumentando que:

La socialización de los individuos en virtud de la tradición, de la religión, de la moral, va cedien-do terreno a la acción de la información mediática y de las imágenes. Nos hemos apartado defi-nitivamente de eso que Nietzsche llamaba “la moralidad de las costumbres”: la domesticación cruel y tiránica del hombre por el hombre, en rigor desde la noche de los tiempos, así como la instrucción disciplinaria, han sido reemplazadas por un tipo de socialización totalmente inédito, SOFT, plural, no coercitivo, y que funciona a través de la elección, la actualidad, el placer de las imágenes. (Por otra parte) existe la voluntad de restaurar la autoridad del profesor y del saber sin que ello socave la importancia de las relaciones y la consideración de las motivaciones sub-jetivas en el orden pedagógico. (Lipovetsky, 1994: 257 y 283).

El estudio de los procesos de influencia en el aula como parte del contexto de la última reforma de la educación, define al comunicador como la persona que ejerce un proceso de influencia social, “persona significativa” respecto del individuo objeto de influencia. En el ám-bito escolar este papel lo desempeñan el profesor y los alumnos de la escuela.

En lo conceptual y en la pragmática, la figura del líder ha sido siempre asociada a los procesos de influencia social. La línea de investigación sobre los efectos de los media en-tiende por líder a la persona destacada en un ámbito específico (periodistas o especialistas líderes de opinión en, por ejemplo, economía), y que por el alto valor retórico de su discurso y un mejor acceso a la información de su competencia, sirve de intermediario entre los acon-tecimientos de la realidad y el público receptor, formando, orientando o modificando la opi-nión pública sobre aquellos6.

Si la publicidad y el periodismo son ejemplos de factores útiles para implementar técni-cas de persuasión, es probable que resulte adecuado involucrar esas importantes profesio-nes o acciones derivadas de la comunicación social, en el terreno de la propaganda. Para ello podemos parafrasear la definición clásica de Domenach y redenominar propaganda co-mo una parte de la política (o bien de la economía, de la salud, del deporte u otros ámbitos de la vida institucional) en donde la persuasión muestra, como en la publicidad y el periodis-mo, toda la fuerza de su naturaleza, por lo corriente a través de acciones psicológicas. Ade-más de persuasiva, una estrategia de propaganda tiende a ser sugestiva en menor grado, y compulsiva en sistemas totalitarios o en situaciones de altísimo riesgo (por caso, intentos de atenuar un creciente índice de suicidios).

Ahora, en cuanto a la usualidad de implementar acciones de sugestión psicológica, pre-tendemos dejar definitivamente establecido que un emprendimiento de persuasión calificado tiene la obligación de ubicar el justo medio entre la apelación irracional, no controlable por el público, y las consignas dirigidas sólo al pensamiento conciente, que no bastan para provo-car un impacto sobre las actitudes. Asegurados de todo lo recomendado hasta aquí y dis-puestos a emprender una estrategia, corresponde formularnos tres preguntas que nos apro-ximan a un método viable y efectivo.

6 Conviene ampliar este punto con una revisión de los conceptos centrales de la teoría del líder de opinión. Los primeros es-tudios empíricos experimentales que Paul Félix Lazarsfeld encabezó en los Estados Unidos, en la década de 1940, determi -nan los cinco factores que condicionan los efectos de los media: exposición selectiva; retención selectiva; interpretación se-lectiva; grupos de pertenencia y referencia y normas de los grupos; líderes de opinión.

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¿Cuáles son las conductas que se pretenden suprimir, cuáles reemplazar y cuáles crear, y cuáles son las tácticas más adecuadas para lograrlo?

¿A qué experiencias cognoscitivas y características psicológicas de la población se recurrirá para lograr los cambios deseados en las actitudes y las conductas?

¿Cuáles son las instituciones y las personalidades aliadas, enemigas o adversarias7

que deberían intermediar o a las que habría que apelar (en una clara alusión a los lí-deres de opinión)?

La actualidad nos permite identificar las posibilidades de transformación de la opinión pú-blica enunciadas, en plena acción. Inclusive las más agresivas (“No le robe al Estado: factu-re sus ventas”), con todos los inconvenientes que esta clase de apelaciones acarrean, y que ya hemos observado en varias oportunidades.

La propaganda, la publicidad (en su doble función de reemplazo o insumo de la primera), el periodismo a través de todos sus géneros y modelos y muchas otras áreas de la actividad humana han sido y son utilizadas para convencer o persuadir, sugerir o compulsar al gran público o a un sector particular de la sociedad. A través de medios masivos, colectivos o in-terpersonales de difusión, las técnicas para persuadir actualizan, reemplazan o transforman actitudes y conductas, en beneficio de la voluntad de un sujeto, factor de poder o grupo de presión.

3.5. Insumos publicitarios

La evolución de las técnicas y los canales publicitarios han determinado, a partir de la segunda mitad de este siglo, una creciente complejidad y sofisticación de los mensajes y los medios utilizados por la propaganda. Como señala Calcagno, el desarrollo de las técnicas publicitarias, cuyos orígenes datan de fines del siglo pasado, y cuyos aportes a la propagan-da comenzaron a hacerse evidentes a partir de la Primera Guerra Mundial, es uno de los factores que contribuyen en la estructuración de la propaganda contemporánea a partir de los inicios de la década de 1950.

En Estados Unidos se halla en germen las condiciones para la transformación de la Propagan-da moderna en Propaganda contemporánea. Frente a la presencia del mensaje publicitario, el público consumidor –que durante la época bélica se había visto expuesto a un verdadero atosi-gamiento comunicacional deviniente de la acción propagandística– comenzará a presentar una creciente resistencia a los estímulos de persuasión. Ante ello, la Publicidad deberá emplear una sutileza cada vez mayor para lograr efectividad. (Calcagno, 1992: 238-239).

Pero esta frenética e inevitable irrupción de la publicidad en las estrategias de comunica-ción institucional no solamente ha aggiornado la normativa de la propaganda sino que pro-vocó junto con otros motivos ya mencionados en este trabajo, el trasvasamiento de las de-nominaciones ortodoxas.

En la década de 1960, el reemplazo de “publicidad” por “propaganda” es bastante gene-ralizado, inclusive entre los especialistas. Es el momento de la consolidación del marketing como proceso obligado de estudio y motor de las políticas de comunicación empresariales. Y la publicidad es una parte fundamental de ese proceso.

Con las técnicas y las nomenclaturas, cambian algunos enfoques: una nueva idea (o la idea que intenta renovarse, como por ejemplo “Dele el pecho a su hijo”) o el sujeto que mo-viliza esa idea (digamos, un candidato político) pasan a ser “productos”, y la conducta de los individuos empieza a medirse en términos de “conducta de compra”; luego, se acostumbra a referir a la opinión pública con la denominación “mercado” o “consumidores”, y la adopción de una sugerencia o consejo moral, igual que con un servicio de transporte o una gaseosa, equivalen a una “venta”.

Estamos transitando algunos de los fenómenos sobre los que se erige la industria cultu-ral, cuyos más importantes referentes debemos conocer. Pero a esta altura, conviene subra-

7 La práctica particular de la política distingue adversarios de enemigos: mientras los primeros comparten los fines pero no los métodos, y disputan un mismo lugar, los segundos no encuentran ningún tipo de coincidencia.

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yar el nuevo sentido teórico que las técnicas publicitarias otorgan al intercambio de ideas y pautas de comportamiento. Al respecto, escogemos la referencia del especialista mexicano Sánchez Ruiz en un artículo sobre las incidencias de los bloques económicos internaciona-les sobre el intercambio de información:

Cuando hablamos de productos culturales, como programas de televisión, no solamente habla-mos de mercancías a secas, sino también de propuestas de sentido, propuestas culturales, de identidad y alteridad, de orgullo potencial por ser quien se es y como se es colectivamente, de escalas de valores, éticas y estéticas sociales, entre otras cosas. (Sánchez Ruiz, 1993: 37).

Recurriendo otra vez a las nociones básicas de nuestras disquisiciones teóricas, pode-mos adaptarlas a la reformulación de algunos conceptos. Es decir, intentar conocer la parti-cular posición tomada por el mundo del marketing y la publicidad respecto de esas nociones.

En principio, decimos que mediante la acción y el aprendizaje, los seres humanos ad-quieren creencias y actitudes. Estas últimas, al mismo tiempo, influyen en su conducta de compra.

Phillip Kotler, quizás el más importante autor de manuales sobre técnicas de marketing, distingue, en algunas de sus aproximaciones teóricas, creencias de actitudes. De acuerdo con su enfoque, una creencia es un pensamiento descriptivo acerca de algo, basada en co-nocimientos reales, en opiniones o en la fe, y que no necesariamente tienen un elemento emocional. Mientras, una actitud describe las evaluaciones cognoscitivas duraderas de tipo positivo o negativo de una persona, sus sentimientos y las tendencias de acción hacia un objeto o idea.

Nótese que a pesar de haber calificado de “particular” el enfoque que el mundo de la co-mercialización elige para tratar estos temas, el pensamiento de Kotler no se aparta casi de la línea expuesta hasta ahora. No obstante, hay algunas particularidades más concretas que debemos enumerar. Los especialistas en marketing, las consultoras y encuestadoras, las agencias de publicidad y los demás actores responsables de las variaciones en el curso del mercado que han intentado teorizar sobre la normativa de su trabajo, convienen en que las personas forman actitudes hacia casi todo: religión, política, ropa música o alimentos.

Con la difuminación de los límites que dividen propaganda de publicidad, religión o políti-ca y alimentos o ropa aparecen en un mismo nivel de importancia, no hay distinciones entre ninguno de esos y otros ítems como objetos de afectación de las estrategias de marketing.

Desde la conceptualización general, las actitudes crean en el hombre atracciones y aver-siones hacia los múltiples y variados productos y servicios ofrecidos por la industria y el co-mercio, que harán que se acerque o aleje de ellos.

Las campañas publicitarias encargadas a las agencias por los empresarios anunciantes intentan que los productos o servicios encajen en las actitudes de la gente, en lugar de bus-car cambiarlas. En rigor, el trabajo sobre las opiniones –menos costoso, puesto que es posi-ble con estrategias de corto plazo (por cierto, más acorde con el ritmo de la cultura-minuto)– busca, por la naturaleza misma de su objeto, una decisión perentoria, “de momento”, por parte del mercado.

A continuación transcribimos un modelo aggiornado de la formación de opiniones y acti-tudes humanas vista desde el enfoque de la publicidad, en el marco de las condiciones de premura y contingencia que definen la sociedad actual:

Lo que distingue a la publicidad es que no pretende reformar al hombre y las costumbres, y to-ma realmente al hombre tal cual es, procurando estimular solamente la sed de consumo que ya existe. La publicidad se contenta con explicar la aspiración común al bienestar y a la novedad. Ninguna utopía, ningún proyecto de transformación del espíritu: el hombre es considerado en el presente, sin visión del porvenir… Se trata de difundir normas e ideales en realidad aceptados por todos, pero poco o insuficientemente practicados. ¿Quién no está de acuerdo con que el al-cohol causa estragos? ¿Quién no ama a los bebés? ¿Quién no se indigna por el hambre en el mundo? ¿Quién no se conmueve ante el abandono de los ancianos? La publicidad no toma a su cargo la redefinición completa del género humano, explota lo que se halla en germen hacién-dolo más atractivo para más individuos… ¿Qué no se habrá dicho sobre el poder diabólico de la publicidad? No obstante, bien mirado, ¿hay un poder cuyo impacto sea tan moderado? Pues, ¿sobre qué se ejerce? A lo sumo, y eso ni mecánica ni sistemáticamente, consigue hacer com-

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prar tal marca algo más que tal otra… Es poco. Vital para el crecimiento de las empresas, pero insignificante para las vidas y las opciones profundas de los individuos. (Lipovetsky, 1994: 219).

En consecuencia, las opiniones –variables, volátiles–, más o menos determinadas por las actitudes, serán el lugar elegido por un argumento de venta. Aunque siempre hay excep-ciones en las que el gran costo y el tiempo que supone la tentativa de apelar a un cambio de actitud puede compensarse con los resultados.

Nunca ha sido fácil para la publicidad lograr que un producto, similar en su esencia y fun-ción a otros tantos, pudiera instalar su nombre de marca en la mente de los consumidores. Pero es sin duda el diseño de una “imagen de marca”, utilizado en la década de 1950 por el muy reconocido David Ogilvy, la técnica que con mayor efectividad ha logrado hasta hoy dis-tinguir un producto de otro para mejorar su posicionamiento en el mercado.

Dentro de una descripción de teorías y modelos publicitarios, el especialista Pedro Billo-rou define el concepto de imagen como “el conjunto de creencias y asociaciones que po-seen los públicos que reciben comunicaciones directas o indirectas de personas, productos, servicios, marcas, empresas o instituciones”, y señala que “la imagen configurada es siem-pre un hecho emocional” (Billorou, 1983: 211-212). La “imagen” equivale a las historias, las fantasías, los valores u otros rasgos culturales atribuidos al producto o servicio, y que se proyectan sobre a experiencia intelectual y emocional de quienes lo consumen. El recurso permite que hasta una paradoja resulte viable: el cigarrillo, pernicioso para la salud, puede tener, como en el caso de Marlboro, un lazo de pertenencia al individuo con el oxigenante mundo del deporte.

Hay otra lectura posible de las condiciones de éxito de un mensaje publicitario. Nos refe-rimos a los basamentos teóricos del mensaje como estímulo que debe provocar las necesi-dades potencialmente instaladas en el público. En otras palabras, el medio de comunicación no como generador de preferencias, intereses, deseos o necesidades, sino como un factor desencadenante de las mismas, capaz de ofrecer canales de satisfacción.

En este orden, y dentro de la línea evolutiva de las técnicas publicitarias, los franceses Ernest Dichter y Pierre Martineau establecen los postulados centrales de una nueva corrien-te publicitaria, factor clave para la consolidación del fenómeno “marketing”: el motivacionis-mo. Basada en el psicoanálisis freudiano, la investigación motivacional propone justamente un método de indagación cualitativa apto para descubrir, en los rasgos de personalidad, pre-ferencias y deseos del mercado hacia determinados objetos y personas.

David Victoroff, especialista francés ocupado en el estudio psicosociológico de la publici-dad, en un consistente trabajo fundado en descripciones de teorías y técnicas publicitarias y bases metodológicas para analizar anuncios, reseña algunos conceptos de la escuela moti-vacional desde los aportes de Martineau y Dichter. Reproducimos a continuación fragmentos de la obra de Victoroff, La publicidad y la imagen (1983:43-45).

En La motivación en publicidad, (1977), Martineau dice que “la imagen es algo más y al-go distinto comparada con un mero ‘pesca-miradas’. No se limita a captar la atención, sino que también pretende significar. Es un ‘símbolo’. La comunicación de la significación funcio-na simultáneamente a varios niveles. La publicidad combina a la vez el pensamiento lógico y el pensamiento afectivo y estético.” Según Victoroff, “esta última cita refleja muy fielmente la idea que tienen los motivacionistas acerca del papel respectivo que texto e imagen desem-peñan en un anuncio bien planteado: el primero debe dirigirse a las aspiraciones concientes, a las necesidades confesadas del público; la segunda debe apelar a sus sentimientos recón-ditos, a sus deseos prohibidos”.

Ernest Dichter, autor de La estrategia del deseo (1963) distingue tres clases de símbolos visuales: Los símbolos intencionales: estos símbolos se limitan a describir el objeto; por ejemplo, un ala representa el vuelo de los pájaros, de los aviones, etcétera. Los símbolos in-terpretativos: despiertan sentimientos, suscitan emociones; el rojo y el negro, por ejemplo, dispersos sin orden han de provocar ansiedad. Los símbolos connotativos: se sitúan a un ni-vel aun más hondo… subconsciente.

Es Dichter quien subraya el factor emocional en las ventas (no olvidemos que en nuestro tiempo, en la comunicación institucional al igual que en la comercial, todos son productos, todas son ventas). Sostiene, a través de una serie de artículos publicados en 1956 en los

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Estados Unidos, reproducidos y citados por varias revistas y libros especializados, que la publicidad no sólo debe ser atractiva (una recomendación eminentemente clásica8) sino des-pertar nuestros sentimientos “en los profundos escondrijos del alma”.

De acuerdo con Dichter, uno de los ideólogos de las técnicas de investigación de merca-do, los avisos deben vender seguridad emotiva para no fracasar, descubrir el anzuelo psico-lógico necesario.

En relación con las campañas electorales contemporáneas, que se diferencian de las modalidades de la primera mitad de siglo a través de la plena adopción del medio televisivo y las nuevas técnicas publicitarias, y cuyos modelos ejemplares descubrimos en los Estados Unidos, a partir de la contienda política de 1952, Dichter insiste en que el punto vital equiva-le al impacto emotivo que ejercen los candidatos sobre la percepción pública cuando rivali-zan.

Nos ocupamos de las motivaciones de los consumidores, ya se tratara de compradores de au-tomóviles o de consumidores de ideas o servicios, como conceptos políticos o contribuciones caritativas. (Calcagno, 1992: 255).

Cuando en la década de 1960 una de las personalidades más trascendentales de la his-toria de la publicidad, William Bernbach, presentó su campaña para Volkswagen, todos cre-yeron que el estilo de la comunicación empresarial recibía por fin una dosis de sensatez. Ba-sada en el humor y la pseudohonestidad, la denominada “corriente creativa”, liderada por Bernbach, logró con eslóganes como “El auto negro, chiquito y feo” otorgarle un poco más de realismo a los argumentos de venta, hacerlos más falibles, como los humanos.

En un reportaje realizado por el periodista Alberto Borrini, Bernbach comentaba: “Los pu-blicitarios deben tener en cuanta dos cosas: lo que se quiere decir y cómo decirlo: Lo que se quiere decir se aprende viviendo, alternando con la gente, siendo sensible a sus gustos; en el segundo tramo, cómo decirlo, lo importante es tener frescura y originalidad” (Borrini, 1976). Como es de suponer, la enseñanza rápidamente prendió en la ingeniería electoral de las campañas de los Estados Unidos: la construcción de la imagen del Nixon, en 1968, alre-dedor de la idea de “hombre experimentado” intentó neutralizar cualquier viso de jovialidad artificiosa sobre la apariencia de su persona.

Con alguna demora, la Argentina bebió de la fuente “bernbachiana” en la reapertura a la democracia, en 1983. Más precisamente, en la campaña de la Unión Cívica Radical, enca-bezada por Raúl Alfonsín. El equipo gestor de la estrategia pre-electoral, comandado por el publicitario David Ratto, produjo una serie de piezas de propaganda (publicidad política, cla-ro) que marcaron el primer antecedente en la Argentina de la “humanización” de los candi-datos. Es decir, el inicio de un estilo caracterizado por el mismo propósito: “Nosotros, los po-líticos, somos y sentimos igual que la gente”. En aquellas oportunidades, Alfonsín podía en-frentar la cámara con un gesto distendido, y comenzar su alocución diciendo “Yo, señora, que soy como su marido pero un poquito más feo…”.

Sobre el final de la Segunda Guerra Mundial, el planeamiento minucioso de la estrate-gias de propaganda política parecía justificarse gracias al creciente número de pruebas de que los electores difícilmente se comportaban de una manera racional. Se presumía un fuer-te componente ilógico o alógico en las decisiones, ya fuera como individuos o como masa. La aparición de la investigación motivacional consiguió transformar esas presunciones en in-formación ponderable, a través del desarrollo de sistemas de medición cuantitativos y cuali-tativos.

Un balance actualizado del uso de técnicas publicitarias en la formación de opiniones puede concluir en un individuo abierto al debate de los argumentos presentados por la mul-tioferta de imágenes y textos, cuyo objetivo corriente es encontrar indicios de coherencia,

8 Sobre el final de la década de 1920, en la avenida Madison de Nueva York, asiento y usina de la publicidad más importante del mundo, las agencias florecen mediante la guía del modelo AIDA –Atención, Interés, Deseo y Acción de compra–. Billo -rou (1983: 203) explica las cuatro etapas: “Primero, el receptor del mensaje presta atención al aviso, asimilando el mensaje. Luego siente interés, en un principio por el aviso, e inmediata y seguidamente por el producto. En tercer lugar, siente deseo por el producto y finalmente se pone en acción; es decir, se genera en él una acción de compra”. La sospecha que el motiva-cionismo instala sobre AIDA puede representarse con la siguiente pregunta: ¿Cómo llamar la atención de un individuo en el que previamente no existe el deseo o interés por la propuesta?

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transparencia, aptitud, fructuosidad. Se trata sí de una actitud de imperativa hacia esas pro-puestas, aunque en el marco ubicuo de las apelaciones emocionales.

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