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1 FILOSOFÍA - 2º TRABAJO DE LA 2ª EVALUACIÓN La conciencia de la finitud y el sentido de la existencia El material del trabajo (además de las explicaciones de clase, correspondientes a la unidad 7) consta de tres lecturas: - Fernando Savater, “La muerte para empezar”, en Las preguntas de la vida. - Héctor Abad Faciolince, “El olvido”, en El olvido que seremos - Antología de poemas sobre el sentido de la existencia y la muerte. Instrucciones para realizar el trabajo. 1. Explica razonadamente qué actitud ante la muerte y el sentido de la existencia defienden Fernando Savater y Héctor Abad Faciolince: ¿la muerte como algo definitivo o como un tránsito? ¿Una actitud de estoica resignación, trágica, de negación, etc.? ¿Se deduce de sus afirmaciones un sentido de la existencia trascendente o inmanente o acaso una carencia de sentido? Extensión: 50 líneas como máximo. 2. Comentario crítico personal (por tanto, libre) de los dos textos. Extensión libre. 3. Escoge uno o varios poemas de la “Antología” adjunta y coméntalos siguiendo las mismas pautas que en las preguntas anteriores (explicación razonada y comentario personal). Pue- des escoger los poemas según el criterio que desees, tanto si compartes como si rechazas la actitud ante la existencia transmitido por ellos; si los poemas escogidos sostienen posiciones coincidentes o divergentes, etc. Puedes también escoger poemas que no estén incluidos en la antología o incluso letras de canciones, siempre que se ajusten a la temática del trabajo. No exijo elementos propios de un comentario literario (métrica, recursos estilísticos, etc.), pero puedes incluirlos si lo estimas necesario. Extensión libre.

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FILOSOFÍA - 2º TRABAJO DE LA 2ª EVALUACIÓN

La conciencia de la finitud y el sentido de la existencia

El material del trabajo (además de las explicaciones de clase, correspondientes a la unidad 7) consta de tres lecturas:

- Fernando Savater, “La muerte para empezar”, en Las preguntas de la vida. - Héctor Abad Faciolince, “El olvido”, en El olvido que seremos - Antología de poemas sobre el sentido de la existencia y la muerte.

Instrucciones para realizar el trabajo.

1. Explica razonadamente qué actitud ante la muerte y el sentido de la existencia defienden Fernando Savater y Héctor Abad Faciolince: ¿la muerte como algo definitivo o como un tránsito? ¿Una actitud de estoica resignación, trágica, de negación, etc.? ¿Se deduce de sus afirmaciones un sentido de la existencia trascendente o inmanente o acaso una carencia de sentido? Extensión: 50 líneas como máximo.

2. Comentario crítico personal (por tanto, libre) de los dos textos. Extensión libre. 3. Escoge uno o varios poemas de la “Antología” adjunta y coméntalos siguiendo las mismas

pautas que en las preguntas anteriores (explicación razonada y comentario personal). Pue-des escoger los poemas según el criterio que desees, tanto si compartes como si rechazas la actitud ante la existencia transmitido por ellos; si los poemas escogidos sostienen posiciones coincidentes o divergentes, etc. Puedes también escoger poemas que no estén incluidos en la antología o incluso letras de canciones, siempre que se ajusten a la temática del trabajo. No exijo elementos propios de un comentario literario (métrica, recursos estilísticos, etc.), pero puedes incluirlos si lo estimas necesario. Extensión libre.

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FERNANDO SAVATER, LAS PREGUNTAS DE LA VIDA Capítulo Primero: LA MUERTE PARA EMPEZAR

Recuerdo muy bien la primera vez que comprendí de veras que antes o después tenía que morirme. Debía andar por los diez años, nueve quizá, eran casi las once de una noche cualquiera y estaba ya acostado. Mis dos hermanos, que dormían conmigo en el mismo cuarto, roncaban apaciblemente. En la habitación conti-gua mis padres charlaban sin estridencias mientras se desvestían y mi madre había puesto la radio que dejar-ía sonar hasta tarde, para prevenir mis espantos nocturnos. De pronto me senté a oscuras en la cama: ¡yo también iba a morirme!, ¡era lo que me tocaba, lo que irremediablemente me correspondía!, ¡no había esca-patoria! No sólo tendría que soportar la muerte de mis dos abuelas y de mi querido abuelo, así como la de mis padres, sino que yo, yo mismo, no iba a tener más remedio que morirme. ¡Qué cosa tan rara y terrible, tan peligrosa, tan incomprensible, pero sobre todo qué cosa tan irremediablemente personal.

A los diez años cree uno que todas las cosas importantes sólo les pueden pasar a los mayores: repentinamen-te se me reveló la primera gran cosa importante -de hecho, la más importante de todas que sin duda ninguna me iba a pasar a mí. Iba a morirme, naturalmente dentro de muchos, muchísimos años, después de que se hubieran muerto mis seres queridos (todos menos mis hermanos, más pequeños que yo y que por tanto me sobrevivirían), pero de todas formas iba a morirme. Iba a morirme yo, a pesar de ser yo. La muerte ya no era un asunto ajeno, un problema de otros, ni tampoco una ley general que me alcanzaría cuando fuese mayor, es decir: cuando fuese otro. Porque también me di cuenta entonces de que cuando llegase mi muerte seguiría siendo yo, tan yo mismo como ahora que me daba cuenta de ello. Yo había de ser el protagonista de la ver-dadera muerte, la más auténtica e importante, la muerte de la que todas las demás muertes no serían más que ensayos dolorosos. ¡Mi muerte, la de mi yo! ¡No la muerte de los «tú», por queridos que fueran, sino la muerte del único «yo» que conocía personalmente! Claro que sucedería dentro de mucho tiempo pero... ¿no me estaba pasando en cierto sentido ya? ¿No era el darme cuenta de que iba a morirme —yo, yo mismo— también parte de la propia muerte, esa cosa tan importante que, a pesar de ser todavía un niño, me estaba pasando ahora a mí mismo y a nadie más?

Estoy seguro de que fue en ese momento cuando por fin empecé a pensar. Es decir, cuando comprendí la diferencia entre aprender o repetir pensamientos ajenos y tener un pensamiento verdaderamente mío un pensamiento que me comprometiera personalmente, no un pensamiento alquilado o prestado como la bici-cleta que te dejan para dar un paseo. Un pensamiento que se apoderaba de mí mucho más de lo que yo podía apoderarme de él. Un pensamiento del que no podía subirme o bajarme a voluntad, un pensamiento con el que no sabía qué hacer pero que resultaba evidente que me urgía a hacer algo, porque no era posible pasarlo por alto. Aunque todavía conservaba sin crítica las creencias religiosas de mi educación piadosa, no me pa-recieron ni por un momento alivios de la certeza de la muerte. Uno o dos años antes había visto ya mi pri-mer cadáver, por sorpresa (¡y qué sorpresa!): un hermano lego recién fallecido expuesto en el atrio de la igle-sia de los jesuitas de la calle Garibay de San Sebastián, donde mi familia y yo oíamos la misa dominical. Pa-recía una estatua cerúlea, como los Cristos yacentes que había visto en algunos altares, pero con la diferencia de que yo sabía que antes estaba vivo y ahora ya no. «Se ha ido al cielo», me dijo mi madre, algo incómoda por un espectáculo que sin duda me hubiese ahorrado de buena gana. Y yo pensé: «Bueno, estará en el cielo, pero también está aquí, muerto. Lo que desde luego no está es vivo en ninguna parte. A lo mejor estar en el cielo es mejor que estar vivo, pero no es lo mismo. Vivir se vive en este mundo, con un cuerpo que habla y anda, rodeado de gente como uno, no entre los espíritus... por estupendo que sea ser espíritu. Los espíritus también están muertos, también han tenido que padecer la muerte extraña y horrible, aún la padecen». Y así, a partir de la revelación de mi muerte impensable, empecé a pensar.

Quizá parezca extraño que un libro que quiere iniciar en cuestiones filosóficas se abra con un capítulo dedi-cado a la muerte. ¿No desanimará un tema tan lúgubre a los neófitos? ¿No sería mejor comenzar hablando de la libertad o del amor? Pero ya he indicado que me propongo invitar a la filosofía a partir de mi propia

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experiencia intelectual y en mi caso fue la revelación de la muerte —de mi muerte— como certidumbre lo que me hizo ponerme a pensar. Y es que la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador. Por un lado, la conciencia de la muerte nos hace madurar personalmente: todos los niños se creen inmortales (los muy pequeños incluso piensan que son omnipotentes y que el mundo gira a su alrededor; salvo en los países o en las familias atroces donde los niños viven desde muy pronto amenaza-dos por el exterminio y los ojos infantiles sorprenden por su fatiga mortal, por su anormal veteranía...) pero luego crecemos cuando la idea de la muerte crece dentro de nosotros. Por otro lado, la certidumbre personal de la muerte nos humaniza, es decir nos convierte en verdaderos humanos, en «mortales». Entre los griegos «humano» y «mortal» se decía con la misma palabra, como debe ser.

Las plantas y los animales no son mortales porque no saben que van a morir, no saben que tienen que morir: se mueren pero sin conocer nunca su vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte. Las fie-ras presienten el peligro, se entristecen con la enfermedad o la vejez, pero ignoran (¿o parece que ignoran?) su abrazo esencial con la necesidad de la muerte. No es mortal quien muere, sino quien está seguro de que va a morir. Aunque también podríamos decir que, por esa razón, ni las plantas ni los animales están vivos en el mismo sentido en que lo estamos nosotros. Los auténticos vivientes somos sólo los mortales, porque sabe-mos que dejaremos de vivir y que en eso precisamente consiste la vida. Algunos dicen que los dioses inmor-tales existen y otros que no existen, pero nadie dice que estén vivos: sólo a Cristo se le ha llamado «Dios vi-vo» y eso porque cuentan que encarnó, se hizo hombre, vivió como nosotros y como nosotros tuvo que mo-rir.

Por tanto no es un capricho ni un afán de originalidad comenzar la filosofía hablando de la conciencia de la muerte. Tampoco pretendo decir que el tema único, ni siquiera principal de la filosofía, sea la muerte. Al contrario, más bien creo que de lo que trata la filosofía es de la vida, de qué significa vivir y cómo vivir me-jor. Pero resulta que es la muerte prevista la que, al hacernos mortales (es decir, humanos), nos convierte también en vivientes. Uno empieza a pensar la vida cuando se da por muerto. Hablando por boca de Sócra-tes en el diálogo Fedón, PLATÓN dice que filosofar es «prepararse para morir». Pero ¿qué otra cosa puede significar «prepararse para morir» que pensar sobre la vida humana (mortal) que vivimos? Es precisamente la certeza de la muerte la que hace la vida —mi vida, única e irrepetible— algo tan mortalmente importante para mí. Todas las tareas y empeños de nuestra vida son formas de resistencia ante la muerte, que sabemos ineluctable. Es la conciencia de la muerte la que convierte la vida en un asunto muy serio para cada uno, algo que debe pensarse. Algo misterioso y tremendo, una especie de milagro precioso por el que debemos luchar, a favor del cual tenemos que esforzarnos y reflexionar. Si la muerte no existiera habría mucho que ver y mu-cho tiempo para verlo pero muy poco que hacer (casi todo lo hacemos para evitar morir) y nada en que pen-sar.

Desde hace generaciones, los aprendices de filósofos suelen iniciarse en el razonamiento lógico con este silo-gismo:

­ Todos los hombres son mortales; ­ Sócrates es hombre, ­ luego Sócrates es mortal.

No deja de ser interesante que la tarea del filósofo comience recordando el nombre ilustre de un colega con-denado a muerte, en una argumentación por cierto que nos condena también a muerte a todos los demás. Porque está claro que el silogismo es igualmente válido si en lugar de «Sócrates» ponemos tu nombre, lector, el mío o el de cualquiera. Pero su significación va más allá de la mera corrección lógica. Si decimos

­ Todo A es B ­ C es A ­ luego C es B ,

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seguimos razonando formalmente bien y sin embargo las implicaciones materiales del asunto han cambiado considerablemente. A mí no me inquieta ser B si es que soy A, pero no deja de alarmarme que como soy hombre deba ser mortal. En el silogismo citado en primer lugar., además, queda seca pero claramente esta-blecido el paso entre una constatación genérica e impersonal -la de que corresponde a todos los humanos el morir- y el destino individual de alguien (Sócrates, tú, yo...) que resulta ser humano, lo que en principio parece cosa prestigiosa y sin malas consecuencias para luego convertirse en una sentencia fatal. Una senten-cia ya cumplida en el caso de Sócrates, aún pendiente en el nuestro. ¡Menuda diferencia hay entre saber que a todos debe pasarles algo terrible y saber que debe pasarme a mí. El agravamiento de la inquietud entre la afirmación general y la que lleva mi nombre como sujeto me revela lo único e irreductible de mi individuali-dad, el asombro que me constituye:

Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado, Que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte. ¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub Almansur, Muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles? 1

Murieron otros, murieron todos, morirán todos, pero... ¿y yo? ¿Yo también? Nótese que la amenaza implíci-ta, tanto en el silogismo antes citado como en los prodigiosos versos de Borges, estriba en que los protago-nistas individuales (Sócrates, el moro medieval súbdito de Yaqub Almansur o Almanzor, Aristóteles...) están ya necesariamente muertos. Ellos también tuvieron que plantearse en su día el mismo destino irremediable que yo me planteo hoy: y no por planteárselo escaparon a él…

De modo que la muerte no sólo es necesaria sino que resulta el prototipo mismo de lo necesario en nuestra vida (si el silogismo empezara estableciendo que «todos los hombres comen, Sócrates es hombre, etc.», sería igual de justo desde un punto de vista fisiológico pero no tendría la misma fuerza persuasiva). Ahora bien, aparte de saberla necesaria hasta el punto de que ejemplifica la necesidad misma («necesario» es etimológi-camente aquello que no cesa, que no cede, con lo que no cabe transacción ni pacto alguno), ¿qué otras cosas conocemos acerca de la muerte? Ciertamente bien pocas. Una de ellas es que resulta absolutamente personal e intransferible: nadie puede morir por otro. Es decir, resulta imposible que nadie con su propia muerte pueda evitar a otro definitivamente el trance de morir también antes o después. El padre Maximilian KOLBE, que se ofreció voluntario en un campo de concentración nazi para sustituir a un judío al que llevaban a la cámara de gas, sólo le reemplazó ante los verdugos pero no ante la muerte misma. Con su heroico sacrificio le concedió un plazo más largo de vida y no la inmortalidad. En una tragedia de EURÍPIDES, la sumisa Alces-tis se ofrece para descender al Hades —es decir, para morir— en lugar de su marido Admeto, un egoísta de mucho cuidado. Al final tendrá que ser Hércules el que baje a rescatarla del reino de los muertos y arregle un tanto el desafuero. Pero ni siquiera la abnegación de Alcestis hubiera logrado que Admeto escapase para siempre a su destino mortal, sólo habría podido retrasarlo: la deuda que todos tenemos con la muerte la debe pagar cada cual con su propia vida, no con otra. Ni siquiera otras funciones biológicas esenciales, como comer o hacer el amor, parecen tan intransferibles: después de todo, alguien puede consumir mi ración en el banquete al que debería haber asistido o hacer el amor a la persona a la que yo hubiera podido y querido amar también, incluso me podrían alimentar por la fuerza o hacerme renuncia de la muerte es muy seguro (a ella se refieren algunos de los conocimientos más indudables que tenemos) pero no nos la hacen más fa-miliar ni menos inescrutable. En el fondo, la muerte sigue siendo lo más desconocido. Sabemos cuándo al-guien está muerto pero ignoramos qué es morirse visto desde dentro. Creo saber más o menos lo que es mo-rirse, pero no lo que es morirme. Algunas grandes obras literarias —como el incomparable relato de León TOLSTÓI La muerte de Iván Illich o la tragicomedia de Eugéne IONESCO El rey se muere— pueden aproxi-marnos a una comprensión mejor del asunto, aunque dejando siempre abiertos los interrogantes fundamen-tales. Por lo demás, a través de los siglos ha habido sobre la muerte muchas leyendas, muchas promesas y

1 JORGE LUIS BORGES, Obra poética completa, Alianza Editorial, Madrid.

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amenazas, muchos cotilleos. Relatos muy antiguos -tan antiguos verosímilmente como la especie humana, es decir, como esos animales que se hicieron humanos al comenzar a preguntarse por la muerte- y que forman la base universal de las religiones. Bien mirado, todos los dioses del santoral antropológico son dioses de la muerte, dioses que se ocupan del significado de la muerte, dioses que reparten premios, castigos o reencar-nación, dioses que guardan la llave de la vida eterna frente a los mortales. Ante todo, los dioses son inmorta-les: nunca mueren y cuando juegan a morirse luego resucitan o se convierten en otra cosa, pasan por una metamorfosis. En todas partes y en todos los tiempos la religión ha servido para dar sentido a la muerte. Si la muerte no existiese, no habría dioses: mejor dicho, los dioses seríamos nosotros, los humanos mortales, y viviríamos en el ateísmo divinamente...

Las leyendas más antiguas no pretenden consolarnos de la muerte sino sólo explicar su inevitabilidad. La primera gran epopeya que se conserva, la historia del héroe Gilgamesh, se compuso en Sumeria aproxima-damente 2.700 años a. de C. Gilgamesh y su amigo Enkidu, dos valientes guerreros y cazadores, se enfrentan a la diosa Isthar, que da muerte a Enkidu. Entonces Gilgamesh emprende la búsqueda del remedio de la muerte, una hierba mágica que renueva la juventud para siempre, pero la pierde cuando está a punto de conseguirla. Después aparece el espíritu de Enkidu, que explica a su amigo los sombríos secretos del reino de los muertos, al cual Gilgamesh se resigna a acudir cuando llegue su hora. Ese reino de los muertos no es más que un siniestro reflejo de la vida que conocemos, un lugar profundamente triste. Lo mismo que el Hades de los antiguos griegos. En la Odisea de HOMERO, Ulises convoca los espíritus de los muertos y entre ellos acu-de su antiguo compañero Aquiles. Aunque su sombra sigue siendo tan majestuosa entre los difuntos como lo fue entre los vivos, le confiesa a Ulises que preferiría ser el último porquerizo en el mundo de los vivos que rey en las orillas de la muerte. Nada deben envidiar los vivos a los muertos. En cambio, otras religiones pos-teriores, como la cristiana, prometen una existencia más feliz y luminosa que la vida terrenal para quienes hayan cumplido los preceptos de la divinidad (por contrapartida, aseguran una eternidad de refinadas tortu-ras a los que han sido desobedientes). Digo «existencia» porque a tal promesa no le cuadra el nombre de «vida» verdadera. La vida, en el único sentido de la palabra que conocemos, está hecha de cambios, de osci-laciones entre lo mejor y lo peor, de imprevistos. Una eterna bienaventuranza o una eterna condena son formas inacabables de congelación en el mismo gesto pero no modalidades de vida. De modo que ni siquiera las religiones con mayor garantía post mortem aseguran la «vida» eterna: sólo prometen la eterna existencia o duración, lo que no es lo mismo que la vida humana, que nuestra vida.

Además, ¿cómo podríamos «vivir» de veras donde faltase la posibilidad de morir? Miguel de Unamuno sos-tuvo con fiero ahínco que sabernos mortales como especie pero no querer morirnos como personas es preci-samente lo que individualiza a cada uno de nosotros. Rechazó vigorosamente la muerte —sobre todo en su libro admirable Del sentimiento trágico de la vida—, pero con no menos vigor sostuvo que en este mundo y en el otro, caso de haberlo, quería conservar su personalidad, es decir no limitarse a seguir existiendo de cualquier modo sino como don Miguel de Unamuno y Jugo. Ahora bien, aquí se plantea un serio problema teórico porque si nuestra individualidad personal proviene del conocimiento mismo de la muerte y de su rechazo, ¿cómo podría Unamuno seguir siendo Unamuno cuando fuese ya inmortal, es decir cuando no hubiese muerte que temer y rechazar? La única vida eterna compatible con nuestra personalidad individual sería una vida en la que la muerte estuviese presente pero como posibilidad perpetuamente aplazada, algo siempre temible pero que no llegase de hecho jamás. No es fácil imaginar tal cosa ni siquiera como esperanza trascendente, de ahí lo que Unamuno llamó «el sentimiento trágico de la vida». En fin, quién sabe...

Desde luego, la idea de seguir viviendo de algún modo bueno o malo después de haber muerto es algo a la par inquietante y contradictorio. Un intento de no tomarse la muerte en serio, de considerarla mera apa-riencia. Incluso una pretensión de rechazar o disfrazar en cierta manera nuestra mortalidad, es decir, nues-tra humanidad misma. Es paradójico que denominemos habitualmente «creyentes» a las personas de con-vicciones religiosas, porque lo que les caracteriza sobre todo no es aquello en lo que creen (cosas misterio-samente vagas y muy diversas) sino aquello en lo que no creen: lo más obvio, necesario y omnipresente, es

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decir, en la muerte. Los llamados «creyentes» son en realidad los «incrédulos» que niegan la realidad última de la muerte. Quizá la forma más sobria de afrontar esa inquietud -sabemos que vamos a morir pero no po-demos imaginarnos realmente muertos- es la de Hamlet en la tragedia de William Shakespeare, cuando dice: «Morir, dormir... ¡tal vez soñar!». En efecto, la suposición de una especie de supervivencia después de la muerte debe habérsele ocurrido a nuestros antepasados a partir del parecido entre alguien profundamente dormido y un muerto. Creo que si no soñásemos al dormir, nadie hubiese pensado nunca en la posibilidad asombrosa de una vida después de la muerte. Pero si cuando estamos quietos, con los ojos cerrados, aparen-temente ausentes, profundamente dormidos, sabemos que en sueños viajamos por distintos paisajes, habla-mos, reímos o amamos... ¿por qué a los muertos no debería ocurrirles lo mismo? De este modo los sueños placenteros debieron dar origen a la idea del paraíso y las pesadillas sirvieron de premonición al infierno. Si puede decirse que «la vida es sueño», como planteó Calderón de la Barca en una famosa obra teatral, aún con mayor razón cabe sostener que la llamada otra vida -la que habría más allá de la muerte- está también inspirada por nuestra facultad de soñar…

Sin embargo, el dato más evidente acerca de la muerte es que suele producir dolor cuando se trata de la muerte ajena pero sobre todo que causa miedo cuando pensamos en la muerte propia. Algunos temen que después de la muerte haya algo terrible, castigos, cualquier amenaza desconocida; otros, que no haya nada y esa nada les resulta lo más aterrador de todo. Aunque ser algo —o mejor dicho, alguien— no carezca de in-comodidades y sufrimientos, no ser nada parece todavía mucho peor. Pero ¿por qué? En su Carta a Mene-ceo, el sabio Epicuro trata de convencernos de que la muerte no puede ser nada temible para quien reflexio-ne sobre ella. Por supuesto, los verdugos y horrores infernales no son más que fábulas para asustar a los díscolos que no deben inquietar a nadie prudente a juicio de Epicuro. Pero tampoco en la muerte misma, por su propia naturaleza, hay nada que temer porque nunca coexistimos con ella: mientras estamos nosotros, no está la muerte; cuando llega la muerte, dejamos de estar nosotros. Es decir, según Epicuro, lo importante es que indudablemente nos morimos pero nunca estamos muertos. Lo temible sería quedarse consciente de la muerte, quedarse de algún modo presente pero sabiendo que uno ya se ha ido del todo, cosa evidentemen-te absurda y contradictoria. Esta argumentación de Epicuro resulta irrefutable y sin embargo no acaba de tranquilizarnos totalmente, quizá porque la mayoría no somos tan razonables como Epicuro hubiera queri-do.

¿Acaso resulta tan terrible no ser? A fin de cuentas, durante mucho tiempo no fuimos y eso no nos hizo su-frir en modo alguno. Tras la muerte iremos (en el supuesto de que el verbo «ir» sea aquí adecuado) al mismo sitio o ausencia de todo sitio donde estuvimos (¿o no estuvimos?) antes de nacer. Lucrecio, el gran discípulo romano del griego Epicuro, constató este paralelismo en unos versos merecidamente inolvidables:

Mira también los siglos infinitos que han precedido a nuestro nacimiento y nada son para la vida nuestra. Naturaleza en ellos nos ofrece como un espejo del futuro tiempo, por último, después de nuestra muerte. ¿Hay algo aquí de horrible y enfadoso? ¿No es más seguro que un profundo sueño ? 2

Inquietarse por los años y los siglos en que ya no estaremos entre los vivos resulta tan caprichoso como pre-ocuparse por los años y los siglos en que aún no habíamos venido al mundo. Ni antes nos dolió no estar ni es razonable suponer que luego nos dolerá nuestra definitiva ausencia. En el fondo, cuando la muerte nos hiere a través de la imaginación —“¡pobre de mí, todos tan felices disfrutando del sol y del amor, todos menos yo,

2 LUCRECIO, De Rerum Natura, libro III, vv. 1336-1344, trad. de José Marchena, Espasa-Calpe, Madrid.

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que ya nunca más, nunca más...!”— es precisamente ahora que todavía estamos vivos. Quizá deberíamos reflexionar un poco más sobre el asombro de haber nacido, que es tan grande como el espantoso asombro de la muerte. Si la muerte es no ser, ya la hemos vencido una vez: el día que nacimos. Es el propio LUCRECIO quien habla en su poema filosófico de la mors aeterna, la muerte eterna de lo que nunca ha sido ni será. Pues bien, nosotros seremos mortales, pero de la muerte eterna ya nos hemos escapado. A esa muerte enorme le hemos robado un cierto tiempo —los días, meses o años que hemos vivido, cada instante que seguimos vi-viendo— y ese tiempo, pase lo que pase, siempre será nuestro, de los triunfalmente nacidos, y nunca suyo, pese a que también debamos luego irremediablemente morir. En el siglo XVIII, uno de los espíritus más perspicaces que nunca han sido —LICHTENBERG— daba la razón a LUCRECIO en uno de sus célebres aforis-mos: «¿Acaso no hemos ya resucitado? En efecto, provenimos de un estado en el que sabíamos del presente menos de lo que sabemos del futuro. Nuestro estado anterior es al presente lo que el presente es al futuro».

Pero tampoco faltan objeciones contra el planteamiento citado de LUCRECIO y alguna precisamente a partir de lo observado por LICHTENBERG. Cuando yo aún no era, no había ningún «yo» que echase de menos llegar a ser; nadie me privaba de nada puesto que yo aún no existía, es decir, no tenía conciencia de estarme per-diendo nada no siendo nada. Pero ahora ya he vivido, conozco lo que es vivir y puedo prever lo que perderé con la muerte. Por eso hoy la muerte me preocupa, es decir, me ocupa de antemano con el temor a perder lo que tengo. Además, los males futuros son peores que los pasados, porque nos torturan ya con su temor des-de ahora mismo. Hace tres años padecí una operación de riñón; supongamos que supiese con certeza que dentro de otros tres debo sufrir otra semejante. Aunque la operación pasada ya no me duele y la futura aún no debiera dolerme, lo cierto es que no me impresionan de idéntico modo: la venidera me preocupa y asusta mucho más, porque se me está acercando mientras la otra se aleja... Aunque fuesen objetivamente idénticas, subjetivamente no lo son porque no es tan inquietante un recuerdo desagradable como una amenaza. En este caso el espejo del pasado no refleja simétricamente el daño futuro y quizá en el asunto de la muerte tampoco.

De modo que la muerte nos hace pensar, nos convierte a la fuerza en pensadores, en seres pensantes, pero a pesar de todo seguimos sin saber qué pensar de la muerte. En una de sus Máximas asegura el duque de LA

ROCHEFOUCAULD que «ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente». Nuestra recién inaugurada vocación de pensar se estrella contra la muerte, no sabe por dónde cogerla. Vladimir JANKÉLEVITCH, un pensador contemporáneo, nos reprocha que frente a la muerte no sabemos qué hacer, por lo que oscilamos «entre la siesta y la angustia». Es decir, que ante ella procuramos aturdimos para no temblar o temblamos hasta la abyección. Existe en castellano una copla popular que se inclina también por la siesta, diciendo más o menos así:

Cuando algunas veces pienso que me tengo que morir, tiendo la manta en el suelo y me harto de dormir.

Resulta un pobre subterfugio, cuando la única alternativa es la angustia. Ni siquiera hay tal alternativa, por-que muy bien pudiéramos constantemente ir de lo uno a lo otro, oscilando entre el aturdimiento que no quiere mirar y la angustia que mira pero no ve nada. ¡Mal dilema!

En cambio, uno de los mayores filósofos, SPINOZA, considera que este bloqueo no debe desanimarnos: «Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida»3. Lo que pretende señalar SPINOZA, si no me equivoco, es que en la muerte no hay nada positivo que pensar. Cuando la muerte nos angustia es por algo negativo, por los goces de la vida que perderemos con ella en el caso de la muerte propia o porque nos deja sin las personas amadas si se trata de la muerte

3 BARUCH SPINOZA, Ética, parte IV, prop. LXVII.

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ajena; cuando la vemos con alivio (no resulta imposible considerar la muerte un bien en ciertos casos) es también por lo negativo, por los dolores y afanes de la vida que su llegada nos ahorrará. Sea temida o desea-da, en sí misma la muerte es pura negación, reverso de la vida que por tanto de un modo u otro nos remite siempre a la vida misma, como el negativo de una fotografía está pidiendo siempre ser positivado para que lo veamos mejor. Así que la muerte sirve para hacernos pensar, pero no sobre la muerte sino sobre la vida. Como en un frontón impenetrable, el pensamiento despertado por la muerte rebota contra la muerte misma y vuelve para botar una y otra vez sobre la vida. Más allá de cerrar los ojos para no verla o dejarnos cegar estremecedoramente por la muerte, se nos ofrece la alternativa mortal de intentar comprender la vida. Pero ¿cómo podemos comprenderla? ¿Qué instrumento utilizaremos para ponernos a pensar sobre ella?

HÉCTOR ABAD FACIOLINCE, El olvido que seremos 4. Capítulo 42: “El olvido”.

Todos estamos condenados al polvo y al olvido, y las personas a quienes yo he evocado en este libro o ya están muertas o están a punto de morir o como mucho morirán —quiero decir, moriremos— al cabo de unos años que no pueden contarse en siglos sino en decenios. «Ayer se fue, mañana no ha llegado, / hoy se está yendo sin parar un punto, / soy un fue, y un será, y un es cansado […]» decía Quevedo al referirse a la fugacidad de nuestra existencia, encaminada siempre ineluctable-mente hacia ese momento en que dejaremos de ser. Sobrevivimos por unos frágiles años, todavía, después de muertos, en la memoria de otros, pero también esa memoria personal, con cada instante que pasa, está siempre más cerca de desaparecer. Los libros son un simulacro de recuerdo, una prótesis para recordar, un intento desesperado por hacer un poco más perdurable lo que es irreme-diablemente finito. Todas estas personas con las que está tejida la trama más entrañable de mi me-moria, todas esas presencias que fueron mi infancia y mi juventud, o ya desaparecieron, y son solo fantasmas, o vamos camino de desaparecer, y somos proyectos de espectros que todavía se mueven por el mundo. En breve todas estas personas de carne y hueso, todos estos amigos y parientes a quienes tanto quiero, todos esos enemigos que devotamente me odian, no serán más reales que cualquier personaje de ficción, y tendrán su misma consistencia fantasmal de evocaciones y espec-tros, y eso en el mejor de los casos, pues de la mayoría de ellos no quedará sino un puñado de polvo y la inscripción de una lápida cuyas letras se irán borrando en el cementerio. Visto en perspectiva, como el tiempo del recuerdo vivido es tan corto, si juzgamos sabiamente, «ya somos el olvido que seremos», como decía Borges. Para él este olvido y ese polvo elemental en el que nos convertiremos eran un consuelo «bajo el indiferente azul del Cielo». Si el cielo, como parece, es indiferente a todas nuestras alegrías y a todas nuestras desgracias, si al universo le tiene sin cuidado que existan hom-bres o no, volver a integrarnos a la nada de la que vinimos es, sí, la peor desgracia, pero al mismo tiempo, también, el mayor alivio y el único descanso, pues ya no sufriremos con la tragedia, que es la conciencia del dolor y de la muerte de las personas que amamos. Aunque puedo creerlo, no quie-ro imaginar el momento doloroso en que también las personas que más quiero —hijos, mujer, ami-gos, parientes— dejarán de existir, que será el momento, también, en que yo dejaré de vivir, como

4 HECTOR ABAD FACIOLINCE (Medellín, 1958) evoca en El olvido que seremos (Seix Barral, Barcelona, 2017, 2ª edición) la figura de su padre, Héctor Abad Gómez, asesinado en 1987. Al morir descubrieron en un bolsillo de su traje una hoja con un poema copiado a mano. Se trataba del soneto de JORGE LUIS BORGES “Epitafio”, cuyo primer verso (“Ya somos el olvido que seremos”) da título al libro.

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recuerdo vivido de alguien, definitivamente. Mi padre tampoco supo, ni quiso saber, cuándo mo-riría yo. Lo que sí sabía, y ese, quizá, es otro de nuestros frágiles consuelos, es que yo lo iba a recor-dar siempre, y que lucharía por rescatarlo del olvido al menos por unos cuantos años más, que no sé cuánto duren, con el poder evocador de las palabras. Si las palabras transmiten en parte nuestras ideas, nuestros recuerdos y nuestros pensamientos —y no hemos encontrado hasta ahora un vehí-culo mejor para hacerlo, tanto que todavía hay quienes confunden lenguaje y pensamiento—, si las palabras trazan un mapa aproximado de nuestra mente, buena parte de mi memoria se ha traslada-do a este libro, y como todos los hombres somos hermanos, en cierto sentido, porque lo que pen-samos y decimos se parece, porque nuestra manera de sentir es casi idéntica, espero tener en uste-des, lectores, unos aliados, unos cómplices, capaces de resonar con las mismas cuerdas en esa caja oscura del alma, tan parecida en todos, que es la mente que comparte nuestra especie. «¡Recuerde el alma dormida!», así empieza uno de los mayores poemas castellanos, que es la primera inspiración de este libro, porque es también un homenaje a la memoria y a la vida de un padre ejemplar. Lo que yo buscaba era eso: que mis memorias más hondas despertaran. Y si mis recuerdos entran en ar-monía con algunos de ustedes, y si lo que yo he sentido (y dejaré de sentir) es comprensible e iden-tificable con algo que ustedes también sienten o han sentido, entonces este olvido que seremos puede postergarse por un instante más, en el fugaz reverberar de sus neuronas, gracias a los ojos, pocos o muchos, que alguna vez se detengan en estas letras.

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ANTOLOGÍA DE POEMAS SOBRE LA MUERTE Y EL SENTIDO DE LA EXISTENCIA

FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS (1580-1645). Amor constante más allá de la muerte Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare el blanco día, y podrá desatar esta alma mía hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, desotra parte, en la ribera, dejará la memoria, en donde ardía; nadar sabe mi llama el agua fría y perder el respeto a ley severa

Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido, Venas, que humor a tanto fuego han dado, Medulas, que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejará, no su cuidado serán ceniza, mas tendrán sentido; polvo serán, más polvo enamorado (El Parnaso español, 1648) Salmo 19 ¡Cómo de entre mis manos te resbalas ¡Oh, cómo te deslizas, vida mía! ¡Qué mudos pasos trae la muerte fría pues con callado pie todo lo igualas!

Ya cuelgan de mi muro sus escalas, y es su fuerza mayor mi cobardía; por nueva vida tengo cada día que al cano tiempo nace entre las alas.

¡Oh mortal condición! ¡Oh dura suerte! ¡Que no puedo querer ver a mañana, sin temor de si quiero ver mi muerte!

Cualquiera instante desta vida humana es un nuevo argumento que me advierte cuán frágil es, cuán mísera y cuán vana. (Heráclito cristiano… 1613) Represéntase la brevedad de lo que se vive … ¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde? ¡Aquí de los antaños que he vivido; la Fortuna mis tiempos ha mordido; las Horas mi locura las esconde!

¡Que, sin poder saber cómo ni adónde, la Salud y la Edad se hayan huido! Falta la vida, asiste lo vivido,

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y no hay calamidad que no me ronde.

Ayer se fue; Mañana no ha llegado; Hoy se está yendo sin parar un punto: soy un Fue, y un Será, y un Es cansado.

En el Hoy y Mañana y Ayer, junto pañales y mortaja, y he quedado presentes sucesiones de difunto. (El Parnaso español, 1648) Significase la propia brevedad de la vida… ¡Fue sueño Ayer; Mañana será tierra! ¡Poco antes, nada, y poco después, humo! ¡Y destino ambiciones, y presumo apenas punto al cerco que me cierra!

Breve combate de importuna guerra, en mi defensa soy peligro sumo; y mientras con mis armas me consumo, menos me hospeda el cuerpo, que me entierra.

Ya no es Ayer; Mañana no ha llegado; Hoy pasa, y es, y fue, con movimiento que a la muerte me lleva despeñado.

Azadas son las horas y el momento, que a jornal de mi pena y mi cuidado, cavan en mi vivir mi monumento. (El Parnaso español, 1648) Enseña cómo todas las cosas avisan de la muerte Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes, ya desmoronados, de la carrera de la edad cansados, por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo, vi que el sol bebía los arroyos del yelo desatados, y del monte quejosos los ganados, que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa; vi que, amancillada, de anciana habitación era despojos; mi báculo, más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada, y no hallé cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte. (Heráclito cristiano… 1613) Conoce la diligencia con que se acerca la muerte Ya formidable y espantoso suena dentro del corazón el postrer día;

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y la última hora, negra y fría, se acerca, de temor y sombras llena.

Si agradable descanso, paz serena, la muerte en traje de dolor envía, señas da su desdén de cortesía; más tiene de caricia que de pena.

¿Qué pretende el temor desacordado de la que a rescatar piadosa viene espíritu en miserias anudado?

Llegue rogada, pues mi bien previene; hálleme agradecido, no asustado; mi vida acabe, y mi vivir ordene. (Heráclito cristiano… 1613) JORGE LUIS BORGES (1889-1986) Epitafio Ya somos el olvido que seremos. El polvo elemental que nos ignora y que fue el rojo Adán y son ahora todos los hombres, y que no veremos.

Ya somos en la tumba las dos fechas del principio y el término. La caja, la obscena corrupción y la mortaja, los triunfos de la muerte, y las endechas.

No soy el insensato que se aferra al mágico sonido de su nombre. Pienso con esperanza en aquel hombre

que no sabrá que fui sobre la tierra. Bajo el indiferente azul del cielo, esta meditación es un consuelo.

Que nada se sabe (La rosa profunda, 1975). La luna ignora que es tranquila y clara y ni siquiera sabe que es la luna; la arena, que es la arena. No habrá una cosa que sepa que su forma es rara.

Las piezas de marfil son tan ajenas al abstracto ajedrez como la mano que las rige. Quizá el destino humano de breves dichas y de largas penas

es instrumento de Otro. Lo ignoramos; darle nombre de Dios no nos ayuda. Vanos también son el temor, la duda

y la trunca plegaria que iniciamos. ¿Qué arco habrá arrojado esta saeta que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?

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Son los ríos ( Los conjurados, 1985) Somos el tiempo. Somos la famosa parábola de Heráclito el Oscuro. Somos el agua, no el diamante duro, la que se pierde, no la que reposa.

Somos el río y somos aquel griego que se mira en el río. Su reflejo cambia en el agua del cambiante espejo, en el cristal que cambia como el fuego.

Somos el vano río prefijado, rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado Todo nos dijo adiós, todo se aleja.

La memoria no acuña su moneda Y sin embargo hay algo que se queda, Y sin embargo hay algo que se queja.

Nubes (Los conjurados, 1985) No habrá una sola cosa que no sea una nube. Lo son las catedrales de vasta piedra y bíblicos cristales que el tiempo allanará. Lo es la Odisea,

que cambia como el mar. Algo hay distinto cada vez que la abrimos. El reflejo de tu cara ya es otro en el espejo y el día es un dudoso laberinto.

Somos los que se van. La numerosa nube que se deshace en el poniente es nuestra imagen. Incesantemente

la rosa se convierte en otra rosa. Eres nube, eres mar, eres olvido. Eres también aquello que has perdido.

El despertar (El otro, el mismo 1964) Entra la luz y asciendo torpemente de los sueños al sueño compartido, y las cosas recobran su debido y esperado lugar y en el presente

converge abrumador y vasto el vago ayer: las seculares migraciones del pájaro y del hombre, las legiones que el hierro destrozó, Roma y Cartago.

Vuelve también la cotidiana historia: mi voz, mi rostro, mi temor, mi suerte. ¡Ah, si aquel otro despertar, la muerte,

me deparara un tiempo sin memoria

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de mi nombre y de todo lo que he sido! ¡Ah, si en esa mañana hubiera olvido! Los enigmas (El otro, el mismo 1964) Yo que soy el que ahora está cantando seré mañana el misterioso, el muerto, el morador de un mágico y desierto orbe sin antes ni después ni cuándo.

Así afirma la mística. Me creo indigno del Infierno o de la Gloria, pero nada predigo. Nuestra historia cambia como las formas de Proteo.

¿Qué errante laberinto, qué blancura ciega de resplandor será mi suerte, cuando me entregue el fin de esta aventura la curiosa experiencia de la muerte? Quiero beber su cristalino Olvido, ser para siempre; pero no haber sido.

A quien está leyéndome (Elogio de la sombra, 1969) Eres invulnerable. ¿No te han dado los números que rigen tu destino certidumbre de polvo? ¿No es acaso tu irreversible tiempo el de aquel río

en cuyo espejo Heráclito vio el símbolo de su fugacidad? Te espera el mármol que no leerás. En él ya están escritos la fecha, la ciudad y el epitafio.

Sueños del tiempo son también los otros, no firme bronce ni acendrado oro; el universo es, como tú, Proteo:

Sombra, irás a la sombra que te aguarda fatal en el confín de tu jornada; piensa que de algún modo ya estás muerto. Las cosas (Elogio de la sombra, 1969) El bastón, las monedas, el llavero, la dócil cerradura, las tardías notas que no leerán los pocos días que me quedan, los naipes y el tablero,

un libro y en sus páginas la ajada violeta, monumento de una tarde sin duda inolvidable y ya olvidada,

el rojo espejo occidental en que arde una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas, limas, umbrales, atlas, copas, clavos,

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nos sirven como tácitos esclavos, ciegas y extrañamente sigilosas! Durarán más allá de nuestro olvido; no sabrán nunca que nos hemos ido. GLORIA FUERTES (1917-1998) Aunque no nos muriéramos al morirnos, le va bien a ese trance la palabra: Muerte. Muerte es que no nos miren los que amamos, muerte es quedarse solo, mudo y quieto y no poder gritar que sigues vivo.

DÁMASO ALONSO (1898-1990) La muerte Sombra fue esa creciente de ternura, que te ciñó como las aguas altas cuando buscan apoyo las espigas. No la temas. Los vientos han cedido. ¡Volar, sentir la soledad de un sueño! ¡Pasar sin roce por las mismas aguas donde, sueño también, antes bogábamos! Oh, mirar aquel cielo... aquellas eras…, aquella luz punzante... cuando niños: corrían hacia el álamo los potros -¡qué fresco!- matinales... y la hierba... y el agua oculta para sed de amores. ¡Volar a contrarrío hasta las fuentes más cálidas: su mano y aquel beso! ¡Volar, sentir la irradiación de todo y el centro riguroso de la vida! ... Cuando la enorme fuerza nos arrastra, cuando la fría máquina sin sangre hacia otro sol más fuerte nos inmola. Eternidad Hoy, día puro, me asomé a la muerte. La vida dormitaba y el cielo estaba absorto, ensimismado en tus pupilas, alma. «¡Llega la sombra, llega!», me decían. Y la sombra pesada pasó con su balumba atronadora, como un turbión, como una cosa mala. Pasó. (Tal vez de lejos se veía.) La vida dormitaba, y alma y cielo, los dos, estaban, solos, a flor de tierra,

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a flor de aire, a flor de agua. BLAS DE OTERO (1916-1979) Basta Imagine mi horror por un momento que Dios, el solo vivo, no existiera, o que, existiendo, sólo consistiera En tierra, en agua, en fuego, en sombra, en viento.

Y que la muerte, oh estremecimiento, fuese el hueco sin luz de una escalera, un colosal vacío que se hundiera en un silencio desolado, lento.

Entonces ¿para qué vivir, oh hijos de madre; a qué vidrieras, crucifijos y todo lo demás? Basta la muerte.

Basta. Termina, oh Dios, de malmatarnos. O si no, déjanos precipitarnos sobre ti, ronco río que revierte. Hombre Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte, al borde del abismo, estoy clamando a Dios. Y su silencio, retumbando, ahoga mi voz en el vacío inerte.

Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando solo. Arañando sombras para verte.

Alzo la mano, y tú me la cercenas. Abro los ojos: me los sajas vivos. Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.

Esto es ser hombre: horror a manos llenas. Ser -y no ser- eternos, fugitivos. ¡Ángel con grandes alas de cadenas! Lo eterno Un mundo como un árbol desgajado. Una generación desarraigada. Unos hombres sin más destino que apuntalar las ruinas. Rompe el mar en el mar, como un himen inmenso, mecen los árboles el silencio verde, las estrellas crepitan, yo las oigo. Sólo el hombre está solo. Es que se sabe

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vivo y mortal. Es que se siente huir —ese río del tiempo hacia la muerte—. Es que quiere quedarse. Seguir siendo, subir, a contramuerte, hasta lo eterno. Le da miedo mirar. Cierra los ojos para dormir el sueño de los vivos. Pero la muerte, desde dentro, ve. Pero la muerte, desde dentro, vela. Pero la muerte, desde dentro, mata. ... El mar —la mar—, como un himen inmenso, los árboles moviendo el verde aire, la nieve en llamas de la luz en vilo... Vivo y mortal Sé que hay estrellas, luminosos mares de fuego, inhabitados paraísos, cadenas de planetas, cielos lisos, montañas que se yerguen como altares.

Sé que el mundo, la Tierra que yo piso, tiene vida, la misma que me hace. Pero sé que se muere si se nace, y se nace, ¿por qué?, ¿por quién que quiso?

Nadie quiso nacer. Ni nadie quiere morir. ¿Por qué matar lo que prefiere vivir? ¿Por qué nacer lo que se ignora?

Solo está el hombre. El mundo, inmenso, gira. Sobre su gozne virginal, suspira lo que, vivo y mortal, el hombre llora.

JOSE ANGEL VALENTE Serán cenizas... («A modo de esperanza») Cruzo un desierto y su secreta desolación sin nombre. El corazón tiene la sequedad de la piedra y los estallidos nocturnos de su materia o de su nada. Hay una luz remota, sin embargo, y sé que no estoy solo. Aunque después de tanto y tanto no haya ni un solo pensamiento capaz contra la muerte, no estoy solo. Toca esta mano al fin que comparte mi vida y en ella me confirmo y tiento cuanto amo, lo levanto hacia el cielo y aunque sea ceniza lo proclamo: ceniza. Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora,

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cuanto se me ha tendido a modo de esperanza.

Entrada al sentido (Poemas a Lázaro) La soledad. El miedo. Hay un lugar vacío, hay una estancia que no tiene salida. Hay una espera ciega entre dos latidos, entre dos oleadas de vida hay una espera en que todos los puentes pueden haber volado. Entre el ojo y la forma hay un abismo en el que puede hundirse la mirada. Entre la voluntad y el acto caben océanos de sueño. Entre mi ser y mi destino, un muro: la imposibilidad feroz de lo posible. Y en tanta soledad, un brazo armado que amaga un golpe y no lo inflige nunca. En un lugar, en una estancia -¿dónde? ¿sitiados por quién?... El alma pende de sí misma sólo, del miedo, del peligro, del presagio.

MARIO BENEDETTI Currículo (Próximo prójimo, 1965) El cuento es muy sencillo usted nace contempla atribulado el rojo azul del cielo el pájaro que emigra el torpe escarabajo que su zapato aplastará valiente usted sufre reclama por comida y por costumbre por obligación llora limpio de culpas extenuado hasta que el sueño lo descalifica usted ama se transfigura y ama por una eternidad tan provisoria que hasta el orgullo se le vuelve tierno

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y el corazón profético se convierte en escombros usted aprende y usa lo aprendido para volverse lentamente sabio para saber que al fin el mundo es esto en su mejor momento una nostalgia en su peor momento un desamparo y siempre siempre un lío entonces usted muere. ÁNGEL GONZÁLEZ “Inmortalidad de la nada” (Poemas elegiacos) Todo lo consumado en el amor no será nunca gesta de gusanos. Los despojos del mar roen apenas los ojos que jamás —porque te vieron—, jamás se comerá la tierra al fin del todo. Yo he devorado tú me has devorado en un único incendio. Abandona cuidados: lo que ha ardido ya nada tiene que temer del tiempo.

Mientras tú existas Mientras tú existas, mientras mi mirada te busque más allá de las colinas, mientras nada me llene el corazón, si no es tu imagen, y haya una remota posibilidad de que estés viva en algún sitio, iluminada por una luz cualquiera... Mientras yo presienta que eres y te llamas así, con ese nombre tuyo tan pequeño, seguiré como ahora, amada mía, transido de distancia, bajo ese amor que crece y no se muere, bajo ese amor que sigue y nunca acaba.

Cumpleaños de amor (Palabra sobre palabra) ¿Cómo seré yo

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cuando no sea yo? Cuando el tiempo haya modificado mi estructura, y mi cuerpo sea otro, otra mi sangre, otros mis ojos y otros mis cabellos. Pensaré en ti, tal vez. Seguramente, mis sucesivos cuerpos —prolongándome, vivo—, se pasarán de mano en mano de corazón a corazón, de carne a carne, el elemento misterioso que determina mi tristeza cuando te vas, que me impulsa a buscarte que me lleva a tu lado sin remedio: lo que la gente llama amor Y los ojos —qué importa que no sean estos ojos— te seguirán a donde vayas, fieles. Reflexión primera. Despertar para encontrarme esto: la vida así dispuesta, el cielo turbio, la lluvia que lame los cristales. Abrir los ojos para ver lo mismo, poner el cuerpo en marcha para andar lo mismo, comenzar a vivir, pero sabiendo el fracaso final de la hora última. Si esto es la vida, Dios, si este es tu obsequio, te doy gracias -gracias- y te digo: Guárdalo para ti y para tus ángeles. Me hace daño la luz con que me alumbras, me enloquece tu música de pájaros, pesa tu cielo demasiado, oprime, aplasta, gajo y gris, como una losa. Todo está bien, lo sé. Tu orden

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se cumple. Pero alguien envenenó las fuentes de mi vida, y mi corazón es pasión inútil, odio ciego, amor desorbitado, crisol donde se funden contrariedades con contradicciones. Y mi voluntad sigue, inútilmente, empeñada en la lucha más terrible: vivir lo mismo que si tú existieras. ELOY SÁNCHEZ ROSILLO (Murcia, 1948- ) Tierra de nadie (Las cosas como fueron, 2004) Llega un momento, un día, en que nos encontramos en mitad de la vida sin mañana ni ayer. No somos los que fuimos, y no damos el paso hacia los que seremos y no queremos ser.

¿Qué ha sido de los sueños que soñé, que soñaba cuando era yo un muchacho y era todo verdad? No sé lo que ha pasado ni sé por qué se apagan los antiguos afanes. No hay sueños que soñar.

El presente es apenas este cuarto en que escribo, esta casa sin nadie, este silencio y estas horas monótonas, esta nada, este frío, esta tarde de invierno y ese cielo tan gris.

Queda el recuerdo -es cierto- de los años aquellos en que tuve ilusiones y tuve juventud. Pero valen bien poco a veces los recuerdos. Atardece deprisa. Ya declina la luz.

JUANA DE IBARBOUROU (1892-1979) Rebelde Caronte: yo seré un escándalo en tu barca. Mientras las otras sombras recen, giman o lloren, y bajo tus miradas de siniestro patriarca las tímidas y tristes, en bajo acento, oren, Yo iré como una alondra cantando por el río y llevaré a tu barca mi perfume salvaje, e irradiaré en las ondas del arroyo sombrío como una azul linterna que alumbrara en el viaje. Por más que tú no quieras, por más guiños siniestros que me hagan tus dos ojos, en el terror maestros, Caronte, yo en tu barca seré como un escándalo. Y extenuada de sombra, de valor y de frío,

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cuando quieras dejarme a la orilla del río me bajarán tus brazos cual conquista de vándalo.

JORGE GUILLÉN (1893-1984) “Muerte a lo lejos” Alguna vez me angustia una certeza, y ante mí se estremece mi futuro. Acechándolo está de pronto un muro del arrabal final en que tropieza

La luz del campo. ¿Mas habrá tristeza si la desnuda el sol?. No, no hay apuro todavía. Lo urgente es el maduro fruto. La mano ya lo descorteza.

Y un día entre los días el más triste será. Tenderse deberá la mano sin afán. Y acatando el inminente

poder diré sin lágrimas: embiste, justa fatalidad. El muro cano va a imponerme su ley, no su accidente. LEOPOLDO DE LUIS (1918-2005) “Aunque siegue la voz” Aunque siegue la voz con que tu nombre digo, tu nombre irá, como una hoguera, abrasando estos huesos y esta carne de hombre con perpetuo verdor de primavera.

Aunque ciegue la herida de mis ojos donde vive la luz de tus paisajes, en los del alma, de ceguera rojos, siempre se estrellarán tus oleajes.

Aunque duela el silencio, como espada fundida en lentas fraguas de amargura, sonará esta verdad desesperada, mordida tierra entre mi dentadura.

Sorda la voz, el sueño enarenado, las pupilas, el alma, la garganta arañadas, ronco, diré que hay en mi pecho, hincado, un árbol que florece rosas ensangrentadas.

Respiro por la herida. Por esta viva herida de mi muerte; por esta mortal llaga de mi vida que años y sueños y fracasos vierte. Respiro por la herida este aire triste empapado de humana pesadumbre. Y un claro viento insiste

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contra muros de tedio y de costumbre. Pisando mi dolor, legiones de hombres pasan ciegos, hacia esta misma hoguera mía. ¿Para siempre se salvan? ¿Para siempre se abrasan? Yo sólo sé que busco mi verdad día a día. “Me espera” Aquí, en la habitación, sobre la cama, me está esperando un muerto que aún respira. Mirar, como mirar, ya no me mira. Mirar, como llamar, sí que me llama. La luz apenas roza su figura como un pájaro breve que si vuela es sólo porque pone aire en la tela que lo cubre de frío y de blancura. Me está esperando y sabe que es seguro. La luz manda su sombra contra el muro y hay en la habitación un vaho yerto. Sabe que llegaré tarde o temprano. Creo que me señala con su mano. Me está esperando aquí en el cuarto un muerto.

“La señal” Mirad los valles claros, los tranquilos campos de Dios que abril puro hermosea. Los horizontes donde azules hilos tejen la luz, como ave que aletea. Ved los hondos paisajes reflejados en el humano que por ellos yerra. Los rostros de los hombres van signados por la limpia hermosura de la tierra. Como estos encendidos panoramas es el hombre, paisaje en carne ardiente. Como al árbol, el sol dora sus ramas. Como a la tierra, el aire da en su frente. Sólo una lumbre extraña hay que rubrica su mirada y sombría la convierte, que a un tiempo lo condena y purifica: es la roja azucena de la muerte.

JOSÉ GARCÍA NIETO (1914-2001) “Sé que beso la muerte cuando beso” Sé que beso la muerte cuando beso tu piel que aloja y vence a la hermosura, y que el final que mi pasión procura es lugar de la muerte al que regreso.

Sé que en ti misma acabas, y por eso, al sentir en mis labios tu madura

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forma de amor, mi sangre más oscura se rebela en las cárceles del beso.

Sé que rozo y consigo un sólo instante, que aire recojo sólo y ligereza de lo que poco a poco nos destruya.

Y en tu boca cegada y anhelante sé que te besa toda mi tristeza y que beso mi muerte por la tuya.

JENARO TALÉNS (Tarifa, 1946) “Algo va a suceder” (La mirada extranjera, 1984-1985) La muerte es como el sueño, parecida a ti: no puede ser pensada. Abro los ojos y amanece el día. No hay obsesión impune, ni fantasmas que la luz no devore sin más imperio que su voluntad, ni otro poder que el sol que nos despoja. Cómo olvidar que fuimos lo innombrado, lo que negaba oscuridad a un mundo hecho, como tú y yo, de sueños rotos. No, no duermas. El pájaro del alba dice que ayer no existe. No hay memoria, ni significa nada. Sólo, mira esta pasión que nos acoge, que ha estallado, de pronto, insobornable, como las ganas de vivir.

JOSÉ HIERRO (1922-2002) “El muerto” Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría no podrá morir nunca. Yo lo veo muy claro en mi noche completa. Me costó muchos siglos de muerte poder comprenderlo, muchos siglos de olvido y de sombra constante, muchos siglos de darle mi cuerpo extinguido a la yerba que encima de mí balancea su fresca verdura. Ahora el aire, allá arriba, más alto que el suelo que pisan los vivos será azul. Temblará estremecido, rompiéndose, desgarrado su vidrio oloroso por claras campanas, por el curvo volar de gorriones, por las flores doradas y blancas de esencias frutales. (Yo una vez hice un ramo con ellas. Puede ser que después arrojara las flores al agua, puede ser que le diera las flores a un niño pequeño, que llenara de flores alguna cabeza que ya no recuerdo,

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que a mi madre llevara las flores; yo quería poner primavera en sus manos.) ¡Será ya primavera allá arriba! Pero yo que he sentido una vez en mis manos temblar la alegría no podré morir nunca. Pero yo que he tocado una vez las agudas agujas del pino no podré morir nunca. Morirán los que nunca jamás sorprendieron aquel vago pasar de la loca alegría. Pero yo que he tenido su tibia hermosura en mis manos no podré morir nunca. Aunque muera mi cuerpo, y no quede memoria de mí.

“Vida” A Paula Romero Después de todo, todo ha sido nada, a pesar de que un día lo fue todo. Después de nada, o después de todo supe que todo no era más que nada.

Grito «¡Todo!», y el eco dice «¡Nada!». Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!». Ahora sé que la nada lo era todo, y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada. (Era ilusión lo que creía todo y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada si más nada será, después de todo, después de tanto todo para nada.

“Razón” Tal vez porque cantamos embriagados la vida crees que fue con nosotros lo que tú llamas buena. Puedes aproximarte, puedes tocar la herida de amargura y de sangre hasta los bordes llena.

Ganamos la alegría bajo un cielo sombrío, mientras el desaliento nos prendía en sus redes. Hemos tenido sueño, hemos tenido frío, hemos estado solos entre cuatro paredes.

Vivimos... Llena el alma la hermosura más plena. En países de nieblas también nacen las flores. Después de la amargura y después de la pena es cuando da la vida sus más bellos colores.

LUIS ALBERTO DE CUENCA (1950-) “Abre todas las puertas” (De "Sin Miedo ni esperanza", 1998). Abre todas las puertas: la que conduce al oro,

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la que lleva al poder, la que esconde el misterio del amor, la que oculta el secreto insondable de la felicidad, la que te da la vida para siempre en el gozo de una visión sublime.

Abre todas las puertas sin mostrarte curioso ni prestar importancia a las manchas de sangre que salpican los muros de las habitaciones prohibidas, ni a las joyas que revisten los techos, ni a los labios que buscan los tuyos en la sombra, ni a la palabra santa que acecha en los umbrales.

Desesperadamente, civilizadamente, conteniendo la risa, secándote las lágrimas, en el borde del mundo, al final del camino, oyendo cómo silban las balas enemigas alrededor y cómo cantan los ruiseñores, no lo dudes, hermano: abre todas las puertas.

Aunque nada haya dentro.

AMALIA BAUTISTA (Madrid, 1962- ) “Mis mejores deseos” Que la vida te sea llevadera. Que la culpa no ahogue la esperanza. Que no te rindas nunca. Que el camino que tomes sea siempre elegido entre dos por lo menos. Que te importe la vida tanto como tú a ella. Que no te atrape el vicio de prolongar las despedidas Que el peso de la tierra sea leve sobre tus pobres huesos. Que tu recuerdo ponga lágrimas en los ojos de quien nunca te dijo que te amaba

“Tú” Tú, que me diste todo, palabras al silencio, tacto a mi piel, asombro a mi mirada, calor y luz y fuerza y esperanza. Tú, que creíste en mí cuando yo no creía ni en mí ni en nadie ni en ninguna otra cosa. Tú, que me diste más de lo que tienes y más de lo que puedes. Tú, que todo me lo diste, me has quitado mi único patrimonio: mis ganas de morirme.

“Ahora” Ahora que el camino que debo recorrer es un paso elevado sobre una carretera que da miedo mirar; porque el abismo

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implacable me llama. Ahora que ha muerto la esperanza como un pájaro echado de su nido por pájaros más fuertes. Ahora que es de noche todo el día, invierno todo el año y las semanas solo tienen lunes, ¿dónde mirar, dónde poner los ojos, que no encuentre los ojos de la muerte?

“El ángel perplejo” Nunca hubo dios, ni vírgenes, ni santos, ni icono que proteja, ni oración que consuele; nunca ha habido milagros o prodigios, ni salvación del alma o vida eterna; ni mágicas palabras, ni bálsamo efectivo contra el dolor que no remite nunca; ni luz al otro lado de las sombras, ni salida del túnel, ni esperanza. Sólo nos acompaña en esta travesía un ángel de la guarda perplejo que soporta la misma vida perra que nosotros (Estoy ausente, 2004)

JUAN RAMÓN BARAT (Valencia, 1959- ) “Noche de verano” Una vez, siendo niño, le pregunté a mi padre a dónde van los hombres cuando mueren. Era una hermosa noche de verano. Estábamos sentados a la puerta de la casa en dos sillas de anea y contemplábamos el cielo. El aire nos traía dulcemente el olor del jazmín. Mi padre me miró con ojos bondadosos y tras breve silencio me explicó que la muerte no existe y que los hombres acaban transformándose en estrellas que brillan en el cielo. Cuando me hice mayor y consulté los libros descubrí con sorpresa que la luz de los astros no es eterna, que también su existencia se consume con el paso del tiempo. Ya hace muchos años que mi padre murió. Hoy quisiera tenerlo junto a mí, igual que aquella noche, y poder formularle la pregunta obsesiva que me hago al mirar hacia el cielo

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en mi silla de anea solitaria: ¿a dónde van los astros cuando mueren?

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JESÚS LIZANO (1931-2015)

“Poemo”

Me asomé a la balcona y contemplé la ciela poblada por los estrellos. Sentí fría en mi caro, me froté los monos y me puse la abriga y pensé: qué ideo, qué ideo tan negro. Diosa mía, exclamé: qué oscuro es el nocho y que sólo mi almo y perdido entre las vientas y entre las fuegas, entre los rejos. El vido nos traiciona, mi cabezo se pierde, qué triste el aventuro de vivir. Y estuvo a punto de tirarme a la vacía... Qué poemo. Y con lágrimas en las ojas me metí en el camo. A ver, pensé, si las sueñas o los fantasmos me centran la pensamienta y olvido que la munda no es como la vemos y que todo es un farso y que el vido es el muerto, un tragedio. Tras toda, nado. Vivir. Morir: qué mierdo.

FÉLIX GRANDE (1937-2014)

“Poética” Tal como están las cosas tal como va la herida puede venir el fin desde cualquier lugar Pero caeré diciendo que era buena la vida y que valía la pena vivir y reventar Puedo morir de insomnio

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de angustia o de terror o de cirrosis o de soledad o de pena Pero hasta el mismo fin me durará el fervor me moriré diciendo que la vida era buena Puedo quedar sin casa sin gente sin visita descalzo y sin mendrugo ni nada en mi alacena Sospecho que mi vida será así y ya está escrita Pero caeré diciendo que la vida era buena Puede matarme el asco la vergüenza o el tedio o la venal tortura o una bomba homicida ni este mundo ni yo tenemos ya remedio Pero caeré diciendo que era buena la vida Tal como están las cosas mi corazón se llena de puertas que se cierran con cansancio o temor Pero caeré diciendo que la vida era buena: La quiero para siempre con muchísimo amor