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XXVII Congreso Nacional y I Internacional de Lingüística,Literatura y Semiótica
Homenaje aCarlos Patiño Roselli, Rafael Humberto Moreno Durán
y Jairo Aníbal Niño
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R.H. Moreno-Durán: contemporáneo del porvenir
Luz Mary Giraldo
Para Mónica y Alejandro
Vengo a hablar del amigo, del intelectual y del escritor. Al amigo se le aceptan a veces sus
defectos; el intelectual puede sorprender por su inteligencia; las osadías del escritor retan y
cuestionan más de la cuenta. En los tres está la historia de Colombia y el pensamiento
contemporáneo; determinadas travesías por lo que Marc Augé llama ‘no lugares’; tránsitos por
ciudades universitarias, salones burgueses o metropolitanos; la ironía frente a la sociedad y la
cultura que nos corresponde; la juventud en confrontación con la madurez, como cerrando ciclos,
tal como se podría reconocer en esa última novela suya, publicada meses después de su muerte,
que con título tomado de uno de los parlamentos de “La noche de Walpurgis” de Fausto de
Goethe decidió llamar Desnuda sobre mi cabra, para evocar jocosamente la motoneta Vespa
que identificaba a los adolescentes de la década de los sesenta y juntar todos los fantasmas de
entonces, cuando Marilyn Monroe, los Beatles, los Rolingtones, las baladas del Club del Clan, el
neorrealismo italiano, en fin toda la iconografía de la época, contribuyó a la formación
sentimental. Esa convocatoria, repito, parece cerrar el ciclo abierto en Juego de damas y las
novelas que la acompañan para lograr la trilogía Fémina Suite, cuando los mismos adolescentes
de esa última novela cumplen su periplo en la vida universitaria y continúan sus aprendizajes,
transitan por otras representaciones que pasan por Mambrú, Los felinos del canciller, El
Caballero de La Invicta o Cartas en el asunto.
El momento exige detenerme en el recuerdo. Como si fuera hoy, al regresar a este
escenario donde en varias ocasiones me he referido a la literatura colombiana de las últimas
décadas y en especial a la de quienes he considerado generación del deslinde del boom y del
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macondismo, vuelvo a una fecha cualquiera de fines de los 80, cuando por iniciativa de R. H.
Moreno-Durán, fui invitada a hablar en su presencia sobre sus primeras obras. Anticipábamos un
encuentro que días después tendríamos en el auditorio Camilo Torres de la Universidad
Nacional, su Alma Mater. Tunja y la Nacional, parte de su cordón umbilical, dos lugares
entrañables para quien elogiaba por una parte la Arcadia Culta de sus orígenes y por otra el
escenario de formación y de confrontaciones de esa destacada generación de intelectuales
colombianos a la que pertenecía.
Lo recuerdo como si fuera hoy: viajamos con sus padres y Montse, la compañera
catalana de entonces. Rafael Humberto caminó por la ciudad recorriéndola como territorio no
olvidado, sin dejar de relacionar calles, edificios, monumentos, relatos e historias, asociando el
paisaje urbano al literario, el clima con las emociones, el silencio y el frío nocturno con el estado
ideal para el recogimiento creativo, lo que le permitía destacar a sus antecesores en las letras y en
el pensamiento. Años más tarde, gracias al profesor Benigno Ávila, tuvimos oportunidad de
compartir nuevamente en los salones de clase de esta universidad. No ahorraba comentarios
sobre Tunja, la ciudad sobre la que escribió a través de sus análisis de El Carnero, y la que
reconoció como cuna del saber de autores de letras capitales, y centro del departamento en el que
tuvo origen la vida de su entrañable amigo Rafael Gutiérrez Girardot.
Así mismo, volver a su Universidad, la Nacional, después de más de quince años de
ausencia, era no sólo reubicarse en su tiempo sino renovar votos con el mundo académico: el
derecho al conocimiento, a la palabra y a la indagación, a la disidencia juvenil y a la memoria, a
la lectura que busca confundirse con la sabiduría, como en su caso particular de lector que
escribe con la memoria a prueba de todo. En muchas ocasiones, también ese escenario fue su
centro: allí dictó en 1988, si no recuerdo mal el año, un ciclo de conferencias sobre narrativa
Latinoamericana dirigido a profesores y alumnos del departamento de Literatura, a propósito de
unas de las tantas ediciones de su libro sobre narrativa latinoamericana De la Barbarie a la
Imaginación (1976). Años después, fue entrevistado en el campus como destacado escritor y se
hicieron entrevistas a sus lectores; asistió a mesas redondas con sus colegas: Rodrigo Parra
Sandoval, Fernando Cruz Kronfly, Roberto Burgos Cantor, Gabriel Restrepo, Francisco Sánchez
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Jiménez, así como con algunos de los más jóvenes. Allí presentó varias de sus obras, entre las
últimas Mujeres de Babel. Voluptuosidad y frenesí verbal en James Joyce (2004), ese ensayo
enjundioso sobre James Joyce, de quien era cultor y a quien celebraba cada 16 de junio en el
llamado Bloomsday. También allí se habló de Cuestión de hábitos, la obra teatral sobre Sor
Juana Inés de la Cruz que le mereciera en San Sebastián el premio Kutxa de Teatro en el 2004, y
pocos meses antes de su muerte en noviembre del 2005, estuvo presente en el encuentro
internacional de escritores en su homenaje, en el que departió, entre otros, conNoeJitrik, Hernán
Lara Zabala, José Balza, Tununa Mercado, Germán Espinosa, Fernando Cruz Kronfly,
AzrielBibliowicz, otros escritores y lectores de Brasil y otros países y quien esto escribe. En esa
ocasión y en el mismo contexto, el ministerio de Cultura le otorgó una importante
condecoración, y la editorial de su Universidad publicó la valoración múltiple R. H. Moreno-
Durán: Fantasía verdad, editado por mí, gracias al apoyo de R. H., quien facilitó su arsenal de
archivos, lo que facilitó la inclusión de más de cuarenta artículos sobre sus diversas obras,
escritos por autores de diferentes nacionalidades y en varios momentos, que reconocen su
importancia internacional. No sobra recordar que a comienzos de la década de los 80, Ángel
Rama lo incluía en los Novísimos narradores hispanoamericanos, como uno de los
“contestatarios del poder”.
R. H. Moreno-Durán no era solemne ni como autor ni como persona. Por el
contrario, en medio de la seriedad convocaba con humor la risa y la fiesta, apoyándose en
lecturas que revelaban un autor ilustrado orgulloso de sus conocimientos, en el sentido más
clásico del término como un doctos que ha leído mucho, si no todo, llegando a ser en mucha
ocasiones eje de debates o conversaciones, lo que lograba a fuerza de una palabra juguetona e
irónica. Era un espíritu burlón y en ocasiones llegaba a ser demoledor. Cómo no recordar,
cuando se le preguntaba sobre el estado en el que había encontrado la literatura colombiana y él,
convencido de la importancia de una cultura más universal y menos parroquial, improvisadora y
amiguista, abiertamente sarcástico y con inteligentes giros verbales en los que era diestro, aludía
a ciertas tendencias y determinados personajes que entonces lideraban algunos de nuestros
escenarios culturales, afirmando que había encontrado la literatura muy “parda”, o que a veces
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no sabía si estaba en una manifestación de alguna secta que rendía culto a un tal Isaías, o que no
lograba entender esa cofradía llamada Unión Nacional de Escritores, UNE, en la que no se
reconocía a alguien que realmente supiera escribir. La verdad, es que la falta de condescendencia
de esos reiterados comentarios contribuyeron, por una parte, a la disolución de algunos de esos
grupos y camarillas y por otra más positiva, a la búsqueda de un público lector más exigente que
adoptara una actitud menos complaciente y más crítica con determinado tipo de obras y autores.
Así lo reconoció Germán Espinosa en las memorias que titulara La verdad sea dicha, quien
además veía en R. H. no solamente a un amigo, sino a un contertulio que con naturalidad solía
“deambular por la cultura universal como alguien lo haría por su parroquia”. No sobra tener en
cuenta que muchísimas intervenciones semejantes, le generaron detractores que buscando seguir
sus juegos verbales llegaron a llamarlo “R.H. negativo” y “Mor-ego Durán”, o a decir que su
vanidad llegaba a tal extremo que subía a Monserrate a ver cómo se veía Bogotá sin él,
comentarios que, obviamente, no eran de su agrado. Después de años de amistad, entendí que si
bien era altivo y orgulloso de la seriedad de sus conocimientos y la disciplina en la lectura y la
escritura, su pedantería era también una máscara que escondía a un individuo tímido, afectuoso y
solidario.
En alguna semblanza que me encargaran para El libro de lasCelebraciones I,
publicado en el 20071, no vacilé en reconocer el valor de la risa contra el olvido, tanto en la vida
como en la obra de R. H., como prefería nombrarse. En el texto enaltecí la capacidad de hacer
reír por sus comentarios libres y de doble o múltiple sentido y por esa picardía que destacaba
desde el instante en que se definía en dos palabras: “modestia, apártate”. Resalté en la nota lo
siguiente: “no había reunión, por solemne que fuera, en la que no moviera los resortes de la risa.
No hay escrito suyo, por serio que sea, en el que ello no ocurra, aunque rigurosos análisis
muestren que se trata de hacer reír para relajarse del horror o del dolor, para hacerle el quite a la
fatalidad y darle otra cara a la solemnidad”.
1 “R. H. Moreno-Durán nos hacía reír”. El Libro de las Celebraciones (2007). Curaduría: Juan Manuel Roca, Santiago Mutis, Jineth Ardila. Bogotá: Fundación Domingo Atrasado.
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Y es que todo tenía cabida en ese humor mordaz, satírico, paródico: quienes han leído sus
obras saben que lo aprovechaba para mofarse de la Atenas suramericana y llamarla, trastocando
el sentido, la tenaz o la apenas suramericana, como se leía en algún graffiti de los noventa, para
referirse tanto al deterioro de la gramática, como lo acusa en Los felinos del Canciller o para
ironizar sobre “la grandilocuente mentecatez nacional” comprobada en lo que consideró
arribismo “hasta en las cosas onomásticas”, señalando ese “afán de excelsos” y apelar a la
“Tradición Clásica” percibida hasta en las nominaciones: “todo el mundo quiere lucir nombres
ilustres”, como “Julio César, Belisario, Virgilio y César Augusto, para hablar de una larga lista
donde se codean Horacio con Aníbal, Darío con Juvenal, Aurelio con Octavio y hasta Plinio con
Apuleyo”, como dice en la novela Mambrú.
Todo fue objeto de burla, repito: la historia de la patria o, mejor, de la “patria boba”, la
sociedad letrada que consideró farsante, la diplomacia que definió con licencia para mentir en el
extranjero, los políticos y representantes de las instituciones aferrados al poder y su degradación,
con quienes no tenía miramientos para volverlos sujetos de caricaturas o cuestionamientos, como
se comprueba con determinados personajes de la realidad que podría reconocer un lector
aguzado: Berta Hernández de Ospina, Misael Pastrana Borrero, Carlos Lleras Restrepo, César
Gaviria (“sonrisa permanente”, “el chiquito”, “Alcibíades el Oscuro”).
Fusionaba el humor festivo con el negro, al referirse a muchas cosas en las que ponía el
dedo en la llaga, especialmente cuando de la Cultura o de la realidad nacional se trataba,
afirmando en algunos casos que si bien Colombia se escribe con C como cultura, hemos estado
confinados a cinco “C” que habría que cambiar [decía en una conversación con Amparo
Sinesterra de Carvajal, en el año 2001]:
“ciclismo, cocaína, café, cumbia y Cien años de soledad. Eso es lo que nos define ante el
mundo, y no debe ser así. Todo lo que ocurre en el campo cultural yo lo resumo en una
frase sencilla: Colombia es un país que todos los días pasa de la barbarie a la
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imaginación. Y creo que la misión de todo artista e intelectual es lograr que a pesar de la
barbarie su imaginación siga viva y fecunda”2.
Si bien la afirmación la hacía cuantas veces lo considerara necesario, la idea se aúna a lo
que consideró la metástasis causada por la degradación del país representado por la continuidad
de la violencia, como ya se percibe como metáfora explosiva en su trilogía, desde Juego de
Damas, en la que se cuenta sobre la persecución, muerte y desaparición o “asimilación” de
algunos de los militantes universitarios, para confrontar los hechos desde una perspectiva
burlesca en el presente narrativo y de los hechos novelescos: por un lado, se focaliza el pasado
al mostrar el ingreso brutal de representantes de la ley en la habitación en la que una pareja
disfruta las lides del amor, y por el otro, el foco se dirige al presente del relato, durante el
reencuentro de antiguos estudiantes universitarios en la casa de Constanza Gallegos, la
Hegeliana, para simbólicamente referirse a la explosión de un pollo que se cocina en el horno, lo
que genera desperdicios por todo el lugar, efecto que no puede el lector eludir, por cuando se
refiere a la imposibilidad de una época y una generación de llevar a cabo sus propósitos.
Son ilustrativas sus palabras en un testimonio sobre la Universidad en la década de los
sesenta, publicado en 1989. Así dice:
“Cuando regresé al país, después de casi quince años de ininterrumpida permanencia en
Europa, pregunté por buena parte de mis amigos y compañeros y la respuesta fue una
necrológica colectiva: muchos murieron a manos del ejército, otros en purgas ideológicas
promovidas por sus propios compañeros de causa, algunos por el suicidio lógico a que
lleva la decepción y el desencanto, mientras que la mayor parte engrosaba la apacible
tropa de la burocracia. Con mis profesores ocurrió algo peor: la masacre del Palacio de
Justicia los inmoló en suerte similar a la de muchos de sus antiguos alumnos”3.
2 “La conversación”. La Revista de El Espectador. Nº 64. Bogotá: 7 octubre, 2001, pp 8-11. 3“La memoria irreconciliable de los justos. La Universidad Nacional en la década de los 60”. Revista Análisis político,Nº 6,de la Universidad Nacional de Colombia, 1987.
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En El toque de Diana, las referencias a la violencia partidista se ponen en escena con las
conjugaciones verbales que incluyen la ecuación erotismo y poder en la figura del Mayor
Augusto Jota, quien encerrado en su habitación durante nueve meses, confronta las imágenes del
mundo que le entran por la ventana, marcadas por la sugestiva presencia de una joven vecina que
extiende ropa, con la del cuadro de Van Eyck, “La boda de los Arnolfini”. La novela multiplica
de manera significativa lo que transmite la imagen del cuadro de pintor europeo, episodios que
paralelamente se alimentan del sugestivo relato La monja Alférez de Thomas de Quincy, y
alternan con las infidelidades de la mujer del Mayor, las de él mismo, como si todos en ese país
literario hubieran sido picados por un insecto de nombre “machaca” que despierta la libido, así
como con el General Matallana, quien se destaca en la ficción como perseguidor de la guerrilla
en la república de Marquetalia y Pacificador. Por su parte, en Finalecapriccioso con Madonna,
se reitera la idea de la violencia ligada al poder político y a las tradiciones, así como se reiteró de
otra manera en la participación del batallón Colombia en guerras ajenas, como se narra en la
novela Mambrú. El tema no se elude en sus cuentos, novelas y entrevistas posteriores, aunque no
es un eje estructurante de su literatura.
Refiriéndose a la valoración de Rafael Gutiérrez Girardot a su obra, destacaba la lectura
que éste hacía desde un recorrido histórico “desde la Colombia modernista de finales del siglo
XIX y comienzos del XX, con una escala en la ‘epopeya’ coreana, para reemprender el camino
frentenacionalista de los años sesenta y caer en el horror finisecular del narcotráfico y la guerrilla
en la más demencial de sus andananadas”4.
Si bien cada novela entrecruza tiempos y los pasa por el colador de la parodia, no se
puede olvidar el sarcasmo burlón con el que de forma muy incisiva su autor abordaba problemas
del momento. Para no ir muy lejos, a partir de un tema que ha cobrado actualidad, como leímos
hace unas semanas en su cuento “Conversión en la Catedral”, publicado por El Espectador,
referido a las relaciones sostenidas entre Pablo Escobar y el sacerdote eudista Rafael García
Herreros, y hacer referencia a la forma como el narcotráfico ha permeado las instituciones. 4 R.H. Moreno-Durán: De la Barbarie a la Imaginación”. Entrevista con Jorge Mario Eastman. Revista Consigna, Nº 473, II trimestre, 2003, p. 94-98. Según Moreno-Durán, el crítico hizo los análisis según el orden siguiente: Los felinos del Canciller, Mambrú, Femina Suite, Metropolitanas, El Caballero de la Invicta yCartas en el Asunto.
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Frases como las siguientes son significativas: “El sacerdote se queja interiormente de la
descarada permisividad que rodea todo lo que El Patrón hace, sin duda con la complicidad de
quienes dirigen la prisión”. “La tolerancia del gobierno rozaba la desfachatez”. “Y concluyó que
nada es casual. ¿Acaso no había sido él quien al propalar la fábula del pajarillo que llevaba
polvo blanco al país de los ricos y regresaba con monedas de oro en el pico se había metido en
este embrollo”?
La risa de la mano de la crítica. De ahí la parodia y el carnaval, el irrespeto, la
provocación, la polifonía, en fin, aquellas figuras y formas estructurales de una tradición
renovadora, con las que teje e hilvana sus obras, como fiel heredero de Don Quijote, esa obra a la
que le rindió culto y consideró, lo digo con sus palabras: “la primera novela moderna y la
primera en poner el género en crisis”. Con ingenioso humor se refirió en muchas ocasiones a
Cervantes, a las situaciones por él determinadas, a su galería de mujeres y de personajes, al
escrutinio de libros. Heredero también de otros grandes burladores, entre ellos Rabelais y Stern,
y también de autores que destacaba en su biblioteca y sus escritos: Goethe, Mann, Musil, Joyce,
Camus, Canetti, García Ponce, Sor Juana Inés, Rodríguez Freyle, en fin, todos los que subyacen
en su pensamiento y en sus escritos, además de aquellos que participaron en su programa de
televisión Palabra mayor y en su libro Como el halcón peregrino, dedicados a aquellos autores y
obras que a su buen decir corresponden a lo que definió Letras Capitales.
Convencido del escritor formado en la lectura, afirmó que la voz de un autor es la de
todos los libros leídos y la de los escritores escuchados y conocidos. De ahí que fusione la
memoria de las obras y de los autores a la historia de su país y con el espíritu de su tiempo, para
llegar a ser “la múltiple voz de quienes lo han precedido en la escritura”. Ese legado y ese
compartir con otras voces, no deja de formar parte del elogio a la biblioteca, considerada parte de
la biografía de todo escritor, como dijo en 1990 con ocasión del Congreso Nacional de
Bibliotecas, en su texto: “Biblioteca: el escrutinio de la memoria”5.
5 Véase: “Biblioteca: el escrutinio de la memoria”. Colombia: la alegria de pensar. Bogotá: Número ediciones, Universidad Autónoma de Colombia, 2004, pp 25-40.
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“Cuando un escritor reflexiona sobre el sentido de la biblioteca penetra en los terrenos de
la autobiografía. La relación es obvia: entre un escritor y su biblioteca existe un vínculo
similar al que une la memoria de nuestra especie con la mano que multiplica y perpetúa
los misterios que hereda. Existe un parentesco de linaje y oficio: al escribir, prolongamos
un legado de evidencias, sueños y enigmas. (…). Las bibliotecas se convierten
paulatinamente en el archivo de la memoria pero también en la alacena de los humores
más complejos del hombre” (25-26).
De ahí que sus lecturas, sus libros o autores amados, hayan sido de alguna manera
reescritos, reinventados, tanto en sus ficciones como en ese género híbrido de su autoría en el
que el ensayo se vuelve relato, como sucede con Pandora, donde le inventa historias a
personajes femeninos de novelas universales del siglo XX, conjeturando otras posibilidades de la
ficción. Algo de esto se había anticipado en el cuento “Capítulo inglés”, inicialmente publicado a
fines de los noventa como “El humor de la melancolía” e incluido en el conjunto de cuentos que
lleva este último título, en el que como buen voyeurista, el narrador habría “escudriñado” sobre
las relaciones íntimas de Efraín y María para transmitir a un lector contemporáneo lo sucedido al
personaje durante su estancia en Londres, mientras la jovencita moría de algo muy distinto a lo
que se narra en la novela de Isaacs. Algo de esto también se percibe en su cuento “La última cena
de mi buen señor Don Quijote”, elaborado a partir de un sueño del 1 de diciembre de 2001.
Su amplio vocabulario dejaba ver al gramático que domina la lengua y el estilo y
reconoce las potencialidades del lenguaje, la diversidad de su sentido y la confrontación de la
lengua culta con la popular, lo que era aprovechado al jugar con declinaciones y conjugaciones
del latín, muchas veces al referirse al mundo del salón y de la burguesía y a determinadas
expresiones alusivas a erotismo y sexualidad. Es que la palabra era para él una celebración de la
vida, como en Joyce, y desde luego, la vida en su literatura es más eros que tánatos, cosa que lo
aparta de muchos escritores colombianos. Esa vitalidad de su escritura fue asumida desde la
conciencia de la palabra que construye entes de lenguaje y seres de ficción.
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No sobra decir en este momento, que fue tal el compromiso suyo con la palabra, que
en los últimos meses de su vida la lectura y la escritura fueron soplo vital. Precisamente, durante
su enfermedad, en deliciosas tertulias convocadas en su casa y atendidos por su esposa Mónica
Sarmiento y con la presencia de su hijo Alejandro a quien dejó un conmovedor testamento
literario que llamó Carta al hijo, y en la compañía de amigos y cercanos, entre quienes recuerdo
asistían artistas, filósofos, historiadores, sociólogos, narradores, poetas y editores, como Beatriz
González y Doris Salcedo, Germán Espinosa, Jotamario Arbeláez, AzrielBibliowicz, Gonzalo
Sánchez, Gabriel Restrepo y muchos de los escritores extranjeros que llegaban a Colombia a
cumplir compromisos literarios y con quienes creó vínculos. En sus últimos días contaba con
fascinación estar concluyendo la lectura de una historia de Roma y la última novela de Jorge
Edwards, preparándose para presentarlo, cita que no logró cumplir. Cada escrito era desde sus
comienzos consignado en un cuaderno, de los que se conservan muchos, en letra refinada, como
quien conquista el papel con los signos alfabéticos y los significados y sentidos que le otorga el
pensamiento.De ahí surgiría lo que en sus ensayos denominó “La experiencia leída” y lo que en
sus ficciones el lector puede definir “La experiencia escrita”. En los dos casos se trata del lector
que escribe y es consciente de los libros, de la vida y de su tiempo.
En una de las entrevistas que le hiciera María Dolores Aguilera en 1981, para la
Revista Quimera, definiéndolo como un “francotirador”, al preguntarle sobre “la meditación
estilística” que caracteriza su primera novela, no tuvo reparos en subrayar la importancia
concedida a la reflexión sobre los problemas del lenguaje y sobre la presencia de la mujer en su
literatura. Del lenguaje dijo:
“radica en la certeza de que, antropológicamente hablando, el estilo es el único nexo
que existe entre el autor y su obra. Prefiero que me definan más por mi estilo –ya que esta
parece ser la constante preocupación de los críticos- que por el contenido aparente de mis
obras. (…). Un novelista es alguien diferente de los demás y probablemente un ser único
en el mundo, no por recrear un coito fastuoso o proclamar la revolución o inventar un
universo particular, sino por la forma de poner una coma, de asumir la semántica del
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texto, de escribir doscientas páginas sin un punto aparte, de dotar una frase de un doble y
hasta un triple sentido o de camuflar estratégicamente ideas claves entre un buen juego de
guiones o de paréntesis. (…). En definitiva, el estilo significa para mí lo que para otros la
más pulcra elegancia: es más, creo que la elegancia no es más que un elemental acuerdo
entre mi inteligencia y mi estilo”6(8).
Y al referirse a sus mujeres, habló de la androginización, la confluencia en lo cultural
y social de los dos sexos, la “mayor ingerencia de lo femenino en el ámbito arbitrariamente
cerrado y excluyente del hombre” y al desagrado por lo sentimental “aplicado casi siempre a tan
feble sexo”, lo que consagró con la siguiente perla al referirse a su trilogía Fémina suite: “un trío
concertante para virginal, viola pomposa y oboe de amor, música de cámara como suele serlo la
mujer misma”.
Relacionado esto con toda su obra y su pléyade de mujeres, cabe notar lo que significa su
proyecto literario: revisar la historia y la cultura como un cuerpo y hacerlo con estatutos de la
ficción donde coexisten lo que pudiera llamarse lectura mínima y lectura máxima. Si el lector se
aproxima sus obras desde la lectura mínima sólo lee el relato; si lo hace ateniéndose a la máxima
se va al fondo, descifra códigos, des-estructura la historia, la tradición y la sociedad, y entiende
el humor festivo de la parodia, la fiesta de la palabra y el carnaval como danza de la vida.
***
El título de esta intervención es Contemporáneo del porvenir y le agrego: y disidente. Sin
embargo, quiero destacar otras cosas.
Lo conocí personalmente a mediados de 1985, cuando vino a Colombia invitado por el
Banco de la República y la Universidad Javeriana a participar en un simposio en el que una de
las mesas redondas ofrecía reconocimiento a su obra. El simposio formaba parte de un encuentro
de escritores, al que asistieron Manuel Mejía Vallejo y Roberto Juarroz, entre otros. Quienes
6 “Los motivos del Francotirador”. Quinera, Nº 4, febrero 1981.
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habíamos leído la primera edición publicada en 1972 de su libro de ensayo sobre literatura
latinoamericana De la barbarie a la imaginación y las novelas de su trilogía (que en Colombia
apenas circulaban en fotocopias), sabíamos de esa prosa envolvente caracterizada por una
escritura renovadora, juguetona, paródica y crítica que reta al lector. Reconocíamos la erudición
que en sus ensayos llamara, como he destacado, “experiencia leída”, como fue el subtítulo de
todos sus libros de ensayo: De la Barbarie a la imaginación, Taberna in fábula y El festín de los
conjurados; percibíamos inteligencia y humor; captábamos su necesidad de hacer y dejar
memoria en el sentido más estricto: para rescatar del olvido y para reconstruir lo que no debe
olvidarse, en sendos casos teniendo en cuenta las profecías del pasado y la salvación por la
memoria.
Y negando determinados rasgos de nuestra identidad cultural, hacíamos señalamientos a
su misoginia, acusándolo de esta práctica tan común en hombres y mujeres de nuestro mundo, al
basarnos en la malicia de ciertos comentarios chocantes hacia las féminas, expresados en
entrevistas o por sus seres de ficción. Creo que no es inapropiado decir que R. H. sólo era
depositario de un legado, de unas tradiciones que encontramos en nuestras primeras literaturas,
en El Carnero, por ejemplo, pasando por versiones sumisas del resto de la Colonia, del
romanticismo del siglo XIX y de muchos postulados del siglo XX, como una arraigada manera
de pensar y de concebir una de las aristas de la realidad. Sin embargo, este heredero de la
misoginia también enaltecía a la mujer al darle valor a sus excentricidades y conquistas.
No dejaba de ser intimidante enfrentarse al hombre de carne y hueso que
asociábamos con Monsalve, el personaje de su primera novela Juego de damas, que creara el
reconocido “Manual de la mujer pública” con el que distingue a las mujeres entre Meninas,
Mandarinas y Matriarcas, en orden a edad, formación, desempeño profesional y ejercicio del
poder. Aunque algunas escritoras y estudiosas habían compartido escenarios con R. H. en
diferentes eventos literarios en España u otros lugares, y comentaban sobre su soberbia como
lector o sobre su carácter seductor, encontrarse de frente con el gestor del “triple principio de las
M” que exaltaba o rebajaba a las mujeres generaba expectativa. No alcanzábamos a ver que
desde que comenzara en 1969 a escribir esa primera novela, hasta su publicación en 1977,
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Moreno-Durán iba más allá de rebajar a la mujer, pues no sólo anticipaba el lugar que ocupa hoy
en la cultura y en la sociedad de Colombia y del mundo, sino sabía que “la historia del país
admite una lectura femenina”, como en más de una ocasión le oí decir. Juguetonamente, la voz
narrativa señalaba el rol de las estudiantes, de las profesionales o de las retiradas (“en uso de
buen retiro”), en relación a su famoso manual. El tema se volvió referencia obligada al hablar de
su obra y al fin llegamos a entender que esta perspectiva está referida al sentido de un cuerpo
cultural, como en su momento lo previó uno de sus más agudos lectores: Eduardo Jaramillo
Zuluaga.
En más de una ocasión el autor reconoció que el siglo XX era el del aprendizaje de la
acción y de la libertad en la mujer (el cuerpo, la sexualidad, el amor, la educación, el trabajo, el
uso del poder) y que el XXI sería el de la toma del mundo, lo que iba cotejando en sus ficciones,
ensayos y conferencias, al resaltar el poder de sus personajes femeninos ante la fragilidad de los
masculinos, presentados en franca decadencia, dada la debilidad, insignificancia e inutilidad de
sus actos. Sin duda alguna, esa que llamó “orgía galante” destaca el sentido de la observación; el
vaticinio fue rotundo en esas percepciones. Más recientemente, la escritora Florence Thomas
hizo notar algo semejante, al analizar y confrontar personajes masculinos y femeninos de las
telenovelas, películas y seriados nacionales.
Su literatura es una saga sobre y desde la mujer y en ese sentido desde el comienzo va en
contravía frente a lo escrito hasta entonces: la figura de la mujer era o divinizada o demonizada.
Algunos escritores contemporáneos la exaltaban en su marginalidad; por ejemplo, si García
Márquez la muestra como representante de la cultura colectiva en la figura de quien contribuye a
la iniciación sexual de los varones o desde las madre generadora y conciencia de los hechos, de
la mujer que espera, de la que se desea o de la que está ahí como un pilar, entre jóvenes
narradores que se dan a conocer hacia los 70 como Óscar Collazos y Darío Ruíz Gómez, entre
otros, se acudía a lo marginal para reivindicar a prostitutas o a las mujeres de café. Es decir, la
asumían como un ente sociológico, mientras Moreno-Durán va a la mujer universitaria que se
prepara para dar un rol de más autónomo a su vida.
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Y si reconocía que los escritores del boom latinoamericano eran un magnífico mosaico
literario que le había “salvado la vida” ante los vacíos del nouveauroman en boga en los 60,
agradecía a los autores que ellos le descubrían: Jorge Luís Borges, Macedonio Fernández,
Felisberto Hernández, así como asimilaba las propuestas de esas publicaciones periódicas y de
tan breve tiempo, como lo fuera la revista Mito que desprovincializaba nuestra cultura al
acercarla a los debates y expresiones contemporáneas, de la misma manera que por su
versatilidad y actualidad valoraba la revista ECO. Estos materiales eran leídos al lado de grandes
autores como Joyce, los clásicos y otros contemporáneos, y sin duda alguna dieron elementos a
muchas de sus reflexiones expresadas en conferencias, ensayos y ficciones. Todo lo anterior
alimentaba su época de estudiante de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia, la que
consideró básica en su formación literaria e intelectual, cuando entraba en acción el Movimiento
Estudiantil, la mujer se preparaba para abrirse camino más allá de lo doméstico desde diversas
formas de liberación y de inteligencia, y captaba que la clase media tanto en el Nuevo como en el
Viejo continente refleja de manera sustancial las crisis de valores, los problemas y los fracasos.
Moreno-Durán vio en ellos excelentes materiales que aún no habían sido explorados en la
narrativa colombiana y los hizo propios.
La trilogía empieza a escribirse en 1969 y en la época referida en ella, la de los setenta, la
mujer apenas empezaba a buscar espacios en el mundo universitario y unas pocas en ambientes
políticos y culturales. Debo hacer aquí un esguince: la última novela de R. H. publicada,
Desnuda sobre mi cabra, asume una época anterior ala de la trilogía, como si quisiera cerrar un
ciclo biográfico de su generación con el ciclo histórico de siglo XX que habrá de pasar por todas
sus novelas, inclusive en las que desde el presente hace retrospectivas al siglo XIX, como Los
felinos del Canciller, o aquellas en las que a tenor de la historia cultural y literaria se proyecta a
épocas pasadas, como su obra de teatro Cuestión de hábitos, donde pone en boca de una mujer
de la Colonia, religiosa por demás, Sor Juana Inés de la Cruz, tanto la voz disidente como la
perspectiva de México, un país en crisis muy próximo al Colombia. En Desnuda sobre mi cabra,
la voz narrativa de un adulto se desplaza a los sesenta, que fueron años de “un aprendizaje del
escepticismo”, para rememorar su tiempo volátil de adolescente escolar expuesto y dispuesto a
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los “descubrimientos” y a la vivencia de la primera vez en todo. Vivenciando los asuntos tratados
en su testimonio como estudiante de la universidad Nacional en esos momentos, hace referencia
a una frase que aprovechaba en diversas ocasiones: “La nostalgia no es lo que era” que, según
dice en el citado testimonio, corresponde a las memorias de Simona Signoret, en las que se
reconoce “el justificado temor de que ya ni siquiera la poesía de los tiempos idos nos pertenece”.
No cabe duda que Fémina suite anticipa las conquistas de la mujer en el siglo XX y la
posible hegemonía en el siglo XXI. En el prólogo de Pandora (2000), dice lo siguiente: “si bien
es cierto que la literatura ha hecho realidad ese sueño en el que la mujer ha confirmado la fuerza
de su talante y el poder de su imaginación, también demostró que, en la página como en la vida,
su suerte es indisociable de la del hombre, pues más allá del sexo del escritor es la calidad
estética lo único que avala la eficacia de sus expectativas y esfuerzos”. Lo que contrastaría con
las figuras femeninas del siglo XIX, “nobles heroínas y fantasmales damas enfermas del pecho”,
“adúlteras o prostitutas más o menos felices”, “vírgenes y amas de casa dominadas por la
ensoñación romántica”, resignadas y conformistas frente a aquellas más cercanas a la
transgresión y el goce. El signo femenino, dice el autor, “es la bisagra de dos momentos claves
del tiempo presente”, y en sus obras, tanto como en Pandora “todas las mujeres son una sola
mujer”, una voz plural registra el paso del siglo a través de voces literarias encarnadas en la
ficción. Los personajes femeninos vienen de obras escritas entre 1905 y 1991, tomados de
autores y autoras de Alemania, España, Latinoamérica, Francia, Irlanda, República Checa, Rusia,
Norteamérica, Italia, Suecia, que son mostrados como consolidación de su voz o de su presencia
en la literatura del siglo XX.
Sin embargo, podríamos decir, parafraseando a R. H.: “no sólo de la mujer vive el
hombre”. Como ya he sugerido, el autor exploró otros ángulos, al confrontar las políticas
tradicionales, los diversos partidos de izquierda disputándose la revolución y el poder,
anunciando la crisis de sus principios, el vacío de sus ideologías, el agotamiento de las
convicciones que hoy estamos viviendo y que muchos estudiosos de las ciencias sociales y
creadores literarios han analizado, reconociendo, con la frase de Marx que hace una larga década
aprovechó Marshall Bergman, que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, o siguiendo al
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escritor chileno Antonio Skármeta, que “no pasó nada” y todo se desmoronó ante nuestra propias
narices. Aún existían proyectos utópicos. No habíamos asistido a la Caída del Muro de Berlín, ni
al fin de la Unión Soviética, por ejemplo. No sobra evocar el caso de los personajes que
acompañan a La Hegeliana en la universidad, no sólo participan de los derroteros de los
movimientos estudiantiles de los setenta, sino al confrontarlos en la misma novela, Juego de
damas, en la denominada “Fiesta Loba” en casa de Constanza Gallegos, que reúne a los antiguos
compañeros de travesías y aprendizajes, no solo se rememoran tiempos idos, sino en cada uno de
ellos se revela desencanto, desesperanza, sensación de fracaso, frustración o derrota, como si
anticipara el espíritu que hoy nos define. A todos aquellos que creyeron en revoluciones y
nociones de cambio los sorprendió la madurez sin haber luchado ni alcanzado sus metas.
El autor fue siempre enfático en esto y así lo expresó de diversas maneras: reconoció el
siglo XX como el de las revoluciones, “todas ellas fracasadas”, con excepción, decía, de la de las
mujeres, que consideró irreversible y fascinante, y a quienes relacionó con la clase media
ilustrada, donde se perciben más hondamente los conflictos. En el citado testimonio “La
memoria irreconciliable de los justos. La Universidad Nacional en la década de los setenta”, hace
un balance de la década de Mayo del 68, la Generación Beat, la Guerra del Vietnam, la píldora
anticonceptiva, la liberación femenina, la minifalda y la confluencia de la mujer en la
universidad, entre muchos otros hechos y sucesos, reflexiona sobre su propia generación en el
marco de la universidad frente al mundo y de manera inquisitiva dice:
“Nos atrevíamos a escupir sobre las tumbas de quienes, al reprocharnos nuestra indolente
actitud, querían cercenar nuestra fe en la utopía: teníamos la sospecha de que si nosotros
éramos el futuro, como decían los mayores, era contra nuestra voluntad: ¿qué futuro
puede haber en una farsa?”.
Estar en la Universidad no sólo era estar ante diversas formas del conocimiento sino ser
parte de ella y del mundo desde una actitud conciente y crítica. “Nunca la Universidad respondió
tanto a su sentido de universalidad como en aquella década”, y gracias a ese momento histórico y
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a su experiencia en la institución que con orgullo llamó Alma Mater, reiteró que su “escritura
quiso ser desde entonces la constatación de una ética: la de la transgresión”, a la que “cabe
atribuir su consistencia o sus debilidades”. A qué momento histórico se refiere: cuando la
música de los Beatles se impone, se escuchan a Joan Báez y Bob Dylan, “había lugar para los
Flippers, el Club del Clan y otras debilidades domésticas”. Y aludiendo a episodios del momento
y la Historia escrita con mayúsculas, no dejó de resaltar, la página editorial del primer número de
la revista Mito, al apoyarse en la sentencia: “las palabras están en situación”, de Jean Paul Sarte y
su moral del lenguaje, que corroboraría todo “el espíritu de Mayo florecido en forma de mujer”.
El autor evoca lo que contribuyó a la formación del pensamiento crítico y reflexivo de los
jóvenes de su generación. Así reconoce las películas de Jean-LucGodard, de Federico Fellini y
Bergman y un filme como El Graduado. En cine, dice: “todos hablábamos de Julieta de los
espíritus y El sirviente, aunque en el fondo y desde lo más profundo de nuestras prevenciones,
todos vivíamos el morbo que las intimidades universitarias desplegaban en ¿Quién le teme a
Virginia Woolf? El decenio se había iniciado con West SideStoryy de alguna forma lo había
clausurado, con anticipada lucidez, Blow Up.” Los autores leídos y por leer, gracias a su
pensamiento revolucionario y su llamado a una escritura que también lo fuera, como
RolandBarthes, “cuyo espíritu se siente en las jornadas del 68”, y a quien hace guiños en uno de
los cuentos de Metropolitanas: “Lycée Louis Le Grand”; Camus, “muerto en plena juventud en
enero de 1960 y cuyo peso se sintió a lo largo de la década, talvez el escritor más consultado y
debatido entre los jóvenes y sus teorías sobre el absurdo y la rebelión explican muy bien los
acontecimientos de Mayo”. No sobra recordar Conexión africana, la breve novela policial en la
que R. H. le rinde homenaje.
Y como si reflexionara sobre sus propios personajes, afirmaba:
“Los años proseguían su rosario de frustraciones y una que otra satisfacción, como si la
juventud no fuera más que esa arcilla delicada en la que el tiempo iba dejando sus
huellas. Por eso, cuando mayo del 68 nos atrapó en su mística rebelde, ya de alguna
forma estábamos condenados a vivir para siempre unidos al estigma de la decepción y la
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duda. Estuvimos al margen del optimismo porque nuestra época fue miserable hasta en lo
cotidiano: creíamos inocentemente en la utopía y a partir de mayo del 68 esta fue
imposible”.
Después de releerlo, entiendo mejor una de sus frases para justificar su fe en la
literatura: hay que creer en “el escepticismo creativo”. Sus quince años en Europa y los
dieciocho de residencia posterior en Bogotá su lecturas crecieron y se consignaron en
reseñas, comentarios y artículos escritos con cuidadosa caligrafía, en esos cuadernos
personales que llamó “Los protocolos de Babel”. Esto hizo que una conversación con R.
H., una tertulia, una mesa redonda, fuera una fiesta de la palabra y de la memoria
literaria, entendida la literatura como vida y en la vida, desde luego, como en sus
ficciones no faltó jamás el humor, la risa, la parodia.
Nunca como ahora, a expensas de su ausencia, así como de la de Arturo Alape,
Rafael Gutiérrez Girardot y Germán Espinosa, por ejemplo, el país ha estado más
huérfano de autores reflexivos que propongan debates significativos y controversias sobre
diversos aconteceres y productos literarios, artísticos y culturales. Sea esta ocasión de
reconocerlo.