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Reynaldo Jiménez, La Indefensión_

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La indefensión

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La indefensión

Reynaldo Jiménez

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Jiménez, Reynaldo

La indefensión, 1ra. Ed. – Editorial Casi Incendio la

Casa, Buenos Aires, 2009.

16,5x10,5cm, 32 págs.

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LA INDEFENSIÓN

1. Gong

a Jussara Salazar

Este día, diámetro del inmediato

mundo: ¿adónde iría, soplo solar

que nos increpa?

Andrógino anciano en tanto niño.

Muévese tan lento esperar

despertares de un solo alumbre.

Rasan las eras al aromar la mano:

quizá un pasado anuncie que regresa.

Otra primavera alínea sus cobres

y la salobre ópera mitiga el remolino

del estar oyendo hacia la hierba,

última luz que es un descuido.

Las hojas cuernos de caracol

escuchan Esto,

no el viento

o su condiscípula anguila Angst.

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No (tengo) abras para describirlo:

esta misma brisa despeinó profetas,

letra escapada de la letrina tiempo.

Pero el hálito no es uno, sino trino

—¡pájaro del hambre florido!

Prorrumpe el relato de las hebras,

cintilación cuya ausencia traza

a más del salto esta atonía,

esta linterna de ecos vertederos:

cromático susto colibrí.

Inseguro estar en insomnes rítmicas

de goce: las hojas, el fruto espeso

y manso a su gotear de repentista

luz. Ya es tarde para borrar el día,

recobrar destino, deshacer la cobra.

Aún callados vestigios la gracia mezcla.

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2. Exilares

a Gabriel Bernal Granados

Un perro arde, un ángel hiere.

Rumor quebradizo. Estos desconocidos.

Voces en fiebre de lentitud.

¿Quién sigue a quién por esta calle

en que la prisa deviene liebre por ocultarse?

(Nadie, nadie conteste.)

El aire hiere con sus premoniciones:

letras mordientes de un dominio.

El muro abandonado a su suerte

al ritmo que cala entre los cantos

de otros pájaros cáusticos

entre las fibras suicidas del ruido

de oes en las bocas, abollados ceros

tocantes a la pura brevedad que alínea

ondas en el duramen cerebral o un corte,

semejantes a la sed que se comparte.

Y la sed, en sí, tiene al desierto:

quien se perdiera, sería despertado

hasta beber el oasis

de una pregunta o tenue otro.

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¿Qué para quién el muro habla?

Si lo desdice, el sol temprano lo bendice.

Estoy mirándolo y no comprendo.

Lo miro ahora: no estoy aquí…

( )

¿Presienten, hace siglos, estas piedras?

Al temblor, al caudal y al pensamiento

sobreviven. Un nopal abierto a su mutismo

rodea también al pasajero ensueño.

Despertar de encrucijadas de ínfimos

senderos que el rumor sin más sino deshabita.

O harta. O empecina en la cima rayada

por frotes de lo impalpable. O tiende al gris.

Y calados los blancos móviles, mariposa

de una sola mano te abres a la luz

del monte adonde peroran las dudas,

sus implícitas dichas.

A esa pupila sin fondo

otra oceánica escucha trae.

¿Quién comprende a la solitaria luz,

saltarina y perseguida compañía,

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unísono segundo en su espesura?

El peso de una rama rima con el ave

que canta un alerta igual y ciego

en la quemante hora y en la espera.

( )

Rodeado de lianas de insistencia,

viajar enciende la mañana. Es

ruido el cuerpo, el cuerpo es

ruido mientras calla.

Se deshacen las luces si preguntan.

La calle en blanco es papel y muda.

Mirar impone una corriente.

Nadie acompaña al grillo en la húmeda

labial que ahora ríe y desdibuja. Huele

a murciélagos la casa de las mariposas.

En la gruta varios músicos idénticos

desarriman un racimo vecino de risas.

La pirámide solar está preñada

por el espejeo roto de la pupila, que sabe

a veces a un reflejo que olvidó la fuente.

Quémanse preguntas por fragmentos

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de cada antiguo niño que no ha vuelto.

Pero vuelve, en otra forma, otra vez,

arenisca que se da por un puñado.

Recupero en la fragancia

de algún modo el otro armónico

que a su espesura ciñe y al osario

traga por la mariposa,

siempre irrepetible pues retorna.

No es alarde sino pluma en la corriente

que transterra, errar hasta la pulpa o médula.

Recuentos rotos concuerdan,

grises anillos suman el salto de un solo

grillo en esta pérdida.

¿Pero qué pierde o consuma?

¿Cuándo el día cesa si aún estalla,

pedrería?

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3. Radiolario

a Josely Vianna Baptista

Juventud del mar. El unánime

sonido. Los pequeños capitanes

ultramar. Ultralumbre azul, igual

a lenta iguana.

Olas, salgo, silbo, hasta que piérdome

en la calle, ahora recitan las costillas:

este día, este año, este siglo son polen:

ahora (escucha) el palmeral en esta hoja.

Si desprevenido no anduviera, andaría

hasta la médula incauto tal cauterio

sobre la íntima herida con su mácula,

de su alimento lunar la hoguera amante.

Si perderte mar supiera en los oasis.

El solo sílice hecho frotes de ojos.

Una sola voz invertebrada noche.

Una sola lumbre mientras persigo,

del desnorte, pura rumia, pura voz.

Una ola eres tantas, en la penumbra

sola del roce,

bajo la copa del páramo más lento.

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De pronto sentir que algo se acerca,

algo saldrá del escondrijo reflejo,

ya sin nombre furtivo fuego tarde.

Nubes son rostros: días sin rostro.

Día virgen lagarto.

Giróvaga agua

del peregrinar.

—Entonces vamos

al mar, a la mar alerta,

así en la lama así en la despedida

que despierta…

Facetar innómine, amniótica luz,

oleaje insomne la mente se ofrece.

Sin asomar de amos: a la vera al morar

fuente de alivio larva inmediata otra.

Si tanto no persuadiera la retícula,

si no fuésemos pejes dispersados,

si la espera ensimismada ya no fuera,

si el anillo de sargazos, si la espuma,

infancia insaciada nube del pensar,

rémora del fraseo desértico de arbustos

que aún inicia las rutas de seda del Thar,

a medio nado esta fragancia de sustos

sin vuelta del tiempo desierto del mar.

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Velo esta danza tan muda,

justo a espaldas de la sed.

Justo el momento se desvive

por abrir al centro de otro azor.

¿Pero quién en la corriente que lleva

de pronto en redes del enigma brilla,

aro del velo o arco cerrado del cero

o celo a punto sierpe del no-reparo?

Ofrenda a la calma este batir,

hacia la periferia del ánimo,

la palma búdica del pecho

o su habitante loto, camalote,

tigre aluvial del ahora delta.

E impulso del silencio arquero.

Y relámpago antes de verlo.

Y abierto en todas partes.

Y se cuenta en el rocío.

Y concierta con las dunas.

Y es la sed.

Y la luna entre sus cuentas.

Penetra al ras tal sin razón, hunde

en el humus la mano de espuma:

a quien canta el mar le habla.

Quien canta el mar, habla con él.

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Para quien canta mar el mar.

Bosque de oleaje:

llámase Flámula,

Contigo se llama.

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4. Cultivo

a Aníbal Cristobo

Ahora es la palabra santa que de mí mismo lava.

Ahora encarna palabra hasta sacarse del hambre.

Pasan luciérnagas en rías, mosquitos, mariposas,

falenas en realidad que han hecho nido en la casa,

en la causa, en la pausa alrededor

del ceño eléctrico sueño encendido, tropismo

sin especie ilusionista, cuarzo del ojo.

Ahora es la espera que se cuece a sí,

cultivo en la espesura córnea del bosque incendiado:

las lámparas arrasan toda selva

en busca del para siempre perdido paraíso.

Ahora está en la célula, en la sonaja, en el sudario.

Ahora espera las alas tendidas, pinzas deshechas

por la sal, a lo largo de la orilla, espinas del agua.

El krill de Kali respira la otra cara, que carece aun

de carencia y de cara, ausencia y logos, de cara

al fondo del muro adulto, dentro fugaz del proyector.

Ahora ausencia musa roza al parpadear

a quien de espaldas a la luna reza, y a quien besa

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a su otra en ultratierra:

irisa pluma el porvenir de una estocada.

Ahora de ser siempre

manantial de cauce inseguro.

Ahora cada portador del hambre trae su letra

que rueda, entre los anillos y esas otras

baratijas, flojas, el suelo que afirmara

primeras personas por lo grave, acento.

Ahora en acto es inactual por experiencia.

Ahora experimenta con nosotros y ustedes.

Ahora cambió.

Salta

en la porción, porciúncula del santo

al que tímidos feroces cantan cuando callan.

El mantra de las temporalidades,

sílice que filtra sombras al reojo,

persuade un viento detenido, un alto

espejo adonde un ciervo huele,

mira el humo

ahuesado si tirita el panel de su destello.

Ahora empieza a lo largo.

Creer poseer un lapso, pero este paso surte

un efecto, sensación ábrete sésamo,

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pasos suspensivos en el pasto,

margen a las ondas digitales, en la arena

que hierve de larvas de preguntares.

Ahora el aire está vivo, hecho del presentir,

resplandores innacidos y estallidos.

Salpican ecos la pared

lábil diosa de infancia.

Ahora sale del baño, el pelo

líquido arrastra los breves

remolinos, sin más

sonido, sin más

templo.

Ahora en la orilla de enfrente,

instante de enfrente, el segundo

de repente afuera.

Ahora es de tan cierto lejos.

Casi comprendo, casi pruebo

ese sabor sin dominio, sin

radicar ciertamente en sembradíos.

Pero no hay tiempos, muros, frases.

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5. Caudal

a Douglas Diegues

Arde una gota de ámbar

en la herida del árbol

que naciendo sigue.

El suspenso altera el aleteo

de las horas reunidas a su peso:

hasta la pulpa, espera es

del corazón el fruto.

Y en el modo de abrirse

o nadar la duda, velo.

Febrífugo velo.

Inflorescencia cimosa o del racimo

(corimbo, espiga, umbela, capítulo:

maneras de alzar vuelo, premisas

que la prisa perdió en son de cima).

Tanto ocupan espacio los infiernos.

Habitan la hoguera silencios

de madera nudosa y ya sin núcleo.

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Cromosoma en espartano esplendor

de su celda de monje cuyo libro

abierto ya no aparta, ya no trata

de aplacar a los ancestros

ni se harta en duplicar espanto.

La luz es insaciable anciana.

Rapta lo propio y lo reparte.

Y en los abiertos miedos viene el polen.

Navega a medias nada vientre la duración.

Tanto trato en atrapar consistencias,

pero nunca el pulso,

nunca el relámpago que se desea.

De semejanzas arrancado,

de hambres fronterizas.

No ha lugar

para más mundo en esa llama.

Anillos

de la tortuga hacia adentro.

La edad del árbol. La edad

del rocío.

Su costra petrificada oscila en costas

de un corte influido por ensueño,

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pero infiltra su insistencia de roce,

un origen a destiempo penetra.

El néctar asumido

sume a un balanceo de ínsula visual,

humus del pasaje aun sin muerte.

Y según se hunda estar,

la Hélade de pétalos,

toda deseo de ser piel.

Hace bien esta luz

frágil, de campo.

Declara que nunca he visto la flor de caña.

Y que no hay hambre que se aleje.

Estambres suyos perfilan lo invisible

y en la boca toda del cuerpo, Medusa

desflora a su adolescente en flor

y la floresta del sonido.

Comunican las plantas una aurora.

Luego el rocío de Santa Rosa.

Un caracol se pegó al vidrio.

La diosa besa vestigios.

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6. Ara

a Víctor Sosa

Cada hoja guarda el brillo

de su prodigio.

Cada hoja demora la hora

incólume como una colonia

de sacramentos.

Cada ligar de luces, ilusiona

con la emulsión presocrática

o la rosaura del día.

Cada día que pasa es una cosa.

Cada cosa que hago es una sola.

Cada sólido que cae está desnudo.

Cada cara que salta es una risa.

Pero no quiero entrar a repetir

me antes de haber abierto ape

nas esta boca de roca de coraz

onada.

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Entonces paro el caleidoscopio.

Noto los vidriecitos amados

por ese espejo del que proviene

el fuego ilusionista de ser algo.

La morada de la diosa está viva.

Ella es esa mano

de alivio más su estrella.

Cada diosa una hoja, volátil

su incidencia de instante.

Cada cosa está en las hojas:

furtivo coincidir, alguna mañana,

con penas y risas y destiempos.

Apenas salpica esta luz.

Apenas el vaivén de su vibrar

el libro sin destino a ser librado

y que una mano oscura escribe

mientras la otra a su lado calla.

Calan las hojas no escritas

como centros de estrella libados

por la mirada, aunque soslaye

o delire, nunca sola.

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Cada hoja pule el filo

de su esplendor.

Y cada deshojar en sí se da en sí.

Se vuelve a la grandiosa

hoja, desnuda

del ojo que duda, objeta.

Pájaro, el nombre se pierde

en un portal de iridiscencias:

cada fuerza trae fraseo.

Cada hija del espacio espera

a la escucha del aliento.

Cada lámpara

lejos, por el viento

inquieta.

Cada instante es una hoja.

Cada floja materia está encendida.

Estar y no estar la misma cosa:

una rosa espera,

una espira el oído y un habitar

encendido de ave en el ojo.

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Las hambres desmadran:

hambre de oír, de ser oído,

estar perdido entre las hojas.

No confunden las que raspan

su pronta ausencia con la flora.

Ni preocupan ni me plantan

en un magma de preguntas

inconstante, ni a la distancia

de un solo paso su espesura.

Apenas miro allí donde no estoy.

Vellos, verdescencias.

A contraluz todas las hojas miran.

Cada mirada está perdida

si la cruzan las trazas de una hoja

en esa soledad de oleaje

adonde mundos pesan o persisten.

El origen verde

del mundo es el fin del mundo.

Arde lo que está cerca, porque habla.

Hoja en la frente del que sueña.

Hoja en la fuente que se preña

de una imagen respirada.

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Roce de labios y de ocelos:

se besan esta hoja y el rocío.

Cada flor amazona da su ara.

Las flores abren los ojos.

Las hojas comen voces.

Hoja página, hoja vagina, hoja

mental. Hoja única, la misma,

elemental. Hoja del día, hoja

del trébol de cuatro puentes

cardinales. Hoja mordida por

la hora.

Hoja mojada en la luz.

Hoja quemada en vida.

Hoja, ventana.

En un tiempo amé a una hoja

que luego caería en ese charco:

cacería de otro centro.

Diosas adolescentes.

Dolores de parto de diosa.

Apariciones de cada día.

Hojosa infancia, matriz,

emperatriz del humus,

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reino de las despedidas,

abolir del resplandor.

Y el río de nervaduras

«por una sola hora más».

Cada hoja busca su forma:

crecer y ser buscada.

Cada esperada es perfecta

a la mirada que espera.

Cuánto hacía falta —las hojas

que llegan de lejos para

permanecer— para permanecer.

De noche sin luna una hoja

con su luciérnaga quieta,

lisergia de ser en gira.

Escucha

la puerta sin muro.

Consigo unos brazos de Shiva,

los mástiles hechos sirenas.

En el segundo sigo porque la hoja

hiere.

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Prefieren las hojas quedarse mirando.

Preguntan, esposas del árbol profundo.

¿Qué árbol, qué hojas? ¿qué

espesan, qué tocan?

Estoy desprendido de un nudo

tan parecido a ese búho del que aún

huyendo persigo por entre las hojas.

Se abre la primavera por vez primera.

Se vive a la vera del verdor que verá

a quien apenas lo vea.

Racimo, chorro de lumbre,

el aire encarna.

Hoja roja del liquidámbar, hoja

hueca de la monstera, hoja insomne

y sin espejo, hoja caída en la laja.

Ahora, diosa del hambre, pasa

intermitente y separa

el espacio para siempre volver.

Estela que una mirada deja,

faceta en las oceánicas hojas,

camino a casa, en otro lugar.

Rumor del pasto y las ramas.

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La serie que da título a este breve libro fue escrita y anteriormente publicada por Pen Press, Nueva

York, 2001, con un tiraje de 200 ejemplares, edición por gentileza de Mercedes Roffé. Se mantenía

inédita en Argentina.

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Este libro se terminó de imprimir en octubre del 2009 en Tecnoediciones,

Villa Lugano.