Knut Hamsum Hambre

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    HHAAMMBBRREE

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    PRIMERA PARTE

    Era el tiempo en que yo vagaba, con el estmago vaco, por Cristiana, esa ciudad singularque nadie puede abandonar sin llevarse impresa su huella...

    Estoy acostado en mi buhardilla, no duermo; oigo sonar las seis en un reloj vecino. Haymucha claridad y la gente comienza a moverse por la escalera. La pared de mi habitacin,correspondiente a la puerta, est empapelada con nmeros viejos del Morgenbladet. Puedo veren ellos distintamente un aviso del director de Faros, y un poco a la izquierda, grande yancho, un anuncio de pan fresco, de Fabian Olsen, panadero.

    Abr por completo los ojos y, siguiendo una inveterada costumbre, me di a pensar si tenaalgn motivo de alegra. Ante los apuros de los ltimos tiempos, todos mis efectos habantomado, uno tras otro, el camino de la casa de empeos. Abatido y nervioso, dos o tres veces tuve

    que guardar cama durante todo el da, a causa de los vahdos que me daban. De vez en vez,cuando la suerte me sonrea, llegaba a cobrar hasta cinco coronas por un artculo en algn peri-dico.

    Avanzaba el da y yo segua leyendo los anuncios que estaban junto a la puerta; llegaba adistinguir los finos tipos de letra: Mortajas, en casa de la seorita Andersen, a la derecha dela puerta cochera. O dar las ocho en el reloj de abajo antes de levantarme para vestirme.

    Abr la ventana y mir. Desde donde estaba vease una cuerda para tender ropa y unterreno inculto; al final del fuego de una fragua, quedaba un hogar apagado que algunos obrerosse disponan a limpiar. Me acod en la ventana y examin el cielo. Sin duda se presentaba unda hermoso. Haba llegado el otoo, la estacin delicada y fresca en la que todas las cosascambian de color y pasan de la vida a la muerte. En las calles haba comenzado ya el ajetreo y

    el ruido me invitaba a salir. La vaca habitacin, cuyo piso ondulaba a cada paso mo, parecaun lgubre fretro desajustado. La puerta careca de cerradura segura, y la habitacin, de estufa;sola acostarme por la noche sobre mis calcetines para encontrarlos un poco secos al dasiguiente. El nico objeto con que poda distraerme era una pequea butaca roja, de bscula, enla que me sentaba por la tarde para soar en muchas cosas. Cuando el viento era fuerte y laspuertas de abajo estaban abiertas, se oa toda clase de extraos silbidos a travs del piso y de lasparedes. Y all, cerca de mi puerta, grandes rasgones, tan anchos como una mano, se abran enel Morgenbladet.

    Me incorpor, fui al rincn de la cama a inspeccionar un paquete, en busca de algnalimento para desayunarme; pero no encontr nada y volv a la ventana.

    Dios sabe -pens- si todo esto me servir para buscar una colocacin! Estas

    mltiples repulsas, estas vagas promesas, estos no secos, estas esperanzas tan pronto nacidascomo desvanecidas, estas nuevas tentativas que a cada instante se convertan en nada, habanconsumido mi animosidad. ltimamente haba solicitado una plaza de auxiliar de caja, perollegu tarde; por otra parte, no poda prestar la fianza de cincuenta coronas. Siempre encontrabaalgn obstculo. Tambin me haba presentado en el cuerpo de bomberos. Estbamos en elpatio unos cincuenta hombres, sacando el pecho para dar una impresin de fuerza y de granintrepidez. Un inspector examinaba a los pretendientes, les tentaba los brazos y les haca preguntas. Pas ante m completamente erguido y se content con decirme, moviendo lacabeza, que quedaba rechazado a causa de mis gafas. Me present por segunda vez, sin gafas,tena los prpados fruncidos, los ojos agudos como cuchillos, y nuevamente pas el hombre

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    completamente erguido ante m, sonriendo..., debi reconocerme. Lo peor de todo era que mitraje estaba tan deteriorado que ya no poda presentarme en ningn sitio en forma conveniente.

    Con qu regularidad, con qu movimiento uniforme, haba bajado la pendiente! Mehallaba privado absolutamente de todo, ni siquiera me quedaba un peine, ni un libro que leercuando la vida se me haca triste. Durante todo el verano rod por los cementerios o por elParque del Castillo, o me sentaba y haca artculos para los peridicos, cuartilla tras cuartilla,sobre las cosas ms diversas: invenciones extraas, caprichos, fantasas de mi agitado cerebro.En mi desesperacin elega a menudo los temas ms inactuales, que me costaban largas horas deesfuerzo y que nunca se aceptaban. Al terminar uno de ellos, preparaba otro y rara vez me dejabadescorazonar por el no de un redactor jefe; yo me repeta sin cesar que algn da triunfara. Y,en efecto, cuando estaba inspirado y cuidaba mi artculo, llegaba a veces a cobrar cinco coronaspor el trabajo de una tarde.

    Nuevamente me incorpor, abandon la ventana, fui a la silla que me serva de lavabo y

    humedec con un poco de agua las relucientes rodilleras de mi pantaln para ennegrecerlas ydarles aspecto ms nuevo. Hecho esto, met, como de costumbre, cuartillas y un lapicero en mibolsillo y sal. Me deslic silenciosamente hasta el pie de la escalera para no llamar la atencin demi patrona; haca varios das que deba haberle pagado y no me quedaba nada con qu saldarla.

    Eran las nueve. El ruido de los coches y de las voces llenaba el ambiente; inmenso coromatinal en el que se fundan los pasos de los peatones y los chasquidos de las fustas de loscocheros. El turbulento trfico que reinaba en todas partes me devolvi bien pronto la energa yempec a sentirme cada vez ms contento. Nada estaba ms lejos de mi idea que un simple paseoen la fresca maana. Qu les importaba el aire a mis pulmones? Era fuerte como un gigante yhubiera podido detener un coche con un hombro. Se haba apoderado de m un sentimiento suavey extrao: el sentimiento de aquella alegre indiferencia. Observaba las gentes que se cruzaban

    conmigo o que yo dejaba atrs, y marchaba, leyendo los carteles que haba en las paredes,recogiendo la impresin de que me lanzaban una mirada desde un tranva en marcha, dejndomeimpresionar por cosas nimias, por las ms pequeas contingencias que encontraba en mi caminoy desaparecan.

    Si tuviera algo que comer en da tan hermoso! Me subyugaba la impresin de la alegremaana; era incapaz de refrenar mi alegra y estaba tan contento que me puse a canturrear sinningn motivo. Ante una carnicera estaba parada una mujer con la cesta al brazo, pensando enlas salchichas para su almuerzo; al pasar junto a ella me mir. No tena ms que un diente en laparte superior. Nervioso y fcilmente impresionable como yo estaba en aquellos ltimos das, elrostro de la mujer me produjo una repentina sensacin de desagrado. Su gran diente amarillo pareca un pequeo dedo que sala de la mandbula, y sus ojos estaban todava llenos de

    salchichas cuando los dirigi hacia m. De repente perd el apetito y se me levant el estmago.Al llegar al Mercado de la Carne, me dirig a la fuente y beb un poco de agua; levant la vista...Eran las diez en el reloj de El Salvador. Segu callejeando sin inquietarme por nada; me par sinnecesidad en una esquina, cambi de direccin y entr en una calle lateral en la que nada tenaque hacer. Dejaba pasar el tiempo, vagando en la alegre maana, entreteniendo mi apata aqu yall, entre los dems dichosos mortales. La atmsfera estaba transparente y en mi alma no habaninguna sombra.

    Desde haca diez minutos iba delante de m un anciano cojo. Llevaba un paquete en unamano y andaba moviendo todo el cuerpo, trabajando con todas sus fuerzas para ir de prisa. Leoa jadear de fatiga y se me ocurri que yo poda llevarle el paquete; a pesar de ello, no intent

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    alcanzarle. En lo alto de la calle Graensen encontr a Hans Pauli, que me salud y pas de prisa. Por qu iba tan apresurado? Yo no tena la menor intencin de pedirle una corona;incluso quera, cuanto antes, enviarle una colcha que le haba pedido semanas antes. Tan prontosaliera de apuros no quera deber a nadie ni una colcha. Quiz comenzara hoy un artculoacerca de Los crmenes del porvenir o El libre arbitrio o no importa qu; algo interesanteque me produjera diez coronas por lo menos... Y al pensar en el artculo, me sent de repenteinvadido por una imperiosa necesidad de ponerme a trabajar para desahogar la plenitud de micerebro. Buscara un sitio conveniente en el Parque del Castillo, y no descansara hasta haberterminado.

    Pero ante m segua caminando el viejo invlido haciendo los mismos movimientosrenqueantes. Comenzaba a irritarme ya tener delante de m tanto tiempo al cojo. Pareca que sucaminata no haba de terminar nunca. Tal vez se hubiera fijado la misma ruta que yo y tendraque tenerlo ante mis ojos durante todo el camino. En mi exasperacin, me pareca que, al cruzar

    cada calle, disminua la marcha un poco, como si quisiera ver qu direccin tomaba yo. Des-pus volva a balancear en el aire su paquete y reuna todas sus fuerzas para avanzar. Cuantoms andaba y ms miraba aquella obsesin de hombre, ms irritado me senta contra l.Experimentaba la sensacin de que poco a poco me quitaba mi buen humor, y al propio tiempoarrastraba consigo, en su fealdad, la pura y hermosa maana. Tena el aspecto de un graninsecto cojo que quera hacerse a la fuerza un sitio en el mundo y conservar toda la calle para lsolo. Al llegar ambos al final de la cuesta, me detuve; no quera dejarme conducir por mstiempo. Me volv hacia el escaparate de una tienda y me par, dejando que el hombre siguierasu camino. Cuando me dispuse a marchar, al cabo de unos minutos, me lo encontr delante;tambin se haba detenido. Sin reflexionar, avanc tres o cuatro pasos, enfurecido, alcanc alhombre y le toqu en su hombro. Se estuvo quieto. Nos contemplamos mutuamente.

    -Una limosna para comprar leche! -dijo por fin inclinando la cabeza a un lado.-Vaya, bueno; est bien!Me hurgu los bolsillos y dije:-Para comprar leche, bueno. Jem...! El dinero es raro en los tiempos que corren... y no

    s hasta qu punto tiene usted verdadera necesidad.-No he comido desde ayer que lo hice en Drammen -dijo el hombre-. No tengo un

    cuarto y todava no he encontrado trabajo.-Es usted obrero?-Soy guarnecedor de calzado. -Qu-Guarnecedor de calzado. Pero tambin s hacer zapatos.-Eso cambia la cuestin -dije-. Espreme aqu unos minutos, voy a buscar dinero para

    usted, algunos re1.Apresuradamente baj la calle de los Saules, en donde conoca a un prestamista, en un

    primer piso; pero nunca haba estado en su casa. Al entrar por la puerta cochera, me quitrpidamente el chaleco, lo enroll y me lo puse bajo el brazo; sub la escalera y llam en latienda. Me inclin y arroj el chaleco sobre el mostrador.

    -Corona y media -dijo el hombre.-Est bien, gracias -contest-. Si no fuera porque comienza a estarme estrecho no me

    hubiera desprendido de l.

    1 re: moneda de cobre que vale la centsima parte de la corona.

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    Recog las monedas y el recibo y sal. Realmente era un verdadero hallazgo aquelchaleco; todava me quedara dinero para un copioso almuerzo, y, antes de la tarde, mi artculosobre Los crmenes del porvenir estara terminado. Comenc a encontrar la vida msagradable y me apresur a volver adonde estaba el hombre, para desembarazarme de l.

    -Tome, haga el favor! -le dije-. Celebro que se haya usted dirigido a m antes que anadie.

    Cogi el dinero y empez a examinarme. Qu miraba con sus abiertos ojos? Tuve lasensacin de que concentraba toda su atencin en las rodilleras de mi pantaln y me molest laimpertinencia. Crea el bribn que yo estaba tan pobre como pareca por mi aspecto? Nohaba yo pensado ya comenzar a escribir un artculo de diez coronas? Adems, a m no measustaba el porvenir y tena mucho tiempo por delante. Entonces, qu miraba el desconocido,si yo me tomaba la liberalidad de darle una pequea cantidad en un da tan hermoso? La miradadel hombre me irritaba y resolv darle una leccin antes de dejarle.

    Alc los hombros y dije:-Buen hombre; es una fea costumbre la que tiene usted de comerse con los ojos las

    rodilleras de un hombre cuando le entrega una corona.Ech la cabeza hacia atrs, contra la pared, y abri la boca. Su mente trabajaba detrs de

    su frente miserable; pens, sin duda, que quera ultrajarle de un modo o de otro, y me tendi eldinero.

    Golpe el suelo con el pie y jur que se lo guardara. Se figuraba que para eso me habatomado tanto trabajo? Bien pensado, quiz le debiera yo esta corona; tena como un recuerdo deaquella vieja deuda; all donde me vea, era yo hombre ntegro, honrado a carta cabal. En unapalabra, el dinero era suyo... Oh! No tena por qu darme las gracias, era una dicha para m.Adis.

    Me march. Por fin, desembarazado de aquel perseguidor invlido, poda recobrar lacalma. Volv a bajar la calle de los Saules y me detuve ante una tienda de comestibles. Elescaparate estaba lleno de alimentos y entr a comprar cualquier cosa, que comera en elcamino.

    -Un trozo de queso y un panecillo! -dije echando la media corona sobre el mostrador.-Queso y pan por toda esa cantidad? -pregunt irnicamente la mujer, sin mirarme.-Por los cincuenta re -contest impasible. Recog mis compras, salud a la gruesa

    tendera con extremada cortesa y, a buena marcha, gan el Parque de la Rampa del Castillo.Busqu un banco donde estar solo y me puse a comer glotonamente mis provisiones.

    Esto me sent bien; haca mucho tiempo que no coma tan opparamente y poco a pocome sent invadido por esa tranquilidad satisfecha que se experimenta despus de una gran crisis

    de llanto. Me senta muy audaz. Ya no me bastaba escribir un artculo sobre un asunto tansencillo y trivial como Los crmenes del porvenir. Eso estaba al alcance de cualquiera: nohaba ms que inventar o, en todo caso, leer la historia. Me crea capaz de los mayores esfuerzos;estaba dispuesto a vencer dificultades y me decid por un trabajo en tres partes acerca de Elconocimiento filosfico. Naturalmente, en l encontrara ocasin de refutar algunos de lossofismas de Kant...

    Cuando fui a sacar lo que necesitaba para escribir, descubr que no tena lapicero; lo habadejado olvidado en la tienda del prestamista; mi lpiz se haba quedado en el bolsillo del chaleco.

    Dios mo! Pareca que todo se confabulaba contra m! Profer algunos juramentos, melevant de mi banco y empec a andar por los paseos. Por todas partes haba gran tranquilidad; en

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    la parte baja, hacia el pabelln de la Reina, algunas nieras empujaban sus cochecitos; fuera deellas, no se vean ms personas por ninguna parte. Estaba terriblemente irritado y paseabarabiosamente ante mi banco. No se volva todo contra m? Todo! Un artculo en tres partes, ibaa fracasar por un simple motivo de no tener en mi bolsillo un trozo de lpiz de diez re! Y sivolviera a la calle de los Saules a reclamar mi lapicero? Todava me quedara tiempo para escribiruna gran parte, antes de que el parque se llenara de paseantes. Y luego, tantas cosas dependande este Tratado del conocimiento filosfico! Quiz la felicidad de muchos hombres, quinsabe? Me deca a m mismo que tal vez sera un gran auxilio para muchos jvenes.Reflexionndolo bien, decid no atacar a Kant; poda evitarlo muy bien; bastaba con desviarmehbilmente, al llegar a la cuestin del Tiempo y del Espacio; pero a Renan, de ese viejo cura deRenan, no responda... En fin de cuentas, se trataba de escribir un artculo de tantas y tantascolumnas. Las deudas de hospedaje, las largas miradas de mi patrona cuando la encontraba por lamaana en la escalera, me atormentaban todo el da y me amargaban los momentos felices en

    que, aparte ste, no tena ningn pensamiento sombro. Haba que acabar. Sal apresuradamentedel parque y me dirig a casa del prestamista, en busca del lpiz.

    Al bajar la Rampa del Castillo, alcanc a dos seoras y las dej atrs. Pero al pasar roc lamanga del vestido de una de ellas, y me volv a mirarla. Tena el rostro lleno, un poco plido. Desbito, enrojeci y se puso extraamente bella. No s a qu se debera su rubor; quiz a alguna palabra oda al pasar, tal vez a un silencioso pensamiento. O era porque yo haba tocado subrazo? Su alto seno se agit violentamente; su mano se crisp sobre el mango de la sombrilla.Qu le suceda?

    Me detuve, dejando que pasaran delante, incapaz por el momento de ir ms lejos; tanextrao me pareca aquello. Estaba de un humor irritable, descontento de m mismo a causa de laaventura del lapicero y excesivamente excitado por el atracn que me haba dado. De repente,

    obedeciendo a un fantstico impulso, mi pensamiento tom una singular direccin. Me asalt elextrao deseo de atemorizar a la dama, de seguirla y de contrariarla de uno u otro modo. Le dialcance, pas a su lado, me volv rpidamente y, ponindome delante de ella, la mir de hito enhito. Sin apartar la vista de sus ojos, le espet un nombre jams odo, un nombre de unaconsonancia fluida y nerviosa: Ylajali. Cuando estuvo bastante cerca de m, me ergu en toda miestatura y le dije en tono atropellado:

    -Se le cae el libro, seorita.O los golpes de mi corazn en el pecho, al pronunciar estas palabras.-Mi libro? -pregunt a su compaera. Y continu su marcha.Mi creciente perversidad me hizo seguir a la dama. Instantneamente tuve la conciencia

    de cometer una tontera, sin poder impedirla. Mi turbacin era tal, que escapaba a mi vigilancia;

    me inspiraba las ms locas sugestiones y yo las obedeca inmediatamente. Tuve a bien decirmeque me conduca como un idiota, pero de nada me sirvi. Hice las ms absurdas muecas detrs deella, y tos furiosamente varias veces al adelantarme. Caminaba despacio ante ella, a la distanciade algunos pasos. Senta su vista en mi espalda, y, sin poderlo remediar, me encoga la vergenzade haberla atormentado. Poco a poco me invadi una impresin singular, la impresin de estarmuy lejos, en otro lugar distante, y tena la sensacin mal definida de que no era yo quien andabaall sobre las piedras de la acera, con la espalda encorvada.

    Algunos minutos despus, la dama lleg a la librera de Pascha. Yo estaba ya parado anteel primer escaparate, y cuando pas cerca de m, me adelant y repet: -Pierde usted su libro,seorita.

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    -Pero qu libro? -dijo con voz angustiada-. Sabes de qu libro habla?Se par. Me deleitaba cruelmente su turbacin; la perplejidad que lea en sus ojos me

    entusiasmaba. Su pensamiento era incapaz de concebir aquel apstrofe insensato. No llevabaningn libro, ni huellas de l, ni la menor hoja de un libro. Sin embargo, busc en sus bolsillos;abri sus manos y las mir. Se volvi a mirar atrs; someti su frgil cerebro al mximo esfuerzopara saber de qu libro le hablaba. Su rostro cambi de color, se le demud el semblante y o surespiracin angustiada; hasta los botones de su vestido parecan mirarme como una hilera de ojosaterrorizados.

    -No le hagas caso -dijo su compaera, tirndola del brazo-. Seguramente ha bebidodemasiado; no ves que est borracho?

    Por alterado que yo estuviese en aquel momento, vctima como era de influenciasinvisibles, me daba cuenta de todo lo que ocurra a mi alrededor. Un gran perro oscuro atravescorriendo la calle, por las cercanas de la plaza de Lund, y baj hacia el Tvoli; llevaba un

    estrecho collar de metal blanco. Calle arriba se abri una ventana en el primer piso, se asom unacriada con los brazos arremangados y se puso a limpiar los cristales por la parte exterior. Nadaescapaba a mi atencin; conservaba toda mi lucidez y presencia de nimo; un tropel de cosas seme presentaban con una brillantez deslumbrante, como si de pronto se hubiera hecho una intensaclaridad en derredor mo. Las dos seoras que estaban ante m tenan un ala de pjaro azul en elsombrero, y una cinta de seda escocesa les rodeaba el cuello. Se me ocurri que eran hermanas.

    Se desviaron, detenindose a hablar ante el almacn de msica de Cisler. Cuando yo me par tambin junto a ellas, volvieron sobre sus pasos, rehaciendo el camino, pasaron otra vezcerca de m, volvieron la esquina de la calle de la Universidad y subieron hasta la plaza de SanOlaf. Yo las segua, pisndoles los talones, tan cerca como poda. Una vez volvieron la cabeza yme lanzaron una mirada entre curiosa y asustada. No vi en sus ojos ninguna indignacin, ni un

    frunce en sus cejas. Esta paciencia ante mi importunidad me llen de vergenza y me hizo bajarlos ojos. Ya no quera contrariarlas; quera nicamente, por pura gratitud, seguirlas con la mirada,no perderlas de vista hasta el instante en que entraran en cualquier sitio y desaparecieran.

    Ante la casa nmero dos, un gran edificio de tres pisos, se volvieron una vez ms yentraron. Me apoy en un farol cerca de la fuente y escuch. El ruido de sus pasos en la escalerase extingui en el primer piso. Me separ del farol y mir la casa. Sucedi entonces algo singular.Unos visillos se agitaron, un instante despus se abri una ventana, asom una cabeza y laextraa mirada de unos ojos se pos en m. Ylajali, dije a media voz sintindome enrojecer.Por qu no pide auxilio? Por qu no arroja un tiesto para romperme la cabeza? Por qu nomanda a alguien que me eche? Permanecemos mirndonos a los ojos sin hacer un movimiento;esto dura un minuto; los pensamientos se cruzan entre la ventana y la calle sin que sea pro-

    nunciada una palabra. Se aparta y esto me produce una sacudida, un pequeo choque en el alma.Veo girar un hombro, desaparecer una espalda en la habitacin. Esta marcha lenta al separarse dela ventana, la acentuacin de este movimiento del hombro, se hubiera dicho que eran seasdirigidas a m. Mi sangre percibe este delicado saludo y de repente me siento maravillosamentealegre. Por fin, doy media vuelta y me voy calle abajo.

    No os mirar atrs ni supe si ella volvi a la ventana. A medida que profundizaba en estacuestin, aumentaba mi inquietud y mi nerviosismo. Probablemente segua observando conatencin todos mis movimientos y era absolutamente insoportable sentirse espiado as, por detrs.Me ergu lo mejor que pude y prosegu mi camino. Comenc a sentir que mis piernas seestremecan, y mi andar lleg a ser inseguro por la fuerza de voluntad que haba de hacer para

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    mantenerlo airoso. Con objeto de parecer tranquilo e indiferente, balanceaba los brazos de unmodo absurdo, escupa y levantaba la cabeza; pero nada consegua. Senta constantemente en minuca los ojos perseguidores, y frecuentes escalofros recorran mi cuerpo. Por fin busqu refugioen una calle lateral desde la que me dirig a la de los Saules para recoger mi lapicero.

    No hubo ningn inconveniente para devolvrmelo. El hombre me trajo el chaleco y merog que examinara todos los bolsillos. Encontr en ellos algunas papeletas de empeo que meguard y di las gracias al buen hombre por su, amabilidad. Me senta cada vez ms atrado hacial y de repente me pareci muy importante causarle una buena opinin de m. Di un paso haciala puerta y volv al mostrador como si hubiera olvidado alguna cosa. Cre deberle una expli-cacin, una aclaracin, y me puse a tararear para llamar su atencin. Luego cog el lapicero y lolevant.

    -No se me habra ocurrido nunca recorrer este largo camino por un lapicero cualquiera -dije-; pero tratndose de ste, es otra cosa, hay una razn especial. Por insignificante que

    parezca, este trozo de lpiz es, sencillamente, el que me ha hecho lo que soy en el mundo; elque, por as decirlo, me ha situado en la vida...

    No dije ms. El hombre se acerc al mostrador. -Ah, ah! -dijo, y me mir concuriosidad. -Con este lapicero -prosegu framente- he escrito mi Tratado del conocimientofilosfico en tres volmenes. No ha odo hablar de l?

    El hombre crea haber odo el nombre, el ttulo.-S -dije-, era mo ese libro. No hay, pues por qu asombrarse de que tuviera inters en

    encontrar este trocito de lpiz. Tiene un gran valor para mis ojos; es para m como un pequeoser humano. Por esta razn estoy verdaderamente reconocido a sus buenos servicios y loconservar siempre... S, s, realmente, lo guardar siempre... Una promesa es una promesa. Assoy yo. Y l lo merece. Adis.

    Al salir, tena yo, sin duda, el aspecto de un hombre en situacin de conceder un altoempleo. El respetable usurero se inclin ante m por dos veces mientras sala. Me volv una vezy le dije adis.

    En la escalera encontr a una mujer que llevaba unamaleta en la mano. Ante mi altiva actitud se hizo a un lado temerosamente para dejarme

    paso. Maquinalmente hurgu en mis bolsillos para darle algo. Como no encontr nada, me llende confusin y pas ante ella con la cabeza baja. Poco despus la o llamar tambin a la puertadel establecimiento. Haba en la puerta una rejilla de alambre y reconoc tambin el ruido quehaca al contacto con los dedos humanos.

    El sol estaba en toda su altura, era cerca de medioda. La ciudad comenzaba a ponerseen movimiento. Se acercaba la hora del paseo y el tropel de gentes, sonriendo y saludando,

    ondulaba en la calle de Karl Johan. Pegu los brazos al cuerpo, me achiqu todo lo posible ypas inadvertido junto a algunos conocidos que se haban amparado en una esquina, cerca de laUniversidad, para mirar a los paseantes. Sub la Rampa del Castillo y me sum en meditaciones.

    Estas gentes que encontraba, cmo balanceaban ligera y alegremente sus cabezasrubias y pirueteaban en la vida como en un saln de baile! Ninguna zozobra en los ojos que yovea, ninguna carga sobre los hombros, quiz ningn pensamiento nebuloso, ninguna penasecreta en ninguna de aquellas almas dichosas. Y yo caminaba al lado de aquellas gentes, joven, recin nacido, pero olvidado ya de la imagen de la felicidad. Me hund en estepensamiento y me consider vctima de una cruel injusticia. Por qu aquellos ltimos mesesme haban maltratado tan rudamente? Ya no reconoca mi carcter dichoso; en todas partes era

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    objeto de los ms singulares tormentos. No poda sentarme solo en un banco, ni poner un pie enparte alguna sin ser asaltado por pequeas contingencias insignificantes, pequeeces miserablesque se situaban entre las imgenes de mi espritu y dispersaban mis fuerzas a todos los vientos.Un perro que me rozaba, una rosa en el ojal de la americana de un seor, podan poner en fugamis pensamientos y absorberlos durante mucho tiempo. Cul era mi enfermedad? Era que eldedo de Dios me haba sealado? Pero por qu a m precisamente? Por qu no haba elegido,puesto que tambin est all, a un hombre de Amrica del Sur? Cuanto ms pensaba en ello, msinconcebible me pareca que la gracia divina me hubiera escogido precisamente como conejo deIndias para sus experimentos. Era un modo de obrar bastante singular, el de saltar por encima detodo un mundo para escogerme a m, cuando tena tan a mano un librero-anticuario, Pascha, y uncomisionista martimo, Hennechen.

    Caminaba, examinando el asunto, sin poder hallarle una solucin. Se me ocurran las msfuertes objeciones contra la arbitrariedad del Seor, que me haca expiar la falta de todos. Aun

    despus de encontrar un banco y haberme sentado, la cuestin me segua preocupando y meimpeda pensar en otra cosa. Desde aquel da de mayo en que haban empezado mis tribulaciones, poda comprobar una debilidad que se acentuaba lentamente; haba llegado a estar demasiadocansado para conducirme y dirigirme a donde yo quera; en lo ms ntimo de mi ser habapenetrado un enjambre de pequeos bichos dainos y lo haban vaciado. La resolucin decretadapor Dios, era la de destruirme por completo? Me levant y comenc a dar paseos ante el banco.

    En ese momento, todo mi ser llegaba al paroxismo del sufrimiento. Tena inclusodoloridos los brazos, y casi no poda tolerarlos en una posicin normal. Mi ltima comida,demasiado copiosa, me haba producido un gran malestar; tena el estmago sobrecargado, lacabeza me arda y paseaba sin levantar los ojos. La gente que iba y vena se deslizaba ante mcomo lucecitas. Por ltimo, mi banco fue invadido por algunos seores que encendieron sus

    cigarros y comenzaron a charlar en voz alta. Me encoleric y estuve a punto de interpelarles, perodi media vuelta y me fui al otro extremo del parque, en donde encontr otro banco. Me sent.

    La idea de Dios me preocup nuevamente. Encontraba absolutamente injustificable de suparte que se me interpusiera cada vez que yo buscaba un empleo; y, para echarlo todo a perder,cuando peda simplemente mi pan cotidiano. Haba observado claramente que, cuando ayunaba,durante un perodo bastante largo, mi cerebro pareca desprenderse dulcemente de mi cabeza ylanzarse al vaco. Mi cabeza se aligeraba y, como si no existiera, no senta su peso sobre mishombros; y cuando yo miraba a alguien me pareca que mis ojos estaban fijos ydesmesuradamente abiertos.

    Sentado en el banco, sumido en estas reflexiones, acudieron a mi memoria trozos de micatecismo, el estilo de la Biblia cant en mis odos y me habl muy dulcemente a m mismo,

    inclinando a un lado la cabeza sarcsticamente. Para qu preocuparse de lo que comera, de loque bebera, de lo que introducira en la miserable caja de gusanos, que se llamaba mi cuerpoterrestre? No me haba tomado mi padre celestial a su cuidado como a los pajarillos del cielo, nome haba hecho la gracia de sealarme como a su humilde servidor? Dios haba metido su dedoen la red de mis nervios, y discretamente, al pasar, haba embrollado un poco los hilos. Dioshaba retirado su dedo yen l haban quedado fibras y finas raicillas arrancadas a los hilos de misnervios. Y en el sitio tocado por su dedo, que era el dedo de Dios, haba un agujero abierto; y enmi cerebro, una herida hecha por el paso de su dedo. Pero despus que Dios me toc con el dedode su mano me dej tranquilo y no volvi a tocarme, ni permiti que me sucediera ningn mal.

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    Me dej ir en paz; pero me dej ir con el agujero abierto. Y ningn mal me ocurri por lavoluntad de Dios que es el Seor de toda Eternidad...

    El viento me traa acordes musicales de la plaza de los Estudiantes; eran, pues, ms de lasdiez. Saqu mis papeles para intentar escribir alguna cosa y dej caer del bolsillo mi abono delpeluquero. Lo abr y cont las hojas; quedaban siete bonos. Dios sea loado!, dije. Todavapoda afeitarme durante algunas semanas y tener aspecto presentable! Sbitamente, me sent delmejor humor, ante esta pequea propiedad que todava me quedaba; dobl cuidadosamente losbonos y guard el carnet en mi bolsillo.

    Pero me era imposible escribir. Despus de algunas lneas, ya no se me ocurra ningunaidea; mis pensamientos estaban en otra parte y yo era incapaz de intentar un esfuerzodeterminado. Todo influa en m y me distraa; todo lo que vea me produca una impresinnueva. Moscas y mosquitos se posaban en el papel y me descomponan; soplaba sobre ellos paraecharlos, soplaba cada vez ms fuerte, pero sin xito. Los pequeos bichos se apoyan en su

    trasero, se hacen pesados y resisten, en un esfuerzo que dobla sus patas delgadas. No hay mediode hacer que se muevan. Encuentran un sitio donde asirse, hincan sus patas en un punto o en unaaspereza del papel y quedan inmviles, firmes, todo el tiempo que les parece.

    Los pequeos monstruos me tuvieron ocupado un buen rato. Cruc las piernas y medediqu a observarlos. De pronto, y procedentes de la plaza de los Estudiantes, hirieron mi odovarias notas agudas del clarinete que dieron un nuevo impulso a mi pensamiento. Descorazonado por no poder llegar al final de mi artculo, volv los papeles a mi bolsillo y me recost en elrespaldo del banco. En aquel instante senta tan despejada mi cabeza que poda pensar los mssutiles pensamientos sin experimentar fatiga. Extendido en aquella posicin, dejo correr mi vistaa lo largo de mi pecho y de mis piernas y noto el movimiento de mi pie a cada influjo de lasangre. Me incorporo y miro a mis pies. Experimento entonces una sensacin extraa y fantstica

    que hasta entonces no haba notado. Era, a lo largo de mis nervios, una sacudida ligera,maravillosa, como si los hubieran recorrido ondas luminosas. Al dirigir la vista a mis zapatos meparece encontrar un buen amigo o una parte separada de m mismo. Es como un reconocimiento.Esta sensacin hace vibrar mis sentidos, las lgrimas acuden a mis ojos y percibo mis zapatoscomo el ligero murmullo de una msica que sube hacia m. Debilidad!, me dije rudamente am mismo. Cerr los puos al decir Debilidad!. Me burlaba de m mismo por estos sen-timientos ridculos, me mofaba con una perfecta lucidez. Me hablaba razonablemente, con granseveridad, y cerraba violentamente los ojos para evitar las lgrimas. Como si nunca hubiera vistomis zapatos, me puse a estudiar su aspecto, su mmica cuando mova el pie, su forma y sus caasusadas, y descubra que sus arrugas y sus costuras descoloridas les daban una expresin, lescomunicaban una fisonoma. Algo de mi ser haba pasado a mis zapatos y me hacan el efecto de

    un hlito que se elevaba hacia mi yo, de una parte de m mismo que respiraba...Disparat acerca de estas sensaciones durante un gran rato, quiz durante una hora entera.

    Un viejecito vino a ocupar el otro extremo de mi banco; al sentarse, respir profundamente,fatigado de su marcha, y dijo:

    -S, s, s, s, s, s, s. Ah, s!Su voz fue como un viento que despejara el interior de m cabeza. Los zapatos no eran

    ms que zapatos! Me parece ya que el estado de extravo que acabo de vivir pertenece a unapoca muy lejana, quiz a uno o dos aos antes, y que est a punto de borrarse de mi memoria.Me puse a mirar al viejo.

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    En qu poda interesarme aquel hombrecillo? En nada. En absoluto! Como no fuese quetena en la mano un peridico -un nmero atrasado, con la pgina de anuncios al exterior- en elque pareca traer envuelta alguna cosa. Mi curiosidad se despert y no poda separar los ojos delperidico. Se me ocurri la insensata idea de que poda ser un peridico singular, nico en sugnero. Creca mi curiosidad y comenc a levantarme. Podan ser documentos, piezas peligrosasrobadas en los archivos y se me ocurri el pensamiento de un tratado secreto, de unaconspiracin.

    El hombre estaba tranquilamente sentado y dormitaba. Por qu no llevaba su peridicocomo cualquier otro individuo lo lleva, con el ttulo hacia fuera? Qu significaba tanta astucia?Pareca que no estaba dispuesto a dejar su paquete por nada del mundo y quiz ni aun osabaconfiarlo a su propio bolsillo. Hubiera puesto la mano en el fuego a que el paquete ocultaba algo.

    Mir al vaco. La imposibilidad de penetrar este misterio me enloqueca de curiosidad.Busqu en mis bolsillos algo que ofrecer al hombre para entablar conversacin y encontr mi

    carnet de la peluquera, pero lo volv a guardar. Sbitamente se me ocurri un golpe de audacia,palp mi bolsillo vaco y dije:

    -Me permite ofrecerle un cigarrillo? -Gracias.El hombre no fumaba, tena que cuidar sus ojos, estaba casi ciego.-De todos modos se lo agradezco.-Hace mucho tiempo que tiene usted los ojos enfermos? Entonces, no puede usted leer?

    Ni los peridicos?-Ni los peridicos, desgraciadamente!Me mir. Cada uno de sus ojos tena una nube que le daba un aspecto vidrioso, su mirada

    era blanca y ofreca una impresin repugnante.-Usted no es de aqu? -dijo.

    -No... No puede usted ni aun leer el ttulo del peridico que tiene en la mano?-Apenas...Comprendi en seguida que yo era extranjero; haba en mi acento algo que se lo

    indicaba. Se equivocaba poco; tena el odo muy fino. Por la noche, cuando todo el mundodorma, poda or respirar a la gente en la habitacin prxima... Qu quera yo decir?, dndevive usted?

    Instantneamente se me ocurri una mentira. Ment contra mi voluntad, sin intento, sinsegunda intencin, y contest:

    -En la plaza de San Olaf, nmero dos.-De veras? -El hombre conoca cada piedra de la plaza de San Olaf. Haba una fuente,

    algunos faroles de gas, dos rboles; se acordaba de todo...

    -En qu nmero vive usted?Quise terminar y levantarme, impulsado por la idea fija del peridico. Haba que aclarar

    aquel misterio, costase lo que costase.Ya que no puede usted leer este peridico, porque...-En el nmero dos ha dicho usted? -continu el hombre sin darse cuenta de mi

    agitacin-. Hubo un tiempo en que conoc a todos los vecinos del nmero dos. Cmo se llamasu-patrn?

    Precisamente invent un nombre para desembarazarme de l, fabriqu este nombreinmediatamente y lo lanc para contener a mi perseguidor.

    -Happolati -dije.

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    -Happolati, s -aprob l sin perder una slaba de tan difcil nombre.Le mir con extraeza; conservaba toda su serenidad y pareca meditar. Apenas haba

    yo pronunciado el estpido nombre que haba acudido a mi imaginacin, cuando el hombre loreconoca y finga haberlo odo. Entretanto, coloc su paquete en el banco y not que toda micuriosidad vibraba en mis nervios. Observ que el peridico tena manchas de grasa.

    -No es marino su patrn? -pregunt el hombre, sin que en su voz hubiera muestras deirona-. Creo recordar que era marino.

    Marino? ste es J. A. Happolati, agente.Cre que esto iba a desconcertarle, pero el hombre se prestaba a todo.-Parece que es un hombre hbil, segn me han dicho -dijo tanteando el terreno.-Oh! Es un hombre muy astuto -contest-; una gran cabeza para los negocios, agente

    para todas las cosas, sean las que sean; plantas para la China, plumas de aves de todas clases,pieles de Rusia, pasta de madera, tinta...

    -Je, je! Valiente pillo! -interrumpi el anciano, divertido.La cosa empezaba a resultar interesante. Yo no era ya dueo de la situacin: una tras

    otra, las mentiras acudan a mi mente. Volv a sentarme, haba olvidado el peridico, losdocumentos misteriosos; me excitaba e interrumpa a mi interlocutor. La ingenuidad delhombrecillo me volva temerario, quera abrumarle a mentiras, sin consideracin, derrotarlegrandiosamente.

    -Ha odo usted hablar del salterio elctrico que Happolati ha inventado?-Cmo! Elc...?-Con letras elctricas luminosas en la oscuridad!Una empresa sencillamente colosal. Millones de coronas en movimiento, fundiciones e

    imprentas en plena actividad, legiones de mecnicos ocupados, con salarios fijos: he odo

    hablar de setecientos hombres.-Qu me dice usted! -dijo el hombre con toda dulzura.No hubo ms. Crea todo lo que yo le contaba, palabra por palabra, y no daba muestras

    de sorpresa. Esto me hizo dar un brinco, pues yo esperaba enloquecerle, con mis invenciones.Todava le cont varios embustes, sin pies ni cabeza.-Le hice saber que Happolati haba sido ministro en Persia? -pregunt-. Es bastante

    ms que ser rey aqu, casi como ser sultn. Pero Happolati lo haba conseguido todo, sin ningntropiezo.

    Y le present a Ylajali, su hija, como un hada, una princesa que tena trescientosesclavos y dorma sobre un lecho de rosas amarillas; era la ms bella criatura que yo habavisto; que Dios me confunda si en toda mi vida haba visto otra belleza semejante.

    -Ah! Tan bella es? -profiri el anciano, como ausente de s mismo, con los ojos bajos.-Hermosa? Era adorable, encantadora, como para tentar a un santo! Ojos del color de la sedasilvestre, brazos de mbar! Una simple mirada suya seduca como un beso; y cuando mellamaba, su voz penetraba hasta mi corazn como un chorro de vino. Por qu no poda ser tanmaravillosa? La consideraba acaso como un auxiliar de cajero o confitero? Era sencillamenteun esplendor del cielo, se lo juro a usted, un cuento de hadas!

    -S, s -dijo el hombre, un poco desconcertado.Su tranquilidad me enojaba. Yo haba llegado a escuchar mi propia voz y hablaba con la

    mayor seriedad. Los documentos robados, el tratado con una potencia extranjera, haban huidode mi imaginacin. El paquetito plano estaba sobre el banco entre nosotros dos; ya no tena la

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    menor curiosidad por examinarlo, para ver su contenido. Estaba completamente arrastrado pormis propias invenciones, extraas visiones desfilaban ante mis ojos, la sangre suba a mi cabezay menta a voz en grito.

    El hombre mostr intencin de querer marcharse. Se incorpor en el banco y dijo, parano romper demasiado bruscamente la conversacin:

    -Ese Happolati, pasa por tener grandes propiedades?Cmo aquel vejestorio osaba jugar con el extrao nombre imaginado por m, como si

    se tratase de uno de esos nombres que se encontrara en las muestras de todas las tiendas decomestibles? No trabucaba una slaba ni vacilaba en una letra; el nombre se le incrust en elcerebro y all haba echado races desde el primer momento. Me excitaba aquello de tal modo,que empezaba a exasperarme contra un individuo que por nada se desconcertaba y en quiennada despertaba desconfianza.

    -No s nada de eso -respond secamente-; no tengo la menor idea. Por otra parte, djeme

    decirle de una vez para siempre que se llama Johann Arendt Happolati, a juzgar por susiniciales.

    Johann Arendt Happolati -repiti el hombre, asombrado de mi violencia. Luego call.-Debe usted de haber visto a su mujer -dije con rabia-. No hay persona ms corpulenta...,

    eh...? No le parece demasiado gruesa?-S, as parece... un hombre como l...A cada una de mis salidas responda el viejo tranquila y dulcemente, buscando sus

    palabras como si temiera cometer una plancha y provocar mi clera.-Voto al diablo, idiota! Puede usted creer que me divierto contndole mentiras? -grit

    fuera de m-. Cree usted que hay un hombre que se llame Happolati? Nunca he visto un viejotan arrogante y tan terco! Qu diablos le sucede? Y adems, sin duda piensa que soy pobre como

    Job porque me ve con este traje, sin un paquete de cigarrillos en el bolsillo. No estoyacostumbrado a esta clase de humillaciones, se lo advierto, y Dios es testigo de que no se lastolerar ni a usted ni a nadie, ya lo sabe!

    El hombre se haba levantado. Boquiabierto, sin decir una palabra, escuch mi diatribahasta el final; luego recogi apresuradamente el paquete del banco y se alej a toda prisa por elpaseo con sus pasitos seniles.

    Me qued sentado, mirando su espalda, que desapareca lentamente y pareca curvarse yencogerse poco a poco. No s por qu tuve esta impresin; pero me pareci que nunca haba vistouna espalda tan miserable, tan viciosa, y no sent ningn remordimiento por haber injuriado alhombre antes de que me abandonara...

    Estaba de un humor excelente. Me apoy en el respaldo del banco, cerr los ojos y me

    adormec poco a poco.Sooliento, estaba a punto de dormirme por completo, cuando un guardia me puso la

    mano en el hombro, dicindome:-No se puede dormir aqu.-No -dije, irguindome en seguida.De repente, se ofreci a mis ojos mi triste situacin. Es necesario que haga algo! De nada

    me haba servido buscar empleos. Las recomendaciones que poda presentar haban prescrito yeran de personas demasiado desconocidas para surtir buen efecto. Adems, me habandescorazonado. Bah...! En ltimo caso, mi plazo estaba vencido, y haba que encontrar unexpediente. Lo dems poda aguardar.

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    Maquinalmente cog mis cuartillas y escrib en todos los ngulos la fecha 1848. Siquisiera surgir aunque slo fuese una idea, si brotara nada ms que una idea que me trajera las palabras a la boca! Ya me haba ocurrido algo as; haba conocido momentos en que podaescribir grandes prrafos sin esfuerzo y a la perfeccin.

    Estoy en el banco y escribo decenas y decenas de veces 1848. Escribo este nmero a lolargo, a lo ancho y de revs, de todas las maneras posible, esperando que surja una idea utilizable.Un enjambre de vagas ideas revolotea en mi mente y la impresin del da que acaba me vuelvemelanclico y sentimental. Ha llegado el otoo. Comienzan a aletargarse todas las cosas. Lasmoscas y otros animalitos han sentido los primeros efectos. All arriba, en los rboles, y abajo, enla tierra, se oye el ruido de la vida, que se obstina, bullente, ruidosa, inquieta, luchando por no perecer. En el mundo de los insectos, los diminutos seres se agitan por ltima vez: cabezasamarillas que salen de la hierba, patas que se levantan, largas antenas que otean, luego todo elcuerpo de la bestezuela que se estremece, salta y all se queda con el vientre al aire.

    El ligero soplo del primer fro ha pasado sobre las plantas y cada una de ellas ha tomadoun aspecto distinto. Las plidas briznas de hierba se elevan hacia el sol y las hojas secas caen entierra con un ruido semejante al que producen los gusanos de seda. Es la estacin otoal, enmedio del carnaval de la vida efmera. La lozana de las rosas ha decado; su color de sangre vivaha tomado un lvido color de tisis.

    Me miraba a m mismo como un insecto agonizante, embargado por el aniquilamiento enmedio de aquel universo prximo a dormirse. Presa de extraos terrores, me levant y di algunospasos rpidos por el paseo. No! -grit, cerrando los puos-; es necesario que acabe todo esto!Volv a sentarme y tom de nuevo el lpiz, decidido a poner en ejecucin mi idea del artculo. Noera cuestin de abandonarse, cuando se tena a la vista la perspectiva del hospedaje sin pagar.

    Lentamente comenzaron a asociarse mis pensamientos. Siguindolos atentamente escrib

    tranquilo, con ponderacin, algunas pginas, a modo de introduccin de alguna cosa. Poda ser el principio de cualquier artculo, una relacin de viaje, un artculo poltico, lo que mejor mepareciera. Era un excelente principio para muchas cosas.

    Empec inmediatamente a buscar un asunto determinado que pudiera tratar: un hombre,una cosa sobre la que lanzarme; pero no pude encontrar nada.

    Mis estriles esfuerzos provocaron el desorden que empezaba a reinar en mis pensamientos; literalmente, me fallaba el cerebro, mi cabeza se vaciaba, y la senta sobre mishombros, ligera y desprovista de contenido. Perciba con todo mi cuerpo aquel vacosorprendente de mi cabeza, y me notaba completamente hueco de arriba abajo.

    -Seor, Dios y Padre mo! -grit en mi dolor; y repet esta imploracin varias vecesseguidas, sin agregar nada.

    El viento sacaba susurros del follaje, se preparaba una tormenta. Me detuve un instante asujetar desesperadamente mis papeles, luego los dobl y los met despacio en mi bolsillo.Refrescaba el tiempo y me coga sin chaleco; me abroch la americana hasta el cuello y,metiendo las manos en los bolsillos, me levant y me fui.

    Si hubiera podido vencer esta vez, nada ms que esta vez! Mi patrona me habareclamado con la mirada por dos veces el pago de mi hospedaje, vindome precisado a inclinar lacabeza y a deslizarme con un saludo embarazoso. No poda repetir aquel ejercicio; la prximavez que encontrara aquella mirada abandonara mi habitacin con honradas explicaciones. Detodos modos, no poda continuar aquello por mucho tiempo.

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    Al llegar a la salida del parque vi al viejo que mi furor haba ahuyentado. El misteriosopaquete del peridico estaba abierto a su lado sobre el banco, y lleno de provisiones de toda clase,que el hombre se dispona a comer. Me dieron tentaciones de ir hacia l y excusarme, de pedirleperdn por mi conducta; pero sus alimentos me hicieron retroceder. Los viejos 37

    dedos, parecidos a garras encogidas, cogan las rebanadas de manteca de una maneradesagradable. Sent asco, y pas ante l sin dirigirle la palabra. No me reconoci, pero fij enm sus crneos ojos secos, sin que su rostro se alterara.

    Continu mi camino.Como de costumbre, me detuve ante cada peridico para ver los anuncios de los

    Ofrecimientos de empleos, y tuve la suerte de hallar uno que poda convenirme. En el barriode Groenland, un comerciante necesitaba un empleado, tenedor de libros, algunas horas por latarde; sueldo, a convenir. Anot la direccin, y, mentalmente, rogu a Dios que me concedieraaquella plaza. Yo sera menos exigente que cualquier otro; con cincuenta re quedara pagado

    liberalmente aquel trabajo, aun quiz con cuarenta re; con eso me conformara.Al entrar en mi casa, encontr sobre mi mesa una carta de mi patrona rogndome que

    pagara inmediatamente mi deuda o que me mudara cuanto antes. No poda molestarme por ello,era un deseo expresado de mala gana. Muy amable, seora Gundersen.

    Escrib mi demanda a Christie, comerciante, calle de Groenland, nmero 31, y baj aecharla en el buzn de la esquina. Luego volv a mi habitacin y me sent, para reflexionar, enmi butaca de bscula, mientras la oscuridad aumentaba poco a poco. Comenzaba a ser difcilmantenerse a flote.

    A la maana siguiente me despert temprano. Estaba todava bastante oscuro cuandoabr los ojos, y slo despus de bastante rato o dar las cinco en el reloj del

    piso bajo. Quise volver a dormirme, pero me fue imposible reanudar el sueo; estaba

    cada vez ms desvelado y pensaba en mil cosas.De pronto, se me ocurrieron dos o tres bellas frases adecuadas para un artculo,

    delicados hallazgos de estilo, como nunca los encontr semejantes. Tumbado en la cama, repitolas palabras y las encuentro aceptables. Poco a poco, otras nuevas se le agregan; de repente, mesiento completamente despierto, me incorporo, y cojo mi papel y mi lpiz, que estn sobre lamesilla de noche. Es como si hubiera estallado una de mis venas: una palabra sigue a otra, seordenan, se encadenan lgicamente, se unen en frases; las escenas se amontonan unas sobreotras, los actos y las rplicas surgen en mi cerebro, y experimento un raro bienestar. Escribocomo un posedo, y lleno una pgina tras otra, sin descansar un momento. Las ideas caen sobrem tan repentinamente y siguen afluyendo con tal abundancia, que pierdo una multitud dedetalles accesorios; no me es posible escribirlos tan aprisa, aunque trabajo con todas mis

    fuerzas. La inspiracin sigue fluyendo, el asunto me invade, y cada palabra que escribo meparece como dictada.

    Esto dura, dura un tiempo deliciosamente largo. Tengo quince, veinte pginas escritasante m, sobre mis rodillas, cuando me paro por fin y dejo el lapicero. Si realmente estos papeles tienen algn valor, estoy salvado! Salto del lecho y me visto. El da avanza, puedodistinguir a medias el Aviso del director de Faros, all cerca de la puerta; y ante la ventanahay tanta claridad, que hasta podra ver para escribir. Inmediatamente me pongo a copiar miscuartillas.

    De estas fantasas asciende un vapor singularmente denso de luz y de color. Salto de gozoante cosas tan bellas, puestas unas detrs de otras y pienso que nunca he ledo nada mejor. La

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    cabeza me rueda de alegra, la satisfaccin me engre, y me siento sacado poderosamente a flote.Sopeso mi escrito en la mano, y, a primera vista, lo taso en cinco coronas. Haba que convenir enque podran darse por l diez coronas, teniendo en cuenta la calidad de la materia. No tenaintencin de ceder gratis un trabajo tan original. A juicio mo, no se encuentran novelas de talcalibre en todas las esquinas de la calle. Y me mantuve en las diez coronas. Cada vez haba msluz en la habitacin. Dirig una mirada a la puerta. Sin esfuerzo apreciable, poda leer los finoscaracteres esquelticos de: Mortajas, en casa de la seorita Andersen, a la derecha de la puertacochera. Adems, ya haba pasado un buen rato desde que el reloj dio las siete.

    Me levant y fui al centro de la habitacin. Bien pensado, el deseo de la seora Gundersenera bastante oportuno. Realmente, aquella habitacin no era digna de m. En las ventanascolgaban unos visillos verdes demasiado ordinarios y en las paredes faltaban clavos para colgar laropa. La pobre butaca de bscula, arrimada al ngulo del fondo, no era ms que una caricatura demecedora y hubiera hecho morir de risa a cualquiera. Era demasiado baja para un hombre hecho,

    y tan estrecha que, por decirlo as, haca falta un calzador para sentarse en ella. En una palabra, lahabitacin no estaba amueblada para personas de ocupacin intelectual, y yo no me propona permanecer en ella mucho tiempo. Por nada del mundo la hubiera conservado! Aunque mipaciencia era grande, ya estaba harto de ocupar aquel chamizo.

    Lleno de esperanza y de contento, preocupado sin cesar por mi escrito, que a cada instantesacaba del bolsillo para releer un prrafo, quise poner inmediatamente en ejecucin mi proyectode mudanza. Saqu el paquete de mi ropa, un pauelo rojo que contena algunos cuellos postizoslimpios y peridicos arrugados, que me servan para envolver el pan; arroll mi colcha y me meten el bolsillo mi provisin de papel blanco. Luego inspeccion todos los rincones paraasegurarme de que nada olvidaba. No encontrando nada, me asom a la ventana. Era una maanaoscura y hmeda. No haba nadie junto a la fragua encendida. Abajo, en el patio, la cuerda de

    tender, contrada por la humedad, se tenda rgida de una pared a otra. Era la misma vista desiempre. Me apart de la ventana, cog la colcha bajo el brazo, hice una reverencia al Aviso deldirector de Faros, otra a las Mortajas de la seorita Andersen y abr la puerta.

    Al momento pens en mi patrona. Era preciso informarla de mi mudanza para que vieseque trataba con un hombre razonable. Quise tambin agradecerle por escrito los das durante loscuales haba ocupado su habitacin, despus del ltimo pago. La certeza de estar salvado por untiempo bastante largo me invada a tal punto, que le prometa entregarle cinco coronas, al pasarpor all uno de los prximos das. Quera demostrarle cumplidamente la honradez de la personaque haba cobijado bajo su techo.

    Dej la carta sobre la mesa.An me detuve otra vez al llegar a la puerta y me volv. Me transportaba la idea

    deslumbradora de estar salvado. Desbordaba de gratitud a Dios y al Universo. Me arrodill juntoa la cama y en alta voz di gracias a Dios por su gran bondad para conmigo aquella maana. Losaba, oh!, lo saba bien: aquella racha de inspiracin que acababa de tener y de poner porescrito, se deba a la accin maravillosa del cielo sobre mi espritu; era una respuesta a mi gritoangustioso de ayer. Es Dios!, es Dios!, me gritaba a m mismo, y lloraba de entusiasmo antemis propias palabras. De cuando en cuando me vea forzado a contenerme, para escuchar sipasaba alguien por la escalera. Por fin, me levant y sal. Me deslic sin ruido a lo largo de todoslos pisos y gan la puerta sin ser visto.

    Las calles brillaban a causa de la lluvia cada por la maana. Un cielo fro y hmedo seextenda sobre la ciudad y por ninguna parte se perciba un rayo de sol. Qu hora sera? Llevaba,

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    como de costumbre, la direccin del Depsito. Vi que eran las ocho y media. Dispona, por lotanto, de mucho tiempo. Sera intil llegar al peridico antes de las diez, quiz de las once. Notena ms que esperar deambulando, y mientras, pensar en la manera de desayunar, aunque fuesepoco. Ya no tema verme en el caso de acostarme en ayunas aquel da.

    Gracias a Dios, haban pasado los malos tiempos! Haba sido un perodo revuelto, un malsueo. Desde aquel da, no hara ms que subir!

    Sin embargo, la colcha verde me embarazaba, y no era digno de m llevar bajo el brazosemejante paquete a la vista de todo el mundo. Qu dira la gente! Mientras andaba, pensabadnde podra dejarla guardada hasta nueva ocasin. Se me ocurri que podra entrar en casa deSemb y hacer envolver la colcha en un papel. Mi paquete tendra entonces mejor aspecto y ya nodara vergenza el llevarlo. Entr en la tienda y expuse mi deseo a uno de los dependientes.

    Su primera mirada fue para la colcha y luego mir mi persona. Se me figur verle alzarlos hombros disimuladamente, con aire de desprecio, al coger el paquete, lo que me indign.

    -Caramba! Tenga un poco de cuidado! -grit-. Van ah dos vasos de precio. El paquetees para Esmirna.

    Esto produjo su efecto, un efecto mgico. Cada uno de los movimientos del hombre mepeda perdn por no haber adivinado inmediatamente la presencia de objetos de valor dentro de laenvoltura. Cuando termin su embalaje, le di las gracias por el servicio prestado con el aspecto deuna persona que ya haba expedido otros objetos preciosos a Esmirna, y cuando sal fue a abrirmela puerta.

    Comenc a pasear entre la gente por la plaza del Gran Mercado, prefiriendo la proximidadde las mujeres que vendan tiestos. Las grandes rosas rojas, cuyo brillo sangriento y spero ardabajo la ceniza hmeda de aquella maana, me tentaban. Tena grandes deseos de arrancar una.Pregunt el precio, slo para poder r a ellas lo ms posible. De haber tenido dinero, hubiera

    comprado una, pasase lo que pasase. Me sera preciso hacer algunas economas en mi alimentopara conseguir equilibrar mi presupuesto.

    A las diez sub al peridico. El redactor jefe no ha llegado an. Tijeras rebusca en unmontn de peridicos. A su invitacin, le entrego mi abultado manuscrito y le hago comprenderque es de una importancia nada comn. Le recomiendo con insistencia que lo entreguepersonalmente al redactor jefe, en cuanto llegue. Yo mismo volver durante el da a buscar larespuesta.

    -Est bien! -dijo Tijeras volviendo a sus peridicos.Me pareci que tomaba el asunto con calma excesiva, pero no dije nada; simplemente le

    hice con la cabeza un signo de indiferencia y me march.Tena bastante tiempo por delante. Con tal que el cielo se despejase! Haca un tiempo

    clemente, sin viento y sin fro. Las seoras llevaban los paraguas abiertos por precaucin, y losgorros de lana de los hombres tenan un aspecto cmico y triste. Todava di una vuelta por elmercado, mirando las legumbres y las rosas. Sent entonces una mano sobre mi hombro y mevolv.La Seorita me dio los buenos das.

    -Buenos das? -respond, en tono interrogante, para saber en seguida lo que quera dem.La Seorita no me inspiraba gran simpata.

    Observ con curiosidad el grueso paquete de flamante aspecto que llevaba bajo mibrazo y me pregunt

    -Qu lleva usted ah?

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    -He entrado en casa de Semb a comprar tela para un traje -contest, en tono indiferente-Me pareca que iba ya demasiado rado. Ha de ser uno esmerado en su persona.

    Me mir, desconcertado.-Marchan bien las cosas, segn eso? -pregunt lentamente.-Del todo esperanzado.-Ha encontrado usted, pues, algo que hacer?-Algo que hacer? -respond en tono de extraeza-. Soy tenedor de libros en la casa del

    gran Christie.-Ah, ah! -dijo, dando un paso atrs-. Dios mo, cunto me alegro por usted! Tenga

    cuidado de no dejarse explotar el dinero que gana. Buenos das.Un instante despus dio media vuelta y con su bastn seal mi paquete:-Quiero recomendarle a mi sastre para ese traje. No encontrar usted a nadie mejor que

    Isaksen. Dgale que va usted de mi parte.

    Qu necesidad tena de meter la nariz en mis asuntos? Qu le importaba el sastre queyo eligiese? Me indign. La presencia de aquel ser hueco y estirado me exasper, y le recordsin la menor consideracin las diez coronas que me haba pedido prestadas. Antes de quehubiera podido contestar, lament mi reclamacin.

    Me senta turbado, y no osaba mirarle al rostro. En aquel momento pasaba una seora:me hice a un lado para cederle el paso y aprovech la ocasin para marcharme.

    Qu hacer durante las horas de espera? No poda ir al caf con el bolsillo vaco, y noconoca a ningn amigo a quien poder visitar en aquel momento. Instintivamente volv alcentro de la ciudad, deambul algn tiempo entre el mercado y la calle de Graensen, le elAftenposten que acababan de colocar, di una vuelta por la calle de Karl Johann, volv sobre mispasos, y sub hasta el cementerio de El Salvador, donde busqu un rincn tranquilo, cerca de la

    capilla.Me sent en medio de aquel gran silencio, y me adormil en la atmsfera hmeda; soaba

    medio desvelado, y tena fro. Pasaba el tiempo. Estaba completamente seguro de que miartculo era una obrita maestra de arte inspirado? Quin sabe si no tendra defectos aqu y all?Pensndolo bien, hasta podra ser rechazado; s, sencillamente rechazado. Puede que fuerademasiado mediocre, quiz francamente malo; quin me garantizaba que en aquel momento nohaba ido a parar al cesto? Mi satisfaccin estaba quebrantada. Me levant de un salto y meprecipit fuera del cementerio.

    En la calle de Aker mir un reloj a travs de los cristales de una tienda, y vi que slopasaba un poco de medioda. Mi desesperacin aument, pues yo supona que el medioda estabaya muy lejano; y antes de las cuatro era intil preguntar por el redactor jefe. La suerte de mi

    artculo me llenaba de sombros presentimientos. Cuanto ms reflexionaba en ello, menos pro-bable me pareca que hubiese escrito una cosa notable, tan rpidamente, casi durmiendo, con elcerebro lleno de fiebre y de sueos. Naturalmente, me haba engaado a m mismo pasandoalegre toda la maana... Para nada! Naturalmente...! Sub a gran paso el camino de Ullevaal,pas al Alto de San Juan, desemboqu en los espacios libres, entr en las extraas calles estrechasdel barrio de las Sierras, atraves terrenos incultos y campos, y, por ltimo, me encontr en uncamino del que no se vea el fin.

    Me par all y decid volver sobre mis pasos.El paseo me hizo entrar en calor, y regres lentamente, muy abatido. Encontr dos carros

    de heno. Los carreteros iban tumbados boca abajo, encima de su cargamento, y cantaban, los dos

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    con la cabeza al aire, los dos con las caras redondas, indiferentes. Imagin que me iban ainterpelar, a dirigirme alguna pregunta, a lanzarme alguna pulla. Al llegar a su altura, uno de ellosme grit preguntndome qu llevaba bajo el brazo.

    -Una colcha de cama -contest. -Qu hora es? -pregunt.-No s fijamente; alrededor de las tres, supongo. Los dos se echaron a rer. Pasaron. En el

    mismo instante sent el silbido de una tralla junto a mi odo, y salt mi sombrero. Aquellos mozosno pudieron dejarme pasar sin jugarme una de las suyas. Furioso, me llev la mano a la oreja,recog mi sombrero de la cuneta y prosegu andando. Junto al Alto de San Juan, un hombre medijo que eran ms de las cuatro. Apresur el paso para llegar a la poblacin y al peridico. Quizel redactor jefe haba llegado haca tiempo y abandonado ya la redaccin! Iba unas veces andandode prisa, otras corriendo, dando traspis, tropezando con los carruajes, dejando atrs a cuantoscaminaban, luchando en velocidad con los caballos, movindome como un loco para llegar atiempo. Me met en el portal, sub los escalones de cuatro en cuatro y llam.

    No contestaban.Se ha marchado! Se ha marchado!, pienso. Intento abrir la puerta, veo que no est

    cerrada con llave. Llamo otra vez, y entro.El redactor jefe est sentado a su mesa, con el rostro vuelto hacia la ventana y con la

    pluma en la mano, dispuesto a escribir. Al or mi saludo agitado, se vuelve a medias, me mira uninstante, mueve la cabeza y dice: -An no he tenido tiempo de leer su trabajo.

    Me alegra tanto que no lo haya tirado an al cesto, que respondo:-Oh! Es bien comprensible. No corre tanta prisa. Lo har dentro de unos das, quiz,

    o...?-S, ya ver. Adems, tengo su direccin.Me olvido advertirle que ya no tengo ninguna direccin.

    La entrevista ha terminado, me inclino y salgo. La esperanza renace en mi corazn, nadase ha perdido; por el contrario, poda arreglarse todo por este lado. Y mi imaginacin empez adivagar: un gran consejo celebrado all arriba, en el cielo, acaba de decidir que yo deba ganar;una ganancia colosal, diez coronas por un artculo.

    Si tuviera al menos un rincn donde refugiarme por la noche! Busco dnde podraguarecerme, y me absorbo tan profundamente en mis meditaciones, que me quedo parado en elcentro de la calle. Olvidado donde estoy, sigo plantado all como un simple trozo de madera enplena mar, mientras el oleaje rompe y muge a su alrededor. Un muchacho que vende peridicosme ofreceEl Viking. Es tan divertido! Levanto la vista y me estremezco; me encuentro ante latienda de Semb.

    Rpidamente doy media vuelta, y poniendo el paquete ante m para ocultarlo, desciendo

    apresuradamente la calle de la Iglesia, confuso y angustiado, temiendo que me hayan visto por elescaparate. Paso por delante del Restaurante Ingrebet y del teatro, vuelvo hacia la Bolsa y bajohacia el mar y la fortaleza. Encuentro un banco y vuelvo a reflexionar.

    Dnde demonios encontrar un hueco para pasar la noche? Existe un agujero en el quedeslizarme y ocultarme hasta maana? Mi orgullo me prohbe volver sobre mi palabra. Rechazoel pensamiento con gran indignacin, e interiormente tengo una sonrisa desdeosa para lapequea butaca roja de bscula. Por una repentina asociacin de ideas, me encuentro en una granhabitacin con dos ventanas, en la que haba vivido antes. El Alto de Haegde. Veo sobre la mesauna bandeja llena de enormes rebanadas de pan con manteca y compota. Cambian de aspecto y se

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    convierten en una chuleta seductora, una servilleta blanca como la nieve, mucho pan, un tenedorde plata. La puerta se abre; la patrona entra a ofrecerme una segunda taza de t...

    Visiones y ensueos! Pienso que si comiera ahora, mi cabeza se trastornara de nuevo, lafiebre se apoderara de mi cerebro y yo tendra que luchar con una muchedumbre de invencionesinsensatas. No soportara el alimento, no estaba constituido para ello; es una singularidad, unaidiosincrasia.

    Quiz habra medio de encontrar un albergue cuando llegara la noche. No haba prisa. Enel peor caso, buscara un lugar en el bosque; tena a mi disposicin todos los alrededores de laciudad, y el tiempo no era fro, no helara.

    All abajo, la mar se meca en una calma pesada.Los buques y los pontoneros de chata nariz abran surcos en la superficie de plomo

    fundido, hacan saltar estras a derecha e izquierda y proseguan su marcha. Edredones de humogiraban al salir de las chimeneas, y los golpes de pistn de las mquinas atravesaban la

    atmsfera hmeda con un ruido seco. No haba sol ni haca viento; detrs de m, los rbolesestaban mojados, y el banco en que me sentaba estaba fro y hmedo. Comenc a dormirme.Estaba fatigado y senta algo de fro en la espalda. Un instante despus sent que mis ojos secerraban. Y los dej cerrados...

    Cuando me despert, todo estaba oscuro a mi alrededor. Me levant de un salto,aturdido y helado, cog mi paquete y me puse en marcha. Aceler el paso para entrar en calor,moviendo los brazos, frotando mis piernas, que casi no senta. Al llegar al retn de losbomberos, eran las nueve. Haba dormido varias horas.

    Qu iba a hacer? Haba de decidirme por algn sitio. Dirig al cuartelillo de bomberosuna mirada estpida, pensando que tal vez podra colarme por uno de los pasillos aprovechandoel momento en que el centinela volviera la espalda. Cruc el umbral resuelto a entablar

    conversacin con el hombre, que inmediatamente present el arma como para rendirme honoresy esper que yo le hablase. El hacha levantada, con el filo vuelto hacia m, sacudi mis nervios,como si hubieran sentido su roce helado. Enmudec de terror ante aquel hombre armado, yretroced instintivamente alejndome de l progresivamente, sin decir nada. Para salvar lasapariencias, me pas la mano por la frente, como si hubiera olvidado algo, y me eclips. Alencontrarme de nuevo en la acera me sent a salvo, como si acabara de escapar de un granpeligro. Me alej rpidamente.

    Helado y hambriento, de un humor cada vez ms lgubre, segu a lo largo de la calle deKarl Johann. Comenc a jurar en voz alta, sin cuidarme de que alguien poda orme. Hacia eledificio del Parlamento, al llegar precisamente ante el primer len, una nueva asociacin deideas me hizo repentinamente pensar en un pintor que yo conoca, un joven al que haba sal-

    vado de una bofetada en el Tvoli, y al que ms tarde haba visitado. Sacud los dedosarrancndoles chasquidos y me encamin a la calle de Tordenskjold. Encontr una puerta dondehaba una placa con el nombre de G. Zacaras Bartel, y llam.

    Abri l mismo. Apestaba a cerveza y a tabaco; era atroz.-Buenas noches -dije.-Buenas noches. Ah! Es usted? Por qu diablos viene tan tarde? Esto no se ve bien a

    la luz de la lmpara. Desde que nos vimos he aadido un montn de hierba y he hecho algunoscambios. Hay que ver esto de da; ahora es intil intentarlo.

    -Djemelo ver de todos modos! -dije.Adems, no me acordaba de qu cuadro quera hablar.

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    -Imposible! -respondi-. A esa luz todo es amarillo! Adems, hay otra cosa -se acerca m y murmur-: tengo una mujercita en casa esta noche. Por tanto, es imposible hacer nada.

    -Ah! Si es as, no hablemos ms.Le di las buenas noches y me march. Decididamente, no haba para m otro refugio que

    el bosque. Si la tierra no estuviera tan hmeda! Acariciaba mi colcha, familiarizndome cadavez ms con la idea de cubrirme con ella. Di tantas vueltas en busca de un albergue en lapoblacin, que estaba transido de fatiga. Era un verdadero goce abandonar la partida, retirarmedel combate y de aquel callejeo sin una idea en la cabeza. Di una vuelta hasta el reloj de laUniversidad, y al ver que eran ms de las diez, emprend el camino hacia las afueras. En lo altode Haegde, me par ante un almacn de comestibles, que estaban expuestos como muestra. Ungato dorma junto a un redondo pan blanco; detrs haba un barreo con manteca de cerdo yalgunos botes de smola. Contempl un rato aquellos alimentos; pero como no tena con qucomprarlos, me volv y continu mi camino. Andaba muy despacio, camin horas y horas y

    acab por llegar al bosque de Bogstad.All abandon el camino y me sent a descansar. Recog un poco de brezo y algunas

    ramas de enebro y me hice un lecho en una ladera casi seca. Abr mi paquete y saqu la colcha.Fatigado, rendido por la larga caminata, me acost inmediatamente, me agit y me revolvmuchas veces antes de encontrar una buena postura. Mi oreja, herida por el trallazo del hombrede la carreta de heno, me dola un poco, estaba ligeramente hinchada y no poda echarme sobreella. Me quit los zapatos, los puse bajo mi cabeza, y encima de ellos el gran papel en quehaba envuelto la manta.

    La oscuridad reinaba en torno a m; todo estaba tranquilo, todo. Pero en las alturaszumbaba el eterno canto de la atmsfera, ese bordoneo lejano, sin modulaciones, que jams secalla. Prest atencin tanto tiempo a ese murmullo sin fin, a ese murmullo morboso, que

    comenz a turbarme. Eran, sin duda, las sinfonas de los mundos girando en el espacio porencima de m, las estrellas que entonaban un himno...

    -Quiz sea el diablo! -dije, riendo a gritos, para conservar la serenidad-. Son los bhosque gritaban en Canan.

    Me levant, volv a acostarme, me puse los zapatos y anduve en la sombra; me acostotra vez y me debat entre la clera y el miedo hasta la aurora. Entonces, por fin, me dorm.

    Era completamente de da cuando abr los ojos, y supuse que se acercaba el medioda.Me puse los zapatos, empaquet de nuevo la colcha, y tom el camino de la poblacin.Tampoco haca sol, y yo tiritaba como un perro. Tena las piernas insensibles y los ojosllorosos, como si no pudieran soportar la luz.

    Eran las tres. El hambre me daba feroces mordiscos. Estaba extenuado y senta nuseas.

    Por el camino me vinieron bascas. Fui hasta el Restaurante Popular, le la minuta y alcostensiblemente los hombros, como si el tocino recin salado y el tocino ahumado no fuesencomida digna de m. Desde all baj a la plaza del " Ferrocarril.

    Un singular desmayo me invadi repentinamente. Segu sin querer prestarle atencin;pero iba de mal en peor, y finalmente me vi obligado a sentarme en un escaln. Toda mi almasufra una transformacin, como si en el fondo de mi ser se separara una cortina, como si unatela se hubiera desgarrado en mi

    cerebro. Aspir varias veces profundamente, y permanec all, lleno de asombro. Nohaba perdido la conciencia, senta distintamente el dolorcillo de mi oreja -la herida de ayer-, ycuando pasaba alguna de mis amistades, la reconoca inmediatamente, y me levantaba a saludar.

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    Qu era esta nueva sensacin, esta nueva tortura que vena a agregarse a todas lasdems? Era consecuencia de la noche pasada sobre la tierra hmeda, o era inanicin? Erasencillamente absurdo vivir as! Por los santos sufrimientos de Cristo, que no comprenda enabsoluto cmo haba merecido aquella persecucin reservada a los elegidos! Sbitamente se meocurri la idea de que poda convertirme en un vividor y que poda llevar la colcha a la casa deempeos. Poda empearla por una corona. Supona tres comidas, suficientes para hacermesubsistir mientras encontraba otra cosa. Engaara a Hans Pauli. Ya estaba a punto de entrar en elstano de la casa, pero ante la puerta me detuve, mene la cabeza, dudando, y me volv.

    A medida que me alejaba, me senta ms satisfecho de haber vencido tan fuerte tentacin.La conciencia de mi honradez se me subi a la cabeza, tuve el sentimiento grandioso de que yoera un carcter, un faro completamente blanco en medio del mar cenagoso de los hombres, unmostrenco extraordinario. Empear el bien de los dems por una comida, beber y comer su propiacondenacin, tener que tratarse a uno mismo de canalla en pleno rostro y que bajar los ojos ante

    su propia conciencia... Jams, jams! Nunca haba acogido seriamente esta idea, aunque se mehaba ocurrido. Realmente, no se poda ser responsable de las ideas vagas y fugitivas, sobre todocuando se tiene un terrible dolor de cabeza, cuando se est medio muerto de fatiga, y se arrastrauna colcha que pertenece a otro.

    Realmente podra encontrarse incluso un medio de salvacin, llegado el momento! Porejemplo: haba ido a importunar a todas las horas del da al comerciante de Groenland, desdeque le escrib solicitando el empleo? Haba ido a llamar a su puerta por la maana y por la tarde?Me haba rechazado? Ni siquiera me haba presentado para recibir la contestacin! Nadaprobaba que fuera sta una tentativa completamente vana: quiz la suerte me haba favorecidoesta vez. Los caminos de la fortuna son a veces extraamente tortuosos.

    Fui al barrio de Groenland.

    La ltima conmocin que trastorn mi cerebro me dej algo abatido. Andaba con extremalentitud y reflexionaba en lo que dira al comerciante. Quiz fuera una buena persona. Si se leantojaba, podra darme una corona como anticipo de mi trabajo, sin que yo tuviera que pedrsela.Esta clase de gente tiene a veces excelentes inspiraciones.

    Entr por una puerta cochera, ennegrec las rodilleras de mi pantaln con saliva para tenerun aspecto menos derrotado, dej mi colcha en un oscuro rincn, detrs de una caja, cruc la callea grandes zancadas y entr en la pequea tienda.

    Un hombre se dispona a llenar unas bolsas hechas con peridicos viejos.-Quisiera hablar al seor Christie -dije. -Soy yo -contest.Bien. Mi nombre era Fulano de Tal, me haba tomado la libertad de dirigirle una

    solicitud y no saba si el resultado era favorable.

    Repiti mi nombre varias veces y se ech a rer. -Va usted a ver! -dijo, sacando unacarta del bolsillo-. Tenga la bondad de ver cmo anda de nmeros. Ha fechado usted su carta elao 1848.

    Y el hombre comenz a rer a carcajadas.-Sin duda es una cosa fastidiosa -dije con embarazo-. Una distraccin. Convengo en

    ello.Vea, necesito una persona que de ningn modo se equivoque en los nmeros -dijo-. Lo

    lamento. Su escritura es muy clara, y adems su letra me agrada tambin, pero...Esper un momento, no poda ser aquella la ltima palabra del hombre. Se puso a llenar

    las bolsas. -S, es enojoso -dije entonces-: de veras que es terriblemente enojoso; pero,

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    pensndolo bien, eso no se repetir, y ese pequeo error no puede despojarme de todacapacidad de tenedor de libros, hablando en general.

    -No digo eso -contest-; sin embargo, me ha parecido de tanto bulto, que me hedecidido ya por otro candidato.

    -De modo que la plaza est ya ocupada? -pregunt.-S.-Ah, Dios mo! Entonces no podemos hacer nada!-No. Lo siento; pero... -Adis -dije.Me entr una furibunda indignacin. Fui a buscarmi paquete detrs de la puerta cochera. Apretando los dientes, empujaba a los

    caminantes inofensivos que se me cruzaban en la acera, sin pedirles perdn. Un caballero sedetuvo y reprendi agriamente mi conducta. Me volv y le grit al odo una sola palabra, una palabra desprovista de sentido, le puse el puo bajo la nariz y segu mi camino, sin poder

    contener la rabia que me cegaba. Llam a un agente. Mi mayor deseo era tener por unmomento un polica entre mis manos! Acort el paso para darle lugar a que me alcanzara; perono vino. Haba la menor apariencia de razn para que todas mis tentativas, las ms enrgicas ylas ms apasionadas, debieran fracasar? Por ejemplo: por qu haba escrito 1848? Qutena que hacer con este maldito nmero? Tena tanta hambre, que los intestinos se retorcan enmi estmago como serpientes, y en ninguna parte estaba escrito que yo pudiera comer algoantes de que terminara el da. A medida que el tiempo pasaba, me senta ms decado fsica ymoralmente, me dejaba influir por pensamientos cada vez menos honestos. Para salir del apuro,menta sin vergenza, estafaba su alquiler a las pobres gentes. Incluso tena que luchar contralos ms viles pensamientos, como el de empear las colchas de otro. Todo ello, sin pena; sinremordimientos de conciencia. Signos de descomposicin comenzaban a aparecer en lo ms

    ntimo de mi ser, que se enmoheca cada vez ms. Y desde lo alto del cielo, Dios me segua conatenta mirada y vigilaba para que mi cada se cumpliera con todas las reglas del arte, lenta yfirmemente, sin romper la cadencia. Pero en el abismo infernal, los traviesos diablos seerizaban de furor, porque yo tardaba demasiado en cometer un pecado mortal, un pecadoimperdonable por el cual Dios, en su equidad, se vera obligado a precipitarme en l...

    Apresur el paso, torc de pronto a la izquierda y entr, enardecido y furioso, en un portalalumbrado. No me detuve ni un segundo, pero toda la singular decoracin del portal se grabinstantneamente en mi conciencia. Vea con toda claridad en mi interior los ms insignificantesdetalles de las puertas, de las molduras, mientras suba la escalera. Llam violentamente en elprimer piso. Por qu me detuve precisamente en el primer piso? Por qu tirar precisamente deaquel cordn de campanilla que era el ms alejado de la escalera?

    Abri la puerta una joven, con un traje gris adornado de negro. Me mir un instante conextraeza, luego movi la cabeza y dijo:

    -No, no tenemos nada hoy.E hizo ademn de cerrar la puerta. Por qu fracasaba tambin con aquella persona? Pens

    que me tomaba por un mendigo, e instantneamente me tranquilic. Me quit el sombrero, meinclin respetuosamente y, como si no hubiera odo sus palabras, dije con las ms extremadacortesa:

    -Le ruego que me perdone, seorita, por haber llamado tan fuerte; no conoca lacampanilla. Debe de vivir aqu un seor enfermo que ha inserto un anuncio en los peridicos;solicita una persona para acompaarle empujando su cochecillo.

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    Estuvo un instante pensando en aquel embuste. Me pareci que se quedaba perpleja sinsaber qu pensar de m.

    -No -dijo por fin-; aqu no hay ningn seor enfermo.-No? Un seor de cierta edad, dos horas diarias de paseo, cuarenta re por hora.-No.-Entonces, le ruego una vez ms que me perdone -dije-. Quiz sea en los bajos. Quera

    simplemente recomendar a un conocido mo por quien me intereso. Yo me llamo WedelJarlsberg.

    Me inclin de nuevo y me retir. La joven enrojeci hasta el blanco de los ojos. En suembarazo, permaneci quieta y me sigui con la vista hasta que baj la escalera.

    Haba recobrado la tranquilidad, y mi cabeza estaba despejada. Las palabras de la joven-que no tena nada que darme hoy- me haban hecho el efecto de una ducha fra. Haba llegado alextremo de que el primer llegado me sealara con el dedo y se dijera: He aqu un mendigo, uno

    de esos a los que las gentes "bien" tienden su comida por el resquicio de una puerta.En la calle de los Molineros me detuve ante un restaurante y sabore el olor apetitoso de

    la carne que asaban en el interior. Ya tena en la mano el picaporte e iba a entrar sin objetopreciso, pero me contuve a tiempo y me alej. Al llegar a la plaza del Gran Mercado, busqu unsitio en donde descansar un momento. Todos los bancos estaban ocupados, y fueron intiles lasvueltas que di a la iglesia en busca de un lugar tranquilo donde sentarme. Naturalmente!, me dijecon amargura. Naturalmente, naturalmente! Y segu andando. Di la vuelta hacia la fuente quehay en el rincn del Mercado de la Carne, beb un poco de agua y prosegu la marcha. Mearrastraba poco a poco, parndome largo rato delante de cada escaparate, detenindome paraseguir con la vista cada coche que pasaba. Senta en mi cabeza un calor intenso y luminoso, yun extrao latir en mis sienes. Me sent mal el agua que haba bebido, vomit en varios sitios

    de la calle. Llegu as al cementerio de El Salvador. Me sent, con los codos en las rodillas yla cabeza entre las manos. Recogido en aquella posicin, me encontraba bien y no senta elroer de mis entraas.

    Un cantero permaneca inclinado sobre una gran piedra de granito, junto a m,grabando una inscripcin. Llevaba gafas negras y me record de repente a un conocido, alque casi haba olvidado, un hombre que estaba empleado en un banco, y que haba encontradohaca algn tiempo en el caf Oplandsk.

    Si al menos pudiera ocultar mi vergenza y dirigirme a l! Le dira toda la verdad.Lstima que aquello no fuera cierto en un momento en que tan mal me encontraba en lavida! Poda darle mi abono de la peluquera... Pardiez, el abono del peluquero! Bonos porvalor casi de una corona! Busco nerviosamente el precioso tesoro. No hallndolo en seguida,

    me pongo en pie de un salto, busco; un sudor de angustia cubre mi frente, y por fin loencuentro en el fondo de mi bolsillo interior con otros papeles, blancos o escritos, sin inters.Cuento y recuento los seis billetes, tan pronto en un sentido como en otro. No tengo grannecesidad de ellos. El ir sin afeitar puede ser un capricho, un antojo que me ha dado. Y yo poda ser dueo de media corona, de una hermosa media corona toda blanca, en plata deKnigsberg! El banco cerraba a las seis y poda encontrar a mi hombre ante el Oplandsk entresiete y ocho.

    Durante un gran rato me alegr este pensamiento. Pasaba el tiempo, el viento soplabafuerte en los castaos vecinos, y caa la tarde. No sera ridculo ir sin ms ni ms a ofrecerseis bonos para afeitarse a un joven que estaba empleado en un banco? A lo mejor tendra en

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    el bolsillo diez bonos completamente llenos de billetes ms elegantes y limpios que los mos;quin sabe! Me palpaba los bolsillos en busca de alguna otra cosa que agregar al bono, perono encontraba nada. Si pudiera siquiera ofrecerle mi corbata! Poda muy bien pasarme sinella, con tal de abrocharme la americana hasta el cuello; cosa que de todos modos tena quehacer, porque careca de chaleco. Me quit la corbata, una gran pechera que me cubra lamitad del pecho, la dobl con cuidado y la envolv en una hoja de papel blanco con el abonode la peluquera. Luego abandon el cementerio y baj hasta el Oplandsk.

    Eran las siete en el reloj del Depsito. Me pase por las proximidades del caf, pasuna y otra vez ante la verja de hierro, mirando con atencin, vigilando cuidadosamente a losque entraban y salan. Por fin, hacia las ocho, vi al joven, fresco y elegante, subir la calle ycruzar hacia la puerta del caf. Al divisarle, mi corazn salt en el pecho como un pajarillo, ycorr hacia l, sin saludarle.

    -Deme media corona, amigo! -le dije, y hacindome el desahogado aad-: Aqu

    tiene su valor! -y le puse en la mano el paquetito.-No la tengo -dijo-. Dios me es testigo de que no la tengo! Y puso boca abajo el

    bolsillo ante mis ojos-. Estuve de juerga anoche y me qued limpio. Crame, no tengo la mediacorona.

    -S, s, es muy posible! -contest.Cre lo que me deca. No tena ningn motivo para mentir por tan poca cosa. Me

    pareci, adems, que sus azules ojos estaban hmedos, mientras buscaba en sus bolsillos sinhallar nada. Me retir.

    -Excseme! -dije, porque estaba un poco avergonzado.Ya haba recorrido un trecho de la calle, cuando me llam, alargndome el paquete.-Gurdeselo, gurdeselo! -contest-. Se lo doy de todo corazn. Es poca cosa, una

    fruslera, casi todo lo que poseo en la tierra.Mis propias palabras me conmovieron, tan desolado era su tono en la penumbra del

    crepsculo, y me ech a llorar.El viento refrescaba, las nubes corran furiosamente por el cielo y haca cada vez ms

    fro, segn iba cayendo la noche. Llor a lo largo de la calle, cada vez ms apiadado de mmismo, repitiendo de vez en vez algunas palabras, una plegaria que me volva a arrancarlgrimas siempre que pretenda contenerlas: Dios mo, qu desgraciado soy! Qudesgraciado soy, Dios mo!.

    Pas una hora, con una lentitud infinita. Permanec gran rato en la calle del Mercado,sentndome en los escalones, disimulndome bajo las puertas cocheras, cuando alguien iba apasar, acechando, sin pensar en nada, las pequeas tiendas iluminadas, en que la gente se mova

    entre mercancas y dinero. Por ltimo, hall un clido rincn detrs de una pila de planchas,entre la iglesia y el Mercado de la Carne.

    No, no volvera aquella noche al bosque, pasara lo que pasase! No tena fuerzas, y elcamino era tan infinitamente largo! Procur acomodarme lo mejor posible, decidido a pernoctaren donde estaba. Si llegase a hacer demasiado fro, podra pasearme un poco por el lado de laiglesia; no tena intencin de dar ms paseos! Me recost contra la pila de planchas, bienacurrucado.

    El ruido disminua a mi alrededor, las tiendas se cerraban, los pasos de los peatones erancada vez menos frecuentes, y poco a poco se hizo la oscuridad en todas las ventanas...

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    Abr los ojos y percib una silueta ante m. Los bruidos botones, que reflejaban en lasombra, me hicieron sospechar que era un polica. No poda ver su rostro.

    -Buenas noches! -dijo.-Buenas noches! -contest, lleno de miedo.Me levant muy azorado. l permaneci un instante inmvil.-Dnde vive usted? -pregunt.Por la vieja costumbre y sin reflexionar, le di mi antigua direccin, la de la pequea

    buhardilla que yo haba dejado.Permaneci inmvil un momento.-He hecho algo malo? -pregunt ansiosamente. -Nada, en absoluto! -contest-. Pero

    debe usted marcharse a su casa, hace demasiado fro para dormir aqu.-S, hace fresco; lo estoy notando.Le di las buenas noches, e instintivamente tom el camino de mi antiguo domicilio. Con

    precaucin, podra muy bien subir sin ser odo; la escalera slo tena ocho tramos, y los escalonesno crujan ms que en los dos ltimos.

    En la puerta me quit los zapatos. Sub. Todo estaba tranquilo. En el primer piso o ellento tictac de un reloj y a un nio que lloriqueaba; despus no o nada ms. Encontr la puerta demi habitacin, la levant un poco sobre los goznes y la abr sin llave, como haca siempre. Entr ycerr la puerta sin hacer ruido.

    Todo estaba tal como lo haba dejado, los visillos recogidos en las ventanas y la camaestaba vaca. Sobre la mesa distingu un papel. Quiz fuera mi carta para la patrona, que nohabra subido desde que me march. Alargu la mano temblorosa hacia la blanca mancha, y vicon estupefaccin que era un sobre. Un sobre? Lo cojo y me acerco a la ventana, miro tantocomo puedo en la oscuridad aquellas letras mal trazadas, y por fin descifro mi propio nombre.

    Ah! -pienso-. Una respuesta de la patrona, una prohibicin de volver a poner los pies en elcuarto, en caso de que tuviera intencin de volver a buscar albergue.

    Y lentamente, muy lentamente, salgo de la habitacin con los zapatos en una mano, lacarta en la otra y la colcha bajo el brazo. Al bajar los escalones que crujen, me hago ms ligero,aprieto los dientes; por fin, llego sin dificultad al pie de la escalera, y heme de nuevo en el portal.

    Me pongo los zapatos, tomndome tiempo para atarlos, y perm