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Noviembre 2010 Número 479 ISSN: 0185-3716 Alí Chumacero (1918-2010) José Emilio Pacheco Leopoldo Lezama Moramay Herrera Kuri Alberto Arriaga José Luis Martínez Claudio Lomnitz Luis Barrón Álvaro Matute Revolución

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Noviembre 2010 Número 479

ISSN

: 018

5-37

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Alí Chumacero (1918-2010)■ José Emilio Pacheco ■ Leopoldo Lezama

■ Moramay Herrera Kuri ■ Alberto Arriaga

■ José Luis Martínez

■ Claudio Lomnitz

■ Luis Barrón

■ Álvaro Matute

Revolución

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número 479, noviembre 2010 la Gaceta 1

SumarioRecuerda… 3

Alí ChumaceroAlí Chumacero en el jardín de las cenizas 4

José Emilio PachecoSoledad 8

Alí ChumaceroRecuerdos de Juan RulfoEntrevista con Alí Chumacero 9

Leopoldo LezamaAlí Chumacero: curador de generaciones literarias 13

Moramay Herrera Kuri y Alberto ArriagaLa novela de la Revolución 17

José Luis MartínezIntroducción 21

Claudio LomnitzLa historia cultural y la Revolución 23

Luis BarrónLos años revolucionarios (1910-1934) 27

Álvaro Matute

Ilustraciones tomadas del acervodel Fondo de Cultura Económica

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Director general del FCE

Joaquín Díez-Canedo

Director de la GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

Jefa de redacciónMoramay Herrera Kuri

Consejo editorialMartí Soler, Ricardo Nudelman, Juan Carlos Rodríguez, Tomás Granados, Bárbara Santana, Omegar Martínez, Max Gonsen, Karla López, Heriberto Sánchez.

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónErnesto Ramírez Morales

Versión para internetDepartamento de Integración Digital del fcewww.fondodeculturaeconomica.com/LaGaceta.asp

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

Correo electró[email protected]

2 la Gaceta número 479, noviembre 2010

Es Alí Chumacero uno de los poetas más queridos y más entrañables de las letras mexicanas del último siglo. Siempre bondadoso y siempre simpático, quienes lo co-nocieron tuvieron a su lado a un hombre feliz, que a cada instante iluminaba con una ocurrencia, un consejo, o un recuerdo de alguno de los tantos y tantos personajes de nuestras letras que conoció a lo largo de sus 92 años, desde Federico Gamboa, Al-fonso Reyes, Octavio Paz, el grupo Contemporáneos, y prácticamente todas las grandes generaciones que lo sucedieron.

Su obra poética, aunque sólo se reduce a tres volúmenes: Páramo de sueños (1940), Imágenes desterradas (1948), y Palabras en reposo (1956) es una de las más condensadas, de las más formalmente logradas y sobre todo, de las más bellas que se han escrito en nuestro idioma. Durante los últimos casi sesenta años, fue editor y tipógrafo del Fondo de Cultura Económica, donde publicó a varios escritores que hoy son clásicos en nuestra literatura, entre los que podemos contar a Juan José Arreola, Xavier Villau-rrutia, y por supuesto, Juan Rulfo. Es igualmente importante su tarea como director y redactor de revistas imprescindibles como Tierra Nueva, El Hijo Pródigo, Letras de México y el suplemento México en la cultura. Su labor crítica ha quedado reunida en un magnífico volumen titulado Los momentos críticos (1989) en el cual, el maestro da cuenta de su inteligencia y su agudeza como lector profesional.

El Fondo de Cultura lamenta profundamente el deceso del poeta Alí Chumacero, editor infatigable, maestro bondadoso y amigo fraterno, que con su muerte deja una pérdida irreparable para esta, su casa editorial, pues su sensibilidad, su poesía, su cui-dado, vieron transcurrir más de medio siglo de creación literaria en nuestro país. G

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Vuelca su fiel aroma sobre el vaso, lluvia de sueño o suavidad de forma, y dentro, en el desnudo, se conforma la lentitud aciaga de su paso.

Más fino que la luz. Como la nieve límite de paloma, se convierteen un silencio que rocío vierteal velo del cadáver que lo mueve.

Así se hunde en agua congelada ahogándose en los mares del olvido, e idéntico al cristal, voz deformada

o mudo espejo del aliento herido,clama en su transparencia: “El ser es nada”, mas el ser es el polvo adormecido. G

Recuerda…Alí Chumacero

Todo va a un lugar: todo es hecho del polvo,y todo se tornará en el mismo polvo.

Eclesiastés, iii, 20

* Alí Chumacero, Poesía, fce, México, 2008

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Nadie ha sabido decirnos con certeza de dónde viene la voz que habla en los poemas, desde qué sitio de la realidad se diri-ge a nosotros. Es común afirmar que ningún poeta se pa rece a sus versos. No es menos cierto que tales páginas no existirían sin la única e irrepetible experiencia vivida por esa persona concreta.

Será difícil hallar un comentario sobre Alí Chumacero que no se asombre ante el contraste entre una actitud personal amable y expansiva, antisolemne mucho antes de que se inven-tara el concepto mismo de antisolemnidad, y una obra tan aus-tera y doliente como la suya.

Una posible explicación es que desde sus orígenes remotos la poesía lírica sirve, entre otras cosas, para concentrar toda la negatividad del mundo. En cualquier época hay muy pocos poemas alegres. Existen, claro está, versos jocosos pero siem-pre van dirigidos en contra de alguien. La dicha se basta a sí misma, no necesita de celebraciones. El placer que derivamos de los poemas, aun o sobre todo de los más sombríos, nunca es resultado de su tema sino de su arte verbal.

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Así, en la poesía mexicana se hallarán pocos libros tan disfru-tables como Palabras en reposo, siempre y cuando estemos dis-puestos, no tanto a leer como a releer sin prisa cada uno de sus poemas.

Alí Chumacero ha pasado su vida haciendo los libros de los demás, es decir transformando los originales en piezas tipo-gráficas, pero sólo quiso darnos tres propios: Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1947) y Palabras en reposo (1956). En ellos está toda su obra breve y admirable.

A uno le hubiera gustado seguir leyendo siempre nuevas pá-ginas de Chumacero. Sin embargo su decisión no nos privó de su poesía de madurez, ya que fue un poeta cabal desde su apari-ción en 1940 con “Poema de amorosa raíz”. En menos de vein-te años hizo lo que tenía que hacer, dijo cuanto tenía que decir.1

1 A partir de la tercera edición en la serie mayor de Tezontle (1985) forman parte de Palabras en reposo cuatro poemas que no estaban en la primera (1956) ni en la segunda (1965): “Paráfrasis de la viuda”, “Mujer ante el espejo”, “La imprevista” y “El proscrito”. Si, como parece, son posteriores a “Salón de baile” y “Alabanza secreta”, pub-licados en revistas en 1958, Chumacero ha seguido escribiendo más allá de las fechas que asignamos a su silencio.

En torno suyo se ha tejido la costumbre de afirmar, para alabarlo, que es el Juan Rulfo de la poesía mexicana y su pres-tigio crece con cada nuevo libro que no publica. Como los ver-sos interesan a menos personas de las que se preocupan por la narrativa, Chumacero ha podido guardar silencio sin molestias ni expectativas por la siguiente colección de poemas. Nada tan lejano a Rulfo y a Chumacero —ambos nacidos en el mismo 1918— como la idea de una “carrera” literaria. Ambos escri-bieron por necesidad interior y enmudecieron una vez escrito, inmejorablemente bien escrito, lo que debían expresar.

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Es irresistible la tentación de comparar sus tres libros a estre-llas solitarias que brillan con luz propia en el cielo de la poesía de nuestro idioma, o bien a islas rodeadas de silencio por to-das partes. Silencio y soledad son el marco propicio para que resuene la elocuencia sin énfasis de sus poemas y quebrante las tinieblas una luz que no enceguece sino ilumina.

En Páramo de sueños e Imágenes desterradas hay una continua tensión entre la inmovilidad que se eleva y el movimiento que se abisma, entre el sepulcro como destino final de toda carne y el deseo en que la vida se afirma al negar la fatalidad de la des-dicha. Estos poemas son muchas veces monólogos dirigidos a un “tú” que es casi siempre una mujer lejana o a punto de ale-jarse. La dicción y el fraseo provienen en parte de los poetas españoles de 1927 y los Contemporáneos mexicanos, en espe-cial Xavier Villaurrutia. No obstante, Chumacero encuentra su propia voz desde sus primeros pasos y en ella resuena una sentenciosidad bíblica nada frecuente en la poesía de lengua castellana.

Este Páramo de sueños, escenario en que arden y fluyen los poemas juveniles de Chumacero, es la Tierra Baldía de las dos guerras, la que termina cuando él nace y la que comienza cuando publica sus primeras páginas. En ellas establece como defensa contra la arrasadora tempestad de la Historia una at-mósfera de cuadro postsurrealista. La desnudez que evocan esos poemas es la misma de sus medios expresivos. Se trata de una poesía despojada de todo brillo ornamental y de toda faci-lidad rítmica (o arrítmica). No tiene los resplandores del dia-mante sino la naturaleza serena y sólida del mármol.

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La obra literaria de Alí Chumacero no se limita a la poesía. De 1940 a 1963 participa como editor y redactor en las publi-

Alí Chumacero en el jardín de las cenizas*José Emilio Pacheco

* Alí Chumacero, Poesía, fce, México, 2008.

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caciones mexicanas más importantes de aquellas épocas litera-rias. Una amplia selección de ese trabajo está recogida por Miguel Ángel Flores en Los momentos críticos (1987).

La prosa de Chumacero empieza al mismo tiempo que su poesía en la revista Tierra Nueva (1940-1942), empresa gene-racional compartida con José Luis Martínez, Leopoldo Zea y Jorge González Durán. Allí comienza su valoración de la poe-sía de los Contemporáneos y da, entre muchas otras cosas, el primer conjunto de los poemas de Jorge Cuesta. En Tierra Nueva aparecen también las dos únicas traducciones suyas que conozco, dos textos siempre mencionados pero rara vez leídos: el ensayo del abate Bremond sobre la poesía pura y el discurso del conde de Buffon en torno del estilo.

Una parte muy significativa de su labor se encuentra en las dos grandes revistas de Octavio G. Barreda: Letras de México (1937-1947) y El Hijo Pródigo (1943-1946). Fueron el terreno de encuentro de los Contemporáneos con la nueva generación en sus dos promociones: la primera reunida en Taller (Octavio Paz, Efraín Huerta, Rafael Solana, Alberto Quintero Álvarez, a quienes deben añadirse José Revueltas, Enrique Guerrero y Neftalí Beltrán) y la segunda en Tierra Nueva, donde colabo-raron los escritores del exilio español, unión que Paz, como director de Taller, había iniciado en 1939.

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Nuestra historiografía literaria ha hecho dos generaciones de una sola, compuesta por quienes nacieron de 1910 a 1920. Si por un momento nos olvidamos de las revistas en que se die-ron a conocer, vemos con toda claridad un grupo generacional que tiene en su centro a Paz (1914, como Huerta y Revueltas) y va de Fernando Benítez (1911) a Chumacero y Martínez, que son del mismo 1918 en que nacieron Rulfo y Arreola.

En su gran tarea de editor proseguida hasta el fin de siglo, Benítez continúa y supera a Barreda en su función aglutinado-ra respecto a estos escritores. Un argumento en contra de esta redistribución generacional sería que los mayores, quienes co-mienzan a escribir en los treinta, década que para nosotros tie-ne como núcleos el cardenismo y la guerra de España, mues-tran una intensa preocupación histórica y social; en tanto que los jóvenes de Tierra Nueva son apolíticos, pues con el estalli-do de la segunda Guerra Mundial viven una historia muy dife-rente a la de aquellos que tuvieron veinte años alrededor de 1936.

En El Hijo Pródigo Chumacero, Martínez, Paz y Villa urrutia —su magisterio es tan evidente como sutil— establecen un

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nuevo modelo de periodismo literario en el más alto nivel. Su influencia modifica la prosa y el verso mexicanos. Antes, en Taller Solana inicia una discreta campaña contra el castellano aprendido sólo en las traducciones, una crítica contra el des-cuido, la irresponsabilidad y la torpeza.

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A esta reforma generacional Chumacero contribuye con sus reseñas sobre novelas. Quizás a estas notas les debemos que se haya desterrado “el ridículo uso y abuso del enclítico que en-torpece la expresión natural de lo escrito”. Nadie volvió a po-ner nunca atóle, condújole, paróse.

Las notas de Chumacero pueden dividirse en varias seccio-nes: su apoyo a los miembros de su generación (Beltrán, Huerta, Quintero Álvarez, Solana) y a los exiliados republica-nos (Enrique Díez-Canedo, Juan Gil Albert, Emilio Prados, Juan Rejano), presentación en México de los poetas rioplaten-ses (Sara de Ibáñez, Vicente Barbieri, Oliverio Girondo, Con-rado Nalé Roxlo) y en primer término la revisión de la litera-tura nacional.

En estos años Chumacero hace con Martínez la antología de nuestra Poesía romántica para la Biblioteca del Es tudiante Universitario, y para la Biblioteca Enciclopédica Popular las Crónicas de Ángel de Campo, Micrós. En la revista se ocupa de

Manuel José Othón y Luis G. Urbina con la misma severa ge-nerosidad que había empleado Mar tínez para revisar en Tierra Nueva a Manuel Gutiérrez Nájera.

Una dirección final de sus notas expresa otra tendencia de aquel momento: restablecer los nexos con la literatura españo-la del pasado inmediato y el remoto. Nada más hay un ensayo de Chumacero en El Hijo Pródigo: “El hombre solo”, en el nú-mero de homenaje a López Velarde (junio de 1946), a los veinticinco años de su muerte. Esta entrega de la revista con-suma la tentativa de Villaurrutia y establece a López Velarde en un sitio que ya nadie puede disputarle.

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El concepto de literatura que tuvieron los colaboradores de El Hijo Pródigo queda sintetizado por Barreda en el editorial del número 8 (noviembre de 1943): “La literatura es más amplia y trascendente de lo que la gente se sospecha. Es, aunque usted no lo crea, filosofía, historia, religión, política, finanzas, etc.; más un ‘algo más’ misterioso y milagroso que se adhiere a ellas a fin de darles validez, permanencia, extensión y humanidad”.

En la segunda mitad de los cuarenta Chumacero escribe algunos de los primeros ensayos que se publicaron entre noso-tros sobre Albert Camus, Jean Paul Sartre y el existencialismo. De 1949 a 1963 Chumacero publica en los suplementos diri-

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gidos por Benítez artículos y reseñas que representan para los jóvenes lectores de entonces una universidad libre y un taller literario.

En el desempeño de la crónica tuvo que ocuparse de mu-chos libros que no le interesaban pero a cambio de esto hay ensayos que por fortuna Miguel Ángel Flores ha preservado, como el que escribió en 1959 a la muerte de Salomón de la Selva. También en esas páginas, en Las Letras Patrias y sobre todo en la Revista de la Universidad de México trazó aquellos pa-noramas del año literario que por desgracia han desaparecido de las publicaciones actuales.

Al mismo tiempo, Chumacero editó las obras de Gilberto Owen, Xavier Villaurrutia y Mariano Azuela y fue el director sin título de la serie Letras Mexicanas que Arnaldo Orfila Re-ynal había iniciado en 1952 dentro del Fondo de Cultura Eco-nómica. La significación de esa labor editorial está ante nues-tros ojos y por ahora no es necesario abundar en ella.

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Si la poesía juvenil de Chumacero no es difícil sino exigente, la obra de madurez —llamemos con un término convencional a la escrita entre 1948 y 1958—, cuando “Salón de baile” y “Alabanza secreta” aparecen en la segunda edición (1966) de Palabras en reposo, pide una colaboración tan absoluta que sólo puede llamarse complicidad.

Palabras en reposo es uno de los libros más originales de la poesía castellana en general y mexicana en particular. Fuera de nuestro ámbito está aún por descubrirse como otros dos gran-des libros de aquel mismo momento: La insurrección solitaria (1953) de Carlos Martínez Rivas, y Contemplaciones europeas (1957) de Ernesto Mejía Sánchez.

Con la distancia de los años Palabras en reposo surge como una obra maestra impredecible e irrepetible. Por sí sola expli-ca y justifica el posterior silencio de Chumacero. En estos poemas llega a no parecerse sino a él mismo pero alcanza tam-bién un punto sin retorno.

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Después de este título que anuncia su propia culminación y desenlace, Chumacero calla porque el camino de extremo ri-gor y máxima dificultad que se ha impuesto no puede llevarlo sino al mutismo. Le ocurre algo parecido a lo que le sucedió a Salvador Díaz Mirón después de Lascas (1901).

Por otra parte, este libro de un poeta por completo lírico —es decir subjetivo, intimista, monologante— es el más ce-rrado y al mismo tiempo el más abierto, aquel que deja entrar al “nosotros” y está lleno de personajes, invadido por las penas y los goces del prójimo. En su aparente “pureza”, en el sentido del abate Bremond, es también el más “impuro” y el más “contaminado” de realidad. Poemas que sólo quieren ser poe-sía pero a su manera sutil son también “realistas” y en cierto modo “narrativos”.

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Una breve historia puede leerse inscrita en el revés de cada poema. Pero de poco sirve decir que el gran “Responso del peregrino” es un canto epitalámico invadido por ecos de ora-ciones fúnebres en que se predice para los que se unen no el porvenir de los cuentos de hadas, sino la dificultad de la con-vivencia humana y el final “despeño de la esperanza”. O que el extraordinario “Monólogo del viudo” es el lamento de un hombre que ha perdido a su mujer, muerta cuando le practica-ban un aborto. La poesía no cuenta (para eso está la narrativa), nos hace participar desde dentro en una experiencia ajena, apropiarnos de ella, materializarla por medio de una lectura que es el menos pasivo de los actos.

Estas palabras no descansan en la inercia ni la inmovilidad. Su reposo es el poder de transformación que Heráclito asignó al fuego. La poesía de Alí Chumacero será siempre nueva en cada lectura y para cada persona que tenga el privilegio de acercarse a ella. G

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Cuando ni el brazo alcanza a tocarse a sí mismo, con tan fi el movimiento que gime en su temor como el cauce del río corriendo por sí mismo, muy lento hasta ahogarse en su propio temblor.

Cuando la niebla es gris y crece entre la noche,nosotros tras su sangre también nos defendemos, sin saber qué es la niebla, sin conocer la noche, mas siendo en ella vivos, en su impalpable peso,

sin pensar en nosotros, ni siquiera en el agua que por dentro consume nuestro propio desnudo, el callado placer de vivir en el aguaun más íntimo amor, y con el cuerpo húmedo,

la intimidad más alta, la más callada estrella o el correr de la sangre siempre hacia sí misma,constante y limitada, como una luz de estrella que se pierde en la noche sin encontrar salida.

Cuando entonces sabemos por dónde nuestra sangredesgrana su letal, su fi el melancolía, corremos grises ya dentro de nuestra sangre nosotros en nosotros y la noche nos guía;

entonces nuestra frente, nuestros brazos y piel, abiertos a la sombra recogen su pesar entrándose en la sangre, perdidos en la piel, alertas como rocas tendidas hacia el mar.

Entonces ni la voz alienta entre los labiosy encima de la noche y el mar de nuestras venas muerta queda la voz, yertos quedan los labios. Es cuando estamos solos, en soledad perfecta.

* Alí Chumacero, Poesía, fce, México, 2008.

Soledad*Alí Chumacero

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El lunes 23 de octubre del año 2006, Alí Chumacero nos re-cibió en su oficina en el séptimo piso del Fondo de Cultura Económica, institución en la que trabaja desde hace casi se-senta años y en la cual ha sido editor de muchos de los grandes escritores mexicanos del siglo xx, entre ellos Juan José Arreola, Xavier Villaurrutia, y el propio Juan Rulfo.

L.L. ¿Usted conoce a Juan Rulfo en Guadalajara en el periodo que usted vive allá de 1929 a 1937, o lo conoce en la ciudad de México?

A.CH. Yo conocí a Juan Rulfo apenas y muy ligeramente en Guadalajara. En 1929 hubiera sido imposible porque yo nací en 1918 y yo tenía once años entonces, y él tenía doce. Yo nunca lo vi en Guadalajara sino hasta el cuarenta y dos. Des-pués lo conocí en México e hicimos una gran amistad, so-bre todo con la gente de Jalisco, con Carballo, con José Luis Martínez, con Arreola. Como yo me formé en Guadalajara, y ellos eran todos de por allí, pues hicimos una gran amistad. Yo trabajé junto con Juan en el Instituto Indigenista en el de-partamento de ediciones. Estuve ahí con él durante un año y llevamos una buena amistad. Cuando me vine a trabajar al fce, él hizo los libros, y luego me los dio para entregarlos al director del Fondo. Fueron aprobados en seguida e hicimos la edición en la colección Letras Mexicanas. Allí aparecieron los dos libros, el libro de cuentos y la novela célebre. La no-vela inicialmente tuvo muy poco éxito, pero después se desató cuando la traducción que se hizo a algunos idiomas europeos tuvo un éxito tremendo. Entonces pasó a ser la gran novela del siglo xx y yo creo que de cierta manera lo es. Es una no-vela en que la imaginación se confunde con lo que es propia-mente la literatura, en que la imaginación es poesía, en que la imaginación alcanza los más altos momentos de un hombre solitario, callado, discreto, decente, limpio, bueno, que tenía una soledad muy viva. Era un verdadero incendio por dentro y lo supo emitir, transformar en palabras, y hacer esa novela que para mí es una novela cumbre; un texto que no sólo revela la imagen de un pueblo, la imagen de un rincón, el rincón de su tierra, sino que revela una de las imaginaciones más vio-lentas, más hermosas, más vivas, de la Literatura mexicana. Juan Rulfo, es, pues, una de las figuras que quedarán entre los muy grandes escritores que llevan la batuta, el mando en nuestra literatura. Él quedará al lado de los mayores; más aún, su escasa obra, su pequeñísima obra, es mayor a la de muchos escritores que han hecho veinte o treinta libros. Juan Rulfo no sólo tenía mi cariño, sino mi respeto. No era un escritor

pulido en el sentido exagerado de la palabra. Era un escritor imaginativo, un escritor que se proyectaba con genio más que con técnica, que sabía que la belleza es una forma inexplicable que solamente la sensibilidad y la intuición pueden explicar. Él lo hacía maravillosamente y ahí está la prueba de su libro que deben leer todos los mexicanos.

Es, diríamos, el último libro de un tema en que lo local, lo regional hace su aparición, se desarrolla y tiene una gran im-portancia. El personaje que apenas aparece, que casi no apare-ce, es un gran personaje. Ésa es la magia de la evocación que Rulfo hace de la figura de Pedro Páramo. No es un personaje que actúe mucho en la novela, pero es una figura sensacional dentro de los personajes que ha creado la Literatura mexicana.

L.L. ¿Qué recuerda de los años del Centro Mexicanode Escritores en que Rulfo fue becario junto con usted?

A.CH. Estuvimos juntos en la beca en 51-52. Él presentó los cuentos y yo le hice alguna crítica; él la acogió con mucho ca-riño, y le dije: Mira esto, y parece que esto otro está desmedido, y es necesario que lo veas con más cuidado. Y él me dijo que sí, que tenía yo razón. Cuando lo publicó no le había cambiado ni una coma, ja, ja, ja. Él estaba convencido de su capacidad, de su calidad, de su forma expresiva, que no tenía que ver nada con la mía. En-tonces a mí me dio mucha risa y lo felicité, le dije: Hiciste bien, porque un escritor en lo posible, si está muy convencido, debe respetarse a sí mismo y no respetar a los demás. Pero nuestras opiniones eran todas justas; no había de ninguna manera una lucha, una vio-lencia, una grosería, sino una camaradería. Éramos escritores jóvenes que nos sentábamos a la mesa a discutir la literatura, de manera ques no había en estas reuniones una oposición, una separación o una controversia. Había una cooperación; eran opiniones, correctas además, de gente profesional, de mucha-chos enterados de lo que es la literatura, de gente que se iba a dedicar y que se dedicó siempre a la literatura.

L.L. ¿Cuál fue su relación con él en las décadas posteriores al Centro Mexicano de Escritores?

A.CH. Yo lo seguí viendo normalmente, él estuvo por aquí, en el Fondo, y un tiempo fue compañero mío de trabajo en el Instituto Indigenista. Yo, por razones diazordacistas, salí del Fondo una temporada y me fui a trabajar en las ediciones del Instituto y él estaba allí, de manera que yo lo veía todos los días. Nos dedicábamos a conversar y compartimos mucho el tiem-po: nueve, diez meses y después yo volví al Fondo de Cultura

Recuerdos de Juan RulfoEntrevista con Alí ChumaceroLeopoldo Lezama

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cuando pasó la ola de persecución. Y aquí estoy todavía, donde llegué hace cincuenta y seis años.

L.L. ¿Qué opina usted de esta leyenda que se hizo alrededor de la novela, donde se dice que participógente en su formación final, como por ejemploJuan José Arreola?

A.CH. Ésa es una de las grandes mentiras que se inventan siem-pre en torno de una obra maestra. Arreola se juntó con él, y me lo contó aquí en el Fondo de Cultura, y me dijo que habían visto la novela, la habían manejado entre los dos, para armarla debidamente, para hacer que funcionara y que caminara, por-que como estaba hecha en corrientes, en estratos diferentes, había que ver cómo intercalarlos a fin de que fuera efectiva. Yo creo que lo lograron muy bien, y digo lo lograron en plural exagerando un poco. Pero no, no tuvo absolutamente nada que ver Arreola en la producción de la novela. También se ha dicho que yo le corregí la novela. Eso es simplemente una graciosa estupidez. Yo no le corregí ni una coma a lo escrito por Juan Rulfo, absolutamente nada. Yo hice la edición como tipógrafo, yo soy más que un escritor, un tipógrafo, un hombre de libros, que hace libros, que sabe o que supo hacer libros, pues ya se me está olvidando. Pero no soy una persona que corrija a nadie, y menos a Juan Rulfo, a pesar de que un día le dije yo que cam-biara algo en un cuento y no me hizo caso. Yo creo que hizo muy bien.

L.L. ¿Era Rulfo hombre seco, callado, hermético?

A.CH. Era un hombre muy callado, muy serio, muy tranqui-lo; yo pienso que era un hombre muy decente, pienso que era un hombre muy responsable, un hombre magnífico, un amigo magnífico. Y tenía, claro, como toda persona, sus diferencias, y las decía con cierta claridad y con cierta malicia. Porque tam-poco era un hombre que permitiera que le inventaran cosas feas y se quedara silencioso. Él sabía responder, como todo hombre en el mundo, pero nunca tuvo en su conducta un momento de maldad, de mala intención, de desprecio. Fue siempre un hombre honesto, decente, correcto, a la vez que un gran artista. Generalmente no se llevan los dos conceptos: el gran artista con el hombre correcto. Pero en este caso coinciden: él fue un hombre muy decente y muy buena artista.

L.L. No era, de ninguna manera ese hombre rencoroso.

A.CH. Decía bromas, como las decimos todos, pero no había en su hablar, en su opinar, en su rumorear, una cosa grave, sucia. Eran bromas que divierten, que además son ciertas siempre y que ayudan a comprender a la persona a la cual van dirigidas.

L.L. ¿De qué cosas hablaban... hablaban de literatura?

A.CH. No, no hablábamos de literatura. Hablábamos un poco de fútbol, un poco de lo que pasaba en la calle, de lo que suce-día en el narcotráfico, en la política. Él era un hombre de ideas,

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no revolucionarias en el sentido fácil de la palabra, pero no era retrógrado. Él pensaba en el desarrollo de la sociedad; en polí-tica no pertenecía a un partido, no se lanzaba a luchar. Siempre fue un hombre liberal, un hombre de izquierda, sencillo, que no se arriesgaba a que lo metieran a la cárcel.

L.L. Él nunca le comentó por qué no quiso publicar más.

A.CH. No, nunca, eso es muy difícil saberlo. Eso es un fenó-meno psicológico que se puede dar en escritores que han teni-do éxito desde un principio; no hay que olvidar que su libro de cuentos es un libro magnífico. Su Pedro Páramo vino a sofocar el libro de cuentos, que es un libro muy bueno, con algunos cuentos excepcionales que algún día se van a recoger con más ánimo. No digo que no hayan sido valorados, digo que no se les ha dado el reconocimiento que se merecen, pues porque están a la sombra de ese monstruo tenebroso que es Pedro Páramo, que acalla todo lo que pueda sobresalir de lo normal.

L.L. ¿Frecuentaban amigos y lugares?

A.CH. Juan era un hombre muy poco afecto a ir a espectáculos, a ir a pasear; nada de eso. Él era más bien un hombre solitario, un hombre al que le gustaba leer, le gustaba estar con una per-sona o dos, conversar con poca gente, evitar el rumor, el ruido, el voceo, en fin: era un hombre sin amor por la fama. Que la fama también lo condujo probablemente a dejar de escribir, y la gente lo molestaba siempre con la pregunta: ¿y cuándo vas a escribir otra novela? Eso a él francamente lo molestaba mucho, lo ponía de mal humor. ¡Qué les importa!, me decía a mí, y en realidad pues sí, ¡qué les importa! La literatura no se da por-que yo quiero hacer ahora esto; sale de manera natural y no es un propósito nada más, es también una capacidad, una forma de situarse frente a las cosas, frente a lo que uno piensa, y de ninguna manera se hace para darle gusto a los demás. Es una forma de la satisfacción personal. Y él estaba, si no satisfecho, por lo menos consolado con lo que había escrito. Y creo que es más que suficiente. Lo que él escribió ya lo quisieran muchos. Es un autor maestro, es un autor que tomando unos temas re-gionales, muy de su pueblo, los levanta a ser figura dentro de la Literatura mexicana. Es pues, el gran escritor.

L.L. ¿Recuerda algo del ambiente que hubocon la muerte de Juan en enero de 1986?

A.CH. La muerte de Juan, aparte de lo lamentable, fue para los amigos muy dolorosa y muy molesta. Para la literatura fue nefasta; y yo pienso que desde el punto de vista puramente lite-rario, lo que hizo es suficiente para perdurar, para estar dentro de la gran Literatura mexicana. Era un autor muy elogiado, muy reconocido en todo el mundo. Él hubiera sonado incluso, con esa poca obra, para el Premio Nobel. Entonces para noso-tros fue una pérdida muy notable; fue la pérdida que nos hizo pensar que algo faltaría en la Literatura mexicana. Faltaba nada menos que Juan Rulfo.

Nunca fue un hombre poderoso económicamente, fue un hombre modesto. Viajaba porque le pagaban los viajes. Juan no tenía propiedades, no tenía nada, tenía simplemente genio, pero el genio no se transforma en dinero generalmente, sino que se transforma en creación. Y no era un hombre que tenía

una gran casa, ¡vivía en un departamento! Vivía con sus hijos, con su mujer, y tenía chambitas modestísimas. Vivía al lado de un joven escritor bárbaro y gran amigo mío, que se llamaba Fernando Benítez. Vivían juntos y se comunicaban con un apa-rato de esos que están de moda. Eran una pareja muy simpática. Fernando era un hombre genial, todo lo contrario de Juan: era un hombre hablador, ocurrente, y la discreción de Juan Rulfo se contradecía con la súper habladuría de Fernando.

L.L. ¿Juan leía sus poemas?

A.CH. No, nunca. Sin embargo él sabía poesía. Cuando entró a la Academia de la Lengua, él hizo su discurso sobre Pepe Go-rostiza, que ya es decir, porque escribir sobre José Gorostiza, pues no es muy fácil. José Gorostiza es el poeta más difícil que ha dado México, y él leyó su discurso refiriéndose a su poesía, de modo que era un hombre que sabía poesía. Lo que él co-nocía era la prosa, sobre todo novela; era un hombre claro, y cuando lo nombraron académico, pues a mí me extrañó mucho que hablara sobre poesía. Pudo haber hecho un ensayo sobre Martín Luis Guzmán, sobre Mariano Azuela, sobre Federico Gamboa, en fin. Y no, él eligió a José Gorostiza, cosa que a mí me dio mucho gusto: que un prosista que era muy poético, muy lírico, escribiera sobre un poeta.

L.L. No era entonces ese hombre poco letrado.

A.CH. No y no tenía por qué serlo, no, no. Yo creo que ni sabía gramática, y el escritor no tiene por qué saber gramática; debe saber escribir. La gramática que la sepan los profesores. El escritor no, en todo caso que le dé el texto a un corrector de pruebas, y ése le pone los plurales correctos y las comas en su lugar.

L.L. ¿Era muy aficionado a la bebida?

A.CH. Sí, y eso me parece muy bien. Me parece una cualidad.

L.L. García Márquez, Borges, Fuentes lo ponen entre los más grandes escritores universales. ¿Usted comparte esta opinión?

A.CH. Sí la comparto y además lo es muy singularmente. Es muy difícil encontrar en su prosa los antecedentes. Es verdad que ahí está el Surrealismo, está un tipo de literatura que es la contraria a Borges, sin que yo quiera decir que Borges no es el monstruo que es, el gran escritor. Pero Borges es otro tipo de escritor; él va más por el lado de Arreola, una escritura donde domina la agudeza, la inteligencia, a veces la maldad, a veces la razón. Y en Juan Rulfo domina la intuición, la poesía. Juan Rulfo logró crear una literatura que hace difícil buscar los pasos para llegar a ella, es decir, los antecedentes. No es el escritor que imita a. No se descubre a primera vista el maestro de Juan Rulfo, por lo menos yo no lo descubro.

L.L. ¿Perdimos al mejor escritor mexicano?

A.CH. No. No hay mejor ni peor. Perdimos a un escritor que está dentro de una veta importantísima, pero son muchas las vetas. Cuando murió Reyes, por ejemplo, pues era el gran

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monstruo terrible, el gran viejo, que era mucho menos viejo que yo. Y pues nunca se trastorna la literatura. Hay muchas otras formas de escribir: se murió Rulfo, se murió Arreola, se murió Villaurrutia, otro gran escritor. Se van a morir todos los demás. De aquí a cien años todos calacas, ¡ni uno vivo!

L.L. Ni uno vivo, maestro, pero a lo mejor usted sí.

A.CH. Yo sí, mira: yo voy a morir a los quinientos años, y no voy a morir de patada de pulga. Yo voy a morir a puñaladas, asesinado por un marido celoso.

L.L. Alguna cosa más que no sepamos, que quiera contar.

A.CH. No, yo no fui tan su amigo para hablar mal de él.

Al final, Alí Chumacero nos comenta que entre sus papeles conserva un cuento inédito de Juan Rulfo que sacó de El llano en llamas por considerarlo de mala calidad. Lo único que nos dijo de ese cuento, es que transcurre en el mar y que el perso-naje principal es José Revueltas. G

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Alí Chumacero: curador de generaciones literariasMoramay Herrera Kuri y Alberto Arriaga

No hay oportunidad para la solemnidad. Nada de esas preguntas que todo el mundo le ha hecho (¿por qué nada más escribió tres libros?, ¿cuál es la misión del poeta?, ¿el silencio es mejor que la escritura?, ¿su poesía tiene com-promiso?, ¿por qué escogió el camino de la literatura?) ni de reverencias gratuitas o de humildad, porque es como ponerse humilde ante un toro. El hombre que está sen-tado ahí ha revisado miles, tal vez millones de cuartillas ajenas, algunas de las mejores de la literatura mexicana. La verdad es que impone. Tiene 90 años y se ve mejor que todos los jovencitos que han sido homenajeados recien-temente (Raúl Renán, Dolores Castro, Gerardo Deniz, Monsiváis, Álvaro Mutis…). Hay mucha calma en su mira-da, pero cómo escruta, cómo calcula los movimientos del interlocutor, cómo sabe que uno viene a entrevistarlo. No queda otra mas que tratar de romper el hielo.

¿Es cierto que en Acaponeta le pusieron su nombre a una cancha de basquetbol?

A una casa de la cultura. Una casa de la cultura lleva mi nombre y en Tepic, al teatro, el teatro del pueblo. Cada estado tiene un teatro del pueblo… Pero no tengo calle, eso es lo que me pesa.

Él solo es una literatura con todo y su feria de vanidades, con todo y sus tipografías, sus cajas, sus pliegos y su tinta. Además de las galeras que se ha encargado de cuidar, tam-bién ha sido una especie de curador de nuevas generaciones de escritores. Durante mucho tiempo parecía que el pre-mio, más allá del diploma, la publicación y el metálico, era conocerlo y escucharlo.

En Orizaba ya me quejé porque no tengo calle. Un día que se reunió todo el pueblo de Orizaba, y alguien famoso dio un dis-curso muy bonito, dijo que daba las gracias al pueblo por haber-le dado su nombre a una calle. Pero mejor, dijo, me hubieran dado una casa. Que una calle para qué la quería. No es lo mismo tener una calle en una ciudad que un rinconcito para vivir.

Alí Chumacero confiesa que se siente un poco cansado. No han dejado de venir a pedirle una entrevista, una de-claración, una opinión sobre sus 90 años, pues los home-najes suelen ser la carroña de los periodistas culturales. Dice que lo quieren sacar a la calle con una cámara, que para hacer un DVD. ¿O será que nada más quieren que lea

sus poemas en voz alta? “No quiero que me pregunten otra vez por qué nada más escribí tres libros”, había adver-tido, así que proseguimos:

Me piden entrevistas todo el tiempo. Lo bueno es que muchas de ellas no se publican, pero siempre me preguntan lo mismo. Y yo a todo digo que sí, por ejemplo me propusieron seguirme con una cámara todo un día para sacar un DVD o un disco o algo así. Es absurdo, eso no lo compra nadie. Ni yo. Y claro, pues yo les dije que sí, así que van a estar conmigo en la maña-na, a medio día, en la noche…

Bueno, pero los homenajes se los merece…

Pues sí, pero yo tengo que trabajar. Tengo que hacer discursos, tengo que rechazar cosas. Me invitaron a Cancún, Mexicali, Baja California, Torreón, Chihuahua, Culiacán… Sólo acepté ir a Guadalajara porque yo crecí allí y Tepic, porque soy de por allá. Nada más. Pero así es la gente. Jamás han leído una línea mía. Por eso lo hacen, por eso me invitan…

Ya se ha dicho pero no está por demás hacerlo otra vez: la biblioteca de Alí Chumacero es una de las más nutridas del país, luego de las portentosas de José Luis Martínez (que en estos momentos se clasifica) y la de Fernando Tola de Habich. Una de las atracciones de su acervo es el gran número de manuscritos originales, firmados de puño y letra de sus autores. ¿Cuándo habrá comenzado Alí Chu-macero a formar esa biblioteca?

Alguna vez, José Luis Martínez habló del primer libro que usted le regaló, creo que era El Romancero Gitano. Decía que ese libro, por entonces, no se encontraba en ninguna parte de Hispanoamérica. ¿Usted se acuerda de eso?

Y la madeja del recuerdo se desovilla. Alí Chumacero des-pierta. Sus ojos brillan. El poeta se emociona. Vaya que le gusta charlar.

Eso fue en Guadalajara, casi el año en que se publicó, creo que en el 35. Nosotros estábamos en la preparatoria. Era un libro rarísimo. En Guadalajara no había esos libros y el ejemplar lo tenía Efraín González Luna, y Efraín se lo prestó a un muy amigo de él cuyo hermano era parte de nuestro grupo. Entonces este muchacho me dijo que le habían prestado El Romancero Gitano y yo le dije “préstamelo”. “No, ¿si se nos pierde?”, decía

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el otro. Y yo: “no se nos pierde, préstamelo”. Y me lo prestó y yo lo copié a mano en una noche. Todavía por ahí tengo el ma-nuscrito y ése fue el que leímos. Al otro día en la mañana lo devolví. Ésa es la historia de ese libro. En buena parte José Luis Martínez se hizo con mis libros, y también con libros de amigos. Leíamos mucho, nos juntábamos para platicar e intercambiar los libros, y en ese entonces no eran tan caros como ahora. Había libros de 15 centavos, de 50, de 75, de un peso, que ya eran ca-ritos. Yo gastaba mucho en libros. Mucho quiere decir 4 pesos, que alcanzaban para tres o cuatro ejemplares, y de ahí hicimos el grupo de aficionados a la literatura, aunque luego se deshizo porque cada quien tomó su carrera. Uno fue médico, otro fue ingeniero, otro abogado, pero nos dedicamos a las letras José Luis Martínez, Jorge González Durán y yo. En aquel tiempo una circunstancia muy especial nos hizo venir a la ciudad de México. Y aquí continuamos. Tuvimos la suerte de llegar a una revista y ahí trabajamos en 1940. Nos fuimos con Leopoldo Zea e hicimos la revista Tierra Nueva, que fue una revista muy útil en aquel momento. Aquella generación fue guiada por los profeso-res y por los españoles del exilio. Luego, González Durán se retiró, se dedicó a otras actividades, y perduramos, persistimos, insistimos, reiteramos José Luis Martínez y yo.

El joven de Acaponeta frisaba los 20. Así comenzó un ofi-cio que, a diferencia de la escritura, no tuvo interrupcio-nes. A Tierra Nueva (1939) siguió El hijo pródigo (1943-1946), y también la fundación del suplemento México en la

cultura (1949) de Novedades, que dirigió Fernando Benítez hasta 1961. Pero fue precisamente en Tierra Nueva donde Alí Chumacero publicó “Poema de amorosa raíz” que des-pués formaría parte de Páramo de sueños (1940).

La revista no fue del todo mala porque de los cuatro que la hacíamos, todos fuimos Premios Nacionales, y eso quiere decir que no estábamos tan equivocados en cuanto a la elección de oficio. Y fuimos profesionales dedicados a escribir, yo exclusi-vamente a eso. Tuve la suerte de caer en manos de editores. Desde muy joven trabajé en imprentas; aprendí de todo para formar libros, y ese oficio tan bonito es en el que sigo: corregir un libro, revisar una traducción, calcular un original, en fin, hacer todo el mecanismo de la estructura de un libro y de su hechura misma. Además he ayudado a muchos a que aprendan el oficio. En nuestros días la tipografía en México es de primer nivel; en 1940 no lo era, no era tan buena como ahora, que es magnífica… Yo ya practico poco el oficio, ahora quiero descan-sar, pero que no sea en forma definitiva.

Para eso todavía le cuelga…

Le cuelga muchísimo —recalcó Alí.

¿Y cómo llegó a El hijo pródigo?

Me ligué mucho con Octavio Barreda, que hacía la revista Le-tras de México. Yo la manejé también, y después hicimos —es-tuve en la imprenta, era el esclavo— El hijo pródigo, una mag-nífica revista, y haciendo El hijo pródigo, poco después, vine a dar al Fondo de Cultura Económica. Llegué aquí en 1950, hace 58 años cumpliditos, y no pienso irme sino con los pies en alto. Pienso levantar los tenis trabajando en el Fondo de Cul-

tura Económica, que es mi lugar, y que es un sitio en donde me he divertido, he aprendido, y quizá he alentado un poco a los muchachos que tenían la afición de los libros. Ahora ya con menos vigor pero continúo en esto. Durante todo este tiempo he tenido alguna oferta, más bien algunas ofertas, y no acepté ninguna. No es sólo que no haya aceptado, sino que nunca tuve la tentación. Alguien me preguntó que si quería ser diputado sólo para estar levantando la mano. Después, cuando maduré un poquito, me querían hacer senador, y yo dije sí aceptaba, pero senador con “c”. De ninguna manera. Prefiero ser un hombre limitado de recursos, pero hacer lo que se me pega la gana. Siempre he sido un hombre pobre pero tacaño.

¿Entonces usted se inventó lo de Tierra Nueva? El nombre, ¿a quién se le ocurrió?

El nombre, se ha publicado muchas veces, es de Alfonso Reyes. Fuimos a ver al autor de La X en la frente José Luis Martínez, Jorge González Durán y yo. Reyes era un hombre muy alegre, muy simpático, y lo fuimos a ver para hablar de la revista, de la posibilidad del nombre, y dijo él que el nombre más acertado que había conocido era el de una revista muy famosa que ya no me acuerdo cómo se llama. Entonces dio un brinco y dijo: Tierra Nueva es el mejor nombre para una revista. Y después vi que Knut Hamsun tiene un libro que se llama Tierra Nueva. Fue una revista muy buena. Ahí escribieron escritores impor-tantes. Nosotros nos amparábamos hipócritamente en plumas ya consagradas. Ahí publicó Juan Ramón Jiménez, Villaurrutia, Octavio Paz, que ya tenía cierto nombre y que también lo in-corporamos al grupo de colaboradores. Estaba Neftalí Beltrán, de la generación de Taller, y varios muchachos que empezaban a escribir.

¿Usted cree que antes era más fácil ser poeta?

No, porque en aquel entonces éramos unos cuantos. Cuando empecé a escribir poesía, los poetas que había en la ciudad de México no llegaban más allá de una docena, acaso quince. Aho-ra, por ejemplo, en la última antología que hizo Jorge Esquin-ca son 72 poetas sólo de Guadalajara. Calculo que hay más de 300 poetas jóvenes en todo el país.

¿Qué opina de estos nuevos jóvenes poetas?

Creo que se está trabajando, se están haciendo nuevos tipos de poesía, se están buscando nuevas maneras de escribir y se están encontrando. Yo no puedo opinar porque no es mi meta y por-que yo soy un poeta al que nadie entiende… Ni yo me entien-do, así que no tengo derecho a opinar sobre la poesía porque yo escribo y escribo como se me pega la gana y luego me leo y no hay manera… Bueno, estoy limitando el número de lectores, pero mientras menos lectores haya, entonces es uno más exqui-sito, más fino y además me hacen fiesta cuando cumplo años.

¿Y todavía va a los toros?

Sí, claro. Yo soy muy aficionado a los toros. Yo voy a los toros desde 1931. Soy autoridad en eso.

¿En su biblioteca hay libros de tauromaquia?

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Sí, tengo una buena biblioteca, aunque hace poco la limpié y dejé solamente algunas materias, sobre todo de literatura. Te-nía de todo: sociología, economía (claro, si yo trabajaba aquí tenía que tener economía a fuerza). Pero limpié y me quedé con libros de psicología, porque yo leo psicología desde los 14 años, literatura y filosofía; con eso. Política sólo tengo unos 30 ó 40 libros, tengo a Marx, a Marcuse (estaba muy de moda, ahora ya no), tengo mucha filosofía. De esta materia es un buen acervo para una persona que es sólo un aficionado, para una persona que lee por curiosidad, pero no filósofo. Yo fui universitario como todo el mundo, y me expulsaron de la uni-versidad, no les guardo rencor a los que me expulsaron, son mis amigos.

¿Por qué le empezaron a gustar los toros desde chiquito?, ¿quién lo llevó a una corrida por primera vez?

Para ir a los toros yo no tenía dinero. Lo que hacía en la tarde, los domingos, era irme a los toros. Esperábamos ahí, y en el quinto toro dejaban entrar gratis. Cuando no se llenaba la pla-za se retiraban los boleteros y toda la muchachada entraba. Yo vi por ejemplo a “El soldado”, vi también a… ¿Para qué les cuento?

Y entonces Alí Chumacero le hace una chicuelina al re-cuerdo:

Fui a la inauguración de la Plaza México, hasta tengo el cartel de la primera corrida en la entrada de mi biblioteca. Ahí lo

tengo enmarcado. No he querido formar una biblioteca tauri-na muy grande. Un día, Zaplana, un librero muy famoso y muy inteligente, me dijo: “No compres libros de toros, son muchos y todos dicen los mismo”, y tenía absoluta razón. Cualquier libro de toros dice lo mismo. No lo digo en público porque los aficionados se enojan…

¿Conserva la costumbre de la tertulia taurina?

No, no, no… Los odio. No aguanto a los aficionados, no los aguanto pero me gustan mucho los toros. Yo fui manoletista, era sensacional, y luego pues hay toreros mexicanos muy bue-nos. Pero yo nunca hablo de toros, ni me junto con aficionados a los toros porque son insoportables. No hablan más que de eso, no tienen temas, no ven nada.

Marco Antonio Campos, Jorge F. Hernández, Bernardo Ruiz, Adolfo Castañón y Jorge Esquinca son sólo algunos de los muchos discípulos de Alí Chumacero. Al frente de jurados de concursos y becas, el autor de Palabras en repo-

so ha formado, con el mismo cuidado de las galeras, varias plumas y varios editores. En más de una ocasión ha recal-cado la importancia de los estímulos para los creadores. Sin embargo, reconoce que, hoy por hoy, sufrimos carestía de grandes escritores, algo normal luego de que se mar-chara el último: Octavio Paz:

Me había preguntado alguien que qué opinaba de las becas. Yo fui jefe de becas durante muchísimos años, gratuito además,

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porque a mí me interesaba que la literatura fuera impulsada, entonces yo la impulso para que salga de pronto un Octavio Paz, que era un gran escritor, uno de los grandes escritores que ha dado este país. Siempre he estado en los grupos, he partici-pado como jurado de algunos concursos, unos buenos y otros atroces. Por ejemplo, en este momento soy jefe de un jurado de un concurso del que me acaban de hablar ayer. No sé ni de quién es, ni de dónde es, ni nada, pero ya me nombraron y quedaron de mandarme el material. Acabo de salir de otro concurso la semana pasada en Toluca. Durante 15 años o más fui asesor del Centro Mexicano de Escritores del cual había sido becario en el 51. Estoy muy ligado a ese vicio, porque no es virtud, es una desgracia que se recibe con cariño. No produ-ce nada pero produce algunas cosas privadas, íntimas, es como el amor, que no produce nada más que dolores de cabeza, pero qué haría uno sin amor.

Hay más escritores que antes y hay muchos estímulos para los jóvenes, pero hay menos revistas literarias y más libros, ¿no le parece contra-dictorio? Vemos que los grandes escritores son jovencillos de 90 años. Paz, por ejemplo, a los cuarenta años era ya un escritor forma-dísimo, y los otros, quienes tienen 80 años, a los 40 años esta-ban formados. Pero ahorita es muy difícil encontrar un escritor de cuarenta o treinta años que destaque. Soy muy amigo de

ellos y todos los muchachos tienen 55 años o 50. Tengo un hijo mayor, que tiene 57 años, y sus compañeros pues tienen esa edad, de manera que no existe como antes esa precocidad. Ha desaparecido o es más difícil encontrarla o no sé qué es lo que ha pasado. La cantidad de becas se ha multiplicado por cien. Hace muchos años no había becas. Yo nada más veía decir a los muchachos: “ya se está acabando la beca, ¿qué vamos a hacer?”. Eso no es correcto. Lo que debe interesarle a la gente es la creación, no el dinero. A veces iba a casa de algún becario y me asomaba por ahí y no había ningún libro en su casa. Y yo me preguntaba pues de dónde sacó éste lo escritor, y yo era el que le había dado la beca. Luego lo que sucede es que los maestros no saben leer, menos escribir.

Pero este maestro vaya que sabe lo que hace. Al homenaje (merecido, pero institucional) se suman varios motivos para releer sus poemarios perfectos y una olvidada pero imprescindible recopilación de sus reseñas de libros agru-padas bajo el título de Los momentos críticos: Alí Chumace-ro ha llegado a España; la editorial Pre-Textos publicó la antología poética Páramo de sueños, y el FCE publicará una edición de su poesía completa prologada por José Emilio Pacheco. Además, el rostro del autor de Palabras en reposo aparecerá en un billete conmemorativo de la Lotería Na-cional. G

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La “novela de la Revolución” tuvo sus antecedentes en algunas obras aparecidas a fines del siglo xix o a principios del actual. Se recuerdan al respecto La bola (1887), de Emilio Rabasa; To-móchic (1892), de Heriberto Frías; La parcela (1898), de José López Portillo y Rojas, y una pieza de teatro de Federico Gam-boa, La venganza de la gleba (1905). Pero si tales son las obras precursoras, otras muy curiosas fueron, además de la base his-tórica, las causas de la aparición del género. Mariano Azuela había publicado desde 1915 su novela Los de abajo en un oscuro folletón de El Paso, Texas, y nadie había advertido con sufi-ciente publicidad su significación y su importancia hasta que, en 1924 y en el curso de una polémica relacionada con el asun-to, Francisco Monterde señaló la existencia de aquella obra que recurría por primera vez al tema de la Revolución. Años más tarde, interesados nuestros novelistas en la veta tan rica que se les proponía, comenzaron a publicar, casi ininterrumpidamen-te desde 1928 hasta una década más tarde, una abundante serie de obras narrativas a las que vino a denominarse “novelas de la Revolución”.

Caracteriza a estas obras su condición de memorias más que de novelas. Son casi siempre alegatos personales en los que cada autor, a semejanza de lo que aconteció con nuestros cronistas de la Conquista, propala su intervención fundamen-tal en la Revolución de la que casi todos se dirían sus ejes. El género adopta diferentes formas, ya el relato episódico que si-gue la figura central de un caudillo, o bien la narración cuyo protagonista es el pueblo; otras veces, se prefiere la perspectiva autobiográfica y, con menos frecuencia, los relatos objetivos o testimoniales. Merece notarse que la mayoría de estas obras, a las que supondríase revolucionarias por su espíritu, además de por su tema, son todo lo contrario. No es extraño encontrar en ellas el desencanto, la requisitoria y, tácitamente, el desapego ideológico frente a la Revolución. Sería, pues, erróneo llamar-les literatura revolucionaria y el nombre que llevan, no obstan-te su imprecisión, es preferible. A pesar de la proliferación del género y de la existencia dentro de él de obras magistrales, es difícil destacar una que sintetice el movimiento revolucionario, por la parcialidad temática o de partido en que casi todas in-curren. Mas, cuenta habida de sus limitaciones, las novelas de la Revolución han contribuido poderosamente a lo que podría llamarse la creación de un estilo del pueblo, en cuanto lo expre-san y lo acogen. Su aparición es paralela, por otra parte, a la de

un amplio repertorio novelístico hispanoamericano de temas semejantes y, junto con esas obras, las nuestras participan seña-ladamente en el resurgimiento de la novela americana ocurrido en los últimos años.

Pocas obras han merecido una más calurosa acogida en el extranjero. La novela de la Revolución ha sido traducida a len-guas ignoradas casi por todo el resto de nuestra literatura an-terior, y ha llevado a pueblos remotos una imagen violenta y pintoresca de nuestra vida, que ha promovido, aun desde tan extremosa perspectiva, el conocimiento de México y la justifi-cación de nuestra empresa revolucionaria.

Agotados los temas que proporcionaba la Revolución o per-dido el interés por ellos, casi todos los novelistas que participa-ron en esta tendencia derivaron a la novela rural y de la ciudad, cuando no a la novela de tesis o de contenido social. En ambos casos, los autores continúan preocupados con las consecuencias de aquellas luchas y tratan de mantener el espíritu que las origi-nó o de patentizar su desencanto. Fue, pues, fundamentalmen-te, un llamado a la tierra y a la justicia social lo que vinieron a significar las obras de este género.

Se considera a Mariano Azuela el iniciador de la novela lla-mada de la Revolución. Revolucionario él mismo, ejerció la profesión médica en las filas del famoso guerrillero Pancho Vi-lla. De sus actividades personales obtuvo el material vivo que constituye sus novelas, y la inspiración de una obra maestra de la literatura mexicana contemporánea: Los de abajo (1915). Con anterioridad, Azuela había escrito algunos libros novelescos: María Luisa (1907); Los fracasados (1908), Mala yerba (1909); pero no es sino en Los de abajo donde, con original y al mismo tiempo vigoroso y sobrio estilo, vierte una arraigada expresión de lo nacional. El personaje central de la novela es un general revolucionario, Demetrio Madas, síntesis del desconcierto de la época y del ardor ciego que en la lucha pusieron nuestros hombres. Algunos pasajes de Los de abajo revelan una compren-sión profunda, aunque fugaz, de lo mexicano. Así, por ejemplo, esa patética imagen de nuestro fatalismo heroico que concluye la obra: Madas, ya muerto, apuntando con su fusil tras un risco de la sierra. Aunque la novela resulta, en fin de cuentas, adversa a la Revolución, pues más expone sus crueldades que defiende sus principios, describe con tal justeza los dramáticos inciden-tes y las íntimas reacciones de quienes en ella tomaron parte que resultó a la postre una obra clásica en el género.

Con todo, la aportación novelística que a la literatura con-temporánea prestó Mariano Azuela no se limitó ni con mucho a un solo acierto. Por lo contrario, son muchas las obras a que debe su prestigio el escritor jalisciense. Aparte las citadas arri-

La novela de la Revolución*José Luis Martínez

* Varios, México 50 años de Revolución, IV. La Cultura, fce, México, 1962.

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ba, después del unánime triunfo de su libro cumbre, Azuela continuó escribiendo sin grandes lapsos novelas que, si a veces ganaban en facultades expresivas, al mismo tiempo limitaban progresivamente su vitalidad. Merece destacarse, de esa pro-ducción posterior, una pequeña novela, La luciérnaga (1932), que relata la vida de los provincianos, los “fuereños”, venidos a la capital del país en busca de fortuna, impulsados por la marea revolucionaria. Es ésta la novela de la posrevolución, así como Los de abajo lo fue de la Revolución.

Además de su producción novelesca, Mariano Azuela escri-bió algunas obras dramáticas, entre las que figura un arreglo de Los de abajo; dos interesantes estudios biográficos: Pedro Moreno, el insurgente (1935) y El padre don Agustín Rivera (1942); una revisión, a veces caprichosa, de nuestra novela en Cien años de novela mexicana (1947) e interesantes páginas autobiográficas —en el tercer volumen de sus Obras completas (1958-1960)— entre las que sobresalen aquellas en que narra los antecedentes y estímulos de sus creaciones novelescas.

Aunque figurando inicialmente dentro de la generación del Ateneo de la Juventud, la obra de Martín Luis Guzmán tiene pocos contactos ideológicos con dicho grupo. Sus experiencias revolucionarias no sólo le ofrecen, como a José Vasconcelos, el tema de una parte significativa de su obra, sino que definen el ca rácter de su pensamiento. Prosista dueño de uno de los me-jores y más eficaces estilos de nuestras letras contemporáneas, ha cultivado el ensayo, la novela y la biografía alrededor de una preocupación preponderante: la política mexicana.

Como ensayista inició Guzmán su obra con La querella de México (1915), uno de los más violentos y pesimistas testimo-nios sobre la condición moral del mexicano. En A orillas del Hudson (1920), su siguiente libro, agrupó una serie de trabajos diversos en que es visible la huella del Ateneo, aunque ya se destaquen los escritos políticos. Dentro de la siguiente etapa de la obra de Guzmán aparecen sus dos novelas más famosas, El águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1930). La pri-mera es un relato de sus experiencias revolucionarias, en el que sobresalen notablemente, por su calidad estilística, las narra-ciones episódicas. Algunos de esos cuadros pueden representar con justicia los más logrados momentos de la prosa narrativa de México en este periodo. Hay en ellos lucidez y destreza antes que exploraciones intuitivas. La obra, en conjunto, es un cua-dro de la Revolución en que apenas se adivinan, tras las tintas ásperas de la violencia, los móviles generosos. Otro tanto ocu-rre con La sombra del caudillo, visión no menos tenebrosa de un episodio posrevolucionario, en la que es más franca la compo-sición novelesca. Como en la obra anterior, abundan los pasajes memorables y terribles que aquí se encuentran bien articulados en la narración, lo que induce a considerar esta novela la más lograda de Martín Luis Guzmán. Consideradas dentro del mo-vimiento a que pertenecen, ambas ocupan un lugar destacado en el cuadro del género. Ninguna otra novela o crónica revo-lucionaria les supera en estilo y en recursos narrativos, y pocas pueden ofrecer cuadros de tanta maestría y de tan poderoso dramatismo como los que figuran en ellas.

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Luego de un breve paréntesis, que dedica Guzmán a trazar una excelente biografía de Mina, el mozo (1932), vuelve a los temas revolucionarios con las Memorias de Pancho Villa (1938-1940), en las que se propone registrar el lenguaje de la gente norteña y en especial de su héroe. Sin embargo, diríase que la creación del asunto y el afán justificador de Villa que mue-ven estas Memorias exceden a la fuerza espontánea de la vida que narran. Posteriormente, Guzmán ha publicado, en Muer-tes históricas (1958), otras de sus narraciones magistrales por la economía y la eficacia dramática de su estilo; un guión para una película, Islas Marías (1959), y un volumen que colecciona, además de su discurso de ingreso en la Academia Mexicana, la crónica de la batalla que libró por la autonomía de esa corpo-ración.

La ironía maliciosa y la comprensión justa de la sensibilidad popular, antes que la crueldad o el gusto en describir situacio-nes desesperadas, definen el carácter de la obra literaria de José Rubén Romero. Su prestigio surgió con la novela Mi caballo, mi perro y mi rifle (1936), que lo situó entre los nombres sobresa-lientes del género. Con anterioridad había publicado no sólo sus libros juveniles de versos —en algunos de los cuales practi-có el hai-kai—, sino aun excelentes narraciones que evocaban episodios de su vida pueblerina. Después, tornó consistente esa fama ampliando la amable y pintoresca galería de tipos y esce-nas populares de Michoacán, que forman sus novelas. Destáca-se, entre ellas, La vida inútil de Pito Pérez (1936), expresada en un agudo estilo, llena de malicia, nacida de un humor amargo y escéptico. Pito Pérez es un hombre de nuestro bajo pueblo, que refiere con sencillez y desvergüenza las aventuras y las des-dichas transcurridas en sus desamparos. Pertenece a la línea de personajes de la novela picaresca española y su directo antece-dente en México es el Periquillo de Lizardi. Entre gracejos y dichos se trasluce un concepto irónico del mundo que, extensi-vamente, preside la obra completa de José Rubén Romero.

Su fantasía Anticipación a la muerte (1939) queda fuera del marco provinciano, pero no del humor de Romero, que aquí hace burla de su propia muerte, con la misma gracia que presi-de otros de sus libros menos macabros. Rosenda (1946) es acaso el relato más afortunado y perfecto de José Rubén Romero. Con recuerdos personales y en uno de los estilos narrativos más sobrios de la novelística de estos años, crea poéticamente un personaje lleno de sencillez y de abnegación que enaltece los rasgos originales de la mujer mexicana.

Gregorio López y Fuentes inició su carrera literaria como uno de los poetas que presentó la revista Nosotros, pero al llama-do de la Revolución vino a convertirse en uno de sus mejores novelistas. Sin la pasión que por lo común domina en las obras del género, las novelas revolucionarias de López y Fuentes pre-fieren evocar las escenas populares que alternan con los hechos de armas, con más simpatía para aquellos hombres intrépidos y primitivos que resentimiento o espíritu partidarista. Diríase por ello que López y Fuentes es, sobre todo, un novelista de nuestros hombres de campo. Conoce admirablemente el len-guaje, los refranes, los dichos, las costumbres y la psicología de los campesinos de México, como lo muestran sus novelas revolucionarias, pero sobre todo Tierra (1932), Arrieros (1937) y Cuentos campesinos de México (1940). Su celebrada y premiada novela El indio (1935) es una síntesis emocionada y vigorosa que ha divulgado en nuestro país y en el extranjero una imagen fiel de nuestro pueblo autóctono. Además de esas obras, López

y Fuentes ha intentado, con desigual fortuna, la novela de in-tención social, la de crítica política y aun la simbólica.

A Rafael F. Muñoz le fue dado presenciar la Revolución cuando apenas era un adolescente. Originario de una provincia del norte de la República, desde donde vinieron las avanzadas rebeldes más violentas, estuvo cerca de uno de los hombres más temidos en el entonces revuelto país, de quien gozaba fama de cruel y sanguinario sobre todos, de Pancho Villa. En los hechos del guerrillero, en sus inverosímiles hazañas y en la desespera-ción de su mexicanismo, Rafael F. Muñoz encontró la materia para sus escritos. De ahí proviene lo sustancial de su pluma, y de su tierra misma el ágil, directo estilo con que escribe sus novelas y sus cuentos.

La obra central de su producción literaria es ¡Vámonos con Pancho Villa! (1931), reflejo de innumerables acciones y escenas de la vida revolucionaria en el norte del país. Los cuentos de Muñoz, que constituyen una parte importante de su obra, se distinguen por su firme estructura, su cuidada composición y la viveza de sus descripciones. La agilidad empleada en su relato más famoso es notoria también en el resto de su obra, y aun se afina en sus narraciones más recientes como Se llevaron el cañón para Bachimba (1941). Muñoz, finalmente, es autor de una espléndida biografía de esa tragicómica figura de la historia de México que fue Santa Anna.

Los temas revolucionarios y los problemas sociales intere-saron a Mauricio Magdaleno. Hacia 1932, en unión de Juan Bustillo Oro, fundó el grupo llamado Teatro de Ahora, que se proponía presentar obras que afrontaran las cuestiones sociales de su tiempo. En algunas de sus novelas posteriores a su obra teatral, entre las que sobresale El resplandor (1937), Magdale-no continuaba preocupado por los dramas que en el campo y en la ciudad seguían condicionando la Revolución. Más tarde, estos temas dejaron su lugar a los conflictos psicológicos e in-telectuales. Sonata (1941) es una interesante tentativa para dar a nuestra novela densidad analítica y de composición. Magda-leno es autor, además, de copiosos ensayos, biografías, estudios y artículos periodísticos, cuyo barroquismo el tiempo ha purifi-cado. Entre sus libros recientes sobresale su vibrante crónica de la batalla vasconcelista, Las palabras perdidas (1956).

En la obra novelesca de Martín Gómez Palacio los temas revolucionarios son incidentales. Aunque algunas de sus obras, como El mejor de los mundos posibles (1927), ocurren en este mar-co, puede decirse que Gómez Palacio fue un diestro narrador costumbrista, irónico y analítico, por cuyas novelas cruzó a ve-ces la tormenta revolucionaria. Como casi todos los escritores de esta tendencia, Gómez Palacio alternó los temas de la vida rural con episodios posrevolucionarios que describe con esas tintas satíricas en que sobresale su pluma.

Francisco L. Urquizo ha sido el cronista-soldado de la Re-volución. Más que novelista, el general Urquizo es un vivaz y ameno narrador de sus recuerdos de la vida militar. Tropa vieja (1943) y su relato del asesinato de Carranza son sus libros me-jores.

Jorge Ferretis aceptó de buen agrado las incursiones de la sociología y de la etnología en sus obras novelescas. Pertenece a ese grupo de escritores del Continente para quienes el pro-blema capital del hombre americano es la lucha civilizadora contra la barbarie y la destrucción. Se relacionó con la Revolu-ción, como tantos otros, por el desencanto, e insiste por ello en patenticar la realidad dolorosa de nuestros campos en novelas

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como Tierra Caliente (1935) y El Sur quema (1937) y en satirizar las transformaciones de los nuevos revolucionarios en Cuando engorda el Quijote (1937) y en San Automóvil (1938).

De los diversos y desiguales relatos que figuran en Los fusi-lados (1934) de Cipriano Campos Alatorre, el más notable es el que da nombre al volumen. Con algo de la sobriedad y la fuerza expresiva de Azuela en Los de abajo y con su mismo entendi-miento profundo de los hombres que hicieron la Revolución, Campos Alatorre describe en Los fusilados el sencillo y patético episodio en que unos zapatistas que peleaban por su tierra la encuentran sólo en la fosa que habrá de guardar sus despojos.

De los relatos sobre personajes de la Revolución (Felipe Án-geles, Pancho Villa) con que inició su obra, Bernardino Mena Brito pasó a ocuparse de temas menos sugestivos aunque más angustiosos, en su mejor novela, Paludismo (1940). Las impre-sionantes descripciones del horror de la lucha armada en la sel-va, que figuran en esta obra, se han comparado con el dramáti-co relato de La vorágine, de José Eustasio Rivera.

El “Doctor Atl” (Gerardo Murillo) no es sólo el notable pin-tor del Valle de México y un destacado crítico de arte, sino que, además, escribió una serie de vigorosos cuentos —llenos de sa-bor e imaginación populares—, entre los que figuran algunos sobre temas revolucionarios.

Francisco Rojas González, de manera contraria a la evolu-ción general de los escritores de este grupo, se distinguió pri-mero dentro de la literatura de contenido social y posterior-mente emprendió con éxito la novela de asunto revolucionario. En los cuentos de su primera época cultivó alternativamente los de ambiente campesino y los de la ciudad y, si en aquéllos mostraba su comprensión del pueblo y sus convicciones políti-cas, en éstos sobresalía por su fácil imaginación. Con su novela revolucionaria La negra Angustias (1944), que obtuvo un premio literario, Rojas González descubrió una perspectiva aún no ex-plotada: la de las mujeres que intervinieron en la lucha. Escrita con vigorosos trazos, a pesar de las incongruencias del carácter de su personaje, La negra Angustias es un cuadro lleno de ani-mación e interés de la Revolución en el sur de la República.

Han escrito también obras novelescas inspiradas por la Revo-lución o por las luchas posteriores: Hernán Robleto, de origen nicaragüense, a quien atrajo la figura de Villa; José Mancisidor, que en La asonada (1931) alcanzó uno de los más firmes triunfos de su carrera literaria; José C. Valadés, historiador y autor de un animado relato sobre las hazañas del general Buelna; José Guadalupe de Anda, novelista de los “cristeros” jaliscienses, y Nellie Campobello, que registró el punto de vista femenino acerca de los hechos revolucionarios. G

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Una de las características curiosas de la Revolución mexicana es el odio generalizado que los revolucionarios expresaban contra la élite tecnócrata de la dictadura, los llamados científicos. Fran-cisco Bulnes escribió:

Nadie, ni siquiera aquellos cuya comprensión de la Revolución Mexicana es superficial, ni uno solo de los habitantes de Méxi-co capaz de tener una opinión sobre los asuntos públicos, puede ignorar el hecho de que el origen de la revuelta que derrocó al dictador, el general Porfirio Díaz, fue el odio por los Científicos, revelado en el grito profético universal «¡Mueran los Científicos!». Aun hoy, en 1915, para la imaginación popu-

lar mexicana, científico significa enemigo jurado del pueblo, más criminal que el parricida, el asesino de niños inocentes o el traidor.1

La intensidad del sentimiento en contra de los científicos trae a la mente el odio por los aristócratas en la Francia revolucionaria, y, por cierto, el odio por los científicos ha sido formulado a menu-do como un odio de clase;2 sin embargo, la verdadera identidad del científico es escurridiza. En este texto se buscará demostrar que el sentimiento en contra de los científicos tuvo como molde el antisemitismo moderno; incluso se sugiere que este último des-empeñó un papel fundamental en el desarrollo de la ideología nacionalista en las nuevas condiciones de dependencia.

1 Francisco Bulnes, The Whole Truth about Mexico: President Wilson’s Responsibility, traducción autorizada por Dora Scott, M. Bulnes Book, Nueva York, 1916, p. 103.

2 Luis González, La ronda de las generaciones: los protagonistas de la Reforma y la Revolución Mexicana, Secretaría de Educación Pública, México, 1987, p. 50.

Introducción*1

Claudio Lomnitz

* Claudio Lomnitz, El antisemitismo y la ideología de la Revolución mexicana, Traducción de Mario Zamudio, fce, México, 2010.

1 Con el acostumbrado descargo de responsabilidad, deseo agra-decer los comentarios de Friedrich Katz, Tom Laqueur, Elizabeth Povinelli y John Womack, así como de los revisores anónimos de Representaciones.

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Desde mediados de los años 1870 hasta el estallido de la Re-volución en 1910, el progreso de México dependió de manera crucial de la inversión extranjera. Como resultado de ello, el progreso iba de la mano con la ansiedad nacionalista. A princi-pios de los años 1880, entre el público lector de México se ge-neralizó el temor de que estaba teniendo lugar una «conquista pacífica» de México; así, por ejemplo, el enviado colombiano Federico Cornelio Aguilar, quien era un gran admirador del progreso de México y deseaba ardientemente que Colombia si-guiera una senda similar, hacía notar, no obstante, lo siguiente:

Entre tanto los Yankees, padrinos y protectores de los liberales mexicanos, como lo fueron los franceses de los conservadores, los Yankees van apoderándose poco a poco de la propiedad rural y minera, del comercio, de la industria y de los ferrocarriles; los Yankees, que no civilizan sino que arrinconan a balazos en las selvas a los indígenas, como lo hacen ahora con los apaches; los Yankees vendrán a terminar la obra principiada por los españoles en esos pobres descendientes de los aztecas, chichimecas, otomi-tes, tarascos, zapotecos y mayas.3

El temor de que los Estados Unidos conquistaran el país se veía atemperado por el creciente poder del Estado mexicano, por los cuidadosos malabarismos del gobierno con la entrega de jugosas concesiones a potencias rivales y por los irreprocha-bles antecedentes patrióticos del dictador Porfirio Díaz. En ese

3 Federico Cornelio Aguilar, Último año de residencia en México [1885], Conaculta, México, 1995, p. 113.

contexto, no obstante, el fantasma de la traición se vislumbraba en el trasfondo y se lo identificaba con el capital financiero y el cosmopolitismo. La imagen del «traidor interno» surgió de un modelo de desarrollo económico que generaba temores que eran tan difusos y generalizados como el apoyo al desarrollo ca-pitalista, la estabilidad y el progreso. La asociación que se hacía entre el traidor, por un lado, y el cosmopolitismo y las finanzas, por el otro, hizo posible la retórica antisemita.

Esta última, forjada en la fragua del Caso Dreyfus y en la época de la superioridad de los Estados Unidos como país he-gemónico en América Latina, adoptó la obsesión con los judíos que había comenzado a surgir en Europa desde mediados del siglo xix y se valió de ella para conseguir una gran variedad de adeptos. Como ejemplo del antisemitismo moderno, el odio en contra de los científicos era excepcional en dos respectos: iba dirigido a los judíos en sentido figurado, antes bien que lite-ral, y se desarrolló en un contexto de creciente dependencia económica, antes bien que en la transición del nacionalismo al imperialismo, como había ocurrido en Francia y Alemania. En realidad, el antisemitismo mexicano de principios del siglo xx ayudó a dar forma a una modalidad de nacionalismo revolucio-nario dependiente, hipermasculino y autoritario. Este ensayo es una contribución a la historia política del nacionalismo revolu-cionario; asimismo, ofrece algunas perspectivas metodológicas para el análisis de otros casos de antisemitismo sin judíos.4 G

4 Véase, por ejemplo, en el caso de Japón, David G. Goodman y Masanori Miyazawa, Jews in the Japanese Mind: The History and Uses of a Cultural Stereotype, Lexington Books, Lanham, 2000; y, en el caso de Polonia, Marion Mushkat, Philo-Semitic and anti-Jewish Attitudes in post-Holocaust Poland, Edwin Mellen Press, Lewiston, 1992. También hay un buen número de artículos de revista sobre el antisemitismo en Indonesia. Respecto al empleo reciente del antisemitismo en la Venezuela contemporánea, véase Claudio Lomnitz y Rafael Sánchez, «United by Hate», Boston Review, julio de 2009.

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La Revolución mexicana quizá sea uno de los campos más férti-les en la historiografía de México para cultivar la nueva historia cultural.1 Esto tiene que ver, principalmente, con tres cosas: la relativa abundancia y diversidad en la historiografía de la Re-volución si se le compara con otras épocas y acontecimientos de la historia de México; la abundancia de estudios regionales, archivos locales y fuentes primarias en general a las que los his-toriadores de la Revolución actualmente tienen acceso;2 pero principalmente fue el ímpetu de quienes quisieron “revisar el revisionismo” el que llevó a la búsqueda de nuevos métodos para pensar la Revolución. Según Mary Kay Vaughan, la historia cul-tural puede ayudar a trascender las interpretaciones revisionistas

1 Hasta ahora, la historia colonial es la que ha aportado las mejores contribuciones.

2 Heather Fowler-Salamini, “The Boom in Regional Studies of the Mexican Revolution: Where is it Leading?”, Latin American Research Review xxviii, núm. 2 (1993).

de la Revolución porque puede ser la base para “entender tanto la participación de los sectores populares en la política como la dimensión cultural de la interacción entre el Estado y los cam-pesinos.3 (Y habría que añadir aquí a las mujeres, por supuesto.) La Revolución, al fin y al cabo, fue uno de esos momentos de crisis en el que se negoció la hegemonía que sería la base de la estabilidad de los regímenes posrevolucionarios.

Al concentrarse en el estudio de la participación de los gru-pos populares en la Revolución, la historia cultural ha preten-dido establecer cómo se construyó el Estado posrevolucionario y cuál fue específicamente la participación de estos grupos en dicho proceso, para demostrar que la hegemonía del Estado se construyó no sólo de arriba hacia abajo, sino también de abajo hacia arriba. Es decir, habría que entender cómo la gente común y corriente recibe, se apropia, modifica o rechaza los discursos de las élites y del Estado, para así también entender el impacto que tienen “los de abajo” en la formación de una nueva cultura política y de nuevas formas de ciudadanía, pues

3 Mary Kay Vaughan, “Cultural Approaches to Peasant Politics in the Mexican Revolution”, op. cit., p. 269.

La historia cultural y la Revolución*Luis Barrón

* Luis Barrón, Historias de la Revolución mexicana, fce/cide, Méxi-co, 2004.

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al mismo tiempo que el Estado usa la cultura popular como una fuente de recursos para establecer y fortalecer su hegemonía, la cultura popular se convierte en una limitación de los proyectos del Estado. Por ejemplo, las formas rituales populares han ser-vido de igual modo como un mecanismo de dominio (cuando el Estado las adopta como suyas) que como una forma de protesta (cuando los grupos populares las utilizan para rechazar los pro-yectos y los discursos estatales).4

Si el Estado posrevolucionario sólo logró consolidar su he-gemonía cuando utilizó la cultura popular para negociar el esta-blecimiento de un nuevo régimen con la población, las visiones revisionistas acerca de la Revolución estarían completamente equivocadas. No sólo eso demostraría que en la Revolución las masas populares habrían tenido una participación definitiva y autónoma, sino que también sería un paso fundamental para entender cuándo y cómo la resistencia de los grupos populares ha rebasado las formas institucionales de oponerse al poder, y cuándo han estado limitados, sobre todo por la cultura, para influir activamente en la política.

Esta agenda de investigación se puede ver claramente en los trabajos de tesis que se están produciendo en las universi-dades de los Estados Unidos.5 Más de la mitad (56%) de una muestra de 57 trabajos sobre la Revolución producidos durante los años noventa utiliza la nueva historia cultural, ya sea en su enfoque o en su metodología. En algunos de ellos se estudia un grupo considerado como subalterno para “restaurar” su voz y analizar cómo los miembros de ese grupo vivieron los años revolucionarios (las mujeres, los criminales o los pobres urba-nos, por ejemplo). En otros, se estudia la formación cultural de la identidad en los grupos subalternos y su impacto en la construcción del Estado posrevolucionario y el establecimien-to de su hegemonía (los obreros, los campesinos o los indíge-nas, por ejemplo). Algunos estudian la formación de la cultura posrevolucionaria a través de la literatura, y cómo en ciertos niveles se disputa la formación de esa cultura entre el Estado y la sociedad en general, pero haciendo hincapié en los grupos subalternos. Otros estudian la diseminación de una versión de la cultura posrevolucionaria (muchas veces desde el aparato es-tatal ?la Secretaría de Educación, por ejemplo?) a través del arte (la pintura, la fotografía, el cine, la arquitectura, el teatro o la música) y cómo ésta es adoptada, disputada o rechazada por los grupos subalternos. Y finalmente, una minoría de los trabajos tiene que ver con el estudio de un tema que es propiamente cultural, aunque no se destaque a los grupos subalternos ni se use el análisis cultural como metodología. Otra vez, la diferen-cia entre estos estudios y la historia social más tradicional es el supuesto de que los llamados grupos subalternos actúan de manera autónoma, y ni son siempre cooptados por las élites ni manipulados por éstas en la construcción del Estado posrevo-lucionario y en el establecimiento de su hegemonía.

Aunque aún en mucho menor medida, a nivel de la produc-ción de monografías y volúmenes editados también se puede apreciar el aumento de obras que utilizan el enfoque de la nue-va historia cultural,6 siendo las que se basan en el uso de las

4 Ibid, passim.5 Véase nota 2 de este capítulo.6 Esto tiene que ver con dos hechos fundamentales: uno es que

la discusión entre los “culturalistas” y los historiadores tradicionales (por llamar a estos dos grupos de alguna manera) se ha dado más, hasta ahora, en las revistas especializadas de historia, y no a nivel de

técnicas de la etnografía para hacer historia regional y las que estudian a las mujeres, las que dominan las preferencias de las editoriales, tanto en México como en el extranjero. Los traba-jos de Daniel Nugent y Ana Alonso sobre Namiquipa (Chihu-ahua), el de William French sobre Parral (Chihuahua), el de Adrian Bantjes sobre Sonora, el de Allen Wells y Gilbert Jo-seph sobre Yucatán, el de Mary Kay Vaughan sobre Puebla, el de Jeffrey Rubin sobre Juchitán (Oaxaca), el de JoAnn Martin sobre Morelos, los de Jennie Purnell, Marjorie Becker, Chris Boyer y María Teresa Cortés Zavala sobre Michoacán, y un ensayo de Alan Knight en el que se intenta llevar el análisis a nivel nacional, en mayor o menor medida combinan las herra-mientas propias de los etnógrafos y de los antropólogos con la investigación basada en archivos para probar sus hipótesis.7 Una colección de ensayos editada por la Universidad Autóno-ma Metropolitana trata precisamente de evaluar cuál fue el im-pacto de la Revolución sobre la cultura y la vida diaria de quie-

las monografías. El otro es que la falta de estudios que utilicen el enfoque de la nueva historia cultural hechos por mexicanos —quienes tienen más fácil acceso a las fuentes primarias, sobre todo en el ámbito regional— ha difi cultado la producción de monografías de este tipo en los Estados Unidos. Véanse Eric van Young, “The New Cultural History Comes to Old Mexico”, y Mary Kay Vaughan, “Cultural Approaches to Peasant Politics in the Mexican Revolution”, op. cit. De hecho, eso explica que, en esta sección de este trabajo, la mayoría de las referencias sea a las obras y los volúmenes editados producidos en los Estados Unidos —aunque en muchos de los últimos hayan participado autores mexicanos.

7 Daniel Nugent, Spent Cartridges of Revolution: An Anthropological History of Namiquipa Chihuahua (Chicago, University of Chicago Press, 1993). Ana María Alonso, Thread of Blood: Colonialism, Revolu-tion, and Gender on Mexico’s Northier Frontier (Tucson, University of Arizona Press, 1995). William E. French, “Progreso Forzado: Wor-kers and the Inculcation of the Capitalist Work Ethic in the Parral Mining District”, en William H. Beezley, Cheryl English Martin, y William E. French (eds.), Rituals of Rule, Rituals of Resistance. Public Celebration and Popular Culture in Mexico, (Wilmington, Scholarly Resources, 1994). Adrian A. Bantjes, “Burning Saints, Molding Minds: Iconoclasm, Civic Ritual, and the Failed Cultural Revolu-tion”, en William H. Beezley, Cheryl English Martin, y William E. French (eds.), Rituals of Rule, Rituals of Resistance. Public Celebration and Popular Culture in Mexico, (Wilmington, Scholarly Resources, 1994). Allen Wells y Gilbert M. Joseph, Summer of Discontent, Seasons of Upheaval. Elite Politics and Rural Insurgency in Yucatán, 1876-1915 (Stanford: Stanford University Press, 1996). Mary Kay Vaughan, Cultural Politics in Revolution. Teachers, Peasants, and Schools in Mexico, 1930 a 1940 (Tucson, University of Arizona Press, 1997). Jeffrey W. Rubin, Decentering the Regime: Ethnicity, Radicalism, and Democracy in Juchitán, México (Durham, Duke University Press, 1997). JoAnn Martin, “Contesting Authenticity: Battles Over the Representation of History in Morelos, Mexico”, Ethnohistory/Society, xl, núm. 3 (1993). Jennie Purnell, Popular Movements and State Formation in Revolutionary Mexico: The “Agraristas” and “Cristeros” of Michoacán (Durham, Duke University Press, 1999). Marjorie Becker, Setting the Virgin on Fire. Lázaro Cárdenas, Michoacán Peasants, and the Redemption of the Mexican Revolution (Berkeley, University of California Press, 1995). Christopher R. Boyer, “Old Loves, New Loyalties: Agrarismo in Michoacán, 1920-1929”, Hispanic American Historical Review, lxx-viii, núm. 3 (1998). María Teresa Cortés Zavala, Lázaro Cárdenas y su proyecto cultural en Michoacán, 1930-1950, Centenario (Morelia, Uni-versidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 1995). Alan Knight, “Popular Culture and the Revolutionary State in Mexico, 1910-1940”, Hispanic American Historical Review lxxiv, núm. 3 (1994)..

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nes vivían en la ciudad de México y sus alrededores.8 Incluso ya se dio el primer intento de hacer una síntesis de la Revolución desde el punto de vista de los culturalistas.9

En términos generales, todos estos trabajos intentan probar un argumento parecido: ya sea analizando cómo se constru-ye el poder de manera simbólica (a través de las ceremonias públicas, por ejemplo), cómo se intenta transmitir una nueva “cultura revolucionaria” en la escuela, o cómo se organizan los grupos subalternos para resistirse al poder y a los proyectos de las élites, estos autores argumentan que la construcción del Estado posrevolucionario, la cultura surgida de la Revolución y la hegemonía que le dio estabilidad a dicho Estado fueron procesos que en mayor o menor medida estuvieron sujetos a la negociación con los grupos subalternos, los cuales influyeron en la definición de lo que sería después, luego de los años de violencia revolucionaria, la nación, la comunidad, la ciudadanía y la versión de la historia que les daría identidad y cohesión a estos sujetos.10

Por otro lado, aunque haciendo argumentos parecidos, un grupo de investigadores se ha concentrado en la historia de la mujer, más que en la historia regional. Carmen Ramos y Ana

8 José Valero Silva et al., Polvos de olvido: cultura y revolución (Méxi-co, Universidad Autónoma Metropolitana-inba, 1993)..

9 Colin M. MacLachlan y William H. Beezley, El Gran Pueblo. A History of Greater Mexico (Englewood Cliffs, Prentice Hall, 1994).

10 Véase también Alicia Hernández Chávez, La tradición republica-na del buen gobierno (México, El Colegio de México-Fondo de Cultura Económica, 1993). En él, la autora trata de reconstruir “las raíces históricas de la actuación política del mexicano común”. Aunque este libro no se podría catalogar propiamente como “nueva historia cultu-ral” ya que metodológicamente no sigue los mismos pasos, resulta un ensayo sumamente interesante que apoya la tesis de los culturalistas acerca de cómo se construyen el poder y la hegemonía. La cita es de la página 9.

Lau Jaiven han hecho esfuerzos considerables por establecer los avances que la historiografía sobre la mujer ha tenido en los últimos años,11 mientras que Gabriela Cano, Adriana Monroy, Andrés Reséndez, Martha Rocha, Shirlene Soto, Elizabeth Sa-las, Katherine Bliss y el trabajo editado por Heather Fowler-Salamini y Mary Kay Vaughan han contribuido con diferentes estudios sobre la historia de la mujer en la Revolución mexica-na.12 Asimismo, la Cámara de Diputados en México editó un

11 Carmen Ramos Escandón (ed.), Género e historia: la historiografía sobre la mujer (México, Universidad Autónoma Metropolitana, 1992). Ana Lau Jaiven, “Las mujeres en la Revolución mexicana. Un punto de vista historiográfi co”, Secuencia, núm. 33 (1995). Y particular-mente sobre la Revolución véase Ana Lau Jaiven y Carmen Ramos Escandón (eds.), Mujeres y Revolución, 1900-1917 (México: inehrm-inah, 1993).

12 Gabriela Cano, “Revolución, feminismo y ciudadanía en México (1915-1940)”, en Georges Duby y Michelle Perrot (eds.), Historia de las mujeres en Occidente, (Madrid, Taurus, 1993). Gabriela Cano y Verena Radkau, Ganando espacios. Historias de vida: Guadalupe Zúñiga, Alura Flores y Josefi na Vicens, 1920-1940 (México, Universidad Autónoma Metropolitana, 1989). Adriana Monroy Pérez, “Trece mujeres sonorenses en la Revolución”, en Memoria del 16 Simposio de Historia y Antropología de Sonora (Hermosillo: Universidad de Sonora, 1993). Andrés Reséndez Fuentes, “Battleground Women: Soldaderas and Female Soldiers in the Mexican Revolution”, The Americas li, núm. 4 (1995). Marta Eva Rocha Islas, “El archivo de veteranas de la Revolución mexicana: una historia femenina dentro de la historia ofi cial”, en Eliane Garcindo Dayrell y Zilda Márcia Gricoli Iokoi (eds.), América Latina contemporánea: desafíos e perspectivas (Río de Janeiro, Expressâo e cultura, 1996). Shirlene Soto, Emergence of the Modern Mexican Woman: Her Participation in Revolution and Struggle for Equality; 1910-1940 (Denver, Arden Press, 1990). Elizabeth Salas, Soldaderas in the Mexican Military. Myth and History (Austin, Uni-versity of Texas Press, 1990). Katherine Bliss, Compromised Positions: Prostitution, Public Health, and Gender Politics in Revolutionary Mexico

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volumen sobre la participación de las mujeres en la Revolu-ción, que destaca su participación militante (en el movimiento armado, en el feminista y durante el Congreso constituyente de 1916-1917) y una colección de fotografías sobre la partici-pación de la mujer durante los primeros años del movimiento armado.13

Pero quizá el libro que se apega más a lo que pretende ser la nueva historia cultural y que ha tenido más impacto en la his-toriografía de la Revolución es el volumen editado por Gilbert Joseph y Daniel Nugent, Everyday Forms of State Formation, en el que participan muchos de los más destacados historiado-res que se identifican con esta corriente.14 El libro fue resulta-do de una conferencia sobre el tema, que tuvo lugar en 1991, cuando la nueva historia cultural apenas dejaba los pañales. En él, los autores tratan de establecer el “verdadero” carácter de la Revolución mediante el estudio del poder y la hegemonía, el Estado y la cultura popular. Basándose en la historia regional, los diferentes ensayos estudian a los indígenas, a las comunida-des campesinas, los movimientos y rebeliones populares (tanto organizados como “desorganizados” o espontáneos), la parti-cipación de los maestros y de los alumnos en la Revolución y tanto la historia oficial como la popular para contestar a la pregunta de cómo se ejerce la dominación, y no tanto quién la ejerce. En pocas palabras, los autores que contribuyeron al libro tratan de situarse entre la versión tradicional de una Re-

City (University Park, Pennsylvania State University Press, 2001). Heather Fowler-Salamini y Mary Kay Vaughan (eds.), Women of the Mexican Countryside, 1850-1990: Creating Spaces, Shaping Transitions (Tucson, University of Arizona Press, 1994).

13 Las mujeres en la Revolución mexicana: 1884-1920 (México, Cámara de Diputados-inehrm, 1992). Tiempos y espacios laborales (México, Cámara de Diputados-Secretaría de Gobernación-Archivo General de las Nación, 1994).

14 Gilbert M. Joseph y Daniel Nugent (eds.), Everyday Forms of State Formation: Revolution and the Negotiation of Rule in Modern Mexico (Durham, Duke University Press, 1994).

volución auténticamente popular y la revisionista, de una Re-volución traicionada por sus líderes, que terminó por recrear el todopoderoso Estado porfirista, pero con una nueva cultura revolucionaria. Es decir, el libro editado por Joseph y Nugent quizá sea la prueba más acabada de cómo la Revolución pro-dujo una serie de tradiciones “revolucionarias” lo suficiente-mente durables y flexibles como para que tanto el Estado como sus opositores (los grupos subalternos en particular) pudieran legitimar su lucha por establecer una nueva hegemonía, algo que definitivamente diferenciaría a la Revolución mexicana de otros movimientos sociales del siglo xx.15

Por último, como muestra de quienes durante la década de los noventa contribuyeron al estudio de la cultura durante la Revolución pero que no siguieron la propuesta de la nueva historia cultural, están los trabajos de Javier Garciadiego (so-bre la Universidad Nacional), Rafael Torres Sánchez (sobre la vida cotidiana), Carolina Figueroa (sobre los corridos de la Re-volución), Margarita de Orellana (sobre el cine), Marcela del Río (sobre el teatro), Fernando del Moral (sobre la fotografía), Agustín Sánchez (sobre el cine, el teatro y la “leyenda urbana” de la banda de asaltantes del automóvil gris), Tania Carreño (sobre el charro como estereotipo nacional) y Andrea Tortajada (sobre la danza); así como también el de Annick Lempérière sobre las dos celebraciones del centenario de la Independencia (de su inicio en 1910 y de su consumación en 1921).16 G

15 Ibid., p. 22.16 Javier Garciadiego Dantán, “De Justo Sierra a Vasconcelos:

La Universidad Nacional durante la Revolución mexicana,” Historia Mexicana, xlvi, núm. 4 (1997). Rafael Torres Sánchez, Revolución y vida cotidiana: Guadalajara 1914-1934 (Culiacán, Galileo Ediciones-Universidad Autónoma de Sinaloa, 2001). Carolina Figueroa Torres, Señores vengo a contarles…: la Revolución mexicana a través de sus corridos (México, inehrm, 1995). Margarita de Orellana, La mirada circular: el cine norteamericano de la Revolución mexicana, 1911-1917 (prólogo de Friedrich Katz) (México, Joaquín Mortiz, 1991). Marcela del Río, Perfi l y muestra del teatro de la Revolución mexicana (Nueva York, P. Lang, 1993). Fernando del Moral González, El rescate de un camaró-grafo: las imágenes perdidas de Eustasio Montoya (Monterrey, Universi-dad Autónoma de Nuevo León, 1997). Agustín Sánchez González, La banda del automóvil gris: la ciudad de México, la Revolución, el cine y el teatro (México, Sensores & Aljure, 1997). Tania Carreño King, El charro. La construcción de un estereotipo nacional (1920-1949) (México, inehrm-Federación Mexicana de Charrería, 2000). Andrea Tortajada Quiroz, La danza escénica de la Revolución mexicana, nacionalista y vigo-rosa (México, inehrm, 2000). Annick Lempérière, “Los dos centena-rios de la Independencia mexicana (1910-1921): de la historia patria a la antropología cultural”, Historia Mexicana, xlv, núm. 2 (1995).

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La lucha armada

El llamado de Francisco I. Madero en el Plan de San Luis a levantarse en armas el 20 de noviem bre de 1910, a las seis de la tarde, como protesta por la violación a la voluntad ciudadana en las elecciones presidenciales, fue minimizado por la opinión pública, ya que apenas hubo unos cuantos brotes aislados. Sin embargo, mes a mes aumentaban los levantamientos, principal-mente en los estados del norte del país. Para el mes de abril ya eran muchos los focos encendidos. Pueblos y ciudades pequeñas sucumbían ante el ataque de los rebeldes, que voluntariamente habían tomado las armas. Muchos de ellos eran trabajadores del campo, de los bosques y de las minas, que sin preparación militar previa descontrolaron al ejército federal poniendo en evidencia la falta de motivación de una tropa reclutada por el sistema de leva. Muchos de los nuevos revolucionarios eran há-biles en el manejo de los caballos y las carabinas. Uno de ellos, Pascual Orozco, destacó por sus dotes en esos menesteres. El ejército fue incapaz de enfrentar a una pluralidad de grupos, que no habían, sin embargo, ofrecido un frente de batalla uni-do. Esto último, o lo más parecido a ello, ocurrió en Ciudad Juárez, en la frontera de México con Estados Unidos, a princi-pios del mes de mayo. Los rebeldes amagaron y las tropas fede-rales se defendieron hasta caer derrotadas, y con ello forzaron al gobierno a negociar su capitulación. Porfirio Díaz renunció a la presidencia y se expatrió de manera voluntaria, a la vez que se formó un gobierno de transición compuesto por revolucio-narios y representantes del régimen depuesto. Madero marchó en ferrocarril a la Ciudad de México, a la que llegó el 6 de junio, pocas horas después de que un severo terremoto la sa-cudiera. Francisco León de la Barra sería pre si dente interino hasta noviembre, mientras Madero y otros candidatos —entre ellos el propio León de la Barra— buscaban el voto popular.

La experiencia maderista

El llamado de Madero fue atendido por una gran variedad de grupos sociales. La amplitud de temas que tocaba en el Plan de San Luis ha-cía que lo secundaran tanto quienes buscaban el establecimiento de la democracia como quienes se interesaban en la justicia social, principalmente las reivindicaciones agra-rias. Así, desde hacendados hasta peones, profesionistas, obre-

ros, profesores y empleados respondieron positivamente a su plan, aunque no fue seguido por igual en las distintas regiones del país. Mientras en algunos estados la actividad revoluciona-ria fue intensa, en otros pasó inadvertida.

Un movimiento independiente fue el acaudillado por Emi-liano Zapata en el estado de Morelos. Su lucha se fi ncaba fun-damentalmente en la restitución de las tierras comunales que les habían sido despojadas a los campesinos por el abuso de la Ley de Terrenos Baldíos y que había destruido las comu-nidades. El zapatismo representa un tipo de lucha distinto al que se observó en otras partes de la República, ya que su fin consistía en restablecer la vida comunitaria tradicional. Al ver que Madero no respondía con rapidez a sus demandas, Zapata proclamó el Plan de Ayala, en el que, además de desconocer al nuevo presidente, intensificaba su lucha agrarista.

Por lo que respecta a los núcleos urbanos, los trabajadores industriales y de servicios se organizaron en la Casa del Obre-ro Mundial, que seguía los lineamientos sindicalistas de corte internacional, los cuales procuraban la regulación de la situa-ción laboral. Los católicos, a su vez, acudieron al llamado de la encíclica Rerum Novarum y se organizaron para reclamar sa-tisfacción a necesidades laborales justas. Al mismo tiempo, los profesionistas de clase media se organizaban en partidos como el Antirreeleccionista, el Liberal, el Constitucional Progresista, el Católico Nacional y el Evolucionista. Ellos canalizarían su lucha hacia la obtención de la representación nacional en las cámaras de Diputados y Senadores.

Desde luego que no todos los mexicanos coincidían en cuan-to a los medios y los fines que se perseguían para conseguir los cambios. El candidato y después presidente Madero generó mucha oposición, tanto en el terreno legal, propio del juego democrático, como en el militar. En cuanto al primer tipo de oposición, ésta se manifestó en la prensa, que después de de-cenios volvía a tener la garantía de su libertad, así como en la obtención de escaños en la XXVI Legislatura de la Cámara de Diputados, tras unas elecciones libres, lo que tampoco se había visto en el antiguo régimen. En relación con la oposición mili-tar, los movimientos armados contra Madero fueron varios y de distinta consideración. Primero, un grupo de anarquistas, se-guidores del precursor Ricardo Flores Magón, invadió el Dis-trito Norte de Baja California en lo que se conoce como “expe-dición filibustera”, la cual fue derrotada relativamente rápido. Lo mismo sucedió con la encabezada por el general Bernardo Reyes, cuya intención era restaurar el régimen caído. Reyes fue hecho prisionero y conducido a la capital. El otrora revolucio-nario Pascual Orozco se puso al frente del que sin duda fue el

Los años revolucionarios (1910-1934)*Álvaro Matute

* Historia de México, Coordinadora Gisela von Wobeser, fce/sep/Academia Méxicana de Historia, México, 2010.

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más difícil conjunto enemigo del gobierno maderista. Tras va-rios meses de lucha, con algunos resultados desastrosos para el ejército, pudo ser derrotado por el general Victoriano Huerta, entonces fiel a Madero. Por último, el también general Félix Díaz, sobrino de Porfirio Díaz, organizó su propia rebelión en el estado de Veracruz, donde fue combatido, hecho prisione-ro y, al igual que el general Reyes, trasladado a la Ciudad de México.

Otro frente adverso al presidente Madero fue el internacio-nal, especialmente el tocante a las relaciones con Estados Uni-dos. Gravar con un módico impuesto la explotación petrolera provocó una pro-testa enconada de parte del embajador Henry Lane Wilson, quien no cejó en sus presiones al gobierno.

Al finalizar el año de 1912, el presidente Madero creía haber dominado la situación, a pesar de que un bloque de diputados le advirtió que se corrían peligros. Al comienzo de 1913 una nueva crisis estalló cuando fueron liberados de sus prisiones los generales Bernardo Reyes y Félix Díaz. El primero murió el 9 de febrero, al inicio del enfrentamiento en la Ciudad de México conocido como Decena Trágica. El embajador Wilson reunió

a los generales Félix Díaz y Victoriano Huerta, quien debía en-cabezar la defensa del gobierno, para derrocar al presidente, lo que sucedió el 19 de febrero, cuando Madero y el vicepresiden-te José María Pino Suárez fueron hechos prisioneros. Huerta tomó el poder al ser nombrado presidente tras la renuncia de Pedro Lascuráin, quien fue titular del Poder Ejecutivo durante 45 minutos. Con Huerta la contrarrevolución se hizo del po-der. El 22 de febrero Madero y Pino Suárez fueron asesinados frente a la cárcel de Lecumberri.

El movimiento constitucionalista y la caída de Huerta

Para combatir al usurpador Huerta, el gobernador de Coahui-la, Venustiano Carranza, organizó un ejército que se llamó “Constitucionalista” y expidió el Plan de Guadalupe. Por su parte, Emiliano Zapata tampoco reconoció al nuevo gobierno. Al llamado de Carranza se sumaron antiguos maderistas como Francisco Villa y un grupo de sonorenses que habían comba-tido a Orozco, entre los cuales destacaba Álvaro Obregón. La organización carrancista se fortaleció en los estados del norte.

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Con esto se desarrolló la fase más violenta de lo que entonces ya se identificaba como “Revolución”.

Muchos personajes notables, tanto porfiristas como revolu-cionarios, apoyaron al general Huerta y trataron de promulgar leyes de beneficio social, entre las cuales sobresalen algunas reformas educativas y de normatividad higiénica, pero les re-sultaba difícil entenderse con el presidente, cuya tarea princi-pal consistía en combatir a los constitucionalistas. En la per-secución a los opositores a su gobierno, destacó el asesinato del senador Belisario Domínguez y de los diputados Serapio Rendón y Adolfo Gurrión, así como el encarcelamiento de los integrantes de la legislatura, con el fin de elegir otra que apro-bara todas sus medidas. Huerta se enfrentó al problema de que a los pocos días de tomar el poder hubo cambio de gobierno en Estados Unidos. El nuevo presidente, Woodrow Wilson, no aprobó la manera mediante la cual Huerta había llegado al poder y no le otorgó reconocimiento diplomático. Más ade-lante, ya en 1914, un incidente en Tampico, donde fue atacado un barco de Estados Unidos, propició el desembarco de tropas de ese país en Veracruz. Así, el gobierno de Huerta tenía que atacar varios frentes: la intervención naval, el Ejército Cons-titucionalista, que avanzaba del norte al centro del país, y los zapatistas en el sur.

Durante 1914 Carranza envió tropas a lugares lejanos, como Yucatán y Oaxaca, para extender su movimiento. La situación no pudo esperar. Tras las derrotas en las batallas de Zacatecas, ante la División del Norte, que comandaba Villa, y de Oren-dáin, ante la División del Noroeste, comandada por Obregón, que culminó con la toma de Guadalajara, Huerta huyó del país y un gobierno provisional fi rmó los Tratados de Teoloyucan en agosto; así, los constitucionalistas entraron triunfantes a la Ciudad de México.

Los revolucionarios divididos

La Revolución comenzó a escindirse a partir del reparto de tie-rras llevado a cabo en Las Palomas (Tamaulipas) por el general Francisco J. Múgica, que molestó a Carranza por acelerar la cuestión social antes de dar por concluidos los objetivos políti-cos de su movimiento, consistentes en acabar con el gobierno de Huerta. No bastó el pacto firmado en Torreón, que pospo-nía la cuestión social, para impedir la división, con el compro-miso de atenderla al alcanzar la victoria. Al triunfar, duró poco tiempo la unión. Por una parte, los generales revolucionarios convocaron a una convención que tendría por objeto formular el plan de reformas sociales y políticas del movimiento; por otra, Carranza creía peligroso llevar a cabo tal programa antes de consolidar lo ganado hasta ese momento. La convención se instaló en la capital, pero al crecer la división se trasladó a Aguascalientes, donde se declaró soberana. Villistas y zapatis-tas dieron su apoyo a la convención, que nombró un gobier-no encabezado por Eulalio Gutiérrez y marchó a la Ciudad de México, mientras Carranza trasladaba su gobierno a Veracruz. Villa y Zapata se encontraron en Xochimilco y marcharon a la ciudad con el gobierno de Gutiérrez, quien trató de quitarse de encima el peso que significaba el general Villa. Al no conseguir su cometido, Gutiérrez y sus partidarios salieron de la capital, mientras los convencionistas nombraban presidente a Roque González Garza. Entre tanto, el ge neral Obregón apoyaba a Carranza y se organizaba para combatir a los villistas.

Hasta ese momento, a principios de 1915, se habían desper-tado muchas expectativas. La lucha no era solamente armada, sino que los distintos grupos en pugna buscaban atraerse a la mayoría de los ciudadanos a través de ofertas legislativas be-neficiosas para el conjunto social, como la ley del 6 de enero, que proclamaba la reforma agraria, consistente en el fraccio-namiento de los latifundios y el reparto tanto en pequeña pro-piedad como en ejidos (tierras para explotación comunal), o bien con decretos que garantizaban salarios mínimos y jorna-das máximas de trabajo, protección a los accidentados y pro-hibición del trabajo infantil. En los aspectos laborales, tanto los integrantes de la Casa del Obrero Mundial como los de los sindicatos católicos se disputaban la vanguardia. Al mismo tiempo, desde la lucha contra Huerta, los constitucionalistas se habían destacado por su anticlericalismo y luchaban por “des-fanatizar” a la población cometiendo todo tipo de excesos. La Casa del Obrero Mundial ofreció su apoyo a los carrancistas y formaron los batallones rojos, que se sumaron a la lucha contra los villistas. Dentro de éstos había algunos que simpatizaban con las propuestas del catolicismo social.

Durante el mes de abril se desarrollaron las batallas de Cela-ya y Trinidad, que fueron los combates con más contendientes del periodo de la lucha armada. Con su triunfo, que le costó la pérdida del brazo derecho, el general Obregón derrotó a Vi-lla. El carrancismo se apoderó de los principales puertos, como Progreso en Yucatán, Salina Cruz en Oaxaca, Puerto México o Coatzacoalcos en Veracruz, así como de las aduanas norteñas. Esto le daba fuerza y control territorial. Pero eso no trajo con-sigo la paz, ya que persistían muchos movimientos a lo largo y ancho del país, algunos de signo revolucionario, otros con-trarrevolucionarios y algunos más simplemente bandoleros. Villistas y zapatistas seguían en pie de lucha; en la región del Golfo, Félix Díaz había vuelto a las armas, a la vez que en la Huasteca Manuel Peláez pro tegía los campos petroleros para evitar que la producción baja ra, pues el petróleo lo requerían las potencias enfrascadas en la entonces llamada Gran Guerra europea; Oaxaca era escenario de un movimiento soberanista que desconocía al gobierno federal; en Chiapas había contin-gentes rebeldes; en suma, no había unidad nacional. Los gru-pos de bandoleros, sin mediar ningún tipo de oferta ideológica, asolaban y destruían poblaciones. Mientras eso ocurría, entre 1915 y 1917 el país sufrió hambrunas debido a la escasez de alimentos, y se vivía un caos provocado por el hecho de que cada uno de los bandos revolucionarios emitía moneda, que no todos los comerciantes aceptaban.

Aunque de manera precaria, las principales ciudades fueron escenario de una pacificación paulatina (por ejemplo, no dejaba de haber funciones de cine y teatro), pero el campo seguía en lucha. Los ferrocarriles eran asaltados constantemente y vola-das las vías férreas, lo que impedía la circulación de mercancías. Los esfuerzos principales del gobierno constitucionalista se di-rigían a conseguir la pacifi cación, tarea difícil, ya que había territorios sobre los que no tenía ningún dominio, como el es-tado de Morelos, por ejemplo.

El zapatismo se hizo cargo de la defensa de lo que quedaba de la convención. Los delegados formaron en Cuernavaca un Programa de Reformas Político-Sociales de la Revolución. En él se compendian las principales aspiraciones revolucionarias, que van desde el establecimiento de un régimen parlamentario hasta la destrucción de los latifundios, la creación de escuelas

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agrarias, la independencia de los municipios, la educación lai-ca, en fin, muchos puntos que recuerdan lo expresado en 1906 por el Plan y Programa del Partido Liberal, de Flores Magón. Los dos bandos escindidos tenían este último documento como punto de partida.

Mientras se entablaban los combates ideológicos y los ar-mados, la población sufría hambre y vivía con zozobra. La inseguridad del cam po hacía que las ciudades recibieran más población de la que sus servicios podían atender, y ello propició insalubridad, por lo que cundían las epidemias. Para hacer más llevadero el estado de cosas, el teatro del llamado “género chi-co”, esto es, sainetes cómicos y satíricos alusivos a la situación, y revistas musicales con cantantes conocidas como tiples, amai-naban los pesares que acongojaban a la gente. La vida seguía su curso normal hasta donde eso era posible.

La Constitución de 1917

En 1916 se lanzó la convocatoria para celebrar un Congreso Constituyente al fi nalizar el año. Fueron elegidos 210 diputa-dos que llevarían a cabo sus sesiones en la ciudad de Querétaro. El resultado fue una nueva Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Los diputados electos sólo provenían del grupo vencedor carrancista, pero no tardaron mucho en divi-dirse en dos bandos: los jacobinos, más radicales en las reformas que proponían, y los entonces conocidos como “senadores ro-manos”, partidarios del proyecto de Venustiano Carranza. En las sesiones, que duraron dos meses, las discusiones fueron de tono muy áspero. Al final se impusieron las reformas radicales en lo concerniente a educación, que debió ser obligatoria, laica

y gratuita (artículo 3°); en el aspecto agrario (artículo 27), en el que se establecía que la propiedad residía originariamente en la nación, la cual otorgaba la propiedad privada a los ciudadanos, pero se reservaba la del subsuelo, con minerales e hidrocarbu-ros, y asumía la facultad de modificar la tenencia de la tierra con el fin de fraccionar los latifundios; en el terreno laboral (artículo 123), estableciendo salarios mí nimos, jornadas máxi-mas de trabajo y todo tipo de garantías a los trabajadores; en lo concerniente a la religión (artículo 130), mar caba no sólo la separación entre Iglesia y Estado, sino que otorgaba a éste la supremacía sobre aquélla e implantaba una serie de restriccio-nes a los ministros religiosos y al culto. Otro rasgo distintivo de la Constitución era su carácter antimonopólico (artículo 28) y su opción por el presidencialismo como régimen político, al es-tablecer el privilegio del titular del Poder Ejecutivo de ser jefe de Estado y de gobierno y de nombrar y remover libremente a sus colaboradores, y no como en los sistemas parlamentarios, en los que es el Congreso el encargado de hacerlo (artículos 80 a 84).

Con la Constitución se cerraba, al menos en el terreno legal, un capítulo de la Revolución, aunque la realidad social y militar expresaran lo contrario. Al ambiente candente que privaba des-de los años anteriores a 1917 se sumarían las protestas expresa-das contra la Cons titución. Entre el 5 de febrero, fecha en que se promulgó, y el 1º de mayo, día en que Venustiano Carranza era investido presidente constitucional, Estados Unidos decla-ró la guerra a Alemania y los llamados Imperios Centrales, con lo cual el conflicto originariamente europeo adquirió dimen-sión mundial. Esto colocaba a México, importante productor de petróleo, en el eje de los intereses tanto de Alemania como

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de Estados Unidos y sus aliados, en especial Ingla terra. Las presiones por ello no se hicieron esperar, en el sentido de que México debía optar por uno de los bandos en pugna, pero el presidente Carranza mantuvo una posición de neutralidad, que muchos interpretaron como inclinación favorable a Alemania. Entre tanto, el gobierno mexicano aprovechó las circunstan-cias para establecer reformas acordes con la nueva Constitu-ción y obligar a las compañías petroleras a solicitar permisos de perforación. Asimismo, las gravó con nuevos impuestos. El Senado estadounidense ejerció presiones sobre el presidente Wilson para que invadiera México, pero dicha invasión no se llevó a cabo. Sin embargo, hubo maniobras para tratar de que ingresaran tropas a territorio mexicano, como de hecho ocu-rrió cuando Francisco Villa incursionó en Nuevo México y lo persiguió una expedición punitiva al mando de quien después comandaría las fuerzas estadounidenses en la primera Guerra Mundial, el general Pershing. Las tensiones entre los dos países se acentuaron, en especial en 1919, cuando ya Estados Unidos había ganado la guerra. Sin embargo, la diplomacia mexicana resistió la presión, mientras esperaba el cambio de gobierno en el país del norte.

La situación interior tampoco mejoraba, pues había activi-dad militar en casi todo el país. La ventaja para el gobierno radicaba en que los distintos grupos, con objetivos diferentes, no estaban unifi cados bajo un mando. El único enemigo que

el gobierno pudo derrotar fue Emiliano Zapata, gracias a una emboscada que preparó Jesús Guajardo bajo las órdenes del general Pablo González. Esto ocurrió en la hacienda de China-meca el 10 de abril de 1919. Con esto, el control terri torial en los aledaños de la capital le dio mayor estabilidad al gobierno, de manera que pudo desarrollar una actividad política cada vez más regular, hasta que se aproximó el final del periodo presi-dencial.

Aparición del caudillismo

En 1919 el general Álvaro Obregón, que se había marginado del gobierno desde dos años antes, lanzó un manifiesto en el cual se autoproclamaba candidato a la presidencia de la Repú-blica. Carranza había solicitado que los aspirantes a sucederlo esperaran hasta fi nalizar el año. Pero el hecho de que Obregón comenzara a mover sus piezas propició que Pablo González también lo hiciera. El Partido Liberal Constitucionalista apoyó a Obregón, y después lo harían el Cooperatista y el Nacional Agrario. Sin embargo, Obregón no buscaba sujetarse a un par-tido, sino que esas organizaciones lo apoyaran a él. Ha-cia el fi-nal del año inició una gira electoral desde el Pacífi co norte ha-cia el centro, con paradas en las principales ciudades, en las que buscó el apoyo de sus partidarios. Al llegar a la capital continuó sus giras electorales inspirado en las que había realizado Made-

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ro, quien fue el primero en realizar estos recorridos. Desde el ámbito ofi cial el candidato resultó ser el embajador de México en Washington, ingeniero Ignacio Bonillas, quien era descono-cido para la mayoría de la población. Bonillas comenzó su cam-paña electoral en marzo de 1920, cuando Obregón y en menor medida Pablo González habían ganado ya mucho terreno. En busca de apoyo, Obregón había establecido contactos con algu-nos de los grupos rebeldes contrarios al gobierno de Carranza. Uno de ellos fue el general Roberto Cejudo, quien estaba fuera de la ley, por lo que la gira de Obregón, en ese momento en Tampico, fue interrumpida para que se trasladara a la capital a rendir declaración ante un tribunal. Después de una comida con Pablo González y otros militares y políticos, Obregón, que era vigilado por agentes del gobierno, intercambió sombrero con el licenciado Miguel Alessio Robles durante un recorrido en un automóvil descubierto, y se arrojó a los tiestos de un parque pú blico de la colonia Roma. Los vigilantes siguieron a Alessio, que lleva ba el sombrero de Obregón, al tiempo que un ferrocarrilero recogía al general y lo ocultaba. Por la noche, disfrazado de garrotero, abandonaba la capital para internarse en territorio zapatista, donde se le brindó protección.

Mientras esto sucedía, en el estado de Sonora se intensifi caba el conflicto con el gobierno federal a causa del dominio de las aguas del Río Sonora. Dicho conflicto orilló al gobernador Adolfo de la Huerta a no acatar las disposiciones del gobierno federal, y con el apoyo del general Plutarco Elías Calles pro-clamó el Plan de Agua Prieta, mediante el cual desconocía al presidente Carranza e invitaba a ser secundado.

Ante la gravedad de la situación, el 7 de mayo de 1920 el presidente Carranza decidió abandonar la capital para organi-zar la resistencia contra los rebeldes desde Veracruz, como lo había hecho en 1915. El ferrocarril que lo transportaba y que conducía a todo el gobierno, in cluyendo el tesoro nacional, su-frió varios ataques a lo largo del trayecto hasta que la voladura de la vía impidió que siguiera adelante. Entonces una comitiva más pequeña, con el presidente a la cabeza, decidió continuar su marcha a caballo hacia la costa, más al norte de Veracruz.

En la madrugada del 21 de mayo fue emboscado en el pobla-do de Tlaxcalantongo, en la sierra de Puebla. Con la muerte del presidente, Pablo González ocupó la plaza de la Ciudad de México, mientras los jefes de la rebelión de Agua Prieta se tras-ladaban a ella secundados por prácticamente todo el ejército nacional. El Congreso eligió como presidente interino a Adol-fo de la Huerta, para completar el periodo pre sidencial del 1º de junio al 30 de noviembre. En ese lapso se debían celebrar las elecciones para la renovación de los poderes federales.

El desempeño de Adolfo de la Huerta como presidente inte-rino puede calificarse de excepcional. Procuró dejar arreglado el mayor número de pendientes que implicaba la transición en-tre el gobierno de Carranza y el siguiente. El problema prin-cipal era la pacifi cación del país. De la Huerta aprovechó las alianzas con grupos anticarrancistas, como los zapatistas, esta-blecidas por Obregón durante su campaña electoral. En menos de los seis meses que estuvo a cargo del Ejecutivo, logró que depusieran las armas los soberanistas oaxaqueños, Manuel Pe-láez, en la Huasteca, y Félix Díaz y Alberto Pineda, en Chiapas, y derrotó a Esteban Cantú en Baja California, por mencionar sólo a algunos de los principales. Su labor más destacada fue la negociación con el general Villa, quien aceptó deponer las armas a cambio de la cesión de una hacienda —Canutillo—, que funcionaría como colonia agrícola-militar, y el permiso de conservar una escolta integrada por sus “dorados”.

Otra manera de atraer personalidades hacia su gobierno fue el nombramiento de José Vasconcelos —escritor que había co-laborado con la convención— como rector de la Univer sidad Nacional de México. Desde ahí, Vasconcelos trabajaría en la organización de campañas de alfabetización para poner, como él dijo, “a la Universidad al servicio de la Revolución”. El único fracaso de De la Huerta, o el más significativo, consistió en no obtener el reconocimiento diplomático de Estados Unidos, que se encontraba en proceso de cambio de gobierno. Ese pen-diente se lo dejaría al nuevo gobierno, que iniciaría el 1º de diciembre bajo el mando del general Álvaro Obregón. G

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Rosario CastellanosCentro Cultural Bella ÉpocaCiudad de México. Tamaulipas 202,

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Alí Chumacero

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