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CRÓNICA NICANOR PARRA, PROFESOR Leonardo Sanhueza Como es bien sabido, durante los años noventa, Nicanor Parra fue profesor en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile, don- de enseñó literatura en un estilo muy particular. Esta crónica describe a ese profesor y da una idea de la influencia que desde allí generó. It is well-known that in the decade of the 90s, Nicanor Parra was a professor at the School of Engineering of the University of Chile, where he taught literature with a very particular style. This article describes that professor and provides an idea of the influence he generated. Los profesores nos volvieron locos a preguntas que no venían al caso. N. P. 1 H ay muchas fotografías en que Nicanor Parra aparece como profe- sor, retratado en plena clase. En unas está de cara a sus alumnos, en otras escribe sobre el pizarrón o está atento a esa nada espesa y fan- Estudios Públicos, 136 (primavera 2014), 159-176 ISSN: 0716-1115 (impresa), 0718-3089 (en línea) LEONARDO SANHUEZA (Temuco, 1974). Poeta chileno. Cronista. Entre otros libros, ha publicado Tres bóvedas (2003), Agua perra (2007), La ley de Schell (2010), Leseras (traducciones de Catulo, 2010), La edad del perro (2014) y El hijo del pre- sidente (2014). También fue el compilador de Obra poética, de Rosamel del Valle (2000). Email: [email protected] www.cepchile.cl

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Literatura

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  • C R N I C A

    NICANOR PARRA, PROFESOR

    Leonardo Sanhueza

    Como es bien sabido, durante los aos noventa, Nicanor Parra fue profesor en la Escuela de Ingeniera de la Universidad de Chile, don-de ense literatura en un estilo muy particular. Esta crnica describe a ese profesor y da una idea de la influencia que desde all gener.

    It is well-known that in the decade of the 90s, Nicanor Parra was a professor at the School of Engineering of the University of Chile, where he taught literature with a very particular style. This article describes that professor and provides an idea of the influence he generated.

    Los profesores nos volvieron locosa preguntas que no venan al caso.

    N. P.

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    H ay muchas fotografas en que Nicanor Parra aparece como profe-sor, retratado en plena clase. En unas est de cara a sus alumnos, en otras escribe sobre el pizarrn o est atento a esa nada espesa y fan-

    Estudios Pblicos, 136 (primavera 2014), 159-176 ISSN: 0716-1115 (impresa), 0718-3089 (en lnea)

    Leonardo Sanhueza (Temuco, 1974). Poeta chileno. Cronista. Entre otros libros, ha publicado Tres bvedas (2003), Agua perra (2007), La ley de Schell (2010), Leseras (traducciones de Catulo, 2010), La edad del perro (2014) y El hijo del pre-sidente (2014). Tambin fue el compilador de Obra potica, de Rosamel del Valle (2000). Email: [email protected]

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    tasmal que a veces sobrevuela con su silencio intermitente el espacio pedaggico.

    Estuve revisndolas para hacer memoria, ya que entre ellas no son pocas las que registran un momento de mi propia experiencia, encua-drando un lapso importante de mi vida como estudiante en la Facultad de Ciencias Fsicas y Matemticas de la Universidad de Chile. No slo son escenas que vi con mis propios ojos, como se suele decir, a co-mienzos de los aos noventa, sino que adems pertenecen al campo de fuerzas que torci mi vida desde las ciencias hacia la literatura, pero que se han resuelto entre mis recuerdos de otro modo, con otro foco, con otro tiempo: son fotografas de lo que mi memoria no quiso o no pudo atrapar, abocada como estaba al instante previo o siguiente, a otro ngulo, a qu s yo. Esa sensacin se hace ms patente en algunas im-genes que slo muestran el pizarrn, entero rayado, ese mismo pizarrn que los alumnos mirbamos al final de la clase con cierta perplejidad, sin saber que veinte aos ms tarde su registro nos parecera ajeno aunque lo sabramos propio, como un tiempo perdido que pretende re-cobrar su sitio en nuestro archivo mental. Son fotografas del descalce, como las del lbum familiar, que operan como pruebas del recuerdo, pero que nunca son el recuerdo en s, sino slo un atisbo, una gua para bucear en un agua ms turbia y desdibujada.

    Es una sensacin extraa sa, la de ver fotografas que muestran desde un punto de vista ajeno un recuerdo ntimo. Da cierto desasosie-go enfrentarse a imgenes de las que uno presumiblemente fue testigo, pero que slo a la fuerza logran encajar con la memoria y que producen as un efecto de irrealidad retrospectiva. Escribir sobre esos das es tambin penetrar en el misterioso nexo entre la memoria, la historia y la documentacin, ya que a la larga los documentos se mimetizan entre los recuerdos autnticos.

    Al ver esas fotos compruebo adems que transmiten un mensaje equvoco. (A propsito de equvocos, debo hacer un parntesis obliga-do, porque no terminaba de escribir las palabras transmiten y mensa-je cuando record que justamente en una de esas clases sali al baile el modelo de Jakobson, que hasta entonces me pareca una verdad palma-ria, tal como me lo ensearon en el colegio, pero que a partir de ese da se me fue con su absoluta verdad a las arenas movedizas para siempre, como todo lo dems. Si el disco Pare transmite un mensaje, quin

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    es el emisor? La Direccin de Trnsito? La Ley? Pepe Grillo? Na-die? Pero donde Jakobson estall en unos fuegos de artificio como de Looney Tunes fue en este artefacto parriano: In case of fire / Do not use elevators / Use stairways / Unless otherwise instructed. Quin es el emisor de esas Instructions? El To Sam? El Pato Donald? Dios? El pnico en persona? Y ese emisor X, cualquiera que sea, es el mismo que, llegado el caso, dar instrucciones en sentido contra-rio? Cierre parntesis). (Repito: cierre parntesis). (Quin dijo eso?). (En fin, sigamos). El pizarrn de Parra, atiborrado de bote a bote con anotaciones de caligrafa caracterstica y reconocible, habla ahora en esas fotos de una clase electrizada e hiperkintica, una pedagoga a todo vapor y sin tregua, un ritmo que no se condice, segn recuerdo, con el silencio y la pausa que marcaban esa hora y media que, dos veces a la semana, a medioda, apareca como un intenso oasis de calma en el neu-rtico trfago de la facultad. Es un malentendido, por supuesto, imagi-nar una clase vertiginosa a partir de un pizarrn catico y saturado, pero no est de ms considerarlo, porque en l hay algo sustancial sobre el profesor Parra.

    Pero vamos por partes. En la mayora de las fotos el pizarrn apa-rece lleno de textos, frases, palabras sueltas, poemas, artefactos, a veces dibujos; todas ellas fueron tomadas en la Escuela de Ingeniera, princi-palmente en el auditrium Humberto Fuenzalida del Departamento de Geologa, pero tambin en otras dos salas de la facultad, desde fines de los aos ochenta hasta mediados de los noventa, es decir, en las pos-trimeras de la dictadura y en la naciente democracia, cuando Parra se acercaba o ya pasaba las ocho dcadas. Entiendo que la mayor parte de ese ciclo corresponde al seguimiento que hizo el entonces estudiante de ingeniera e incipiente fotgrafo y cineasta Marcelo Porta, que en diez sesiones acumul unas doscientas fotos; el resto, actualmente desper-digado por aqu y por all, fue obra de alumnos aficionados a la foto-grafa, como tambin de profesionales que a veces se dejaban caer en las clases, a ver qu haba. Mezcladas en ese corpus pedaggico, hay unas pocas fotos de Parra, creo que dos o tres, mucho ms antiguas, que repiten el motivo, pero con el pizarrn poblado de signos matemticos, ecuaciones, leyes de la fsica, el nombre de Galileo; evidentemente, son de su etapa como profesor de mecnica racional en el Instituto Peda-ggico; es decir, son previas a 1968. Entre ambas situaciones, aunque

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    las imgenes ahora pasan la llana (hasta hoy me encuentro con gente convencidsima, como la mistificacin lo aguanta todo, de que Parra en la Escuela de Ingeniera haca clases de fsica, como en el Pedaggico, e incluso de un raro embutido de fsica y literatura), hay un abismo, no slo por los aos transcurridos. Vale la pena aclarar ese entuerto. Para ensear fsica hay que hablar, explicar, demostrar; hay que dictar cte-dra literalmente. Los alumnos aprenden la ley de gravitacin universal, el concepto de masa, el movimiento de un cuerpo en el plano incli-nado, el torque, la fuerza centrpeta. Despus aprendern otras cosas, por ejemplo que todo eso est en crisis, que nada en el universo es tan as, que la luz no viaja en lnea recta, que (quizs) existen los agujeros negros o que el tiempo no es, en absoluto, el metro de platino que nos ensean los relojes. El profesor de fsica, tanto si ensea mecnica racional como si activa en los cerebros la dinamita frtil de la teora cuntica, debe asumir su rol de maestro, de ministro del conocimiento. Pero cuando ese mismo profesor debe hablar de literatura, de poesa, de lenguaje, su ctedra se terremotea sobre sus bases, basculndose hacia el instinto, hacia las vsceras, y acaba volcndose hacia el silencio y el polvo levantado desde los adobes destrozados por ese sismo. Eso eran, al fin, las clases de Parra: un gran silencio, un silencio elocuente, como salido del terremoto de Chilln. Un silencio a punto de estallar y decir algo ms acerca del futuro.

    Efectivamente, Parra casi no hablaba en sus clases. Quiero decir: hablaba, pero lo haca con gotario y, a pesar de su tono enftico, pareca hacerlo en clave, diciendo una cosa por otra o emitiendo juicios a veces slo con una mirada, con un rictus socarrn, con una mano alzada en seal de rechazo o de sorpresa. Al pensar en esa mudez se me cruzan ahora por la cabeza tres impresiones: 1) Parra no hablaba porque ya era anciano, y, antes que el derroche de palabras, prefera soltar su discurso en pequeas y medidsimas dosis letales como el cianuro; 2) Parra no hablaba porque esperaba, usando el silencio como carnada, que noso-tros lo hiciramos; y 3) simplemente estaba cansado y le daba una lata enorme ensear cosas a estudiantes credos de su inteligencia y a veces muy fanfarrones, como ramos nosotros; con su silencio pareca decirnos: Considerad, muchachos, / Este gabn de fraile mendicante: / Soy profesor en un liceo obscuro, / He perdido la voz haciendo clases. Exagero, naturalmente, pero slo para mostrar que el silencio de Parra

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    no era en absoluto un producto de la timidez, como tampoco de la im-provisacin malograda, sino que era toda una construccin, una estrate-gia en cuyo revs poda leerse: No contaban con mi astucia.

    Recuerdo al respecto largos lapsos de tensin, en los que el profe-sor Parra, luego de escribir algo en el pizarrn, se rascaba la cabeza, se quedaba mirando la frase o se paseaba como un guardia del palacio de Buckingham frente a ella, de un lado al otro, con una mano en el men-tn, sin abrir ni por un instante la boca (la frase poda ser, y en efecto alguna vez lo fue, uno de sus artefactos: De boca cerrada no salen moscas).

    Otro procedimiento habitual era el de la maleta. Parra sola llegar a clases premunido de una gran maleta o, en su defecto, de un gran bolso de cuero, en cuyo interior haba decenas, cientos de libros, escogidos nunca supimos con qu criterio, supongo ahora que al tuntn. De la maleta poda salir As habl Zaratustra de Nietzsche, el Curso de lin-gstica general de Saussure o El fin de la historia de Fukuyama. Era como una tmbola en la que Parra meta la mano para sacar la bolita ganadora. Enseguida abra el libro en una pgina elegida al azar o eso quera hacernos creer y le peda a un alumno que la leyera. Si el texto era provocador o sugerente, la mquina de llenar pizarrones se activaba y los estudiantes despus continuaban el trabajo de batir la lengua. Aho-ra bien, si el texto era incomprensible, meramente retrico, aburridor, la mquina de llenar pizarrones se activaba justamente por ese lado, por el del pelambre crtico, y nos reamos mucho descuerando la inoperancia del autor. Una variacin muy desopilante de ese juego tena lugar cuan-do en vez de un libro sala de la maleta el suplemento Artes y Letras, de El Mercurio, cuyos articulistas, ya fuera por la estupidez de su tema o por lo risible de su prosa, al cabo de un par de prrafos terminaban su-bidos al columpio iconoclasta, noqueados por el humor chillanejo.

    Todo ese modus operandi, como se puede imaginar, desconcertaba a los estudiantes, porque a pesar de estar slo en segundo ao de In-geniera ya se haban acostumbrado a otro tipo de profesores, que por originales y aun geniales que fueran eran hombres serios y formales, que necesitaban su tiempo para exponer una determinada cantidad de contenidos. De los profesores que conoc, el nico que pudo tener algn punto de comparacin con Parra fue el fsico Igor Saavedra, cuyas cla-ses de Introduccin a la Fsica curso que por lo dems podra haberse

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    llamado sin ms Introduccin al Pensamiento Cientfico incluan algunos parntesis extracurriculares destinados simplemente a recor-darnos que no estbamos muertos ni ramos vegetales, sino que ramos estudiantes universitarios y que por lo tanto nuestra nica postura irre-nunciable era tener los ojos muy abiertos a la realidad, porque la vida es demasiado corta Recuerde el alma dormida / avive el seso y des-pierte para andarla dilapidando o para cometer el pecado mortal de que nuestro encefalograma resultara plano mientras tombamos apuntes como autmatas. Esos parntesis, en el caso de Parra, eran el meollo del curso. Parntesis tras parntesis, al cabo de una hora y media de clase, cuando la sala comenzaba a vaciarse, aunque no habamos aprendido nada especfico, nuestro aprendizaje bailaba un nuevo estilo de baile: el pizarrn ya no daba abasto y, a medida que iba quedndose solo con sus pedazos gastados de tiza, se reafirmaba como nico y engaoso tes-timonio de aquel pausado caracoleo sin tema fijo cada loco con su tema, sa era la premisa que en cada vuelta haba ido lanzando un aguijn tras otro en la cabeza de los estudiantes.

    Egresar de ese curso era, pues, irse con la cabeza embanderillada como el lomo de un toro luego de la lid, con la ventaja sobre el bovino de que nunca llegaba el momento del sablazo de gracia. Al final del semestre de otoo de 1992, cuando estuve en ese curso como alumno, la desercin estudiantil fue catastrfica. Buena parte del curso abando-n, feliz, la Escuela de Ingeniera. Fue el empujn que necesitaban los desertores. Unos se fueron a escuelas de arte, otros se decantaron por las ciencias polticas, por la sociologa, por el cine, por la danza con-tempornea. Entre los que se quedaron, desde luego hubo quienes no acusaron recibo del chancacazo e, inclumes, siguieron su recto rumbo previsto hacia el xito ingenieril, pero otros lo sintieron en el tutano y sus vidas de ingenieros o cientficos en ciernes ya no fueron las mismas que habran sido con la intervencin de cursos de formacin general, como se usa ahora en la falsa y pattica moda de la educacin inte-gral (las humanidades como barniz cultural) que gobierna las universi-dades pblicas y privadas. Ese curso de Parra del 92 fue una bomba de racimo. Supuestamente se centraba en El rey Lear, pero la bomba nos dej pensando en Hamlet y en La tempestad. La Escuela de Ingeniera, tan pulcra y severa como era, haba incubado con todo gusto a sus gre-mlins. Muy pronto, adems, en la facultad comenz una febril actividad

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    de orden artstico, poltico y cultural. Las lecturas vespertinas de poesa eran cosa de todas las semanas, como tambin las actividades del Taller de Arte, la proliferacin de colectivos de toda especie, los recitales de msica alternativa o de punk o de lo que hubiera, las revistas no ingenieriles, las intervenciones poticas espontneas en el patio o los nutridos ciclos de cine alemn o francs organizados por estudiantes. En 1993, con slo las patas y el buche, tres amigos organizamos un encuentro nacional de poesa llamado La musiquilla de las pobres es-feras, que dur cinco das y en el que participaron unos sesenta poetas, entre ellos Armando Uribe Arce, Toms Harris, Carlos Cocia, David Turkeltaub, Clemente Riedemann y Jorge Teillier, que asisti ah a su ltimo homenaje en vida. La facultad en ocasiones no pareca un cam-pus de ciencias exactas. La Escuela de Ingeniera se haba vuelto un es-pacio de poesa en movimiento. Un espacio de inquietud, de curiosidad, de belleza.

    Pero quizs estoy mintiendo demasiado. El infierno segua siendo el infierno. Cmo esa facultad demente iba a convertirse en un espacio de ninguna cosa.

    Mejor volvamos a las fotos. Imaginemos.

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    El registro documental de las clases de Nicanor Parra es una ex-cepcin interesante en el gnero de las fotos de escritor, porque su tema es un aspecto biogrfico especfico y extraliterario, en este caso su vida acadmica: su vida laboral, su otra vida. Para ponderarlo, slo se me ocurren los ejemplos exiguos de Felisberto Hernndez y Boris Vian, fotografiados ambos en su faceta de msicos, que para los dos fue una base o un complemento de su literatura, tanto as que esas fotografas musicales Felisberto sentado al piano o Vian soplando su trompi-nette se han vuelto adecuadas ilustraciones de su quehacer literario, de sus ideas o de su carcter. Lo de Parra es distinto, ya que la pedago-ga y el magisterio, a pesar de su extensa carrera docente de casi medio siglo (Considerad, muchachos...), e incluso si se tienen en cuenta sus pocos pero bien conocidos poemas sobre esos asuntos (Los profesores nos volvieron locos...), se relacionan slo de una manera tangencial con la antipoesa y no son aspectos relevantes en la apreciacin de su

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    personalidad o su ideario. Y sin embargo ya es un hecho consumado: la imagen de Parra ha quedado en buena parte ligada a un pizarrn, con aun mayor intensidad que la de Gabriela Mistral, por ejemplo, lo que ya es mucho decir.

    Por qu en sus fotos ms famosas T. S. Eliot no aparece como burcrata o William Carlos Williams como mdico? O mejor aun: por qu no se identifica a Nabokov con fotos tomadas en sus clebres clases de literatura? Las fotos de escritores no suelen inmiscuirse en ese as-pecto ms bien prosaico el trabajo, el dinero, la sobrevivencia, las la-bores extraliterarias, sino que a menudo pretenden ser ms evocado-ras de una vida interior, un carcter, algunos ambientes ntimos, o bien se abocan a gestos, excentricidades, humores. Nabokov no hace clases, sino que caza mariposas. Kafka no timbra papeles, sino que sonre en la playa. Y as. Hemingway patea una lata de cerveza, Huidobro empua un revlver, Ginsberg se desnuda, De Rokha se enfrenta a un plato de comida o contempla unas gallinas deambulantes. La circunspeccin de Kavafis, la tristeza de Vallejo, los ojos de Onetti, la chasquilla de Mara Luisa Bombal, la camisa abierta de Pound, el estilo de Silvina Ocampo, la marinera de Neruda, la mueca displicente de Enrique Lihn. Y Bor-ges, qu decir de Borges. Felisberto pianista o Boris Vian cantautor, ya lo dije, pero tambin Ren Char tocado con teatrales plumas de indio norteamericano junto a Picasso. O Tolsti de botas cosacas en charla con el joven Chjov. O Robert Desnos completamente ido en alguna sesin de alucingenos. Incluso puede meterse por ah la dramtica postrera imagen de Robert Walser, huellas sobre la nieve, o la ltima, penltima, quin sabe, foto de Rimbaud. Los escritores y sus circuns-tancias se han vuelto, tambin, ellos mismos, gracias a la fotografa, una historia para contar, una ficcin, un drama biogrfico, un cuento chino, una fbula.

    Las fotos de Parra frente a sus alumnos pertenecen a otra catego-ra, o bien estn planteando la ficcin desde un aspecto raro. No estn enfocadas en un instante excepcional o irrepetible, como tampoco en una leyenda, sino en la cotidianidad rutinaria, aquella que ao a ao rei-teraba el profesor, una y otra vez, frente a sus estudiantes incgnitos. Lo excepcional, irrepetible o legendario, el mito de las clases de Parra, se constituy muy a posteriori, despus de consagrado el malentendido de que esas clases adems eran parte del sistema parriano, de la antipoesa

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    misma, es decir, que ilustraban una potica, como los bares en las fotos de Jorge Teillier o el mar en las de Neruda. Es cierto que las clases mis-mas, con sus lancetas en medio del silencio, podan funcionar como una metfora del quehacer parriano, porque eran una versin pblica de sus cuadernos: cada clase poda, en efecto, ilustrar algunos procedimientos de la creacin antipotica. Pero eso es invisible en las fotos y permane-ce en la memoria de quienes asistieron a esas demostraciones. Como deca, las fotos dejan una impresin equvoca, ya que muestran escenas totalmente alejadas de su ritmo original, que era mucho ms cercano al del flujo del pensamiento y de la conversacin chilena la misma que Ral Ruiz describi tan bien al encontrar su centro en el discurso err-tico o circunloquio flotante que al de una ctedra de temas definidos. Es decir, aunque el profesor Parra estuviera hablando acerca de Hei-degger o exponiendo sus ideas acerca del endecaslabo o la seguidilla como las mtricas del castellano hablado en Chile, las fotos se arrancan con los tarros y hablan de la montaa rusa de la antipoesa. En ese sen-tido, no parecen fotos de una clase extravagante de literatura, sino de un taller literario de autor. Es algo espurio, pero verosmil: Parra hacien-do clases de Parra. Dicen las fotos, como si dijera Parra desde la ctedra a sus alumnos: Suban, si les parece. / Claro que yo no respondo si ba-jan / Echando sangre por boca y narices.

    La sala de clases de Parra, toda llena de ideas y provocaciones, vibra ahora en esas fotos como el lugar propio de la antipoesa, el Olimpo del cual ella baja sin bajar, quedndose para siempre ah, en ese espacio ya mitologizado que parece haber olvidado que su nica frgil memoria es esencialmente estudiantil, inmadura, primaveral, atenaza-da por esa difcil juventud que haca del conocimiento, el aprendizaje y la especulacin un ejercicio potico o un artefacto en ciernes. Fuera del mito, esas fotos son tambin la prueba de que esa otra cosa existi: esos jvenes invisibles pero extraordinarios, las mejores cabezas de mi generacin, ahora todas detrs del lente, sus caras de asombro ante el futuro que, a veces imperceptiblemente, a veces mediante un martillazo, pareca bascularse en esas clases hacia un inesperado abismo de inde-terminacin vocacional. Era una crisis entre mil otras, desde luego, pero su podero radicaba en que haba nacido de algo que pareca del todo inofensivo para estudiantes de elite, cabros que ya se abanicaban con el clculo diferencial o las abstracciones de la topologa: boinas negras

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    del conocimiento cientfico que de pronto se vean desestabilizados por algo que, a fin de cuentas, no era ms que una mera clase de literatura, y ni eso.

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    A los diecisis aos, cuando sal del colegio, a fines de 1990, en Temuco, yo no dispona ms que de una imagen muy difusa de Parra, que por lo dems no me vena del colegio. Es ms, mis primeros vncu-los escolares con la poesa en general, entendida en su exceso vitalista sobre los gneros literarios, no pertenecan al mbito de la literatura, sino al de las matemticas y las ciencias naturales. Estudiar me aburra mucho, pero yo era bueno para los nmeros y los profesores del ramo siempre me tuvieron aguachado. En mis ltimos dos aos escolares, mis cursos de matemticas eran una fiesta, casi clases particulares, y se remitan a resolver juegos de ingenio, leer cuentos rabes, calcular cuntas plumas tiene una gallina o buscar peculiaridades esotricas en las series de los nmeros primos o de los mltiplos de siete. Lo que ms me gustaba eran los ejercicios aritmticos, siempre muy misterio-sos, los cuadrados mgicos, las propiedades extraas de los nmeros. Me diverta hacer operaciones con nmeros en sistemas no decimales, por ejemplo, cosa completamente intil, pero que a los quince aos me hizo entender los nmeros como hoy entiendo las imgenes poticas. Yo no quera estudiar, quera embarcarme. De hecho, antes de dar la Prueba de Aptitud Acadmica, una de mis alternativas a la Escuela de Ingeniera era la carrera de Construccin Naval en la Universidad Aus-tral, en Valdivia. Ahora que lo digo, entiendo la razn de ese disparate. An recuerdo la orgullosa alegra con que mi profesora Silvia Villagrn, autora de todas esas triquiuelas educativas, me invit a tomar once en una confitera de Temuco cuando supo que me haba ido muy bien en la Prueba de Aptitud de Matemticas y que haba decidido irme a Santia-go, a la Universidad de Chile. Antes de despedirnos para siempre, mien-tras llegaba el garzn con la cuenta, sac de no s dnde sus dos tomos de la biblia del estudiante de matemticas, el Calculus de Tom Apostol, los mismos dos tomos con que ella haba estudiado en la universidad, y sin decir agua va los puso en mis manos. Quizs te sirvan, me dijo. Me sirvieron, y mucho, incluso para darme cuenta de que el tiempo

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  • LEONARDO SANHUEZA / Nicanor Parra, profesor 169

    de los juegos matemticos haba terminado y que yo no sera jams un rabe famoso por saber calcular cuntos pjaros haba en una nebulosa y ondulante bandada de estorninos. Me da pena pensar que todas esas esperanzas cifradas por la profesora Villagrn en el que fue su mejor alumno en mucho tiempo se estrellaron al fin con el destino mo, que no era ser un gran constructor de viaductos o un iluminado astrofsico, sino slo un escritor que da a da, como el ms limitado de los cretinos, se debate entre las cosas ms elementales: su lengua materna, la letra o de ojo y la a de ala, y todas sus historias, sus recuerdos, sus imaginaciones.

    El caso es que a los diecisiete aos llegu a la Escuela de Ingenie-ra con mis dos tomos del Calculus de Apostol bajo el brazo. En cuanto a Nicanor Parra, lo haba ledo poco y mal, pero lo estimaba sin recau-dos. Supongo que lo situaba en el espectro de la veda cultural de mi tiempo, es decir, la dictadura, a cuyos productos prohibidos o mal vistos yo haba tenido acceso gracias a una ta que haba pertenecido al MIR y que, en cada visita suya a la casa familiar surea, me dejaba alguna pista de esa dimensin desconocida: algn casete de Alfredo Zitarrosa, alguna revista Apsi ya arrugada de tanto camuflarla. Fue ella quien me cont que, si me iba a estudiar a Beaucheff, tendra clases con Nicanor Parra. Naturalmente, no le di la menor importancia. Qu importancia iba a darle: tena trece aos, me faltaban tres, casi cuatro aos para en-trar a la universidad. A los trece, tres o cuatro aos son una eternidad. Pero ya sabemos: aunque los das sean interminables, las semanas son cortas / Los meses pasan a toda carrera / Ylosaosparecequevolaran. En efecto: a los diecisiete ya estaba entrando a Beaucheff y, a los die-ciocho, ya estaba sentado en la sala del profesor Parra.

    Gracias a la biblioteca del Departamento de Estudios Humansti-cos (Ejrcito 333), yo ya me haba hecho una idea de quin era Parra. No era nada ms que eso, una imagen construida a partir de Poemas y antipoemas, Versos de saln, Canciones rusas, todo mezclado con Sermones y prdicas del Cristo de Elqui y, tambin, con mis mitos ado-lescentes acerca de la contracultura y el imaginario de izquierda, en el que Nicanor Parra, a su pesar quizs, figuraba en primera fila junto a su hermana Violeta o las funciones a tablero vuelto de La Negra Ester. Su-pongo que mis compaeros de curso, aunque tampoco supieran mucho de l, tambin tenan alguna imagen suya en la cabeza. Digo ms: nadie lo elega a ciegas.

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    Entre los cursos del Departamento de Estudios Humansticos, el de Parra era siempre el ms solicitado. Tena slo sesenta vacantes, pero postulaban cientos (casi digo miles), ya fuera porque lo consideraban un rito de paso o un privilegio universitario que muy pocos estudiantes chilenos podan tener, o porque era un curso fcil de aprobar y tena los mejores horarios. En cualquier caso, las vacantes, como en todos los cursos de la facultad, se llenaban con los estudiantes que tuvieran mejor prioridad acadmica, o sea mejor posicin en un ranking que varia-ba cada semestre segn no s qu polinomio que relacionaba factores como las notas, la cantidad de cursos aprobados o la fecha de ingreso a la facultad. Naturalmente, esa medida de calidad acadmica no era garanta de nada en un curso de literatura, donde hasta los ms duros es-tudiantes de ciencias podan verse transfigurados en perfectos tarados y arruinarlo todo. El curso de Parra en particular dependa mucho de sus alumnos, de su entusiasmo, su curiosidad, su apertura de mollera. Afor-tunadamente, la mayor parte de mis compaeros eran muy buenos en ese sentido; estudiantes de ingeniera excntricos, le sacaban trote a su inteligencia en todas las direcciones posibles; era gente que no iba a la universidad a estudiar, como peda Cecilia Bolocco, sino a vivir una vida universitaria. Era cierto que no faltaba el cabeza de cubo Rubik monocromtico, pero ms cierto era que todos los dems, la mayora, haban llegado al profesor Parra por un genuino inters intelectual, una especie de alegra creativa de estar ante una oportunidad irrepetible.

    Como para echarle ms lea a la expectacin, en aquella primera clase del semestre de otoo de 1992 Nicanor Parra no lleg. Tampoco lo hizo en la segunda, ni en la tercera, creo, ni en la cuarta. Haca unos meses haba ganado el Premio Juan Rulfo en Guadalajara y, por esos das, andaba en Valencia, Espaa, donde estaba exponiendo sus traba-jos prcticos y artefactos junto a la poesa visual de Joan Brossa. En reemplazo, esas primeras clases las hizo el profesor Felipe Alliende. El curso estaba anunciado como un monogrfico sobre El rey Lear, lo que haca suponer que el reemplazante iba a contarnos algo de Shakespeare, de la historia del teatro, de la diferencia entre poesa lrica y poesa dra-mtica, cualquier cosa por el estilo, pero no hizo nada de eso, sino que se dedic a hablarnos de Parra y de la antipoesa. Ese cursillo exprs estaba hecho de manera didctica, con toda la sapiencia pedaggica de un experto en educacin como es Alliende, pero adems contena

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    elementos de un retrato personal, amistoso, incluso admirativo, trazado por alguien que lo conoca en muchas facetas. Alliende combinaba muy bien su vocacin acadmica formal con un sentido del humor conscien-te del efecto que produca la mezcla de solemnidad y socarronera; uno o dos aos despus, cuando fue mi primer profesor de latn, me cont por qu cuando joven haba cambiado la teologa por humanidades ms profanas: mientras estudiaba en Italia, un escote romano lo hizo entrar en vereda. Por lo dems, ese humor acadmico, de happening, tendiente siempre a tomarle el pelo o bien a bajarle derechamente el moo a la alta cultura, era muy propio del Departamento de Estudios Humansticos; recordemos que en ese lugar, yo dira que incluso con ms amplitud de alcances que Parra, haba dejado su huella indeleble Enrique Lihn. De modo que Alliende, al mismo tiempo que hablaba de los antipoemas con la amabilidad de un maestro normalista, tambin se permita hacerlo con la risa de quien haba participado en la juerga de Adis a Tarzn o en el festivo cincuentenario de Lihn, donde encarn el rol hilarante de un obispo que bendeca en correcto latn al autor de La pieza oscura en aquel Ao de la Mutualidad del Yo.

    No tengo noticias de otro curso universitario que, como se de Parra del 92, haya contado con un prlogo semejante acerca del profe-sor. Una rareza ms. El invunche estaba casi completo. Slo faltaba el maestro. Cuando por fin Parra hizo su entrada al auditrium Fuenzalida, el aire de impaciencia ya poda cortarse con tijera. Comenzaba, pues, nuestra pequea gran ceremonia de hacernos un poco ms libres, ms conscientes de nuestras palabras.

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    La asistencia era libre. En realidad, ningn curso en la facultad tena como requisito ir a clases, tanto as que un alumno muy compe-tente o estudioso poda aprobar incluso con un siete cualquier curso sin siquiera haberle visto la cara al profesor. Haba casos, por supuesto, en que asistir era obligatorio de manera tcita, como los laboratorios de qumica o de electricidad, que se basaban en realizar algn trabajo prctico; tambin los haba en que la asistencia era tan conveniente que, en los hechos, se volva obligatoria. En el curso de Parra, la libertad de asistencia era libre en trminos absolutos. Para aprobarlo daba lo mis-

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    mo haber ido o no a clases. El nico requisito era presentar un trabajo final, para cuya confeccin no haca falta haberse asomado en la sala ni una sola vez. Pero de todos modos las clases solan ser muy concurri-das: los sesenta alumnos a veces se volvan cien o ms. Los oyentes venan de todas partes, no slo de la escuela. Recuerdo que solan ir es-critores, profesores, artistas, libreros, periodistas, como tambin acomo-dadores de autos o jubilados ociosos. La clase de Parra, en un tiempo en que las actividades culturales an estaban en un tmido despegue, era una conferencia estable de todo el otoo, abierta a quien quisiera ir.

    Parra, adems, sola llegar acompaado por su hijo Juan de Dios, apodado Barraco, que segn recuerdo oficiaba de chofer de la combi, o parramvil, y asistente para transportar la maleta de libros. Otras ve-ces, no recuerdo si ese ao o el siguiente, llegaba adems con su polola de entonces, una veinteaera preciosa, cuyo vnculo inverosmil con el poeta octogenario tardamos varias semanas en descubrir, seducidos como estbamos, en esa sala mayoritariamente masculina y llena de hormonales menores de edad (an no se bajaba por ley de veintiuno a dieciocho la edad adulta), por esa misteriosa Pincoya terrestre que de cuando en cuando se asomaba en nuestro espacio estudiantil.

    Una vez apareci Mauricio Redols en el saln Fuenzalida, des-pus de un curioso incidente televisivo que ahora es recordado como un escndalo o hito freak de la transicin: la primera vez que alguien dijo un garabato, el adjetivo culiao, en televisin. Redols haba sido in-vitado al programa El desjueves, del canal La Red, donde lo haban re-querido a propsito de eso, por haber integrado a su repertorio el poema El poeta y la muerte de Parra y por ser el autor de un poema que por ah deca: Hay viejos culiaos que no creen que en un poema se pueda decir: viejo culiao. Ahora parece una estupidez, pero en mayo de 1992 fue una bomba de varios megatones. A veces conviene recordar cmo era el pas en esos aos. Decir huevn en radio o televisin era un acto suicida ante los rganos contralores, aunque la vulgaridad dictato-rial estaba ya consagrada y prometa durar muchos aos. Era entendible que se trataba ms bien de un acto de cortesa, ya que el escndalo ha-ba salpicado al poeta, pero la presencia de Redols en la sala de Parra fue un acto de liberacin. Qu se creen. Todo el mundo en Chile dice viejo culiao y sabe muy bien qu quiere decir eso, como tambin sabe (aunque a veces no mucho) qu es pegarse una buena cacha. S, Parra era tambin una inyeccin contra el totalitarismo remanente en aquellos

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    pusilnimes primeros aos de los noventa. Eran das en que decir pbli-camente que el poeta se lo enchufa a la muerte era un acto de libera-cin. Trgica y dramtica liberacin.

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    El curso de Parra tena un peculiar sistema de evaluacin. Nadie reprobaba, salvo que uno se hiciera el sueco y no diera ni luces de existencia. No haba pruebas parciales ni examen final. La evaluacin tena slo dos partes: una exposicin sobre lo que cada alumno estimara conveniente (cada loco con su tema) y la presentacin de una carpeta que cada quien deba decidir, a lo largo del semestre, con qu diablos llenaba.

    Las exposiciones eran de lo ms variopintas. Unas pocas tenan relacin con Shakespeare, tema del curso, pero la mayora se iba en direcciones inesperadas. Alguien llev su guitarra y cant. Otro hizo un montaje de video y esculturas. Creo que uno habl sobre electricidad. O tal vez se explay acerca de las fronteras de la astronoma. O sobre las leyendas del rock progresivo. O el existencialismo. Yo me dediqu a la toponimia mapuche. No falt, por cierto, el que trat de imitar a Parra, con artefactos literarios u objetos inspirados en los trabajos prcticos. Un estudiante no dijo nada, sino que danz. La exposicin ms original, sin embargo, creo que fue la de un computn como llambamos a los fanticos de la informtica que nos dej boquiabiertos con algo que ahora parece muy simple: tom las obras completas de Shakespeare di-gitalizadas e hizo un programa para analizarlas estadsticamente, segn la frecuencia con que aparecan determinadas letras en ellas, para ver si haba algn tipo de correlacin interna o comparada con otras obras de su tiempo. Parece un juego de nios, pero en 1992 estbamos an en la edad de piedra de internet, sin Google ni nada semejante, y ni hablar de Excel o Windows siquiera, y el estudiante haba logrado bajar de la Universidad de Oxford las obras completas de Shakespeare y machu-crselas para hacer un programa computacional de anlisis de vocales o consonantes y descubrir, a partir de eso, algunas ideas plausibles.

    En cuanto a las carpetas, es bien poco lo que puedo decir. Como eran secretas, nunca pude saber bien qu acumularon en ellas mis com-paeros. Aunque algunos me dieron pistas: unos escribieron un diario de las clases, otros hicieron un collage de recortes de prensa; hubo uno

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    que grab las clases en VHS y luego entreg un resumen audiovisual en un casete; otro puso dentro una partitura de una composicin para banda de batera, bajo y guitarra. Yo hice un mix: mis apuntes de clases, unos collages intervenidos con dibujos a grafito, una entrevista a Clau-dia di Girolamo (que haca el papel de Cordelia en la versin de El rey Lear traducida por Parra, que se montaba por entonces en el teatro de la Universidad Catlica), un resumen de mi exposicin sobre toponimia mapuche, y no recuerdo qu ms. Para muchos era una pesadilla tener que llenar una carpeta sin saber a qu instrucciones atenerse, pero eso mismo haca que cada quien descubriera que ese trabajo no era un es-fuerzo acadmico, sino una indagacin personal. Uno haca el ridculo ante s mismo, tratando de ser original, pero con eso se expona ante sus propias fragilidades. Aunque casi no haba reglas, las carpetas resulta-ron ser una bitcora de una transformacin interior.

    Entrado el invierno de 1992, un da, en el auditrium Fuenzalida no volaba una mosca. ltima clase. Era casi la una y media de la tarde, quedaban slo unos minutos para que finalizara el curso. Ya era hora de almorzar, haca ms fro adentro que afuera, el aire estaba hmedo, quizs afuera estaba lloviendo y la lluvia lavaba otra vez la estatua del siempre pensativo poeta Alonso de Ercilla y su fiel machi annima que le agita sus ramas de canelo sobre la cabeza. Ningn alumno quera que la clase terminara. Todo lo que creamos seguro se haba movido y segua movindose. Quin lo iba a decir: los mejores cerebros de su ge-neracin conmovidos por el final del curso de literatura. Nadie aprendi nada, todos aprendieron todo. Parado ante sus compaeros, el ltimo estudiante disertaba acerca de cualquier cosa. se era el nico requisito: decir o hacer lo que a uno le viniera en gana. Mientras el alumno habla-ba, el anciano profesor, a sus espaldas, escriba unos mensajes de des-pedida (Adis, muchachos) haciendo rechinar la tiza sobre el gran pi-zarrn verde que se extenda como una pantalla de cinerama. Nos deca que haba que proteger los ltimos cisnes de cuello negro, pero tambin que nos cuidramos del amor, de la pasin, de la pareja humana.

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    Al ao siguiente, fui otra vez a las clases de Parra. No a todas, ya que para ir deba hacer la cimarra en otros cursos. A veces le ayudaba con la maleta, otras veces conversamos en el camino de la sala a la

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    combi. Una vez, despus de una clase en que se haba hablado de Pablo de Rokha, le dije que me gustaba mucho Escritura de Raimundo Con-treras. Y qu otro poeta chileno te gusta?, me pregunt. Varios. Angui-ta, por ejemplo. Buen poeta, me dijo, pero lo dijo tan seriamente que no supe si me estaba tomando el pelo o si de verdad estaba confesando un reconocimiento a esa poesa que haca aos haba llamado despectiva-mente hermtica. En otra ocasin, o en la misma, ya no lo s, sali al trote el asunto de que yo tambin era sureo, como l, como todos los poetas chilenos, y entonces me pregunt por mis poemas. Yo no escribo poesa, le dije. Era mentira, por supuesto: en mi bolso llevaba un cua-derno lleno. Me aterraba la idea, por lo dems improbable, de que me pidiera que le mostrara mis versos. Fue algo muy estpido de mi parte, quizs hubiera sido buena idea mostrrselos, ya que eran muy malos y el porrazo habra sido fructfero. La mentira, en todo caso, me hizo entender algo: que yo no iba ni remotamente por el camino de Parra. Y al entenderlo entend que haba empezado a ser escritor, que sa era mi vida, que la Escuela de Ingeniera slo era una difcil y rebuscada manera de entrar por la ventana o por la chimenea a lo que soy ahora. Resultado: me antiparri. En los veinte aos siguientes, nunca ms cru-zamos una sola palabra.

    Pero Parra segua ah, presente. En abril de 1994, con mi entonces compaero de ruta Nicols Martnez y nuestro cmplice el impresor de Geologa, hicimos unos diez mil panfletos de colores, alusivos al quin-cuagsimo sexto aniversario de la muerte de Csar Vallejo. Los con-feccionamos segn la esttica de las amenazas annimas, con letras de diario recortadas y pegadas. Decan cosas como Csar Vallejo, te odio con ternura, 56 aos sin Csar, Csar va lejos. Compramos papel por kilo en la calle Eyzaguirre y, con una botella de coac Tres Palos, nuestro amigo impresor se puso manos a la obra. La maana del 15 de abril, sin aguacero, llovieron los panfletos en la facultad. Nos asom-bamos en las clases de clculo, de estadstica, de electromagnetismo, y despus del caonazo de papeles el desconcierto era total mientras hua-mos despavoridos. El penltimo lanzamiento fue en la sala de Parra. Ah no huimos, sino que esperamos, agazapados, la reaccin. Al prin-cipio hubo indignacin, pero luego, al leerse los panfletos, Parra sonri y torci la clase hacia Vallejo. Fue domingo en las claras orejas de mi burro / de mi burro peruano en el Per (Perdonen la tristeza).

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    Al poco tiempo, creo que el 96, se acabaron los cursos de Parra. Con el tino propio de los ingenieros, la facultad orden un nuevo sis-tema de evaluacin acadmica. Parra se puso a s mismo un cero, un enorme cero que llenaba la papeleta. Todo ha terminado entre nosotros.

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    Esta crnica ha llegado a su fin, ya que sin Parra en la facultad ya no hay mucho que contar, salvo una cosa, muy personal. Un par de aos despus, termin mis cursos de geologa y tuve que hacer mi tesis. Como me gustaba la petrologa gnea y metamrfica, me interes por un tema de tesis que haca tiempo haba ofrecido un profesor de la especia-lidad. Eran las rocas manchadas de Las Cruces, entre la Playa Grande y la Punta El Lacho. Recin cuando fuimos con mi profesor a reconocer el terreno, me di cuenta de la broma del destino. Mi tesis se trataba de descifrar el misterio de las piedras sobre las que reposa la casa de Nica-nor Parra.

    Un da, con chaleco de gelogo, con lupa, con martillo, pas de Las Salinas a la Playa Chica por la calle donde vive l. Por un momento pens tocar la puerta, decir algo, contar lo que estaba haciendo. No me atrev, soy corto de genio para esas cosas. Despus trat de cambiarme a otra roca, / All tambin grab figuras, / Grab un ro, bfalos, / Grab una serpiente. Ros, bfalos, serpientes. En la poesa, algn da, qui-zs, hablaremos ms largo y tendido. EP

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