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PUBLICACIONES DE DA ACADEMIA ECUATORIANA CORRESPONDIENTE DE EA ESPAÑOEA JUAN LEON MERA, MIEMBRO FUNDADOR DE DICHA ACADEMIA LA DICTADURA Y LA RESTAURACIÓN EN LA REPÚBLICA DEL ECUADOR ENSAYO DE HISTORIA CRITICA Obra inédita que se publica en conmemoración del primer Centenario del nacimiento de su Autor /y y- ,/ QUITO—ECUADOR EDITORIAL ECUATORIANA I932 /

ensayo de historia crítica

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PUBLICACIONES DE DA ACADEMIA ECUATORIANA

CORRESPONDIENTE DE EA ESPAÑOEA

JUAN LEON MERA, MIEMBRO FUNDADOR DE DICHA ACADEMIA

LA DICTADURA Y

LA RESTAURACIÓN EN LA

REPÚBLICA DEL ECUADOR

ENSAYO DE HISTORIA CRITICA

Obra inédita que se publica en conmemoración

del primer Centenario del nacimiento de su Autor

/y y-

,/

QUITO—ECUADOR

EDITORIAL ECUATORIANA

I932 /

PUBLICACIONES DE LA ACADEMIA ECUATORIANA

CORRESPONDIENTE DE LA ESPAÑOLA

JUAN LEON MERA, MIEMBRO FUNDADOR DE DICHA ACADEMIA

LA DICTADURA Y

LA RESTAURACIÓN EN LA

REPÚBLICA DEL ECUADOR

ENSAYO DE HISTORIA CRITICA

Obra inédita que se publica en conmemoración

del primer Centenario del nacimiento de su Autor.

QUITO—ECUADOR EDITORIAL ECUATORIANA

1932

INDICE

PJGS.

Juan León Mera, prólogo del Editor I Proemio 1 Capítulo I . —Los Conservadores y el Gobierno

del Dr. Borrero 7 Capítulo I I . —La Revolución 24 Capítulo I I I . - La Convención de Ambato y el

Gobierno de Veintemilla 48 Capítulo IV. — Candidatos para la Presidencia.

El golpe de Estado 86 Capítulo V. —Primera campaña de Esmeraldas. 108 Capítulo VI . —Primera campaña del Norte 121 Capítulo V I I . —Primeras tentativas de reacción en

el Centro , 136 Capítulo V I I I . —Segunda campaña del Norte 149 Capítulo I X . —Segunda campaña del.Centro 156 Capítulo X . - Anúdase la interrumpida campaña

del Centro . 170 Capítulo X I . - Toma bríos la reacción del Centro

y prosigue la campaña 184 Capítulo X I I . —La misma campaña, Nuevos alti­

bajos de la guerra 195 Capítulo X I I I . —Rehacimiento del Dr. Sarasti.

Nuevo vigor de la campaña 206 Capítulo X I V . —La expedición del Sur 233 Capítulo X V . —Campaña de Quito. El 8 de enero. 246 Capítulo X V I . —Ultima campaña del Norte 253 Capítulo X V I I . - Batalla y toma de Quito 262 Capítulo XVIII. —El Gobierno Provisional. Reac­

ción en Los Ríos 274 Capítulo X I X . —Segunda campaña de Esmeraldas.. 281 Capítulo X X . - Campaña de Mapasingue. Asalto

y toma de Guayaquil 294 Parte de la Batalla 305 La participación del General Alfaro en la campaña

de Mapasingue 314

JUAN LEON MERA

La Academia Bcuatoriana, Correspondiente de la Bspañola, dióme el honroso encargo de edi­tar, con ocasión del primer centenario del naci­miento de uno de los eminentes fundadores de ese ilustre Cuerpo, don Juan León Mera, su Historia de la Dictadura y la Restauración, que se conservaba aun inédita.

Ninguna comisión podía serme más grata, porque el señor Mera tiene para mí no sólo el atractivo de sus merecimientos literarios v la re-comendación de sus brillantes y abnegados servi­cios al país, sino el imán, altamente sugestivo, de la comunidad de ideal y de doctrina. Desde muy joven, lie mirado a Mera como Maestro y guía esclarecido, como vidente precursor de la acción religiosa actual 3- uno de los más doctos y esforzados adalides de la sagrada causa de la civi­lización cristiana en nuestra Patria. A través de los años, y por encima del sepulcro, es placentero darse la mano con los varones que han luchado por la cultura moral y espiritual de los pueblos y rendirles pleitohomenaje de gloria.

Séanie permitido bosquejar brevemente la vida y obra literaria de aquel preclaro varón.

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I

Nació Mera en la ciudad de Ambato, el 2S de junio de 1832, año eu que comienza a desen­volverse eu el Ecuador la lúgubre historia de sus trágicas luchas domésticas, perdido ya, o amenguado a lo menos, el incontrastable ascen­diente que hasta entonces tuvo el Fundador de la patria. Bautizóle el mismo día del nacimiento, conforme a las piadosas costumbres de la época, el doctor Joaquín Miguel de Araujo, el más re­nombrado teólogo a la sazón, a quien pagaría Mera, andando los años, la dádiva de su inicia­ción en la vida cristiana, con magnífica aunque incompleta biografía.

Su padre, don Pedro Mera, se había alejado del hogar desde antes del alumbramiento de su esposa; y hubo de hacer los oficios paternos y los suyos propios, doña Josefa Martínez, amparada, a su vez, por su madre, doña María Juana Vas -

conez v. de Martínez. Como González Suárez, tan amigo suyo, Mera recibió de su madre la in­fluencia decisiva, la huella más honda y durade­ra. Klla—sobrábale inteligencia y virtud—tuvo que improvisarse maestra para la enseñanza y modelación primeras del hijo de su amor, tan temprano marchito. La infancia de Mera, triste y melancólica, decurrió en la aldea de Atocha, entre los rústicos indios y campesinos, en la aus­tera pobreza de la quinta familiar. Acostumbróse así desde la cuna a dar preeminencia a lo espiri­tual , al culto de la humildad y de los humildes, a la estima del pueblo, a la preocupación cons­tante por la suerte de los pobres.

Un varón de virtud y talento raros, juriscon­sulto notable más tarde, hizo las veces de profe-

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sor de segunda enseñanza y de verdadero Mentor en la iniciación literaria de Mera: el doctor Nico­lás Martínez, su tío materno. Apenas mayor que su discípulo con once años, la juvenil gra­vedad del carácter de Martínez le dio tal ascen­diente sobre Mera que llegó a trocarse en magis­terio de probidad; y los vínculos entre los dos fueron de verdadera comunión de almas, de ínti­ma fraternidad espiritual, ( i ) Más tarde, en 1845, otro tío suyo, el doctor Pablo Vásconez, Ministro de Ascásubi y Noboa y Presidente de la Corte Suprema, dióle también breves lecciones de gramática. L,a educación de Mera fue, pues, fragmentaria y superficial; e inmensa su propia labor para la instrucción y formación moral. ¡Asombroso modelamiento personal del carácter que—haciéndole subordinar su voluntad a la de su amada madre— (2) convirtió a hombre de vehementes pasiones, irascible y fogoso, en pro­totipo de serenidad, de noble tolerancia en el trato social y en las luchas doctrinarias, de eleva-

(1) «En las vacaciones, expresa Mera en la biogra­fía del Dr. Nicolás Martínez, solía venirse a Ambato, o más propiamente a Atocha, la quinta donde residía su familia. Componíase ésta de su madre, de la mía y de mí: grupo rodeado de silencio y de paz, de armonía y dulzura, y animado constantemente por el trabajo, guar­dián de la virtud y fiador de la conciencia. Mi abuela era toda una quintera. La presencia del amado y alegre estudiante auumentaba por dos meses el encanto de ese hogar bendecido por Dios.» (Revista Ecuatoriana, Fe­brero de 1891.)

(2) Cuando su madre murió en 1887 pudo escribir: (<Me queda un gran consuelo: la he amado mucho, la he obedecido siempre, y no me acuerdo haberle causado el más pequeño disgusto.»

VIII

do dominio sobre sí mismo en los certámenes de la vida cívica!

Iva. belleza de la provincia natal fué también uno de sus mejores maestros. A ella debió en mucho el despertamiento de su vocación artística. E n 1852, cuando frisaba con los veinte años, vino a Quito para perfeccionar sus conocimientos de dibujo, así de la figura humana, como del paisa­je, en el estudio del mejor artista que por enton­ces teníamos, don Antonio Salas. Empero, la enseñanza no debía prolongarse mucho tiempo. El discípulo comenzó bien pronto a suspirar por la libertad campestre, a añorar la atracción del hogar y la hermosura de la naturaleza; y se volvió a Atocha, a continuar ejercitando allí el pincel, en bellas acuarelas, de índole religiosa las más, que aun le daban algún recurso mitigador de su pobreza. De tarde en tarde, volvió a la pintura, como sedante en medio de sus arduas la­bores y fatigas.

E l año de 1853 señala la triunfal entrada de Mera en el campo de la gloria literaria. Ya an­tes había compuesto algunas poesías: él mismo nos recuerda que su musa adolescente y sin estu­dio despertó en 1845, al conjuro de la libertad. Aquellos primeros versos, quedaron arrumbados; no así los de 1853. Enviados a Martínez, que residía en Quito, éste se los presentó al doctor Pedro Fermín Cevallos, entonces en el apogeo de su influencia política, al doctor Ramón Miño, a don Juan Montalvo; y todos le calificaron de ver­dadero poeta. Riofrío, que se hallaba igual­mente en el pináculo de su renombre literario, gustó también sobremanera de aquella fácil ver­sificación y de la agradable placidez de su mu­sa, contrastante con la turbulencia política de

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aquellos días. Mera entraba con pie derecho en el Parnaso, y era recibido fraternalmente en los cenáculos literarios de la época.

Tan benévola acogida estimuló al nuevo can­tor; y desde entonces, según cuenta en la Ojeada, se dedicó a estudios serios. Y añade: «Juzgué des­de luego que, si era preciso conocer la poesía de otras naciones, el poeta hispano-americano debía de preferencia educarse en la escuela española, y me consagré a leer y estudiar los buenos modelos del Parnaso castellano; pero comprendí también que era conveniente evitar la imitación servil aun de esos modelos. No por ésto, eso sí, dejé de imitarlos hasta formar mi gusto artístico como deseaba». Desde entonces tuvo la intuición feliz de la necesidad de prudente y sano nacionalismo o americanismo literario, que había de ser una de las mayores glorias de Mera como poeta y no­velista.

Sedúcenle en esa época los románticos espa­ñoles, por la similitud de genio y exuberancia de fantasía; Martínez de la Rosa y Zorrilla, espe­cialmente, avivaron en él el sentimiento poético. Déboles, agrega en sus Recuerdos y Apuntes va­rios•, mi vocación. «Corriendo los años, el gusto formado y depurado por la lectura de obras maes­tras v la meditación, ha venido a modificar mi juicio respecto de mis primeros ídolos: ha sido necesario erigir aras a otros, que las merecen con más justo título».

Reflejo de esas prístinas influencias, fué el primer libro de poesías, aparecido en 1858, año trágico en que se incubó, en la liza parlamenta­ria, la gran revuelta del siguiente, formidable reacción del civilismo contra el poderío militaris­ta. Revelaba esa colección la pluralidad de ge-

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nios que en Mera había: junto a los versos serios, estaban allí letrillas, sátiras, fábulas, epigra­mas. . . ., en suma un conjunto heterogéneo, hijo de feliz facilidad y ubérrima imaginación y senti­miento. Otra vez Riofrío volvió a amparar con su elevado patrocinio la brillante muestra del ju­venil numen de Mera. Fuera de la patria, sabo­reóse asimismo con deleite la Colección, donde se adivinó la originalidad del poeta y su vivo anhelo de dar colorido local a su obra literaria.

Mientras preparaba su primera cosecha poé­tica, hacía también su noviciado en la vida polí­tica. Partidario de la legalidad, se afilió al go­bierno de Robles, bien que éste no fuese en su conducta fiel a los ideales que Mera propugnaba con acendrado romanticismo democrático. En­tendemos que su legalismo le hizo mirar con malos ojos la actitud de García Moreno en el Congreso de 1858 y en el primer período de la guerra civil, especialmente por la busca del auxi­lio peruano.

Mas, muy luego, el gran tribuno de 1858 en­dereza varonilmente sus pasos frente al mismo Gobierno peruano y a su nuevo aliado, el gene­ral Franco. Y tan gallarda aparece a todos su actitud patriótica, tan heroica su conducta, tan inmensa su ubicuidad, que aun sus adversarios vuelven a él sus miradas para elevarle a la pri­mera magistratura, apenas terminada la lucha.

Blegido Mera, a pesar suyo y en mérito de la discreción de su conducta, según relata Ceva-llos, diputado a la Constituyente, tuvo a honra contribuir con su voto a la significativa unanimi­dad (faltó sólo un voto, el del Dr. Francisco Moscoso, diputado por el Azuay) con que fué

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electo García Moreno para Presidente constitu­cional.

«Entonces conservaba yo, dice Mera en la Ojeada, algunos resabios liberalescos, reliquias ele las locuras de mi primera mocedad y pertene­cía a la oposición. Sostuve con calor mis princi­pios y alguna vez me hallé en la arena frente a frente a dicho general (habla de don Juan José Flores)». En efecto, Mera fué uno de los que más contribuyeron en la Convención a dar al país, a imitación de la última Carta granadina, un Estatuto liberalísimo y descentralizador, rom­piendo con todos los moldes hasta entonces en boga en nuestra patria. Empero, ¿qué mucho era aquello, cuando el mismo García Moreno ha­bía dado el ejemplo de las reformas audazmente democráticas, al consagrar en el decreto de elec­ciones para la Constituyente el sufragio universal y la igualdad de los departamentos, principios desconocidos hasta ese día? Todos los hombres de la época tenían cual más, cual menos, los mismos «resabios», como forjados en idéntico troquel, el de la harto mezclada e impura enseñanza que se daba en el país.

¿En qué consistieron esos vestigios del libe­ralismo de su primera juventud? No en lo sus­tancial de su criterio religioso, pues Mera aprobó en este punto todas las reformas que, deseoso de impulsar el reflorecimiento espiritual del país, propuso García Moreno: el Concordato, la admi­sión de institutos religiosos y el restablecimiento de la Compañía de Jesús. Como miembro de la Comisión Eclesiástica, Mera secundó la labor de algunos ilustres clérigos que integraban el Cuer­po Constituyente, como los Ereiles y los Hidal-

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gos. Sólo en materia de fuero eclesiástico y de diezmos, manifestó ideas imprecisas.

Su liberalismo, más bien dicho sus tenden­cias excesivamente democráticas, se circunscri­bieron a lo político: extensión de la ciudadanía aun a los que no sepan leer, ni escribir; estable­cimiento de asambleas provinciales para favorecer la autonomía seccional, sin caer en el federalis­mo; reunión anual de los congresos; limitación de las facultades del Poder; elección de goberna­dores y magistrados de las Cortes por el pueblo; libertad absoluta de imprenta, abolición de la pena de muerte: he aquí algunas de las reformas que Mera propuso impetuosamente, llevado de sus sentimientos republicanos. Fué el diputado que más trabajó y habló en pro de la supresión de la pena capital, que la Asamblea abolió sólo para los delitos políticos.

Iva labor de Mera como legislador se limitó casi siempre a breves observaciones en las juntas públicas y, sobre todo, a la ilustración, secreta y modesta, del parecer de las comisiones. Carecía del don de la palabra hablada, como muchos de los hombres a quienes la Naturaleza ha concedido la dádiva, más duradera en sus efectos, de la pa­labra escrita.

Si en lo político hizo Mera sus primeras ar­mas en 1861, revelándose hombre de pensamien­to y de lucha, en lo literario alcanzó aquel mismo año magnífico triunfo, que vino a consolidar y extender su ya merecida fama de poeta. Nos re­ferimos a la aparición de La Vií'gen del Sol que, después de paciente revisión de su noble e in­signe amigo don Julio Zaldumbide, vio la luz en los mismos días en que estaba reunida la Asam­blea. Algunos años duró la elaboración de la

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sugestiva Leyenda: la Inspiración había sido es­crita eu 1854, en el pueblo de Baños, gigantesca rotura de la Cordillera, por donde los ríos inte­randinos se precipitan en el Oriente, abriendo a éste puerta natural. ¿Qué musa verdadera no despertará fascinada por el estupendo panorama de esa porción de nuestra tierra? Bu 1857 leyó y encomió la leyenda García Moreno; e igual­mente favorable fué el voto de sus benévolos guías literarios: Cevallos y Riofrío. Aun el aus­tero P. Solano, polígrafo eminente, pero implaca­ble crítico, no pudo menos de aplaudir aquella versificación fácil y armoniosa y la pureza de la expresión. Con esa obra y con Melodías Indíge­nas-, compuesta en 1860, ratificó Mera su volun­tad de dar color nacional, sabor de la tierra a su labor literaria. Esta fué una de las formas, no la menor, de su ardiente y luminoso patriotismo.

Ya desde esa época colaboraba Mera en mu­chos de los periódicos serios que se editaban en nuestra patria: El Iris, órgano de los ilustrados fundadores del Colegio de La Unión, mereció es­pecialmente su preferencia, a causa de su ejem­plar y fecunda labor literaria.

Terminada la Asamblea, volvió Mera a su tranquilo oasis de Atocha a continuar la vida de estudio y hogar. En el siguiente año, contrajo matrimonio con la bella y virtuosa dama doña Rosario Iturralde, mujer digna de él, y la única que amó en su vida. Fruto de aquella feliz y tranquila unión, fué una familia larga y benemé­rita, que recibió de Mera herencia de talento, de virtud y letras. Su vida de hogar fué apostolado continuo, apostolado del más alto esplritualismo, de extraordinaria abnegación y solicitud cristià-

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na. ( i ) Bn La Escuela Doméstica dio más tarde lecciones de pedagogía familiar para otros hoga­res, lecciones en que expresó lo que él mismo había practicado en el suyo.

Los años que sucedieron a la clausura de la Constituyente fueron de los más fecundos para la preparación de Mera como intrépido controversis­ta y defensor de los intereses católicos. Bl pre­claro historiador ecuatoriano, doctor don Pedro Fermín Cevallos, burlonamente escéptico a la sa­zón, escribió en la Biografía de Mera que lleva el año de 1863, una frase que a no dudarlo debió de herir profundamente a su amigo, pero estimular­le a la vez para la consagración al robustecimien­to intelectual de sus convicciones religiosas: «Aun hay otra especialidad que se distingue de claro en claro en las producciones de Mera, a sa­ber: un candor y limpieza de corazón, y una con­fianza y fe en los misterios y verdades de la reli­gión de Jesús, que no pertenecen a nuestros tiempos. Sin irse a más ni venir a menos de lo que enseña la Iglesia, atiénese a las lecciones que le dio la madre, y a las primeras pláticas que

( l ) Una de sus mayores amarguras en el hogar fué el que alguno de sus hijos no conservase la fe. «Siento, le escribía a Trajano, que al darte mi sangre y mi nom­bre, no haya podido darte el alma, para que en todo sea­mos uno». Y con exquisita prudencia y perspicacia, le añadía: «Eres libre para pensar y juzgar en todo; pero yo quisiera que conocieses bien las cosas sobre las cuales piensas. . . . para que no te e x t r a v í e s . . . . . . L,as cartas a Trajano, su hijo primogénito, pintan por sí solas el alma de Mera y le presentan como admirable educador. En ella resplandecen sus tres grandes amores: la familia, la patria, la Iglesia.

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Oyó al cura de su parroquia». El acervo doctri­nal de Mera era, efectivamente, reducido, pero no tan mezquino como suponía Cevallos. A par­tir de 1864, el criterio político-religioso, hasta entonces impregnado de galicauismo y liberalis­mo católico, comienza a cambiar en nuestra pa­tria; y esa evolución general fué provechosísima para Alera, quien poco a poco llegó a adquirir la plena luz de la verdad y aquel acrisolado sentido cristiano, con que había de brillar más tarde en la tribuna parlamentaria, en la cátedra periodís­tica y en la vida social toda.

Años después pudo escribir: «Profeso las doctrinas católicas, no por la razón que he oído aducir a muchos, de que ellas fueron las de nues­tros padres;—razón falsa y movediza que puede aplicarse al error y la mentira, y con la cual dis­culparíamos hasta a los adoradores del elefante blanco de Siam: yo soj' católico, no porque mis padres tuvieron la dicha de serlo, sino por el pro­fundo convencimiento que tengo de la verdad y bondad del catolicismo». (Cartas a don Juan Valera. Ojeada, 571.)

E n 1865, los amigos de García Moreno obtu­vieron el nombramiento del ya afamado escritor para Secretario del Senado, nombramiento que sorprendió al beneficiario. F u é ese congreso, dice él mismo en sus Apuntes, uno de los peores que ha habido; pero el señor Mera tuvo la fortu­na de evitar toda ingerencia en los asuntos que pudieron menguar su honra; y contribuyó, a par del doctor Nicolás Espinosa, Presidente del Se­nado y liberal honorabilísimo, a que no se lleva­sen a cabo actos vergonzosos para dicha legisla­tura. Algunos miembros del Partido de oposición al Presidente cesante, con quien Mera tenía ya

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estrechas vinculaciones políticas, colmáronle de ultrajes por su labor prudente y atinada. Duran­te esa Legislatura compuso la letra del hermoso y valiente Himno Nacionalde nuestra Patria.

Terminado el Congreso, fué llamado por el Ministro doctor Manuel Bustamante a servir el cargo de Oficial Mayor del Ministerio de lo Inte­rior y Relaciones Exteriores. Bse empleo equi­valía en el escalafón administrativo de entonces al de Subsecretario. Fué esta nueva prueba de la alta estima que ya para entonces se hacía ge­neralmente, de las eximias dotes de inteligencia, ilustración y probidad políticas de Mera.

Dos anos incompletos había servido ese car­go cuando sobrevino la borrasca que echó al suelo a Carrión. Iniciada la oposición en la Legisla­tura del 67, apeló el Gobierno al imprudente arbi­trio de apresar a varios de los senadores y dipu­tados, con lo cual sobreexcitó las pasiones y el Congreso inició acusación contra el Presidente y su Ministro don Manuel Bustamante. Al verse perdido ante el concepto general, formó Carrión nuevo Ministerio, de índole conservadora; mas, como la acusación siguiese, se arrepintió de lo hecho y pretendió constituir un Gabinete liberal, cual señuelo para atraer a este partido: plan pér­fido que indignó a todos, conservadores y libera­les. Los ministros renunciaron sus puestos, al vislumbrar que el Gobierno jugaba con ellos; y los subsecretarios Mera y Vicente Lucio Salazar no quisieron quedarse rezagados en ese movi­miento de reacción de la altivez nacional. Son quizás excesivos los términos en que dieron cuen­ta de su renuncia los dos patriotas:

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«Cuando entramos a servir de oficiales mayores en los Ministerios del Interior y Relaciones Exteriores y de Hacienda, llevamos a nuestros destinos ideas propias, doctrinas arraigadas en el alma en materia de política, honradez no desmentida y mucho pundonor. En todo el tiempo de nuestro servicio al Gobierno hemos empe­ñado nuestra pequeña influencia para inclinarle a buena parte, al lado de la justicia y la razón, incesantemente proclamadas por el partido a que pertenecemos. El Se­ñor Carrión y el Señor Bustamante nos dieron muestras de que aceptaban este partido, y aunque muchas veces les vimos vacilantes y hasta errados en sus actos, y no dejamos de oponerles razones de peso, a nuestro ver, esperamos que los acontecimientos les pondrían defini­tivamente en el buen camino. Pero nos hemos enga­ñado: a la sombra de falsas promesas se ha estado ju­gando con nuestro destino, y, lo que es peor, con el destino y la honra de la Patria Ayer, en pleno Se­nado, ha caído el telón que encubría la verdad y la he­mos visto clara y palpable, y la ha visto el público ente­ro. ¿Qué hacer en tal caso? Alejarnos indignados del monstruo que había querido hundirnos en la infamia, huir de la tempestad de lodo suspendida sobre nuestras cabezas. Así lo hemos hecho y nuestros nombres han quedado limpios. El transcurso de pocas horas en la vacilación nos habría perdido; pudo habernos tomado con el empleo todavía en la mano el terrible Voto de cens7ira del Congreso contra el Gobierno a quien acaba­mos de dejar.

Ea Providencia que vela por la virtud, cuida también de la honra de sus hijos, y ha salvado la nuestra.»

Caído el gobierno, el Vicepresidente doctor Pedro José de Arteta, tornó a llamar a los Minis­tros y Subsecretarios renunciantes. Mera, pues, volvió a servir ese laborioso cargo, con la infati­gable diligencia y alteza de patriotismo que fue­ron siempre distintivo de su austera vida pública.

En medio de las altas labores de la política activa, Mera no daba de mano a las Musas y a la pluma. Su lealtad y admiración le llevó a de-

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dicar a García Moreno el espléndido canto a Los Héroes de Colombia. Bn 1868 apareció su pri­mer libro en prosa: la Ojeada Histórico- crítica sobre la Poesia ecuatoriana, libro en que se reveló historiador y maestro eximio, quizás muy severo, de la crítica literaria. El autodidacta se erguía ya como educador del gusto artístico de sus contem­poráneos.

Por entonces fué Mera inmerecidamente bal­donado en El Joven Liberal, hoja periódica que dirigía el doctor Marcos Bspinel. Más tarde este mismo político descubrió que el autor de aquellos denuestos había sido el brillante prosador don Juan Montalvo, la más alta figura literaria de la oposición liberal, como ya comenzaba a serlo Me­ra en el campo conservador. Para la casi siempre serena y nobilísima pluma de Mera, Montaivo fué enigma de pasión y de odio. ¡Qué contras­te entre los dos eminentes escritores!: superior Montalvo en el decir castizo y elegantemente ar­caico; Mera, en cambio, le excedía con quince y raya en talla moral, en robustez de inteligencia creadora, en flexibilidad de ingenio, en solidez y estructura orgánica de la doctrina.

Mera contribuyó con su consejo a la revolu­ción de 1869, paso equívoco en la política de Gar­cía Moreno y en la de su insigne colaborador. Todavía los prohombres católicos no alcanzaban a llevar a la acción cívica la lógica íntegra, aun­que severa, de sus doctrinas. Mera sirvió a Gar­cía Moreno, en el primer bienio de ese período, como Gobernador de Tungurahua y luego como redactor del periódico oficial.

Bn febrero de 1873 volvió a colaborar en la Gobernación de aquella provincia,. cargo en el cual manifestó su ardiente celo por la instrucción

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pública y por el mejoramiento de la condición del indio. Cuando entró a servirlo, dice Mera en su segunda Carta al doctor Juan B. Vela, el número ele escuelas de Tungurahua era solamente el de 17, incluyéndose en él las privadas, o sea las más numerosas. Bn 1875, ascendieron a 74, con 3.896 alumnos. Al entusiasmo de Mera se de­bieron asimismo el progreso que tuvo el Colegio Bolívar y la construcción del plantel de ninas, cuyo establecimiento truncó la muerte de García Moreno. Para'secundar el afán del Presidente por la rehabilitación intelectual del indio, Mera se empeñó en que se cumpliera respecto de éste la lej^ de 1871 que declaró obligatoria la enseñan­za primaria; y, en efecto, a pesar de las represen­taciones que hacían individuos seudo liberales, logró magníficos triunfos en ese sentido. Los luminosos informes que presentó como Goberna­dor son verdaderas monografías de su provincia.

Los gobernadores en esa época podían con­currir a las legislaturas. Mera fué Senador en 1873; y en ese Cuerpo acreditó ya que sus ideas sociales y políticas iban ascendiendo al ápice de su pureza. Bn 1875 llegó a Quito, para concu­rrir por segunda vez al Senado, en medio del es­tremecimiento de dolor de la sociedad por el ase­sinato de aquel Hombre con quien se había unido en luminosa comunión de sentimientos e ideales político —religiosos. La gravedad de la situación no le dejó tiempo sino para presentar el proyecto de honores a García Moreno y elaborar el mani­fiesto que, modificado por sus compañeros de co­misión, los egregios ciudadanos, doctores Cami­lo Ponce y José Modesto Bspinosa, expidió la Legislatura. Bl deber de conservar el orden, le

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restituyó rápidamente a la provincia de su mando.

A poco comenzaba el período electoral. Los liberales, unidos a corto número de elementos católicos, especialmente de Cuenca, propusieron el nombre del probo repúblico doctor don Anto­nio Borrero. Los conservadores se dividieron: Luis Antonio Salazar, Antonio Flores y el gene­ral Sáenz se distribuyeron las simpatías de ese partido, desheclio a la muerte de su excelso fun­dador. Mera, vacilante en cuanto a la persona, se mantuvo firme en lo referente a la necesidad de la unión. «Para hacer frente al partido libe­ral, que es uno, tenemos también que volvernos uno», escribió al general Yépez. «Predico mu­cho, le añadía, pero mis palabras dan en oídos de piedra. . . . ) ) . Al general Sáenz lepidio que renunciara su candidatura, en pro de la armonía de la agrupación; pero no lo logró. ¡La vanidad personal y ciega, prevalecía sobre el bien patrio! Bl partido conservador estaba perdido. Desde entonces comenzó Mera a ejercer el papel de me­diador, de verdadero arbitro entre las diversas fracciones de su colectividad, papel que le dio poderoso ascendiente político, aunque no siempre fuese escuchado, ni acogidas sus luminosas pre­visiones del porvenir.

La solución del certamen fué la que Mera había antevisto: el triunfo del doctor Borrero, en virtud de la merecida reputación republicana de ese ciudadano, pero sobre todo por la división conservadora. Una vez posesionado el nuevo Presidente, se invitó a Mera para que ejerciera el cargo de redactor del periódico oficial; pero rehu­só justamente. La legislatura, en cambio, le nombró para Ministro del Tribunal de Cuentas,

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alta función en que eran necesarios hombres de su inmaculada honradez. Su nombramiento y el de algunos conservadores más, muy pocos, fué ocasión para que la fracción liberal que había sostenido a Borrero tocara rebato y comenzase la oposición al nuevo magistrado, cuyo nombra­miento, como dijimos en otro estudio, no había sido fin en el plan liberal, sino mero incidente de él, o mejor dicho simple medio para llegar a la conquista absoluta del Poder. Mera fué una vez más objeto de escándalo por sus vinculaciones con el Magistrado recientemente asesinado; y re­cibió vejámenes de ocultos enemigos.

La situación del nuevo gobierno, creación fortuita de fuerzas heterogéneas, fué a poco su­mamente difícil. La acción de la autoridad casi no se sentía, mientras los elementos disolventes trabajaban activamente, a la chita callando. Una parte de la alianza que había llevado al doc­tor Borrero a la primera magistratura, pidióle luego que convocase una Constituyente para la reforma de los Estatutos de 1869, y comenzó agria campaña de prensa para lograr la realización de los puntos secretos del plan de que hemos habla­do. Al mismo tiempo zahería al partido conser­vador y a sus hombres. Mera, sin abandonar la defensa de aquel, pensó en la necesidad de una publicación de más vuelo 3̂ trascendencia, que robusteciendo a la débil y desprevenida auto­ridad, le señalase rumbos en esa hora de crisis. A poco, el 25 de abril de 1876 apareció La Civili­zación católica^ periódico en que los prohombres conservadores, los Ponces, los Herreras , los Es­pinosas, unidos con Mera, hicieron luminosa campaña de ideas, si bien ésta apareció a las ve­ces como labor de oposición, tanto más peligrosa

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cuanto que urgía vigorizar la acción del Poder, Kra preciso perdonarle, en aras del bien comúny

que no comprendiese sus deberes, y que diese más bien alas a sus enemigos con su excesivo apego a los métodos muelles de gobierno, y con su deseo de mostrar que eran innecesarias las fórmulas garcianas.

Borrero ( i ) no alcanzó a vislumbrar el ver­dadero fin que perseguían los esclarecidos redac­tores de aquella hoja, y mostróse irritado, espe­cialmente con Mera, a quien negó una licencia, exigida por grave enfermedad. Bl divorcio entre las fuerzas de orden daba una vez más aliento y brío a los que medraban al amparo de la descom­posición general. Tardíamente se palpó la nece­sidad de la unión, cuando ya se levantó en armas el general Veintemilla. Algunos de los redacto­res de La Civilización Católica, en ausencia de Mera, optaron por suspenderla y dar a luz un periódico de ocasión, para robustecer al gobierno. Mera deploró esa decisión, porque aquella hoja, en que había dejado admirables páginas de doc­trina, iba cooperando a la reconstrucción de su partido.

Ya para entonces se había arraigado en Mera la idea de renunciar, en gracia de la armonía en­tre los católicos, a la denominación de conserva^ dor, y llamar católico al partido, ora porque el fundamento de su política debía ser la doctrina de la Iglesia, ora porque bajo la bandera conser­vadora, según decía el mismo pensador, se agru­paban hombres de principios no católicos, mien-

(1 ) Lo dice Mera en esta misma obra.

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tras había católicos entre los liberales, ( i ) El Dr. Manuel Angulo, entre otros, era vivo ejem­plo de lo segundo: hijo leal de'la Iglesia, cano­nista docto y defensor de los intereses eclesiásti­cos en los Congresos, se apellidaba sin embargo liberal. Mera, su compañero en el Tribunal de Cuentas, meditaba especialmente en ese caso, muy frecuente a la sazón.

Para realizar la armonía indicada e invitar a la acción conjunta, Mera escribió a diversos per­sonajes, entre ellos a aquel que se erguía ya co­mo nuevo jefe: don Vicente Piedrahita, a quien, por desgracia, sacó muy luego de la vida pública la mano del crimen.

Triunfante la revolución de Setiembre, Mera volvió a Atocha. Desde allí aconsejó a sus par­tidarios que cualquier paso que se diese en pro de la reacción, tuviera por fundamento la restau­ración del Poder legítimo, es decir el retorno de Borrero. ¡Bello ejemplo de subordinación de los resentimientos personales en aras del ideal doc­trinario!

( l ) En la biografía del Dr. Nicolás Martínez escri­bió Mera lo siguiente acerca de este mismo punto: « . . . .en el Ecuador hay todavía confusión y por ende, no muy exacto conocimiento ni apreciación cabal de los principios políticos así conservadores como liberales. De aquí proviene que examinados a la luz de sano criterio los que son profesados por algunas personas que se lla­man liberales, vienen a quedar a la postre de simples principios republicanos que están en perfecta armonía con lo que piensan y sienten los conservadores de buena ley, esto es cuantos quieren la república animada y fe­cundada por la doctrina católica, madre y sostén de las verdaderas libertades y de la civilización de los pueblos». (I*a Revista Ecuatoriana, abril de 1891.)

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Mas, por entonces, no debían prosperar los proyectos de restauración. Perseguido, Mera tuvo que ocultarse y llevar vida azarosa y l lena de incertidumbre. E n esa época, sin embargo, acreditó nuevamente la serenidad y flexibilidad de su espíritu, en su admirable y mágica Cu-mandá) la maravillosa novela en que Mera, poe­ta, pintor y prosador, dio libre expansión a su genio y a la exuberancia de su fantasía artís­tica. Soberano modelo, llamó a Cumandá juez tan conspicuo como don José María de Pereda; y muchos literatos eminentes de España y de otros países hicieron iguales encomios de esa obra queT

si no la mejor de Mera, es la que más ha perpe­tuado su renombre.

Desde su retiro, y después desde su querida Atocha, continuó defendiendo con su pluma los sanos principios, las libertades públicas, el orden social quebrantado por la propaganda disociadora y la impiedad patrocinada por el Poder. Usó casi siempre en ese período el seudónimo, único recurso de los que querían permanecer en la pa­lestra. Aparte de sus correspondencias a El Eco de Cordova, Mera colaboró activamente en El Amigo de las familias y en El Fénix-, continua­dores espirituales de la labor doctrinaria de La Civilización católica. É l , Ponce, Espinosa, Her re ­ra estuvieron en esos órganos de publicidad, ínti­mamente unidos para la defensa integérrima de la verdad católica y de los principios republicanos, ligados siempre 3̂ de manera indisoluble en la vida de los pueblos.

B n 1880 su nombre figuró en la lista de opo­sición, como candidato para legislador por la pro­vincia nativa. Luego se lanzó la candidatura presidencial de un amigo fidelísimo, de un her-

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mano casi de Mera, el eximio poeta don Julio* Zaldumbide, candidatura en que convinieron con­servadores y liberales enemigos del Presidente. Todo en vano, pues estaba ya preparado el movi­miento dictatorial, que Mera vio con indignación cívica. Su pluma se puso al servicio de la recon­quista; y para justificarla escribió aquellas encen­didas páginas, que se leen en el capítulo Cuarto de la Historia de la Restauración. Nunca volvió a escribir con mayor fuego, ni intensidad de pa­sión.

Triunfante el movimiento restaurador, en el que, tras penosas vicisitudes, se impuso de nuevo la idea conservadora. Mera trató de dar robustez a su partido y persistió en el plan ya indicado, de 1876: prescindir del nombre de antaño para con­gregar a los que no gustaban de aquel y, en cam­bio, admitían sin rebozo el apelativo de católico. ¡Inútil empresa en país adherido apasionadamen­te a las etiquetas, más que a las ideas mismas! Peligrosa, además, entre nosotros, donde se iden­tifican y confunden fácilmente lo político y lo re­ligioso, v donde las pasiones que suscita el parti­do que la defiende, se traducen fácilmente en odio, a la Iglesia misma. Sin embargo, triunfó pre­cariamente el criterio de Mera y se adoptó en la reorganización conservadora el nombre de parti­do católico republicano: la reciente lucha por las libertades cívicas hacía oportuna esta segunda denominación. Mera recibió el honroso encargo de redactar el programa, que salió como fruto de su docta pluma muy bellamente escrito y pensa-? do: síntesis admirable de la tesis católica en lo

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político-religioso, ( i ) Durante largos años, aun después de proscrito el nuevo nombre de la agru­pación y de restaurado el antiguo, el programa obtuvo acogida general, como expresión elocuen­te de los ideales que debían presidir la acción cí­vica de los ciudadanos católicos en nuestra patria.

Kn los intervalos que le dejaba libre la labor política y doctrinaria, como descanso de ella, acudía a las letras. Fruto de un remanso de paz, en 1884, fué la Historia de la Dictadura y la Restauración que ahora se publica, Historia com­puesta simultáneamente con el estudio sobre la poesía quichua y con otro sobre los Cantares del Pueblo ecuatoriano, que vio la luz en forma de Introducción a la Antología ecuatoriana.

Kn 1885 fué elegido Senador de la provincia de Pichincha, elección en que nos parece ver la mano del limo, señor Ordóñez, con quien estaba unido por vínculos de estrecha y respetuosa amis­tad. Recuérdese acerca de esta amistad el bello saludo de bienvenida que dirigió al eminente y austerísimo Arzobispo en 1889.

Instalado el Congreso de 1885, los Senado­res honráronle con votos para la Presidencia de la Cámara, en competencia con el ilustre estadis­ta Dr. don Luis Cordero: triunfó éste, y Mera ob­tuvo la Vicepresidencia. Su labor fue diligente, prudentísima, llena de variedad.

( l ) «El programa original, indica Mera en la bio­grafía de Martínez, era más abierto y explícito en lo to­cante al apoyo que el Gobierno civil debería prestar al clero, y la comisión examinadora lo redujo a los términos en que fué aprobado y se publicó».

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Bn ese año presentó, su célebre proyecto so­bre fundación de escuelas matinales para la raza india, a la cual se destinó el impuesto subsidia­rio. Bl proyecto, objetado en dicha legislatura por el Bjecutivo, fue ley en el siguiente año, pe­ro nunca se cumplió con eficacia, ni entusiasmo. No podemos menos de recordar también que sos­tuvo ardientemente el proyecto por el cual se con­cedió al limo, señor González Suárez, como estí­mulo para las investigaciones históricas que hacía en Sevilla, la pensión de un mil doscientos sucres anuales. Mera y González Suárez tuvieron cor­dial amistad y aprecio mutuo: cuando la tormen­ta que sobre éste se desencadenó con motivo de la publicación del tomo cuarto de su historia, el es­critor ambateno apoyó moralmente al insigne ar­cediano.

Al siguiente año, mereció ser elevado a la Presidencia de su Cámara, habiendo sido su rival en la elección el benemérito jurisconsulto doctor don Antonio Gómez de la Torre. Tuvo el Sena­do por secretario, como en el anterior y en los dos sucesivos, a un joven en quien Mera descansaba plenamente, y que ya para entonces sobresalía entre sus coetáneos por la inteligencia, el carác­ter y la alteza del patriotismo: el doctor Manuel María Pólit, actual Arzobispo de Quito, Bl mis­mo Mera, en sus carteras, dejó escritas estas pa­labras: ((Pólit a su eximia honradez junta despe­jada inteligencia, ilustración, laboriosidad y mu­cha práctica.»

Como nunca, el Senado mostróse ardiente­mente religioso; y tomó parte oficial en la ce­lebración del segundo centenario del culto del Sagrado Corazón de Jesús. Mera pronunció her­mosísimo discurso en el primer día de las sesio-

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lies del Congreso Bucarístico, en que puso de manifiesto el verdadero carácter de la civilización católica, o sea la preeminencia del espíritu sobre las excelencias del progreso material. La fe no hacía olvidar la acción patriótica, y ese Congreso fue fecundo en proyectos para el adelanto nacio­nal.

Bn 1887 tornó a concurrir al mismo alto Cuerpo, bajo la presidencia de un varón eminen­te, con cuyo concurso había contado en las luchas de las ideas: nos referimos al doctor don Camilo Ponce, competentísimo en materias económicas y uno de los grandes defensores de la libertad de enseñanza, en época en que parecía, a los ojos de los incautos, del todo innecesaria.— Como en años anteriores, Mera fue miembro de las más variadas comisiones: de reforma constitucional, asuntos diplomáticos, instrucción pública, re­dacción, hacienda, etc. Con el limo, señor Itu-rralde y otros tuvo a honra proponer un proyecto importantísimo para remediar los abusos del con­certaje de los trabajadores rurales; propugnó la representación de las minorías y trabajó al efecto .por la reforma de la ley electoral, etc. Bn aquel varón, el sentido democrático iba a par del ideal cristiano.

Bn 1888 concurrió por última vez al Congre­so. Tocaba a éste hacer el escrutinio de la re­ciente elección presidencial, que había dividido nuevamente al partido conservador. Desde los primeros días se habló de que el doctor Antonio

-Flores no vendría a tomar posesión de la Presi­dencia; y Mera, que no había sido partidario suyo en los comicios, columbró con clarovidencia los

-funestos resultados que hubiesen sobrevenido de •aceptarse la renuncia. «Flores subirá al poder

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en medio de la frialdad del pueblo, escribió, pero conviene más un gobierno que se establezca en estas condiciones, que no una nueva campaña electoral.» Volvió, pues, a asumir su papel de mediador, y escribió a Flores que aceptase la Pre­sidencia, ofreciéndole en reciprocidad el apoyo del Partido conservador. Bste partido, sin em­bargo, se hallaba en profunda crisis: al solo anuncio de la inminencia de la negativa de Flo­res, se insinuaron ya las candidaturas de los seño­res general Salazar y doctor Camilo Ponce. «La situación de los conservadores es mala; felizmen­te, añadía, la de los liberales no es mejor. . . . » Flores, gracias a las gestiones hechas, no llegó a presentar la renuncia y se postergó así el choque violento de las grandes disidencias conservadoras.

Kmpero, ¿no son a. veces las pequeñas dis­crepancias las más acerbas, en ánimos ya preve­nidos? La concurrencia del Bcuador a la Expo­sición francesa conmemorativa de la Revolución de 1789, fué una de esas disidencias que surgie­ron en la misma legislatura de 1888. Flores se había empeñado en aceptar la invitación del go­bierno francés, considerando la participación co­mo simple muestra de amistad internacional. Km­pero, Matovelle, Ponce, Mera y otros, la juzgaron inadmisible, porque su verdadero propósito era festejar la orgía revolucionaria de 1789. ¿No ha­bría sido posible que, haciendo las reservas debi­das, se aceptase la invitación? Bl Senado, sedu­cido por la elocuencia con que aquellos ilustres varones sostuvieron su criterio, desechó el pro­yecto.

Terminada la legislatura, vióse el preclaro escritor en el caso de defender una vez más a la patria, contra ciertas apreciaciones del Ministro

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de España, señor Llorente Vázquez. Mera, que amaba tanto su país, que le había dado en el Him­no Nacional el canto seductor que ha inflamado el patriotismo de tres generaciones, no podía per­mitir que de ningún modo se baldonase a la tie­rra natal. Por más que en ocasiones advertía una especie de vacío a su lado, porque no todos los escritores sabían sentir como él la religión del deber patrio, nunca dejó de cumplir hasta el fin el suyo, con heroica entereza. Kn vez de que­jarse y murmurar de las ingratitudes públicas, Mera encendía cada día más en su alma el culto del suelo ecuatoriano. «La tierra propia, decía en carta íntima, cualquiera que sea, es mejor que la a j ena . . . . »

Bn esos mismos días apareció El Seinanario Popular, nuevo órgano de combate que, por insi­nuación del limo, señor Ordóñez, establecieron los principales jefes conservadores. Mera prepa­ró el programa. La aparición del periódico ori­ginó por sí sola graves censuras: se creyó que ve­nía a fomentar los desacuerdos entre los católicos, empeñados unos en mantener la tesis católica en el Gobierno —¡cuesta tanto renunciar al ideal!—, deseosos los otros, de iniciar una política de cola­boración nacional y la constitución de un partido medio, como si dijéramos meramente administra­tivo, en el cual entrasen católicos y liberales, sin renunciar a sus convicciones propias, para deter­minados fines de orden práctico. Mera opinaba que, si se quería formar el tercer partido, no de­bía ponerse obstáculos, a condición de que fuese católico puro, de que no entrasen en él elementos que pudiesen lesionar los derechos de la Iglesia. Para constituirlo había venido trabajando, en efecto, desde 1883, aunque sin éxito.

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Iva creación del partido progresista nos pare­ce (vista a la distancia de más de cuarenta años) gravísimo mal, manifiesto error. Si las tenden­cias conservadoras eran erróneas, debió procurar­se su enmienda, o sea su cambio de dirección y orientación. Si las circunstancias impedían ya que los católicos se atuviesen rígidamente al Ideal absoluto, y era menester hacer al tiempo concesiones de facto y colocarse resueltamente en el campo de las contingencias, de la hipótesis, y ensanchar el programa, para que no girase prin­cipalmente sobre la base religiosa, con manifiesto peligro para la Iglesia, debía hacérselo en buena hora. Empero, rehusar el acuerdo entre las sec­ciones del partido para obtener el nuevo rumbo, y lanzarse a la constitución de una entidad políti­ca heterogénea, fué acto de imprevisión y cegue­ra, preñado de gravísimos riesgos. Desde aquel día, el partido conservador, gigante todavía en fuerza numérica, quedó, sin embargo, en inferio­ridad moral.

Inquieto por el porvenir de la patria, hizo Mera esfuerzos supremos en servicio de la unión: para lograrla escribió a Flores, pidiéndole que trabajase en igual sentido y reiterándole, en re­ciprocidad, que los conservadores puros le secun­darían. El ilustre estadista y diplomático se ce­rró a la banda, negándose a fijar bases de recon­ciliación, porque creía que menoscababa el crédito de la autoridad al descender a tratar acerca de ellas. Bntre tanto, El Semanario, en que cier­tamente se publicaron, sin anuencia de Mera, ar­tículos imprudentes, entraba en violenta pugna con los periódicos progresistas. El Delegado Apostólico, Monseñor Macchi, intervenía a insi­nuación del Presidente, y reprobaba la actitud del

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Semanario, que el limo, señor Ordónez creía co­rrecta y meritoria desde el punto de vista de la defensa de los intereses católicos. Mera veía con tristeza puesta en duda por el representante pon­tificio, la integridad de sus principios y la de sus compañeros de redacción. Dolor supremo para católico de su estatura y de su ejemplar docili­dad! . . . .

Flores rechazó a poco la candidatura para la Vicepresidencia de la República que algunos ami­gos habían ofrecido a Mera, elección que de nue­vo le prometería el doctor Luis Cordero en 1893, sin resultado. Bn triste recompensa de estos y otros desengaños, a cual más amargos, se le die­ron míseros destinos: gobernador de León, por siete meses, a principios de 1890 y Ministro lue­go del Tribunal de Cuentas, cargos que se vio obligado a acep ta r . . . . casi únicamente por po­breza! Sus arduas y constantes labores agrícolas no alcanzaron a conjurarla. La pobreza fué, pues, la í'ecompensa que aquí en la tierra tuvo por su abnegada labor literaria y p o l í t i c a . . . . . . «Bs cierto que aprieta, escribía Mera en 1889 a su hijo Trajano, pero no me falta valor para so­portarla y espero que Dios la remediará: ¿No sabes que él ha dicho: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura? Pues bien: 3̂ 0 busco el reino de Dios y su justicia, y espero que la añadidura no me faltará para mí y para mis hijos. Pocos años me quedan ya de vida, y los pasaré, como he pasado ya 57, sostenido por la mano de nues­tro Padre que está en los cielos^.

Desde 1891 se juzgó Mera fuera de la políti­ca militante: el rumbo de las cosas públicas le mrecía siniestro. La división de su partido con-

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tinuaba, la polémica entre sus círculos era cada vez más agria y desapiadada. Se habían lauzado a la palestra las candidaturas del más ilustrado militar que ha tenido el país, el general Salazar y del doctor Camilo Ponce. De una y otra parte se pidió a Mera que patrocinara la campaña electoral; pero lo rehusó: «ambos son conser­vadores, amigos ambos, dijo, y no habría conse­cuencia si abrazara una de esas banderas, después que he vituperado por la prensa la división de mi partido, procurando de todos modos la concilia­ción)).

Muerto Salazar y presentada la candidatura del egregio poeta doctor don Luis Cordero, triun­fó éste en la elección. Mera le escribe acerca de los peligros nacionales, le insinúa con amistosa franqueza la necesidad de la unión y de la defen­sa íntegra de los derechos de la Iglesia. Cordero se muestra decidido a ejecutar ese noble progra­ma y Mera se inclina a su favor. B n carta a su hijo Trajano, de febrero 24 de 1893, le decía: «Ha visto Cordero que si soy como una roca en mate­ria de ideas y principios/ no me ciega el partida-rismo y que, enemigo mortal del radicalismo y del liberalismo católico, he tenido bastante fuerza de voluntad para abandonar mi antiguo círculo, en cuanto he visto que se extravía del camino de la justicia y de la nobleza. Para mí no hay par­tidos, sino catolicismo puro; no hay personas, si­no patria; no hay conveniencias privadas, sino intereses públicos. Los que así me quieren, que estén conmigo (se refería a su nueva candidatura vicepresidencial); los que no vade retro!))

Mitigaba las amarguras de la política y las inquietudes provenientes de la siniestra confabu­lación de peligros que rodeaban esa hora trágica.

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escribiendo un libro en que puso sus afanes de historiador y controversista, toda su alma y su pensamiento todo: García Moreno. Propúsose establecer la verdad acerca del ínclito Presidente, corrigiendo 3̂ temperando las exageraciones de pasión con que el P . Berthe había tejido la her­mosa apología del Héroe, y-el Dr. Antonio Borre-ro su caricatura. Aquel libro, que la muerte truncó, pudo y debió ser el mejor de su maestra pluma, ora por el caudal de datos que acumuló para ejercer con acierto el magisterio histórico, ora por la limpieza de la doctrina, por la alteza filosófica con que penetraba en las tinieblas de nuestros anales, examinando luminosamente las causas y efectos de los sucesos, y por la probidad intachable para dar a amigos y enemigos la jus­ticia merecida.

No quiso la Providencia que viese Mera el desenlace amargo de la tragedia que venía prepa­rándose desde hacía largos años. E l , que había luchado y padecido por la armonía de su partido, no debía contemplar los siniestros efectos de la desunión. Enfermo, desolado por el lúgubre va­cío que rodeaba a la autoridad desfalleciente y por la tempestad que el todavía oscuro negocio de la Bandera había originado, retiróse a Atocha, «para morir entre sus flores y oyendo a su río y a sus pájaros», como acaba de escribir con filial ca­riño y alma de poeta cual su padre, Carlos Alfon­so Mera Iturralde.

Cerrábase el año sombrío y Mera moría, en vísperas de ese desenlace. .Era el 13 de diciembre de 1894. González Suárez, su preclaro amigo, a quien había defendido con calor considerando comunes sus intereses, fué a Atocha para asistir­le en los últimos días; 3̂ tuvo el consuelo de apli-

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car a los labios del moribundo—que tan bien ha­bían hablado y orado—la Cruz de Cristo, como promesa de gloria e inmortalidad. — Cristiano ejemplar, en que la conducta y el pensamien­to fueron siempre a una, sin divorcios mezqui-nos, coronó su vida con muerte digna de ella.

Encenagado el país en los odios políticos, no advirtió casi que había muerto uno de sus más grandes defensores e ilustres hijos.

Su existencia había sido constante lucha. «Entre mis compatriotas, escribió él mismo, creo que pocos habrán tenido vida más agitada que la mía en la lucha de las ideas. . . . Jamás eso sí he defendido causa injusta ni menos que me hubiese parecido indigna: los principios católicos, la hon­ra de la patria y de la América, la inocencia y el honor ultrajados, la pureza y cultura de las cos­tumbres, el buen gusto literario y poético: he ahí los objetos por los que siempre he luchado. . . . )) (Réplica a Llorente Vázquez).

¡Y qué cortesanía y mesura en sus palabras, qué dignidad y nobleza en su actitud!: Mera, en época acerba y desapiadada, fué el prototipo de la cristiana tolerancia, que, respetando la persona del que yerra, se limita a desvanecer el error, a restablecer sin ira el rostro oscurecido de 1 a ver­dad. Estuvo siempre dispuesto a perdonar y a reanudar las amistades interrumpidas por la polí­tica. Cuando Caamaño, una vez terminado su período presidencial, fué a verle en Atocha y se reconcilió con él, pudo escribir en carta íntima: «Está, pues, terminada la tragicomedia», frase delicada con que puso de relieve cuan epidérmico era todo resentimiento en él.

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Bnernigo de toda vana grandeza, siempre pronto a excusar la conducta de sus partidarios cuando le posponían y hasta humillaban, fué ejemplar del paladín de Cristo en la vida pública. Aun sus errores y apasionamientos momentáneos quedaron cubiertos por la sanidad del propósito y la sinceridad de sus sentimientos.

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Diré unas pocas palabras acerca de su obra literaria," para que se aprecie su extensión y valía.

Kn el decurso de este modestísimo esbozo he hablado brevemente acerca de la fecunda mul­tiplicidad de la obra intelectual de Mera. En efecto, pocos escritores americanos, presentan va­riedad tan peregrina de géneros y materias, fruto de inteligencia blanda y dúctil, de riqueza de fantasía y sentimiento, de copiosas lecturas y vas­tos estudios. Con razón, pues, don Julio Cejador y Frauca afirma que Mera es el talento más uni­versal del Kcuador. Y aquella profusión de su actividad literaria en objetos tan diversos entre sí, admira más en hombre tan ardientemente absor­bido por los asuntos públicos y el estudio de los negocios nacionales.

Veamos rápidamente algunas de esas faces del genio literario de nuestro insigne compatriota.

Por el orden cronológico y la preferencia de la inclinación débese indicar primeramente la poesia. Kn la colección de 1858, según indiqué, se advierte la riqueza de asuntos, géneros y metros en que Mera ocupó y vació su Musa,

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Allí aparece ya como fabulista y poeta festivo 3r

jocoso. «Pulsadas tantas cuerdas por un joven de tan poca instrucción, que no había estudiado ni la gramática de la lengua como se debe, . . . poeta que cantaba por ser tal, como canta el go­rrión por ser gorrión; natural era que sus pro­ducciones adoleciesen de la falta de dicción y cas­ticismo, prendas sin las cuales no habría llegado hasta nosotros la fama egregia de los Argensolas y Rioja». Asi juzgó de la expresada Colección el gran historiador y crítico doctor don Pedro Fermín Cevallos. Y a fe que las indicaciones de ese amigo cariñoso y leal, de ese maestro tan doc­to como justiciero, aprovecharon a Mera. Poco a poco, el improvisado poeta llega a la maestría ar­tística en su ramo; y sucesivamente da muestras cada vez más perfectas de su numen.

Bn 1861 se ensaya en la Leyenda, sobre te­mas americanos: aparece La Virgen del Sol (edi­ción definitiva de 1887) y luego Mazorra. Los motivos indianos se renuevan en Melodías Indí­genas.

Poeta religioso, canta su fe desde los prime­ros días de su juventud, y en la tarde de su vida reúne el bello haz de sus voces místicas en las Poesías Devotas y el Mes de Marta.

Algunos de sus odas y poemas gozarán siem­pre de merecida celebridad en el Parnaso Ameri­cano, Mencionaré entre ellos La Iglesia cató­lica. Los últimos momentos de Bolívar, A los Héroes de Colombia y el inédito Canto a Colón, última producción suya.

Pensó ensayarse en la epopeya y aun dejó escrito el plan de su aHuaina-Cápao). Quizás le faltaba aliento para obra de tan alto vuelo y el

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país no perdió nada con que aquella obra no viese la luz.

Bn 1892 comenzó Mera la reedición de sus poesías, limándolas cuidadosamente de acuerdo con sus nuevos gustos. Su hijo Carlos Alfonso, en los preciosos apuntes biográficos de su ilustre padre últimamente publicados, nos lia referido las vicisitudes de esa refundición, desgraciada­mente trunca, como muchas de las manifestacio­nes de aquel ingenio privilegiado.

Quizás más que la poesía gusta la prosa de Mera, a la cual Menéndez y Pelayo calificó jus­tamente de «exquisita»; mejor dicho en algunas de sus obras en prosa, es también «enorme poeta», según dijo don Pedro Antonio de Alarcón. Y en prosa, asimismo, qué sorprendente variedad de géneros, en muchos de ellos verdaderamente maestro!

Kl novelista brilló y se inmortalizó con Cu~ manda, que, en frase de don Juan Valera, es de lo más bello que como narración en prosa se ha escrito en la América española. «Ni Cooper ui Chateaubriand han pintado mejor la vida de las selvas ni han sentido ni descrito más poética­mente. . . . la exuberante naturaleza. . . .». Sus Novelas ecuatorianas, llamaron también la aten­ción de exigentes críticos; y entre ellas hay algu­nas excelentes, como Entre dos tías y un tío y Por qué soy cristiano, que vieron la luz primera­mente en la Revista Ecuatoriana, publicación dirigida por Trajano Mera y don Vicente Palla­res Peñafiel.

Bu 1868 escribió Los Novios de tina aldea, novela que su mismo autor, pulcro moralista y hombre de delicadísima y austera conciencia lite-

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raria, mandó reducir a cenizas. Sus hijos salva­ron algunos trozos selectos de ella, que contenían magníficas relaciones históricas o descripciones de nuestra espléndida naturaleza.

Como costumbrista y humorista moralizador se ejercitó no sólo en algunas de sus novelitas, sino en La Escuela Doméstica y en Tijeretazos y Plumadas, donde con la risa a flor de labios, con ironía sana y deliciosa, va corrigiendo los hábitos sociales. Ese exquisito donaire hereda­ron algunos de sus hijos, particularmente Traja-no y Bduardo. La Escuela Doméstica revela tam­bién al sociólogo, como muchos otros de sus escri­tos, y en particular las Observaciones sobre la si­tuación actual del Ecuador.

El Crítico literario triunfó especialmente en la Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuato­riana que, como indiqué en la primera parte, apareció en 1868 y se reeditó con largos apéndi­ces en 1893. Los más importantes de esos Apén­dices son las Cartas Americanas, dirigidas casi todas a don Juan Valera, y en las que amplió y corrigió a las veces juicios, quizás demasiado se­veros o prematuros, de la Ojeada. Esta, si bien adoleció de imperfecciones y exageraciones de criterio, fué a la postre poderosísimo estímulo para el adelanto de nuestras letras, a las cuales señaló nuevos}/ seguros rumbos. Ea reacción lite­raria que se advierte desde 1870 fué en gran par­te consecuencia feliz de aquel libro valiente: lo demás lo hizo la renovación de los estudios pro­movida por García Moreno.

Y no se limita a la Ojeada la obra crítica de Mera: ésta se desparrama en otros muchos traba­jos, como las Cartas ya mencionadas, los prólogos

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a los Escritos ele García Moreno y a las poesías de la Monja de Méjico, y en otros opúsculos me­nores publicados en varias Revistas, especialmen­te en la Ecuatoriana, ya mencionada.

E l Folklorista, que penetra en el genio po­pular para arrancarle sus secretos, se revela en la Antología de los Cantares del Pueblo ecuato­riano, a los cuales puso docta introducción.

E l Historiador tiene en su acervo el García Moreno de que ya hemos hablado, la Historia de la Dictadura y la Restauración que ahora se pu­blica, la misma Ojeada, que tanto sirve para el conocimiento del desarrollo de nuestra instrucción pública, y las magníficas biografías de los docto­res Nicolás Martínez, Pedro Fermín Cevallos, Joaquín Miguel de Araujo y Vicente Cuesta, aparte de otras menores. Nunca se confinó en el mezquino papel de cronista, sino que su genio le llevó a la filosofía de la historia, a la investiga­ción de las causas de los hechos y de sus conse­cuencias y proyecciones. Por eso, aun sus bio­grafías irradian abundantísima luz sobre los períodos en que aquellos ilustres ciudadanos ac­tuaron. «Andar apoyado en la crítica filosófica por entre el ruido y el humo de las conmociones intestinas, tratando de descubrir la verdad en el corazón mismo de los partidos políticos, para ex­ponerla con noble desenfado en el cuadro de la historia, qué empresa tan ardua». Alera realizó esta empresa, por él mismo señalada como peno­sa y austera, en muchos de sus escritos.

Las artes le debieron también un trabajo histórico, de los mejores entre nosotros. Fué tributo a su vocación primaveral. Nos referimos a Conceptos sobre las Artes, publicado en la Re­vista Ecuatoriana (Abril de 1894) y dedicado al

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hijo que lleva su nombre y mantiene con creces la herencia de su genio pictórico, a más del culto de las letras.

Del controversista casi no hay nada coleccio­nado: su labor se diseminó en muchos periódicos, algunos de los cuales he mencionado en el curso de este boceto. Y sin embargo, ese es uno de los aspectos más sugestivos e imperecederos de Mera. Hn la polémica religiosa puso todo el calor de su convicción, sin mengua de la caridad. En t r e los opúsculos de defensa doctrinaria debo señalar las Cartas al doctor Juan Benigno Vela, en parti­cular la segunda (1884), en donde campean sus abundantes conocimientos de historia eclesiástica y de filosofía política.

E l defensor de la patria, el apologista del país, lució sus armas en las Polémicas con Llo­rente Vázquez, Moncayo Avellán, etc.

Periodista infatigable en el escribir, no sólo para los periódicos nacionales, sino para los ex­traños, fué toda su vicia. —La falta de telégrafo hacía indispensable que los buenos patriotas se consagrasen a la correspondencia con los diarios de fuera, para tenerles al corriente de los sucesos nacionales v defender la honra nacional, con-tinuamente atropellada. El Eco de Còrdova, Las Novedades de Nueva York, etc. recibieron su co­laboración constante.

Gustó siempre del género epistolar como medio de educación, especialmente de sus hijos. Sus cartas son tesoro inagotable de amor, pero también documentación admirable para la histo­ria de las letras y política nuestras y enseñanza viva de fe, de patriotismo, de virtud. De ellas se podría entresacar un florilegio de enseñanzas

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ético—pedagógicas de alto mérito. Quedan iné­ditas las Cartas a Germánico, especie de Caii-linartas contra Veintemilla.

Por último, es preciso no olvidar la obra pe­dagógica. Vio la escasez de textos y se puso pa­cientemente a escribir el Catecismo de Geografía de la República del Ecuador, que fué oficial, y el Catecismo de la Constitución.

Y cuánto más habrá que se nos escape o que no conozcamos! La publicación íntegra de su Bibliografía habría sido uno de los mejores tribu­tos a su gloria, en este centenario.

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Como ya indiqué, el libro que sale ahora a luz fué escrito durante el año de 1884. Al enviar los manuscritos a los doctos miembros de la Aca­demia Bcuatoriana, Mera les dijo: «La mala sa­lud me ha impedido concluir esta obra, limarla, corregir varios errores, añadir algo y suprimir ciertas cosas. Kstos manuscritos no son, pues, sino un bosquejo; mas, por lo mismo, mis ami­gos pueden hacerme cualquier observación, por-qne vendrá a tiempo».

Los revisores formularon, en efecto, algnnas indicaciones, de forma las más, que, por desgra­cia, no pudo Mera incorporar en la obra; y ella quedó tal cual había salido originariamente de la experta mano que la escribió. Al darla a la pu­blicidad, he cuidado de introducir, con el debido respeto, en el texto unas cuantas de esas atinadas observaciones. Otras exigían rehacimiento de la redacción, para el cual no me he creído autori­zado.

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He procurado igualmente l lenar los vacíos de fechas y nombres que dejó el autor y corregir, una que otra vez, errores notorios.—Para subsa­nar, siquiera en parte, la falta de la terminación del postrer capítulo, se añaden dos documentos relativos a la toma de Guayaquil por las fuerzas restauradoras, Kn algún lugar, con permiso de mi querido amigo y colega don Juan León Mera Iturralde, he suprimido frases impropias, fruto tal vez de meros decires, contemporáneos con los sucesos y probablemente erróneos.

No sale, pues, este magnífico trabajo como el señor Mera habría querido que se publicara, o sea con los últimos delicados toques y pulimentos que todo escritor cuidadoso de su reputación da a sus producciones. Por el contrario, algunas ve­ces se observa tal cual desaliño en el estilo, reve­lador de la prisa con que procuraba concluir su estudio.

Bosquejo y todo, la Historia de la Dictadu­ra y la Restauración es libro amenísimo, que se saborea con deleite y que no puede el lector sol­tar de la mano sin haberlo concluido. Su ágil estilo, dúctil siempre para reflejar a maravilla si­tuaciones y sentimientos, da a la obra poderoso movimiento dramático, que contribuye en gran manera al vigor de la narración histórica.

B n el Proemio se advierte el alto respeto del papel del historiador que Mera tenía, y el con­junto de difíciles cualidades, de arte, ciencia y virtud, que exigía de quienes ejercen ese aposto­lado de la justicia. Y él, que las poseía sin duda alguna, se manifiesta—aun en obra como ésta, tan vecina a sucesos que conmovieron en forma pocas veces superada los sentimientos patrióticos

XL1V .—

y de partido—, juez casi siempre imparcial, ( i ) capaz de reprimir sus emociones, para cumplir con su arduo ministerio.

Indudable es, sin embargo, que por ejercita­do que esté el historiador en señorear su corazón e imponer silencio a las destempladas voces de las pasiones, jamás puede sustraerse enteramente a la influencia de su medio y de su tiempo. Bn algunas páginas de Mera, a pesar del celo que empleó para que en su obra resplandeciese sólo la verdad, se siente el calor del incendio que cul­minó en esa que cabe llamar, sin riesgo de error, Bpopeya de la Restauración. Mas, aun cuando Mera no acierte en todo momento a acallar la in­dignación de su alma de patriota y de genuino republicano, ni a ahogar los resentimientos que originó la sucesión de García Moreno, no hay en su obra aquellas centelleantes explosiones de odio que afean, desde el punto de vista moral, la labor de otros literatos de la época. Las hojas más enérgicas de este libro resultan descoloridas, si se comparan con las acerbas Catilinarias del gran prosador don Juan Montaivo. Aunque se exalte y enardezca, y baldone la tiranía y clame por la reacción del principio de legitimidad, Mera es siempre Mera, que hizo de la probidad ariete de sus principios.

( l ) Ya se comprenderá por lo dicho que no estoy-conforme con el señor Mera en todos sus juicios. Par­ticularmente disiento en el exagerado concepto que for­mó acerca de las relaciones entre Veintemilla y el Dele­gado Apostólico Monseñor Mocceni, Cardenal en tiempo de León X I I I , y personaje benemérito que nunca pudo descender al humillante papel que indica el autor.

X L V

La Academia Ecuatoriana lia prestado, pues, valiosísimo servicio al país, al publicar la Histo­ria de la Dictadura y la Restauración, como ho­menaje conmemorativo al patriota esclarecido, al escritor elegante y fecundo, al caballero del ideal cristiano, que, en medio de la inclemencia de las luchas políticas, logró juntarla gallarda entereza en el sostenimiento de sus convicciones, con la hidalguía y magnanimidad para sus adversarios. Verdad y amor, ¿qué lema más adecuado a su carácter v a su vida?

JULIO TOBAR DONOSO, Individuo 'Correspondiente de la Academia

Española y de Número de la Nacional de Historia del Ecuador .

PROEMIO

Tomamos la pluma para escribir historia, y a fe que lo hacemos con temor y desconfianza.

No nacen éstos solamente de lo novísimo de los sucesos que vamos a narrar y de tener que hacerlo delante de quienes los ejecutaron y de innumerables testigos de vista: nace también, y principalmente, de lo flaco de nuestras fuerzas para tamaña labor: labor tamaña, si no por la extensión, sí por las condiciones que requiere para ser cumplidamente ejecutada. De la multi­tud de historias que conocemos, son muy pocas las que se acercan a la perfección de manera que la crítica pueda presentarlas como dechados. Bl ideal de la historia es como todos los ideales: siempre está más o menos distante de la potencia intelectual del hombre; roza a las veces con ella, pero no se deja asir jamás.

Bn el orden del saber humano, la historia es lo más grande y augusto en que pueden ocuparse el pensamiento y la pluma; es la vida del pasado sacada de entre el polvo de la muerte por manos de la literatura filosófica para lección de las gene­raciones presentes y futuras. Bl historiador tie­ne faces múltiples reunidas, no obstante, en ar-

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monioso conjunto: es dibujante y colorista, fiscal y juez, director y médico, sacerdote, consejero, maestro—grande y venerable maestro; su poder, enteramente moral, pero robustecido por una crí­tica rigurosa, tiene asiento en el campo de los hechos, que es inmenso, y en una observación sostenida y del todo exenta del influjo de las pa­siones.

La crónica no es verdadera historia, ni el cronista es aquel maestro. La crónica es almacén de materiales; el cronista es un oficial que medio los labra y deposita allí. Viene el historiador, los toma, los pule, desecha los inútiles, clasifica y asienta los buenos donde y como conviene, y levanta su palacio o su templo. E l que escribe una historia contemporánea halla los materiales más a mano, tiene la mina a su disposición; pero esos materiales primitivos tienen entre otros in­convenientes el de estar envueltos en el barro de las pasiones y todavía humeantes. Ya se com­prende que no es fácil manejarlos; para esto nun­ca hay sobrado tino y paciencia.

Se ha comparado asimismo la verdadera his­toria con la fotografía. Bu parte es exacta la comparación: es fotografía de los acontecimientos y de las personas que los han ejecutado o inter­venido en ellos; pero después que el rayo solar ha dibujado sus imágenes, penetra en sus entra­ñas y se transforma en escalpelo. Bl personal de los hechos, si nos es permitido hablar así, cae todo bajo el dominio de la historia, y los indivi­duos, grandes o pequeños, buenos o malos, no pueden huir de ella. B n los senos más recóndi­tos de los hechos, en la atmósfera que rodea su superficie, en las líneas que los contornean, en el suelo en que se han desarrollado, en sus antece-

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dentes próximos o lejanos, en todo cuanto se re­laciona con ellos bnsca a un mismo tiempo las causas que los han producido y las consecuencias de que a su turno son orígenes. Bn cuanto a los individuos, su alma y corazón no son regiones vedadas a las investigaciones de la historia: hace ésta su atrevida incursión, por ese corazón y esa alma, anda a caza de ideas, de pasiones, de senti­mientos, de aspiraciones, y el resultado de su prolijo afán lo presenta, sin n ingún miramiento, a la sociedad y las generaciones.

Ved, pues, si no hay sobrada razón para que tengamos temor y desconfiemos de nuestra ido­neidad para escribir historia. Hemos dicho que tomamos la pluma para escribirla; mas recojamos la frase y corrijámosla: vamos solamente a em­prender un ensayo histórico, a probar modesta­mente nuestras fuerzas. Y al hacerlo protesta­mos que no nos sentimos animados de odio ni prevención injusta contra algunos de los actores de nuestra historia, ni de deseos de favorecer a otros, ni del propósito de cambiar la paleta según los sucesos que narremos. No queremos arreba­tar gratui tamente sus méritos a nadie, ni cenemos por qué adular a nadie, ni nadie, si nos conoce, podrá esperar otra cosa que estricta justicia, que es el alma de la historia. B n nuestro corazón, largamente aleccionado por la experiencia, los desengaños y amarguras de la vida pública, no ha quedado aposento donde halle hospedaje la ciega pasión del partidarismo. Si la Verdad y la Jus­ticia levantan bandera, bajo de ésta, sí, se nos hallará de buena voluntad, en todos tiempos y cualesquiera circunstancias.

Considerado el punto que tratamos bajo el aspecto que acabamos de indicar, francamente, no

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nos juzgamos destituidos de buenas condiciones para escribir historia, siquiera sea en breve ensa­yo, o bien profundizando la materia. Nuestros principios son firmes, nuestras convicciones pro­fundas, nuestra voluntad decidida; pero el desa­brimiento y despego de los círculos políticos, en­flaquecidos y casi anulados por las ruindades y miserias que engendran el amor a los intereses personales con detrimento de los sagrados intere­ses de la patria, y los celos quisquillosos con que se miran y tratan personas que deberían juntarse y unirse bajo el estandarte de la justicia y la ab­negación; ese desabrimiento y despego, decimos, se han convertido para nosotros en un cuasi divor­cio de los negocios públicos y nos han colocado en no comunes condiciones de independencia e imparcialidad. Si estamos ligados con sagrados vínculos, es con nuestra conciencia, nuestros principios y nuestra causa; con los hombres, no , ( i ) a lo menos en tanto que no comprendan las doctrinas republicanas y conservadoras como deban ser comprendidas, las amen y defiendan como merecen ser amadas y defendidas, y todos armonicemos en ellas nuestros pensamientos, afectos, aspiraciones y conducta.

Así en la historia de los hombres como en la de los pueblos, hay una fuerza secreta, una le\7

ínt ima bajo cuya influencia se suceden los acon­tecimientos con admirable armonía y lógica infa­lible. No hay hecho estéril, ni que no sea hijo

( l ) Entiéndase que hablamos en sentido político, pues lazos de amistad personal tenemos muchos, y son nuestro consuelo y honra. Estos lazos en nada influyen sobre nuestra conciencia, principios y acciones.

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de otros hechos, ni que se presente aislado en el campo de la historia; todos tienen sus generacio­nes y genealógicos enlaces, y no se los puede apreciar debidamente si no se penetra hasta sus raíces. Así como el género humano se compone de infinidad de ramas asidas a un solo tronco allá en los orígenes de los tiempos, así también nos figuramos la historia viniendo en unidad sublime desde las narraciones mosaicas hasta nosotros. E l Génesis es el Adán de la familia de la historia, esparcida por el mundo como la familia del Adán creado por la mano de Dios. La historia particu­lar de cada pueblo no es más que una parte del inmenso conjunto de sucesos que constituyen la vida de la humanidad, de esta vida que es una como tela misteriosa y eterna que la Providencia va tejiendo y la Muerte cortando, ambas sin des­canso y ambas de acuerdo, para enterarla en otro mundo y darla su último destino.

Y lo que decimos de la unidad en la historia general, es también aplicable a las historias par­ciales: cada una de éstas, dentro de sus límites, tiene su unidad, sus leyes y armonías. Son par­tes de un gran todo; pero partes que tienen asi­mismo su todo relativo. Quien no lo abarca, mal puede decir que conoce una de esas historias.

Atentas las ideas que dejamos apuntadas, se comprenderá por qué, al trazar las brevísimas pá­ginas de historia ecuatoriana encerrada en el cor­to lapso de dos años, queremos tomar los sucesos desde un poco atrás, como si dijésemos desde los orígenes de la rama, para venir ascendiendo has­ta 1884. E l orden actual de las cosas públicas en el Ecuador es hijo de la Dictadura y la Res­tauración; la Dictadura no se explica sin el estu­dio previo de la revolución del 8 de setiembre de

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76 y del poder de Vein ternilla que vino tras ella; estos sucesos están encadenados con el Gobierno del Dor. Porrero, el cual a su vez tiene su enlace con el asesinato del Presidente García Moreno y con los hechos que inmediatamente se siguieron. x\quel crimen cierra una época y abre otra en los fastos de nuestra patria, sin romper con esto la general unidad de que hemos hablado, y desde él, por lo mismo, podemos arrancar nuestro relato hasta el aüo que hemos fijado como término de nuestra tarea, formando un conjunto lógico y cla­ro de los acontecimientos más notables, y ense­ñando su espíritu al lector, antes que deteniéndo­nos a delinear prolijamente sus formas.

No se crea, sin embargo, que vamos a traer a cuento todos los sucesos, bastante complicados e interesantes, que conmovieron la sociedad ecua­toriana desde agosto de 1875 hasta marzo de 1882: no tomaremos de ellos sino los más abul­tados, o los que nos parezcan más a propósito pa­ra fundar nuestras observaciones críticas, y fue­sen, a nuestro juicio, más claramente precursores de los acaecimientos que han venido después; y lo haremos con la rapidez posible, a fin de entrar pronto en el período de la Dictadura y la Restau­ración, objeto principal del presente estudio. Algo más tarde, si Dios nos lo permite, continua­remos otra labor, concienzuda y extensa, sobre los puntos que tocamos hoy a sobrepeine y como por incidencia. Falta del todo la historia nacio­nal anterior a 75 hasta el punto en que la dejó el Dor. Don Pedro F . Cevallos, y de 75 hasta 82, apenas hemos bosquejado algunos cuadros. Ha}T, pues, necesidad de retocar éstas y preparar lienzo para otros muchos.

J. LEÓN MERA.

CAPITULO PRIMERO

LOS CONSERVADORES Y EL GOBIERNO

DEL DR. BORRERO

El período constitucional que debió terminar cerrado por la ley el 10 de agosto de 1875, termi­nó cerrado por manos del crimen cuatro días an­tes. Ese período no fué bastante para que don Gabriel García Moreno pudiese llenar el vasto plan de reformas y orden social y administrativo que se había propuesto, ni para dar cima a las numerosas obras materiales que había emprendi­do. Sus amigos personales y políticos creyeron que, para que siguiese el Ecuador en las sendas de regeneración y progreso en que había entrado, era menester la continuación de la presidencia del hombre de ideas elevadas y voluntad incontrasta­ble que en ellas le pusiera. A García Moreno le repugnó al principio la reelección; ( i ) pero las instancias de cuantos le rodeaban y sostenían su política, la favorable acogida que el proyecto tuvo de parte del pueblo, gustoso de la paz, de la liber­tad para el trabajo y de otras garantías que había

( l ) L,e consta al autor.

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gozado por espacio de más de un lustro, y, sin duda, los deseos del mismo Presidente de conti­nuar su obra, le hicieron ceder, convino en que se le reeligiese y en el mes de mayo las urnas electorales recibían más de veinticinco mil votos, sin oposición, para que a la cabeza del Gobierno continuase el mismo magistrado.

E l Congreso debía instalarse el 10 de agosto, y ante él tenía que resignar el poder García Mo­reno, para volverlo a tomar después de un nuevo juramento. Muchos Senadores y Diputados se hallaban ya en la capital.

Los radicales, que se habían mostrado com­pletamente ajenos al movimiento eleccionario, tenían resuelto el triunfar por otro medio: el 6 de agosto asesinaron en la puerta del Palacio de Go­bierno al que en virtud de un derecho popular y por ministerio de la Constitución y la Ley, fué electo para la presidencia en el período que iba a comenzar. E l puñal y la bala pudieron más que la voluntad del pueblo. Donde hay gente que no teme el empleo de la violencia para hacer . tr iun­far su causa, los derechos y la opinión del pueblo son una burla.

Terrible fué la impresión que el asesinato de García Moreno causó en la sociedad ecuatoriana y aún en otros pueblos. Los radicales general­mente y los liberales con muy cortas excepciones, no disimularon su contento. Aquellos habían triunfado, y éstos querían también arrimarse a ese triunfo que les abría camino hacia los empleos y el poder. Hiciéronse muchos comentarios so­bre las causas del atentado, v fué común acha-cario a la reelección; aún hoy en día no falta quien crea que los votos que la hicieron fueron otros tantos balazos contra el favorecido por ellos.

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Nosotros, no obstante haber sido de los que deci­didamente se pusieron del lado de quienes anhe­laban la continuación de la presidencia de García Moreno, ahora confesamos que, si bien esos anhelos nacían de un puro patriotismo, habría convenido que no se cumpliesen: la reelección fué imprudente. No queremos decir con esto que fué ella la causa del asesinato, nó: este crimen se habría cometido aun cuando hubiese sido otra la persona elecca para la presidencia. Motivos poderosos tenemos para creerlo así. Bl poder de García Moreno no estaba tanto en el bastón pre­sidencial, cuanto en su cabeza, en su corazón, en la entereza de su carácter y en la autoridad moral que sus raras dotes le habían dado sobre los pueblos; para destruir ese poder, que hacía tan difícil el triunfo de los principios radicales en el Ecuador, era precisa la desaparición de quien. le poseía, era preciso matarle, y le mataron el 6 de agosto, como quisieron matarle otras veces, y como le habrían matado después.

Bl partido conservador sufrió un golpe mor­tal; puede decirse que desapareció, quedando en pié solamente los conservadores guardando en su corazón y su conciencia, — aunque no todos—los principios de su escuela. Una de las faltas polí­ticas del grande hombre que acababa de sernos arrebatado, fué no haber organizado y dado firme­za a su partido. Fiado únicamente de su genio vasto, poderoso y descontentadizo de cuanto se hacía sin su intervención, descuidó los elementos sociales que debieron servir para la prosecución de su plan, en caso de que faltara su personali­dad. Bs cierto que contaba con la fuerza moral de las doctrinas que él profesaba y se desenvol­vían a la sombra de su poder; pero olvidaba que

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toda doctrina, para sostenerse y dar frutos, nece­sita la acción continua y atinada de las agrupa­ciones de hombres que la lian estudiado, com­prendido y hecho de ella el objeto principal de su pensamiento, afectos y tendencias. Los principios arraigados en el alma de los individuos, tienen mitad menos del poder que alcanzan cuando se encarnan en un partido respetable y le dan vita­lidad, valor y entusiasmo. Los conservadores, por su parte, no habían sabido aprovechar las lecciones de una larga experiencia, y dejando de ser material utilizable en la buena política, con­vertirse en verdadero partido homogéneo, unido, compacto y firme. Si García Moreno fiaba sólo de sí mismo, ellos fiaban demasiado exclusiva­mente en él. Los conservadores asesinaron al partido conservador, inmediatamente después que los liberales asesinaron a García Moreno.

Muy pocos días después del funestísimo atentado, y por iniciativa del l imo. Sr. Ordóñez, Obispo de Riobamba, se reunieron en casa de éste muchas personas, la mayor parte Sena­dores y Diputados, con el objeto de acordar la conducta política que debía observarse en tan difíciles circunstancias, y de designar la persona que convenía proponer a los pueblos como candi­dato para la próxima presidencia. Tras largas discusiones particulares que vinieron a terminar en el compromiso de sostener vigorosamente el Ministerio y de proponer la candidatura que designase la mayoría de los concurrentes, reuni­dos éstos en sesión, bajo la presidencia del l imo. Sr. Obispo, se procedió a la elección y resultó favorecido por ésta el Dr. Dn. Antonio Flores. Pero inmediatamente uno de los que habían vota­do en contra dijo que retiraba su compromiso,

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porque no quería sacrificar sus convicciones y sí conservar su libertad de acción. A esta imperti­nente muestra de inconsecuencia, se siguieron tres o cuatro más; la discusión, por demás extem­poránea, iba saliéndose de los límites necesarios, cuando alguien propuso que se suspendiera la junta y se provocara otra para algunos días des­pués.

Esta segunda reunión se verificó, en efecto, y el número de concurrentes fué algo ma5ror que en la primera. Kn ella la mayoría de votos fué para el Dr. Dn. I^uis Antonio Salazar. Muchos de los que la primera vez dieron sufragio al Dr. Flores, en la segunda le abandonaron: Púsose, pues, en claro la escisión de los conservadores y su pérdida era segura.

Los liberales, aunque en corto número habían formado su agrupación relativamente mucho mejor organizada. Su plan consistía en trabajar todos unidos, en favorecer la división de sus con­trarios y atraerse a cuantos, bien porque no tenían ideas claras y fijas en política— que eran los más — bien porque no les satisfacían los pasos errados que comenzaban a dar los conservadores, andaban sin bandera y como materia disponible para quien supiese aprovechar de ella. Bsta gente abunda­ba especialmente en algunas provincias serra­niegas.

Kl Dr. Salazar, uno de los hombres más dis­tinguidos de la República por su talento, virtu­des e ilustración, habría sido excelente candidato en otras circunstancias; mas a la sazón no conve­nía que figurase como tal n inguna persona que tuviera íntimos deudos en el Ministerio.

Bl partido liberal que una a una había ido allegando probabilidades de triunfo a su favor,

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no tenía, sin embargo, las noventa y nneve a que aspiraba, y para conseguirlas urdió una intriga maestra. Bsta, para la cual sirvió de triste ins­trumento el general conservador don Julio Sáenz, hombre honrado, pero sencillo e incapaz de des­cubrir nada tras el velo con que le vendaron los ojos del alma, no obstante ser tan transparente, tuvo el 2 de octubre el éxito feliz que esperaban sus autores: este día el pueblo de la capital, mo­vido por activos agentes, entre los cuales hay que mentar, por sensible que sea, el licor que se dis­tribuyó con larga mano, derribó el Ministerio y entre la algazara del motín proclamó al general Sáenz, al'Héroe de la Paz, como dieron en ape­llidarle, para candidato en oposición al Dr. Sala-zar. Bntre las oleadas populares iban revueltos liberales y conservadores. La victoria era, no obstante, sólo de los primeros, y los segundos no lo comprendían!

El Dr. Dn. Javier León, Ministro de lo In­terior, se hallaba ausente el día del motín; vínose al siguiente y quiso asumir el ejercicio del Poder Ejecutivo, que le pertenecía según la Constitu­ción y que, en efecto, lo desempeñaba en los días anteriores; pero tornó a levantarse el pueblo y lo impidió. Entonces el Congreso puso el poder en manos del Dr. Dn. Rafael Pólit, uno de sus miembros. ¿Quedó incólume la Constitución con estos hechos? Opinamos que no: el pueblo de Qui­to hizo una revolución inconscientemente y el Con­greso la confirmó, falseando su propia constitucio-nalidad. Desde este punto lo anormal de todos los actos gubernativos no podía ser un misterio.

La conmoción de Quito no fué estéril y todos los pueblos de la República sintieron sus efectos y se contagiaron de la relajación política y moral

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brotada el 2 de octubre. E n muchas partes la anarquía fué completa, anarquía fomentada por el nuevo Ministerio que se había propuesto dejar hacer, y que cerraba los ojos en presencia de los hechos más punibles. El principio de autoridad estaba muerto y la libertad se había trocado en licencia. E n vano se levantaron algunas voces encaminadas a encarrilar la opinión. A las publicaciones de la prensa reveladoras de la ver­dad se opusieron otras que la ahogaban, porque hablaban a las pasiones. Estas en tiempos de revueltas políticas son verdaderas locas, y en el último cuarto del año 75 no había un brazo que pudiera contenerlas y sí muchos que las azuza­ban.

Entre tanto el Dr. Salazar había renunciado su candidatura, el general Sáenz se abrazaba más y más de la suya ficticia, la del Dr. Flores, a quien un grupo de liberales ultrajó en Ambato., no ganaba terreno, y la del Dr. don Antonio Bo-rrero iba viento en popa, convoyada por radicales y liberales y por no pocos conservadores que bus­caban un punto de apo\To a su opinión vacilante, hacia las orillas de la presidencia * batidas por tantas irregulares olas. Pocas veces habrá habido candidatura más favorecida por las circunstancias ocasionales de la política, ¡Inaudita cosa en nuestros anales eleccionarios! Cerca de 40 mil votos crearon la presidencia del Dr. Borrero.

E l Congreso hizo el escrutinio }r llamó al nuevo Presidente, cuyo viaje de Cuenca a Quito fué una continua ovación, y el 9 de Diciembre tomó posesión de su alto puesto.

Pero si la candidatura del Dr. Borrero halló tantas circunstancias favorables en el campo elec­cionario, en cuanto se transformó en Gobierno, to-

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das ellas cambiaron. El terreno político estaba removido y era inseguro del un extremo al otro de la República; la ley había perdido su eficacia, la autoridad su crédito y vigor, las costumbres pú­blicas su mesura, y, por tatito, el orden social no tenía condiciones de estabilidad: era un edificio cuarteado por los sacudimientos de una libertad divorciada de los códigos y aun de las reglas de urbanidad.

La situación del nuevo Presidente no podía ser más delicada. Los liberales querían la exclu­sión absoluta de los conservadores, la inmediata reforma de la Constitución y las leyes, que ellos llamaban garcianas, y el planteamiento consi­guiente del sistema político y social que forma el ideal de su escuela. Los conservadores deseaban que se mantuviese el principio de autoridad con mano vigorosa, como más necesario que nunca para refrenar la demagogia, reorganizar el orden legal y la administración gubernativa y afianzar la paz amenazada de muerte. Por otra parte abrigaban el temor de que llegasen a triunfar por completo las doctrinas liberales trasladándose a la práctica, y como para ellos tales doctrinas en­trañan errores contrarios a la verdadera libertad y al progreso moral del pueblo, sin el cual todos los demás son inútiles, se hallaban dispuestos a combatirlas y, por ende, a sostener los principios conservadores.

Tal era la atmósfera cargada de nubes que rodeaba al Dr. Borrero en los primeros días de su presidencia. Algunos conservadores, muy pocos, habían sido empleados en la nueva administra­ción, y esto irritó la intolerancia de sus enemi­gos, o sirvió de pretexto para hacer ostensibles las verdaderas aspiraciones que tuvieran cuando

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con tan vivo entusiasmo trabajaron por elevar al poder al expresado personaje. Pidiéronle al fin que convocase una Convención que emprendiese y llevase a término las reformas que pretendían; pero les contestó con suma cordura y verdad que ellas debían ser hechas por el Congreso y confor­me a las prescripciones constitucionales vigentes, y no desviándose de éstas y rompiendo, por con­siguiente, la ley fundamental, que era el cimien­to de su propio poder. Bn efecto ¿en virtud de qué facultad legítima podría el Gobierno constitu­cional del Dr. Borrero haber convocado una asam­blea que anulase en parte o en todo la Constitu­ción, según la cual había sido electo Presidente? ¿qué habría llegado-a ser su autoridad después del implícito desconocimiento de su único origen y único apoyo? Si los liberales creían urgente la necesidad de las reformas, debían haberse lanzado francamente en la revolución; el trastorno del 2 de octubre les abrió las puertas de ella. Pero ele­var al solio al Dr. Borrero apoyados en la Cons­titución vigente, y exigirle en seguida que obra­ra contra esa misma Constitución, era pretender una cosa opuesta a su conciencia, a su honradez política 3̂ a su honra personal.

Tal exigencia contraria a todo orden y justi­cia, y la conducta posterior del partido liberal, vinieron a robustecer las sospechas de que para él la candidatura del Dr. Borrero no nació del aprecio que hacía de los méritos de tan ilustrado patriota, sino de la conveniencia que creyó hallar en ella para surgir más fácilmente en la lucha del sufragio y alcanzar el poder. Parece, pues, que el Dr. Borrero fué el medio y no el fin del plan liberal en el movimiento eleccionario de 1875. Después ese medio fué Veintemilla. An-

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tes, aunque de un modo parcial, lo había sido el general Sáenz.

Bl Dr. Borrero, hombre de clara inteligen­cia, de notable instrucción, de rara firmeza de carácter, honrado y de rectas intenciones, pudo haber movido fácil y ordenadamente la máquina de la política nacional, si se la hubiesen dado arma­da y en sanas condiciones; pero ya hemos visto el triste estado—obra de la anarquía de pocas sema­nas—en que se la pusieron en las manos. Bra preciso limpiar todos los resortes, cambiar no po­cos, volver, en fin, la máquina a su estado nor­mal y manejarla con tino y vigor al mismo tiem­po. Para esto no bastaban aquellas excelentes dotes: era menester que hubiesen estado acompa­ñadas del conocimiento íntimo y desapasionado de la historia gubernativa anterior al 6 de agosto de 75, del discernimiento sagaz de los hombres de partido, así conservadores como liberales y ra­dicales, de la penetración necesaria para descu­brir las verdaderas ocultas intenciones de quienes más habían contribuido a llenar las ánforas en las elecciones de octubre, de la despreocupación indispensable para poder encimar la justicia sobre la pasión propia, y, por último, de exquisita pru­dencia y fino tacto para evitar ciertos pasos y desviar la mano de ciertos actos ocasionados a provocar la mala interpretación y la censura del' público. Bl Dr. Borrero ¿trajo estas saludables condiciones al solio presidencial? Por desgracia, no podemos contestar afirmativamente. Creemos que su pasión antigarciana, la más fuerte de sus pasiones, a nuestro juicio, le impedía ver con cla­ridad todo lo pasado atinente a la persona de García Moreno y a su partido; su buena fe y su escaso conocimiento del corazón humano amasado

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por las manos del partidarismo, le hicieron que prestase demasiada honradez política a hombres de quienes,debió recelar, y viceversa; esa misma buena fe y.falta de conocimiento de las persona­lidades políticas, le engañaron respecto de l a s miras ulteriores del partido liberal que tan eficaz­mente trabajó por su candidatura; su preocupa­ción contra la memoria de un muerto y contra quienes la defendían le hizo también a las veces ser injusto y dar pasos muy fuera del camino que le señalaban sus antecedentes honrosos y su actual encumbrada posición. E l Dr. Borrero, Presidente de la República, honrando con sus visitas personales al Dr. Polanco, encerrado en la penitenciaría por castigo de su grande participa­ción en el crimen del. 6 de agosto, no manifestó reprobación de éste. Con las ideas que engendra tal acto digno de severa censura, hermánanse las que a uno se le ocurren cuando piensa que durante el año transcurrido de diciembre de 75 a diciembre de 76, los tribunales se desentendieron de pesquisar el susodicho atentado. Debemos aña­dir que quien se había jactado públicamente de. ser promotor del asesinato, mereció también, no sólo que la ley cerrase los ojos cuando él se paseaba por las calles de la capital, sino que el depositario del poder le prestase consideraciones. ¡V cuántos otros gozaban garantías que debieron haber sido trocadas por el juzgamiento y el cas­tigo! «La justicia sola es la que conserva las Repúblicas», decía con gran verdad el Liberta­dor, y nosotros añadiremos: las pasiones que in­ciensan al crimen son las enemigas .mortales de los aciertos del Poder y del orden y paz de las Naciones. íQtié rectitud de conciencia y qué grandeza de alma habría mostrado el Dr. Borrero

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con sobreponerse al rencor de su ánimo, reprobar abiertamente el asesinato de su enemigo político y hacer aplicar severamente la ley penal a los que lo ejecutaron! La misma oposición al régi­men conservador habría adquirido fuerza, y la bandera por el amada y defendida se habría levan­tado a mucha altura y lucido honrada 3̂ atrac­tiva.

No era satisfactorio el curso que tomaban los asuntos públicos. La autoridad padecía marasmo ocasionado por el deseo de una amplísima liber­tad. Había honradez en la administración, pure­za en el manejo de las rentas y patriotismo en las intenciones respecto de un buen sistema republi­cano; pero los radicales, que fueron los primeros en ladearse del Gobierno, eran una amenaza, sus doctrinas comenzaban a desenvolverse sin contra­peso y sus actos a desarrollarse sin obstáculo; los conservadores habían cruzado los brazos y langui­decían en censurable abandono; la opinión públi­ca, sin quien la dirigiera, dejábase arrastrar por las murmuraciones malignas o insustanciales de los corrillos y tertulias de sobremesa; todo hacía temer que la paz, ya enfermiza, que gozaba la República desapareciese muy pronto, y que sobre­viniese el temido radicalismo convertido en fuer­za demoledora de todo cuanto no armonizase con la moderna revolución social. Kste temor juntó en la capital un corto grupo de conservadores con el fin de discutir sobre la situación y buscar los medios de contener los progresos del mal. Discutióse, en efecto, largamente y se resolvió emprender una oposición moderada, justa}7 enca­minada así a vigorizar la acción del mismo Go­bierno como a sostener los principios conservado­res puros. Fundóse La Civilización Católica.

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Pero desgraciadamente el Dr. Borrero, que no comprendía bien cuan falso era el terreno en que se asentaba su solio, no comprendió tampoco las sanas 3̂ patrióticas miras de.quienes emprendie­ron la tarea periodística para corregir los defectos de su política, traerla al punto en que convenía que obrase y ayudarla a sobreponerse a las difi­cultades de la situación. (1)

Harto sabido es que los gobiernos libres, es­pecialmente los democráticos, necesitan oposición; no, por cierto, una oposición demagógica, sino una que, inspirada en la justicia, el buen sentido y el anhelo del progreso y bienestar de la Nación, tienda a contrarrestar los desmanes del poder, a descubrir los escollos hacia los cuales se encami­na la acción gubernativa, para que huya de ellos, a crear luz así en torno del Gobierno como del pueblo—luz para el cumplimiento de los de­beres, luz para el ejercicio de los derechos—a ar­monizar, en fin, el pensamiento y los actos del Ministerio con el pensamiento y los deseos de la

[1 ) Fuimos de los que más activa parte tomaron en este movimiento de oposición y la víctima principal de los irritados gobiernistas y del mismo Sr. Borrero, por lo cual pudiera creerse que no hay imparcialidad en estas líneas; pero con la mano en el corazón protestamos que, si entonces nuestra conducta política respondía tan sólo a un sentimiento de noble patriotismo, y no a mezquinas aspiraciones de bandería ni a inmotivada ave r s ión -mu­cho más mezquina todavía - contra dicho ilustrado y res­petable ciudadano, hoy no tenemos más interés que expo­ner la verdad y aplicar nuestro leal criterio a los hechos. En esto puede que incurramos en algún error; pero no se atribuya a la voluntad maleada por la pasión, sino a alguna inconsciente desviación del concepto, de la cual difícilmente se libra la inteligencia humana.

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Nación, esto es con la opinión pública. La opo­sición revolucionaria - tiene por objeto matar al Gobierno; la ordenada y sensata quiere robuste­cerle, darle vida: es un elemento necesario a su organismo, es un jugo, siquiera amargo a las veces, pero siempre confortativo, vertido en sus entrañas por el juicio del pueblo o por el de quie­nes le representan en la prensa y la tribuna. Añadamos: -¡poderosa necesidad de oposición! — es menos malo que ésta se presente revoluciona­ria y matadora, qtíe su total ausencia de la esce­na política. Para esto sería menester o el mila­gro de un gobierno impecable y sin defecto, o un pueblo demasiado humilde y poco celoso de sus derechos y dignidad.

'El Dr. Borrero no hizo, al parecer, estas re­flexiones, y La Civilización Católica le irritó a tal punto, que no sólo' consintió que la prensa gobiernista contestase a la oposición en lenguaje acre y percuciente por extremo, ! sino que, según en aquellos días se dijo con fundamento, él mis­mo también mojó su bien tajada pluma en la tinta envenenada por la cólera y el odio. Erró. No decimos que debió renunciar la defensa de sus principios y política, sino que condenamos la ma­nera como la hicieron el y :sus partidarios. Con

' tan poco atinada manera nada gañó su causa; quizás retrocedió. La oposición, que no había dejado su lenguaje mesurado y digno, apenas consiguió levantar un tanto el ánimo de sus par­tidarios, o más bien del partido que representaba. Los redactores de su periódico no sólo tenían sobre sí el enojo del Presidente y sus amigos, sino el rencor mortal del radicalismo, que con una mano amenazaba al Gobierno y con otra bus­caba ocasión para eliminar a quienes con franque-

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za y denuedo lo combatían. Bas garantías per­sonales habían sido, pues, borradas para los re­dactores de La Civilización * Católica, quienes tuvieron que guardarse por sí mismos contra los malos intentos de sus contrarios.

La situación no podía ser más crítica. B n verdad, la oposición conservadora había servido para traerla a tan mal punto, no por obra de sí misma, nó, sino por obra de quienes, debiendo aprovechar de ella, la rechazaron tan rudamente. Del recíproco malestar del Gobierno y aquella oposición debió' naturalmente resultar la robustez de los enemigos de entrambos y surgir su triunfo. Si tardó éste fué sólo porque el partido radical no contaba aún con los elementos materiales que necesitaba para lanzarse abiertamente en la lucha. Poco tiempo después los halló, y lá" lucha se tra­bó, y Gobierno, y gobiernistas y conservadores, todos cayeron a sus golpes.

No debemos pasar adelante sin recordar otro hecho en que falseó el pulso político del Dr. Bu­rrero, y que causó no poco ruido en toda la Repú­blica. Don Manuel Gómez de la Torre , hombre honrado a carta cabal y patriota desinteresado y generoso, aunque asaz inclinado' a la utopía y por demás confiado del patriotismo de los demás, cual si las aspiraciones del interés personal no se cu­briesen con demasiada frecuencia con el ropaje de tan santa vircud, era a la sazón Ministro de lo Interior y Relaciones Bxteriores. Había figura­do con distinción en. la política como uno de los principales jefes del partido liberal, había desem­peñado empleos elevados, había ejercido notable influencia en más de una ocasión en los asuntos públicos; y estos honrosos antecedentes y, sin duda, también su amistad personal con el Presi-

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dente, le trajeron al Ministerio. Declaráronle tenaz guerra los radicales, y cuando más ruda­mente descargaban sus golpes sobre él, fué ino­pinadamente separado de su alto cargo. La deli­cadeza del Sr. Gómez de la Torre padeció más con este desaire, que con los tiros de la prensa radical. Sus enemigos batieron palmas; pero, ¿qué ganó el Gobierno? ¿qué adelantó la adminis­tración? ¿qué cambio, qué modificación hubo en la opinión pública? Los victoriosos radicales no dieron un solo paso hacia el Ministerio, y, a nuestro juicio, aún cuando se hubiesen acercado a él no habrían podido penetrar en su seno; pues juzgamos que la conciencia del Dr. Borrero y lo delicado de las circunstancias eran un obstáculo para ello; ni creemos tampoco que el partido ra­dical, uno de cuyos miembros ( i ) ya se había negado tácitamente a aceptar la Cartera de Ha­cienda, había anhelado la caída del Ministro con otro objeto que el de debilitar al Gobierno ante el concepto de la Nación. Y cierto, muy mal efecto causó el suceso; se murmuró mucho y se hicieron comentarios que así desfloraban el nombre del desposeído funcionario, como laceraban la reputa­ción de quien le derribó.

Kn el curso de una política encauzada y regular, la caída de un Ministro, y aún de un Ministerio, es leve tropezón que hoy apenas se nota 3̂ mañana se olvida; pero en el caso que tra­tamos, cuando el Gobierno del Dr. Borrero iba por álveo de arena deleznable, no era tan insigni­ficante la violenta separación del Sr. Gómez de la Torre. No creemos, como creyeron muchos en-

(1) El Sr. don Pedro Carbo,

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toiices y lo creen aún, qne en ella influyó decidi­damente un virulento escrito de D. Juan Montal-vo contra el Ministro; pero como a tal escrito siguió sin intervalo el acto del Presidente, nues­tra duda, por razonable que sea, tiene menos fuer­za que dicha creencia. Tampoco asentamos que el memorado suceso precipitó la revolución: juz­gamos sólo qtre contribuyó, en cualquier grado que fuese, a minorar el vigor moral del "Gobier­no, ya de antes no muy poderoso, y a dar creces y confianza a la osadía de sus enemigos. ¡Con qué descaro se hablaba por todas partes de lo inminente de la revolución radical!

C A P I T U L O SI

LA REVOLUCIÓN

Muchos ciudadanos habían permanecido fue­ra de la República, desterrados o emigrados, durante el gobierno de García Moreno, ( i ) Muerto éste, volvieron algunos, y todos después que el Dr. Borrero subió al poder..

Kntre estos últimos se contaba el general don Ignacio Veintemilla, expulsado a consecuen­cia de su participación en la revuelta promovida 3̂ encabezada por su hermano el general don José Veintemilla, la cual terminó con la muerte de este jefe en el combate de Guayaquil, el 19 de marzo de 1869.

( l ) Una vez pasadas las conmociones de 1869, y restablecido el orden constitucional, se quedaron fuera de la República sólo los que así lo quisieron. El Sr. don Manuel Gómez de la Torre volvió con salvoconducto y el Dr. don Mariano Mestanza sin él. García Moreno sa­ludó al primero a su llegada a Quito, y cuando supo la del segundo, dijo a un amigo suyo: «Diga . Ud. al Dr. Mestanza que no me duele su regreso sin salvoconducto, sino que haya venido tan enfermo.»

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No hay como la desgracia para atraerse sim­patías. El general don Ignacio Vein ternilla aun antes del destierro se había formado su círculo en Quito, a lo cual contribuyó su genio bonachón y jovial; pero el forzado alejamiento de la patria y las noticias de su nada holgada existencia en el clima extranjero, inclinaron mucho más el ánimo de sus paisanos hacia él. Cuando regresó del destierro fué, pues, objeto de multiplicadas aten­ciones. Liberales y conservadores le visitaron. El, por su parte, mostró que su permanencia en Europa había pulido sus maneras y hasta dado cierto brillo a sus ideas, aunque escasas, y cierta delicadeza a sus sentimientos. Las grandes so­ciedades son como los ríos que pulen y dan lustre a los guijarros que caen en sus olas. A Veinte-milla se le había notado siempre marcada incli­nación a la ambición y la codicia; mas en los días en que le estamos contemplando ocultó diestra­mente estas pasiones, y hablaba de patriotismo, de libertad y de honor en tales términos y con tal modo, que nadie pudo sondear su ánimo ni tras­lucir lo que llegaría a ser a la vuelta de corto tiempo y cuando tuviese el poder en sus manos. Entre el Veinteinill a vuelto del destierro y el Vein ternilla del 8 de setiembre hasta la dictadu­ra, podemos decir que hay un abismo. Especial­mente en los hombres que se mezclan en la polí­tica práctica y activa, la maldad es tanto mayor y más temible, cuando más se oculta.

No es, pues, extraño que Veintemilla, poco tiempo después de su regreso, hubiese llamado la atención del Gobierno para ocuparle en algún puesto elevado. Sin embargo, no sabemos que de parte del Dr. Borrero hubiese habido iniciativa ninguna: se le hizo la indicación, 3? tal vez con

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encomios exagerados, de que podría ser empleado en el importantísimo cargo de Comandante Ge­neral del distrito de Guayaquil . Este empleo acababa de ser desempeñado con tino y delicadeza por el Coronel don Teodoro Gómez de la Torre . La indicación fué acogida; se dio el nombramien­to a Veintemilla y partió a Guayaquil inmediata­mente, repitiendo sus protestas de adhesión y lealtad al Gobierno. Iguales protestas contenían las cartas que después dirigía al Presidente. Pero al mismo tiempo que se empeñaba en quitar del ánimo del Dr. Borrero toda sombra de sospecha, se ponía de acuerdo con los liberales de Guaya­quil y minaba la fidelidad de la guarnición de la plaza para una insurrección.

Sin embargo, el Gobierno contaba con la ma­yor parte del ejército estacionado en Quito, y Veintemilla no quiso aventurar el golpe mientras no debilitar esta fuerza y robustecer la suya. Ponderó la efervescencia revolucionaria de la pla­za que se le había confiado, y dijo que no respon­día de la paz si no se le enviaba al punto uno de los mejores batallones de la sierra. No vaciló el Gobierno y el batallón fué enviado a Guayaquil . Entonces Veintemilla creyó llegado el día que aguardaba: el 8 de setiembre (1876) se hizo pro­clamar Jefe Supremo. Pocas veces se ha prepa­rado una traición con más astucia y más calmada premeditación. Los radicales le rodearon y apo­yaron: la obra de Veintemilla era su obra; pero se engañaron cuando creyeron que también Vein­temilla era su}^o: éste sólo trabajaba para sí, y, astuto por extremo, dejó que todo lo creyesen, hasta asegurarse en el poder. Ellos creían que Veintemilla era su instrumento, y él pensaba que el apoyo de los radicales era excelente para coro-

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liar su plan. Quien pensó con más acierto lo dijeron claro los hechos posteriores: los radicales se engañaron: metieron las manos en el fango y no dieron con el tesoro que buscaban.

Vein ternilla, con todo, anduvo tardío en obrar, y no quiso moverse de Guayaquil en tanto que no le viniesen los elementos de guerra que había pedido a los Estados Unidos. Entre tanto los festines y el baile a que se entregaba con sus compañeros de revuelta consumían parte de su tiempo y comenzaban a satisfacer sus inclinacio­nes concupiscentes.

La revolución causó en el interior de la Re­pública varias impresiones; la de indignación fué la más común. Los conservadores, con raras excepciones, corrieron a ponerse en torno del Go­bierno. No faltó quienes volasen también a in­corporarse en las filas de la revolución; era la ocasión, para los hombres sin principios, en que se podía salir de las situaciones apuradas y entrar en carrera. Escribiéronse muchas protestas con­tra la traición del Comandante General de Gua­yaquil y de fidelidad al Gobierno Constitucional; en ellas se leían mezcladas firmas de liberales moderados v de conservadores. La Civilización Católica se convirtió en El Republicano; pero su mesura y gravedad se trocó asimismo en virulen­cia, ( i ) No escasearon las hojas volantes llenas de fuego y amenazadoras contra el traidor. En épocas de conmociones políticas la moderación sue­le ser extraña hasta para los escritores más cal-

( l ) Nosotros, que a la sazón nos hallábamos gra­vemente enfermos en Ambato, no tomamos parte en esta publicación.

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inados en tiempos normales; pero si alguna vez merece disculpa la ira echada a volar por medio de la prensa, es en ocasiones como la de la revo­lución del 8 de setiembre.

La tardanza de Veintemilla en obrar sirvió para que el Gobierno se preparase. Bien se pre­paró, en efecto: hubo actividad y el patriotismo de los pueblos serraniegos se había dispertado. B n medio de ellos, no obstante, hervía el elemen­to demagógico, aunque impotente. Bl ejército constitucional se trasladó a Guaranda, excelente punto estratégico; el General en Jefe era el gene­ral don Julio Sáenz, al cual se le habían juntado otros jefes deseosos de contribuir al triunfo del Gobierno y del orden nacional. Pasáronse mu­chos días sin que ni éste ni la revolución abriesen operaciones n ingunas . Comenzó a murmurarse contra tal inacción: ((Veintemilla bebe v baila en Guayaquil , y Sáeuz duerme en Guaranda», se decía. Bs verdad que los recursos del Gobierno comenzaban a flaquear y la prolongación de una campaña inactiva podía serle perniciosa; pero juz­gamos que entonces entre abrir operaciones sobre Guayaquil o esperar al enemigo, esto era lo pru­dente. Las condiciones de Veintemilla no eran para tenerle mucho tiempo encerrado en aquella plaza. Si para el ejército del Gobierno era con­veniente aguardar, para el de la revolución lo era el atacar, una vez que tuviese las armas pedidas al extranjero.

Llegaron estas. Los generales Veintemilla y Urvina, hombre funesto en los anales políticos de la patria, combinaron el plan de campaña. Bl primero, con sólo 200 hombres, tomó el camino común de internarse en la sierra, y se dirigió por Babahoyo a Guaranda; Urvina con el grueso del

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ejército (cosa de 2.000 hombres) tomó la vía del Milagro para caer en Riobamba. Sáenz movió al punto sus fuerzas hacia este paraje, dejando en Guarauda una corta guarnición. Veintemilla derrotó fácilmente las fuerzas de Guaranda en la Loma de los Molinos, el 14 de diciembre. Bsas fuerzas pudieron haber aprovechado las ventajas del terreno para rechazar al enemigo; pero no es­tuvieron mandadas por un Leónidas. Bl mismo día los ejércitos constitucional y revolucionario se encontraban en la quebrada de Galle, a una larga jornada al sur de Riobamba. Bl combate fué sangriento; era la primera vez que en el Bcuador se peleaba con las terribles armas de fuego de invención moderna. Urvina, induda­blemente más militar que Sáenz, no obstante ser más bien que hábil, afortunado, no tuvo necesi­dad de ordenar n ingún plan de batalla. Bl segun­do se mostró incapaz de dirigir sus soldados a la victoria: el arte de la guerra no le era familiar, y para comprobarlo sirvió su propia serenidad en el combate: asistió a él sin turbación v sin miedo, pero no supo dar ni una sola disposición para de­fender el paso del barranco contra un ejército menor en número que el suyo }T rendido por el cansancio de largas jornadas. No le faltaron oportunas indicaciones de parte de otros jefes, las que desatendió por completo. Dícese que confia­ba en que la mayor parte de los soldados de Ur­vina se pasarían a su campo, recordando lo bien que los tratara en el largo tiempo que fué su jefe. Bl general Sáenz debió tener presente que en la guerra la confianza imprudente suele traer casi siempre la derrota. Sólo el valor debe inspirar confianza, mas nunca el puede ser fundado en antecedentes personales. Bas tropas enemigas

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pasaron, en efecto, al campo que ocupaban las del Gobierno; pero fué para desbaratarlas. La derro­ta fué completa. Sin embargo, las pérdidas fue­ron mayores de parte del ejército invasor. Los soldados constitucionales se portaron con admira­ble disciplina y valor, mientras no fué roto su centro. Algunas compañías que fueron bien diri­gidas por jefes subalternos, causaron terribles estragos en las filas enemigas, antes que estas atravesaran el barranco. No pudo saberse a pun­to fijo el número de bajas de uno y otro ejército; mas créese que se acercó a mil muertos. Los heridos relativamente fueron pocos. Como el ejército victorioso fué, no obstante, el más diez­mado, Urvina se abstuvo de dar parte detallado de la jornada, so pretexto de que en una guerra de hermanos era doloroso mostrar cuadros sangrien­tos a la Nación. ¡Qué hipocresía!

No tardaron en juntarse los dos generales vencedores. Bl Gobierno había quedado sin me­dios de defensa, y el camino a la capital se les presentó expedito. Bu ella entró Veintemilla el 26 de diciembre por la noche. Quiso mostrarse hombre de temple, amenazó a cuantos, aunque fuese remotamente, le habían sido hostiles, y trató con aspereza hasta a algunos de sus propios partidarios. Hizo fijar en un muro interior de su casa las protestas que se habían publicado contra él, y para hacer justicia o favor a quien se los pedía, primero buscaba su nombre entre los que las habían suscrito, de cuyo examen dependía el éxito de la solicitud. Nada tardó en comenzar a elevarse en su presencia el humo aromático de la lisonja y la adulación: había triunfado, ejercía el poder supremo, y a los ojos de la vileza, siempre

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abiertos delante de cualquier brillo, la iniquidad de setiembre estaba ya justificada.

E l Dr. Borrero se había asilado en casa de un Ministro diplomático. Todo estaba perdido para la Nación y para él, y deseaba volver a su hogar, llevándose un fardo de enojo y de pesar por el mismo camino en que un año antes, al venirse al solio, encontrara tantas coronas de ro­sas y laureles. Veintemilla, que hubo de respe­tar ese asilo, siquiera mal su grado, ofreció dejar partir en paz al caído Presidente; pero al punto que éste dejó la casa del Ministro, fué aprendido y encerrado en un cuartel. No se le dio aquí el respetuoso tratamiento que en todo país civilizado merecen la desgracia y la elevada condición mo­ral de un personaje. Añadíase en el Dr. Borrero la circunstancia de haber perdido la salud a los pocos días de su prisión. Pero si Veintemilla agregó con tan indigno procedim ien co una man­cha más a su reputación, esa mancha vino a ser más visible, si cabe, con la conducta dignísima que observó el Dr. Borrero. No inclinó la cabe­za ante su vencedor ni un solo instante ni desma­yó su noble entereza de ánimo: fué un romano de los buenos tiempos perfeccionado por la filosofía del Evangelio. A la pretensión de Veintemilla de que renunciase el cargo presidencial, que de hecho le había arrebatado, y a los recados ultra­jantes que le enviaba, contestó siempre con el desprecio y legítimo orgullo de quien, aunque despojado del poder y la libertad, no se ha dejado robar su virtud y honra. Después de dos meses de cuartel, el Dr. Borrero recibía pasaporte para alejarse de la patria. Dejóla inmediatamente, y en clima extraño ha pasado seis anos, que han

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debido parecerle seis siglos: ¡cuan largo y pesado es el tiempo de la proscripción!

Veintemilla se ocupó en asegurar su poder. E l Sr. don Pedro Carbo, que no quiso servir co­mo Ministro de Hacienda bajo el régimen consti­tucional, llevado por el deseo de buscar el triunfo del partido liberal, se había prestado a servir de Ministro general al hombre que no retrocedió ante el medio infamante de la traición para adue­ñarse de los destinos de la República.

Nosotros que pertenecemos a una escuela política totalmente opuesta a la radical, y que comprendemos de muy diversa manera la libertad y la democracia, no podemos aprobar los fines con que los radicales apoyaron y sirvieron a Veinte-milla; pero aun cuando tales fines hubiesen sido buenos, habríamos mirado como nada decentes ni honrados los medios con que se quiso llegar a ellos, y como digna de condenación la conducta de todos cuantos se pusieron en torno de un trai­dor para derrocar el gobierno del Dr. Borrero. E l patriotismo es gran virtud; pero cuando no se manifiesta con hechos dignos de ella, se trueca en vana palabra o en irritante mentira. ¿Cómo puede el verdadero patriotismo ligarse con el cri­men o el vicio? ¿Cómo puede creer que éstos, que son de suyo corruptores y disolventes, le sir­van de apoyo para triunfar y afirmarse?

No pasó mucho tiempo sin que se mostrasen bastante claras las tendencias personales de Vein­temilla y las del partido que le apoyaba: Veinte-milla quería para sí la hacienda • nacional, y los liberales pretendían apoderarse de las institucio­nes para amoldarlas a sus principios. E l primero se fijó un sueldo de $ 24.000 anuales, doble del que en todo tiempo habían gozado los presidentes

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constitucionales, amén de la absoluta libertad con que disponía del Tesoro en beneficio de su fami­lia y allegados. E l sueldo que debió haber dis­frutado su hermano don José, muerto en 1869, fué mandado pagar a sus hijos. Pero el mayor empeño del nuevo Magistrado revolucionario, estuvo en colmar de adulaciones al ejército, como que éste, que le había servido para la ascención al poder, sería también su sostén en el tiempo venidero. Trataba con familiaridad a sus solda­dos, y en el cuartel, en las calles, en donde los encontrase, no le faltaban para ellos sonrisas y dichos lisonjeros. La licencia de esa gente, in­clinada siempre a lo malo, había llegado a su colmo y se derramaba por las ciudades y los ca­minos como una plaga: toda reprensión y castigo había desaparecido para ella, así como toda garantía para los particulares. La le\' estaba maniatada y las autoridades subalternas tenían fijas las miradas, no en los códigos, sino en los rostros de los superiores y en sus manos henchi­das del premio a que aspiraban, o más propia­mente del precio en que habían vendido su con­ciencia y su honor. Veintemilla dejaba hacer al liberalismo, con tal que también le dejase la necesaria libertad de acción para realizar su plan; éste consistía en dar todo el ensanche posible al militarismo y ponerle encima délas instituciones, las leyes y el pueblo, en asegurar el irresponsa­ble manejo de las rentas, y en sacudirse después de toda influencia que pudiera estorbar el curso de su política, si merece tal nombre el negocio personal a que quiso reducir, y redujo, en efecto, todos los ramos administrativos y de gobierno. Los liberales tampoco se oponían a los deseos de Veintemilla, a trueque de que les dejase echar

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los cimientos de un poder que aguardaban fuese todo suyo al andar de corto tiempo, Bl y ellos habían convenido tácitamente en tolerarse, en hacerse concesiones mutuas , en ayudarse en todo aquello que no pudiese ser perjudicial al desarro­llo de sus planes; pero en medio de esa aparente armonía, puede decirse que había una secreta lucha de intereses, que al cabo debía traer el triunfo y completo dominio o de Veintemilla y sus soldados, con exclusión de todo elemento civil, o de los radicales con el apoyo de Veintemi­lla o sin él, que era lo probable. ¿Quién vence­ría? Claro se está: la fuerza bruta, que muy rara vez cae 3/ se postra bajo el poder de las ideas, a lo menos en tanto que éstas no salen de las ca­bezas de algunos individuos para ensancharse en la conciencia de los pueblos y transformarse en opinión publica. Esta misma, con ser tan pode­rosa, ¡cuántas veces retrocede o cae herida de muerte cuando choca contra las bayonetas y los cañones!

Veintemilla, hombre sin talento, pero no el ser abrutado que vemos en el retrato que de él ha hecho la prensa apasionada; completamente des­provisto de instrucción, pero sagaz y astuto; ex­traño a la política hija del patriotismo y la gene­rosidad, pero dotado de no común instinto para manejar la cosa pública como negocio propio, no fué la masa blanda que los liberales deseaban para servirse de ella, y que con tal objeto la tomaron en sus manos el 8 de setiembre. Sin embargo, él sabía cómo le convenía portarse con sus a láte-res, mientras podían serle útiles, 5̂ al mismo tiempo que hacía pesar sobre los conservadores su despótica diestra, con lo cual halagaba a aquellos, consentía también que la prensa radical se desa-

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tase furiosa, especialmente en Guayaquil; por manera que Veintemilla ayudaba al partido radi­cal, y éste a Veintemilla,. teniendo ambos por objetivo sólo su propio interés, y procurando en­gañarse mutuamente.

Los luchadores de la prensa desconocen con frecuencia el arte que ejercen. Especialmente cuando se trata de hacer triunfar principios des­conocidos o antipáticos para el pueblo, se debe comenzar por combatir con tino y moderación la mala voluntad o las preocupaciones de éste, con razonamientos lógicos y maneras cultas y delica­das; de este modo hasta los errores se muestran menos repugnantes a beneficio de la urbanidad y amable lenguaje de quienes le defienden, y con el sistema contrario la verdad y la justicia pier­den parte de sus atractivos. Los radicales, abo­gando en lenguaje apasionado y violento por una causa que no agrada a los ecuatorianos, lastiman­do rudamente sus creencias religiosas y alarman­do sus conciencias, no se mostraron veteranos del periodismo culto ni conquistaron simpatías. Más diestro anduvo el Ministro general, pues dejando a sus copartidarios la tarea de arrojar palabras incendiarias, puso la mano en asuntos sustancia­les, aunque asaz delicados, pues directamente o nó se rozaban con la Iglesia. Basta citar, por ahora, el decreto sobre instrucción pública, en el cual se prescindía por completo de un artículo del Concordato. La polémica, ya encendida, co­mo hemos indicado, por el lenguaje de la prensa radical, se avivó sobre manera. Los Obispos y el Ministerio se cruzaron oficios enérgicos, mas no descomedidos; hubo protestas en que tomaron parte hasta las señoras, cuya piedad incontrasta­ble había sido vulnerada, y el clero, que asumió

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una actitud nobilísima, probó que tenía en sus filas varones de eximia ciencia y puro patrio­tismo, ( i )

Un crimen inaudito y atroz vino a poner col­mo a la indignación de la sociedad y a la serie de dolorosos golpes con que la revolución la venía hiriendo. Bl Iltmo. Dr. don Ignacio Checa, Ar­zobispo de Quito, se dirigía a Roma pocos días después de la insurrección de setiembre; viaje digno de censura, pues no debió ocultarse a dicho Prelado que tal resolución podía ser interpretada desfavorablemente, como hija del deseo de alejar­se del Ecuador, cuando su presencia, en medio de los disturbios que comenzaban para su grey era más necesaria que nunca. Veintemilla le prohi­bió seguir adelante y le obligó a volverse de Gua­yaquil. Cual hubiese sido el propósito del jefe insurrecto, no ha podido descubrirse. Vuelto a Quito el Arzobispo, tomó, llegada la hora, la de­fensa de los derechos de la iglesia con resolución y noble brío, borrando así la mala impresión que había causado en el pueblo su viaje al exterior. Ni él ni nadie sospechó que la contienda termina­ría para él con el martirio. Bl 30 de marzo, vier­nes santo, oficiaba en la Catedral en la solemne ceremonia propia de día tan memorable para el cristianismo; bebe el vino consagrado, y al punto siente que alguna materia extraña le causa terri­ble estrago en los intestinos; retírase a su palacio, y dos horas después muere entre dolores y con­vulsiones espantosas. Había sido envenenado.

( l ) Entre las publicaciones del Clero debemos citar las cinco Exposiciones en defensa de los principios católicos, por el Presbítero don Federico González Stiárez.

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Una mano, que debió ser la de un monstruo y que aún permanece oculta, había puesto estricni­na en el vaso sagrado. Bl grito de dolor y de ira fué general y Veintemilla temió un levantamien­to popular y se apercibió prudente; pero el león encadenado nunca ofende, y el pueblo se contentó con llorar y rugir. Los conservadores acusaron (como todavía los acusan) a los radicales; éstos dijeron que el asesinato fué crimen de sacristía; quisieron descubrir en él manos conservadoras. Absurdo decir, que no merece los honores de una refutación seria. Veintemilla mismo fué señala­do, si no como autor principal del crimen, cuando menos como cómplice y encubridor. Bn tan gra­ve asunto la historia no puede fallar en tanto que no tenga documentos dignos de entera fe. Noso­tros sólo debemos apuntar que si es absurdo sos­pechar siquiera que el Arzobispo pudo ser enve­nenado por un conservador o por un individuo del Clero, no es inverosímil presumir que lo fué por quienes tantas muestras de odio mortal dieron entonces v dan con frecuencia contra el Clero, la Iglesia católica y los conservadores; y mucho más si se atiende a los extremos a que en esos días había llegado la pasión antirreligiosa y anticonser­vadora, a que el obispo de Riobamba fué también amenazado de muerte, y a la persecución crudísi­ma de que fueron víctimas numerosos miembros de nuestro Clero, ( i ) Bl proceso del crimen del 30 de marzo carece todavía de las pruebas necesa­rias para fundar un fallo jurídico; pero en el tri­bunal de la opinión se han presentado bastantes

'•1) Nos permitimos llamar la atención del lector a la página 86 de nuestro opiísculo «Varios asuntos gra­ves», 1884.

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indicios, y no leves, para el juicio moral, si no contra personas determinadas, sí contra un parti­do, o más bien escuela social; juicio que viene prevaleciendo desde aquella fecha hasta hoy. En cuanto a Veintemilla, es verosímil que si no supo quienes habían preparado el crimen, no ha igno­rado después quienes fueron los que le ejecutaron. En el palacio de Gobierno o en 1 a casa de Veinte-milla se urdió la fácil intriga que quitó el proceso de manos del Dr. don Camilo de la Barrera, que, como fiscal inteligente y activo, iba creando luz que podía aclarar el misterio de aquella iniqui­dad.

El disgusto, la indignación y el dolor ocupa­ban todos los corazones patriotas y honrados, y las tentativas de reacción comenzaron; pero todas fueron no sólo inútiles, sino perjudiciales: la for­tuna, con harta frecuencia enemiga de los bue­nos, se había puesto decididamente del lado de los enemigos de la patria. Un oficial del ejército se comprometió con varios conservadores a voltear un cuerpo de tropas contra el dictador; pero tomó el dinero que para el efecto se le ofreciera, y lue­go los delató. Muchos de ellos fueron apresados y se les aseguró con grillos. Juzgábales un Con­sejo de guerra, y no había quien no temiese que terminarían en el patíbulo; pero sea que Veinte-milla no quisiera arrostrar las consecuencias de un fusilamiento a personas distinguidas, sea por otras causas, se contentó con expulsarlas. Earga fué la lista de los desterrados; contábanse entre ellos los doctores don Rafael Carvajal y don José María Peñaherrera, que poco tiempo después mu­rieron en el clima extraño, el Dr. Lizarzaburu y el coronel don Agustín Guerrero. El Dr. don Felipe Sarrade, que había logrado fugarse, murió

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en su escondite. Los bienes de muchos de ellos fueron confiscados v sus familias reducidas a los últimos extremos de la pobreza. Para librarlas de tal situación y de las guardias que se les po­nían en las casas, padres y esposos escondidos tuvieron que solicitar pasaporte para país extra­ño. Veintemilla, además, les exigió fianza. De esta manera dejaron el techo propio el Dr. don Camilo Ponce y otros.

A pesar de estas precauciones, que aumen­taban, más bien que calmaban la exacerbación del pueblo de la capital, en junio se repitió la conmo­ción. Con el movimiento popular coincidió una erupción del Cotopaxi que arrojó polvo sobre la ciudad y causó mucha oscuridad. Kra espectácu­lo extraño e interesante al mismo tiempo ver las masas del pueblo que sacaban en procesión imá­genes devotas en medio de la alteración de la atmósfera causada por aquel fenómeno, y que en tanto mujeres, niños y viejos cantaban letanías, los mozos corrían a las armas o las buscaban. Creyeron hallarlas en el Polvorín y en la guardia del Hospital; uno y otro cayeron en su poder sin dificultad, pero en el primero hallaron sólo unos pocos fusiles viejos }T en el segundo las armas que la guardia tenía en manos. Entretanto las tropas de Veintemilla habían dispersado a balazos la procesión, las imágenes dé los santos rodaban por las calles y los devotos huían despavoridos o se ocultaban en las casas y los templos. L o s asal­tadores del Polvorín y el Hospital , sin quien los guiase en la empresa y sin armas suficientes, se desbandaron también; pero gran número de ellos cayeron en poder de los soldados 37, llevados a los cuarteles, fueron bárbaramente apaleados de or­den del dictador. Algunos murieron en el tor-

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mento, ( i ) otros perecieron a poco en el Hospi­tal, y los más fueron dados de alta en varios cuerpos. Las revoluciones populares sin plan y sin jefes, y sin más inspiración que la del despe­cho, nunca pueden traer resultados favorables, y casi siempre, además de las numerosas víctimas de una lucha desigual, afirman el poder del ene­migo que se quiere derribar.

Bn los cuarteles no hubo palo solamente para los hijos del pueblo tomados con las armas en las manos o sin ellas, que fué lo común; hubo también látigo para los que algo se acrevían a escribir: un joven estudiante había escrito unos versos burlescos, en los cuales entraban las-her­manas del dictador, hecho que estamos muy lejos de aplaudir; fué tomado, arrastrado al cuartel y flajelado; en seguida se le expulsó de la Repúbli­ca. La flaj el ación arrancó a algunos jóvenes de Quito una protesta; pero Veintemilla no hizo caso de ella.

Las garras de la persecución caían con pres­teza sobre todos cuantos se mostraban adversos al poder dictatorial. Veintemilla no perdonaba es­pecialmente las ofensas personales. Pero el clero, sobre todo, fué la presa de su política, o de quie­nes por entonces le rodeaban e inspiraban. Bn junio se declaró suspenso el Concordato con me­nosprecio del respeto que en todo país civilizado

( l ) Debemos referir la siguiente escena, que pinta al vivo a Veintemilla y sus agentes: un oficial, mientras hacía despedazar a varazos a uno de aquellos infelices, le observaba fríamente; cuando cesaron los aves y los movi­mientos de la víctima, alzó la mano y, con la misma frialdad, dijo a los apaleadores: «Basta; ya está muerto. )}

El lector puede meditar sobre esta frase y comentarla.

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merece un tratado público; el objeto de tal sus­pensión era, no solamente preparar el camino para llegar a mayores desafueros con apariencias de legalidad fundada en el antiguo Patronato, que se declaró vigente, sino mover a los obispos y al clero para que continuasen con más vigor en la defensa de los derechos de la Iglesia, hacerles hablar y protestar, para luego tomarlos como a perturbadores del orden público y expulsarlos. Un decreto anterior servía, para este objeto, como de base a la suspensión del Concordato. D. Pedro Carbo se había separado del Ministerio, algo dis­gustado ya de Veintemilla y, más que todo, de la sociedad quiteña, en la cual no gozaba de muchas simpatías; pero dejó preparado el decreto de 28 de junio, que para ser promulgado lo firmó el Dr. don Javier Endara, hombre servil y avieso que llegó a ser mal visto hasta por los mismos libera­les, y el cual había reemplazado al Sr. Carbo en el Ministerio. El clero, en efecto, no toleró en silencio la abrogación del Concordato, paliada con el nombre de suspensión; pero tampoco se hizo esperar el fruto de su resistencia: los clérigos más distinguidos fueron apresados y desterrados: el Deán de Riobamba Dr. don Vicente Cuesta y el Dr. don Juan de la Cruz Hurtado, Canónigo de la misma Catedral, fueron sacados en medio de escolta armada; el Iltmo. Masiá, Obispo de Ivoja fué expulsado al Perú; el Iltmo. Ordóñez, Obispo de Riobamba, hubo de fugar para salvar la vida. El Iltmo. Obispo de Guayaquil, desde su lecho de muerte, hízole un posta para que evi­tase el asesinato, cuyo plan le había sido revela­do- El Dr. González Suárez buscó su salvación en un escondite; el P. Moro, distinguido domini-eo italiano, se vio obligado a dejar el territorio

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ecuatoriano, y el Dr. don Arsenio Andrade, que gobernaba en sede vacante la Iglesia quiteña, tuvo asimismo que fugarse, para evitar el destierro y quizás la muerte. Bl porte de este prelado había sido enérgico y noble; pero creció la enemistad de Vein ternilla para con él desde que quiso que se repicase en las iglesias de la capital en celebra­ción del aniversario del 8 de setiembre, y el Dr. Andrade prohibió severamente que se hiciese esta manifestación en favor de un suceso tan criminal y escandaloso. Las cosas llegaron a tal tirantez, que el prelado quiso oponer a las violencias del Ministerio otra violencia: fulminó un entredicho. Kxceso de celo y de severidad que n ingún hom­bre juicioso aprobó y que felizmente no tuvo du­ración. Quizás el mismo Dr. Andrade se arre­pintió de él, cuando tan prontamente recogió su censura. Este digno eclesiástico siguió desde sus escondites dando muestras de su entereza v aní-mando a su grey al mismo tiempo que censuraba los actos de Veintemilla y protestaba contra ellos.

Kste había partido a Guayaquil , a donde le llevaron los negocios de la revolución. Bos radi­cales ya no le inspiraban confianza y, al cabo, se había visto en la necesidad de convocar la Con­vención, que debía reunirse en Ambato. Pero radicales le rodeaban todavía, v, en mavornúme-ro, aquella gente sin ideas fijas, ni conciencia recta ni partido ninguno, militares los más, que a la postre vino a llamarse con justo motivo par­tido veintemillista; es decir, el bando de la pitan­za y de los mezquinos intereses individuales ante­puestos a los de la patria. Kl radical don Corne-lio Vernaza, general creado por la revolución,

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había quedado eu Quito como jefe de la plaza. Los conservadores creyeron oportuna la ocasión para una nueva tentativa de reacción del orden constitucional. Movíanse en Quito a la sordina, y en los pueblos del norte se preparaban los ele­mentos para una campaña sobre Quito. B u los primeros días de noviembre el general don Ma­nuel Santiago Yépez tenía ya allegada alguna gente en Tulcán e inmediatamente se puso en marcha hacia la capital. Kn Ibarra y demás pue­blos del tránsito se aumentó su ejército con los voluntarios que se le presentaban. Vernaza pidió gente a las provincias inmediatas del sur; el en­gaño y el reclutamiento formaron en Ambato ( i ) un grupo de cerca de mil hombres. Las calles de Quito fueron cortadas por zanjas o cruzadas de trincheras; Vernaza tomó todas las precaucio­nes necesarias para aguardar al enemigo; y no previo o no quiso evitar un combate en la ciudad, que forzosamente había de ser desastroso para sus habitantes. No ignoraba que Yépez, aunque con numerosas tropas, venía muy mal armado, y que su gente, si ardía de entusiasmo, era extraña a toda disciplina. Pudo muy bien el jefe veintemi-llista, que contaba con mejores elementos, abrir operaciones fuera de Quito y batir a Yépez en cualquiera de los muchos puntos estratégicos que ofrece el terreno al norte. Pero esto pudo haber­lo hecho tan sólo un verdadero general. E l cau­dillo del norte, que tampoco mostró que entendía

( l ) El coronel Ortega llamó la guardia nacional so pretexto de una revista pacífica; cuando la tuvo en la ciudad la acuarteló por fuerza, y luego propaló que toda su gente era voluntaría.

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el arte de la guerra, presentó su ejército en las alturas del N. O. de la ciudad, y con tan poco tino lo hizo, que los catalejos de los veintemillis-tas les pusieron en claro lo que ya de oídas sabían: que era un ejército con pocos fusiles, malas lan­zas y muchas banderolas. Los únicos regular­mente armados eran algunos jóvenes quiteños y mozos del pueblo que se habían incorporado al ejército constitucional. Kl día 14 al amanecer se rompieron los fuegos. Pocas horas duró el com­bate. Así los hijos del norte como los quiteños que con ellos combatieron contra los enemigos de la libertad, la moral y la civilización, hicieron prodigios de valor. Todo en vano. Agotadas las balas, desparramados sin orden por las calles a causa de erradas disposiciones, fueron pronto ven­cidos, y tras de vencidos, asesinados vilmente. Los soldados de Vernaza, una vez que se persua­dieron de la flaqueza del enemigo que comenzaba a retirarse, saltaron de las trincheras a fuera, los persiguieron y mataron. A raro se dio cuartel. So pretexto de buscarlos metíanse en las casas, y no sólo asesinaban a los vencidos que en ellas se habían refugiado, sino mujeres, viejos y hasta niños. Puede decirse que en toda la ciudad hubo verdadera carnicería. Antiguas venganzas se sa­ciaron entonces. Cierto oficial penetró en casa del colombiano N. Ortega y le hizo fusilar en presencia de su esposa enferma. No escapó ni la hermana del mismo Hndara, fiel servidor de Veintemilla. Bl ejército de éste tuvo pocas pér­didas. Un hombre a quien la debilidad de la jus­ticia humana había tratado con lenidad, cavó allí herido por la justicia de lo alto: el Dr. Polanco, que de amigo del Dr. Borrero pasó a serlo de Veintemilla, recibió un balazo en la frente que le

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tendió sin vida, mientras dirigía una guerril la que se le había confiado.

Acusábase, y aún se acusa, de los asesinatos de ese funesto día al general Vernaza. ¿Hay para ello justicia? Creemos que sí. Ya hemos conde­nado el hecho de haber atraído el combate a la ciudad pudiendo evitarlo, pues no tenía enemigos que temer al sur y en- cuanto a la población, de­sarmada como estaba, pudo habérsela tenido a raya con una corta guarnición veterana. No se diga luego que es imposible contener la tropa cuando está ebria de cólera y de licor, circunstan­cias que ciertamente concurrían en la que come­tió las memoradas atrocidades, pues un buen jefe debe ser previsivo y enérgico; y la previsión, a tenerla el general Vernaza, debió hacerle tomar precauciones antes del combate, ordenando a los oficiales subalternos el porte que convenía obser­vasen con los soldados; y la energía debió atajar el mal al principio. Rodéese Vernaza de unos pocos valientes, que suponemos no le faltarían, salga a caballo por las calles, dé órdenes riguro­sas y hágalas ejecutar sin andarse con contempla­ciones, haga fusilar dos o cuatro de los que pri­mero se lanzaron a aquellos terribles y odiosos desmanes, y Quito se salva y se evita el sacrificio de más de quinientas víctimas. La voz de un buen jefe es siempre mágica para los soldados; su brazo tiene una fuerza prodigiosa para aplastar esas muchedumbres armadas o guiarlas por la senda del deber. Pero el general Vernaza o no se acordó que era jefe, o no fué idóneo para el puesto que ocupaba, o tuvo en muy poco la vida de sus compatriotas.

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Pero no es este el único punto de acusación contra dicho jefe: otro hay acaso más grave, y es el haber mancillado la honra nacional haciendo que tropas colombianas invadiesen nuestro terri­torio y penetrasen hasta la capital. Había solici­tado el auxilio de los jefes Rosas y Figueredo, quienes allegaron con prontitud bastante número de soldados y se pusieron en marcha tras las de Yépez. Cuando éste combatía, su retaguardia estaba amenazada; los ecuatorianos empeñados en una guerra civil por restablecer el orden constitu­cional tenían, pues, contra sí la intervención ar­mada de dos jefes extraños que no podían, para sincerar su conducta, invocar ningún derecho. Mas cuando se acercaban a Quito, Yépez estaba ya derrotado. Sin embargo, parte de las fuerzas colombianas penetraron muy pocos días después en la ciudad, y no salieron de ella sin exigir y ser pagadas de algunos miles de pesos. No tardaron mucho en tomar la vuelta de su país; mas lo hi­cieron, por desgracia para los pueblos del tránsito, y más para el buen nombre de los mismos inva­sores, dejando a su paso huellas de codicia ratera y de pillaje.

Veintemilla había despachado de Guayaquil auxilios para Quito; pero en el camino detúvolos la noticia del triunfo de Vernaza. Sin embargo, el general Urvina pasó a Quito, y, apenas llega­do, impuso una exorbitante contribución de gue­rra que debía pesar toda sobre los conservadores. «Es preciso, decía, empobrecerlos para tenerlos en la impotencia de obrar». No debe pasar inad­vertida las circunstancias de que gran parte de esa contribución, con ser de guerra, la pagaron las comunidades religiosas. No alcanzó a cobrar-

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se toda la suma antes que se reuniese la Conven­ción, y ésta ordenó que se condonase la parte no recaudada, ( i )

(1) La última Convención (.1883-84) ha ordenado que se exija al general Urvina la cuenta de la recauda­ción e inversión de estos fondos arrancados violentamen­te a tantas personas y comunidades.

CAPITULO III

LA CONVENCIÓN DE AMBATO Y EL GOBIERNO DE VEINTEMILLA

Bl Dictador, que se daba y hacía dar el títu­lo de Capitán General, retardó la convocatoria de la Convención cuanto le fué necesario para afir­mar su absolutismo aun dada una Constitución a la República; pero esa misma prolongación del estado anárquico que le era provechosa, podía, a la postre, llegar a serle adversa, y expidió el de­creto de fecha 28 de julio de 1877. Entonces le era ya fácil disponer a su antojo del sufragio po­pular. Bste sufragio, cimiento de los gobiernos libres y primera e ineludible condición de la de­mocracia, es por maravilla en nuestras bisoñas repúblicas, aun en tiempos normales, fruto de la voluntad de los ciudadanos ejercida con entera independencia y pleno conocimiento de lo que significa y vale; en 1877, en que el dominio de la fuerza bruta se había sobrepuesto a todo derecho y toda ley, ¿qué pudo haber sido sino pura farsa ridicula y escandalosa? Lo fué, en efecto, y cau­sa rubor el recuerdo de la manera cómo se verifi­caron las elecciones de diputados en casi todas las provincias. La de Azuay, no obstante, fué una

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excepción: sea que las autoridades revoluciona­rias de ella hubiesen sido menos abusivas que en otras partes, sea que los electores hubiesen podido más que la fuerza dominante, es lo cierto que Azuay dio diputados patriotas y de luces. Ta l cual persona distinguida vino asimismo de otras provincias a la Asamblea; pero la gran mayoría se compuso de hombres o ignorantes o que servil­mente y de reata seguían las inspiraciones y obe­decían las órdenes de Veintemilla. Muy raros fueron, pues, los verdaderos représentâmes del pueblo que se mantuvieron en digna independen­cia, acuciosos por el bien de la patria y celosos de su propio buen nombre. Pero no nos antici­pemos a tratar de la Convención, y añadamos primero algo acerca de las elecciones. E l ejérci­to que en el campo de batalla dio a Veintemilla el poder, en el campo eleccionario no le sirvió menos, ayudado por las guardias nacionales. E n muchos lugares los jefes y oficiales de éstas, las llevaban a votar por compañías, después de la amenaza de que todo individuo que no votase o lo hiciese por lista contraria a la del Gobierno, sería dado de alta en el ejército; y a fe que tal amena­za, terrible en especial para nuestros campesinos, no quedó en simple palabra, sino que fué ejecuta­da con algunos infelices. Los soldados no sólo sufragaron, que esto habría sido culpa venial, sino que, llevados así como los guardias naciona­les, por sus oficiales y cabos, lo hicieron en diver­sas parroquias, o dos, tres y cuatro veces en una misma. Llevábanlo a gracia, alardeaban de su delito, y quien no había cuadruplicado su derecho de sufragio, era motejado públicamente. Hubo pueblos en que tal cual mano libre pudo deposi­tar su papeleta en la urna, a pesar de la vigilan-

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d a de los empleados y agentes del gobierno; sú­polo el jefe de la plaza, hizo llevar las ánforas al cuartel, las abrió, extrajo las papeletas contrarias, puso las suyas y tuvo la satisfacción de sustituir el delito a la ley y de que, por este medio, las elecciones de su provincia apareciesen sin man­cha! Obra muy digna de quien servía al hombre que más se ha burlado de la libertad y la honra de los ecuatorianos!

De esta manera se formó la Convención que comenzó sus tareas, a nombre del pueblo soberano, el 26 de Enero de 1878, en la ciudad de Ambato; éste fué el origen de la Constitución y leyes que terminaron en apariencia el poder dictatorial de Veintemilla; éste el principio de su presidencia, que fué tan sólo la continuación de la dictadura, que el 26 de marzo de 1882 no hizo más que arro­jar la máscara de la legitimidad que le puso la espúrea Convención de 1877. Desde el 8 de se­tiembre del año anterior hasta el 9 de Julio de 1883, Veintemilla no dejó de ser Dictador ni un solo día. Cerca de siete años la república, que entre nosotros jamás ha podido acercarse a la per­fección, fué, además de tamaña mentira, irritante escarnio hecho a más de un millón de almas ante toda la América.

No entra en nuestro plan examinar por me­nudo los actos de aquella Convención, ni menos la Constitución que sancionó. Pero no hemos de dejar que pase desadvertida la Memoria presenta­da por el Ministro Endara, en la cual, a vueltas de muchas inexactitudes encaminadas a justificar la revolución y al caudillo y bando que la hizo, se leían falsos asertos en lenguaje ofensivo contra el clero: parece que uno de los principales objetos de este documento hubiese sido denigrarle ante

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la Asamblea y ante la Nación; y lo extraño es, no que el Dr. Kndara hubiese escrito tal Memo­ria ni que ésta fuese agradable, a los radicales de la Convención, sino que habiendo otros diputados honrados y, lo que es más, eclesiásticos, no se le­vantase ni una sola voz a condenar escrito tan digno de censura. La historia no puede por me­nos que reparar esta falta, y vituperar la conduc­ta de quienes en tiempo no la repararon. No creemos que un documento oficial sea invulnera­ble y digno del humilde respeto de una cámara, sólo por la circunstancia de ser oficial. Bsa Me­moria ha debido ser rechazada hasta que el Mi­nistro suprimiera las frases ofensivas al clero, y si no pudo ser rechazada, porque a esta lección severa y- justa se habrían opuesto los radicales y veintemillistas que abundaban en la Asamblea, los diputados independientes }-T los clérigos han debido protestar contra ella. Por lo demás, es. indudable que en el curso de las sesiones hubo algunos debates interesantes y bien sostenidos. La cuestión religiosa fué discutida con calor; los diputados radicales trataron de plantar sus ideas en la Constitución y las leyes, como era muy na­tural: lo contrario habría sido reparable, e hicie­ron bien de no mostrarse hipócritas. La unidad religiosa fué sancionada, como en todas las Cons­tituciones anteriores, si se exceptúa la de 1843 que abrió una hoja, por decirlo así, de la puerta liberal en materia de cultos. Veintemilla in­fluyó, contra los esfuerzos del Gral. Urvina y de don Pedro Carbo, para que se conservase el artícu­lo sobre la religión única del Kstado; pero, a nuestro juicio, hízolo porque no le convenía que se lastimase lo más delicado de la conciencia del pueblo ecuatoriano, y porque, con darle gusto en

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materia tan ardua, nada perdían sus miras perso­nales y codiciosas, mas no porque la cuestión en su esencia le importase un ardite. Obró, pues, en esto como político, ya que no como católico verdadero. Sin embargo, no queremos decir que entre sus partidarios no hubiese alguno que obra­se según sus convicciones y no sólo por darle gusto. ( í )

Bl Concordato, suspenso por el decreto dic­tatorial de 28 de junio, fué también objeto de di­latadas discusiones; su restablecimiento había sido solicitado por el Iltmo. Obispo de Cuenca, a su nombre y el de sus compañeros de prelatura; mas del debate ningún provecho sacaron los diputados que abogaron por la vigencia de ese contrato vio­lentamente descartado del cúmulo de las leyes ecuatorianas. No fué menos reñida la discusión del pro3/ecto de amnistía general, que algunos diputados generosos habían presentado; pero que escolló también en la terca voluntad de Veintemi-11a y sus servidores. Casi todos los actos del Go­bierno dictatorial fueron aprobados; a lo menos no quedó sin serlo ninguno de cuantos interesa­ban más directamente a Veintemilla: la asigna­ción de 24.000 pesos de sueldo presidencial fué confirmada sin ningún reparo. No debemos pasar sin advertir un hecho que pinta bien el espíritu de partidarismo que dominaba en la Asamblea, y el ningún escrúpulo con que disponía de las ren­tas nacionales: decretó, pues, la gratificación de 50.000 pesos al General Urvina, por los tmpor-

( l ) El Dr. don Julio Castro, por ejemplo, defendió la unidad religiosa con talento, buen juicio e indepen­dencia.

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tantes servicios que había prestado a la Nación. ¡Al través del velo de una pasión no hay ojos que puedan ver la verdad! ¡Lenguas movidas por el servilismo es imposible que hablen palabras de justicial Habría valido más que se hiciese tal presente a Urvina sin aducir el motivo.

Bn la primera o segunda de sus sesiones, la Convención nombró a Veintemilla Presidente in­terino de la República; hecha la Constitución, la Presidencia le fué dada en propiedad, en virtud de aquel por ahora con que todas nuestras últi­mas Constituciones han anulado el sufragio direc­to y popular. Kl nuevo Presidente celebró con un festín su fácil triunfo en la Asamblea. Antes que ésta se reuniera, había hecho acumular para su gasto en Ambato tan crecida cantidad de vinos y licores, que llamó mucho la atención pública. Decíase, y nadie se opuso a tal decir, que los seis o siete mil pesos gastados en esas bebidas habían sido erogados por el Tesoro Nacional. Inmedia­tamente después Veintemilla organizó su Minis­terio: al Dr. don Julio Castro ( i ) dio la Secre­taría de lo Interior, la de Hacienda al Sr. Cle­mente Bailen y la de Guerra al coronel Francis­co Boloña. (2)

(1) Este inteligente e ilustrado amigo nuestro ha­bía ciado el falso y censurable paso de apoyar la revolu­ción de setiembre. La historia no puede perdonarle; pero en el Ministerio dio muestras de hallarse animado de honradas intenciones, y cuando vio que no podía hacer el bien que deseaba, renunció su Cartera.

(2) Como el Sr. Bailen no aceptó el cargo, el Dr. Castro estuvo encargado de la Cartera de Hacienda hasta el 13 de Marzo del siguiente año, en que renunció ambos Ministerios. (Nota del Editor.)

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Pero era bien difícil que Veiutemilla se con­tentase con ser pura y llanamente un magistrado constitucional; quería el poder sin restricciones a que se había acostumbrado; esto es, quería la continuación de su dictadura. Como su único apoyo era la fuerza de las armas, y la opinión le importaba poco o nada, podía de propia voluntad ladear de sí la Constitución y dejar expedito el campo a sus antojos y caprichos; pero, cauteloso y mañero, hubo de partir la responsabilidad con la Asamblea, haciendo que ella le invistiese de facultades extraordinarias. La misma corpora­ción que, aunque de origen viciado, representaba el pueblo del Ecuador, y acababa de expedir y jurar una Constitución, dio a ésta el golpe de muerte y volvió a quitar al pueblo las garantías que le diera. ¿Para qué hizo tal nueva ley fun­damental? Después de concedidas las facultades extraordinarias, ésta ¿no valía tanto como la Constitución de 1861, que se había invocado en la revolución de setiembre? Pero ¿de qué podían servir las reflexiones más poderosas en el ánimo de diputados serviles y sin conciencia?

Para dar visos de justas y necesarias a dichas facultades, se inventaron noticias de planes revo­lucionarios, que se achacaban a los radicales, y aun se echó mano de un arbitrio asaz inverosímil v hasta ridículo: habíase construido en Ambato una gran choza para que sirviese provisionalmen­te de cuartel, y una noche se le prendió fuego; pero pocas horas antes se había tenido cuidado de trasladar el parque a otro cuartel, sin ocultar de las miradas del público esta precaución. Di jóse que el incendio era principio de las hostilidades de la revolución, vióse en él la mano de los ene­migos radicales, hubo mensaje a la Convención

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pintando el hecho cual convenía, y las facultades extraordinarias llenaron'los deseos del Presidente.

Arreglar el presupuesto habría sido obrar contra el móvil principal que empujó a Veintemi-11a a la revolución: un voto de confianza de la Asamblea, puso, pues, el Tesoro a su disposición, o más propiamente prorrogó sin término la pose­sión en que de él estaba hacía más de un año.

Veintemilla, durante la Convención, dio una nueva muestra de tacto político: la prensa radical en el interior se lanzó a una oposición ruda y vio­lenta, si bien era más personal que política. El Espectador en Ambato y La Candela en Quito fueron las lenguas del partido descontento: len­guas envenenadas y terribles que a las veces dije­ron la verdad, pero que se habían propuesto es­pecialmente derramar la burla y el sarcasmo sobre Veintemilla, Urvina y otras personas a quienes se deseaba desconceptuar; esto es, cu3^o descrédito se quería aumentar. Los radicales quemaban los ídolos que habían adorado la víspe­ra. Moloc, puesto por ellos en elevado pedestal, no hacía los milagros que habían esperado de él, y era preciso destruirlo. Bien, pues, Veintemilla tuvo el buen sentido de tolerar los excesos de esas publicaciones; e hizo más: sea que realmente las viese sin enojo, sea que quisiese aparentar sereni­dad de ánimo, las noches en sus tertulias se hacía leer La Candela, festejando con risa y algazara las por extremo picantes burlas que contra él 3̂ sus amigos contenía el periodiquillo.

Aunque separándonos algo del objeto princi­pal de nuestra narración, aquí es preciso que la historia recoja de las volanderas hojas del perio­dismo una importante confesión, que después ha sido reiterada: un artículo de El Espectador^ N9

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a vueltas de elogios hechos a don Gabriel García Moreno, dijo: ( i )

Aseguróse en esos días que Veintemilla iba a hacer acusar a quienes tal confesión habían he­cho; pero uno de los redactores del periódico dio a luz una hoja suelta, en defensa del artículo, confirmando la declaración y asumiendo para el partido liberal la responsabilidad del crimen del seis de agosto, y la acusación no tuvo efecto. Si la posteridad no borra de su conciencia toda no­ción de moral, es seguro que condenará severa­mente aquella ostentación del crimen, y a quienes han seguido encomiando el asesinato como legíti­mo resorte de política.

La Convención dio punto a sus sesiones el 31 de mayo de 1878.

Pocos días después Veintemilla se trasladó a Guayaquil, dejando encargado del Poder Ejecuti­vo a Don Luis Salvador, uno de los tres Delega­dos que había elegido la Convención. El Sr. Salvador se portó en la presidencia con modera­ción y suavidad; pero en los principales asuntos con entera sujeción al Magistrado ausente; así Veintemilla durante su ausencia no dejaba de percibir sus sueldos, en tanto que el Delegado, que hacía sus veces, no tomaba los que le corres­pondían. Kn otras cosas el Sr. Salvador era asi­mismo contrariado, y creemos que el placer de mostrarse, siquiera sea en apariencia, primer Magistrado de la Nación, le costó bastantes amar­guras que tuvo que tragarse en. silencio.

( l ) No nos ha sido posible llenar el vacío dejado en este punto por el autor. (Nota del Editor.)

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Veinteinilla podía estar seguro deque nadie, por entonees, intentaría arrojarle del solio. Bl negocio iba, pues, viento en popa para el empre­sario de setiembre, y a darle mayor seguridad y ensanche, que no a buscar bien ninguno para la República, había partido el Capitán General a Guayaquil: aquí estaba el aurífero placer de la Aduana y los topes del contrabando, y de aquí se podían trasladar más fácilmente los beneficios del negocio a Europa, y asegurarlos para lo futuro.

Hntre tanto la prensa radical continuaba, sino atacando a Veintemilla, sí descargando su furia contra el catolicismo, y él la toleraba; mas para las publicaciones contra su persona o su po­lítica, no era ya el antiguo despreocupado lector de La Candela. D. Juan Montalvo, que había publicado El Regenerador y otros papeles y a quien el público atribuía algunos artículos de aquel percuciente periódico 37 de su compañero El Espectador, fué expulsado de la República de orden de Veintemilla. Kste no perdonaba las Pastorales que había dado a luz el Dr. Andrade, y al presbítero J. Miguel Noboa le costó ruda per­secución, y al cabo prisión más ruda todavía, un folleto en el cual el mentado eclesiástico debió haber empleado un lenguaje menos virulento. La prensa de oposición, así liberal como conser­vadora, quedó, pues, de todo en todo amordazada; pero singularmente esta última no tuvo libertad sino para quejarse y protestar contra las publica­ciones antirreligiosas, de tarde en tarde, y como si dijésemos a media voz; mas no para hacer obser­vación ninguna relativa a los hechos del Poder. E l escritor que deseaba decir al mundo la verdad acerca de éstos, tenía que valerse de arbitrios ex­traordinarios y muchas veces peligrosos, para

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enviar sus manuscritos, con nombres fingidos, a diarios extranjeros. Un artículo cualquiera que no gustase a Veintemilla, publicado en el Ecua­dor o suscrito por quien fuese su autor, habría sido para éste sentencia infalible de prisión o de destierro.

Habían corrido las dos terceras partes del año 78, e iba a cumplirse el segundo aniversario de la traidora revuelta, origen del despótico poder de Veintemilla, cuando un suceso gravísimo y funesto conmovió la sociedad ecuatoriana: el 4 de setiembre, a las primeras horas de la noche, cayó asesinado de un balazo, en su hacienda La Pales­tina, cerca de Guayaquil, don Vicente Piedrahita. Joven aun, robusto, gallardo y noble de figura, limpio así de sangre como de talento y corazón, dado a las letras y amante de las musas, y de pa­triotismo probado en muchos y eminentes empleos dentro y fuera de la República, era uno de nues­tros hombres públicos más distinguidos. Desde el asesinato de García Moreno había rehusado to­mar parte en la política, no, seguramente, porque no quisiese servir a la patria, sino porque vio que los partidos, despeñándose de error en error, ha­bían arrastrado consigo las cosas públicas hasta el punto de no ser posible por entonces a los hombres de sanas ideas y generosos sentimientos, levantarlas y ponerlas en buen camino. Piedra-hita no podía ser indiferente a la suerte de la patria, ni los ecuatorianos le habían olvidado: muchos honrados corazones le querían y respeta­ban, e infinidad de miradas se fijaban en él como en hombre que, llegada la ocasión, habría venido a ocupar el encumbrado puesto que le correspon­día en nuestra escena política. Para los conser­vadores era una esperanza y los liberales modera-

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dos no eran sus enemigos. Culpóse su asesinato a Veintemilla, y todavía hay quienes le señalan como ordenador de ese crimen. ¿Qué fundamen­tos hay para tan terrible acusación? Recuerde el lector nuestras palabras con motivo del envene­namiento del I l tmo. Sr. Checa: «Bn tan grave asunto la historia no puede fallar mientras no tenga documentos dignos de entera fe»; pero sí puede y debe recoger los datos más verosímiles y exponerlos en sus páginas; la misma gravedad del asunto que rechaza todo juicio ligero, requie­re que no pasen desadvertidos ciertos hechos que son como luces lejanas que con el transcurso del tiempo pueden aproximarse y disipar las sombras. Detengámonos un poco. Ks indudable que en el crimen del 4 de setiembre del 78 la culpabilidad de Veintemilla es menos problemática que en el del 30 de marzo del 11'. Piedrahita no pudo haber sido muerto sino por una de tres causas: para ser robado, para que con su sangre saciase algún odio o venganza particular, o para que no estor­base en algún plan político. ¿Le mataron para robarle? No. Cayó muerto al entrar en su casa y el asesino se fugó al momento; no hay indicios ni aun leves de que éste le hubiese acechado y muerto por robarle. ¿Luego fué o venganza o política? Quizás uno y otro. ¿Quién pudo haber querido vengarse de Piedrahita? Bl proceso no arroja luz ninguna acerca de esto, y la conciencia del pueblo gua3~aquileño, que estimaba y quería a su ilustre paisano, no encuentra sino un cora­zón que puede haber odiado a éste, y una sola cabeza que fuese capaz de concebir la idea de una venganza sangrienta: el corazón y la cabeza de Veintemilla. Los dos hermanos de este apellido, José e Ignacio, se amaban mucho; José, que ejer-

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cía un cargo militar en Guayaquil por 1863 o 64, fué acusado por la prensa de haber cometido cier­tas faltas en el manejo de un ramo fiscal que lace­raban su honradez; irritado sobremanera, hizo apresar a Vicente Sorrosa, el escritor, cuya tosca pluma a nadie guardaba consideraciones, le hizo llevar a un cuartel y flagelar. Piedrahita, a la sazón gobernador de la provincia, mandó procesar a Veintemilla y le trató con justo rigor. Ignacio, el hermano del delincuente así tratado, ¿perdona­ría a Piedrahita? No pocas muestras ha dado de que una de sus pasiones más ardientes es la ven­ganza. Hemos indicado que Piedrahita se atraía las miradas y simpatías de gran número de ecua­torianos; era, pues, a lo menos en aquellos días, la única figura conspicua que había dejado en pie la revolución, y que podía atraer a sí y formar en torno suyt> un fuerte y respetable partido de opo­sición. Kra indudablemente el único adversario temible para Veintemilla. ¿Ignorábalo éste? Nó, ciertamente. ¿Temía a Piedrahita? Parece segu­ro: hombres del carácter de Veintemilla y que han subido al poder por la escala de la ilegalidad y el crimen, son por extremo suspicaces, de todo recelan y temen, y a la astucia para buscar los medios de asegurar su fortuna, añaden la cruel­dad en aplicarlos. Veintemilla pudo haber des­terrado a Piedrahita; pero habría enojado a los guayaquileños con un acto destituido de todo viso de razón. Además, los motivos de temor no es­taban en la circunstancia de que Piedrahita vivie­ra en su patria, sino en el valer de su propia per­sona: Piedrahita era, como lo fué su paisano García Moreno, temible a sus rivales donde quie­ra que estuviese. Sólo su desaparición podía satisfacer a Veintemilla, como la desaparición de

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García Moreno satisfizo a los liberales. La muer­te es la corona con que las pasiones mezquinas premian a los hombres públicos ilustres. Ser Sucre o iVrboleda, García Moreno o Piedrahita, es vivir sentenciado a pena capital. E l destierro de Piedrahita era imposible que se pudiera haber verificado por mano oculta; su muerte podía eje­cutarse entre las sombras y dejarla velada por el misterio; debía causar grande y general indigna­ción, y la causó, en efecto; pero las ardientes mi­radas de la sociedad indignada han vagado vana­mente en solicitud del criminal: entrévenle, pero no de manera que la lengua pueda decir sin em­barazo: hele allí! Añadamos dos circunstancias: el jefe político de Daule, que con recomendable empeño y sirviéndose de su autoridad, inquiría el hecho del 4 de setiembre y buscaba datos para aclararlo, fué separado de su empleo por Veinte-milla; y Manuel Cabrera, sobre quien pesaban sospechas de haber sido instrumento del crimen, obtuvo colocación en el ejército. Hay más: el Dr. don Vicente Paz, diligentísimo fiscal del pro­ceso, fué desterrado, pero desde Lima dirigió un reto a Veintemilla y aseguró que, si se le consen­tía volver al Ecuador, probaría de manera con­cluyen te que el ordenador del crimen fué el gene­ral Ignacio Veintemilla. Este consintió y aun instó a su acusador que volviese, ofreciéndole las garantías que deseara y el Dr. Paz no se vino, y ni entonces ni después ha cumplido su ofreci­miento. Es verdad que tuvo razón de no fiar de las garantías que se le ofrecían; indudable es también que aun cuando hubiese venido, sus dili­gencias habrían escollado en lasque Veintemilla, con el poder absoluto que tenía en las manos, le habría opuesto. E l reto, fué, pues, intempestivo

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e imprudente, y sirvió sólo para debilitar las pre­sunciones contra el retado, a lo menos ante el criterio de los hombres que no meditan sobre la esencia de los hechos. Posteriormente el vivo entusiasmo de la sociedad guayaquileña por des­cubrir y castigar al criminal, se ha resfriado, así como y& nadie se acuerda del crimen del 30 de marzo ni menos del de seis de agosto. García Moreno, el Arzobispo Checa, Piedrahita, tres grandes e ilustres víctimas yacen en sus sepul­cros silenciosos junto con los procesos y la vindic­ta de la moral, la ley y el honor de nuestra socie­dad, y la justicia. . . . ¡ah! ¡cuan doloroso es que la justicia entre nosotros esté condenada a enve­jecer, decrepitar y morir! Pueblo en que la jus­ticia no es activa y vigorosa ni vive más tiempo que el que le concede la voluntad floja, incierta y a las veces caprichosa de los hombres, ¿podrá llegar algún día a ser civilizado y grande?

Vuelto Veintemilla a Quito se encargó del Poder, y al cuidado de ir dando mayor incremen­to a sus negocios y acumulando riquezas, sola­mente añadió el cuidado de rodearse de comodi­dades y placeres. Bastante razón tienen los que llaman sibarítica la vida que entonces llevaba, y por ende quienes le juzgan hombre del todo car­nal e incapaz de los deleites intelectuales y de las fruiciones del espíritu. Resucitó hasta las inmorales y bárbaras corridas de toros, no obs­tante hallarse vigente la ley que los prohibía; con ellas creía tener contento al pueblo. Sus comi­das, exquisitos licores y vinos, tertulias y juegos atrajeron, preciso es decirlo, no pocas personas a formar su círculo. En sus festines se vieron in­dividuos que poco antes condenaban su política y sus manejos; el humo de la lisonja y adulación.

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le envolvía en sns ondas aromáticas; era obe­decido hasta en sus menores caprichos, y sus ser­vidores le guardaban fidelidad inquebrantable, porque la mayor parce de ellos sacaba del Tesoro más dinero del que por sueldos les correspondía. Si en otros tiempos los negociantes y empleados de mala fe se enriquecían con el agio, en los de Veintemilla la defraudación era casi un sistema. La corrupción, avivada por el ejemplo de los dueños del gobierno, cundía por todas partes, las costumbres se degradaban y los caracteres se aba­tían. Bn toda la República se respiraba un am­biente moral mefítico y las almas se morían! Y lo más doloroso era que una parte de la so­ciedad no conocía ni sentía el mal que la ma­taba: estaba contenta como el ave que se apro­xima cantando hacia el buho que la ha fascinado para cazarla y devorarla. Bl ejército, adulado por Veintemilla, había vuelto a ser lo que fué antes que García Moreno le convirtiese en mode­lo de disciplina y moralidad: un soldado era para el pueblo un enemigo temible. Hasta en el clero, ¡verdad tristísima!, hasta en el clero, víctima principal de la tiranía de Veintemilla, hubo miembros que ante él doblaron vilmente la cerviz, y en el mismo pulpito en que habían lamentado la persecución de la iglesia, sonaron después las alabanzas al perseguidor!

Bntre tanto la instrucción pública decaía y el Gobierno no se acordaba de ella, ( i ) Bn mu-

( l ) Tomamos los datos sólo de tres provincias: Pichincha. Número de escuelas en 1875 101

,, ,, de alumnos ,, 6.885 ,, ,, de escuelas en 1880 68 ,, ,, de alumnos ,, 5.294

Diferencias 33 1.591

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chas partes los maestros de escuelas no eran pa­gados de sus pensiones, y tenían que abandonar la enseñanza para dedicarse a otras ocupaciones; en otras los Tesoreros las defraudaban comprán­doles por fuerza los vales por la mitad de su va­lor. I^a libertad de la industria dependía de la intervención del Presidente en ella; las más pro­ductivas le pertenecían, y una ocasión que una compañía de explotadores de los bosques naciona­les, envió sus jornaleros a extraer cascarilla, fue­ron dispersados a balazos por los de otra compañía en que tenía parte Veintemilla; éste los había armado, para el efecto, con armas del parque del Estado.

Bl contrabando había tomado proporciones escandalosas, y dícese, quizás con verdad, que Veintemilla no era extraño a esta reprobada ma­nera de enriquecerse. Muchas pruebas dio de

Tungurahua. Número de escuelas en 1875 58 ,, ,, de alumnos ,, 3.696 ,, ,, de escuelas en 1880 50 ,, ,, de alumnos ,, 3.273

Diferencias 8 423

Azuay. Número de escuelas en 1875 87 ,, ,, de alumnos ,, 4.058 ,, ,, de escuelas en 1880 50 ,, ,, de alumnos ,, 3.419

Diferencias 37 639

En solo tres provincias 78 escuelas y 2.653 alumnos menos. Es de notar que Pichincha, asiento del Poder Ejecutivo, resulta la más perjudicada. (Véanse las Me­morias del Ministerio de lo Interior de 1875 y 1880).

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que no teuía por ilícito n ingún medio que condu­jera a este fin. ( i )

Nadie estaba seguro de que su corresponden­cia no fuese violada en las estafetas, especialmen­te si había pertenecido o pertenecía a círculos que no fuesen simpáticos al gobierno; perdíanse las cartas o se entregaban a sus interesados con seña­les rmry claras de haber sido violadas. Sustraída una que el expresidente Dr. Borrero había dirigi­do desde Lima a un amigo suyo, Veintemilla no tuvo reparo en hacerla dar a luz, haciendo de este modo visible su delito; en ella su autor, fiado en la reserva de la amistad, había censurado a la sociedad limeña. Veintemilla, al hacer dar a la estampa dicha carta, consiguió su objeto de poner de malas al pueblo criticado con su huésped: • la prensa peruana vituperó agriamente al Dr. Bo­rrero su conducta, y éste hubo de trasladarse a Chile. Pero es de notar que aquella prensa, al condenar en rudos términos al ex-presidente ecuatoriano, no hubiese tenido ni una palabra de reprobación contra el violador de la corresponden­cia privada. (2) Cualquiera que hubiese sido la

( t ) El Dr. don Vicente Paz dio a luz en el Perú, a fines de 1880 o principio de 1881, un importante folleto, en el cual con la inexorable lógica de los números de­mostraba que en el bienio de 1880 a 81, había habido en las cajas fiscales un desfalco de cerca de dos millones de pesos. Dicho folleto contenía el examen crítico de la Memoria de Hacienda presentada al Congreso de aquel año.

(2) Este delito se cometía por los agentes de Vein­temilla desde los primeros días de la revolución. A me­diados de 1877, un individuo había escrito desde la Capi­tal a un amigo nuestro residente en Ambato, sobre asun­tos privados que tenían relación con la política; la carta

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culpabilidad del Dr. Borrero, si por ventura pudo haberla eu una confidencia íntima, ¿no fué mu­cho mayor la de Veintemilla?

Sigamos agrupando brevemente algunos he­chos. De manera expresa prohibía la Constitu­ción el reclutamiento, este atentado monstruoso contra la libertad y seguridad individuales, y, sin embargo, las autoridades militares continua­ron engrosando el ejército por este medio violen­to. No es presumible que el Ministerio lo hubie­se ignorado, antes bien no hay duda que lo supo; mas esas autoridades como todas participaban, cual más cual menos, de las facultades extraor­dinarias. Todo cuanto en virtud de éstas se hacía para robustecer el poder de Veintemilla, estaba bien hecho. Bl poder judicial, el poder que más necesita de independencia completa e invulnera­ble para hacer la debida aplicación de la ley y mantenerse ante el pueblo con la honra y venera-bilidad de que debe estar rodeado, tampoco pudo librarse de la acción vejatoria y corruptora del Dictador: la Corte Suprema vio a sus ministros privados de sus sueldos, porque no le complacie­ron en un asunto en que tenía interés, y el Tr i ­bunal de Cuentas sacaba alcances a favor de rin-dentes como Montenegro, para que pasasen a las arcas del Presidente. Kn la Universidad los

no llegó a su destino, sin embargo de haber sido fran­queada oportunamente; mas cuando Veintemilla pasaba a Guayaquil, le fué presentada abierta por una de las autoridades, como comprobante de ciertas quejas contra quien la escribiera y contra quien debió recibirla.

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catedráticos servían impulsados de sólo su patrio­tismo y amor a la juventad, pues tampoco se les pagaban sus pensiones; y no bastando esta injus­ticia, fueron despojados de sus cátedras, de la manera que luego veremos. La tolerancia que respecto de la prensa había mostrado Veintemilla durante la Convención de Ambato, cuando le convenía fingir moderación y calma, desapareció al punto que hubo asegurado su poder. Sólo to­leraba los desahogos del radicalismo y las publi­caciones extrañas a la política o que prescindían de su persona y sus manejos dictatoriales. El Conde Patricio, hoja opuesta a Veintemilla, pero ruinmente escrita, sirvió de pretexto para el des­tierro del Dr, Miguel Kgas, Rector de la Univer­sidad. Bste ilustrado ciudadano debió sentir más que la expulsión del suelo natal, el que se le atri­buyese escrito tan indigno. Un grupo de con­servadores no desconocidos en el campo del perio­dismo político y literario, fundó El Amigo de las Familias. B n las hojas de este semanario apa­recían a las veces rasgos de oposición tan descolo­ridos que apenas se los podía distinguir; sin em­bargo, el dictador buscó manera de suprimirle o desacreditarle. Ya hemos hablado de la prisión del presbítero Noboa, a causa de su folleto contra Veintemilla; éste convino en hacerle dar libertad, siempre que se retractase y la palinodia aparecie­se en las páginas de El Amigo de las Familias; el pobre sacerdote se conoció sin fuerzas para el martirio, accedió a los deseos del tiranuelo, escri­bió o suscribió la retractación concebida en térmi­nos humillantes, un agente del gobierno la llevó al periódico que la dio a luz; pero la redención de la víctima debía traer, y trajo en efecto, la desa­parición del semanario. Veintemilla acertó a

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darle el golpe de muerte. A poco El Amigo de las Familias volvió a la escena con el nombre de El Fénix. Además del periódico oficial, que al­gunas veces publicaba cosas ofensivas a las creen­cias populares, y con frecuencia falsedades enca­minadas a lisonjear al dictador, dábase también a luz El O?den, costeado por el erario, y destinado a adular al Poder y propalar errores. Oponíasele El Fénix; pero cuidando siempre de no excitar el enojo de Veintemilla, si bien no guardaba mi­ramientos con las ideas que el liberalismo echaba a volar en aquellos periódicos ni con su joven redactor, cuya pluma habría sido capaz de produ­cir frutos estimables, a no haber estado constan­temente movida por el espíritu de la más indigna lisonja, el completo extravío del corazón y la total profanación de la conciencia. El Fénix hubo de hallar también en su camino al Congreso de 1880, y le flageló con dureza. Por desgracia para ese cuerpo legislativo, aun cuando aquel semanario hubiese sido más percuciente, le habría sobrado razón. Veintemilla, no obstante que nada se había escrito directamente contra él ni contra su administración, no pudo sufrir que El Fénix se expresase con cierta libertad relativa, y amenazó con el destierro a uno de sus principales redacto­res. Ksta amenaza casi coincidió con el atentado de que fueron víctimas los estudiantes de la Uni­versidad. Bn vista de este crimen, del que luego trataremos, El Fénix tenía que tronar muy recia­mente para luego ser suprimido, amén de traer la persecución 3̂ el destierro de sus redactores, o bien tenía que condenarse por sí mismo a la desa­parición. Optó lo último: continuar saliendo a luz sin hablar con indignación contra aquel cri­men, habría sido vergonzoso; hablar de esa ma-

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íiera, honroso habría sido, mas fuera del sacrificio estéril del escritor o escritores, la supresión era asimismo inevitable. Cuando a principios de 1882 La Revista Literaria tomó calor político para sostener la candidatura del Sr. Zaldumbide, habló con moderación, pero con algún desenfado, en defensa de la causa que patrocinaba; mas a los tres meses hubo de tener el mismo fin que sus hermanos El Amigo de las Familias y El Fènix. Son notables las palabras con que los redactores ( i ) de La Re?jista se despidieron de sus lectores. Aludiendo al trimestre finalizado con el N9 12: «Hoy estamos desatados de todo compromiso y no queremos contraer nuevos, porque sabemos de cierto que no podremos cumplirlos». , . . «Agrade­cemos su ayuda a los, relativamente numerosos, suscritores deZíz Revista, y también le agradece­mos al gobierno, «de do emana todo bien», los tres meses largos de vida que nos ha permitido.— ¡Adiós!»

Las elecciones de Senadores y Diputados para el Congreso de 1880 se hicieron con menos libertad que las de 1877. A la Convención de Ambato concurrieron, aunque en muy corto nú­mero, Representantes de luces y patriotismo. Estos sucumbieron bajo una mayoría ignorante y servil, merecedora del vituperio que ha caído so­bre ella, aunque no fuera sino por el voto de con­fianza y las facultades extraordinarias; pero esa minoría ilustrada y exenta de la tacha de vena­lidad, sirvió para que a lo menos comprendiése­mos que el pueblo, cuando goza de libertad para

( l ) Los Sres. Dr. D. Carlos Tobar, D, Quintiliano Sánchez y D. Roberto Espinosa.

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ejercer sus derechos y cumplir sus deberes, tiene buen sentido y elige personas que pueden repre­sentarle dignamente; pero las elecciones para las Cámaras legislativas del año 80, hechas exclusi­vamente de atenta del gobierno, sin que en parte alguna se hubiese levantado mía sola voz de opo­sición, porque no era posible que se consintiera tal libertad, puesto que el sufragio (¡y se llamó libre!) se ejerció cuando la Constitución y la ley se hallaban subrogadas por las facultades extraor­dinarias: esas elecciones, repetimos, ¿cómo po­dían haber dado al Congreso miembros que se opusiesen ni en lo más mínimo a la voluntad del gobernante? Ni éste ¿cómo habría consentido que se eligiesen personas de luces y, sobre todo de ánimo algún tanto levantado, que pudieran irle a la mano en sus pretensiones y mandamien­tos arbitrarios? E l 10 de agosto se instaló el Congreso. Si Diógenes hubiese penetrado en él con su lámpara, dudamos que hubiera hallado lo que con su luz buscaba en las calles de Atenas. A los pocos días fué expulsado de la Cámara de Diputados uno de sus miembros que se atrevió a expresarse con alguna libertad. ( ¡ ) E l Mensaje del Poder Ejecutivo fué un tejido de falsedades y de alabanzas propias. Según ese documento, jamás el Ecuador había llegado a más alto grado de prosperidad! Las Memorias de los Ministros de Estado eran naturalmente semejantes al Men­saje. No juzgaríamos con tanta severidad al Congreso del año 80 y estos documentos, si unos y otros no fuesen de ayer, sino los conociesen nuestros compatriotas, y si estos, tra3^éndolos fá-

( l ) El Dr. Adolfo Páez, liberal imbabtireño.

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cilmente a la memòria, no- pudiesen confirmar nuestra censura. Aquí, sin embargo, cumple que repitamos loque dijimos al tratar de la Cons­tituyente de Ambato: no entra en nuestro plan el examen de los pormenores de la Legislatura de 1880; tomamos tan sólo aquello que es absolu­tamente necesario para fundar nuestro juicio y acabalar el breve cuadro que vamos trazando.

Adelante, pues. Uno de los primeros pasos exigidos por Veintemilla a sus Senadores y Dipu­tados, fué la ratihabición de lo que ya hiciera la Asamblea de Ambato: así, pues, aprobaron incon-dicionalmente todos los actos del revolucionario de setiembre, hasta que fué electo Presidente de la República, añadiendo la espontánea declara­ción, de que todos esos actos fueron emanados del más acendrado patriotismo, y que la Nación, por órgano de sus representantes, daba las más rendi­das gracias a Veintemilla. Asimismo cuidaron de triplicarse las dietas, y como Veintemilla no veía mal que sus servidores fuesen bien pagados, les dejó hacer y sancionó el decreto. E l Poder Ejecutivo (no debe olvidarse que se resumía todo en la persona del Presidente) aparentó devolver las facultades extraordinarias; pero desde días atrás corría valida la nueva de que se preparaba una revolución simultáneamente en el norte y sur de la República, y las Cámaras no sólo se negaron a desarmar de dichas facultades al Eje­cutivo, sino que le rogaron que continuase con ellas. No juzgamos inverosímil que se pensase entonces en una revolución, aunque no tenemos datos para creerlo así, a no ser'el descontento que en todas partes creaban los actos de Veintemilla y sus agentes oficiales; pero aun cuando los ru­mores alarmantes no hubiesen tenido n ingún

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fundamento, , Veintemilla los hubiera inventado para dar visos de justicia a la continuación de las facultades extraordinarias, las cuales le eran más necesarias en el segundo bienio de su presidencia que en el primero;, pues, en efecto, ¿cómo podría sin ellas hacer frente a las dificultades que le traerían la finalización de su período y el comien­zo de otro, sea o no sea éste encabezado por el mismo? Hemos dicho ya que se engaña quien tiene a Veintemilla por hombre destituido de pe­netración y cierto tacto en política, siquiera sea ésta del todo personal: él entrevio, pues, que en los dos años de presidencia que aún le faltaban, las cosas públicas no serían de fácil manejo. Bsta sagaz previsión le indujo a hacer dar una ley que fuese como el complemento de las susodichas fa­cultades; ley bárbara, delante la cual fué huma­no y sabio el artículo 61 de la Constitución de 1869, contra el cual no sin razón tanto se decla­mó y maldijo. Según esa le}^ veintemillana (creemos que así debería llamársela) debía ser juzgado en Consejo de Guerra, e incontinente castigado como conspirador o como pirata todo ecuatoriano que, directa o indirectamente, tomase parte o auxiliase de cualquier manera una expe­dición o una revolución; v como los medios de comprobar el delito dependían del Poder Ejecuti­vo y de sus empleados subalternos, a quienes transmitiera las facultades extraordinarias, juz­gúese cuan inminente era el peligro de los ecua­torianos adversos a la política de Veintemilla, de ser fusilados el día que en verdad le hubiesen he­cho una revolución, o que él la hubiese inventa­do.

Parece excusado añadir que la Hacienda na­cional quedó como antes a discreción de Veinte-

n milla; pero sí debemos hacer notar que sus ingre­sos alcanzaron un aumento muy considerable, porque la guerra del Pacífico desvió la corriente mercantil de los pueblos del Perú y Bolivia y la inclinó hacia las costas ecuatorianas. Ksta pros­peridad de las rentas del Kstado, y el no haber satisfecho los intereses de las deudas fiscales, ni amortizado siquiera una pequeña parte de ellas, ni emprendido en obras de utilidad pública, ex­plican la suntuosidad con que eran pagados los sueldos militares y de los empleados civiles de inmediata dependencia del Poder Ejecutivo, y los adelantos que muchos de éstos percibían, y la holgura del Tesoro, no obstante que además de los expresados gastos y de las sumas de que ocul­tamente disponía Veintemilla, proporcionaba di­nero para la construcción de la casa de éste, pago de sus agentes privados y hasta del valor del fo­rraje de sus numerosos caballos. Kn el Congre­so en que venimos ocupándonos a vuela pluma, no había ni quien redactase sus leyes y decretos en lenguaje medianamente correcto. A veces hasta la urbanidad era del todo extraña entre sus miembros; si era común oirles discurrir en tér­minos chabacanos, no faltó ocasión en que dos de ellos riñesen de palabra y de manos disputándose la presidencia de la Cámara. ¡Oh vergüenza! Pero a fe, vergüenza que no cae sobre el pueblo ecuatoriano, exento de responsabilidad en esta parte: ¿acaso eligió él esos diputados y senado­res?

La libertad, el patriotismo, la hidalguía y entereza de carácter ocultos en la sombra de nu­merosos hogares ecuatorianos, se habían refugia­do especialmente, cual en plaza almenada, en un pequeño recinto: la Universidad de Quito. Allí

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doctos maestros y talentosos alumnos se empeña­ban en enseñar y aprender doctrinas de puro re­publicanismo que oponían valerosos, aunque sólo en el campo de las tesis, pero tesis intencionadas, a los errores de los principios zapadores del orden social, a las violencias de la tiranía y a la co­rrupción administrativa. Muchas veces las lec­ciones y los discursos rebosaban verdades amar­gas fuera de los límites en que podía tolerarlos el Dictador; y sus Ministros mismos, en los actos públicos, escuchaban de catedráticos y mozos na­da encogidos, y entre los estrepitosos aplausos de escogido auditorio, libertades que sólo podían haber sido escuchadas con benevolencia y hasta agrado por Magistrados ilustrados y justos. Veintemilla, emponzoñado el ánimo, ordenó que no se pagase los sueldos a los catedráticos. E l ruin papelucho El Conde Patricio, había servido de pretexto, como dijimos, para el destierro del Rector. Hubo amenazas contra los demás em­pleados; pero no pudieron amedrentar a estos ni a sus discípulos: los catedráticos siguieron ense­ñando gratui tamente, y los jóvenes aprendiendo con entusiasmo creciente. La Universidad cons­tituía, pues, un peder moral puesto al frente del poder material del gobernante, y era para éste de toda necesidad que desapareciese. Para el efecto, hizo expedir por el Congreso la le}.T de 6 de No­viembre de 1880. Según esta ley, Rectores, Ca­tedráticos y más empleados de Universidades y Colegios nacionales debían ser nombrados }T re­movidos libremente por el Poder Ejecutivo. La instrucción literaria y científica de la juventud quedaba del todo a merced del Gobierno y redu­cida a resorte de política, esto es caía dentro del círculo corruptor del banderismo oficial, si así po-

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demos decir. No tardó mucho sin que Veinte-milla esgrimiese el arma que el Congreso había puesto en su diestra: el Ministerio de lo Interior pasó a los catedráticos de la Universidad y a su Secretario nombramientos interinos, indirecta manera de notificarles que estaban desposeídos de las cátedras que ocupaban por oposición y en vir­tud de una antigua ley. La renuncia de todos ellos no se hizo esperar, y fué simultánea. Vein-temilla había triunfado sobre el derecho y la ilus­tración, mas no sobre la honra de aquellos dignos maestros. Kstos fueron reemplazados por cate­dráticos que, fuerza es decirlo, si no se les podía negar la calidad de hombres honrados, se halla­ban indudablemente inuy lejos de poder llenar las aspiraciones de la juventud universitaria, acostumbrada a escuchar a catedráticos de ciencia profunda y de verdaderas dotes magisteriales. Los estudiantes ardieron de indignación; trataron especialmente al nuevo Rector con desdén que tocaba los límites del desprecio; los labios de al­gunos no se limitaron a las simples quejas, sino que dejaron escapar picantes frases de reproba­ción; y escribieron protestas para elevarlas al Gobierno, si bien en el momento de suscribir la que debía serle dirigida, escogieron la de térmi­nos más moderados; tan moderados, que encerra­ban más bien una súplica que una protesta. Para nada sirvió ésta, ni la prudente moderación fué salvaguardia a los sesenta y seis estudiantes que la firmaron: las iras del Gobierno se desataron contra ellos. Dícese, y no hay por qué dudarlo, que las quejas del ofendido Rector contribuyeron a inflamarlas. Los jóvenes, activamente perse­guidos, se desparramaron por distintas partes y se ocultaron; pero diez y siete ca}<eron en manos

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de sus perseguidores }r, cual si fuesen grandes criminales, se les encerró en la Penitenciaría. Veintemilla ordenó que se les enseñase el manejo de armas y 3 tocar corneta, y que, cual vulgares reclutas, sufriesen el tratamiento vejatorio que a éstos se les da en los cuarteles. Las órdenes fue­ron cumplidas. Una matrona, anciana nobilísi­ma, al saber la suerte de sus nietos en la Peni­tenciaría, cayó muerta súbitamente. Al fin, a los días, satisfecha en parte la venganza del Dictador, los presos fueron puestos en libertad; pero a ellos 3̂ a los prófugos y escondidos, que podían ya mostrarse en público, les impuso Vein­temilla la condición de que suscribiesen una con­tra protesta para poder continuar sus estudios en la Universidad. Unos pocos, de carácter menos firme que el de sus compañeros, cedieron a esta humillante exigencia; la mayor parte prefirió suspender su instrucción o recibirla de maestros particulares. Todos esos jóvenes, unidos a los de otras provincias, contribirveron, cual más cual menos, a dar vigor y activo movimiento a la reac­ción que algunos meses más tarde trajo la liber­tad de la patria. La juventud constitm*e en todas partes una fuerza moral, social 3̂ política, contra la cual se estrellan y rompen las armas de arbi­trariedad \' la tiranía. La juventud es temible a los déspotas como el león a las demás fieras de los bosques. La juventud es poder; por eso es pre­ciso educarla, instruirla 3/ guiarla. Si esto no se hace, si se la extravía y corrompe, su poder llega a ser temible aun para los buenos, llega a ser un mal social de los más funestos y trascendentales.

A veces sucesos que se desenvuelven en un estrecho círculo sirven mu3^ bien para realzar los rasgos del carácter de hombres que justa o injus-

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tameiite dominan en un pueblo; son como ciertos brochazos, breves pero maestros, que los grandes pintores dan en sus lienzos. De esta especie es un suceso que nos parece oportuno apuntar aquí; caso enteramente doméstico, pero en que obró la mano sultánica de Veintemilla hasta llamar viva­mente la atención pública hacia ella, hacia la víctima y hacia el centro mismo del hogar, que debió ser cubierto por aquél con el impenetrable velo de la orudencia. Acnsóse, ignoramos si con fundamento o sin él, a un joven médico, que en calidad de tal gozaba fácil acceso al mentado ho­gar, de haber tomado parte en escenas familiares nada puras ni delicadas, o de ser, cuando menos, infiel confidente de ellas. Sea lo que sea, es lo cierto que Veintemilla hizo apresar al médico y encerrarlo. . . .¿Dónde? Nadie, nadie lo supo, ni su familia, ni sus amigos, ni los del mismo Vein­temilla, ni los muchísimos curiosos que no cesa­ban de indagar por el desaparecido. Hecho nota­ble, por cuanto resucitaba entre nosotros una es­cena de los antiguos castillos feudales. Los co­mentarios llovían, las murmuraciones malignas iban a par de los comentarios, y la verdad se ocultaba a todos los ojos. Los guardianes de la víctima fueron sin duda o bien pagados o atemo­rizados con amenazas de fuertes castigos, y sus labios permanecieron sellados. Al fin de muchos días el cuitado médico, asomó, pálido y demacra­do- Que su castigo no se redujo a un simple en­cierro, nadie puede dudarlo. ¿Pues qué castigo sufrió? ¿dónde estuvo? ¿quiénes fueron, si los tuvo, los testigos de sus tormentos? No sabemos que él los haya revelado; mas a nosotros nos bas­ta saber el suceso como acabamos de narrarle.

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Aquí cabe también que digamos, no para cargar de sombras el cuadro de la política de Veintemilla, sino para contornear bien las líneas del dibujo, que esa política era inspirada en parte por consejos íntimos de familia: las hermanas y la sobrina del Dictador ejercieron en su ánimo 3̂ en sus determinaciones un influjo mayor del que habría convenido a señoras llamadas por sus an­tecedentes y condición al pacífico ejercicio del gobierno de su casa, que no a inmiscuirse en asuntos públicos que no comprendían. Ya se ve, ellas no tomaban, de seguro, estas cosas tan ar­duas en lo que significan y valen, sino como negocio del hermano y tío, a quien era preciso ayudar. ¡Pobres mujeres!

A los a láteres de los tiranos es preciso car­garles en cuenta la mitad de las tiranías; gente las más de las veces sin honor ni conciencia y atenta sólo al provecho que le reporta su adhe­rencia al poder, le ayuda a mantenerse en pié, le robustece y le impele por los caminos de la injus­ticia, el error y la maldad. No siempre, como se cree, el poderoso fascina a sus aduladores: éstos le fascinan a él. Los áulicos de Veintemi­lla y sus serviles amigos de las provincias todo se lo aprobaban, tenían aplausos para sus actos más despóticos, y muchas veces sus indicaciones sola­padas, informes apasionados, mentiras y chis­mes, obraban eficazmente en el ánimo del Dicta­dor. Bste jamás confesó que su voluntad tuviese móviles ajenos, y quizás él mismo estaba persua­dido de que nadie le inspiraba y de que sus pen­samientos no tenían otro origen que su propia cabeza. Tal persuasión suele ser común en quienes la facultad intelectual no está muy desen­vuelta. La de Veintemilla no ha permanecido,

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en verdad, en estado rudimentario: se ha desen­vuelto especialmente en la parte necesaria a coadyuvar a sus pasiones dominantes, todas, por desgracia, bajas y miserables; pero creemos que la facultad que posee en el grado necesario para el incremento de sus negocios, es la asimilativa; todas las ideas ajenas que pueden favorecerlos arraigan en su mente y, por decirlo así, se acli­matan en ella.

Bl estado a que habían venido los negocios eclesiásticos con la suspensión del Concordato, la persecución al clero y lo acéfalo de algunas dió­cesis, hacía necesaria, muy m a s q u e en otras oca­siones, la presencia de un Delegado Apostólico en el Ecuador. Con este elevado carácter vino, en efecto, Monseñor Mario Mocermi, eclesiástico ele notable talento, hartas luces y tales mereci­mientos, que poco tiempo después ha llegado a ocupar un empleo de importancia en la corte pontificia. Bl señor Delegado obró ciertamente ante el Gobierno de Veintemilla de manera que la Iglesia ecuatoriana pudo alcanzar algún sosie­go y bienestar relativos. Los sacerdotes deste­rrados volvieron a la patria 3: los escondidos pudieron mostrarse en público. A él se debió también en gran parte la elevación al arzobispado del Iltmo. Sr. Ordóñez, tan censurada por mu­chos, aun entre los conservadores, que no han visto en ella sino la odiada mano de Veintemilla. (1) Pero (da historia es historia», decía un emi-

( 1 ) Que este tuvo parte principal en el hecho men­cionado, es evidente; que lo llevó a término porque ya por entonces, y aun desde antes, intentaba congraciarse con los conservadores o debilitar la oposición que de par-

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líente escritor español contemporáneo, y nosotros qne no vamos trazando en estas páginas ni elo­gios apasionados ni mal intencionadas fiscaliza­ciones, sino pura historia, no hemos de recomen-

te de ellos temía, es muy ele presumir, y lo es, sobre todo, que tuvo por conveniente para el ensanche de sus negocios trabar conexiones con la familia Ordóñez, nota­ble por su riqueza; pero que el principal miembro de ella, que vino luego a ser Arzobispo, hubiese ambiciona­do esta dignidad, y que por alcanzarla se hubiese presta­do a terciar, como se ha creído, en los arreglos políticos o particulares de sus hermanos con Veintemilla, es falso de todo punto. El Iltmo. Ordóñez, que había renuncia­do la mitra de Riobamba, aficionado y decidido por la paz de la vida privada, no quería dejarla, se resistió cuanto pudo a las insinuaciones de Veintemilla y a los empeños del Delegado Apostólico, y fué vencido tan sólo por el deber de la obediencia. Sépase, pues, que ésta, que es el alma de la disciplina eclesiástica, ciñó al Il tmo. Ordóñez el punzante cilicio que lleva en el corazón Bastante instruidos estamos de lo que pasó en el asunto, y no ignoramos lo que actualmente pasa en el ánimo del ilustre Prelado, uno de los varones más dignos que han llevado mitra en el Ecuador, y sin duda el más persegui­do por el insulto y la calumnia. No nos pasma el porte injusto y la enemiga para con él de los adversarios de la Iglesia y el clero: pásmanos que aun entre gente que se ufana de su conservatismo y ortodojismo, no falte quien (y deberíamos hablar en plural) le mire con frío despego y hasta con enojo. Si Veintemilla hizo ese Ai-zobispo, hizo un bien a la Nación, sean cuales fuesen las segun­das miras que en ello haya tenido. Cúlpese en hora bue­na a quienes por política o por interés personal ingresa­ron en el bando dictatorial, mas no a quien si cometió alguna falta, fué la falta sublime de la humilde obedien­cia. Parece que hay conservadores que no contentos con haber roto en 1875 la unidad política de su partido, quie­ren también romper su unidad moral con alejarse del jefe de su iglesia y desautorizarle.

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dar como absolutamente buena la conducta que Monseñor Mocenni observó en el Ecuador. Se metió en palacio y hasta penetró en el hogar de Veiutemilla más de lo que debieron consentirle la elevación y delicadeza de su cargo público, y más de lo que convenía a su propia dignidad per­sonal. Condescendió demasiado, lisonjeó, aduló, puso su figura respetable algunos grados abajo de la de Veiutemilla, cuando pudo muy bien con los recursos de su distinguido talento, su saber y los arbitrios diplomáticos que tenía en sus manos, sino traer a sus pies al orgulloso pero ignorante Dictador, cuando menos ponerle en el terreno que convenía para hacer arreglos equitativos y dar libertad a la Iglesia ecuatoriana. Se apresuró demasiado en ponerse en relaciones con el Go­bierno y mostró flaqueza de carácter. Sin duda quiso descubrir.en las entrañas del Ministerio la verdad de la situación; pero lo cuerdo habría sido estudiarla previamente eu los hechos de la revo­lución, frescos aún; en los fundamentos del poder de Veiutemilla, de ilegitimidad invisible sólo para los ciegos; en el aspecto de los partidos delante del Gobierno; en el ánimo del clero y en la opi­nión de la generalidad de los ecuatorianos. Veiu­temilla, además, ya no era tan temible, no obs­tante la fuerza bruta que le rodeaba: la mayor parte ele los liberales, sus antiguos partidarios, le había abandonado, y los conservadores, en su nia}Tor parte asimismo, permanecían apartados de él; no le había quedado sino el círculo militar, débil a pesar de sus armas, por falta de moral e ilustración, y la bandada de palaciegos, más débil aun, como lo es toda agrupación que no tiene por base principios ciertos y bien definidos, conviccio­nes profundas y nobles aspiraciones: ¿cómo, pues,

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podía liaber resistido el Dictador a la acción, si­quiera sea lenta, de una sagaz y bien manejada diplomacia? Monseñor Mocenni no anduvo tam­poco muy discreto cuando, en una breve alocución dirigida al ejército, condenó a los ecuatorianos que pugnaban por salvarse de la tiranía de Vein-temilla y por reivindicar las libertades naciona­les. Bl deseo de contentar al gobernante le hizo dar este paso y cometer otras injusticias, ( i ) Así, pues, ¡dolorosa verdad! en la ortodoxísima sociedad ecuatoriana el Delegado del Padre Santo no gozó ni las simpatías ni el respeto que por lo sagrado de su carácter y misión se merecía!

Acabamos de indicar que Veiutemilla en la arena política ha.bía llegado a ser no muy temi­ble. Su posición era falsa y él la conocía; nece-

( l ) El Dr. don Vicente Cuesta, sacerdote cuenca-no digno de toda estima por sus bellas prendas de inteli­gencia y corazón, había sido expatriado, como antes lo hemos dicho, y se le confiscaron sus rentas de Deán de la Catedral de Riobamba; vuelto a la patria, mas no a su empleo, y viéndose escaso de medios de subsistencia, gestionó para que se le pagasen unos sueldos caídos, cosa que no agradaba a Veintemilla. Se consultó a Roma; Su Santidad facultó a Monseñor Mocenni para que entendie­se en el reclamo y le resolviese; el Delegado pidió infor­me a Veintemilla, y éste dijo que había tenido sobrados motivos para expulsar al Deán de Riobamba y confiscar­le la renta. Sin más diligencia y sin oír, como era justo que lo hiciese, al Dr. Cuesta, falló en su contra. Este, virtuoso y de recto espíritu, habría defendido su causa exponiendo la pura verdad; pero Veintemilla ¿cómo era posible que la dijese? ¿cómo era dable que se condenase a sí mismo diciendo en su informe: Fui injusto en deste­rrar al Dr. Cuesta y en confiscarle su renta? Y sin em­bargo, su informe sin contrapeso sirvió para la resolución de Monseñor Mocenni!

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sitaba o crearse una fuerza moral, lo que era difí­cil, o aumentar la fuerza material y el despotismo de modo que pudieran continuar sosteniéndole a pesar de la opinión pública, lo cual, a nuestro juicio, era todavía más difícil. Para lo primero necesitaba rodearse de hombres honrados y popu­lares y de ideas que le formasen una como atmós­fera vivificadora de su política; pero entonces tenía que recitar el Confíteor sobre su conducta pasada, cambiarla en lo presente y renunciar su codicia y sus planes de medro para lo futuro. Para lo segundo tenía que avivar el sistema vio­lento que había adoptado en la revolución y que con algunos altibajos había continuado ejerciendo durante su gobierno aparentemente constitucio­nal; pero entonces ¿sería posible que no se agota­se la paciencia de los ecuatorianos?. ¿Sería posible evitar una reacción, cuyas fuerzas morales y ma­teriales combinadas podrían desbaratar el ejército de Yeintemilla y todo el medroso aparato de su poder sultánico?

Parece que se inclinó en un tiempo al primer medio y trató de buscar el apoyo de los conserva­dores. Se provocó de parte del Ministro de Gue­rra, coronel don Francisco Boloña, una conferen­cia con ellos. Bs seguro que ese viejo y honrado militar no procedió motu proprio; pero hubo algunas dificultades y la conferencia se quedó en proyecto. Meses más tarde se repitió la tentativa. Entonces el intermedio entre Veintemilla y los conservadores fué un ilustrado y respetable fraile extranjero, y en su celda se reunieron diez o doce de los principales de éstos que residían en la ca­pital. La discusión no fué larga ni difícil: Vein­temilla quería saber ante todo qué exigirían de él los conservadores, y éstos contestaron con frío

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laconismo: «Que cambie de política». Es inútil añadir que Veintemilla no aceptó la condición. Y dada la manera de ser político que él había adoptado, no podía esperarse otro éxito: cambiar de política habría sido trastornar todos sus pla­nes, anular aquel ser, dejar de ser. Quizás desde entonces se resolvió definitivamente por el segun­do medio, esto es a jugar el todo por el todo: la violencia contra la opinión; toda la fuerza de las armas y de la voluntad sin contrapeso, contra toda la fuerza de las ideas y los derechos. Pre­vistos entonces los intentes y resolución de Vein­temilla, podía también haberse previsto que se acercaba un día de lucha formidable.

Antes de terminar este capítulo conviene advertir en justicia, que Veintemilla no dio a su poder absoluto todo el vuelo de que era suscepti­ble; hizo con él mucho mal, pero pudo haberlo hecho en mayor escala, pues nada había que pu­diese contenerle. Los Senadores y Diputados que le armaron con la dinamita de las facultades extraordinarias, no ignorando el uso terrible- que podía hacer de ellas, fueron cierto más responsa­bles ante Dios, la sociedad y la civilización, que no él que se abstuvo de desatarlas del todo. Algo hay, pues, que agradecer a Veintemilla; mas a sus abyectos servidores, nada; para ellos la his­toria no guarda sino vituperio.

Cuerdo asimismo anduvo Veintemilla en mantener las relaciones amistosas del Ecuador con las demás Naciones. Asaz ocasionada a peli­gros para el primero fué la guerra de Chile con el Perú y Bolivia; y aun se dijo algo de la par­cialidad de nuestro gobernante por uno de aque­llos contendientes, añadiéndose que hasta le había prestado oculto auxilio; pero es la verdad que

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ninguna prueba se ha presentado, y que el Ecua­dor salió libre de todo empeño.

E n peligro también se pusieron nuestras conexiones con Colombia, a causa de la reverta habida en Riobamba entre hijos de esta Nación y ecuatorianos. E l caso era de suyo grave, aunque no de difícil solución; pero el carácter quisquillo­so del Ministro colombiano de entonces, y la oje­riza que había llegado a tener contra los ecuato­rianos, por motivos que no es del caso memorar aquí, dieron a los hechos un aspecto más sinies­tro. Sin embargo, el gabinete de Quito manejó el asunto con tino, y esos hechos no trajeron las consecuencias que tal vez anhelaba el Ministro colombiano. Son notables los oficios con que el Ministerio del Ecuador contestó a aquel hábil di­plomático, y trajo el asunto a términos favorables; pero es de advertir que los Secretarios de Estado de Veintemilla eran incapaces de tratar tan arduo negocio, y fué menester que, por amor a l a honra nacional, un ilustrado patriota residente lejos de Quito, entendiese secretamente en él: obra de su docta pluma fueron, pues, los memorados oficios.

C A P I T U L O IV

CANDIDATOS PARA LA PRESIDENCIA. -

EL GOLPE DE ESTADO

Hemos indicado que Veinteinilla quizás se resolvió definitivamente a asegurar su poder por medio de un golpe de Kstado, después que vio la imposibilidad de atraerse a los conservadores; mas el proyecto había nacido en su mente, y cre­cía y se robustecía desde 1880, o tal vez desde an­tes. Kl Dr. Francisco Arias, que fué senador en dicho año y luego Delegado, en carta datada en Quito a 13 de diciembre de 1882, recuerda a Veintemilla que ya entonces habían tratado de la «necesidad del golpe de Estado», ( i )

No había quien no hablase de éste como de un hecho que había de venir infaliblemente; pero nadie sospechaba la manera cómo se presentaría y desenvolvería, y en cuanto al tiempo muchos opinaban que sería pasado el mes de mayo desig­nado por la ley para la elección del Presidente.

( l ) Corre dicha carta en el N? 2 de Los Principios, correspondiente al 20 de enero de 1883.

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Otros pensaban que Veintemilla acabaría primero su período; esto es, que aguardaría que pasase el 10 de agosto de 82. Todos se engañaron en estos dos últimos puntos. Después de las votaciones de mayo, el golpe de Bstado habría parecido un atentado mayor contra los derechos y la voluntad del pueblo, y éste habría sido más fácilmente excitado a un levantamiento encabezado por el ciudadano que hubiese resultado electo. ¿Ño va­lía más no aguardar el resultado del sufragio, obrar sin arribajes contra la propia presidencia constitucional, dejar de ser Presidente e inaugu­rar la dictadura tomando para sí cualquier otro título? Y una vez tomada esta resolución ¿a qué esperar que viniese el 10 de agosto de 82? Ks seguro que así discurría Veintemilla, y al presen­ciar, como presenciaban todos los ecuatorianos, las precauciones que tomaba para asegurar las fuerzas de las plazas principales y alejar de sí toda oposición seria, no sabemos cómo pudo haber quien no viese claro todo su pensamiento. Se aumentaba el ejército por medio de la reclu­ta, se henchían los parques de inmenso y magní­fico armamento, crecía la tolerancia v hasta adulación de Veintemilla a sus soldados y, con distintos pretextos, sus emisarios recorrían las principales ciudades y conferenciaban secreta­mente con los empleados y demás partidarios del Presidente. Recogiéronse, además, palabras de éste que eran llamaradas capaces de i luminar hasta el fondo de su ánimo. «No S057 n ingún tonto para entregar el poder en manos de quien no sea mi amigo», había dicho. Pero esto a lo menos revelaba que consentiría en entregar el poder-, si bien con menosprecio de la voluntad popular, pues ésta podía favorecer a quien no fue-

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se amigo de Vein ternilla, eu cuyo caso no era ningún tonto para respetarla. Kl triunfo de la libertad del sufragio, si la hubiese habido, habría traído, pues, la revolución. E n otra ocasión veía desde las ventanas del Palacio de Gobierno desfi­lar un excelente cuerpo de tropas, y dijo a uno de sus amigos: ((Estos harán la elección». E l mismo palaciego u otro le hablaba de la necesidad de que se rodease de popularidad para sostenerse en el solio; mas Vein ternilla contestó con sobera­no desdén: «¿Qué me importa la popularidad?» Podría dudarse que estas frases, que nos ha pare­cido conveniente no olvidar, hubiesen salido de los labios del gobernante: ellas revelan, aun di­chas en el seno de la amistad, poca delicadeza y n inguna cordura, cosas que Veintemilla debió tener presentes, atentas, sobre todo, las circuns­tancias actuales de su política y lo arduo mismo del plan que meditaba; pero nadie las contradijo entonces ni después, y corrían repetidas y comen­tadas de boca en boca. Pero hay un hecho autén­tico que, aclarando sobradamente las intenciones de Veintemilla, confirman la verdad de sus pala­bras arriba recordadas: en el festín con que se celebró en Quito el aniversario del 9 á¿ octubre de 1820, ( i ) dijo en un brindis el mencionado Presidente que ((no opondría la fuerza al sufragio libre». Esta promesa alentó a muchos, y el joven colombiano don Ildefonso Díaz del Castillo se apresuró a publicarla por la prensa; mas al día siguiente fué llamado por Veintemilla, tratado descortésmente, reconvenido con aspereza y obli­gado a que, en el mismo periódico, (2) desmin-

(1) Fecha de la independencia de Guayaquil. (2) La Revista Literaria. V. N<? 20 y 21.

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tiese su artículo del número anterior. Hízolo Díaz del Castillo; mas su condición de extranjero unida a su amor propio asaz lastimado, le hizo hablar en lenguaje desenfadado que habría sido motivo suficiente para el destierro de un ecuato­riano; lenguaje que, por otra parte, corroboró las palabras de Veintemilla, quien decía que el joven colombiano las había tomado en sentido que aquel no quiso darlas. Pero ¿cómo debían ser entendi­das? Hay vocablos que no pueden ser violenta­dos en su sentido: no dicen más de lo que dicen; de estos fueron los de Veintemilla que en neto significan: puedo imponer por fuerza mi volun­tad al pueblo, mas no lo haré y le dejaré en liber­tad para que elija Presidente a quien quiera. Esto, tratándose de un hombre aferrado al abso­lutismo y adverso a todo derecho ajeno y a toda libertad de acción que pudiera contrarrestar su querer y mandamientos, no era creíble, y de se­guro habló Veintemilla lo que no pensaba ni quería. Hízolo quizás acalorado por las copas que había apurado y en un deseo momentáneo de halagar a algunos de sus trescientos convidados, sin catar que pudiera venirle a poco el arrepenti­miento de su imprudencia. Si lo fué ciertamen­te, y algo dañosa para la ventura ejecución de sus proyectos, no es menos cierto que fueron ne­cias su reconvención a Díaz del Castillo y la exi­gencia de que se desdijese públicamente; porque ha debido ocurrírsele que cualquier explicación por éste dada tendría que encerrar una idea con­traria a la del brindis memorado, esto es, que Veintemilla opondría la fuerza a la libertad del sufragio. Bien es verdad que esto le importaba poco: ¿abrigaba por ventura algún respeto a la opinión pública? ¿No se había burlado mil veces

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de ella, y de las leyes, y de las libertades del pueblo y de la honra nacional?

Por el propio mes de octubre en que sucedía lo que dejamos narrado, o pocos días antes, plu­mas serviles e indignísimas defendían la necesi­dad de la dictadura. La dictadura, decían, es el único medio de afirmar el orden y la paz de la Nación. Pero la conciencia de los buenos ecua­torianos respondía a esa antipatriótica y deshon­rosa aseveración. La dictadura será el grito de guerra que nos convoque y junte para la defensa de la patria. N. A, y G. F . A. suscribían los principales artículos en solicitud de la abrogación completa de la constitución y las leyes. Y esos desatentados v bárbaros articulistas no se conten-taban con exponer los motivos que creían favora­bles a la dictadura, sino que incitaban al ejército para que se apresurase a proclamarla, Bsto es, llamaban la pequeña parte armada del pueblo para que atentase contra la inmensa parte desar­mada y le arrebatase todas sus libertades. Las garantías que a éstas prestan los ciudadanos que constituyen esa parte corta por el número, mas fuerte y temible por los elementos puestos en sus manos, consisten en la moralidad y disciplina, en la abdicación del propio querer ante la autoridad legal, en el honor fincado en el exacto cumpli­miento del deber, en la convicción de que las ar­mas no son para romper constituciones y códigos, sino para defenderlos, ni para sostén de los inte­reses de un hombre o de un partido, sino de los de la patria; mas los autores de los susodichos escritos anulaban esas garantías con abrir al ejér­cito el camino de la inmoralidad, del quebranta­miento de la disciplina y de la voluntad armada del cañón v del remington contra la voluntad ar-

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mada del derecho y la ley. Donde se enseña al ejército a deliberar, y a destruir y crear poderes supremos a su antojo, se levantan cadalsos en que perecen la soberanía nacional, las institucio­nes libres y justas, la honra, la felicidad y la existencia misma de los pueblos; ese ejército es un monstruo que devora las naciones más podero­sas; es una institución cuyo fin benéfico se ha trocado en espantosa calamidad, y quienes a este cambio contribuyen son criminales que si por desgracia suelen escapar de las manos de la ley, no pueden nunca librarse del castigo que para ellos guardan la sociedad en su opinión inque­brantable y la historia en sus páginas inmortales.

Sin embargo de que la situación del Ecuador no era, como lo sabe todo el mundo, para que voces libres expresasen la verdad y la indignación que causó generalmente la proclamación de la idea de la dictadura, el caso era tan grave, que se publicaron algunos artículos animados de lauda­ble energía, pero desnudos de frases que pudie­ran lastimar ni aun levemente la conducta del quisquilloso gobernante. Tanta prudencia era menester para que los escritores no fuesen arras­trados a los cuarteles o empujados al destierro! Fue oportuno y notable un artículo de La Revis­ta Literaria de Quito, y aun La Nación de Gua­yaquil, que había cometido la imperdonable falta de alabar a Veintemilla al mismo tiempo que éste arruinaba y deshonraba al Ecuador, dio a luz un par de artículos muy sesudos acerca de la situa­ción triste y alarmante de la República. En el uno se hablaba de lo que deberían ser las eleccio­nes en un Estado democrático y de las condicio­nes que debían requerirse de un buen gobernante. Cada línea era un reproche seguro, aunque indi-

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recto, contra Veintemilla. Bu el otro artículo se encomiaba con buenas razones la necesidad de la unión de todos los partidos para salvar la patria.

No obstante la falta completa de seguridad para las elecciones, comenzaron a presentarse los candidatos. Podemos decir que había evidencia de que ninguno triunfaría; mas los ecuatorianos libres de empeños con el Gobierno querían demos­trar a lo menos que no carecían de voluntad para ejercer el precioso derecho de sufragio, y que bien lo ejercieran, si tuviesen libertad, dando sus vo­tos por las personas que, a su juicio, merecían ocupar el asiento presidencial. Veintemilla no les quiso privar del todo del triste privilegio de probar con palabras lo que no podían mostrar con hechos. Bn Guayaquil fué donde se presentó mayor número de candidatos; pero al cabo sólo quedó en pié don Pedro Carbo. Bn Quito los conservadores opusieron a esa candidatura la de don Julio Zaldumbide. Ambas tuvieron su cor­tejo de artículos laudatorios, proclamaciones, fir­mas, &, como si se tratara de cosa que en verdad debía tener efecto. Ni faltaron renuncias de candidaturas; actos que, si en circunstancias nor­males suelen tener el mérito del patriotismo o la generosidad, en las que a la sazón acompañaban a los partidos fueron asaz ridiculas.

Veintemilla entre tanto guardaba profundo silencio; o más bien, mientras en los partidos obraba uno como galvanismo que los obligaba a moverse cual si gozasen vida, él trabajaba en su círculo por el único candidato que debía triunfar, que era el de su propia persona. Con todo, corrió por algunas semanas algo válida la voz, no sabe­mos si salida del mismo bando veintemillista, o en otra parte forjada por suposición gratuita, de

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que el Ministerio iba a presentar y sostener la candidatura de don Clemente Bailen, rico guaya-quileño residente en París. ~ Decíase que Veinte-milla se haría elegir primer Designado, para lo cual no oponía la Constitución óbice ninguno, en tanto que vedaba de un modo terminante la inme­diata reelección del .Presidente. A ser cierto ese plan, fué obra de notable sagacidad; ejecutado fácilmente, puesto que en él ponía la diestra el Gobierno, podía tal intervención ser tachada de ilegal y violenta; pero el hecho de quedarse Vein ternilla con la Presidencia, salvaba la dificul­tad de la reelección prohibida. Su Gobierno ha­bría adquirido toda la t intura de legalidad nece­saria para oponer a las murmuraciones de sus adversarios. E l Sr. Bailen es seguro que no habría dejado su tranquila y regalada vida de la capital de Francia, para venir a sentarse en una silla batida por olas de rebelión y bajo un dosel sacudido todos los días por el viento de mil ajenas pasiones y mil cuidados propios; en tal caso ha­bría ocupado su lugar el primer designado, esto es Veintemilla. Pero el Sr. Bailen ¿habría pres­tado su nombre para esta farsa? Una vez electo ¿no habría renunciado la Presidencia? Estas difi­cultades habrían sido nonadas para el dueño del Poder: ¿quién podría haberse opuesto a la elec­ción de Bailen aun contra su voluntad? Y en cuanto a la renuncia, ¿por ventura se la habrían aceptado las Cámaras, cuyo manubrio estaba en la diestra de Veintemilla? ¿Y dado el caso de que el Sr. Bailen hubiese venido a ocupar su puesto? Entonces ¿qué cosa más fácil para el dueño del ejército que imitar a Urvina en su infame revo­lución del 17 de julio de 1851, o repetir la del 8 de setiembre de 1876, más infame todavía?

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Pero Veintemilla no quiso emplear triqui­ñuelas, sino irse derecho a su objeto, y, dados el pensamiento que le dominaba y la resolución que había tomado firmemente, hizo bien: la maldad tiene también su razón y su lógica, y vale más que obre a la descubierta. La expectación era general, la indignación, aunque todavía impoten­te, ardía en todos los corazones generosos, los partidarios de Veintemilla se reunían en tedas partes secreteando y mostrando en los semblantes maliciosa complacencia, o bien desparramábanse activos por las parroquias y aldeas impartiendo órdenes a unas autoridades, cambiando otras y preparando la popularidad del movimiento que iba a efectuarse. La política de Veintemilla iba a dar a luz para unos un monstruo, al cual era preciso ahogar apenas nacido, y para otros una divinidad a la cual era indispensable erigir alta­res. Bl espionaje era prolijo y diligente; la co­rrespondencia confiada al correo gozaba menos garantías que antes; el movimiento en los cuarte­les era extraordinario. Bnero, febrero y marzo de 1882 fueron animadísimos por la febril acucia de los veintemillistas que iban a cambiar la deco­ración de su teatro para obrar en adelante con más desembarazo y en espacio más extenso. Ya que en punto a preparativos nada más había que hacer, Veintemilla se trasladó a Guayaquil, como al lugar más adecuado desde donde pudiese diri­gir con mejor acierto la tramoya. Opuesto Gua­yaquil a su criminal proyecto, podía trastornar todo el plan, o cuando menos entorpecer su de­senvolvimiento. Geográficamente no es esta pla­za el centro del cuero que es necesario pisar para que no se levanten los extremos; pero sí es el centro del comercio, de la riqueza y de la inquie-

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tud revolucionaria, . es el punto estratégico más importante de la República; el mar le trae todos los elementos necesarios para la vida y la guerra, y los esteros y colinas le resguardan por tierra contra los ejércitos serranos. Contra estos le sir­ven hasta su clima ardiente y su fiebre amarilla.

Apenas partido Veintemilla de la capital, ésta hizo su pronunciamiento el 26 de marzo, y el Concejo Municipal formuló en una acta el pen­samiento espontáneo del pueblo que proclamó Jefe Supremo de la República al Benemérito Ge­neral don Ignacio de Veintemilla; acta que fué en seguida suscrita por los Concejales, los em­pleados civiles y muchos ciudadanos. Es excusa­do decir que la mayor parte de estos componían la Guardia Nacional que por su viciosa organiza­ción ha venido a ser instrumento del poder, en vez de seguridad paralas libertades públicas; inú­til es también decir que los cuarteles fueron de los primeros en hacer la proclamación de la Jefa­tura Suprema: ellos fueron el núcleo de la revo­lución; de esta revolución del Gobierno contra sí mismo para asegurar el dominio absoluto de un hombre; revolución del Gobierno contra el pueblo a nombre del pueblo; revolución sin visos de jus­ticia, sin un solo destello de honor, sin ninguna esperanza del más corto bien para la Nación; revolución preñada de sangre y lágrimas, de latrocinios, de atrocidades. ¡Ah! qué espantoso cuadro se pintaba en la mente de los hombres pensadores! Si la Nación toleraba este nuevo orden de cosas, o más propiamente desorden de todas las cosas, ¡cuánta infamia! Si se levantaba a recobrar por fuerza sus libertades y su honra, i cuánto sacrificio y cuánto luto! Si es, pues, ex­cusado decir quiénes y por qué suscribieron el

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acta, y que el ejército fué la. primera rueda que se movió en la máquina armada por Veintemilla, no debemos relegar al olvido una circunstancia muy notable, cual es la de haber hecho figurar en el acta memorada muchos nombres de perso­nas que no la suscribieron, y de las cuales algu­nas tuvieron bastante valor para protestar contra esa infame falsedad. ( i ) Tenemos sobrados mo­tivos para creer que el número de los que vieron sus nombres en el acta sin que se hubiese conta­do con su voluntad, fué mucho mayor que el que aparece en la protesta; pero el temor de la perse­cución contuvo a los más. Especialmente para los hijos del pueblo ésta era segura: ahí cerca es­taban los cuarteles a donde habrían sido arrastra­dos, y fresca vivía aún la memoria de los que a fines de 1867 perecieron despedazados por el láti­go. La soberanía popular, soberana mentira de nuestras repúblicas a causa de los mismos parti­dos que la proclaman, y tuercen luego violenta­mente la voluntad del pueblo hacia donde les con­viene, el 26 de marzo de 82 fué, además, un ver­dadero escarnio contra esa atribución congenita de la libertad y contra Dios que se las ha dado al pueblo, para que se ayude con ellas en la labor de su felicidad.

La campanada dada en Quito se repitió en todos los pueblos, y en poquísimos días quedó consumada la revolución y la Dictadura campante

( l ) He aquí los nombres de los que protestaron por la prensa: Cmte. Lope Echanique, Cnel. J. M^-Qui-roz, Dr. Roberto Sierra, Dr. Belisario Albán, Rafael Pérez Pareja, Fernando Pérez Quiñones, Carlos Pérez Quiñones, Rafael Garzón y Ramón Borja.

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y, al parecer, con robustez y fuerzas para vivir largos años. En todas partes terciaron en la criminal comedia los empleados del Gobierno, las Municipalidades, las Guardias Nacionales y el ejército; en no pocos pueblos se engrosó el número de suscritores de las actas con acudir a las escue­las primarias: largas hileras de niños eran lleva­das por los maestros a las mesas de los comicios, donde inconscientemente dejaban sus nombres en apoyo de una causa que iba a devorar, junto con las leyes, el orden y la paz protectores de ellos mismos, a sus padres y hermanos, a sus amigos y conocidos. Kl ejército tuvo su propina con dinero de las cajas nacionales; en algunas partes se repartió aguardiente a los guardias nacionales; muchos empleados celebraron también su triunfo con diversiones privadas.

¿Qué cumplía hacer a los buenos patriotas?, ¿qué a los verdaderos republicanos?, ¿qué al mis­mo pueblo en cuyo nombre se había obrado para arrebatarle sus propios derechos y cuya diestra se había tomado para hacerle suscribir una iniqui­dad? No quedaba a todos sino un arbitrio, uno sólo: oponer la revolución a la revolución, la fuerza a la fuerza, el derecho armado contra la usurpación armada. La lucha tenía que ser muy desigual por las fuerzas materiales: la dictadura contaba con 6.000 soldados, abundantes y magní­ficas armas y el Tesoro Nacional; la oposición no tenía ni soldados, ni armas, ni dinero; pero con­taba con la opinión nacional uniforme, con el patriotismo extraordinariamente excitado por la indignación, con la justicia, con Dios. Con Dios, decimos, porque en ninguna época de la vida pú­blica de nuestro pueblo ha sido más sensible la acción de su diestra que en la agitada, heroica y

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gloriosa encerrada entre el 26 de marzo de 1882 y el 9 de julio de 1883. La fuerza moral de la oposición todo lo suplió: hizo soldados de los hijos del pueblo y de la juventud de los colegios, creó armamento arrebatándoselo al enemigo, venció la falta de recursos pecuniarios aviniéndose con toda clase de privaciones. Cuando toda una nación se entusiasma y mueve contra sus opresores, es porque ha recibido en su alma el ardiente soplo de lo alto. Kse soplo, ese entusiasmo, ese mo­verse violento y en masa o son signos de rescate glorioso y se levantan pueblos como la Helvecia y las repúblicas americanas, o son ráfagas can­dentes y convulsiones no menos gloriosas de pue­blos mártires como Polonia e Irlanda. La libertad y el martirio son igualmente santos, y lo santo es siempre grande y glorioso. Para el Ecuador aquel soplo providencial, y el entusiasmo que engendró y la agitación poderosa que casi no dejó corazón en paz, fueron prendas de vencimiento y honrosísima rehabilitación.

Nosotros que no vamos narrando simplemen­te los hechos, sino considerando sus causas y rodeándolos de ideas, si es posible hablar así, no hemos de entrar en el período de la restauración sin exponer antes nuestro juicio acerca de las revoluciones en general. Tenemos por necesaria esta exposición, porque si no faltan ciudadanos por desgracia aficionados a la detestable demago­gia, tampoco faltan quienes condenen absoluta­mente el derecho que tienen los pueblos de resis­tir contra la tiranía y de levantarse en armas para combatirla y recuperar sus libertades. Y para desempeñarnos en esta materia vamos a copiar

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un trozo de una de las diez Cartas ( i ) que, cuando Veintemilla era todavía Presidente cons­titucional, pero siempre el mismo Veintemilla, fueron escritas con el propósito de hacer conocer en el exterior su mala política y la tristísima si­tuación de la República, a par que de dispertar a nuestros pueblos y prepararlos para la lid que veíamos inminente. Conservemos la forma, el colorido y el tono que entonces empleamos.

«¿Hay derecho para hacer una revolución? «¿Es conveniente la unión de conservadores

y liberales? »¿Cuál sería el éxito inmediato de esa revo­

lución? «¿Cuáles serían sus consecuencias posterio­

res? «Reflexionemos. «La historia está llena de hechos que prue­

ban que la tiranía ha caído frecuentemente a los golpes de la sociedad conmovida y armada contra ella.

«¿Por qué ha obrado así la sociedad, o el pueblo, que en lenguaje republicano es lo mismo para el caso?

«Porque la tiranía le ha obligado a tirar de su vaina la espada de un derecho natural el de-

m recho de vivir, de defenderse, de ser libre, de ser feliz.

( l ) Fueron dirigidas a un periódico extranjero; mas, sin culpa ninguna nuestra, quedaron inéditas, y sólo vieron la luz unas veinte escritas antes a otro diario y cinco o seis posteriores, esto es en todo el curso de 1882.

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«El ejercicio del derecho de insurrección, que en verdad es peligroso y terrible, es sin embargo el único medio que a veces le queda al pueblo contra la usurpación de todos sus demás derechos.

«Mientras estos son respetados y protegidos por la autoridad;

«Mientras imperan las leyes; «Mientras el rodaje de la máquina social se

mueve sin estorbo, y ésta se encamina en orden a su destino, que es el progreso y el bien proco­munales así en lo material como en lo moral;

«Mientras no haya peligro inminente y cier­to de que sobrevenga el mal o se desarrolle a causa de quien tiene en sus manos el poder pú­blico:

«¡Oh Pueblo! deja dormir en su vaina el ace­ro vengador y salvador de la insurrección.

«Si lo desnudas, si lo mueves, si lo hundes en el corazón de la Autoridad y la matas;

«Si trastornas el solio de las Leyes o, derri­badas éstas, asientas bajo de él la Anarquía;

«Si truecas, sin más motivo que una odiosi­dad, acaso' infundada, contra un principio, un partido o un individuo, la paz por la guerra, el orden por el trastorno, el curso sosegado de un buen gobierno por el atropellado vaivén de tu vo­luntad caprichosa, o de la de un bando, o de la de un hombre:

«Entonces i oh Pueblo! te haces criminal, te infamas, y con la misma punta de aquel acero entallas en las hojas ele bronce de la historia tu propio vilipendio.

«El acero de tu derecho se ha convertido en instrumento de maldad y deshonra.

«¡Merece que sea roto! «¡Merece que sea maldecido!

I C I —

«Debes a Dios—¡oli! compréndelo bien — debes a Dios la potestad de darte leyes y gober­nante.

((Trasmites esa potestad a un Congreso, ele­gido por tí, y el Congreso hace las leyes.

«Se la trasmites a uno de tus hijos, a quien también eliges, para que, conforme a esas leyes, te gobierne.

«Te has despojado, pues, de un tesoro que Dios te dio mas no porque le desestimas, no por­que te sea inútil guardarle contigo, no para que tus mandatarios abusen de él o le tengan, por lo menos, por cosa propia, no:

«Te has privado de él a trueque de que sea empleado en tu propio bien, porque ésta es la vo­luntad de Dios y la tuya.

«La voluntad de Dios es fuente de todo poder legítimo y de todo buen gobierno;

«Tu voluntad es ser gobernado con justicia. «No quieres esclavitud, no quieres deshonra,

no quieres pobreza, no quieres muerte. «Y cuando te has desnudado de la potestad

de darte leyes y gobernarte, ¿lo has hecho de ma­nera absoluta?

«¿No te has reservado el derecho de reparar el engaño en que puedes incurrir en la elección de tus Senadores y Diputados y de tu Presidente?

«Si éstos, en vez de ser los guardianes de tus derechos, tus protectores, tus padres, se presen­tan verdugos que te echen un dogal al cuello, que derramen ponzoña en tu pecho, que metan la mano en tu conciencia y la revuelvan y desga­rren, ¿debes agachar la cabeza, cruzar los brazos y resignarte a ser víctima?

«i No! i no!

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«Si condicionalmente te has despojado de un derecho, ¿quién te ha dicho que puedes prescindir-de un deber?

«Si ese voluntario despojo te ha traído la es­clavitud v las miserias, sálvate: este es tu deber.

«El Congreso que elegiste, infiel y prevari­cador, ¿te da leyes injustas, impías, vejatorias, opresoras?

«¿Te da leyes que se atraviesen cuál pesados y funestos estorbos en el camino de tu civilización y felicidad?

«Levántate, requiere la espada de tu derecho, ahuyenta del santuario de la Legislatura a tus Diputados y Senadores indignos, desgarra su obra inicua, quémala y arroja al viento sus ceni­zas.

«Esto más que el ejercicio de un derecho, es el cumplimiento de un deber.

«Tu primer magistrado o tu Gobierno, he­chura de tu voluntad, ¿protege la formación de esas perversas leyes, o rompe y huella las buenas y sabias?

«¿Te ha usurpado la libertad de elegir, de~ asociarte para objetos lícitos y honrados, de prac­ticar tu religión, de publicar tus pensamientos respetando cuanto merece y debe ser respetado, de defender tu hacienda, y tu honra y tu vida?

«¿Roba las arcas nacionales que tú llenaste con parte de tu riqueza, con el fruto de tus fati­gas y sudores, para que se te den escuelas y cole­gios, caminos y puentes, orden y paz, moral y justicia?

«¿Sacrifica a sus intereses privados la fuerza de tus brazos y la sangre de tus venas?

«Derrama la corrupción en tus entrañas, y apaga la llama de tu vida espiritual, y aniquila

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tus esperanzas divinas, supremo remedio a tus amarguras y dolores?

«¿Mancilla tu honra ante los demás pueblos civilizados, te atrae sus iras, o lo que es peor, su desprecio?

((¡Oh! si hace todo esto, levántate, Pueblo, sacude tu inercia, echa sin vacilar la mano a la espada de tu derecho, desnúdala, arroja del solio al miserable que así abusa de la potestad que le confiaste y labra tu desventura.

«Esto, más que el ejercicio de un derecho, es el cumplimiento de un deber.

«Sé que no faltan moralistas y filósofos que piensan de diversa manera.

«Yo, que indudablemente soy el último de los pensadores, me atrevo a juzgar que no es mo­ral ni filosófico eso de que un pueblo tolere por obligación y con la impasibilidad de un rebaño el imperio de la iniquidad que suprime sus más vi­tales y sagrados derechos.

«A fe que no comprendo a esos moralistas y filósofos, y ni aun quiero comprenderlos.

«Kilos tienen mi respeto, mas nunca tendrán mi adhesión.

«Otros que han profundizado más que yo las leyes eternas de la moral y la justicia y las nece­sidades sociales, tampoco los han comprendido.

«Bn el primer cuarto de este siglo la Améri­ca española se levantó contra la madre patria, combatió, triunfó, se independizó.

«¿Hizo mal o bien? «Si mal, ¡befa eterna a nuestros padres que

nos hicieron nación, que nos restauraron la sobe­ranía, . que nos dieron república y que nos lega­ron, comprada con un inmenso caudal de sangre, la libertad de que tanto nos ufanamos!

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«Si bien, ¿por qué condenar hoy en nosotros el derecho que ejercieron nuestros mayores?

«¿Por qué se ha de respetar el despotismo brutal de los hijos de la democracia, cuando no se respetó el de los reyes que se titulaban padres del pueblo?

«La tiranía es tiranía, bien descienda del trono, bien suba de la democracia.

«Ni Dios ni la sociedad le han concedido de­recho ninguno.

«Toda su potestad es violentamente conquis­tada o violentamente mantenida.

«Bs criminal necedad pretender que se res­pete la tiranía y se la deje obrar con entera liber­tad.

«Bs necedad más que criminal maniatar y amordazar al pueblo cuando quiere combatirla para recuperar sus naturales y legítimos derechos.

«Sorprendente cosa me parece que la santa fuerza de la inteligencia, a nombre de la moral y la filosofía, venga en defensa de la maldita fuer­za brutal que, a nombre de la bastarda ambición o de la infame codicia encadena a un pueblo y le sume en un abismo de miserias, dolores y vileza.

«A la idea de tiranía sigúese la del derecho de defensa de los pueblos, como a la idea de robo se sigue la del derecho de no dejarse robar, y a la idea de asesinato, la del de no dejarse matar.

«Si el ejercicio del derecho de insurrección no ha sido nunca extraño ni aun a pueblos acos­tumbrados al régimen de la monarquía absoluta, ¿cómo podría serlo a una república democrática?

«Si los cimientos del sistema democrático deben ser las virtudes, si debe serlo aquella rec­titud de conciencia que enseña a usar y no abusar de los derechos y a cumplir con inquebrantable

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fidelidad todos los deberes, entre esos derechos debe enumerarse el de la justa rebelión, y entre estos deberes el de combatir contra la tiranía con la palabra, con la prensa, con el influjo personal, con la riqueza, con la desobediencia, con el acero, con los cañones:

«Sólo el crimen y la felonía deben estar ex­cluidos de la lucha, pues del choque de una mal­dad con otra no puede nacer el bien,

«jNada de asesinatos, de celadas infames ni de calumnias!

«Quien emplea estos malditos resortes no puede invocar a Dios, y sólo Dios da la victoria y ía libertad.

«Y adviértase que hasta aquí he tenido pre­sentes sólo a pueblos que eligen y a Gobiernos elegidos por los pueblos;

«He hablado únicamente de Gobiernos que oprimen, y ultrajan y esclavizan a sus propios autores;

«De Gobiernos que teniendo bases legítimas, raíces de Constitución y Leyes, apoyo de simpa­tías populares, aliento de la honradez, el trabajo y la virtud que tienen puestos los ojos en ellos, han llegado a degenerar en opresores y tiránicos.

«¿Qué diré de las tiranías que se imponen a los pueblos sin más títulos que la ambición de un hombre o de un grupo de demagogos, sin más fin que el innoble interés privado de quien busca ri­quezas y placeres por el camino de las revueltas, sin más votos que los de la fuerza brutal, sin más simpatías que las de la corrupción, la bajeza de ánimo y la infamia?

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((¿Qué diré de esos Gobiernos rechazados por la voluntad nacional, a quienes las masas popu­lares temen o miran con aversión, y a quienes la sociedad ilustrada menosprecia y befa?

«¿Qué diré del Gobierno del general Veinte-milla?»

Bstas líneas fueron escritas en agosto de 1880, cuando corría la vaga noticia de que se pre­paraba en el norte por emigrados y expulsados una invasión que debía ser apoj^ada por los pa­triotas de los pueblos del centro y de la costa. Como nunca habíamos reconocido la legalidad del Gobierno de Veintemilla; como habíamos visto siempre en él la dictadura bajo el nombre de po­der investido de facultades extraordinarias; como todos los días eran advertidas en flagrante sus arbitrariedades y tiranías por cuantos tenían ojos para mirar claramente las cosas y buen sentido para juzgarlas; como la verdadera tristísima situa­ción de la patria no era un misterio para cuantos la contemplaban libres de las preocupaciones de bandería, nosotros defendíamos desde entonces la idea de la reacción armada. Y tanta mayor cre­dibilidad entraña la buena fe de este nuestro sen­tir, cuanto fuimos del número de los que, duran­te la dominación del Dictador, vieron respetado su retiro, y muy poco o nada padecieron indivi­dualmente. No se crea, pues, que en nosotros obra el móvil del odio ni de la parcialidad políti­ca, ni que estampemos en estas páginas de histo­ria ideas preconcebidas con torcido intento, que no hayan pasado, cual más, cual menos, por la prueba del crisol de la meditación.

Vamos escribiendo un libro para nuestros compatriotas-—para todos ellos, hasta para los

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que piensan y sienten de muy diversa manera que nosotros; y al frente del libro irá nuestro nombre; y no querríamos ni que el libro sea falso, ni que sean engañados nuestros compatriotas, ni que nuestro nombre sea befado.

Comenzamos la época de las heroicas y glo­riosas campañas y batallas de la restauración.

CAPITULO V

PRIMERA CAMPABA DE ESMERALDAS

Esmeraldas puso la primera su nombre en la historia de la guerra de los pueblos ecuatoria­nos contra la dictadura de Veintemilla. Si de esta primacía se enorgullece, digno es de respeto tan justo orgullo. Bn otros pueblos se preparaba también la reacción, especialmente en los del nor­te y el centro. Los emigrados y desterrados en el territorio colombiano enganchaban soldados, acumulaban armas y hacían esfuerzos por hacerse con dinero, este elemento verdaderamente vital para una revolución, pero que a veces es reem­plazado por la fuerza de la opinión y el fuego del entusiasmo. Fácil nos sería señalar en la histo­ria muchos ejemplos de milicias desnudas y ham­breadas que han vencido a enemigos que abunda­ban en comodidades de toda especie y en recursos pecuniarios relativamente inmensos.

Muy corta es la población de Esmeraldas y, por lo mismo, cortas son sus fuerzas materiales; pero fué grande su indignación al saber que Veintemilla se había alzado con el poder absoluto, 3̂ esta justísima indignación suplió la deficiencia de aquellas fuerzas. Los primeros movimientos

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de los esmeraldeños fueron inútiles; pero esto importaba poco: quedaba la grandeza moral, y ésta es la que prevalecerá en los fastos nacionales de aquellos días. Bsos movimientos patrióticos no estaban, pues, destinados a dar resultados prácticos inmediatos, sino a obrar en la opinión nacional robusteciéndola y en el ánimo de Vein-temilla, a quien hizo comprender la situación ver­dadera en que le había colocado su criminal revo­lución.

Ya hemos visto que el 26 de marzo se hizo en la capital la proclamación de la dictadura, y que en fechas muy próximas fué imitada en las otras ciudades y pueblos. En Guayaquil tuvo efecto el 2 de abril, y cuando Veintemilla creía tener bajo su planta toda la República, hé aquí que la pequeña Esmeraldas se levanta, se le pone delante y con noble arrogancia le echa un terrible vade retro. Sí, creemos que fué terrible para el Dictador ese rechazo, porque la provincia más impotente vino a revelarle lo que tal vez hasta en­tonces fué arcano para él, esto es que el asiento de su poder era un volcán. Corta era la fumaro-la por donde el escondido fuego comenzaba a res­pirar; pero ¿qué sería del usurpador de los dere­chos nacionales cuando se abriesen cráteres por todas partes y arreciase la conmoción?

El 6 de abril don Manuel A. Franco, don N. Villacís, don Pedro I. Gómez y otros ciudadanos protestaron contra el golpe de estado y suscribie­ron una acta desconociendo la autoridad del Dic­tador y nombrando Jefe Supremo a don Eloy Al-faro. Pero este jefe se hallaba ausente, y los patriotas que habían iniciado la reacción todo te­nían, civismo, valor, entusiasmo, abnegación, menos un plan de operaciones bien concertado,

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ni organización ninguna militar, ni las armas necesarias, ni el dinero indispensable para com­prarlas, ni acuerdo con los patriotas de las demás provincias para obrar de consuno, ni manera de hallar en éstas apoyo y protección. Kn nada de esto bailamos que fuesen culpables: todo provenía de la prontitud con que fué preciso moverse y de la situación aislada de la provincia; si bien res­pecto de este punto los enemigos de Veintemilla que luego se pusieron en armas entre las aspere­zas de la sierra tuvieron obstáculos mucho ma3'o-res. Al fin quien tiene el mar delante ha más libertad de acción, y Esmeraldas es pueblo ribere­ño, en tanto que los hijos del interior por donde tienden la vista hallan montañas que dificultan la adquisición de armas y otros elementos bélicos.

Un batallón enviado por Veintemilla al man­do del coronel Francisco Pacheco obligó a des­bandarse a la poca gente mal armada de la nacien­te restauración. La espesura de las selvas sirvió de refugio a los patriotas, y aunque en ellas pu­dieron evitar la persecución, no pudieron salvarse de infinitas privaciones y penalidades. Pocos aflojaron de ánimo y se separaron de sus compa­ñeros; los más aguardaron pacientes la oportuni­dad de proseguir la obra comenzada contra la Dictadura. Dos meses trascurrieron y la oportu­nidad se presentó, aunque el ángel del buen éxito no quiso por entonces acompañarla.

Trájola el Sr. Alfaro, ( i ) Ignoramos por qué este jefe tan entusiasta y de rara actividad

( l ) En octubre publicó en Panamá una breve expo­sición de los hechos de la campana, para que formen su juicio sus conciudadanos. Esta exposición, la Memoria que el Sr. Valverde presentó a la Convención de 1884 y otros documentos, tenemos presentes para nuestra obra.

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tardó cosa de sesenta días en presentarse en el campo de la.-guerra; pero juzgamos que le detuvo en Panamá, donde a l a sazón residía, la ocupación de buscar elementos de guerra que ciertamente se necesitaban. Mas al cabo le vemos el 5 de junio en Piauguapí, uno de los puntos que por el norte limitan nuestro territorio. Aquí se habían refugiado unos pocos valientes de los que se vie­ron forzados a abandonar Esmeraldas. Sus armas eran escasas y malas; pero Alfaro había traído algunas buenas y abundantes cápsulas. Con es­tas armas mejoró en parte la condición de aque­llos voluntarios, que fueron organizados lo mejor posible. E l que ya era jefe principal por ellos reconocidos, en cuanto asumió este cargo organi­zó asimismo un Gobierno provisional, elevando a la categoría de Secretario General al inteligen­te e ilustrado joven don Miguel Valverde. Nun­ca nos han parecido bien estos gobiernos micros­cópicos, obra de la voluntad de una mínima parte de los ciudadanos 3̂ encerrados en una área mez­quina del territorio nacional; mucho menos cuan­do destituidos de fuerza suficiente, con un enemi­go poderoso por delante y rodeados de peligros, hay mil probabilidades de que desaparezcan en pocos días. Tales Gobiernos, por más que invo­quen una Constitución, carecen algún tanto de seriedad. Cuánto más sesudo y conveniente es que quien emprende una lucha y tiene los cuar­teles y los campos por principales centros de ac­ción, tome un título en armonía con estas cir­cunstancias. E l Gral . Sarasti tomó simplemente el de Jefe de operaciones del Centro, y el Gral. Salazar el de Jefe de operaciones del Sur, y ambos hicieron en ello perfectamente. Cuando un frag­mento de la sociedad siquiera sea corto está libre

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de la planta enemiga, y crea un Gobierno; cuan­do éste puede dilatar su acción sin obstáculos fuera de los límites de un campamento, su razón de ser se explica; pero no encontramos esta razón en un gobierno que no tiene más terreno que el actualmente ocupado, ni más pueblo que los ciu­dadanos armados que le rodean.

Mas prosigamos. El Sr. ¿Ufaro partió con sus escasas tropas el día siete, esto es al tercer día de su arribo a Piauguapí, y tocó en La Tola. Aquí se detuvo esperando que llegara de Panamá un buque con armas. Llegó, en efecto, aunque algo tarde y no con todo el armamento. Sin embargo, se presentaron algunos voluntarios más, y las fuerzas restauradoras ascendieron a 150 hombres. Estos fueron divididos en cuatro columnas, Esmeraldas, Seis de Abril, Libertado­res y Coitstituciôn.

En Rioverde, donde tocaron a mediados de Julio, allegó el Sr. Alfaro unos pocos voluntarios más. Aquí se le juntó también Roberto Andra-de, a quien aquel jefe dio un grado y una coloca­ción en sus milicias como un ho?nenaje tributado a sus heroicos méritos. Estos consisten sin duda para Alfaro, como para los demás radicales del Ecuador, en ser And rade uno de los asesinos de García Moreno. ¡Lástima que las nociones de lo justo y lo injusto y de lo moral e inmoral se hallen con frecuencia invertidas en los cerebros radicales!

Movióse Alfaro el día 24. Al siguiente las columnas Seis de Abril y Esmeraldas sorprendie­ron en el caserío de Tabule un piquete enemigo de diez hombres. Una descarga hecha sin orden del jefe mató cuatro de ellos, y los demás fueron hechos prisioneros.

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No faltó quien aconsejase a Alfaro que retro­cediese, hasta poder elevar sus fuerzas a un nú­mero capaz de competir con las del enemigo. Hubo momentos de vacilación; pero un Consejo de guerra celebrado para tratar tan delicado pun­to, resolvió llevar adelante la empresa. Quizás habría sido cordura seguir aquel consejo; pero Alfaro y sus compañeros tuvieron presente la circunstancia, grave sin duda, de que al volver atrás desertarían sus soldados, no acostumbrados al fatigoso servicio de campaña. Con todo, juz­gamos que menos malo habría sido perder parte de las tropas de esa manera para reemplazarla después, que no perderla para siempre en un cho­que sangriento buscado con temerario empeño» Cuando hay desigualdad de fuerzas, y al que las tiene menores acompañan probabilidades de mal suceso, no debe empeñar un combate sino en caso absolutamente necesario. Alfaro no estaba en este caso.

E l 29 de julio ocurrió el tiroteo de Las Quintas. Al cabo de una hora de fuego lo sus­pendieron ambas partes, después de unos vivas engañosos de parte de la tropa dictatorial a los principales jefes restauradores. Retiróse aquella dejando algunas canoas y unos cajones de cápsu­las de fusil de que se apoderaron sus enemigos. Esto indica que la retirada fué con precipitación; pero no es fácil probar que los veintemillistas tu­vieron muchas bajas. Dice el Sr. Alfaro que es­tas fueron ocultadas. ¿De qué manera? E l mismo asegura que acto continuo el enemigo se internó en el bosque; y poco después añade que se retiró a Esmeraldas a todo correr. Estas circunstancias indican que no estaba para detenerse a ocultar sus muertos. E n suma, el breve combate de Las

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Quintas no trajo ventaja n inguna a ninguno de los contendientes.

Nuevos voluntarios acudieron en Puebloviejo a engrosar las filas restauradoras, y se organizó la columna Colombia. E l entusiasmo era indeci­ble y nadie pensaba en la posibilidad de una de­rrota. Bl enemigo en tanto, quizás con menos ardor, pero más previsivo, alistaba sus naves para el caso de una retirada, y levantaba trincheras en la ciudad para combatir sobre seguro. Kra ya inevitable una lucha terrible, atenta la disposi­ción de ánimo de uno v otro.

Alfaro, cuya relación seguimos, escribe: «Para mí no podía ser más aciaga la noticia (la de que iban a embarcarse las tropas del Dictador), puesto que teníamos seguridad de apoderarnos del armamento que tenían en mano». Mas no se efectuó dicho embarque y la aciaga noticia fué vana: ¿por qué no se apoderó de esas armas? ¿Qué obstáculo vino a destruir la seguridad de llevar a término esa empresa? Se le ha escapado, pues, al valiente Jefe del Oeste una frase que revela su excesiva confianza en sí mismo y en sus tropas, o su inconsiderado menosprecio a un enemigo supe­rior en número y en armas. Y ya que supo que éste, en vez de reembarcarse, había optado hacer trincheras en la ciudad, ¿por qué no lo combatió antes que fuese terminada esta defensa? Sin du­da porque no pudo; y si no pudo ¿dónde estaba la seguridad del vencimiento? La acción de Las Quintas fué el 29 de Julio. Si el resultado de ella, como lo dice Alfaro, fué el proyecto de reembarque de los dictatoriales, es de presumir que haya seguido inmediatamente a la retirada a todo correr, y que luego haya venido, asimismo, sin pérdida de tiempo, la resolución de levantar

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trincheras. Pues bien: ¿cómo es que se le dejan cinco días al enemigo para que efectúe esta medi­da de defensa? Cinco días; sabemos por boca del Jefe de los restauradores, que no se movieron de Puebloviejo sino el 4 de agosto. Hay más: ha­biendo tocado en la hacienda La Propicia y cuan­do ya Alfaro está informado de que la guarnición de la plaza espera recibir refuerzos de Guayaquil , no teme malograr un tiempo precioso, según su propia confesión, y envía un parlamentario al enemigo a intimarle rendición. ¡Rendición, des­pués que se le había dado suficiente espacio para fortificarse! ¡Rendición, cuando encerrado ya en sus trincheras aguardaba refuerzos de Guaya­quil! Dice el Sr. Alfaro que circunstancias espe­ciales le obligaron a dar tal paso. Debieron con­sistir en el anuncio que le hicieran de que la guarnición quería proclamar a clon Pedro Garbo; pero no merecía ser creída una noticia de origen tan sospechoso: el jefe veintemillista había dado ya muestras de su inclinación al ardid. Por otra parte, por poco avispado que hubiese sido dicho jefe, si aguardaba refuerzos ¿no era claro que hubiera tratado de ganar tiempo engañando a Alfaro, para lo cual le venía muy bien el ponerse a recibir y contestar recados, en son de buscar avenimiento con el enemigo? Y si los refuerzos habían llegado ¿no habría sido tamaña necedad el ceder mansamente a la intimación que se le hacía?

Y cierto, los refuerzos estaban ya en la pla­za, y el parlamentario se volvió con tan mala no­ticia a su campamento. Se habían aumentado las probabilidades de triunfo para los dictatoria­les, y en la misma proporción habían descendido las que acompañaban a los restauradores. Kstos

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contaban 250 hombres, no todos bien armados; aquellos eran 700, incluso el batallón Baba-hoyo de 500 plazas y mandado por el Gral. Francisco Robles, batallón en que consistía el memorado refuerzo; teda era gente disciplinada, armada de excelentes fusiles de Remington, y que además contaba con dos cañones de montaña. Sin em­bargo, el Sr. Alfaro cree que, sin la heroica pre­cipitación del Sargento Mayor Marchan, que des­concertó el plan de ataque, la victoria habría sido irremisiblemente de los defensores de la libertad. Quizás; pero esta seguridad en Bsmeraldas nos parece hermana de la seguridad en Las Quintas. Si Marchan hubiera cumplido fielmente las órde­nes de su jefe, no habría faltado otra causal que explicase la derrota.

Habíase formado una sexta columna con el nombre de Macheteros, proveniente del arma que manejaban, columna que fué puesta bajo el man­do del Sr. Valverde; y al fin, en los suburbios 3'a de la ciudad, en la mañana del 6 de agosto, día nefasto para la patria, Alfaro se detuvo el tiempo necesario para dar sus órdenes y distribuir las tropas según el plan de combate que había meditado. Conocedores él y sus compañeros del terreno en que iban a lidiar, ese plan fué induda­blemente el más acertado. Marcharon las colum­nas al ataque, y no tardó el estruendo de las descargas. La muerte comenzaba su cosecha sangrienta. La ambición de un hombre—menos que su ambición, su innoble codicia ayudada de otros codiciosos que se habían bautizado con el nombre de partido político, volvía a cubrir de ca­dáveres los campos de batalla. Ya en el interior de la República había sacrificado numerosas víc­timas, y otros centenares estaban señaladas por

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aquella terrible cosechera. No sólo hubo valor, sino heroísmo de parte de los voluntarios esmé­ramenos; pero todos sus esfuerzos se estrellaron contra la superioridad de número y armas del enemigo y, sobre todo, contra las trincheras, de tras las cuales salían torrentes de fuego mortífero. No tardó el presentarse el desconcierto en las filas restauradoras; siguióse la confusión, a la confu­sión la derrota. No fué menester ni una hora cabal para que el enemigo obtuviese la victoria. Hl porte sereno y la actividad del jefe, el denuedo de Vil 1 ací s y Martínez Pallares, de Nevares, Cen­teno y otros, las heridas de López Rosas, Concha, Montúfar, Jil, Carrasco y San tillan, la sensible muerte de Marchan y Pizarro, Morales y Miran­da, Carrillo y más de cuarenta soldados, todo fué inútil para la causa que defendían, mas no para la gloria. Digo mal: no fué inútil : jamás lo han sido ni lo serán los sacrificios hechos por la liber­tad y el honor de la patria. Ni con esta derrota desapareció la forma embrionaria de una nueva vida refugiada al borde, de la tumba, según la gráfica y bella frase del Srio. Valverde en sn Memoria.

Las tropas dictatoriales, no obstante las ven­tajas que tuvieron en la pelea, algún detrimento padecieron también; y juzgamos que después de ella no era mucho su valor, pues no quisieron abandonar sus parapetos y perseguir al desbanda­do enemigo.

Kste pudo retirarse sin balazos por retaguar­dia ni temor de ser sorprendido en su camino, en número de 170 plazas, que pocos días después fueron licenciadas. Tras este acto, ya absoluta­mente necesario, Alfaro se internó en las selvas con dirección al Norte. E n setiembre le veremos

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por pocos días en Ipiales, el pueblo colombiauo albergue de numerosos desterrados ecuatorianos y foco de sus planes y movimientos revoluciona­rios.

Kn la Memoria antes citada recuerda el Sr. Valverde «una nota dirigida a los Sres. Dr. don Francisco J. Montalvo y Agustín Guerrero, Jefes de proyectadas operaciones militares sobre la pro­vincia de Imbabura, anunciándoles la creación del Gobierno de Esmeraldas, las fuerzas y recur­sos de que éste disponía y otros detalles, y pi­diéndoles su cooperación para proceder de común acuerdo en la campaña iniciada». Esta nota no llegó a su destino; pero traemos a cuento las pa­labras de quien la ha recordado y sin duda la redactó, a fin de hacer una corrección. Las ope­raciones sobre Imbabura no fueron simples pro­yectos: cuando se organizó el Gobierno de Esme­raldas, ya los patriotas refugiados en Ipiales, con muchos que para unírseles y ayudarles partieran de Quito, habían combatido y derramado su san­gre por salvar la patria. Es menester que no pasen desadvertidos conceptos que pueden amen­guar en alguna manera hechos honrosos.

E l Gobierno de Esmeraldas, en esta primera época breve de su vida, expidió varios decretos. En t re ellos llama la atención el de 10 de junio «condenando a muerte a los jefes y oficiales del ejército nacional, que fuesen tomados con las ar­mas en la mano en defensa de la dictadura». ( i ) De terrible le ha calificado con justicia el Sr. Val-verde, y nosotros, además, le hallamos concradic-

(1) Remedo de la L,ey contra los conspiradores que Veintemilla hizo expedir por el Congreso de 1880.

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torio a uno de los más alabados principios libera­les, cual es la inviolabilidad de la vida, de la que nace naturalmente la supresión de la pena capi­tal. Hay ocasiones en que son necesarias las medidas rigorosas; así lo creen especialmente los conservadores; pero la pena de muerte invocada y decretada por un liberal, y más aún por un ra­dical, y par causa política, y en guerra civil, es cosa que repugna. Nosotros creemos que el par­tido de Veintemilla apenas merecía el título de partido político; pero muchos de los que a él per­tenecían lo tenían por tal, y no faltaron algunos que cometieron inocentemente el delito de soste­ner la dictadura. No merecen absolución aun cuando estén amparados por la inocencia: hay delitos inocentes que deben ser castigados por bien de la sociedad; pero esos políticos a la Vein­temilla ¿merecían la muerte? Kl mismo Valver­de confiesa que entre los desgraciados sobre quie­nes podía caer el decreto de 10 de junio, había muchos que no eran culpables de mala fe. Ase­gura también que esa disposición terrorista (nos perdonarán los liberales la aplicación de este ad­jetivo, pues nos conviene mucho hacerlo así) fué dictada sólo para hacer resaltar el criminal aten­tado cometido por ellos. Ksto es, fué descarga sin puntería, por hacer ruido, y nada más; pero las ejecuciones de Montecristi, un año después (otro acto de terrorismo), nos persuaden, a pesar de la explicación del estimable Secretario General, que el objeto no fué tan inocente. Por mucha que sea la repugnancia que causa ver un principio conculcado por los hechos del mismo que le pro­fesa 3' encomia, no nos traen ninguna extrañeza aquellos fusilamientos, como no nos habríamos sorprendido si el sangriento decreto hubiese sa-

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orificado a los prisioneros de Rioverde y de Ta-chiiia; pues la historia contemporánea nos dice con la lengua de repetidos ejemplos, que no hay concordancia entre el pensamiento y los hechos del radicalismo, lo cual quiere decir o que el pen­samiento es falso y, por lo mismo, impracticable, o que quienes le practican, ni le respetan ni obran de buena fe. Nosotros que, dicho sea en paz, no solamente profesamos principios austeros, sino que tenemos por principio la austeridad, no podemos aprobar la falta de acuerdo entre la ca­beza que piensa y el corazón que siente, ni entre los labios que hablan y las manos que ejecutan; y si censuramos a los liberales que no reparan en desgarrar sus propios cánones, tampoco nos fal­tan votos amargos que echar sobre los conserva­dores que, por respetos humanos u otras causas, a veces menos dignas, acarician ideas que no son suyas o proceden cual si fuesen liberales. Estas inconsecuencias arguyen en todos los que de ellas se hacen culpados, debilidad o falta de carácter, y ésta constituye el defecto capital de los hom­bres públicos modernos, con raras excepciones, así en América como en Buropa.

CAPITULO VS

PRIMERA CAMPARA DEL NORTE

Creemos haber indicado ya en alguna de las páginas anteriores que la idea de una reacción armada había vivido, más o menos latente, así en los grupos conservadores como en los libera­les. Los rumores de insurrección que alegó Veintemilla para que el Congreso de 1880 le de­jase en posesión de las facultades extraordinarias y expidiese la sultánica Ley de Compiladores, no fueron simple invención suya. Pero esa idea, que realizada en noviembre de 77 sufrió un cruel rechazo en las calles de Quito, estaba destinada a no recibir forma tangible, digámoslo así, ni im­pulso sino cinco años después.

Como todos los ecuatorianos que pensaban en la suerte de la República y penetraban lo que iba a sobrevenir, cosa no difícil si se seguía cui­dadosamente la pista a la política de Veintemilla y, con vista de ella, se tejían juiciosos raciocinios; como todos ellos, decimos, veían acercarse los días de una recia tormenta revolucionaria, de la cual habían de nacer la libertad de la patria o la continuación de sus cadenas más pesadas e infa­mantes, en muchas partes manos patriotas co-

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menzaron a moverse a la sordina en busca de di­nero y armas, meses antes del golpe de estado. Los numerosos desterrados residentes en Ipiales no habían puesto almohadas a su actividad, y ésta era mayor y muy ostensible al comenzar el año 1882, Habían dado principio a su movimiento por un acto necesarísimo, cual era la unión de los miembros de los partidos conservador y liberal; de esta manera se hacían fuertes ambos a dos 3T

crecían las probabilidades de vencer al tercer par­tido, sólo por violencia dueño actual de los desti­nos de la Nación, y compuesto del elemento mili­tar y de la gente sin ideas ni principios a él adhe­rida sin más objeto que el propio medro—el par­tido veintemillista. La unión y el acuerdo en el obrar de personas que profesan doctrinas políticas y aun sociales opuestas, pero unas en el pensa­miento de derrocar la Dictadura, no debía ser es­téril y, en efecto, no lo fué. Bra que entonces no debía obrar el influjo de esas doctrinas, algu­nas saturadas de error, sino el de un gran afecto —el amor patrio, en el cual jamás cabe error ninguno. Ese afecto es común así a los conser-servadores honrados como a los libéreles de buena fe.

Bn mayo contaban los antedichos unos tres­cientos fusiles, de los cuales muy pocos eran de sistema moderno, los más de pistón y no pocos de chispa. Las cápsulas y demás municiones tam­poco eran abundantes, y menos el dinero: el co­ronel don Agustín Guerrero y el comandante D. Manuel Orejuela, los doctores D. Francisco Ja­vier Montaivo y D. Constantino Fernández, los Sres. D. Vicente Fierro y D. Antonio Rivera, pero especialmente D. Manuel Yépez Terán, su-

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ministraron algunos fondos, ( i ) qne montaron 6.000 pesos. ¡Suma exigua para tamaña empre­sa, pero que estaba superada por la admirable parcidad y abnegación de jefes, oficiales y solda­dos!

Bn Quito se sabía los preparativos de Ipiales, avivóse grandemente el entusiasmo oposicionista ya convertido en revolucionario, y numerosos pa­triotas, jóvenes los más, partían a engrosar las filas de aquellos valientes. E n la festinación de la marcha casi no tomaban precauciones para evi­tar que se descubriese su propósito, que bien po­día ser frustrado por las autoridades dictatoriales. Notábase en éstas por aquellos días cierta floje­dad, no sabemos si por efecto del propio pecado, que suele acobardar, o bien por la excesiva con­fianza en las tropas numerosas de que disponían. Cas ia vista y paciencia de ellas, como solemos decir, se iban unos tras otros los Sres. coronel don Ramón Aguirre, comandante Lope Bchani-que, Carlos Pérez Quiñones, Manuel Sarasti, Francisco y Juan Orejuela, José García Salaza y otros muchos. A fines de mayo, y venciendo las dificultades de la mayor distancia, marcharon también hacia el mismo punto los Dres. don Pe­dro I. Lizarzaburu y D. José María Sarasti, aquel desde Riobamba y este de Patate, pueblo de la provincia Tungurah.ua; pero ninguno dé los dos alcanzó a la primera función de armas, desgracia­da para las restauradoras!

( l ) Según asegura el noble y honradísimo patriota don Vicente Fierro en sus cuentas publicadas en febrero de 1884, en todas las campañas del norte contra el Dic­tador no se gastaron sino de 15 a 20.000 pesos.

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Veintemilla, por halagar a los pueblos fron­terizos del Norte, había creado una nueva provin­cia, y por propia vanidad la dio su nombre. La capital de esta provincia, hoy llamada Carchi del nombre del río que separa el Bcuador de Colom­bia, es Tulcán , ciudad pequeña, pero importante por su situación. B n ella mantenía el Dictador una guarnición de sesenta hombres, la cual, a principios de mayo, se prestó fácilmente a la de­fección. Tulcán protestó, pues, contra la Dicta­dura, reconoció el Gobierno provisional y se pre­paró a la guerra. Y este acto no era para des­preciado por Veintemilla, porque los hijos de la nueva provincia, que justamente rechazaban su paternidad para llamarse hijos del Carchi, gozan merecida fama de patriotas y batalladores.

Como se ve, también los contrarrevoluciona­rios del Norte habían formado su Gobiernito, a la manera del de Esmeraldas. Componíase del Sr. coronel don Agustín Guerrero, que desde enton­ces comenzó a ser conocido con el título de Gene­ral (merecido, a juicio nuestro) , del Dr. don Francisco J. Montalvo, como Secretario general, de un comandante general, nombramiento que recayó en el coronel don Ramón Aguirre , y de un Comisario de Guerra, que lo fué don Vicente Fierro. Todos eran competentes para los cargos que se les habían confiado; cada uno de ellos, es­pecialmente en lo relativo a las armas, hicieron lo que debían o creyeron conveniente hacer; mas esa agrupación de honorables ciudadanos, como Gobierno, no sabemos que hubiese influido en bien ni en mal de la causa que defendía.

Kl Comandante don Manuel Orejuela había trasladado de Ipiales a Tulcán, no sin vencer di­ficultades, todo el armamento que acumularan

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los desterrados. Sobre la base de los 60 soldados que habían dejado de ser dictatoriales, se levantó el Batallón Carchi, que ascendió a 300 plazas. A formarle acudieron voluntariamente muchos mo­radores del campo, entre los cuales casi no había uno que no hubiese pertenecido a la desgraciada expedición de noviembre ele 1877, y que no de­sease aprovechar la coyuntura para un despique.

E l doce de mayo atravesaba el Carchi el Go­bierno provisional, y era solemnemente recibido por las autoridades y tropas de Tulcán. Pronun­ciáronse discursos llenos de ideas patrióticas y en el lenguaje ardiente propio de las circunstancias. Nunca son vanas esas demostraciones del fuego que arde en el corazón de los jefes o de los ciuda­danos que gozan influjo en las masas populares, de las cuales nacen los batallones. Ea elocuencia oportuna da fuego al cañón, asalta murallas, suelta al arranque los corceles, toma navios al abordaje, y aun cuando a veces no hace ganar ba­tallas, casi siempre hace conquistar glorias. E l 16, cuando iba a darse impulso decisivo a la cam­paña, publicó el general Guerrero la siguiente proclama, como Director de la guerra:

«i Soldados i Por la voluntad popular me te­néis a vuestro frente para combatir y derrocar la vergonzosa Dictadura impuesta a una Nación libre, por el traidor del 8 de setiembre, Ignacio Veintemilla; por ese hombre funesto, ambicioso sólo por codicia, y codicioso por tener oro para satisfacer sus vicios.

«¡Soldados! Nuestros hermanos de la rica y heroica provincia de Esmeraldas han sido los pri­meros en rechazar con las armas la salvaje Dicta­dura y a vosotros os ha cabido la honra de imitar tan noble ejemplo.

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«¡Soldados! E l usurpador confiará, sin du­da, para resistir, en la fuerza material; pero nos­otros, defensores de la libertad, confiamos para vencer, en un poder más grande: en la protección divina y en la decidida y unánime voluntad de los pueblos. La lucha que vamos a sostener no es la de un partido político contra otro, de conser­vadores contra liberales, ni de éstos contra aqué­llos; es la guerra del pueblo contra su opresor, de la libertad contra la tiranía, de la verdad con­tra la mentira, de la propiedad contra el robo; en una palabra, es la guerra de los hombres buenos contra el perverso y sus secuaces. E n esta lucha, 110 lo dudéis, la victoria estará de nuestro lado.

«jCompañeros! La sangre derramada a to­rrentes en los campos de Galte, Guaranda y Qui­to, no ha sido bastante para saciar la sed del dés­pota; hoy, declarándose dueño de la República por medio de un inicuo golpe de Estado, provo­ca, arrastra a la Nación a una guerra fratricida, para inundarla de sangre otra vez!

«¡Compañeros! Nuestra desventurada pa­tria, agobiada por el ominoso peso de la Dictadu­ra, tiene perfecto derecho para exigir de sus hijos toda clase de sacrificios, hasta el de la vida: per­dámosla, pues, antes que consentir ni por un ins­tante en la deshonra e ignominia que imprime el cobarde sometimiento a la despótica voluntad del hombre cuyos únicos merecimientos y títulos pa­ra dominar están cifrados en sus traiciones a todo gobierno, incluso el suyo.

«¡Cantaradas! E l lema de nuestra bandera será desde hoy: ¡Libertad o muerte!»

Los movimientos comenzaron. E l batallón Carchi tenía por primer jefe al Comandante Ore­juela, que desplegaba rara actividad y energía.

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El Sr. Fierro fué comisionado a organizar la re­serva. E l coronel don Ezequiel Eandázuri , con cien hombres destinados a la descubierta, ocupa­ba ya. el pueblo del Ángel.. Este jefe, a quien con justicia se ha llamado El Empecinado de nuestra República, fué uno de los más valientes en el memorado combate de noviembre de 77, en el cual cayó prisionero. Veintemilla quiso atraer­le a sí, y logró, en efecto, que se prestase a sus insinuaciones; pero honrado a par de campecha­no, suele entre burla y burla decir a los mismos veintemillistas, que no malograría la primera oportunidad que se le presentase de hacer una revolución y volver a su antiguo puesto. Ya le vemos, pues, entre los más fervorosos restaura­dores.

E l 19 llegaba también al mismo pueblo el comandante Orejuela con parte de sus tropas, y el 21, con el resto de ellas, el coronel Aguirre y el Comandante Echanique. Allí se estableció formalmente el cuartel general; y al decir de los entendidos en castrametación v conocedores de la topografía del país, la elección fué acertada, pues del Ángel podían las tropas restauradoras ser movidas con ventaja, sea que el enemigo las bus­case, sea que se resolviese buscarlo. Sucedió lo primero.

E l General don Manuel Santiago Yépez, a cuyas erradas disposiciones se debió en gran par­te el descalabro de la primera expedición sobre la

' capital, había caído preso pocos días después. Veintemilla quiso ganarle para sí como a Eandá-zuri. Se entendió, pues, con él, le habló de la política que se proponía seguir, de los intereses de la clase a que Yépez pertenecía, pues era me­nester que hubiese unión entre los militares, y,

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en fiu, le ofreció hacerle pagar sus sueldos y que en lo sucesivo los disfrutaría con seguridad. Yé-pez se transformó en veintemillista decidido, y cuando el golpe de estado, fué de los primeros en coadyuvar a él. Confiósele la dirección de la guerra en el Norte, y por ser consecuente con el hombre contra quien cinco años antes combatiera en defensa de una causa justa, no reparó en ser inconsecuente con ésta ni en derramar la sangre de sus antiguos amigos. Bse desdichado general ha caído tal vez para no rehabilitarse jamás. Para esto sería preciso un gran sacrificio por la patria, ¿y será posible que lo haga quien en ocasión tan' ardua y solemne como la del levantamiento de los pueblos contra la dictadura, no vaciló en arrastrar a los pies de ésta esa misma patria?

Yépez, desde los primeros días en que susu­rraba la noticia de los preparativos de los deste­rrados en Ipiales, contaba con 500 soldados vete­ranos, y el 19 recibía de la capital el refuerzo de más de 300 de que constaba la columna Diez y seis de Diciembre. Hl 21 y 22 se movieron cosa de ochocientos soldados en busca del pequeño y mal armado ejército restaurador. E n Ibarra, cuartel general de las fuerzas veintemillistas, se tenían, noticias bastante exactas acerca de aquel grupo de patriotas audaces; pero se exageraba lo diminuto del número, se ponderaba el miedo de que estaban poseídos todos y se hablaba de ellos con desprecio. E l jefe civil y militar, don Jena­ro Larrea, en oficio del día 21 al Ministerio de Guerra, anunciaba que «el pánico de ser atacados los tenía en completa desmoralización». «Por tanto, añadía, creo que con sólo el movimiento de las fuerzas destinadas a debelar a los enemigos incesantes de la paz, quedarán pacificadas por

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completo estas provincias». Con la misma fecha decía el general Yépez: «Se sabe que las fuerzas enemigas van paulatinamente evaporándose antes de ver la presencia de las nuestras, por lo que es de suponer se disuelvan de suyo sin dar lugar al uso de las armas», ( i )

Cuando las tropas libertadoras supieron la aproximación del enemigo y la fuerza que lleva­ba, muchos jefes opinaron que convenía retirarse a Tusa. Bn ello insistía particularmente el Co­mandante General; pero, de la misma manera que en Esmeraldas, prevaleció la opinión de avanzar al encuentro de Yépez. Cuando hay que combatir contra fuerzas mayores, nunca es censu­rable huir la ocasión de topar con ellas, hasta que la condición del sitio, algún desorden en las filas enemigas o cualesquiera otras circunstancias, a las cuales debe estar atento el jefe ele los débiles, vengan a darles ventajas coiiocidas. Para estos se hizo la táctica, irregular en apariencia, del alejarse aquí, acercarse allá, pernoctar una vez en uu panto y otra vez en otro; del rápido mover­se, del hacer tal cual descarga sobre las avanza­das, clel fatigar y aburrir, en fin al enemigo, has­ta acabar con él a pequeños golpes, o, venida una coyuntura favorable, darle uno fuerte y decisivo. Algo de esta táctica, tan funesta a los franceses en Bspaña a principios de este siglo, y a los espa­ñoles en la guerra magna de Colombia, fué ob­servada en nuestra campaña del centro, y todo el mundo conoce su éxito feliz. Pero los jefes de la expedición en que nos ocupamos tendrían, sin duela, motivos poderosos para agrupar sus tropas

( l ) V. los oficios publicados en el Boletín A7"? 4. Mayo 22.

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en un punto dado y aguardar al enemigo. Y, en efecto, Yascón^ punto donde se propusieron espe­rarle, es muy ventajoso; mas no contaron conque Yépez podía tomar otra vía, haciendo inútil el proyecto: tomó el camino de Mira y ocupó el pueblo de este nombre. De este modo evitaba, en verdad, aquel paso que le habría sido funes­to, mas dejaba expedito el camino para Ibarra.

Llegadas a Mira las tropas dictatoriales, una columna de gente no veterana, sea por esta cir­cunstancia, porque lo repugnase combatir en fa­vor de una causa nada simpática, o por cualquier otro motivo, trató de desbandarse y huir; Yépez quiso meterla al orden y ella contestó a balazos; sufriólos a su turno y resultaron de una y otra parte algunos muertos; la confusión y el desor­den reinaron algunas horas en el campamento, y cuando se restituyó la calma, ya habían desertado parte de los facciosos. Bsta era ocasión oportu­nísima para que los restauradores cayesen de so­bresalto en Mira y acabasen con el enemigo; si no era posible que lo hiciesen incontinenti pudieron efectuarlo a la madrugada siguiente; pero la noti­cia del suceso les llegó demasiado tarde, pues no tenían espías, o los tenían que no se desempeña­ban bien en este oficio, mirado por la preocupa­ción como deshonroso, mas en verdad muy útil en las campañas, singularmente para el conten­dor escaso de fuerzas o que tiene que moverse con frecuencia. Un buen espionaje aprovechado por un jefe hábil vale tanto como una buena división.

Bntretanto el audaz I^andázuri, aprovechan­do la circunstancia de hallarse el camino para Ibarra limpio de enemigos, toma consigo siete jóvenes resueltos }T se lanza rápidamente a la ciu­dad, donde Yépez había dejado 50 hombres para

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que la guarneciesen; en el tránsito clan con un oficial que conducía unas pacas de ropa de solda­dos y se apoderan de ellas; siguen su veloz mar­cha y penetran hasta el cuartel de la Merced; rinden la guarnición acobardada por la sorpresa y porque tienen por seguro que la ataca toda la fuerza restauradora; se apropian de algunas ar­mas y pertrecho y toman en seguida la vuelta a su campamento. Todas las autoridades, víctimas de súbito pánico, se apresuran a ocultarse o se fugan camino de Quito. Bsto acontecía el día 24. Golpe diestro, pero estéril, no por causa de quie­nes le dieron, sino del suceso desgraciado ocurri­do dos días después.

La noticia había volado a oídos de Yépez, quien, juzgando también como los de la guarni­ción de Ibarra, que toda la tropa enemiga había caído en la ciudad, mueve precipitadamente la suya y, para abreviar el camino tomó por la altu­ra de Inguincho.

Conocida esta determinación por el General Guerrero y sus compañeros, resuelven atajar la marcha del enemigo y combatirle en el camino. Era el 25 por la noche, y a las ocho levantan el campo y comienzan a andar en el mejor orden posible, dirigidos por un guía. Poco experto re­sultó éste; la noche era lóbrega y fragosos los caminos. Sin embargo, al clarear la mañana se hallaban en las alturas de Yúrac-cruz. Aquí to­maron unos desertores del ejército contrario; pre­gúnteseles cual era la ruta que llevaba, y se negaron a indicarla. ¿Fueron quizás espiones que no prófugos? A poco, disipada la neblina, se alcanzó a distinguir la gente enemiga. Yúrac-cruz es punto naturalmente fortificado a causa de los promontorios de roca que cubren su plano in-

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dicado; pero en el plan del jefe principal no entraba el aguardar aquí al enemigo. Bl Coman­dante Orejuela recibió orden de avanzar a la des­cubierta con un corto destacamento. Obedeció, mas no sin tener primero un breve altercado con el coronel Aguirre. Desgraciadamente estos dos jefes se miraban de soslayo, y aun después de aquellos días han hecho ostensible su enemistad, especialmente el primero. Orejuela descendió, pues, con su pelotón, y a poco dio con una des­cubierta enemiga, la batió y puso en derrota. Al oír los primeros tiros, Landázuri voló con 30 hombres a incorporarse a la descubierta, se para­petó tras unos cercos y comenzó al punto a con­testar el nutrido fuego del enemigo. Cinco horas duró tan desigual combate. Agotadas las muni­ciones, Orejuela y Landázuri abandonaron sus puestos y, cosa extraña, Yépez no se atrevió a perseguirlos o Catorce muertos, unos pocos heri­dos y prisioneros dejaron los nuestros en ese fu­nesto campo. Las fuerzas de Yépez tuvieron poco más o menos igual número de bajas.

A nuestro juicio, que puede ser erróneo, pe­ro que debemos exponer con franqueza, Yépez no debió la victoria a su pericia, sino a la circuns­tancia de que tampoco la tuvo su contrario. Ore­juela, una vez desbandada la descubierta enemi­ga, ya que tuvo la fortuna de desbandarla, debió retroceder atrayendo mañosamente al enemigo, si le era posible, hasta poder cargarle con todo el grueso de las tropas; Landázuri debió limitarse a proteger la estratégica retirada del primero; pero ambos se precipitaron a destiempo a la pelea. Una vez trabada ésta, ¿qué cumplía hacer al res­to de las tropas? Proteger a los compañeros em­peñados en ella, hacer un esfuerzo supremo para

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aumentar el desconcierto que ya se notaba en el enemigo con la tenaz resistencia de los sesenta valerosísimos soldados de lyandázuri y Orejuela, y obligarle a abandonar el campo. Creemos que el oportuno auxilio de los que se habían quedado en las alturas de Yúrac-craz, ( i ) habría asegura­do la victoria.

No debemos callar un hecho que honra al Comandante Orejuela: un soldado de apellido Revelo, yacía gravemente herido y no podía se­guir a los suyos cuando se retiraban; hállale al paso aquel jefe, se desmonta, le pone en su lugar en la cabalgadura y le salva.

Aunque la retirada de la pequeña fuerza perdidosa se hizo en desorden, gracias a no haber sido acosada por Yépez, no pudo evitarse el des­concierto en los reales libertadores. Tomaron todos el camino de Tulcán, pero desertó la mayor parte de las fuerzas y el desaliento se apoderó de muchos corazones. E n el de Landázuri no tenía cabida este enemigo, el más pernicioso de cuantos hacen daño a la humanidad, y, el activo jefe se puso inmediatamente a recoger los soldados dis­persos. Organizada nuevamente la tropa restau­radora, a lo cual ayudaba ya el Dr. Lizarzaburu (en la tenacidad semejante a Xyandázuri), mas no en el número ni con los recursos con que contaba al principio, se pensó hacer la g'uerra como con­venía que se hiciese desde su origen; es decir por el sistema de guerril las. Bl colombiano José Montenegro se había comprometido a auxiliar

( l ) Como se ve, la acción no fué en este punto, sino en uno llamado Inguincho, hasta donde alcanzó a descender Orejuela.

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con cien hombres enganchados los movimientos de los patriotas ecuatorianos, y con este objeto se le dieron mil pesos de los escasos fondos con que contaba el Comisario de Guerra; pero en la pri­mera ocasión en que fué preciso hacer frente al enemigo, la poca gente que trajera abandonó su pnesto sin hacer un solo tiro y se volvió a Colom­bia llevándose, no sólo el dinero, sino también nuestras armas, que fué lo peor.

La susodicha ocasión fué el tiroteo que el 8 de junio hubo de sostener la mal aparejada tropa libertadora, en las alturas de Pisquer, contra un batallón dictatorial que la perseguía activamente. Una hora escasa duró esta función de armas, por sí misma insignificante, mas no por el resultado final, que fué el completo desbarajuste 5- ruina de la primera campaña del Norte.

E n ella sobraron en los restauradores el va­lor y la audacia, escaseó la atinada táctica junto con los necesarios elementos bélicos, y la fortuna se mostró risueña, siquiera por breves días, a los sostenedores de la iniquidad. Pero la Providen­cia quería solamente probar a los que, sedientos de libertad y justicia, se las pedían sin cesar. Je­fes, oficiales, soldados, todos buscaron asilo en la tierra colombiana, o en la propia se procuraron escondites, hasta poder presentarse de nuevo en los combates. Cuando se vieron forzados a dejar el suelo de la patria, los que, fuertes de ánimo, se abrazaban decididamente de la esperanza, diri­gían frases de aliento a los demás. E l Dr. don Ramón Rosero, aludiendo a la campaña que aca­baba de fracasar, les dijo con oportuno donaire: «Hemos perdido la primera jugada, pero nos fal­tan noventa v nueve».

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Ks digno de notarse que los mismos jefes dictatoriales que pocos días antes hablaban con menosprecio de las exiguas fuerzas contrarias, que poseídas ele pánico (según ellos) se iban di­solviendo de suyo antes de ver siquiera la presen­cia de los que iban a debelarlas, al comunicar el triunfo de Yúrac-cruz hablan diverso lenguaje: los poquísimos revoltosos suben a 400, y los po­seídos de pánico sostienen un reñido combate de cinco horas, y luego huyen vergonzosamente; como si pudiese traer descrédito el perder una acción de guerra tras tan dilatada lid contra bata­llones en todo superiores, menos en valor, ( i ) Todo esto se explica fácilmente: Yépez y sus compañeros querían engrandecer su triunfo, y no ha}/ grandeza en vencer al enemigo débil; pero no contaban con que luego vendría la historia a valerse de las frases que ellos mismos entregaron al público, y a poner la verdad en su punto.

( l ) V. los oficios publicados en el Boletín A79 7, correspondiente al 28 de mayo de 1882.

C A P I T U L O VIS

PRIMERAS TENTATIVAS DE REACCÍON

EN EL CENTRO

I/a provincia Tungurahua, después de la Chimborazo la más central de las provincias ecua­torianas, fué una de las peor tratadas por la Dic­tadura, aun en el tiempo en que ésta había hecho su careta del cuadernillo de papel impreso llama­do Constitución. Hombres malos o ineptos, o pegados miserablemente a Vein ternilla por el gluten del sueldo, ocupaban los destinos públi­cos.

Causa pena y rubor el recuerdo de las cosas que pasaban en esta tierra: aquí el reclutamien­to permanente y el encerrar mozos, hasta desva­lidísimos indios, en el cuartel para luego vender­les la libertad por sumas de dinero; aquí los trabajos forzados en obras de provecho para el gobernador: los soldados de la guarnición de Ambato trabajaban en la construcción de la casa de la manceba de éste; aquí el oir los alaridos del recluta a quien se despedazaba a varazos; aquí el ver morir al soldado asesinado por su propio ofi­cial que no recibía ni la más leve reprensión por su crimen; aquí la embriaguez autorizada por el

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ejemplo de las principales autoridades; aquí la escandalosa relajación del poder judicial, ante el cual se empleaba el soborno y el perjurio como armas de buena ley; aquí en fin una multi tud de abusos que estaban en armonía con la criminal y vergonzosa política dominante en la República, y cuyo dechado encerraba el gabinete de Quito.

Después del famoso golpe de estado, el mal se recrudeció naturalmente en todas partes, y en la provincia Tungurahua llegó a ser insoportable; y muchos oficialillos aprovecharon de él para ha­cer su infame agosto: aquí caía en sus manos un hombre y se rescataba por unos cuantos pesos; más allá otra víctima, y otras, otras. . . .centena-res! Acontecía que un mismo individuo era to­mado dos y tres veces, y su esposa o su madre o su hija vendían sus trastéenlos o sus animales caseros para pagar el rescate. Hasta los soldados razos andaban por los pueblos y campos, en son de reclutar, robando de esta m ? riera. Las bestias de silla o de carga pertenecían al primer soldado que quería llevárselas para servicio del Estado, No había respeto ninguno al hogar doméstico: los encargados de la leva forzada tenían facultad para registrar los más secretos rincones, y no era raro que hiriesen hasta a las ancianas a quienes suponían sabedoras del escondite de sus hijos. A las veces hacían fuego a los que se fugaban, }r

hasta por el simple antojo de hacer tiros, ( i ) La persecución contra los que se negaban a prestar sus hombros para el sostén de la silla dictatorial,

( l ) Algunos de estos hechos constan al autor, por haber tenido efecto en la aldea donde reside com.ii.nmen-te.

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o que eran sospechosos de querer derribarla, era tenaz, especialmente cuando el gobernador estaba en el lugar (muy rara vez faltaba de él) , y per­sonas respetables se ocultaban o buscaban seguri­dad abandonando voluntariamente su domicilio. Ambato, cuya población no es numerosa, pues monta apenas a unas diez mil almas, dio al des­tierro, relativamente, más víctimas que otras ciudades del Bcuador.

Por el cuadro que dejamos a la ligera bos­quejado puede juzgarse si no serían aborrecidos de muerte por la mayoría del pueblo los emplea­dos dictatoriales, y si no habría sobrada disposi­ción para una revuelta que echara a rodar un orden de cosas tan anómalo, junto con quienes lo habían creado y lo mantenían. Kn especial los jóvenes, en quienes el ánimo es de suyo ardoroso y vehemente, y para quienes la libertad es siem­pre un ídolo, buscaban ocasión de levantarse en armas, y en sus tertulias privadas y juntas sigi­losas urdían planes ora quiméricos, ora impru­dentes, ora sobrado arrogantes, pero siempre ge­nerosos y patriotas.

Bra el gobernador d e T u n g u r a h u a el coronel Buis Fernando Ortega, desempeñaba la coman­dancia de armas el coronel Ignacio Paredes, y el mando de la guarnición de Ambato había sido confiado al comandante Manuel Salas Villacís. Este se había insinuado en el ánimo de varios jóvenes del lugar, llamábase su amigo, tratábalos con muestras de franca cordialidad, y muchas ve­ces soltó delante de ellos frases adversas a la po­lítica y tiranía de Veintemilla. Nuestros jóvenes las creyeron brotes de patriotismo, e imprudentes correspondieron a ellas con vehementes desaho­gos. Las conexiones del jefe con los nobles y

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ardientes mozos llegaron hasta el caso de que de común acuerdo concertaran una insurrección, que debía comenzar por la ocupación del cuartel; ocu­pación fácil, pues Salas Villacís., que se mostraba entusiasta, se lo entregaría, haciendo luego parte de la juventud alzada contra la Dictadura. For­jóse el plan, señalóse la noche y la hora de la revuelta: todo estaba listo. Pero llegó la noche, la hora sonó, y los jóvenes no concurrieron a la cita, A ninguno faltaba valor, ni menos habían escaseado al andar de tan pocos días su odio con­tra el tirano ni el deseo de librarse de él; pues ¿por qué no concurrieron a dar el primer paso de la anhelada reacción con apropiarse el cuartel? Ellos mismos no lo sabían. Para faltar a su compromiso ninguno se había puesto de acuerdo como para contraerle: no fueron a la cita, porque a última hora no quisieron ir: cierta voz secreta, cierto providencial presentimiento dijo al corazón de cada uno: ¡no vayas! H e ahí toda la explica­ción posible. ¡Admirable favor del Cielo para con esos jóvenes patriotas! Toda la guarnición estaba sobre las armas, y en las puertas, las ven­tanas y los corredores del cuartel les aguardaba una muerte segura. Orcega, Paredes y Salas Villacís, autores de tan infame celada, habían preparado una horrible carnicería a imitación de la del 19 de octubre de 1833, y ciwas consecuen­cias habrían sido quizá más funestas.

Bl haberse frustrado tan bárbaro crimen enojó sobremanera al gobernador Ortega, que or­denó inmediatamente la prisión de los conspira­dores; pero éstos, que al fin habían descubierto la traición y calaron el peligro que corrían, toma­ron presto recado con ocultarse, y sólo fueron aprehendidas algunas personas que, si por ventu-

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ra eran sabedoras del proyecto de los jóvenes, no habían querido tomar parte en él. ( i ) Tres días despnés, partían bien escoltadas, camino del des­tierro. Debían ser echadas allende el Macará; pe­ro al pasar por Cuenca, en cuya verdaderamente cristiana y culta sociedad hallaron simpatías y ge­nerosa protección aun de parte de las autoridades, estas las encaminaron a Guayaquil. Llevaron cartas para Veintemilla destinadas a desarmarle el ánimo, cosa harto difícil. Después de las pe­nalidades del andar forzado en medio de escolta, todos los presos fueron deportados con dirección a Centro-América.

En t re tanto el Coronel Ortega, contra quien había crecido mucho la odiosidad de los ambate-ños, con escasas excepciones, había sido llamado para Quito, y los jóvenes que andaban a sombra de tejados se vieron en menor peligro. E l Dr. Juan Ruiz y el coronel Paredes, sumisos veinte-millistas, el uno gobernador accidental y el se­gundo con el cargo militar en que ya le hemos visto, no eran sin embargo muy temibles. Ha­bía jóvenes que, no constando sus nombres en la lista de los que iban a ser víctimas de la felonía que dejamos narrada, ni aun habían tenido por qué ocultarse. Todos ellos meditaban planes encaminados a hacer algo contra la Dictadura y a desquitarse de la primera intentona. Parece que quien tuvo primeramente la idea de tomarse el cuartel, fué don Antonio Arteaga, joven cuenca-

( l ) IyOS presos fueron los señores D. Francisco Hoscoso, D. Juan Terán, D. Abel Sánchez, Dr. D. Agustín Nieto, Dr. D. J. Benigno Vela, Dr. D. Adrián Cobo.

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no avecindado en Ambato, y, como amigo de Ortega, menos vigilado que los demás.

Había a la sazón veinticinco o treinta hom­bres acuartelados, de las milicias del cantón de Píllaro, gente adicta a Ortega, uniformada y algo diestra en el manejo del fusil, mas no veterana. Por disposición del gobierno, sobre esta base de­bía levantarse un batallón, y al efecto se recluta-ba activamente en toda la provincia. Cerca de doscientos aldeanos habían caído en la leva, y todos violentamente encerrados deseaban, como era natural , que se les presentase alguna coyun­tura para fugarse. Cualquier desorden o alarma en el cuartel ' podía favorecer tales vivos deseos, y puestos esos hombres en el arrebatado movi­miento de escaparse, era claro que habría gran confusión, imposible de ser dominada por la corta guarnición, que no sabría a qué atender de pre­ferencia, si al motivo del primer alarma o a contener a los reclutas.

Bien visto, la situación del cuartel era favo­rable para un asalto; pero se necesitaba no poco valor y gran resolución. Los jóvenes andaban entre si se empeñarían o no en la empresa, cuan­do el 13 de junio llegaron escoltados seis prisio­neros de la acción de Yúrac-Cruz, que eran los jóvenes Don Juan Orejuela y D. Adolfo Rojas y cuatro soldados. Algunos de los nuestros crecen en bríos v creen llegada la ocasión de asaltar el cuartel y libertar a los presos, cuya suerte en Guayaquil, a donde se les remitía, tenía que ser infaliblemente muy dura: iban a manos de Veintemilla. Los jóvenes Arteaga y José Augusto Naranjo pudieron, a título de amigos, visitar a los presos, y pudieron asimismo, pues

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no estaban estrictamente vigilados, indicarles el proyecto a cuya ejecución se hallaban resueltos.

Felizmente nadie lo penetró y los compro­metidos se juntaron en casa de Arteaga, en son de tomar unas copas festejando su natalicio. An­tonio se llamaba también el médico de la guarni­ción, y con él estaban el coronel Paredes y tres o cuatro amigos, dados a la alegría y a vaciar sen­das botellas.

Bran las siete de la noche. Siete jóvenes formaban el complot, (1) y el vino, tomado afor­tunadamente con moderación, había atizado su audacia. Venían de divertirse; nadie ve sus ar­mas cautelosamente traídas; nadie sospecha a qué se encaminan. Llegados frente al cuartel, los delanteros disparan repentinamente sus armas contra el centinela, que cae sin vida, y se lanzan adentro; sigílenlos sus compañeros con la pronti­tud que demandan las circunstancias. La sor­presa, los tiros, los gritos traen la confusión a la tropa; los reclutas huyen, muchos soldados se escapan con ellos, otros descargan sus armas aturdida y vanamente, y el capitán Jaramillo trata de poner las cosas en orden, sin conseguir­lo. En tanto una bala enemiga derríbale mortal-mente herido; ¡es un año cabal a que en este mis­mo cuartel su espada mató con la mayor injusti­cia a un infeliz soldado! Orejuela 3: sus compa­ñeros se habían apoderado de sendos remingtons y ayudaban a sus libertadores. El coronel Paredes, al oir los primeros tiros, había volado al cuartel; pero de luego a luego tiéndenle a culatazos, y

( l ) He aquí los nombres: Antonio Arteaga, Ricar­do Darquea, I. Augusto Naranjo, Carlos Fernández, Juan Villacrés, Juan José Carrillo y Santiago González.

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habrían acabado cou él a no intervenir en su de­fensa uno de sus propios enemigos. Al fin, pasa­da media hora escasa, el cuartel con unos dos­cientos remingtons y algunos millares de cápsulas pertenecían a los valerosísimos asaltadores, y los prisioneros no sólo estaban libres, sino que se contaban en el número de los vencedores. Bn seguida se agolpó al cuartel mayor número ele jóvenes y tras ellos o con ellos muchedumbre de gente del pueblo. Las armas no alcanzaron para tantas manos, fatigábanse los pulmones con las exclamaciones de alegría, y los más celebraban el suceso cual si fuese el triunfo definitivo sobre la Dictadura. [Ceguera de los momentos de un excesivo entusiasmo! Bsto hacía que no se acor­dasen que las armas restauradoras acababan de ser despedazadas en el Norte, y que ellos, pocos y desarmados, tenían miles de enemigos delante y a las espaldas. Bsto no lo decimos por vitupe­rar tan heroica acción, sino el regocijo intempes­tivo y el daño que trajo la falta de cordura con que le acompañaron.

Al parecer, todos los conspiradores habían pensado en la manera de dar el golpe, no en la de aprovechar sus buenos resultados; y juzgamos que no ha\~ bastante buen juicio, cuando se trata de una revolución, en asegurar lo presente y ol­vidar lo porvenir. Bn los conspiradores arríbate­nos hubo muchos corazones decididos y muchos brazos que obraron como uno solo; pero no hubo una sola cabeza apta para organizar la campaña que debía seguir al golpe maestro de sojuzgar el cuartel. De esta falta de una norma de acción preconcebida y bien madurada provino el que desapareciese gran parte del armamento conse­guido, pues muchos tomaban los fusiles y salían

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del cuartel con ellos para no volverse a presentar, y provino asimismo que al día siguiente nadie supiese lo que convenía hacer. Llovían los pare­ceres y se cruzaban los proyectos, sin que se adoptase ninguno; y entre tanto comenzó a circu­lar la noticiaj inverosímil por el momento, de que iban a caer en Ambato los cien hombres de la guarnición de Riobamba. E n el estado de anarquía en que estaban los revolucionarios, veinte veteranos habrían bastado para desbandar­los por completo. Amortiguábase el ánimo de algunos que por la noche y la mañana alardeaban denuedo y vendían contento, y poco a poco bus­caban la sombra que había de protegerles contra la próxima segura persecución; sólo iban quedan­do los pocos verdaderamente denodados, que se resolvían a no inclinar la cerviz a las contrarie­dades de la suerte.

E l 14, avanzado ya el día, se presentó en Ambato el general don Víctor Proaño, que desde los sucesos de Salas Yillacís y el destierro de Nieto, Moscoso y más compañeros, se hallaba confinado en una quinta, orillas del Ambato. Al­gunos de los revolucionarios se convinieron en tomarle por jefe principal, relegando al segundo lugar al Mayor don Ricardo Barquea, que, aun­que sólo en el nombre, ocupaba aquel puesto. Proaño quiso elevarse algo más, y se hizo nom­brar Jefe civil y militar de la provincia; pero, for­zoso es decirlo, la mayor parte de los jóvenes vio con repugnancia esos nombramientos y autoridad. Nada se adelantó, pues; el general Proaño no hi­zo sino acrecer el número de los que no podían concertar cosa de provecho. Quizás vino a au­mentar los embarazos, pues la falta completa de una pierna le constituía físicamente una carga

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que necesitaba ajeno esfuerzo para ser puesta y quitada de la cabalgadura.

Sin embargo, el nuevo jefe ordenó prudente la evacuación de la plaza, y al día siguiente muy de madrugada partió con poco más de cien hombres con dirección a Patate. Hora tras ho­ra el corto batallón se reducía a mucho menos, pues en cada recodo del camino, en cada breve alto, desertaban sus plazas llevándose los fu­siles. Cuando llegaron a Patate, no eran cin­cuenta.

Hn este pueblo se detuvieron unos pocos días. E n uno de ellos se les dio la noticia de que un corto .destacamento de la guarnición de Rio-bamba había ocupado nuevamente el cuartel de Ambato, y unos dcce jóvenes forman el arrojado propósito de caer de sobresalto en él, batir esa gente y llevarse sus armas. Pónense a caballo, caminan parte de la noche, y cerca ya de la ciu­dad, a la hora del alba, una mujer les dice que no es un destacamento, sino un batallón de 300 hombres el que ocupa la ciudad. ¿Qué hacer? Es preciso no retirarse sin asustar siquiera al enemigo con algunas descargas. Avanzan; des­molí tanse tras unos matorrales en la cima del re­pecho oriental de la ciudad, y en dirección del cuartel, y rompen sus fuegos sobre los pelotones que advierten dentro de él y en la calle inmedia­ta. Kl alarma del enemigo es indecible; todo el batallón se pone sobre las armas y sale en busca del repentino asaltador. Los jóvenes, hechas por cada uno seis u ocho descargas, tornan a sus ca­balgaduras y se retiran alegres y a paso corto. E n Pelileo, cabecera del cantón del mismo nom­bre, por donde tenían que pasar para restituirse

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a Patate, cometieron la imprudencia de dividirse, y un pelotón de gente del pueblo adversa a los restauradores, trata de desarmar a los que habían tomado la delantera; pero mientras luchan los dos jóvenes agredidos, acuden volando los otros, uno de ellos dispara su fusil y hiere al principal agresor; huyen los demás, y nuestros jóvenes, libres del breve peligro, se incorporan a los su}T)s en Patate.

Bste acto que podía calificarse de humorada juvenil, causó algún daño, pues los soldados dic­tatoriales que se desparramaron hasta por donde 110 podían hallar adversarios y haciendo tiros a diestra y siniestra, robaron algunos caballos, que inmediatamente los vendieron a ínfimo precio a sus propios oficiales, como objetos ganados en bl·iena guerra.

Al fin el general Proaño se dirigió al pueblo de Baños, situado entre las desigualdades de un terreno rocalloso, en la rotura profunda de la ca­dena oriental de los Andes, y a la boca de las sel­vas. No atinamos con el motivo que dicho jefe tuvo para ir a encerrarse en lugar tan a propósito para que el enemigo le pusiese en graves aprie­tos. Perseguido allí, no Le habría quedado otro arbitrio que sostenerse sacrificando infaliblemen­te su escasísima fuerza, entregarse al enemigo, que pudo sitiarle y rendirle a la postre hasta por hambre, o internarse en las selvas orientales, lo cual, sin ir provisto de abundantes bastimen­tos, cosa muy difícil en la ocasión, habría traído también su propia ruina y la de sus compañe­ros.

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Felizmente, si tan poco experto anduvo el jefe de ese puñado de patriotas, los que manda­ban las fuerzas dictatoriales no se distinguían por la previsión, el arte de la guerra ni la presteza de los movimientos; cuando ellos pensaron en perse­guir a ProañOj éste pisaba el suelo de la provin­cia Chiraborazo, y ocupaba el importante pueblo de Chambo. Bste, sí, tiene condiciones estraté­gicas.

Aquí fué buscada nuestra gente por el gene­ral don Au to nio José Mata y el coronel Ortega, el 23 de junio; pero les restauradores habían des­baratado el puente de madera del río Chambo, y el enemigo hubo de contentarse con desplegar sus guerrillas a la orilla izquierda y hacer milla­res de inútiles tiros contra los cercos de la opues­ta, tras los cuales se resguardaban los soldados de Proaño. Bste jefe, sin embargo, no se puso tras parapeto ninguno, y mostró gran valor dan­do a caballo por el campo idas y venidas en me­dio de una granizada de balas. La escasez de munición obligaba a los nuestros a ser cautos en las descargas, y a cada diez del enemigo contesta­ban con una; pero ni unos ni otros daban en el blanco. La profusión de tiros de las fuerzas de Mata llegó a consumirlos en el largo tiroteo; pero en igual o peor circunstancia se vieron las de Proaño. Aquel se retiró a Riobamba; éste volvió a Baños y de aquí a Patate. Los más de los jó­venes arríbatenos, sin tocar en el primero de estos pueblos, se desparramaron por distintas partes para permanecer ocultos hasta que se presentase de nuevo la ocasión de combatir contra la Dicta­dura.

Bn Patate se disolvió de suyo el resto de los voluntarios libertadores, y el infortunado jefe,

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que no había atinado a dirigirlos, se quedó solo y en apuradísima situación.

Pocos días después Ortega hacía alarde de triunfo recorriendo los rincones del pueblo y apo­derándose de tal cual fusil que en él había deja­do el enemigo.

CAPITULO VUS

SEGUNDA CAMPANA DEL NORTE

E n uno de los capítulos anteriores hemos dicho que pronto veríamos al Sr. Alfaro en el Norte; en efecto, a mediados de setiembre le tenemos en Ipiales. E l jefe de la reacción malo­grada en Esmeraldas ha narrado por menudo su viaje de la costa a las serranías; pero esos porme­nores de carácter personal no tienen n ingún inte­rés en la historia y los omitimos. «En Ipiales, dice, los colosos en intrigas políticas hicieron im­posible mi cooperación personal: el movimiento revolucionario que a la sazón se levantaba en Imbabura, tenía color de rosa y consideraron innecesario el contingente del patriotismo. E n obsequio de la verdad agregaré que no dejaron de invitarme repetidas veces para que los acompaña­ra, pero sin programa, sin organización y de tal modo que implicaba renegación anticipada de mis convicciones políticas; proposición inacepta­ble para mí, que tengo por norma respetar las opiniones ajenas, y que aspiro a un movimiento verdaderamente nacional».

E n las circunstancias de entonces ¿qué otro programa podía haber que la unión de todos los

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patriotas para derrocar la Dictadura? ¿qué otra organización que la militar? ¿pedía pensarse en programas de partidos y en organizados para un movimiento verdaderamente nacional, en el senti­do en que parece tomó esta frase el Sr. Alfaro? Quéjase éste de que los colosos en intrigas políti­cas hicieron imposible su cooperación personal; pero en seguida añade que fué repetidas veces invitado para que los acompañara; es decir, que en vez de hacer imposible su cooperación personal, le instaron para que la prestase; en vez de consi­derar innecesario el contingente del patriotismo, lo buscaron con empeño. Lo que parece cierto es, que Alfaro fué a Ipiales con la pretensión de colocarse a la cabeza de la reacción del Norte. Si tal pensó, es inconcebible su falta de penetración. La mayoría, quizás las cuatro quintas partes de los que formaban aquella reacción eran conserva­doras; ¿cómo quería que se sujetasen a las órde­nes de un radical? Y éste radical que no quería renegar anticipadamente de sus convicciones, ¿quería que los conservadores renegasen de las suyas? Si tal era su idea, ¿cómo se compadece con la norma de respetar las opiniones ajenas? La conducta del Sr. Alfaro, no obstante los servicios prestados a la causa de la Restauración, que la historia consigna con el merecido aprecio en el punto que les corresponde, da motivos a que la misma historia la censure con severidad. Ella, que en su sed de verdad y justicia, no se deja alucinar por partidos ni personas, va con paso fir­me por los campos de lo pasado, levantando todo cuanto indebidamente ha sido abatido, y abatien­do cuanto se ha encumbrado sólo a fuero de pro­pia voluntad. jAy del hombre que lleva al tri-

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bunal de la historia hechos que no sou dignos de ella!

El. Sr. Alfaro tenía en Ipiales su plan forja­do años atrás: el plan de hacer triunfar el parti­do radical por cualesquiera medios: ¿no se le vio coadyuvar entusiasta a la revolución del 8 de se­tiembre, revolución execrada por todas las con­ciencias, excepto la radical que todavía trata de justificarla? ¿no se le vio, a par de otros radica­les, prestar sus brazos para levantar el pavés en que habían colocado al traidor? ¿no se le ha visto después dar muestras de hostilidad contra los conservadores, no obstante haberse unido estos con los liberales para trabajar de consuno contra el enemigo común? Hay hechos apoyados en documentos, por los cuales podemos juzgar que el sentimiento patriótico ha sido secundario en el Sr. Alfaro, en cuyo corazón predomina desgra­ciadamente el afecto de partido. Uno de esos documentos es la carta dirigida por el general Alfaro al general Payan.

Ent re tanto, el verdadero patriotismo, que no pensaba si no en el objeto que se había pro­puesto, aumentaba el fuego en el pecho de los que poco antes fueran derrotados, mas no abati­dos, y les ponía de nuevo las armas en la mano. Eandázuri busca, pues, los medios de renovar la campaña; tiene algunos fusiles, cuenta con algu­nos hombres, pero no tiene dinero. ¿Cómo hacer nada sin él? ¿de dónde sacarlo? Hal la un arbi­trio: su esposa tiene algunos bienes; toma el con­sentimiento de ella y les hipoteca. Gracias a esa mujer desprendida, ya no falta dinero. Ochenta hombres resueltos rodean al heroico jefe. E n Tulcán tiene el enemigo un batallón de 500 vete­ranos; no importa: Eandázuri se lanza al territo-

rio patrio, y sus movimientos son tan rápidos, que cuando el jefe de Tulcán tiene conocimiento de ellos, el jefe restaurador ha verificado una marcha oblicua y le ha dejado a retaguardia. Su. objeto es precipitarse sobre Ibarra. Muchos emi­grados calificaron de necedad y de locura el arro­jo de Landázuri; pero cuando le vieron burlar al enemigo en Tulcán y aproximarse con increíble celeridad a la capital de Imbabura, comprendie­ron la necesidad de distraer la atención de aquel batallón para que. no fuese a herirle por las espal­das, y el general Guerrero, el Dr. Lizarzaburn, el comandante Orejuela y otros, levantaron algu­na gente y la pusieron en son d? campaña. El general Yépez ocupaba Ibarra con 300 hombres, y el 27 de setiembre se ve sorprendido por la cor­ta fuerza de Landázuri. Dos combates no muy reñidos y nada honrosos para el primero de esos jefes, le obligan a capitular. Pero en este acto comenzado con pólvora intervino por desgracia el dinero. No habríamos querido ver al denodado Landázuri tentando con la bolsa abierta al gene­ral enemigo, si no diciéndole como el gran Cami­lo: la patria ha de salvarse con hierro y no con oro. Yépez se detuvo en el más o menos del con­tado que debía recibir, y Landázuri , sin acabar con él como debía y podía, levantó su campamen­to y se dirigió a Cayambe, en donde tenía moti­vos de creer que se aumentaría su fuerza, que ya había crecido bastante. Aquí se detuvo, engaña­do por falsas ofertas de algunos fingidos amigos, que aprovecharon de su credulidad e inconcebible confianza para dar avisos al enemigo acerca de lo que ocurría con el jefe restaurador.

Don Leopoldo Fernández Salvador, Encar­gado del Poder Ejecutivo, acudió personalmente

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con tropas a debelar a Landázuri , que ya contaba las suyas en más de 300 plazas. Las empresas audaces no se coronan sino con la misma audacia llevada hasta el último grado; el más insignifi­cante descuido, la más leve flojedad, el más corto error de cálculo, las hacen fracasar. A Landá-zuri no le quedaban, a nuestro ver, sino dos ca­minos: o lanzarse rápidamente sobre Quito, cuya guarnición se había debilitado con haber sacado Salvador la mayor parte de ella, y en cuyo pue­blo habría encontrado decidido apoyo; o bien re­troceder al Norte para incorporarse con el gene­ral Guerrero y demás compañeros de armas, que habían reunido alguna gente, y todos juntos ba­tir al batallón Catorce que había dejado a reta­guardia cuando invadió Ibarra. Pero si el acto mismo de ocupar Cay am be no fué prudente, en este pueblo, además, perdió horas preciosas, las que fueron aprovechadas por Salvador, que logró incorporar a las tropas que llevó de Quito el ba­tallón Catorce y los Tiradores del Norte, y por los dictatoriales, que le hacían postas tras postas, comunicándole la situación de Landázuri, el nú­mero de sus soldados, &, y llamándole con ins­tancia. Salvador no fué sordo a estas voces ni anduvo remiso: el 19 de octubre amaneció con sus soldados en las vecindades de Cayambe, y Landázuri , que parece no estaba la barba sobre el hombro, se vio obligado a aceptar un combate desigual y en lugar nada favorable. La lid fué harto cruda y terrible, aunque de pocas horas; el campo quedó teñido con la sangre ele más de dos­cientas víctimas, • y la fortuna de las armas se puso de nuevo del lado de los matadores de las libertades y honra de la patria. Landázuri escapó con vida a duras penas y la dispersión de su gen-

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te fué completa. E l general Guerrero y sus com­pañeros que, a causa de la distancia, no pudieron prestar auxilio ninguno a las armas de los suyos, se volvieron a Colombia. A poco Landázuri es­tuvo con ellos.

E l Sr. Salvador, dicha sea la verdad, pudo con cierta justicia haberse ufanado de su triunfo, aunque le haya obtenido en defensa de tan indig­na causa; pero las escenas que se siguieron a la victoria vinieron a cubrirle de baldón y a poner su nombre a nivel del nombre del jefe que el 15 de noviembre de 1877, dejó que la desenfrenada soldadesca cubriese de sangre, lágrimas y luto al pueblo quiteño. ¡Qué atrocidades las que la ven­cedora tropa cometió en el desventurado Cayam-be! Aquí, allá, en muchas partes se levantan medrosas las llamas y el humo del incendio; el robo tiende sus garras por todos los rincones de las casas, y no deja ni estera en pavimento ni es­taca en pared; el templo mismo, siempre tan res­petado por nuestro pueblo, es entrado a saco, las imágenes son despojadas y los vasos sagrados de­saparecen; al recinto sagrado se había acogido parte del pueblo, especialmente mujeres aterrori­zadas, y allí las atropellan y hieren los que furio­sos penetran en él a caballo. Por todas partes se cruzan balazos que atraviesan el pecho del an­ciano y el niño, y en medio de tan infernal con­fusión, la iniquidad cubre de cieno la honra de la casada y el pudor de la virgen. ¿Qué hacen en tanto el jefe principal y sus compañeros? No sale de sus labios una sola palabra que refrene a su gente, ebria de alcohol, y de ira, y de latroci­nio y de lubricidad; sentados en la plaza del pue­blo, ebrios ellos también por los vapores del triunfo, contemplan impávidos el incendio, ven

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ir y venir los soldados manchados de sangre y cargados de botín, escuchan los tiros que rompen puertas o derriban víctimas inocentes, y junta­mente escuchan asimismo las. blasfemias de los verdugos del pueblo mezcladas a los alaridos de mil infelices que no tienen en la tierra, en esos momentos, a quien volverse en demanda de favor. Para colmo de horror, los cadáveres de los restau­radores se dejaron insepultos por tres días, a fin de aleccionar al pueblo con el terror! ( i )

Bstas escenas bárbaras y salvajes, a cuyo recuerdo sentimos cubrirse de rubor nuestra fren­te, pues somos ecuatorianos, y al hacer cuya descripción tiembla nuestra pluma, fueron cele­bradas por el Gobierno y los partidarios de la Dictadura con extraordinarias muestras de rego­cijo. Pocos días después, el vencedor y sus tro­pas entraban en triunfo en la capital, entre músi­ca y vítores y sobre las flores y coronas que se les echaban al paso. Salvador fué coronado de laurel por manos de doña Marieta Veintemilla, la sobrina del Dictador, v llevando en las sienes ese premio del vencimiento a par de injuria a la sangre, las lágrimas y la miseria de un pueblo cruelmente sacrificado, dio vueltas por las princi­pales calles, acompañado de un tropel de amigos v aduladores.

( l ) El curioso pudiera ver el proceso que para ave­riguar los sucesos de Cayambe se instruyó cuando, des­pués de la caída de la dictadura en Quito, se facilitó el curso del Poder Judicial.

CAPITULO IX

SEGUNDA CAMPANA DEL CENTRO

En el mes de setiembre, mientras lyandázuri hacía en el Norte los supremos esfuerzos que hemos visto mal coronados por la suerte, se pre­senta en el centro uno de los caudillos más cons­picuos de la Restauración, el Dr. don José María Sarasti, a quien hallaremos en lo sucesivo, junto con otros ilustres jefes, en el torbellino de los va­riadísimos sucesos de la guerra hasta su termina-* ción.

El Dr. Sarasti, nativo de Colombia, criado, educado y establecido en el Ecuador como uno de sus ciudadanos, no quiso ejercer su profesión de abogado y se consagró a especulaciones agrícolas. Vivía, con tal motivo, casi de firme, en una ha­cienda, a orillas del Patate, en la provincia Tun-gurahua. En los últimos días del gobierno del Dr. Borrero, días de terrible agitación a causa de la guerra civil nacida de la traición de Veintemi-11a, le vemos desempeñando con tino y laboriosi­dad la gobernación de esta provincia, Cambiado el orden político de resultas de la pérdida de la batalla de Gal te, volvió a su retiro, y cuando los partidarios del nuevo orden de cosas quisieron

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atraerle a él, se excusó con energía y nobleza. Su honradez republicana se mantuvo, pues, a la altura que convenía en quien, andando los tiem­pos, había de venir a luchar hasta vencer al ene­migo de todas las libertades y derechos que cons­tituyen los cimientos del sistema democrático.

E l Dr. Sarasti es liberal, y como nosotros pertenecemos a la escuela opuesta, y en los com­bates de las ideas no ha estado ociosa nuestra plu­ma, ni hoy lo está, ni lo estará mañana, cumple, para que se comprenda rectamente nuestro juicio en esta historia respecto del personaje en quien venimos ocupándonos, que digamos en dos pala­bras lo que hallamos en él con relación a su par­tido. El Dr. Sarasti es liberal honrado, profesa los principios liberales de buena fe, y a diferencia de otros afiliados en el mismo bando, respeta las opiniones ajenas; la conciencia popular es para él cosa sagrada; quisiera sin duda que se modificase en el sentido de sus propias convicciones, mas no por la violencia, sino por la fuerza de la per-suación; sabe que en materia de principios polí­ticos y sociales, así como en los religiosos, la heroina de las conquistas debe ser la Razón y no la Espada. E l Dr. Sarasti, puesto en el camino liberal, se va buenamente por él; si hay quien siga su ejemplo, bien; si no, se va solo, y ni se enoja con los que no le imitan, ni insulta a quie­nes marchan por la vía contraria. Otros libera­les (¡y son tan numerosos!) agarran al pueblo soberano y se le llevan consigo de los cabezones; mas si no consiguen ni aun de este modo hacerle suyo, ahí es el rabiar y el gritar, sino contra el mismo pueblo, que a las veces suele merecer sus consideraciones, porque tarde o temprano le han menester, sí contra los que le aconsejan y tratan

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de guiarle: ¡estos oscurantistas! ¡estos terroris­tas! ¡estos hipócritas! ¡estos b r i b o n e s ! . . . .

Este proceder no sólo es injusto y desrazona­ble en el fondo, sino que tiene sus ribetes de ri­dículo, y el Dr. Sarasti nos parece muy juicioso para que pueda incurrir en él. Si el Dr. Sarasti hubiese vivido vida pública ahora medio siglo, habría pertenecido al círculo de Rocafuerte; si hoy viviese en Colombia, estaría junto al Dr. Núfíez. E l no se acoge a la sombra de la patria por servir al partido liberal, sino que en las filas de éste consagra todos sus esfuerzos al servicio de la patria. E n una palabra, el Dr. Sarasti es más patriota y republicano, que alumno de una escuela política; su credo, como hombre público, no tiene sino dos artículos: amar a la Patria, ser­vir a la Patria. Nosotros no nos hemos honrado con la amistad del Dr. Sarasti: lo común de la causa que los verdaderos republicanos hemos de­fendido en los últimos años, bien con la pluma, bien con la espada—cada uno en su puesto nos ha acercado a él muy pocas veces, y le hemos ajustado la mano con el aprecio a que se ha hecho acreedor, y esto es todo; pero desde setiembre de 82 le hemos dirigido el catalejo del pensamiento, y seguido por todas partes y observado todos sus movimientos. Bl resultado de nuestras observa­ciones es el brevísimo bosquejo que de su perso­nalidad política acabamos de hacer. ¿Es o no exacto? No podemos decirlo nosotros; díganlo quienes de más cerca le conocen, y dígalo la pro­pia conciencia del Dr. Sarasti.

Una conspiración en el centro de la Repú­blica, no era para pensada y emprendida sino por un hombre valiente, entendido en el sistema de guerril las, tenaz en su propósito, sagaz y genero-

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so para contar siempre con gente voluntaria, y fecundo en ardides para burlar al enemigo pode­roso, asestarle golpes certeros y quitarle las ar­mas. ¿Cómo introducir elementos bélicos a este corazón de los Andes, rodeado de dificultades de toda especie? Los caminos son pocos y malos, pésimos los más; en todos los pueblos hay autori­dades dictatoriales que velan sobre los enemigos de Veintemilla; más de 3.000 soldados veteranos, distribuidos en las ciudades principales están prontos a caer en cualquier punto donde levante cabeza la revolución; ésta ha sido sofocada en Esmeraldas y en los pueblos del Norte, y Vein­temilla, libre de atenciones en los extremos de la República, puede acudir a las provincias centra­les con mayor número de tropas y con un riquí­simo parque. Además, el Dictador cuenta con el erario, y la bolsa de la mayor parte de los pa­triotas no está muy provista. Añadamos la peor de las circunstancias, cual es el desaliento que ha penetrado en el pecho de los más de los partida­rios de la reacción, a causa de los reveses padeci­dos, y los bríos que han cobrado los veintemillis-tas. La situación de los restauradores es, pues, casi desesperada: la causa nacional apenas da señales de vida.

Pero en fin, la vida es vida, siquiera esté re­ducida a proporciones atomáticas; una chispa imperceptible puede convertirse en un incendio. E l adverbio con que hemos modificado lo deses­perado de la situación, consistía en la opinión general de los pueblos contra la Dictadura, en la taita de buenos jefes en el ejército de Veintemilla y en la situación de los lugares en que podían obrar los caudillos de la restauración: las quie­bras del terreno y los malos caminos, si eran por

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una parte inconvenientes para la consecución de armas, fácil comunicación y mutuo apoyo de los diversos grupos ele patriotas que tomaran parte en la guerra, por otra se prestaban admirable­mente a las operaciones estratégicas de un jefe hábil que quisiese aprovecharse de ellos.

E l pueblecito de Patate es uno de los puntos más adecuados para este objeto. Rodeado de ha­ciendas valiosas y bellas, con la cadena oriental de los Andes que le resguarda las espaldas, a los pies del caudaloso Patate que rueda atronador primero por un albeo profundo y después en par­tes algo explayado, pero siempre de ondas albo­rotadas, no es accesible sino por malos puentes y peores tarabitas colocados en el río, o por los des­filaderos peligrosos que limitan el territorio al Norte y al Sur. De este pueblo medio suizo pol­lo irregular de su suelo y lo pintoresco, había salido el Dr. Sarasti el 25 de mayo para, unido al Dr. don Pedro Lizarzaburu, irse al Norte a ayudar a los patriotas que habían comenzado por allí la lucha contra el Dictador; pero en el camino se encontraron con el joven Manuel Sarasti, hijo del primero, quien les contó el desastre de Yúrac-Cruz, y el estado nada lisonjero en que dejaba las cosas de parte de los derrotados. Conferencia­ron los dos amigos acerca ele lo que les cumplía hacer en aquellas circunstancias, y convinieron en que el Dr. Lizarzaburu siguiese hasta Ipiales para obrar de consuno con el general Guerrero, Eandázuri , Orejuela y demás patriotas, y el Dr. Sarasti se volviese al interior de la República a promover la reacción por cuantos medios estuvie­se en lo posible.

Sarasti tocó en Ambato después de la toma del cuartel por los jóvenes, y después también

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que el general Proaño se había hecho cargo de la dirección de la fuerza reunida a la sazón. No sabemos qué impresión le causó el suceso; fué sin duda favorable, pero sin duda asimismo se dolió de la anarquía que reinaba en las filas cons­piradoras y de la manera cómo se malograban las armas que se habían arrebatado al enemigo en media hora de heroicos esfuerzos y de peligros. El Dr. Sarasti se retiró a Patate. No había lle­gado aún su día.

A fines de junio, algunos de los que se ha­bían desbandado después del tiroteo de Chambo y abandonado a su primer jefe, se refugiaron en la hacienda del Dr. Sarasti. Este , aquellos y los Sres. Dr. don José Alvarez y sus hermanos An­tonio y Emilio, discutían frecuentemente sobre los medios de volver a la guerra. A ninguno desalentaban las dificultades y peligros ni los re­veses padecidos.

Lo primero era colectar armas, y en ello po­nían vivo empeño, si bien muchas veces sus dili­gencias eran inútiles, y el número de fusiles que colectaron fué muy corto. Desde entonces entra­ba también en el plan de Sarasti el contar con la cooperación de los colombianos y los hijos de Tulcán y otros pueblos del Norte que se ocupa­ban en las selvas vecinas en la extracción de cas­carillas. La excelencia de tal pensamiento la demostraron los sucesos posteriores. Bra también preciso ponerse en activa comunicación con los copartidarios ele Quito, que debían auxiliar las operaciones de Sarasti, especialmente con dinero. E l que poseían el expresado jefe y sus cuñados los Sres. Alvarez, no cuantioso por cierto, había sido generosamente agotado en la consecución de armamento, algunas raciones dadas a los engan-

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diados, prontos a acudir a la llamada del jefe, y otros gastos.

E n la capital se había establecido una Junta de unos cuantos patriotas para fomentar y dar auxilios a los revolucionarios del Norte, y una vez convenido en que se abriesen operaciones en el centro, para acá debía también extenderse su protección. Cuáles y cuántas eran las dificulta­des y aun peligros que había que vencer para mantener la comunicación entre los revoluciona­rios de Quito y los de Patate, y para que éstos recibiesen socorro de parte de aquéllos, fácil es adivinar.

E l joven don Carlos Pérez Quiñones era quien desempeñaba esta ardua comisión; el Dr. don Nicolás Martínez era el intermedio que en­tendía en cambio de letras y otras diligencias; su quinta era el punto de refugio del Sr. Pérez 3-aun el escondite de algunas armas; a ella venían y de ella partían postas con cartas resguardadas de las necesarias precauciones. Pérez Quiñones, uno de los jóvenes que protestaron contra el gol­pe asestado por Veintemilla a la Universidad, perseguido y escondido repetidas veces, mas nun­ca desalentado, prestó a la causa de la Restaura­ción importantes servicios, muchos de los cuales constan al autor de estas páginas.

Como no era probable la pronta reacción en el Norte, y las grandes dificultades para la comu­nicación no permitían que se supiese con frecuen­cia lo que allá pasaba, el Dr. Sarasti, casi finali­zada la segunda quincena de setiembre, no había redondeado aun sus preparativos para abrir ope­raciones por su parte. Tenía escasas armas y la gente enganchada estaba dispersa. E n tan des­favorables circunstancias le sorprende una noticia

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de bulto: L,andázuri había hecho su atrevida in­cursión por Imbabura y puesto en aprietos a los dictatoriales. Había llegado el momento de obrar en el centro. Sarasti no vacila en comenzar la ejecución de su plan, cual era asaltar el cuartel de Riobamba y tomarlo; tornar al norte y, junto con la gente que debía esperarle cautelosamente en los suburbios de Ambato, caer sobre el cuartel de esta plaza y sojuzgarlo también. Bstos dos golpes, para los cuales se necesitaba mucho arro­jo y gran actividad, le darían armas, para éstas ya no faltarían brazos, tendría pronto un batallón, y éste podía muy bien hacer frente al enemigo y ciarle otros y otros golpes.

Sarasti partió a Riobamba al siguiente día de la noticia de los movimientos de Landázuri. Felizmente no encontró obstáculos en su marcha, y una vez en la capital de la provincia Chimbo-razo, le rodearon unos pocos amigos, entre los cuales se contaban el Mayor Capelo y el Sr. Fe­lix Orejuela. Acordaron todos el plan de ataque al cuartel; juntaron algunos individuos de ante­mano comprometidos o que se prestaron en esos momentos, entre ellos el Comandante Concha, colombiano, y seis u ocho compatriotas suyos; arman se de la manera que les es posible, y corren al combate. ¡Pero todos no eran sino diez y sie­te! jy la guarnición acuartelada se componía de cerca de cien hombres bien armados! Hay que añadir que éstos tuvieron tiempo de evitar una sorpresa. Nada de esto importaba un ardite para los temerarios agresores: toda la guerra de la restauración se hizo a fuerza de valor v audacia. Primero se pensó en forzar las puertas del cuar­tel; pero aquí era el enemigo más fuerte que en otros puntos, Tiéntanse muchos medios; el fue-

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go menudea de una y otra parte. Cae sin vida el valiente Orejuela; cae mentalmente herido un oficial de los contrarios; aquí sucumbe un solda­do de los nuestros; allá muere otro de los enemi­gos. Las horas trascurren, el combate se prolon­ga demasiado con perjuicio de los nuestros; es preciso un supremo acto de arrojo: manda Sarasti horadar uno de los muros del cuartel, y acompa­ñado de un valiente colombiano, métese en él. Penetran en pos dos más; otros y otros los siguen, 3r la guarnición que no sabía que eran tan pocos los enemigos cuya tenacidad, además, los había acobardado a la larga, se deja dominar del páni­co, se desconcierta y se rinde. Allí cayeron pre­sos algunos militares empleados, entre ellos los Sres. Antonio . Baquero y Nicolás Dillon. Bas­tantes fusiles y cápsulas se tomaron, y parte de la tropa prisionera pasó a formar en las filas del Dr. Sarasti .

Bsto acontecía en Riobamba el 26 de setiem­bre; ¿qué pasaba en Ambato? Arteaga, los Al­varez y unos pocos jóvenes ambateños, que se habían quedado en Patate con el fin de allegar gente y aguardar el momento oportuno de atacar y rendir el cuartel de Ambato, reciben el denun­cio de que en Quillán, hermosa quinta del coro­nel Ortega, al norte de Patate y sur de Píllaro, había un depósito de armas. Resuelven tomar­las, caen, en efecto, de sobresalto en la casa de aquel predio, donde felizmente no había gente armada, y se apoderan de 25 remingtons. Bse mismo día les había llegado la alegre nueva del suceso de Riobamba, y cargados de la útil presa, cuanto animados de contento y entusiasmo, se volvían a Patate; mas en medio camino dieron con el Dr. Alvarez, que, con veinte hombres, ve-

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nía buscándoles, por si les fuese necesario su auxilio. Todos juntos y bien armados, no tenían qué hacer, sino acercarse a Ambato para aguar­dar la llegada de Sarasti y lanzarse ele consuno a la toma del cuartel. Bntrada la noche del 29, en que una espléndida luna podía favorecer la ejecución del proyecto, o vice versa, puesto que también podía favorecer al enemigo, nuestra corta columna acampaba junto al puente de la Siria, a la margen occidental del Ambato. Se habían tomado precauciones para que en la ciudad no se supiese que tenían tan cerca gente que de un ins­tante a otro debía asordar al vecindario con sus descargas. Toda la noche se esperó al Dr. Saras­ti, y se le esperó en vano. Amaneció el 30, y los compañeros no asomaban. La situación era delicada: ya no había como ocultarse del enemi­go, que pedía muy bien caer sobre los 30 nues­tros y obligarlos quizás a un combate desigual y probablemente funesto. Tomaron un cajoncito de cápsulas que había escondido en la quinta in­mediata (la Siria) y se retiraron, descendiendo por la misma orilla occidental del río.

E n efecto, el enemigo supo por la mañana cuan cerca de sí habían pernoctado los restaura­dores, y ordenó quedos compañías saliesen en su persecución. Kilos, que tuvieron oportuno aviso de que se los buscaba, pusiéronse en lugar desde donde, sin temor de ser ofendidos, pudieran ofen­der. Los dictatoriales entraron en miedo y toma­ron la vuelta de la ciudad. Obraron cuerda­mente.

Kntre tanto, el Sr. Pérez Quiñones, uno de los diez y siete del asalto al cuartel de Riobamba, había venido a la Siria; aquí se le instruyó de lo que pasaba, y, cuando el enemigo se volvía de su

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infructuosa expedición, tomando ocultas veredas por las cuales éste no podía dirigirse a Ambato, fué a dar con el grupo de restauradores. Instru­yóles menudamente de todo lo acaecido en Rio-bamba, 5̂ les dijo por qué el Dr. Sarasti había faltado a la cita: se había visto en la necesidad de atender con prefe rencia a ia inmediata organi­zación de un cuerpo algo numeroso, pues las ar­mas tomadas en el cuartel ganado y la gente que se le prestaba le ponían en condiciones de poder hacerlo. Efectivamente, logró formar un bata­llón de cosa de 200 plazas.

E l coronel Ortega había sido llamado a Gua­yaquil por el Dictador para que se hiciese cargo de un importante cometido en el ejército de la costa, donde se decía que Alfaro iba a comenzar de nuevo las hostilidades; pero sea que por enton­ces estos temores resultasen infundados, sea que juzgase que las cosas del interior pedían mayor atención, Veintemilla ordenó a su jefe que vol­viese a su antiguo teatro a la cabeza de un cuer­po de 200 hombres. Veníase, pues, a marchas forzadas; y como el jefe no era temible por su pericia ni por su valor, y su gente traía en contra la fatiga y el rendimiento del largo y acelerado caminar, no atinamos por qué el Dr. Sarasti no le salió al encuentro, buscó algún sitio favorable y acabó con ella. Pudo también, a juicio nues­tro, haber caído en Ambato y atacado su guarni­ción, que no era invencible a la sazón, si bien ofrecía mayores dificultades que un combate con la gente de Ortega. Pero en fin, más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena; en la suya obraba Sarasti, y, además, no estaba loco.

Ortega se incorporó fácilmente con la guar­nición de Ambato, la cual se robusteció también

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en seguida con un batallón que el coronel don Juan N. Navarro trajo de Quito. El Dr. Sarasli, a la aproximación" del primero, se había replega­do al pueblo de Quero, y aquí se le juntaron los principales del corto destacamento que le había esperado en vano en las márgenes del Ambato. El batallón acampado en Quero puede decirse que era ya respetable: constaba de más de dos­cientas plazas, no mal armadas y con jefes de crédito, pues además del mismo Sarasti, allí esta­ban el general González, colombiano, los coman­dantes Rivera y Concha y otros. Pero el enemi­go tenía ya más de 700 hombres, y veteranos; no había, pues, como buscarle, ni como aceptarle combate, sino en sitio donde la naturaleza pudie­se ser favorable al menor número.

Este sitio era Patate y allá se encaminó el Dr. Sarasti. Cortados los puentes, y asegurado el paso de Píllaro a Patate con mayor número de tropa que el destinado a defender otros puntos, pues se aseguraba que por allí intentaba invadir el enemigo, podía el Dr. Sarasti combinar tran­quilamente el plan de futuras operaciones. Así lo hacía; mas para que éstas fuesen mejor dirigi­das, era necesario tener noticias del resultado de la campaña de Landázuri. Las cosas que se de­cían acerca de ellas eran tan halagüeñas, que se esperaba, si no un triunfo pronto y completo, sí a lo menos que los dictatoriales se viesen en la necesidad de concentrar en el Norte casi todas sus fuerzas, debilitándolas material y moralmente en el Centro.

Pasáronse los cuatro primeros días de octu­bre. Ea carencia de noticias iba tra5^endo ansie­dad al corazón de algunos. Sarasti, que penetra­ba lo pernicioso que sería este estado moral si se

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le dejaba tomar cuerpo, se resolvió a movilizar su batallón y obrar sobre el enemigo buscándole en Ambato o atrayéndole mañosamente a las orillas del río. Además de que, sean cuales fueren las noticias del Norte, no convenía paralizar la gue­rra en el Centro, con activarla se combatía aquel mal. La inacción en la campaña da la mitad de las ventajas al enemigo. Así las cosas, el 4, casi a boca de noche, el Dr. Alvarez recibió por un expreso una carta de Quito, la cual daba la funes­tísima noticia del desastre de Cayambe. Quien escribió esa carta, aunque dijo la verdad, lo hizo en términos imprudentes, capaces de añojar los ánimos no hechos a recibir de súbito noticias do-lorosas. No contento con descargar de esa ma­nera el golpe, añadía la circunstancia de lo difícil que veía una nueva reacción en Imbabura, lo cual significaba la imposibilidad de llevarla ade­lante en las provincias del sur, esto es, lo inútil de los esfuerzos de Sarasti y demás patriotas que se habían lanzado a la guerra. La carta pasó en el acto a manos del Dr. Sarasti, viéronla otros jefes y oficiales, leyéronla algunos jóvenes, supie­ron al fin su contenido los soldados. Estos, gente del pueblo irreflexiva, en quien las primeras im­presiones, buenas o malas, son violentas y el obrar corresponde a ellas en un todo, vieron en el espejo ele su imaginación reflejadas las calamida­des de Cayambe, creyeron escuchar las descargas de las tropas de Salvador por el Norte }• de las de Ortega por el Sur, y . . . . Al siguiente día el cam­pamento estaba desierto.

Sarasti, que apenado por la mala nueva no había, sin embargo, decaído de ánimo, procuró contener el desbordamiento y dispersión de su gente. No fué difícil persuadir a los jefes, excep-

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to el general González, Inclinado al pesimismo y dominado de ideas tétricas; los oficiales escucha­ron al jefe principal; del hermoso grupo de jóve­nes de Riobamba y Ambato, muy pocos fueron los que perdieron toda esperanza; pero ¿qué hacer sin soldados, con un enemigo poderoso por el número y las armas, y acampado a cuatro le­guas de distancia? ¿Cómo con tan pocos como quedaban defender los puestos más importantes de la fortaleza natural de Patate?

Kl general González, ciryo abatimiento causó grande daño, acompañado de la mayor parte de los colombianos, tomó las alturas de los Andes con dirección a su tierra; los jóvenes ambateños y riobambeños desaparecieron por diversos cami­nos; con los primeros y como ellos, el Sr. Pérez Quiñones se fué a buscar un escondite; el Dr. Sarasti con sus parientes políticos, 3' tal cual ex­traño se quedaron entre sus haciendas 3' el pue­blo. Los torrentes de la restauración habían quedado, pues, reducidos a un par de hilillos medio perdidos entre las breñas de Tulcán 3T de Patate; era preciso que ánimos fecundos y pode­rosos concitasen de nuevo la tempestad que vol­viese a darles ondas poderosas 37 vencedoras. Y esos ánimos existían sustentados v acariciados por la mano de la Providencia.

C A P I T U L O X

ANUDASE LA INTERRUMPIDA CAMPAÑA

DEL CENTRO

E l Dr. Sarasti, preocupado por la inesperada disolución de sus fuerzas y revolviendo mil pen­samientos, por ver de dar entre ellos con uno que le ayudase a dominar tan apurada situación, se ocupaba al día siguiente en recoger las pocas ar­mas que habían quedado en el teatro del desastre lastimoso aunque incruento, cuando recibió una segunda carta de Quito. E n ésta no sólo se mo­dificaban las negras noticias de la anterior, que hizo el efecto de un ejército poderoso sobre nues­tra poco numerosa columna, sino que se animaba al Dr. Sarasti a continuar en armas, a fin de que la división enemiga que obraba en Tungurahua no fuese a reforzar la de Imbabura y se aumenta­se la dificultad de una nueva reacción. Nuestro animoso caudillo enseña la carta a sus pocos com­pañeros, y todos a una, avivada la llama de su entusiasmo, comienzan a buscar y reunir gente, la misma gente desbandada la víspera; pero i cuan difícil empresa! Con todo, el Dr. Sarasti ha lo­grado quitar algunos de sus soldados prófugos al general González, quien, por su parte, no quiere

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volver a la campaña; eu Patate se l·iau allegado otros pocos; ya hay 35, inclusive el jefe y los ofi­ciales, si por ventura los hubo, cuando todos obraban como soldados. Bien, pues: esos 35 en las peñas del Patate son 3.000.

Ent re tanto, los coroneles Navarro y Ortega, instruidos por los prisioneros de Riobamba Dillon y Baquero, libres ya, de la disolución de las fuer­zas restauradoras, movieron toda su división con dirección a Patate, en donde esperaban penetrar sin n ingún obstáculo. ¡Heroicos jefes, que lle­vaban 900 soldados a un pueblecito donde no te­mían hallar ni un solo enemigo! No pusieron, ciertamente alas a sus pies, pues llegaron a Peli-leo, una legua distante de Patate y río de por medio, en más horas de las necesarias para una fácil jornada. Bn Pelileo tuvieron noticia de que el pueblo a donde se dirigían no estaba del todo desguarnecido, e hicieron alto. Sospecha­ron traidor engaño en Baquero y Dillon, y en las cavilaciones de su excesiva prudencia imaginaron centenares de contrarios donde no había sino es­casas decenas.

Los nuestros tomaban todas las precauciones posibles para impedir la invasión del enemigo, y ocuparon los lugares más a propósito para que seis u ocho pudiesen acabar con ciento o más que se atreviesen a intentar el paso del río. Los dic­tatoriales intentaron restablecer un puente sacri­ficando un gran número de indios; pero un solo tiro de remington ahuyentó a estos, y el mozo que los dirigía y corrió con ellos,, ponderó a Or­tega la multi tud de enemigos que había visto. Esta nueva fué confirmada por la tropa que el mismo Ortega alcanzó a descubrir con su catalejo en una altura a las inmediaciones del pueblo. La

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multitud eran ocho o diez jóvenes que guardaban el puesto que se les confiara, y la tropa vista por aquel jefe, muchachos y mujeres curiosas que se habían colocado en ringlera en dicha altura, no sabemos si casualmente o por travesura mali­ciosa.

No faltaron en Patate noticias alarmantes sobre movimientos ofensivos del contrario; pero Navarro no daba un paso fuera de Pelileo, 5r Or­tega, que quitándole su grado nada tenía de mili­tar, daba algunos paseos por la orilla haciendo alarde de algunas compañías, pero siempre a dis­tancia respetable de los puntos donde suponía al enemigo. Dos veces hizo descargas con el objeto de que fuesen contestadas y poder descubrir don­de se ocultaba; pero sólo le contestó el silencio. Al cabo se resolvió a descender v acercarse a un puente que conservaba tres o cuatro vigas que no pudieron remover los que le destruyeron; pero entonces sí debía conocer que el enemigo no estaba muy lejos ni dormido. De ello le ad­vierten unos pocos tiros que parten de los natura­les parapetos de la orilla opuesta; pocos tiros, pero sobrados para causar gran sorpresa y susto a Ortega y los oficiales que le acompañan. Se habían desmontado, y abandonan las caballerías se apresuraron a ocultarse tras las paredes de una casa contigua. No sabemos a qué atribuir el que Ortega, tan aficionado a quemar pólvora, no or­denase contestar esos tiros. Bstos continuaron, mas sólo alcanzaron a matar unos pocos caballos de los que corrían asustados por la playa. Trans­currieron algunas horas, 3T al fin a beneficio de la noche, Ortega y los suyos pudieron volverse sin peligro a sus cuarteles. No debemos omitir que el coronel Navarro había sacado su batallón en

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defensa o auxilio de su compañero de armas; pero no tuvo a bien aproximarse algún tanto al lugar del peligro, y de gran distancia hizo numerosas descargas contra los nuestros. .

Volvió el silencio del Norte, las fuerzas de Patate no se aumentaban, ni, en verdad, era posi­ble acrecerlas por la falta de medios para susten­tarlas. Bl Dr. Sarasti no sabía por el pronto qué partido tomar para dar aspecto menos desfavora­ble a su situación. Al fin, se resolvió a enviar a Quito una persona que averiguase con diligen­cia el estado de la guerra en Tulcán o Imbabura, y al mismo tiempo agenciase algunos recursos. El Dr. Alvarez fué encargado de esta comisión y partió al punto.

Mientras viniesen noticias y fondos, Sarasti se resolvió a retirarse a Baños, pero haciéndolo de manera que los jefes enemigos no lo sospecha­ran, sino que le tuvieran por encerrado en su for­taleza de Patate. Siguió, pues, las huellas del general Proaño, y aunque no acertamos a descu­brir las ventajas de este cambio de campamento; a lo menos en esta ocasión pudo nuestra corta fuerza ir al encuentro de los colombianos que se esperaba saliesen de las selvas para engrosarla; y en efecto, algunos hombres comprometidos por el Dr. Alvarez, se le aumentaron entre ellos el ca­pitán Folleco.

Patate quedó sin más guarnición que tres o cuatro mozos mandados por el Sr. Proaño y Ve­ga, encargado de ingeniarse la manera de hacer creer al enemigo que había allí mucha gente. La comisión fué satisfactoriamente desempeñada, y las tropas veintemillistas no fueron expuestas por sus jefes a un asalto sangriento. Creemos haber­lo dicho ya: los soldados de la dictadura eran ge-

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neralmente disciplinados, valientes y leales; pero la nulidad de sus jefes daba grandes ventajas a la causa de la restauración. Aquí lo de un filó­sofo griego: «Vale más un ejército de ovejas mandado por un león, que un ejército de leones mandado por una oveja».

E l temor muy fundado de que fuese descu­bierta la treta de Patate, y que el enemigo cayese de sobresalto en Baños, obligó a Sarasti a volver­se precipitadamente a aquel punto, y lo verificó el día 12. Parece que, en efecto, parte de las tropas enemigas se dirigían a buscarle, pues cuando se volvía recibió su gente algunas descar­gas de la margen opuesta del río, por donde cru­za uno de los caminos que conducen a Baños.

E n Patate volvió todo al estado en que cua­tro días antes se hallaba; pero en vez de 35 com­batientes, eran va más de 50. Por el extremo norte hiciéronse movimientos oportunos para re­frenar las intentonas de alguna gente bisoña del Dictador que por ahí asomaba. Estas cortas ex­cursiones fueron encomendadas al capitán Folleco y a los jóvenes arríbatenos Leopoldo González, Rogerio y Pablo Suárez, Alejandro ¿Alvarez, que tantas pruebas de denuedo habían dado, y dando seguían en los trances más arduos; así como a Rosero, Ibarra y una docena más de colombianos^ que últimamente vinieron a tomar parte en la campaña. Cuatro de los jóvenes habían avanza­do temerariamente hasta el centro de la población de Píllaro, en donde había un grupo de paisanos amigos de Ortega (nativo de ese cantón), arma­dos y al mando del Sr. Octavio Alvarez. La au­dacia de aquellos cuatro y la sorpresa de éstos crearon en la imaginación de los invadidos un

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grueso piquete de tropas enemigas, y huyeron; El Sr. Alvarez se entregó prisionero.

Ortega anunció al pueblo de Patate que iba a continuar las hostilidades, de las cuales sus moradores, que no las tropas de Sarasti, serían víctimas, y les aconsejaba por órgano del párroco que abandonasen el lugar. Iva amenaza era te­rrible: iba a llover metralla en la población. Pe­ro todo no era más que ruido de palabras con el objeto de que, llegado a oídos del jefe restaura­dor; concentrase para la defensa todas sus cortas fuerzas en dicho pueblo, dejando descubiertos los puntos estratégicos de Norte y. Sur . Lo más pro­bable era que el enemigo tratase de sorprenderle por Píllaro, una vez que quedase abierto el paso de Río-blanco, que divide este cantón de la parro­quia de Patate. Sarasti, con penetración que honra mucho su inteligencia y tacto militar, me­nospreció los amagos de Ortega, y en vez de con­centrar su tropa en este pueblo, juntó los grupos diseminados en los varios puntos defendibles de la margen del río, y se trasladó a Píllaro, dejando completamente desguarnecido Patate.

Aquel tiene quizás mejores condiciones que este pueblo para una defensa. E n Píllaro el cau­ce del río es más profundo, sus peñascos más es­carpados, y ásperos e inseguros sus caminos en ambas orillas. E n 1845, en la revolución encar­nizada contra el gobierno del general d o n j . J. Flores, que, como la última que venimos narran­do, fué coronada por el triunfo, el coronel don Felipe Viteri dio mucho que hacer a las fuerzas ministeriales con encerrarse eu Patate y hacer sus correrías por Píllaro; pero como el general Flores tenía buenos jefes, al fin uno de ellos aprovechó la primera ocasión que pudo penetrar

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eu Píllaro, y venció a Viteri. Ortega no era de los de aquel tiempo ni el Dr. Sarasti era Viteri para dejar que el enemigo repitiese ahora el mo­vimiento de 1845: en Píllaro se fortificó tanto o más que en su anterior campamento.

La previsión del Dr. Sarasti se cumplió en parte: el mismo día de las amenazas de Ortega (13 de octubre), muy avanzada la noche, partió hacia Ambato con toda la división. Quiso sin duda infundir confianza al enemigo, caso de que hubiese sospechado sus intentos; pero al mismo tiempo, aun dado este caso, incurría en una con­tradicción; pues ¿qué se hizo, su resolución de cañonear Patate? ¿Qué dirían los vecinos de este pueblo y qué Sarasti al ver que, en vez de echar­les la lluvia de metralla, cargaba las maletas y se iba furtivamente de las vecindades? Dícese que Ortega se vio obligado a proceder de este mo­do, porque su conmilitar Navarro, encelado con él por cosas de supremacía en el mando, no quiso prestarle n ingún auxilio. Mas lo cierto es, a no engañarnos las noticias que hemos recogido, que inmediatamente debía marchar a Píllaro para abrir, por este lado, operaciones contra Sarasti. Su plan se le torció por completo al saber que éste ocupaba ya el lugar a donde dirigía miras y pasos; circunstancia agravada con la prisión de don Octavio Alvarez, sobrino y amigo íntimo de Ortega.

Bste jefe tuvo sin duda su situación por más delicada de lo que era en verdad, y de sus labios salió la primera frase de paz, que apoyada por Navarro se procuró hacer llegar a oídos del jefe restaurador: deseaba entrar en negociaciones. Kl Dr. Sarasti, cuya situación sí era por extremo ardua, acogió la idea. Intervino don Octavio

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Alvarez, cruzáronse un par de cartas entre unos y otros, y se convino en que un comisionado, con la debida autorización del jefe restaurador, par­tiese para Ambato a tratar de los arreglos nece­sarios. La comisión fué confiada a don Eloy Proaño y Vega.

Hallábase a la sazón en la capital de T u n -gurahua el general den Antonio José Mata, en­viado por el gobierno de Quito para que atajase la discordia que, con perjuicio de las operaciones militares, traía enojados y divididos a los vanido­sos coroneles Navarro y Ortega. E l general Mata, hombre manso de genio y generoso de carácter, aunque desnudo también de dotes militares, ha­bía aprobado el pensamiento de una transacción. El y los antedichos jefes conferenciaron con el Sr. Proaño largamente y terminaron por conve­nir en una tregua de tres días, durante los cuales Mata debía someter al Gabinete de Quito los cin­co artículos del convenio, en que asimismo se habían concordado, y Sarasti ajustarse o no a ellos, ( i ) Estos artículos o bases fueron: 1.9 E l

( l ) El Sr. Proaño y Vega, nuestro amigo, desem­peñó su cometido de la mejor manera que lo permitían las circunstancias. En su libro sobre la Campaña del Centro se queja ásperamente de que le hubiesen censura­do su conducta en esta ocasión; pero no había por qué extrañar tal censura en labios enemigos: la animadver­sión todo lo muerde, porque en ello encuentra placer. En cuanto a nosotros, murmuramos también, aunque privadamente, no del Sr. Proaño, sino ios pasos mismos en que intervino, por las razones que expresamos en el texto. Su libro, que no queremos juzgar, porque como Académico corres•pondiente de la Española, estamos recu­sados por el autor, es interesante, por los documentos que contiene, y hemos consultado para nuestra obra.

Sr. Dr. José M. Sarasti, con todos sus compañe­ros de armas, se someterán al Gobierno, quien otorgará toda clase de garantías a su persona 3-las de todos los ecuatorianos que con él militasen. — 29 Sarasti pondrá en manos de quien la auto­ridad designare, todas las armas y elementos bélicos de que disponía. - 39 Promesa de reco­nocimiento del Gobierno constituido del Hxmo. Capitán General D. Ignacio de Veiutemilla, pro­clamado por los pueblos.—4-9 Promesa de no volver a tomar las armas. - 59 Libertad inme­diata del Sargento Mayor D. Octavio Alvarez.

Bste fué puesto en libertad aun antes que el Dr. Sarasti contestase a esos artículos. La con­testación fué la siguiente, que los modificaba y explayaba: 19 Kstas garantías (las que había ofrecido el general Mata) se entenderán plenas y suficientes tanto para las personas, como para las propiedades de todos los que han tomado par­te en los movimientos militares que han tenido lugar en las dos provincias de Tungurahua y Chimborazo, desde el 27 de setiembre hasta la presente fecha.—29 Ningún colombiano podrá ser molestado ni perseguido por motivos políticos, determinados por su conducta desde dicha fecha. —39 Se convocará lo más pronto posible la Con­vención Nacional, que deberá formular la Cons­titución de la República, alterada por la revolu­ción del 26 de marzo. —49 Previas estas condi­ciones el infrascrito se compromete a entregar las armas y elementos bélicos de que dispone, a una comisión o a la persona que para el efecto se de­signe. Estimo además como indispensable, aña­día el Dr. Sarasti, que estas mismas garantías se hagan extensivas a las personas y bienes de los que hayan tomado parte en el acontecimiento del

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13 de junio en Ambato, y que para su cumpli­miento sean debidamente sancionadas por la per­sona del general Veintemilla.

Detengámonos algún tanto en juzgar este proyecto de avenimiento.

Creemos que, en caso de haberle llevado a término, habría sido no sólo inútil , sino pernicio­so. Si los restauradores hubiesen tratado con gente de buena fe y apreciadora de la libertad y honra ajenas, podían haber esperado en la efecti­vidad de las garantías ofrecidas; pero ¿cuáles eran los antecedentes de Veintemilla v de la ma-yor parte de los que le rodeaban, para haber podido fiar de su palabra? ¿No estaba viva la memoria del 8 de setiembre de 1876? ¿No ardía aun el recuerdo del 26 de marzo? ¿No estaban las playas extranjeras llenas de los expulsados en distintas épocas, muchos de ellos sin más proceso que la suspicacia del Dictador o el chisme de al­guno de sus aduladores? ¿Se había olvidado por ventura que el rencor y la venganza eran unos de los rasgos más profundos del carácter de Vein­temilla, y que cuando su dedo señalaba alguna víctima, no paraba hasta no verla degradada a sus pies o sacrificada? Hecho el ajuste y desar­mados los nuestros, quedaban, pues, completa­mente en manos de Veintemilla, y para librarse de ellas no les queda más arbitrio que la humi­llación y la deshonra, esto es, la aceptación de la Dictadura, o, en otros términos, del veintemülis-mo. De lo contrario ahí estaban la prisión, el destierro, tal vez el látigo, quizás la muerte para algunos. Si Veintemilla fué intolerante y tirano para asegurar su poder después de la revolución

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de setiembre de 76, ¿quién duda que lo habría sido mucho más después de palpar la resistencia que se le oponía con ocasión de su golpe de esta­do? Bn vez de buscar avenimiento lo que con­venía era sacrificarse con las armas en la mano, o bien arrojarlas y buscar el camino de la emi­gración. Bu este caso habría habido menos honra que en el anterior; pero valía más someterse vo­luntariamente a la desdicha de la expatriación, que exponerse a la misma u otras mayores entre­gándose con candida mansedumbre al enemigo.

¿Y qué diremos de la condición de qr.e se convocará lo más pronto posible la Convención? Bsta condición habría venido bien con hacerla preceder o seguir de otra que hubiese dicho: «Se dejará al pueblo en perfecta libertad para que ejerza su derecho de sufragio y elija los diputados a la Convención; y para garantizar esta libertad, el general Veintemilla dejará el poder, y tocios los empleos, a lo menos durante las elecciones, se confiarán a personas independientes y honradas, y, por último se eliminará el ejército». Bl Dic­tador se habría reído de esta condición, y con jus­ticia. ¿Acaso había hecho su revolución de marzo para devolver sus libertades al pueblo? Supon­gamos que hubiese aceptado aquella base de arre­glo tal como la quería el Dr. Sarasti; suponga­mos que, en su virtud, se hubiese convocado la Convención; ¿qué beneficio habría reportado ele ello la República? Con tal base o sin ella, tarde o temprano, lo cual importaba poco, atentas las circunstancias actuales, la convocatoria habría tenido efecto; Veintemilla v su círculo habrían hecho las elecciones; se habría reunido una Con­vención peor que la de Am bato, y más inicua que

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cl Congreso de 80; habríamos tenido una Consti­tución, como hija de tal madre, o a bien librar la misma del año 78, sin más camino que el del artículo que prohibía la reelección del Presidente; Veintemilla habría sido electo constitucionalmen-Ic; habríansele dado facultades extraordinarias, y he ahí todo; he ahí al Dictador del 8 de setiem­bre de 76 hasta la Convención de Ambato, desde ésta al 26 de marzo de 82, de aquí hasta el nuevo período presidencial, y desde el principio de éste hasta. , . . jQuién sabe hasta cuando! Para venir a tal resultado, no merecía la pena de entrar en arreglos, previas condiciones como las que cons­tan de la minuta pasada por el Dr. Sarasti al ge­neral Mata.

Pero aquel jefe inteligente hacía sin duda las mismas reflexiones, y con el tratar y discutir so­bre un negocio cuya inconveniencia conocía, su único anhelo era dar tiempo al tiempo, pues harto convenía treta semejante en los aprietos en que otra vez se hallaba. Bn efecto, la enferma y débil causa de la Restauración había recaído, y era preciso ver de traerla a nueva convalecencia, y para esto se necesitaba tiempo.

Los fondos se habían agotado; el Comisario de Guerra, que lo era el Sr. don Pacífico Chiri-boga, por ausencia del Sr. Pérez Quiñones, cuyo paradero se ignoraba, no tenía un cuarto; la falta de raciones trajo la deserción y hora tras hora iba disminuyéndose el número de nuestras fuerzas, que los asustadizos jefes contrarios hacían subir a 400, y que en verdad no llegaban a 60; la divi­sión contraria, de suyo robusta, iba a recibir au­mento de gente y cañones, pues ya en el Norte, después del descalabro de Landázuri , nada tenía que hacer la Dictadura, a lo menos en el decir ele

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sus partidarios y sostenedores; de Quito se había recibido un cúmulo de malas noticias capaces de desalentar los corazones no dotados de extraordi­naria fe, y por ende, incapaces de grandes accio­nes, que son los más; el descaecimiento había penetrado, en efecto, en el ánimo de la mayor parte de los compañeros de Sarasti. Este jefe, combatido de tantas y tan rudas contrariedades, conservaba aquella fe en la justicia de la causa que defendía y, por consiguiente, no desesperaba del vencimiento. A esta clase de hombres la Providencia prueba para fortalecerlos, pero no abate jamás. Kl Dr. Sarasti, conseguida la tre­gua de los tres días, había dicho a sus compañe­ros, para alentarlos, estas notables palabras: «No hay que desalentarse, amigos míos: en tres días pueden suceder muchas cosas, y modificarse nues­tra situación», ( i )

E l Sr. Proaño y Vega, al cerrarse el plazo de la tregua, había vuelto para Ambato con las bases de avenimiento propuestas por el Dr. Sa­rasti; pero halló al general Mata y sus dos com­pañeros con el ceño menos desarrugado que antes; y el primero, movido por impulso que violentaba su natural condición, habló en términos duros y amenazantes, rechazó las proposiciones y anunció que iba a comenzar las hostilidades para escar­mentar a los revolucionarios.

Ya hemos visto el estado en que estaban es­tos, y aun cuando hubiese sido cierto que conta­ban con 400 hombres, las probabilidades de que se cumplirían las amenazas de Mata, eran nume­rosas. Andando los tiempos llegó a descubrirse el motivo que había inducido a este jefe a emplear

( l ) V. el libro del Sr. Proaño.

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aquel amenazante lenguaje: había recibido el siguiente oficio del Ministerio de Guerra: —«Al general D. Antonio José Mata, Jefe de operacio­nes del Ejército del Centro.—Habiendo llegado a noticia del Gobierno que los insurrectos de Rio-bamba, que actualmente se encuentran en los pueblos de la provincia de Tungurahua , intentan o han propuesto capitular ante la autoridad de Us., S. E . el designado Supremo, Encargado del Poder Ejecutivo, me previene decirle, que de ningún modo, bajo n ingún aspecto ni condicio­nes, debe Us. aceptar tal capitulación; sino que al contrario proceda inmediatamente a emprender en .operaciones, h as ta batirlos de una manera ventajosa y segura, hasta destruirlos en su totali­dad, porque lo único accesible es o puede serles el que se rindan a discreción. Tengo la satisfac­ción de participar a Us. esta providencia para los fines consiguientes. Dios y Libertad.—Pedro P. Echeverría)). (Es fiel copia del libro del Minis­terio de Guerra. ) ( i )

Este oficio comprueba en alguna manera nuestras sospechas de lo que habían sido las^vz-ranttas del convenio que se trataba de arreglar, y demuestran que si la guerra civil trae por sí mismas desdichas lamentables, llegan a ser extremadamente odiosas cuando en ellas inter­vienen hombres del carácter del victimario de Cayambe. ¡Qué órdenes las de ese oficio, en oposición a las pacíficas disposiciones que habían mostrado los reaccionarios! ¡Y órdenes que de­bían ser cumplidas en gran parte por jefes como Ortega 3̂ Navarro! ¡Pobres pueblos!

( l ) Y nosotros lo tomamos del libro anteriormente citado.

C A P I T U L O XI

TOMA BRÍOS LA REACCIÓN DEL CENTRO

Y PROSIGUE LA CAMPANA

Obediente a las órdenes del Gobierno dicta­torial, el general Mata movilizó sus fuerzas, y el 22 de octubre volvió a Pelileo con ellas. Sus mismos jefes, para encarecer lo mucho que podían y lo fundado de sus esperanzas de acabar muy pronto con el enemigo, hacían subir las plazas a 1,400; sabemos que no eran tantas, pero sí que pasaban de mil, número sobrado para destruir 40 o 50, o acaso menos, con que militaba Sarasti. Añádase que ya para entonces Mata tenía una media brigada de artillería con tres cañones de montaña, y que aguardaba de un día a otro el refuerzo del Batallón Babahoyo que traía el coro­nel clon Mariano Bar o na.

Mientras Mata se preparaba tactivamente y asaz confiado a emprender nuevas operaciones contra los cuatrocientos revoltosos de Patate, en el campo de estos ocurrían notables cosas, en corroboración de las esperanzas y previsión que había mostrado el Dr. Sarasti: don Carlos Pérez Quiñones, que desde la repentina dispersión de la tropa restauradora el 5 de octubre, había per-

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rnanecido oculto en un páramo de los Andes occi­dentales, avisado por el capitán Teófilo Santan­der de lo que pasaba en Patate, vínose al punto a él, venciendo las dificultades que a la sazón le oponía su falta de salud, y trajo los fondos que paraban en su poder; los cuales, si bien muy es­casos, fueron gran auxilio en esas apuradas cir­cunstancias; y por otra parte del lado sur asoma­ba otro socorro inesperado: el comandante Eladio Rivera ¿traía 80 hombres que, ayudado por el de igual grado Floresmilo Zarama, había juntado en la provincia Chimborazo. ( i ) Había, pues, dinero y soldados: unos 500 pesos, y unos ciento y tantos hombres, contándose entre éstos muchos jóvenes de Riobamba y Ambato como los Sres. don Pacífico Chiriboga, ya mentado, Manuel y Darío Sarasti, hijos del jefe principal, Antonio Arteaga, Javier y Luis Dávalos, Juan José Villa-crés, Joaquín ¿alama, Alejandro Sevilla, Leo­poldo González y otros. A estos felices sucesos vino a añadirse otro, pues por feliz lo tuvo asi­mismo el Dr. Sarasti, que al punto formó el plan de aprovecharse de él: era la aproximación del Batallón Babahovo. Recibió la noticia en Píllaro, a donde había partido con un corto pelotón para apercibirse contra un amago que el contrario ha­cía por ese lado, y acto continuo se volvió a Pa­tate,

( l ) Dígase Manuel Sarasti ayudado de los Coman­dantes Kladio Rivera y M. de Jesús Concha y algunos de Riobamba. Zarama no tomó parte entonces. (Nota puesta por una de las personas que, a petición del Autor, revisaron la obra.)

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Bl Sr. Pérez Quiñones, entregado el dinero que tenía en su poder, se dirigió en el acto a la Capital, (cuyo camino, en fuerza de las mismas circunstancias en un todo favorables a la Dicta­dura, estaba descuidado), con el doble objeto de hacerse con mayores recursos pecuniarios, y de alentar a los amigos de allá, más desma\7ados de ánimo que lo habían estado poco há los de Pata-te. Excelente cordial eran las nuevas que les llevaba, y produjo el efecto anhelado; y, aunque no sin dificultades, el activo comisionado pudo también llenar la bolsa y volverse con este auxilio al conocido memorable campamento.

Los días 23 y 24 el general Mata se ocupó en inspeccionar las orillas del río en busca del punto más adecuado para la colocación de un puente. Bl primer día mandó hacer unos tiros de cañón para probar su alcance sobre el pueblo, y hallándolos cortos, mandó aproximarlos más el cañón, pero nunca con el buen éxito que deseaba. Y aun cuando los tiros hubiesen alcanzado sobra­damente al blanco, habrían servido para destruir las casucas del pueblo, no al enemigo; cuando éste es corto en número, como lo era entonces el de Patate y está dividido en pequeños grupos o derramado enguerr i l las , la bala de un cañón hace el mismo efecto que la de un fusil: mata un hom­bre.

Bl Dr. Sarasti en la noche del 24, dejó una corta guarnición a órdenes del Sr. Emilio Alva­rez, con las instrucciones necesarias para que engañase y entretuviese al enemigo, y de que en último caso se pusiese en salvo retirándose a don­de crevese conveniente: v él con 80 soldados escogidos, si bien todos lo eran, inclusive algunos

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jóvenes de los que arriba hicimos mención, partió a buscar al coronel Barona en Riobamba o en el camino. Tomó rumbo hacia Baños; al día siguiente descansó pocas horas a la margen dere­cha del Chambo, y en seguida emprendió la ruta de Penipe, pueblo del Chimborazo, en el cual tocó al comenzar la noche. Bl joven Leopoldo González, que había sido enviado con anticipación para que averiguase el paradero del Batallón Ba-bahoyo, trajo la mala noticia de que se había movido ya para unirse con las tropas acampadas en Pelileo. ( i ) Dícese que esta pronta salida de las fuerzas de Barona para el Norte, antes que Sarasti hubiese dispuesto la manera de atacarlas con ventaja, desconcertó un tanto a nuestro cau­dillo; pero ¿no llevaba ánimo de combatirlas en Riobamba o donde las encontrase? Bl plan de Sarasti habría llegado a ser nugatorio, una vez incorporado Barona con sus compañeros de armas en Pelileo; pero antes subsistía con las mismas probabilidades en favor o en contra, que sin duda no se ocultaron al Dr. Sarasti cuando lo formó en Pili aro. Bn efecto, si por ventura vaciló un mo­mento este jefe, pronto conoció su situación y que el buen coronamiento de la empresa dependía de obrar con actividad y firme resolución. Apenas dio tiempo a sus soldados para que tomasen una ligera refección, y se puso en camino, cerrada }ra completamente la noche felizmente alumbrada por el plenilunio. Ya en marcha, tuvo el Dr. Sarasti la nueva, traída por el joven Desiderio Montalvo, de que el enemigo acampaba en el pueblo de San Andrés, una jornada para acá de

( l ) Proaño, obra citada.

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Riobamba, 3/ que al día siguiente por la mañana, continuaría su camino. Alegróse el Dr. Sarasti y se revistió su ánimo de tal confianza, que aun­que no con los labios, mas sí con la expresión del semblante parecía decir: ¡El triunfo es mío! Pero no había que perder tiempo; entusiasmó a la tro­pa y se aumentó la rapidez de la marcha. El día 26 comenzaba a clarear cuando los restauradores estaban a poco trecho de San Andrés. . En este punto, un conocido del Dr. Sarasti que había vis­to la víspera el batallón enemigo, le ponderó el armamento que traía. «Está bien, le contestó alegremente el valeroso jefe: por eso yo no llevo ninguno». Quería decir: Necesito de él y voy a tomarlo.

El Dr. Sarasti ordenó la manera de atacar al enemigo. Era preciso obrar de modo que la sor­presa tuviese gran parte en la acción y que no se desperdiciase el corto número de cápsulas con que contaba. Pero la sorpresa no tuvo efecto, porque por una casualidad nuestra tropa pudo ser descu­bierta minutos antes de comenzar la refriega, y como el Babahoyo había estado preparado ya para romper la marcha, pudo en el acto tomar posicio­nes ventajosas. El sitio le era favorable: está sembrado de grandes piedras y trozos de roca, y tiene paredes del mismo material que podían ser­vir de parapetos para una fuerte resistencia. Y cierto, de esas paredes y piedras aprovecharon los soldados del Dictador, que eran en número }• armas superiores a los nuestros y, según lo pro­baron en el combate, iguales en el denuedo.

A las seis de la mañana se rompieron los fuegos. Eas órdenes del Dr. Sarasti fueron cum­plidas con serenidad y exactitud. El joven don Pacífico Chiriboga se distinguió por su entusias-

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mo y actividad; los jóvenes Dávalos, Alejandro Alvarez, Alejandro Sevilla, Darío Sarasti, Leo­poldo González, Desiderio Montaivo, el Mayor Capelo, combatieron con extraordinario valor. Capelo, soldado antigno y que había militado bajo las órdenes de García Moreno, sabía ya lo que era el silbido de las balas y el ver caer muer­tos en su contorno; pero esos jóvenes combatían por primera vez en una acción seria y peligrosa. Los colombianos comandantes Eladio Rivera 3-Manuel Folleco y capitanes Bolaños y Osorio, amaestrados en la reciente guerra civil de su pa­tria, guiaron a sus compatriotas de peligro en peligro y triunfo en triunfo. Kl teniente Alejan­dro Zambrano no fué menos digno de recomenda­ción; pero entre muchos hay un hecho digno de mención especial: Osorio con su corta guerri l la ataca a una enemiga resguardada por unas pie­dras; puede acercarse tanto que las bocas de los fusiles de unos v otros se cruzan; suenan simul-táneas las descargas y, muertos o heridos, ruedan todos por tierra. Las cápsulas de los restaura­dores van agotándose: ¡hay poquísimas! Un ofi­cial se lo hace presente al Dr. Sarasti; pero este contesta señalando el campo enemigo: «Ahí las tenemos!)) E n efecto, la escasez de proyectiles iba remediándose a medida que, arrollado el ene­migo, iba dejándolos en los puestos de que era desalojado: los muertos tenían cápsulas que ser­vían para que los restauradores continuasen ma­tando sus compañeros vivos. E n todos los com­bates contra la Dictadura, sus propias armas, arrebatadas a fuerza de valor, sirvieron para des­pedazarla.

Tres horas duró el combate: a las nueve del día el enemigo estaba completamente destrozado,

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cayendo eu poder de los nuestros 55 prisioneros fuera de la oficialidad que fué también apresada, todo el equipo de guerra, instrumental de mú­sica, &. El enemigo dejó en el campo 40 muer­tos y 30 heridos; los nuestros 14 entre unos y otros.

El coronel Barona, acompañado de unos po­cos asistentes, como no tuviese motivo de temer el encuentro con el enemigo, a quien con razón suponía encerrado en sus trincheras de Patate, se había adelantado de su cuerpo de tropas, camino de Pelileo, dejando el cuidado de la conducción de ellas a los jefes subalternos. Elevaba largo trecho caminado, cuando le sorprendió la noticia de que se combatía en San Andrés; volvió rien­das y a galope tendido se dirigió a dicho pueblo; mas llegó cuando ya nada tenía que hacer, por­que todo estaba perdido. Incontinenti tornó al Norte y por la noche o a la madrugada siguiente estuvo en Pelileo. No halló aquí al general Mata ni a ninguno de los otros jefes, sino una corta guarnición. No tuvo, pues, con quien conferen­ciar sobre su situación, y como creyese que lo más urgente para él a la sazón era el sincerarse ante Veintemilla, tomó con la misma presteza el camino de Guayaquil, no sin dejar en Pelileo la noticia de su desastre para que la trasmitiesen a Mata. Conviene advertir que el coronel Barona se había movido de Riobamba en virtud de órde­nes superiores impartidas al general Mata, para que se las transcribiese. En el oficio que las contiene se nota el mismo espíritu de bárbara prevención del Gobierno dictatorial contra los restauradores; en él se llama vandalaje la toma del cuartel de Riobamba, y se ordena el escar-

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miento y total destrucción de los que la empren­dieron .

Pero ¿dónde estaban Mata, sus compañeros y ejército cuando Baron a tocó en Pelileo? Bn Patate. Mientras el piquete de 25 hombres que a cargo del Sr. Alvarez había quedado en este pueblo, se ocupaba en vigilar los puntos más accesibles para el enemigo, y mientras unos pocos hombres de tan exigua fuerza aun sostenían por­fiado tiroteo con una parte de la contraria, otra de esta de más de 200 soldados colocaban un puen­te en el lugar menos pensado y pasaban el río. Bos nuestros se vieron repentinamente casi cer­cados de las tropas enemigas y a duras penas hu­bieron de salvarse del exterminio, pero sin aban­donar sus armas. Bu seguida se trasladaron fácilmente los demás batallones veintemillistas en medio del estrépito de las descargas, no obs­tante que no había un solo enemigo contra quien dirigirlas. Bn seguida se repitieron las escenas del 19 de octubre en Cayambe. Saqueo, asesina­tos, incendies. . . .todo hubo, porque estas habían llegado a ser las fiestas obligadas con que el ejér­cito del Dictador celebraba sus triunfos. Bbria la soldadesca y sus oficiales con el aguardiente que hallaron en abundancia en las haciendas pro­ductoras de esta diabólica bebida, se entregaron sin freno a todos los excesos. Robaron cuanto pudieron, y todo lo que no les fué dado llevarse consigo, lo destruyeron a balazos o del modo que les fué posible. Hasta muchos días después ro­daban por el campo descuadernados los libros de la biblioteca del Dr. don José Alvarez, que los soldados vieron como cosa inútil para sí y se con­tentaron con despedazar. Hecho significativo! así debían obrar los soldados del hombre para quien

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no importaba nada la ilustración, y aun la persi­guió. E l encerraba los estudiantes en la Peni­tenciaría, desterraba y daba látigo a los escritores; ellos despedazaban libros y los arrojaban al cam­po, como cosas inútiles.

Mata, Navarro y algún otro jefe penetraron al pueblo después que sus tropas habían consu­mado esas atrocidades, y trataron de refrenarlas. ¡Hermosa manera de comportarse! Quisieron detener el puñal del asesino, después que la víc­tima yacía sacrificada; quisieron apagar el incen­dio, cuando ya no había sino cenizas del edificio que había devorado. Si se juzgaron capaces de cumplir ese deber de disciplina y humanidad, ¿por qué no lo hicieron en tiempo oportuno? ¿Por qué, para ello, no fueron a Patate a la cabeza de sus tropas? Se dirá que no temieron tales bárba­ros desmanes. Disculpa fútil, una vez que es imposible no hayan tenido en la memoria los sucesos vandálicos de esos mismos soldados en noviembre de. 77 en Quito, y los más recientes, de muy pocos días antes, en Cayambe. Ks de sospechar que esos jefes se quedaron a retaguar­dia, porque temieron un choque inesperado con el enemigo, y esto no les es honroso en manera alguna, o porque se juzgaron impotentes para contener el desborde que ya era presumible en esa gente mal aleccionada de antemano, o porque quisieron a posta dejarla en libertad de obrar conforme a sus salvajes instintos; disyuntivas que tampoco les acreditan de jefes cumplidos y de orden. Los coroneles Ortega y Paredes, sí, fue­ron de los primeros en entrar en Patate, y espe­cialmente contra el primero se hacen terribles

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cargos a propósito del saco e incendio del pue­blo, ( i )

Pero el general Mata y sus compañeros ¿supieron o no la movilización de la tropa de Sa-rasti? Sí que la supieron, y entonces se robuste­ce la culpabilidad de aquellos jefes: ¿qué tuvieron que temer en Patate para no haberse adelantado a prevenir su ruina? Pudiera alegarse que sos­pechaban fuese la noticia falsa, o un ardid del enemigo; mas ¿cómo se compadece tal sospecha con el hecho de ser Ortega y Paredes de los que no se acobardaron de invadir el pueblo? ¿Será posible que Mata y Navarro sean inferiores en valor personal a Paredes y Ortega, que nunca han gozado crédito de Cides? A nuestro juicio, los primeros se pusieron, pues, a nivel de Ver-naza, de Salvador y Camba, que pocos meses después dejó también saquear y quemar Ksme-raídas. ¡Qué páginas las que los ejércitos de Veiutemilla han obligado a escribir a la historia! Incendios, latrocinios, asesinatos. . . . Kstos actos de salvajismo han sido y aun son por desgracia frecuentes en las guerras; no hay pueblo en el mundo que no los haya sufrido, sin que la civili­zación haya sido parte a defenderlos: esta diosa, a la cual se han erigido tantos altares en nuestro siglo, tiene feas manchas de sangre y lodo en su manto a causa de las pasiones violentas y desa­poderadas de los mismos que se precian de ser

( l ) Respecto del batallón Dátele, hemos averi­guado que no tomó absolutamente parte en esos horribles excesos. He ahí una, base que pudo haber servido a di­chos jefes, para contener el mal.

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sus adoradores; pero lo común de los crímenes no impide que sus autores sean castigados por la razón y la justicia que al fin prevalecen. Los héroes del mal viven en la historia como los hé­roes del bien; pero aquellos son objetos de perpe­tua execración, y estos de eterna alabanza.

C A P I T U L O XII

LA MISMA CAMPANA. NUEVOS ALTIBAJOS

DE LA GUERRA

No bien los soldados de la Dictadura se ha­bían entregado al reposo, después de su agitada tarea de destrucción y pillaje, cuando se les llamó a las armas. Los jefes habían sabido el suceso de San Andrés y dispusieron la inmediata partida en busca del enemigo que les llamaba a otro di­verso teatro.

Sin embargo, en Pelileo, a donde habían regresado en la madrugada del día siguiente a la tala de Patate, se detuvieron dos días, con el ob­jeto de averiguar los pormenores de la jornada de San Andrés, y, sobre todo, el verdadero estado de fuerza material v moral a que había ascendido el Dr. Sarasti después de su victoria. Aguarda­ban también el arribo de don Leopoldo Salvador, quien no teniendo qué hacer en el Norte después de su famosa hazaña de Ca\Tambe, debía venir a debelar al enemigo en el Centro. B n punto a noticias respecto del Dr. Sarasti, no adelantaron mucho; todo lo que supieron fué que estaba en Riobamba, y que contaba con más de 500 hom-

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bres muv bieu armados, lo cual era falso, a lo menos eu lo relativo al numero de soldados, pues en cuanto a que tenía abundante y buen arma­mento, era verdad lo que se les había dicho.

Casi simultáneamente habían llegado a Qui­to las noticias de la ocupación de Patate y la derrota de San Andrés. A la primera se dio el aspecto de un brillante hecho de armas coronado por el triunfo, y ya hemos dicho lo que fué. Aunque desdice algún tanto de la seriedad de la historia, creemos bueno poner entre los documen­tos que van al fin el oficio que el Ministro de Guerra dirigió al general Mata en cuanto supo el Gobierno aquel hecho malhadado. La noticia del descalabro de San Andrés sorprendió muy desa­gradablemente al Gabinete, e hizo comprender al círculo veintemillista que la reacción del centro 110 era pamplina de la cual podía reir. La vento­lina iba convirtiéndose en huracán que troncha­ba gruesas ramas del árbol de la Dictadura.

Salvador se puso en el acto en camino acom­pañado de una guardia de honor de 50 hombres y con el título de Supremo Director de la Guerra. Bl día 30 muy temprano estuvo en Ambato. Pi­dió 300 caballos a las autoridades, éstas enviaron comisiones a recogerlos dentro y fuera de la ciu­dad, y juntáronlos, en efecto, pero merced a las extorsiones y violencias que los empleados subal­ternos acostumbran emplear, cuando tienen que llenar órdenes repentinas y apremiantes.

Partió el Director de la guerra a Pelileo y se puso a la cabeza de sus tropas. Quiso ostentar toda la fuerza de su valer y poder, y su primer acto fué expedir la orden siguiente: «Sin fórmula alguna será pasado por las armas cualquier indi­viduo o jefe que se atreviese a hacer observación

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alguna a las superiores disposiciones de S. B.» ( i ) ¡Una simple observación, cualquiera que fuese, traía aparejada irremisible ejecutoria de pena capital! No conocemos en la historia mues­tra igual de despotismo. ¡Oh, si el Sr. Salvador hubiese empleado esta energía sultánica en Ca-y a m b e ! . . . .

Las fuerzas dictatoriales fueron movilizadas hacia Riobamba. A ellas fueron agregados los 50 jinetes que vinieron con Salvador, y en el ca­mino se incorporaron también 80 soldados esco­gidos enviados de la capital. ¡Qué formidable aparato para batir un puñado de vándalos^ como llamaban oficialmente y en privado los veiutemi-llistas a los restauradores! Y es curioso el califi­cativo en boca de los mismos que no escasearon los hechos que suelen justificarle.

Bl Dr. Sarasti no tenía 200 hombres, aun inclusos los prisioneros, que en un nuevo comba­te podían, cuando menos, ser un estorbo; y esta corta columna se hallaba, por añadidura, mal organizada. Suele ser frecuente en soldados no sujetos al servicio sino por propia voluntad, el darse solaz excesivo, especialmente después de una victoria, v esto sucedió con los vencedores en San Andrés, en cuanto estuvieron en Riobamba. Pero es preciso, en justicia, advertir que no die­ron motivo de queja a la población: su constante orgía, eso sí, puso al Dr. Sarasti en imposibilidad de disciplinarlos, cual convenía y él lo anhelaba, y los jóvenes que le acompañaban hubieron de tomar sobre sí el rudo servicio del cuartel, de hacer comisiones, &.

( l ) V. el libro del Sr. Proaño.

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Súpose pronto en Riobamba la aproximación del enemigo, y como no era prudente aguardarle en la ciudad, el Dr. Sarasti la evacuó el 19 de noviembre. A la hora de la partida todos los soldados rodeaban resueltos y alegres a su jefe: pasó su esparcimiento con las copas y la risa, y comienzan las penalidades de la campaña con su perspectiva de fuego y de sangre! Sarasti tomó el camino de occidente y acampó dos días en el pueblo de Cajabamba. E l 3 por la tarde conti­núa la marcha por las ásperas veredas de los An­des, aguardándola incorporación de 100 hombres que se le habían ofrecido ele Guaranda, y que el joven riobambeño Ángel Negrete había ido a traer. Vino el auxilio, pero sólo la cuarta parte del número anunciado, y al día siguiente 20 hombres más traídos por los valientes y entusias­tas jóvenes Federico Martínez, Virgilio Paredes, Juan Villacrés y otros. Estos jóvenes valían más que aquella gente.

Las jornadas eran largas y fatigosas; los pri­sioneros, no acostumbrados al frío de la cordille­ra, se entumecían, y algunos habrían perecido a no ser por el abrigo que les prestaban genero­samente los jefes y los jóvenes. Es digno de notarse este nobilísimo porte, tan opuesto al del Dictador que hacía dar palo en los cuarteles a sus prisioneros, a veces hasta matarlos.

Estas marchas y rodeos tenían por objeto, no sólo recoger el auxilio de soldados que se espera­ba y en parte se obtuvo, sino principalmente desorientar al enemigo hasta traerle a algún pun­to que tuviese condiciones capaces de suplir la deficiencia de fuerza, como había sucedido en Pa­tate. Creemos haberlo dicho antes: la fragosidad

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del terreno, cuando se la sabe aprovechar, es el mejor auxiliar del beligerante débil.

Volvió Sarasti hacia el oriente, y el 5 pasó el Chambo y acampó, muy tarde ya, en las cerca­nías del pueblo del mismo nombre. Cansadísima la tropa, no temeroso de un ataque muy pronto, y obligado de la necesidad de examinar el sitio de Huaillabamba, que le parecía ventajoso para una resistencia larga por su parte y ruinosa para el contrario, resolvió pernoctar allí; mas toma la precaución de enviar 30 hombres de los más re­sueltos, al mando de los Sres. Julio Román, León Mancheno, jesús Concha y Reinaldo Larrea, a que ocupasen el puente por su extremo oriental. La precaución habría sido cabal sí se hubiese de­sentablado el puente. Hl no hacerlo fué, a nues­tro juicio muy grave error, pues las ventajas que aquí tenían los nuestros fueron cedidas al ene­migo .

Salvador había hecho algunos movimientos, cuyo objeto, decía, era desorientar también al enemigo; pero mal podía intentarlo cuando éste se hallaba a bastante distancia v ocultaba sus marchas y contramarchas. Kl jefe dictatorial tuvo noticia cierta del paradero de Sarasti, sólo cuando éste ocupaba la posición en que acabamos de verle. Que, una vez descubierto el campa­mento restaurador, no quedaba otro arbitrio a la fuerza contraria que pasar también el Chambo, y que para esto se dieron las disposiciones conve­nientes, nos parece indudable. Parte de ella con la artillería tomó, pues, las alturas de la margen izquierda del río para cañonear al enemigo que se presentase al frente, parte descendió camino del puente. No toda la tropa iba a entrar en combate, pero sí se acercaban sus plazas a ocho-

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cientas. Bl resto había quedado en Riobamba, no sabemos por qué. Sin embargo, 800 hombres veteranos v valentísimos bastaban v aun sobra-ban, si bien los restauradores, aun fuera de la fortaleza natural de Huaillabamba, podían tomar posiciones muy favorables.

Salvador hizo adelantar al puente una descu­bierta dirigida por el general don Francisco Ren-dón, lo mejor de los jefes a la sazón reunidos, como entendido y valeroso. Bran las ocho de la mañana y la primera detonación de los reming­tons de nuestra avanzada asordó esas orillas y peñascales, testigos de otro combate cinco meses antes. Bsa primera descarga fué al punto con­testada. La vanguardia dictatorial se apresuró a descender al puente para reforzar la pelea, y no obstante el estrago que en ella hacía el fuego de los 30, se sostuvo más de una hora y atravesó al fin el puente pisando cadáveres. Los 30 ( i ) es­partanos (merecen ser llamados así) habían con­tenido por tanto espacio a más de 400 enemigos.

Bl Dr. Sarasti, al oir las primeras descargas, comprendió que ya no era posible aguardar al enemigo en Huaillabamba y salió a buscarlo al instante; pero la artillería descargaba con rara actividad, y este medroso estruendo junto con el ver que la avanzada del puente iba en retirada, y el saber que el enemigo estaba ya del lado de Chambo, acobarda a la gente no acostumbrada todavía a los combates, y huye la maj^or parte. Sarasti se queda sólo con unos 80 soldados, cosa de las dos terceras partes colombianos, y sus in­separables compañeros los jóvenes, los más de

( l ) El Sr. Proaño dice que fueron sólo 22.

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Riobamba, otros de Ambato y algunos de Gua-randa. Aquel jefe no pierde su serenidad, pren­da sobresaliente que ha mostrado en todos los combates y batallas, y distribuye esos pocos valientes de modo que la resistencia sea tenaz, y si el enemigo se lleva la victoria, se la lleve cara. jQué horrible fué la lucha que se siguió hasta las doce del día! Bxcepto la media brigada de arti­llería que siguió maniobrando desde las alturas que había ocupado al principio, todos los batallo­nes habían pasado al lado opuesto y todos comba­tían. ¡Mas de 700 hombres contra ciento! Y estos no tenían ya ni peñascos ni quebradas don­de guarecerse, sino cercos de cabuyas y débiles matorrales. Dos compañías que, si no estamos mal informados, fueron del batallón Catorce de Diciembre•, habían recibido la orden imprudente de avanzar por el callejón que conduce al pueblo, y una de las de Sarasti que las aguardaba tras el cerco oriental del mismo camino les hace fuego casi a boca de cañón y las destroza; pero los fue­gos de otra de las dictatoriales fusila a esta por las espaldas y la obliga a replegarse precipitada­mente. Desalojados de puesto en puesto, pero siempre hiriendo al enemigo con tiros certeros, los nuestros habían retrocedido hasta cerca del pueblo. Muertos los valentísimos jóvenes Luis Dávalos y Ángel Negrete; mal heridos el Coman­dante Floresmilo Zarama y el Capitán Manuel M a Valencia, cuyo arrojo aun fué temeridad; pri­sioneros el Capitán Brazo y otros; tendidos unos cuantos heridos y muertos, era imposible ya con­tinuar la resistencia y se declaró la derrota. Bl vencedor penetró victorioso, mas no alegre en el pueblo, y no le había quedado ánimo de repetir las escenas de Cayambe y Patate. Bn la casa del

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cura se apoderó de los heridos Zarama y Valen­cia.

E l ejército restaurador, si ejército puede lla­marse la agrupación de cien valientes, perdió en esta sangrienta y memorable acción cosa de 40 entre muertos y heridos, y 12 prisioneros. Bl enemigo, si entramos en cuenta el número de sus combatientes siete veces mayor que el de los restauradores, pero en verdad tampoco muy cre­cido, sufrió una pérdida demasiado grave. Bl parte del general AI ata habla de 55 muertos, fue­ra de oficiales; el SÍ". Proaño dice que fueron cer­ca de 200; mas de los datos que hemos tomado resulta que en el campo de batalla se recogieron más de 200 cadáveres, sin contar con los muchos que cayeron al río en la tenaz refriega del puen­te. Con los que murieron en el hospital el nú­mero se acerca a 300, si por ventura no excede. Los heridos pasaron de 80. Ent re los primeros hay que mencionar al teniente coronel Servilio Morías, al sargento mayor Alejo Peñafiel y al capitán Manuel Chaves.

Retirada llama el Dr. Sarasti a su derrota; pero es necesario no quitarle su propio nombre. Victoria fué la de Salvador. Pero en la esencia y atentas las consecuencias que se siguieron, aquella fué la victoria y ésta la derrota. Si el ejército vencedor perdió la mitad de sus plazas, la pérdida moral fué mucho mayor: los soldados quedaron sumamente desalentados y los jefes se persuadieron que no tenían que haberlas con des­preciables montoneros, como llamaban a los res­tauradores. Bos pocos de éstos que se salvaron con su jefe, crecieron en vigor y confianza de sí mismos, al ver los destrozos que sus brazos podían causar al enemigo, por numeroso y bien armado

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que se presentase. Bsa victoria de los veintemi-llistas fué el primer golpe verdaderamente mortal que sufrió la Dictadura. San Andrés, si se nos permite decirlo, fué un cintarazo; Chambo fué una herida profunda. Cuéntase que hubo solda­dos que lloraban, y que Salvador, al ver los mon­tones de cadáveres, exclamó: «Esto es horrible! ¡No más sangre!» Si es verdad que esto dijo, ¿en qué pensaba en ese momento? ¿Reflexionaria que ese cuadro de muerte, que esos lagos de san­gre, que todas esas atrocidades eran obra de la ambición y codicia de un solo hombre ayudadas por el mismo Salvador y por otros malos hijos de la patria?

Al día siguiente el Director de la guerra con su Estado Mayor y sus tropas, disminuidas en mucho más de la mitad, a causa de la deserción de más de cien hombres ocurrida en la noche, entraba en la capital de Chimborazo. Quiso dar a su entrada el alegre aspecto del triunfo, pero fué ostensible la tristeza; el pecho abatido del soldado se negaba a contestar los vítores con que le incitaban algunos oficiales.

Antes de terminar este capítulo examinemos brevemente unos tres puntos secundarios, pero importantes. Morías fué muerto después que estaba prisionero. Acusábase de este hecho al comandante Zarama; pero Proaño lo niega, y asegura que quien ordenó matar a Morías, fué el comandante Rivera, que había jurado no dar cuartel a jefes enemigos. Ks lástima que para salvar la reputación de un vivo, se acuse a un muerto; mas con esto no queremos decir que ten­gamos por culpado al Sr. Zarama: tenemos firme persuación de que no partió de él aquella orden bárbara, y además creemos que el Sr. Proaño ha

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averiguado bien el caso. Esa muerte fué un cri­men, y quien lo cometió manchó la gloria que conquistara en la jornada como uno de los más denodados.

E l Sr. Zarama,- con ocasión del hecho que acabamos de referir, iba a ser también asesinado cuando, herido y postrado en la casa parroquial, le tomaron prisionero; mas Salvador y el coronel Ortega le defendieron decididamente, ( i ) Esto es tanto más recomendable, cuanto Veintemilla había expedido ya la orden de fusilar prisioneros, orden que respondía al juramento del comandan­te Rivera; aunque más bien este juramento pue­de tomarse como represalia de aquella tiránica disposición.

E l tercer punto es el acto de valor del gene­ral Rendón, muy celebrado por sus compañeros de armas. Un soldado restaurador se adelanta a los suyos y quiere tomarle prisionero, mas al acercarse y tomar la brida del caballo de aquel jefe, baja el arma con que le había amenazado, y en término moderados le intima rendición. Ren­dón hace como que va a echar pié a tierra, pero a este mismo tiempo descarga su revólver sobre el contrario y lo mata. (2) Hizo muy bien; mas ¿fué éste un heroísmo? No: el soldado desde que bajó su arma, se asió de la brida y quedó en im­posibilidad de ofender, dejó de ser temible. Ni aun pudo el tiro acreditar destreza, pues debió ser a quema ropa. Hubo serenidad, que siempre es hija del valor, hubo presteza en el obrar, eso sí; pero no hubo heroísmo.

(1) Proaño libro citado. (2) id. id. id.

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Los partes de los jefes beligerantes son ine­xactos. Bl del Dr. Sarasti , dirigido a la Nación, está fechado en el Puente de Pungalá el mismo día del combate. Sin duda fué escrito por la no­che, y se conoce que el Dr. no tuvo conocimiento ninguno del paradero de sus compañeros de ar­mas después de la derrota. Poquísimos le acom­pañaban. Además, como el elemento bélico principal que le había quedado era su inquebran­table resolución de rehacerse y continuar la gue­rra, no quería desalentar a sus copartidarios con la pintura de su verdadera situación. Por idén­tica razón, sin duda, el general Mata tuvo a bien ocultar más de la mitad de lo cierto: pues desnu­do en el todo el adverso caso ante quienes debían leer su parte, era seguro que produciría muy mal efecto. Sin embargo, había muchos testigos presenciales, y estos y los mismos jefes, de boca y en cartas privadas hablaron la verdad. Esta, rodeada de dolorosos pormenores voló a Quito, y en el Gabinete y en la familia del Dictador cayó como una bomba de dinamita. Alguien ordenó que se celebrase el triunfo con música y repi­ques; pero el Ministro Arias, que reemplazaba a Salvador en el Poder Ejecutivo, tuvo el buen sen­tido de oponerse a ello. Veintemilla decretó seis días de luto al ejército por las victimas de Cham­bo. Kra el luto anticipado por la muerte de su poder.

No obstante lo dicho acerca de los partes, como su inexactitud no es absoluta y hay puntos concordes con nuestro texto, les damos cabida entre los documentos. Nosotros, por lo general, hemos acudido a otras fuentes.

CAPÍTULO XÏIS

REHACIMIENTO DEL DR. SARASTI. NUEVO

VIGOR DE LA CAMPAÑA

La inmoralidad de las tropas de Veintemilla, causada en gran parte por la tolerancia y adnlo de éste, que veía en ellas el principal apoyo de su dominación, está probada por hechos como los que hemos referido. Pudiéramos robustecer nuestra acusación citando muchos más; pero no entra en nuestro plan llenar de pormenores esta obra. Baste saber que la propiedad, especial­mente en el pueblo desvalido, no estaba segura ni aun en tiempos normales, donde pisaban sol­dados veintemillistas.

Después de la jornada de Chambo, donde sólo el terror los refrenó, además de esos malos instintos desenvueltos en la soldadesca, cundió la relajación de la disciplina de tal manera, que to­dos los" esfuerzos que hizo el Gobierno dictatorial para corregirla fueron inútiles. Muchas veces el mal ejemplo venía de los mismos oficiales y aun de los jefes, Gran parte de aquellos fueron traí­dos al servicio por fuerza de la necesidad, tomán­dolos entre los mozos del pueblo que apenas

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habían hecho antes el servicio de las Guardias Nacionales, y eso mal; y entre los jefes, además de que los había de esta misma clase, ignorantes en sumo grado y destituidos de valor, algunos de los principales mantenían celos y enojos entre sí, porque si habían abrazado la causa de Veintemi-11a era principalmente por hallar en ella su pro­pio engrandecimiento y bienestar, y no querían que n ingún compañero se les adelantase en el camino de los merecimientos. De aquí venía, por ejemplo, la desavenencia de los coroneles Ortega y Navarro, ambos generales a punto de madurez.

Acerca del deplorable estado moral y disci­plinario del ejército dictatorial que obraba en el centro, tomemos breves apuntes de algunas co­municaciones oficiales.

E n un oficio del Ministerio de Guerra al Jefe de Estado Ma\^or General del Ejército del Centro, de 1*? de diciembre del año que recorre nuestra historia, se lee: «Habiendo tomado en cuenta con sumo pesar el Excmo. Sr. Encargado del Poder Ejecutivo las razones consignadas por Us. en su oficio muy apreciable, fecha 24 del mes anterior, manifestando el penoso cuadro que en la actuali­dad ofrece el ejército, a causa de la insubordina­ción extremada, relajación completa de la disci­plina militar y los actos atentatorios y escandalo­sos que se cometen. . . ,el Gobierno tomará las medidas más oportunas, eficaces y convenientes, con el objeto de procurar, que no sólo se aleje, sino que desaparezca por completo la desmorali­zación que por desgracia se está observando en las filas, y en circunstancias que más necesaria e imperiosa es la subordinación y disciplina mili­tar)) .

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Bn oficio del mismo Ministerio, fecha 2 de diciembre: «Me es satisfactorio dar contestación a la estimable de Us, fecha 29 del pasado, insis­tiendo en manifestar que crece de punto la situa­ción actual del ejército, puesto que sembrada la insubordinación, ha desaparecido por completo la moralidad y disciplina de los cuerpos. E n con­secuencia, y de conformidad con lo que digo a Us. en oficio fechado el día de ayer, el Gobierno ha dictado la Circular que verá Us. , relativa a la profunda pena con que observa el estado de des­moralización de las filas, mandando se castigue severamente y sin distinción por cualquier falta que en adelante se cometa».

E l 13 de diciembre decía el Ministro ele Gue­rra al general Mata: « . . . .Ni la circular expedi­da por el Supremo Gobierno, ni las dianas órde­nes generales y amonestaciones hechas por Us., son suficientes para mejorar la situación del ejér­cito, ya que el señor coronel D. Luis F . Ortega ha salido de ese lugar (Ambato) con el tren de su Kstado Mayor, sin permiso ni orden alguna».

Kl 16 añadía: «Revistiéndose Us. de la ener­gía consecuente al elevado destino que desempe­ña, y sin miramientos de ninguna clase, mande juzgar en el acto al primero que se desborde en cometer crímenes que deshonran al Gobierno y dan en tierra con el lustre de la carrera de las armas, para que aplicándosele la pena a que fue­re acreedor, con todo el rigor de la ley, se ponga un ejemplo a los que desviados de la moralidad militar se entregan a toda clase de desórdenes».

Como se ve, el mal ejemplo descendía de los jefes a la tropa: el coronel Ortega obraba según su voluntad con menosprecio del superior. De qué manera trataban a éste algunos de los otros

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jefes subalternos, se trasluce también claramente en el contenido del oficio que sigue:

«Sr. General Jefe de Estado Mayor &. Ha­biendo tomado en cuenta S. B . el Encargado del Poder Ejecutivo, el contenido de la nota muy es­timable de Us. fecha 26 del próximo pasado, acompañando copia legalizada de la que el Sr. coronel graduado D. Víctor Fiallo había dirigido al Sr. comandante de armas de la provincia del Chimborazo. . . .me ha ordenado decirle, que ja­más podrá el Gobierno, ni persona alguna hacer el más pequeño mérito de las frases verdadera­mente usadas y sin premeditación por el coronel Fiallo, y por dignidad del mismo Gobierno y de la alta jerarquía militar que les inviste, considera más acertado mirar con desprecio palabras verti­das por un jefe que no ha pesado la gravedad de ellas, y a q u e la bien sentada reputación de Us. , por su acrisolada conducta pública y privada, por su ejemplar y encomiado comportamiento en el desempeño de importantes destinos que se le han confiado, tiene bien cimentado su crédito ante el juicio público, y por lo mismo, nada puede ha­cerle desmerecer la opinión inventada sin el me­nor fundamento por el coronel Fiallo». ( i )

Se había enviado un batallón que recorriese los pueblos de Pelileo, Patate, Baños y Penipe y persiguiera y tomara a los fugitivos de Chambo; pero los jefes primero y segundo le abandonaron a poco andar, y quedó sólo a cargo del tercero, hombre inepto por extremo, que de enemigo de

( l ) En los Ministerios no había un hombre que fuese capaz de redactar siquiera medianamente un oficio.

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Ortega pasó a ser su adulador y obtuvo, por su mediación, el grado de Sargento Mayor,

Iva deserción de oficiales era frecuente, y los que permanecían en sus cuerpos eran por lo co­mún cómplices de los desórdenes de sus soldados. Continuó la costumbre introducida en los tiempos de la gobernación de Ortega en Tungurahua , de tomar reclutas para ponerlos en libertad median­te una retribución de dinero. Sea por contribu­ción o tomados violentamente, se colectaban grandes partidas de caballos, y muchos jefes tomaban para su servicio particular, los mejores y a su elección. Conocemos a cierto sargento mayor que personalmente fué a la casa de un co-parroquiano nuestro, le quitó un magnífico caba­llo y ese mismo día se lo regaló a su esposa. Otro jefe, y de los encopetados, se había adueñado del caballo de un canónigo en Riobamba; éste, du­rante un descuido del depredador, recaudó su bes­tia; mas el valiente coronel, descubierto el caso, rompió a bastonazos la cabeza al canónigo, por el delito de haber recuperado su propiedad.

Se habrá notado que somos poco amigos de narrar menudencias; mas las dichas son necesa­rias en este punto de la historia para pintar el estado del ejército dictatorial en el centro, Bs de admirar que tropa tan corrompida haya tenido soldados valientes, que llegado el caso de un combate, se batían cual buenos, no obstante el abandono en que comúnmente los dejaban jefes y oficiales.

Bl general Mata, que había venido a ser Jefe de Bstado Mayor General del Bjército del Centro, no era el hombre de pecho resuelto y capaz de obrar a puño cerrado en tan anormal estado de cosas.

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B n materia de indisciplina, las tropas restau­radoras estaban en nn fil con aquellas; pero en lo demás era calumnioso, valga la verdad, el leu-guaje privado y oficial que las gentes de la Dic­tadura empleaban para con sus enemigos: vánda­los, filibusteros, bandoleros, pandilla, &, eran las palabras favoritas con que los calificaban y las órdenes que contra ellos expedía el Gobierno eran siempre de aniquilamiento y exterminio, como si se tratase de fieras, que no de seres humanos y compatriotas. Las faltas que cometieron, como luego se verá, fueron excepciones de la regla co­mún y constantemente observada por ellos. ¿De qué provenía esta observancia? De que tuvieron jefes que conocían y cumplían sus deberes; esto es, verdaderos jefes.

E l Dr. Sarasti, acompañado de sólo dos jóve­nes, su propio hijo Darío y Alejandro Alvarez, y un muv reducido número de soldados, se retiró primero a Pungalá, donde escribió a vuela pluma su Parte a la Nación. De allí pasó a Licto con sus dos compañeros mencionados, después de ha­ber ordenado que el pelotón de soldados, haciendo lo posible por evitar el encuentro de los dictato­riales, a los que con razón suponía ocupados en perseguir a los vencidos, tratase de unirse con sus demás compañeros 3̂ los jefes. Dirigióse luego a Patate, y aquí, con su acostumbrada acti­vidad, juntó la poca gente que había dejado al mando de D. Bmilio Alvarez y se hizo con un poco de dinero. Así mal armado y escaso de me­dios, tornó a los pueblos del sur. Sus incursio­nes por ellos eran muy peligrosas; mas necesarias en busca de sus compañeros de armas. Burló primero con audacia y buena fortuna al coronel Fiallo que con un medio batallón había salido a

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perseguirle. El general Yépez, que hacía de Comandante de armas en Chimborazo, quiso tam­bién batir a los nuestros; pero obtuvo el mismo resultado que Piallo. Por último, Ortega inten­tó acabarlos con 300 hombres de que disponía; mas cuando asomó a la palestra, ya el Dr. Saras-ti tenía consigo, en el pueblo de Penipe, a mu­chos de los restauradores que andaban dispersos, y la obra de batirle no era para Ortega. Aquel jefe pudo comprender muy bien entonces que el efecto del combate de Chambo obraba aún desfa­vorablemente en los contrarios: Ortega se desen­tendió de las provocaciones de Sarasti, y se reple­gó a Riobamba para incorporar sus tropas con las del general Yépez.

Mas los lugares por donde Sarasti andaba tentando al enemigo, no eran, en verdad, muy a propósito para resistir con 80 o 100 hombres a tropas superiores en número, como las que podían oponerle Yépez y Ortega juntos, y se resolvió a ocupar de nuevo su teatro favorito de Patate y Píllaro. ( i ) A fines de noviembre se trasladó a él. Pero sabido este movimiento por Y^épez, cre­yó que el propósito del jefe restaurador era caer de sobresalto en Ambato y batir el escuadrón es­caso allí acuartelado, e hizo que Ortega volase en auxilio de éste con parte de la fuerza que manda­ba en Penipe, y que, como acabamos de ver, fué retirada a Riobamba. E l Dr. Sarasti supo a su vez esta marcha del enemigo, y desde Pelileo, donde se había detenido el 1$ de diciembre, envió a Mocha el Escuadrón Sagrado (corto grupo de

(1) Para buscar armas, municiones, dinero, más gente y ponerse de acuerdo con Quito. &. &. &.

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nuestros conocidos jóvenes) al mando del coman­dante Rivera, para encontrar y dar una sorpresa al coronel Ortega. Bste, sea que sospechase tal peligro, o que le hurgase lo inminente del asalto al cuartel de Ambato, en el cual no pensaba Sa­rasti, anduvo más ligero, y, sin detenerse en Mocha, pasó en volandas antes que llegase Ri­vera.

Malograda esta tentativa, el día 3 se enca­minó el Dr. Sarasti a Píllaro. Aquí tomó todas las precauciones convenientes para resistir al enemigo, en caso de que se atreviese a buscarle en tan peligrosa posición, y desde aquí atisbo to­cias las coyunturas favorables para ordenar sus movimientos. A la sazón sabía ya Sarasti que la invasión del general D. Francisco J. Salazar por el Sur no era cosa despreciable, como lo habían asegurado los veintemillistas. Hasta llegó a de­cirse que este jefe, retirada la fuerte guarnición de Cuenca sin atreverse a librar combate, había ocupado la ciudad. E n Quito, donde la noticia de la derrota de Chambo había aflojado de ánimo a los restauradores, a par que acoquinara al Go­bierno su desastrosa victoria, la nueva de la pron­ta reacción de Sarasti vino a resucitar sus espe­ranzas v darles vigor. E l suceso fue sin dilación puesto en conocimiento de los emigrados de Ipia-les, que comenzaron a prepararse para volver a las armas, si bien su situación era más desespera­da que la de los restauradores del Centro, pues todo les faltaba, excepto decisión para lanzarse a cualquier temeraria empresa. E l plan de opera­ciones ele Sarasti se había complicado, pues, en razón de que tenían que ser atendidos los sucesos que se desenvolvían por Sur y Norte; tanto más, cuanto la movilización ele las fuerzas enemigas

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tenían también que ser variadas por la misma ra­zón. Bscasas eran las tropas que luchaban con­tra la Dictadura: juntas las del centro, Sur y Norte no montaban 500 plazas. Vemtemilla, sólo en el interior tenía cerca de tres mil, que podía reforzar con 500 hombres sacados de la do­ble guarnición de Guayaquil . Pero si los restau­radores eran tan débiles por el número y la divi­sión forzosa de su gente, divididos también tenían que obrar los contrarios; y aunque cada fracción era cuatro o cinco veces mayor que la que osaba buscarla y provocarla, tenían contra sí, entre otras circunstancias, la muy notable de que sus soldados y aun sus jefes habían llegado a conven­cerse que no era difícil ser vencido,y destrozado por el valor y audacia del menor número. La mayor parte del éxito de la jornada de Chambo fué debida al arrojo de los jefes y soldados colom­bianos, gente toda aleccionada en la última gue­rra civil de su patria, en la que luchó en defensa de la causa conservadora; y es de notar la preo­cupación que esos valientes causaron en el Gabi­nete de Quito, la cual se halla expresada en va­rias notas oficiales del Ministerio de Guerra a los jefes que obraban en el centro. Bsa preocupación, en parte justificable, fué indudablemente trasmi­tida por estos al superior. El la indujo también al general Mata a dar el pase, que luego veremos, por medio de un agente consular colombiano.

Kn el interés de ambos contendientes estaba impedir que se juntasen y robusteciesen sus fuer­zas recíprocamente, y esta circunstancia impulsó los sucesos que tuvieron efecto en las provincias de Tungurahua y León, que fueron los últimos de la guerra en este suelo.

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Antes conviene apuntar lo siguiente: los jefes vencedores en Chambo creyeron que Sarasti con los cortísimos restos de su gente se había dirigido, sin detenerse a tomar huelgo, hacia su conocido refugio de Patate. Antes que aquí des­cansase y sin darle tiempo a juntar en torno de sí a sus compañeros de infortunio, era preciso perseguirle y acabarle. E n consecuencia Mata envió un batallón a las órdenes de los coroneles Ortega y Darío Montenegro y San Andrés, para que cumpliesen tan importante comisión, y ellos, dividida su gente en dos partes, cayeron simultá­neamente en aquel pueblo. Halláronle sin más que sus infelices moradores, no repuestos aún de los destrozos del 27 de octubre. La escasa gente de armas que en este día se acogió a las selvas vecinas y otros escondites, no había vuelto, ni tenía para que hacerlo, puesto que no sabía el paradero de su jefe principal. Montenegro pudo mantener a raya su gente; pero Ortega consintió que la suya espigase en ese campo de desolación: algo pudieron robar sus soldados, y mucho habría sido si hubiesen tenido más esos arruinados al­deanos. Inmediatamente después de esta infruc­tuosa correría se volvió dicho batallón a Riobam-ba, y entonces fué lo ocurrido en Penipe, donde, como ya hemos relatado, Ortega no se atrevió a atacar a Sarasti.

E n los días en que vemos a este caudillo en Píllaro, excepto 50 hombres enviados al cantón de Alausí con el coronel Fiallo, para que aumentase allí esta fuerza y de acuerdo con la acantonada en Cuenca obrase contra la expedición del general Salazar, y de 200 que quedaron en Riobamba a cargo del general Yépez, nombrado Jefe civil y militar de las provincias Chimborazo y Tungura-

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hua, toda la tropa dictatorial estaba concentrada en Ambato. Llegó a montar el número de pla­zas 500, inclusive dos brigadas de artillería con tres cañones de montaña, los mismos que acaba­ban de servir en Chambo. Bn Ambato se halla­ban asimismo el general Mata, el coronel Ortega y otros jefes, y constantemente se ocupaban en combinar planes de operaciones contra Sarasti; pero siempre hallaban deficientes sus fuerzas para luchar con ventaja contra 200 enemigos que tan formidables posiciones ocupaban. Habían soli­citado, pues, auxilio de la capital, y se les ofre­ció.

Ent re tanto el Dr. Sarasti, cuya tropa exce­día poco de cien plazas, quiso aprovechar un cor­to auxilio que era fácil tomar en Latacunga, y ordenó que el comandante Fulleco acompañado de su hijo Manuel Sarasti y un pelotón de 30 hombres hiciese una rápida incursión en dicha ciudad y se apoderase de los elementos de guerra que hubiese en su cuartel. Folleco desempeñó su cargo cual solía en toda ocasión: partió como un relámpago y apareció en Latacunga de impro­viso; con pocos tiros ahuyentó la pequeña guar­nición no veterana, se apoderó de 40 fusiles, algunas lanzas, unos pocos caballos, e inconti­nenti se volvió a sus reales. Este hecho avivó el entusiasmo de los latacungueños, y muchos jóvenes partieron con Folleco o tras él a engrosar las filas restauradoras. Con ellos creció el nú­mero de los que formaban el Escuadrón Sagrado, y éste se organizó entonces formalmente.

Aconteció por esos días el arribo a la ciudad de Ambato de un joven colombiano, Ricardo Soto de nombre, que pasaba a desempeñar el cargo de Cónsul en la frontera del Norte. Creyó el gene-

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ral Mata que bien podía aprovechar de él para intimidar a los soldados de aquella nacionalidad que militaban bajo las órdenes de Sarasti, y el Sr. Soto se prestó a salirse de sus atribuciones y es­cribió al comandante Rivera, el jefe de más influ­jo del grupo de colombianos, una carta en que le hablaba del encargo del Presidente de la Unión Colombiana de impedir el enganche de sus com­patriotas para la guerra del Ecuador. ((Termi­nantemente me dijo, añadía, que el Poder Ejecu­tivo no miraba con complacencia, sino que condenaba enérgicamente toda intervención de ciudadanos colombianos en asuntos domésticos del Ecuador». No creemos en la verdad de tal encargo dado al Sr. Soto, pues lo natural era que le hubiese recibido el Ministro Residente en Oui-to. Como quiera que sea, el general Mata y los que le rodeaban tuvieron por seguro que la inti­mación del Sr. Soto iba a desbandar a esos exce­lentes auxiliares del Dr. Sarasti, y se frotaban las manos llenas de satisfacción. E ra de verse cómo algunos veiutemillistas se disputaban la honra de ser conductores de la carta salvadora. Eos doctores Juan Guerrero Duprat y Joaquín Váscones fueron quienes más porfiaron; pero ven­ció el segundo y partió a Pili aro lleno de infantil ufanía, y entregó la misiva. Mas ¡cuál sería la sorpresa del inocente correo de gabinete, que iba fiado en la inmunidad diplomática, cuando des­pués de cumplida su comisión, en vez de presen­ciar la dispersión de los colombianos fué conduci­do preso al cuartel!

E l comandante Rivera contestó al Sr. Soto desconociendo su competencia para entender en el asunto, manifestando las razones que él y sus compatriotas habían tenido para tomar las armas

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contra la Dictadura de Veiiitemilla. E l papel mojado de la carta de Soto no surtió, pues, otro efecto que el de asustar al Dr. Váscones, a quien se le hizo comprender que se había puesto en pe­ligro de ser fusilado. Se le trató muy bien y a los pocos días fué puesto en libertad. E r a inútil conservarle en prisión.

E n puridad, el papel que asumieron los co­lombianos era asaz delicado, y si por desgracia hubiese triunfado la Dictadura, quizás habrían surgido enredos diplomáticos. Nuestra opinión ha sido siempre adversa a las intervenciones, por los peligros que entrañan aun siendo justas. ( 0 Pero en el caso en que nos ocupamos, hay cir­cunstancias modificativas que es preciso entrar en cuenta para juzgarlo con acierto. La intervención de los colombianos contra la dictadura de Veinte-milla, no fué oficial; ni aun habían solicitado

( l ) En una de nuestras correspondencias a un pe­riódico extranjero decíamos, no recordamos con qué fecha,, lo siguiente: «Según una hoja suelta publicada en Panamá, en esta ciudad había tenido lugar un meeting con objeto de solicitar del Gobierno colombiano la inter­vención armada en el Ecuador, o a lo menos el permiso de armarse los colombianos con tal objeto. No he visto dicha hoja; pero bien se considere la intervención venida de las regiones del Poder, bien de los particulares, juzgo que este punto entraña suma gravedad, y merece ser me­ditado por todos cuantos no ven como objeto de poca monta el derecho de las Naciones. Prescindo del motivo por el cual se quiere traer al Ecuador la intervención co­lombiana; trato el asunto en el campo de la generalidad, y pregunto: ¿se. limitaría la intervención a extirpar un abuso, a curar un mal, a restablecer la libertad y los de­rechos de un pueblo? ¿Quién asegura que una vez con­seguido el objeto primordial que se ha propuesto, no se la daría una elasticidad que viniese a anular esa misma

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permiso de su Gobierno para mezclarse en nues­tra guerra, como dicen que lo hicieron algunos de sus compatriotas de Panamá; y si lo hubiesen hecho y el Gobierno hubiese dado el paso anti­político de acceder a su deseó, claro está que el caso habría tomado carácter grave por las conse­cuencias que pudiera haber traído. No era tam­poco la intervención de un partido, o de jefes o de agrupaciones de una comunión política que quisiesen favorecer a sus cosectarios, como lo hi­cieron Rosas y Figueredo, que vinieron con su gente en ayuda de los revolucionarios liberales del 8 de setiembre, y contra la reacción conser­vadora del año 77. Los que militaron en nuestra restauración ni aun particularmente se mostraron afiliados de tal o cual bando: en el centro, jefes, oficiales y soldados conservadores obraron bajo las órdenes del liberal Dr. Sarasti, y en Bsme-raldas el radical Alfaro tuvo bajo las suyas colom­bianos que no sabemos qué bandera siguieron en su patria, pero entre los cuales quizás tampoco faltaron conservadores. Todos esos ciudadanos de Colombia podemos decir que han partido esta

libertad y esos mismos derechos? ¿No es, pues, temible que los libertadores metan el brazo donde no es admisible más acción que la emanada de la voluntad popular, y favorezcan al partido de sus simpatías, y directa o indi­rectamente maniaten u opriman al contrario? Perder la libertad es perder la vida, venga la causa de donde vinie­re; restablecerla es cosa buena y loable, sea quien fuere el que la restablezca; pero hay remedios que suelen ma­tar tanto como la enfermedad. De estos son, por lo co­mún, los que se llaman heroicos, y a esta clase de reme­dios se parecen las intervenciones políticas en que me ocupo: si es verdad que esta pócima puede curar, no es menos cierto que más fácilmente puede matar».

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ciudadanía con el Ecuador; pues todos, cual más cual menos, tienen intereses en nuestra patria, y no pocos se lian casado con ecuatorianas y forma­do sus hogares entre los nuestros; por consiguien­te les son comunes nuestras leyes, nuestras cos­tumbres, nuestra suerte, y no podían ver con fría indiferencia que un hombre rodeado de un grupo de amigos, más que de su persona, del medro que a su arrimo gozaban, y apoyado en la fuerza de las armas, no en la voluntad del pueblo, hubiese roto con mano inicua todos los códigos patrios y arrebatado libertad y honra a millón y medio de almas. E n cierto modo no fué intervención ex­traña la de esos colombianos, fué propia defensa: como avecindados en los pueblos del Bcuador, ellos padecían también las consecuencias de la Dictadura; y para defenderse ¿qué cosa más natu­ral que unir sus esfuerzos a los de sus generosos hospedadores? ¿Quién se cruza de brazos y se está quieto al ver el incendio de la casa que le ha dado abrigo, o al verla asaltada de ladrones?

Volvamos a la historia. El Sr. Pérez había vuelto a irse y toruádose de Quito con algún dinero, que lo consiguió con mayores dificultades que en otras veces; con todo, además de esos re­cursos el Dr. Sarasti recibía palabras ele aliento de algunos patriotas, en especial de los que com­ponían la Junta directora. De tarde en tarde algunos jóvenes hacían alarde de valor y despre­cio del enemigo viniéndose hasta las vecindades de Ambato en busca de sus avanzadas.

Sin embargo, el encierro de cerca de un mes en el pueblo y territorio de Píllaro, no estaba en armonía con los planes del activo jefe, que pene­traba los inconvenientes de la inacción. Se re­solvió, pues, a movilizar su corta fuerza y el 20

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de diciembre por la noche tomó el camino del Norte. Dice el Dr. Sarasti en su Parte a la Na­ción, fechado el 25 del mismo mes, que su objeto era sacar a Mata con sus tropas de Ambato y atraerle a Machachi. A no engañarnos, no era prudente buscar este teatro, pues se ponía cerca de Quito, de donde podían salir tropas que, de acuerdo con las de Ambato, le habrían cogido entre dos fuegos y puéstole en conflictos. Pero en el camino, cerca todavía de Píllaro, supo que venía de la capital un refuerzo de 200 hombres para Mata, y entonces sí se justificó el movimien­to de los nuestros: era preciso impedir la reunión de los dos cuerpos; para esto convenía batir al que venía, o caer precipitadamente sobre el de Ambato. Lo primero era más fácil por varias razones, entre ellas porque con más ventaja se combate contra 200 hombres en campo abierto, que contra 500 encerrados en una ciudad. Kn Latacunga se detuvo corto rato la tropa restaura­dora. Hn esta ciudad se aumentó el Escuadrón Sagrado (¿on numerosos jóvenes que ardiendo de entusiasmo tomaron las armas. E l Dr. Sarasti recibió el aviso de que el enemigo se aproximaba por el camino antiguo, y voló a su encuentro; pero tal noticia resultó falsa: había tomado la ca­rretera, esto es algunos kilómetros al oeste de la vía que llevaban los nuestros. Bstos se fueron entonces por su izquierda, pero inúti lmente, pues los dictatoriales se habían desviado a su vez hacia la derecha y ocupaban ya la hacienda de la Cié­naga. La casa de esta hacienda, además de estar rodeada de zanjas y cercos, tiene a la entrada una especie de torreón de cal y canto, obra del anti­guo colono dueño de ese predio, que quiso sin duda tener por estas tierras algo que recordase,

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aun en lo material, el feudalismo de los siglos medios. Bn dich a casa los 200 soldados veinte-millistas eran poco menos que invencibles. Bl Dr. Sarasti se abstuvo de atacarlos, e hizo muy bien. Ouiso entonces que su correría no fuese del todo infructuosa, y mandó que una partida de jóvenes se apoderase de la diligencia que venía del Norte conduciendo al general Pedro Pablo Echeverría, que venía a hacerse cargo de la di­rección de la guerra, y traía una regular suma de dinero; mas avisado ese jefe del peligro que le aguardaba, una legua antes se había desviado a caballo de la carretera y estaba ya en la Ciénaga. Bntre tanto, el general Mata, impuesto de que la tropa restauradora había evacuado Píllaro y toma­do el camino de Quito, caló que iba al encuentro del auxilio que se le enviaba, y con sus 500 hom­bres avanzó tras ella a marchas forzadas. La si­tuación de los nuestros era muy peligrosa; com­prendióla Sarasti, y el 23 a la una de la mañana tomó al occidente, saliendo de la hacienda de Donoso y pasando a 400 metros del enemigo en­castillado en la Ciénaga; en los días siguientes pasó por los pueblos de Guaytacama, Poaló, Pu-jilí, Cusubamba y Mulalillo, y el 25 tornó a ocupar sus antiguos cuarteles de Píllaro.

Bas fuerzas de Mata se juntaron con las de Bcheverría en la Ciénaga, y tomaron ruta a Ba-tacunga. Bste jefe ocupó el lugar del primero, quien pasó a Quito, y desde entonces no le vemos tomar parte en la guerra. Con Bcheverría nada ganó el ejército dictatorial del centro: fuera de ser bastante extraño a la ciencia de la guerra, asegúrase que era no poco asustadizo. Tras bre­ves horas de descanso sus tropas siguieron para Ambato; mas en la aldea de Pansaleo las alarmó

un grupo de gente que vieron a corta distancia, y creció el alarma cuando oyeron un par de tiros. La gente eran indios e indias que bebían y baila­ban con ocasión de una fiesta, los tiros partían de una especie de morteretes, llamados vulgarmente camaretas^ muy usados en las diversiones y festi­vidades que celebra nuestro pueblo; pero los jefes y oficiales de la susodicha tropa, sin imponerse de lo cierto, mandan hacer fuego contra esa gente infeliz y la ponen en terrible confusión y an­gustia; siguen se repetidas descargas, mueren uno o dos indios, otros son heridos, dos soldados resultan muertos también por las balas de sus mismos compañeros, y no pocos han desertado arrojando las armas. Acúsase al comandante Busebio Montenegro de haber sido quien hizo romper los primeros fuegos y ocasionado esta pe­lea, que haría reir por su ridiculez, sino hubiese costado sangre.

Parece que este mismo día, o el siguiente, Echeverría, quizás aconsejado por Ortega, tentó pasar a Pili aro, y al efecto envío una avanzada de 100 hombres para que explorase el punto más ac­cesible de la profunda quebrada de Culapachán. Sarasti, al observarla, envió también a su encuen­tro una muy corta avanzada, más para que obser­vara el punto por donde aquella buscaba el paso del río, que para combatirla; mas el comandante Mariano Hidalgo Bgiiez y los jóvenes Ramón Montesdeoca, Joaquín Bal ama, Alejandro Sevilla }- Juan González, que la formaban, descargaron repetidas veces sus armas sobre ella con tal arro­jo y buena puntería, que la obligaron a retirarse, no sin haber perdido cuatro o seis hombres. Una segunda tentativa de toda la fuerza dictatorial no tuvo mejor éxito, y después de haber pasado

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casi todo el día viendo al enemigo en fuertes posiciones y a gran distancia, se volvió a sus cuarteles.

Esto acontecía el 26 de diciembre. Por la noche recibió Echeverría un posta de Riobamba, por medio del cual Yépez le comunicaba que te­nía a Salazar con 500 hombres a muy corta dis­tancia de la ciudad, y le pedía auxilio. No sabe­mos por qué el general Kcheverría no se puso en marcha cuando más al día siguiente, y difirió la partida para el 28. Quizás juzgó que había exa­geración en la noticia del Jefe civil y militar.

Y ésta era verdadera; y el no haber acudido al punto al llamamiento de Yépez, no sólo expu­so a éste a ser batido por el general Salazar, aun­que apenas traía cosa de la mitad de la gente de guerra que aquel anunciaba, sino que fué ocasión para que el Dr. Sarasti acabara con la división dictatorial en Quero. E n efecto., si Kcheverría en vez de partir el 28, lo hubiera hecho el día anterior, le habría tomado la delantera al Dr. Sarasti.

Kste jefe parece que no tuvo noticias ciertas acerca del general Salazar, según se ve por la carta que copiamos al pié; ( i ) ni éste las tuvo

( l ) Es dirigida por el Dr. Sarasti al Dr. don Emi­lio Uquillas, con fecha 27 de diciembre y la trae el Sr. Proaño y Vega. Dice así: «He visto la nueva carta que escribe el general Salazar a Emilio Orejuela, pidiéndole marche a Cuenca; esto me hace creer que están débiles. Yo no desampararé mi teatro por ningún caso. Ya he escrito al general que se venga, y no dudo que pasará por la cordillera oriental que es segura. Sé que Mata (equivocación con Echeverría) debe unirse con Yépez y hoy hacen los aprestos de viaje, según carta que acabo

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de lo que acontecía en el centro, y aun confundía los nombres o las personas, y tenía por jefe prin­cipal al joven Emilio Orejuela, a quien dirigía sus cartas. No puede creerse que el Dr. Sarasti tuviera esperanza de juntar muy pronto sus tro­pas con las de la campaña del Sur; pero en todo caso fué obra de previsión y destreza su movi­miento hacia Riobamba, en cuanto supo que el enemigo tomaba igual dirección. Si lograba ade­lantársele, Yépez sucumbía en Riobamba; si du­rante la marcha era atacado por Echeverría, lo cual era presumible que sucediese en Quero, las probabilidades estaban también a su favor. Dado el caso que las fuerzas dictatoriales se hubieran juntado en Riobamba, cambiaba el aspeto de la situación; si bien es de creerse que entonces se habrían puesto ya en fácil comunicación. Sala-zar y Sarasti, y Echeverría y Yépez quedaban al medio en muy malas condiciones. De todas ma­neras la causa de la Dictadura en las provin­cias centrales tenía más de 90 probabilidades en contra, y 99 habrían sido, si los restauradores hubiesen contado con bastante número de cápsu­las; mas eran escasas. ¡Circunstancia gravísima, pero ignorada felizmente por el enemigo!

de recibir del Sr. E. T. (Emilio Terán). Por mi ante­rior habrá U. visto que se malograron mis operaciones sobre Echeverría; pero hemos salvado muy bien de las fuerzas que nos tenían al medio. Marcho a Quero para interponerme entre las fuerzas de Yépez y Echeverría. Creo probable que allí me atacarán, porque Ortega cono­ce mucho ese territorio. Yo lo he estudiado lo bastante, y si me atacan, es indudable nuestro triunfo. Ee escri­biré, amigo mío; U. no deje de darme avisos; y sobre todo estar a la mira de los movimientos de Yépez y del general Salazar. Adiós. - Su afmo., José María Sarasti».

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Kl día 27, casi a las seis ele la tarde, levantó el campo el Dr. Sarasti y dejó por última vez su cuasi fortaleza de Píllaro, tomando el camino de Quero, después de pasado el puente de Quil lán y esguazado el río Ambato. Kl 28 al amanecer estuvo en el pueblo a donde se dirigía, y su tropa se desbandó por él en busca de algo que saciase el hambre y restableciese las fuerzas perdidas por el largo caminar y el no dormir, o bien muchos oficiales y-soldados se dieron al sueño. Las cir­cunstancias no eran, sin embargo, para que se pudiese disculpar tal desorden y descuido. Se sabía que el enemigo estaba muy cerca, y quizás en camino para dar sobre los nuestros; era casi se­guro que iba a sobrevenir el combate, y no obstan­te, todos estaban dispersos, y comían, y bebían, y dormían, como si estuviese cada cual en su casa. Kl combate no fué casual, como se ha dicho: en Quero, o poco más acá o allá de Quero iba a tra­barse infaliblemente, ( i ) De haberse fijado en este punto el Dr, Sarasti para atraer a él al ene­migo y batirle con ventaja, clan suficiente testi­monio la carta va inserta en la nota anterior, v

( l ) El Sr. D Rafael Pérez Pareja, distinguido y honradísimo sujeto de cuya veracidad no hay como du­dar, publicó lo siguiente: «RECTIFICACIÓN. Como se da a entender en el N<? 109 de Los Principios, que por una mera casualidad tuvo lugar en Quero el combate entre las fuerzas restauradoras y las dictatoriales, juzgo nece­sario que la República toda conozca un hecho de suma importancia.

Cuatro días antes de aquel combate recibí comunica­ción del Sr. general Sarasti, en la cual me anunciaba que, examinada la situación de Quero, le parecía muy propia para un campo de batalla, y que había resuelto aguardar allí al enemigo.

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las líneas, alusivas a otra carta igual que pone­mos al pié de la presente página. Pero sí fué casual, o más bien fué enteramente providencial el triunfo. E n Quero perdió Veintemilla, por­que Dios dijo: Perderá; así como dispuso que el edificio de la Dictadura fuese cayendo piedra tras piedra hasta desaparecer completamente.

Un tal Pérez, nativo de dicho pueblo y que por sus inmediaciones o dentro del mismo andaba oculto, hombre decidido por Veintemilla, como incapaz de serlo por nada honrado y decente, en persona o por medio de un expreso, comunicó al general Echeverría la llegada de Sarasti y el de­sorden en que se hallaba su tropa, que no llega­ba a 80 hombres. Aquel jefe, que en ese momen­to llegó a saber que los nuestros ya no estaban encastillados en Píllaro, como suponía, sino muy cerca de sí, recibió tal noticia hallándose ya en camino. Al punto, convocados Ortega, Paredes y los demás jefes, convinieron brevemente el plan que creyeron más seguro para destruir al enemi­go, y tomaron a la izquierda, camino de Quero.

Al oeste del mencionado pueblo corre preci­pitado por su desigual cauce de granito el ria-

Mostré entonces, si bien con extrema reserva, a va­rios patriotas tan notable comunicación, que, por desgra­cia, se me ha traspapelado.

De suma importancia es, en verdad, el referido anuncio, que pone en claro las relevantes dotes militares del héroe de Chambo.

No a la casualidad, sino a estrategia del Sr. general Sarasti, debe, pues, el espléndido cuanto decisivo triun­fo de Quero, &. &.»

(Esta pieza justificativa y la anterior están tomadas del libro del Sr. Proaño y Vega,)

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chuelo Pachanlica; al oriente hay algunas hacen-duelas y luego un extenso páramo cruzado por el camino que va a dar al cantón Guano; a los ex­tremos ha\7 campos labrados con casucas acá y allá diseminadas; la población está rodeada de gran número de árboles, especialmente de capulí, lo cual a la distancia la da un. aspecto bastante pintoresco. Pasado el puente principal, de ma­dera y nada sólido ni elegante, culebrea la subida al pueblo, que está no muy distante. Al remate de la cuesta y a la izquierda ha}/ una casa de re­gular apariencia, y por bajo del terreno que ocu­pa corre una acequia. A esta había venido a ba­ñarse la Sra. dueño de la casa acompañada de una niña, hija suya. La niña advierte que ha}* soldados en la banda opuesta del río, y que co­mienzan a descender al puente; hácelo notar a la madre, observándole que no pueden ser gentes del Dr. Sarasti, pues llevaban morriones que no sombreros, y al punto vuela a la casa 3* se lo co­munica a la abuela, (1) quien, experta y activa, comprende el peligro de los restauradores, y corre a darles la noticia. Los años no le permiten ser bastante ligera; mas da por casualidad con un muchachito, conocido suyo que bajaba al río a caballo, y ordénale que vuelva riendas y dé el aviso salvador a Sarasti. Bl chico cumple a sa­tisfacción el encargo de la señora.

( l ) Doña Jesús Flores, muy conocida del autor, de quien ha recogido estos y otros pormenores curiosos, pe­ro inútiles para la historia. I^a niña es Hortensia Ve-lasco, hija del colombiano Pablo Velasco, casado y ave­cindado en Quero.

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Kl Dr. Sarasti no menospreció el aviso. Se hallaba ya haciendo por juntar su gente para con­tinuar la marcha al pueblo de Mocha, suponien­do que el enemigo ya no se vendría para Quero, y teniendo, con razón por fácil y seguro destro­zarle en aquel pueblo. Mocha tiene puntos es­tratégicos quizás superiores a los de Quero. Un segundo aviso le dio a conocer que una avan­zada enemiga había pasado el puente y aun coro­nado la subida. Bntonces ordena que el coman­dante Folleco la salga al encuentro con los jóve­nes Benigno Flor, Alejandró Alvarez, Alejandro Sevilla, Joaquín Lalama, Juan González, Manuel Sarasti, ju l io Alvarez y Abel Pachano. Dan con ella, en efecto, y se cruzan los primeros tiros. Los dictatoriales son triples en número; pero es tal el arrojo con que aquel grupo de valentísimos jóvenes van avanzando y descargando sus armas, y tan certera la puntería de los más, que caen cuatro enemigos muertos, en seguida el oficial, y los demás voltean las espaldas y huyen. Ent re tanto los soldados que andaban dispersos por el pueblo van viniendo a todo correr y rodeando al Dr. Sarasti, quien a medida que se van formando las compañías las va distribuyendo por donde conviene rechazar a los contrarios. Puede decir­se que no hubo orden ninguno de batalla; no hu­bo más plan que el de llenar las necesidades del momento; todo lo hicieron la serenidad y perspi­cacia de Sarasti, la prontitud con que era obede­cido y el denuedo extraordinario con que todos combatieron. Bl enemigo había colocado su ar­tillería sobre una altura que domina todo el pue­blo, y descargaba cañonazos sin cesar; pero tan desmañados anduvieron los artilleros, que no pu­dieron causar n ingún daño. Más de 600 comba-

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tientes contaba Echeverría, y formando el centro ele su línea de batalla la expresada altura, la ex­tendió a diestra y siniestra en una extensión considerable. La escasa fuerza del Dr. Saras-ti; compuesta más bien de pelotones que ele compañías, se puso frente a frente de la contra­ria, río al medio; pero las más de ellas tenían árboles tras los cuales resguardarse, y aun podían descargar sus fusiles sobre seguro. Por eso el comandante Bladio Rivera, que mandaba la dere­cha, dice en su parte que había colocado sus gue­rrillas de manera que pudieran ofender sin ser ofendidas. Cien hombres del ala izquierda del enemigo habían logrado pasar el río 5- comenza­ban a ascender al pueblo para atacar a los nues­tros por retaguardia; pero Rivera conjuró el peli­gro con audacia tal, que los cien soldados fueron puestos en completa fuga, dejando algunos cadá­veres. Cuando los nuestros destinados a obrar en el centro, trataron de ocupar la casa de que hemos hablado, la hallaron en poder de una nu­merosa guerrilla enemiga; mas la echaron de allí a viva fuerza. Desde este punto los tiros eran terribles para el centro de los dictatoriales, a quienes se les hizo imposible el paso del puente. Eos soldados de Echeverría peleaban con extraor­dinario coraje, y quién sabe cuál hubiera sido el éxito del combate si hubiesen tenido otros jefes y oficiales! E l enemigo resistía fuertemente en su centro y costado derecho; las cápsulas de los res­tauradores se iban agotando; los momentos eran angustiosos, y era preciso un esfuerzo supremo para decidir la lucha. Sarasti ordena entonces que una compañía del ala izquierda de su tropa pase el río y tome por retaguardia al contrario; pero con rapidez, con la velocidad del rayo, si

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posible fuere, Bs obedecido: un grupo de jóve­nes del Escuadrón Sagrado da este paso audaz; los dictatoriales son sorprendidos por las espaldas; creen que es numeroso el cuerpo que los ataca, 3-se declara la derrota de la derecha del enemigo, Sarasti, que la advierte, cree llegado el momento de un violento ataque por el centro; ordena lle­varlo a Folleco, Manuel Sarasti, Alejandro Sevi­lla y otros jóvenes del Escuadrón Sagrado, y él mismo, arrebatado de entusiasmo, baja con ellos al puente; pasan lo, atacan, vencen. Cuando su­ben a la altura ocupada por la artillería, hallan que los vencedores de la derecha se habían apode­rado ya de los cañones y apresado la brigada que los manejaba. La pérdida del enemigo fué com­pleta. Echeverría, Ortega y los demás jefes, ordenado el fusilamiento de Brazo y los otros prisioneros de Chambo, conforme a la orden de Vein ternilla, fueron de los primeros en la fuga. Nosotros los vimos asomar a rompecinchas por las alturas de Ambato, y, sin tocar en la ciudad, tomar la carretera para Quito. Bl combate, co­menzado a la una de la tarde, duró tres horas, durante las cuales dejó el enemigo más de cin­cuenta cadáveres y casi igual número de heridos, ( 1 ) Once muertos y ocho heridos tuvo la corta hueste restauradora, que se cubrió de gloria. En t re los primeros se contó el valiente y pundo­noroso joven cuencano Benigno Flor, que cayó en el primer encuentro de las dos avanzadas.

(1) L,a tarde después de la victoria y al siguiente día se recogieron 47 muertos; pero posteriormente se re­cogieron otros entre los matorrales y en las orillas del río. Hay quien cree que el número fué muy superior al que asentamos en el texto, y es verosímil.

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jCuándo eu los brillantes arreos de estas victorias no viene mezclado el tristísimo crespón! ¿Cuándo faltan lágrimas que acibaren la miel del placer de los triunfos guerreros?

Todos los elementos militares y bastantes prisioneros cayeron en poder de los nuestros.

La precipitación de la fuga impidió el fusila­miento de los prisioneros, y no debemos omitir el acto de generosa abnegación del capitán Brazo, cuando un oficial Naranjo se aprestaba a ejecutar la bárbara disposición de Echeverría: pidió con instancia que se le fusilase a él sólo y se perdo­nase a sus compañeros.

Bl 29 lo pasó el Dr. Sarasti (a quien parece que desde esta jornada se le comenzó a dar for­malmente por sus compañeros el tratamiento me­recido de general) en Quero, y aquí recibió la noticia de que el general Salazar andaba por las cercanías de Riobamba, burlándose de Yépez, quien, al saber el suceso de Quero, era seguro que abandonaría la ciudad. Juzgamos que habría convenido la inmediata partida del general Saras­ti para acabar con él, lo cual habría sido muy fá­cil una vez unidas las fuerzas del Centro y Sur. Mas no lo tuvo a bien y el 30 bajó para Ambato a dar descanso a sus soldados y esperar a los he­roicos expedicionarios del Sur.

C A P Í T U L O XIV

LA EXPEDICIÓN DEL SUR

Kl general Dr. don Francisco Javier Salazar se ha colocado por sus indisputables merecimien­tos entre los ciudadanos más conspicuos del Ecuador. Hijo de Quito y muy joven aún, cur­saba ciencias públicas en la Universidad de esta capital, cuando, llevado de su vocación a la mili­cia, sentó plaza de cadete. Pero ¡cosa notable! no abandonó los estudios científicos y literarios, y a ellos consagraba asiduamente las horas que le dejaban libre las ocupaciones prescritas por las Ordenanzas. Con las insignias de Teniente de ejército se presentó a recibir de la Corte Suprema la muceta de Doctor en leyes. Continuó estu­diando e ilustrándose; se consagró a las lenguas extranjeras, y llegó a familiarizarse con el fran­cés y el italiano, el inglés y el alemán. H a he­cho algunos viajes a Buropa, uno de ellos como Ministro diplomático. Bn estas excursiones no ha perdido su tiempo: ha estudiado el arte de la guerra, indispensable para su profesión, y al mismo tiempo los varios métodos pedagógicos. Publicó un libro sobre esta materia, y algunos

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cuadernos de táctica militar, que sirvieron para la organización del ejército en la época del Go­bierno de García Moreno. H a hecho también muchas publicaciones literarias y aun poéticas de mérito. Al mismo tiempo que ascendía en ilus­tración, subía, por sus servicios en el ejército, en el escalafón militar, hasta obtener las estrellas de general. Bra Ministro de Guerra y Marina cuando aconteció el crimen del 6 de agosto de 1875. La calumnia se esforzó en vano en man­charle, atribuyéndole participación en ese atroz asesinato—ja él que fué uno de los más firmes amigos de la víctima, y que persiguió de muerte a los asesinos! ¡De qué no es capaz la lengua de la calumnia hija de las envenenadas pasiones de bandería! Después de aquel asesinato y del suce­so del 2 de octubre del mismo año, en que el ra­dicalismo comenzó a agitar a su manera la políti­ca del Bcuador, la situación del general Salazar era por extremo delicada, y, tomando precaucio­nes para evitar la acción del odio de sus enemi­gos políticos, salió del país, y fué a dejar correr su vida de emigrado en la hospitalaria tierra del Perú. Salazar, como toda su familia, pertenece a la escuela conservadora genuina, a esa escuela que busca y acepta todas las libertades fundadas en los principios católicos emanados de la Razón divina y sancionados por veinte siglos; a esa es­cuela que quiere la república fundada por el ejercicio de todos los legítimos derechos del pue­blo y sustentada por la práctica leal de todos los deberes; a esa escuela que quiere constitución 3' leyes nutr idas de justicia; a esa escuela que pro­clama el principio de autoridad, sin el cual los códigos más justos y sabios son letra muerta y la libertad mentira; a esa escuela amiga de la ver-

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dadera civilización y del progreso de todo lo bue­no y útil, de todo cuanto sirve para mejorar la condición humana en la tierra sin olvidar su des­tino eterno fuera del mundo: no a la escuela con­servadora fingida por los liberales para buscar por este medio nada honroso la mengua y el descrédito de sus contrarios: escuela de fanatis­mo, de oscuridad, de terror, de retroceso, y que no existe sino en la mente de los que la han in­ventado y de muchos que los siguen a ojos cerra­dos—liberales, sin saber qué cosa es liberalismo, enemigos del couservatismo sin conocerle ni por el forro.

Ved por esos cuatro rasgos lo que es el ge­neral Salazar, caudillo denodado de la expedición del Sur.

Como la dictadura del general Yeintemilla no era un misterio para los ecuatorianos desde antes que fuese proclamada, se meditaba, desde entonces también, en los medios de combatirla. Con este motivo se estableció en lyima una Jun ta compuesta de los Sres. general Salazar, Dr. D . Ramón Borrero, Dr. D. Vicente Paz, Dr. D. Agustín Yerovi, Dr. D. Rafael E. Jaramillo y otras patriotas desterrados. E n junio de 1882, esto es tres meses después del golpe de estado, y cuando la reacción había comenzado en Esmeral­das, los individuos que componían dicha Junta trataban de conseguir armas para organizar una expedición que secundara aquel primer movi­miento salvador. Se necesitaba dinero para com­prarlas, o firmas que garantizasen el pago, y de haber negado la suya se acusa al Sr. don Pedro Carbo. Graves dificultades retardaron la ejecu­ción del pntyecto. Ellas son con frecuencia se­ñales de que lo que quiere hacerse es bueno y

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grande. Al fin por el mes de octubre se reúne de nuevo la memorada junta, aumentada con el Sr. don José M. P. Caamaño, que poco antes ha­bía llegado a Lima desterrado por el Dictador, y se decide formalmente llevar acabo la expedición. A mediados de octubre el general Salazar se ocu­paba activamente en Piura en organizaría. Aquí fueron invitados a tomar parte en ella algunos otros desterrados, pero los más se abstuvieron de hacerlo por divergencia de principios políticos, como si entonces se hubiese invocado por los expedicionarios otro principio que la libertad del Bcuador. (1) ¡Oh pasiones ele bandería, que ha­céis del egoísmo todo y de la patria nada! Las autoridades peruanas, incitadas por los agentes de Veintemilla, trataron de coartar la expedición confiscando las pocas armas destinad as a ella; pero el general Salazar, su Srio. don Pacífico Ar­boleda y el Sr. D. Reinaldo Flores, pudieron vencer esta dificultad, y a principios de noviem­bre el primero, con muy pocos compañeros, pudo salir de Piura y aproximarse a la frontera ecua­toriana. Pocos días después le seguía el Sr. Flo­res con algunos más. Reunidos todos, el gene­ral Salazar les pasó revista: ¡eran 24, inclusos los jefes! «Bsta expedición, dijo entonces rién­dose el ilustre caudillo, es la primera calaverada de mi vida». Hay calaveradas heroicas que dan

( l ) Por esos días uno de los desterrados escribía a su familia disgustado de que los terroristas tuviesen par­te principal en la expedición. En efecto ni él ni sus compañeros formaron en sus gloriosas filas; pero se res­tituyeron a sus hogares en cuanto las puertas de la patria les fueron abiertas por manos terroristas.

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resultados admirables. Calaveradas como la del general Salazar se vieron todos los días en la guerra de la Restauración, como lo vendrá advir­tiendo el lector. Pero cada uno de esos 24, ani­mado de extraordinario entusiasmo y resuelto a no retroceder ante n ingún peligro, valía por diez o veinte de los soldados dictatoriales.

E l diez de noviembre, después de un vitor a la patria y de una terrible imprecación contra la Dictadura, los expedicionarios atravesaron el Ma­cará. Estaban en el teatro de la guerra, 3' todavía no veían la estrella que los guiaría en él.

E n el pequeño pueblo de Macará dictó el general Salazar el mismo día el siguiente decreto:

«Considerando.—19 Que el incalificable gol­pe a las instituciones patrias dado por el general don Ignacio de Vein ternilla, al expirar su perío­do constitucional, ha hecho pasar a la República del aparente régimen legal que imperaba, a la más ominosa esclavitud; —29 Que tan anómalo estado de cosas no sólo es funesto a la libertad fundada en la justicia, por la cual se han derra­mado torrentes de sangre, sino que también pre­senta al pueblo del Ecuador, hijo de Colombia, la famosa madre de la independencia sudamericana, ante el concepto de las demás naciones, como una tribu de ilotas, sin conocimiento alguno de sus derechos;—39 Que es menester lavar esta man­cha humillante y afrentosa que el general Vein-temilla ha estampado sobre la frente de los ecua­torianos; y—49 Que en tal sentido, es deber de todo ecuatoriano secundar los actos heroicos y las hazañas de los patriotas del Norte, Centro y Oeste de la República, que luchan sin descanso por restablecer en ella la constitución y las leyes, rotas impunemente por la Dictadura.—Decreto:-

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Artículo 19.. Bn esta fecha abro, con las fuerzas de mi mando, operaciones militares por el Sur de la República. —Artículo 29 Todo individuo que directa o indirectamente favorezca la causa de la Dictadura, poniéndose pública o privadamente en relación con las tituladas autoridades que la obedecen, será juzgado militarmente y castiga­do con arreglo a las disposiciones del código res­pectivo.—Dado &.»

Seguramente el general Salazar quería suplir en alguna manera lo débil de las fuerzas expedi­cionarias con atemorizar a los enemigos por me­dio de enérgicas amenazas; las necesidades de la guerra obligan a todo; pero no aprobamos ese decreto. Puesto en práctica, la historia de la campaña del Sur habría tenido páginas salpicadas de sangre, no derramada en combates, sino en el cadalso político; no ejecutado, como felizmente no se ejecutó, era del todo inútil , y creemos que cuanto tiene este carácter debe ser alejado de ob­jetos en que, como en la guerra, todo debe ser práctico y encaminado rectamente al fin para que se hace.

Kl 12 el Sr. Flores, que comenzaba a desem­peñar el cargo de Jefe de Estado Mayor, con el grado de coronel, toma diez hombres, y con ellos cae como un rayo en Cariamanga y ahuyenta la guarnición veintemillista acantonada allí. Bsto dio a los nuestros la medida de lo que eran las tropas del Dictador que guardaban los pueblos del mediodía, y se robusteció la confianza de ven­cerlas: los 24 eran un ejército.

Bo justo y noble de la causa que éstos venían a defender y la simpatía que engendra siempre el heroísmo, atrajo algunos voluntarios, y el ge-

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lierai Salazar mandaba ya a 32 soldados, cuan­do el enemigo le buscó, camino de Zaruma, con un cuerpo de cerca de 500 plazas. ¿Qué eran aquéllos contra éstas? Un gorrión en pre­sencia de nií águila; y sin embargo, el gorrión infundió miedo a su formidable enemiga: los 500 retrocedieron y vinieron aceleradamente a juntarse con 300 soldados que se hallaban acuartelados en Cuenca. Asegúrase que el jefe veintemillista recibió orden de no librar comba­te y de replegarse a la capital del Azua}', como lo hizo; y si hubo tal disposición, ella podía disculpar en cierta manera tan inopinada y ex­traña evolución; pero por desgracia para esa gen­te y sus jefes, la cobardía que después mostraron anula toda justificación. Dios, que quiso poner término al poder tiránico de Veintemilla, aceró el corazón de los restauradores 3̂ desnudó de va­lor el de sus contrarios: he ahí la explicación más aceptable de la conducta de unos y otros.

Bl 16 ocupó Lo ja el general Salazar con sus 32 compañeros. Los lojanos los recibieron con muestras de alegría; se prestaron muchos a tomar las armas, y se organizó formalmente una regu­lar columna, aunque no toda bien equipada. Aquí se incorporó con los expedicionarios don R a y m u r d o Peiger, que junto con los coroneles Dolcey Patino, César Guedes, Guillermo Ortega, el Sr. Ángel Polibio Chaves, Dr. Alberto Muñoz y Nestorio Viteri, había reunido un piquete de voluntarios para favorecerlos, pues era ardiente enemigo de la Dictadura. Fué acogido con los bra­zos abiertos, y en una modesta comida que tuvo con sus amigos brindó con las siguientes pala­bras que han llegado a ser dignas de memoria, porque encierran una predicción que se cumplió

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muy pronto con la muerte de quien las profirió: «Compañeros: mi padre sucumbió combatiendo por la independencia de Hungr ía ; ¡plegué al Cielo que a mí me conceda la gloria de morir combatiendo por la libertad del Ecuador!»

Bl Conde de Peiger, húngaro de nación, había sido contratado por el Dr. don Antonio Flores en los Estados Unidos, en 1871, para que viniera a servir como ingeniero civil en el Ecua­dor. Poco tiempo después se retiró del servicio y partió a Norte América y Europa; pero diez años más tarde le veíamos en Zaruma, empleado en la Compañía minera que trabaja en ese rico territorio. Aquí estaba cuando su entusiasmo por la libertad le hizo tomar las armas en nuestra guerra, hasta sacrificarse noblemente por su ído­lo. La causa de la libertad es la causa de todos los corazones generosos: Peiger vino a probarlo entre nosotros.

Corrieron asimismo, llevados de noble ardor patrio, a engrosar las filas restauradoras, muchos jóvenes cuencauos, entre ellos don Luis Vega 3' don Manuel María Burrero, hijo del Presidente de la República despojado por Vein ternilla. ¡Los jóvenes, en todas partes los jóvenes empuñando el remington para volar los primeros a los com­bates contra la dictadura! ¡Esto es hermoso y noble!

El 3 de diciembre los expedicionarios levan­taban el real de la ciudad de Loja y tomaban camino de Cuenca. Venía entre ellos (en nada falta jamás algo malo, especialmente si se trata de milicias) el coronel Flavio Ortiz, hombre irascible y pendenciero, quien llevado de estas fa­tales inclinaciones, riñó de palabra con el Te­niente Coronel Manuel García Moreno; mas no

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satisfecho del desahogo con la lengua, se propasó a darle un balazo y le tendió muerto. Este ase­sinato, que podía traer muy dañosas consecuen­cias para el pequeño ejército, requería pronto y ejemplar castigo. ¿Dónde allí un tribunal ordi­nario para entregarle el reo? Mas las ordenanzas son leyes competentes para el caso: el general Salazar junta un Consejo de Guerra, sométele el criminal, que es sumariamente juzgado, y se le condena, y se le fusila, ( i )

Después de este acto de justicia, terrible pero preciso y saludable, los restauradores continúan la marcha, y el 14 acampan a 3 leguas de Cuen­ca. Kn el tránsito han ido afluyendo a sus filas grupo tras grupo los hijos del Azuay, y son ya cerca de 300, aunque la mayor parte casi desar­mada.

Hallábase de Comandante de armas de la plaza el Sr. don Carlos Ordóñez, que, ¡flaca y triste condición del hombre!, se había dejado arrastrar por la tentación de adherirse al bando dictatorial, y mandaban los 800 hombres de la guarnición el Coronel Ramón Pesantes y el te­niente coronel José María Urvina Jado. Un día hubo en Cuenca grande agitación y muchos la­mentos: las familias estaban alarmadas y unas cuantas madres lloraban la pérdida de sus hijos pequeñuelos, pues el dicho teniente coronel hacía tomar con sus soldados niños de 7 a 10 de edad y encerrarlos en un cuartel. Dícese que llegó a

( l ) Según uno de los Académicos a quienes enco­mendó el Sr. Mera la revisión de la presente obra, el irascible era García Moreno. De Ortiz dice que fué «sa­gaz, valiente y bien educado».

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reunir 40, que los destinaba para pajes en varias casas de Guayaquil . Felizmente los más pudie­ron salvarse por mediación del Sr. Ordonez, y fueron pocos los llevados a la costa. ( 1 )

Estos valientes raptores de niños fueron amilanados por el general Salazar y sus 300 sol­dados. Cuatro días pasaron éstos en los subur­bios de la ciudad, provocando temerariamente al enemigo. Hubo jóvenes que llevaron su arrojo hasta penetrar en las calles, con menosprecio de las avanzadas de la guarnición. El general Sa­lazar vio que era inútil aguardar una salida del contrario, y resolvió seguir internándose. Pudo haberle atacado en la población; pero, ya lo he­mos dicho, la ma}Tor parte de su gente no tenía buenas armas, y aun los que cargaban fusiles de precisión tenían escasa dotación de cápsulas. Bu tal caso las ventajas estaban casi todas del lado del enemigo. Además, la ciudad habría padecido mucho con un combate dentro de ella, y en caso que hubiese triunfado la tropa dictatorial, ¡pobre C u e n c a ! . . . .

Salazar abandonó, pues, las vecindades de Cuenca y atravesó sin n ingún inconveniente las poblaciones del Norte. Azogues y Cañar se pro­nuncian a su paso y le prestan los auxilios que pueden. El 24 acampa en las cercanías de Alausí.

E l lector debe recordar que el coronel Víctor Fiallo, enviado por Salvador, partió a este cantón con 50 veteranos, que debían servir de base a la formación de una columna de 100 plazas. Cua-

( l ) El nombre de Urvina sirve todavía en Cuenca para espantar a los niños y corregir sus travesuras.

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renta había podido reclutar y armar, y con su descabalada columna, mas perfectamente equipa­da, guardaba el lugar que se le había confiado, esperando cada día, para movilizarla, alguna or­den del jefe de Cuenca. Bsta no venía; Fiallo, sin embargo, no ignoraba la situación de la ciu­dad y la de las tropas restauradoras acantonadas a sus puertas; supo al fin que estas habían sido movilizadas con dirección a Alausí, tomó algunas precauciones para evitar una sorpresa, y esperaba noticias ciertas de la aproximación del enemigo para resolverse a obrar como le aconsejasen las circunstancias. Probablemente habría optado el replegarse a Riobamba para engrosar con sus 90 soldados la columna de Yépez. Mas en la noche del 24, noche por extremo oscura, en la cual por esta causa no sospechaba peligro, le asordan re­pentinas descargas. 50 hombres mandados por el general Salazar, bajo las ordenes de Reinaldo Flores, habían atacado la plaza. Desorientados por la oscuridad, los contendores descubren recí­procamente sólo por los fogonazos dónde está el enemigo. La confusión es terrible y corren peli­gro de herirse a sí propios. Conócese, con todo, que los dictatoriales se replegan a la plaza del pueblo, y los restauradores, aquí golpeándose contra una tapia, allá ca3'éndose, más allá apo­rreándose con las propias armas, avanzan en di­rección del centro enemigo, impelidos de irresis­tible coraje y temeridad. Kra una lucha de fantasmas. Al cabo ele pocas horas comenzó a clarear el alba y a distinguirse y conocerse las personas. La tropa dictatorial, ya en desorden, acaba de desbandarse; pero es perseguida 3̂ caen muchos prisioneros. E n seguida el general Sa­lazar con el resto de su gente se une a los vence-

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dores y recoge bastantes armas y cápsulas. Auxilio muy oportuno, pues le sirve para armar convenientemente la parte de su batallón que no traía fusiles.

Bn Alausí le dieron alcance venidos desde Cuenca, los Sres. Antonio Vega, Roberto Dávila, Benjamín Lozano y cinco colombianos; e incorpo­rados estos ocho, y después de un descanso dedos días, que fueron necesarios para adquirir noticias seguras acerca del número y calidad de la guar­nición de Riobamba y, sobre todo, acerca de la situación del Dr. Sarasti, el general Salazar dejó Alausí y continuó su derrotero. Ora por los ca­minos usados, ora a campo travieso, inclinándose siempre al oriente y procurando no pisar terreno en que las fuerzas dictatoriales pudieran sorpren­derle y obligarle a una lucha desventajosa, el caudillo del sur guiaba su pequeña tropa con ad­mirable tino. Anduvo por el territorio de Cham­bo casi pisando las huellas de Sarasti en las vís­peras del combate del 6 de noviembre, y el 31 de diciembre tuvo, al fin, que detenerse en las cer­canías del puente de Puugalá para lidiar con Yépez que trataba de impedirle el paso. Mas el general Salazar, fuera de su gran superioridad sobre el jefe contrario como soldado, contaba ya con otras ventajas no pequeñas: el sitio que ocu­paba le era favorable, tenía su gente mejor arma­da que en Cuenca, la derrota de Quero, cuya noticia había llegado a Yépez el día anterior, había descorazonado a su tropa y dado mayor aliento a los expedicionarios. Así, pues, tras un corto tiroteo, en que el jefe dictatorial conoció la superioridad de su contrario, le volvió las espal­das; y como corriese luego la nueva, muy verosí­mil, de que el triunfador de Quero venía en

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volandas a juntarse con Salazar, para dar ambos sobre él, no creyó prudente el detenerse en Rio-bamba, y se pasó de largo, camino de Guayaquil. Al siguiente día el general Salazar ocupaba Rio-bamba en medio de entusiastas aclamaciones.

E l comienzo del año 83 no podía ser mejor. Bste año estaba destinado por la Providencia a presenciar el coronamiento de su obra redentora, después de los heroicos esfuerzos de los patriotas que ella visiblemente dirigía.

Bl 2 siguió el general Salazar su camino, limpio ya de todo peligro, y el 3 entró en Ambato y unió sus fuerzas a las del general Sarasti que las esperaba.

C A P I T U L O X V

CAMPANA DE QUITO. EL 8 DE ENERO

Los generales Salazar y Sarasti se felicitaron mutuamente v se dieron breve cuenta de sus principales operaciones contra el enemigo común; y luego a solas conferenciaron largamente acerca del plan que convenía adoptar para la continua­ción de la campaña, o más bien sobre la que jun­tos iban a abrir sobre la capital.

Bs cosa que honra mucho a entrambos jefes verlos desnudos de orgullo, no obstante la justa nombradía ganada por el uno que a fuerza de valor, constancia y talento militar, ha dado en tierra con el poder dictatorial en las provincias del centro, y por el otro que acaba de llevar a término una expedición de cien leguas, llena de dificultades y peligros y digna de los tiempos ele Bolívar; verlos sin celo pueril ni desconfianza n inguna ponerse acordes para llevar juntos sus huestes contra la Dictadura cuyos< cañones los aguardan en Quito; verlos, liberal el uno y con­servador el otro, obrar sin embargo cual si fuese una sola la enseña de sus principios, fijas las mi­radas de sus almas en el único objeto que los ha

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puesto eu el teatro de la guerra, la salvación ele la patria!. . . .Seau cuales fueren las condiciones a que el vaivén de la política traiga después a esos dos caudillos, sus servicios a la patria y su porte modesto y noble en la conjunción de sus fuerzas, pensamientos y aspiraciones en la me-morada ocasión, son páginas que la historia del Ecuador guardará cuidadosa para enseñanza de otros jefes.

El ejército reunido en Ambato presentaba aspecto bastante extraño; los vestidos eran varia­dos en colores y hasta en formas; rara persona llevaba alguna insignia militar, y el único distin­tivo comúnmente adoptado era una cinta en el sombrero, blanca v azul, v con el lema Libertad y Orden. La tropa del general Salazar traía, excepto los jóvenes principales, el vestido roto y sucio, señales de los trabajos y penurias del dila­tado camino,

E l 4 por la tarde 3- la mañana siguiente par­tieron las tropas a Latacunga, por pelotones y en completo desorden. Esto puede atribuirse a que era gente sin n inguna disciplina militar: no sabía otra cosa que tirar bien sus armas, presentarse al peligro con extraordinario valor, y ser dócil a los jefes en los momentos del combate. La acometi­da de un grupo de esos soldados que no tenían trazas de serlo, era siempre terrible; mientras sus enemigos atendían al toque de la corneta, ellos cargaban a las voces con que mutuamente se ani­maban: ¡«Adentro, muchachos! ¡Avancen!»; mientras los enemigos se cuadraban, ellos herían. Esto explica en parte la destrucción de las nume­rosas tropas de línea de la Dictadura: ¡éstas se componían de verdaderos soldados, mas las con­trarias de verdaderos valientes, y hasta de teme-

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rarios. Pero volviendo al desorden de que hablá­bamos, fuerza es decirlo, tuvo también otra causa: el placer de los triunfos, de verse al fin todos reunidos, y los votos de morir combatiendo con­tra el enemigo común, destaparon más botellas de lo que habría sido menester. Gran parte de los soldados y algunos'oficiales subalternos tenían los sesos medio revueltos; y si, en verdad, no se propasaron a causar daño ninguno en la pobla­ción, ni hubo entre ellos pendencias de palabras ni de manos, se expusieron a cometer graves per­juicios y aun crímenes, con el sinnúmero de tiros que hicieron a tontas y a locas, (i ) De aquí re­sultó, cuando menos, el desperdicio de cápsulas, que a la sazón tanto se necesitaba economizar.

Kn Iyatacunga se incorporó un batallón de 200 hombres, en Macuachi se presentaron unos 50, y, al fin, el 7 acampaban cosa de 800 en la hacienda llamada Conde, cerca de Quito. Los alegres y desparramados se hallaban reunidos, sin que faltase uno solo, y no solamente listos para la batalla, sino deseosos de emprenderla cuanto antes. De la ciudad se vino a incorporar alguna gente; por qué no fué mucha se verá en las líneas siguientes.

Se sabía que en el Norte los Sres. Dr. Lizar-zaburu y coronel Landázuri , alentados por los felices sucesos del Centro y la expedición del Snr, se habían puesto de nuevo en armas; que éste había obtenido un triunfo en La Banda^ y otro aquél en el Pisque; que juntos los dos se

( l ) El mismo autor de la presente historia se esca­pó de ser muerto por los repetidos tiros que le dirigió un soldado borracho.

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venían hacia Quito para obrar de consuno con sus compañeros del Sur; pero que traían escaso número de cápsulas. Bsto angustiaba el ánimo de los patriotas de Quito, y.andaban tras un me­dio de llenar tan apremiante necesidad. ¿Pero cómo? ¿Dónde estaban esas cápsulas? Bn los parques del Dictador; y esos parques estaban en el centro de los cuarteles, y los cuarteles estaban rebosando de soldados. Aquí, allá, en todas partes se juntaban grupos de hombres provectos y de jóvenes para discutir sobre tan arduo asunto; indicaciones, consejos, planes, propósitos, todo caía ante la dificultad de penetrar en esos depósi­tos de gente y armas, o de extraer éstas por me­dios furtivos. Pero se habían olvidado de un auxiliar que iba a facilitarlo tocio: de Dios.

D. Leopoldo Salvador, que vio la Dictadura en agonías, emprendió operaciones verbales, por ver de lograr con ellas lo que juzgaba no poder conseguir con las armas; pero era harto difícil que hombre que tanto daño había causado al país, o que a lo menos había contribuido a que lo cau- • sara Veíntemilla, hubiera alcanzado gracia de los jefes restauradores hasta venir a encuadernar sus pretensiones personales con las nobles miras que a ellos obligaran a guerrear con tenaz empeño. Para hacer más eficaces sus gestiones, movió Sal­vador todas las fuerzas- de la guarnición hacia el Sur, en son de buscar al enemigo para combatir­le; mas en verdad para que le proclamasen y poder mostrarse a los restauradores desprendido 3'a del Dictador; pero ni esta idea halló acogida en las tropas, ni las pretensiones del infiel desig­nado fueron oídas como decorosas y aceptables por los jefes contrarios.

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Afueras de la ciudad estaban ya todos los cuerpos, y era el menos alejado el batallón Tira­dores del Norte, que se había detenido en el puente de Machángara, cuando Salvador, descon­certados sus proyectos, y alarmado con la noticia de que había estallado una revolución y el pueblo caía en los cuarteles y rendía la poca gente que guardaba el parque, dio orden de con tram arch ar a trote.

Bra cierta la noticia. Los patriotas que atis-baban la ocasión de hacerse con los fusiles y cáp­sulas que necesitaban, ven francas las puertas de los parques; júntanse prontamente, pues la voz convocadora vuela por todas las calles y casas; ya hay grupos numerosos en muchas partes; los jó­venes se arman y aprestan; los viejos no niegan su concurso, y hasta las mujeres y los muchachos toman parte en el rápido movimiento; el pueblo deja sus talleres. Aquí rodea parte de él al an­ciano don Mariano Calisto — el amor a la liber­tad le ha quitado el peso de los años, y compite con los mozos; allí otra parte se pone a las órde­nes de don Roberto Espinosa y el Dr. don Anto­nio Arcos; mas allá los abogados Dr. don Carlos Casares y Dr. don Francisco Andrade Marín se convierten en jefes de otras partidas. Pero muy pocos están armados, y un pelotón que tiene al­gunos fusiles y puede combatir, corre a la Peni­tenciaría a quitar a la guardia los que tiene. Atacan, bregan; mas cae muerto el Sargento Mayor Gumersindo Pino, y mortalmente herido el simpático joven don Joaquín Saa, y mal heri­dos también el capitán Balbín y un hombre del pueblo. Los cuatro que sobran, así rechazados, bajan al Hospital de San Juan de Dios; en la calle se les incorporan otros valientes; logran

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desarmar la guardia de aquella casa de caridad, y armados con sus remingtons se lanzan al centro de la ciudad y se juntan con el grueso de la im­provisada tropa. E n el cuartel de artillería está gran parte del parque; pues a él! La guardia no opone resistencia a más de cuatrocientos que la intiman rendición. Un solo soldado dispara unos cuantos tiros y hiere a uno de los invasores, uno de éstos le contesta con otro y tiende sin vida, ( i ) LOS fusiles que hallan no son numero­sos, pero sí las cápsulas. Los cajones que no pue­den ser llevados en hombros, son rotos, y todos se arrebatan del modo que pueden los codiciados proyectiles.

Son las once del día; los Tiradores del Nor­te, famosos por su latrocinio y crueldad, están ya cerca, y se oyen las descargas que echan a los pelotones de jóvenes y de hijos del pueblo que parten en distintas direcciones, cargados de cáp­sulas. Los más de éstos desaparecen por diver­sas calles al norte de la ciudad y como tragados por las casas donde van a ocultar su botín. Kl artesano Cruz Pazmiño, mozo laborioso y honra­do, que incitado de su propia madre corrió a to­mar parte en la empresa, ha sido de los más acti­vos en penetrar al cuartel; afecto a los jóvenes, les facilitaba la apertura de los cajones y les lle­naba de cápsulas los bolsillos y pañuelos. Salen los últimos a quienes ha provisto de ellas, cuando los tiros del enemigo suenan en la calle vecina; grítanle que se apresure a fugarse; pero él con­testa: «Sálvense U.U. ! Yo no me voy sin esto».

( l ) Esto ocurrió en la caballeriza del Palacio.— (Observación de uno de los Académicos revisores.)

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Y al salir del cuartel con un cajón de cápsulas al hombro, cae y muere atravesado de balazos.

Bra imposible resistir a ese batallón y al grueso del ejército que le seguía. Un corto pelo­tón, sin embargo, osa detenerse en la plaza ma­yor y contesta con algunas descargas; pero el enemigo puede pasar de las Cuatro esquinas, to­mar la calle de San Agustín y fusilarle por un flanco; es preciso huir, y huye con dirección a San Blas. Las guerri l las dictatoriales persiguen de muy cerca a los fugitivos. Estos se dividen: la mayor parte con el Dr. Andrade Marín toma la calle del Ejido; cuarenta siguen al Dr. Casares por la loma de Ichimbía; desde allí contestan, huyendo y tirando, las descargas enemigas. Mue­re el joven Carlos Pallares, algunos son heridos, 3̂ vuelto a dividirse el grupo de los 40 siguen escondiéndose o fugándose y desorientan a sus perseguidores. A las cuatro de la tarde se reti­raban éstos a sus cuarteles.

Al día siguiente algunos jóvenes se lavaban, acepillaban pantalones 5- levitas, daban lustre a los botines y volvían a la ciudad, cual si nada hubiesen hecho. Y a fe que habían hecho tanto, que, a nuestro juicio, aseguraron e l t r iunfo del día diez. Sin cápsulas ¿qué habría sido de nues­tros guerreros del Norte en ese día?

C A P I T U L O XVÍ

ULTIMA CAMPAÑA DEL NORTE

Los repetidos desastres sufridos por los res­tauradores en las provincias setentrionales, ha­bían desalentado a la mayor parte de ellos, y puestos los ojos del pensamiento en el Dr. Sarasti y sus compañeros, apenas conservaban alguna vislumbre de esperanza. Bntre los pocos que más bríos mantenían se contaban los jefes Lan-dázuri y Orejuela.

A mediados de octubre, esto es después del descalabro de Cayambe sufrido por el primero, juntos los dos allegaron alguna gente, la armaron con los remingtons que Landázuri había podido salvar y ocultar por los campos, y ocuparon el sitio llamado lava. Su propósito era mantener un campo volante y distraer al enemigo sin librar combate, a fin de que el Gobierno dictatorial no tuviese libertad de reforzar sus fuerzas del Cen­tro.

Orejuela y lyandázuri crej^eron que no po­dían ser atacados en el punto que ocupaban en­tonces; pero las autoridades militares de Tulcán. se pusieron de acuerdo con las de Ipiales, que.

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desde los principios de la reacción contra Veinte-milla se mostraron hostiles a ella, y convinieron en que aquéllas debelarían la pequeña tropa res­tauradora, y éstas enviarían guardias nacionales a las orillas del Carchi para desarmarla, en caso de que, como era probable, después de la derrota buscara refugio en Colombia.

Cuando menos lo temían, los jefes de Taya tuvieron sobre sí al enemigo con 2Ò0 hombres. No les fué posible retirarse, y aceptaron el com­bate. Dos horas después eran derrotados dejan­do en el campo tres muertos y dos o tres heridos. Supieron el peligro que les amenazaba en el Car­chi y la orden que los guardias nacionales tenían de quitar las armas a los fugitivos; mal grave, que era preciso evitar a todo trance. Landázuri , calmados los primeros movimientos desordenados de la derrota, se arbitró la manera de ocultar los fúsiles y algunas cápsulas, y los salvó; como se salvaron también él, Orejuela y sus soldados que se desparramaron por el territorio nacional y el colombiano.

Después de la derrota de Chambo, por más que el Gobierno y los dictatoriales se empeñaban en ocultar lo cierto, pintando su victoria como decisiva, y como rematada la destrucción de los restauradores del Centro, en Ibarra y Tulcán se leían cartas y circulaban noticias de lengua que anulaban aquel mentiroso decir. No faltaba no­ticiero que aun se excediese por el extremo con­trario, dando por seguro que Sarasti contaba con mucha gente de guerra y abundantes medios para continuar la campaña. Bstas nuevas reanimaron a los desalentados y avivaron el ardor de los que no habían perdido la esperanza.

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Algunas personas, especialmente jóvenes entusiastas por la Restauración, andaban por los pueblos y haciendas cercanas a Quito, huidos de la persecución, pero acuciosos al mismo tiempo en buscar medios de levantarse en armas. Bl más activo de ellos era don Agust ín Espinosa de los Monteros. Obraba de acuerdo con la Junta revolucionaria de la capital, que le había enviado una muy escasa suma de dinero para compra de fusiles, y que después le incitaba a l a empresa de apoderarse de las armas que el Gobierno enviaba al Norte. Juntáronsele para ayudarle los jóvenes don Eladio Vaidez, don Emilio Echanique, don Carlos Maldonado y el Sr. don Jorge Villavicen-cio. Vino a poco el concurso de los jóvenes Alejandro, Guillermo y José Sierra, y con todos ellos y unos pocos indios se atrevió el Sr. Espi­nosa a asaltar una noche el cuartel del pueblo de Malchinguí, ocupado por 38 veteranos. No lle­gaban a 20 los del asalto; pero fue éste tan bien dirigido y hubo tal valor en el combate, que an­tes que amaneciese estaba rendida la guarnición v los vencedores dueños de algunas armas v mu-iliciones, que harto las habían menester.

E l Sr. Espinosa continuó con rara actividad allegando gente y comprando armas, para lo cual y las raciones de sus soldados no reparaba en gastar sendas sumas de su peculio, con loable generosidad, ( i ) A fines de diciembre o princi-

(1) En un cuaderno intitulado «Relación prolija y exacta de los hechos que tuvieron lugar para la toma del cuartel de Malchinguí & &,» hace memoria de esos gas­tos muchas veces, cuando bastaba una sola.

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pios de enero tenía una columna de pico más de cien hombres.

E l día anterior el comandante Orejuela con unos pocos compañeros, había acometido igual empresa en Cayambe; pero con tan mal éxito, que no sólo fué rechazado, sino heridos él y un joven Corral, que cayó prisionero.

Mientras ocurrían estos sucesos el 23 y 24 de diciembre, el Dr. Lizarzaburu, siempre activo, tenaz y valeroso, y, como valeroso, nunca deses­peranzado por los reveses, pensaba de nuevo en obligar a la fortuna a volverse hacia la causa de la libertad. No contaba con medios ningunos, pero confiaba en que los hallaría en su camino; y como en él jamás el pensamiento deja de con­vertirse en acción, se puso en marcha desde Ipia-les, y el 15 de dicho mes entraba en Ibarra con. los bolsillos casi vacíos y la f u e r z a . . . . ¡de tres hombres! Allí se le juntaron los Sres. don Ru­perto Albuja y D. Elceario Egiiez, valentísimos también y, como el Dr. Lizarzaburu, resueltos a no descansar en la guerra contra la Dictadura. Ocho o nueve mozos del pueblo se les prestaron voluntariamente, y con tan insignificante pelotón se puso en camino para el Sur con el objeto de incorporarse a la columna de Espinosa, cuyos hechos y ventura se le habían comunicado. Bu el tránsito se le unieron unos pocos hombres más, y el 29 llegó a Cayambe con 27 soldados mal armados. E n Cayambe vino a presentársele el coronel Espinosa con sus 111 hombres regu­larmente provistos de armas, y como trajese so­brante de ellas, la gente de Lizarzaburu se puso también en buenas condiciones para una pelea. E l Dr. Lizarzaburu, a quien los soldados dieran el título de general, como pocos días antes a

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Espinosa el de coronel, se puso a la cabeza de la tropa, que contaba cerca de 140 plazas.

Los días 29 y 30 fueron empleados en per­feccionar lo posible la organización de esta colum­na, y en movimientos precisos para evitar un encuentro con el batallón 26, que al mando del general don Rafael Barriga se dirigía de los pue­blos de Imbabura a reforzar la guarnición de la Capital. No sólo era indispensable evitar un en­cuentro en lugar en que el mayor número y mejor disciplina pudieran dar la victoria a dicho general, que mandaba más de 500 veteranos, sino que asimismo convenía colocarse en posición ele poder batirle, para quitar ese auxilio al ejército de Quito.

En este sentido ordenó su plan el general Lizarzaburu, y marchó a boca de noche a ocupar el paso del puente de Pisque. A las ocho de la noche tocó en el pueblo de Otón, y halló que 30 soldados de Cayambe se le habían desertado. Contratiempo grave, atentas las circunstancias; pero era necesario no retroceder, aunque no que­dasen sino diez hombres.

A las tres de la mañana del 31 llegó Lizar­zaburu al lugar designado y distribuyó su gente como convenía. La situación era en verdad muy ventajosa. E l jefe había dado orden de que no se disparase ni un solo tiro mientras no estuviese todo el batallón enemigo en el puente o en la bajada que conduce a él; de este modo se le ponía en condiciones de sufrir un fuego mortífero sin poder contestarlo con ventaja, y era segura su rendición, si no quería ser aniquilado.

A las nueve del día vino a juntarse al gene­ral Lizarzaburu el coronel don Ramón Aguirre, y a prestar a la acción el valioso concurso de sus

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conocimientos militares y su conocido valor. Al principio creyó sin duda atraer con razones al general Barriga y hacerle desertar de la bandera dictatorial. Buen deseo, mas no bastante juicio­so, pues era muy casual hallar jefe, oficial o sol­dado veintemillista que no fuese obstinado, y, sobre todo, al pasar a entenderse con el jefe ene­migo, Aguirre se exponía a hacer abortar el plan de Lizarzaburu, que había comenzado a ejecutar­se. Se le hizo, pues, desistir de su propósito, 3-todos aguardaron en sus puestos al enemigo. (1)

Y aguardaron poco. A las diez 3T media u once del día asomó el batallón 26, 3T comenzó a descender al puente; mas sólo la descubierta ha­bía llegado a él, y contra la orden expresa del general Lizarzaburu, la guerrilla del coronel xAlbuja rompió sus fuegos sobre ella. Ya no era prudente esperar más, 3r las descargas se genera­lizaron, y el combate se trabó con vigor por am­bas partes. No obstante la falta cometida por quienes rompieron los fuegos a destiempo, no le quedaron muchas ventajas a Barriga, y a pesar de los esfuerzos de su gente después de tres horas de combate fué derrotada. Parte de ella había descendido a la playa y trataba de esguazar el río para atacar de flanco a los guerreros libertadores, movimiento atrevido que pudo ser fatal a éstos; pero, ¡casualidad o acción de la Providencia!, cre­cen repentinamente las aguas y no sólo les impi­den el paso, sino que se arrebatan algunos muer­tos y heridos que habían caído a la orilla. Enton­ces retrocedieron en desorden completo. Ca3reron

( l ) Refiérelo el coronel Espinosa de los Monteros en el cuaderno citado.

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algunos prisioneros, entre ellos el coronel Pedro Jaramillo y dos capitanes. El enemigo perdió, además, cosa de 40 hombres entre muertos y heri­dos. Los nuestros tuvieron 4 bajas, incluso un soldado muerto.

El general Lizarzaburu se dirigió con su tro­pa a Guaillabamba, en donde pernoctó, y de allí tomó al día siguiente el camino de Guachalá, a esperar la llegada del coronel Landázuri con su gente, y, sobre todo, noticias de las fuerzas del Sur, para poder disponer con acierto la moviliza­ción de su columna, i Cuál no sería el contento de Lizarzaburu, Aguirre y todos sus compañeros cuando supieron que tres días antes de su triunfo en el Pisque, el general Sarasti había obtenido uno más decisivo en Quero, que el general Sala-zar se le había incorporado en Ambato y que jun­tos marchaban ya para Quito!

La tropa de Lizarzaburu le nombró por aclamación Director de la Guerra, y al coronel Aguirre Jefe Civil y Militar de los pueblos que iban libertando. Dos o tres días después de ha­berse acuartelado en Guachalá, dispusieron los jefes venirse a Cayambe y luego a Otavalo, de­seosos de saber la aproximación de Salazar y Sa­rasti. Al fin tuvieron noticias ciertas de ella, y como el día 9 de enero por la mañana se incorpo­ró el coronel Landázuri con una columna de cer­ca ele 200 hombres, se dispuso la inmediata 3̂ presta marcha a la capital.

Mientras los patriotas desparramados y per­seguidos entre los pueblos del Norte de Pichincha 3' Sur de Imbabura, hacían supremos esfuerzos por llegar a la reacción salvadora, el coronel Lan­dázuri con los Sres. Dr. D. Justiniano Estupiñán, don Quintiliano Sánchez y otros, habían juntado

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alguna gente de la derrotada en Taya y volvieron a abrir operaciones; pero la desgracia volvió tam­bién de nuevo a golpearlos: en el punto llamado La Banda dos veces consecutivas se vieron obli­gados a retroceder, casi en derrota. Con todo, el prestigio del incansable caudillo del Norte man­tuvo fieles a sus pocos soldados, y en estos reve­ses no hubieron de desbandarse.

E l comandante Orejuela, convaleciente de su herida, había podido reunir en Ibarra algunos voluntarios. A ellos vino a juntar los suyos Landázuri en los primeros días de enero, y estas dos cortas fuerzas unidas formaron el batallón que, a su vez, vino a engrosar las que mandaban Lizarzaburu y Aguirre .

E l general Barriga había logrado reunir cer­ca de 200 soldados de su maltratado batallón. Durante la pelea y después de ella había deserta­do la mayor parte. Con esa gente continuó su camino para Quito el 19 de enero. Mas como el Gobierno quisiese ocultar en lo posible el destro­zo de su fuerza, dícese, y muchos lo tienen por cierto, que a escondidas y por la noche mandó soldados de la ciudad para engrosar la columna a fin de que no apareciese descabalada ante el pue­blo.

E l suceso del puente del Pisque desazonó bastante al Gobierno y sus amigos, que veían desmoronarse rápidamente el edificio dictatorial; y es digno de conservarse el oficio que el Desig­nado Salvador dirigió al Teniente político de Guaillabamba, en contestación a la noticia de la derrota. Hele aquí: «Señor Teniente, doy a 13d. las gracias por tan plausible noticia; y si Ud. no ha cumplido con sus deberes en favor del Gobier­no, montaré yo personalmente con una escolta, e

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iré a quemar el pueblo». ¿No estaba contento el hombre con su obra de Cayambe?

El Gobierno había dispuesto concentrar to­das sus fuerzas en Quito, para oponer la mayor resistencia posible a los invasores, y además de la tropa que sobró en el Pisque, llegó en seguida la columna Tiradores del Norte^ al mando del comandante Facundo Acosta. Si, como se ase­gura, esta gente venía muy mal armada, no acer­tamos a disculpar a los vencedores del Pisque que la dejaron pasar a su destino, ( r ) Kn Quito, bien armada ya, fué de los que más firmes resistieron, y de las que con mayores atrocidades amenazaban a la población en caso de triunfar.

( l ) L,a tropa venía muy bien armada, pero mal ves­tida, dice uno de los Académicos revisores. Nota del Editor.

CAPITULO X V Í I

BATALLA Y TOMA DE QUITO

Bl martes 9 de enero se habían reunido los generales Salazar y Sarasti y los Jefes de Bstado Mayor General para discutir y acordar el plan de ataque a la ciudad. Después de secreta y larga conferencia, todo quedó dispuesto a satisfacción de la Junta de esos jefes de las dos divisiones uni­das.

Pero ese día muy temprano comenzó a llover con la abundancia y tenacidad con que el cielo empapa siempre la ciudad de los shiris y los cam­pos del contorno, y las tropas no pudieron dar un paso fuera de los cuarteles. Bste impedimento fué benéfico, porque no habría convenido iniciar la batalla antes que la división del Norte se acer­case a la ciudad. Nada sabían de esas tropas los jefes del sur, pues un expreso enviado por los otros no había podido vencer las dificultades que se le opusieron para trasladarse al campamento de Conde.

Sin embargo de la lluvia, el coronel don Reinaldo Flores había podido desempeñar la deli­cada y ardua comisión de un reconocimiento del

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campo enemigo. Hízole por el mediodía de la ciudad y adquirió algunos datos ciertos acerca de los puntos principales que ocupaban las fuerzas veintemillistas.

Las nuestras fueron movilizadas mucho an­tes que rayase la aurora del miércoles, y a las seis de la mañana se ordenaban en batalla en los suburbios del Sur y el Occidente, del modo acor­dado la víspera. Tendióse una línea de guerri­llas por las faldas del Panecillo y otra por las del Pichincha; es decir formando un ángulo en el ba­rrio de San Diego, al S.O. de la ciudad, que constituía el centro de la batalla. Bl coronel Flores con dos guerrillas del extremo oriental de la línea del Sur debió moverse por las calles del Este, procurando no comprometerse en el comba­te antes de que líneas y centro estuviesen a punto de obrar con acierto, y de que se rompiese el fue­go de artillería en el Panecillo. Pero denodado }- ardiente como pocos; y en fuerza de estas mis­mas condiciones, a las veces temerario y amigo de obrar según las inspiraciones del momento, faltó a lo prevenido, tomó una dirección diagonal y se internó a la plazoleta de Santa Clara. Bsto era exponerse a los tiros del enemigo, y de los propios que ocupaban e lPaneci l lo . Rompiéronse los fuegos. . . . i Qué combate! ¡qué hazañas! ¡qué día! Ks imposible describir todo cuanto se hizo en él v como se hizo.

E l plan de ataque estaba trastornado en par­te, y era preciso modificarlo en esos momentos apremiantes. Bl coronel Flores había despacha­do un ayudante de campo anunciando el movi­miento por él emprendido, pero el mejor aviso era la lucha comenzada donde no se esperaba. Salazar y Sarasti convinieron en que era preciso

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un ataque simultáneo. Tronó, pues, el primer cañonazo en el Panecillo y el fuego se hizo gene­ral, al mismo tiempo que centro y alas avanzaban estrechándose sobre la ciudad. E l enemigo ocu­paba las principales bocacalles, torres, azoteas y casas, y fué preciso irle desalojando a viva fuerza, de todas sus posiciones. Cuando se dio la orden de avanzar, la gente allegadiza no acostumbrada al estridor espantoso de una batalla desertó casi toda ( i ) y fué esparciendo por caminos y campos la falsa noticia de la derrota de los restauradores. En t re tanto un corto grupo de estos había podido subir a la torre de Santa Clara y desde allí hacía descargas certeras contra el enemigo posesionado de la torre y plaza de San Francisco. Una gue­rrilla de los nuestros viene arrollándolo por la calle de la Cantera y auxilia a los que luchan en Santa Clara; incorpóraseles otra que sube de Santo Domingo y obligan a concentrarse las ene­migas en la plaza y pretil de San PVancisco. Rompen las paredes de una casa, penetran a otra y desde los balcones de ellas combaten con venta­ja. Una guerril la dictatorial asoma en la calle del Panóptico, y se le bate completamente; dos se presentan en las alturas del Placer, y son igualmente derrotadas después de reñido comba­te. E l fuego de las torres de San Francisco cau­sa grave daño; unos jóvenes se resuelven a apa­garlo. ¿Cómo! Fuerzan las puertas del Semi­nario Menor, penetran en él; de allí al convento, del convento a la torre. Sorprendidos los dicta­toriales tratan en vano de defenderse: un cuarto

( l ) Los desertores fueron los colombianos, indica uno de los Revisores.—Nota del Editor, .

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de hora después están prisioneros. Bntonces la situación de los dictatoriales de la plaza cambia: se les fusila de la torre y se replegan a los cuar­teles del centro. De la esquina de la Compañía de Jesús, de la Policía, de la Merced, de Santo Domingo, de infinidad de casas particulares han sido arrojados; nn tiro de cañón ha desmontado el que el enemigo manejaba en una esquina de la plaza mayor. Y sin embargo, fuerza es decirlo, la victoria estaba indecisa y la situación de los nuestros al fin no era favorable. Muertos o heri­dos habían caído unos cuantos distinguidos jefes: en Santa Clara el inteligente y simpático joven Manuel María Borrero, en el Placer Antonio Arteaga, Bladio Rivera y Rafael Munive, en la Compañía Peiger, en la Policía Proaño, en la Merced Flor, en La Loma Benalcázar. . . . ( i ) Muchos soldados yacen también muertos o heri­dos en los distintos puntos donde más porfiada ha sido la lucha.

La tropa dictatorial se ha batido con denue­do; pero se la ha embriagado para darla más co­raje; siguen, en efecto, combatiendo esos solda­dos más con el arrojo de los brutos que con el atinado valor de veteranos. Esto los perjudica más que favorece. Se les había ofrecido de parte de la familia Veintemilla entregarles la ciudad después de la victoria y los llra,dores del Arorte)

aun antes de ella, olvidaban el combate para romper a balazos las puertas de algunos almace­nes y vaciarlos. Con raras excepciones los jefes

( l ) Intencionalmente omitimos en este cuadro los nombres de los vivos, para que el lector pueda verlos en los Partes.

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y oficiales no se acreditaron de valientes. Mu­chos de estos se habían ocultado en las casas, y, como en otros combates, los soldados peleaban en varios puntos guiados sólo por su instinto y valor.

Doña Marieta Veintemilla, en una carta a su tío el Dictador, la cual cayó en manos de los restauradores que la dieron a luz, se queja áspe­ramente de las malas cualidades de los jefes; 3̂ a fe que, además de la justicia de las quejas, la conducta varonil de la señora en la batalla de Quito es un reproche contra ellos. Bn esta oca­sión probó que en las venas corría la sangre de un militar valiente. (1) Kn lo más recio de la lucha andaba por todas partes en el Palacio de Gobierno y por sus azoteas, observando el curso de la acción y llamando a los jefes para hacerles oportunas indicaciones y aun para darles órdenes imperativas. Cuando alguna bala daba en el muro y hacía caer polvo en la especie de gabán-cilio negro que la cubría, lo sacudía tranquila­mente con los dedos y seguía entendiéndose en la pelea. Joven, hermosa, inteligente y dotada de valor sereno en tan horrible combate, la figura de Marieta Veintemilla fuera en un todo simpá­tica hasta para sus enemigos, a no ser por la par­te que ella como sus tías tomó en las jugadas de mala ley de la política del Dictador.

Son más de las tres de la tarde; nueve horas de combate, y hay mucho que lidiar todavía para obligar a la victoria a conceder su palma a los

( l ) LrO fué ciertamente el general D. José Veinte-milla.

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restauradores! Pero suenan descargas al norte de la c i u d a d . . . .

A cosa de dos leguas de ésta las tropas de Lizarzaburu, Aguirre y Landázuri se encontra­ron con numerosos grupos de quiteños que, unos armados y otros no, iban a incorporárseles y a excitarlas a que volasen al combate. Vivas entu­siastas a la patria y la libertad fueron el mutuo saludo. Los del Norte traían algunos remingtons sobrantes, y con ellos se arman los demás, y to­dos aprientan el paso. Comienza a oirse el caño­neo; a medida que avanzan es más sensible el fragor, y el entusiasmo crece y crece. Están ya en las goteras de Quito; están ya en la ciudad; tercian ya en el combate.

Lizarzaburu ocupaba la vanguardia y seguía­le Landázuri; Aguirre lo inspeccionaba todo, y fué quien, conocido el punto donde estaba más empeñado el combate, propuso que toda la fuerza ocupara la colina de San Juan, lo cual fué hecho al punto. Desde esta altura que domina la ciu­dad, después de haber llamado la atención del enemigo con nutridas descargas, se dividió la tro­pa en porciones: una fué enviada al mando del coronel Orejuela por la parte occidental, y sin dejar de dominar la población por la altura del terreno, se dirigió lanzando fuego de flanco, que hacía mucho daño al enemigo, hasta juntarse con las guerrillas del Sur entre la Penitenciaría y el Placer, y reforzarlas y bajar juntas al centro. Bl segundo grupo al mando del Comandante Pérez Villota y del Mayor D. Juan Orejuela, tomó la calle de la Alameda y ocupó la plazoleta de San Blas, desalojando de ella una guerrilla dictatorial. Bl tercero y más numeroso, con los jefes princi­pales, descendió de San Juan. H e ahí al contra-

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rio rodeado verdaderamente de un anillo de fue­go, y por lo mismo sin retirada ninguna.

En estos momentos supremos de la lucha se hizo notar la gran influencia del movimiento po­pular del día 8. Sin éste, el auxilio del Norte habría sido casi nulo; y sin dicho auxilio, muy dudable es que la victoria hubiese coronado los esfuerzos de los patriotas del Centro y Sur. Los quiteños que salieron a incorporarse con la divi­sión de Lizarzaburu y Landázuri, les llevaron algunas cápsulas; con todo, no pasaban de 3.500 a 4.000; pero apenas comenzaron los combatien­tes a cruzar por las calles, comenzaron asimismo a recibir, junto con palabras de aliento que con­fortasen el espíritu, y manjares y bebidas que res­taurasen las fuerzas del cuerpo, abundantes car­tuchos metálicos, y a veces hasta armas para los que carecían de ellas o las tenían malas. Balco­nes, ventanas, tiendas, puertas de calle se abrían para dejar asomar personas de distintas condicio­nes, que con inaudito entusiasmo prestaban toda clase de auxilios. Aquí eran matronas respeta­bles o jóvenes hermosas que con una mano daban galletas y vino y con otra cápsulas; allá eran vie­jos, más allá niños a quienes no acobardaba el silbido de las balas y que ayudaban a dar gritos de guerra; por todas partes los artesanos que to­maban parte en lid y las mozas del pueblo que corrían a veces a par de ellos animándoles y tra­yendo y llevando noticias. Bra una mezcla de fiesta y de combate, de alegría y temor, de espe­ranza 3̂ de ansiedad. Bra una extraña alianza de la vida y la muerte; era el frenesí del valor y el entusiasmo del odio luchando a brazo partido con el monstruo de la tiranía para arrojarlo del seno de la sociedad. Quito presentó ese día un

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cuadro para el cual la historia no tiene colores bastante vivos, y que la poesía pudiera quizás pintarle prestándole los suyos fantásticos y ar­dientes.

Una guerrilla ha desalojado de la torre de San Agustín a otra que se había encastillado en ella; las que combatían en Santa Bárbara han sido arrolladas hasta la plaza mayor; igual suerte han corrido las de El Cebollar; todas las fuerzas dictatoriales se han reconcentrado en dicha plaza, en el Palacio de Gobierno, en el del Arzobispo, y en una de las casas principales del costado orien­tal, y hacen todavía un fuego terrible en todas direcciones. La división del Norte ha perdido unos pocos soldados, pero entre los oficiales se cuentan dos valientes menos: el coronel Bladio Bénites cayó sin vida, el comandante Bladio Val-dez está herido, el teniente José Carrillo ha muerto también.

Hemos dicho que este combate tuvo algo de fiesta; pues en verdad, peregrina cosa fué el oir que a su medroso estrépito viniese a juntarse ruido de música y repique de campanas: el Sr. don Jorge Villavicencio, que había servido mucho en la campaña última del Norte, juntó unos mú­sicos y entró a la ciudad en los momentos de la refriega haciéndoles entonar el magnífico himno nacional; y al mismo tiempo eran echadas a vuelo las campanas de San Francisco. Tan inespera­das muestras de regocijo alientan extraordinaria­mente a los guerreros de la restauración y causan el efecto contrario en el ánimo de los dictatoria­les, que imaginan que ellas son señales de haber­se cuadruplicado las fuerzas de sus enemigos.

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Ent re tanto Landázuri , Aguirre y el Dr. Dillon con una guerril la de 20 soldados lian pe­netrado en una casa de calle 2^ del Comercio; horadan un muro, rompen una pared y se meten a otra casa, cuyo frente cae a la Plaza. Mayor. Allí encuentran 70 soldados enemigos a quienes rinden, quedando en posesión de todos los balco­nes, desde donde hacen un fuego mortífero que obliga al enemigo a encerrarse en el Palacio de Gobierno.

Pero la noche había cerrado; eran más de las siete; los tiros habían ido callando gradualmente y a poco reinaba un silencio completo. Los con­tendientes ocupaban los lugares en que habían sido sorprendidos por las sombras nocturnas. Nadie daba un paso fuera de ellos; pero, nadie tampoco dormía ni dejaba las armas de las ma­nos. ¡Noche de zozobra, angustiosa, terrible! Trece horas de combate sin interrupción habían cansado los cuerpos y casi abrumado los espíritus, y unos y otros necesitaban reposo para recuperar las gastadas fuerzas; pero cuando hay en torno un campo sembrado de cadáveres, y enemigos que amenazan aun con la muerte y a quienes es preciso continuar matando o rindiendo, no es po­sible n ingún descauso; el alma, sobre todo, per­manece inquieta, cual si escuchase las voces con que la l laman las que pocas horas autes han par­tido a la eternidad.

Al rayar la aurora del día 11 los restaurado­res esperaban que el enemigo, nunca moderado en disparar sus armas, renovaría el combate; pero en toda la ciudad reinaba hondo silencio, y la plaza mayor semejaba un cementerio. Bl Dr. Ivizarzaburu y el coronel Aguirre se apresuraron

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a posesionarse de los portales para comenzar el ataque al- Palacio de Gobierno; los generales Sa­lazar y Saras ti se ponían de acuerdo para coadyu­var al mismo objeto; el entusiasmo se encendía de nuevo en todos los corazones para coronar la obra comenzada y adelantada la víspera; pero se­guía el mismo silencio: el enemigo no asomaba ni disparaba un solo tiro. Bntonces Ivizarzaburu y Aguirre dieron el temerario paso de acercarse al Palacio y penetrar en su portal. Siguióles el Dr. Dillon con unos pocos soldados. Aguirre aplicó el oído a una de las puertas y escuchó vo­ces y ruido de armas. Golpeó con fuerza y dio un grito enérgico intimando rendición a los de dentro. Nadie le contestó. Repitió los golpes y la intimación, y el coronel Franco preguntó si eran jefes. Aguirre y Lazarzaburu dieron sus nombres, y se les abrió la puerta. Penetraron ambos, revólver en mano, y detrás Dillon. Agui­rre asió fuertemente el brazo de Franco, al mis­mo tiempo que un soldado tomaba el manubrio de la ametralladora; pero Dillon se precipita sobre él e impide la ejecución. Algunos soldados de los nuestros estaban ya dentro. Kra inminente una lucha dentro del Palacio; mas í a primera víc­tima habría sido Franco, y no se atrevió a dar orden ninguna a sus soldados. Lizarzaburu le dijo en tono resuelto y amenazante que era excu­sada toda tentativa de resistencia 3' que lo único que en esos momentos convenía a la tropa dicta­torial, era la rendición incondicional. A este tiempo el comandante Larenas entregaba su re­vólver a Dillon y de orden de éste descargaba la ametralladora. E l número de nuestros soldados iba aumentándose, y convencidos todos los con­trarios de que verdaderamente estaban perdidos,

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se dejaron desarmar. Inmediatamente se siguió el desarme del cuartel de artillería y la prisión de jefes y oficiales. Sólo el coronel Ortega pudo fugarse; mas fué tomado pocos días después. Las dos hermanas y la sobrina del Dictador se habían ocultado en la casa de la Compañía de Jesús, 3̂ el mismo día fueron descubiertas y llevadas a una prisión; pero así ellas como todos los demás pri­sioneros, merecieron de parte de los vencedores trato urbano y noble. Doña Marieta Veintemilla mantuvo en la prisión su porte altivo y orgulloso, cosa que en verdad estamos lejos de desaprobar. Ha)'T situaciones en la vida en que el orgullo, es necesario especialmente en una mujer, y la Sra. Veintemilla humillándose ante los vencedores, habría añadido un motivo más de censura a los que ya tenía sobre sí.

Mas de 600 prisioneros, inclusos jefes y ofi­ciales, y todas las armas y el parque ca3^eron en poder de los restauradores. Hl enemigo perdió, además, doscientos y pico de muertos 3̂ ciento cincuenta v cinco heridos. Durante la acción v sobre todo por la noche habían desertado muchos. Los nuestros tuvieron cosa de cincuenta muertos y treinta y cuatro heridos. (1) En t re los primeros se contaron víctimas tan importantes como las que hemos mencionado ya. La ma3Tor parte de estas pérdidas las sufrieron las divisiones del Centro y Sur. E s notable que la mortandad no

( l ) Fueron cosa de 100 muertos y otros tantos he­ridos, dice uno de los Revisores de la Obra. Nota del Editor.

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haya sido mayor en un combate tan largo y tan reñido, en que a veces, en el arrojarse alternati­vamente, de las posiciones que ocupaban, llega­ron a luchar cuerpo a cuerpo con raro encarniza­miento, ( i )

( l ) El enemigo estaba emparapetado.

CAPITULO XVII!

EL GOBIERNO PROVISIONAL. REACCIÓN

EN LOS RÍOS

Kl 11, después de la rendición de las tropas que se habían encerrado en el Palacio de Gobier­no y en la Artillería, se recogieron muertos 3̂ heridos, se lavaron las manchas de sangre de las calles y pretiles, 37, excepto los curiosos que reco­rrían los puntos donde fuera más reñido el com­bate o donde había muerto algún jefe distinguido, todos los habitantes de la ciudad se entregaban a sus habituales ocupaciones. A las diez del día Quito tenía el movimiento y la animación de los tiempos normales, cual si nada nuevo hubiese acabado de ocurrir. Si hubieran triunfado los dictatoriales ¡cuan diverso habría sido el aspecto de esa sociedad que volvía tan fácilmente al curso ordinario de la vida! Parece que el contento del triunfo y el orden que se siguió a la turbación y horrendo ruido de trece horas de batalla, hicieron que los quiteños olvidasen la magnitud del mal que estaban a punto de sufrir. La desgracia, si en verdad a las veces es menos grande cuando se

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la padece que cuando sólo amenaza, en otras oca­siones sucede lo contrario: es verdaderamente monstruosa, y la menospreciamos como una no­nada, sólo porque Dios ha querido librarnos de ella. Bsto sucedió con los habitantes de la capi­tal después del diez de enero: el Cielo favoreció con la victoria las armas restauradoras, no hubo las atrocidades del saqueo, no hubo asesinatos, ni violencias contra el pudor. . . .y porque nada de esto hubo, se olvidó que pudo y debió haber ha­bido; que Quito pudo y debió ser campo de deso­lación bajo el casco exterminador de aquel bruto feroz llamado ejército dictatorial. Y ese olvido no nos agradó entonces, ni otros semejantes olvi­dos nos agradan ahora en los ecuatorianos, por­que engendran la necia confianza de que no ha de sobrevenir el mal, o que éste no es como lo pintan; porque hacen descuidados e ilusos a los pueblos, y porque los mismos que se creen desti­nados a ejercer el mal, que para ellos, por su­puesto, es la libertad, la civilización, el progreso, &, aprovechan de esa inercia y ceguedad popula­res para llevar adelante y con más y más bríos su obra infernal; esa obra que consiste en la demoli­ción de los órdenes moral, social y político debi­dos al catolicismo; obra, por tanto, de todo en todo opuesta al verdadero progreso, a la verdade­ra civilización, a la verdadera libertad. iVsí el recuerdo del mal que no ha podido herirnos, pero que no por esto deja de ser amenaza para lo futu­ro, como el del mal que hemos padecido, deben ser enseñanza y prevención tanto para los indivi­duos como para los pueblos. Con el uno se pre­servan y con el otro se curan.

E l 14 hubo gran animación en Quito: en ese día se reunieron los ciudadanos de todas las cía-

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ses sociales, y verificaron el pronunciamiento, la elección del Gobierno provisional -y el acto de suscribir el documento público que contiene la expresión de la voluntad popular. Se adoptó la Constitución de 1861 hasta que una nueva Asam­blea sancionase otra, y se invistió al nuevo Go­bierno de las facultades necesarias para la prose­cución de la guerra hasta derrocar del todo la Dictadura, y hasta que se reuniese la Conven­ción.

Para miembros del Gobierno provisional fue­ron electos como principales los Sres. general don José María Sarasti, don José María P. Caa-maño y general don Agustín Guerrero, y para suplentes los Sres. Dr. don Pedro I. Lizarzâburu, don Rafael Pérez Pareja, que presidía la Asam­blea popular, y don Antonio Flores. Pero quiso entonces darse un paso en la práctica de una doc­trina, justa en sí y necesaria para el perfecciona­miento del sistema democrático, pero no aplicable a todos los casos — la doctrina de la representación de las minorías. Se aumentaron, pues, dos miembros al Gobierno, como representantes de los electores que habían disentido de la mayoría en el sufragio, y en tal virtud se proclamó como principales a los Sres. Dr. don Luis Cordero y don Pedro Carbo, y como suplentes a los Sres. Dr. don Pablo Herrera y coronel don Ezequiel Landázuri.

Incontinenti comenzó a funcionar el Gobier­no, compuesto de los Sres. general Sarasti, gene­ral Guerrero, Dr. Herrera, Dr. Lizarzaburu y Pérez Pareja. Para el Ministerio de lo Interior y Relaciones Exteriores fué nombrado el Dr. don José Modesto Espinosa, para el de Hacienda el Dr. don José Alvarez y para el de Guerra y Ma-

— m— riña el general don Francisco Javier Salazar. Renunciaron los dos últimos, y en su lugar fue­ron nombrados, respectivamente, los Sres. don Vicente Inicio Salazar v el coronel don Ramón Aguirre , aunque éste con alguna posterioridad.

E l 17 de enero dio el Gobierno una hermosa Alocución a los ecuatorianos, }r el 19 de Marzo un Manifiesto a los pneblos americanos, sobre las causas de la transformación política que iba efec­tuándose. Ambas piezas fueron acogidas con aplauso; pero excitó murmuración la lentitud con que se aprestaba la campaña sobre Guayaquil; lentitud que podía servir para que Veintemilla se reforzase, y para que se entibiase el ardiente en­tusiasmo de los pueblos serraniegos después de sus gloriosas victorias. E l entusiasmo popular es siempre como una hoguera, que si no sopla un viento activo, se apaga fácilmente.

Al fin, al terminar el mes de febrero y en los primeros días de marzo se movilizaron las fuerzas restauradoras, medianamente organizadas, pero muy bien armadas y, sobre todo, rebosantes de aquel valor y confianza en el triunfo tan ne­cesarios en las tropas para asegurar el buen éxito de una campaña, y con los cuales se habían coro­nado las del Norte, Centro y Sur. E n dos par­tes se dividió el ejército; la una fué dirigida por Yaguachi y la otra por el antiguo camino de Guaranda.

Es tiempo que nos ocupemos de los impor­tantes sucesos de Babahoyo, que, mientras Quito era libertada el diez de enero, abrieron las puer­tas de la costa a nuestro ejército y facilitaron la campaña de Mapasingue.

Recuerde el lector que el coronel don Ma­riano Barona, después del desaire de junio de 82,

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sea por efecto de tal hecho o porque comenzase a comprender que desempeñaba mal papel sirvien­do al Dictador detestado por los pueblos, si no acertó a obrar como convenía defeccionándose con la tropa que había traído a la sierra, sí es indu­dable que ocultaba ya en su corazón deseos de romper sus antiguos compromisos y acogerse a la bandera restauradora; recuerde que estos deseos estuvieron a punto de realizarse después de la derrota de San Andrés, y que si no los realizó, fué en parte porque no anduvo atinado en coor­dinar su conducta con la de los reaccionarios del interior, y en parte porque se vio desarmado re­pentinamente por el Dictador. Bien, pues: no obstante esta últ ima circunstancia, una vez re­suelto firmemente a reparar la falta que había cometido con hacerse primero veintemillista y después hasta dictatorial, buscaba ocasión de lan­zarse con vigor en el movimiento restaurador. Ivas noticias del triunfo de Quero y de la expedi­ción del Sur, que en alas de la buena ventura había penetrado ya en el corazón de la Repúbli­ca, le enardecieron, al parecer, y en los primeros días de enero se aprestaba para la revolución.

Barona es querido en los pueblos de Los Ríos por su condición generosa y servicial, y no tuvo obstáculo para allegar gente, armarla y con­ducirla a la lid. Veintemilla, después que le trató con descortesía y quitó el mando del bata­llón Babahoyo, tentó atraerlo nuevamente a sí; mas Barona se le negó con firmeza. Bsta con­ducta de su antiguo amigo y servidor, y los avi­sos que recibió acerca de la actitud hostil que iba mostrando }7a, no dejaron duda al Dictador sobre el peligro que amenazaba a su causa en Los Ríos. Quiso prevenir el mal, y envió a Babahoyo aquel

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batallón comandado por el coronel Iyava3'en. Precaución tardía, pues Barona había tenido tiempo de prepararse, con gente escasa, sí, pero resuelta.

Bn efecto, el 9 por la madrugada, con una columna de voluntarios que no llegan a 50, se dirige a Babalioyo, y cae sobre la Casa de Gobier­no, que sirve de cuartel. Reñido es el combate, y se prolonga indeciso hasta muy entrado el día. Bl enemigo puede llevarse la victoria con hacer una salida de la casa donde pelea y atacar por retaguardia; pero el coronel Barona, advertido a tiempo, ocupa el lugar amenazado, que es el Hospital, y se apresura a verificar lo mismo que se temía hiciese el contrario; esto es, carga por este lado, y con tal arrojo lo hace que pone a los dictatoriales en extremo aprieto. Sin embargo, se sostienen con valor, y un incidente funesto puede darles el triunfo; Barona cae gravemente herido. Para no desalentar a sus soldados se oculta el suceso, y los jefes subalternos continúan dirigiendo la lucha hasta obligar al coronel La-vayen a una capitulación.

No tenemos parte oficial de tan importante combate que añadir a los documentos que van al fin del volumen; pero sabemos que, después del coronel Barona, los que se distinguieron por su valor y entusiasmo fueron el comandante Almei­da, el capitán Bastidas, y los Sres. Merizalde, Serrano, Oviedo, Ricaurte, Martínez, Morales, Sánchez, Peña y otros, que a par de buenos pa­triotas eran amigos de Barona.

Kn el providencial concurso de circunstan­cias que forman el cuadro histórico de la Restau­ración, el triunfo de Babahoyo es de grande im­portancia. Bn esa capital pudo Veintemilla

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oponer fuerte resistencia, y las fuerzas unidas del Centro, Sur y Norte, habrían tenido que pelear y debilitarse, con perjuicio para las operaciones siguientes en Mapasingue y el asalto a Guaya­quil. Bsto sin entrar en cuenta la tropa y los servicios personales que Barona trajo contra la Dictadura, cuando, siguiendo bajo sus banderas, pudo servirla con estos mismos elementos. Baro­na hizo, pues, lo que debía y podía para que sus compatriotas olvidasen su pasado extravío políti­co.

C A P Í T U L O XIX

SEGUNDA CAMPANA DE ESMERALDAS

lyos patriotas que habían iniciado en Esme­raldas la reacción contra la Dictadura, no podían permanecer inactivos cuando toda la República se hallaba envuelta en la guerra salvadora. Don Bloy Alfaro, desde que se retiró de Ipiales, per­suadido de la imposibilidad de dar al movimiento restaurador un carácter enteramente radical, pre­tensión que equivalía a renunciar el concurso de la inmensa mayoría de los pueblos serraniegos esencialmente conservadores, o a forzar su volun­tad, se ocupaba en Panamá en buscar elementos para una expedición a las costas ecuatorianas.

Parece que dicho caudillo no tenía dinero suficiente, pues aguardaba el que debían enviarle de Quito sus copartidarios para activar la empre­sa; pero don Luis Vargas Torres le llevó algún socorro, y al fin, comprados con éste unos 200 rifles y algunos miles de cartuchos metálicos, dicho Vargas Torres y el coronel don José Martí­nez Pallares salieron de Panamá a fines de no­viembre y se dirigieron a las costas occidentales

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del Bcuador. Seguíalos un buque de vela con el armamento conducido por don Medardo Alfaro y otros pocos valientes.

Bn el pueblo de La Tola se juntaron los ex­pedicionarios y organizaron un corto cuerpo de voluntarios. Con él partieron a principios de enero (1883) y comenzaron a aproximarse a Bs-meraldas. Bl coronel Martínez Pallares manda­ba la fuerza. Bn la hacienda La Propicia, que ya en la primera campaña sirvió de campamento al pequeño ejército libertador, se incorporaron cerca de 300 hombres al mando de don Pedro José Gómez. Los mismos que el 6 de agosto, a pesar de su denuedo, fueron derrotados y dispersos, se presentaban nuevamente a las puertas de Bsme-raldas, con la diferencia de que. en esta vez los soldados eran algo más numerosos y el armamen­to mejor, y de que no estaba presente el jefe principal, quien esperaba todavía en Panamá el auxilio que le habían ofrecido los radicales de Quito.

Bl 6 el coronel Martínez Pallares con su gente estaba delante de la ciudad y ordenaba el ataque contra la guarnición compuesta de más de 300 hombres al mando del coronel Ulbio María Camba. Como en agosto, esta tropa se había resguardado con fortísimas trincheras, y como entonces también el plan de combate del jefe res­taurador fué roto por los oficiales subalternos, que se precipitaron con su gente antes de tiempo y en desorden, y se estrellaron contra las fortifi­caciones. Largas horas duró el combate sosteni­do por ambas partes con extraordinario valor. Apenas estaba mediado, cuando las llamas del incendio, atribuido al jefe Camba como arbitrio para aterrar a su contrario, envolvían parte de la

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ciudad y la reducían a cenizas. Kn vez de aco­bardarse, los restauradores montaron en cólera y doblaron su arrojo. Cosa de diez y ocho horas se había sostenido la lucha, y el coronel Pallares se vio en la necesidad de retirarse a la misma ha­cienda La Propicia, con sus fuerzas diezmadas, pero no caídas de ánimo. Bra el día 7 por la tar­de, y el expresado jefe pensaba anudar la lid el 8, después que sus soldados hubiesen tomado al­gún alimento y descansado. Pero ¡cosa peregri­na! en la mañana siguiente no había ni un solo soldado dictatorial en Esmeraldas. Después del combate se había entregado la ciudad a la rapaci­dad de la tropa que la ocupaba; por la noche el vapor Huacho, de la escuadrilla del Dictador, re­cibía al coronel Camba y su gente y más de 30 toneladas de mercaderías y otros objetos robados, y se alejaba de la costa de Esmeraldas a todo vapor, burlando la vigilancia de una guerrilla que Martínez Pallares había puesto en una isla contigua para que impidiese así el embarque como la partida.

Ese mismo día los libertadores ocuparon la ciudad arruinada por el combate, el incendio y el saqueo. ¡Qué glorias las de Veintemilla y los veintemillistas!

Estos habían dejado, en cambio de los fardos con que ocuparon el Huacho, cerca de cien hom­bres entre muertos y heridos. Las bajas de la tropa restauradora pasaron de cincuenta. Extra­ña es esta desigualdad de número, puesto que debió ser menor la pérdida de quienes pelearon atrincherados; pero la explicación es fácil para quien sepa que los montañeses de Esmeraldas son todos dados a la caza e insignes tiradores. Esta circunstancia acompaña asimismo a los jóve-

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nés que tanta y tan gloriosa parte tomaron en las campañas del Centro, Sur y Norte: casi no hay uno que no sea cazador, y sus tiros contra los dictatoriales eran certeros. De aquí el mayor número de muertos de estas tropas, aun cuando triunfaban como en Chambo.

Con la noticia de hallarse Esmeraldas libre de tropas y autoridades dictatoriales, el general Alfaro se resolvió a venirse de Panamá, y vínose, en efecto, a fines de enero trayendo algunos ele­mentos de guerra para continuar la campaña. A principios de febrero le vemos luchando con las dificultades del trasporte de su armamento a Es­meraldas. E ra preciso hacerlo por mar, y en las aguas costaneras voltejeaba el Huacho en busca de presas, tanto más ansioso de ellas, cuanto los dictatoriales ya sabían que había zarpado de Pa­namá el buque de Alfaro cargado de armas. Un día corrieron estas gran peligro: la embarcación que las conducía iba a encontrarse con el vapor enemigo, y era preciso hacerla variar de rumbo. La mar estaba agitada y no había un vehículo seguro para que algún valiente llevase el aviso del peligro a la barca amenazada. Sin embargo, el Dr. don Ángel Modesto Borja no teme el sa­crificio: toma una boga, y en un viejo y frágil botecillo se aventura mar adentro, burlando la ira de las olas, y da el aviso salvador.

E l 8 de febrero tocaba Alfaro en Esmeral­das. Pocos días antes se había suscrito una acta de ratificación de la de junio del año anterior, y en ella se proclamó un triunvirato compuesto de los Sres. don Eloy Alfaro, don Pedro Carbo y el Dr. don José M^ Sarasti .

Dice el Sr. Valverde en su Memoria, que este triunvirato supremo debía regir a la Reptí-

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bizca. ¿Y por qué rio el establecido en Quito? Bu el estado revolucionario en que se hallaba el país, bien estaba el establecimiento de un Gobierno seccional en las apartadas regiones del Oeste, a fin de facilitar las operaciones de la guerra; pero querer que predominase un triunvirato erigido por menos de la décima parte de los ecuatorianos sobre el que tenía por base la voluntad de más de 900.000 almas, era pretensión por demás desra­zonada, y que puede ser explicada tan sólo por el deseo que Alfaro y sus compañeros tenían de que triunfase el partido radical al mismo tiempo que la causa de la restauración. Bl Sr. Carbo andu­vo más patriota y más juicioso cuando, al rehu­sar su concurso al Gobierno de Bsmeraldas, no obstante ser la obra de su partido y la base para una reacción radical, aconsejó la fusión de dicho Gobierno en el de Quito. Bl general Sarasti se excusó también; ni era de esperarse otra cosa de parte de quién venía dando muestras de que pre­fería el triunfo de la causa popular, cual era la Restauración, al de una agrupación política com­puesta de la centésima parte de los ecuatorianos.

Bn consecuencia, el Sr. Alfaro se quedó solo en su Gobierno, y asumió el poder, adoptando el título de Ciudadano encargado del mando supre­mo de Manabi y Esmeraldas. Bs digno de notar­se que la provincia Manabi no había hecho toda­vía pronunciamiento ninguno, pues estaba ocu­pada por fuerzas dictatoriales, 57 que, por consi­guiente, no se sabíala voluntad de sus habitantes acerca del Gobierno transitorio que debían adop­tar. La reacción en dicha provincia comenzó en marzo, cosa de un mes después que el general Alfaro había tomado el mando supremo de ella. Así, pues, el Gobierno a cuya cabeza se puso el

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caudillo del Oeste, fué obra tan sólo de los ciuda­danos que representaban la provincia Esmeral­das, cuya población no pasa de diez mil almas. Nos detenemos en hacer notar estas particulari­dades porque, como consta en el título de esta obra, escribimos una historia crítica y porque de­bemos justificar la censura que acabamos de hacer de la pretensión de llamar Gobierno de la Repú­blica al Gobierno creado por la voluntad de una muy corta porción de ecuatorianos.

Bl Jefe supremo de Manabí y Esmeraldas organizó su Ministerio con don Manuel Semblan­tes para el Interior y Relaciones Exteriores, para la Hacienda don Federico Proaño; para Guerra y Marina el general don Víctor Proaño; Ministerio que, como cualquiera puede observarlo, corres­pondía al tamaño 3/ condiciones que el general Alfaro quería dar a su Gobierno, mas no a lo que era verdaderamente. Eso era algo así como que­rer adaptar al cuerpo de un niño el uniforme de un veterano de talla agigantada.

Alfaro invadió Manabí, v sin dificultad nin-guna fué barriendo todos sus pueblos de soldados y autoridades veintemillistas, y los man abitas partidarios de la reacción fueron pronunciándose y haciendo actas análogas a las de Esmeraldas. Las fuerzas dictatoriales montaban a unas 600 plazas al mando del general Ampuero, quien, como casi todos los jefes de Veintemilla, probó en esta ocasión que era tan inepto como escaso de valor. Cuando supo que Alfaro había pisado el territorio de la provincia, movió sus tropas en son de abrir operaciones y las concentró en el cantón Rocafuerte. Pocos días después, sin ha­ber hecho un solo tiro, entró en arreglos con el

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jefe contrario, le entregó todas las armas y disol­vió su gente.

Dueño el general Alfaro de las provincias Manabí y Ksmeraldas, dio a entrambas, como era natural , los empleados necesarios. Bn las actas populares se había adoptado la Constitución de 1878; pero se acusa al expresado caudillo de ha­berse mostrado déspota y de haber infringido vio­lentamente los principios liberales por él mismo proclamados. La acusación es fundada, pues to­do el mundo conoce el terrible decreto de 10 de junio de 1882 y el de 2 de junio de 1883, y sabe que ordenó juzgamientos por Consejos de Guerra, fusilamientos, confiscaciones de bienes, &. ( i )

( l ) Terminada ya la guerra, la señorita doña Ma­ría Reyes Prieto dirigió al general Alfaro tina notable carta acerca de los sucesos de Manabí, la cual se publicó en Guayaquil. Entre varias cosas que omitimos por no alargar esta nota, hallamos en dicha carta el siguiente rasgo: «Hasta la forma de los decreto expedidos por V. K. es la que usan los reyes: ese Yo Eloy Al/aro, es muy repugnante y nos excita la idea del Yo Carlos V, Yo Fernando VIL - Cuanto mejor fuera que V. E. &.»

D. Juan Montalvo que, como obsérvala señorita Reyes Prieto, censuró los Consejos de Guerra verbales de Veintemilla y los cadalsos de García Moreno, no ha tenido ni una sola palabra de reprobación para los Con­sejos de Guerra y los fusilamientos de su amigo Alfaro.

Cuando la Srta. Reyes Prieto dice que ni ¿os fusila­mientos, ni las tropelías son liberales, juzgamos que se extravía su juicio: recorra la historia y hallará que son muy liberales. No es Alfaro el primero que se ha pre­sentado al mundo como liberal en teoría y terrorista en la práctica.

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Algo hemos dicho en otro capítulo acerca del fu­silamiento de los prisioneros de Montecristi, y e n su respectivo lugar añadiremos otras reflexiones así sobre dicho suceso como sobre otros actos gu­bernativos de Alfaro y de los demás encargados de los gobiernos provisionales.

A mediados de marzo se pusieron en comu­nicación Alfaro, Barona y Sarasti, y convinieron en ponerse de acuerdo para obrar contra el Dicta­dor encerrado y fortalecido en Guayaquil . Cre­yeron aquellos jefes que no bastaban las cartas para el comercio de ideas, que debía dar por re­sultado una buena combinación de todas sus fuer­zas y de sus conocimientos militares para la cam­paña, y se enviaron mutuamente comisionados. Bl general Sarasti confió este cargo a los Sres. don José Montero y don Simón Mancheno, y el general Alfaro al Dr. don Modesto Borja y a don Daniel Andrade. Las cartas de todos tres jefes, que han sido publicadas, demuestran que el obje­to principal que se proponían era, cual convenía que fuese, derrocar la Dictadura. Al fin, ni car­tas ni conferencias verbales de los comisionados con los jefes, bastaban tampoco para llegar a com­binaciones definitivas, y Alfaro accedió a tener, en la primera oportunidad, una conferencia con el general Sarasti; conferencia a la cual no podía ser extraño el general Salazar, que había sido nombrado por el Gobierno de Quito Snpremo Di­rector de la Guerra.

Kl general Alfaro ha dicho que tuvo inten­ción de obrar sólo con sus fuerzas sobre Gua3ra-quil, pues creía que bastaban para obtener com­pleto triunfo; y nosotros juzgamos que si tuvo tal intención, pensó en una temeridad cuyo resultado habría sido un descalabro maj'or y más trascen-

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dental que el del 6 de agosto en Esmeraldas. Kl general Sarasti , a su turno deseaba también pre­cipitar la guerra, antes que todas las tropas estu­viesen reunidas en Mapasingue, lugar que para el efecto se había designado. E l Gobierno de Quito se opuso a ello, y creemos que lo hizo con razón. La campaña que se abría sobre Guaya­quil era decisiva, y convenía poner todos los me­dios posibles para asegurar su buen éxito. U n rechazo de nuestras fuerzas no habría asegurado ciertamente la Dictadura, que tenía en contra las nueve décimas partes de la población del Ecua­dor; pero habría prolongado la guerra y costado, por lo mismo, mayores sacrificios a la Nación.

Cuando el general Alfaro insinúa el propó­sito de obrar por su cuenta y 7'iesgo^ ( t ) deja ver claramente su deseo de amenguar los mereci­mientos del ejército y jefes de la sierra, para lle­varse la mayor parte de gloria, si no toda, para sí y su ejército. Este general que al escribir a Ba-rona 3' Sarasti se mostró animado de sentimientos patrióticos, guardaba mal ocultos en su pecho las mismas pasiones de bandería y el menguado ex­clusivismo que dejó traslucir en I piales, en el mes de setiembre, y que presentó más claramen­te en su carta a los radicales de Colombia. Pro­cedía de mala fe; quería la caída del Dictador, no para que se levantase el pueblo a ejercer libre-

(1) Tenemos presentes las publicaciones que sobre la campaña de Mapasingue han hecho Alfaro y sus ami­gos, Sarasti y don Rafael Villamar. Después hablaremos de ellas.

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meute sus derechos, siuo para erigir por fuerza y no por convicción el sistema radical. Miraba con desdén y aversión todo cuanto se alejaba de dicho sistema o se oponía a él o a su persona, 5/ por consiguiente no podía ver sin enojo un Gobierno como el del interior, en que habían tomado parte los conservadores con los liberales moderados. Bste Gobierno le envió como muestra de estima­ción el despacho de general, y Alfaro lo miró con la más absoluta indiferencia, ( 1 ) sin expresar su agradecimiento siquiera por urbanidad. Pero lo que más confirma nuestra censura es el hecho siguiente: el Gobierno de Quito había comprado unos dos mil y tantos fusiles peabody y cien mil tiros, que debían conservarse en Quito a preven­ción, por sí se prolongase la guerra a causa de un mal resultado de las operaciones sobre Guaya­quil. Bse armamento debía venir de Panamá al puerto ecuatoriano del Pailón, y para tomarlo e introducirlo a Quito fué enviado el coronel Ru­perto Albuja con la gente necesaria. ¿Qué ocu­rrió entonces? Oigamos al general Alfaro: «Por ese tiempo se presentó a mi campamento el Capi­tán Chiriboga, uno de los hacendados más patrio­tas de Esmeraldas, conduciendo preso al coronel Albuja, enviado por la autoridad de la invicta ciudad».

«Bl Jefe civil 3/ militar don Antonio B . Ma-cay tuvo noticia de que el territorio de su mando había sido invadido por algunos centenares de sol-

( l ) «La Regeneración y la Restauración», cuader­no de Alfaro. Pág. 14.

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dados del Pentavirato; y reuniendo sin demora la gente que pudo, marchó a batir al invasor. Kn San Lorenzo lo encontró y capturó. Felizmente eran pocos al mando del coronel Albuja, quien manifestó que su Gobierno lo había mandado para conducir un armamento que esperaba encontrar en el Pailón. Cediendo a un sentimiento de deferen­cia personal puse en libertad al coronel Albuja, y lo despaché por la vía de Daule, bien atendido y recomendado, para que se incorporara a su ejer­cito.» (1) E l territorio ecuatoriano de Esmeral-clas era, pues, en concepto de Alfaro y los suyos, inviolable para los ecuatorianos, y lo que es más peregrino, para gente enviada por un Gobierno que defendía la misma causa que el de Esmeral­das, y enviada en servicio de ella. ¿Supo Alfaro, supieron los alfaristas a qué iba esa gente? Lo supieron. Pero aun cuando así no hubiese sido el jefe del Oeste ha tenido cuidado de advertirnos que puso en libertad al coronel Albuja, cediendo a un sentimiento de deferencia personal; esto es, no porque este jefe había icio a desempeñar una co­misión importante para la causa común que en­trañaba la salvación de la libertad y honra de la patria!; no porque era agente de un Gobierno al cual se había ligado Alfaro para beneficio de tan santa c a u s a ! . . . . Por último, no le faltó al gene­ral Alfaro la idea de abrir operaciones contra el Pentavirato de Quito. (2) Estas palabras no ne­cesitan comentario. La liga de Alfaro, con los otros jefes de la Restauración, fué obra de la ne-

(1) V. el mismo cuaderno, pág. 24. (2) Id. id.

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cesidad del momento y de un plan de partido, y no tuvo, por lo mismo, sinceridad ni hidalguía de parte del caudillo radical. Indudablemente los conservadores tampoco vieron en él un com­pañero en quien podían fiar después de consuma­da la obra común de abatir la Dictadura: era indispensable la ruptura, hasta era precisa, pues­to que los principios de uno y otros no pueden armonizarse jamás; pero hubo más decencia y generosidad, o cuando menos mucha más pruden­cia y tino en la conducta política de los liberales Sarasti y Caamaño, y de Salazar, Lizarzaburu 3-demás conservadores, que en la del radical Alfa­ro. Para avivar los rasgos que acabamos de tra­zar, no debemos omitir que este jefe, si se mostró déspota con sus enemigos políticos, tenía también lenguaje áspero para con sus propios amigos, y lo empleó, por ejemplo, con el general Barona, el Dr. Borja y don José Gómez Garbo. Además, le perjudica bastante la falta de modestia: cuando hace mención del gabinete que organizó en Bs-meraldas dice: mi gabinete; cuando del ejército restaurador costeño: mi ejército; el yo va delante de todos sus decretos, y habla de su poder y valor cual si ellos solos habrían bastado para desbara­tar los ejércitos del Dictador. Habríamos querido que no deslustrase con estas y otras muestras de pequenez los méritos que en verdad labró con su tesón y actividad en combatir la Dictadura.

N ingún hombre público se eleva en alas del alto concepto que tiene de sí mismo y lo expresa con jactancia; sus hechos gloriosos labran la opi­nión de la sociedad, y esta opinión es la que le encumbra y coloca en el eminente puesto que merece. Crearse méritos y guardar silencio

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acerca de ellos, aguardando que el ajeno aplauso los enseñe al mundo, es propio de hombres talen­tosos y prudentes; pero crearse méritos }r no espe­rar alabanza del mundo, sino sólo la íntima satis­facción de haber cumplido un deber, o de haber hecho buen uso de las dotes de inteligencia y de corazón recibidas de la naturaleza o adquiridas, es propio de almas grandes.

C A P I T U L O X X

CAMPARA DE MAPASINGUE. ASALTO Y TOMA

DE GUAYAQUIL

Bl general Sarasti, a la cabeza del Escua­drón Sagrado y de los Batallones Restauradores del Centro y Libertadores, había tomado el cami­no que desde Alausí y Sibambe desciende a Ya-guachi. Aquí tenía Veintemilla una fuerte guar­nición; pero había ordenado que se retirase a Guayaquil , en donde debía concentrar todas sus fuerzas. Al verificarlo, el enemigo cortó el puen­te de Chimbo, y Sarasti tuvo que detenerse tres o cuatro días a la margen izquierda de este río. Felizmente, el coronel don Reinaldo Flores, que obraba ya como Jefe de operaciones de vanguar­dia en la provincia Los Ríos, acudió al punto a restablecer el puente, y la división pudo seguir su camino y ocupar Yaguachi.

La otra parte del ejército, que era la mayor, no halló n ingún obstáculo hasta Babahoyo. La dirigió personalmente el general Salazar, Direc­tor de la guerra, que se había separado del gene­ral Sarasti en Riobamba.

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Pocos días antes un grupo cíe valientes jóve­nes guayaquileños se había apoderado del vapor Victoria, y otros patriotas dirigidos por el Sr. Arcadio Ayala capturaron el Bolívar y tomaron prisioneros a los coroneles Ignacio Paredes y Francisco Martínez. Los Sres. Rafael Ontaneda y Juan J. Avellán con unos pocos compañeros, llevaron a feliz término la empresa de subir en el Huáscar desde Guayaquil a Babahoyo, casi a la vista de la escuadrilla enemiga, para ponerse al servicio de la reacción. Bl vapor Quito se había defeccionado y se vino también a la capital de Bos Ríos.

Bscos vapores sirvieron mucho para el tras­porte del ejército del interior, armas, &. Bl 10 de marzo fué ocupado Samborondón por nuestras fuerzas, y algunos días después, casi frente a este pueblo, el Bolivar y el Huacho a las órdenes del coronel Flores, sostuvieron un breve tiroteo con la escuadrilla enemiga.

A principios de abril el general Alfaro movi­lizó sus fuerzas de Montecristi a Jipijapa. Bl 15 le vemos en Daüle, a donde se había adelantado el coronel Avellán con una columna. Bl cantón Daule y el Santa Blena se habían pronunciado en el mes de marzo contra la Dictadura, y proclama­ron el Gobierno provisional establecido en Quito. De seguro hubo espontaneidad en este movimien­to de reacción patriótica, puesto que no tuvieron esos pueblos fuerza que los obligase a él; pero con la presencia de las tropas del litoral en el mes de abril, tuvo efecto un nuevo pronuncia­miento a favor del general Alfaro, no ya por cier­to bajo la inspiración de la libertad y el derecho, que huyen de las bayonetas dejando el campo al interés del partido que las posee.

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Kl 29 ocupó Alfaro la hacienda ele Mapasin-gue, pero sus fuerzas 110 estuvieron completas sino algunos días después. Bl ejército serraniego comenzó a llegar el 11 de mayo. Bl Bscuadrón Sagrado fué el primero que pisó la l lanura de dicha hacienda. Los demás cuerpos fueron lle­gando posteriormente, y el 21 estuvo reunido to­do el ejército, menos tan sólo la división formada por don José M^ P. Caamaño, que se incorporó el 25.

La historia de esta división es como sigue: Ya hemos dicho en otro capítulo que la ten­

tativa de reacción del 2 de julio de 82, trajo el destierro de los Sres. Caamaño, Flores y otros patriotas. Bl Sr. Caamaño y el Dr. Yerovi acti­varon la expedición encabezada por el general Salazar, en la cual el coronel Flores, como ya hemos visto, tomó parte tan principal. Los dos primeros, pero en especial el Sr. Caamaño, bus­caron y proporcionaron el dinero necesario para la adquisición de armas y los primeros movimien­tos de la reacción en el territorio peruano y en los pueblos limítrofes del Bcuador. Los naciona­les y algunos extranjeros que deseaban engrosar posteriormente las filas restauradoras, hallaban en aquellos entusiastas ciudadanos la protección necesaria para venirse del Perú. Mas el Sr. Caa­maño pensaba en una segunda expedición bien organizada, que fuese como el complemento de la que principió en noviembre y fué tan admirable­mente guiada al través de dificultades y peligros por el general Salazar. Con tal intento se ocu­paba en allegar las armas necesarias, vencieitdo no pocas dificultades, cuando supo la victoria de Quito, el establecimiento del Gobierno provisio­nal, al que le habían llamado los pueblos del in-

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terior, agradecidos de los importantes servicios que había prestado a la causa de la patria, y los preparativos para la próxima campaña sobre Guayaquil.

Con estas noticias dóblase el entusiasmo del Sr. Caamaño. No influyó poco en su ánimo la circunstancia de haber sido electo miembro del Gobierno. Al principio formó el plan de conse­guir un buque de guerra para bloquear Guaya­quil al mismo tiempo que obraran por tierra los ejércitos unidos del interior y del litoral. Exce­lente idea; pero cuya realización se presentaba rodeada de obstáculos difíciles de vencer, como la suma exorbitante de dinero y las condiciones one­rosas para el alquiler de un buque de buenas cua­lidades. Desistió, pues, de tal proyecto y se resolvió emprender lo menos difícil y más pronta­mente hacedero, que era una expedición por tie­rra.

Conseguidos cosa de 500 fusiles y un consi­derable número de cápsulas, fueron trasladados a las riberas ecuatorianas en dos partidos, la una a cargo de don Rafael F . Caamaño y la otra al de don Froilán Muñoz y don Clodomiro y don Ale­jandro Hurel. Bn seguida se vinieron don José M. P. Caamaño y el general don Secundino Dar-quea. El general don Juan Antonio Medina se les había adelantado, y junto con el coronel don Guillermo Ortega y algunos hombres los aguar­daba en Santa Rosa.

En este cantón ribereño tomó el Sr. Caama­ño el título de Delegado del Gobierno Provisio­nal, y comenzó a ejercer la autoridad de que se le había investido. Nombró su secretario a don Julio H. Salazar, expidió los decretos más nece­sarios en las circunstancias, armó la gente que se

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le presentó de grado, la organizó lo mejor que pudo 3' la puso bajo el mando del general Dar-quea. Al general Medina dio el importante car­go de Jefe de Bstado Mayor, e hizo otros nombra­mientos así para redondear la división como para el desempeño de empleos civiles.

Bl 22 de abril se dirigió a Máchala, y aquí como en Santa Rosa fué recibido con muestras de vivo entusiasmo. Halló acuartelada parte de la Guardia Nacional decidida a prestar sus servicios a la Restauración; y halló, además, en las arcas de algunos machaleños acaudalados, y más que acaudalados, ardientes enemigos de la Dictadura, el dinero que necesitaba para los gastos más ur­gentes, y que le prestaron con muy buena volun­tad. Bn Máchala, sin embargo, Caamaño y sus compañeros pasaron tres días de inquietud y an­gustia, porque la segunda partida del armamen­to, que era la mayor, no había llegado, y corría, robusteciéndose hora tras hora, la mala noticia de que la balandra que la conducía había sido capturada por el Huacho. Felizmente, la nueva resultó falsa, y el 25 la balandra atracaba en el puerto salvador, y era saludada con gritos de jú­bilo por los mismos que la habían tenido por per­dida.

Bn Máchala la tropa, ya perfectamente ar­mada, montó a cerca de 350 plazas. Mitad por agua y mitad por tierra, venciendo obstáculos y sufriendo no pocas penalidades a causa de la es­tación lluviosa, esta fuerza se encaminó a Balao, a donde llegó el 19 de mayo. Bn Balao se incor­poró y fué armada una columna formada por el coronel don José Vallejo, con la cual la división ascendió a 500 hombres. Ocho días se pasaron en completar y mejorar la organización del pe-

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queño ejército, Bl general Barquea posee no sólo el arte, sino el instinto de la organización militar, y no quería presentarse en el campo ya ocupado por los cuerpos del litoral y la sierra, con su gente mal aleccionada.

Kl 5 fueron amagados por el vapor Huacho, pero cuando todo hacía presumir que iba a de­sembarcar su tropa y librar combate, viró de bor­do y se alejó. Bl 8 levantaron el campo, dividi­dos, como habían venido, por mar y tierra. Tres días después de un viaje trabajoso como el ante­rior llegaron a Taura . Bn el Naranjal , a donde el Sr. Caamaño se había dirigido por tierra, reci­bió unas pocas armas que le enviaban los patrio­tas de Cuenca, y armó 30 hombres de la Guardia Nacional. De Taura escribió al Director de la guerra comunicándole su arribo, el número y ca­lidad de las tropas con que concurría a la defensa de la causa común, y poniéndose a las órdenes de aquel jefe. No quiso, pues, tener campamen­to aparte ni obrar como caudillo independiente; rasgo de cordura política y de modestia personal que le honra, y que fué confirmado en seguida con una muestra de pronta obediencia: se ordenó que se trasladase con su división a la hacienda

Josefina, y que allí estuviese pronto para obrar en un ataque a Guayaquil en combinación con los ejércitos unidos del centro y de Manabí. Obede­ció sin vacilar, no obstante las dificultades y peli­gros que tenía que arrostrar en la travesía, y Ir arregló todo para efectuarla en cuanto recibiese una segunda orden. Pero el plan fué según juz­gamos, temerario y no muy seguro, y no satisfizo a los mismos jefes que le habían formado. La se­gunda orden esperada por Caamaño, fué, en con­secuencia, contraria a la parte que en dicho plan

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le tocaba desempeñar, y se le mandó que prosi­guiese su camino a Yaguacbi. El 18 por la no­che tuvo el Sr. Caamaño su primera entrevista en Samborondón con los generales Salazar y Sa-rasti, y cuatro días después éstos, el coronel Flo­res y el Dr. Lizarzaburu pasaban revista en Ya-guachi a las tropas recién llegadas, y felicitaban al egregio patriota que las había reunido, vestido, armado y conducido. Bl 23 era llevada la divi­sión a bordo del Bolívar y el Quito hasta Ba­rranco Blanco, y el 25 acampaba en Mapasingue.

Bl Dictador comprendía que su causa iba empeorando día por día, y aunque contaba con cerca de tres mil soldados, excelentes armas y, sobre todo, con fortificaciones que hacían de Gua­yaquil una verdadera fortaleza donde podía defen­derse con ventaja, crej^ó que le convenía buscar su salvación en arreglos pacíficos. Y en efecto, aunque eran considerables todavía los medios de defensa de que estaba rodeado, podían servirle para matar muchos enemigos, pero no para triun­far: tenía ya certidumbre de que los ejércitos restauradores, que se habían formado casi de la nada y armado la mayor parte con los fusiles y cañones arrebatados a fuerza de heroísmo a las tropas dictatoriales, eran capaces de vencerle en Guayaquil, como le habían vencido en San An­drés y Quero, en Chambo y el Pisque, en Quito, Babahoyo y Bsmeraldas.

Casi a fines de febrero llegó a Quito un co­rreo de gabinete con la correspondencia del exte­rior para los Ministros extranjeros, y pagado sin duda por Veintemilla, trajo también una procla­ma suya que la hizo circular con profusión, y muchas cartas para individuos particulares. La proclama no produjo ni el más leve resultado fa-

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vorable para la Dictadura: fué chispa caída en el agua, y pasado el primer susurro nadie volvió a acordarse de ella; pero parece que vino asimismo correspondencia del Dictador a uno de los Agen­tes Diplomáticos residentes en Quito con el obje­to de que tentase arreglos que terminasen la gue­rra. En marzo se hablaba ya por todas partes, mas no como de cosa cierta, de que Veintemilla pretendía celebrar tratados. No tardó mucho en que el público supiese la verdad: el antedicho Ministro se prestó a servir de intermedio para llegar a un avenimiento, y aun conferenció fuera de Quito, en junta del Dr. Lizarzaburu, autori­zado para el caso por el Gobierno provisional, con dos comisionados de Veintemilla, que fueron los Sres. don Luis Felipe Carbo y don José María Urviua Jado.

La opinión, por extremo adversa a la Dicta­dura, se declaró también de todo en todo contra­ria a que el Gobierno tratase con Veintemilla, y mucho más cuando se supo que, en caso de arre­glo, pretendía imponer condiciones desdorosas para el pueblo y el gobierno, y que debían hacer nugatorios todos los esfuerzos heroicos de la Res­tauración; esto es, que debían echar por tierra el pensamiento principal de quienes se habían lan­zado resueltamente en la contrarrevolución: Vein­temilla no sólo quería garantías para sí, su fami­lia y partidarios, sino continuar de Jefe Supre­mo. Lo único que ofrecía en cambio era iguales garantías para los revolucionarios, y la pronta convocación de una asamblea constituyente. No hablaba, pues, como quien llevaba perdida más de la mitad de su mala causa, sino como quien podía aun imponer imperiosamente su voluntad.

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Bsto era mofarse y, por lo mismo, era no querer tanto un arreglo, cuanto ganar tiempo para ase­gurar la resistencia y buscar manera de provocar una reacción a su favor con los elementos que, aunque cortos y diseminados, creía tener todavía en el centro. Bl enojo de sus enemigos creció sobremodo, y especialmente los radicales desaho­garon sus iras contra el Gobierno provisional que se había prestado a tratar con el Dictador. No había razón para rehusar un arreglo, siempre que se salvara el honor nacional y pudiera llegar­se al fin que se proponían los restauradores, pues no era poco el economizar la sangre del pueblo y atajar los horrores de la guerra. Bste fué el pro­pósito del Gobierno de Quito; pero cuando vio que sus buenas intenciones estaban contrariadas por las absurdas de Veintemilla, que el parecer y voluntad del pueblo no eran propicios a ningún arreglo, y que los comisionados del Dictador ha­bían venido desnudos de las facultades necesa­rias, lo cual podía considerarse también como acto de menosprecio al Gobierno de Quito, éste ordenó al Dr. Bizarzaburu que diese de mano a toda negociación, ( i ) Obró perfectamente. Pero no podemos aplaudir la falta de destreza y ener­gía, que consistió en haber dejado que un par de individuos, a quienes se reputó generalmente co­mo espías se volviesen en paz a dar cuenta a Veintemilla de cuanto observaran en su viaje a la sierra: debieron ser apresados y sometidos a juicio, y este acto de justicia rigurosa habría in­dudablemente aumentado la fuerza moral de la Restauración. Buena parte de las acusaciones

(1) (Boletín N? 12. 2 de abril cié 83.)

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de flojedad que se han hecho al quinquevirato, fué fuudada en justicia. Kn tiempos normales el rigor es odioso; en tiempos de revueltas, la excesiva lenidad en la corrección de los delitos, llega también a ser delito: entonces la acción de la ley debe llegar a su mayor punto de vigor.

PARTE DE LA BATALLA DEL HUEVE DE JULIO

República del Ecuador. Estado Mayor General del Ejército. —Guayaquil, a 21 de Julio de 1883.

Al H . Sr. Ministro de Estado en el Despacho de Guerra y Marina.

Pálidos y débiles serán, H . Sr. Ministro, los colores con que voy a intentar poner a la vista del Supremo Go­bierno Provisional y del pueblo ecuatoriano, la batalla dada el 9 de Julio, en las puertas de Guayaquil, porque no hay en la pluma colorido bastante para pintar al vivo lo glorioso de tan heroica acción, digno complemento de la campaña sostenida por la República en los catorce me­ses de lucha contra la Dictadura, la cual, con todo su cortejo de crímenes monstruosos y de abominables vicios, incitó la indignación de un pueblo amante de su honra y atizó en el pecho de todos los buenos hijos del Ecuador, el fuego sublime del amor a la libertad y a la gloria. Empero, lo heroico de la acción devuelve a los hechos lo que pierdan por la manera de contarlos, y que sólo me limitaré a un simple relato de lo ocurrido, sin añadir ni quitar cosa alguna, y de la manera más clara que pueda, según mi leal saber y entender.

Alistado que se hubo todo lo necesario para el com­bate, el 8 de Julio, a las cuatro de la tarde, se pasó revis­ta general del Ejército. Las proclamas dirigidas por el Sr. General Francisco Javier Salazar, Supremo Director de la Guerra, el Sr. General José María Sarasti, Coman­dante en Jefe del Ejército y el Sr. Dr. Antonio Flores, Comandante en Jefe del cuerpo de Reserva, enardecieron el ánimo en tal manera, que el deseo de combatir, se tor­nó en verdadero delirio. En lugar oculto, para que no

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sea visto del enemigo, acampó todo el ejército en forma­ción, hasta la una de la mañana, hora en que se les dio orden de avanzar. Así lo hizo, en el más perfecto orden y completo silencio, hasta el punto en que las fuerzas dirigidas por el Sr. General Eloy Alfaro habían hecho alto.

Ocupaban éstas el flanco derecho de nuestra línea de batalla, dejando libres los fuertes del Manicomio. Nues­tras divisiones formaron en tres líneas de columnas de combate, cada una de éstas en tres secciones en guerri­llas y una de sostén, hacia la izquierda, en el orden si­guiente: primero, la del Centro, comandada por el Coro­nel Euclides Angulo; después la del Norte, comandada por el Sr. General Ezequiel Eandázuri; luego la primera División del Sur, comandada por el Sr. General Reynal-do Flores; en seguida la segunda División del Sur que la mandó el mismo, y cerraba la línea la División de Van­guardia, comandada por el Sr. Coronel José María Almei­da. A las fortificaciones del Salado y del Manicomio se oponían los cuatro fuertes trabajados por el infatigable y valeroso Coronel Antonio Hidalgo, bautizados con los siguientes nombres: el que quedaba más a nuestra izquierda, «Sucre»; el siguiente y el más alto, «Piedra-hita»; el que estaba más próximo a los baños, «Pichin­cha»; y el último, «Bolívar o de los Generales». A la flotilla enemiga contrastaba la fortificación «Caamaño», construida en el punto denominado Aragonés y a cargo del Coronel Rafael T. Caamaño. Nuestra escuadrilla debía amagar por el río, llamando la atención de los va­pores hacia muy a la izquierda, a fin de que no cruzasen sus fuegos sobre nuestra línea de batalla. A las fortifi­caciones del puerto de Lisa, casa de Baños y Manicomio, hacían frente una fuerte División de infantería del Ejér­cito que dirige el valiente General Eloy Alfaro y parte de nuestra artillería situadas a la ribera derecha del Este­ro Salado, en los reductos y fortificaciones de las cuatro baterías ya enunciadas.

Así, pues, el flanco izquierdo del enemigo, formado por las fortificaciones antedichas, debía ser batido por nuestros fuertes del otro lado del Estero, dejando el fren­te del Manicomio completamente descubierto, pues por ahí era invulnerable. Además, al General Juan Antonio Medina se le dieron ciento veinticinco hombres escogí-

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dos, para que llamase la atención del enemigo vigorosa­mente por dicho naneo, y aun se esforzase en pasar el Estero por el punto que mejor le pareciese, de acuerdo con el Sr. Coronel José Martínez Pallares y el Sr. Manuel Semblantes, apoyados por los quinientos infantes que, comandados por estos inteligentes y valerosos jefes, guarnecían, como se ha dicho, los reductos nombrados. El éxito de esta operación se verá por el parte que adjun­to del Sr. General Medina. Cuatro veces intentó verifi­car el paso, pero no le fué posible, pues el enemigo tenía puesta su atención por aquel punto, por donde lo había­mos acosado durante cuarenta días.

El centro de la línea fué atacado por las divisiones del Centro y del Norte, y parte del Ejército dirigido por el Sr. General Eloy Alfaro; y el flanco derecho del ene­migo, esto es, las fortificaciones de la Tarazana y del Telégrafo, por las dos divisiones del Sur y la de Van­guardia.

El cuerpo de Reserva se componía del Regimiento Sagrado, la Columna Libertad o Muerte, el Regimiento Sucre, las compañías de honor de todas las divisiones y dos compañías formadas con los Jefes y oficiales de los Estados Mayores, excepto los ayudantes de campo.

A las tres menos cuarto de la mañana se encendieron vivamente los fuegos en los fuertes del Salado, hora en que la infantería empezó a avanzar, en el más profundo silencio. ¡Nada más solemne que aquel momento supre­mo! Tronaba el bronce en aquel lado, el fragor de las ametralladoras y de la fusilería atronaba el aire, y el rui­do se repetía hasta perderse en las cabidades de los pe­ñascos. Ea infantería, en tanto, avanzaba con serenidad, orden y silencio prodigiosos. A las cinco menos cuarto sonaron los primeros disparos de nuestros vapores, repe­tidos por el cañón de la trinchera «Caamaño» y contesta­dos por los buques enemigos. A las cinco, los cuerpos de infantería estaban a cosa de cien metros del pie de la colina Santa Ana. Oyóse entonces el grito de «Quién vive», dado a una voz por los centinelas enemigos, y que fué contestado por millares de disparos. Nuestros bravos soldados alzaron un grito horrendo de «Abajo la Dicta­dura», «Viva la República», y avanzaban con rapidez vertiginosa. Se reconocían en ellos a los nietos de los guerreros de la magna guerra de la Independencia y a

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los valientes de los combates del Centro y del Sur de la República.

El Batallón Libertadores, comandado por el Coronel Manuel Orejuela, iba de avanzada, y por esto le tocó la fortuna de romper sus fuegos contra la enemiga y la puso en completa derrota.

El ataque fué tan vigoroso y rápido que, por el mis­mo sendero que subió de retirada el enemigo, por ahí trepó el batallón avanzado y parte de las primeras filas de ataque de las divisiones del Norte y Centro, picándole las espaldas, hasta poner el pie en la línea de fortifica­ciones. En este ascenso fué herido levemente el Sargen­to Mayor Emilio Orejuela, tercer Jefe de dicho cuerpo.

Los demás avanzaron de seguida y escalaron esa muralla casi inaccesible, cuajada de zarzales y espinos, con denuedo y rapidez tal, que a las seis de la mañana quedó por nuestra la línea enemiga, desde el cerro del Telégrafo hasta el Manicomio; hecho al cual contribuyó poderosamente una guerrilla de la División del Centro que coronó la escarpada cima del cerro, enviada allá muy oportunamente por el Sr. Coronel Angulo, conforme a la orden que al efecto le dio el Sr. General Supremo Director de la Guerra, antes de iniciarse el combate.

Al mismo tiempo la División del Sur, compuesta de la «Artillería Sucre», Coronel Antonio Hidalgo, y el Batallón «Zapadores de Peiger» Coronel Antonio Vega, ascendía rápida y vigorosamente, sin reparar en las con­siderables bajas que sufría, logrando con algunas guerri­llas ocupar la línea enemiga en la parte correspondiente a la Tarazana, al primer clarear de la aurora. Se apode­raron inmediatamente del cañón situado en esa parte, los Mayores Alberto Muñoz y Francisco Vega; y como en ese instante aparecía en el río el vapor «Manabí», el Comandante Nestorio Viteri mandó virar el cañón y disparó sobre dicho vapor. El sereno Coronel Hidalgo cayó herido al comenzar el ascenso de la colina. Una vez llegados a la línea, varias guerrillas marcharon sobre el fuerte del Telégrafo y el cañón de a ciento, donde hicie­ron los contrarios tenaz resistencia, cayendo herido el Mayor Vega y acribillados por nueve balazos el teniente Hilario Sánchez y el sargento N. Mora del batallón «Peiger», mas al fin fueron derrotados los dictatoriales,

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logrando un sargento del «Peiger» ser el primero que tomó la bandera izada, en la loma del Telégrafo.

Ordenado que se hubo la tropa que ocupaba la línea, se la dividió en tres partes; una que atacase por reta­guardia al Manicomio, otra que operase, de flanco sobre la garganta y cima del Telégrafo, y otra que transmon­tase el cerro y fuese a ocupar el Panteón y cortara la retirada a los enemigos que combatían en el Salado, en el Manicomio y en el Telégrafo, expugnase el cuartel de Artillería y el castillo de las Cruces. Esta orden fué dada personalmente por el Sr. General Comandante en Jefe del Ejército al Sr. General Ezequiel Eandázuri y a los Coroneles Euclides Angulo y Vicente Fierro, quienes desempeñaron cumplidamente el cometido.

Iniciado el combate, el cuerpo de Reserva recibió orden de avanzar, la cual se cumplió con tanto arrojo, que pocos minutos después, la Reserva era Vanguardia, pues esos heroicos jóvenes se disputaban el honor de morir en las primeras filas, y hartos esfuerzos se hicie­ron al principio del combate para obedecer a los jefes que refrenaban su natural arrojo. El Dr. Antonio Flo­res, sí, que no pudo contenerse, y dejando su puesto a cargo del Sr. Coronel José Sotomayor y Nadal, avanzó a la vanguardia. Igual cosa pasó con el Regimiento Sa­grado, el cual, con sus jefes a la cabeza, voló con avidez, ascendió, tomo el reducto más elevado del cerro, se apo­deró de la batería ahí colocada, tomó luego hacia el pan­teón, en donde fueron heridos, el Teniente Coronel gra­duado José A. Campi y el Capitán Darío Sarasti y, dejando algunos muertos, siguió su marcha triunfal has­ta la artillería. El Sr. General Supremo Director de la Guerra llegó hasta a reprender al Sargento Ma\'or Ma­nuel Sarasti, porque con pocos jóvenes osó presentarse a los fuegos de emboscada que se hacía del cuartel de arti­llería.

La fuerza que tomó por la derecha dio por retaguar­dia y de flanco un vigorosísimo ataque a las inexpug­nables fortalezas del Manicomio, hasta derrotar a la guarnición por completo.

Ea casa de baños del Salado se hallaba completa­mente destrozada por los nutridos y certeros fuegos de nuestra artillería. El combate del 7 de Julio había con-

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tribuido poderosamente a ello e in fundi do pánico en el enemigo.

El Teniente Coronel Alejandro Zambrano, tercer jefe de la Brigada de artillería, fué herido en la trinche­ra «Pichincha» mientras combatía con el valor que le caracteriza.

Como se ha dicho, las fuerzas que atacaron al pan­teón, después de vencer ahí fueron en riadas estupendas hacia el cuartel de artillería. Una parte tomó hacia el cuartel del Ocho de Setiembre. En el primero se sostenía con vigor el infeliz Coronel Saona, manifestando valor y energía dignos de mejor causa. No cedió hasta que cayó muerto. Entonces el Sr. General Supremo Director de la Guerra penetró a caballo al patio del cuartel, en medio de los fuegos, y, con asombro encontró a cuatro de nues­tros compañeros en la barra de grillos. Eran éstos el Sargento Mayor Roberto Bolaños, el Teniente Emiliano Guerrero y los Subtenientes Jorge Arroyo y Daniel Gra­nizo; quienes con una audacia sin parecido se despren­dieron del Ejército y se lanzaron los cuatro a tomar la ametralladora que funcionaba en la esquina del cuartel de artillería, pero fueron envueltos y apresados por una guerrilla enemiga. Los iban a presentar al Dictador, mas éste se había fugado momentos antes.

Mientras esto pasaba, el Sr. General Comandante en Jefe del Ejército y el Sr. General de división Secundino Darquea, segundo Jefe del Ejército ordenaban que el Coronel Angulo avanzase sobre una guerrilla que hacía fuego en la calle de la artillería, con lo cual se consumó la derrota por ese lado.

El cuartel del Ocho de Setiembre se encontró deso­cupado ya, de modo que la fuerza que por ahí tomó, en unión de la que bajaba triunfante del Telégrafo, se diri­gió al Malecón y combatió con el vapor «Manabí», hasta ponerlo en completa derrota, obligándole a arrear bande­ra e izar una blanca.

Al mismo tiempo, otra parte comandada por el Co­ronel Eusebio Montenegro, Ayudante de campo del Comandante en Jefe, y por el Sargento Mayor Virgilio Paredes, atacaron el castillo de las Cruces, dirigidos por el Sr. General Supremo Director de la Guerra y el Sr. General Secundino Darquea, quienes se dirigieron allá inmediatamente después de tomado el cuartel de artille-

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ría. Después de tenaz resistencia,.auxiliados por el Coro­nel Manuel Aviles se rindieron los defensores. Entonces los generales antedichos organizaron un piquete para manejar los cañones tomados e hicieron un disparo» al «Santa Lucía» que fugaba velozmente, pero no pudieron impedir que se alejase, convoyado por dos vapores pe­queños, llevándose consigo al Dictador, quien, ruin y cobarde cuanto alevoso y pérfido, no tuvo siquiera reso­lución bastante para dejarse matar y desaparecer del mundo en medio del derrumbamiento de su negra domi­nación.

En tres horas y media de combate un ejército ardo­roso y patriota ha vencido posiciones reputadas hasta hoy como intomables y ha manifestado que no hay im­posibles para aquellos a quienes anima el fuego sagrado del amor a la patria.

Faltaría a un deber de justicia si dejara de reco­mendar muy especialmente a S. E. el Supremo Director de la Guerra, a cuyos profundos conocimientos en el arte de Federico II y de Von Molk, y al perfecto acuer­do con las indicaciones y acertada opinión del Coman­dante en Jefe, debemos, a no dudarlo, el brillante éxito en el más difícil triunfo que registra la historia patria. El plan de batalla, tan sabia y atinadamente por ellos combinado, fué cumplido, hasta en los más pequeños pormenores, con gran exactitud. Como todo estuvo calculado y previsto, la victoria no se hizo esperar mu­cho tiempo. Evitar el derramamiento de sangre, en lo posible, entraba en mucho en ese acertado plan, y he ahí por qué el asalto hubo de demorarse, pues no- nos era dado avanzar hasta el pie de la cordillera de Santa Ana en noches clarísimas de luna, sin que fuéramos descu­biertos por el enemigo a gran distancia. Las fortalezas del Salado que no podían ser trabajadas sino por la no­che, fueron además causa de demora. El éxito alcanzado es prueba perentoria de la exactitud de esas previsiones. El número de muertos y heridos es muy pequeño, si se atiende a las fortificaciones que hubo que vencer y a lo escabroso del terreno por donde era necesario avanzar. Además el valor del General Salazar en todo el curso de la batalla rayó en verdadera temeridad.

S. E. el Sr. General José Alaría Sarasti, Comandan­te en Jefe del Ejército, ha ejecutado el plan de batalla

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con una fuerza 4e voluntad y una actividad y firmeza extraordinarias. En el momento del combate lanzó su caballo en todas direcciones, y, ahí en donde algunos trepidaban, estaba él para animarlos e impulsa los. Siem­pre entre los primeros a tomar los puntos importantes, y tomados, volaba a donde creía que su presencia era más necesaria. Tuvo el sentimiento de ver a su hijo herido, pero ese golpe no desalentó su corazón de hierro.

Ni es digno de menor elogio el Sr. General de Divi­sión Secundino Darquea, segundo Jefe del Ejército por su infatigable constancia para organizar e instruir al Ejército en el campamento, y para alistarlo todo a fin de asegurar el triunfo. Nada se le ocultaba, tenía siempre a la vista los pormenores más insignificantes. Su gallardo comportamiento en el momento de acción hizo admirar al militar antiguo, avezado al peligro.

Los señores General Reynaldo Flores y Dr. Antonio Flores mostraron una vez más que hay en ellos el valor del padre. El primero, forzó con las dos divisiones del Sur, el cerro del Telégrafo, rompiendo con denuedo la línea enemiga por ese punto, indudablemente el más difícil e inaccesible. El Dr. Antonio Flores peleó siem­pre a la vanguardia. Ambos hermanos han dado en toda la campaña repetidas pruebas de heroico valor.

Los Coroneles Vicente Fierro, Euclides Angulo, Jo­sé María Almeida, Manuel Orejuela y Manuel Fernández de Córdova, fueron aclamados Generales en el campo de batalla por los señores Generales Supremo Director de la Guerra y Comandante en Jefe del Ejército: tal fué el va­lor con que se portaron.

El Ayudante General Coronel Pacífico Chiriboga, el id. Gabriel A. Ullauri, ayudante general del Director de la Guerra y los ayudantes de campo del Estado Mayor general, Teniente Coronel graduado Augusto Martínez y el de igual clase Froilán Avila merecen especial men­ción por la actividad y denuedo con que desempeñaron su delicado cargo. El tercero ascendió en el mismo cam­po de honor.

Debo, además, hacer constar, en mérito de justicia que el Teniente Coronel D. Pacífico E. Arboleda, ayu­dante del Sr. General D. Reynaldo Flores, extraviado antes del combate, por la oscuridad de la noche, y sin poder incorporarse a su Estado Mayor, del que se había

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separado para cumplir una comisión importante, se me unió en lo más fragoso del combate constituyéndose des­de ese momento en mi ayudante, trepó conmigo, a caba­llo, la línea enemiga del cerro y marchó en mi compañía a la toma del Manicomio, dando pruebas de valor y se­renidad.

Todos los jefes, oficiales y soldados se disputaron por cumplir como héroes lo que la patria y el deber pedía. Como US. H. verá por los partes de los Coman­dantes Generales y los Jefes de los cuerpos, todos han merecido bien de la patria.

Debemos, en verdad, mayor gratitud a los que han escrito con su propia sangre sus nombres en el largo catálogo de los mártires de la libertad, y para que la Re­pública los conozca envío adjunta una lista nominal de los muertos y heridos.

Los trofeos de tan gloriosa victoria son: dos cañones de a treinta y seis libras en el Telégrafo, uno de a ciento en el depósito de pólvora, en la línea, dos de a treinta y seis libras, en la artillería, uno de a doce y otro de a cuatro, dos en el Manicomio, diez en el Castillo de las cruces y dos de a ciento, una ametralladora, ochocientos mil tiros de infantería, numerosos de cañón de todo cali­bre, vestuarios, y en fin todo el abundante parque en que el Dictador había invertido grandes sumas de dinero para hacer eterna guerra a la Nación.

Adjunto, además, una copia de los partes de los Co­mandantes Generales, Jefes de Estado Mayor divisiona­rios, jefes de los cuerpos y de aquellos a quienes se confió comisiones especiales, para que el Supremo Gobierno Provisional y la Nación conozcan todos los pormenores de la batalla librada a Nueve de Julio en las puertas de la ciudad de Guayaquil, para sellar con ella la libertad de la República y sentar la primera piedra de una nueva era de paz y felicidad para la patria.

Dios guarde a US. H . - El Jefe de Estado Mayor General, Pedro I. Lizarzaburu. — El Coronel Sub-Jefe, Carlos Pérez Quiñones.

LA PARTICIPACIÓN DEL GENERAL ALfARO EN LA CAMPANA OE MAPASINGUE

«Durante el mes de marzo, me ocupé en organizar la expedición que debía abrir sus operaciones sobre Gua­yaquil; y a principios del mes de abril se emprendió, en efecto, la marcha. El 15 llegué a Daule, población que estaba ocupada, hacía algunos días, por la vanguardia del Ejército, al mando del Coronel Enrique Avellán. El 25 principié a movilizar las fuerzas, y el 28 logré con­centrarlo todo en Pascuales. El 29 de abril ocupé las posiciones de Mapasingue con 1.400 hombres, de los cuales estaban bien armados 1.200, entre infantería y caballería. En esas posiciones aguardamos la llegada de las fuerzas del Interior.

El 11 de mayo se verificó, en la hacienda San Anto­nio, mi primera entrevista y conferencia con el benemé­rito Señor general Sarasti. Verbalmente convinimos en la unión de los dos ejércitos, cada uno de los que debía conservar la posición oficial e independíente que ocupa­ba; convinimos también, de una manera solemne en que, una vez que fueran vencidas las fuerzas de la Dictadura, dejaríamos al pueblo guayaquileño en plena libertad, para que resolviera de sus destinos.

Eas tropas del Interior fueron llegando al campa­mento en los subsiguientes días; y el 30 del mismo mes de mayo recibí también yo un refuerzo de 600 manabitas, armados con los Remingtons, que fueron proporciona­dos, mediante una contrata, por el subdito inglés, señor Marco J. Kelly.

Se acercaba ya el desenlace de las maniobras milita­res, que bien merecían el definitivo triunfo, por la auda­cia con que se llevaron a cabo y por la franqueza con que fueron sostenidas. El 3 de junio se iniciaron las evoluciones por el Salado, las cuales, en su mayor parte, les tocó a las tropas de mi mando. En el ataque a las posiciones del enemigo, tuve la honra de cumplir con

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cuanto me comprometí, en los acuerdos que, para la batalla del 9 de julio, tuve con los señores Generales Sarasti y Salazar; una parte de mis tropas ocupó sus po­siciones en los cerros del Carmen, y otra, bajo mis inme­diatas órdenes, en los sitios del cerro extremo de Santa Ana y del Manicomio, designados por mí; y quédame la satisfacción de que cada uno de mis valerosos compañe­ros de armas cumplió hasta la última extremidad con los deberes que imponen las condiciones del soldado y del ciudadano».

(Manifestación de Kloy Alfaro a la Asamblea Nacio­nal de 1883).

NOTAS En el Capítulo V, pág. 109, no pudo llenarse a

tiempo el nombre del señor Villacís, que el 6 de abril de 1882 protestó contra el movimiento dictatorial. Ese nombre es Ramón.

En el Capítulo VI, pág. 131, el señor Mera había dejado un vacío después de las palabras «y para abreviar el camino», que se lo llenó añadiendo simplemente «tomó por la altura de Inguincho». Para que la relación quede completa debe decirse: «y para abreviar el camino y cerrar el paso del enemigo hacia Quito, decidió tomar por Ambuquí y pasar directamente a Cayambe atrave­sando los páramos de Guaranguí y Yuracruz». Las fuer­zas de Guerrero, que estaban en Ibarra, dejaron la ciu­dad al saber dicha resolución y retrocediendo hacia Aloburo, tomaron luego por la altura de Yuracruz, con el objeto de atajar la marcha del enemigo y combatirle en el camino, según dice el texto.

INDICE

PJGS.

Juan León Mera, prólogo del Editor I Proemio 1 Capítulo I . —Los Conservadores y el Gobierno

del Dr. Borrero 7 Capítulo I I . —La Revolución 24 Capítulo I I I . - La Convención de Ambato y el

Gobierno de Veintemilla 48 Capítulo IV. — Candidatos para la Presidencia.

El golpe de Estado 86 Capítulo V. —Primera campaña de Esmeraldas. 108 Capítulo VI . —Primera campaña del Norte 121 Capítulo V I I . —Primeras tentativas de reacción en

el Centro , 136 Capítulo V I I I . —Segunda campaña del Norte 149 Capítulo I X . —Segunda campaña del.Centro 156 Capítulo X . - Anúdase la interrumpida campaña

del Centro . 170 Capítulo X I . - Toma bríos la reacción del Centro

y prosigue la campaña 184 Capítulo X I I . —La misma campaña, Nuevos alti­

bajos de la guerra 195 Capítulo X I I I . —Rehacimiento del Dr. Sarasti.

Nuevo vigor de la campaña 206 Capítulo X I V . —La expedición del Sur 233 Capítulo X V . —Campaña de Quito. El 8 de enero. 246 Capítulo X V I . —Ultima campaña del Norte 253 Capítulo X V I I . - Batalla y toma de Quito 262 Capítulo XVIII. —El Gobierno Provisional. Reac­

ción en Los Ríos 274 Capítulo X I X . —Segunda campaña de Esmeraldas.. 281 Capítulo X X . - Campaña de Mapasingue. Asalto

y toma de Guayaquil 294 Parte de la Batalla 305 La participación del General Alfaro en la campaña

de Mapasingue 314