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La Globalización y la Filosofía Política Clásica: una perspectiva aristotélica sobre la paz entre naciones Antonio Marino López FES ACATLAN UNAM El propósito de esta ponencia es preguntar por la relevancia de la filosofía política clásica para la comprensión del mundo contemporáneo. Esta pregunta parece suficientemente llana pero al ensayar responderla se hace patente que de hecho es una de las preguntas más complejas que podemos hacer. En la superficie, parecería como que sólo deseamos indagar si los conceptos centrales de la filosofía política clásica pueden ayudar en algún sentido importante en nuestros esfuerzos por comprender nuestro mundo. Inicialmente, parecería ser que la respuesta es obvia y contundentemente negativa, pues hace dos milenios que dejó de haber poleis en el mundo y por lo menos cuatro siglos que ya nadie pregunta cuál es el mejor régimen o sistema político. En suma, parecería que la filosofía política clásica es caduca porque nuestro mundo es radicalmente diferente del que experimentaron los filósofos griegos y porque sus preguntas son irrelevantes. Nuestra indiferencia a sus preguntas se debe o bien a que somos más sabios o a que estamos convencidos de que no tiene caso plantear preguntas como la del mejor régimen. Sin embargo, parece igualmente obvio que cuando nos referimos a “nuestro mundo” usamos una noción muy obscura, pues el mero hecho de estar vivos en el año 2012 no garantiza que sepamos en qué mundo vivimos. Por consiguiente, la pregunta sobre la relevancia se disuelve en dos incógnitas: no podemos opinar mayormente sobre lo útil de la filosofía política clásica sin contar con un conocimiento

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Antonio Marino es un destacado profesor de filosofía clásica, especialista en Platón y Aristóteles de la UNAM.

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La Globalización y la Filosofía Política Clásica: una perspectiva aristotélica sobre la paz entre naciones

Antonio Marino LópezFES ACATLAN

UNAM

El propósito de esta ponencia es preguntar por la relevancia de la filosofía política clásica para la comprensión del mundo contemporáneo. Esta pregunta parece suficientemente llana pero al ensayar responderla se hace patente que de hecho es una de las preguntas más complejas que podemos hacer. En la superficie, parecería como que sólo deseamos indagar si los conceptos centrales de la filosofía política clásica pueden ayudar en algún sentido importante en nuestros esfuerzos por comprender nuestro mundo. Inicialmente, parecería ser que la respuesta es obvia y contundentemente negativa, pues hace dos milenios que dejó de haber poleis en el mundo y por lo menos cuatro siglos que ya nadie pregunta cuál es el mejor régimen o sistema político. En suma, parecería que la filosofía política clásica es caduca porque nuestro mundo es radicalmente diferente del que experimentaron los filósofos griegos y porque sus preguntas son irrelevantes. Nuestra indiferencia a sus preguntas se debe o bien a que somos más sabios o a que estamos convencidos de que no tiene caso plantear preguntas como la del mejor régimen. Sin embargo, parece igualmente obvio que cuando nos referimos a “nuestro mundo” usamos una noción muy obscura, pues el mero hecho de estar vivos en el año 2012 no garantiza que sepamos en qué mundo vivimos. Por consiguiente, la pregunta sobre la relevancia se disuelve en dos incógnitas: no podemos opinar mayormente sobre lo útil de la filosofía política clásica sin contar con un conocimiento adecuado de su contenido, como tampoco podemos decir si es útil para aplicarse a algo tan nebuloso y oscuro como la noción de “mundo contemporáneo”.

Una segunda consideración a destacar desde el inicio es que preguntar por la relevancia de la filosofía política clásica conduce, necesariamente, a indagar sobre la relación entre pensamiento y acción. Esta relación la conocemos mejor con los nombres falsamente griegos de “teoría y praxis”. Explicar por qué son falsamente griegos requeriría explicar la diferencia entre la metafísica platónico-aristotélica y las metafísicas de los pensadores modernos. No abordaré este tema en esta ponencia, pero sí quiero recalcar que al no ocuparme de ello estoy consciente de

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que dejo fuera una de las indagaciones fundamentales y por consiguiente todo cuanto diga quedará inmerso en la penumbra de esta omisión. La importancia de esta omisión se puede esbozar rápidamente con las siguientes consideraciones: Una de las diferencias centrales del pensamiento clásico con el moderno es precisamente la comprensión de la capacidad del pensamiento para controlar y formar la acción. Los clásicos la consideran muy limitada pero posible, mientras que los modernos oscilan entre considerar a la razón ya sea como omnipotente, o como impotente o ambos a la vez. Nosotros participamos de esta contradicción en la medida en que, por una parte, creemos en la capacidad de la tecnología para resolver todos los problemas, y, por otra, nos vemos cual títeres de fuerzas misteriosas, originadas ya sea en la bioquímica, en la historia o en las llamadas del ser. Nos vemos como irracionalmente omnipotentes.

La tercerea dificultad preliminar es la que podríamos llamar “hermenéutica del mundo actual”. Cuando preguntamos por la relevancia del pensamiento clásico, lo hacemos como si nuestro mundo fuese algo fáctico que conocemos independientemente de las interpretaciones del mundo. Sin embargo, debe ser más o menos obvio que “antiguo”, “moderno” y “posmoderno” no pueden ser otra cosa que categorías de interpretación. Son modos de interpretar nuestra existencia. Es usual creer que estas categorías tienen existencia objetiva y se refieren a las etapas de la historia, pero este dogma es tan sólo uno de los elementos de la auto comprensión moderna. Por lo pronto, como correctivo a este dogmatismo, deberíamos pensar que estas categorías son tan metafóricas como las que usamos al hablar de la Edad de Oro, de Plata y de Bronce. La pregunta por la relevancia del pensamiento clásico, o, para el caso, del posmoderno, lleva implícita, inevitablemente, la necesidad de ubicarla en el contexto hermenéutico. El estudio de la obra de Gadamer debería servir, mínimamente, para librarnos del dogma de la periodización de la historia y del de la idea de progreso. Esta liberación es la condición necesaria para poder preguntar en serio sobre la relevancia de cualquier pensamiento, ya sea del pasado remoto o del presente inmediato. Debe ser evidente que, en rigor, cuando hablamos de “nuestro mundo”, estamos refiriéndonos a nuestra interpretación de nosotros mismos y, por consiguiente, que, sea cual fuere, nuestra auto comprensión está basada en un fundamento hermenéutico. Por lo pronto, adelanto mi argumento afirmando que la utilidad mínima de la filosofía política clásica consiste, precisamente, en

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ayudarnos a ver nuestros supuestos o dogmas desde los cuales realizamos nuestra interpretación de nosotros mismos. Aunque parezca paradójico, no podemos saber si somos modernos mientras no tengamos distancia crítica sobre nuestra modernidad. Sin embargo, esta línea de argumentación tampoco será desarrollada en esta ponencia porque deseo concentrar la atención en el problema de la política. Quede, pues, asentado, que no se puede responder adecuadamente a la pregunta sobre la relevancia de la filosofía política clásica sin explorar y explicitar los problemas hermenéuticos.

II

Habiendo presentado estas acotaciones iniciales, debe ser evidente que el camino a seguir en esta ponencia es necesariamente superficial, lo cual no significa que lo considere simplista o descuidado. Cuando se pretende indagar sobre un problema tan complejo, es necesario comenzar por la superficie. Aristóteles es uno de los grandes maestros de este método de investigación, cual espero mostrar siguiendo el modo de indagar de su Política. Al inicio del segundo libro nos dice:

Puesto que hemos escogido (proairoumetha) hacer presente ante nosotros (theôresai) de todas las modalidades de comunidades políticas (tes koinônias tes politikes) cuál es la mejor/más poderosa/más eficiente (kratiste) para aquellos con la capacidad (dynamis) para vivir conforme a sus deseos (kat’euchen), es necesario examinar tanto aquellos regímenes que rigen a las poleis consideradas como gobernadas por buenas leyes, como aquellas otras de las cuales han hablado algunos y parecen estar bien fundadas, para que así podamos ver lo bien constituido y útil; además, para que al buscar nosotros otras formas de regímenes no parezca que sólo nos proponemos actuar como sofistas, sino que sea aparente que seguimos este camino porque los regímenes que hoy en día rigen/fundan/subyacen (huparchousas) no lo hacen bien. Este es el inicio que por naturaleza debe tener esta investigación. (1260b27—37) (Mi traducción)

Quiero destacar varios puntos de este pasaje. Primero, el hecho de que el examen de las diversas maneras de vivir en comunidades políticas es algo que eligen hacer quienes tienen la capacidad para vivir conforme a sus deseos. Con la primera oración, Aristóteles indica dos condiciones que acotan el estudio de la filosofía política: primero, la proairesis y segundo, tener la capacidad de escoger cómo viven. La primera es la condición ética, la segunda es la política. Proairesis es el término clave de la ética con el cual se indica la capacidad de escoger racionalmente los fines; ni los niños ni los viciosos pueden, propiamente, ejercer la proairesis, pues unos carecen de los conocimientos y los otros de la

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voluntad para escoger los fines racionalmente. Esta condición es relevante para nosotros porque nos lleva a pensar sobre nuestra comprensión de la cuestión. La mayoría de los pensadores políticos modernos niegan la posibilidad de la proairesis. Hobbes, por ejemplo, considera que la razón es la espía de las pasiones y por consiguiente no escogemos racionalmente nuestros fines sino los medios para satisfacer aquellos fines que nuestras pasiones de antemano han determinado. Mínimamente, podemos percatarnos de que si aceptamos la tesis de Hobbes, la indagación sobre el régimen más poderoso y eficiente ya quedó determinada por su axioma ético. Si aceptamos el axioma ético de Hobbes, necesariamente llegamos a la conclusión de que el mejor régimen es la monarquía absoluta, dado que el egoísmo natural del hombre sólo puede ser sometido mediante un régimen de mano dura. También podemos negar radicalmente la posibilidad de la proairesis, cual lo hacemos cuando nos consideramos sometidos a fuerzas incontrolables por el hombre. En suma, si nos vemos como incapaces de escoger con apego a la razón, todas las teorías políticas son necesariamente utópicas e inútiles: si negamos la capacidad de proariesis también debemos eliminar la distinción entre lo bueno y lo malo. Y si cancelamos esta distinción se cancela el sentido de toda pregunta que la supone, se cancela la ética. Aceptamos que la necesidad rige a la acción humana—que es lo mismo que negar que la acción es posible. Una vez instalados en esta perspectiva, es evidente que tan inútil resulta preguntar por el mejor régimen para las cucarachas que para los humanos.

La segunda condición fijada por Aristóteles también determina la cuestión de la utilidad de la filosofía política, pues nos dice que la indagación es pertinente para aquellos que tienen el poder para llevar a su comunidad hacia los fines que les parecen deseables. Con ello hace referencia al problema de la relación entre poder y acción. Los conocimientos que puede aportar una filosofía política sólo son útiles para quienes tienen poder. En este sentido, toda teoría política es irrelevante para los esclavos y los excluidos del poder, es decir, los no ciudadanos. Según Aristóteles, solo son ciudadanos quienes pueden participar y participan en el gobierno de su comunidad. A partir de ello se puede inferir que para el ciudadano común y corriente de una nación moderna, cuyo único poder está en el voto y cuyo voto es infinitesimalmente importante, las preguntas de la filosofía política son infinitesimalmente significativas. En suma, el estudio de la filosofía

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política sólo es relevante para quienes ejercen el poder. Maquiavelo consideraba que usualmente no son más de cincuenta familias las que propiamente son poderosas en una república.

El tercer punto a destacar del pasaje de Aristóteles es que la motivación para realizar las indagaciones de filosofía política debe ser genuina y no sofística. Con ello se hace alusión a otro problema fundamental. La disposición genuina se distingue de la sofística en cuanto que está enraizada en una preocupación seria por el futuro de la propia comunidad. Esta es la actitud del ciudadano comprometido con su nación, que indaga con el mayor esmero cuál es el mejor rumbo a seguir porque sabe que su propio futuro y el de sus parientes y amigos está en juego. Es evidente que la motivación es más seria y profunda en la medida en la que quien reflexiona está consciente de los defectos y vicios del régimen en el cual vive. La motivación fundamental, en suma, se origina en la percepción de la injustica del propio régimen, pues quien cree vivir en un régimen suficientemente justo no tiene necesidad de indagar cuáles regímenes son mejores ni cómo puede mejorar el propio. La necesidad de pensar sobre la política se origina en la conciencia de las dificultades de la propia situación, no en la elucubración ociosa sobre regímenes perfectos.

Un poco después del pasaje que cité, Aristóteles explica que la investigación sobre los mejores modos de vivir en comunidad se puede realizar desde tres perspectivas, cada una de las cuales corresponde a uno de los grados posibles de innovación: (1) cambio radical desde los fundamentos; (2) cambio parcial en el cual se conservan aspectos del régimen vigente y se introducen novedades importantes; y (3) cambio mínimo, corrigiendo los defectos pero sin alterar el orden fundamental del régimen. Todo proyecto de innovación política se ubica en alguna de estas tres perspectivas, según los ciudadanos juzguen su propia circunstancia y consideren que se requiere ya sea una revolución, una reforma o un perfeccionamiento. Por supuesto, uno de los problemas fundamentales para quien juzga su situación es distinguir en cuál de las tres situaciones se encuentra su comunidad o nación.

III

Apegándome a la recomendación de Aristóteles, ahora ensayaré esbozar mi opinión sobre el problema político fundamental en nuestra época. Este intento es necesario porque sólo habiéndolo llevado a cabo se determina con suficiente precisión la perspectiva desde la cual se

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intenta juzgar si la filosofía política clásica en efecto puede ayudarnos a comprender mejor nuestro propio mundo. Aunque debe ser obvio que hay múltiples maneras de entender los problemas fundamentales de la política, la vía que he escogido se puede justificar por ser, supuestamente, la más ajena al pensamiento clásico. Hablaré, brevemente, de la situación internacional en la actualidad.

La característica distintiva de nuestro mundo es la profundidad y la complejidad de la interdependencia de las naciones en el ámbito económico al mismo tiempo que la independencia política de cada una de ellas. La economía ciertamente es global, mientras que la autonomía nacional sigue siendo un principio al cual todas las naciones apelan. La nota distintiva de la globalización sólo se puede apreciar recurriendo a la lógica dialéctica, cuyo fundamento es la noción de la unidad de los contrarios. La globalización propicia y fortalece la interdependencia de las naciones al mismo tiempo que las debilita y carcome no sólo a ellas sino al mundo globalizado. Hay mercado internacional y anarquía internacional. Una mirada breve a lo acaecido en la segunda mitad del siglo XX ayuda a verlo un poco mejor: Después de la Segunda Guerra Mundial el mundo se dividió en torno a las dos potencias dominantes, la Unión Soviética y Estados Unidos. Cada una impuso sus intereses en su ámbito de dominio pero su ejercicio del poder no se basó en alguna ley internacionalmente aceptada y reconocida por las naciones de cada bloque. Tras el colapso de la Unión Soviética hacia fines de la década de los ochenta, los Estados Unidos quedaron como la única superpotencia. Sin embargo, el hecho de ser la potencia militar más poderosa desde fines de los años ochenta no ha tenido por consecuencia el establecimiento de un orden mundial bajo la égida estadounidense. Lo que hemos visto más bien son los fracasos del aparato militar estadounidense en sus intentos de imponer democracias liberales en Iraq y Afganistán. Asimismo, hemos visto la actitud indecisa ante la nueva Rusia y sus esfuerzos por recuperar la influencia en las naciones circundantes. En fin, todo lo que quiero destacar es que la superioridad militar de Estados Unidos no ha tenido por consecuencia el establecimiento de un orden internacional.

Por otra parte, el organismo internacional cuya misión es mantener la paz mundial, es decir, las Naciones Unidas, ha sido destacadamente impotente para ello hasta la fecha. Si bien hace más de medio siglo no ha habido guerra mundial, esto no se debe a la atinada intervención de las Naciones Unidas. Y aunque no ha habido guerra mundial, han

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proliferado las guerras locales, especialmente en África. Por otra parte, aunque la globalización de la economía es más profunda que en cualquier época del pasado, su dinámica no se apega a un orden internacional benéfico para todos. Por el contrario, la globalización conlleva la intensificación de la competencia y la indiferencia del impacto que unas naciones tienen sobre otras al perseguir sus metas de desarrollo económico. En suma, el mundo nunca había necesitado tan urgentemente un orden internacional y jamás había estado tan imposibilitado para establecerlo. La inestabilidad del orden internacional necesariamente repercute en las políticas nacionales, pues el éxito económico de unas naciones implica el fracaso de otras.

Aunque he pintado con brocha gorda nuestra situación mundial, el esbozo es suficiente para los propósitos de esta ponencia, pues es obvio que la ausencia de un orden mundial es nociva para la mayoría de las naciones, especialmente para las más pobres. El impacto de la globalización en la mayoría de las naciones ha sido la mayor polarización entre pobres y ricos. Y este distanciamiento necesariamente trae consigo, tarde o temprano, crisis políticas nacionales.

Sin embargo, la mera ausencia de un poder internacional que gobierne a todas las naciones no es por sí misma un problema distintivamente moderno, sino, por el contrario, es la situación que con más frecuencia se ha dado a lo largo de la historia. Para distinguir adecuadamente nuestra situación de las del pasado es necesario, por una parte, enfatizar el hecho de que la globalización de las relaciones es más profunda que en cualquier época pasada. Esto se evidencia con tal solo pensar en lo instantáneo de las comunicaciones y la integración de los mercados. Pero el aspecto más novedoso es la capacidad destructiva del armamento contemporáneo. La guerra siempre ha amenazado a las comunidades humanas, pero el poderío del armamento contemporáneo es incomparablemente mayor a cualquiera del pasado, de lo cual se sigue que la guerra es una amenaza correspondientemente mayor. Encontrar mejores maneras de evitarla resulta más importante que nunca. Podría suponerse que entre mejor conozcamos las causas de la guerra, más estaremos en posición de evitarla, pero, en la antítesis, también se puede argumentar que si al conocer mejor las causas de la guerra se vuelve evidente su necesidad, llegaríamos a la conclusión opuesta, es decir, a que nada puede salvarnos de la guerra. Aunque la antítesis corresponde a la comprensión clásica de la guerra, dado el poderío de los arsenales contemporáneos, dicha comprensión deviene

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más trágica que en el pasado. En todo caso, es evidente que nos incumbe pensar a fondo el problema.

¿Puede Aristóteles ayudarnos? En la parte final de esta conferencia argumentaré que sí.

IV

Desde que hay sociedades de humanos, se ha creído que la guerra, ya sea entre tribus, poleis, naciones o imperios, o entre las facciones de una misma comunidad, es la condición natural del hombre. Si aceptáramos esta tesis como verdad fundamental sobre el hombre, resultaría obvio que la historia humana necesariamente tiene un final trágico pues nuestra naturaleza belicosa nos empuja a desarrollar la tecnología militar, la cual a su vez conduce a guerras cada vez más destructivas, hasta culminar en la guerra nuclear que tarde o temprano nos borrará de la faz de la tierra. A lo largo de la historia hemos tenido guerras sangrientísimas en las que murieron cientos de miles de hombres, pero sus muertes no incluían la aniquilación ecológica de nuestro planeta ni la alteración genética de todos los seres vivientes. Si este es el final inevitable al cual conduce el progreso, tendríamos que aceptar el veredicto del sileno: “Lo mejor es no nacer y lo segundo mejor morir lo más rápido posible.”

Tradicionalmente, la tesis sobre la necesidad de la guerra ha estado acompañada del precepto según el cual toda comunidad sensata vive en constante preparación para la guerra. Hemos de vivir en estado de alerta permanente porque la paz, según se dice, sólo es el intervalo durante el cual se preparan los enemigos para reanudar la lucha. Cualquier pueblo o nación que ignore este precepto está condenada a la esclavitud o a la aniquilación. No se puede evitar la guerra, por tanto es imperativo prepararse para ella. Esta doctrina tiene sentido siempre y cuando se suponga que la guerra termina cuando uno triunfa y otro es derrotado. Pero esta conclusión ya no es válida cuando el armamento es tan poderoso que el resultado sería desastroso para todos. Hay quienes argumentan que precisamente por ello el progreso de la tecnología militar ha conducido a la cancelación de la guerra, pues sería tan evidentemente irracional que nadie la desataría. Pero esta apreciación se basa en el supuesto de que las guerras tienen causas racionales, hipótesis fácilmente refutable mediante el examen de la historia. Por

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consiguiente, la política más sensata parecería ser intensificar el desarrollo de la tecnología bélica con la intensión de llegar a un grado tan superior de poder que todas las otras naciones acepten una rendición incondicional bajo amenaza de ser aniquiladas. Este es el camino de la carrera armamentista que ha prevalecido desde la Segunda Guerra Mundial. Triunfará quien desarrolle mejor y más rápidamente el armamento más poderoso. Sin embargo, en estas olimpiadas del absurdo, todas las medallas son pírricas.

El panorama desolador del supuesto progreso humano es la consecuencia de aceptar la tesis sobre la necesidad y naturalidad de la guerra. Esta tesis a su vez depende de una comprensión de la naturaleza humana, comprensión que, con la ayuda de Aristóteles, espero mostrar que es errónea. Conforme a la tesis de la naturalidad de la guerra, el hombre, por naturaleza, tiene deseos infinitos, pues la satisfacción de uno produce el nacimiento de otro, con la correspondiente nueva necesidad de satisfacerlo. Lo infinito del deseo humano se enfrenta con la finitud de los recursos naturales. Así, la multitud de humanos con deseos infinitos, necesariamente conduce a la lucha por los recursos finitos. Además de la infinitud natural del deseo, el hombre se distingue de todos los otros animales por el hecho de que desea dominar a otros hombres. Este deseo no sólo se debe a la utilidad que el amo obtiene del esclavo sino también al placer de ser reconocido como amo. Dado que el hombre se forma mediante el desarrollo de ambos deseos, nombrados por Rousseau como amor de sí y amor propio, la guerra es necesaria. El hombre siempre lucha por subsistir y por ser reconocido.

Aristóteles se opone a esta doctrina con las siguientes consideraciones. En primer lugar, argumenta que la infinitud del deseo es la consecuencia de la mala educación y no de la naturaleza humana. Si pensamos en los deseos más comunes, beber y comer, nos percatamos de que en cuanto tales tienen un límite natural e ignorar ese límite daña a la salud. Los modos de satisfacer el hambre y la sed pueden ser muy variados, pero el deseo no es propiamente infinito. La infinitud del deseo en realidad es lo mismo que el deseo de lujos. Pero el lujo satisface la necesidad de reconocimiento, lo cual ya no pertenece al nivel exclusivamente animal o corpóreo del hombre. Como lo dice Aristóteles, nadie desea ser tirano para comer bien o abrigarse mejor. Las comunidades humanas se forman porque buscamos formas mejores y más seguras de satisfacer nuestras necesidades, pero ello no es su finalidad última. No sólo

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deseamos vivir, deseamos vivir bien. La guerra es la consecuencia de una comprensión errónea del buen vivir. Las comunidades humanas se hacen guerra porque interpretan mal en qué consiste vivir bien. De lo cual se sigue que si se pudiera corregir el error se eliminarían o cuando menos se reducirían mucho las guerras. Pero cabe recalcar que son problemas diferentes, pues la comprensión correcta de la naturaleza humana no implica la corrección automática de la acción. El estudio de la ética no garantiza que el estudiante se volverá virtuoso.

La comprensión del buen vivir que subyace en la tesis de la naturalidad de la guerra es que la felicidad se encuentra en el lujo y el poder. Aristóteles demuestra que la riqueza tiene un carácter instrumental puesto que gracias a ella se pueden lograr los fines, y son éstos los que propiamente deseamos. Pero este carácter instrumental con frecuencia es ignorado y la riqueza se vuelve fin en sí misma. Conforme a la visión aristotélica, la riqueza puede ser benéfica o dañina para una comunidad, según se utilice y jerarquice frente a otros bienes. El afán de riqueza ciertamente puede devenir insaciable y empujar a una nación a la guerra, pero ese afán se origina en la mala educación del deseo, es decir, en la carencia de sophrosyne o templanza. Ninguna sociedad puede erradicar absolutamente el deseo de riqueza, pero sí puede poner gran atención a la formación ética de sus ciudadanos y con ello propiciar su templanza. En contra de esto siempre se ha argumentado que el proyecto de formar ciudadanos con sophrosyne nunca ha tenido éxito. Pero se puede responder que en primer lugar, no todas las sociedades han perseguido el lujo y la riqueza con la misma desmesura, pues algunas (por ejemplo Esparta y la Roma republicana) han sido notablemente austeras. Además, es muy diferente admitir la necesidad de la templanza, consciente de la dificultad de propiciarla, a rehusarse a admitir que sea deseable o rechazar completamente que sea posible. La tesis de la naturalidad de la guerra supone estas dos condiciones, de lo cual se sigue que sólo la guerra impone la disciplina del deseo: la violencia es la mejor maestra.

En mi opinión, el factor novedoso en este debate se encuentra precisamente en lo distintivo del mundo contemporáneo: jamás había sido tan importante intentar limitar el deseo, pues las consecuencias de no hacerlo son las más nefastas imaginables: devastación ecológica y guerra apocalíptica. La comprensión aristotélica de la naturaleza humana muestra que la guerra no es necesaria, aunque, como el vicio, es más frecuente que la virtud.

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El argumento aristotélico contra la segunda parte de la tesis de la naturalidad de la guerra se puede explicar brevemente así: La consideración fundamental es que para mantener su libertad, una nación siempre debe estar preparada para la guerra. Es imprudente creer que la paz puede prevalecer en el mundo. Es en este contexto en el cual se vuelve pertinente distinguir entre guerra justa e injusta. Conforme a la tesis belicosa, esta distinción es falsa porque todas las guerras son necesarias pues una nación se lanza a la guerra porque considera que peligra su libertad o porque considera necesario someter a otros para evitar que pongan en peligro su libertad. Todas las guerras consideradas justas son defensivas o preventivas. Aristóteles acepta que esta es la comprensión común de la guerra y que hay algo de verdad en ella; sin embargo, él distingue entre guerras justas e injustas porque ello a su vez hace posible distinguir entre dos maneras de pensar la relación entre guerra y paz. Una nación que organiza toda su forma de vivir dándole primacía a la guerra sin distinguir entre guerras justas e injustas, educa a sus ciudadanos para la guerra y minimiza su educación para la paz. En consecuencia, si se lanza a la guerra ofensiva y triunfa, sus ciudadanos se acostumbran al dominio despótico sobre los vencidos. El ejercicio despótico del poder sobre otros eventualmente se vuelca en contra de la propia nación porque los más ambiciosos intentarán someter a sus propios ciudadanos. Esta consecuencia sólo se puede contrarrestar cuando la educación del ciudadano no sólo cuida que sea buen militar sino también buen hombre. La buena educación induce a los ciudadanos a distinguir entre guerras justas e injustas, y actuar en consecuencia. Por el contrario, la tesis belicosa propicia que se ignore la distinción cuando se trata de luchar contra otros, produciendo ciudadanos injustos que eventualmente destruyen a su propia nación.

Aunque Aristóteles no tiene una doctrina explícita sobre las relaciones entre naciones, su explicación del mejor régimen lleva implícito el principio del cual se puede colegir la doctrina. Conforme lo acabo de mostrar, el concepto básico es que las relaciones externas de la polis o nación dependen de factores más complejos de los que la política doméstica depende; sin embargo, hay una simetría entre política doméstica y exterior en cuanto que una comunidad justa entra en guerra y se comporta en ella conforme a su propia naturaleza. Aunque la nación justa usualmente peleará más guerras defensivas que preventivas, cuando vence trata con justicia al vencido. Además, la nación virtuosa sí sabe vivir en paz.

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Si preguntamos ahora sobre la aplicación de los conceptos aristotélicos a nuestro problema político fundamental, es decir, a la naturaleza de la globalización conforme la describí al inicio de esta conferencia, me parece que se pueden deducir las siguientes consecuencias:

Globalización y anarquía. El orden internacional se puede producir mediante el surgimiento de una superpotencia capaz de juzgar y castigar las acciones de todas las naciones que entren en conflicto. Esta es lo que podría llamarse la solución imperial. Es obvio que si la superpotencia es justa, su dominio sería benéfico para todos y de lo contrario se trataría de una tiranía universal. Si se acepta la tesis de la guerra como modo natural de la vida humana, así como su interpretación de la naturaleza humana, es claro que no habría razón para esperar que el imperio universal fuera justo. Conforme a las ideas aristotélicas, tampoco sería lógico esperar que fuera justo porque el afán de domino necesario para convertirse en superpotencia no sería compatible con una nación con vocación de paz. Tampoco es evidente que una nación poderosa y justa esté obligada a intervenir en las guerras de naciones injustas, desempeñando el papel de policía universal. Asimismo, sería improbable que las naciones en pugna reconocieran la autoridad de la superpotencia y su derecho a intervenir. Además, la superpotencia sólo tendría capacidad de intervenir eficientemente si cuenta con un aparato militar apabullantemente superior a los de cualquier otra nación o alianza de naciones. En fin, conforme se analiza con más detalle el asunto se vuelve evidente que la solución por vía de la superpotencia justa es idealista.

La segunda opción para establecer un orden internacional es la que se ha plasmado en la conformación de las Naciones Unidas. Aplicando nuevamente las dos perspectivas, se pueden sacar las siguientes conclusiones. Conforme a la tesis de la guerra natural y necesaria, es claro que no hay razón para creer que naciones beligerantes se someterían voluntariamente a los decretos de las Naciones Unidas si esta organización no tiene la fuerza para imponerlos. Pero para que llegara a tener un poder suficiente, las naciones que la componen tendrían que haber aceptado subordinar su soberanía a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Esta decisión sólo sería racional si cada nación estuviera persuadida de que las Naciones Unidas cuidarían sus intereses mejor que ellas mismas. Es posible que las naciones más débiles aceptaran esta posición, pero resulta inverosímil suponer que una nación poderosa estuviera dispuesta a ceder su soberanía. En suma,

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es incoherente creer a la vez que el mundo siempre está en estado de guerra y que puede ser gobernado por un organismo cuya premisa fundamental es que las naciones pueden dirimir sus conflictos sin recurrir a la guerra.

La objeción aristotélica a las Naciones Unidas se puede presentar desde varios ángulos. La más importante es mediante la analogía con la polis. Toda polis vive perennemente en tensión porque sus dos grupos fundamentales, pobres y ricos, tienen intereses diferentes. Cada grupo intenta que la polis sirva para beneficiarlo a él más que al opuesto. En el mismo sentido, las Naciones Unidas siempre estarían conformadas por países pobres y ricos que igualmente tendrían intereses diferentes. Esperar que colaboren armoniosamente es idealista.

Para terminar, esbozaré la propuesta que resultaría más coherente con los principios aristotélicos. Apelando a la noción de simetría entre política doméstica y exterior, es claro que las tensiones entre las naciones disminuirían en la medida en que cada una de ellas desarrollara un gobierno más justo. Esto es lo mismo que afirmar la prioridad de la política doméstica frente a la exterior, lo cual inicialmente parece anacrónico, especialmente en vista del proceso de globalización. Esta prioridad de la política nacional es precisamente el punto mencionado con más frecuencia cuando se evalúa la relevancia de la doctrina aristotélica. Sin embargo, la crítica sólo es válida si se supone que la globalización es un proceso necesario y que el problema de la guerra entre naciones se puede solucionar mejor con tratados internacionales. Pero, cual he argumentado, los tratados entre naciones dependen de la justicia interna de las diversas naciones, pues, haciendo abstracción de dicha condición, los tratados son, como decía Hitler, “un pedazo de papel”. Así, en la medida en que las dos posibles maneras de establecer un orden mundial—imperio omnipotente o liga de naciones—son soluciones poco viables, lo anacrónico de la doctrina aristotélica se desvanece. Aunque la globalización intensifica la interdependencia, no aporta por sí misma los elementos para el progreso en el orden mundial. En la última década hemos visto el fracaso del intento de imponer cambios de régimen por intervención directa de Estados Unidos y los resultados de la tan mencionada “Primavera árabe”, son bastante oscuros una primavera después. La doctrina de Aristóteles no ofrece fórmulas mágicas para mejorar las relaciones entre las naciones, pero tiene la ventaja sobre las doctrinas modernas porque al menos nos enseña a no pedirle peras al olmo. El realismo aristotélico no cierra los

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ojos a la propensión de las naciones a la guerra pero rechaza la conclusión de que la guerra es nota indeleble de la naturaleza humana. Aprender a vivir con moderación es una meta asequible: podemos adoptarla como fin o continuar aferrados al ideal del progreso hasta que los propios hechos demuestren la falsedad de sus preceptos. Lo único malo es que cuando su falsedad sea obvia para todos, ya no habrá quien pueda aprender del error.

Para concluir comparo las premisas fundamentales de la globalización con sus contrapartes aristotélicas: La idea de progreso es la tesis fundamental en la cual se basan las esperanzas modernas de paz mundial. Esta tesis supone que las naciones devienen paulatinamente más justas porque el desarrollo económico promueve los valores democráticos. Además, supone que el capitalismo no es adverso a la igualdad y por consiguiente que pronto desaparecerá la diferencia entre las naciones llamadas “desarrolladas”, es decir ricas, y las subdesarrolladas, es decir, pobres. Habiendo desaparecido esta diferencia, las causas básicas de la guerra también desaparecerán.

La tesis aristotélica se puede resumir así: la justicia siempre es un problema político nacional y sólo indirectamente internacional. Además, las causas de la guerra no son eliminadas o atenuadas por el capitalismo porque lejos de propiciar una relación más justa entre pobres y ricos, incrementa la desigualdad. No es razonable esperar que las relaciones entre naciones injustas estén regidas por la ley. De lo cual se sigue que la propuesta más razonable es darle prioridad a la justicia en vez de a la riqueza. Es más razonable fincar las esperanzas en la polis justa que en la globalización justa.