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Torquemada en el Purgatorio Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Torquemada en el purgatorio¡sicos en Español... · 2019. 1. 31. · ñores de Torquemada, a los diez días del mes de Febrero del año tal de lareparación cristiana. No menos escrupuloso

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Torquemada enel Purgatorio

Benito Pérez Galdós

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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Primera parte

-I-

Cuenta el Licenciado Juan de Madrid, cro-nista tan diligente como malicioso de los Dichosy hechos de D. Francisco Torquemada, que no me-nos de seis meses tardó Cruz del Águila en res-tablecer en su casa el esplendor de otros días, yen rodearse de sociedad honesta y grata, de-mostrando en esto, como en todas las cosas, suconsumada discreción, para que no se dijera¡cuidado! que pasaba con famélica prontitud dela miseria lacerante al buen comer y al visiteoalegre. Disiente de esta opinión otro cronista nomenos grave, el Arcipreste Florián, autor de laSelva de Comilonas y Laberinto de Tertulias, quefija en el día de Reyes la primera comida deetiqueta que dieron las ilustres damas en sudomicilio de la calle de Silva. Pero bien pudiera

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ser esto error de fecha, disculpable en quien atan distintos comedores tenía que asistir por leyde su oficio, en el espacio de sol a sol. Y vemoscorroborada la primera opinión en los erudití-simos Avisos del Arte Culinario, del MaestroLópez de Buenafuente, el cual, tratando de unnovísimo estilo de poner las perdices, sostieneque por primera vez se sacó a manteles esteguisado en una cena que dieron los nobles se-ñores de Torquemada, a los diez días del mesde Febrero del año tal de la reparación cristiana.No menos escrupuloso en las referencias histó-ricas se muestra el Cachidiablo que firma lasPremáticas del Buen vestir, quien relatando unassuntuosas fiestas en la casa y jardines de losseñores Marqueses de Real Armada, el día deNuestra Señora de las Candelas, afirma queFidela Torquemada lucía elegante atavío decolor de orejones a medio pasar, con encajes deBruselas. Por esta y otras noticias, tomadas enlas mejores fuentes de información, se puedeasegurar que hasta los seis meses largos de la

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boda, no empezaron las Águilas a remontar suvuelo fuera del estrecho espacio a que su míse-ra suerte por tanto tiempo las había reducido.

Ni se necesita compulsar prolijamente lostratadistas más autorizados de cosas de salones,para adquirir la certidumbre de que las señorasdel Águila permanecieron algún tiempo en laobscuridad, como avergonzadas, después de sucambio de fortuna. Mieles no las cita hasta muyentrado Marzo, y el Pajecillo las nombra porprimera vez enumerando las mesas de petitorioen Jueves Santo, en una de las más aristocráticasiglesias de esta Corte. Para encontrar noticiasclaras de épocas más próximas al casamiento,hay que recurrir al ya citado Juan de Madrid,uno de los más activos y al propio tiempo másguasones historiógrafos de la vida elegante,hombre tan incansable en el comer como en eldescribir opulentas mesas, y saraos espléndi-dos. Llevaba el tal un Centón en que apuntandoiba todas las frases y modos de hablar que oía a

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D. Francisco Torquemada (con quien trabóamistad por Donoso y el Marqués de Tara-mundi), y señalaba con gran escrúpulo de fe-chas los progresos del transformado usurero enel arte de la conversación. Por los papeles delLicenciado sabemos que desde Noviembre de-cía D. Francisco a cada momento: así se escribe lahistoria, velis nolis, la ola revolucionaria, y seamosjustos. Estas formas retóricas, absolutamentecorrientes, las afeaba un mes después con nue-vas adquisiciones de frases y términos no de-purados, como reasumiendo, ínsulas, en el actualmomento histórico y el maquiavelismo, aplicado acosas que nada tenía de maquiavélicas. Haciafin de año, se daba lustre el hombre corrigiendocon lima segura desatinos usados anteriormen-te, pues observaba y aprendía con pasmosaasimilación todo lo bueno que le entraba porlos oídos, adquiriendo conceptos muy peregri-nos, como: no tengo inconveniente en declarar... meatengo a la lógica de los hechos. Y si bien es ciertoque la falta de principios, como observa juicio-

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samente el Licenciado, le hacía meter la patacuando mejor iba discurriendo, también lo esque su aplicación y el cuidado que ponía alapropiarse las formas locutorias, le llevaron enpoco tiempo a realizar verdaderas maravillasgramaticales, y a no hacer mal papel en tertuliade personas finas, algunas superiores a él por elconocimiento y la educación, pero que no lesuperaban en garbo para sostener cualquiermanoseado tema de controversia, al alcance,como él decía, de las inteligencias más vulgares.

Es punto incontrovertible que dejó pasarCruz todo Septiembre y parte de Octubre, sinproponer a su hermano político reforma algunaen la disposición arquitectónica de la casa; perollegó un día en que con toda la suavidad delmundo, sabiendo que ponía las primeras para-lelas para un asedio formidable, lanzó la ideade derribar dos tabiques, con objeto de ampliarla sala haciéndola salón, y el comedor come-dorón... Esta palabra empleó D. Francisco, ame-

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nizándola con burlas y cuchufletas; mas no seacobardó la dama, que al punto, con chispeanteingenio, hubo de contestar a su cuñado en estaforma:

«No digo yo que seamos príncipes, ni sos-tengo que nuestra casa sea el regio alcázar, comousted dice. Pero la modestia no quita a la co-modidad, Sr. D. Francisco. Paso por que el co-medor sea hoy por hoy de capacidad suficiente.¿Pero me garantiza usted que lo será mañana?

-Si la familia aumentara, como tenemos dere-cho a esperar, no digo que no. Venga más come-dor, y yo seré el primero en agrandarlo cuandosea menester. Pero la sala...

-La sala es simplemente absurda. Anoche,cuando se juntaron los de Taramundi con losde Real Armada, y sus amigos de usted el bol-sista y el cambiante de moneda, estábamos allícomo sardinas en banasta. Inquieta y sofocadí-sima, yo aguardaba el momento en que alguno

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tuviera que sentarse sobre las rodillas de otro.A usted le parecerá que esta estrechez es deco-rosa para un hombre a cuya casa vienen perso-nas de la mejor sociedad. ¿Por mí qué me im-porta? No deseo más que vivir en un rincón, sinmás trato que el de dos o tres amigas íntimas...Pero usted, un hombre como usted, llamado a...

-II-

-¿Llamado a qué?-preguntó Torquemada,manteniendo ante su boca, sin catarlo, el bizco-cho mojado en chocolate, con lo cual dicho seestá que en aquel momento se desayunaba-.¿Llamado a qué?-volvió a decir, viendo queCruz, sonriente, esquivaba la respuesta.

-No digo nada, ni perderé el tiempo en de-mostrar lo que está bien a la vista, la insuficien-cia de esta habitación-manifestó la dama, que,al dar vueltas alrededor de la ovalada mesa,

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afectaba no hallar fácil paso entre el aparador yla silla ocupada por D. Francisco-. Usted, comodueño de la casa; hará lo que guste. El día enque tengamos un convidado, que bien podría-mos tenerlo para corresponder a las finezas queotros gastan con nosotros, y quien dice un con-vidado, dice dos o cuatro... pues ese día tendréyo que comer en la cocina... No, no reírse. Yasale usted con su tema de siempre: que exagero,que yo...

-Es usted la exageración personificada-replicóel avaro, engulléndose otro bizcocho-. Y comoyo blasono de ser el justo medio personificado,pongo todas las cosas en su lugar, y rebato susargumentos por lo que toca al actual momentohistórico. Mañana no digo...

-Lo que se ha de hacer mañana de prisa y co-rriendo, debe hacerse hoy, despacio-dijo la da-ma apoyando las manos en la mesa, al puntoque el D. Francisco acababa de desayunarse. Yasabía ella por dónde iba a salir en la réplica, y le

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esperó tranquila, con semblante de risueña con-fianza.

-Mire usted, Crucita... Desde que me casé,vengo realizando... sí, esa es la palabra, reali-zando una serie de transacciones. Usted me pro-puso reformas que se daban de cachetes conmis costumbres de toda la vida, por ejemplo...¿Pero a qué poner ejemplos ni verbigracias?Ello es que mi cuñada proponía y yo trinaba. Alfin he transigido, porque como dice muy biennuestro amigo Donoso, vivir es transigir. Heaceptado un poquito de lo que se me proponía,y usted cedía un ápice, o dos ápices de sus pre-tensiones... El justo medio, vulgo prudencia. Nodirán las señoras del Águila que no he procu-rado hacerles el gusto, desmintiéndome, comoquien dice. Por tener contenta a mi queridaesposa y a usted, me privo de venir a comer enmangas de camisa, lo que era muy de mi gustoen días de calor. Se empeñaron después en tra-erme una cocinera de doce duros. ¡Qué barba-

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ridad! ¡Ni que fuéramos arzobispos! Pues tran-sigí con admitir la que tenemos, ocho durazos,que si es verdad nos hace primores, bien paga-da estaría con cien reales. Para que mi señora yla hermana de mi señora no se alboroten, hedejado de comer salpicón a última hora de lanoche, antes de acostarme, por que, lo reconoz-co, no está bien que vaya delante de mí el olorde cebolla, abriéndome camino como un bati-dor. Y reasumiendo: he transigido también con ellacayito ese para recados y limpiarme la ropa,aunque a decir verdad, días hay en que paraevitarle reprimendas al pobre chico, no sólo melimpio yo mi ropa, sino también la suya. Peroen fin, pase el chaval de los botones, que, si nome equivoco, no presta servicios en consonan-cia con lo que consume. Yo lo observo todo,señora mía; suelo darme una vuelta por la coci-na cuando está comiendo la servidumbre, vulgocriados, y he visto que ese ángel de Dios se tra-ga la ración de siete; amén del mal tercio quehace a la familia levantando de cascos a las

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criadas de casa, y a las de toda la vecindad. Enfin, ustedes lo quieren: sea. Adopto esta actitudpara que no digan que soy la intransigencia per-sonificada, y para cargarme de razón ahora,negándome, como me niego, al derribo de tabi-ques, etcétera... que eso de estropear la finca vacontra la lógica, contra el sentido común, y con-tra la conveniencia de propios y extraños.

Contestole Cruz con gracejo, afectando su-misión a la primera autoridad de la familia, y sedirigió a la alcoba de su hermana, que no deja-ba el lecho hasta más tarde. Ambas charlaronalegremente de la misma materia, conviniendoen que aquello y aún más se conseguiría de D.Francisco, esperando la ocasión favorable, co-mo habían podido observar en el tiempo quellevaban de convivencia. Torquemada, despuésde darse un buen atracón de La Correspondenciade la mañana, se fue al lado de su esposa, pe-riódico en mano, pisando con suavidad porevitar el ruido, y ladeándose la gorra de seda

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negra, para rascarse el cráneo. No tardó Cruzen acudir a despertar al ciego y llevarle el des-ayuno, y quedó el matrimonio solo, acostadaella, él paseándose en la alcoba.

«¿Y qué tal?-le preguntó D. Francisco con ca-riño no afectado-. ¿Te sientes hoy más fuerte?

-Me parece que sí.

-Probarás a dar un paseíto a pie... Yo, si teempeñas en darlo en coche, no me opongo,¡cuidado! Pero más te conviene salir de infanter-ía con tu hermana.

-A patita saldremos...-replicó la esposa-.Iremos a casa de las de Taramundi, y para lavuelta, ellas nos traerán en su berlina. De estemodo te ahorras tú ese gasto.

Torquemada no chistó. Siempre que se enta-blaban discusiones sobre reformas que desnive-laran el bien estudiado presupuesto de D. Fran-

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cisco, Fidela se ponía de parte de él, bien por-que anhelara cumplir fielmente la ley de ar-monía matrimonial, bien porque con femenilinstinto, y casi sin saber lo que hacía, cultivarala fuerza en el campo de su propia debilidad,cediendo para triunfar, y retirándose para ven-cer. Esto es lo más probable, y casi por segurolo da el historiador, añadiendo que no habíasombra de malicia premeditada en aquella es-trategia, obra pura de la naturaleza femenina, yde la situación en que la joven del Águila seencontraba. A los tres meses de matrimonio, nose había disipado en ella la impresión de losprimeros días, esto es, que su nuevo estado erauna liberación, un feliz término de la opresoramiseria y humillante obscuridad de aquellosaños maldecidos. Casada, podía vestirse condecencia y asearse conforme a su educación,comer cuantas golosinas se le antojaran, salir depaseo, ver alguna función de teatro, tener ami-gas y disfrutar aquellos bienes de la vida quemenos afectan al orden espiritual. Porque lo

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primero, después de tan larga pobreza y aho-gos, era respirar, nutrirse, restablecer las fun-ciones animales y vegetativas. El contento delcambio de medio, favorable para la vida orgá-nica y un poco para la social, no le permitía verlos vacíos que aquel matrimonio pudiera de-terminar en su alma, vacíos que incipientesexistían ya, como las cavernas pulmonares deltuberculoso, que apenas hacen padecer cuandoempiezan a formarse. Debe añadirse que Fide-la, con el largo padecer en los mejores años desu vida, todo lo que había ganado en sutilezasde imaginación, habíalo perdido en delicadezay sensibilidad, y no se hallaba en disposición deapreciar exactamente la barbarie y prosaísmode su cónyuge. Su linfatismo le permitía sopor-tar lo que para otro temperamento habría sidoinsoportable, y su epidermis, en apariencia finí-sima, no era por dentro completamente sensiblea la ruda costra del que, por compañero de vi-da, casa y lecho, le había dado la sociedad deacuerdo con la Santa Iglesia. Cierto que a ratos

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creía enterarse vagamente de aquellos vacíos ocavernas que dentro se le criaban; pero no hacíacaso, o movida de un instinto reparador (y vade instintos) defendíase de aquella molestiapremonitoria, ¿con qué creeréis? con el mimo.Haciéndose más mimosa de lo que realmenteera, fomentando en sí hábitos y remilgos infan-tiles, en lo cual no hacía más que aceptar losprocedimientos de su hermana y de su marido,se curaba en salud de todo aquel mal probabley posible de los vacíos. Era, pues, de casada,más golosa y caprichuda que de soltera; hacíamuecas de niño llorón; enredaba, variando desitio las cosas fáciles de transportar; entreteníalas horas con afectaciones de pereza que agran-daban su ingénita debilidad; afectaba tambiénun cierto desdén de todo lo práctico, y horror alos trajines duros de la casa; extremaba el aseohasta lo increíble, eternizándose en su tocador;ansiaba los perfumes, que eran una nueva golo-sina, no menos apetecida que los bombones conagridulce; gustaba de que su marido la tratase

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con extremados cariños, y ella le llamaba a él suborriquito, pasándole la mano por el lomo comoa un perrazo doméstico, y diciéndole: «Tor,Tor... aquí... fuera... ven... la pata... ¡dame lapata!».

Y D. Francisco, por llevarle el genio, le dabala mano, que para aquellos casos (y para otrosmuchos) era pata, recibiendo el hombre muchí-simo gusto de tan caprichoso estilo de afectomatrimonial. Aquella mañana no ocurrió nadade esto; charlaron un rato, encareciendo amboslas delicias del pasear a pie, y por fin Fidela ledijo: «Por mí no necesitas poner coche. No fal-taba más. ¡Ese gasto por evitarme un poquitode cansancio...! No, no, no lo pienses. Ahora,por ti, ya es otra cosa. No está bien que vayas ala Bolsa en clase de peatón. Desmereces, creeque desmereces entre los hombres de negocios.Y no lo digo yo, lo dice mi hermana, que sabemás que tú... lo dice también Donoso. No megusta que piensen de ti cosas malas, ni que te

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llamen cominero. Yo me paso muy bien sin eselujo: tú no puedes pasarte, porque en realidadno es lujo, sino necesidad. Hay cosas que soncomo el pan...

Don Francisco no pudo contestarle porque leavisaron que le esperaba en su despacho elagente de Bolsa, y allá se fue presuroso, revol-viendo en su caletre estas o parecidas ideas:«¡El condenado cochecito! Al fin habrá queecharlo... velis nolis. No es idea, no, de esa pasta-flora de mi mujer, que jamás discurre nada to-cante al aumento de gastos. La otra, la dominan-ta, es la que quiere andar sobre ruedas. Ni quéfalta me hace a mí ese armatoste, que... ahoraque me acuerdo... se llama también vehículo.¡Ah! ¡si yo pudiera gastarlo, sin que esa despó-tica de Cruz lo catara!... Pero no, ¡ñales! tieneque ser para todos, y mi mujer la primera, so-bre cojines muy blandos para que no se meestropee, máxime si hay sucesión... Porque,

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aunque nada han dicho, yo, atento a la lógica delfenómeno, me digo: sucesión tenemos.

-III-

¡Qué cosas hace Dios! En todo tenía unasuerte loca aquel indino de Torquemada, y noponía mano en ningún negocio que no le saliesecomo una seda, con limpias y seguras ganan-cias, como si se hubiese pasado la vida sem-brando beneficios, y quisiera la Divina Provi-dencia recompensarle con largueza. ¿Por qué lefavorecía la fortuna, habiendo sido tan viles susmedios de enriquecerse? ¿Y qué Providencia esesta, que así entiende la lógica del fenómeno, co-mo por cosa muy distinta decía el avaro? Cual-quiera desentraña la relación misteriosa de lavida moral con la financiera o de los negocios, yesto de que las corrientes vayan a fecundar lossuelos áridos en que no crece ni puede crecer laflor del bien. De aquí que la muchedumbre

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honrada y pobre crea que el dinero es loco; deaquí que la santa religión, confundida ante lamonstruosa iniquidad con que se distribuye yencasilla el metal acuñado, y no sabiendo cómoconsolarnos, nos consuela con el desprecio delas riquezas, que es para muchos consuelo detontos. En fin, sépase que la previsora amistaddel buen Donoso, había rodeado a D. Franciscode personas honradísimas que le ayudaran enel aumento de sus caudales. El agente de Bolsa,de quien era comitente para la compra y ventade títulos, reunía a su pasmosa diligencia laprobidad más acrisolada. Otros correveidilesque le proporcionaban descuentos de pagarés,pignoraciones de valores y negocios mil, sobrecuya limpieza nadie se habría atrevido a ponerla mano en el fuego, eran de lo mejorcito de laclase. Verdad que ellos, con su buen olfatomercantil, comprendieron desde el primer díaque a Torquemada no se le engañaba fácilmen-te, y en esto tal vez se afirmaba el cimiento desu moralidad; al paso que D. Francisco, hombre

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de grandísima perspicacia para aquellos tratos,les calaba los pensamientos antes que los reve-lara la palabra. De este conocimiento recíproco,de esta compenetración de las voluntades, re-sultaba el acuerdo perfecto entre compinches, yel pingüe fruto de las operaciones. Y aquí nosencontramos con un hecho que viene a dar ex-plicación a las monstruosas dádivas de la suer-te loca, y al contrasentido de que se enriquez-can los pillos. No hay que hablar tanto de laciega fortuna, ni creer la pamplina de que estava y viene con los ojos vendados... ¡invencióndel simbolismo cursi! No es eso, no. Ni se debeadmitir que la Providencia protegiera a Tor-quemada para hacer rabiar a tanto honradosentimental y pobretón. Era... las cosas claras,era que D. Francisco poseía un talento de pri-mer orden para los negocios, aptitud incubadaen treinta años de aprendizaje usurario a lamenuda, y desarrollada después en más amplioterreno y en esfera vastísima. La educación deaquel talento había sido dura, en medio de pri-

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vaciones y luchas horrendas con la humanidadprecaria, de donde sacó el conocimiento pro-fundísimo de las personas bajo el aspecto ex-clusivo de tener o no tener, la paciencia, laapreciación clara del tanto por ciento, la lima-dura tenaz, y el cálculo exquisito de la oportu-nidad. Estas cualidades, aplicadas luego a ope-raciones de mucha cuenta, se sutilizaron y ad-quirieron desarrollo formidable, como observa-ron Donoso y los demás amigos pudientes quese fueron agregando a la tertulia.

Reconocíanle todos por un hombre sin cul-tura, ordinario y a veces brutalmente egoísta;pero al propio tiempo veían en él un magistralgolpe de vista para los negocios, un tino segurí-simo que le daba incontestable autoridad, desuerte que, teniéndose todos por gente de másvalía en la vida general, en aquella rama espe-cialísima del toma y daca bajaban la cabeza anteel bárbaro, y le oían como a un padre de la Igle-sia... crematística. Ruiz Ochoa, los sobrinos de

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Arnaiz y otros que por Donoso se fueron intro-duciendo en la casa de la calle de Silva, platica-ban con el prestamista aparentando superiori-dad, pero realmente espiaban sus pensamientospara apropiárselos. Eran ellos los pastores, yTorquemada el cerdo que olfateando la tierradescubría las escondidas trufas, y allí donde leveían hocicar, negocio seguro.

Pues, como digo, fue D. Francisco a su des-pacho, donde estuvo como un cuarto de horadando instrucciones al agente de Bolsa, y vol-vió luego a engolfarse en los periódicos de lamañana, lectura que le interesaba en aquellaépoca, ofreciéndole verdaderas revelaciones enel orden intelectual, y abriendo horizontes in-mensos ante su vista, hasta entonces fija en ob-jetos situados no más allá de sus narices. Leíacon mediano interés todo lo de política, viendoen ella, como es común en hombres aferrados alos negocios, no más que una comedia inútil,sin más objeto que proporcionar medro y satis-

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facciones de vanidad a unos cuantos centenaresde personas; leía con profunda atención lostelegramas, porque todas aquellas cosas que enel extranjero pasaban parecíanle de más fusteque las de por acá, y porque los nombres deGladstone, Goschen, Salisbury, Crispi, Caprivi,Bismarck, le sonaban a grande, revelando unaraza de personajes de más circunstancias quelos nuestros; se detenía con delectación en elrelato de sucesos del día, crímenes, palos, esce-nas de amor y venganza, fugas de presos, esca-los, entierros y funerales de personas de viso,estafas, descarrilamientos, inundaciones, etcé-tera. Así se enteraba de todo, y de paso aprend-ía cláusulas nuevas y elegantes para irlas sol-tando en la conversación.

Por lo que pasaba como gato sobre ascuasera por los artículos pertinentes a cosa de litera-tura y arte, porque allí sí que le estorbaba lonegro, es decir, que no entendía palotada, ni leentraba en la cabeza la razón de que tales mon-

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sergas se escribieran. Pero como veía que todoel mundo, en la conversación corriente, dabaefectiva importancia a tales asuntos, él no decíajamás cosa alguna en descrédito de tales artesliberales. Eso sí, a discreto no le ganaba nadie,en el nuevo orden de cosas, y tenía el don inapre-ciable del silencio siempre que se tratara dealgún asunto en que se sentía lego. Tan sólodaba su asentimiento con monosílabos, dejandoadivinar una inteligencia reconcentrada, que noquiere prodigarse. Para él hasta entonces, artis-tas eran los barberos, albañiles, cajistas de im-prenta y maestros de obra prima; y cuando vioque entre gente culta sólo eran verdaderos ar-tistas los músicos y danzantes, y algo tambiénlos que hacen versos y pintan monigotes, hizomental propósito de enterarse detenidamentede todo aquel fregado, para poder decir algo quele permitiera pasar por hombre de luces. Por-que su amor propio se fortalecía de hora enhora, y le sublevaba la idea de que le tuvieranpor un ganso; de donde resultó que últimamen-

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te dio en aplicarse a la lectura de los artículosde crítica que traían los periódicos, procurandosacar jugo de ellos, y sin duda habría pescadoalgo, si no tropezara a cada instante con multi-tud de términos cuyo sentido se le indigestaba.«¡Ñales!-decía en cierta ocasión-, ¿qué querrádecir esto de clásico? ¡Vaya unos términos quese traen estos señores! Porque yo he oído decirel clásico puchero, la clásica mantilla; pero no seme alcanza que lo clásico, hablando de versos ode comedias, tenga nada que ver con los gar-banzos, ni con los encajes de Almagro. Es queestos tíos que nos sueltan aquí tales infundiossobre el más o el menos de las cosas de literatu-ra, hablan siempre en figurado, y el demonioque les entienda... ¿Pues y esto del romanticis-mo, qué será? ¿Con qué se come esto? Tambiénquisiera yo que me explicaran la emoción estéti-ca, aunque me figuro que es como darle a unoun soponcio. ¿Y qué significa realismo, que aquíno es cosa del Rey, ni Cristo que lo fundó?

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Por nada de este mundo se aventuraba a ex-poner sus dudas ante la autoridad de su esposao cuñada, pues temía que se le rieran en susbarbas, como una vez que le tentó el demonio,hallándose en una gran confusión, y fue y lesdijo: «¿Qué significa secreciones?». ¡Dios, quérisas, qué chacota, y qué sofoco le hicieron pa-sar con sus ínsulas de personas ilustradas!

Interrumpió la lectura para ir al cuarto de sumujer, resuelto a ponerla en planta, pues Que-vedito recomendaba que se combatiese en ellala pereza, favorecedora de su linfatismo; ycuando iba por el pasillo, oyó voces un pocoalteradas que de la estancia próxima al salónvenían. Era aquella la habitación que ocupabael ciego; y como a este, comúnmente, no se leoía en la casa una palabra más alta que otra,siendo tal su laconismo que parecía haber per-dido, con el de la vista, el uso de la palabra,alarmose un tanto D. Francisco, y aplicó su oídoa la puerta. Mayor que su alarma fue su asom-

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bro al sentir al ciego riendo con gran efusión, yello debía de ser por motivo impertinente, puessu hermana le reprendía con severidad, ele-vando el tono de su indignación tanto como élel de sus risotadas. No pudo el tacaño com-prender de qué demonios provenía júbilo tanestrepitoso, porque el tal Rafaelito, desde laboda, no se reía ni por muestra, y su cara era unpuro responso, siempre mirando para su inter-ior y oyéndose de orejas adentro. Torquemadase retiró de la puerta, diciendo para sí: «Conbuen humor amanece hoy el caballero de laChancla y Gran Duque de la Birria... Más valeasí. Téngale Dios contento, y habrá paz.

-IV-

Es el caso que aquella mañana, al entrarCruz en el cuarto de su hermano con el des-ayuno, no sólo le encontró despierto, sino sen-tado en el lecho, pronto a vestirse solo, como

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hombre a quien llaman fuera de casa negociosurgentes. «Dame, dame pronto mi ropa-dijo asu hermana-. ¿Te parece que es hora esta deempezar el día, cuando lo menos hace seishoras que ha salido el sol?

-¿Tú qué sabes cuándo sale y cuándo entra elsol?

-¿Pues no he de saberlo? Oigo cantar los ga-llos... Y que no faltan gallos en esta vecindad.Yo mido el tiempo por esos relojes de la Natu-raleza, más seguros que los que hacen los hom-bres, y que siempre van atrasados. Y para ase-gurarme más, pongo atención a los carros de lamañana, a los pregones de verduleras y ropave-jeros, al afilador, al alcarreño de la miel, y poroírlo todo, oigo cuando echan el periódico pordebajo de la puerta.

-¿De modo que no has dormido la mañana?-preguntole su hermana con tierna solicitud,acariciándole-. Eso no me gusta, Rafael. Ya van

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muchos días así... ¿Para qué espoleas tu imagi-nación en las horas que debes dedicar al des-canso? Tiempo tienes, de día, de hacer tuscálculos, y entretenerte con los acertijos que a timismo te propones.

-Cada uno vive a la hora que puede-replicóel ciego, volviendo a echarse en la cama; perosin intenciones de recobrar el sueño perdido-.Yo vivo conmigo a solas, en el silencio de lamañana obscura, mejor que con vosotras en elruido de la tarde, entre visitas que me aburren,y algún relincho del búfalo salvaje que andapor ahí.

-Ea, ya empiezas-indicó la dama amos-tazándose-. A desayunarse pronto. La debili-dad te desvanece un poquito la cabeza, y te ladesmoraliza, insubordinando los malos pensa-mientos y reprimiendo los buenos. ¿Qué tal lafigura? Tómate tu chocolatito, y verás cómo tevuelves humano, indulgente, razonable... ydesaparece de tu cabeza la cólera vil, la injusti-

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cia, y el odio a personas que no te han hechoningún daño.

-Bueno, hija, bueno-dijo el ciego incorporán-dose de nuevo y empezando a reír-. Venga esechocolate que, según tú, restablecerá en mi ca-beza la disciplina militar, digo, intelectual. Esgracioso.

-¿Por qué te ríes?

-Toma, porque estoy contento.

-¿Contento tú?

-¿Ahora salimos con eso? ¡Pues, hija!... Cua-tro meses hace que me estáis sermoneando pormi tristeza, porque no hablo, porque no meentran ganas de reír, porque no me divierto conlas mil farsas que inventáis para distraerme.Vamos, que me tenéis loco... «Rafael, ríete; Ra-fael, ponte de buen humor». Y ahora que la

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alegría me retoza en el alma y me sale por ojosy boca, me riñes. ¿En qué quedamos?

-Yo no te riño. Me sorprendo de esa alegríadesenfrenada, que no es natural, Rafael, vamos,que no es verdadera alegría.

-Yo te juro que sí; que en este momento mesiento feliz, que me gustaría verte reír conmigo.

-Pues dime la causa de esa alegría. ¿Es algu-na idea original, algo que has pensado?... ¿O teríes mecánicamente nada más?

-¡Mecánicamente! No, hija de mi alma. Laalegría no es una cosa a la cual se da cuerda,como a los relojes. La alegría nace en el alma, yse nos manifiesta por esta vibración de losmúsculos del rostro, por esta... no sé cómo de-cirlo... Vaya, me tomaré el chocolate para queno te enfades...

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-Pero contén la risa un momentito, y no metengas aquí con la bandeja en una mano y larebanada de pan en otra...

-Sí; reconozco que es conveniente alimentar-se; más que conveniente, necesario. ¿Ves? Ya nome río... ¿Ves? Ya como. De veras que tengoapetito... Pues... querida hermana, la alegría esuna bendición de Dios. Cuando nace de noso-tros mismos, es que algún ángel se aposenta ennuestro interior. Generalmente, después de unanoche de insomnio, nos levantamos con unhumor del diablo. ¿Por qué me pasa a mí locontrario no habiendo pegado los ojos?... Tú noentiendes esto, ni lo entenderás si yo no te loexplico. Estoy alegre porque... Antes debo de-cirte que paso mis madrugadas calculando lasprobabilidades del porvenir, entretenimientomuy divertido... ¿Ves? Ya he concluido el cho-colate. Ahora venga el vaso de leche... Riquísi-ma... Bueno, pues para calcular el porvenir, cojoyo las figuras humanas, cojo los hechos pasa-

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dos, los coloco en el tablero, los hago avanzarconforme a las leyes de la lógica...

-Hijo mío, ¿quieres hacerme el favor de nomarearte con esas simplezas?-dijo la dama,asustada de aquel desbarajuste cerebral-. Veoque no se te debe dejar solo, ni aun de noche.Es preciso que te acompañe siempre una per-sona, que en las horas de insomnio te hable, teentretenga, te cuente cuentos...

-Tonta, más que tonta. Si nadie me entretie-ne como yo mismo, y no hay, no puede habercuentos más salados que los que yo me cuentoa mí propio. ¿Quieres oír uno? Verás. En unreino muy distante, éranse dos pobres hormi-gas, hermanas... Vivían en un agujerito...

-Cállate: me incomodan tus cuentos... Serápreciso que yo te acompañe de noche, aunqueno duerma.

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-Me ayudarías a calcular el porvenir, ycuando llegáramos al descubrimiento de ver-dades tan graciosas como las que yo he descu-bierto esta noche, nos reiríamos juntos. No, note enfades porque me ría. Me sale de muyadentro este gozo para que pueda contenerlo.Cuando uno ríe fuerte, se saltan las lágrimas, ycomo yo nunca lloro, tengo en mí una cantidadde llanto que ya lo quisieran más de cuatro pa-ra un día de duelo... Deja, deja que me ría mu-cho, porque si no reviento.

-Basta, Rafael-dijo la dama creyendo quedebía mostrar severidad-. Pareces un niño.¿Acaso te burlas de mí?

-Debiera burlarme, pero no me burlo. Tequiero, te respeto, porque eres mi hermana, y teinteresas por mí; y aunque has hecho cosas queno son de mi agrado, reconozco que no eresmala, y te compadezco... sí, no te rías tú ahora...te compadezco porque sé que Dios te ha decastigar, que has de padecer horriblemente.

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-¿Yo? ¡Dios mío!-exclamó la noble dama consúbito espanto.

-Porque la lógica es lógica, y lo que tú hashecho tendrá su merecido, no en la otra vida,sino en esta, pues no siendo bastante mala parairte al infierno, aquí, aquí has de purgar tusculpas.

-¡Ay! Tú no estás bueno. ¡Pobrecito mío!...¡Yo culpas, yo castigada por Dios!... Ya vuelvesa tu tema. La mártir, la esclava del deber, la queha luchado como leona para defenderos de lamiseria, castigada... ¿por qué? por una buenaobra. ¿Ha dicho Dios que es malo hacer el bien,y librar de la muerte a las criaturas?... ¡Bah!...Ya no te ríes... ¡Qué serio te has puesto!... Esque una razón mía basta para hacerte recobrarla tuya.

-Me he puesto serio, porque pienso ahorauna cosa muy triste. Pero dejémosla... Volvien-do a lo que hablábamos antes y al motivo de mi

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risa, tengo que advertirte que ya no me oirásvituperar a tu ilustre cuñado, no digo mío, por-que mío no lo es. No pronunciaré contra él pa-labra ninguna ofensiva, porque como su pan,comemos su pan, y sería indigno que le insultá-ramos después que nos mantiene el pico. Losinfames somos nosotros, yo más que tú, porqueme las echaba de inflexible y de mantenedorcaballeresco de la dignidad; pero al fin, ¡quéoprobio! disculpándome con mi ceguera, heconcluido por aceptar del marido de mi herma-na la hospitalidad, y esta bazofia que me dais, yla llamo bazofia con perdón de la cocinera,porque sólo moralmente, ¿entiendes? moral-mente, es la comida de esta casa como la sopaboba que en un caldero, del tamaño de hoy ymañana, se da a los pobres mendigos a la puer-ta de los conventos... Con que ya ves... No levitupero, y cuando me reía, no me reía de él nide sus gansadas, que tú vas corrigiendo paraque no te ponga en ridículo... porque ese hom-bre acabará por hablar como las personas; de

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tal modo se aplica y atiende a tus enseñanzas;digo que no me río de él, ni tampoco de ti, sinode mí, de mí mismo... Y ahora me entra la risaotra vez: sujétame... Bueno, pues me río a misanchas, y riéndome te aseguro que he calado elporvenir... y veo, claro como la luz del alma,única que a mí me alumbra... veo que transi-giendo, transigiendo y abandonándome loshechos, sacerdote de la santa inercia, acabarépor conformarme con la opulencia infamantede esta vida, por hacer mangas y capirotes de ladignidad... Si esto no es cómico, altamentecómico, es que la gracia ha huido de nuestroplaneta. ¡Yo conforme con esta deshonra, yoviéndoos en tanta vileza, y creyéndola no sóloirremediable, sino hasta natural y necesaria!¡Yo vencido al fin de la costumbre y hecho a laenvenenada atmósfera que respiráis vosotras!Confiésame, querida hermana, que esto es paramorirse de risa, y si conmigo no te alegras aho-ra será porque tu alma es insensible al humo-rismo, entendido en su verdadera acepción, no

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en la que le dio tu cuñadito el otro día, cuandose quejaba del mucho humorismo de la chimenea.

Llegaron a su punto culminante las risotadasen esta parte de la escena, y en tal momento fuecuando Torquemada oyó desde fuera el alboro-to.

-V-

«No se te puede tolerar que hables de esamanera-dijo la hermana mayor, disimulando lazozobra que aquel descompuesto reír iba levan-tando en su alma. Nunca he visto en ti esehumor de chacota, ni esas payasadas de malgusto, Rafael. No te conozco.

-De algún modo se había de revelar en mí lametamorfosis de toda la familia. Tú te hastransformado por lo serio, yo por lo festivo. Alfin seremos todos grotescos, más grotescos que

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él, pues tú conseguirás retocarle y darle bar-niz... Pues sí, me levantaré: dame mi ropa...Digo que la sociedad concluirá por ver en él unhombre de cierto mérito, un tipo de esos quellaman serios, y en nosotros unos pobres cursis,que por hambre hacen el mamarracho.

-No sé cómo te oigo... Debiera darte azotescomo a un niño mañoso... Toma, vístete; lávatecon agua fría para que se te despeje la cabeza.

-A eso voy-replicó el ciego, ya en pie y dis-poniéndose a refrescar su cráneo en la jofaina-.Y puesto que no tiene ya remedio, hay queaceptar los hechos consumados, y meternoshasta el cuello en la inmundicia que tu... vamos,que la fatalidad nos ha traído a casa. Ya ves queno me río, aunque ganas no me faltan... Tehablaré seriamente, contra lo que pide lo jocosodel asunto... Y de esto dan fe las inflexiones desátira que se notan... ¿no las has notado?... quese notan, digo, en el acento de todas las perso-

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nas que han vuelto a entablar amistad con no-sotros, después del paréntesis de desgracia.

-Yo no he notado eso-afirmó Cruz resuelta-mente-; y no hay tal sátira más que en tu desca-rriada imaginación.

-Es que a ti te deslumbran los destellos deesta opulencia de similor, y no ves la verdad dela opinión social. Yo, ciego, la veo mejor que tú.En fin, déjame que me fregotee un poco la caray la cabeza, y te diré una cosa que ha de pas-marte.

-Lo mejor sería que te callaras, Rafael, y nome enloquecieras juzgando de un modo tanabsurdo los hechos más naturales de la vida...Toma la toalla. Sécate bien... Ahora te sientas, yte peinaré.

-Pues quería decirte... Se me ha despejado lacabeza; pero es el caso que ahora me retoza otravez la risa, y necesito contenerme para no esta-

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llar... Quería decirte que cuando se pierde lavergüenza, como la hemos perdido nosotros...

-¡Rafael, por amor de Dios...!

-Digo que lo mejor es perderla toda de unavez, arrancarse del alma ese estorbo, y afrontara cara descubierta el hecho infamante... Cuandomás, debe usarse en la cara el colorete de lasbuenas formas, una vez perdido el santo ruborque distingue las personas dignas de las que nolo son... (conteniendo la risa.) Tú, autora de todoesto, debes ir ya hasta el fin. No te detengas amedio éxito. Fuera escrúpulos, fuera delicade-zas que ya resultarían afectadas. ¿No has con-seguido aún que el amo os dé coche para salirpublicando por calles y paseos la venta quehabéis hecho de...? ¡Oh! no me tires del pelo.Me haces daño.

-Es que me pones nerviosa... ¡Pobre ser deli-cado y enfermo, a quien no se puede aplicar elcorrectivo de una azotaina!

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-Decía que la venta... Bueno: retiro la pala-bra. ¡Ay!... Ello es que harás muy bien en son-sacarle el gasto del coche. El otro, mascando laspalabras finas con las ordinarias, tascará el fre-no que tú le pones con tu talento y tu autori-dad. A cambio de la representación social conque alimentas su orgullo de pavo... no digo depavo real, sino de pavo común, de ese que porNavidad se engorda con nueces enteras... acambio de la representación social, él te darácuanto le pidas, renegando, eso sí, porque tienela avaricia metida en los huesos y en el alma;pero cederá, como tú sepas trastearlo, y ¡vaya sisabes! Y conseguirás el abono en el Real y en laComedia, y las reuniones y comidas en deter-minados días de la semana. Hartaos de riqueza,de lujo, de vanidad, de toda esa bazofia que havenido a sustituir el regalo fino de los senti-mientos puros y nobles. ¡Que os pague en loque valéis, que no descanse en sus arcas unasola peseta de las que continuamente trae aellas el negocio, sucio como alma de condena-

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do! Apenas entre la santa peseta, escamoteadlavosotras, para gastarla en trapos, comistrajes,diversiones públicas y privadas, objetos artísti-cos, muebles de lujo. Duro con él, a ver si re-vienta y os quedáis dueñas de todo, que esasería vuestra jugada.

-Rafael, ya no más-dijo la dama vibrando decólera-. He oído tus disparates con mi santapaciencia; pero esta se agota ya. Tú la crees in-agotable; por eso abusas... Pero no lo es, no loes. Ya no puedo acompañarte más. Pinto aca-bará de vestirte... (Llamando.) Pinto... chiquillo...¿Qué haces?

Acudió al instante el lacayito, cargado deropa, que el sastre acababa de traer.

«Estaba recogiendo el traje nuevo del señori-to Rafael. El sastre dice que quiere vérselopuesto.

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-Pues que pase. (A Rafael.) Ya tienes entrete-nimiento para un rato. Volveré a verte vestido,y como alguna prenda no esté bien, se le de-vuelve para que la reforme. (Al sastre.) Paseusted, Balboa... Hay que probar todo. Ya sabeusted que este caballero es muy escrupuloso yexigente para la ropa. Conserva el sentido delbuen corte y del ajuste, como si pudiera apre-ciarlos por la vista. (A Pinto.) Anda, ¿qué haces?Quítale el pantalón.

-Sí, Sr. Vasco Núñez de Balboa-dijo Rafaeltocado otra vez de su jocosidad nerviosa-. Mebasta ponerme una prenda, para conocer por eltacto, por el roce de la tela, hasta las menoresimperfecciones de la hechura. Con que... a míno me traiga usted chapucerías, fiándose de miceguera. Venga el pantalón... Y a propósito,amigo Balboa: mi hermana y yo hablábamosahora... ¿Se ha ido mi hermana?

-Aquí estoy, hombre... Ese pantalón me pa-rece que va muy bien.

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-No está mal. Pues decía que necesito mástrapo, Sr. Balboa. Otro terno de entretiempo, ungabán como el que lleva Morentín, ¿sabe usted?y tres o cuatro pantalones de verano, ligeros.¿Qué dice mi señora hermana?

-¿Yo? Nada.

-Me pareció que protestabas de esta pasiónmía de la ropa buena y abundante... Pues tedigo que alío me ha de tocar a mí del cambio defortuna... Y te digo más: quiero un frac... ¿Quepara qué lo necesito? Yo me entiendo. Necesitoun frac.

-¡Jesús!

-Ya lo sabe usted, Vasco Núñez... ¿Se ha idomi hermana?

-Aquí estoy... y está conmigo toda mi pa-ciencia.

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-Me alegro mucho. La mía se ha evaporado,llevándose otra cosa que no quiero nombrar. Yen el hueco que dejó, se ha metido un ardienteapetito de los bienes materiales... No tengo laculpa de ello, ni soy yo quien ha traído a casaesta desmoralización mansa. Maestro, el fracprontito... Y tú, hermana querida... ¿Pero se haido...?

-Ahora sí... Se fue la señora-indicó tímida-mente el sastre-, y me parece que un poquitínincomodada con usted.

Y era verdad que salió del cuarto la dama,no sólo por librarse de aquel suplicio, sino por-que suponía, con algún fundamento, que supresencia era lo que excitaba más al desdichadojoven. Allá le dejó con Pinto y el sastre todo eltiempo que duraron las probaturas y el quita ypon de ropa. A la hora de almorzar, volvió D.Francisco de la calle, y sorprendió a su cuñadacon los ojos encendidos, suspirona y triste.

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«¿Qué hay, qué ocurre?-le preguntó alar-madísimo.

-Esto nos faltaba... Le aseguro a usted, amigomío, que Dios quiere someterme a pruebas de-masiado duras... Rafael está enfermo, muy en-fermo.

-Pues si esta mañana se reía como un desco-sido.

-Precisamente... ese es el síntoma.

-¡Reírse... síntoma de enfermedad! Vaya, quecada día descubre uno cosas raras en este nuevorégimen a que ustedes me han traído. Siemprehe visto que el enfermo lloraba, bien porque ledolía algo, bien por falta de respiración, o porno poder romper por alguna parte... Pero quelos enfermos se desternillen de risa, es lo únicoque me quedaba que ver.

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-Lo mejor-indicó Fidela ocupando su asientoen la mesa, y mirando con sereno y apaciblerostro a su marido-, será llamar a un médicoespecialista en enfermedades nerviosas... Ycuanto más pronto mejor...

-¡Especialista!-exclamó Torquemada, per-diendo repentinamente el apetito-. Es decir, unmedicazo de mucha fanfarria, que después dedejar a tu hermano peor que estaba, pongaunos emolumentos que nos partan por el eje.

-No podemos consentir que tome cuerpo esaneurosis-dijo Cruz ocupando su sitio.

-¿Esa qué?... ¡Ah! ya, neurosis paparruchosis...Mire usted, Cruz, lo que no haga mi yerno, nolo hará ningún facultativo de esos que se danimportancia desvalijando al género humano,después de llenar de cadáveres nuestros clásicoscementerios.

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-No te pongas cargante, querido Tor-arguyóFidela con dulzura-. Hay que llamar a un espe-cialista, dos especialistas, aunque sean tres.

-Con uno basta-manifestó Cruz.

-No, mejor será traer acá un rebaño de doc-tores-agregó D. Francisco, recobrando el apeti-to-. Y luego que acaben de recetar, nos iremostodos a los Asilos del Pardo.

-Es usted la misma exageración, señor mío-díjole Cruz festivamente.

-Y usted el maquiavelismo en persona, opersonificado... Y entre paréntesis, señorasmías, esa cocinera de ocho duros será la octavamaravilla; pero a mí no me la da. Estos riñonesme saben a quemado.

-Si están riquísimos.

-Mejor los ponía Romualda, a quien despi-dieron ustedes porque se peinaba en la cocina...

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En fin, me resigno a este orden de cosas, y tran-sigiremos...

-Transacción-dijo Fidela, pasando la manopor el hombro de su marido-. En vez de llamarlos tres especialistas...

-¿Tres nada menos? Di más bien las tres pla-gas de Faraón, y la langosta médico-farmacéutica.

-Pues en vez de llamar al especialista, lleva-mos a Rafael a París para que le vea Charcot.

-VI-

-¿Y quién es ese peine?-preguntó Torque-mada, cuando hubo tragado el pedazo de car-ne, que al oír Charcot se le atravesó sin quererpasar ni para arriba ni para abajo.

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-No es peine. Es el primer sabio de Europaen enfermedades cerebrales.

-Pues yo-afirmó el tacaño, dando un golpeen la mesa con el mango del tenedor-, yo, yo ledigo al primer sabio de Europa que se vaya afreír espárragos... y que si quiere enfermos ri-cos, que vaya a recetarle a la gran puerquísimade su madre.

-¡Hombre, qué cosas dices...!-manifestó Fide-la con dulce severidad, y blando mimo-. Fran-cisco, por Dios... Mira, tontín, con el viaje aParís matamos dos pájaros de un tiro.

-No, si yo no quiero matar pájaros de un ti-ro, ni de dos.

-Llevamos a Rafael a que le vea Charcot.

-Si no hiciera más que verle... Pues conmandarle el retrato...

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-Digo que curaremos a Rafael, y de paso,verás tú a París, que no lo has visto.

-Ni falta que me hace.

-¿Que no? ¿Te parece que no es desairadotener que decir, cuando se habla de grandespoblaciones: «pues señores, yo no he visto másque Madrid... y Villafranca del Bierzo»?... No tehagas el zafio, que no lo eres. ¡París! Si tú lovieras, se ensancharía el círculo de tus ideas.

-El círculo de mis ideas-dijo Torquemada, re-cogiendo con avidez la frase, que le parecióbonita, y quedó encasillada en su archivo delocuciones-, no es ninguna manga estrecha paraque nadie me la ensanche. Cada uno en sucírculo, y Dios en el de todos.

-Y una vez en París-añadió la esposa con ga-nas de trastear dulcemente a su marido-, no nosvolveríamos sin dar una vueltecita por Bélgica,o por el Rhin.

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-Sí, para vueltecitas estamos...

-Si es baratísimo... Y también nos llegaría-mos a Suiza.

-Sí, y a las Ventas de Alcorcón.

-O haríamos la excursión del Palatinadobávaro, de Baden y la Selva Negra.

-Sí, y la de la selva blanca; y luego nos llega-remos al Polo Norte y a la Patagonia, y volver-íamos a casa por la Osa Mayor. Y al llegar aquí,yo tendría que pedir un jornal en las obras delAyuntamiento para mantener a la familia, ouna plaza de Orden Público...

Las dos damas celebraron con francas risasesta ocurrencia, y Cruz puso fin a la contiendadel modo más razonable:

«Esto del viaje es una broma de Fidela, paraasustarle a usted, D. Francisco. No necesitamosacudir a Charcot. ¡Buenos están los tiempos

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para gastos de viaje, y consultas con eminenciaseuropeas! Lo que Rafael necesita principalmen-te es distracción, tomar mucho el aire, pasearlejos del infernal bullicio de estas calles...

-Vamos, hablando en plata, señora mía, esoes otro memorial para el coche. Al fin tendréque apencar con el vehículo.

-Pero si no hemos dicho nada de vehículo-observó Fidela entre veras y bromas.

-¡Pasear lejos!... Sí, se va a curar Rafael con elzarandeo de la berlina... Bueno... a correrla, yno paréis hasta Móstoles.

-El coche-dijo Cruz con el tono de autoridadque no admitía réplica las pocas veces que loempleaba, mayormente si iba acompañado dela vibración del labio-, debe ponerlo usted, y lopondrá, yo se lo aseguro, no por nosotras ni pornuestro hermano, que bien enseñados estamosa andar a pie, sino por usted, Sr. D. Francisco

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Torquemada. Es indecoroso que ande hecho unazacán por esas calles un hombre de su créditoy de su respetabilidad.

-¡Ah!... ¡Ah!... amiga mía-exclamó don Fran-cisco en voz muy alta, y en tono que tanto teníade festivo como de airado-. No me engatusausted a mí con ese jabón que quiere darme.Seamos justos: yo soy un hombre humilde, nouna entidad como usted dice. Fuera entidades ybiblias... Con esa mónita, lo que hace usted esdar pábulo a los gastos. Yo no doy pábulo másque a la economía, y por eso tengo un pedazode pan. Pero con la actitud que ustedes toman,pronto tendremos que pedirlo prestado, y no tequiero decir... ¡Deudas en mi casa!... ¡Oh! nun-ca... Si viene la bancarrota, vulgo miseria, usted,Crucita de mi alma, tiene la culpa... ¡Con quecoche! Pues habrá coche, no para mí, que séganar la santísima rosca andando en el de SanFrancisco mi patrono, sino para ustedes, a fin

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de que se den todo el pisto compatible con sunueva entidad...

-Pero yo no he pedido...

-¿Cómo no? ¡Si parece que le hizo la boca unfraile! ¡Si no hay día que no me traiga una soca-liña! Tirar tabiques, derribarme media fincapara hacer salones... Que si la modista, que si elsastre, que si el tapicero, que si el almacenista,que si la biblia en pasta... Pues ahora, con esode que el hermanito tiene ganas de reír, voy yoa tener que llorar, y lloraremos todos. Ya estoyviendo una serie no interrumpida de antojos, ypor ende de nuevos gastos. Que es preciso dis-traerle; y como le gusta, tanto la música, ten-dremos que traer aquí la orquesta del TeatroReal, y al zángano aquel, que con una varita lesseñala el golpe de lo que han de tocar. (Risas.)Que hay que traer un facultativo. Pues vengatodo San Carlos, y lluevan honorarios... Quehay que convidar a Juan, Pedro y Diego, losamigotes que vienen a darle tertulia, poetas los

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unos, danzantes los otros. Pues allá te van doceo catorce cubiertos, y la mar de platos extraor-dinarios para que saquen el vientre de mal añoesos... pará...

Se le atravesó la palabra, que, como de ad-quisición reciente, no podía ser pronunciada sincierta precaución y estudio.

«Parásitos-le dijo Fidela-. Sí que lo son algu-nos. Pero no hay más remedio que convidarlesalguna vez, para que no vayan por ahí hablan-do de si en esta casa hay o no hay tacañería.

-Nuestras relaciones-afirmó Cruz-, no diceneso. Son personas distinguidísimas.

-No pongo en duda su distinguiduría-asentóTorquemada-; pero profeso el principio de quecada quisque debe comer en su casa. ¿Voy yo acomer a casa de nadie?

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-Hay que confesar, señor maridito-le dijo Fi-dela pasándole la mano por el lomo-, que hoyestás graciosísimo. Si yo no quiero que gastes;si no nos hace falta coche, ni lujo, ni bambolla...Guarda, guarda tus ahorritos, bribón... ¿Sabeslo que dijo anoche Ruiz Ochoa? Que en un meshabías ganado treinta y tres mil duros.

-¡Qué barbaridad!-exclamó el usurero, le-vantándose impaciente después de probar elcafé-. Lo diría en broma. Y con esas cuchufletasda pábulo... sí, pábulo, a vuestras ideas exagera-das sobre lo que yo tengo. En fin, me voy porno incomodarme. Reasumiendo: es preciso eco-nomizar. La economía es la religión del pobre.Guardaremos el óbolo; que nadie sabe lo quevendrá el día de mañana, y cosas podrán venirque exijan este y el otro y todos los óbolos delmundo.

Metiose gruñendo en su despacho, cogiósombrero y bastón, que era, por más señas, conpuño de asta de ciervo bruñida por el uso, y se

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marchó a la calle, a evacuar sus negocios. Hastamás allá de la Puerta del Sol le fueron burbuje-ando en el magín las ideas de la viva disputacon su esposa y cuñada, y seguía disparandocontra ellas una dialéctica irresistible: «Porqueno me sacarán ustedes, con todo su maquiave-lismo, del sistema de gastar sólo una partemínima, considerablemente mínima, de lo que segana. ¡Ya...! como ustedes no tienen que discu-rrir para traerlo a casa, no saben lo que cuesta...Sólo me correría más de lo acordado en caso desucesión... Eso sí, la sucesión merece cualquierdispendio considerable. Por eso me decía Valen-tinico anoche, cuando me quedé dormido en micuarto, caldeada la cabeza de tanto afilar el re-verendo guarismo... Me decía dice: «Papá, nosueltes un cuarto hasta que no sepas si nazco ono nazco... Esas bribonas de Águilas me estánengañando... que hoy, que mañana, y así nopuedo estar... Un pie en la eternidad y otro pieen la vida esa... vamos, que esto cansa... dueletodo el cuerpo, o toda el alma; que si el alma no

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tiene huesos, tiene coyunturas... y sin tener car-ne ni tendones, tiene cosquillas, y sin tener san-gre, tiene fiebre, y sin tener piel, tiene gana derascarse.

-VII-

Casi todo el día lo pasaron las dos hermanasprocurando normalizar el destemplado meollode Rafael, para lo cual corregían la palabra des-compuesta con la palabra juiciosa, y la incon-gruente risa con la seriedad razonable y amena.Fidela pudo más que Cruz, por disponer demás paciencia y dulzura, y tener sobre su her-mano cierto poder sugestivo, cuyo origen igno-raba, conociendo muy bien sus efectos. A lacaída de la tarde, hallándose las dos cansadasde la lucha, aunque satisfechas del buen resul-tado, pues Rafael hablaba ya con más sentido,les llegó un refuerzo que ambas agradecieronmucho, y gozosas salieron a saludarle: «Hola,

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Morentín, gracias a Dios...». «¡Pero qué caro sevende usted!». «Adelante. No sé las veces queeste ha preguntado hoy por usted.

Érase un galancete como de treinta y tresaños, guapo, de hermosura un tanto empalago-sa, barba rubia, ojos rasgados, cabellera escasaanunciando ya precoz calvicie, regular estatura,y vestir atildado y correctísimo. Después desaludar a las dos damas con el desembarazo deun trato frecuente, fue a sentarse junto al ciego,y dándole un palmetazo en la rodilla; le dijo:«Hola, perdido, ¿qué tal?

-Hoy comerá usted con nosotros... No, si nose admiten excusas. No venga usted ya con sustrapacerías de siempre.

-Me esperan en casa de la tía Clarita.

-Pues la tía Clarita que se fastidie. ¡Quéegoísmo el suyo! No, no le soltamos a usted.

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Proteste todo lo que quiera, y vaya haciendoacopio de resignación.

-Mandaremos un recado a Clarita-indicó Fi-dela conciliando las opiniones-; se le dirá que lehemos secuestrado.

-Bueno. Y añadan, en el recadito, que uste-des toman sobre sí la responsabilidad de mifalta. Y si hay chillería...

-Nosotras contestaremos con otra chilleríamayor.

-Convenido.

Pepe Serrano Morentín había sido, en otrostiempos, el inseparable amigo de Rafael y sucompañero de estudios desde las primeras le-tras hasta el grado en la Universidad; y si en laépoca terrible, aquella amistad pareció extin-guida, y apenas, de higos a brevas, se veían losdos muchachos y refrescaban con cariñosa efu-

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sión los recuerdos estudiantiles, fue porque lasÁguilas esquivaban toda visita, ocultándose ensu triste y solitario albergue, como si creyeranrendir tributo, con la ausencia de todo testigo, ala dignidad de su miseria. El cambio materialde existencia abrió las puertas del escondrijo; yde cuantas amistades lentamente se restablecie-ran entonces por mediación de Donoso, de RuizOchoa o de Taramundi, ninguna era tan grataal pobre ciego como la de su caro Morentín, quesabía llevarle el genio mejor que nadie, y des-pertar en él simpatía muy honda en medio dela indiferencia o desdén que hacia todo el géne-ro humano sentía.

Conocedoras Fidela y Cruz de esta preferen-cia, o más bien absoluto imperio de Morentínen la voluntad del pobre ciego, vieron aquel díaen su visita una providencial aparición. Y comosabían que Rafael gustaba de platicar holgada-mente con su amigo, referirle sus tristezas, pro-vocarle a discusiones en que el humorismo se

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enredaba con la psicología más sutil, corriéndo-se a veces a terreno un tanto escabroso, deter-minaron, después de los cumplidos de rúbrica,dejarlos solos, que así descansaban ellas de laguardia, y el ciego estaría más a gusto.

«Querido Pepe-le dijo Rafael haciéndole sen-tar a su lado-. No sabes con cuánta oportunidadvienes. Deseo consultarte una cosa... una idea,que ayer apuntó en mí, y hoy, en el momentoque entraste, cuando oí tu voz, ¡ay! me hirió lamente, así como si entrara de golpe, dándose decabezadas con todas las demás ideas que hayen el cerebro, y espantándolas y dispersándo-las... no te lo puedo explicar.

-Comprendido.

-¿A ti te acomete alguna idea en esta forma ycon esta insolencia...?

-Ya lo creo.

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-No; en ti entran con el capuchón de la hipo-cresía. No sabes que están dentro hasta que sedescubren la cara y alzan la voz. Morentín, hoyvoy a hablarte de un asunto muy delicado.

-¿Muy delicado?

Al decir esto, el amigo de la casa sintió unsúbito golpetazo hacia la región cardíaca, comode aviso, como de alarma, como de lo que enlenguaje truhanesco se designa con el feo voca-blo de escama. Conviene ahora más que nuncadar alguna noticia de este Morentín y registrar-le y filiarle con la mayor exactitud posible.

Era el tal soltero, plebeyo por parte de pa-dre, aristócrata por la materna, socialmentemestizo, como casi toda la generación que co-rre; bien educado, bien avenido con el estadopresente de la sociedad, que su proporcionadariqueza le hacía ver como el mejor de los mun-dos posibles; satisfecho de haber nacido guapoy de poseer algunas cualidades de las que ge-

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neralmente no excitan envidia; sin bastanteinteligencia para sentir las atracciones doloro-sas de un ideal, sin bastante rudeza de espíritupara desconocer los placeres intelectuales; pri-vado de las grandes satisfacciones del orgullotriunfante, pero también de las tristezas delambicioso que no llega nunca; hombre que noposeía en alto grado ni virtudes ni vicios, puesno era un santo, ni tampoco un perdido, y seconceptuaba dichoso viviendo cómodamentede sus rentas, representando un distrito ruralde los más dóciles, disfrutando de preciosa li-bertad y de un buen caballo inglés para pasear-se. Bien quisto de todo el mundo, pero sin des-pertar en nadie un cariño muy vivo, veíase librede toda pasión ardiente, pues ni siquiera la pa-sión política sintió nunca, y aunque afiliado alpartido canovista, reconocía que lo mismo loestaría en el sagastino, si a él le hubiera llevadoel acaso; ni conocía tampoco la pasión viva porningún arte, ni por el sport, pues aunque cabal-gaba dos o tres horas cada día, jamás le inflamó

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el entusiasmo hípico, ni el delirio del juego, niel de las mujeres, fuera de un cierto grado queno llega al drama, ni traspasa los límites de undiscreto desvarío, elegante y urbano. Era hom-bre, en fin, muy de su época, o de sus días, in-formado espiritualmente en una vulgaridadsobredorada, con docena y media de ideas co-rrientes, de esas que parecen venir de la fábrica,en paquetitos clasificados, sujetos con un elásti-co.

Fama de juicioso gozaba Morentín, comoque no desentonó jamás en lo que podríamosllamar la social orquesta, ni contrajo deudas, nidio escándalos, salvo algún duelo de los deritual, con arañazo, acta y almuerzo, ni sintiónunca alegrías hondas, ni decaimientos apla-nantes, tomando de todas las cosas lo quefácilmente podía extraer de ellas para su parti-cular provecho, sin arriesgar la tranquilidad desu existencia. Respetaba la fe religiosa sin tener-la, y no poseyendo a fondo ninguna rama del

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saber, sobre todas sabía dar una opinión acep-table, siempre dentro del criterio circunstancialo de moda. Y en cuanto a moral, si Morentíndefendía en público y en privado las buenascostumbres, no por eso se hallaba libre de larelajación mansa que apenas sienten los mis-mos que en ella viven.

Era uno de esos casos, no muy raros porcierto, del contento del vivir, pues poseía mo-derada riqueza, pasaba justamente por ilustra-do, y su trato era muy agradable a todo elmundo, particularmente a las señoras. Colmabasu ambición el ser diputado, simplemente porlucir la investidura, sin pretensiones de carrerapolítica, ni de fama oratoria. Si se ofrecía hablarcomo individuo de cualquier comisión, habla-ba, y bien, sin arrebatar, pero cumpliendo dis-cretamente. Bastábanle a su orgullo los oropelesdel cargo. Por último, su ambición en el terrenoafectivo se cifraba en que le quisiera una mujercasada; si esta mujer era dama, miel sobre

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hojuelas. Pero sus aspiraciones se detenían enla línea del escándalo, pues esto sí que no lehacía maldita gracia, y todo iba bien, y él muy agusto en el machito, hasta que apuntaba eldrama. ramas, ni por pienso; los aborrecía en lavida real lo mismo que en el teatro, y cuandodesde su butaca veía que lloraban, o que bland-ían puñales, ya estaba el hombre nervioso, conganas de salir y pedirle al revendedor que ledevolviera el dinero. Pues para que nada lefaltase, hasta aquella vanidad de adúltero tem-plado y sin catástrofe se le había satisfecho alpícaro, y nada tenía que ambicionar ya ni quepedir a Dios... o a quien se pidan estas cosas.

-VIII-

«Sí, de un asunto delicadísimo... y muy gra-ve-repitió el ciego-. Ante todo, ¿mis hermanasno andan por aquí?

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-No, hombre, estamos solos.

-Asómate a la puerta, a ver si en el pasillo...

-No hay nadie. Puedes hablar todo lo quequieras.

-Desde anoche pienso en ello... ¡Cuánto de-seaba que vinieras!... Y esta mañana, la rabiaque sentía, el miedo y la tristeza, se me mani-festaron en una risa estúpida, que alarmó a mihermana. No estaba loco, no, ni lo estaré nunca.Es que me reía, como deben de reírse los con-denados por burlones de mala ley. Su suplicioha de consistir en que los diablos les hagancosquillas con cepillos de alambres al rojo...

-¡Eh... qué tontería! ¿Ya empiezas?

-Bueno, bueno; no te enfades... Quiero pre-guntarte una cosa. Pero mira, Pepe: has deprometerme ser conmigo de una sinceridad yuna lealtad a prueba de vergüenzas. Me has de

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prometer contestarme a lo que te pregunte,como contestarías a tu confesor, si es que lotienes, o a Dios mismo, si Dios quisiera explo-rar tu conciencia, fingiendo que la desconoce.

-Patético estás. Habla de una vez, que enverdad me pones el alma en un hilo. ¿Qué esello?

-Apuesto a que te lo figuras.

-¿Yo? Ni remotamente.

-¿Y me prometes también no enfadarte, aun-que te diga... cosas demasiado fuertes, de esasque si espantan oídas por ti, más deben espan-tar pronunciadas por esta boca mía?

-Vamos... que hoy estás de buen temple-replicó Morentín disimulando su desasosiego-.Porque al fin, ya lo estoy viendo, vas a salir conalguna humorada...

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-Ya lo verás. La cuestión es tan grave, que nome lanzo a formularla sin una miajita depreámbulo. Allá va: José Serrano Morentín,representante del país, propietario, paseante encorte y sportman, dime: en el momento presente,¿cómo está la sociedad en punto a moralidad ybuenas costumbres?

Rompió a reír el buen amigo, seguro ya deque Rafael, como otras veces, después de anun-ciar aparatosamente una cuestión peliaguda,salía con cualquier cuchufleta.

«No te rías, no. Ya te irás convenciendo deque esto no es broma. Te pregunto si en eltiempo en que yo he vivido apartado del mun-do, dentro de este calabozo de mi ceguera, adonde apenas llegan destellos de la vida social,han variado las costumbres privadas, y las ide-as de hombres y mujeres sobre el honor, la fide-lidad conyugal, etcétera. Me figuro que no hayvariación. ¿Acierto? Sí. Porque en mi tiempo,que también es el tuyo, allá cuando tú y yo

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andábamos por el mundo, divirtiéndonos todolo que podíamos, las ideas sobre puntos gravesde moral eran bastante anárquicas. Ya recor-darás que tú y yo, y todos nuestros amigos, nopecábamos de escrupulosos, ni de rigoristas, yque el matrimonio no nos imponía ningún res-peto. Es esto verdad, ¿sí o no?

-Es verdad-replicó Morentín, que había vuel-to a escamarse-. ¿Pero a qué viene eso? Elmundo siempre es el mismo. Antes que noso-tros hubo jóvenes de dudosa virtud, y en nues-tro tiempo, no nos cuidamos de mejorar lascostumbres. La juventud es juventud, y la mo-ral sigue siendo la moral, a pesar de las trans-gresiones que se cometen con la intención o conel hecho.

-A eso voy. Pero nuestros tiempos creo queexcedían en depravaciones a los anteriores y alos que vinieron después. Yo recuerdo que cre-íamos como artículo de fe, pues el pecado tienetambién dogmas impuestos por la frivolidad y

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el vicio... creíamos que era nuestra obligaciónhacer el amor a toda mujer casada que por de-lante nos caía... creíamos usar de un derechoinherente a nuestra juventud rozagante, y queel matrimonio que perturbábamos... casi casidebía agradecérnoslo... no te rías, Pepe; miraque esto es muy serio, pero muy serio.

-Como que va parando en sermón. QueridoRafael, yo te aseguro que si estuviéramos enaquel momento histórico, como diría quien yome sé, tu santa palabra obraría prodigios sobrelas conciencias de tanto perdulario. Pero, chico,el mundo ha variado mucho, y ahora tenemostanta moralidad, que las picardías conyugaleshan venido a ser un mito.

-No es verdad eso. Ahora, como antes, loshombres, sobre todo si están entre la juventud yla madurez, profesan los principios más contra-rios a la buena organización de la familia. Hoy,por ejemplo, ha de correr muy válido entre losperdidos como tú, el principio... lo llamo prin-

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cipio para expresar mejor la fuerza que tiene...el principio de que la mujer unida por vínculoindisoluble a un hombre viejo, feo, antipático,grosero, avaro y brutal, está autorizada paraconsolarse de su desgracia... con un amante.

-Hombre, ni antes ni ahora se ha creído eso.

-Autorizada, sí, por esa moral de circunstan-cias, que profesáis los hombres de mundo, leyque os permite dar bulas para deshonrar, pararobar y cometer mil infamias. No me lo nie-gues. Hay indulgencias, revestidas de lástimapiadosa, para la mujer que se halla en la situa-ción que he dicho, quizás sacrificada a interesesde familia...

-¿Pero a qué viene todo eso, Rafael?-dijoMorentín, ya receloso y sobresaltado, deseandocortar a todo trance una cuestión que le iba re-sultando muy desagradable-. Hablemos de co-sas más amenas, más oportunas, no traídas porlos cabellos, ni...

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-¡Oh! ninguna más oportuna que esta-gritóRafael, que si hasta entonces había hablado conserenidad, ya comenzaba a encalabrinarse, in-quieto de manos y pies, balbuciente de palabra,como que iba llegando al punto que quemaba-.No necesito buscar ejemplos, ni teorizar tonta-mente, porque la triste realidad me da la razón.Voy a tratar de un hecho, Pepe, y ahora necesi-to de toda tu sinceridad, y de todo tu valor.

-Hombre, ¿quieres irte a donde fue el padrePadilla?-dijo Morentín sulfurado, como que-riendo ahogar la cuestión-. He venido aquí apasar un rato agradable contigo, no a discurrirsobre abstracciones quiméricas.

-¿Qué... te vas? (Levantándose.)

-No, estoy aquí. (Deteniéndole.)

-Un momento más, un momento, y luego tedejo en paz. Me sentaré otra vez. Hazme el fa-vor de ver si andan por ahí mis hermanas.

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-Que no... Pero podrían venir...

-Pues antes que vengan, te digo que unalógica inflexible, la lógica de la vida real, quehace derivar un hecho de otro hecho, como elhijo se deriva de la madre, y el fruto de la flor, yesta del árbol, y el árbol de la simiente... esalógica, digo, contra la cual nada puede nuestraimaginación, me ha revelado que mi infelizhermana... ¡Triste cosa es descubrir estas reali-dades vergonzosas dentro de nuestra propiafamilia; pero es más triste desconocerlas estú-pidamente!... Soy ciego de vista, pero no deentendimiento. Con los ojos de la lógica veomás que nadie, y les añado el lente de la expe-riencia para ver más... Pues he visto, ¿cómo lodiré? he visto que a mi pobre hermana la cogede medio a medio aquel principio, llamémosloasí, y que alentada por la indulgencia social, sepermite...

-¡Calla! ¡Esto no se puede tolerar!-exclamóMorentín furioso, o hablando como si lo estu-

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viera-. ¡Injurias infamemente a tu hermana!...¿Pero has perdido el juicio?

-No lo he perdido. Aquí lo tengo, y bien se-guro... Dime la verdad... confiésalo... Ten gran-deza de alma.

-¿Qué he de confesarte yo, desdichado, niqué sé yo de tus locuras?... Déjame, déjame. Nopuedo estar contigo, ni acompañarte, ni oírte.

-Ven acá, ven acá...-dijo el ciego, asiéndole elbrazo, y apretando con tan nerviosa fuerza quesus dedos parecían tenazas.

-Basta de tonterías, Rafael... ¿Qué delirio eseste? (Forcejeando.) Te digo que me sueltes.

-No te suelto, no. (Apretando más.) Ven acá...Pues me levanto yo también, y me llevarás pe-gado a ti como tu remordimiento... ¡Farsante,libertino, oye, quiero decírtelo en tu cara, puesno tienes tú valor para confesarlo!...

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-¡Majadero, lunático...! ¿yo...? ¿qué dices?

-Que mi hermana... no lo repito; no...

-Un amante... ¡qué sandez!

-Sí, sí, y ese amante eres tú. No me lo nie-gues. Si te conozco. Si sé tus mañas, tu relaja-ción, tu hipocresía. Amores ilícitos, siempreque no se llegue al escándalo...

-Rafael, no me irrites... No quiero ser severocontigo. Merecías...

-Confiésalo, ten grandeza de alma.

-No puedo confesarte lo que es invención detu mente enferma... Vamos, Rafael, suéltame...

-Pues confiésamelo.

Enlazados brazo con brazo, jadeantes yenardecidos los dos, Rafael queriendo atenazara su amigo con nerviosa fuerza, el otro defen-

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diéndose sin gran vigor por no provocar unaescena ruidosa, por fin pudo más Morentín,obligando al ciego a caer rendido en el sillón, ysujetándole para que no braceara.

«Eres un malvado... y no tienes el valor de tucrimen-dijo Rafael con voz ahogada, sin poderrespirar-. Confiesa, por Dios...

-Yo te juro, te juro, Rafael-replicó el otro,suavizando la voz cuanto podía-, que has pen-sado y dicho una tremenda impostura...

-Es verdad, por lo menos en la intención...

-Ni en la intención ni en nada... Cálmate. Meparece que vienen tus hermanas.

-¡Dios mío! ¡lo veo tan claro, tan claro...!

Por grande que fue la cautela de Morentín,no pudo impedir que algún eco de la reyertallegase al oído vigilante de Cruz, la cual acudiópresurosa, y al entrar hubo de comprender, por

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la palidez de los rostros, y el habla balbuciente,que entre los dos cariñosos amigos había surgi-do alguna desavenencia, y el motivo era sinduda de verdadera gravedad, pues uno y otro,cuando disputaban de filosofía, o de música, ode cría caballar, no perdían su serenidad ni elacento de broma apresurada y de buen tono.

«Nada, no es nada-dijo Morentín, respon-diendo al asombro y a las preguntas de la da-ma-. Es que este tiene unas cosas...

-¡Es más terco este Pepito!..-murmuró Rafaelen tono de niño mimoso-. ¡No querer confe-sarme...!

-¿Qué?

-Por Dios, Cruz, no haga usted caso-replicóel amigo recobrándose en un momento, y com-poniendo voz, modales y rostro-. Si es una ton-tería... ¿Pero usted creyó que nos habíamosincomodado?

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Miraba Cruz a uno y otro, sin poder adivi-nar con todo su talento el carácter de la disputa.

«Como si lo viera. Tanto furor por la músicade Wagner, o por las novelas de Zola.

-No era eso.

-¿Pues qué? Necesito saberlo. (A Rafael,pasándole la mano por la cabeza y sentándole el pe-lo.) Si tú no me lo dices, me lo dirá Pepe.

-No, lo que es ese no ha de decírtelo...

-Figúrese usted, Cruz, que me ha llamadohipócrita, libertino, y qué sé yo qué. Pero no leguardo rencor. Me enfadé un poquito por...vamos, por nada. No se hable más del asunto.

-Yo sostengo todo lo que dije-afirmó Rafael.

-Y yo te juro, y vuelvo a jurarte una y cienveces, que no soy culpable.

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-¿De qué?

-Del delito de lesa nación-repuso desahoga-damente Morentín, armando la mentira congentil travesura-. Se empeña ese en que yo soycómplice... fíjese usted, Cruz, cómplice nadamenos, de los que han dado la razón al Quirinalcontra el Vaticano, en la cuestión de competen-cia entre las dos embajadas. Que traigan el Dia-rio de las Sesiones... ¡Ah! que vaya Pinto a bus-carlo a casa. Allí se verá que he suscrito el votoparticular. El jefe dejó libre la cuestión, y yo,naturalmente...

-Podías haber empezado por ahí-contestó elciego aceptando la fórmula de engaño.

-Siempre he pensado lo mismo. Vaticano forever.

No muy satisfecha de la explicación, y elánimo agobiado de recelos y aprensiones, reti-rose la dama, y fue tras ella Morentín, confir-

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mando lo dicho. Pero ni aun con esto se tran-quilizó, y no cesaba de presagiar nuevas com-plicaciones y desastres.

-IX-

Al anochecer, encendidas las luces, SerranoMorentín buscaba junto a Fidela, en el gabinetede esta, la compensación de la horrorosa tardeque su amigo le había dado. Bien se merecía,después de aquel martirio, el goce de un ratitode conversación con la señora de Torquemada,afable con él como con todo el mundo, mujerque poseía, entre otros encantos, el de un ciertomimo infantil o candoroso abandono de la vo-luntad, que armonizaba muy bien con su deli-cada figura, con su rostro de porcelana descolo-rida y transparente.

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«¿Qué me ha mandado usted aquí?-dijo des-envolviendo un paquete de libros que habíarecibido por la mañana.

-Pues véalo usted. Es lo único que hay porahora. Novelas francesas y españolas. Lee ustedmuy aprisa, y para tenerla bien surtida, serápreciso triplicar la producción del género enEspaña y en Francia.

En efecto, su ingénita afición a las golosinastomaba en el orden espiritual la forma de gustode las novelas. Después de casada, sin tenerninguna ocupación en el hogar doméstico, puessu hermana y esposo la querían absolutamenteholgazana, se redobló su antigua querencia dela lectura narrativa. Leía todo, lo bueno y lomalo, sin hacer distinciones muy radicales, de-vorando lo mismo las obras de enredo que lasanalíticas, pasionales o de caracteres. Leía ve-lozmente, a veces interpretando con fugaz mi-rada páginas y más páginas, sin que dejara derecoger toda la substancia de lo que contenían.

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Comúnmente se enteraba del desenlace antesde llegar al fin, y si este no le ofrecía en su tra-mitación alguna novedad, no terminaba el li-bro. Lo más extraño de su ardiente afición eraque dividía en dos campos absolutamente dis-tintos la vida real y la novela; es decir, que lasnovelas, aun las de estructura naturalista, cons-tituían un mundo figurado, convencional, obrade los forjadores de cosas supuestas, mentiro-sas y fantásticas, sin que por eso dejaran de serbonitas alguna vez, y de parecerse remotamen-te a la verdad. Entre las novelas que más tira-ban a lo verdadero, y la verdad de la vida, veíasiempre Fidela un abismo. Hablando de esto undía con Morentín, el cual, por su cultura encierto modo profesional, oficiaba de oráculo allídonde no había quien le superase, sostuvo ladama una tesis que el oráculo celebró comoidea crítica de primer orden. «Así como en pin-tura-había dicho ella-, no debe haber más queretratos, y todo lo que no sea retratos es pinturasecundaria, en literatura no debe haber más

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que Memorias, es decir, relaciones de lo que leha pasado al que escribe. De mí sé decir quecuando veo un buen retrato de mano de maes-tro, me quedo extática, y cuando leo Memorias,aunque sean tan pesadas y tan llenas de fatui-dad como las de ultratumba, no sé dejar el librode las manos.

-Muy bien. Pero dígame usted, Fidela. Enmúsica, ¿qué encuentra usted que pueda serequivalente a los retratos y a las Memorias?

-¿En música... qué sé yo? No haga usted casode mí, que soy una ignorante... Pues, en músi-ca... la de los pájaros.

Aquella tarde, mejor será decir aquella no-che, después que se enteró de los títulos de lasnovelas, y cuando Morentín le encarecía, si-guiendo la moda a la sazón dominante, la obraúltima de un autor ruso, Fidela cortó brusca-mente la perorata del joven ilustrado, inter-rogándole de este modo:

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«Dígame, Morentín... ¿qué le parece a ustednuestro pobre Rafael?

-Pienso, amiga mía, que sus nervios no sonun modelo de subordinación, que mientrasviva en esta casa, viendo, digo mal, sintiendojunto a sí personas que...

-Basta... Es mucha manía la de mi hermano.Mi marido le trata con las mayores deferencias.No merece, no, esa antipatía, que ya toca enaborrecimiento.

-No toca, excede al mayor aborrecimiento:digamos las cosas claras.

-Pero usted, hombre de Dios, usted, que essu amigo, y tiene sobre él un cierto ascendiente,debe inculcarle...

-Si le inculco todo lo inculcable, y le sermo-neo, y le regaño... y como si nada... Su maridode usted es un hombre bueno... en el fondo.

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¿No es eso? Pues yo se lo digo en todos los to-nos. ¡Vamos, que si D. Francisco oyera los pa-negíricos que yo le hago, y tuviera que pagár-melos en alguna forma...! No, lo que es en mo-neda no pretendería yo que me los pagase...

-Ni usted lo necesita. Es usted más rico quenosotros.

-¿Más rico yo?... Aunque usted me lo jure,yo no he de creerlo... Mi riqueza consiste en laconformidad con lo que tengo, en la falta deambición, en las poquitas ideas que he podidojuntar, leyendo algo y viviendo algo... en fin,que espiritualmente, mis capitales no son dedespreciar, amiga mía.

-¿Acaso los he despreciado yo?

-Usted, sí. ¿No me decía el sábado que vivoapegado a las cosas materiales...?

-No dije eso. Tiene usted mala memoria.

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-¿Pero lo que usted dice, aunque lo diga enbroma, se puede olvidar?

-No tergiversemos las cuestiones, ¡ea! Dijeque usted desconoce la escuela del sufrimiento,y que cuando no se ha seguido esa carrera,amigo mío, que es dura, penosísima, y en ellase ganan los grados con sangre y lágrimas, nose adquiere la ciencia del espíritu.

-Justo; y añadió usted que yo, mimado de lafortuna, y sin conocer el dolor más que de oí-das, soy un magnífico animal...

-¡Jesús!

-No, no se vuelva usted atrás...

-Sí, dije animal; pero en el sentido de...

-No hay sentido que valga. Usted dijo quesoy un animal.

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-Quise decir... (Riendo.) ¡Pero qué hombre es-te! Animal es lo que no tiene alma.

-Precisamente es lo contrario... a... ni... mal,con ánima, con alma.

-¿Eso quiere decir? Pues ¡ay! me vuelvoatrás, me retracto, retiro la palabra. ¡Pero quédesatinos digo, Morentín! Usted no me hacecaso ¿verdad?

-Si no me pico; si por el contrario, me agradaque usted me llene de injurias... Y volviendo ala orden del día, ¿de dónde saca usted que yono conozco el dolor?

-No me he referido al de muelas.

-El dolor moral, del alma...

-¿Usted?... ¡Infeliz, y cómo desvanece la ig-norancia! ¿Qué sabe usted lo que es eso? ¿Quécalamidades ha sufrido usted, qué pérdida deseres queridos, qué humillaciones, qué ver-

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güenzas? ¿Qué sacrificios ha hecho, ni qué cáli-ces amargos ha tenido que echarse al coleto?

-Todo es relativo, amiga mía. Cierto que sime comparo con usted, no hay caso. Por eso esusted una criatura excelsa, superior, y yo untriste principiante. Bien sé que todavía, por lopoquito que voy aprendiendo en esa escuela,no soy, como la persona que me escucha, dignode admiración, de veneración...

-Sí, sí, écheme usted bastante incienso, quebien me lo merezco.

-Quien ha pasado por pruebas tan horroro-sas, quien ha sabido acrisolar su voluntad en elmartirio primero, en el sacrificio después, bienmerece reinar en el corazón de todos los queaman lo bueno.

-Más, más humo. Me gusta la lisonja, mejordicho, el homenaje razonado y justo.

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-Y tan justo como es en el caso presente.

-Y otra cosa le voy a decir a usted, porque yosoy muy clara, y digo todo lo que pienso. ¿Nole parece a usted que la modestia es unagrandísima tontería?

-¡La modestia!... (Desconcertado.) ¿Por qué lodice usted?

-Porque yo arrojo esa careta estúpida de lamodestia para poder decir... vamos, ¿lo digo?...para poder afirmar que soy una mujer demuchísimo mérito... ¡Ay, cómo se reirá usted demí, Morentín!... No me haga usted caso.

-¡Reírme!... Usted, como ser superior, está,en efecto, relevada de tener modestia, esa galade las medianías, que viene a ser como un uni-forme de colegio... Sí, sea usted inmodesta, yproclame su extraordinario mérito, que aquíestamos los fieles para decir a todo amén, comolo digo yo, y para salir por esos mundos decla-

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rando a voz en grito que debemos adorarla austed por su perfección espiritual, por su ma-estría en el sufrimiento, y por su belleza in-comparable.

-Mire usted-dijo Fidela echándose a reír congracejo-, no me ofendo porque me llamen her-mosa. Más claro, ninguna se ofende, pero otrasdisimulan su gozo con dengues y monerías,que impone esa pícara modestia. Yo no: sé quesoy bonita... ¡Ah! no me haga usted caso. Biendice mi hermana que soy una chicuela... Puessí, soy bonita, no un prodigio de hermosura,eso no...

-Eso sí. Hermosa sobre todo encarecimiento,de un tipo tan distinguido, y tan aristocrático...

-¿Verdad que sí?

-Como que no lo hay semejante ni aun pare-cido en Madrid.

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-¿Verdad que no?... ¡Pero qué cosas digo! Nome haga usted caso.

-Por todas esas prendas del alma y del cuer-po, y por otras muchas que usted no manifies-ta, con exquisito pudor de la voluntad, mereceusted, Fidela, ser la persona más feliz del mun-do. ¿Para quién es la felicidad, si no es parausted?

-¿Y quién le dice al Sr. Morentín, que no hade ser para mí? ¿Cree que no me la he ganadobien?

-La tiene usted merecida, y ganada... enprincipio; pero aún no la posee.

-¿Y quién se lo ha dicho a usted?

-Me lo digo yo, que lo sé.

-Usted no sabe nada... Bah, perdida ya lavergüenza, le voy a decir otra cosa, Morentín.

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-¿Qué?

-Que yo tengo mucho talento.

-Noticia fresca.

-Más talento que usted, pero mucho más.

-Infinitamente más. ¡Vaya por Dios!... Comoque es usted capaz, con tantas perfecciones, devolver loco a todo el género humano, y a mípara entrenarse.

-Pues siguiendo usted cuerdo un poco tiem-po más, podrá reconocer que no sabe en quéconsiste la felicidad.

-Enséñemelo usted, pues por maestra la pro-clamo. Bien sé yo en qué puede consistir la feli-cidad para mí. ¿Se lo digo?

-No, porque podría usted decir algo contra-rio a lo que constituye la felicidad para mí.

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-¿Usted qué sabe, si no lo he dicho todavía?Y sobre todo, ¿a usted qué le importa que misideas sobre la felicidad sean un disparate?Figúrese usted que...

Cortó bruscamente la cláusula el ruido de unpisar lento y pesadote, de calzado chillón sobrelas alfombras. Y he aquí que entra Torquemadaen el gabinete, diciendo: «Hola, Morentinito...Bien ¿y en casa?... Me alegro de verle.

-X-

«No tanto como yo de verle a usted. Ya leechábamos de menos, y yo le decía a su esposaque los negocios le an entretenido a usted hoyfuera de casa más que de costumbre.

-En seguida comemos... ¿Y tú qué tal? Hashecho bien en no salir a paseo. Un día infernal.Me he constipado. Antes, andaba todo el día de

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ceca en meca aguantando fríos y calores consi-derables, y no me acatarraba nunca. Ahora, enesta vida de estufas y gabanes, con el chanclo yel paraguas, siempre está uno con el moco col-gando... Pues estuve en casa de usted, Mo-rentín. Tenía que ver a D. Juan.

-Creo que papá vendrá esta noche.

-Me alegro. Tenemos que evacuar un asunti-llo... No hay más remedio que buscar con can-dil los buenos negocios, porque las necesidadescrecen como la espuma, y en esta vida... ¡demarqueses! cada satisfacción cuesta un ojo de lacara...

-Pues a ganar mucho dinero, Tor, pero mu-cho-dijo Fidela con alegre semblante-. Me de-claro apasionada del vil metal, y lo defiendocontra los sentimentales, como este Morentín,que está por lo espiritual y etéreo... ¡Los inter-eses materiales... qué asco!... Pues yo me paso alcampo del sórdido positivismo, sí señor, y me

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vuelvo muy judía, muy tacaña, muy apegada alochavo, y más al centén, y sobre todo al billetede mil pesetas, que es mi delicia.

-¡Graciosísima!-decía Morentín, contem-plando la cara extática de D. Francisco.

-Con que ya lo sabes, Tor-prosiguió la dama-. Tráeme a casa mucha platita, orito en abun-dancia, y resmas de billetes, no para gastarlosen vanidades, sino para guardar... ¡Qué gusto!Morentín, no se ría usted; digo lo que siento.Anoche soñé que jugaba con mis muñecas, yque les ponía una casa de cambio... Entrabanlas muñecas a cambiar billetes, y la muñeca quedice papá y mamá cambiaba, descontando elveintisiete por ciento en la plata, y el ochenta ydos en el oro.

-¡Así, así!-exclamó Torquemada, partiéndosede risa-. Eso es limar para dentro, a lo platero,considerablemente, y barrer para casa.

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Durante la comida, a la que concurrió tam-bién Donoso, estuvo d. Francisco de buen tem-ple, decidor y festivo.

«Como Donoso y Morentín son de confian-za-dijo al segundo o tercer plato-, puedo mani-festar que este principio, o lo que sea... Cruz,¿cómo se llama esto?

-Relevé de cordero a la... romana.

-Pues por ser a la romana, yo se lo mandaríaal Nuncio, y a esa cocinera de mil demonios, lapondría yo en la calle. Si esto no es más quehuesos.

-Tonto, se chupan-dijo Fidela-, y están riquí-simos.

-El chupar digo yo que no es meramente paraprincipio, ea... En fin, tengamos paciencia...Pues señor, como iba diciendo...

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-A ver, a ver: cuéntanos el sablazo que tehan dado hoy.

-¿Hoy también sablazo?-dijo Donoso-. Ya sesabe: es el mal de la época. Vivimos en plenamendicidad.

-El sablazo es la forma incipiente del colecti-vismo-opinó Morentín-. Estamos ahora en laépoca del martirio, de las catacumbas. Vendráluego el reconocimiento del derecho a pedir, dela obligación de dar, la ley protegerá el pordio-seo, y triunfará el principio del todo para todos.

-Ese principio ya está sobre el tapete-dijo Tor-quemada-, y a este paso, pronto no habrá otramanera de vivir que el sablazo bendito. Yo mepinto solo para pararlos; como que casi nuncame cogen; pero el de hoy, por tratarse de unchico huérfano, hijo de una señora muy respe-table, que pagaba sus deudas con una puntua-lidad... vamos, que era la puntualidad personi-ficada... pues por ser el chico muy modosito y

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muy aplicadito, me dejé caer, y le di tres duros.Me había pedido ¿para qué creerán ustedes?Para publicar un tomo de poesías.

-¡Poeta!

-De estos que hacen versos.

-¡Pero hombre!-observó Fidela-, ¡tres durospara imprimir un libro...! La verdad, no te hascorrido mucho.

-Pues muy agradecido debió de quedar eseángel de Dios, porque me ha escrito una carta,dándome las gracias, y en ella, después deecharme mucho incienso, me llama... vamos,usa un término que no entiendo.

-A ver, ¿qué es?

-Perdonen ustedes mi ignorancia. Ya sabenque no he tenido principios, y aquí para internos confieso mi desconocimiento de muchosvocablos, que jamás se usaron en los barrios y

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entre las gentes que yo trataba antes. Díganmeustedes qué significa lo que me ha llamado elboquirrubio ese, queriendo sin duda echarmeuna flor... Pues me ha dicho que soy su... Mece-nas. (Risas.) Sáquenme, pues, de esta duda queha venido atormentándome toda la tarde. ¿Quédemonios quiere decir eso, y por qué soy yoMecenas de nadie...?

-Hijo de mi alma-dijo Fidela gozosa, po-niéndole la mano en el hombro-. Mecenas quie-re decir: protector de las letras.

-Atiza. ¡Y yo, sin saberlo, he protegido las le-tras! Como no sean las de cambio. Bien decíayo, debe de ser cosa de soltar cuartos... Jamás oítal término, ni Cristo que lo fundó. Me... cenas.Es decir, convidarlos a cenar a esos badulaquesde poetas... Pues señor, bien... ¿Y qué va unoganando con ser Mecenas?

-La gloria...

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-Como quien dice, el beneplácito...

-¿Qué beneplácito, ni qué niño muerto? Lagloria, hombre.

-Pues el beneplácito, el qué dirán, si lo quese dice es en alabanza mía... Cúmpleme declararcon toda sinceridad, a fuer de hombre verídico,que no quiero la gloria de ensalzar poetas. Noes que yo los desprecie, ¡cuidado! Pero hay aquídentro de mí más compatibilidad con la prosaque con el verso... Los hombres que a mí megustan, mejorando lo presente, son los hombrescientíficos, como nuestro amigo Zárate.

Y al nombrarle, levantose en la mesa un tu-multo de alabanzas. «¡Zárate, oh, sí!... ¡qué chi-co de tanto mérito!». «¡Qué saber para tan cortaedad!».

-No tan corta, amiga mía. Es de nuestrotiempo. Rafael y yo le tuvimos de compañero

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en el Noviciado. Después él entró en la Facul-tad de Ciencias, y nosotros en la de Derecho.

-¡Sabe; vaya si sabe! ¡oh!-exclamó Torque-mada, demostrando una admiración que nosolía conceder sino a muy contadas personas.

Cruz, que se había levantado de la mesa po-co antes, para dar una vuelta a su hermano, volviódiciendo: «Pues ahí tienen ustedes al prodigiode Zárate... Ha entrado ahora, y está conver-sando con Rafael». Celebraron todos la apari-ción del sabio, particularmente don Francisco,que le mandó recado con Pinto para que fuese atomar una taza de café, o una copita; pero Cruzdispuso que el café se le mandase al cuarto delciego, a fin de no privar a este de aquel ratitode distracción. Ofreciose Morentín a relevar laguardia, para que Zárate pudiera pasar al co-medor, y allá se fue. En un momento que juntosestuvieron los tres amigos, Morentín dijo alsabio: «Chico, que vayas, que vayas a tomarcafé. Tu amigo te llama.

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-¿Quién?

-Torquemada, hombre. Quiere que le expli-ques lo que significa Mecenas. Yo creí morir derisa.

-Pues acaba de contarme Zárate-dijo Rafael,ya completamente repuesto del arrechucho dela tarde-, que ayer se le encontró en la calle y...Que te lo cuente él.

-Pues me paró, nos saludamos, y después depreguntarme no sé qué de la atmósfera, y deresponderle yo lo que me pareció, se descuelgacon esta consulta: «Dígame, Zárate, usted quetodo lo sabe. ¿Cuando nacen los hijos, mejordicho, cuando los hijos están para nacer, o ver-bigracia, cuando...?

Pinto abrió la puerta, diciendo con muchaprisa:

«Que vaya usted, señor de Zárate.

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-Voy.

-Anda, anda; luego lo contarás.

Y cuando se quedó solo con Morentín, pro-siguió Rafael el cuento: «Ello es la extravagan-cia más donosa de nuestro jabalí, que, cegadopor la vanidad y desvanecido por su barbarie,que se desarrolla en la opulencia como un car-do borriquero en terreno cargado de basura,pretende que la Naturaleza sea tan imbécil co-mo él. Escucha, y asegúrate primero de quenadie nos oye. Él divide a los seres humanos endos grandes castas o familias: poetas y científi-cos. (Estrepitosa risa de Morentín.) Y quería queZárate le diese su opinión sobre una idea que éltiene. Verás qué idea, y cáete de espaldas,hombre.

-Cállate, cállate; de tanto reírme, me va a darla gastralgia. He comido muy... A ver, sigue:esto es divino...

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-Verás qué idea. Pretende que puede y debehaber ciertas... no recuerdo el término que usó...reglas, procedimientos, algo así... para que loshijos que tenga un hombre, salgan científicos, yen ningún caso poetas.

-Cállate...-gritaba Morentín en las convul-siones de una risa desenfrenada-. Que me da,que me da la gastralgia.

-¿Pero están locos aquí?-dijo Cruz asomandoa la puerta del cuarto su rostro, en que se pin-taba un vivo sobresalto.

Desde que la insana hilaridad del ciego, aprimera hora de aquel día, llenó su alma derecelo y turbación, no podía oír risas sin estre-mecerse. ¡Cosa más rara! Y por la noche, el quereía era Morentín, contagiado sin duda del po-bre amigo enfermo, que entonces al parecerdisfrutaba de una alegría dulce y sedante.

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-XI-

Zárate... ¿Pero quién es este Zárate?

Reconozcamos que en nuestra época de uni-formidades y de nivelación física y moral sehan desgastado los tipos genéricos, y que vandesapareciendo, en el lento ocaso del mundoantiguo, aquellos caracteres que representabanporciones grandísimas de la familia humana,clases, grupos, categorías morales. Los que hannacido antes de los últimos veinte años, recuer-dan perfectamente que antes existían, porejemplo, el genuino tipo militar, y todo cam-peón curtido en las guerras civiles se acusabapor su marcial facha, aunque de paisano se vis-tiese. Otros muchos tipos había, clavados, comovulgarmente se dice, consagrados por especialí-simas conformaciones del rostro humano, y delos modales, y del vestir. El avaro, pongo porcaso, ofrecía rasgos y fisonomía como de casta,y no se le confundía con ninguna otra especie

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de hombres, y lo mismo puede decirse del DonJuan, ya fuese de los que pican alto, ya de losque se dedican a doncellas de servir y amas decría. Y el beato tenía su cara y andares y ropa alas de ningún otro parecidas, y caracterizaciónigual se observaba en los encargados de chuparsangre humana, prestamistas, vampiros, etc.Todo eso pasó, y apenas quedan ya tipos declase, como no sean los toreros. En el escenariodel mundo se va acabando el amaneramiento,lo que no deja de ser un bien para el arte, yahora nadie sabe quien es nadie, como no loestudie bien, familia por familia, y persona porpersona.

Esta tendencia a la uniformidad, que se rela-ciona en cierto modo con lo mucho que lahumanidad se va despabilando, con los progre-sos de la industria, y hasta con la baja de losaranceles, que ha generalizado y abaratado labuena ropa, nos ha traído una gran confusiónen materia de tipos. Vemos diariamente perso-

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nalidades que por el aire arrogantísimo y lacara bigotuda pertenecen al género militar, ¿yqué son? Pues jueces de primera instancia, omaestros de piano, u oficiales de Hacienda.Hombres hallamos bien vestidos, y hasta ele-gantes, de trato amenísimo y un cierto ángel,que dan un chasco al lucero del alba, porqueuno los cree paseantes en corte y son usurerosempedernidos. Es frecuente ver un mocetóncomo un castillo, con aire de domador de po-tros, y resulta farmacéutico, o catedrático dederecho canónico. Uno que tiene todas las tra-zas de andar comiéndose los santos y llevandocirios en las procesiones, es pintor de marinas,o concejal del Ayuntamiento.

Pero en nada se nota la transformación comoen el tipo del pedante, antaño de los más carac-terísticos, aun después de que Moratín pintaratoda la clase en su D. Hermógenes. Así como elpoeta ha perdido su tradicional estampa, puesya no hay melenas, ni pálidos rostros, ni actitu-

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des lánguidas, y poetas se dan con todo el em-paque de un apreciable almacenista al por ma-yor, el pedante se ha perdido en las mudanzasde trastos desde la casa vieja de las Musas aeste nuevo domicilio en que estamos, y que aúnno sabemos si es Olimpo o qué demonios es.¿Dónde está, a estas fechas, el graciosísimo jo-robado de la Derrota de los Pedantes? En el limbode la historia estética. Lo que más desorientahoy es que los pedantes de ogaño no son gra-ciosos como aquellos, y faltando el signo de lagracia, no hay manera de conocerlos a primeravista. Ni existe ya el puro pedante literario, consu hojarasca de griego y latín, y su viciosa ga-rrulería. El moderno pedante es seco, difuso,desabrido, tormentoso, incapaz de divertir anadie. Suele abarcar lo literario y lo político, lafisiología y la química, lo musical y lo socioló-gico, por esta hermandad que ahora priva entretodas las artes y ciencias, y por la novísimacompenetración y enlace de los conocimientoshumanos. Dicho se está que el moderno pedan-

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te afecta en su exterioridad o catadura formasmuy variadas, y los hay que parecen revende-dores de billetes, o sportmen, o personas gravesde la clase de patronos de cofradía.

Pues bien; sépase quién es Zárate. Un hom-bre de la edad que suelen tener muchos, treintay dos años, bien parecido, bien vestido, servi-cial como nadie, entrometido como pocos, derostro alegre y mirada insinuante, con recursosde sigisbeo para las damas, y de consultor fácilpara los caballeros de pocas luces; periodistapor temporadas, opositor a diferentes cátedras,esperando pasar del cuerpo de archiveros a lafacultad de Letras; con toda la facha de un hijode familia distinguida, a quien sus padres danveinte duros al mes para el bolsillo, pagándolela ropa; concurrente en clase de tifus a los tea-tros; sabedor a medias de dos o tres lenguas,fácil de palabra, flexible de pensamiento, y, ensuma, el pedante más aflictivo, tarabillesco yciclónico que Dios ha echado al mundo.

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De cuantas personas iban a la casa, la másgrata a D. Francisco era Zárate, porque estehabía sabido captarse la benevolencia del taca-ño, adulándole a incensario suelto las más delas veces, oyéndole pacientemente en todo caso,y prestándose a satisfacer cuantas dudas se leofrecían al buen señor, de cualquier orden quefuesen. Para un hombre en estado de metamor-fosis, que, encontrándose a los cincuenta añoslargos en un mundo desconocido, se veía obli-gado a instruirse de prisa y corriendo, a fin depoder encajar en su nueva esfera, el tal Zárateno tenía precio, por ser una enciclopedia viva,que ilustraba con prontitud por cualquier pági-na que se la abriese. Lo de menos era el vocabu-lario, que a fuerza de atención y estudio ibaadquiriendo el hombre; ya poseía un capital delocuciones muy saneadito. Pero le faltaba esamultitud de conocimientos elementales queposee toda persona que anda por el mundo conlevita y sombrero, algo de historia, una idea nomás, para no confundir a Ataúlfo con Fernando

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VII, algo de física, por lo menos lo bastante pa-ra poder decir la gravedad de los cuerpos cuandose cae una silla, o la evaporación de los líquidos,cuando se seca el suelo.

Era, pues, Zárate, para el bueno de donFrancisco, una mina de conocimientos fáciles,circunstanciales y baratos, porque así no teníaque comprar ni siquiera un manual de conoci-mientos útiles, ni tomarse el trabajo de leerlo.Pero no se entregaba fácilmente en manos delsabio, que por tal le tenía: siempre que consul-taba sus dudas sobre puntos obscuros de histo-ria o de meteorología, se guardaba muy bien dedejar en descubierto su crasa ignorancia, y ¿quéhacía el pícaro? pues pincharle discretamentepara que el otro hablase, sacando de su magínenciclopédico a sus labios locuaces la miel de laciencia, y entonces el ávido ignorante se la co-mía, sin dar su brazo a torcer.

Correspondiente a este juego astuto de suamigo, el pillo de Zárate, que en medio de la

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hojarasca de su gárrulo saber tenía algunosgranos de agudeza, le trataba con extremadaconsideración, asintiendo a cuantas gansadasdecía, afectando tenerle por un portento en eldiscurrir, aunque limpio de ciertas erudiciones,que adquiriría cuando se le antojase. Quedá-ronse aquella noche solos de sobremesa, por-que Donoso se fue al gabinete de Fidela, dondeya estaban la mamá de Morentín y el marquésde Taramundi, y Zárate no tardó en echarle albruto de Torquemada todo el humo de su adu-lación, con lo cual previamente le adormecíapara ganarle luego la voluntad.

«Ya se habrá enterado usted de eso del homerule-le dijo. Soltó D. Francisco dos o tres gruñi-dos para salir del paso, pues no caía en lo queaquello era, y fue preciso que Zárate se despo-tricara después y nombrase a Irlanda y los ir-landeses, para que el otro se encontrara en te-rreno firme.

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-¿Cree usted-prosiguió el pedante-, queGladstone se saldrá al fin con la suya? La cues-tión es grave, gravísima, como que en aquelpaís la tradición tiene una fuerza increíble.

-Inmensísima.

-¿Y usted cree posible...? Usted, permítameque se lo diga... yo digo todo lo que siento...posee el juicio más claro que conozco, y un gol-pe de vista certero en todo asunto en que seponen en juego grandes intereses... Ya sabeusted que Gladstone...

Teniendo aquel clavo ardiente a que aga-rrarse, pues por la mañana había aprendido enEl Imparcial cosas muy chuscas, D. Francisco lequitó la palabra de la boca a su consultor, yrelumbrando de erudición, la cabeza echadaatrás, el tono enfático y presumido, se dejó de-cir:

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«Ese Gladstone... ¡qué hombre! Todas lasmañanas, después del chocolate, coge unhacha, corta un arbolito de su jardín y lo partepara leña. Verdaderamente, un hombre quehace leña es una entidad de mucho empuje.

-¿Y no cree usted que hallará grandes difi-cultades en la Cámara de los Lores?

-¡Oh! sí señor. ¿Qué duda tiene? Los lores,vulgo los doce pares, entiendo yo que son allá loque aquí es el Senado, y el Senado, velis nolis,siempre tira para atrás... Y a propósito: he leídoque Irlanda es país de excelentes patatas, queconstituyen, por decirlo así, la principal alimen-tación de las clases irlandesas, vulgo populares.Y esa bebida que llaman whisky, tengo entendi-do que la sacan del maíz, del cual grano hacengran consumo para la crianza de los de la vistabaja, y también para la alimentación de criatu-ras y personas mayores.

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-XII-

De aquí tomó pie la viviente enciclopediapara lanzarse a una disertación fastidiosísimasobre la introducción en Europa del cultivo dela patata, lo que Torquemada oyó con verdade-ro embeleso; y como el sabio, en su divagar sinfreno, saltara a Luis XVI, se encontraron ambosde patitas en la revolución francesa, cosa muydel gusto de D. Francisco, que deseaba dominarmateria tan traída y llevada en toda conversa-ción fina. Hablaron largo y tendido, y aún huboun poquito de controversia, pues Torquemada,sin querer entrar en el fondo de la cuestión (fraseadquirida en aquellos días), abominó de losrevolucionarios y de la guillotina. Algo hubo detransigir el otro, movido de la adulación, di-ciendo con criterio modernista: «Por cierto que,como usted sabe muy bien, se va marchitandola leyenda de la revolución francesa, y al des-vanecerse el idealismo que rodeaba a muchos

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personajes de aquel tiempo, vemos descarnadala ruindad de los caracteres.

-Pues claro, hombre, claro. Lo que yo digo...

-Los estudios de Tocqueville...

-¿Pues qué duda tiene?... Y bien se ve ahoraque muchos de aquellos hombres, adoradosdespués por las multitudes inconscientes, eranunos pillos de marca mayor. D. Francisco, yo lerecomiendo a usted que lea la obra de Taine...

-Si la he leído... No, miento: esa no; ha sidootra. Tengo muy mala memoria para el materia-lismo de cosas de lectura... Y mi cabeza, velisnolis, se ha de aplicar a estudios de otra sustan-cia, ¿eh?

-Naturalmente.

-Pues yo digo siempre que tras de la acciónviene necesariamente la reacción... Si no, ahítiene usted a Bonaparte, vulgo Napoleón, el que

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nos trajo a Pepe Botellas... el vencedor de Euro-pa como quien dice, hombre que empezó sucarrera de simple artillerito, y después...

Cosas de gran novedad para D. Francisco di-jo Zárate a propósito de Napoleón, y el bárbarolas oía como la palabra divina, aventurando alfin una idea, que expuso a la consideración desu oyente con toda solemnidad, poniéndoleante los ojos una perfecta rosquilla, formadacon los dedos índice y pulgar de la mano dere-cha.

«Creo y sostengo... es una tesis mía, señor deZárate, creo y sostengo que esos hombres ex-traordinarios, grandes, considerablemente gran-des en la fuerza y en el crimen, son locos...

Quedose tan satisfecho, y el otro, que estabaal corriente de lo moderno, espigando todo elsaber en periódicos y revistas, sin profundizarnada, desembuchó las opiniones de Lombroso,Garáfolo, etcétera, que Torquemada aprobó ple-

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namente haciéndolas suyas. Zárate fue a parardespués al contrasentido que suele existir entrela moral y el genio, y citó el caso del cancillerBacon (Béicon) a quien puso en las nubes comointeligencia, y arrastró por el suelo como con-ciencia. «Y yo supongo-añadió-, que ustedhabrá leído el Novum organum.

-Me parece que sí... Allá en mis tiempos demuchacho-replicó Torquemada, pensando queaquellos órganos debían ser por el estilo de losde Móstoles.

-Dígolo porque usted, en lo intelectual ¡cui-dado! es un discípulo aventajadísimo, del canci-ller... en lo moral no, ¡cuidado!...

-¡Ah! le diré a usted... Mi maestro fue un tíocura, que metía las ideas en la mollera a capo-nazo limpio, y yo tengo para mí que mi tío hab-ía leído a ese otro sujeto, y se lo sabía de memo-ria.

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El tiempo transcurría dulcemente en esta sa-brosa charla, sin que ni uno ni otro hablador secansase; y sabe Dios hasta qué hora hubieradurado la conferencia, si no distrajesen a D.Francisco asuntos más graves que debía tratarsin pérdida de tiempo con otras personas, alefecto citadas en su casa. Eran estas D. JuanGualberto Serrano, padre de Morentín, y elmarqués de Taramundi, que con Donoso yTorquemada formaron cónclave en el despa-cho.

Al quedarse solo, Zárate cayó como la lan-gosta sobre otros grupos que en la casa había,siendo de notar que si algunas personas, te-niéndole por oráculo, le soportaban y hasta congusto le oían, otras huían de él como de la pes-te. Cruz no le tragaba, procurando siempreponer entre su persona y la sabiduría torrencialde aquel bendito la mayor distancia posible.Fidela y la mamá de Morentín tuvieron queaguantar el chubasco, que empezó con la músi-

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ca wagneriana, y acabó con el fonógrafo deEdisson, pasando por las afinidades electivasde Goethe, la teoría de los colores del mismo,las óperas de Bizet, los cuadros de Velázquez yGoya, el decadentismo, la seismometría, la psi-quiatría, y la encíclica del Papa. Fidela hablabade todo con donosura, haciendo gracioso alardede su ignorancia, así como de sus atrevidísimasopiniones personales. En cambio la señora deSerrano (de la familia de los Pipaones, injertacon la rama segunda de los Trujillos), andabatan corta de vocabulario, que no sabía decirmás que: enteramente. Era en ella una muletillapara expresar la admiración, la aquiescencia, elhastío, y hasta el deseo de tomar una taza de té.

A Rafael consiguió su hermana Cruz traerleal gabinete, y allí el ánimo del pobre ciego pa-reció que entraba en caja después de los des-órdenes neuróticos de aquel día. Entretenido yhasta gozoso pasó la velada, sin que asomaraen él síntoma alguno de sus raras manías, lo

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que tranquilizó grandemente al amigo Mo-rentín, pues la matraca de aquella tarde habíalellenado de zozobra.

Cerca ya de las once, Fidela, fatigada,mostró deseos de retirarse. Como eran todos deconfianza, con perfecta unanimidad, según fra-se de Zárate, declararon abolida toda etiquetaque ocasionase molestias a los dueños de lacasa.

«Enteramente-dijo con profunda convicciónla mamá de Morentín.

Y este, dadas las buenas noches a Fidela, quese fue a su alcoba cayéndose de sueño, propusouna partida de bezique a la marquesa de Tara-mundi. Eran las doce y media, y no había ter-minado la conferencia que los padres gravessostenían en el despacho. ¿Qué tratarían? Nadasupieron los tertulios, ni en verdad les impor-taba averiguarlo, aunque sospechaban fuesecosa de negocios en grande escala. Al salir del

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despacho, los conferenciantes hablaron de vol-ver a reunirse en casa de Taramundi al siguien-te día, y tocaron todos a retirada. Morentín yZárate se marcharon, como de costumbre, alSuizo, y por el camino dijéronse algo que nodebe quedar en secreto.

«Ya te he visto, ya te he visto-indicó Zárate-,haciendo el Lovelace. Lo que es esta no se teescapa, Pepito.

-Quítate... ¡Me ha dado Rafael un sofoco...!Figúrate... (Refiérele la escena en breves palabras.)Yo había tenido, en casos como este, algún vigi-lante de mucho ojo; pero un Argos ciego no mehabía salido nunca. ¡Y que ve largo el muy tu-no!... Pero con Argos y sin él, yo seguiré en mistrece, mientras no me vea en peligro de escán-dalo... No por nada, por mamá, que es tan ami-ga...

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-Enteramente-replicó Zárate, en cuyo cere-bro había quedado el sonsonete de aquel soco-rrido adverbio.

-Dime, ¿qué piensas tú de los caracterescomplejos?

-¿Lo dices por Fidela? No la tengo yo pormás compleja que otras. Todos los caracteresson complejos o polimorfos. Sólo en los idiotas seve el monomorfismo, o sea caracteres de una pieza,como suelen usarse en el arte dramático, casisiempre convencional. Te recomiendo que leaslos artículos que he dado a la Revista Enciclopé-dica.

-¿Cómo se titulan?

-De la Dinamometría de las Pasiones.

-Te doy mi palabra de no leerlos. Lecturastan sabias no son para mí.

-Abordo el problema electro-biológico.

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-¡Y pensar que vivimos, y vivimos perfecta-mente, ignorando todas esas papas!

-Por ignorante, andas tan a ciegas en el asun-to que podríamos llamar psico-fidelesco.

-¿Qué quieres decir?

-Ven acá, ganso. (Parándose ambos en mitad dela acera, con los cuellos de los gabanes levantados, ylas manos en los bolsillos.) ¿Has leído a Braid?

-¿Y quién es Braid?

-El autor de la Neurypnología. Si no te enterasde nada. Pues te aseguro que veo en Fidela uncaso de auto-sugestionismo. ¿Te ríes? Vamos;apuesto a que tampoco has leído a Liebault.

-Tampoco, hombre, tampoco.

-De modo que no tienes idea de los fenóme-nos de inhibición, ni de lo que llamamos dinamo-genia.

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-¿Y qué tiene que ver esa monserga con...?

-Tiene que ver que Fidela... ¿No advertistecómo se dormía esta noche? Pues se hallaba enestado de hipotaxia, que algunos llaman encanto,y otros éxtasis.

-Sólo he visto que tenía sueño la pobre...

-¿Y no se te ocurre, pedazo de bruto, que tú,sin saberlo, ejerces sobre ella la influenciapsíquico-mesmérica?

-Mira, Zárate (quemado), vete al cuerno contus terminachos, que tú mismo no entiendes.Ojalá reventaras de un atracón de ciencia maldigerida.

-¡Acéfalo!

-¡Pedantón!

-¡Romancista!

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La última nota de la disputa la dio la puertavidriera del café, cerrándose tras ellos con re-chinante estrépito...

-XIII-

La única persona que en la casa tenía noticiade lo que trataban aquellos días con gravedad ymisterio los Torquemada, Serrano y Taramun-di, era Cruz, porque su amigo Donoso, que conella no tenía secretos, la puso al tanto de losplanes que debían aumentar fabulosamente, entiempo breve, los ya crecidos capitales delhombre cuyos destinos se habían enlazado conel destino de las señoras del Águila. Y estasnoticias, tan oportunamente adquiridas por ladama, diéronle extraordinaria fortaleza deánimo para seguir abriendo brecha en la taca-ñería de D. Francisco, y recabar de él la realiza-ción de sus proyectos de reforma, atenta siem-

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pre al engrandecimiento de toda la familia, y enparticular del jefe de ella.

Robustecida su natural bravura con aquellasideas, y con otra, no sugerida ciertamente porDonoso, embistió a Torquemada, cogiéndoleuna mañana en su despacho, cuando más me-tido estaba en el laberinto de guarismos que endiferentes papelotes ante sí tenía.

«¿Qué bueno por aquí, Crucita?-dijo el taca-ño en tono de alarma.

-Pues vengo a decir a usted que ya no po-demos seguir viviendo en esta estrechez-replicóella, derecha al bulto, queriendo amedrentarlepor la rapidez y energía del ataque-. Necesitoesta habitación, que es una de las mejores de lacasa.

-¡El despacho!... Pero señora... ¡Cristo! ¿mevoy a trabajar a la cocina?

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-No señor. No se irá usted a la cocina. En elsegundo piso, tiene usted desalquilado el cuar-to de la derecha.

-Que renta diez y seis mil reales.

-Pero en lo sucesivo no le rentará a ustednada, porque lo va usted a destinar a las ofici-nas...

Ante embestida tan arrogante, D. Franciscose quedó aturdido, balbuciente, como toreroque sufre un revolcón, y no acierta a levantarsedel suelo.

«Pero, hija mía... ¿y qué oficinas son esas?...¿Esto es acaso el Ministerio de Estado o, comodicen en Francia, de los Negocios Extranjeros?

-Pero es el de los grandes negocios de usted,señor mío. ¡Ah! estoy bien enterada, y me ale-gro, me alegro mucho de verle por ese camino.Ganará usted dinerales. Yo me comprometo a

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empleárselos bien, y a presentarle a usted anteel mundo con la dignidad que le corresponde...No, no hay que poner esa cara de paleto cando-roso, que le sirve para fingirse ignorante de loque sabe muy bien... (Sentándose familiarmente.)Si no hay misterios conmigo. Sé que se quedanustedes con la contrata de tabaco Virginia y Ken-tucky, y también con la del Boliche. Me parecemuy bien... Es usted un hombre, un gran hom-bre, y no se lo digo por adularle, ni porque meagradezca el interés que me he tomado por us-ted, sacándole de la vida mezquina y cominera,para traerle a esta vida grande, apropiada a suinmenso talento mercantil. (Torquemada la oyeestupefacto.) En fin, que usted necesita una ofi-cina de mucha capacidad. Vamos a ver: ¿dóndecolocará los dos escribientes y el tenedor delibros que piensa traer? ¿En mi cuarto?... ¿en elque tenemos para la ropa?

-Pero...

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-No hay pero ni manzanas. Empiece por ins-talar en el segundo su oficina, con su despachoparticular, pues no tiene gracia que reciba usteddelante de los dependientes, a las personas quevienen a hablarle de algún asunto reservado. Eltenedor de libros estará solo. ¿Y la caja, señormío, la caja, no necesita otra habitación? ¿Y elteléfono, y el archivo, y los copiadores y elcuarto del ordenanza?... ¿Ve usted cómo necesi-ta espacio? Operar en grande y vivir en chicono puede ser. ¿Es decoroso que tenga usted susdependientes en los pasillos, muertos de frío,como ese banquero de cuyo nombre no meacuerdo ahora?... ¡Ah! si yo no existiera, a cadamomento se pondría el señor de Torquemadaen ridículo. Pero no lo consiento, no señor. Us-ted es mi hechura (con gracejo), mi obra maestra,y a veces tengo que tratarle como a un chiqui-llo, y darle azotes, y enseñarle los buenos mo-dos, y no permitirle mañas...

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Volado estaba D. Francisco; pero Cruz se leimponía por su arrogancia, por su brutal lógica,y el tacaño no acertaba a defenderse de su auto-ridad, que tantas veces había reconocido.

«Pero... admitiendo la tesis de que nos que-demos con los tabacos... No hay más si no queyo acaricio esa idea hace tiempo, y bien podríaser que cuajara. Bueno; pues partiendo del prin-cipio de que convenga ensanchar el despacho,¿no sería mejor agregarme la habitación próxi-ma?

-No señor. Usted se va arriba con sus trastosde fabricar millones-dijo la dama en tono auto-ritario, que casi casi rayaba en insolencia-, por-que esta pieza y la próxima las pienso yo unir,derribando el tabique.

-¿Para qué, re-Cristo?

-Para hacer un billar.

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Tan tremenda impresión hizo en el bárbaroel osado y dispendioso proyecto de su hermanapolítica, que en un tris estuvo que el hombre nopudiera contenerse y le diese una bofetada.Breve rato le tuvo congestionado y mudo laindignación. Buscó un término que fuese duroy al mismo tiempo cortés, y no encontrándolo,se rascaba la cabeza, y se daba palmetazos en larodilla.

«Vamos-gruñó al fin, levantándose-, no mequeda duda de que usted se ha vuelto loca...loca de remate, por decirlo así. ¡Un billar, paraque cuatro zánganos me conviertan la casa encafé! Bien conoce usted que no sé ningún jue-go... no sé meramente más que trabajar.

-Pero sus amigos de usted, que también tra-bajan, juegan al billar, pasatiempo grato,honestísimo, y muy higiénico.

Don Francisco, que en aquellos días, espi-gando en todas las esferas de ilustración, se

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encariñaba con la higiene, y hablaba de ella sinton ni son, soltó la risa.

«¡Higiénico el billar! ¡vaya una tontería!... ¿Yqué tiene que ver el billar con los miasmas?

-Tenga o no que ver, el billar se pondrá;porque es indispensable en la casa de un hom-bre como usted, llamado a ser potencia financierade primer orden, de un hombre que ha de versu casa invadida por banqueros, senadores,ministros...

-Cállese usted, cállese usted... Ni qué faltame hacen a mí esas potencias... Si soy un pobrebusca-vidas... Ea, seamos justos, Crucita, y noperdamos de vista el verdadero objetivo. Ciertoque debo ponerme en buen pie, y ya lo hehecho; pero nada de lujo, nada de ostentación,nada de bambolla. Mire usted que nos vamos aquedar por puertas. Pues digo, ¿y tambiénquiere ensancharme la sala, y el comedor?

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-También.

-Pues negado, re-Cristo, negado, y aquí ter-mina la presente historia. No quito un ladrillo,aunque usted se me ponga en jarras. Ea, meatufé. Soy el amo de mi casa, y aquí no mandanadie más que... un servidor de usted... No hayderribo, vulgo ensanche. Recojamos velas yhabrá paz. Yo reconozco en usted un talento suigeneris; pero no me doy a partido... y mantengoenhiesta la bandera de la economía. Punto final.

-Si creerá que me convence con ese desplan-te de autoridad-dijo la dama imperturbable,envalentonándose gradualmente-. Si lo queahora niega lo ha de conceder, es más, lo estádeseando.

-¿Yo? Apañada está usted.

-¿No me ha dicho que transige según las cir-cunstancias?

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-Sí; pero no transigiré con quedarme sin ca-misa. Lo más, lo más... Vamos, yo digo quecuando tengamos aumento de familia, consen-tiré en modificar el domicilio, no al tenor queusted pide, sino a otro tenor más conforme conmis cortos posibles. Y hemos acabado.

-Si ahora empezamos, mi Sr. D. Francisco-replicó Cruz riendo-, porque si para que yopueda coger la piqueta demoledora, es preciso quehaya esperanzas de sucesión, hoy mismo man-do venir los albañiles.

-¡Con que ya...!-exclamó Torquemadaabriendo mucho los ojos.

-Ya.

-¿Me lo dice oficialmente?

-Oficialmente.

-Bueno. Pues la realización de ese desidera-tum, que yo veía segura, porque la lógica es

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lógica, y un hecho trae otro hecho, no es bastan-te motivo para que yo autorice a nadie a cogerla piqueta.

-Pero yo no olvido que tengo la responsabi-lidad del decoro de usted-manifestó la damaresueltamente-, y he de ser más papista que elPapa, y mirar por la dignidad de la casa, señormío. Suceda lo que quiera, yo he de conseguirque D. Francisco Torquemada tenga ante lasociedad la representación que le corresponde.Y para decirlo de una vez, por indicación mía leha metido a usted Donoso en la contrata detabacos; y por mí, sépalo, sépalo usted, exclusi-vamente por mí, por esta genialidad mía deestar en todo, será senador el señor de Torque-mada, ¡senador! y figurará en la esfera propiade su gran talento, y de su saneado capital.

Ni aun con esta rociada se ablandó el hom-bre, que continuó protestando y gruñendo. Pe-ro su hermana política tenía sobre él, sin dudapor la fineza del ingenio o la costumbre del

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gobernar, un poder sugestivo que al bárbarotacaño le domaba la voluntad, sin someter suinteligencia. No se daba él por vencido; pero alquerer rechazar de hecho las determinacionesde su cuñada, sentíase interiormente ligado poruna coacción inexplicable. Aquella mujer demirada penetrante, labio temblón y palabraelegantísima, ante la cual no había réplica posi-ble, se había constituido con singular audaciaen dictador de toda la familia; era el genio delmando, la autoridad per se, y frente a ella su-cumbía la torpe bestia, sin que nada valiera lasuperioridad de la fuerza bruta contra los fue-ros augustos del entendimiento.

Cruz mandaba, y mandaría siempre, cual-quiera que fuese el rebaño que le tocase apacen-tar; mandaba porque desde el nacer le dio elCielo energías poderosas, y porque luchandocon el destino en largos años de miseria, aque-llas energías se habían templado y vigorizadohasta ser colosales, irresistibles. Era el gobierno,

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la diplomacia, la administración, el dogma, lafuerza armada y la fuerza moral, y contra estasuma de autoridades o principios nada podíanlos infelices que caían bajo su férula.

Retirose, al cabo, la señora, del despacho deD. Francisco, con aire dictatorial, y el otro sequedó allí ejerciendo, con grave detrimento delas alfombras, el derecho del pataleo, y desaho-gando su coraje con erupción de terminachos.

«¡Maldita por jamás amén sea tu alma de ña-les!... Re-Cristo, a este paso, pronto me dejaránen cueros vivos. ¡Biblia, para qué me habré yodejado traer a este elemento, y por qué no rom-pería yo el ronzal, cuando vi que tiraban paratraerme!... ¡Y no dirán ¡cuidado! que yo me por-to mal, ni que las dejo pasar hambres!... Eso no,¡cuidado!... Hambres nunca. Economías, siem-pre... Pero esta señora, más soberbia que Napo-león, ¿por qué no me dejará que yo gobierne micasa como me dé la gana, y según mi lógicapastelera? ¡Maldita, y cómo impera, y cómo me

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mete en un puño, y me deja sin voluntad, me-ramente embrujado!... Yo no sé qué tiene esafigurona, que me corta el resuello; deseo respi-rar por la defensa de mi interés, y no puedo, yhace de mí un chiquillo... ¡Y ahora quiere enga-tusarme con la peripecia de que habrá sucesión!¡Qué gracia' ¡Pues si eso lo contaba yo comoseguro, con cien mil pares de ñales! ¡Si es el hijomío que vuelve, por voluntad mía, y decretodel santo Altísimo, del Bajísimo, o de quiensea!... Despótica, mandona, gran visira y capita-na generala de toda la gobernación del mundo,el mejor día recobro yo el sentido, me desem-brujo, y cojo una estaca... (Tirándose de los pelos.)¡Pero qué estaca he de coger yo, triste de mí, sile tengo miedo, y cuando veo que le tiembla ellabio, ya estoy metiéndome debajo de la mesa!La estaca que yo coja será la vara de San José,porque soy un bendito, y no sirvo más que paracombinar el guarismo y sacar dinero de debajode las piedras... Ese talento no me lo quita na-die... Pero ella me gana en el mando, y en in-

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ventar razones que le dejan a uno sin sentido...Como despejo de hembra, yo no he visto otrocaso, ni creo que lo haya bajo el sol... ¿Pero conquién me he casado yo, con Fidela o con Cruz,o con las dos a un tiempo?... porque si la una espropiamente mi mujer... con respeto... la otra esmi tirana... y de la tiranía y del mujerío, todojunto, se compone esta endiablada máquina delmatrimonio... En fin, adelante con la procesión,y vivamos para ganar el santísimo ochavo, queyo lo guardaré donde no puedan olerlo misilustres, mis respetables, mis aristocráticas...consortes.

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Segunda parte

-I-

Cumpliose estrictamente lo ideado y dis-puesto por la que era inteligencia y voluntadincontrastables en el gobierno interior de lacasa de Torquemada, sin que estorbarlo pudie-ran ni los refunfuños del tacaño, impotentepara luchar contra la fiera resolución de su cu-ñada, ni los alardes de resistencia pasiva conque quiso detener, ya que no impedir, la insta-lación del escritorio y oficinas en el piso segun-do, privándose de una bonita renta de inquili-nato. Pero Cruz todo lo arrollaba cuando decía«allá voy», y en cuatro días, haciendo de so-brestante, y de aparejadora, y de arquitecto,quedó terminada la reforma, que el mismo D.Francisco, gruñendo y protestando en la inti-midad de la familia, disputaba por buena, de-

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lante de personas extrañas. «Es idea mía-solíadecir, enseñando a los amigos el amplio escrito-rio-. Siempre me ha gustado trabajar con despe-jo y que mis dependientes estén cómodos. Lahigiene ha sido siempre uno de mis objetivos.Vean ustedes qué hermoso despacho el mío...Esta otra habitación, para recibir a los que quie-ran hablarme reservadamente. A la otra parte...vengan por aquí... el cuarto del tenedor de li-bros y del copiador... Los dos escribientes másallá. Luego el teléfono... yo siempre he sidopartidario de los adelantos, y antes que nostrajeran esta invención tan chusca, ya pensabayo que debía de haber algo para dar y recibirrecados a grandes distancias... Vean ahora eldepartamento de la caja. ¡Qué independencia...qué desahogo para las operaciones!... Yo profesola teoría de que, por lo mismo que está todo tanmalo, y los negocios no son ya lo que eran, hayque trabajar de firme, y abrir nuevas fuentes, yabarcar mucho... lo que no puede hacerse sinoestableciéndose conforme a las exigencias mo-

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dernas. A eso tiendo yo siempre; y como sé loque reclaman las tales exigencias, determinoensancharme por arriba y por abajo, porque lasociedad nos pide comodidades para nosotrosy para ella. Debemos sacrificarnos por nuestrosamigos, y aunque yo no he cogido en mi vidaun taco, he resuelto poner en mi casa una mesade billar... cosa bonita. La mesa es elegantísima,y me ha costado un ojo de la cara. Como yo soyquien todo lo dispone en casa, desde lo másconsiderable hasta lo más mínimo, llevo unosdías de trajín que ya ya...

La entrada de Crucita le cortó la palabra,quitándole aquel desparpajo con que se expre-saba lejos de su autoritaria y despótica persona.Pero la dama, que con exquisito tacto sabíaocultar en público su prepotencia, al quitarle lapalabra de la boca al dueño de la casa, la tomóen esta discreta forma: «Con que ya ven ustedesla contradanza en que nos ha metido nuestro D.Francisco. Billar y salones abajo, las oficinas

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aquí. ¡Qué trastorno, qué laberinto! Pero al fin,ya está hecho, y tan brevemente como es posi-ble. No crean; ha sido idea suya, y él ha dirigi-do las obras. Bien ven ustedes que es hombrede iniciativa, y que gusta de sobresalir y distin-guirse noblemente. Lo que él dice: «No se pue-de operar en grande y vivir en chico». Es mu-cho D. Francisco este. Dios le dé salud para quesus proyectos sean realidades... Nosotras leayudamos, queremos ayudarle... Pero ¡ay! va-lemos tan poco... Acostumbradas a la estrechez,quisiéramos vivir y morirnos en un rincón. A lafuerza nos lleva él a la esfera altísima de susvastas ideas... No, no diga usted que no, amigomío. Bien saben todos que es usted la modestiapersonificada... Se hace el chiquito... Pero no levalen, no, sus trapacerías de hombre extraordi-nario, cuyo orgullo se cifra en que le tomen porun cualquiera... ¿Es verdad o no lo que digo?Los entendimientos superiores tienen por galala suma humildad.

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Dicho se está que estas palabras fueron aco-gidas por un coro de asentimiento, al que si-guió otro coro de alabanzas del grande hombre,y de sus múltiples aptitudes. Pero él, riendo dedientes afuera, y poniendo la cara de paletoasombrado, que para tales casos tenía, en suinterior colmaba de maldiciones a su tirana,echándole encima, con el peso de su cólera, elde las cuentas que tenía que pagar a carpinte-ros, albañiles, mueblistas y demás sanguijuelasdel rico, con más la pérdida de la renta del se-gundo. Y cuando los amigos hubieron vistotoda la reforma, repitiendo abajo, ante Fidela yCruz, los encarecimientos que habían hechoarriba, el usurero se desahogó a solas en sucuarto, con cuatro patadas y otros tantos ternosa media voz: «¡Cómo me domina la muy fan-tasmona!... Y ello es que tiene una labia queenamora y le vuelve a uno loco... Pues con esejarabe de pico me está sacando los tuétanos, yno me deja hacer mi santísimo gusto, que eseconomizar... ¡Qué desgracia me ha caído en-

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cima! ¡Ganar tanto guano, y no poder emplearlotodito en los nuevos negocios, hasta ver unmontón tan grande, tan grande de...! Pero conesta casa, y estas señoras mías, mis arcas son uncesto. Por un lado entra, por mil partes sale...Todo por la suposición, por este hipo de quesoy potencia... ¡Dale con la manía de la potencia!¿Pues y la tabarra que me dieron anoche ella yel amigo Donoso con que, velis nolis, me han desacar senador? ¡Senador yo, yo, Francisco Tor-quemada, y por contera, Gran Cruz de la reve-rendísima no sé qué...! Vamos, vale más que mería, y que, defendiendo la bolsa, les deje hacertodo lo que quieran, inclusive encumbrarmecomo a un monigote para pregonar ante elmundo su vanidad...

Llamado por Fidela, tuvo que arrancarse asus meditaciones. Enseñáronle muestras detelas para portieres, de hules y alfombras. Peroél no quiso escoger nada, delegando en las dosseñoras su criterio suntuario, y no diciendo más

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si no que se prefiriese lo más arregladito. Salióal fin de estampía con D. Juan Gualberto Serra-no para ir al Ministerio. ¡El Ministerio! ¡Québien recibido era allí, y con cuánto gusto iba! Yno porque le halagara el servilismo de los por-teros, que al verle entrar con Donoso, se tirabana las mamparas, como si quisieran abrirlas conla cabeza; ni la afabilidad lisonjera de los em-pleados subalternos, que ansiaban ocasión deservirle, atraídos por el olor de hombre adine-rado que echaba de su persona. No era él vani-doso, ni se pagaba de fútiles exterioridades. Enaquella colmena administrativa le encantabaprincipalmente la reina de las abejas, vulgo mi-nistro, hombre que por ser muy a la pata lallana, practicón, mediano retórico, y muy segu-ro en el manejo del guarismo, concordaba enideas y carácter con nuestro tacaño, pues tam-bién era él tacaño de la Hacienda pública, re-caudador a raja tabla y verdugo del contribu-yente, en quien veía siempre al enemigo quehay que perseguir y reventar a todo trance. No

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había hecho el tal su carrera política exclusiva-mente con la palabra; era más bien hombre deacción, en el bien entendido de que sean acciónlas formalidades burocráticas. Donoso y él setrataban con familiaridad como antiguos cole-gas, y D. Juan Gualberto Serrano le tuteaba,señal de viejo compañerismo, que databa de losprimeros estudios. Supo Torquemada vencer, ala tercera o cuarta encerrona con sus compin-ches y el Ministro, la cortedad que sintió losprimeros días, y bien pronto se encontraba en eldespacho de su Excelencia como en su propiacasa. Ponía singular cuidado en todo lo quedecía, por no soltar algún barbarismo gramati-cal, y no tardó en observar que, gracias a sutino y discreción, ninguno de los allí presentes,incluso el Ministro, hablaba mejor que él. Estoen la conversación general, que cuando de ne-gocios se trataba, a todos se los llevaba de calle,presentando las cuestiones con claridad y pre-cisión, a guarismo seco, con una lógica que notenía escape, ni podía ser por nadie controver-

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tida. Para conseguir esto, el tacaño hablaba lomenos posible, esquivando dar su parecer entodo asunto que no fuese de su cometido; pero sila conversación entraba en el terreno de la ta-cañería, ya fuese del orden menudo, ya delgrande o financiero, se explayaba el hombre, yallí era el oírle todos con la boca abierta.

De todo lo cual resultaba que el Ministro ve-ía en él singulares condiciones para el manejode intereses, y siendo hombre poco dado a laadulación, le colmaba de cumplidos y lisonjas,con la particularidad de que solía emplear losmismos términos que usaba Cruz cuando hacerquería mangas y capirotes del presupuesto dela casa. Creyérase que la dama y el ministro sehabían puesto de acuerdo para bailarle el agua,con la diferencia de que ella lo hacía con elavieso fin de gastar sus rendimientos en vanida-des y perendengues, mientras que el otro leproporcionaría todo el aumento de gananciascompatible con los intereses del Estado.

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Para decirlo pronto y claro, sépase que elMinistro, cuyo nombre no hace al caso, erahonradísimo, y que sus defectos (que comohombre alguna tacha había de tener), no eran lacodicia ni el afán de medro personal. Nadiepudo acusarle nunca de explotar su posiciónpara enriquecerse. A su lado no se hicieronchanchullos con su consentimiento: los quemedraban más de lo justo, allá se las arreglabancomo podían en esfera inferior a la del despa-cho y tertulia del consejero de Su Majestad. Yen cuanto a Donoso, bien sabemos que era deintachable integridad, formulista, eso sí, y sec-tario rabioso de la ortodoxia administrativa,hasta el punto de que su honradez y escrupulo-sidad habían hecho no pocas víctimas. Él no selucraba; pero por salvar los dineros del Fisco,habría pegado fuego a media España. No podíadecirse lo mismo de D. Juan Gualberto, varónde conciencia tan elástica, que de él se contabancosas muy chuscas, algunas de las cuales hayque poner en cuarentena, porque su propia

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enormidad las hace inverosímiles. Jamás mirópor el Estado, a quien tenía por un grandísimohijo de tal; miraba siempre por el particular, bienfuese en el concepto esencia del yo, bien bajo laforma altruista y humanitaria, como amparar aun amigo, defender a una sociedad, empresa, oentidad cualquiera. Ello es que en los cincoaños famosos de la Unión Liberal se enriquecióbastante, y luego, la pícara revolución y la gue-rra carlista acabaron de cubrirle el riñón porcompleto. A creer lo que la maledicencia decíaverbalmente y en letras de molde, Serrano sehabía tragado pinares enteros, muchísimas le-guas de pinos, todo de una sentada, con fabulo-so estómago. Y para quitar el empacho se habíaentretenido (por aquello de «cuando el diablono tiene que hacer...») en calzar a los soldadoscon zapatos de suela de cartón, o en darles decomer alubias picadas y bacalao podrido; tra-vesuras que lo más, lo más, motivaban un pocode ruido en algunos periódicos; y como daba lapícara casualidad de que estos no gozaban del

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mejor crédito, por haber dicho infinidad dementiras a propósito de aquella campaña, na-die pensó en llevar el asunto a formal informa-ción de la justicia, ni esta le imponía ningúnmiedo a D. Juan Gualberto, que era primo her-mano de directores generales, cuñado de jue-ces, sobrino de magistrados, pariente más omenos próximo de infinidad de generales, se-nadores, consejeros y archipámpanos.

Pues bien; en las reuniones de que se vienetratando, el único que hablaba de moralidadera Serrano. Mientras los otros no se acordabanpara nada de tal palabreja, don Juan Gualbertono la soltaba de sus labios, y solía decir: «Por-que nosotros, entiéndase bien, representamos yqueremos representar un gran principio, unprincipio nuevo. Venimos a cumplir una mi-sión, y a llenar un vacío, la misión y el vacío deintroducir la moralidad en las contratas de taba-cos. Tirios y troyanos saben que hasta hoy...(aquí una pintura terrorífica de las tales contra-

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tas en el pasado momento histórico.) Pues bien,desde ahora, si nuestros planes merecen laaprobación del Gobierno de Su Majestad, te-niendo en cuenta la seriedad y la respetabilidadde las personas que ponen su inteligencia y sucapital al servicio de la patria, ese servicio, esarenta, se afirmarán sobre bases... sobre bases...».Aquí se embarulló el orador, y tuvo D. Francis-co que acabarle la frase en esta forma: «Bajo labase del negocio limpio y a cara descubierta,como quien dice, pues nosotros tendemos a be-neficiarnos todo lo que podamos, dentro de laley, ¡cuidado! beneficiando al Gobierno másque lo han hecho tirios y troyanos, llámenseJuan, Pedro y Diego; sin maquiavelismos pornuestra parte, sin consentir tampoco maquiave-lismos del Gobierno, tirando de aquí, aflojandode allá, con el objetivo de ir orillando las dificul-tades y evacuando nuestro negocio, dentro delmás estricto interés, y de la más estricta mora-lidad... todo muy estricto, por decirlo así... por-que yo sostengo la tesis de que el punto de vista

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de la moralidad no es incompatible con el puntode vista del negocio.

-II-

Por haberse metido en aquel amplio terrenodel negocio grande, coram populo, de manos aboca con el mismísimo Estado, no abandonó D.Francisco los negocios obscuros, más bien sub-terráneos, que traía el hombre desde los tiem-pos de aprendizaje, cuando confabulado condoña Lupe se dedicaba al préstamo personalcon réditos que hubieran llevado a sus gavetastodo el numerario del mundo, si alguien conestricta puntualidad se los pagara. En su nuevavida dio de mano a varios chanchullos delgénero sucio y chalanesco, porque no era cosade andar en tales tratos cuando se veía caballe-ro y persona de circunstancias; pero otros losmantuvo religiosamente, porque no había detirar por la ventana el hermoso líquido que arro-

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jaban. Sólo que hacía reserva de ellos, ocultán-dolos como se oculta un defecto vergonzoso, ouna deformidad repugnante, y ni con el mismoDonoso se clareaba en este particular, segurode que su buen amigo había de ponerle malacara cuando supiese... lo que va a saber el lectoren este momento: D. Francisco Torquemada eradueño de seis casas de préstamos, las máscéntricas y acreditadas de Madrid; dícese acredi-tadas, porque servían con prontitud y ciertalargueza, bajo el canon de real por duro men-sual, o sea el sesenta por ciento al año. En cua-tro de ellas era dueño absoluto, corriendo lagerencia a cargo de un dependiente con parti-cipación en las ganancias; y en dos socio capita-lista, cobrando el cincuenta por ciento. Una conotra, se embolsaba el hombre, sin más trabajoque examinar un sobado y mal escrito libro decuentas por cada casa, la bicoca de mil durosmensuales.

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Para examinar estos puercos apuntes y ente-rarse de la marcha del empeño, encerrábase ensu despacho un par de mañanas cada mes conlos sujetos que regentaban los establecimientos; ypara disimular el misterio inventaba mil histo-rias, que por algún tiempo mantuvieron el en-gaño en todas las personas de la familia, hastaque al fin Cruz, con su agudeza y finísimo olfa-to, estudiando el cariz de aquellos puntos, atan-do cabos, sorprendiendo alguno que otro con-cepto, y adivinando lo demás, descubrió todo elintríngulis. El tacaño, que también era listo paraciertas cosas, y olfateaba como un sabueso,comprendió al instante que su cuñadita le habíadesbaratado el tapujo, y se puso en guardiamuerto de miedo, esperando la embestida quehabía de venir, en nombre de la moral, del de-coro y de otras zarandajas por el estilo.

En efecto, escogido la ocasión favorable, leacometió una mañana, en su despacho del se-gundo, sin testigo. Siempre que la veía entrar,

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D. Francisco temblaba, porque en todas susvisitas traía Cruz alguna historia para mortifi-carle y sacarle las entrañas. Y la pícara era comoun fantasma que se le aparecía cuando másdescuidado y contento estaba; surgía como porescotillón para ponérsele delante, trastornándo-le con su grave sonrisa, dejándole sin ideas, sincriterio, sin habla; tal era la fuerza subyugadorade su semblante y de sus ideas.

Aquella mañana entró con pie de gato; no lavio hasta que la tuvo delante de la mesa. Segu-ra de la fascinación que ejercía, la tirana nousaba preámbulos; íbase derecha al asunto,siempre con corteses y relamidas expresiones,afectando familiaridad y cariño unas veces,otras quitándose resueltamente la máscara, yenseñando la faz despótica, cuya trágica bellezaponíale a D. Francisco los pelos de punta.

«Ya sabe a qué vengo... No, no se haga el pa-leto... Usted es muy listo, muy perspicaz y nopuede ignorar que sé... lo que sé. Si se lo conoz-

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co en la cara. La conciencia se le sale por todoslos poros.

-Maldito si sé qué quiere usted decirme,Crucita.

-Sí lo sabe... ¡Bah, a mí con esas! Si conmigono valen tapujos. No asustarse. ¿Cree que voy areñirle? No señor; yo me hago cargo de las co-sas, comprendo que no se puede romper degolpe con las rutinas, ni cambiar de hábitos enpoco tiempo... En fin, hablemos claro: esa clasede negocios no corresponde a la posición queahora ocupa usted. No discuto si en otros tiem-pos fueron o no de ley... Respeto la historia,señor mío, y los procederes viles para ganardinero cuando de otra manera no era fácil ga-narlo. Admito que lo que fue, debió ser comoera; pero hoy, señor D. Francisco, hoy que nonecesita usted descender, fíjese bien, descender atan vil terreno, ¿por qué no traspasa esos... es-tablecimientos, dejándolos en las manos puer-cas que para andar en ellas han nacido?... Las

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de usted son bien limpias hoy, y usted mismolo comprende así. La prueba de que se cree de-gradado con esa industria es el tapadillo en quequiere envolverla. Desde que usted se casó,viene haciendo esta comedia para que no nosenteremos. Pues de nada le han valido sus di-simulos, y aquí me tiene usted enteradita detodo, sin que nadie me haya dicho una palabra.

No se atrevio el bárbaro a defenderse con lanegativa rotunda, y dando un puñetazo sobrela mesa, confesó de plano. «¿Y qué?... ¿Tienealgo de particular este arbitrio? ¿Voy a tirar misintereses por la ventana? ¡Dice usted que tras-pase! ¿Pero cómo?... ¿a desprecio? Eso nunca.Cuando se ha ganado lo que se ha ganado conel sudor del rostro, no se traspasa con pérdida...Ea, señora, bastante hemos hablado.

-No se sulfure, pues no hay para qué. Estono lo sabe nadie. Fidela no lo sospecha, y puedeusted estar tranquilo, que yo no he de decírselo.

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Si se enterara, la pobrecita tendría un gran dis-gusto. Tampoco lo sabe Donoso.

-Pues que lo sepa, ¡ñales! que lo sepa.

-Puede que algún malicioso le haya llevadoel cuento; pero él no lo habrá creído. Tiene desu amigo concepto tan alto, que no da oídos aninguna especie denigrante de las que correnacerca de usted, puestas en circulación por losenvidiosos de su prosperidad. Nadie más queyo tiene noticia de esas miserias de su pasado,y si usted insiste, en sostenerlas, yo le guardaréel secreto, hasta le ayudaré a guardarlo, paraevitarme y evitar a la familia la vergüenza quea todos nos toca...

-Bueno, bueno-dijo Torquemada impaciente,febril, con ganas de coger el pesado tintero yestampárselo en la cabeza a su tirana-. Ya esta-mos enterados. Soy dueño de mis arbitrios, yhago con ellos lo que me da la gana.

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-Me parece justo, y no seré yo quien a ello seoponga. ¿Cómo he de oponerme, si yo miro porsus intereses más que usted mismo? Bueno...pues aunque no haga usted caso de mí cuandole propongo limpiarse de esa lepra del présta-mo usurario y vil, continuaré proporcionándo-le, con ayuda del amigo Donoso, los negocioslimpios como el sol, los que dan tanta honracomo provecho. Yo pago mal por bien. No meimporta que usted relinche cuando le quierollevar por el camino bueno: que quieras que no,por el camino derecho ha de ir usted. ¡Si al finha de convencerse de que soy su oráculo! ¡Y notendrá más remedio que seguir mis inspiracio-nes... y concluirá por no respirar sin permisomío...!

Dijo esto último con tan buena sombra, queel bárbaro no pudo menos de echarse a reír,aunque la ira le relampagueaba todavía en losojos. La dama dio bruscamente otro sesgo a la

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conversación, saliendo por donde menos pen-saba el tacaño.

«Y a propósito-le dijo-: aunque estoy muyincomodada con usted, porque estima sus anti-guos manejos de prestamista en más que eldecoro de su posición actual, voy a darle unabuena noticia. No se la merece usted; pero yosoy tan buena, tan compasiva, que me vengaréde sus mordiscos con un abrazo, un abrazomoral, y si se quiere con un beso, un beso moral¡cuidado!

-¿A ver, a ver...?

-Pues sepa el Sr. D. Francisco que he encon-trado un comprador para los terrenos que po-see allá por las Ventas del Espíritu Santo.

-¡Pero si ya tenía comprador, criatura! Vayaunas novedades que me trae doña Crucita.

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-¡Simple, si sabré yo lo que digo! El compra-dor a que usted se refiere es Cristóbal Medina,que ofrece real y cuartillo por pie.

-Cierto; y yo me resisto a dárselo, reserván-dome hasta encontrar quien me ofrezca dosreales.

-Bonito negocio. Usted compró ese terreno,es decir, se lo adjudicó por una deuda, a razónde doscientas y tantas pesetas la fanega.

-Justo.

-Y la semana pasada, Cristóbal Medina leofreció a real y medio el pie, y yo... yo, en elpresente momento histórico, le ofrezco a usted dosreales...

-¡Usted!

-No, hombre, no sea usted materialista. ¿Yoqué he de ofrecer...? ¿Voy yo a levantar barrios?

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-¡Ah! ¿su amigo de usted, ese Torres...? ya,emprendedor, hormiguilla como él solo... Megusta, me gusta ese sujeto.

-Pues anoche le vi en casa de Taramundi.Hablamos; díjome que no tiene inconvenienteen tomar todo el terreno a dos reales pie, pa-gando ahora la tercera parte al contado, asegu-rando por medio de escritura el pago de losotros dos tercios en las fechas que se acuerden,a medida que edifique, y... En fin, me ha escritoesta carta en la cual consigna su proposición, yañade que si usted accede, por su parte quedacerrado el trato.

-Venga, venga la carta-dijo Torquemada in-quieto y ansioso, cogiendo de manos de Cruz elpapel que esta con coquetería de mujer nego-ciante le mostraba. Y rápidamente pasó la vistapor las cuatro carillas del pliego, enterándoseen un breve momento histórico, de los puntosprincipales que contenía. «Pago al contado dela tercera parte... Construcción de un palacio

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entre jardines, que se llamaría Villa Torquemada,el cual, a tasación de arquitecto, se adjudicaríaen pago del otro tercio... Hipoteca del mismoterreno para responder del tercer plazo, etcéte-ra...».

-¿Y por el corretaje de ese negocio no merez-co nada?-dijo Cruz con gracejo.

-El negocio, sin ser considerable, no es malo,no, en tesis general... Lo examinaré despacio,haré mis cuentas...

-¿No merezco siquiera que el nombre deTorquemada, unido hoy al nombre y casa delÁguila, sea borrado del infame cartel que dice:casa de préstamos?

-¿Pero qué tiene que ver...? ¡Bah! Usted vemosquitos en el horizonte... Tan honrado es esenegocio como otro cualquiera, como el que haceel reverendísimo Banco de España. La diferen-cia consiste en que en los ventanales magníficos

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del Banco no se ven capas colgadas. ¡Vaya unaimportancia que da usted a las apariencias! Sonsu bello ideal. Yo no miro a las apariencias, sinoa la substancia...

-Pues le diré a Torres que renuncie al nego-cio de los terrenos, porque es usted un judío, yle hará cualquier enjuague. Si yo, cuando mepongo a ser mala, lo soy de veras. Usted nosabe la que le ha caído encima conmigo. O mar-chamos por la senda constitucional, esto es, deldecoro, o tendremos siete disgustos cada día.

-¡Crucita de todos los demonios, y de la Bi-blia en pasta, y de la Biblia en verso, y de lossantísimos ñales del archipiélago... digo, delarchipámpano de Sevilla! no le diga usted aTorres sino que se vea conmigo esta mismatarde, porque su proposición me ha entradopor el ojo derecho, y quiero que tratemos y nosentendamos...

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-Bueno, señor... cálmese... siéntese. No rom-pa la mesa a puñetazos, que tendrá que com-prar otra, y le sale peor cuenta.

-Es que usted no me deja vivir... a mi modo...Reasumiendo: a eso de las casas de préstamos,yo le echaré tierra...

-Por mucha tierra que usted le eche, siempreolerá mal el negocio. A traspasar se ha dicho.

-Calma... seamos justos. Hay que esperar unabuena ocasión... Transigiremos. Vaya; déjemeseguir algún tiempo con esa... con esa viña, yaccedo a que tomen ustedes el abono que, pormor... quiero decir, por razón de su luto, dejanlos Medinas en la ópera del Príncipe Alfonso.

-Pero si el abono lo hemos tomado ya.

-¿Sin mi permiso?

-Sin su permiso... No se tire usted de los pe-los, que se va a quedar calvo. Pues no faltaba

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más sino que usted negara tal cosa siendo delgusto de Fidela. La pobre necesita expansión,oír buena música, ver a sus amigas.

-Maldita sea la ópera y el perro que la in-ventó... Crucita, no me sofoque más... Mire queme voy del seguro, y... Ya no puedo más... Mellevan ustedes a la bancarrota. De nada me valetrabajar como un negro, porque cuarto ganado,cuarto que ustedes me gastan en pitos y enflautas. Para meter en cintura a mis señoras delÁguila, debiera yo hacerles una trastada deltenor siguiente: darles el abono, sí, pero quitán-doselo del plato, y de la vestimenta.

-Eso no puede ser, pues no vamos a ir al tea-tro con los estómagos vacíos, ni vestidas demamarrachos...

-Nada, nada, que me arruinan. Porque elabono a la ópera trae mil y mil goteras... vulgoarrumacos, guantes, qué sé yo. Bueno, hijas,

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bueno, empeñaré mi gabán el mejor día. A esovamos.

-El día que sea preciso-dijo Cruz festivamen-te-, coseré para afuera.

-No, no lo diga en broma. A este paso la vidaes un soplo... Y lo que es yo, no me comprome-to a la manutención de la familia.

-Yo la mantendré. Sé cómo se vive sin tenerde qué vivir.

-Pues podía vivir ahora como entonces.

-Las circunstancias han variado, y ahora so-mos ricos.

-Tenemos un mediano pasar; seamos justos;un buen pasar.

-Pues a eso me atengo, y procuro que lo pa-semos bien.

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-Déjeme, por Dios. Sus... manifestaciones mevuelven loco.

-Lo dicho, dicho... Prepárese para otra...-dijola primogénita del Águila, risueña y altiva, le-vantándose para retirarse.

-¡Para otra!... ¡Por San Caralampio bendito,abogado contra las suegras! Porque usted esuna suegra, por decirlo así, la peor y más insufri-ble que hay en familia humana.

-Y la que le tengo preparada es la más gorda,señor yerno.

-La Virgen Santísima me acompañe... ¿Quées?

-Todavía no es tiempo. Está la víctima muyquebrantada del arrechucho de hoy. Y eso quele traje el magnífico negocio de los terrenos. ¡Yno me lo agradece el pícaro!

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-Sí lo agradezco... Pero a ver, dígame quénueva dentellada me prepara.

-No, porque se asustará... Otro día. Hoy medoy por satisfecha con lo del abono, y con laesperanza de quitar esa ignominia de las casasde empeño. En su día continuaremos, Sr. D.Francisco Torquemada, presunto senador delReino, y Gran Cruz de Carlos III.

Y cuando la vio salir, el tacaño la maldijo en-tre dientes, al propio tiempo que reconocía conbrutal sinceridad su absoluto dominio.

-III-

No por móviles de vanidad insubstancialapetecía Cruz del Águila las grandezas de lavida aristocrática, sino por estímulos de ambi-ción noble, pues quería rodear de prestigio yhonor al hombre obscuro que sacado había de

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la miseria a las ilustres damas. Para sí misma enrealidad nada ambicionaba; pero la familia deb-ía recobrar su rango, y si era posible, aspirar aposición más alta que la de otros tiempos, a finde confundir a los envidiosos que comentabancon groseras burlas aquella resurrección social.Procedía Cruz en esto con orgullo de raza, co-mo quien mira por la dignidad de los suyos, ytambién con un sentimiento de alta venganzacontra parientes aborrecidos, que después dehaberles negado auxilio en la época de penuria,trataban de arrojar sobre ella y su hermana to-do el ridículo del mundo por la boda con elprestamista. Enalteciendo a este, y haciéndolede hombre persona, y de persona personaje, yde personaje eminencia, iban ganando la parti-da, y los dardos de maledicencia se volvíancontra los mismos que los lanzaban.

Cuando se hizo público el casorio, natural-mente, hubo los comentarios de rigor entre losque habían sido amigos de las Águilas y entre

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su parentela, residente en Madrid y provincias.No faltó quien, pasada la primera impresión,comentara el caso con benevolencia; no faltóquien lo tomara en cómico, buscándole el ladosainetesco, y los más implacables fueron la di-chosa prima, Pilar de la Torre Auñón y su ma-rido Pepe Romero, con quienes de muy antiguovenían en relaciones agrias Fidela y Cruz, porpiques de familia, que tomaron carácter de odiolegendario, cuando el tal Romero se encargó dela administración judicial de las dos fincas cor-dobesas, el Salto y la Alberquilla. Pues digo, alsaber que Torquemada rescataba las fincas,poniéndolas en las condiciones más favorablespara el caso probable de que el Tribunal Con-tencioso las devolviese a sus dueños, los Rome-ros cogían el cielo con las manos, y allí fue elvomitar cuchufletas de mal gusto sobre las des-graciadas señoras. Debe añadirse que el maridode Pilar de la Torre Auñón tenía dos hermanos,casado el uno con la sobrina del marqués deCícero, y el otro con una hermana de la mar-

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quesa de San Salomó. Eran parientes, además,del conde de Monte-Cármenes, de SeverianoRodríguez y de D. Carlos de Cisneros, PepeRomero y Pilar de la Torre vivían en Córdoba,pero pasaban en Madrid, en compañía de losotros Romeros, los meses de otoño, y a vecesparte del invierno. Ya se comprende que de lacasa en que toda esta casta de Romeros se jun-taba, salían los dardos envenenados contra laspobres Águilas, y contra el ganso que las habíalibrado de la miseria.

Como Madrid, aunque medianamente popu-loso, es pequeño para la circulación de las espe-cies infamantes, todo se sabía, y no faltabanamigas oficiosas que le llevasen a Cruz, una poruna, cuantas maledicencias se forjaban en lastertulias romeriles. Y en estas no faltó quienconociese de vista o de oídas a Torquemada elPeor, célebre en ciertas zonas malsanas ysombrías de la sociedad. Villalonga y SeverianoRodríguez, que tenían de él noticias por su

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desgraciado amigo Federico Viera, pintáronlecomo un usurero de sainete, como un ser gro-tesco y lúgubre, que bebía sangre y olía mal.Quién decía que la altanera y egoísta Cruz hab-ía sacrificado a su pobre hermana, vendiéndolapor un plato de sopas de ajo; quién que las dosseñoras, asociadas con aquel siniestro tipo,pensaban establecer una casa de préstamos enla calle de la Montera. Lo más singular fue quecuando Torquemada, ya en los meses de Febre-ro y Marzo, pisó las tablas del mundo grande, yle vieron y le trataron muchos que le habíandespellejado de lo lindo, no le encontraban nitan grotesco ni tan horrible como la leyenda lepintó, y esta opinión daba lugar a grandespolémicas sobre la autenticidad del tipo. «No,no puede ser aquel Torquemada de los barriosdel Sur-decían algunos-. Es otro, o hay que cre-er en las reencarnaciones».

A medida que D. Francisco se iba haciendohueco en la sociedad, las murmuraciones perd-

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ían su acritud o se acallaban mansamente, por-que el tacaño ganaba poco a poco partidarios yaun admiradores. Pero siempre subsistía unfoco de chismes de mala ley, el círculo íntimode los Romeros, que no perdonaban, ni perdo-narían jamás, toda vez que la orgullosa Cruz lestiraba a degüello siempre que los cogía en bue-na disposición.

Véase por qué la altiva señora trataba, portodos los medios, de ennoblecer al que era suhechura y su obra maestra, al rústico urbaniza-do, al salvaje convertido en persona, al vampirode los pobres hecho financiero de tomo y lomo,tan decentón y aparatoso como otro cualquierade los que chupan la sangre incolora del Estadoy la azul de los ricos.

¡Y qué cosas decían de él y de ellas los Ro-meros, aun después que D. Francisco se huboconquistado el aprecio superficial de muchagente, que no ve más que lo externo! Que todoel dinero que tenía era producto de la rapiña

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más infame, y de la usura cruel... Que habíallenado de suicidas los cementerios de Ma-drid... Que cuantos se tiraban por el Viaductopronunciaban su execrable nombre en el mo-mento de dar la voltereta... Que Cruz del Águi-la se dedicaba también al préstamo sobre ropasen buen uso, y que tenía toda la casa llena decapas... Que el hombre que no había renuncia-do a sus hábitos de miseria, y que a las dos po-bres Águilas las mantenía con lentejas y sangrefrita... Que todas las alhajas que Fidela lucíaeran empeñadas... Que Cruz le hacía las levitasa D. Francisco, aprovechando ropas de muer-tos, que volvía del revés... Que en casi todos lospuestos del Rastro tenía Cruz participación, ycomerciaba en calzado viejo y muebles desven-cijados... Que Fidela, cuya inocencia rayaba enla imbecilidad, desconocía los antecedentes deaquel gaznápiro que por marido le habían da-do... Que simple y todo como era, se permitía ellujo de tres o cuatro amantes, a ciencia y pa-ciencia de su hermana, los cuales eran Mo-

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rentín, Donoso (con sus sesenta años), ManoloInfante, y un tal Argüelles Mora, grotesco tipode caballero de Felipe IV, y tenedor de libros enel escritorio de Torquemada. Zárate y el lacayi-to Pinto se entendían con la hermana mayor...Que esta le cortaba las uñas a D. Francisco, lelavaba la cara, le arreglaba el cuello de la cami-sa antes de echarle a la calle, para que sacase unbuen ver, y le enseñaba la manera de saludar,instruyéndole en todo lo que había de decir,según los casos... Que a la chita callando, entreCruz y el usurero habían desvalijado a variasfamilias nobles, un poco apuradas, prestándo-les dinero a doscientos cuarenta por ciento...Que Cruz recogía las colillas de los que fuma-ban en su casa, para mandarlas al Rastro en uncostal muy grande, así como juntaba tambiénlos mendrugos de pan, para venderlos a unosque hacían chocolate de dos reales y medio...Que Fidela vestía muñecas por encargo de lastiendas de juguetes, y que al pobre Rafael no ledaban de alimento más que puches, y un plato

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de menestra por las noches... Que el ciego habíapuesto debajo de la cama del matrimonio uncartucho de dinamita, o de pólvora, el cual fuedescubierto con la mecha ya encendida... Quela primogénita del Águila, entre otros negociossucios, tenía parte en un corral de basuras deCuatro Caminos, y llevaba la mitad en los cer-dos y gallinas... Que Torquemada comprabaabonarés de Cuba a tres y medio por ciento desu valor, y que era el socio capitalista de unacompañía de estafadores, disfrazada con larazón social de Redención de Quintos, y Sustitutospara Ultramar.

Todo esto iba llegando a los oídos de Cruz,que si se indignaba al principio, pasando malí-simos ratos y derramando algunas lágrimas,por fin llegó a tomarlo con calma filosófica; ycuando D. Francisco salió a la esfera del mundocon su levita inglesa, sus modales algo sueltos,su habla corriente y su personalidad rodeadade ciertos respetos, codeándose al fin con mi-

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nistros y señorones, concluyó la dama por to-mar a risa los desahogos de sus parientes. Peromientras mayor desprecio le inspiraba maldadtan estúpida, más gana sentía de hacerles pol-vo, y de pasearles por los hocicos la opulenciaverídica de las resucitadas Águilas, y el presti-gio claro del opulento capitalista; que así le nom-braba ya la lisonja. Ellos a morder y ella siem-pre a levantarse, mejor dicho, a levantar el fi-gurón que les daba sombra, hasta erigir con élinmensa torre, desde la cual pudieran las Águi-las mirar a los Romeros como miserables gusa-nillos arrastrando sus babas por el suelo.

-IV-

Aproximábase el verano, y no hubo más re-medio que pensar en trasladarse a algún sitiofresco, por lo menos durante la canícula. Nuevabatalla dada por Cruz, en la cual halló al ene-migo más resistente y envalentonado que de

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costumbre. «El verano-decía D. Francisco-, es laestación por excelencia en Madrid. Yo lo he pa-sado aquí toda mi vida, y me ha pintado perfec-tamente. Nunca se encuentra uno más a gustoque en Julio y Agosto, libre de catarros, co-miendo bien, durmiendo mejor...

-De usted nada digo-objetó la dama-, porqueentre los muchos dones con que le agració ladivina Providencia, tiene también el de unasalud a prueba de temperaturas extremadas.Tampoco lo digo por mí, que a todo me aven-go. Pero Fidela no puede pasar aquí los mesesde verano, y es usted un bárbaro si lo consiente.

-También a mi pobre Silvia, que de Dios go-ce, la molestaba el calórico, sobre todo cuandose hallaba en meses mayores, y aquí nosaguantábamos. Con el botijo siempre fresco, losbalcones cerrados durante el día, y un cortopaseíto a las diez de la noche, lo pasábamos tanricamente... No hay que pensar en veraneo,señora. Con todo transijo menos con esa invete-

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rada pamplina de los baños de mar o de río, queson el gravamen de tantas familias. En Madridtodo el mundo, que en Madrid tengo yo queestarme hecho un caballero, para organizar estatracamundana del tabaco, que, entre paréntesis,me parece no es negocio tan claro como al prin-cipio me lo pintaron sus amigos de usted. Y nose hable más del asunto. Ahora sí que no cedo.Con que... tilín... se levanta la sesión.

Resuelta a que el viaje se realizara, Cruz noinsistió aquel día; pero al siguiente, bien alec-cionada Fidela, el baluarte de la avaricia de D.Francisco fue atacado con fuerzas tan desco-munales, que al fin no tuvo más remedio querendirse.

«Muy a disgusto-dijo el tacaño mordiéndoselos pelos del bigote, y echándoselas de víctima-,cedo, porque Fidela esté contenta. Pero tenga-mos juicio. No saldremos más que veinte otreinta días, ¡cuidado! Y todo ello, señora mía,ha de hacerse con el menor dispendio posible.

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No estamos para echarlas de príncipes. Viaja-remos en segunda...

-¡Pero D. Francisco...!

-En segunda, con billete de ida y vuelta.

-Eso no puede ser. Vaya, tendré que coger elbastón de mando... ¡En segunda! No se puedetolerar que así olvide usted el decoro de sunombre. Déjeme a mí todo lo concerniente alviaje. No iremos a San Sebastián, ni a Biarritz,lugares de ostentación y farsa; nos instalaremosmodestamente en una casita de Hernani... Ya latengo apalabrada.

-¡Ah! ¿usted, por sí y ante sí, había dispues-to...?

-Por mí y ante mí. Y todo eso, y aún muchomás, que callo ahora, tiene usted que agrade-cerme. Con que chitón...

-Es que...

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-Digo que no se hable más del asunto, y queyo me encargo de todo... Ya... Por usted iríamosen la perrera. Bonita manera de corresponder ala opinión, que ve en usted...

-¿Qué ve, qué puede ver en mí, ¡ñales enpolvo!, más que un desgraciado, un mártir delas ideas altanerísimas de usted, un hombreque está aquí prisionero, con grillos y esposas,y que no puede vivir en su elemento, o sea elahorro... la mera economía del ochavo, que segana con el santo sudor?...

-¡Hipócrita... comediante! Si no gasta ni eldécimo de lo que gana-contestó la autócratacon brío-. Si ha de gastar más, muchísimo más.Váyase preparando, pues he de ser implacable.

-Máteme usted de una vez... pues soy tanbobo, que no sé resistirle, y me dejo desnudar,y dar azotes, y desollar vivo.

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-Si ahora empezamos. Y le participo que sushijos saldrán a mí, quiero decir, que saldrán asu madre. Serán Águilas, y tendrán todo mi ser,y mis pensamientos...

-¡Mi hijo ser Águila...!-exclamó Torquemadafuera de sí-. ¡Mi hijo pensar como usted... mihijo desvalijándome!... ¡Oh! señora, déjeme enpaz, y no pronuncie tales herejías, porque nosé... soy capaz de... Que me deje le digo... Estoes demasiado... Me ciego, se me sube la sangrea la cabeza.

-¡Qué tonto!.. ¿Pues qué más puede desear?-dijo la dama, mirándole risueña y maleantedesde la puerta-. Águila será... Águila neto. Lohemos de ver... lo hemos de ver.

Por todo pasaba D. Francisco menos porquese creyera que su hijo presunto había de serotro que el mismo Valentín, reencarnado, yvuelto al mundo en su prístina forma y carác-ter, tan juicioso, tan modosito, con todo el ta-

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lento del mundo para las matemáticas. Y tan apechos lo tomaba el muy simple, que si Cruzhubiera insistido en aquella broma, de fijo sehabría desvanecido el sortilegio que subordi-naba una voluntad a otra, y recobrada la liber-tad, el tacaño habría puesto su mano vengativaen la tirana que le atormentaba. Volvíase ta-rumba con semejante idea. ¡Su hijo, su Valentínser Águila, en vez de Torquemadita fino queandaba por los ámbitos de la Gloria, esperandosu nueva salida al mundo de los vivos! No,hasta ahí podían llegar las bromas. Pasose todaaquella tarde sumergido en tristes meditacionessobre aquel caso, y por la noche, después detrabajar a solas en su despacho del segundo, semetió en el gabinete reservado del mismo piso,donde conservaba el bargueño de marras, ysobre él la imagen fotográfica del chico, aunqueya despojado totalmente de las apariencias dealtarucho. Paseándose de un ángulo a otro de laestancia, dio el usurero todas las vueltas y con-

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torsiones imaginables a la idea en mal horaexpresada por su hermana política.

«¡Vaya, que decir que tú serás Águila! ¿Hasvisto qué insolencia?

Miró al retrato fijamente, y el retrato callaba,es decir, su carita compungida no expresabamás que una preocupación muda y discreta.Desde que se acentuó el engrandecimiento so-cial y financiero de su papá, Valentinico habla-ba poco, y por lo común no respondía más quesí y no a las preguntas de D. Francisco. Verdadque este no pasaba las noches en aquella estan-cia luchando con el insomnio rebelde, o con lafiebre numérica.

«¿No oyes lo que te digo? Que serás Águila.¿Verdad que no? (Creyendo ver en el retrato unaligera indicación negativa.) Claro: lo que yo decía.Es un desatino lo que piensa esa buena señora.

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Volvió a su despacho, y estuvo haciendocuentas más de media hora, recalentándose elcerebro. De pronto, los números que ante sítenía empezaron a voltear con espantoso vórti-ce, que los hacía ilegibles, y de en medio deaquel polvo que giraba como a impulso de unhuracán, saltó Valentinico dando zapatetas, yencarándose con el autor de sus días (todo estoen el centro del papel), le dijo: «Papá, yo quierodir en ferrocarril...

Luchó el buen señor un instante con aquellajuguetona imagen, y la desvaneció al finpasándose la mano por los ojos y echando haciaatrás su pesada cabeza. El ordenanza se leacercó para decirle que las señoras, sentadas yaa la mesa, le aguardaban para comer. GruñóTorquemada al oír afirmar al sirviente que ya lehabía llamado tres veces, y al fin desperezose, ycon paso y actitudes de embriaguez bajó alprincipal por la escalera de servició que al obje-to se había construido. Por el camino iba di-

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ciendo: «Que quiere correrla en ferrocarril...¡Bah! gaterías de su madre... Todavía no hanacido, y ya me le están echando a perder.

-V-

Todo Mayo y parte de Junio dedicolos D.Francisco con alma y vida a la Sociedad forma-da para la explotación del negocio de la contra-ta, y con ayuda de Donoso, emulando los dosen actividad e inteligencia, armaron toda lamaquinaria administrativa, la cual, si respondíaen sus hechos a su perfecto organismo, había demarchar como una seda. A Torquemada co-rrespondía la alta gerencia del negocio, comoprincipal capitalista. Donoso se encargaba delas relaciones de la Sociedad con el Estado, y detoda la gestión oficinesca. Taramundi corría conlas compras del artículo en Puerto Rico, y Se-rrano en los Estados Unidos, donde tenía un

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primo establecido, con casa de comisión enBrooklyn.

Convinieron en que todo funcionaría orde-nadamente antes de partir para el veraneo,pues en Diciembre debía hacerse la primeraentrega de boliche y en Febrero la de Virginia. Elsuministro de ambas hojas les fue adjudicado,por formal contrata, en Mayo, no sin protestade otros tales, que hicieron o creían haberhecho a la Hacienda proposición más ventajosa;pero como eran gentes desacreditadas y de an-tecedentes deplorables en aquel fregado, a nadiesorprendió que el ministro les postergara,agarrándose a no sé qué triquiñuelas de la ley.Puestas de acuerdo en todo las cuatro principa-les fichas de aquel juego, pues aunque habíaotros partícipes, no tocaban pito en la gestión,por ser de poca monta el capital impuesto, yano había más que trabajar como fieras, a fin deque el negocio saliese redondo y limpio. En losdías que precedieron a la expedición veraniega,

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Torquemada y D. Juan Gualberto Serrano seentendieron a solas en algunos puntos referen-tes a las compras de rama en los Estados Uni-dos, y ello quedó entre los dos, sin dar conoci-miento a Donoso ni a Taramundi. Era que D.Francisco, con su instintivo conocimiento de lahumanidad, bajo el aspecto del toma y daca, viodesde el primer instante en qué consistía el re-sorte maestro de aquel arbitrio, comprendiendoque de proceder de esta o de la otra manera,dependía que el líquido fuese simplemente bue-no, o que resultase tal que podrían meter elbrazo hasta más arriba del codo. Apenas huboel tacaño propulsado la voluntad de D. JuanGualberto, este respondió con cuatro palabras,que querían decir: «aquí está el hombre que senecesita». Y con estas impresiones, Serrano sefue a Londres, donde debía avistarse con suprimo, y Torquemada partió para Hernani conla familia. La de Taramundi se instaló en SanSebastián. Donoso no salía de Madrid, porquesu señora, en quien se había complicado enor-

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memente la caterva de males, no podía mover-se, ni había para qué, pues en ninguna partehabía de encontrar alivio.

¡Ay, Dios mío, qué aburrimiento el de Tor-quemada en las Provincias, y qué destempladohumor gastaba, siempre disputando con ellaspor quítame allá esas pajas, renegando de todo,encontrando malas las aguas, desabridos losalimentos, cargantes las personas, horrible elcielo, dañino el aire! Su centro era Madrid: fue-ra de aquel Madrid en que había vivido losmejores años de su vida y ganado tanto dinero,no se encontraba el hombre. Echaba de menossu Puerta del Sol, sus calles del Carmen, deTudescos, y callejón del Perro; su agua de Lo-zoya, su clima variable, días de fuego y nochesde hielo. La nostalgia le consumía, y el verseimposibilitado de correr tras el fugaz ochavo,de dar órdenes a este y al otro agente. Aborrec-ía el descanso; su naturaleza exigía la preocu-pación continua del negocio, y los infinitos tra-

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jines que trae consigo la misma ansiedad azaro-sa, la rabia de perder, la tristeza de ganar poco,el delirio de la ganancia pingüe. Contaba losdías que iban pasando de aquel suplicio que lehabían traído sus malditas consortes; abomina-ba de la sociedad ociosa que le rodeaba, tantovago insubstancial, tanta gente que no piensamás que en arruinarse. Para él, el colmo deldespilfarro era dar dinero a fondistas y posade-ros, o a los gandules que agarran en el baño alas señoras para que no se ahoguen. San Sebas-tián le causaba horror: todo era un saqueo con-tinuo, y mil tramoyas para desvalijar a los ma-drileños que iban a gastar en dos meses las ren-tas de un año. Tres días le tuvieron allí Fidela yCruz, y poco le faltó para caer enfermo de tris-teza y repugnancia.

En Hernani se paseaba solo, armando en sumagín todo el tinglado de números que consti-tuía el negocio tabaquil, y otros en embrión,como el del arreglo de la arruinada casa de

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Gravelinas con sus acreedores. Fidela, que co-nocía lo mal que pintaba a su esposo la villeg-giatura, quiso abreviar esta; pero se opuso Cruz,porque a Rafael le probaba muy bien el climadel Norte, y desde que vivía en Hernani no sehabían repetido los trastornos cerebrales demarras. Dividíase la familia en dos parejas:Cruz paseaba con el ciego, Fidela con su espo-so, y procuraba distraerle haciéndole fijar laatención en las bellezas del campo y del paisaje.No era insensible el bárbaro a la bondad ni alos mimos de su esposa, y algunos ratos pasabaplacenteros charlando con ella a lo largo depraderas y bosques. Pero en aquel divagar in-dolente, Torquemada, como el desterrado quesólo piensa en la patria, no hablaba de cosaalguna sin que salieran a relucir Madrid y losmalditos negocios. Alegrábase Fidela de verleen tal terreno, y con infantil travesura repetía:«Sí, Tor, tienes que ganar muchísimo dinero,pero muchísimo, y yo te lo guardaré».

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Tanto machacó en esta idea, que D. Francis-co hubo de espontanearse con su mujer, cualnunca lo había hecho, declarándole cuantosentía y pensaba, y las causas de sus goces co-mo de sus pesadumbres. Empezó por manifes-tarse satisfecho del trato de la Suerte, porquesus ganancias crecían como la espuma. ¿Perode qué le valía esto, si la familia se había puestoen un pie de boato que imposibilitaba el aho-rro? Cada lunes y cada martes se traía Cruzalguna nueva tarantaina para derrochar el di-nero. ¿A qué detallar aquella serie no interrumpi-da de locuras, si ya Fidela las conocía? Él noservía para vivir entre magnificencias, aunqueal fin a ellas por la fuerza de las circunstanciasse amoldaba. Su bello ideal era emplear de nue-vo sus considerables ganancias, reservandosólo una parte mínima para el gasto diario. Verentrar el dinero a carretadas, y verle salir a es-puertas le taladraba el corazón, y le llenaba lacabeza de pensamientos sombríos y pesimistas.Entre él y Cruz se había entablado una lucha a

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muerte; reconocíase muy inferior a ella por losrecursos de la inteligencia y por la palabra; pe-ro se creía, en aquel caso, cargado de razón. Lopeor de todo era que Crucita le dominaba ysabía imponerle su criterio económico, metién-dole en un puño cada vez que ponía sobre el ta-pete la cuestión de un nuevo dispendio. Él seretorcía de rabia, como el demonio que pintan alos pies de San Miguel, y la muy indina leaplastaba la cabeza, y hacía su santísima volun-tad con el dinero de él.

En suma, que se tenía por muy desgraciado,y con aquellas amarguras, hasta para alegrarsede ser padre en su día, le faltaban ánimos. Mos-trose Fidela reservada en la contestación, ase-gurando que por su parte no le importaba viviren la mayor modestia y obscuridad; pero pues-to que Cruz disponía las cosas de otro modo,sus razones tendría para ello. «Sabe más quenosotros, querido Tor, y lo mejor es dejarlahacer lo que quiera. Para tus mismos negocios

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te conviene respirar una atmósfera de esplen-didez. Con franqueza, Tor: ¿habrías ganado loque has ganado viviendo como un miserable enla calle de San Blas? ¡Si cada duro que te gastami hermana es para traerte luego veinte! Y,sobre todo, esa que llamas tirana, sabe más queMerlín, y a su despotismo debemos, primero,haber salido con vida de aquella pobreza ig-nominiosa; después, el hallarnos en plenaabundancia, y tú hecho un hombre de peso. Noseas tontín, cierra los ojos, y sométete a cuantote diga y proponga mi hermana.

En todo esto y en algo más que dijo, se reve-laba el respeto casi supersticioso a la autoridadde Cruz, y la imposibilidad de rebelarse contracualquiera cosa grande o pequeña que dispu-siera el autócrata de la familia. Suspiró Tor-quemada oyéndola, y pensaba con hondo des-aliento que su mujer no le ayudaría en ningúncaso a sacudir el yugo. Una ligera indicación deesto bastó para que Fidela expresara la negativa

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con infantil temor. ¡Oponerse ella a los juicios ya las determinaciones de su hermana! Antessaldría el sol por Occidente. «No, no, Tor, quienmanda manda. Vuelvo a decirte que todo esoque te contraría es lo que te conviene, y nosconviene a todos.

De queja en queja, el usurero fue a parar aotra idea que también le atormentaba. Antes deexpresarla, vaciló un rato, temeroso de que sumujer la acogiera con risas. Pero al fin, se lanzóa la espontaneidad más delicada: «Mira, Fidela,cada uno tiene su aquel y su ideasingracia, comodice el amigo Zárate, y yo te aseguro que noquiero que mi hijo salga Águila. Bien sé queCruz beberá los vientos porque el niño sea co-mo vosotras, como ella, gastadorcillo, pinture-ro, y con muchos humos de aristocracia pródi-ga. Pero más quiero que no nazca si ha de nacerasí. Por supuesto, yo tengo para mí que os en-gañáis las dos si esperáis que el nuevo Valentínsaque uñas y pico de vuestra raza, pues me da

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el corazón que será Torquemada de lo fino, esdecir, el auténtico Valentín de antes en cuerpoy alma, con el propio despejo y la pinta mismí-sima de la otra vez.

-VI-

Quedose Fidela estupefacta, sin poder apo-yar ni combatir semejante idea, y tan sólo dijo:«Será lo que Dios disponga. ¿Qué sabemos no-sotros de los designios de Dios?

-Sí que lo sabemos-replicó Torquemada sul-furándose-. Tiene que haber justicia, tiene quehaber lógica, porque si no, no habría Ser Su-premo, ni Cristo que lo fundó. El hijo mío vuel-ve. ¡Ah! no conociste tú aquel prodigio; que silo hubieras conocido, desearías lo mismo quedeseo yo, y lo tendrías por cierto, dado quedeben pasar las cosas conforme a una ley deequidad. Verás, verás qué disposición para las

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matemáticas. Como que él es las puras ma-temáticas, y todos los problemas los sabe mejorque el maestro. Si he de hablarte con franqueza,sin ocultarte nada de lo que pienso, te diré queno puedo menos de compaginar ciertos fenó-menos de tu estado con la ciencia de mi hijoValentín. ¿No nos contaste que hace dos nochestuviste unos sueños muy raros, viendo que sete ponían delante cifras de ocho y diez guaris-mos, y que luego ibas por un bosque, y te en-contraste catorce nueves, que te salieron al en-cuentro y te acorralaron sin dejarte pasar ade-lante?

-Sí, sí, es verdad que soñé eso.

-Pues ahí lo tienes-dijo Torquemada con losojos fulgurando de alegría-. Es él, es él, que tetiene el alma y las venas todas llenas de lossantísimos números. Y dime, ¿no sientes túahora algo como si te subieran de la caja delcuerpo a la cabeza, vulgo región cerebral, unasenormísimas cantidades, cuatrillones o cosa

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así? ¿No sientes un endiablado pataleo de mul-tiplicaciones y divisiones, y aquello de la raízcuadrada y la raíz cúbica?

-Algo de eso siento, sí, de una manera vaga-replicó Fidela, dejándose sugestionar-. Pero deeso de las raíces no siento nada. Números sí,que se me suben a la cabeza.

-¿Ves, ves? ¿No te lo decía yo? Si no me pod-ía equivocar. ¿Y no te pasa también que todo loque calculas te sale exacto? Como que tienesdentro de ti el espíritu puro de las matemáticas,y la ciencia de las ciencias.

-¡Tanto como eso...!-repuso Fidela, dudando-. Yo no calculo nada, porque no sirvo para elcálculo.

-Pues ponte ahora a combinar cantidades;ponte y verás.

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Don Francisco se frotaba las manos, aña-diendo por vía de síntesis: «Quedamos en queno es Águila, en que será quien es, y no puedeser otro.

Algo más pensaban decir marido y mujersobre el extraño caso; pero les distrajo de sucoloquio un coche cargado de gente que por lacarretera de San Sebastián venía, en dirección alpueblo, y oyeron alegres voces que con es-truendo los saludaron. Hallábanse sentados enuna pradera junto al camino, al pie de un cor-pulento castaño, y cuando el charabán pasódelante de ellos, reconocieron entre la turba-multa que venía en la delantera y en los asien-tos laterales, algunas caras amigas. «¡Oh! Mo-rentín-dijo D. Francisco. Y Fidela: «¡Ah! Infante,Malibrán.

Y se encaminaron al pueblo, del cual distabamedio kilómetro, tardando bastante en llegar,porque la señora, en aquellos meses, no se dis-tinguía por la rapidez de sus movimientos.

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En la casa encontraron a los amigos que deSan Sebastián habían ido de asalto: Morentíncon su mamá, Manolo Infante, Jacinto Villalon-ga, Comelio Malibrán, dos chicos y una chicade Pez, Manuel Peña y su mujer Irene, y algunomás que no consta en autos.

«¿Y a toda esta caterva tenemos que darle decomer?-preguntó angustiado D. Francisco.

-Hijo, sí; no hay más remedio. Pero se repar-ten. Verás cómo algunos se van a casa de Seve-riano Rodríguez o del general Morla.

-Siempre nos tocarán los más alborotadoresen el hablar y los menos moderados en el co-mer. Y no viene Zárate, que es, de toda estataifa, el único que me gusta, por ser muchachotan científico.

Con las visitas, pasaron las señoras muy en-tretenidas la tarde, y D. Francisco pudo hablarde negocios con Morentín, que le dio noticias

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de su diligente papá, ya dispuesto a salir deLondres en dirección a España. Animose Rafaelcon la charla de sus amigos, oyendo con espe-cial gusto a Infante y a Villalonga, que contabanmil divertidas historias de la sociedad de Bia-rritz y San Sebastián. Hablose también de polí-tica, y al anochecer se fueron con la misma al-gazara que habían traído para acá.

Si la tarde fue placentera para el pobre ciego,por la noche notole su hermana muy inquieto,con cierta reversión a las antiguas manías queya parecían olvidadas. Hablaba de carretilla,reía desaforadamente, y a cada momento nom-braba a Morentín para ridiculizarle y poner ensolfa sus palabras.

«¿Pero no es el amigo que más quieres?...¿Por qué te ha entrado ahora esa absurda anti-patía?-le dijo su hermana Cruz, a solas, dándolede cenar.

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-Fue mi amigo. Ya no lo es, ni puede serlo. Yno creas; me temía yo que recalase por aquí.Era de absoluta lógica que viniese, traído porsus malos pensamientos.

Y en lo que siguió diciendo, demostraba,más que antipatía, un odio insano tan violentoen la forma, que Cruz sintió renovados sus te-mores de otros días, y se dispuso a pasar unamala noche, en compañía del infeliz joven. Enefecto, no bien se retiraron su hermana y D.Francisco, fuese al cuarto de Rafael, que era ungabinete bajo con ventana al jardín, rodeada demadreselvas; y hallándole muy despabilado,sin ganas de dormir, le propuso quedarse am-bos de tertulia hasta que les rindiese el sueño.La noche, como de Agosto, era calurosa. Mejorque dando vueltas en la cama, la pasarían to-mando el fresco, respirando el aire embalsama-do del jardín, y oyendo cantar las ranas, que enuna charca próxima entonaban su gárrulo him-no a la tibia noche.

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Aceptó gozoso Rafael lo propuesto por suhermana. Sentada esta juntó al alféizar, proce-diendo con rapidez y autoridad, para no darletiempo a pensar sus respuestas, le acometió conbravura desde el primer momento: «Vamos aver, Rafael: vas a decirme ahora mismo, clarito,pero muy clarito, y sin rodeos ni atenuaciones,por qué se ha trocado en aborrecimiento el ca-riño que tenías a tu amigo Morentín. ¿Qué te hahecho?

-A mí, nada.

-¿Qué te ha dicho?

-Nada.

-No admito subterfugios. Has de hablarmeclaro y pronto. Hace tiempo, desde mucho an-tes de salir de Madrid, empecé a notar que teponías muy nervioso siempre que hablabas deél... Vamos a ver; dímelo todo, Rafael. Por Dioste lo pido.

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-Morentín es un egoísta.

-¿Y nada más que por eso le odias?

-Y un miserable.

-¿Qué te ha dicho?... Algo habéis hablado.No me lo niegues.

-No necesito que Pepe me muestre la feal-dad de su alma, porque se la veo con los ojos dela mía... y con la luz de mis pensamientos...¡pero tan claro...!

-Ea, ya empiezas a desvariar. Vamos, algunode los amigos que te han visitado hoy, ManolitoInfante, Peñita, quizá Malibrán, que es muymalo y tiene la peor lengua del mundo, te hadicho alguna brutalidad del pobre Morentín.

-No; nadie me ha dicho nada.

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.Haz memoria, Rafael. Malibrán, Malibránha sido. Pero, hijo, ¿para qué haces caso de esefatuo, complexión de víbora, lengua venenosa?

-Te juro por la memoria de nuestra madre-dijo Rafael con solemne acento-, que Malibránno me ha dicho absolutamente nada de... va-mos, del asunto penoso que es la causa de miaborrecimiento a Morentín... Pero ahora com-prendo... Hermana querida, tú has venido ainterrogarme a mí esta noche, y ahora soy yoquien interroga... Respóndeme pronto, clarito:Malibrán, en alguna parte, ¿ha dicho algo... deeso?

-¿De qué?

-De eso. No te hagas de nuevas. La idea quea mí me atormenta, te atormenta también a ti...Ya lo veo todo muy claro con la luz de mirazón. Lo que yo adiviné sólo con los recursosde mi lógica, el mundo lo dice ya, quizá lo pre-gona con escándalo, y ese escándalo ha llegado

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a tus oídos. Dímelo, dímelo. Malibrán, o algúnotro deslenguado, ha dicho algo en casa de losRomeros, en casa de San Salomó, de Orozco talvez...

-¿Pero qué?-preguntó Cruz acongojada, que-riendo ocultar sus ideas a la perspicacia delciego.

Este no veía su palidez mortal; pero notabaen su voz un timbre opaco, que para él era datotan preciso como la blancura del semblante, y lavoz de Cruz delataba sobresalto, ira, vergüen-za.

«Pues bien-añadió Rafael tras breve pausa-,lo diré yo sin rodeos. A tus oídos llegan vocesde escándalo. Quien quiera que sea lo propalaen las casas de los enemigos, también quizá enlas de los amigos. Yo, sin oírlo, lo sé, como sinverlo lo he visto. ¿A qué hacer misterio de ello?Lo que dicen es que mi hermana Fidela tiene unamante, y que este es Morentín.

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-Cállate-gritó Cruz con arranque de ira, po-niéndole la mano en la boca con tanta fuerza,que parecía que le abofeteaba.

-Digo la verdad... El escándalo ha llegado atus oídos. No me lo niegues.

-Pues bien, no lo niego. Malibrán es quien seha permitido afrentarnos con esta calumniainfame. ¡Y hoy le hemos tenido aquí! Gradasque se fue a comer a casa de Cícero, que si leveo en mi mesa, no sé... creo que yo misma... EnBiarritz lo dijo, y en Cambo y en Fuenterrabía.Lo sé por persona que no puede engañarme, yque me ha puesto sobre aviso. Triste cosa es ladeshonra motivada; pero deshonra que surgepor generación espontánea, y corre y se propa-ga sin que exista ni el más insignificante hechoque la justifique, es cosa que subleva.

-Es que... te lo diré si no te enfadas... yo nocreo que esa deshonra sea tan inmotivada comotú la presentas...

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¡Pero tú...! (Indignada.) ¡Crees... también tú!

Furiosa le cogió del brazo sacudiéndole conbrío, única manera de contestar a la infamereticencia.

-VII-

«Ten calma, y déjame expresar todo lo quediscurro-agregó Rafael tomando resuello, puesle faltaba el aliento, tanto como a su hermana-.En conciencia te digo que el caso es perfecta-mente lógico. Déjame hablar. El caso es un pro-ducto de la vida social, de la corrupción de lascostumbres, del trastorno de la idea moral.Cuando nuestra hermana se casó, dije yo: «Estotiene que ser...» y ha sido tal como lo pensé.Desde este antro obscuro de mi ceguera lo veotodo, porque pensar es ver, y nada se escapa ami segura lógica, nada, nada. Esa deshonra eraun hecho forzoso. En casa teníamos todos los

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elementos para que surgiera. Naturalmente...ha surgido, sin que nadie pueda evitarlo... Ya,ya sé lo que vas a decirme.

-No lo sabes, no lo sabes-replicó la dama conacento firme y altanero-. Lo que tengo que de-cirte es que nuestra hermana es más pura que elsol. En ningún caso dudaría de su perfecta, desu absoluta honradez; menos puedo dudar deella, viviendo, como vivo, siempre al lado suyo.Ninguno de sus actos, ni aun sus pensamientosmás recónditos, me son desconocidos. Sé lo quepiensa y siente, como sé lo que siento y piensoyo misma. Y nada, absolutamente nada existeque pueda servir de fundamento a tan vil espe-cie.

-Te concedo que en el terreno de los hechosno hay motivo para...

-Ni en ningún otro terreno.

-En el de la intención, en el de la voluntad...

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-Ni en ese ni en ningún otro existe la menorsombra de mancha. Fidela es la pureza misma;quiere y estima a su marido, que en su tosque-dad es muy bueno para ella, y para toda la fa-milia. Que no vuelva yo a oírte semejante dis-parate, Rafael, o no respondo de tratarte con lablandura que acostumbro usar contigo.

-Bueno, bueno: no te incomodes. Admitoque tengas razón en lo que a mi hermana serefiere. ¿Y me respondes tú de las intencionesde Morentín?

-De eso, ¿cómo he de responder yo? Siempreme ha parecido decente y delicado.

-Pues yo que le conozco, porque amboshemos sido compañeros de aventuras, en tiem-pos que no han de volver, y que ahora, en elarchivo de mis recuerdos, son una gran ense-ñanza; yo te aseguro que la corrupción mansa,la que no se siente, la que devora sin ruido y aveces sin el escándalo más ligero, anida en su

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alma. Sin que Morentín me haya dicho nada, séque pretende deshonrarnos, que cree segura lavictoria más temprano o más tarde. Si no sejacta de haber triunfado ya, tampoco negaráhonradamente, cuando le feliciten por una con-quista que algunos darán por hecha, todos,todos por probable. ¡Ay! horroriza el considerarque aunque mi hermana fuese una santa, y Mo-rentín un modelo de virtudes, el mundo, atentoa la composición de este matrimonio y a la vidaostentosa que lleváis, tendrá siempre por hechoinconcuso lo que Malibrán ha dicho. Y no pue-des ya evitar que corra y se propague el rumorinfamante. Ni conseguirás rectificar lo que túcrees error... y lo será por el momento.

-Por el momento no, por siempre. ¡Tambiéntú...! No parece sino que tomas partido por losdifamadores. Esto es intolerable, Rafael. Se tra-ta de una calumnia, ¿sí o no? Pues si es calum-nia; si la inocencia de nuestra hermana res-plandece como el sol, y antes que dudar de ella

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dudaría yo de que existe un Dios justiciero ymisericordioso; si ella es honrada, digo, y losque la calumnian dignos de las penas del In-fierno, la verdad ha de brillar tarde o temprano,y el mundo ha de reconocerla y acatarla.

-No la reconocerá. El mundo procede conuna lógica que él mismo se ha creado para juz-gar cosas y personas. Te concedo que es unalógica construida con artificios; pero es... y quí-tale de la cabeza a la opinión su infame idea.No puedes, no puedes. Para evitar esto habríaconvenido seguir viviendo en la obscuridadmodesta, después de esa malhadada boda. Peroen el torbellino de la sociedad, en medio de esteboato, cultivando las relaciones antiguas y bus-cando otras nuevas, no hay medio de sustraersea la atmósfera total, querida hermana. Laatmósfera total nos envuelve: en ella flotan losplaceres, las satisfacciones de la vanidad; flotatambién el veneno, el microscópico bacillus quenos mata, en medio de tantas alegrías. Mujer

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joven y guapa, sensible, rodeada de lisonjas, sinocupaciones domésticas; marido viejo y ridícu-lo, brutalmente egoísta y en absoluto despro-visto de todo atractivo personal... ya se sabe...saca la consecuencia. Si no es, tiene que ser. Elmundo lo sanciona antes que suceda, y lo auto-riza, y hasta parece que lo decreta, como sihubiera, en esa constitución oculta de las con-ciencias del día, un artículo que expresamentelo mandara. Esto lo he visto yo hace tiempo;este fue uno de los inconvenientes más gravesque vi en la boda de mi hermana. Ahora, sufriry callar.

-No, yo no sufro ni callo-replicó Cruz sobre-poniéndose a la turbación que aquel asunto lecausaba-. Yo desprecio la calumnia. Dios quieraque a los oídos de Fidela no llegue jamás; perosi llegara, la despreciará como yo, y como tú...Te prohíbo hablar de esto; es más, te prohíbopensar...

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-¡Pensar! ¡Prohibirme pensar! Eso sí que nopuede ser. No pienso en otra cosa. Es lo únicoen que puedo ocuparme, y si no fuera por eltrabajar de la mente, ¿con qué mataría yo, po-bre ciego, el fastidio de la obscuridad? Te pro-meto revelarte todo lo que vaya descubriendo.

-No, no descubrirás, no podrás descubrirnada-dijo la dama nerviosa y con ganas de re-ñir-. Y cuanto discurras será obra exclusiva-mente tuya, de tu pobrecita mente aburrida,holgazana, traviesa. Te lo prohíbo, Rafael; sí, teprohíbo pensar en eso.

Sonreía el ciego sin articular sílaba, y suhermana suspiraba, masticando las frases di-chas anteriormente, y otras que intentó decir,quedándose con la primera palabra en la boca.Así transcurrió un mediano rato, y ya iban aromper los dos con nuevos argumentos, cuan-do oyeron ruido en las habitaciones altas, don-de el matrimonio dormía, y a poco sintieron elpaso grave de D. Francisco bajando la escalera.

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Salió Cruz a su encuentro, temerosa de queocurriese alguna novedad, pero él la tranqui-lizó diciéndole: «No es nada. Fidela duermecomo una bendita; pero yo, con la calor y uninfame mosquito que pie ha estado dandomurga toda la noche, no he podido pegar losojos, hasta que al fin, cansado del ardor de lassábanas, me bajo a tomar el fresco en el jardín.

-La noche está pesada y bochornosa; cosamuy rara en este país-observó Cruz-. Mañanahabrá tormenta, y refrescará el tiempo.

-¡Vaya una noche!-murmuró el tacaño-. ¡Ypara esto abandona uno aquel Madrid tancómodo...!

Salió al jardín en mangas de camisa, con unchaquetón sobre los hombros, la gorra de sedaen la coronilla. Desde la ventana en que los doshermanos se hallaban silenciosos respirando elaire tibio, aromatizado por las madreselvas,veían pasar el sombrajo negro de D. Francisco

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que se paseaba lentamente, y oían su tosecilla, yel rechinar del menudo guijo bajo su plantaprocerosa.

La noche era toda calma, tibieza y solemnepoesía. El aire inmóvil y como embriagado conla fragancia campesina, dormitaba entre lashojas de los árboles, moviéndolas apenas consu tenue respiración. El cielo profundo, sin lunay sin nubes, se alumbraba con el fulgor platea-do de las estrellas. En la obscura frondosidadde la tierra, arboledas, prados, huertas y jardi-nes, los grillos rasgaban el apacible silencio conel chirrido metálico de sus alas, y el sapo dejabaoír, con ritmo melancólico, el son aflautado queparece marcar la cadencia grave del péndulo dela eternidad. Ninguna otra voz, fuera de estas,sonaba en cielo y tierra.

Largo tiempo estuvieron Cruz y Rafael con-templando las sombras del jardín, y la figura deD. Francisco, que iba y venía, también con me-surado ritmo, de un extremo a otro, pasando y

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repasando como ánima de pecador insepultoque viene a pedir que le entierren. Movida deun estado particularísimo de su ánimo, y porefecto también quizá de la serenidad poética dela noche, Cruz sintió pena intensísima anteaquel hombre, abrumado por la nostalgia. Con-sideró que si por él había salido de espantosamiseria la noble familia del Águila, esta debíacorresponderle dándole la felicidad que merec-ía. Y en vez de procurarlo así, la directora delcotarro le contrariaba llevándole a grandezassociales que repugnaban a sus hábitos y a sucarácter. ¿No era más humano y generoso de-jarle cultivar su tacañería, y que en ella se go-zará, como el reptil en la humedad fangosa?Por que, a mayor abundamiento, el pobre hom-bre, sacado de su natural esfera, sufría los mor-discos de la calumnia, y si dejaba de ser ridícu-lo en una forma, lo era en otra. ¿No tenía ella laculpa de todo, por meterse a encumbradora degente baja, y por querer hacer de un zafio uncaballero y un prohombre? Este remusguillo de

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su conciencia, y la compasión vivísima quehacia su hermano político sintió en aquella horasolemne de la noche de verano, moviéronla adirigirle palabras afectuosas. Echando su cuer-po fuera de la ventana, le dijo:

«¿No teme usted, D. Francisco, que el serenole haga daño? No hay que fiarse mucho de loscalores de esta tierra.

-Estoy bien-replicó el tacaño, aproximándosea la ventana.

-Me parece que ha salido usted con pocoabrigo. Por Dios, no nos coja usted un reúma, oun catarro fuerte.

-Pierda cuidado. Tendría que ver que porhuir de aquel calorcito de Madrid, tan agrada-ble, y, por más que digan, higiénico, vinieseuno a enfermar en los calores húmedos de estatierra, tan sumamente acuática.

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-Vale más que entre usted aquí, y nos acom-pañaremos los tres hasta que tengamos sueño.

Rafael se aproximó también a la ventana. Enaquel instante, como si los sentimientos deCruz se le comunicaran por misterio magnético,sintió asimismo lástima del hombre que odiaba.

«Entre, D. Francisco-le dijo, pensando que lailustre familia hambrienta había engañado a sufavorecedor, utilizándole para redimirse, y quedespués de sacarle de su elemento para hacerleinfeliz, le cubría de una ridiculez más graveque la que él había echado sobre ella. Entráron-le deseos de reconciliarse con el bárbaro, guar-dando siempre la distancia, y de devolverle enforma de amistad compasiva la protección ma-terial que de él recibía.

Como ambos hermanos insistieron en llevar-le a su lado, no pudo ser insensible el tacaño aestas demostraciones de afecto, y entró, echan-do pestes contra el clima del país vasco, contra

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los alimentos, y sobre todo, contra las pícarasaguas, que eran, sin género de duda, las peoresdel mundo.

«Está usted aquí fuera de su centro-díjoleRafael, que por primera vez en su vida lehablaba con afabilidad-. No puede usted viviralejado de sus queridos negocios.

Oyendo esto, Cruz tuvo una inspiración, y alinstante saltó de la voluntad a la palabra.

«Don Francisco, ¿quiere que nos vayamosmañana?

Tanta sorpresa causó al aburrido negociantela proposición, que no creyó que su cuñada lehablaba formalmente.

«Usted me busca el genio, Crucita.

-Y la verdad-indicó Rafael-; para lo quehacemos aquí... Fresco no hay; en cambioabundan los mosquitos, y otra casta de alima-

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ñas peores, los amigos importunos y mortifi-cantes.

-Eso es hablar como la Biblia.

-Propongo que salgamos mañana-dijo lahermana mayor con resolución-. Ea, si donFrancisco quiere...

-¡Que si quiero!... Re Cristo, ¿pues acaso es-toy por mi gusto en esta tierra maldecida... opor contentamiento de ustedes, y obediencia alfuero de la puerquísima moda?

-Mañana, sí-repitió el ciego batiendo palmas.

-¿Pero lo dicen de verdad, o es ganas de ma-rear más?

-De verdad, de verdad.

Y convencido de que no era broma, púsoseel tacaño tan gozoso, que sus ojos relumbrabancomo las estrellas del cielo. «¡Con que mañana!

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No podía usted determinar, Crucita de mi al-ma, cosa más de mi agrado. Ya estaba yo aquícomo el alma de Garibaldi, suspenso y aburrido,mirando al cielo y a la tierra, y acordándome demis cosas de Madrid, como se acordaría de lagloria divina, el que, después de gozarla, se veenchiquerado en los profundos abismos delinfierno... ¿Con que mañana, Rafaelito? ¡quégusto! Dispénsenme: soy como un chiquillo aquien dan punto para las vacaciones. Mis vaca-ciones son el santo trabajo. No me divierte estavida boba del campo, ni le encuentro chiste a lamar salada de San Sebastián; ni estas pamemasdel baño y el paseíto se han hecho para mí. Elverde para quien lo coma; y el campo natural esmeramente una tontería. Yo digo que no debehaber campiñas, sino todo ciudades, todo callesy gente... El mar sea para las ballenas. ¡Mi Ma-drid de mi alma!... ¿Con que es de veras quemañana? Para otro año viene la familia sola, siquiere fresco caro. Yo a mi calor barato meatengo. Digan lo que quieran, pasado el 15 de

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Agosto se templa Madrid, maximé de noche, yda gusto salir a tomar la fresca por aquellosaltos de Chamberí. Pues digo, ahora que em-piezan los melones y el riquísimo albillo...¡Cristo! por no hacer ruido y dejar a Fidela queduerma, no me pongo a hacer el equipaje ahoramismo. ¿A qué hora pasa el tren de San Sebas-tián? A las diez. Pues en cuanto amanezca pe-dimos el coche y salimos pitando... No hay quevolverse atrás, Crucita. Usted es la que manda;pero no nos engañe con dedadas de miel, vulgopromesas, que bien me merezco la realidad deesta vuelta a Madrid, por la paciencia con quehe venido a estas tierras chirles, sin más objetivoque zarandear a la familia, y darnos tono ¡concien mil Biblias! tono... Siempre el dichoso buentono, que a mí me parece un tono muy mal en-tonado.

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-VIII-

Partieron, pues, aquella mañana, con asom-bro y extrañeza de toda la colonia, en la cual nofaltó algún desocupado caviloso que se diese abuscar la razón de aquel súbito regreso, quemás bien parecía fuga, y descubriera nada menosque una grave discordia matrimonial. Ello esque iban todos contentos a Madrid, y Torque-mada como unas pascuas. ¡Con qué alegría vioel semblante risueño de su cara Villa, sus callesasoleadas, y sus paseos polvorosos, pues aúnno había llovido gota! ¡Y qué hermosura decalor picante! Que no le dijeran a él que habíalugares en el mundo más higiénicos. Paramiasmas, Hernani, que por ser cargante en to-do, hasta tenía nombre de música. ¡Cuándo seha visto, Señor, que los pueblos se llamen comolas óperas!

Entró de lleno en la onda de sus negocios,como pato sediento que vuelve a la charca; pero

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hallándose aún ausentes muchas personas delelemento oficial y del elemento particular, noencontró la ocupación plena que hubiera de-seado. Con todo, su contento era grande; y paracompletarlo, Cruz no le mortificaba con nuevosplanes de engrandecimiento. Otra novedaddichosa era que Rafael se había suavizado en sutrato con el tacaño, y hasta parecía desear tener-le por amigo. Antes del viaje, apenas cambia-ban más palabras que las generales de la ley, elsaludo por las mañanas, y por la noche cuatrofrases insubstanciales acerca del tiempo. Alregreso de Hernani, solían acompañarse algu-nos ratos, y el ciego le mostraba consideración,algo parecida al afecto, le oía con calma, y hastale pedía su parecer sobre asuntos corrientes depolítica, o sobre cualquier suceso del día. Perolo más particular de todo esto era que la buenade Cruz, que había bebido los vientos por laspaces de los dos cuñados, y de continuo losincitaba a la concordia, en cuanto les veía char-lando sosegadamente, parecía sobresaltada, y

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no se apartaba de ellos, cual si temiera que al-guno de los dos se fuese del seguro. Debe ad-vertirse que por aquellos días (Septiembre yOctubre), la opinión de Cruz sobre el estadocerebral de su desdichado hermano era máspesimista que nunca, a pesar de que el pobreci-to no desentonaba ya, ni reía sin motivo, ni seirritaba.

«Si ahora le tenemos tranquilo, y no nos daninguna guerra-le decía Fidela-, ¿por qué te-mes...?

-La calma bochornosa suele anunciar gran-des tempestades. Prefiero verle nerviosillo y unpoco charlatán, a que se nos encierre en esespleen sombrío, con apariencias sospechosas debuen juicio en lo poco que habla. En fin, Diosdirá.

En todo Septiembre, tuvo D. Francisco elgusto de no ver a muchas personas de las queordinariamente iban a la casa, y que rodaban

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todavía por playas y balnearios, algunas enParís; y aumentó su gusto la única excepción deaquella desbandada, Zárate, que por la escasezque suele acompañar a la sabiduría no vera-neaba más que quince o veinte días en El Esco-rial o Colmenar Viejo. Buenos ratos pasó el ta-caño con su amigo y consultor científico, casisolos todas las noches, platicando sobre temassabrosísimos, como la cuestión de Oriente, losabonos químicos, la redondez de la tierra, elPapado en sus relaciones con el Reino de Italia,las pesquerías del Banco de Terranova... Enaquella temporada de fecundos progresos,aprendió D. Francisco dicciones muy chuscas,como la tela de Penélope, enterándose del porqué tal cosa se decía; la espada de Damocles, y laskalendas griegas. Además, leyó por entero ElQuijote, que a trozos conocía desde su moce-dad, y se apropió infinidad de ejemplos y di-chos, como las monteras de Sancho, peor es menea-llo, la razón de la sinrazón, y otros que el indino

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aplicaba muy bien, con castellana socarronería,en la conversación.

Charla que te charla, hablaron de Rafael,haciendo notar Zárate que sus apariencias desosiego mental no inspiraban confianza a lahermana mayor, a lo que contestó D. Franciscoque su cuñado no regía bien del cerebro, y quemás tarde o más temprano había de salir conalguna gran peripecia.

«Pues yo tengo sobre esto una opinión-dijoZárate-, que me aventuro a consultar con usteda condición de absoluta reserva. Es una opiniónmía; quizá me equivoque; pero no renuncio aella mientras los hechos no me demuestren locontrario. Yo creo... que nuestro joven no estáloco, sino que lo finge, como lo fingía Hamlet,para despacharse a su gusto en el proceso deun drama de familia.

-¡Drama de familia! Aquí no hay drama nicomedia de familia, amigo Zárate-replicó D.

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Francisco-. No hay más si no que el caballeroaristócrata y un servidor de usted hemos estadode puntas... Pero ya parece que se da a partido,y yo me dejo querer... Naturalmente, más valeque haya paz en casa. Esta es la razón de lasinrazón, y no digo nada de las inconvenienciasy tonterías de mi hermano político. Peor es me-neallo... Por lo demás, creo también que en al-gunos períodos, su locura ha sido figurada,como la de ese señor que usted cita tan oportu-namente.

Y se quedó con la duda de quién sería aquelJamle; pero no quiso preguntarlo, prefiriendodar a entender que lo sabía. Por el nombre y lode fingirse loco, se le antojaba que el tal debíade ser poeta.

«Celebro que estemos conformes en estepunto, Sr. D. Francisco-dijo Zárate-. Hallo entrenuestro Rafael y el infortunado príncipe deDinamarca muchos puntos de contacto. Ayer,sin ir más lejos, hablaba solo el pobre ciego, y

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dijo cosas que me recordaron el célebre monó-logo to be or not to be.

-Efectivamente, algo dijo de aquello. Yo lonoté, y no se me escaparon los puntos de contac-to. Porque yo observo y callo.

-Eso, eso justamente es lo que procede, ob-servarle.

-El pobrecillo tira mucho a poeta, ¿verdad?

-Verdad.

-Y diciendo poesía, se dice poco juicio, elmeollo revuelto.

-Exactamente.

-Y a propósito, amigo Zárate: me sorprendeque a los poetas se les den tantas denominacio-nes. Les dicen vates, les dicen también bardos.Crea usted que me he desternillado de risa le-yendo un artículo que le dedican a ese chiquillo

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a quien yo protejo, y el condenado crítico lellama bardo acá, bardo allá, y le echa unos in-ciensos que apestan. A los versos que ese chicocompone los llamaría yo bardales, porque aque-llo no hay cristiano que lo entienda, y se pierdeuno entre tanta hojarasca. Todo se lo dice alrevés. En fin, peor es meneallo.

Mucho celebró el pedante la ocurrencia, ypasaron a otro asunto, que debía de ser algo desocialismo y colectivismo, porque al día si-guiente salió Torquemada por esas calles hechoun erudito en aquellas materias. Hallaba puntosde contacto entre ciertas doctrinas y el principioevangélico, y envolvía sus disparates en frasescogidas al vuelo y empleadas con dudosa opor-tunidad.

Don Juan Gualberto Serrano, que regresó afines de Septiembre, trájole muy buenas noti-cias de Londres. Las compras de rama se haríanpor personas idóneas para el caso, muy prácti-cas en aquel comercio, y que sabrían ajustarse a

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los precios indicados, aunque tuvieran queapencar con las barreduras de los almacenes.Por este lado no había que pensar más que enatracarse de dinero. Propúsole además otronegocio, basado en operaciones de banquerosingleses sobre fondos de nuestro país, y lomismo fue anunciarlo, que Torquemada lo cali-ficó de grandísimo disparate. En principio, lacombinación era buena, y pensando en ella eltacaño por espacio de dos o tres días, encontróun nuevo desarrollo práctico del pensamiento,que propuso a su amigo, y este lo tuvo por tanexcelente, que le abrazó entusiasmado: «Es us-ted un genio, amigo mío. Ha visto el negociobajo su único aspecto positivo. El plan que yotraía era un caos, y de aquel caos ha sacadousted un mundo, un verdadero mundo. Hoymismo escribo a los inventores de esta combi-nación, Proctor y Ruffer, y les diré cómo ve us-ted la cosa. De seguro les parecerá de perlas, yal instante nos pondremos a trabajar. Es cosa deliquidar medio millón de reales cada año.

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-No digo que no. Escriba usted a esos seño-res. Ya sabe usted mi línea de conducta. En lascondiciones que propongo, entro, vaya si entro.

Largo rato hablaron de este embrolladoasunto, quedando de acuerdo en todo y portodo, y cuando ya se despedía Serrano, puesalmorzaba aquel día con el Presidente del Con-sejo (como casi todos los de la semana), le dijocon semblante gozoso:

«Aquello me parece que es cosa hecha.

-¿Y qué es aquello?

-¿Pero no sabe usted...? ¿No le ha dichoCruz...?

-Nada me ha dicho-replicó D. Francisco re-celoso, sospechando que aquello era un nuevotiento que la gobernadora pensaba dar a subolsillo.

-¡Ah! pues téngalo por hecho.

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-¿Pero qué...? ¡Biblias coronadas!

-¿Es de veras que no tiene noticia?

-Lo que tengo es el alma en un hilo, ¡ñales!¿Apostamos a que ahora viene la bomba queme tiene anunciada?... Vamos, que ya estoyechando setenta llaves a la caja.

-No, no tendrá usted que gastar sino muypoco dinero... Un almuercito a los compromisa-rios... una docena de telegramas...

-¿Pero qué, con cien mil pares de copones?

-Que le sacamos a usted senador.

-¡A mí!... ¿Pero cómo, vitalicio, o...?

-Electivo. Lo otro vendrá después. Primerose pensó en Teruel, donde hay dos vacantes;luego en León. Vamos, representará usted a sutierra, el Bierzo...

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-Menuda plaga va a caer sobre mí. Dios meguarezca de pretendientes berzanos, y de pedi-güeños de toda la tierra leonesa.

-¿Pero no le agrada...?

-No... ¿Para qué quiero yo la senaduría? Na-da me da.

-Hombre... sí... Esos cargos siempre dan. Porlo menos, nada se pierde, y se puede ganar al-go...

-¿Y aun algos?

-Sí señor, y aun muchísimos algos.

-Pues acepto la ínsula. Iremos al Senado,vulgo Cámara Alta, y si me pinchan, diré cuatroverdades al país. Mí desideratum es la reducciónconsiderable de gastos. Economías arriba y aba-jo; economías en todas las esferas sociales. Quese acabe esa tela de Penélope de nuestra adminis-tración, y que se nivele ese presupuesto, sobre

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el cual está suspendida, como una espada deDamocles, la bancarrota. Yo me comprometía aarreglar la Hacienda en dos semanas; pero paraello exigiría un plan radicalísimo de economías.Esta será la condición sine qua non, la única, laprincipal de todas las condiciones sine qua nones.

-IX-

No se le cocía el pan a D. Francisco hasta noexplicarse con su cuñada sobre aquel asunto, ya la mañana siguiente, mientras se desayunaba,la interrogó con timidez.

«Nada quería decir a usted hasta no tener elpastel cocido-contestole Cruz sonriendo-. Porcierto que no estoy contenta ni mucho menosde nuestra gestión, y pienso que no servimospara el caso. Monte-Cármenes y SeverianoRodríguez nos habían prometido que sería parausted una de las vacantes de senador vitalicio,

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y a vueltas de muchos cabildeos y conferenciassalen con que el Presidente tiene compromisosy qué sé yo qué. A un hombre como usted no sele puede regatear la senaduría vitalicia, ni se lecontenta poniéndole en la mano la porquería deun acta, ¡un acta! que está hoy al alcance decualquier catedratiquillo, o del primer intrigan-te que salte por ahí. Y el Ministro de Haciendano está menos indignado que yo. Tuvo unatrapatiesta con el Presidente... ¡Pues no se hablapoco...!

-No lo sabía-dijo Torquemada estupefacto-.Han rifado por mi senaduría vitalicia. ¡Vayauna simpleza! Ni qué falta me hace a mí sersenador, y sentarme en aquellos bancos. Úni-camente por tener el gusto de decir cuatro ver-dades, pero verdades, ¿eh? Por lo demás, yo nolo ambiciono, ni de cerca ni de lejos. Mi línea deconducta es trabajar en mi negocio, sin echarfacha... Y si quieren darle ese turrón a otro, quese lo den, y buen provecho le haga.

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-Yo pensé no aceptarla; pero lo tomarían adesaire, y no conviene... Seremos, digo, seráusted senador electivo, y representará a su paísnatal.

-Villafranca del Bierzo.

-La provincia de León.

-Ya estoy viendo la nube de parientes conhambre atrasada que van a caer sobre mí comola langosta... Usted se encargará de recibirles, yde irles despachando con un buen jabón; quepara estos casos viene muy bien su pico de oro.

-Pues sí, yo me encargo de ese ramo. ¿Qué noharé yo para tenerle a usted contento, y rodea-do de satisfacciones?

-Ay, Crucita de mi alma-dijo Torquemadapalideciendo-. Ya estoy viendo venir la puñala-da.

-¿Por qué lo dice?

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-Porque cuando usted me halaga y me sonr-íe, es que viene contra mí navaja en mano, pi-diendo la bolsa o la vida.

-¡Ay, no lo crea usted! Estoy muy benigna dealgún tiempo acá. No me conozco. Ya ve que ledejo acumular tranquilamente sus fabulosasganancias.

-Cierto es que desde que volvimos de aquelcondenado Hernani, no ha salido usted conninguna tecla de nuevos encumbramientos, ypor ende, de nuevos gastos. Pero yo tiemblo,porque tras de la calma vienen truenos y rayos,y como usted me amenazó hace tiempo con unamuy gorda...

-¡Ah! es que esa, el trueno gordo, está pen-diente de discusión aquí (apuntándose a la frentecon su dedo índice.) Es cosa muy grave, y no aca-bo de decidirme.

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-Dios nos asista, y la Virgen nos acompañe,con todas las Biblias pasteleras en pasta y porempastar. ¿Y qué idea del demonio es esa queusted acaricia?

-A su tiempo lo sabrá-replicó la señora, re-tirándose por el foro del comedor, y sonriendograciosamente desde la puerta.

Y era verdad que la gobernadora, si no habíarenunciado a su magno proyecto, teníalo en lacartera de lo dudoso y circunstancial. Para de-cirlo todo claro, desde el viaje a Hernani, sehabían quebrantado sus firmes propósitos deengrandecimiento. La atroz calumnia de que setiene noticia, y que, lejos de desvanecerse enMadrid, corría y se hinchaba ganando pérfida-mente la opinión, fue lo que determinó en suespíritu un salto atrás, y algo como remordi-miento de haber sacado a la familia de la obs-curidad, después del matrimonio con el tacaño.¿No habrían sido más felices ellas, más feliz él,sin género de duda, en una medianía sosegada,

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con el pan de cada día bien seguro, entre cuatroparedes? Esta idea la atormentó algunos días, yaun semanas y meses, y casi estuvo a punto dedeshacer todo lo hecho, y proponer a su esclavoque se fueran todos a vivir a un pueblo dondeno se viera más frac que el del alcalde el día dela Santa Patrona, donde no hubiera jóveneselegantes y depravados, viejas envidiosas yparlanchinas, políticos en quienes la vida par-lamentaria corrompe todas las formas de lavida, damas que gustan de que se hable de fal-tas ajenas para cohonestar mejor las propias, nitantas formas y estilos, en fin, de relajación mo-ral.

Vaciló algún tiempo, pasándose las nochesen cavilaciones penosas; y al fin su espírituhubo de decidirse por seguir adelante en elcamino trazado. La violencia del impulso ad-quirido imposibilitaba la detención súbita,equivalente a un choque de graves consecuen-cias. Lo menos malo era ya continuar hacia

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arriba, siempre en busca de las mayores alturas,con majestuoso vuelo de águilas, despreciandolas miserias de abajo, y esperando perderlas devista por causa de la distancia. Su mente se ex-citaba con estas ideas, y le hervían en ella ambi-ciones desmedidas, cuya realización, ademásde engrandecer a los suyos, servíale para hacerpolvo a los indignos Romeros, y a toda la ruincaterva de envidiosos.

Fidela, en tanto, desconocía en absoluto es-tas internas luchas de su hermana y el hechodesagradable que las motivó. Había llegado aser, por su interesante situación física, un objetoprecioso, de extraordinaria delicadeza y fragili-dad, que todos resguardaban hasta del aire.Faltaba poco para que la pusieran bajo un fanal.Su apetito de las golosinas llegó a tomar lasformas de capricho más extravagantes. Se leantojaban guisantes en confitura para postre; aveces apetecía las cosas más ordinarias, comocastañas pilongas, y aceitunas de zapatero; ce-

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naba comúnmente pájaros fritos, que le habíande servir con gorros colorados hechos de raba-nitos; se hartaba de berros aliñados con mante-ca de vaca. Pedía barquillos a todas horas deldía, piñones tostados para después del chocola-te, y a las once gelatinas, y algún bartolillo deañadidura.

Transcurrían los meses sin que se enterarade los rumores infames que algunos amigos, oenemigos, habían hecho correr acerca de ella,suponiéndola infiel; y tan ignorante se hallabade las calumnias, como inocente del feo pecadoque le imputaron, atenuándolo con disculpasno menos odiosas que el pecado mismo. Supureza y la limpidez de su alma eran verdade-ramente angelicales, pues ni se le ocurría quetales absurdos pudieran decirse, ni soñó jamáscon el peligro de opinión que tan de cerca larondaba. Creyérase que no había en ella másprurito que vivir bien en el orden vegetativo, acien mil leguas de todos los problemas psicoló-

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gicos. Juzgándola con la ligereza propia de unsabio superficial, de estos que engullen revistasy periódicos, pero que no observan la vida niven la medula de las cosas, el tonto de Záratedecía:

«Es una estúpida, un ser enteramente atro-fiado en todo lo que no sea la vida orgánica.Desconoce el elemento afectivo. Las pasionesson letra muerta para esta hermosa pava real, ogatita de Angora.

Y Morentín desmentía tan cerrada opinión,prometiéndoselas muy felices para después queaquello pasase. Pero Zárate, que era de los pocosque desmentían las voces calumniosas, quitába-le al otro las esperanzas, asegurando que lamaternidad despertaría en ella instintos contra-rios a todo distracción, haciéndola estúpida-mente honrada, e incapaz de ningún sentimien-to extraño al cuidado de la cría. Disputaban sintregua los dos amigos sobre aquel tema, y aca-

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baban por reñir, echándose en cara recíproca-mente, el uno su fatuidad, el otro su pedantería.

Cuidaba D. Francisco a su mujer como a lasniñas de sus ojos, viendo en ella un vaso demateria fragilísima, dentro del cual se elabora-ban todas las combinaciones matemáticas quehabían de transformar el mundo. Era la encar-nación de un Dios, de un Altísimo nuevo, elMesías de la ciencia de los números, que habíade traernos el dogma cerrado de la cantidad,para renovar con él estas sociedades mediopodridas ya con la hojarasca que de tantos si-glos de poesía se ha ido desprendiendo. No loexpresaba él así; pero tales eran, mutatis mutan-dis, sus pensamientos. Y a los cuidados dengo-sos del tacaño, correspondía Fidela con un cari-ño frío, dulzón y desleído, sin intensidad, únicaforma de afecto que en ella cabía, y a la cualdaba estilos muy singulares, a veces como elque se usa para querer a los animales domésti-cos, a veces semejantes al afecto filial.

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Sus amores de familia se condensaron siem-pre en Rafael. Pues en aquellos días no hacíagran caso de su hermano, ni se afanaba por sicomía bien o mal, o si estaba de buen humor.Verdad que los cuidados de su hermana la re-levaban de toda preocupación respecto al ciego,y este, después de la boda, no pasaba tantashoras en dulce intimidad con la señora de Tor-quemada. Habíase iniciado entre uno y otrocierto despego, que sólo se manifestaba en im-perceptibles accidentes de la acción y la pala-bra, tan sólo notados por la agudísima, por laadivinadora Cruz.

Una tarde, al volver Torquemada de sus co-rrerías de negociante, encontró a Fidela sola enel gabinete, llorando. Cruz había salido a com-pras, y Rufinita, que pasaba allí algunas tardesacompañando a su madrastra (compañía que,dicho sea de paso, era muy del agrado de esta),no había ido aquel día, lo que contrarió muchoal tacaño.

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«¿Qué tienes; qué te pasa? ¿Por qué estás so-la? Y esa Rufina de mis pecados, ¿en qué piensaque no viene a darte palique? ¡Para lo que ellatiene que hacer en su casa!... A ver, ¿por quélloras? ¿Es porque no han querido darme lavitalicia? (Denegación de Fidela.) Bien decía yoque por eso no era. Al fin y a la postre, lo mis-mo da por lo electivo, aunque la verdad, estode la senaduría no viene a llenarme ningún vac-ío... Fidela, dime por qué lloras, o me enfado deveras, y te digo cosas malas, Biblias y Cristos, ytodo el palabreo que uso cuando me da la cora-jina.

-Pues lloro... porque me da la gana-replicóFidela echándose a reír.

-¡Bah! ya te ríes, de lo cual se desprende que noes nada.

-Algo hay; cosas de familia...

-¿Pero qué, por vida de la...?

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-Rafael...-murmuró Fidela volviendo a llorar.

-¿Rafaelito, qué?

-Que mi hermano no me quiere ya.

-Acabáramos. ¿Y qué te importa? Digo, ¿enqué lo has conocido? ¿Ya vuelve el punto esecon sus necedades?

-Esta tarde me ha dicho unas cosas que...que me ofenden, que no están bien en su boca.

-¿Qué te ha dicho?

-Cosas... Nos pusimos a hablar de la funciónde anoche... Dijo cosas muy chuscas; reía y de-clamaba. Luego me habló de ti... No, no creasque habló mal. Al contrario, te elogiaba... Queeres un gran carácter, y que yo no te merezco.

-¿Eso dijo?... Pues sí que me mereces.

-Que eres digno de lástima.

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-¡Hola, hola! Lo dirá por los saqueos de tuhermana, y por lo esquilmado que me tiene.

-No es por eso.

-¿Pues por qué, ñales?

-Si dices indecencias me callo.

-No, no las digo, ¡ñales, re-ñales! Tu hermani-to me está cargando otra vez; repito que meestá cargando, y al fin será preciso que evite-mos todo punto de contacto entre él y yo.

-X-

-Pues de repente se puso a decirme cosas-añadió Fidela-, con entonación trágica, frasesmuy parecidas a las que le decía Hamlet a sumadre cuando descubre...

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-¿Qué?... ¿Y quién es ese Jamle, ¡Cristo! quiénes ese punto que ya me va cargando a mí tam-bién, pues Zárate me lo saca también a relucir acada triquitraque? ¡Jamle; dale con Jamle!

-Era un Príncipe de Dinamarca.

-Sí; que andaba averiguando aquello de ser ono ser. ¡Valiente bobería! Ya lo sé... ¿Y qué tieneque ver ese mequetrefe con nosotros?

-Nada. Pero mi hermano no está bien de lacabeza, y me ha dicho lo que Hamlet a su ma-dre...

-Que también debía de ser una buena ficha.

-No era de lo mejor... Verás: esto pasa en unade las más hermosas tragedias de Shakespeare.

-¿De quién?... ¡Ah! el que escribió el sí de lasniñas.

-No, hombre... ¡Qué bruto eres!

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-Ya; el autor de... de la... En fin, sea quienfuere, poco me importa, y en sabiendo que eseJamle es todo invención de poetas, no me inter-esa nada. Que lo parta un rayo. Pasemos a otracosa, niña. No hagas caso de tu hermano, y loque él te diga óyelo como si oyera llover... ¿Y tuhermana?

-Ha ido a compras.

-¡Ay, Dios mío, qué dolor siento aquí!

-¿Dónde?

-En el santo bolsillo. ¡A compras! Adiós milíquido. Tu hermana y yo vamos a acabar mal.¿Qué proyectos abrigará; qué nuevos gravámenesme esperan?... Estoy temblando, porque hacetiempo, desde antes del verano, me tiene anun-ciado el trueno gordo, y yo me devano los sesospensando qué será, qué no será.

Fidela se sonreía picarescamente.

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«Tú lo sabes, bribona, tú lo sabes y no quie-res decírmelo, por miedo a tu hermana, que tetiene metida en un puño, como me tiene metidoa mí, y a todo el globo terráqueo.

-Puede que lo sepa... Pero es un secreto, y nome corresponde decírtelo. Ella te lo dirá.

-¿Pero cuándo?... Esperando ese cataclismode mis intereses, no hay para mí momento histó-rico que no sea de angustia. Yo no vivo, yo norespiro. ¿Pero qué? ¿Es cosa de dejarme en cue-ros vivos?

-Hombre, no tanto.

-¿Se trata de gravamen, y de que yo no puedaeconomizar?... ¡Demonio, así no se puede vivir!Esta vida es un purgatorio para mí, y aquí estoypenando por todos los pecados de mi vida...que no son muchos. ¡Biblia! no son más que lospecados naturales y consanguíneos de un hom-

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bre que ha barrido para su casa todo lo que hapodido. Y ahora mi cuñadita barre para afuera.

-No exageres, Tor...

-¿Me cuentas o no me cuentas lo que es?

-No puedo. Cruz se enfadaría conmigo si lequitase el gusto de la sorpresa que quiere darte.

-Déjame a mí de sorpresas... Las cosas quevengan por su paso natural.

-Además, si te lo digo, invado un terrenoque no es el mío, y atribuciones que...

-Música, música... Te mando que me lo di-gas, o habrá un jollín en casa.

-No seas bárbaro... Ven acá; siéntate a mí la-do. No manotees, ni te pongas ordinario, Tor.Mira que así no te quiero. Ven acá... dame lapata (tomándole una mano.) Aquí quietecito y

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hablando a lo caballero, sin decir gansadas niporquerías. Así, así.

-Pues sácame de dudas.

-¿Me prometes guardar el secreto, y hacerteel sorprendido cuando mi hermana te...?

-Prometido.

-Pues verás. Una tía nuestra, que ya murió lapobrecita...

-Dios la tenga en su santa gloria. Adelante.

-Mi tía, doña Loreto de la Torre Auñón...

-Muy señora mía.

-Marquesa de San Eloy... digo que marquesade San Eloy.

-Ya me entero, sí.

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-Falleció de repente la pobre señora, dejandoescasa fortuna. A mamá le correspondía el títu-lo; pero sobrevino en aquel tiempo nuestradesgracia, y de lo menos que nos ocupamos fuedel marquesado de San Eloy, pues lo primeroque había que hacer era pagar los derechos quepor transmisión de títulos del Reino...

-Demonio, ¡ñales! ya, ya sé... ¡Cristo! Y lo quequiere ahora tu hermana...

-Es sacar ese título, para lo cual hay que ins-truir un expediente, y pagar lo que se llamamedias annatas...

-¡Medias verdes, y medias coloradas, y elpindongo calcetín de la Biblia en verso!... ¡Y queyo pague...! No, mil y mil veces y pico digo queno. Esta no la paso. Me rebelo, me insurreccio-no.

-Calma, Tor... Pero, hijo mío, si no hay másremedio que sacar el título, antes que lo saquen

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los Romeros, que también lo pretenden. ¡Mar-queses de San Eloy esos tunantes! Antes lamuerte, Tor de mi vida. Haz de tripas corazóny, apechuga con ese gasto...

-A ver... pronto... sepamos-dijo Torquemadasin aliento, limpiándose el sudor del rostro-.¿Cuánto puede costar eso?

-¡Ah! no lo sé. Depende del tiempo transcu-rrido, de la importancia del título, que es anti-quísimo, pues data de 1522, del reinado delemperador Carlos V.

-¡Valiente peine! Él tiene la culpa de que yopase estos tragos... Costará... ¿quinientos re-ales?

-Hombre, no; ¡un título de Marqués por qui-nientos reales!

-¿Costará dos mil?

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-Más, muchísimo más. Al Marqués de Fonfr-ía le cobró el Estado por su título, según nosdijo anoche Ramoncita... me parece que diez yocho mil duros.

-¡Brrr...!-vociferó Torquemada, lanzándose aun frenético paseo de fiera por la habitación-...Pues desde ahora te digo que allá se podrá es-tar el título hasta las kalendas griegas por la tar-de, si esperan que yo lo saque... El hígado mevan a sacar ustedes a mí. ¡Diez y ocho mil du-ros! ¡Y por un rótulo, por una vanidad, por unengaña bobos! Mira lo que le valió a tu tía, lavieja esa doña Loreto, el ser Marquesa. Se mu-rió sin un real... No, no, Francisco Torquemadaha llegado ya al límite, al pastelero límite de lapaciencia, y de la condescendencia, y de laprudencia. No más Purgatorio, no más penarpor faltas que no he cometido; no más tirar porla ventana el santísimo rendimiento de mi tra-bajo. Dile a tu hermana que se limpie, que siquiere ser Marquesa, que le encargue la ejecu-

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toria a un memorialista de portal, que todo vie-ne a ser lo mismo, ¿pues qué es el Estado másque un gran memorialista con casa abierta?

-Pero si mi hermana no es la que ha de serMarquesa. La Marquesa seré yo, y por consi-guiente tú Marqués.

-¡Yo, yo Marqués!-exclamó el tacaño con ex-plosión de risa-. ¡Mira tú que yo Marqués!

-¿Y por qué no? ¿No lo son otros?...

-¿Otros? ¿Y esos otros tuvieron por abuelo auno que vivía de la noble industria de hacer alos señores cerdos una operación que les poníala voz atiplada? ¡Ja, ja, me muero de risa!

-Eso no importa. En seguidita, cualquiera deesos que manejan el Becerro, te hace un árbolgenealógico, por el cual desciendes en línearecta del rey D. Mauregato.

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-O del rey D. Maureperro. Ja, ja... Pero dimecon franqueza... fuera bromas. (Parándose anteella, en jarras.) ¿Tienes tú el capricho de serMarquesa? ¿Te gustaría la coronita? En unapalabra: ¿es para ti cuestión de ser o no ser, comodijo el otro?

-No lo creas: no tengo esa vanidad.

-¿De modo que te da lo mismo ser Marquesao Juana Particular?

-Lo mismo.

-Pues si tú no acaricias esa idea de ponerte co-rona, ni yo tampoco, ¿a qué ese gasto estúpidode...? ¿Cómo se llama eso?

-Lanzas y medias annatas.

-Jamás oí tal terminacho.

-Y que te ha de subir un pico, porque ahoraresulta, según le dijo a Cruz la persona encar-

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gada de gestionar el asunto en el Ministerio deEstado, el Marqués de Saldeoro, ¿sabes? que latía Loreto usó el título sin pagar los derechos, yestos se hallan pendientes desde el tiempo deCarlos IV.

-¡Atiza!... Vamos, yo me vuelvo loco-exclamó D. Francisco, dándose palmetazos enel cráneo-. ¡Y quieren que yo... saque...! Comono saque yo las uñas... En una palabra, ¡no, no, ymil veces no! Me rebelo... Lanzas y medias an-natas. (Con desvarío.) Digo que no... Lanzas...San Eloy... Carlos IV... No, y no... Estoy bufan-do, ¿no lo ves?... Medias annatas... digo queno... Medias coloradas... (Alzando la voz.) Fidela,yo no puedo vivir así. Cuando tu hermana meataque con esta socaliña, voy y... en una palabra,me suicido.

-Tor, no lo tomes así. Si eso es para ti una bi-coca.

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-¡Bicoca!... ¡Oh! ¡qué mujeres estas! ¡Cómome atormentan, cómo me fríen la sangre!... Me-dias anatas... lanzas... (Repitiéndolo como parafijarlo en la memoria.) San Eloy... Carlos IV...Oye, Fidela, si quieres que yo te quiera, tene-mos que rebelamos contra ese basilisco de tuhermana. Si tú te pones a mi lado, me planto...pero es preciso que estés a mi lado, en mi par-tido. Yo solo no puedo; sé que ha de faltarmevalor... Lo tengo cuando estoy solo; pero encuanto ella se me pone delante con el labiotemblón, me descompongo todo... Lanzas...medias... Carlos IV... las annatas de la Biblia enverso... Fidela, nos rebelamos, ¿sí o no?

Algo alarmada de la excitación que notabaen su esposo, Fidela acudió a él, y acariciándolele trajo al sofá.

«Pero Tor, ¿por qué te da tan fuerte?

-Digo que nos rebelamos, porque ya ves, ni ati ni a mí nos hace maldita falta el marquesado

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ese de las medias de San Eloy... annatas... digoque pues a nosotros nos importa un rábanotodo eso, que compre ella el marquesado, ypuede empingorotarse con él todo lo que quie-ra.

-Tontín, el marquesado es para que tú loluzcas. Eres riquísimo; lo serás más aún. Rico,senador, persona de alto concepto en la socie-dad, te vendrá el título como anillo al dedo...

-Si no costara dinero, no te digo que no.

-Hijo, las cosas cuestan según valen. Ponteen lo justo... Y hay otra razón que mi hermanaha tenido en cuenta. Si a ti no te deslumbra elbrillo de una corona, ¿no te gustaría verla en lacabecita de tu hijo?

De tal modo se desconcertó al oír esto el fie-ro prestamista, que por un buen rato estuvo sinpoder articular palabra. Y viendo la esposa elbuen efecto que causaba su razonamiento, lo

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reforzó todo lo que pudo, dentro de la escasezde sus medios retóricos.

«Bueno; concedo que no le caerá mal a míhijo la corona de Marqués. ¡Un chico de tantomérito! Pero la verdad, yo nunca he visto quesean marqueses los matemáticos, y si lo son,deben inventarse para ellos títulos que tenganalgún punto de contacto con la ciencia, verbigra-cia: no estaría mal que nuestro Valentín se titu-lara Marqués de la cuadratura del círculo, o cosaasí. Pero esto no suena, ¿verdad? Tienes razón.No te rías... Estoy como trastornado con la ideade ese gasto tan bestial que se llevará de callelos líquidos de medio año... Annatas medias...Carlos... lanzas... lanceros... La cabeza me davueltas... Nada; sublevación... Si no fuera por ti,me escaparía de la casa, antes que Crucita seme pusiera delante con esa matraca... Ciertoque por la gloria de mi hijo, haré yo cualquiercosa... Pues oye lo que se me ocurre... Transac-ción. Convence a tu hermana de que aplace el

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asunto del marquesado hasta que el hijo nazca;no, no, hasta que le tengamos crecidito.

-No puede ser, Tor de mi vida-replicó Fidelacon dulzura-, porque los Romeros gestionantambién la concesión del título, y sería una ver-güenza para nosotros que nos lo birlaran. De-bemos anticiparnos a sus intrigas.

-Pues que me anticipen a mí la muerte, ¡Cris-to! que con tanto jicarazo me parece que no estálejos. Fidela, tu hermana me abrirá la sepulturaen el momento histórico menos pensado. Todo seremediaría poniéndote tú de mi parte, yayudándome en la defensa de mi interés; por-que al paso que vamos, créeme a mí, seremosmuy pronto los Marqueses de la Perra Chica...

No pudo decir más porque entró su hija Ru-fina, y lo mismo fue verla que descargar sobreella su cólera, reprendiéndola por su tardanza.Aquí que no peco. La pobre muchacha pagabalos vidrios rotos, y el que todo era cobardía y

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turbación ante la formidable autoridad deCruz, ante un ser débil y ligado a él por ley deobediencia, se desfogaba en groseros furores.Por suerte de la señora de Quevedo, entró de lacalle la tirana, y bastó el rumor de sus pasos enla antesala para que se produjese un silencioabsoluto en el gabinete. Retirose al despachoalto D. Francisco, rezongando en voz muy que-da, y hasta la hora de comer no cesó de barajarsu cerebro las ideas que le atormentaban. Me-dias lanzas... annatas... San Carlos... San Eloy...Valentín... marqueses científicos... ruina...muerte... rebelión... medias annatas.

-XI-

Ni la Paz y Caridad le salvaba ya, porque lagobernadora, en sus altos designios, había re-suelto añadir al escudo de los Torquemadas lossapos y culebras del marquesado de San Eloy, yantes cayeran las estrellas del cielo que dejar de

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cumplirse aquella resolución. Precisamente, enel momento histórico de la referida conversaciónentre D. Francisco y Fidela, se hallaban ya eldibujante heráldico y el investigador de genea-logías con las manos en la masa, esto es, fa-bricándole un escudo al tacaño, lo que en ver-dad no era para ellos difícil, por ser el apellidoTorquemada de noble sonsonete, de composi-ción castiza, y muy propio para buscarle oríge-nes tan antiguos como los de Jerusalén. Cruz nose paraba en barras, y antes de hablar con sucuñado, lo dispuso todo para la pronta ejecu-ción de la arrogante idea, apretándole a ello elansia de cogerles la delantera a los indecentesRomeros. Encargó en Gracia y Justicia que seactivase el expediente, dispuso que con la ma-yor brevedad posible se compusiesen todos losárboles genealógicos y todas las ejecutorias quefueran menester, y no faltaba más que imponeral bárbaro el gravamen, con firme voluntad, co-mo la cosa más conveniente para la familia ypara él mismo.

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Más reacio que nunca le encontró Cruzaquella vez, porque la cuantía del expolio lerequemaba la sangre, dándole ánimos para ladefensa. Tuvo que llevar la dama el refuerzo deDonoso, que le encareció las ventajas de hacer-se Marqués, y lo reproductivo de aquel gasto,pues su representación social se acrecía con lacorona, traduciéndose tarde o temprano en bene-ficios contantes. No le convenció más que a me-dias, y el hombre gemía, como si le estuvieransacando todas las muelas a la vez con los apara-tos más primitivos. De resultas del sofoco estu-vo enfermo cinco días, cosa rara en su vigorosanaturaleza; se desmejoró de carnes, y le salieronmuchas canas. Cruz se desvivía por agradarle ydevolver a su alterado espíritu la serenidad;disimulaba su tiranía; figuraba atender a susmenores deseos para satisfacerlos, y lo hacíaefectivamente en cosas menudas de la vida.Pero ni por esas: entregose el hombre patalean-do, apencó con las medias annatas, rendido de

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luchar, y sin aliento para oponer al despotismouna insurrección en toda regla.

Distrajéronle un poco de sus murrias la pre-sentación en el Senado y los conocimientos queallí hizo. El Presidente del Consejo, a quienhubo de dar las gracias antes de la aprobacióndel acta, le dijo con muy buena sombra que yadeseaba verle por allí; y que las personas comoél (como el señor de Torquemada) eran las querepresentaban dignamente el país, lo que eltacaño creyó muy puesto en razón. Veíase tra-tado con miramientos y cortesanías que lehalagaban, ¿para qué negarlo? y lo mismo elPresidente que todos los señores de la Mesa letraían en palmitas. Al volver a casa, después desu primer vuelo en espacios nuevos para él,Cruz le observaba el rostro, queriendo descu-brir los efectos de aquel ambiente de vanida-des, y notaba ciertos efluvios de satisfacciónque eran de muy buen augurio. Interrogábaleacerca de sus impresiones; se hacía narrar la

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sesión y sus incidentes, y veía con gusto que elhombre en todo se fijaba y no perdía ripio. Quede esto se congratuló la dama, no hay para quédecirlo. Brillaba en sus ojos la alegría materna,o más bien el orgullo de un tenaz maestro quereconoce adelantos en el más rebelde de susdiscípulos.

Para que se vea la suerte loca de Torquema-da, y la razón que tenía Cruz para empujarle,velis nolis, por aquella senda, bastará decir quea poco de tomar asiento en el Senado, aprobadasin dificultad su acta, limpia como el oro, voto-se el proyecto de ferrocarril secundario de Villa-franca del Bierzo a las minas de Berrocal, empanta-nado desde la anterior legislatura, proyecto porcuya realización bebían los vientos los berza-nos, creyéndolo fuente de riqueza inagotable.¿Y qué sucedió? que los de allá atribuyeron elrápido triunfo a influencias del nuevo senador(a quien se suponía gran poder), y no fue albo-roto el que armaron, aclamando al preclaro hijo

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del Bierzo. Algo había hecho D. Francisco en prodel proyecto: acercarse a la comisión, hablar alMinistro en unión de otro leonés ilustre; perono se creía por esto autor del milagro ni muchomenos, ni ocultaba su asombro de verse objetode tales ovaciones. Porque no hay idea de lostelegramas rimbombantes que le pusieron deallá, ni de los panegíricos que en su honor en-tonaron el alcalde en el Ayuntamiento, el boti-cario en su tertulia, el cacique en mitad de lacalle, y hasta el cura en el púlpito sagrado. Ytrajo una carta El Imparcial, en que narraba elefecto causado por la noticia en aquella sensatapoblación, describiendo cómo había perdido elsentido todo el sensatísimo vecindario; cómohabían sacado en procesión por las calles, entreramas de laurel, un mal retrato de D. Franciscoque se proporcionaron no se sabe dónde; cómodispararon cohetes, que atronaban los airesexpresando la gratitud con sus restallidos, ycómo, en fin, le aclamaron con roncas voces,

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llamándole padre de los pobres, la primera gloriadel Bierzo, y el salvador de la patria leonesa.

Enterarse Cruz de estas cosas y volverse locade alegría fue todo uno.

«¿Lo ve usted, señor mío? Si no fuera por mí,¿tendría usted esas satisfacciones? ¡Qué hom-bre! Apenas da los primeros pasos, ya le salenlos éxitos de debajo de las piedras.

Oyendo estas lisonjas, y todo el coro deplácemes que entonaron sus tertulios, donFrancisco con media boca se reía y con otramedia lloraba, fluctuando entre el remusguillodel amor propio satisfecho, y el temor de quetodas aquellas misas vendrían a parar en nue-vos gravámenes.

Aunque en pequeña escala todavía, no tar-daron en cumplirse los vaticinios del suspicaztacaño, porque al siguiente día se descolgaroncuatro murgas atronando la escalera, y tuvo

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que echarlas el portero a escobazos, repartién-doles propina a razón de un duro por orquesta,según acuerdo de Cruz, y a los pocos días ¡ay!apareció la nube... Como empezara por poco, alprincipio parecía cosa de juego; pero iba engro-sando, engrosando, y pronto causaba terrorverla. Llegaron primero dos matrimonios, depaño pardo y refajos verdes, pidiendo el unoque le libraran de quintas al hijo, el otro que ledevolvieran la cartería que por intrigas del go-bierno le habían quitado. Llovieron tambiéngentes de Astorga con gregüescos, trayendomantecadas y pidiendo la Biblia en pasta, undestinito, condonación de las contribuciones,permiso para carbonear, despacho de un expe-diente, algunos limosna en crudo, otros adere-zada con mil graciosos artificios. Siguieronotros que, aunque aldeanos en esencia, traíanpresencia de señores, pretendiendo mil chin-chorrerías, este que se destituyera al Ayunta-miento de tal parte, aquel una plaza en las ofi-

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cinas de Hacienda de la provincia; el de másallá que se variara el trazado de la carretera.

Tras una sección de pedigüeños, venía otra yotra, con encomiendas muy extrañas. Cayóasimismo sobre la casa un buen golpe de leone-ses residentes en Madrid, matagatos y paveros,y demonios coronados, que pedían proteccióncontra la justicia, o gollerías atroces, dando asus postulaciones los giros más originales. Bas-te el ejemplo de un individuo que mandó a D.Francisco un proyectillo, muy bien dibujadopor cierto, del monumento que se elevaría en Villa-franca del Bierzo para perpetuar la gloria del hijopreclaro etc... Y otros enviaban versos, odas desablazo y pentacrósticos mendicantes, o le pro-ponían comprar un viejo cuadro de Ánimas,que parecía una pepitoria. Torquemada se lossacudía con cierto desgarro, echando el muertoa su cuñada, quien con cristiana mansedumbreaguantaba el chaparrón y les obsequiaba y lessonreía, dándoles una dedada de miel para que

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se fueran pronto. Los del pueblo traían de D.Francisco idea tan alta, que palidecían al verle,y se quedaban lelos, como en presencia de unEmperador o del Papa. Todos se las prometíanmuy felices de la visita, y venían como a tirohecho, porque allá se dijo que cosa por donFrancisco solicitada era cosa hecha en todas lasesferas de la Gobernación del Reino. Como quela misma Reina no tomaba determinación algu-na sin consultarle, y cada lunes y cada martes lesentaba a comer en su mesa. Pues de la riquezade Torquemada traían una idea tan hiperbólica,que algunos se maravillaron de no ver las ca-rretadas de dinero entrar por el portalón de lacasa. Entre los de paño pardo y refajo verde,vinieron dos o tres que habían conocido a D.Francisco cuando era un chaval que andabadescalzo por los lodazales de Paradaseca; y nofaltó una tarasca que echándole los brazos alpescuezo le saludara con expresiones semejan-tes a las de la paleta del sainete La presumidaburlada: «¡So burro, hijo mío!».

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-XII-

Ya se iba cargando el hombre de aquel alu-vión, y cuando se encaraba con algún paisano,se le atiesaban los pelos del bigote, tomando sucara un aspecto de ferocidad que suspendía elánimo de los visitantes. Por fin, le dijo a Cruzque cerrara la puerta a semejantes posmas, oque tan sólo diese entrada, después de un dete-nido reconocimiento, a los que traían algo, yafuese chorizos, o chocolate... o aunque fuerancastañas y bellotas, que a él le gustaban mucho.

En tanto, iba acomodándose a la vida par-lamentaria, y elegido para esta y la otra comi-sión, se aventuraba a ilustrar a sus compañeroscon alguna idea muy del caso, siempre que setratara ¡cuidado! de cuestiones de Hacienda. Laverdad, estaría muy contento, si desde que sesentó en los rojos escaños, no hubieran llovidosobre él los sablazos en una u otra forma... Estole sacaba de quicio. Es mucho cuento ¡Señor!

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que no se pueda figurar conforme al propiomérito, sin dar sangrías a cada rato al flaco bol-sillo. Ya era la suscripcioncita para imprimir eldiscurso de cualquiera de aquellos puntos, yaotra colecta para erigir un monumento a Juan,Pedro y Diego de la antigüedad, cuando no lohacían por un personaje moderno, de estos quese hacen célebres charlando por los codos orevolviendo a Roma con Santiago. ¡Y a cadainstante víctimas por acá y por allá; socorrospara inundados, náufragos y viudas y huérfa-nas del Sursum Corda. Era un gotear frecuente,que al cabo del mes representaba un terriblepasivo. Vaya, que a tal precio no quería las sa-tisfacciones de padre o abuelo de la patria.¡Cómo se cobraba, la muy bribona, de los hono-res que a sus hijos ilustres confería! Tan carga-do estaba ya de ser hijo ilustre, que una noche,al regresar a su casa de malísimo humor, por-que el Marqués de Cícero le había afanado cua-renta duros para la restauración de una cate-dral de ñales, díjole a Cruz que ya no aguantaba

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más, y que el mejor día tiraba el acta en mediodel redondel, vulgo hemiciclo, y otro que tallara.Para colmar su desesperación, aquella mismanoche hubo de participarle la tirana su propósi-to de dar una comida de diez y ocho cubiertos,a la que seguirían otras semanalmente, con ob-jeto de convidar a diferentes personas de altacategoría. Inútiles fueron todas las protestas delempedernido tacaño. No había más remedioque banquetear, y se banquetearía. El decorodel nuevo prócer así lo reclamaba, y en vez deponerse como un león, debía agradecerlo, yalegrarse de tener a su lado personas que tanreligiosamente cuidaban de su dignidad.

Pues señor, por aquel camino pronto llegaríala de vámonos. ¡Comidas de catorce cubiertos, yde diez y ocho y veinte! Ya desde Octubre ven-ía en aumento la cifra del presupuesto de bucó-lica. Era un diario abrumador, que causaba es-panto a D. Francisco, acostumbrado a la sordi-dez de los doce o trece reales de gasto en tiem-

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pos de doña Silvia. Pues con el nuevo régimen deconvites crecería la suma, hasta llegar a unacifra capaz de quitar el sueño a los siete dur-mientes, y aun a los siete sabios de Grecia, quedormían el sueño eterno. El mejor día le daba alhombre un ataque cerebral del berrinche quecogía; las murrias le iban devorando, y las satis-facciones de hombre público y de gran finan-ciero se le amargaban con aquel desagüe sintérmino de sus líquidos. ¡Cuánto mejor reunirlotodo, para emplearlo en nuevos arbitrios, vi-viendo con un modestísimo pasar, sin comilo-nas, que siempre perjudicaban a la salud, yvestido con sencilla decencia, por un sastrehabilidoso, de esos que vuelven la ropa delrevés! Esto era lo lógico, y lo procedente, y loque se caía de su peso. ¿A qué tanto lujo? ¿Dedónde sacaba Cruz que para negociar en gran-de era preciso convidar a comer a tanto gan-dul? ¿Y a qué iban allí los diplomáticos, chapu-rreando el español y hablando sin cesar de ca-rreras de caballos, de la ópera y otras majader-

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ías? ¿Qué beneficio líquido le aportaba aquellagente, y los hermanos del ministro, y el generalMorla, y otros tantos que no hacían más quemurmurar del gobierno y encontrarlo todomuy malo? Verdad que él también lo encontra-ba todo pésimo, pues política que no fuese deeconomías a raja tabla, caiga el que caiga, era unapolítica de muñecas, y así lo manifestaba delan-te de catorce o veinte comensales, que conclu-ían por darle la razón.

Hacia fin del año, el negocio de la hoja ibacomo una seda, pues el pariente de Serrano quehacía las compras en los Estados Unidos, erahombre que lo entendía, ciñéndose a las ins-trucciones dadas por el gerente. Total, que lasprimeras remesas fueron admitidas sin dificul-tad en los depósitos, y cuando alguna promov-ía dudas o resistencias, por aquello de que eltabaco parecía propiamente basura barrida delas calles, de Madrid daban orden de que seadmitiese, gracias a las gestiones de D. Juan

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Gualberto, que para estas cosas era un águila.Donoso no intervenía en nada referente a lasentregas. La ganancia, según los cálculos deTorquemada, sería fenomenal en el primer año.No tardó Serrano en proponerle otro negocio:tomar en firme todas las acciones del ferrocarrilde Villafranca a Minas de Berrocal, con lo cual semataban de un tiro muchos pájaros, pues losberzanos verían en ello un nuevo triunfo de suídolo, y este y sus compinches harían una bue-na jugada largando las acciones después dehacerlas subir, por las artes que a tales combi-naciones se aplican, hasta las nubes. Esto, y elarreglo con la casa de Gravelinas, a la cual seasignó una pensión por la vida del duque ac-tual y diez años más, quedándose Torquemaday compañeros negociantes con todos los bienesraíces, (que se venderían poco a poco, recibien-do en pago las obligaciones emitidas por la casaducal), la fortuna del tacaño iba creciendo comola espuma, en progresión descomunal, amén desus innumerables negocios de otra índole,

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compra y venta de títulos, con tal tino realiza-das, que jamás se equivocó en los cálculos dealza y baja, y sus órdenes en Bolsa eran la clavede casi todas las jugadas de importancia queallí se hacían.

Y entre tantas dichas, se aproximaba el granacontecimiento, que esperaba el tacaño conansia, creyendo ver en él la compensación desus martirios, por los despilfarros ociosos conque Cruz quería dorarle las rejas de su jaula.Muy pronto ya, las alegrías de padre endulzar-ían las amarguras del usurero burlado constan-temente en sus tentativas de acumular rique-zas. Deseaba el hombre, además, salir de aque-lla cruel duda: ¿Su hijo sería Torquemada, comotenía derecho a esperar, si el Supremo Hacedor seportaba como un caballero? «Me inclino a creerque sí-decía para su capote, con verdadero de-rroche de lenguaje fino-. Aunque bien pudieraser que la entremetida Naturaleza tergiversase lacuestión y la criatura me saliese con instintos de

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Águila, en cuyo caso yo le diría al Señor Diosque me devolviese el dinero... quiero decir, eldinero no... el, la... No hay expresión para estaidea. Pronto hemos de salir del dilema. Y bienpodría resultar hembra, y ser como yo, arrima-da a la economía. Allá lo veremos. Me inclino acreer que será varón, y por ende, otro Valentín,en una palabra, el mismo Valentín bajo su propioaspecto. Pero ellas no lo creen así sin duda, y deaquí la expectación que reina en todos, comocuando se aguarda la extracción de la Lotería.

Ya Fidela no salía de casa, ni podía moverse.Se contaban los días, anhelando y temiendo elque había de traer el gran suceso. Hubo equi-vocaciones en el cálculo. Se esperaba para laprimera quincena de Diciembre, y nada. Pasó el20: confusión y temores. Por fin, el 24 se anun-ció, desde el amanecer, la solución del tremen-do enigma, con horribles molestias e inquietu-des de la señora. No conceptuándose Quevedi-to bastante autorizado para traer al mundo al

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heredero de Torquemada, se había llamado contiempo a una de las eminencias de la obstetri-cia; pero debió de presentarse el caso un pocodifícil, porque la eminencia propuso el auxiliode otra eminencia. Reunidos ambos doctores,declararon que el parto era de mucho compro-miso, y pidieron la colaboración de una terceraeminencia.

Mordíase el bigote y refregábase las manosuna con otra el amo de la casa, ya poseído depánico, ya de risueñas esperanzas, y no hacíamás que ir y venir de un lado para otro, y subiry bajar del escritorio al gabinete, sin acertar adisponer, en tan crítico día, cosa alguna refe-rente a sus vastos negocios. Los amigos másíntimos fueron a enterarse y hacerle compañía,y para todos tuvo palabras ásperas. No le habíahecho maldita gracia la irrupción de médicos, ycogiendo a solas a Quevedito, que oficiaba co-mo ayudante, le dijo:

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«Esto de traerme acá tantos doctores no esmás que una oficiosidad de Cruz, que siempretiende a hacerlo todo en grande, aunque no seamenester. Si la gravedad del caso lo exigiese, yono repararía en gastos. Pero verás cómo no ne-cesitamos de tanta gente. Tú te bastarías y tesobrarías para sacarla de su cuidado... Pero,hijo, quien manda, manda. Es refractaria a lamodestia y a la moderación, y con ella no valenlas buenas teorías... lanzas y medias annatas...No sé lo que digo... Concluirá por arruinarmecon tanta bambolla... San Eloy... ¿Y tú qué cre-es? ¿Saldremos en bien de este mal paso?... SanEloy... Yo confío que esta noche tendremos aValentín en casa... Y si me salgo con la mía, sedará la coincidencia de que sea en la mismanoche... medias annatas... en que vino al mun-do nuestro Redentor, vulgo Jesucristo, o enotros términos, el Mesías prometido... Vete,vete a la alcoba, no te separes de su lado... Yoestoy como loco... ¡Vaya, que traer acá esos trespuntos de médicos, que pondrán cada cuenta...!

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En fin, sea lo que Dios quiera. No vivo hasta nover...

-XIII-

Al anochecer se presentó el caso como de losmás apurados y difíciles. Celebraron las treseminencias solemne consulta, y en un tris estu-vo que fuese avisada una cuarta celebridad. Porfin, se acordó esperar, y Torquemada, que nocabía ya en su pellejo de puro afanado, rindioseal temor del peligro, y se manifestó conformecon que se trajera más personal facultativo, si eramenester. Calmose la parturienta a prima no-che, sin que desapareciese la gravedad; pre-sentáronse síntomas favorables, y aún se aven-turaron los comadrones a reanimar con risue-ñas esperanzas a la atribulada familia. La carade D. Francisco era de color de cera: creeríaseque el bigote no estaba en su sitio, o que se lehabía torcido la boca. A ratos le sudaba la fren-

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te gotas gordísimas, y a cada instante se echabamano a la cintura para levantar el pantalón, quese le caía. Entraron algunas personas, en expec-tativa del suceso, y se metieron en la sala, dis-puestas a dar rienda suelta a las demostracio-nes de júbilo o de duelo, según el giro que to-mase la función. Huía de la sala el tacaño,horrorizado de tener que hacer cumplidos, y enuna de las vueltas que daba por la casa, fue aparar al cuarto de Rafael, a quien halló tranqui-lamente sentado en su sillón, hablando conMorentín de cosas literarias.

«¡Ah, Morentín!-dijo D. Francisco saludán-dole fríamente-. No sabía que estaba ustedaquí.

-Decíamos que no hay aún motivo de alar-ma. Pronto se le podrá dar a usted la enhora-buena. Y yo se la daré dos veces: primero, porlo que usted espera...

-¿Y segundo?

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-Por el Marquesado de San Eloy... Yo queríareservarme, para dar juntas las dos enhorabue-nas.

-Ni falta que me hace-replicó D. Franciscocon aspereza-... San Eloy... medias annatas...Cosas de la hermana de este, que siempre estáinventando pamplinas para sacamos del statuquo, y meterme a mí, tan humilde, en las altasesferas... ¡Mire usted que yo Marqués! ¿Y a san-to de qué viene ese título?

-Ninguno más ilustre que el de San Eloy-dijoRafael algo picado-. Data del tiempo del Empe-rador Carlos V, y han llevado esa corona per-sonas de gran valía, como D. Beltrán de la TorreAuñón, gran maestre de Santiago, y capitángeneral de las galeras de Su Majestad.

-¡Y ahora me quieren meter a mí en las gale-ras! San Eloy... ¡oh, qué marqueses somos!... Demucho nos valdría si no tuviéramos con quéponer un puchero, como ciertos y determinados

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títulos que viven de trampas... Mi bello ideal noes la nobleza: tengo yo una manera sui generisde ver las cosas. Rafael, no te enfades, si medespotrico contra la aristocracia tronada, y con-tra la que no tiene más desideratum que humillara los infelices plebeyos. Yo soy un pobre que halogrado asegurarse la clásica rosca y nada más.Es cosa triste que lo ganado tan a pulso se em-plee en marquesados. Ni qué tengo yo que vercon ese hijo de tal que mandó en las galeras delRey... No lo tomes a mal, Rafaelito. Ya sabesque no es por ofender a tus antepasados... muyseñores míos... Sin duda fueron unos puntosmuy decentes. Pero es que yo doy ahora mismoel marquesado por lo que cuesta y un diez porciento de prima, si hay quien lo quiera... Ea,Morentín, vendo la corona. ¿La quiere usted?

Reíanse los dos amigos, Rafael de dientesafuera, el otro con toda su alma, porque cuan-tas muestras de su barbarie daba don Franciscole colmaban de júbilo.

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«Pero todo ello-dijo después Torquemada-,no tiene importancia en parangón del grave con-flicto en que estamos... Salga en bien Fidela, yapechugo con todo, incluso con las medias an-natas.

-Yo preveo los acontecimientos-afirmó Rafa-el con serena convicción-, y le profetizo a ustedque Fidela saldrá perfectamente de su cuidado.

-Dios te oiga... Yo creo lo mismo.

-No le vendrá a usted la desgracia por estelado, ni el día de hoy, sino por otro lado, y endías que aún están lejanos.

-Bah... Ya estás oficiando de profeta-dijoMorentín, queriendo desvirtuar con sus risas laseriedad que el ciego daba a sus palabras.

-Por de pronto-añadió Torquemada-,cúmplase la profecía de hoy; yo me congratulode que Rafael acierte. ¡Pero cuánto tarda, Vir-

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gen de la Santísima Paloma! ¡Y para esto traigausted tres facultativos de cartel!... ¿Qué hacenesos caballeros que no...? Porque yo soy el pri-mero en rendir parias a la ciencia... Pero queveamos sus resultados prácticos... ¿Pues qué,todo ha de ser teoría, Sr. de Morentín?

-Lo mismo digo yo.

-Mucha teoría, mucho término griego, y estemanda una cosa, el otro lo contrario; y los tra-tamientos son como el tejido de Penélope, quehoy te hago y mañana te deshago. Si el enfermose muere, no por eso se dejan de pagar lascuentas de los señores Galenos... ¡quia!... Y yoprofeso la teoría de que esas cuentas debieranpagarlas los gusanos. ¿No es usted de mi opi-nión? Justo; los gusanos, que son los que vanganando... Aquí estamos en actitud expectante,diciendo «qué será, qué no será», y esos señoresmédicos tan tranquilos... Y les soy a ustedes fran-co: me pongo tan nervioso, que... vean... metiemblan las manos, y hasta se me traba la len-

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gua... Mi yerno Quevedo se bastaba y se sobra-ba; tal es mi humilde punto de vista.

Salió del cuarto sin oír lo que Rafael y Mo-rentín expresaron sobre sus respectivos puntosde vista, y en el pasillo se encontró con Pinto, aquien atizó varios pescozones, sin que el agre-sor ni la víctima se hicieran cargo claramentedel motivo de ellos. Siempre que D. Franciscose ponía muy destemplado y nervioso, desfo-gaba los efluvios de su insensata cólera sobrelos cachetes y el cráneo inocente del lacayo, queera un bendito, y llevaba con paciencia los due-los con pan. El buen trato de las señoras, y elcomer todo lo que le pedía el cuerpo, le indem-nizaban de las brutalidades del amo, el cual,cuando estaba de buenas, solía entenderse conél para ciertas funciones de espionaje, verbigra-cia: «Pinto, ven acá. ¿Está la señorita Cruz en elgabinete? ¿Quién ha entrado, el Sr. Donoso, o elseñor Marqués de Taramundi?... Chiquillo,avísame arriba cuando salga Donoso, sin que se

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entere nadie, ¿sabes?... Oye, Pinto: la señoritaCruz te preguntará si estoy arriba, y tú le dicesque tengo gente.

Aquel día fue tal la dureza de sus nudillos,que el muchacho se echó a llorar. «No llores,hijo-díjole el tacaño ablandándose súbitamente-. Ha sido sin querer, por la pícara costumbre.Estoy de mal temple. ¿Qué hay? ¿Ha salido dela alcoba alguno de esos tres doctores de pate-ta?... No llores te digo. Si la señora sale en bien,cuenta con una muda de ropa... Vete a verquién está en la sala. Paréceme que ha entradola mamá de Morentín, enteramente... ¿Y el Sr. deZárate ha venido?... ¿No? Pues lo siento... Enté-rate con cuidado, con discreción, de dónde estála señorita Cruz, si en la alcoba, o en la sala, oen su cuarto, y corre a decírmelo. Te esperoaquí... Entras haciéndote el tonto, creyendo quete han llamado... Esto no es vivir. Tú tambiéndeseas que salgamos bien, y que sea varón,¿verdad?». Limpiándose las lágrimas, respon-

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dió que sí el bueno de Pinto, y se fue a desem-peñar las comisiones que le encargó su amo. Elcual continuó vagando por los pasillos, a ratosdespacio, fija la vista en el suelo, como si busca-se una moneda que se le había perdido, a ratosde prisa, vuelta la cara hacia el techo, cual siesperara ver caer de él lluvia de oro. Cuandollamaban a la puerta, se escondía en el aposentoque le cogía más a mano, recatándose de lasvisitas, que le azoraban o le ponían furioso.

Pero una persona entró que le fue muy gra-ta, y a ella se abalanzó con júbilo, dejándoseabrazar y recibiendo varios estrujones.

«Tenía ganas de verte, amigo Zárate. Estoy,estamos angustiadísimos.

-Pero qué-dijo el sabio, fingiendo consterna-ción-. ¿Todavía no se le puede dar a usted laenhorabuena?

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-Todavía no. Y he mandado venir tres facul-tativos de punta, eminencias los tres, y algunode ellos lo primero del globo terráqueo en clasede comadrones.

-¡Oh! pues no habrá nada que temer. Espe-remos tranquilos el resultado de la ciencia.

-¿Lo cree usted?-dijo Torquemada, ya exá-nime, apoyándose, como un borracho a quienfalta el suelo, en las paredes del pasillo.

-Confío en la ciencia. ¿Pero acaso el lance sepresenta dificultoso? Será que la familia seasusta sin motivo. ¿Está la paciente en el primerperíodo? ¿Y el vástago se presenta por el vérti-ce o por la pelvis?

-¿Qué dice usted?

-¿Y no han pensado en traer un aparato muyusado en Alemania, la sella obstetricalis?

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-Cállese usted, hombre... ¿A qué obedecen esosaparatos? Dios quiera que todo sea por lo natu-ral, como en las mujeres pobres, que se despa-chan sin ayuda de facultativos.

-Pero rara vez, Sr. D. Francisco, se verificauna buena parturición sin auxilio de mujeresprácticas, vulgo comadronas, que en Grecia sellamaban omfalotomis, fíjese usted, y en Roma,obstetrices.

No había concluido de soltar estos termina-chos, cuando sintieron tumulto en el interior dela casa, pasos precipitados, voces. Algo estu-pendo sucedía; mas no era fácil colegir de pron-to si era bueno o malo. Don Francisco se quedócomo un difunto, sin atreverse a indagar por símismo. Zárate dio algunos pasos hacia la sala;pero aún no había llegado a ella, cuando oye-ron claramente decir: «Ya, ya...

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-XIV-

-¿Qué es? por las barbas del Santísimo Cris-to-gritó Torquemada escupiendo las palabras.

-Ya, ya-repetían los criados corriendo. Susalegres semblantes divulgaban la buena noticia.

Y en la puerta del gabinete, a donde corriócon exhalación, encontrose D. Francisco opri-mido entre unos brazos de hierro. Eran los deCruz, que en su alegría loca le besó en amboscarrillos, diciendo: «Varón, varón.

-¡Si no podía equivocarme!-exclamó el taca-ño, sintiendo más apretado el nudo que en sugarganta tenía-. Varón... quiero verle... medíasannatas... ¡Oh! la ciencia... Biblias... Valentín,Fidela... Bien por las tres eminencias.

Cruz no le dejó penetrar en la alcoba. Habíaque aguardar un momentito.

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«¿Y qué tal?... robusto como un toro...-añadió el venturoso padre, que sin saber cómofue arrastrado a la sala, y allí le abrazaron mul-titud de personas, soltándole y recibiéndolecomo una pelota, y llenándole la cara de babas-.Gracias, señores... agradezco sus manifestacio-nes... San Eloy... la ciencia... tres primeras espa-das de la Medicina. Gracias mil... estimando...No me ha cogido de nuevas... Ya sabía yo quehabía de ser... del sexo masculino, vulgo ma-cho... Dispensarme, no sé lo que digo... Ea, Pin-to, quiero convidar a todo el mundo. Vete a lataberna, y que traigan unas copas de Cariñena...¡Qué disparate!... No sé lo que digo... La sacraBiblia empastada y champañ... Señores, mil ymil gracias, por su actitud de simpatía y... be-neplácito. Estoy muy contento... Seré Mecenasde todo el mundo... Que traigan peleón, digoJerez... Bien sabía yo el resultado de la peripe-cia... Lo calculé. Yo todo lo calculo... QueridoZárate, venga otro abrazo. ¡La ciencia!... Lo...or ala ciencia. Pero lo dicho: no se necesitaban tan-

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tos doctores. Ha sido un parto meramente natu-ral y espontáneo, por decirlo así. Somos felices...Sí señora, felices... enteramente; tiene ustedrazón, enteramente...

Entró a felicitar a su esposa. Después dehacerle muchos cariños, y de echar un vistazoal crío cuando le estaban lavando, volvió a salir,radiante.

«Es el mismo, el propio Valentín-dijo a Rufi-nita, volviendo a abrazarla-. ¡Cuánto me quiereDios! ¡Él me lo quitó; Él me lo vuelve a dar!Designios que no saben más de cuatro; pero yosí... Ahora, lo que nos vendría muy bien es quese largara toda esta gente.

-Pero si vienen más. Se llenará toda la casa.

Y otra vez en la sala, oyó, entre el coro de fe-licitaciones, comentarios de la extraordinariacoincidencia de que el hijo de Torquemada na-

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ciese en la fecha del Nacimiento del Hijo deDios.

«Ahí verán ustedes... Los designios, los altosdesignios...

-Feliz Noche Buena, Sr. D. Francisco, elhombre grande, el hombre de la suerte, el niñomimado del Altísimo...

No se olvidó, con tanto incienso, de ir a reci-bir la felicitación de Rafael, el cual hubo de re-cibirle con fría cordialidad, congratulándose deque su hermana hubiera dado a luz felizmente;mas no hizo mención del nuevo ser, que habíavenido a perpetuar la dinastía. Esto le supo mala D. Francisco, que con altanero ademán y so-nora voz le dijo: «Varón, Rafael, varón, paraque tu casa y todita tu nobleza de antaño, másvieja que las barbas del Padre Eterno, tengarepresentación en los siglos venideros y futu-ros. Supongo que te alegrarás.

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El ciego afirmó con la cabeza, sin pronunciaruna palabra. Morentín había pasado a la sala,confundiéndose con los del coro de alabanzas yfelicitaciones. Creyó muy del caso la goberna-dora improvisar una cena para todos los pre-sentes, con el doble motivo de celebrar el Na-cimiento del Hijo de Dios, y el del sucesor de lacasa y estados del Águila-Torquemada. Comola turbación y trajín de aquel día no habíanpermitido pensar en comidas extraordinarias, alas diez andaba de coronilla toda la servidum-bre, aprestando la cena, que por la ocasión, lafecha y el lugar en que se celebraba, debía seropípara.

No le pareció bien a Torquemada llenar elbuche a toda la turbamulta, y en su pobre opi-nión, se cumplía invitando a los más íntimos,como Donoso, Morentín padre e hijo y Zárate.Pero Cruz, a quien dio conocimiento con ciertatimidez de su criterio restrictivo en materia deinvitaciones, le contestó secamente que ya sabía

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ella lo que reclamaban las circunstancias. Re-asumiendo: que celebraron allí la Noche Buena,en improvisado banquete, comiendo y bebien-do como fieras, según dicho de Torquemada,unas cuarenta y cinco personas largas, es decir,unas cincuenta personas, en cifra redonda. Tuvoel buen acuerdo el amo de la casa de no beberchampagne, sino en dosis homeopáticas, y gra-cias a esta precaución se portó como un caballe-ro, no dejando salir de sus autorizados labiosninguna inconveniencia, y hablando con todosel lenguaje fino y grave, que a su carácter yposición social correspondía. Menudearon losbrindis en prosa y verso, de madrugada ya, yZárate concluyó por tratar de tú a D. Francisco,profetizándole que sería el dueño de toda latierra, y que bajo su imperio se resolvería elproblema de la aerostación, y se cortarían todoslos istmos para mayor fraternidad entre los mares,y se unirían todos los continentes por medio depuentes giratorios... Brindaron otros por elMarquesado de San Eloy, que muy pronto ad-

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quiriría mayor lustre con la grandeza de Espa-ña de primera clase, y no faltó quien pidiese alos señores de Torquemada, con el debido res-peto, que diesen un gran baile, el día de Reyes,para celebrar el fausto suceso.

Cuando se fueron los comensales, D. Fran-cisco no se podía tener de cansancio, la cabezacomo un farol, y los espíritus algo caídos. El solde su alegría se nublaba con la consideracióndel enorme gasto de aquella cena, y de los quevendrían a renglón seguido, pues la tirana habíainvitado, para toda la semana siguiente hastaAño Nuevo, a los allí presentes aquella noche,distribuyéndoles en tandas de a doce cada día.«A este paso-pensó Torquemada-, esto será unLhardy, y yo el calzonazos por excelencia». Acos-tose ya cerca del día con la mitad del alma go-zosa, la otra mitad agitada por zozobras terri-bles. ¿Sería broma aquello del gran baile, o lodirían en serio? Cruz, al oírlo, se había reído;pero sin protestar, como habría protestado él, si

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se atreviera. Esto y los doce invitados diarios lequitaron el sueño, porque la otra mitad del al-ma, la risueña y retozona, también se mostrabarebelde al descanso. Levantose sin haber dor-mido, y lo primero que se echó a la cara fue unpar de tarascas, en quienes al punto reconociólos caracteres zoológicos del ama de cría.«¡Hola!-dijo dirigiéndose a ellas-, ¿qué tal esta-mos de leche?

Cruz las había hecho venir previamente dela Montaña, dando el encargo a un médicoamigo suyo. Eran dos soberbios animales delactancia, escogidos entre lo mejor, morenas, depelo negro y abundante, las ubres muy pro-nunciadas, y los andares resueltos. Mientras eltacaño visitaba a su esposa y al crío, Cruz estu-vo tratando con aquel par de reses, y con losmontaraces aldeanos que las acompañaban.

«¿Cuál ha escogido usted?-preguntole des-pués D. Francisco, que de todo quería enterar-se.

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-¿Cómo cuál? Usted está en babia, señormío. Las dos. Una fija, y otra de suplente por sila primera se indispone.

-¡Dos amas, dos!-exclamó el bárbaro con lospelos todos de su cabeza y bigotes erizadoscomo los de un cepillo-. Si un ama, una sola, esel azote de Dios sobre una casa, dos... ayúdemeusted a sentir, dos... son lo mismo que si seabriera la tierra y nos tragara.

-De poco se asusta usted... ¿Y así mira por lacrianza de ese bendito pimpollo que Dios le hadado?

-¡Pero para qué necesita mi pimpollo dosamas, Cristo, re-Cristo! ¡Cuatro pechos, Señorde mi vida, cuatro pechos...! ¡Y yo que no tuveninguno de madre, pues me criaron con unacabra!

-Por eso siempre tira usted al monte.

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-Pero vamos a ver, Crucita. Seamos justos...¿Quién ha visto usted que tenga dos amas?

-¿Que quién he visto...? Los Reyes, el Rey...

-¿Y acaso somos nosotros testas coronadas, pordecirlo así? ¿Soy yo por casualidad Rey, Empera-dor, ni aun de comedia, con corona de cartón?

-No es usted Rey; pero su representación, sunombre exigen propósitos y actos de realeza...No, no me río. Sé lo que digo. Entramos en unperíodo nuevo. Ya tiene usted sucesión, ya tie-ne usted heredero, Príncipe de Asturias...

-Dale con que soy...

Y no pudo decir más, porque la ira le en-cendía la sangre, congestionándole. Sentado enel comedor se entretuvo en morderse las uñas,mientras le traían el chocolate. Viéndole de tanmal temple, Cruz se compadeció de él, y quisoexplicarle la razón de aquel nuevo período de

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grandezas en que entraba la familia. Pero D.Francisco no escuchaba más razones que las desu avaricia. Nunca sintió en su alma tan fuerteprurito de rebeldía, ni tanta cortedad para lle-varla del pensamiento a la práctica. Porque lafascinación que Cruz ejercía sobre él era mayory más irresistible después del nacimiento deValentín. Ya se comprende que este le servía ala tirana de la casa para solidificar su imperio yhacerlo invulnerable contra toda clase de insu-rrecciones. El pobre tacaño gemía, paseando dela taza al estómago su chocolate, y como Cruzle incitara a manifestar su pensamiento, quisoel hombre hablar, y las palabras se negaban asalir de sus labios. Intentó traer a ellos lostérminos groseramente expresivos que usarsolía en su vida libre; tan sólo acudían a su bocaconceptos y vocablos finos, el lenguaje de aque-lla esclavitud opulenta en que se consumía,constreñido por un carácter que encadenabatodas las fierezas del suyo.

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«No digo nada, señora-murmuró-. Pero asíno podemos seguir... Usted verá... Yo soy laeconomía por excelencia, y usted el despilfarro per-sonificado... Tres médicos, dos amas... gran bai-le... convites diarios... medias annatas... Total,que pululan los gastos.

-Los que pululan son los mezquinos pensa-mientos de usted. ¿Qué supone todo eso parasus enormes ingresos? ¿Cree que yo aumentaríael gasto si viera que sus ganancias mermaban lomás mínimo?... ¿Tan mal le ha ido bajo mi di-rección y gobierno? Pues aún han de venir díasgloriosos, amigo mío... ¿Pero qué tiene usted?...¿qué le pasa?

El tacaño lloraba, sin duda porque se le atra-gantó la última sopa de chocolate.

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Tercera parte

-I-

Entró el año nuevo con buena sombra. Diría-se que los Santos Reyes le habían traído al taca-ño cuantos bienes del orden material puedeimaginar la fantasía del más ambicioso. Llovíael dinero sobre su cabeza; apenas tenía manospara cogerlo; por añadidura, hasta se sacó, amedias con Taramundi, el premio gordo de laLotería de fin de Diciembre, y ningún negociode los emprendidos por él solo o en comanditadejaba de fructificar con lozanos rendimientos.Nunca fue la suerte más loca, ni reparó menosen el desorden con que reparte sus dádivas.Atribuíanlo algunos a diabólicas artes, y otros adesignios de Dios, precursores de alguna catás-trofe; y si eran muchos los que le envidiaban,no faltaba quien le mirase con supersticioso

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temor, como un ser en cuya naturaleza alentabainfernal espíritu. Infinidad de personas quisie-ron confiarle sus intereses, con la esperanza deverlos aumentados en corto tiempo; pero él noconsentía en manejar fondos de nadie, con ex-cepción de tres o cuatro familias de mucha in-timidad.

Pero si, en la esfera de los negocios, motivostenía para reventar de satisfacción, en la pro-piamente doméstica no pasaba lo mismo, y elhombre, desde la entrada de año, se veía devo-rado por intensas melancolías. Los gastos de lacasa eran ya como de príncipes: aumento deservidumbre de ambos sexos; libreas; otro co-che, uno exclusivamente destinado a la señoray al ama con el niño; comidas de doce y catorcecubiertos; reforma de moblaje; plantas vivas degran coste para decorado de las habitaciones;abono en la Comedia, además del del Real;enormísimo lujo de trajes para el ama, que salíahecha una emperatriz a estilo pasiego, con más

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corales sobre su corpacho que pelos tenía en lacabeza. De Valentinico no se diga: a los pocosdías de nacido, ya tenía en su Debe más gastode ropa que su papá en los cincuenta y picoaños que contaba. Encajes riquísimos, sedas,holandas y franelas de lo más fino componíansu ajuar, no menos lujoso que el de un Rey. Y aestas superfluidades, el usurero no podía opo-nerse, porque sus últimas energías estaban ago-tadas, y delante de Cruz no se atrevía ni a res-pirar; a tal grado llegaba, en el nuevo orden decosas, el predominio de la tirana.

El día de la Epifanía hubo gran comida, ypor la noche recepción solemne, a que asistie-ron por centenares las personas de viso. Ya nose cabía en la casa, y fue preciso convertir elbillar en salón, decorándolo con tapices, cuyovalor habría bastado para mantener a dos do-cenas de familias por algunos años. Verdad quetuvo D. Francisco la satisfacción de ver en sucasa ministros de la Corona, senadores y dipu-

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tados, mucha gente titulada, generales y hastahombres científicos, sin que faltaran bardos, yalgún chico de la prensa, por lo cual decía parasu sayo el Marqués de San Eloy: «Si buenaínsula me das, buenos azotes me cuesta». Ellicenciado Juan de Madrid describía con plumade ave del paraíso el espléndido sarao, conclu-yendo por pedir con relamidas expresiones quese repitiera. A propósito de él, hicieron los Ro-meros un chiste, que corrió por toda la socie-dad, haciendo reír a cuantos le oían. Dijeronque el amo de la casa no pudo asistir porque...había ido a esperar los Reyes.

Transcurrieron los meses de invierno sinmás novedad que algunas indisposiciones deValentinico, propias de la edad. Verdadera-mente la criaturita no parecía de cepa saluda-ble, y algunos íntimos no ocultaban su opiniónpoco favorable a la robustez del heredero de lacorona. Pero se guardaban muy bien de mani-festarla, desde que ocurrió un desagradable

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incidente entre D. Francisco y su yerno Queve-dito. Hallábase este una mañana hablando conCruz de si la leche del ama era o no superior,de la complexión raquítica del niño, y desem-buchando con sinceridad médica todo lo quepensaba, se dejó decir: «El chico es un fenóme-no. ¿Ha reparado usted el tamaño de la cabeza,y aquellas orejas que le cuelgan como las deuna liebre? Pues no han adquirido las piernassu conformación natural, y si vive, que yo lodudo, será patizambo. Me equivocaré mucho, sino tenemos un marquesito de San Eloy perfec-tamente idiota.

-¿De modo que usted cree...?

-Creo y afirmo que el fenómeno...

Don Francisco, que en aquellos tiempos hab-ía adquirido la costumbre de escuchar tras delas puertas y cortinas, espiando las ideas de sucuñada para prevenirse contra ellas, sorprendióaquel breve diálogo al amparo de un portier, y

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al oír repetida la palabra fenómeno, no tuvocalma para contenerse, entró, de un salto aba-lanzose al pescuezo del joven facultativo, yapretándoselo con la sana intención de estran-gularle, gritaba: «¿Con que mi hijo es fenóme-no?... ¡Ladrón, matasanos! El fenómeno eres tú,que tienes el alma patizamba, y comida de en-vidia... ¡Idiota mi hijo!... Te ahogo para que novuelvas a decirlo.

Con gran trabajo pudo Cruz quitársele deentre las manos, y calmar su furia.

«No digo más que la verdad-murmuró Que-vedito, rojo como un pimiento, arreglándose elcuello de la camisa, que destrozaron las uñas desu suegro-. La verdad científica por encima detodo. Por respeto a esta señora no le trato a us-ted como merece. Adiós.

-Vete de mi casa, y no vuelvas más a ella.¡Decir que es fenómeno!... La cabeza grande,sí... toda llena de talento macho... El idiota y el

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orejudo eres tú, y tu mujer otra idiota. ¿Apos-tamos a que la desheredo?

-Cálmese, amigo D. Francisco-le dijo Cruzcolgándose del brazo, porque quería correr trassu yerno, y echarle otra vez la zarpa.

¡Oh! sí, señora... tiene usted razón...-replicódejándose caer sin aliento en una silla-. Le hetratado muy a lo bruto. ¡Pero mire usted quedecir...!

-No decía más sino que el niño está encani-jadito... Lo de fenómeno es una broma...

-¿Broma?... Pues que vuelva, y me diga quees broma, y le perdonaré.

-Ya se ha ido.

-Fíjese usted en que Rufina no ve con buenosojos al hijo varón. Naturalmente, antes de ca-sarme yo, pensaba la niña que todo iba a serpara ella cuando yo cerrara la pestaña, y no

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crea usted, se puso de uñas conmigo a raíz demi casamiento. ¡Ah, es de lo más egoísta esamocosa! Yo no sé a quién sale. ¿Le parece a us-ted que le prohíba el venir acá?

-¡Oh, no! ¡Pobrecilla!

No le costó poco trabajo a la tirana quitarlede la cabeza estas ideas. Al principio, por nocontrariarle abiertamente en todas las cosas, noinsistió mucho; pero pasados unos días, no dejóde la mano el asunto hasta conseguir que a losexpulsados hija y yerno, se les abriesen de nue-vo las puertas de la casa. Volvió, en efecto, Ru-fina; mas Quevedito cortó relaciones con susuegro, y por no dar su brazo a torcer en lacuestión facultativa, seguía sosteniendo que elchico era un caso teratológico.

Los negocios, que en aquellos meses con-sumían a Torquemada lo mejor de su tiempo,no le impidieron dedicar algunos ratos, por lanoche, a la obra magna de su progresiva ilus-

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tración. En su despacho solía leer alguna obrabuena, la Historia de España, por ejemplo, que asu juicio era el indispensable cimiento del sa-ber, y consagraba algunos ratos a la compulsiónde Diccionarios y Enciclopedias, en las cualesveía satisfechas sus dudas sin tener que recurrira Zárate, que le mareaba con su vertiginosaciencia. Con esto, y con redoblar su atencióncuando oía hablar a personas eruditas, se fueafinando con estilo y lenguaje hasta el punto deque, en aquella tercera fase de su evoluciónsocial, no era fácil reconocer en él al hombre dela fase primera o embrionaria. Hablaba conmediana corrección, huyendo de los conceptosafectados o que trascendiesen a sabiduría pe-gadiza, y de fijo que si su enseñanza no hubieraempezado tan tarde, habría llegado a ser unrival de Donoso en la expresión fina y adecua-da. ¡Lástima que la evolución no le hubiesecogido a los treinta años! Aun así, no habíaperdido el tiempo. Haciendo su propia crítica, ydejando a un lado la modestia, que en los

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monólogos no viene al caso, se decía: «Hablomuchísimo mejor que el Marqués de Taramun-di, que a cada momento suelta una simpleza».

Al propio tiempo su facha parecía otra. Per-sonas había, de las que le conocieron en la callede San Blas y en casa de doña Lupe, que no lecreían el mismo. La costumbre de la buena ro-pa, el trato constante con gente de buena edu-cación, habíanle dado un barniz, con el cual lasapariencias desvirtuaban la realidad. Sólo enlos arrebatos de ira, asomaba la oreja, y enton-ces, eso sí, era el tío de marras, tan villanesco enlas palabras como en las acciones. Pero con ex-quisito esmero evitaba toda ocasión de encole-rizarse, para no perder el coram vobis ante per-sonas a quienes, por propia conveniencia, quer-ía considerar. Sus éxitos en el mundo eran ex-traordinarios, casi casi milagrosos. Muchos queen la primera fase de la evolución se burlabande él, respetábanle ya, teniéndole por hombrede excepcional cacumen para los negocios, en

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lo cual no iban descaminados, y de tal modofascinaba a ciertas personas el brillo del oro,que casi por hombre extraordinario le tenían, yconceptos que en otra boca habrían sido gansa-das, en la suya eran lindezas y donaires.

El Marquesado, si al principio se le despega-ba un poco, como al Santo Cristo un par depistolas, luego se le iba incrustando, por decirloasí, en la persona, en los modales, hasta en laropa, y la costumbre hizo lo demás. Lo que aúnfaltaba para la completa adaptación del título asu catadura plebeya, hízolo el criterio compara-tivo del público, pues este fácilmente se expli-caba que tal cabeza ciñese corona, toda vez queotras, tan villanas por dentro y por fuera, se laencasquetaban, por herencia o real merced, nomás airosamente que el antiguo prestamista.

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-II-

Sin necesidad de que nos lo cuente el Licen-ciado Juan de Madrid, ni otro ningún cronistade salones, sabemos que a los tres o cuatro me-ses de su alumbramiento, estaba la señora deTorquemada hermosísima, como si una rápidacrisis fisiológica hubiera dado a su marchitabelleza nueva y pujante savia, haciéndola flore-cer con todo el esplendor y la frescura de Mayo.Mejoró de color, cambiando la transparenciaopalina en tono caliente de fruta velluda queempieza a madurar; sus ojos adquirieron brillo,viveza su mirada, prontitud sus movimientos,y en el orden moral, si menos visible, no eramenos afectiva la transmutación, trocándoselentamente en gravedad el mimo, y en juiciosereno la imaginatividad traviesa. Vivía consa-grada al heredero de San Eloy, que si en losprimeros días no era para su madre más queuna viva muñeca, a quien había que lavar, ves-tir y szarandear, andando los meses vino a ser

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lo que ordena la Naturaleza, el dueño de todossus afectos, y el objeto sagrado en que se em-plean las funciones más serias y hermosas de lamujer. De cómo desempeñaba Fidela su misiónde madre, no se puede tener idea sin haberlovisto. Ninguna existió jamás que la superase encuidado y solicitud, ni que con mayor sentidose penetrara de su responsabilidad. De los cari-ños extremados, que al principio producían enella tensión convulsiva, pasó por gradaciónsuave al cariño verdaderamente protector, ga-rantía de vida para los seres débiles que ame-nazados de mil peligros entran en ella. De suafición a las golosinas le curó el miedo de en-fermar y morirse antes de ver crecido a su hijo,y se fue acostumbrando a los alimentos sanos, ya poner método en las comidas. Novelas, novolvió a leerlas, ni tiempo tenía para ello, puesno había hora del día en que no encadenase suatención alguna faena importante, ya el aseodel chico y del ama, ya la ropa de ambos; y lue-go venía el dormirle, y el vigilar el sueño, y ver

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si mamaba o no, y si todas sus funcioncitas sehacían con regularidad.

A ninguna parte iba, y rarísima vez se la vioen el palco de la Comedia, durante una hora opoco más, pues no tenía calma para estarse allítontamente oyendo lo que nada le interesaba, yasaltada de mil ideas terroríficas, por ejemplo:que el ama, al acostarle, no le había puesto bientapadito, o que se pasaba la hora de la teta,porque la muy gansa se había quedado dormi-da. Estaba en ascuas, impaciente porque llegaseTor para llevarla a casa. De nadie se fiaba, ni delas criadas más adictas y cuidadosas, ni de suhermana misma. Su tertulia servíale tan sólopara hacer mil consultas sobre temas de mater-nidad con esta y la otra señora: todo lo demásérale indiferente. Y no se crea que la monotoníade su conversación resultaba antipática, puessabía poner en cuanto hablaba su originalidadingénita y su gracejo. Era, en suma, encanto yadmiración de cuantos íntimamente trataban a

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la familia. Sobre este particular dijo un día Do-noso a su amigo Torquemada: «En todo, abso-lutamente en todo, es usted el hombre de laSuerte. ¿Qué virtudes extraordinarias son lacausa que así le proteja y le mime Dios Omni-potente? Tiene usted una mujer que si se busca-ra con candil otra igual por toda la tierra, no sela había de encontrar. ¡Vaya una mujer! Todo eldinero que usted posee no vale lo que el últimocabello de su cabeza...

-Buena es, sí, buenísima-replicó el tacaño-, ypor ese lado no hay queja.

-Ni por otro alguno. Pues estaría bueno queusted se quejara, cuando parece que el dinerono sabe ir a ninguna parte más que a su bolsi-llo... Y a propósito, amigo mío: dícese que to-man ustedes en firme todas las acciones delferrocarril leonés.

-Así lo hemos acordado.

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-Por eso he visto locos de entusiasmo a dos otres individuos de la colonia leonesa; y hablande darle a usted un banquete y qué sé yo qué.

-¿Banquetearme, porque voy a mi negocio?...En fin, si ellos lo pagan...

-Naturalmente.

Morentín continuaba siendo el visitante pe-gajoso en la casa de San Eloy, y con el pretextode acompañar a su amigo Rafael, se pasaba allílas horas muertas tarde y noche. Pero es el casoque el ciego abominaba de él secretamente, y seponía nerviosísimo cuando le sentía la voz.Cruz, por su parte, no gustaba de tal asiduidad.Mas ninguno de los dos encontró manera deecharle, ni aun de conseguir, por cualquier dis-creto artificio, que redujera sus visitas a lo es-trictamente indicado por las prácticas sociales.Entró una tarde, por familiar costumbre, en elgabinete de Fidela y en el cuarto de Valentinico,próximo a la alcoba matrimonial, y allá se estu-

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vo embelesado, viendo a la Marquesa de SanEloy en todo el lleno de sus funciones materna-les, abrumándola de adulaciones hiperbólicascon las formas más extravagantes de la galan-tería, después de haber ensayado con deplora-ble éxito las más comunes. «Porque usted, Fide-la, es uno de esos ejemplos raros en la Historia,en la Historia sagrada y profana, no hay quereírse... sé lo que digo. El hombre que a usted laposee debe de tener las mejores aldabas en eltribunal divino, porque si no, ¿cómo le han da-do el número, la criatura selecta, el non plusultra?

-Vamos, que no pico tan alto como ustedcree. En cierta ocasión me dejé decir que yovalía mucho. ¡Cuánto me he reído de aquellajactancia! Pues ahora me parece que no valgonada, y que no tengo ningún talento. No creausted que lo digo por modestia. La modestiasigue pareciéndome una tontería. Ahora quetengo delante de mí algo muy grato, de muchí-

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sima responsabilidad, entiendo que no puedollegar a lo que deseo.

-No me diga usted que no es modesta. Hartoconoce cada cual lo que vale... Pero hay unacosa de que sin duda, por la abstracción en quela tienen los trabajos maternales, no se ha ente-rado usted todavía.

-¿Qué?

-Que ahora está usted hermosísima, vamos,en un grado de hermosura desesperante.Créame usted: cuando se la contempla, se pa-dece vértigo... y estoy por decir que oftalmía. Escomo mirar al sol.

-Pues póngase usted vidrios ahumados-dijoFidela, echándose a reír, y mostrando las doscarreras de perlas de su incomparable dentadu-ra-. ¿Pero para qué, si tiene usted ahumado elentendimiento?

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-Gracias.

-No... ahora me da por la sinceridad. Yhaciendo gala de inmodestia, diré a usted quesi nada valgo en... ¿cómo se dice?... en el con-cepto general, lo que es como belleza... ¿Verdadque estoy guapísima? No crea usted que mevoy a ruborizar por oírlo decir. Si estoy cansadade saberlo.

-Su sinceridad es un nuevo atractivo en queno había reparado hasta ahora.

-Es que usted en nada repara. No se fija másque en sí mismo, y como se mira tan de cercano puede verse.

-Tan no me he mirado nunca, que no sécómo soy.

-Eso lo creo, porque si usted lo supiera, nosería como es. Le hago ese favor.

-Pues bien: ¿cómo soy?

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-¡Ah! yo no he de decirlo.

-Ya que usted tan sincera es en la crítica de sípropia, séalo juzgando a los demás.

-No me gusta echar incienso, y como ustedes de los que todavía cultivan la modestia, si yole colmo de elogios podría creer que le adulo.

-No creeré tal cosa, sino que me hace justicia.

-No, no, de fijo que si yo le digo lo que pien-so, se ruborizará usted como los jóvenes tími-dos, y no volverá más a mi casa, por temor aque mis alabanzas le sonrojen.

-Yo le juro a usted que no dejaré de volver,aunque usted me compare con los ángeles delCielo.

-Pues con ellos pensaba compararle... Mireusted cómo va acertando.

-¿Por la pureza?

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-Y por la inocencia. Desde el tiempo en queera usted estudiante, y galanteaba a las patro-nas de las casas de huéspedes donde vivían loscompañeros con quienes repasaba la lección, noha adelantado usted un solo paso en el arte delmundo, ni en el conocimiento de las personascon quienes trata. Ya ve usted si se halla enestado de inocencia, y si merece elogios. Haconseguido aprender muchas cosas, no todasde gran provecho, la verdad; pero el tacto finopara conocer el grado y la clase de afecto a quedebe aspirar en sus relaciones de amistad no lotiene todavía Pepito Morentín. Es usted muyniño, y si no se da prisa a aprender esto, creoque mi Valentín le va a tomar a usted la delan-tera.

Desconcertado, el Tenorio sin drama afecta-ba no comprender, y se defendía con exclama-ciones festivas; pero por dentro le atormenta-ban las retorceduras de su amor propio vapu-leado por la altiva dama. Hablaba esta en pie,

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con su chiquillo en brazos, marcando el paso deniñera, y dándole golpecitos en la espalda.

«Gasta usted unas ironías que me anonadan-dijo al fin Morentín, que ya no podía contraersu rostro para fingir la hilaridad, y bruscamen-te se puso serio.

-¿Ironía yo...? ¡Bah! No me haga usted caso.No hay más sino que le miro a usted como a unchiquillo, y no ciertamente de los mejor educa-dos. La juventud del día, y llamo juventud a loshombres de treinta a cuarenta años, necesitauna disciplina de colegio muy dura para poderandar suelta en sociedad. No conoce la verda-dera finura, ni la delicadeza, y es... ¿lo digo?una generación de majaderos muy bien vesti-dos y que saben algo de francés. No recuerdoquién decía la otra noche aquí que ya no hayseñoras.

-La marquesa de San Salomó.

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-Justo. Puede que tenga razón. Es dudosopor lo menos. Lo indudable es que ya no haycaballeros, como no sea algún viejo de la gene-ración pasada.

-¿Lo cree usted así? ¡Oh, qué daría yo porpertenecer a la generación pasada, aunque tu-viera mi cabeza llena de canas, y viviera plaga-do de reuma! Si así fuera, ¿sería usted másbenévola conmigo?

-¿Soy acaso malévola? Esto no es malevolen-cia, Morentín, es vejez. No se ría. Yo soy vieja,más vieja de lo que se cree usted, si no por losaños, por lo que me ha enseñado el sufrimiento.

De improviso cambió de tono Fidela, dejan-do al otro cortado y con la palabra en la boca.Besuqueando locamente al nene, rompió enestos chillidos:

«¿Pero ha visto usted, Morentín, una caramás repreciosa que la de este mico de Dios, rey

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de los pillos, y alguacil de los ángeles? ¿Conoceusted belleza igual, ni monada igual, ni desver-güenza como la suya? Esto vale más que elmundo entero. ¿Ve usted ese pelito que se meha quedado entre los labios, besándole? Puesvale este pelito más que usted en cuerpo y al-ma, vale más, como unos diez mil millones deveces... elevadas a la raíz cúbica... Yo tambiénsoy matemática... Y vale más que toda lahumanidad pasada, presente y futura... Con-que... abur. Dile adiós, hombre. (Cogiéndole lamanecita y haciéndole saludar.) Dile: adiós, adiós,tonto...

Se fue al otro cuarto, y Morentín a la calle,amargado y aburrido. Su amor propio era enaquel momento como un vistoso y florido ar-busto, que un pie salvaje hubiera pisoteadobárbaramente.

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-III-

Ya venía de atrás aquel desaliento del ga-llardo joven, que mal acostumbrado a fácilestriunfos, se figuraba que Dios había hecho elmundo para recreo de los Don Juanes de cartu-lina Bristol, y que las pasiones humanas eranun juego, o sport destinado al solaz de los jóve-nes que, además del título de doctores en Dere-cho, poseían un acta de representante del país,renta para bien vivir, caballo, buena ropa, etc...Sus esperanzas, que al principio estuvieronmuy verdes, nutridas tan sólo de la vanidad deél, y sin que ella en ninguna forma las alentara,habíanse marchitado antes del coloquio queacaba de referirse. Siempre que tenía ocasión dehablar a solas con su amiga, se arrancaba elhombre, no sin cautela; mas ella le paraba alinstante, refregándole el rostro con irónicas eintencionadas réplicas, no más suaves que orti-gas. Lo que más desconcertaba al buen Mo-rentín era el compromiso en que, ante la opinión

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pública, le ponía la resistencia de la señora deTorquemada, pues siendo como un artículo defe que ella le había elegido para desquitarse delas tristezas de su matrimonio con un hombreimposible, ¿con qué cara le decía él ahora a lapública opinión: «Señores, ni conmigo ni connadie se desquita, porque no hay tal adulterioni cosa que lo valga, ni en el hecho ni en la in-tención. Desistan ustedes de esa idea calumnio-sa, si no quieren que se les tenga por imbécilescomo malvados»...?

Y seguramente añadiría: «Yo hago cuantopuedo. Pero no hay caso. Por mí, bien sabencuantos me conocen que no quedaría. Pero unade dos: o no le gusto, lo cual extraordinaria-mente me mortifica, o se encastilla en la virtud.Me inclino a creer esto último, como menosvejatorio para mí, y no tendría inconvenienteen afirmar que, no gustándole yo, es cosa pro-bada que otro ninguno le gustará, aunque se lotraigan del Cielo. Nada, señores, que por esta

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vez me ha fallado la puntería. Creo como Zára-te, que tiene atrofiado el lóbulo cerebral de laspasiones. ¡Ah, las pasiones! Lo que pierde a lascriaturas; pero también lo que las ennoblece yensalza. Mujer sin pasiones puede ser una her-mosa muñeca, o una gallina utilísima, si es ma-dre... Confieso que ninguna batalla me pareciómás fácil ganar hace un año, cuando Fidelareapareció ante el mundo casada con ese pavode corral. Esta es la primera vez que, creyendoabrazar una mujer, me estrello contra una esta-tua... Paciencia, y a otra. ¡Cuando uno piensaque ha despreciado proporciones bonitísimas,por seguir este rastro engañoso! Renuncio,pues, y me consuelo con que si el dios de lasbatallas... amorosas no me ha dado esta vez lavictoria, será por apartarme de un gran peligro.En la casa de San Eloy siento la incubación deldrama, y del drama huye el hijo de mi madrecomo del cólera. Esto declara y mantiene Serra-no Morentín, adúltero profesional».

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Debe añadirse que si el unigénito de donJuan Gualberto era incapaz de virtud en gradosuperior, era también inepto para el mal, reali-zado categóricamente. Por tener algo de todo,también tenía su poquito de conciencia, y des-pués de poner a las heridas de su amor propiola venda de aquel optimismo reparador, dio enpensar cuán inicuos eran los errores de la opi-nión acerca de Fidela. Pero cualquiera destruíala dura concreción formada con los malos pen-samientos y la falsa lógica del público. Comociertas conglomeraciones calcáreas, la calum-niosa especie endurecía con el tiempo, y al finno había cristiano que la rompiera con codoslos martillos de la verdad. Hallábase él dispues-to a salir por ahí diciendo a todo el que quisieraoírle: «Señores, que no es cierto... que hay vir-tud, virtud verdadera, no de farsa». ¡Pero nadielo había de creer! Bueno está el tiempo para darcrédito a voces que tratan de reivindicar lasreputaciones, no de destruirlas. Aquel poquitode conciencia de que el gallardo caballero dis-

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ponía para los casos muy apurados de moral, leargüía su culpabilidad, porque cuando las vo-ces empezaron, la seguridad del triunfo fueparte a que no las desmintiera con la energía yla indignación que la justicia demandaba. Dejócorrer la especie, siendo falsa, porque creía co-mo en el Evangelio, que los hechos la haríanverdadera. Equivocáronse los hechos: luegoestos eran los que tenían la culpa, él no. Comoquiera que fuese, Morentín, saliendo aquel díade la casa de San Eloy con los espíritus enor-memente abatidos, pensó que, en conciencia, yprocediendo con hidalga caballerosidad (de lacual tenía también su poquitín), debía hacer unsupremo esfuerzo para ahogar aquella opinióny arrancarla de cuajo.

No hacía diez minutos que Morentín habíasalido del gabinete de Fidela, cuando entró Ra-fael, conducido por Pinto.

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«Ya sé que se ha ido ese danzante. Esperabaque saliera para entrar yo-dijo a su hermana,que volvió al gabinete con el chico en brazos.

-Sí, ya partió para la Palestina el bravo Ma-lek-Adel... Siéntate. Es lástima que no puedasver esta preciosidad. Hoy está tan contento, queno hace más que reír y tirarme de las orejas.¿Por qué está hoy tan guasoncito el trasto deDios?

-Déjame que le coja la cara. Acércate.

Fidela acercó el nene a su hermano, que lebesó y acarició en las mejillas. Valentinico hizopucheros.

«¿Qué es eso, ángel? No se llora.

-Se asusta de verme.

-¡Quia! De nada se asusta este sinvergüenza.Ahora te está mirando fijo, fijo, con los ojosmuy espantados, como diciendo: «¡qué serio

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está hoy mi tío!...». ¿Verdad que tú quieres mu-cho al tiíto, Rey, Sumo Pontífice, gatito de laVirgen? Dice que sí, que te quiere muchísimo, yte estima y es tu seguro servidor que besa tu mano,Valentín Torquemada y del Águila.

Viendo que Rafael callaba melancólico,creyó que refiriéndole las gracias que con inau-dita precocidad hacía ya el pequeñuelo se ani-maría un poco. «No sabes lo tunante que es.Desde que ve una mujer, se le tira a los brazos.Este va a ser aficionadillo al bello sexo, sí señor,y muy enamorado. Mujer que vea, la querrápara sí. Y desde ahora... (dándole suaves golpes ensemejante parte) le iré yo enseñando a que no seentusiasme tanto con las señoras. ¿Verdad, ricomío, que a ti te gustan mucho las niñas gua-pas?... A los hombres no les puede ver. El únicocon quien hace buenas migas es su padre.Cuando le sienta sobre sus rodillas para hacerleel caballito, suelta unas risas... ¿Y sabes lo quehace el muy tuno? Le quita el reloj. Es una afi-

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ción loca a robar relojes... También ha sacado lamaña de meterle mano al bolsillo de su padre,y... No creas, empieza a sacar duros y pesetas ya tirarlos al suelo, riéndose de verlos rodar...

-Simbolismo-dijo Rafael saliendo de su taci-turnidad-. ¡Ángel de Dios! Si persiste en esamaña dentro de veinte años, ayúdame a sentir.

Siempre que acompañaba a su hermana, enel gabinete o en el cuarto del chiquitín, las sen-saciones, y aun los sentimientos del pobre ciegosufrían alteraciones bruscas, pasando del con-tento expansivo al desmayo hondísimo y apla-nante. Era un variar continuo, como los movi-mientos de la veleta un día de turbión. Horastenía Rafael, en las cuales gozaba extraordina-riamente oyendo a su hermana en los trajinesde la maternidad, horas en que aquel mismocuadro de doméstica dicha (para él, más biensonata) le llenaba el corazón de serpientes. Ra-zones de esto: que antes del nacimiento de Va-lentinico, era Rafael el niño de la familia, y en la

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época de miseria, un niño mimado hasta laexageración. Claro que sus hermanas le queríansiempre; pero la nueva vida les distraía en milcosas, y en los afanes que ocasiona una casagrande. Le atendían, le cuidaban; pero sin quefuera él, como en otros tiempos, la personaprincipal, el centro, el eje de toda la vida. Vinoal mundo con repique gordo de campanas elheredero de San Eloy, y aunque las dos herma-nas tenían siempre para Rafael cariño y aten-ciones, nunca eran estas como las que al chi-quitín consagraban; cosa muy natural, pues sidébiles los dos, Rafael estaba formado y nohabía que pensar ni en librarle de su incurablemal, ni en darle mayor robustez, mientras queValentín era un principio de hombre, una espe-ranza, que había que proteger contra los milpeligros que a la infancia rodean. ¡Eterna su-bordinación de los amores del pasado, ante losamores y los intereses del presente y el porve-nir!

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Así lo pensaba Rafael en sus murrias llenasde amargura negra: «Soy el pasado, un pasadoque gravita sobre ellas, que nada les da, quenada les ofrece; y el niño es el presente risueño,y un porvenir... que interesa como incógnita.

Su imaginación siempre en ejercicio le repre-sentaba los hechos usuales informados por suidea. Creía notar que su hermana Cruz, al ocu-parse de él, lo hacía más por obligación que porcariño; que algunos días le servían la comida deprisa y corriendo, mientras que se entreteníanhoras y más horas dándole papillas al mocoso.Figurábasele también que su ropa no se cuida-ba con tanto esmero. A lo mejor, le faltabanbotones, o aparecían descosidos que le moles-taban. Y en cambio, las dos señoras y el amaconsagraban días enteros a los trapitos del crío.Sobre esto, claro está, guardaba un silencio ab-soluto, y antes muriera que proferir una queja.Su hermana Cruz había notado en él una triste-za fúnebre, un laconismo sombrío, y un suspi-

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rar de ese que saca la mitad del alma en unaliento. Pero no le interrogaba, por temor a quesaliese con alguna tecla de las de marras. «Peores meneallo-se decía hablando como Cervantesy como D. Francisco.

-IV-

Sobre el asunto de Morentín, sí hablaron conamplitud, y discutiendo el artificio más propiopara evitar la constancia de sus visitas, convi-nieron en valerse de Zárate. Rafael habría de-seado que se le echara sin miramiento alguno;pero a esto no se avino Cruz, por no disgustar ala señora de Serrano Morentín, una de las ami-gas más adictas y leales. Lo mejor era que Zára-te le soltase esta indirecta: «Mira, Pepe, sea porlo que fuese, Rafael te ha tomado antipatía, y seexcita siempre que te siente a su lado. Convieneque dejes de ir una temporadita por allá. Lasseñoras no quieren decírtelo porque no lo to-

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mes a mal. Pero yo, amigo tuyo, amigo de ellas,te aconsejo, etc... etc...». Acordado este plan, aCruz le faltó tiempo para pedir al pedante suamistosa mediación, y el pedante despachó tanbien su cometido, que el otro no parecía por lacasa sino contadas veces, y siempre de noche, ala tertulia grande. Los comentarios que hicieronel sabio y el galán cuando aquel le transmitiólos deseos de las señoras, no constan en autos;pero es fácil colegir que uno y otro daban ver-sión muy distinta de la oficial a los móviles deaquella cortés despedida.

Y a Rafael se le quitó un peso de encima conla seguridad de que su antiguo amigo no levisitaría con tanta frecuencia. Mas no disminu-yeron por ello sus tristezas, que Cruz, a fuerzade cavilar, se explicaba porque el convenci-miento de su error, en lo que de Fidela tan ma-lignamente supuso, le inquietaba la conciencia.En efecto, Rafael parecía disuadido de los pen-samientos maliciosos que le sugirió su insana

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lógica de ciego pesimista y reconcentrado. Unanoche se lo confesó a Cruz, añadiendo que sirectificaba su infame juicio por lo tocante a Fi-dela, lo mantenía por Morentín, pecador deintención; como que cifraba su orgullo en seradúltero sin drama, y corruptor de las familiascon discreto escándalo. «Y para que veas cómomi lógica no me engaña siempre-añadió-, tediré que lejos de cesar ahora la difamación demi hermana, aumenta y toma cuerpo, porque elmundo no recoge, no puede recoger la piedraque tira.

-Bueno-replicó la primogénita, queriendocortar-. No te ocupes de eso, y desprecia la ma-ledicencia.

-Ya la desprecio; pero siempre existe.

-Basta ya.

-Basta, sí.

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Al quedarse solo, inclinando la cabeza sobreel pecho, se sumergió en cavilaciones obscuras,cavernosas: «¿Soy yo el equivocado? No, por-que pensé este desate de la opinión contra lahonra de mi casa, y acerté. Si mi hermana se hamantenido en sus deberes, realizando el mayorprodigio de los tiempos, esto sólo quiere decirque la raza es de elección... sí señor... savia su-perior, incorrupta en medio de esta sentina...

Levantose bruscamente, y como si aún cre-yera que allí permanecía su hermana Cruz, dijocon mucho énfasis: «Pero vi yo el peligro, ¿sí ono?

No tardó en caer en la silla. Su tristeza se re-solvía en un vivo desprecio de sí mismo; suamor propio, mucho más potente que el deMorentín, y de mejor fuste, no se curaba contanta facilidad de las caídas, y él se sentía caídode lo más alto de su orgullo a lo más profundode su conciencia.

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«Sí, sí-pensaba, los codos en las rodillas, lasmanos agarrando la cabeza como si se la quisie-ra arrancar-, quiero engañarme con lisonjas,con elogios de mí mismo; mas por encima deeste humo sale mi razón diciéndome que soy elmás redomado tonto que ha echado Dios almundo. ¡Equivocado en todo! Creí firmementeque mi hermana sería infeliz, y es dichosa. Sualegría echa por tierra todas estas lógicas, quecomo quincalla mohosa almaceno en mi pobrecerebro desvencijado. Creí firmemente que elmatrimonio absurdo, anti-natural del ángel y labestia no tendría sucesión, y ha salido este mu-ñeco híbrido, este monstruo... porque lo es, tie-ne que serlo, como dice Quevedito... ¡Vaya unarepresentación de la estirpe del Águila! ¡Vayaun Marqués de San Eloy! Esto da asco. Si noviene pronto el cataclismo social, será porqueDios quiere que la sociedad se pudra lentamen-te, y se pulverice toda en basura para mayorfertilidad de la flora que vendrá después. (Dan-do un gran suspiro.) La verdad es que no sé qué

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sentir. Estoy obligado a querer al pobre niño, ya ratos me parece que le quiero, sí. ¿Qué culpatiene él de haber venido a destruir todas mislógicas? Y si es híbrido y monstruoso, y crecerámarcado de cretinismo y de caquexia, al menosha servido para encender en su madre el fuegodel cariño maternal, que la purificara... Esto esun consuelo... El colmo de mis equivocacionessería que el chico creciera listo y fuerte... No mefaltaba más que eso para creer que el deforme ycacoquimio soy yo; y en este caso...

Un golpecito en la puerta cortó su divaga-ción. Era Fidela con el nene en brazos: «Aquíhay una visita-dijo-, un caballero que preguntasi está visible el Sr. D. Rafaelito... ¿Se puedepasar? Adelante, hijo. Dile que vienes muy en-fadado, pero muy enfadado, porque no ha ido averte hoy.

-Ahora mismo pensaba ir-replicó el ciego,animándose-. Vamos. Dame la mano.

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Condújole Fidela a su cuarto, donde entabla-ron una larga conversación que acaloraba ellacon su vivaz ingenio, y él enfriaba con su triste-za mortecina. Contendían en el terreno de lapalabra, él arrojando plomo, su hermana azo-gue. El diálogo tan pronto se arrastraba lángui-do, como corría presuroso, informando ideasdiferentes. Más de una vez quiso Fidela ponerel chiquillo en brazos de su hermano; pero Ra-fael se opuso, temeroso, según dijo, de que se lecayera. Cuando Valentinico apenas contaba unmes, gustaba su tío de hacer el niñero: le cogíaen brazos, le zarandeaba, decíale mil extrava-gancias, y no le soltaba hasta que el nene,frotándose los ojos con sus puños cerrados, orompiendo en chillidos, pedía pasar a otrasmanos. Mas transcurrido algún tiempo, Rafaelempezó a sentir hacia su sobrinito una brutalaversión, que con ningún razonamiento podíadominar. El sentimiento de su impotencia paravencer aquel insano impulso, era tan afectivo yclaro en su alma como el del espanto que le

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causaba. Por suerte, duraba poco; pero en subrevedad inapreciable, era lo bastante intensopara ocasionarle un padecer horrible, agravadopor la lucha que había de sostener contra símismo. Fue tan vivo una tarde el instintivoaborrecimiento a la criatura, que por apartarlade sí con prontitud para evitar un acto de bar-barie, a punto estuvo de dejarla caer al suelo.«Maximina, por Dios, venga usted...-gritó le-vantándose-. Coja usted el niño. Pronto; mevoy... Pesa mucho... me cansa... me ahogo...

Y soltando la cría en manos del ama, saliótrémulo y jadeante, palpando las paredes ytropezando en los muebles. Imposible apreciarla duración de aquel salvaje arrechucho; perono hay duda de que era brevísima, y en cuantopasaba, sentía ganas ardientes de llorar, se met-ía en su cuarto y se arrojaba en el sillón, bus-cando la soledad. En ella no podía hacer otracosa que analizar minuciosamente aquel fenó-meno extraño, indagar su origen, y determinar

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las formas en que se manifestaba. Y mejor loconocía por la observación retrospectiva de sualma, que en el momento de sufrir el ataque,relámpago de confusión y azoramiento, en queel tremendo impulso destructor se confundíacon el pánico de la conciencia, aterrada del cri-men. «La causa de esto-se decía, con sinceridadde filósofo solitario-, no puede ser otra que unterrible acceso de envidia... Sí, esto es; me hanacido en el alma como un tumor. ¡Envidia delpequeñuelo, porque mis hermanas le quierenmás que a mí! Puedo decirlo claro, en las sole-dades íntimas de la conciencia. Naturalmente,el niño es la esperanza de la casa, las grandezasposibles del mañana, y yo soy un pasado cadu-co, inútil, muerto... ¿Pero cómo ha nacido en mialma sentimiento tan vil... y tan nuevo en mí,Señor, porque jamás sentí envidia de nadie? ¿Yen qué consiste que la envidia se me quita derepente, y vuelvo a querer al chiquillo...? No,no, no se me quita, no. Cuando me pasa el arre-chucho, siempre me queda una cierta hostili-

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dad contra el muñeco ese, y si es verdad queme inspira lástima, también lo es que deseo quese muera. Analicemos bien. ¿Alguna vez hedeseado que viva? (Pausa.) Que sé yo. Pocashabrán sido, y mis recuerdos de este y el otromomento me dicen que por lo común piensoque ese desdichado engendro estaría mejor enla Gloria, o en el Limbo... sí, señor, en el Limbo.Y otro síntoma que veo en mí es el absolutoconvencimiento de que Dios ha hecho muy malen mandarle acá, como no haya venido paracastigo del bárbaro, y para amargar los últimosaños de su vida. Sea lo que quiera, el tal Valen-tinico... me lo diré claro, como debo decirme lascosas a mí mismo, en el confesonario de la con-ciencia, que es como ponerse de rodillas anteDios y descubrirle toda nuestra alma... el talValentinico me carga... Reconozco que allá nosvamos él y yo en candor infantil. Yo discurro, élno; pero ambos somos igualmente niños. Si yo,siendo como soy, estuviese ahora mamando, ytuviera mi nodriza correspondiente, no sería

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más hombre que él, aunque pegado a la tetaresolviera en mi cabeza todas las filosofías delmundo. (Pausa.) ¿Por qué me causa profundairritación el ver que mis hermanas no vivenmás que para él, y se preocupan de la ropita, dela teta, de si duerme o no, como si de ello de-pendiera la suerte de toda la humanidad? ¿Porqué, cuando oigo que le miman y le cantan y lesaltan en brazos, rabio interiormente porque nome hagan a mí lo mismo? Esto es infantil, Se-ñor; pero es como me lo digo, y no puedo re-mediarlo. Me confieso toda la verdad, sin omi-tir nada, y al hacerlo así, siento alivio, el únicoalivio posible... (Pausa larguísima. Abstracción.)

«Porque yo no sé lo que me pasa, ni cómoempieza el endiablado ataque. Estalla de súbitocomo un explosivo. Me invade todo el sistemanervioso en menos tiempo del que empleo endecirlo. Si el ataque me coge con mi sobrinitoen brazos, necesito echarme con la voluntadcinturones de bronce para no dejarme caer so-

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bre el pobre niño y ahogarle bajo mi cuerpo. Obien me da la idea de lanzarle contra la paredcon la fuerza terrible que en mí se desarrolla.Una tarde llegué a ponerle mí mano en el cue-llo; lo abarqué fácilmente, porque no está gordoque digamos el príncipe de Asturias; apreté unpoquitín, nada más que un poquitín. Le salva-ron los gemidos que dio, y aquella ilusión quetuve... alucinación de oírle decir: «Tío, no me...»Fue un segundo espantoso. Mi conciencia ven-ció... por nada, por la milésima parte del gruesode un pelo, que era la distancia que me separa-ba del crimen. Me temo que otra vez mi volun-tad no llegue al punto crítico, y venza el impul-so, y resulte que cuando me entero del acto debarbarie, ya está consumado y no lo puedo re-mediar. Yo lo siento, lo sentiré mucho; me mo-riré de vergüenza, de terror... Y cuando nosencontremos él y yo en el Limbo, víctima yverdugo, nos reiremos de nuestras discordiasde por acá... ¡Cuánta miseria, cuánta pequeñez,qué estúpido combatir por quién es más! «Va-

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lentín-le diré-, ¿te acuerdas de cuando te matéporque no me hacía gracia que fueras más queyo? ¿Verdad que tú, allá en los albores de tuvoluntad, querías anonadarme a mí, y me tira-bas de los pelos con intención de hacerme da-ño? No me lo niegues. Tú eras muy malo; lasangre villana de tu padre no podía desmentir-se. Si hubieras vivido, habrías sido el vengadorde los Águilas deshonrados, y habrías dadotortura a tu madre, que hizo mal, muy mal enser madre tuya. Reconócelo: mi hermana nodebió casarse con el bruto de tu papá, ni yodebí ser tu tío. Y admitido que el casamientotenía que efectuarse, no debiste nacer tú, noseñor. Fuiste un absurdo, un error de la Natura-leza... (Pausa.) Y también te digo que la nocheque naciste, tuve yo unos celos terribles, ycuando tu padre se acercó a mí para decirmeque te había dado la gana de nacer, poco mefaltó para llenarle de injurias... Con que yaves... Y ahora estamos iguales tú y yo. Ningunode los dos es más que el otro, y ambos nos pa-

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samos la eternidad en esta forma impalpable,divagando por espacios grises sin término, sinmás distracción que describir curvas, ni másjuguete que nosotros mismos rasgando en me-dio del caos las masas de luz espesa...».

-V-

Su hermana Cruz solía sacarle de estos éxta-sis dolorosos con el golpe seco de su razona-miento positivo. Poniendo en su lenguaje unade cariño y otra de severidad, le calmaba. Unatarde, hallándose Rafael con Zárate en el gabi-nete, fue bruscamente atacado de su arrechu-cho. Había puesto el ama en sus brazos a Va-lentín dormido, para ir en busca de unas piezasde ropa al aposento contiguo, y lo mismo fuesentir el peso del tierno infante, que se le des-compuso la fisonomía, temblaron sus labios,como atacado de mortal frío, encendiose surostro, se le contrajeron los brazos...

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«Zárate, demonio de Zárate, ¿dónde estás?...Por amor de Dios...-clamaba con voz ronca-.Toma el niño, cógele, hombre, cógele pronto...que si no, le estrello contra el suelo... ¿Quéhaces? No puedo más... Zárate, cógele... ¡Diosmío!

Acudió al instante el sabio, cogió casi en elaire al niño; despertose este dando berridos, ycuando apareció la madre presurosa, vio a suhermano que caía en el sofá con epilépticasconvulsiones. Pero rápidamente se rehízo, ycon nerviosa hilaridad, procurando estirar losmúsculos y serenar su alterado rostro, decía:«No es nada... nada... Esto que me da... unatontería... Parece que me crecen las fuerzas...que soy un Hércules, o que me vuelvo de trapoy no sé tenerme... no sé... ¡Cosa más rara!... Yapasó, ya estoy bien... Quiero estar solo... Queme lleven, que me saquen de aquí... Y el niño...¿le ha pasado algo? ¡Pobrecito... estas criaturas

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son tan débiles! De ciento, los noventa y ochoperecen...

Acudió también la hermana mayor, que conayuda del pedante le llevó a su cuarto, dondeun rato después hablaba tranquilamente con suamigo, recordando episodios de la época estu-diantil. Ya cerca de la noche, pidió que se lellevara otra vez al gabinete de Fidela, y allí seentabló conversación amena, porque entróCruz diciendo: «Parece cosa acordada que a tumarido le obsequiarán con un banquete mo-numental los leoneses, por su iniciativa en lodel ferrocarril.

Y Zárate, que era de los que mangoneabanen aquel asunto, confirmó la noticia, agregandoque ya se habían inscrito unos ochenta, y que lajunta organizadora había tomado el acuerdo deno limitar la fiesta al elemento leonés, sino quepodía inscribirse y asistir todo el que quisiera,pues así se daba a la manifestación carácternacional, público y solemne homenaje al hom-

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bre extraordinario que ponía sus capitales y suinteligencia al servicio de los intereses públicos.

Cuando esto decía, y antes que Fidela yCruz añadieran ningún comentario, entraronTorquemada y Donoso.

«¿Con que, Tor, te van a dar un comebú muygrande?-le dijo su esposa-. Me alegro; que estassolemnidades no han de ser sólo para los litera-tos y poetas.

-No sé a qué vienen esas comilonas... Pero seempeñan en ello, ¿y qué he de hacer yo? Milínea de conducta será comer y callar.

-Eso no-dijo Cruz-. Pues flojito discursotendrá usted que pronunciar.

-¡Yo...!

-Tú, sí. Querido Tor, la salsa de esos banque-tes está en los brindis.

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-Brindarán ellos. Pero yo... ¡hablar yo antetanta gente ilustrada!

-No lo es usted menos-observó Cruz-. Y bienpodrá decirles cosas muy saladas, si quiere;cosas de sentido práctico, y de verdadera elo-cuencia a estilo inglés.

-En ningún estilo abro yo la boca delante detanto prohombre, y de tanta eminencia.

-No habrá más remedio, querido D. Francis-co-indicó Donoso-, que decir cuatro palabras.Por más que se acuerde que no haya brindis, al-guien ha de hablar, al menos para exponer elobjeto de la solemnidad; y naturalmente, ustedtiene que dar las gracias... una manifestaciónsencilla, sin pretensiones de elocuencia, frasessalidas del corazón...

El chiquillo soltó la risa, y todos, Torquema-da el primero, considerando que se reía del

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discurso de su papá, corearon su infantil alegr-ía.

«Mico de Dios, ríete, sí, del discursito que vaa pronunciar Tor. ¿Verdad que tú sabes hablarmejor que él?... Déjate, que ya iremos los dos asilbarle.

-No tiene usted más remedio-dijo Záratedejándose ir a la adulación-, que decirnos supensamiento sobre ciertas y determinadas ma-terias que agitan la opinión. Es más, lo esperamosansiosos, y privarnos de oír su palabra seríadefraudar las esperanzas de todos los que allíhemos de reunirnos.

-Pues yo parto del principio de que al buen ca-llar llaman Sancho. Despotriquen ellos todo loque quieran, y si veo que viene mucho incienso,les diré lacónicamente que yo no me pago delisonjas, que soy muy práctico, y que me dejenen paz, ¡ea!

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-Usted, prepárese-le dijo Cruz, que en aque-lla ocasión, como en todas, era maestra, sinalardear de ello-. Penétrese bien del motivo porque le dan el banquete. Fíjese en este punto yen el otro; haga su composición de lugar; escojalas frases que le parezcan más oportunas, elijalas palabras, y pongo mi cabeza a que hace us-ted un discurso que llame la atención, y dejetamañitos a los demás oradores que salgan porallí.

-Dudo mucho, Crucita-afirmó Torquemadasentándose en el sofá junto al ciego-, que deesta boca, que es muy torpe de suyo, salganbuenas oratorias, como las que oímos en lasCámaras. Pero, en caso de que no tenga másremedio que romper, yo haré por dejar bienpuesto el pabellón de la familia.

-También a mí-dijo el ciego, que hasta en-tonces había permanecido silencioso-, me da elcorazón, como a mi hermana Cruz, que va us-ted a revelársenos orador de primer orden. Ya

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puesto a crecer, señor mío, crecerá usted entodas las esferas. Y si habla esa noche media-namente, el vulgo que le oiga saldrá diciendoque allá se va usted con Demóstenes, y así locreerá, y así se forma la opinión. Cuanto haga ydiga el señor Marqués de San Eloy, será hoytomado por lindezas, porque está en la atmós-fera del éxito. ¡Ah! si usted siguiera mis indica-ciones, yo me levantaría, después que hubieranhablado todos, y les diría: «Señores...

Quiso interrumpirle Cruz, temiendo algunasalida impertinente; pero él no hizo caso, yalentado por el propio D. Francisco, que le inci-taba a exponer con entera ingenuidad su pen-samiento, prosiguió así: «Señores, valgo más,infinitamente más que vosotros, aunque mu-chos de los que me escuchan se decoren contítulos académicos y con etiquetas ofíciales quea mí me faltan. Puesto que vosotros arrojáis aun lado la dignidad, yo arrojo la modestia, y osdigo que me tengo bien merecido el culto de

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adulación que me tributáis, a mí, relucientebecerro de oro. Vuestra idolatría me revolveríael estómago, si no lo tuviera bien fortalecidocontra todos los ascos posibles. ¿Qué celebráisen mí? ¿Las virtudes, el talento? No; las rique-zas, que son, en esta edad triste, la supremavirtud, y la sabiduría por excelencia. Celebráismi dinero, porque yo he sabido ganarlo y voso-tros no. Vivís llenos de trampas, unos en lamendicidad de la vida política y burocrática,otros en la religión del sablazo. Me envidiáis,veis en mí un ser superior. Pues bien, lo soy, yvosotros unos peleles que no servís para nada,muñecos de barro cincelado con cierta gracia:yo soy de estilo de Alcorcón; pero no de barro,sino de oro puro. Peso más que todos vosotrosjuntos, y si queréis probarlo, tomadme el tiento,arrimad el hombro a mi peana y llevadme enprocesión, que no está de más que paseéis porlas calles a vuestro ídolo. Y mientras vosotrosme aclamáis con delirio, yo mugiré, repito quesoy becerro, y después de felicitarme de vues-

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tro servilismo, viéndoos agrupados debajo demí, me abriré de las cuatro patas, y os agraciarécon una evacuación copiosa, en el bien enten-dido de que mi estiércol es efectivo metálico.Yo depongo monedas de cinco duros y aun bille-tes de Banco, cuando con esfuerzos de mi vien-tre quiero obsequiar a mis admiradores. Y vo-sotros os atropelláis para cogerlo; vosotros re-cogéis este maná precioso; vosotros...

Tan excitado se puso, gesticulando y alzan-do la voz, que Cruz hubo de cortarle el discur-so, suplicándole que callara. Los que oían, tanpronto lo tomaban a broma, tan pronto se pon-ían serios, como queriendo apuntar la censura,y Donoso, principalmente, todo corrección yformulismo, se alegró mucho de que la pri-mogénita tapase la boca a su hermano. En cam-bio, Torquemada celebró la perorata, y dandoal orador palmetazos en la rodilla, le decía:«Bien, muy bien, Rafaelito. La síntesis del dis-curso me parece excelentísima, y por mi gusto,

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yo pronunciaría eso, si encontrara un vocabula-rio de mucha trastienda para poder soltar talesperrerías con lenguaje de doble fondo, de eseque dice lo que no dice. Pero verás como el po-bre becerro no pronuncia más que un mu comouna casa.

La aprobación de su cuñado le excitó más, yhubiera seguido en aquella locuacidad deliran-te, si Cruz no llevara con gran esfuerzo la con-versación a otro asunto. Zárate hizo el gasto,charlando de mil cosas que trajo por los cabe-llos, y Rafael metía baza en todas, expresandoopiniones graciosísimas, ya sobre las nuevasteorías de la degeneración, ya sobre la quiebradel Panamá, los anarquistas, o los diamantesdel Shah de Persia. A la hora de comer, trataronRafael y Cruz del deseo que este había manifes-tado diferentes veces de trasladarse al piso se-gundo, porque su habitación del principal eramuy calurosa y estrecha, y en el segundo habíados hermosas piezas interiores, que no se utili-

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zaban, y en las cuales el ciego podía vivir conmás independencia. No había querido la her-mana mayor consentir la traslación, porqueabajo le tenía más cerca para vigilarle y cuidarde su persona; pero tanto insistió Rafael, que alfin, previa consulta con D. Francisco, fue auto-rizada la mudanza, disponiéndose que Pintodurmiese en la habitación próxima para estar alcuidado del señorito. Contentísimo parecía estede su cambio de aposento, porque arriba dis-ponía de dos piezas muy capaces, en las cualespodía pasearse con holgura; no le molestaría elruido de la calle, y estaba más lejos del bulliciode la casa, que en noches de recepción o degran comida era insoportable. Bromeando conTorquemada, le dijo: «Me voy con usted. ¡Quéapostasía! ¡Instalarme tan cerquita del becerrode oro!... Vueltas del mundo. Yo, que fuí el ma-yor enemigo del becerro, ahora le pido hospita-lidad en su sacristía...

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-VI-

A principios de Mayo celebrose el banqueteen honor del grande hombre, y por Dios que nohay necesidad de investigar los pormenores dela fiesta, porque la prensa de Madrid contieneen los números de aquellos días descripcionesminuciosas de cuanto allí pasó. El local era delos más desahogados de Madrid, capaz paraque comieran, en tres o cuatro mesas larguísi-mas, doscientas personas; pero como los inscri-tos pasaban de trescientos, por bien que quisoel fondista colocarles, ello es que estaban comosardinas en banasta; y si funcionaban media-namente con un brazo, el otro tenían quemetérselo en el bolsillo. A las siete ya hervía elsalón, y los de la junta organizadora, entre loscuales dicho se está que Zárate era uno de losmás diligentes, se multiplicaban para colocar atodos, y procurar que en la designación depuestos presidiese un criterio jerárquico. Sentá-ronse acá y allí personajes de nombradía políti-

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ca, militares de alta graduación, ingenieros,algún catedrático, banqueros y hombres adine-rados, periodistas pobres de bolsillo, si ricos deingenio, alguno que otro poeta, y entre col ycol, personas varias no mentadas aún por lafama, propietarios y rentistas de cuenta, y enfin, gente distinguidísima, títulos del reino,etc... Predominaba, como observó muy bienDonoso, el elemento serio de la sociedad.

Mientras se iban acomodando los comensa-les, picante confusión y bullicio reinaban en ellocal. Estos, sentados ya y con la servilletaprendida, charlaban y reían; aquellos dejabanun sitio para ponerse en otro, cerca del grupode amigos más de su gusto. El adorno del salónera el que para estas solemnidades se usacomúnmente: cenefas de hojarasca verde, tarje-tones con escudos de las provincias, deteriora-dos del uso que tienen en las verbenas, bande-ras nacionales tendidas en forma de ropa debaño puesta a secar. Todo ello es de la guarda-

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rropía patriótica del Ayuntamiento, que galan-temente lo facilita, contribuyendo así al esplen-dor de la fiesta. Algunos tarjetones se añadie-ron, por iniciativa de Zárate, con los nombresde las cabezas de partido en la provincia deLeón, y en el centro de la anchurosa cuadra,hacia la cabecera de las mesas, veíase una lami-nota de la hermosa catedral con el lema, en cin-tas pintarrajeadas, de pulchra leonina.

Concuerdan los diferentes cronistas de aquelestupendo festín en la afirmación de que pasa-ban cinco minutos de las siete y media cuandoentró D. Francisco acompañado de su corte,Donoso, Morentín, Taramundi, y algún otroque no se menciona. En lo que no hay confor-midad es en las indicaciones de la cara que lle-vaba el tacaño, pues mientras un periódicohabla de su palidez y emoción, otro sostieneque entró risueño y con los colores algo sub-idos. Aunque no conste en las relaciones delacto, bien puede afirmarse que al tomar asiento

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D. Francisco en la cabecera, sentáronse todos yempezó el servicio de la sopa. Daba gusto veraquellas mesas, y aquellas filas de señores defrac, calvos unos, peludos los otros, casi todosde una gravedad chinesca. Escaseaba el elemen-to joven; mas no el bullicio y alegría, pues entretrescientas personas, aunque estas sean, por suedad y circunstancias, del género serio, nuncafaltan graciosos que saben dar amenidad a losactos más fastidiosos de la vida.

Achantaditos en un extremo de la mesa late-ral, a la mayor distancia posible de la cabecera,hallábase Serrano Morentín, Zárate y el Licen-ciado Juan de Madrid, este con la intención másmala del mundo, pues preparábase a tomarnota de todas las gansadas y solecismos queforzosamente había de decir, en su discurso degracias, el grotesco tacaño, objeto de tan dispa-ratado homenaje. Morentín anticipaba, conprofético don, algunas ideas que D. Franciscohabía de emitir, y hasta las palabras que emple-

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ar debía; Zárate aseguró conocer lo principaldel discurso, induciéndolo de las preguntas quesu amigo le hiciera en los días anteriores, y lostres, y otros que al grupo se agregaron, se re-lamían de gusto, esperando el divertidísimosainete que a la hora de los brindis se les prepa-raba. Por supuesto, mientras más desatinosdijese el bárbaro, con más fuerza le aplaudiríanellos, para empujarle por el camino de la nece-dad, y reírse más, y pasar un rato tan deliciosocomo en función de teatro por horas.

Pero no en todos los grupos predominabaeste sentimiento de burlona hostilidad. Hacia elcentro de una de las mesas, Cristóbal Medina,Sánchez Botín y compinches expresaban sucuriosidad por lo que diría o dejaría de decirSan Eloy en su contestación a los brindis. «Eshombre tosco-afirmaba uno-, hombre de traba-jo, y como tal, de palabra difícil. ¡Pero qué inte-ligencia, señores! ¡Qué sentido práctico, quéserenidad de juicio, qué puntería para dar en el

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blanco de todos los asuntos!». Y en otra parte:«Veremos por dónde sale este D. Francisco.Hablará poco. Es un tío muy largo que escondesu pensamiento, como todas las inteligenciassuperiores.

En tanto, el Marqués tacaño experimentabaemociones diversas, conforme se iba cumplien-do aquel programa de viandas que iban yviandas que venían. Comía poco, y no elogióningún plato. Todos le sabían igual; eran, antesu burdo criterio de gastrónomo de patatas ysalpicón, las porquerías de siempre, lo mismode su casa guisado con menos arte, todo comode batallón. Al principio, no se preocupó poconi mucho de la soflama que tenía que pronun-ciar. Su vecino, un señor viejo, leonés, propieta-rio rico, senador y algo beato, le entretuvo char-lando de cosas y personas del Bierzo, y apartósu pensamiento del empeño literario en que lepondrían los brillantes oradores allí reunidos.Pero al tercer plato empezó el hombre a pensar

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en ello, y a refrescar las ideas que para el casohabía traído de su casa, y que no estaban yamenos marchitas que los ramilletes de la mesa.Tan pronto se le escapaban, como le volvían alpensamiento, trayendo otras ideas nuevecitas,que parecían nacer en el caldeado ambiente delinmenso comedor: «¡Re-Cristo!-pensó, dándoseánimos-; que no me falten las palabritas quetengo bien estudiadas; que no me equivoque enel término, diciendo peras por manzanas, ysaldremos bien. De las ideas responde Francis-co Torquemada, y lo que debo pedir a Dios esque no se me atraviese el vocablo.

Aunque su propósito era no beber gota, paraconservar su cabeza en absoluto despejo, algu-na vez hubo de quebrantar su propósito, ycuando le sirvieron el asado, gallina o pavipollomás duro que la pata de un santo, con ensaladasin cebolla, desabrida y lacia, sintió que le sub-ían vapores a la cabeza y que la vista se le tur-baba. ¡Cosa más rara! Vio a doña Lupe, sentada

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hacia el promedio de una de las mesas centra-les, y vestida de hombre propiamente, con lapechera de la camisa como un pliego de papelsatinado, corbata blanca, frac, florecilla en elojal... Apartó de la extraña figura sus ojos, y alpoco rato volvió a mirar. Doña Lupe se habíaido; buscola, examinando una por una todas lascaras, y al fin la encontró de nuevo en uno delos mozos que iban pasando las fuentes de co-mida, el cual con servil amabilidad sonreía,exactamente lo mismo que ella. No había dudade que era la propia señora de los pavos, con suboquita plegada, y sus ojos vivarachos. Sin du-da, al llamamiento patriótico de los leoneses,había salido del sepulcro, dejándose en él, porcausa de la precipitación, algunas partes de supersona, verbigracia: el moño, la teta de al-godón, y todo el cuerpo de la cintura abajo.Visto de cerca el camarero, resultaba tan exactoel parecido, que Torquemada sintió algo demiedo. «¡Ay, de mí!-pensó-; con estas cosas, seme trastorna la cabeza, y no es mal lío el que

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armaré. Anda, anda: ya se me ha olvidado todi-to lo que escribí anoche. ¡Y cuidado si estababien!... Me he lucido; ni una jota recuerdo.

Afanado buscó a Donoso entre los que a unabanda y otra tenía en fila de honor, como losapóstoles en el cuadro de la Cena, y notó vacíoel puesto de su amigo, que en aquel momentohubiérale sido de gran ayuda, pues sólo conque él le alentara, recobraría la serenidad, y conla serenidad la memoria. «¿Qué ha sido de D.José?-preguntó con viva inquietud. Pronto fueinformado de que había tenido que abandonarla mesa, porque le avisaron que su esposa sehallaba en peligro de muerte. Contrariedad nofloja era esta para el tacaño, pues sólo con mirara Donoso, las ideas se le refrescaban, y acudíana su mente las palabras finas, y el habla elegan-te, acompasada y ceremoniosa.

Pues señor, no había más remedio que salirdel paso como se pudiera. Procuraría reconcen-trar todas las energías del caletre, sin dejar de

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atender a la charla de los dos apóstoles que a sulado tenía. No tardaron en apuntar en su mentealgunos conceptos de lo que había escrito lanoche anterior; pero las ideas aparecieron endos o tres formas, porque escribió primero algoque no hubo de parecerle bien, y lo rompió, yvuelta a escribir, y a romper... Vamos, queaquello era un cien pies. Por suerte suya, recor-daba perfectamente diversas formulillas retóri-cas oídas en el Senado, y que se pegaban a sumagín como líquenes a la roca... Luego, algohabía que dejar a la inspiración del momento, síseñor...

Sirvieron una como torta que D. Franciscono supo si era cosa de hielo, o de fuego, porquepor un lado quemaba, y por otro ponía losdientes como si mascaran nieve... No se diocuenta del curso del tiempo, y de pronto vioque entre él y el comensal de la derecha se in-troducía el brazo del mozo con una botella, yque le echaba champagne en la copa chata. En el

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mismo instante sintió tiroteo de taponazos, yuna algazara, un murmullo sordo y penetran-te... Levantose uno de aquellos puntos, y porespacio de medio minuto no se oyó más que elchicheo de los que mandan callar. Prodújose alfin un silencio relativo, y... ahí va el discursitoen nombre de la junta organizadora, explicandoel objeto de aquel homenaje.

-VII-

En rigor de verdad, el primer orador (un se-ñor Director, cuyo nombre no hace al caso),retinto, de libras, habló malditamente, aunqueotra cosa dijeran, rindiendo tributo a la cortesía,los periódicos de la mañana. ¡Cuánta vulgari-dad! Que le dispensaran si hacía uso de la pala-bra, asumiendo la representación de la junta orga-nizadora, él tan humilde, él tan poca cosa, él,sin duda, el último... pero por lo mismo que erael último, hablaba el primero, para dar las gra-

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cias al ilustre hombre que se había dignadoaceptar, etc... Enumeró las batallas que hubie-ron de librarse contra la modestia del grandehombre, lucha horrible, en la cual la modestiase defendió bravamente, y hubo que traer casi arastras al señor Marqués de San Eloy, hombrede trabajo, hombre de aislamiento y soledad,hombre de silencio fecundo, hombre que huíadel brillo social, y de los trompetazos de la fa-ma. Pero no le valía. Forzoso era, para bien dela misma sociedad, sacarle a tirones de su reti-ro, traerle a donde pudiera recibir los plácemesque merecía... «rodearle de nuestros cariños, denuestros homenajes, de nuestros... de nuestrosloores, señores, para que sepa lo que vale, paraque la sociedad pueda expresarle su inmensagratitud por los beneficios que de su inteligen-cia poderosa ha recibido... He dicho. (Grandesaplausos; el orador se sienta muy sofocado, limpián-dose el sudor del rostro. Don Francisco le abraza conel brazo izquierdo nada más.)

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No se había calmado el barullo producidopor el primer discurso, cuando allá, en elopuesto extremo del salón, surgió un señor altoy seco, que debía de tener fama de orador bri-llante, porque le precedió un murmullo de ex-pectación, y todo el grave concurso se relamíade satisfacción por las sublimes cosas que pron-to se oirían. En efecto, el demonio del hombreera una máquina eléctrica. Hablaba con la boca,con los brazos, que parecían aspas de molino,con las trémulas manos, que casi tocaban eltecho, con los crispados dedos, con todo elsemblante congestionado, echando fuego, conlos ojos que se le salían del casco, con los lentes,tan pronto caídos, tan pronto puestos sobre elcaballete de la nariz por la misma mano quequería horadar el techo. Tal era el desborda-miento de su oratoria enfática y caleidoscópica,que si aquello dura más de quince minutos,todos salen de allí con el mal de San Vito. ¡Quéacumular idea sobre idea, qué vértigo de figu-ras, corriendo como vagonetas descarriladas,

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que al chocar montan unas sobre otras, quétono furiosamente altísono, desde el primermomento, tanto que no había gradación posi-ble, y su oratoria era una sucesión delirante definales de efecto! Como el tal ingeniero (no sé sipor Madrid o por Lieja) iniciador de obraspúblicas tan grandiosas como impracticables,se despotricaba con un lío espantoso de retóri-cas del orden industrial y constructivo, y todoera carbón por allí, calderas al rojo cereza porallá, las espirales de humo que escribían sobre elazul del cielo el poema de la fabricación, el zum-bido de los volantes, el chasquido de las mani-velas; y tras esto, las dínamos, las calorías, lafuerza de cohesión, el principio vital, las afini-dades químicas, para venir a parar al arco iris, alas gotas de rocío que descomponen el rayosolar, y qué sé yo, Dios de mi vida, todo lo quesalió de aquella boca. Y a todas estas, nada hab-ía dicho aún de D. Francisco, ni se veía la rela-ción que el festejado pudiera tener con toda

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aquella monserga de gotas de rocío, dínamos ymanivelas.

Sin abandonar el estilo vertiginoso y las ges-ticulaciones epilépticas, hizo la gradación ga-llardamente. Presentó a la humanidad dándosede cachetes con la ciencia, como quien dice. Laciencia bebía los vientos por redimir a lahumanidad, y esta emperrada en no dejarseredimir. Naturalmente, nada se conseguiríahasta que aparecieran los hombres de acción. Sinellos, era impotente la señora ciencia. Por fin¡hosanna! aparecido había el hombre de acción.¿Y quién dirán ustedes que era el hombre deacción? Pues D. Francisco Torquemada. (Gran-des aplausos como salutación al nombre.) Despuésde un breve panegírico del ilustre leonés, elorador se sentó, entre un diluvio de aclamacio-nes de entusiasmo. Desplomose sin aliento enla silla, como un obrero que se cae del andamio,con todos los huesos rotos, y hay que llevarle alhospital.

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Siguió un paréntesis de bulla, risas y tiroteoingenioso. «Que hable D. Fulano, que hable elSr. Tal». La concurrencia se hallaba en ese pla-centero estado psicológico, del cual se derivatoda la amenidad y gracia de esta clase de fes-tines. A cada quisque tocaba un poquitín de lavis cómica que se derramaba por todo el ámbi-to del grandísimo comedor. Después de pin-char a este y al otro, levantose, no sin hacersemucho de rogar, un señor pequeño y calvo.Había llegado el momento de la aparición delgracioso, pues en la solemnidad banquetil, paraque el conjunto resulte completo, ha de haberuna sección recreativa, un orador que trate porlo festivo las mismas cuestiones que los demáshan tratado por lo grave. El indicado para llenareste vacío era un antiguo periodista, magistradopor poco tiempo, después diputado cunero, yen algunas épocas de su vida contratista detablazón para envase de tabacos. Tal fama degracioso tenía, que antes que hablara, ya se des-ternillaban de risa los oyentes.

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«Señores-empezó-, nosotros hemos venidoaquí con fines muy malos, con intenciones avie-sas, y yo, porque así me lo dicta mi conciencia,pido al señor Gobernador, aquí presente, quenos lleve a todos a la cárcel (Risas.) Hemos traí-do engañado al excelentísimo señor Marquésde San Eloy. Él vino a honramos con su com-pañía en esta mesa pobre... y ahora resulta quele damos un menú (que algunos llaman minuta)de discursos, un verdadero indigestivo para quele haga daño la comida». El preámbulo fue muydivertido, y luego entró en materia diciendo:«Ninguno de los aquí presentes sabe quién es elMarqués de San Eloy, y yo, que lo sé, os lo voya decir. El Marqués de San Eloy es un pobreci-to, y los ricos, los poderosos somos los que lefestejamos. (Risas.) Es un pobrecito que pasabapor la calle, y le hemos invitado a que entraraaquí, y entra, y participa de nuestro festín... No,no reírse; pobrecito dije y os lo voy a demos-trar. No es rico el que poseyendo riquezas, lasconsagra a labrar el bien de la humanidad. Es

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tan sólo un depositario, un administrador, node lo suyo, sino de lo nuestro, porque lo destinaa mejorar nuestra condición moral y material».(Aplausos, aunque el argumento a nadie convencía.)Prosiguió ensartando disparates, y jugando conla paradoja, hasta que terminó, ofreciendocómicamente su protección al administrador de lahumanidad, D. Francisco Torquemada. Imposi-ble mencionar todo lo que después se dijo, envarios tonos; hubo discursos buenos y breves,otros largos, difusos, y sin ninguna substancia.Un señor habló en nombre de la provincia dePalencia, limítrofe de la de León, asegurandoque no hacían falta tantos ferrocarriles, aunqueél no los combatía, ¡cuidado! y que los capitalesdeben emplearse en canales de riego. Otrohabló en nombre del Ejército, a que pertenecía,y el de más allá en nombre de la Marina mer-cante. Alguien dijo también cosas muy entona-das en nombre de la clase aristocrática, y ennombre del Colegio de Notarios, y el Goberna-dor expresó su sentimiento por que el señor de

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Torquemada no fuese hijo de Madrid, idea con-tra la cual protestaron airados los leoneses; pe-ro el Gobernador remachó la idea, asegurandoque León y Madrid vivían en perfecta fraterni-dad. Saltó uno de Astorga, llamando a Madridsu segunda patria, patria primera de sus hijos,y al fin concluyó por echarse a llorar; y otro,que había venido de Villafranca del Bierzo,aseguró ser sobrino del cura que bautizó a D.Francisco, lo cual fue el detalle tierno de la so-lemnidad. Gracias a un oportunísimo quite, sepudo evitar que unos ñales de poetas leyeranlos versos que ya tenían medio desenvainadoscon la intención más alevosa del mundo. Por lacalidad de las personas allí reunidas, y el objetoserio de la solemnidad, no estaba en carácter lalectura de composiciones poéticas. Y al fin, seaproximaba el momento culminante. El héroede la fiesta, mudo y pálido, revolvía ya en sumente las primeras frases del discurso. En losbreves instantes que le faltaban, hizo acopio desu valor, y fijó bien en su mente ciertas reglas

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que se había propuesto seguir, a saber: no citarautores en concreto, sin absoluta seguridad enla cita; expresar vagamente y con frases equívo-cas todo aquello de que no tuviese un grandominio; quedarse siempre entre dos aguas sindecir blanco ni negro, como hombre que máspeca de reservado que de comunicativo, y pa-sar, como sobre ascuas, sobre todo punto deli-cado de los que no pueden tomarse en bocaprofana sin peligro de soltar una barbaridad.Hecha esta preparación mental, y enco-mendándose a su ausente ídolo literario, el se-ñor de Donoso, a quien creía llevar en esenciadentro de sí mismo, como una segunda alma,levantose y aguardó tranquilo a que se produ-jese el silencio augusto que necesitaba paraempezar. Gracias a los diligentes taquígrafosque el narrador de esta historia llevó al banque-te, por su cuenta y riesgo, han salido en letrasde molde los más brillantes párrafos de aquellanotable oración, como verá el que siga leyendo.

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-VIII-

«Señores: no voy a pronunciar un discurso.Aunque quisiera, y vosotros... digo que aunquevosotros gustarais de oírmelo, yo no podría,por causa de mi pobreza... (murmullos) de mipobreza de medios oratorios. Soy un individuorudo, eminentemente trabajador, y de la clase depueblo, artesano por excelencia del negocio hon-rado... (Bien, bien)... No esperéis en mí discursosmás o menos floreados, porque no he tenidotiempo de aprender la ciencia oratoria. Pero,señores y amigos, no puedo faltar a lo que exi-gen de mí vuestra cortesía y mi gratitud y he demanifestar cuatro mal pergeñadas... manifesta-ciones, que si pobres de estilo y toscas de litera-tura, serán la expresión sincera de un corazónagradecido, de un corazón noble, de un co-razón que late... ahora y siempre, al compás detodo sentimiento hidalgo y generoso. (Muybien.)

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»Repito que no esperéis de mí bonitos dis-cursos, ni elocuentísimos períodos. Mis floresson los números; mis retóricas el cálculo; mielocuencia... la acción. (Aplausos.) La acción,señores. ¿Y qué es la acción? Todos lo sabéis, yno necesito decíroslo. La acción es la vida, laacción es... lo que se hace, señores, y lo que sehace... dice más que lo que se dice. Hase dicho...(pausa) hase dicho que la palabra es plata, y elsilencio es oro. Pues yo añado que la acción estoda perlas orientales, y brillantes magníficos.(Aprobación calurosa.)

»Cábeme la satisfacción de contestar a los se-ñores que me han precedido en el uso de lapalabra, y al hacerlo... (pausa) cúmpleme declararque en manera alguna hubiera aceptado esteinmerecido homenaje que me tributáis, absolu-tamente, si no me obligaran a ello considera-ciones de este y el otro linaje, sin que de cerca nide lejos me hayan traído aquí móviles de vani-dad... hasta el punto de que... mi ánimo... va-

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mos, que mi absoluto fin era prevalecer en lalínea de conducta que he observado siempre, yafirmarme en la tesis de que debemos rehuircuanto tienda al enaltecimiento personal... que¡harta representación tienen en el actual momentohistórico las personalidades, señores...! y estiempo ya de que se glorifiquen los hechos, nolas personas, los principios, no las entidades...que yo reconozco su mérito, señores, yo lo re-conozco; pero ya es tiempo de que por encimadel individuo personal estén los hechos, la ac-ción, el gran principio de obrar (alzando la voz)cada cual en su propio elemento, y en el círculode sus propias operaciones. (Muy bien, bravo.)

»¿Quién es el que tiene el honor de dirigirossu modesta palabra en este momento? Pues noes más que un pobre obrero, un hombre quetodo se lo debe a su misma iniciativa, a su labo-riosidad, a su honradez, a su constancia. Nací,como quien dice, en la mayor indigencia, y conel sudor de mi rostro he amasado mi pan, y he

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vivido, orillando un día y otro día las dificulta-des, cumpliendo siempre mis obligaciones, yevacuando mis negocios con la más estrictísimamoralidad. Yo no he hecho ningún arco de igle-sia; yo no he tenido arte ni parte con el demo-nio, como errada y torpemente creen algunos,(risas) yo no tengo el don del milagro. Si he lle-gado a donde estoy, lo debo a que he tenidodos virtudes, y de ello me alabo con vuestrobeneplácito, dos virtudes. ¿Cuáles son? Helasaquí: el trabajo, la conciencia. He trabajado enuna serie no interrumpida de, de... de tareaseconómico-financieras, y he practicado el bien,haciendo todos los favores posibles a mis seme-jantes, y labrando la felicidad de cuantas perso-nas me encontraba al alcance de mi acción.(Bien, muy bien.) Ese ha sido mi desideratum, y laidea que he abrigado siempre: hacer todo el bienque podía a mis semejantes. Porque el negocio,vulgo actividad, fijaos bien, señores, no estáreñido con la caridad, ni con la humanidad máso menos doliente. Son dos elementos que se

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completan, dos objetivos que vienen a concurriren un solo objetivo; objetivo, señores, del cualtenemos una imagen en nuestras conciencias,pero que reside en el Altísimo. (Grandes, ruido-sos y entusiastas aplausos.)

»Pero si declaro que siempre fue mi línea deconducta hacer el bien a todos, sin distinción declases, a todos, tirios y troyanos, también os digoque, como trabajador por excelencia, nunca, nun-ca he dado pábulo a la ociosidad, ni he protegidoa gente viciosa, porque eso ¡cuidado! ya no ser-ía caridad, ni humanidad, sino falta de sentidopráctico; eso sería dar el mayor de los pábulos a lavagancia. De mí se podrá decir todo lo que sequiera; pero no se dirá nunca que he sido elMecenas de la holgazanería. (Delirantes aplau-sos.)

»He partido siempre del principio de que cadacual es dueño de su propio destino; y será felizel que sepa labrarse su felicidad, y desgraciadoel que no sepa labrársela. No hay que dejarse

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de la suerte... ¡Oh, la suerte, pamplinas, tonter-ía, dilemas, antinomias, maquiavelismos! No haymás desgracias que las que uno se acarrea consus yerros. Todo el que quiere poseer los inter-eses materiales, no tiene más que buscarlos.Busca y encontrarás, que dijo el otro. Sólo quehay que sudar, moverse, aguzar la entendede-ra, en una palabra, trabajar, ora sea en este, ora enel otro oficio. Pero, lo que es dándose la granvida en paseos y jaranas, charlando en los casi-nos, o enredando con las buenas mozas, (risas)no se gana el pan de cada día... y el pan estáallí, allí, vedlo, allí. Pero es menester que vayáisa cogerlo; porque él, el pan, no puede venir abuscaros a vosotros. No tiene pies, se está muyquietecito esperando que vaya a cogerlo elhombre, a quien el Altísimo ha dado pies paracorrer tras el pan, inteligencia para saber dóndeestá, ojos para verlo, y manos para agarrarlo...(Bravos y palmadas frenéticas.)

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»De suerte, que si os pasáis el tiempo en di-versiones, no tendréis pan, y cuando el hambreos haga salir de coronilla en busca de él, yaotros más listos lo habrán cogido... los que su-pieron madrugar, los que supieron empleartodas las horas del día en el clásico trabajo, losque supieron evacuar todas sus diligencias entiempo oportuno, no dejando nada para maña-na, los que se plantearon la cuestión de comer ono comer, como el otro, que vosotros conocéismejor que yo, y no necesito nombrarlo, como elotro, digo, planteó la cuestión de ser o no ser.(Admiración, estrepitosos aplausos.)

«Seamos prácticos, señores. Yo lo soy, y mealabo de ello, dejando a un lado la careta de lamodestia, que ya con tanto quita y pon se vacayendo a pedazos de nuestros rostros. (Ruido-sos aplausos, y voces de sí, sí.) Seamos prácticos,digo, serlo vosotros, y yo, que soy perro viejo,os recomiendo que lo seáis. Ser prácticos sí noqueréis que vuestra vida revista los caracteres de

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una tela de Penélope. Si hoy tejéis el bienestar conelementos superiores a vuestros medios, o séaseposibles, mañana el déficit os obligará a deste-jerlo... y siempre tendréis suspendida sobrevuestras cabezas la espada de Aristóteles... (Rumo-res.) Quiero decir... He dicho Aristóteles, por-que... (se ríe, y ríen todos esperando un chiste) ten-go verdadera manía por este filósofo, que es elmás práctico de todos. (Sí, sí.) Es mi hombre; lellevo en el pensamiento a todas horas del día. Ycomo tengo para mí que el tal Damocles, el de laespada, era un hijo de tal... o nadie sabe quiénes... ¿Alguno de los que me escuchan sabequién era ese Damocles? (Risas: voces de «no,no... no lo sabemos».) Pues yo estoy a matar conesas maneras de hablar, y he decidido que lafamosa espada sea de Aristóteles... vamos, quele armo caballero, porque es el hombre de midevoción, es mi ídolo, señores, el hombre másgrandioso de la antigua Grecia, y del siglo deoro de todos los tiempos. (Bravo, muy bien.)

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»Perdonadme la digresión, y volvamos a latesis. Atendamos más a la acción que a la pala-bra, obremos, obremos mucho y hablemos po-co. Trabajar siempre, de consuno con nuestrasnecesidades, y con el valioso concurso de todoslos elementos que concurran a nuestro lado. Yhechas estas manifestaciones, que creo me im-ponía mi presencia en este augusto recinto...(enmendándose) y lo llamo augusto, porque en élse reúnen tantas eminencias científicas, políti-cas y particulares... (bien, bravo); hechas estasdeclaraciones, paso a concretar la cuestión. «¿Aqué obedece esta comida? ¿Qué peculiar objetivolleváis al festejarme, a mí, tan humilde? Pueshabéis visto en mí un hombre activo, de suyo,dispuesto a patrocinar los grandes adelantosdel siglo, a llevarlos al estadio de la práctica. Yopongo mi corta inteligencia y mis ahorros alservicio de la patria, yo no miro a mi interés,sino al interés general, al interés público de lahumanidad, que bien necesitada está la pobre-cita de que se interesen por ella. Heme lanzado

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a emprender obras muy importantísimas, sinambición alguna de lucro privado, podéiscreérmelo, y a favorecer a mi patria natal lle-vando la locomotora con su penacho de humo através de los campos. Si yo no idolatrara laciencia y la industria como las idolatro, si nofuera mi bello ideal el progreso, yo no patroci-naría la locomotora, patrocinaría el carromato,y no vería más lazo de unión entre los pueblosque el ordinario de Astorga, o el ordinario de Pon-ferrada. Pero no, señores; yo soy hijo de mi si-glo, del siglo eminentemente práctico, y patro-cino el ordinario, mejor dicho, la ordinaria delmundo entero, la locomotora. (Frenéticos aplau-sos.)

»Adelante con la ciencia, adelante con la in-dustria (15). El mundo se transforma con los ade-lantos, y hoy nos maravillamos de ver la clari-dad preciosísima de la luz eléctrica donde anteslucían velones de aceite, velas de sebo, bujíasesteáricas, y el petróleo refinado. De donde

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saco la consecuencia de que lo moderno acabacon las antiguallas. ¡Cuán gran verdad es, seño-res, que esto matará aquello... como dijo, y dijomuy bien... quien todos sabéis! (Aplausos pro-longados.)

»Yo, señores, no me canso de repetíroslo,soy un hombre muy humildísimo, muy llano,de cortas facultades (voces de no, no), de pocasluces (no, no), de escasa instrucción; pero a for-malidad no me gana nadie. ¿Queréis que osdefina mi actitud moral y religiosa? Pues sabedque mis dogmas son el trabajo, la honradez(murmullos de aprobación), el amor al prójimo, ylas buenas costumbres. De estos principios par-to yo siempre, y por eso he podido llegar a la-brarme una posición independiente. Y no creáisque doy de lado, por decirlo así, al dogma sagra-do de nuestros mayores. No; yo sé dar al Césarlo que es del César, y al Altísimo... también losuyo. Porque a buen católico no me gana nadie,bien lo sabe Dios, ni en lo de defender las vene-

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radas creencias. Adoro a mi familia, en cuyo...foco, en cuyo seno encuentro la felicidad, y osaseguro que de mi casa al Cielo no hay más queun paso... (Con ternura.) Yo no debía hablar deestas cosas, que son del elemento privado... (Vo-ces: sí, sí, que siga.) Pero mi familia, o séase elcírculo del hogar doméstico, es lo primero en micorazón, y pienso en ella siempre, y no puedoapartar del pensamiento aquellos pedazos de...No, no sigo; permitidme que no siga... (Granemoción en el auditorio.)

»De política nada os digo. (Voces: sí, sí.) No,no señores. No he llegado a saber todavía quépartidos tenemos, ni para qué nos sirven. (Ri-sas.) Yo no he de ser poder, ni he de repartir cre-denciales... no, no... Veo que pululan los em-pleados, y que no hay nadie que se decida acastigar el presupuesto. Claro, no castigan por-que a los mismos castigadores les duele. (Risas.)Yo me lavo las manos: blasono de obedecer alque manda, y de no barrenar las leyes. Respeto a

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tirios y troyanos, y no regateo el óbolo de la con-tribución. A fuer de hombre práctico, no hago laoposición sistemática, ni me meto en maquiave-lismos de ningún género. Soy refractario a la in-triga, y no acaricio más idea que el bien de mipatria, tráigalo Juan, Pedro o Diego. (Muy bien.)

»Concluyo, señores... porque ya estaréis fa-tigados de oírme (no, no), y yo también fatigadode hablar, pues no tengo costumbre, ni sé ex-presarme con todo el brillo peculiar... ni... nicon la prosa correcta... que... En fin, señores,concluyo con las manifestaciones de mi grati-tud por vuestras manifestaciones... por esteholocausto, por este homenaje magnánimo yverídico. Lo digo y lo repito: yo no merezcoesto; yo soy indigno de obsequios tan... subli-mes, y que no tienen punto de contacto con miscortos merecimientos. No me atribuyáis a mírasgos que no me pertenecen. La verdad antetodo. En la cuestión del ferrocarril no he hechomás que obedecer al impulso de un ilustre y

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particular amigo mío, aquí presente, y a quienno nombro por no ofender su considerable mo-destia. (Todos miran al señor Marqués de Tara-mundi, que baja los ojos y se sonroja ligeramente.)Este amigo es el que ha movido toda la tramoyade la vía férrea, y a él se debe la coronación deléxito, porque aunque no ha figurado para nada,detrás de la cortina ha manejado todo muy lin-damente, de modo que bien puedo deciros queha sido... pasmaos, señores, el Deus ex machinadel ferrocarril de Villafranca al Berrocal. (Rui-dosísimos aplausos. Los leoneses se rompen las ma-nos.)

»Pues... ya no me resta más que deciros sinoque mi gratitud será eterna, y en ningún modoefímera, no, y que todos los presentes, sin dis-tinción de tirios ni de troyanos (risas), me tienenincondicionalmente a su disposición. No es poralabarme; pero sé distinguir, y nadie me ganaen servir a mis amigos y ayudarlos en... lo quenecesiten, quiero decir, que en cualesquiera cosa

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en que necesiten de mi modesto concurso, pue-den mandarme, en la seguridad de que tendránen mí un seguro servidor, un amigo del almay... un compañero, dispuesto a prestarles... todoel concurso desinteresado, todo el favor, todo elapoyo moral y moral, toda la confianza delmundo... siempre con el alma, siempre con elcorazón... Les ofrezco, pues, con fina voluntadmi hacienda, mi persona, y todo cuanto soy ycuanto valgo. He dicho. (Aplausos frenéticos,delirantes aclamaciones, gritos, tumulto. Todo elmundo en pie, palmoteando sin cesar, con estrépitoformidable. La ovación no tiene término.)

-IX-

Los más próximos se precipitaron a abrazaral orador triunfante, y aquello fue el delirio.¡Qué estrujones, qué vaivenes, qué sofocación!Por poco hacen pedazos al pobre señor, que concara reluciente, como si se la hubieran untado

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de grasa, los ojos chispos, la sonrisa convulsiva,no sabía ya qué contestar a tan estrepitosasdemostraciones. Y luego fueron llegando enconfuso tropel los comensales, disputándose elpaso, y todos le achuchaban, algunos con fra-ternal efusión y cierta ternura, efecto del ruido,de los aplausos, de esa sugestión emocional quese produce en las muchedumbres. D. JuanGualberto Serrano, entrecortada la voz, rojocomo un pavo, y sudando la gota gorda, no ledijo más que: «Colosal, amigo mío, colosal.

Y otro le aseguró no haber oído nunca undiscurso que más le gustase.

«¡Y cómo se ve al hombre práctico, al hom-bre de acción!-dijo un tercero.

-Tenemos aquí al apóstol del Sentido común.Así, así se piensa y se habla. Mi enhorabuenamás entusiástica, Sr. D. Francisco.

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-Sublime... Venga un abrazo. ¡Qué cosas tanbuenas ¡oh! nos ha dicho usted...!

-Y también ha sabido hablar al corazón. ¡Quéhombre...! Vaya, que de esta le hacemos a ustedministro.

-¿Yo? Quítese allá-replicó el tacaño, que yase iba cargando de tanto estrujón-. He dichocuatro frases de cortesía, y nada más.

-Cuatro frases, ¿eh? Diga usted cuatro milideas magníficas, estupendas... Venga otroabrazo. Francamente, ha sido un asombro.

De los últimos llegó Morentín, y le abrazócon fingido cariño, y sonrisa de hombre demundo, diciéndole:

«¡Pero muy bien! ¡Qué orador nos ha salidoesta noche! No lo tome usted a broma; orador yde los grandes...

-Quite usted... por Dios.

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-Orador, sí señor-añadió Villalonga, con laseriedad que sabía poner en su rostro en talescasos-. Ha dicho usted cosas muy buenas, ymuy bien parladas. Mi enhorabuena.

Y luego fue Zárate, que le abrazó llorando,pero llorando de verdad, porque además depedante, era un consumado histrión, y le dijo:«¡Ay, qué noche, qué emociones!... Mi enhora-buena en nombre de la ciencia... sí... de la cien-cia, que usted ha sabido enaltecer como nadie...¡Qué síntesis tan ingeniosa! ¡La ordinaria delmundo entero! Bien, amigo mío. No lo puedoremediar: se me saltan las lágrimas.

Y al despedirse de todos, más abrazos, másapretones de manos, y nuevos golpes de incen-sario. Asombrado de aquel bárbaro éxito, D.Francisco llegó a dudar de que fuese verdad. ¡Sise burlarían de él! Pero no, no se burlaban, por-que en efecto, había hablado con sentido; él loconocía y se lo declaraba a sí mismo, eliminando

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la modestia. No se consolaría nunca de que nole hubiera oído el gran Donoso.

Acompañáronle hasta su casa los más ínti-mos, y allá otra ovación. Noticias exactas hab-ían llegado del exitazo, y lo mismo fue entraren la sala, que todas aquellas señoras se tirarona abrazarle. Cruz y Fidela, que antes de la lle-gada de D. Francisco, al enterarse de la grave-dad de su amiga la señora de Donoso, habíanpasado malísimo rato, desde que vieron entraral héroe de la noche saltaron bruscamente de lapena al júbilo, y no pensaron más que en añadirsus voces al coro de plácemes. «A mí no mesorprende tu triunfo, querido Tor-le dijo suesposa-. Bien sabía yo que hablarías muy bien.Tú mismo no has caído aún en la cuenta de quetienes mucho talento.

-Yo, la verdad, esperaba un éxito-dijo Cruz-,pero no creí que fuera tanto. No sé a qué máspuede usted aspirar ya. Todo lo tiene: el mundo

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entero parece que se postra a sus pies... Vamos,¿qué pide usted ahora?

-¿Yo? nada. Que a usted no se le ocurra en-sanchar más el círculo... señora mía. Bastantecírculo tenemos ya. Ya no más.

-¿Que no?-dijo la gobernadora riendo-. Yaverá usted. Si ahora empezamos... Prepárese.

-Pero todavía...-murmuró Torquemada tem-blando como la hoja en el árbol.

-Mañana hablaremos.

Estas fatídicas palabras amargaron la satis-facción del flamante orador, que pasó malanoche, no sólo por la excitación nerviosa en quele pusiera su apoteosis, sino por las reticenciasamenazadoras de su implacable tirana.

Al día siguiente, trató en vano de recibir losplácemes de Rafael. Una ligera indisposición leretenía en su aposento del segundo piso, y no

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se dejaba ver más que de su hermana Cruz. Losperiódicos de la mañana colmaron la vanidadoratoria del grande hombre, poniéndole en lasnubes, y enalteciendo, conforme a la opinióndel momento, su sentido práctico y su energíade carácter. Todo el día menudearon las visitasde personajes propios y extraños, algún diplomá-tico, Directores de Hacienda y Gobernación,Generales, Diputados y Senadores, y dos Minis-tros, todos con la misma cantinela: que el ora-dor había dicho cosas de mucha miga, y que hab-ía logrado poner los puntos sobre las íes. No falta-ba ya si no que fuesen también el Rey, y el Pa-pa, y hasta el propio Emperador de Alemania.La Iglesia no careció de representación en aqueljubileo, pues llegaron también, para incensar altacaño, el Reverendísimo Provincial de los Do-minicos, Padre Respaldiza, y el señor Obispode Antioquía, los cuales agotaron el vocabula-rio de la lisonja. «Bienaventurados-dijo conunción evangélica Su Ilustrísima-, los ricos que

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saben emplear cristianamente sus caudales, enprovecho de las clases menesterosas.

Cuando se fue la última visita, respiró elgrande hombre, gozándose en la soledad de sucasa y familia. Pero muy poco le duró el con-tento, porque le abordaron Fidela y Cruz enactitud hostil. Fidela callaba, asintiendo con laexpresión a cuanto su hermana con fácil y alta-nera voz decía. Desde las primeras palabras, D.Francisco se puso lívido, se mordía el bigotecomiéndose más de la mitad de las cerdas en-trecanas que lo componían, y se clavaba losdedos en los brazos o en las rodillas, presa deterrible inquietud nerviosa. ¿Qué nueva dente-llada daba la gobernadora a sus considerableslíquidos, que más bien eran sólidos? Pues era delo más atroz que imaginarse puede, y el tacañose quedó como si sintiera que la casa se veníaabajo y le sepultaba entre sus ruinas.

En el arreglo de la deuda de Gravelinas, elpalacio ducal, tasado en diez millones de reales,

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era una de las primeras fincas que saldrían asubasta. Decíase que con dificultad se hallaríacomprador, como no le metiese el diente Mont-pensier, o algún otro individuo de la familiaReal, y se gestionaba para que lo adquiriese elGobierno con destino a las oficinas de la Presi-dencia. Finca tan hermosa y señoril no podíaser más que del Estado o de algún Príncipe.¡Vaya con las ideas de aquel demonio en formafemenina, la primogénita del Águila, y oráculodel hombre práctico y sesudo por excelencia!Júzguese de sus audaces proyectos por la res-puesta que le dio don Francisco, casi sin aliento,tragando una saliva más amarga que la hiel.

«¿Pero ustedes se han vuelto locas, o se hanpropuesto mandarme a mí a un manicomio?¡Que me adjudique el palacio de Gravelinas,esa mansión de príncipes coronados... vamos,que lo compre...! Como no lo compre el Nun-cio...

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Rompió en una carcajada insolente, que hizocreer a la dama gobernadora que por aquellavez encontraría en su súbdito resistencias difíci-les de vencer. Sintiose fuerte el tacaño en losprimeros momentos, al desgarrar el hierro suscarnes, y sus resoplidos y puñetazos sobre lamesa habrían infundido pavor en ánimo menosesforzado que el de Cruz.

«¿Y tú qué dices?-preguntó D. Francisco a suesposa.

-¿Yo?... Pues nada. ¡Pero si en el negocio conla casa del Duque, comprendido el palacio y lasfincas rústicas, has ganado el oro y el moro!Adjudícate el palacio, Tor, y no te hagas el po-brecito. Vamos, ¿a que te ajusto la cuenta, y tepruebo que comprándolo tú viene a salirte porunos seis millones nada más?

-Quita, quita. ¿Qué sabes tú?

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-Y en último caso, ¿qué son para ti seis nidiez millones?

Mirola D. Francisco con indignación, balbu-ciendo expresiones que más bien parecían la-dridos; pero pasado aquel desahogo brutal desu avaricia, el hombre se desplomó, sintiendo,ante las dos damas, una cobardía de alimañaindefensa, cogida en trampa imposible de rom-per. Cruz vio ganada la batalla, y por conside-ración al vencido, le argumentó cariñosamente,ponderándole las ventajas materiales que deaquella compra reportaría.

«Nada, nada; concluiremos en la miseria...-dijo el avaro con amargo humorismo-. Desde elcampanario de San Bernardino, cuarenta siglosnos contemplan. Bien, bien; palacitos a mí. ¡Ay,mi casuca de la calle de San Blas, quién te vol-viera a ver! Que avisen a la Funeraria; que metraigan el féretro; yo me muero hoy. Este golpeno lo resisto; ¡que me muero...! Ya lo dije yo enmi discurso: esto matará a aquello... Y yo pregun-

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to a ustedes, señoras de palacio y corona, ¿conqué vamos a llenar aquellos inmensos salones,que parecen el Hipódromo, y aquellas galeríasmás largas que la Cuaresma?... Porque todo hade corresponder...

-Pues... muy sencillo-respondió Cruz tran-quilamente-. Ya sabe usted que ha muerto D.Carlos de Cisneros, la semana pasada.

-Sí señora... ¿y qué?

-Que sale a subasta su galería.

-Una galería, ¿y para qué quiero yo galerías?

-Los cuadros, hombre. Los tiene de primerorden, dignos de figurar en reales museos.

-¡Y los he de comprar yo!... ¡yo!-murmuró D.Francisco, que de tanto golpe tenía el cerebroacorchado, y estaba enteramente lelo.

-Usted.

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-¡Ay, sí, Tor!-dijo Fidela-, me gustan mucholos cuadros buenos. Y que Cisneros los teníamagníficos, de los maestros italianos, flamencosy españoles. ¡Pero qué tonto, si eso siempre esdinero!

-Siempre dinero-repitió el tacaño, que sehabía quedado como idiota.

-Claro: el día en que a usted no le acomodenlos cuadros, los vende al Louvre, o a la NationalGallery, que pagarán a peso de oro los deAndrés del Sarto, Giorgione, Guirlandajo, y losde Rembrandt, Durero y Van Dick...

-¿Y qué más?

-Para que todo sea completo, adjudíqueseusted también la armería del Duque, de un va-lor histórico inapreciable; y según he oído, latasación es bajísima.

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-El Bajísimo ha entrado en mi casa, y ustedesson sus ayudantes. ¡Con que también armadu-ras! ¿Y qué voy yo a pintar con tanto hierroviejo?

-Tor, no te burles-dijo Fidela, acariciándole-.Es un gusto poseer esas preseas históricas, yexponerlas en nuestra casa a la admiración delas personas de gusto. Tendremos un soberbioMuseo, y tú gozarás de fama de hombre ilus-trado, de verdadero príncipe de las artes y delas letras; serás una especie de Médicis...

-¿Un qué?... Lo que yo compraría de buengrado ahora mismo es una cuerda para ahor-carme. Me lo puedes creer: no me mato por mihijo. Necesito vivir para librarle de la miseria, aque le lleváis vosotras, y de la desgracia que leacarreáis.

-Tonto, cállate. Pues mira; yo que tú, mequedaría también con el archivo de Gravelinas;

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se lo disputaría al Gobierno, que quiere com-prarlo. ¡Vaya un archivo!

-Como que estará lleno de ratas.

-Manuscritos preciosísimos, comedias inédi-tas de Lope, cartas autógrafas de AntonioPérez, de Santa Teresa, del Duque de Alba y delGran Capitán. ¡Oh, qué hermosura! Y luego,códices árabes y hebreos, libros rarísimos...

-¿Y también eso lo compro?... ¡Ay, qué deli-cia! ¿Qué más? ¿Compro también el puente deSegovia, y los toros de Guisando? ¿Con quemanuscritos, quiere decírse, muchas Biblias? Ytodo para que vengan a casa cuatro zánganosde poetas a tomar apuntes, y a decirme que soymuy ilustrado. ¡Ay, Dios mío, cómo me duele elcorazón! Ustedes no quieren creerlo, y yo estoymuy malo. El mejor día reviento en una de es-tas, y se quedan ustedes viudas de mí, viudasdel hombre que ha sacrificado su natural aho-rrativo por tenerlas contentas. Pero ya no pue-

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do más, ya no más. Lloraría como un chiquillo,si con estos resquemores no se me hubiera se-cado el foco de las lágrimas.

Levantose al decir esto, y estirándose comosi quisiera desperezarse, lanzó un gran brami-do, al cual siguió una interjección fea, y tanpesadamente cayeron después sus brazos sobrelas caderas, que de la levita le salió polvo. To-davía hubo de rebelarse en los últimos pataleosde su voluntad vencida y moribunda, y en-carándose con Cruz, le dijo:

«Esto ya es una picardía... ¡Saquearme así,dilapidar mi dinero estúpidamente! Quiero con-sultar esta socaliña con Rafael, sí, con ese, queparecía el más loco de la familia, y ahora es elmás cuerdo. Se ha pasado a mi partido, y ahorame defiende. Que venga Rafaelito... quiero quese entere de esta horrible cogida... El cuerno,¡ay de mí! me ha penetrado hasta el corazón...¿Dónde está Rafaelito?... Él dirá...

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-No quiere salir de su cuarto-dijo Cruz sere-na, victoriosa ya-. Vámonos a comer.

-A comer, Tor-repitió Fidela colgándoseledel brazo-. Tontín, no te pongas feróstico. Sieres un bendito, y nos quieres mucho, comonosotras a ti...

-¡Brrrr...!

-X-

Grave, gravísima la señora de Donoso. Lasnoticias que aquella mañana (la del tantos deAbril, que había de ser día memorable) llegarona la casa de los Marqueses de San Eloy, dabanpor perdida toda esperanza. Por la tarde se lellevó el Viático, y los médicos aseguraban queno pasaría la noche sin que tuvieran términolos inveterados martirios de la buena señora. Laciencia perdía en ella un documento clínico de

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indudable importancia, por cuya razón, habríadeseado la Facultad que no se extinguiera suvida, tan dolorosa para ella, para la ciencia tanfecunda en experimentales enseñanzas.

De prisa y sin gana comieron Fidela y Cruzpara ir a casa de Donoso. Se convino en que D.Francisco se quedaría custodiando al peque-ñuelo. La madre no iba tranquila si el papá nole prometía montar la guardia con exquisitavigilancia. También le encargó Cruz que cuida-se de Rafael, que aquellos días parecía indis-puesto, si bien sus desórdenes mentales ofrec-ían más bien franca sedación, y mejoría efecti-va. Mucho agradeció el tacaño que se le orde-nara quedarse, porque se hallaba muy abatidoy melancólico, sin ganas de salir, y menos dever morir a nadie. Anhelaba estar solo, meditaren su desgraciada suerte, y revolver bien supropio espíritu en busca de algún consuelopara la tribulación amarguísima de la compra

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del palacio, y de tanto lienzo viejo y armaduraroñosa.

Fuéronse las dos damas, después de reco-mendarle que avisara al momento, si algunanovedad ocurría, y haciendo bajar algunos pa-pelotes, se puso a trabajar en el gabinete. Elchiquitín dormía, custodiado de cerca por elama. Todo era silencio y dulce quietud en lacasa. En la cocina charlaban los criados. En elsegundo, Argüelles Mora, el tenedor de libros,a quien Torquemada había encargado un traba-jo urgente, escribía solo. El ordenanza dormita-ba en el banco del recibimiento, y de vez en vezoíase el traqueteo de los pasos de Pinto quebajaba o subía por la escalera de servicio.

Al cuarto de hora de estar D. Franciscohaciendo garrapatos en la mesilla del gabinete,vio entrar a Rafael, conducido por Pinto.

«Pues usted no sube a verme-díjole el ciego-,bajo yo.

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-No subí, porque tu hermana me indicó queestabas malito, y no querías ver a nadie. Por lodemás, yo tenía ganas de verte, y de echar unpárrafo contigo.

-Yo también. Ya sé que tuvo usted anteano-che el gran éxito. Me lo han contado muy deta-lladamente.

-Bien estuvo. Como todos eran amigos, meaplaudieron a rabiar. Pero no me atontece elzahumerio, y sé que soy un pobre artista de lacuenta y razón, que no ha tenido tiempo de ilus-trarse. ¡Quién me había de decir a mí, dos añosha, que yo iba a largar discursos delante detanta gente culta y facultativa! Créelo; mientrashablaba, para entre mí me reía del atrevimientomío, y de la tontería de ellos.

-Estará usted satisfecho-dijo Rafael serena-mente, acariciándose la barba-. Ha llegado us-ted en poco tiempo a la cumbre. No hay mu-chos que puedan decir otro tanto.

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-Es verdad. ¡Dichosa cumbre!-murmuró D.Francisco en un suspiro, rumiando los sufri-mientos que acompañaban a su ascensión a lasalturas.

-Es usted el hombre feliz.

-Eso no. Di que soy el más desgraciado delos individuos, y acertarás. No es feliz quienestá privado de hacer su gusto, y de vivir con-forme a su natural. La opinión pública me creedichoso, me envidia, y no sabe que soy unmártir, sí, Rafaelito, un verdadero mártir delGólgota, quiero decir, de la cruz de mi casa, o enotros términos, un atormentado, como los quepintan en las láminas de la Inquisición o delInfierno. Heme aquí atado de pies y manos,obligado a dar cumplimiento a cuantas ideasacaricia tu hermana, que se ha propuesto hacerde mí un duque de Osuna, un Salamanca, o elEmperador de la China. Yo rabio, pataleo, y nosé resistirme, porque o tu hermana sabe másque todos los Padres y que todos los Abuelos

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de la Iglesia, o es la Papisa Juana en figura deseñora.

-Mi hermana ha sacado de usted un partidoinmenso-replicó el ciego-. Es artista de veras,maestro incomparable, y aún ha de hacer conusted maravillas. Alfarero como ella no hay enel mundo: coge un pedazo de barro, lo amasa...

-Y saca... Vamos, que aunque ella quiera sa-carme jarrón de la China, siempre saldré pu-chero de Alcorcón.

-¡Oh, no... ya no es usted puchero, señormío!

-Se me figura que sí. Porque verás...

Estimulado por la paz silenciosa de su al-bergue, y más aún por algo que bullía en sualma, sintió el tacaño, en aquel momento históri-co, un grande anhelo de espontanearse, de reve-lar todo su interior. Lo raro del caso fue que

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Rafael sentía lo mismo, y bajó decidido a des-embuchar ante el que fue enemigo irreconcilia-ble los secretos más íntimos de su conciencia.De suerte que la implacable rivalidad habíavenido a parar a un ardiente prurito de confe-sión, y a comunicarse el uno al otro sus respec-tivos agravios. Contole, pues, Torquemada, elconflicto en que se veía de tener que hacerse conun palacio y la mar de pinturas antiguas, disemi-nando el dinero, y privándose del gusto inefablede amontonar sus ganancias para poder reunirun capital fabuloso, que era su desideratum, subello ideal y su dogma, etc. Se condolió de su si-tuación, pintó sus martirios, y el desconsueloque se le ponía en la caja del pecho cada vezque aprobaba un gasto considerable, y el otrotrató de consolarle con la idea de que el tal gas-to sería fabulosamente reproductivo. Pero Tor-quemada no se convenció, y seguía echandosuspiros tempestuosos.

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«Pues yo-dijo Rafael, muellemente reclinadoen el sillón, la cara vuelta hacia el techo, y losbrazos extendidos-, yo le aseguro a usted quesoy más desgraciado, mucho más, sin otro con-suelo que ver muy próxima la terminación demis martirios.

Observábale D. Francisco atentamente, ma-ravillándose de su perfecta semejanza con unSanto Cristo, y aguardó tranquilo la explicaciónde aquellos sufrimientos, que superaban a lossuyos.

«Usted padece, señor mío-prosiguió el ciego-, porque no puede hacer lo que le gusta, lo quele inspira su natural, reunir y guardar dinero;como que es usted avaro...

-Sí lo soy...-afirmó Torquemada con verda-dero delirio de sinceridad-. Ea, lo soy, ¿y qué?Me da la gana de serlo.

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-Muy bien. Es un gusto como otro cualquie-ra, y que debe ser respetado.

-¿Y usted, por qué padece; vamos a ver?Como no sea por la imposibilidad de recobrarla vista, no entiendo...

-Ya estoy hecho a la obscuridad... No va porahí. Mi padecer es puramente moral, como elde usted, pero mucho más intenso y grave. Pa-dezco porque me siento de más en el mundo yen mi familia, porque me he equivocado entodo...

-Pues si el equivocarse es motivo de pade-cer-replicó vivamente el tacaño-, nadie másinfeliz que un servidor, porque este cura, cuan-do se casó, creía que tus hermanas eran unashormiguitas capaces de guardar la Biblia, yahora resulta...

-Mis equivocaciones, señor Marqués de SanEloy-afirmó el ciego sin abandonar su actitud,

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emitiendo las palabras con tétrica solemnidad-,son mucho más graves, porque afectan a lo másdelicado de la conciencia. Fíjese bien en lo quevoy a decirle, y comprenderá la magnitud demis errores. Me opuse al matrimonio de mihermana con usted, por razones diversas...

-Sí, porque ella es de sangre azul, y yo desangre... verde cardenillo.

-Por razones diversas, digo. Llevé muya malla boda; creí a mi familia deshonrada, a mishermanas envilecidas.

-Sí, porque yo daba un poquito de cara conel olor de cebolla, y porque prestaba dinero ainterés.

-Y creí firmemente que mis hermanas roda-ban hacia un abismo donde hallarían la ver-güenza, el fastidio, la desesperación.

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-Pues no parece que les ha pintado mal... elabismo de ñales.

-Creí que mi hermana Fidela, casándose porsugestiones de mi hermana Cruz, renegaría deusted desde la primera semana de matrimonio,que usted le inspiraría asco, aversión...

-Pues me parece que... ¡digo!

-Creí que una y otra serían desdichadas, yque abominarían del monstruo que intentabanamansar.

-¡Hombre, tanto como monstruo...!

-Creí que usted, a pesar de los talentos edu-cativos de la papisa Juana, no encajaría nunca enla sociedad a que ella quería llevarle, y que ca-da paso que el advenedizo diera en dicha so-ciedad, sería para ponerle más en ridículo, yavergonzar a mis hermanas.

-Me parece que no desafino...

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-Creí que mi hermana Fidela no podría sus-traerse a ciertos estímulos de su imaginación, nicondenarse a la insensibilidad en los mejoresaños de la vida, y aplicándole yo la lógica vi-gente en el mundo para los casos de matrimo-nio entre mujer joven y bonita, y viejo antipáti-co, creí, como se cree en Dios, que mi hermanaincurriría en un delito muy común en nuestrasociedad.

-Hombre, hombre...

-Lo creí, sí señor; me confieso de mi ruinpensamiento, que no era más que la proyecciónen mi espíritu del pensamiento social.

-Ya, se le metió a usted en la cabeza que mimujer me la pegaría... Pues mire usted, jamáspensé yo tal cosa, porque mi mujer me dijo unanoche... en confianza de ella para mí: «Tor, el díaque te aborrezca, me tiraré del balcón a la calle;pero faltarte, nunca. En mi familia es descono-cido el adulterio, y lo será siempre.

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-Cierto que ella pensaría eso; mas no se debea tal idea su salvación. Sigo: yo creí que ustedno tendría hijos, porque me pareció que la Na-turaleza no querría sancionar una unión absur-da, ni dar vida a un ser híbrido...

-Eh, hazme el favor de no poner motes a Va-lentín.

-Pues bien, señor mío, ninguna de estas cre-encias ha dejado de ser en mí un tremendoerror. Empiezo por usted, que me ha dado elgran petardo, porque no sólo le admite la so-ciedad, sino que se adapta usted admirable-mente a ella. Crecen como la espuma sus rique-zas, y la sociedad que nada agradece tanto co-mo el que le lleven dinero, no ve en usted elhombre ordinario que asalta las alturas, sino unser superior, dotado de gran inteligencia. Y lehacen senador, y le admiten en todas partes, yse disputan su amistad, y le aplauden y glorifi-can, sin distinguir si lo que dice es tonto o dis-creto, y le mima la Aristocracia, y le aclama la

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Clase Media, y le sostiene el Estado, y le bendi-ce la Iglesia, y cada paso que usted da en elmundo es un éxito, y usted mismo llega a creerque es finura su rudeza, y su ignorancia ilustra-ción...

-Eso no, no, Rafaelito.

-Pues si usted no lo cree, lo creen los demás,y váyase lo uno por lo otro. Se le tiene a ustedpor un hombre extraordinario... Déjeme seguir;yo bien sé que...

-No, Rafaelito: ténganme por lo que me tu-vieren, yo digo y declaro que soy un bruto...claro un bruto sui generis. A ganar dinero, esosí, ¡cuidado! nadie me echa el pie adelante.

-Pues ya tiene usted una gran cualidad, si escualidad el ganar dinero a montones.

-Seamos justos: en negocios... no es por ala-barme... doy yo quince y raya a todos los que

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andan por ahí. Son unos papanatas, y yo me lospaso por... Pero fuera de negocios, Rafaelito,convengamos en que soy un animal.

¡Oh! no tanto: usted sabe asimilarse las for-mas sociales; se va identificando con la nuevaposición. Sea como quiera, a usted le tienen porun prodigio, y le adulan desatinadamente. Loprueba su discurso de la otra noche, y el exita-zo... Hábleme usted con entera ingenuidad, conla mano en el corazón, como se hablaría con unconfesor literario: ¿qué opinión tiene usted desu discurso y de todas aquellas ovaciones delbanquete?

-XI-

Levantose Torquemada, y llegándose pau-sadamente al ciego, le puso la mano en el hom-bro, y con voz grave, como quien revela undelicadísimo secreto, le dijo:

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«Rafaelito de mi alma, vas a oír la verdad, lomismísimo que siento y pienso. Mi discurso nofue más que una serie no interrumpida de vacie-dades, cuatro frases que recogí de los periódi-cos, alguna que otra expresioncilla que se mepegó en el Senado, y otras tantas migajas delbuen decir de nuestro amigo Donoso. Con todoello hice una ensalada... Vamos, si aquello notenía pies ni cabeza... y lo fui soltando confor-me se me iba ocurriendo. ¡Vaya con el efectoque causaba! Yo tengo para mí que aplaudíanal hombre de dinero, no al hablista.

-Crea usted, D. Francisco, que el entusiasmode toda aquella gente era un entusiasmo ver-dad. La razón es bien clara: crea usted que...

-Déjamelo decir a mí. Creo que todos los queme oían, salvo un núcleo de dos o tres, eran mástontos que yo.

-Justo; más tontos, sin exceptuar ningúnnúcleo. Y añadiré: la mayor parte de los discur-

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sos que oye usted en el Senado son tan vacíos, ytan mal hilvanados como el de usted; de todo locual se deduce que la sociedad procede lógica-mente ensalzándole, pues por una cosa o porotra, quizá por esa maravillosa aptitud paratraer a su casa el dinero de las ajenas, tiene us-ted un valor propio muy grande. No hay quedarle vueltas, señor mío; y vengo a parar a lomismo: que yo he padecido una crasa equivo-cación, que el tonto de remate soy yo.

Al llegar a este punto, empezó a perderaquella serenidad triste con que hablaba, y pon-ía en su voz más vehemencia, mayor viveza ensus ademanes.

«Desde el día de la boda-prosiguió-, desdemuchos días antes, se trabó entre mi hermanaCruz y yo una batalla formidable; yo defendíala dignidad de la familia, el lustre de nuestronombre, la tradición, el ideal; ella defendía laexistencia positiva, el comer después de tantashambres, lo tangible, lo material, lo transitorio.

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Hemos venido luchando como leones, cadacual en su terreno, yo siempre contra usted y suvillanía grotesca; ella siempre a favor de usted,elevándole, depurándole, haciéndole hombre ypersonaje, y restaurando nuestra casa; yo siem-pre pesimista, ella optimista furibunda. Al fin,he sido derrotado en toda la línea, porquecuanto ella pensó se ha realizado con creces, yde cuanto yo pensé y sostuve no queda másque polvo. Me declaro vencido, me entrego, ycomo la derrota me duele, yo me voy, Sr. D.Francisco, yo no puedo estar aquí.

Hizo ademán de levantarse, pero Torque-mada volvió hacia él, sujetándole en el asiento.

«¿A dónde tiene usted que ir? Quieto ahí.

-Decía que me iba a mi cuarto... Me quedaréotro ratito, pues no he concluido de expresarlemi pensamiento. Mi hermana Cruz ha ganado.Era usted... quien era, y gracias a ella es usted...quien es. ¡Y se queja de mi hermana, y la moteja

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y ridiculiza! Si debiera usted ponerla en unaltar y adorarla.

-Te diré: yo reconozco... Pondríala yo en elsagrario bendito, si me dejara capitalizar misganancias.

-¡Oh! para que sea más asombrosa la obra demi hermana, hasta le corrige a usted su avari-cia, que es su defecto capital. No tiene Cruzmás objetivo, como usted dice, que rodearle deprestigio y autoridad. ¡Y cómo se ha salido conla suya! ¡Ese sí que es talento práctico, y geniogobernante! Por supuesto, hay algo en mis ide-as que queda fuera de la equivocación, y es laidea fundamental: sostengo que en usted nopuede haber nunca nobleza, y que sus éxitos ysu valía ante el mundo son efectos de pura vi-sualidad, como las decoraciones de teatro. Sóloes efectivo el dinero que usted sabe ganar. Perosiendo su encumbramiento de pura farsa, es unhecho que me confunde porque lo tuve porimposible, reconozco la victoria de mi hermana,

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y me declaro el mayor de los mentecatos... (Le-vantándose bruscamente.) Debo retirarme... abur.

Otra vez le detuvo D. Francisco obligándolea sentarse.

«Tiene usted razón-añadió Rafael con des-aliento, cruzando las manos-; aún me falta lamás gorda, la confesión de mi error capital... Sí,porque mi hermana Fidela, de quien pensé quele aborrecería a usted, sale ahora por lo subli-me, y es un modelo de esposas y de madres, delo que yo me felicito... Diré, poniendo toda laconciencia en mis labios, que no lo esperaba;tenía yo mi lógica, que ahora me resulta unverdadero organillo, al cual se le rompe el fue-lle. Quiero tocar, y en vez de música salen re-soplidos... Sí señor, y puesto a confesar, confie-so también que el chiquitín, que ha venido almundo contraviniendo mis ideas y burlándosede mí, me es odioso... sí, señor. Desde que esacriatura híbrida nació, mis hermanas no hacencaso de mí. Antes era yo el chiquitín; ahora soy

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un triste objeto que estorba en todas partes.Conociéndolo he querido trasladarme al se-gundo, donde estorbo menos. Iré ascendiendohasta llegar a la bohardilla, residencia naturalde los trastos viejos... Pero esto no sucederá,porque antes he de morirme. Esta lógica sí queno me la quita nadie. Y a propósito, señor D.Francisco Torquemada, ¿me hará usted un fa-vor, el primero que le he pedido en mi vida, yel último también?

-¿Qué?-preguntó el Marqués de San Eloy,alarmado del tono patético que iba tomando suhermano político.

-Que trasladen mi cuerpo al panteón de losTorre Auñón en Córdoba. Es un gasto que parausted significa poco. ¡Ah! otra cosa: ya me olvi-daba de que es indispensable restaurar el pan-teón. Se ha caído la pared del Oeste.

-¿Costará mucho la restauración?-preguntóD. Francisco con toda la seriedad del mundo,

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disimulando mal su desagrado por aquel im-previsto dispendio.

-Para dejarlo bien-respondió el ciego en laforma glacial propia de un sobrestante-, calculoque unos dos mil duros.

-Mucho es-afirmó el tacaño Marqués dandoun suspiro-. Rebaja un poquito; no, rebaja uncuarenta por ciento lo menos. Ya ves: el llevartea Córdoba ya es un pico... Y como somos Mar-queses, y tú de la clásica nobleza, el funeral deprimera no hay quien te lo quite.

-No es usted generoso, no es usted noble nicaballero, regateándome los honores póstumosque creo merecer. Esta petición que acabo dehacerle, hícela por vía de prueba. Ahora sí queno me equivoco: jamás será usted lo que pre-tende mi hermana. El prestamista de la calle deSan Blas sacará la oreja por encima del mantode armiño. Aún no se ha perdido toda la lógica,señor Marqués consorte de San Eloy. Lo del

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panteón y lo de llevarme a Córdoba es broma.Écheme usted a un muladar: lo mismo me da.

-Ea, poco a poco. Yo no he dicho que... Pero,hijo, tú estás en babia, o te has propuesto to-marme el pelo, por decirlo así. Si no has de mo-rirte, ni ese es el camino... En el caso de unaperipecia, ¡cuidado! yo no habría de reparar...

-A un muladar, digo.

-Hombre, no. ¡Qué pensarían de mí! Esta no-che, tan pronto te da por lo poético como por logracioso... Pero qué, ¿te vas al fin?

-Ahora sí que es de veras-dijo el ciego le-vantándose-. Me vuelvo a mi cuarto, dondetengo que hacer. ¡Ah! Se me olvidaba. Rectificolo del odio al chiquitín. No es sino en momen-tos breves, como el rayo. Después, me quedotan tranquilo, y le quiero, crea usted que lequiero. ¡Pobre niño!

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-Durmiendo está como un ángel.

-Crecerá en el palacio de Gravelinas, ycuando vea en aquellos salones las armadurasdel Gran Capitán, de D. Luis de Requesens,Pedro de Navarro, y Hugo de Moncada, creeráque tales santos están en su iglesia propia. Ig-norará que la casa de Gravelinas ha venido aser un Rastro decente, donde se amontonan,hacinados por la usura, los despojos de la no-bleza hereditaria. ¡Triste fin de una raza! Creausted-añadió con tétrica amargura-, que es pre-ferible la muerte al desconsuelo de ver lo másbello que en el mundo existe en manos de losTorquemadas.

A responderle iba D. Francisco; pero él noquiso oírle, y salió tentando las paredes.

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-XII-

Llevole Pinto pausadamente a su cuarto delsegundo, y en el principal quedó el tacaño llenode confusión por los extravagantes conceptosque a su dichoso cuñadito acababa de oír; de laconfusión hubo de pasar a la inquietud, y rece-lando que estuviese enfermo, subió, y con dis-creto golpe de nudillos llamó a la cerrada puer-ta.

«Rafaelito-le dijo-, ¿piensas acostarte? Me in-clino a creer que no estás muy en caja esta noche.¿Quieres que avise a tus hermanas?

-No, no hay para qué. Me siento muy bien.Mil gracias por su solicitud. Pase usted. Meacostaré, sí señor; pero esta noche no me des-nudo. Me da por dormir vestido.

-Hace calor.

-Frío tengo yo.

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-Y Pinto, ¿dónde está?

-Le he mandado que me traiga un poco deagua con azúcar.

Hallábase ya el ciego en mangas de camisa,y se sentó cruzando una pierna sobre otra.

«¿Necesitas algo más? ¿A qué esperas paraacostarte?

-A que venga Pinto a quitarme las botas.

-Te las quitaré yo si quieres.

-Nunca fuera caballero... de Reyes tan bien servi-do-dijo Rafael alargando un pie.

-No es así-observó D. Francisco, con alardede erudición, sacando la primera bota-. De da-mas se dice, no de Reyes.

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-Pero como el que ahora me sirve no es da-ma, sino Rey, he dicho de Reyes... Velay, comodicen ustedes, los próceres de nuevo cuño.

-¿Rey?... ja, ja... También me da tu hermanaeste tratamiento tan augusto... Guasón está eltiempo.

-Y tiene razón. La Monarquía es una fórmulavana, la Aristocracia una sombra. En su lugar,reina y gobierna la dinastía de los Torquema-das, vulgo prestamistas enriquecidos. Es el im-perio de los capitalistas, el patriciado de estosMédicis de papel mascado... No sé quién dijoque la nobleza esquilmada busca el estiércolplebeyo para fecundarse y poder vivir un po-quito más. ¿Quién lo dijo?... A ver... usted quees tan erudito...

-No sé... Lo que sé es que esto matará aquello.

-Como dice Séneca, ¿verdad?

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-Hombre, Séneca no... No tergiverses...-observó el Marqués sacando la segunda bota.

-Pues yo añado que la ola de estiércol hasubido tanto que ya la humanidad huele mal. Síseñor, y es un gusto huir de ella... Sí señor, es-tos Reyes modernísimos me cargan, sí señor, sí.Cuando veo que ellos son los dueños de todo,que el Estado se arroja en sus brazos, que elPueblo les adula, que la Aristocracia les pidedinero, y que hasta la Iglesia se postra ante suinsolente barbarie, me dan ganas de echar acorrer, y no parar hasta el planeta Júpiter.

-Y uno de estos Reyes de pateta soy yo... ja,ja...-dijo D. Francisco festivamente-. Pues bue-no, como Soberano, aunque de sangre y cepade plebe arrastrada, ordeno y mando que nodigas más tonterías, y que te acuestes, y a dor-mir como un bendito.

-Obedezco-replicó Rafael echándose vestidosobre la cama-. Participo a usted, después de

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darle las gracias por haberse prestado ¡todo unseñor Marqués! a ser esta noche mi ayuda decámara, que de hoy en adelante seré la mismasumisión, y la obediencia personificada, y no daréel menor disgusto, ni a usted mi cuñado ilustre,ni a mis buenas hermanas.

Dijo esto sonriendo, los brazos rodeando lacabeza, en actitud semejante a la de la majayacente de Goya.

-Me parece bien. Y ahora... a dormir.

-Sí señor; el sueño me rinde, un sueño repa-rador, que me parece no ha de ser corto. Creausted, señor Marqués amigo, que mi cansanciopide un largo sueño.

-Pues te dejo. Ea, buenas noches.

-Adiós-dijo el ciego con entonación tan ex-traña, que D. Francisco, ya junto a la puerta,hubo de detenerse y mirar hacia la cama, en la

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cual el descendiente de los Águilas era, salvo laropa, una perfecta imagen de Cristo en el Se-pulcro, como lo sacan en la procesión del Vier-nes Santo.

-¿Se te ofrece algo, Rafaelito?

-No... digo, sí... ahora que me acuerdo... (In-corporándose.) Se me olvidó darle un besito aValentín.

-¡Qué tontería! ¿Y por eso te levantas? Yo selo daré por ti. Adiós. Duérmete.

Salió el tacaño, y en vez de bajar, metiose enla oficina donde trabajaba el tenedor de libros.Como sintiera al poco rato los pasos de Pinto, lellamó. Díjole el criadito que D. Rafael se hallabaaún en vela, y que después de tomar parte delagua con azúcar, le había mandado por unataza de té.

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-Pues tráesela pronto-le ordenó el amo-, y note muevas del cuarto hasta que veas que estábien dormido.

Transcurrió un lapso de tiempo que el taca-ño no pudo apreciar. Hallábanse él y ArgüellesMora revisando una larga cuenta, cuando sin-tieron un ruido seco y grave, que lo mismopodía ser lejano que próximo. Segundos des-pués, alaridos de la portera en el patio, gritos ycarreras de los criados en toda la casa... Mediominuto más, y ven entrar a Pinto desencajado,sin aliento.

«Señor, señor...

-¿Qué, con mil Biblias?

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-¡Por la ventana... patio... señorito... pum!

Bajaron todos... Estrellado, muerto.

Santander. La Magdalena.-Junio de 1894.

Fin de TORQUEMADA EN EL PURGATORIO