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CRÍTICA DE LIBROS REFLEXIONANDO SOBRE LA CIUDADANL\ J.M. Bermudo Universidad de Barcelona FERNANDO QUESADA (Dir.), Naturaleza y sentido de la ciudadanía hoy, Madrid, UNED Eds., 2002 La ciudadanía es un tema de reflexión preferente en la filosofía contemporánea; comprender su actualidad teórica y prácti- ca, no reducible a mera moda o tópico académico, forma parte de esa pretensión de pensar el presente que ya Hegel atribu- yera a la filosofía. El debate es complejo y aun barroco, pues en el mismo se cru- zan al menos tres frentes de reflexión, cada uno con diversas y confrontadas pro- puestas y alternativas. Por un lado, está presente el debate más clásico, que sigue aspirando ora a redefinir y redondear la idea moderna de ciudadano, ora a exigir al Estado el cumplimiento de su promesa de hacer efectivo ese ideal de ciudadanía. En ese frente podrán oponerse liberales y republicanistas, lockeanos y rousseaunia- nos, insistiendo más aquellos en los dere- chos y éstos en las virtudes, unos en las libertades y otros en la participación; con- frontaciones no triviales, pero que no de- ben ocultamos que responden a la misma matriz: al ideal de ciudadanía del Estado capitalista liberal. También está presente en el debate, ofreciéndose como alternati- va un frente antiliberal y anticapitalista, sea en versión marxista o anarquista, así como algunas versiones del ecologismo y del feminismo, que critican la idea liberal de ciudadanía y, en positivo, postulan otro modelo de ciudadano en coherencia con su pretensión de otra forma de Estado. Una propuesta de ciudadanía ciertamente vaga e inconcreta, construida más desde la negatividad, desde la crítica de la ciu- dadanía liberal, que desde un orden socio- político bien prefigurado. En todo caso, también aquí, y no podía ser de otro modo, la idea de ciudadanía es indisocia- bles de la idea de comunidad política que se propone; la difuminación de aquella simplemente expresa la indefinición de ésta. En fin, en el debate sobre la ciudada- nía aparece al menos otro frente de refle- xión, que tal vez merece mayor presencia de la que tiene, pero que, cogido entre el fuego de los dos anteriores, parece carecer de militantes y sólo aparece a ráfagas dis- continuas. Nos referimos a una propuesta de ciudadanía adecuada al momento ac- tual del Estado, del orden político, en las profundas transformaciones a que se ve sometido por los procesos económicos y sociales de la globalización y sus daños colaterales. Si la ciudadanía es la esencia RIFP/19(2002) 217

Reflexionando sobre la Ciudadanía - e-spacio

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CRÍTICA DE LIBROS

REFLEXIONANDO SOBRE LA CIUDADANL\

J.M. Bermudo Universidad de Barcelona

FERNANDO QUESADA (Dir.), Naturaleza y sentido de la ciudadanía hoy, Madrid, UNED Eds., 2002

La ciudadanía es un tema de reflexión preferente en la filosofía contemporánea; comprender su actualidad teórica y prácti­ca, no reducible a mera moda o tópico académico, forma parte de esa pretensión de pensar el presente que ya Hegel atribu­yera a la filosofía. El debate es complejo y aun barroco, pues en el mismo se cru­zan al menos tres frentes de reflexión, cada uno con diversas y confrontadas pro­puestas y alternativas. Por un lado, está presente el debate más clásico, que sigue aspirando ora a redefinir y redondear la idea moderna de ciudadano, ora a exigir al Estado el cumplimiento de su promesa de hacer efectivo ese ideal de ciudadanía. En ese frente podrán oponerse liberales y republicanistas, lockeanos y rousseaunia-nos, insistiendo más aquellos en los dere­chos y éstos en las virtudes, unos en las libertades y otros en la participación; con­frontaciones no triviales, pero que no de­ben ocultamos que responden a la misma matriz: al ideal de ciudadanía del Estado capitalista liberal. También está presente

en el debate, ofreciéndose como alternati­va un frente antiliberal y anticapitalista, sea en versión marxista o anarquista, así como algunas versiones del ecologismo y del feminismo, que critican la idea liberal de ciudadanía y, en positivo, postulan otro modelo de ciudadano en coherencia con su pretensión de otra forma de Estado. Una propuesta de ciudadanía ciertamente vaga e inconcreta, construida más desde la negatividad, desde la crítica de la ciu­dadanía liberal, que desde un orden socio-político bien prefigurado. En todo caso, también aquí, y no podía ser de otro modo, la idea de ciudadanía es indisocia-bles de la idea de comunidad política que se propone; la difuminación de aquella simplemente expresa la indefinición de ésta. En fin, en el debate sobre la ciudada­nía aparece al menos otro frente de refle­xión, que tal vez merece mayor presencia de la que tiene, pero que, cogido entre el fuego de los dos anteriores, parece carecer de militantes y sólo aparece a ráfagas dis­continuas. Nos referimos a una propuesta de ciudadanía adecuada al momento ac­tual del Estado, del orden político, en las profundas transformaciones a que se ve sometido por los procesos económicos y sociales de la globalización y sus daños colaterales. Si la ciudadanía es la esencia

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ideal del orden político —y ya Marx lo entendía así al poner las declaraciones de derechos del hombre y del ciudadano como la esencia ideal del estado bur­gués—, a una nueva configuración de éste —̂y parece razonable reconocer que el ca­pitalismo contemporáneo ha roto los lími­tes y principios del Estado liberal— debe corresponderle una nueva idea de hombre que, imaginariamente, justifique, legitime y ponga sentido a su existencia.

Reconocer este tercer frente no requie­re militar en él, como parece inevitable en los otros dos. Poner la necesidad de pen­sar esa nueva idea de ciudadanía, ajustada a esta fase imperialista y globalizadora del capitalismo, que en lo cultura se expresa en la quiebra de identidades y en la preca-rización de los ideales, no implica optar por ese nuevo orden político y ese nuevo modo de vida; se trata, simplemente, de reconocer su inevitabilidad, de salir del anacronismo que supone seguir exigiendo al Estado que cumpla hoy, cuando ya le es ajena e inesencial, la propuesta liberal democrática que no pudo cumplir ayer, cuando dicha idea constituía su esencia; y se trata también, en segundo lugar, de ajusfar las alternativas reales, antes llama­das «revolucionarias», al nuevo referente, a las nuevas negaciones, en lugar de con­frontarías al viejo ideal liberal, democráti­co y republicano, cultivando la utopía y la ucronía. El Estado moderno ha muerto sin realizar su esencia ideal; ¿de qué extra­ñarnos? Lo sorprendente es que hoy año­remos ese ideal incumplido. Hoy hay que ver como inevitable una ciudadanía frag­mentada, poliédrica, reajustable y abierta; la idea de ciudadanía ha de dar cabida en su seno a la diferencia. La igualdad y la identidad, claves de la ciudadanía burgue­sa, ya no son de ese mundo, ya no tienen sentido en un capitalismo postburgués. Y no deberíamos añorar el ideal incumplido. Al fin, toda identidad —̂y la idea de ciu­

dadanía ponía la identidad necesaria al Estado— implica la exclusión; al diluirse la ciudadanía (moderna) también se difu-mina la exclusión. Una ciudadanía sin ex­clusión es, tal vez, una no ciudadanía en sentido liberal; pero es más actual y sin duda más progresista, aunque sólo sea como transición.

Pues bien, en este debate cruzado, y a veces confuso, sobre la ciudadanía en que se ha embarcado la filosofía política en nuestro tiempo hay que situar el libro editado por Femando Quesada, con el títu­lo Naturaleza y sentido de la ciudadanía hoy,' en el que recoge los trabajos presen­tados en un simposio sobre el tema por un cualificado grupo de «filósofos de las co­sas humanas», como seguramente diría Vico. El libro ilustra bien la complejidad del tema, la variedad de las posiciones hermenéuticas y de las propuestas teórico-políticas, e incluso de las distorsiones pro­vocadas por la presencia confrontada de esos tres frentes de reflexión. Y nuesü^ lectura del mismo, necesariamente esque­matizada, tratará de resaltar esta problema-ticidad, que lejos de ser una remora expre­sa la actualidad de unos textos que a duras penas podnan saltar sobre su sombra.

La contribución de Fernando Quesada, «Sobre la actualidad de la ciudadanía», pa­rece situarse en una tensión entre dos pro­puestas discordantes, que podemos descri­bir como pensar sobre la ciudadanía y pensar desde la ciudadanía. Enlaza con la búsqueda, ya abordada en otros trabajos, de un nuevo imaginario para la filosofía política a la altura de nuestros tiempos; imaginario especialmente sensible a la re­cuperación de «las figuras del "otro", de los excluidos, de los incluidos pero no asu­midos critica y filosóficamente, como es el caso de los negros en los EE.UU. y las mujeres en general».̂ En esta perspectiva, que me parece especialmente atractiva, la ciudadanía deja de ser un tema o aspecto

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acotado de la ciudad, para devenir el lugar o escenario filosófico desde donde pensar la comunidad política (su estructura, sus valores, sus principios, sus relaciones, sus formas e incluso sus representaciones y máscaras) de una manera diferente. Exige, sin duda, una nueva mirada, distinta a las que se han hecho y siguen haciendo desde otras perspectivas, sea la razón de estado, la justicia, el equilibrio social, el desarrollo económico, etc. Una mirada no neutral, comprometida; una toma de posición que, sin duda, implica una ojxión de valor, tal vez sin fundamento, bordeando lo irracio­nal, si se cree a Weber, pero contrastable, argumentable, y que en todo caso sirve para establecer la orilla a que se pertenece o que se asume. Una filosofía política, una reflexión filosófica sobre la ciudad, hecha desde la ciudadanía implica —y en esa medida coincido con la pretensión del pro­fesor Quesada— un nuevo paradigma o imaginario. Si nos dejáramos llevar por la estética rortyana diríamos que la ciudada­nía se nos ofrece hoy como la metáfora que revoluciona el discurso, que permite y fuerza un nuevo relato, una nueva repre­sentación o construcción de la comunidad.

Comparto la inquietud apuntada por Quesada respecto a la «hiperrepresenta-ción» de la categoría de la ciudadanía, ante su devenir «un campo simbólico-po-lítico con una hiperrepresentación cuasi irrestricta, en el que han venido a confluir los dilemas ideológicos de nuestro mo­mento» (p. 16); me parecen acertadas y lúcidas sus sospechas de que, en tan com­plejo y desordenado debate, es fácil el enmascaramiento, el ofwrtunismo político y las pseudolegitimaciones ideológicas; y considero que tiene buenas razones para afirmar que hay mucho «pensamiento dogmático» en la querella sobre la ciuda­danía y mucha ideología disfrazada de moralidad en las diversas propuestas. Pero creo que esas miserias y carencias, teóri­

cas e ideológicas, no deberían preocupar­nos en exceso en la construcción del nue­vo juego de lenguaje: primero, porque pa­rece un signo de nuestros tiempos filosó­ficos ese uso de categorías blandas, ajus-tables, que sirven para todo, sin perfiles definidos, como puede verse en el uso que se hace de «tolerancia», «consenso», «democracia»; segundo, porque convertir la ciudadanía en cajón de sastre es propio del debate sobre la ciudadanía en el viejo paradigma, en el que Quesada sitúa en la modernidad, «proveniente de la revolu­ción americana y francesa»,̂ «articulado en el momento constituyente de la Revo­lución Francesa» (p. 18), y que yo preferi­ría llamar liberal. Es en el debate sobre la ciudadanía en el imaginario liberal donde surge la confusión conceptual, la inagota­ble reproducción de contraposiciones ideológicas, las incoherencias y los dog­matismos; es ahí donde la ciudadanía aca­ba por sustituir la totalidad social y la vida que sustenta, al incluir los derechos (¿no es sospechoso que sigamos bebiendo de la herencia marshalliana?), la justicia, la moralidad, las virtudes cívicas y las re­ligiosas, la democracia, el poder político, etc.; es ahí donde la categoría ciudadanía parece ser otro nombre del orden político social, de la totalidad, y el referente nor­mativo universal. Ahora bien, esa «hiper­representación», si algo enuncia es la ne­cesidad de cambiar la perspectiva de la mirada, de pensar la política y lo político en claves nuevas. Por tanto, no debería­mos preocuparnos de lo farragoso del de­bate; ni por «la pluralidad de lenguajes políticos sobre la ciudadanía, todos los cuales vienen a reclamarse de alguna tra­dición, adecuadamente reciclada» (p. 17), cubriendo sus desnudeces con el manto de cualquier aventajado hijo de Sócrates; y tampoco deberíamos proponemos, inú­tilmente, su definitiva clarificación. Es preferible preocuparse por comprender la

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oscuridad y volatilidad de esos discursos, pensar sus inevitables sombras, detectar su sentido y establecer los amos a quienes sirven. Se me ocurren, al menos, dos ar­gumentos que el mismo profesor Quesada pone en mi memoria de manera explícita. Uno, que el mismo Quesada ha subraya­do, siguiendo de cerca tesis de Castoria-dis: «El imaginario alude al denso conjun­to de significaciones, no meramente ra­cionales, por medio del cual cobra cuerpo en una sociedad su propio mundo de vida, marca sus relaciones con la naturaleza, es­tablece sus señas de identidad».'' Cada imaginario, pues, tiene sus reglas, es una institución de sentido, que invalida en gran medida el esfuerzo de diálogo refor­mista, la pretensión de acuerdo racional, la tarea critico pedagógica; las posibilida­des teóricas se reducen a comprender que ha llegado la hora del cambio de imagina­rio, rastreando los argumentos en la plura­lidad contradictoria de reflexiones sobre la ciudadanía y en los cambios económi­cos y sociales que fuerzan la actualidad de esos debates. El segundo argumento es la valoración que hace Quesada de la glo-balización y las convulsiones civilizato-rias: «Es, pues, todo un cambio civilizato-rio lo que demanda un nuevo imaginario político que pueda asumir ética y política­mente lo que ni el mercado ni una técnica económica pueden alumbrar».'

Estos argumentos del profesor Quesa­da, que comparto sin reserva, me llevan a pensar que lo que nos apremia es buscar el sentido ahí, en las estructuras sociales y económicas que, con todas las media­ciones imaginables, y aunque sea como «huellas ciegas» lacanianas, gestionan la escenificación del debate contemporáneo entre representaciones competitivas de la ciudadanía. Ambos argumentos, a mi en­tender, llaman a superar la entrada, aun­que sea critica, en el debate sobre la ciu­dadanía, que con mayor o menor fortuna

acaba siendo inevitablemente una inocen­te tarea de dibujar la «buena ciudadanía», para buscar otro lugar desde donde pensar el mundo y la vida. Y ese otro lugar es la ciudadanía, pero pensada y usada de for­ma nueva. Algo así como el punto de vis­ta de los que no quieren patria.

¿Por qué proponer a la reflexión actual sobre la república (la monarquía es im­pensable sin anacronismo) que tome el punto de vista de la ciudadanía? No hay aquí lugar para tal argumentación, pero sí para enumerar algunos motivos: tal pers­pectiva pone a prueba la consistencia del pensamiento liberal, exige revisar los pre­supuestos de la democracia de opinión, cuestiona la legitimación de la propiedad capitalista, exige repensar las formas mo­dernas y postmodemas de identidad co­lectiva, etc. Es decir, las mayores ventajas que veo en una filosofía política hecha desde la perspectiva de la ciudadanía abierta, sin patria, es su potencia revolu­cionaria, pues exige redefinir y reconstruir las categorías y representaciones liberales de lo político. Aunque sean muchas las carencias del debate contemporáneo sobre la ciudadanía, como señala el profesor Quesada (pp. 17-18), para mí tiene el in­terés de ir forzando el otro punto de vista, el «tercer imaginario» filosófico político, tras el griego y el de la revolución france­sa (p. 18). Y puesto que siguen abiertas cuestiones como «la demanda nunca sa-tisfiecha de igualdad en la ciudadanía de­fendida por el feminismo, la distinción entre nación y estado en las sociedades multiculturales, la configuración de nue­vos nacionalismos, los problemas de do­ble nacionalidad en función de los movi­mientos migratorios, el horizonte de una ciudadanía mundial ligada a la propia di­mensión de la dignidad de la persona, la idea de ciudadanía como instancia legiti­madora de los estados» (p. 17), coincido con Quesada en que las mismas claman

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por «una reconstrucción de los elementos estructurales», que de forma abstracta apunta a la necesidad de ese tercer imagi­nario. Y me parece innecesaria, aunque clarificadora de su búsqueda, la justifica­ción que aporta el profesor Quesada de que su crítica no es a la actualidad o moda del debate sobre la ciudadanía, sino al «tratamiento ahistórico de los nuevos problemas de la ciudadanía por parte de ciertos lenguajes de tradiciones plurales»; su crítica apunta a «las categorías episte­mológicas empleadas en tales construc­ciones» (p. 18).

Tengo mis dudas, no obstante, que el camino propuesto por Femando Quesada en este texto sea el más idóneo para ela­borar el nuevo paradigma. Sin menospre­ciar el diálogo crítico con neoconservado-res, neoliberales y comunitaristas, no creo que esa vía proporcione otra cosa que cierta consciencia negativa de las puertas que conducen a donde no se quiere ir. Considero más atractivo la dirección que el mismo Quesada escoge en «Hacia un nuevo imaginario político», donde «los dilemas de la civilización occidental» apuntan directamente a los cambios eco­nómicos y sociales. Creo que no debería­mos ir a remolque del pensamiento libe­ral, que ha marcado el ritmo en las últi­mas décadas; creo que la mera crítica ya no nos justifica, una vez se acepta la plu­ralidad epistemológica pxjstwittgensteinia-na; creo que es la hora de una apuesta po­sitiva, de una apuesta ontológica y episte­mológica valiente, construida desde los escombros filosóficos dejados por déca­das de postnietzscheanismo, postheideg-gerianismo, deconstruccionismos y dialéc­tica negativa; una propuesta construida con la vista puesta en un mundo que, al imponer la globalización, ha invalidado el discurso fundado en las fronteras, en el ius solis y el ius sanguinis, en la justicia (nacional) y la pertenencia prepolítica, en

los derechos universales (locales) y en tantas otras cosas. Pienso, en definitiva, que la apuesta por un nuevo imaginario simbólico debe incluir cierta relajación autocrítica, cierta audacia afirmativa, si se me permite, cierta voluntad de poder, aunque bajo la inevitable forma de volun­tad de verdad.

La aportación del profesor Javier Peña, «La formación histórica de la idea moder­na de ciudadanía», es de impecable factu­ra académica. Debo honestamente reco­nocer el rigor y claridad de su discurso, aunque, en coherencia con lo antes dicho, se incluye en el debate sobre la ciudada­nía, y no desde la ciudadanía; creo que es una bella disertación académica, pulcra, documentada y neutral. Considero un mé­rito indiscutible la sólida reconstrucción histórica del concepto de ciudadanía, pa­sando con brevedad pero con acierto por los autores apropiados.

Preso del vicio de la crítica diré que so­bre el trabajo de J. Peña pesa en exceso la tradición abierta por T.H. Marshall con su trabajo sobre ciudadanía y clase social, quien, como dice Peña, «viene a identifi­car el desarrollo de la ciudadanía con el establecimiento progresivo de diversos ti­pos de derechos; un ciudadano es un suje­to de derechos» (p. 44). Esta tradición marshalliana sigue dominando el debate sobre la ciudadanía, empeñado en definir el «buen ciudadano» (y el orden político que lo posibilite y garantice) y, además, pensando éste en términos de titular de derechos. El «imaginario», paradigma o simplemente discurso liberal ha impuesto su ley: el ser humano es pensado unidi-mensionalmente, como sujeto de dere­chos; cualquier otra relación o actividad es reducida al valor de cambio de los de­rechos. Así, la historia de la ciudadanía es la historia del acceso del hombre, ayer siervo o subdito, a la condición o estatus de ciudadano o titular de derechos.

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Creo, honradamente, que la absolutiza-ción de esa p)erspectiva, dominando todo el escenario, oculta otras dimensiones de la ciudadanía, a la que el propio Marshall aludió. El profesor Peña no lo ignora, sino que es muy consciente de que «no siempre se vio como aspecto primordial de la ciu­dadanía la condición de sujeto de dere­cho» (p. 44). Por tanto, me intriga que el sólido relato histórico del profesor Peña se construya sacrificando el «tercer elemen­to», junto a la participación y los dere­chos, que incluye la definición marshallia-na de ciudadanía, a saber, la pertenencia. Es bien cierto que ya en el texto de Mars­hall queda difuminada, e incluso confundi­da, pues al final no sabes si es la fuente de los derechos —como parece razonable pensar, y en cuyo caso sería el elemento principal— o el resultado de la titularidad de los mismos. Pero que en T.H. Marshall el tratamiento de la pertenencia sea ambi­guo y, al final, sea sacrificado, no justifica a la tradición que en él se inspira (sea esto dicho con el mayor respeto a que cada uno elija sus orquídeas).

Hemos de decir que J. Peña desestima consciente y explícitamente centrar su tra­bajo en la pertenencia; por tanto, ni mu­cho menos ignora la importancia del pro­blema. Y llega a decir, con lucidez, que «El dilema está aquí entre una ciudada­nía que mantiene su cohesión e integri­dad mediante la clausura, y una ciudada­nía abierta, pero a riesgo de verse disuel­ta» (p. 45). Yo suscribo el dilema, aunque lo reescribiría en otra retórica en la que la «ciudadanía abierta» no fuera pintada con los inquietantes colores de la disolución. Porque, al fin, la «cohesión e integridad» sólo puede aludir a la identidad (prepolíti-ca), ya que la mera cohesión, orden y uni­dad de un Estado pueden sostenerse con una ciudadanía abierta, y la historia ofrece testimonios múltiples; y, en ese escenario, la ciudadanía abierta puede verse en tonos

tristes, como disolución de la identidad, o en colores alegres, como liberación de la identidad o triunfo de la diversidad.

En cualquier caso, quiero subrayar que la historia del debate sobre la ciudadanía ha tendido a ocultar ese tercer elemento, esa otra dimensión, que para mí es impor­tante por sus implicaciones políticas y por lo que puede aportar a la construcción de ese nuevo paradigma aludido. La ciu­dadanía como inventario de derechos es algo interno al discurso liberal, que per­mite ser elucidado en su seno del mismo modo que, en el plano de la objetividad, puede ser implementado en el orden polí­tico jurídico; habrá debate, alternativas, resistencias, luchas, pero no pone en cues­tión los límites del discurso ni los del es­tado capitalista. En cambio, sospecho que la ciudadanía como pertenencia pone en cuestión ambas instituciones: el discurso y el orden político liberales.

Dicho muy sucintamente, pues no es éste el lugar para su argumentación, pen­sar el ius solis o el ius sanguinis, casi en secreto, como fundamento de la pertenen­cia a una comunidad política, y la perte­nencia como titularidad de derechos, y és­tos como contenido de la ciudadanía, y ésta a su vez como ideal de vida, es una cadena argumentativa que quiebra en su base. Tanto el ius solis como el ius san­guinis, en su sentido burgués, referían a un principio anterior: el derecho del autor a su obra.*" Es este derecho el que funda el discurso liberal burgués legitimador de la propiedad. Es este mismo derecho el que espontáneamente se usa hoy para justifi­car nuestros derechos de autor, que nos erige en propietarios de nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestras obras e incluso nuestra imagen. Pues bien, este discurso —con potente fuerza persuasiva— sobre el que pivota la legitimidad de la propie­dad justifica tanto la propiedad individual como la colectiva, de los bienes de la es-

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fera privada y de la pública, tal que per­mitía a un pueblo sentirse autor, y por tanto dueño, de la paz, el orden, el desa­rrollo material y cultural, la creatividad científica, las instituciones, las funciones, etc., de su patria, de su Estado; en conse­cuencia, cual socios de un club, podían repartir los títulos de pertenencia. Esta idea, digo, hoy no es argumentable; y no ya porque parezca injusta a un cierto cri­terio de igualdad o a principios religiosos de amor al prójimo, sospecha presente desde hace siglos. Hoy es inargumentable porque ha cambiado la base material en la que, aunque un tanto enmascaradamente, se justificaba: el carácter nacional de la producción y la distribución. Hoy es ob­vio que la riqueza no siempre se acumula donde se produce; hoy es manifiesto que en el bienestar de Occidente interviene el trabajo de pueblos ajenos al mismo; hoy es evidente que la riqueza —̂y la paz, y la cultura, y la seguridad— de nuestros esta­dos occidentales no es producida sólo aquí. Por tanto, de acuerdo con el princi­pio liberal capitalista del derecho del au­tor a su obra, ya no podemos decimos propietarios de nuestro club; ya no tene­mos ningún argumento liberal para erigir­nos en dueños y expendedores de títulos de pertenencia.

Pensar la pertenencia hoy, de forma consistente con las condiciones económi­cas de la globalización, exige un nuevo paradigma; y esa tarea es tan urgente, aun­que se viva como menos pregnante, como solucionar las avalanchas de fuerza de tra­bajo provocadas por la producción mun­dial. Podemos seguir cuidando nuestras or­quídeas, cultivando con celo y ambición nuestros derechos, llamando estérilmente a la participación; en el fondo, esa tarea es como un eco prolongado de un tiempo en que la pertenencia real a la comunidad po­lítica pasaba por acceder de subdito a ciu­dadano, conquistando los derechos y ha­

ciéndolos efectivos. Tal vez esa conscien-cia no deba perderse, pues, como dice Ma-quiavelo, es una constante humana olvi­darse de defender aquello que tanto sacri­ficio costó alcanzar, con lo cual se pierde fácilmente una vez conseguido; de todas formas, ésa no es hoy la tarea actual: en el nuevo paradigma hay que pensar la justi­cia, los derechos y la ciudadanía en otra escala; y, en esa escala, de nuevo toma re­levancia algo que en nuestra tradición libe­ral ya no tenía sentido, que era anacrónico, a saber, el acceso a la pertenencia. En el viejo paradigma era un simple primer paso hacia la ciudadanía plena; pero en el nue­vo tal vez no sea sólo un paso, sino la cla­ve en tomo a la cual construir la nueva figura de la misma. No es trivial que los inmigrantes en nuestro país no piden dere­chos, ni participación, en sentido general, sino «papeles», es decir, algo simple, una pertenencia mínima, que les permita traba­jar aquí, elegir el lugar de trabajo; lo otro ya vendrá por su propio peso. Y algunas de esas cosas, como la participación, que siempre encubre el requerimiento de la in­tegración, con frecuencia no la desean, aunque estén dispuestos a fingirla como pago de lo otro.

Creo que pensar la ciudadanía como pertenencia nos lleva a pensar la ciudad desde la ciudadanía. Desnaturalizar la per­tenencia, liberada de su subordinación al ius solis y al ius sanguinis, a las contin­gencias del lugar de nacimiento y del pa­rentesco, e instituirla como un derecho universal puesto por la voluntad general, nos obligaría a repensar las categonas po­líticas, sociales y jurídicas. Habríamos de revisar la idea de apropiación justa; la idea de la justicia como distribución aco­tada por las fronteras; la idea de participa­ción —el otro elemento marshalliano de la ciudadanía, pues en la nueva configura­ción del capitalismo mundial habría que respetar la distancia, física y jurídica, en-

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tre el lugar de trabajo, el de identificación cultural y el de participación política.

Ver la ciudadanía básicamente como pertenencia, pensar ésta desligada de rela­ciones prepolíticas, implica una ruptura con el liberalismo burgués, que permane­ce anacrónico y residual en nuestra cultu­ra. Y con ello queremos decir dos cosas. Primera, que es el propio capitalismo el que está forzando el nuevo horizonte de representación, las nuevas relaciones polí­tico jundicas, al mismo ritmo que revolu­ciona las relaciones económicas y socia­les; segunda, que el liberalismo entra en contradicción con los principios generales en que se apoyó, especialmente con la idea originaria del contrato y con sus for­mulaciones abstractas de la libertad y la igualdad. Porque, en rigor, )a formulación del contrato en los clásicos, de Hobbes a Kant, pasando por Locke o Rousseau, nunca se pone fronteras ni se cierra el pla­zo: es intrínseco a su esencia estar abierto a cuantos quieran firmarlo. No se puede decir: tú has llegado tarde, no das la talla, el aforo está completo. No se puede decir tú vienes de otra parte, tú tienes otra per­tenencia. Claro está, no se puede decir con coherencia y legitimidad; se puede decir, y se dice, como simple acto de fuerza: no te queremos. El discurso liberal contractualista, y dado que la riqueza hoy no se acumula allí donde se produce, no tiene legitimidad para repartir títulos de pertenencia, no puede hacerio sin traicio­nar sus principios y vender su alma. Y si alguien dice que lo que cuenta es que lo hacen, podremos contestar: a la fuerza debe contestarte la fuerza; a la filosofía sólo le corresponde quitarles la palabra, deslegitimar su discurso.

Y es en este sentido, conforme a esta última reflexión, que quiero valorar los trabajos de Pilar Allegue y A. García San-tesmases, incluidos en el libro. El de la profesora Allegue, «De la ciudadanía. Te­

sis para un debate filosóflco-jundico», es una estructurada y bien ordenada carto­grafía de la problemática. No pretende, o yo no he sabido verlo, defender una posi­ción filosófico-política delimitada, sino ofrecer una descripción del panorama complejo del debate, sus distintos planos, distintas estrategias y distintos contenidos formales y sustanciales. Si interpreto bien el texto y ésta es su preocupación, no en­cuentro nada objetable; al contrario, nos ofrece una sugestiva y ordenada radiogra­fía de un debate que, como he dicho, se está haciendo y considero muy beneficio­so que se haga. La fidelidad de la descrip­ción del mismo que nos ofrece Pilar Alle­gue se refleja, precisamente, en el cuasi olvido de la pertenencia, que en su traba­jo, extenso y prolijo en el análisis, sólo ocupa un apartado de menos de media pá­gina. Ésa es la realidad: en el debate libe­ral sobre la ciudadanía la pertenencia es un elemento secundario y subordinado. Desde una óptica estatal, la ciudadanía se limita a los derechos y su efectividad; la pertenencia es una cuestión resuelta. Sólo cuando se adopta otra perspectiva y se pone en suspenso la legitimidad de esas fronteras, la pertenencia se revela impor­tante. La profesora Allegue, en esas bre­ves líneas, llega a afirmar que la pertenen­cia «nos permite analizar los conflictos de los "particularismos" y de los "universa­lismos" en la confrontación de los dere­chos de las personas y derechos de los ciudadanos/as» (p. 108). Alusión abstracta que, a mi entender, alude a problemas li­gados a la globalización y los movimien­tos migratorios que promueve. Idea que, barriendo para casa, parece apoyar la tesis de que el debate sobre la ciudadanía, in­cluso cuando se juega en el escenario li­beral, en el que cabe la posición política antiliberal, es interesante cara a abrir el nuevo imaginario.

La aportación del profesor García San-

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tesmases, «Dimensiones y problemas ac­tuales del concepto de ciudadanía», parte de una definición de ciudadanía que, a mi entender, oscurece el problema de la per­tenencia. Si ciudadanía es «sinónimo de nacionalidad», nos movemos en el para­digma liberal, con sus luces y sus som­bras; desde ahí, claro está, ciudadanía equivale a disfrute igual de derechos: «Es ciudadano el miembro de una comunidad política que tiene los derechos y las obli­gaciones que corresponden a los miem­bros de una nación» (p. 115). Es decir, el escenario teórico de la reflexión sobre la ciudadanía es el Estado; el discurso sólo tiene sentido en el espacio nacional cerra­do. A partir de ahí se comprende que el profesor García Santesmases, como los autores a quienes invoca en su texto, vean el problema de la ciudadanía como el del acceso a los derechos y la efectividad en su goce y usos de los mismos. Y en esa perspectiva resplandece la coherencia y finura de su análisis, dedicado a mostrar el papel de la educación en el disfrute y uso efectivo de los derechos, es decir, en la formación de verdaderos ciudadanos. La insistencia en la participación revela una concepción de la ciudadanía republi-canista y de izquierdas; pero, a nuestro entender, sigue siendo una reflexión he­cha en el juego de lenguaje liberal: no hay inconmensurabilidad y es posible el diálo­go, e incluso el consenso.

Ciertamente, Santesmases es conscien­te de los retos y dificultades que plantean al discurso liberal sobre la ciudadanía los cambios geopolíticos estructurales. Él mismo, reconociendo los límites de ma­niobra que la globalización plantea a los estados, se pregunta: «A nosotros como miembros de un Estado que pertenece a la Unión Europea se nos plantea el tema de si podemos dar un salto para ser ciudada­nos de una entidad que supera a los esta­dos existentes o si, por el contrario, somos

subditos de unos poderes económicos y militares cada vez más incontrolables» (pp. 116-117). Es decir, su propia refle­xión apunta a que el punto de vista del Estado para definir la ciudadanía es ana­crónico; a que los hechos fuerzan a reco­nocer ciudadanías múltiples o diversifica­das. El discurso liberal quiebra ante el reto de pensar con un concepto de ciuda­danía como universal cerrado, un nuevo estatus en que el ciudadano se dispersa en una pluralidad de adscripciones y perte­nencias. Las dificultades que encuentra, que se reflejan en lo barroco y oscuro de las propuestas, a mi entender son como anomalías kuhnianas acumuladas que anuncian la necesidad de un nuevo para­digma. Y en ese paradigma la pertenencia no puede definirse, circularmente, como el estatus de quien goza de los derechos; en ese paradigma la pertenencia es la que distribuye los derechos. En ese paradigma la pertenencia tampoco es un título deri­vado de relaciones o «derechos» prepolíti-cos, parentesco o nacimiento; al contrario, la pertenencia es el derecho fundamental a elegir los diversos lugares de la existen­cia. Y este derecho, digámoslo de nuevo, se deriva del fundamento de la propiedad capitalista y de la idea liberal del contrato social, que debe ser interpretado en las nuevas condiciones de globalización.

He dicho «diversos lugares de la exis­tencia», y me parece conveniente clarifi-cario, pues supone un modesto paso en la construcción del nuevo discurso filosófico político. En el imaginario liberal, el lugar de existencia era único, en el sentido de que se consideraba que la ciudadanía im­plicaba estar incorporado a las diversas prácticas y relaciones de una comunidad política, generalmente el Estado. Por tan­to, coincidían el lugar de residencia, de trabajo, de participación política o de identificación cultural. El ideal de ciuda­danía implicaba la total identificación: de

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ahí el embellecimiento de las políticas de «integración»; y de ahí la importancia de la educación, que el profesor Santesmases tan fluidamente describe. Pero las nuevas condiciones del capitalismo —que, insisti­mos, son las que fuerzan el nuevo discur­so filosófico político— imponen fraccio­namientos y descentramientos de la vida y, por tanto, de la ciudadanía, que no de­jará de ser una descripción, más o menos idealizada, de la vida social. Si la igual­dad formaba parte fundamental de la idea liberal de ciudadanía, el orden económico y sociocultural actual imponen una ciuda­danía múltiple y diferenciada. Por ejem­plo, es pensable en un mundo capitalista globalizado que un «ciudadano del mun­do» (eventualmente un magrebO elija como lugar de trabajo España (Algeciras) y como lugar de participación política o de identificación cultural Marruecos (Te-tuán). ¿Por qué privarle de esa diversidad de esferas y lugares de pertenencia? ¿En nombre del ideal de ciudadano del Estado nacional, hoy anacrónico?

No pongo en duda, como afirma el profesor García Santesmases, que hay di­ferencias entre el pensamiento liberal con­servador y el de izquierda; y comparto con él su reconocimiento de las tesis de Bottomore, aunque no tanto las de T.H. Marshall. Pero considero que son diferen­cias en el seno del mismo marco repre-sentacional; y que, en lo que concierne a la ciudadanía, se sigue pensado en térmi­nos de derechos y en el ámbito cerrado del Estado, aunque se aluda a los proble­mas de los movimientos migratorios. Pen­sar el mundo actual exige romper las ca­tegorías. Marx ya señalaba que la gran in­vención burguesa de los derechos del hombre, libertad, igualdad y fraternidad, no fue el triunfo de la razón práctica, sino una exigencia del mercado capitalista. Yo creo que si aquel capitalismo burgués exi­gía el ciudadano titular de derechos igua­

les, el capitalismo tecnológico actual fuer­za una nueva idea de ciudadano, que la filosofía debe descifrar y registrar, libe­rándose de atavismos sacralizados.

No cuestiono el interés de reflexionar sobre la construcción de la ciudadanía por la educación en el marco del Estado, pues éstos siguen siendo una realidad que está ahí; simplemente señalo que, como el fu­turo, ya no son lo que eran. La principal diferencia entre el pensamiento conserva­dor y el de izquierda no debería ser la su­perioridad en realismo o idealismo; el progresismo de una reflexión no se mide por la «bondad» o «justicia» que pregona. Para mí, el pensamiento actual, no ana­crónico, se mide por su capacidad de pen­sar los cambios en el momento en que se producen, o cuando ya están a punto de producirse, en vez de resistir a los mis­mos, como creo que el profesor Santes­mases coincide bastante conmigo en esta tesis, si he entendido bien su análisis.

El trabajo de M.° Xosé Agrá, «Ciudada­nía: el debate feminista», incluido en el li­bro, nos ofrece una selectiva descripción del debate feminista sobre la ciudadanía. Me parece, y creo que la profiesora Agrá no intenta ocultarlo, que su mayor preocu­pación es la de pensar la ciudadanía de forma diferente, romper con el paradigma liberal y/o republicanista dominante. En este sentido, aunque sólo sea en la negati-vidad, coincide en el propósito de búsque­da de un nuevo paradigma, aunque la vía feminista sea una búsqueda diferenciada. La imagen que M.° Xosé Agrá nos ofrece del debate feminista sobre la ciudadanía permite ver en el mismo la presencia de dos puntos de vista. Por un lado, un debate que, a pesar de la consciencia subjetiva de las autoras, se da en el escenario liberal. Podrá reivindicarse una «ciudadanía ami­gable», una «ciudadanía diferenciada», una «ciudadanía más inclusiva y democrá­tica»; podrá reivindicarse un «universalis-

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mo interactivo», un «universalismo del compromiso moral» o un universalismo diferenciado; podrá insistirse, en fin, en «cuestionar una ciudadanía neutral respec­to al género, radicalizar las aspiraciones emancipatorias y universalistas de la ciu­dadanía» (p. 158); o procurar «un modelo de ciudadanía democrática, activa y parti-cipativa (desde el que) no vale una con­cepción abstracta, ni tampoco hay que es­perar a que se produzcan grandes transfor­maciones en otros órdenes, sino, mejor, dar los pasos necesarios y acordes con di­cho ideal» (p. 158). Sea cual sea el radica­lismo con que se formulen tales propues­tas, creo que no se sale del espacio dibuja­do jx)r las alternativas ciudadanía como estatus frente a ciudadanía como práctica; es decir, en ese escenario la reivindicación feminista no supera los límites de reivindi­cación de igualdad jurídica y efectiva que otros colectivos han hecho a lo largo de la historia. En otras palabras, creo que ese discurso es reformista, pero liberal, y no cuestiona los límites y principios del dis­curso filosófico político liberal.

Pero, junto a este debate, a veces so­brepuesto y otras diferenciado, hay otro, que por momentos aparece en el texto de la profesora Agrá, y que me parece más atractivo, aunque sólo sea porque aspira con mayor coherencia a un cambio de discurso. Y no me refiero a esas reclama­ciones, que suelen ser retóricas, y en las que la llamada a «discursos alternativos» son guirnaldas de flores que apenas encu­bren su sustancial identidad; ni siquiera me refiero a esos momentos en que la profesora Agrá, consciente de ese tópico recurso a llamar alternativo a lo mismo (participativo, plural, democrático, dife­renciado) concreta y llama a «poner las bases de un discurso alternativo, de una nueva comprensión que trata de mover, transformar o cambiar los límites y las fronteras que la acotan, siguiendo una ló­

gica incluyente e igualitaria» (p. 158). Me refiero a pasajes de su texto en que, si­guiendo de cerca de Nira Yuval-Davis y su propuesta de una «lectura de género de la ciudadanía», llama a romper con el es­trecho marco del concepto marshalliano y caminar hacia una idea de ciudadanía como «un constructo de multiniveles, que se aplica a la pertenencia de la gente a una variedad de colectividades (locales, étnicas, nacionales y transnacionales)» (p. 155). Desconozco el trabajo de Nira Yu­val-Davis, «Mujeres, ciudadanía y dife­rencia», pero la interpretación del mismo por la profesora Agrá me lleva a pensar que ésa sí es una vía alternativa y ajustada a nuestro tiempo, y que conjuga la toma de posición feminista con la perspectiva más ambiciosa y urgente de pensar el nuevo mundo, de estatus frágiles, de sub­jetividades diferenciadas, de adscripciones plurales y móviles, impuestas por el capi­talismo postburgués. Por eso, desde mi gusto particular —que la profesora Agrá hace bien en no compartir—, la separa­ción de esos dos discursos no sólo ayuda­rá a clarificar el discurso de las autoras feministas, sino también a la construcción de un conceptos de ciudadanía ajustado a los nuevos tiempos.

El artículo de Manuel Jiménez Redon­do, «Ciudadanía y libertades subjetivas en Facticidad y validez de Jürgen Habermas» es de excelente factura, aunque sólo puede incluirse en la problemática de la ciuda­danía desde esa «hiperrepresentación» del concepto señalada por Femando Quesada. Aunque el profesor Jiménez Redondo afir­ma, con razón, que «tomar en serio la es­tructura intersubjetiva de los derechos sig­nifica introducirlos en términos de una teoría de la ciudadanía en el sentido de Rousseau» (p. 171) y que desde tal teoría se ha de explicar el sentido normativo de las tres clases de derecho puestos por T.H. Marshall como constitutivos de la misma.

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lo cierto es que el artículo tiene su propia problemática que, como decimos, es tan­gencial a la ciudadanía. En el fondo, lo que parece preocupar al autor es la distin­ción habermasiana «entre libertad subjeti­va y libertad comunicativa, y su decisión de conceder valor normativo sólo a la li­bertad comunicativa y considerar el desen­cantamiento de la libertad subjetiva mo­derna sólo como un factum que hay que normaD> (pp. 185-186). Entiende que así se rompe el equilibrio kantiano que recoge la metáfora de la «insociable sociabili­dad», es decir, entre los dos polos normati­vos representados por el momento de co­munidad y el momento de insociabilidad, el momento democrático y el de libertad negativa liberal, que Kant formulan'a res­pectivamente en el principio del. derecho público y el principio general del derecho.

Yo creo que el profesor Jiménez Re­dondo ha visto con lucidez el problema; en ese sentido me parece más correcta su interpretación de Kant que la forzada por Habermas. Lo que ocurre es que, en pri­mer lugar, no hay argumento absoluto para preterir a Kant; y, en segundo lugar, la subordinación de la libertad individual a la voluntad general rousseauniana, en Habermas expresada en términos comuni-cacionales, no es nada dramático. En todo caso, creo que el pensamiento liberal con­temporáneo se siente más confortable con ese único polo de normatividad haberma-siano, de tradición rousseauniana pero fra-gilizado y procedimentaiizado, que con una sospechosa vuelta a Kant apoyada en Heidegger, que ciertamente, como señala Jiménez Redondo, causa «reticencias». Yo creo que en la defensa de las liberta­des subjetivas, es decir, en la teorización del individuo liberal del capitalismo bur­gués, Kant no necesita el fardo de Hei­degger. En cualquier caso, y por lo que aquí nos preocupa, creo que es una feliz idea de Jiménez Redondo ver en Factici-

dad y validez de Habermas la reconstruc­ción de la «génesis lógica» de aquella «génesis histórica» de los derechos que Marshall intentara con tanta fortuna en Ciudadanía y clase social (1950). Porque ello nos ayuda a comprender que también el discurso habermasiano se da en el para­digma liberal, asumiendo como escenario el espacio cerrado del Estado.

Juan Ramón Capella, con su trabajo «La ciudadanía de la cacotopía. Un mate­rial de trabajo», nos ofrece un modelo de discurso alternativo, deconstruyendo los conceptos de individuo, ciudadanía, priva­cidad, soberanía, derechos, etc., en los que se articula el imaginario liberal. En espe­cial centra su atención en poner de relieve cómo lo privado esconde, tras la máscara de indiferencia o neutralidad política, la génesis de los mecanismos de dominio y explotación, siendo la «empresa» la insti­tución paradigmática de esa esfera. En la medida en que esta crítica ayuda a poner en crisis ese imaginario, podemos decir que ayuda o es compañero de viaje de esa nueva representación del mundo que el ca­pitalismo tecnológico y globalizado con­temporáneo está forzando; pero, por otro lado, en la medida en que el profesor Ca­pella mira más allá, donde el futuro sigue siendo lo que era, el suyo no es un discur­so actual y orgánico, sino con pretensiones revolucionarias. Aparcando esta pretensión crítico revolucionaria, que me parece la más importante, la tarea deconstructiva del profesor Capella ofirece, a mi entender, in­teresantes elementos para la construcción de ese nuevo imaginario que el capitalis­mo ya no liberal de nuestro tiempo exige. Y ese efecto secundario no puede interpre­tarse como asimilación p)or o complicidad con el capitalismo; en lo más profundo del marxismo había esa consciencia de los tiempos de la revolución, esa idea de que una nueva época no surgía hasta que la anterior había agotado todas sus potencia-

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lidades o había puesto en escena toda su capacidad de barbarie y de horror.

Comentando que todo discurso, y el li­beral en particular, tiene un «vocabulario mínimo» que cierra el campo de expre­sión, dirá que esta noción «es útil al po­ner de manifiesto que sólo cabe hablar de "ciudadanos" en el interior de un uni­verso discursivo de referencias cruzadas» (p. 198). Y llama a descifrar esos juegos de máscaras representacionales, a los que no escapa la noción de ciudadanía: «Para que podamos vemos como ciudadanos en el interior de la autorrepresentación mo­derna hemos de realizar una operación doble: en primer lugar, una abstracción, un despojamiento. Nuestras personas han de convertirse en seres humanos sin cuali­dades: hemos de prescindir de nuestro gé­nero, de nuestras raíces culturales (eso a partir de lo cual se habla en ciertos casos de nación), de nuestros rasgos raciales, de nuestra ubicación en el sistema producti­vo, de nuestras creencias, de nuestra his­toria o, en una palabra, de todo lo que nos convierte en seres humanos irrepetibles; de todo eso hay que hacer abstracción» (p. 200). Después vendrá una segunda etapa, la de poner a cada una de las abs­tracciones resultantes su correspondiente máscara representacional, «en cuya cons­trucción son decisivos los derechos» (de­rechos a la vida, a la propiedad, de parti­cipación política), máscaras que dan for­mas a fantasmas desencarnados.

En esa apasionada tarea crítica, el pro­fesor Capella articula las exigencias re­presentacionales del sistema productivo —que, bien leídas, y por muy bárbaras que sean, son un salto hacia adelante— y las propias de un discurso anticapitalista y alternativo. Esos individuos (seres que han hecho del fantasma de la individuali­dad su esencia) sin atributos, que se rela­cionan como figuras desencarnadas, des-historízadas y abstractas, son sin duda la

exigencia del capitalismo contemporáneo, que ya no puede respetar ni siquiera las determinaciones que en su fase liberal burguesa imponía (nación, cultura, mo­ral). Temo que al querer suprimirlas, al querer evitar el horror, al intentar burlar al momento más negro de la noche, el pró­ximo a la aurora, sea ésta la que se aleje o ausente. La descripción ideal de la alter­nativa no debiera ocultar la necesidad de las sombras por las que hay que cruzar. Creo que hoy la posición anticapitalista debe asumir y apoyar el momento máxi­mo de la abstracción, borrando del discur­so político esos residuos de identidad; hoy hay que apostar por diluir simbólicamente las fronteras, por pensar la igualdad ha­ciendo abstracción del origen, el lugar, la cultura, el pasado, el parentesco, la vecin­dad. Apoyar ese momento máximo de abstracción no significa silenciar la crítica, sino poner una crítica que diga: éste es el momento de la abstracción, tan necesario como bárbaro, un momento histórico a superar. Si no es así, si no se reconoce la determinación material y se enfrentan a ella las representaciones abstractas y ana­crónicas, me temo que se reproducirá la confusión de nuestros tiempos, en las que, en los pasillos filosóficos, marxistas y co-munitaristas cohabitan contra el monstruo frío del estado liberal.

En fin, el libro se cierra con un denso trabajo de Pablo Rodenas, «El ciudadano como sujeto de la política (en diálogo con Aranguren y Muguerza)». El artículo del profesor Rodenas hay que enmarcarlo en un ambicioso proyecto de reconstrucción de la filosofía política, cuyos referentes hay que tener presentes para una correcta interpretación del texto; hay que decir, no obstante, que el profesor Rodenas, cons­ciente de las dificultades derivadas de la complejidad de «armar el puzzle de lo que di en llamar poli(é)tica», ayuda al lector con rodeos y contextualizaciones que faci-

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litan la penetración de un texto realmente duro que exige máxiina concentración.

Partiendo de tesis expuestas por Aran-guren y Muguerza referentes a la relación del intelectual con la política o a la com­patibilidad de las figuras del filósofo y el político, Pablo Rodenas se agarra con fuerza a una idea de Muguerza sobre la muerte de los intelectuales, según la cual éstos son «quienes prestan su voz a aque­llos que no la tienen», por lo cual, para que la suya fuera una muerte digna, ha­bría previamente que hacer innecesaria su función, o sea, haber conseguido que el común de los mortales no necesitara la voz prestada, y no porque se contentaran con el silencio, sino porque hubieran to­mado la palabra «para expresar así su in­dignación y protesta ante la injusticia en el mundo que está lejos de ser el mejor de los mundos posibles» (p. 227). La alterna­tiva al intelectual, en el supuesto innece­sario, sería el ciudadano. Y el profesor Rodenas pone en marcha su potente estra­tegia teórica para construir el ciudadano.

Me parece muy destacable su intento de distanciarse de la dulce y blanda moda del culto a la ciudadanía, que ha hecho de los noventa la década del ciudadano; o, lo que es lo mismo, que se desmarque de esa ten­tación de considerar intrínseco a la idea del intelectual o filósofo ejercer insoborna­ble la crítica al oficio de político y la loa al oficio de ciudadano. Me parece respetable su rechazo de la figura del filósofo-rey, o del consejero áulico, que implican que el nuevo intelectual-ciudadano pueda llegar a poseer auctoritas, pero no potestas. No obstante, entiendo que el proyecto de ciu­dadano que Rodenas construye está fiíerte-mente lastrado en su origen, es decir, afec­tado de unas exigencias de intelectualidad y excelencias que convierten su discurso en atemporal. El nuevo ciudadano se con­creta en el «homo poli(é)thicus», «auténti­co protagonista de la actividad poIi(é)tica

en el ámbito de lo poli(é)tico» (p. 241). Con ello quiere decir el profesor Rodenas que el ciudadano no debe postularse como mero sujeto moral, dueño de la norma, ni como mero sujeto político, amo de la des­cripción; o sea, ni como sede de la validez, ni como fuente de la facticidad. Su argu­mento en la búsqueda de una nueva subje­tividad que articule de forma nueva la re­lación entre ética y política, o que disuelva esa distinción, es sugerente: «Aunque pos­tulásemos su materialidad como "indivi­duo de carne y hueso", el sujeto moral, tal como fue concebido en sus más conocidas formulaciones canónicas, se ha visto inca­pacitado para el actuar político. De la mis­ma manera, pese a que postulásemos su espiritualidad como "individuo de palabra y razón", el sujeto político, tal como fue entendido en la concepción hegemónica, está incapacitado para la actitud moral» (p. 241). Hay, pues, que buscar un nuevo su­jeto, y «ese "sujeto" en construcción cuya condición busco sería el homo poli(é)thi-cus, el protagonista cívico de la actividad práxico-ideológica civilizada y civilizadora que he llamado poli(é)tica» (p. 242).

A pesar del carácter constructivista, fuertemente normativo y exquisitamente especulativo del proyecto o programa de investigación del profesor Rodenas, creo que no es ajeno a las condiciones mate­riales de nuestros tiempos; en las alturas de sus abstracciones representacionales se oyen los gritos y huelen las angustias de la miseria y la injusticia. Y ese hombre «poli(é)tico» parece prefigurar la subjetivi­dad propia de una sociedad en la que, como señalara Weber, se han roto las ba­rreras entre las diversas prácticas parciales, los límites de las racionalidades acotadas, las claras distinciones entre teórico y em­pírico, entre norma y descripción, entre explicación y relato. La potente abstrac­ción de su discurso no oculta su contem­poraneidad. Pero esa contemporaneidad, a

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mi entender, significa también que se piensa la ciudadanía como excelencia de la subjetividad, aunque junto a los dere­chos se ponga el acento en las virtudes, éticas y dianoéticas. Es ilustrativo de ello que las tres «exigencias para el acceso a la condición ciudadana» sean la exigencia de singularización, la exigencia fundamen-tadora y la exigencia antifundamentalis-ta (pp. 145-246). Tales exigencias tienen sentido en la definición de un modelo de hombre político (o «poli(é)tico»), de un hombre nuevo, que al fin prescinde del tu-telaje de los intelectuales, que llega a su mayoría de edad. Aunque ese modelo se diseñe en un escenario que en su abstrac­ción puede presentarse como transestatal, me parece que responde a otras fronteras. En todo caso, está lejos de ese otro refe­rente político urgente y actual. Porque la pregunta insoslayable es ésta: ¿qué debe­mos responder hoy a quienes se presentan ante las puertas de la sociedad opulenta y nos dicen: «queremos perteneceD>? Debe­

mos, sin duda, preocupamos por su futu­ro y, en ese sentido, no viene mal definir el ideal de ciudadano; pero, mientras tanto, la filosofía debe plantearse esta pregunta: ¿qué argumentos tenemos para decir «esto es nuestro»? ¿Qué argumentos para decir «reservado el derecho de admisión»?

Cierro esta reflexión, de momento, con la consciencia de parcialidad, en parte querida, en parte impuesta por los límites de un comentario a un libro que recoge trabajos muy sólidos y diversos. Si el me­jor elogio que puede hacerse a un texto es, como decía Diderot, que nos haga pensar, entonces éste es un gran texto. Si, como aportaciones a un seminario, reflejan un momento de la reflexión de sus autores, sólo nos queda esperar sus pasos siguien­tes, que seguiremos expectantes. Femando Quesada, que ha dirigido el seminario y la publicación del libro, tiene ahí su mérito y su compromiso de futuro, así como el de seguir logrando que universidades como la UNED den salida a estas reflexiones.

NOTAS

1. F. Que.sada (dir.). Naturaleza y sentido de la ciudadanía hoy, Madrid, UNED Ediciones, 2002.

2. F. Queüada, «Hacia un nuevo imaginario polí­tico {.seguido de diez tesis)», en VV.AA., Cambia de paradigma en la filosofía política, Madrid, Fun­dación Juan Marcli, 2001, 17-92, p. 48.

3. Ihíd., 26. 4. !hld., 55. 5. Ihíd., 32. 6. Véase James Tully, A Discourse on Property.

John Locke and his adversarles, Cambridge U.P., 1982.

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