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Colección biografías y documentos

El Senor Anillo

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Colección biografías y documentos

Víctor raúl,El SEñor aSilo

©Luis Alva Castro, 2008© Grupo Editorial Norma S.A.C., 2008

Canaval y Moreyra 345, San IsidroLima, Perú

Teléfono: 7103000

Febrero de 2009

Diseño de cubierta: Christian AyuniArmada: Christian Ayuni

Dirección Editorial: Rubén SilvaEdición: Victoria Guerrero

Cuidado de edición: David Abanto

C.C. 28001372ISBN: 978-9972-09-159-9

Registro de Proyecto Editorial: 11501310900161Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: 2009-02862

Esta segunda edición consta de 2000 ejemplares

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso escrito de la editorial.

Impreso por Metrocolor S.A.Av. Los Gorriones 350, Lima 09 Impreso en Perú - Printed in Peru

Víctor raúl,El SEñor aSilo

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Bogotá Barcelona Buenos Aires CaracasGuatemala Lima México Panamá Quito San José

San Juan San Salvador Santiago de Chile Santo Domingo

Este relato está dedicado a Colombia, que se mantuvo unida por la mística de una causa

y defendió la vida y la libertad de un hombre que pertenece a América: Víctor Raúl Haya de la Torre .

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Nota preliminar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19A los compañeros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31En casa de amigos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33Odría dijo que no . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55Dos hombres en una maletera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71Los muertos también esperan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87El discreto encanto del dictador . . . . . . . . . . . . . . . . 101La invasión está próxima . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117La grandeza de un hombre mudo . . . . . . . . . . . . . . . 133El compañero gallo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147Colombia no vaciló . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159Del maestro, con cariño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169“All’s well, that ends well” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177Cronología de un asilo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183Cartas y documentos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187Iconografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 207

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Nuestro egregio trujillano, Víctor Raúl Haya de la Torre (1895-1979), considerado por aclamación popular el peruano más ilustre del siglo XX, es fácil-mente recordado por su vasta creación intelectual, por su portento oratorio y por ser adalid del viejo sue-ño bolivariano de la unidad económica y política de América Latina.

Acuñó en vida frases memorables: “No se trata de quitar riqueza al que la tiene sino de crear riqueza para el que no la tiene”; y definió tesis políticas ampliamen-te respetadas en el mundo entero, que están asociadas a su nombre, como “antiimperialismo constructivo” e “interamericanismo democrático sin imperio”.

Su extenso peregrinar por América Latina cimentó una fructífera tradición democrática, que produjo im-portantes líderes que siempre se consideraron discípu-

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los suyos, como Germán Arciniegas (Colombia), Ró-mulo Betancourt (Venezuela), Joaquín García Monge (Costa Rica), Enrique de la Osa (Cuba), Salvador Allende (Chile) y Gabriel del Mazo (Argentina).

En mayo de 1976 recibió un gran homenaje inter-nacional en Venezuela, con motivo de una conferencia mundial de partidos políticos de izquierda democrá-tica, llamado “Encuentro de la Democracia Social”, donde el entonces presidente de la Internacional So-cialista, el Premio Nóbel de la Paz, Willy Brandt, lo proclamó “precursor de los valores democráticos y de justicia social que guían la actividad de las nuevas ge-neraciones pacifistas del mundo entero”.

No ha sido menos fructífero su magisterio al frente del Partido Aprista Peruano, que fundó y condujo du-rante casi cinco décadas. Este partido, desde sus mo-mentos más raigales, a comienzos de los años 20, fue siempre una cantera de ciudadanos ejemplares de las más diversas profesionales, destacando políticos pro-bos como Manuel Seoane, Ramiro Prialé y Manuel Arévalo; literatos consagrados como César Vallejo, Alcides Spelucín, Serafín del Mar, Ciro Alegría y Ju-lio Garrido Malaver; estudiosos académicos de valía continental como Luis Alberto Sánchez y Antenor Orrego; científicos ejemplares como Javier Pulgar Vi-dal y Fernando Cabieses; artistas plásticos de renom-bre como Macedonio de la Torre y Felipe Cossío del Pomar.

No hay otro partido político peruano con la mis-ma longevidad ni con un aporte similar a la galería de personajes ilustres de la Nación.

Igualmente es de dominio público el gran sentido del deber y la austeridad que guiaron la vida del gran

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trujillano, quien cobraba solamente un sol (menos de 25 centavos de dólar de esos días) como emolumen-to mensual mientras fue presidente de la Asamblea Constituyente peruana de 1978-1979.

Todo esto es bien sabido sobre Haya de la Torre. Pero también debemos recordar que muy pocos líde-res de América Latina han tenido una vida tan azaro-sa y poblada de capítulos tensos e inclusive heroicos.

Por defender el derecho de los humildes al pan y la libertad, Víctor Raúl sufrió la persecución y la cárcel en octubre de 1923, siendo todavía estudiante univer-sitario. Fue desterrado luego de esa detención y no pudo volver hasta julio de 1931. Estuvo injustamente encarcelado entre el 6 de mayo de 1932 y el 10 de agosto de 1933, dando gran ejemplo de coraje cuando una corte marcial lo amenazó con la pena de muerte.

Haya de la Torre tuvo que afrontar una severa clan-destinidad, al frente de su partido, entre noviembre de 1934 y mayo de 1945, la más larga y difícil que haya tenido que soportar otro líder político de nuestro con-tinente. Durante ese período, este hombre que sólo anhelaba la paz y la democracia para su país, estuvo en dos oportunidades, el 22 de agosto y el 22 de septiem-bre de 1939, a punto de perder la vida en temerarias emboscadas perpetradas por sicarios de la dictadura de turno.

Sin embargo, el capítulo más ejemplar de esa vida azarosa es el que consigna el presente libro, la defensa del derecho de asilo de Haya de la Torre entre el 3 de enero de 1949 y el 6 de abril de 1954.

Interrumpida nuestra democracia constitucional desde el 3 de octubre de 1948 con otro golpe de Esta-do, todos los defensores de la democracia peruana su-

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frían duras represalias, autorizadas mediante una Ley de Seguridad Interior que privaba al ciudadano de las más elementales garantías.

A diferencia de las dictaduras de otros tiempos, esta contaba con mayores medios técnicos y organizativos para ejercer una presión represiva más intensa y con un control más estricto sobre los medios de comunicación.

Algunos se han preguntado, ¿por qué no optó Haya de la Torre por un nuevo período de clandestinidad? La respuesta hay que encontrarla examinando los he-chos. Más allá del valor desplegado entre 1934 y 1945 por el jefe máximo del aprismo y muchos de sus se-guidores, el éxito de la larga clandestinidad residió en la subsistencia de una organización casi intacta y con una eficiente estructura organizativa al momento de iniciarse la ofensiva represiva de la dictadura.

Esta vez era diferente. Apenas ocurrido el golpe de Estado, el Partido Aprista había sido privado de sus principales dirigentes. Manuel Seoane, Luis Al-berto Sánchez y Humberto Silva Solís habían logra-do asilarse pero la mayoría de los dirigentes de alto nivel había sido apresada. Lo mismo ocurría con los principales cuadros organizadores, como por ejem-plo, Armando Villanueva del Campo, Ramiro Prialé, Carlos Manuel Cox y Jorge Raygada, capturados en plena organización del “aparato clandestino”. No se contaba con un equipo capaz de publicar el vocero La Tribuna en forma secreta y, lo que es peor aún, el dic-tador había logrado organizar un falso “Comando Re-volucionario”, integrado por apristas tránsfugas, que publicaba un vocero apócrifo difamando a Haya de la Torre y a los apristas leales e instándolos a realizar actos terroristas.

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El Partido Aprista no cejaba en su esfuerzo de re-sistir a la dictadura, pero la persecución contra Haya de la Torre, entonces cerca de los 54 años de edad, significaba una presión excesiva sobre los debilitados organismos partidarios encargados de su seguridad. El propio comité ejecutivo partidario inició la discu-sión sobre la posibilidad del asilo diplomático de Víc-tor Raúl en la embajada colombiana, escogiendo esta última en atención a la tradición constitucionalista de este país.

Para la dirigencia aprista clandestina, el asilo de Haya de la Torre y su posible salida del país represen-taba una opción válida para poder difundir la verdad sobre la situación interna del Perú a la opinión públi-ca internacional y cerrar el paso a los calumniadores del aprismo y a cualquier acusación falsa que pretenda justificar la bárbara represión.

La decisión del asilo fue tomada a nivel partidario. No fue una decisión personal de Haya de la Torre. Y fue también partidaria la organización del ingreso a la sede diplomática burlando el cerco policial. En este libro se incluye una copia facsimilar del documento firmado por Haya de la Torre con fecha 3 de enero de 1949, aceptando llevar a cabo la iniciativa del asilo.

Pero solicitar el asilo no era una alternativa fácil ni había la seguridad de conseguirlo. La situación polí-tica no permitía hacer ninguna coordinación previa con la embajada. Además, el embajador colombiano de entonces, Dr. Carlos Echeverri Cortés, pertenecía al Partido Conservador y estaba relacionado familiar-mente con la antigua aristocracia bogotana. No era posible anticipar si la causa defendida por Haya de la Torre tendría la simpatía de este representante diplo-

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mático ni si estaría dispuesto a asumir las complicadas responsabilidades de abogar por el derecho de asilo del líder peruano.

Aún así, Haya de la Torre irrumpió en la sede di-plomática colombiana el día 3 de enero de 1949 a las 7 de la noche y obtuvo no sólo la protección diplomá-tica sino inclusive la solidaridad en la defensa de su derecho de asilo, tanto por parte del embajador Eche-verri Cortés como de los demás representantes que ocuparían ese cargo hasta abril de 1954, que fueron: Jorge Morales en 1949, Aurelio Caycedo en 1950 y José Joaquín Gori en 1952.

La situación adquirió extrema gravedad y fue so-metida a una dura prueba la solidaridad colombiana cuando el gobierno expresó su negativa a otorgar al asilado el salvoconducto establecido por las conven-ciones de La Habana de 1928 y de Montevideo de 1933. La solidaridad colombiana fue más que efecti-va, permitiendo que Haya de la Torre pueda presentar su caso ante la Corte Internacional de Justicia de la Haya, donde obtuvo dos fallos, uno moderado el 20 de noviembre de 1950; y otro nítidamente favorable el 13 de junio de 1952.

La terca arbitrariedad de la dictadura peruana per-mitió a Haya de la Torre mostrar con facilidad a la opinión pública latinoamericana y mundial la juste-za de su causa. El desaparecido maestro Luis Alber-to Sánchez, biógrafo de Haya de la Torre, menciona que durante ese angustioso período, todos los líderes y los partidos políticos del mundo, tanto de izquierda, como de centro y de derecha, clamaban por la libertad de Haya de la Torre, y todos estuvieron de acuerdo en exaltar la actitud colombiana.

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Entonces surgió el curioso apelativo de “Señor Asi-lo”, empleado por los canillitas de todo el continente para referirse con rapidez al político peruano de largos apellidos cuya causa era tema frecuente de las prime-ras planas. El propio Haya de la Torre tuvo la suerte de descubrirlo en forma casual en Managua, conclui-do el asilo, cuando el canillita que le vendía los diarios le preguntó: “¿Es usted el Señor Asilo, verdad?”

Es importante recordar que todos defendían el de-recho de asilo de Haya de la Torre excepto la dictadu-ra enquistada en el Palacio de Gobierno de Lima, uno de cuyos miembros proyectó un asalto a la embajada de Colombia para asesinar a Víctor Raúl en forma anónima. “Un día —recuerda Sánchez—, cuando el debate en La Haya alcanzó su punto más álgido, se recibió en la embajada la noticia del proyecto semi-oficial de asaltarla y asesinar al asilado. Esa noche, el coronel Duarte, agregado militar de la embajada, ex-tremó las seguridades del recinto, mientras que el per-sonal incineraba los papeles importantes y las claves y Víctor Raúl arrojaba al fuego los originales del libro que había estado escribiendo, sus cartas, sus papeles, listo para el gran viaje, sin equipaje alguno”.

Esta es una importante página de nuestra historia republicana que no debemos olvidar. Haya de la To-rre, el Señor Asilo, enseñó a aquella vez a peruanos e indoamericanos que luchar por “pan con libertad” sig-nificaba defender con firmeza, inclusive arriesgando la vida, todos los derechos que las modernas libertades suponen.

Y su caso sentó un precedente que permitió ajustar los procedimientos de puesta en práctica del derecho de asilo para el futuro. En todo momento Haya de la

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Torre abogó por una solución a su problema acorde de las leyes y los tratados internacionales y sentó un precedente de férrea negativa a toda solución basada en la excepción legal o la arbitrariedad, así esta se ma-nifieste en su favor.

Pero lo más importante de este proceso es la calidad humana mostrada por sus protagonistas y los diversos episodios de dignidad y valentía que aquí se relatan, que enorgullecen el viejo vínculo de amistad entre pe-ruanos y colombianos.

Ofrecemos al lector esta una nueva edición, espe-cialmente revisada y mejorada, provista además de in-teresantes testimonios fotográficos sobre esta página crucial de la historia peruana y latinoamericana.

Luis Alva CastroLima, noviembre de 2008.

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El 4 de enero de 1949 descendí del avión, en Ba-rranquilla, que me conducía de Buenos Aires a Gua-temala, vía Panamá. Lo hice por unos momentos en una parada técnica de la aeronave y la aproveché en comprar y leer un ejemplar de El Tiempo de Bogotá, en el cual yo colaboraba. Me quedé estupefacto: en la primera página, con grandes caracteres, había una te-rrible noticia de Lima; Haya de la Torre se había asi-lado la noche del 3 en la embajada de Colombia. Me quedé anonadado. Yo sabía que Víctor Raúl detestaba la idea de asilarse.

Yo, por primera y única vez en mi larga vida de peripecias, me había asilado el 9 de octubre de 1948 en la embajada Paraguaya de Lima, valido de que el Presidente del Paraguay, Natalicio Gonzales, era un gran amigo y me tenía invitado a su país, desde su

prólogo

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recientísima toma de posesión de la Presidencia. El 13 de octubre, al día siguiente de cumplir los 48 años, el gobierno de José Luis Bustamante y Rivero dispuso que, en un avión de Panagra, me condujeran a Chile, con destino final en Asunción.

El origen de tan enojosas vicisitudes era que, en la madrugada del 3 de octubre se produjo un alzamien-to en dos buques de la Escuadra y en el Arsenal del Callao. Se atribuyó el “golpe” al partido aprista que no intervino en ello; fue una facción insubordinada y en la que estaban mezclados elementos extraños, la que realizó aquella desdichada acción. Yo no sabía nada de esto, lo digo ahora, después de cuarenta años de aquel suceso y estando en el gobierno.

Dos meses antes hubo un acuerdo entre Víctor Raúl y uno de los principales jefes de las Fuerzas Armadas, a fin de que estas, institucionalmente, procedieran a la insurrección. Lo del 3 de octubre fue un aborto fe-lón. Los pagantes fuimos los directores del apra, que estábamos en la lista de “ejecuciones” preparada por los conjurados. A Víctor Raúl, le avisaron del levanta-miento a las 6 de la mañana, cuando la acción subver-siva estaba en marcha. Víctor se dirigió a la casa del di-putado Pedro Aizcorbe Ríos, casado con María Luisa (Chichi) Checa Solari, entrañables amigos suyos.

Cuando a las 9 de la mañana, el ingeniero Ricardo Grieve Madge me comunicó lo que ocurría y com-probé que la imprenta de La Tribuna, en Lima, estaba ocupada por la policía, nos dirigimos, mi esposa y yo, a casa de Aizcorbe, pues habíamos convenido en ir juntos a almorzar con Haya de la Torre en su eglógica casa del kilómetro 46, por Ricardo Palma, un poco más allá de Chosica. Nuestra sorpresa fue grande al

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encontrar allí a Víctor Raúl, acompañado por Jorge Idiáquez. Comentamos la “sorpresa”. Pensamos que el “golpe institucional” de las Fuerzas Armadas podría adelantarse; estaba supuesto a realizarse el 8 de octu-bre, pero tropezamos con la intransigente respuesta del general gobernativo: “primero sofocaremos el gol-pe y después haremos la revolución”.

El 27 de octubre se realizó el derribamiento del go-bierno legal y civil de Bustamante por mano del ge-neral Manuel Odría, que no observó ninguna de esas normas pedidas por el general aquél.

De hecho, la Universidad de San Marcos fue ocupa-da por tanques de guerra aunque dos de los ministros del régimen eran catedráticos sanmarquinos. Nuestras propiedades y pertenencias fueron embargadas ilegal-mente para cubrir los gastos de una “insurrección” que no habíamos llevado a cabo. Los representantes por Arequipa, patria chica del presidente Bustamante, fueron exonerados de tales sanciones, a mérito de su lugar de nacimiento.

Entre el 27 de octubre y el 3 de enero de 1949, la persecución contra los apristas fue dura y cruenta. En esas feroces circunstancias, el comité ejecutivo del PAP ordenó que Haya solicitase el asilo en alguna embajada, y él eligió la de Colombia. Esto ocurría a los tres meses del frustrado e irracional levantamiento del 3 de octubre de 1948.

Haya de la Torre llegó a la embajada de Colombia, en la avenida Arequipa de Lima, acompañado por dos compañeras apristas, la señora Alicia Cox de Larco y Margot Hudtwalker. Lo recibió la esposa del emba-jador, la señora Gloria de Echeverri. Inmediatamente, el embajador Echeverri Cortés, fue avisado de lo que

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ocurría, y él regresó a la embajada y extendió el asilo de Colombia a Víctor Raúl. Nadie sospechaba entonces que el asilo duraría cinco años, con tres meses y tres días. La historia es alucinante, dolorosa y triunfal.

Lo primero que hizo el embajador Echeverri des-pués de comunicarse con su gobierno, presidido por el conservador Mariano Ospina, fue comunicar a la Cancillería peruana el hecho. La Cancillería no opuso argumento alguno en principio. Las dificultades sur-gieron después. El Perú era signatario del Tratado so-bre Asilo Diplomático, aprobado por la Sexta Confe-rencia Panamericana celebrada en La Habana, el año de 1928. La Conferencia realizada en Montevideo, en 1933, perfeccionó el acuerdo de La Habana en el sen-tido que el país asilante era el que calificaba al asilado. El Perú firmó este acuerdo pero el Congreso peruano, interrumpido por el golpe de 1936, no llegó a ratificar tal concepto por lo cual, la Cancillería peruana adujo que ella no reconocía la calidad de asilado a Haya de la Torre. El gobierno colombiano insistió en su punto de vista y, después de largas e infructuosas conversa-ciones, Colombia presentó su demanda ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya.

El gobierno (dictadura del Perú), respondió dicien-do que Haya era un criminal común y que el Perú no le reconocía la condición de asilado, que su vida en sí no corría peligro y que, por tanto, le negaba el derecho de asilo y obtener un salvoconducto para salir del país.

Con el objeto de hacer más patente la negativa, la policía cavó fosas —so pretexto de realizar obras de servicio eléctrico— en torno a la embajada Colombia-na y prohibió el acceso de toda persona que no fuese por requerimiento oficial a dicha sede. El asilo se ha-

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bía convertido en cárcel, con incomunicación; la his-toria externa del asilado Víctor Raúl es bien conocida. Un primer fallo de la Corte Internacional declaró que: 1°.- Ninguno de los crímenes que de la dictadura pe-ruana atribuía a Haya de la Torre, tenía fundamento. 2°.- Que aparentemente, Víctor Raúl no había corrido peligro mortal, y, por lo tanto, el asilo era innecesario. 3°.- Que Víctor Raúl era un líder político al que pro-tegían o debían proteger las leyes nacionales.

Este fallo fue emitido el 20 de noviembre de 1950. Colombia apeló. El asilo había sido otorgado en si-tuación de serio peligro, lo que se comprobaba, en-tre otras razones, por el asesinato a mansalva que los agentes de la dictadura perpetraron el 23 de marzo de 1950, en la persona del obrero Luis Negreiros Vega, Secretario General del PAP y de la Confederación de Trabajadores del Perú.

La Corte ratificó, con variantes, su fallo anterior pero señaló que Haya de la Torre debió ser puesto en libertad, o mejor, que debió devolvérsele su libertad ciudadana. Como ambos gobiernos no se ponían de acuerdo acerca del procedimiento, se recurrió a un arreglo bilateral: primero, Haya de la Torre sería en-tregado por Colombia al ministro de Justicia del Perú; segundo, el gobierno peruano otorgaría a Haya de la Torre un salvoconducto.

La dictadura decidió que Víctor Raúl fuera entre-gado al Ministerio de Justicia, a cargo de Alejandro Freundt Rosell. El dictador, emitió un decreto infa-mante (para su autor) en el que se declaraba que Haya de la Torre no era digno de la ciudadanía peruana y ordenó su “expulsión”.

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Haya de la Torre viajó en avión a México, la misma noche de su salida de la embajada, el 6 de abril de 1954. Habían pasado cinco años, tres meses y tres días desde su ingreso al generoso asilo colombiano.

¿Qué pasó durante este lapso de tiempo?

Más que a los hechos, es necesario volver los ojos a las personas que acompañaron al líder durante su cautiverio. Todos los líderes y los partidos políticos del mundo, tanto de izquierda, de centro y de derecha, clamaron, entre enero de 1949 y abril de 1954, por la libertad de Haya de la Torre, y todos estuvieron de acuerdo en exaltar la actitud colombiana.

En Colombia, tanto conservadores como libera-les, secundaron al gobierno en semejante coyuntura. Todos, excepto el sordo y torpe grupo dictatorial de Lima, uno de cuyos miembros proyectó un asalto a la embajada de Colombia para asesinar a Víctor Raúl en forma anónima. Un día, cuando el debate en La Haya alcanzó su punto más álgido, se recibió en la embajada la noticia del proyecto semioficial de asaltarla y asesi-nar al asilado. Esa noche, el coronel Duarte, agregado militar a la embajada, extremó las seguridades del re-cinto, mientras que el personal incineraba los papeles importantes y las claves y, Víctor Raúl, arrojaba al fue-go los originales del libro que había estado escribien-do, sus cartas, sus papeles, listo para el gran viaje, sin equipaje alguno.

Desde afuera decenas de “soplones” armados, vigi-laban la blanca y señorial mansión, en uno de cuyos balcones había siempre dos palomas en espera de las

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caricias y del trigo que Víctor Raúl les daba. Fueron un día y una noche de tragedia. Las llamas convirtie-ron en negros residuos y en cenizas documentos de gran valía. Pasó la noche, el personal de la embajada vio llegar el alba con ansia. Al fin, rayó plenamente la mañana. Se supo que, bajo la presión de importantes personajes nacionales y extranjeros, el círculo del dic-tador, y él mismo, desistieron de su sádico y criminal propósito. No fue ese, más que uno de tantos momen-tos dramáticos durante el asilo.

Los días pasaban; Víctor Raúl mataba las horas le-yendo, escribiendo y, a ratos, conversando con el em-bajador, con asistentes y también, con los mayordomos Melquíades Chávarry y Gonzalo Roncal Terrones, que lo atendieron con afecto filial y con admiración discipular.

En ese tiempo, la embajada de España estaba a car-go de don Fernando Castilla y Maiz, quien tenía en su personal auxiliar, a un secretario devorador de libros, José María Moro, que, años más tarde, en 1975, volvió al Perú con rango de embajador, José María Moro po-seía toda la colección Rivadeneyra, de clásicos españo-les, con un total, si no yerro, de setenta y tantos volú-menes. Víctor Raúl, que no había sido hasta entonces muy devoto de las letras españolas, aunque conocía a Cervantes y Lope, leyó uno a uno todos los tomos de la colección Rivadeneyra, de donde su estilo de escri-bir fue nutriéndose de arcaísmos y giros clásicos, que reemplazaron galicismos y anglicismos adquiridos durante su destierro de ocho años en Francia, Ingla-terra y Alemania. De ellos hay pruebas visibles en las páginas de su libro Treinta años de aprismo (1956), en el cual resume toda su experiencia política en relación

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con sus puntos de vista doctrinarios, expuesto en su primera obra y sobre todo, en Por la emancipación de América Latina (1927) y El Antimperialismo y el Apra (escrito en 1928 y editado en 1935).

Después del retiro del embajador Echeverri, la em-bajada quedó sucesivamente, a cargo de los diplomá-ticos José Joaquín Gori y del señor Caicedo Ayerbe, dos caballeros en la más amplia acepción de la pala-bra. A riesgo de todo, ambos se esforzaron por hacer compatible el obligado encierro de Víctor Raúl, con un discreto trato con gentes cultas y demócratas y, por tanto, comprensibles. Aunque el asilado se resistió a intervenir en la mesa o en los paliques de sus asisten-tes, ellos, con mesura y en silencio, trataron de que el muro invisible que los podía separar quedase conver-tido en humo, y lo consiguieron.

Muchos ilustres visitantes de la embajada entraron en contacto con el cautivo; ello fue indispensable du-rante el proceso de La Haya para aclarar y concretar informaciones y conceptos sobre el particular. La voz de los gobiernos amigos llegaba a ese recinto. En una ocasión, en 1950, Juan Perón, entonces en la cúspide de su poder, quiso intervenir en pro de la liberación de Víctor Raúl, pero eso no congeniaba con un dictador y, mucho menos, con quienes hubiesen roto el sistema democrático. En el caso particular de la Argentina, se agravaba con el hecho de que Perón estaba contra la Unión Cívica Radical que, bajo el gobierno de Irigoyen, instaló la Reforma Universitaria y en la cual militaba, entre otros amigos predilectos, el ingeniero Gabriel del Mazo, que fuera Presidente de la FUA (Federación Universitaria Argentina), en los memorables días de

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1918 en que lucha por la Reforma Universitaria, o sea, contra el vasallaje cultural y moral de América.

Víctor Raúl declinó aceptar aquella ayuda, declina-ción que concretó en una larga y emotiva carta, que he publicado en Epistolario de Haya de la Torre (1982). Más tarde, ya en los setenta, Víctor Raúl conoció y trató a Perón en Madrid y rectificó en gran parte su antiguo parecer; Perón también había cambiado.

A veces, el embajador de Colombia solía recibir a gente secretamente amiga de Haya. Así nacieron nue-vas formas de comunicarse con el exterior, subrepticia pero eficazmente.

Dada su condición de asilado, Víctor Raúl estaba impedido de publicar, aún fuera del Perú, artículos bajo su firma. Empero, necesitaba comunicarse con el mundo latinoamericano y con el mundo en gene-ral. Para ello, solicitó que algunos amigos suyos de alta categoría intelectual como el sabio Javier Pulgar Vidal, que durante su destierro en Bogotá fundó la Universidad Tadeo Lozano, aceptaran poner su firma donde debía aparecer la de Víctor Raúl. Era un pedi-do grave. Pulgar aceptó, previa comunicación a noso-tros, sus compañeros de proscripción. En Cuadernos Americanos, de México y revistas de Colombia, pudo Víctor Raúl intervenir en debates políticos de nues-tro continente. Germán Arciniegas, el gran polígrafo, historiador colombiano, amigo de Haya de la Torre desde los lejanos días de la Reforma Universitaria, in-dignado por el torpe, mezquino y cruel tratamiento que la dictadura peruana daba al más ilustre de los hijos del Perú, publicó entonces un emotivo y crudo libro titulado El asilado silencioso.

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Cuando a partir de enero de 1954, con un nuevo canciller en el Palacio de Torre Tagle de Lima, se vis-lumbrara la certeza de un inevitable cambio de ac-titudes, Víctor Raúl, que había reescrito el libro que quemara el día de la amenaza trágica, me escribió para editarlo en Santiago de Chile; pero su mayor inquie-tud se refirió a un adelanto de “derechos de autor”. ¿Por qué? Para tener algún dinero que repartir entre los fieles mayordomos de la embajada, quienes lo ha-bían atendido con pulcritud, ternura y eficacia inolvi-dable.

En otra carta, también publicada en el epistolario, me lo decía con una emoción que humedecía los ojos del lector sensitivo e inteligente.

Y llegó el amargo día de la liberación-expulsión. Pocos hombres ha habido que, pese al agravio increí-ble que encerraba el texto del decreto para que saliera del asilo, pudiesen, como Víctor Raúl, ocho años más tarde, perdonar y hasta olvidar la estúpida injuria, en aras de un movimiento de restauración democrática en el Perú. Los que en ellos vieron desvío o claudi-cación, no supieron entonces y no lo saben aún, la grandeza del sacrificio del orgullo personal en aras de la felicidad de la República. Limpio de rencor, listo a recomenzar su vida, Víctor Raúl regresó al país en donde había fundado el apra, a México y planteó la reestructuración de su partido.

Ese mismo año de 1954, se reunía en Caracas la X Conferencia Panamericana y en ella quedó acorda-do, por el Perú también, el derecho de que todo país asilante tiene que calificar a sus asilados. La tesis que Colombia sostuvo gallardamente ante la Corte Inter-nacional de Justicia, estaba definitivamente asegurada.

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Estuve en comunicación con Víctor Raúl a partir de 1950 hasta su salida de la embajada de Colombia. Como lo revela su correspondencia, su mayor anhelo era mantener o devolver la unidad al partido, unidad resquebrajada desde el necio y fallido intento del 3 de octubre de 1948. Durante los años de su duradero encierro, solo con sus pensamientos, Haya compren-de que su primera tarea debía ser, restaurar la unidad aprista, maltrecha, tanto entre los desterrados, como en el Perú, aunque, en realidad, el problema peruano estuvo resuelto con la “expulsión” de un reducido gru-po rebelde, en gran parte trabajado por infiltraciones comunistas, que trató de organizar vanamente un par-tido aparte mediante un Congreso, que recibió amplio apoyo de las publicaciones de la dictadura y del co-munismo. Por eso, después de una corta permanencia en México, Víctor Raúl partió a Montevideo, donde nos habíamos reunido grupos representativos de los desterrados de Chile, Argentina, Uruguay y Bolivia. Víctor Raúl necesitaba un pasaporte que le permitiera desplazarse por el mundo y el Perú se lo negaba.

El gobierno Uruguayo, con plena conciencia de su deber latinoamericano y en gesto de magnífica soli-daridad, otorgó a Víctor Raúl un pasaporte uruguayo para extranjero. Víctor Raúl había recuperado su li-bertad de acción.

Lo acompañamos varios días en Montevideo. El Haya de la Torre que teníamos ante nosotros, era un líder cuajado, devorado por la angustia y probado por una larga agonía cívica y biológica. Sus palabras, sus pensamientos, eran más realistas: le había tomado el pulso a otro Perú y había experimentado los reconfor-tantes efectos de la comprensión continental. Finali-

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zaba 1954 cuando, después de una breve escala en el Brasil, partió hacia Europa. Allí lo encontraríamos en varias y distintas ocasiones.

Apareció en México Treinta años de aprismo, con-tando sus experiencias desde 1924. Inició sus colabo-raciones en El Tiempo de Bogotá, y recorrió los países escandinavos, de donde recogió la gran lección coo-perativista. En 1956, cesó la dictadura castrense en el Perú; se abrían nuevas posibilidades para el Partido. Cinco años después, el hombre “indigno de la nacio-nalidad peruana” triunfaba en las elecciones presiden-ciales como habría triunfado en 1931, de no mediar las arteras y sucias maniobras de la vieja oligarquía.

En 1962, la victoria proclamada de Víctor Raúl, se vio también frustrada por una increíble colusión entre los antiguos mandos militares y una nueva clase de-magógica. El triunfo final vendría después, en 1978.

Ya era tarde para él mismo. Presidió la Asamblea Constituyente de 1978-1979. Tenía 83 años. Murió al año siguiente, el 2 de agosto de 1979

Como decía don Manuel González Prada, su maes-tro y el mío: “Los bienes y las glorias de la vida o nun-ca vienen o nos llegan tarde”.

Era la hora del crepúsculo vivencial, mas no del ocaso ante la historia.

Luis Alberto Sánchez

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Ya estaba a punto de hacerse noche el 3 de enero de 1949 cuando un automóvil se detuvo frente a la embajada de Colombia y de él bajó una bella chica con un inmenso ramo de rosas. Durante el verano de Lima el día se hace interminable, y las siete de la no-che no es una hora propicia para los enamorados ni los conspiradores. Sin embargo, al lado de la guapa visitante caminaba uno de los hombres más famosos de América y el más buscado por la tiranía del Perú, Víctor Raúl Haya de la Torre. Por fijarse en ella, que era muy atractiva, ni los policías ni los transeúntes repararon en él. En unos cuantos pasos, la pareja ya estaba tocando el timbre de la residencia, y varios mi-nutos después ingresaban a la embajada.

“Un hombre que tiene que esconderse debe cami-nar al lado de una mujer guapa”, me dijo veinte años

En caSa dE amigoS

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después Víctor Raúl. Pero en ese momento, si bien su plan había funcionado, no había completa seguridad de que el dictador peruano Manuel Odría, un general de inteligencia discreta y de recios modales, aceptara el asilo diplomático o por lo menos lo entendiera.

Un médico peruano me contó que en ese tiempo quiso conseguir un teléfono para su consultorio y le pidió el favor a una amiga íntima de Odría que era su paciente. “Concedido doctor —le respondió una se-mana más tarde la dama— Manuel me ha explicado lo que tiene usted que hacer: búsquese un aprista con teléfono, y denúncielo. Al compañerito lo llevamos al Frontón, y a usted se le otorga la línea que buscaba”.

Y a pesar de eso, la gente seguía jugándose la vida por Víctor Raúl y su partido. Jorge Idiáquez Ríos, quien había llevado las maletas hasta la misma puerta de la embajada, era un recio trujillano, que desde ha-cía mucho tiempo atrás caminaba al lado del “Jefe”, y estaba dispuesto a acompañarlo hasta la muerte. La despedida de su amigo y compañero fue, por eso, uno de los momentos más duros de su existencia.

Mientras el automóvil avanzaba raudamente con rumbo desconocido, al volante iba Alicia Cox Roo-se de Larco, Jorge Idiáquez a su costado, y Margot Hudtwalker Roose, la bella chica del ramo de rosas, en el asiento posterior; Víctor Raúl Haya de la Torre estaba sentado ya en la primera sala de la legación, con su maleta en mano y su máquina de escribir a uno y otro costado, frente a un mayordomo sorprendido, debe haber repetido varias veces su identidad y el mo-tivo de su llegada. Pero el servidor, un italiano que conocía muy poco del idioma y de la política peruana,

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insistió en su atónito: “non capisco niente, non capis-co”, y no atinaba siquiera a cerrar la puerta.

En el segundo piso, momentos después, Gloria de Echeverri tuvo parecida dificultad con su mayordo-mo:

—Cálmese hombre, cálmese y dígame quién es ese caballero a quien ha dejado usted en la sala.

Pasqualini no podía decirlo en castellano: con los nervios se le habían escapado los sustantivos y los ver-bos. Además, la presencia imponente del visitante lo había dejado intimidado.

—Es el capo di popolo —explotó por fin, y calló amedrentado como si temiera a sus propias palabras.

De Carlos Echeverri Cortés, embajador por en-tonces de Colombia en el Perú, se ha dicho siempre que era uno de los hombres mejor casados. Antes de su matrimonio, doña Gloria Rodríguez participó en concursos de belleza, fue cantada, retratada y aclama-da sin cuenta. A su gracia y buen humor, le acompa-ñan siempre el refinamiento de una inteligencia pri-vilegiada y de una inquieta cultura. Cuando en 1968, visité a los esposos en Bogotá, quedé fascinado por su conversación vivaz y cautivante. Y es evidente que en el relato que luego me hizo, no podía haber existido una protagonista mejor.

—Logré entender al pobre italiano, pero no pude sacarlo de su susto. Apenas si alcancé a disponer que sirviera un refresco al visitante, que le acercara las pu-blicaciones de esos días y que se pusiera a sus órdenes.

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Alfredo Pasqualini presintió tal vez de súbito que había entrado en la historia, y sin preguntar más, se cuadró marcialmente, inclinó la cabeza y bajó apre-surado las escaleras para cumplir con el papel que le había comenzado a corresponder.

—Por mi parte —continúa doña Gloria— impartí instrucciones al resto de la gente de servicio para que cerrara bien la puerta principal, y tuviera cuidado en no suministrar información a quien llamara por telé-fono. Y hecho eso, salí por una puerta trasera. A dos cuadras de la residencia pude conseguir un taxi, y le ordené al chofer que me condujera al Club Nacional. Allí busque a Carlos, pero había salido con sus ami-gos. Seguí buscándolo en casas de amistades o fun-cionarios que solía visitar, pero daba la impresión de que nos estuviéramos cruzando todo el tiempo, y el tiempo apremiaba.

Haya de la Torre relató después que esas horas fue-ron verdaderamente largas:

Sentado en un inmenso sillón Luis XIII, compren-dí que ya podía descansar... relativamente. Durante tres meses había sido un prófugo. La flota peruana se sublevó contra el presidente José Luis Bustamante el 3 de octubre de 1948 y su rebelión fue sofocada el mismo día. El presidente Bustamante culpó de los hechos a mi partido el apra, y lo declaró fuera de la ley, al igual que a todos sus componentes. Por ser el jefe, me convertí en el blanco principal de los ata-ques de Bustamante, aunque estaba dispuesto a jurar que ni yo ni persona alguna del partido habían tenido nada que ver con la rebelión. Sin embargo, era obvio que mis palabras no serían escuchadas con ánimo jus-ticiero y no me quedó más remedio que esconderme.

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Sobre el sillón de la embajada o recorriendo a pasos largos la gran sala adornada por cuadros coloniales, el perseguido tiene que haber sentido la diferencia con los refugios provisionales en los que había tenido que pasar la noche y salir rápidamente ante la proximidad de los soplones. Pero sus pasos sobre la alfombra bien mullida seguían teniendo el sonido sordo de la clan-destinidad que conocieron durante la mayor parte de su vida.

Exiliado del país cuando todavía no cumplía treinta años y dirigía la combativa Federación de Estudiantes Peruanos; preso político entre 1932 y 1933 —a poco de ser candidato triunfante a la Presidencia de la Re-pública— y, por último, líder invisible de la mayoría de los peruanos durante quince años; su destino es-taba signado, al mismo tiempo, por los aplausos y las esperanzas de uno de los pueblos más pobres del pla-neta. En 1945, y gracias al apoyo de su partido, llegó al poder el doctor Bustamante y Rivero, quien en 1948 se convertiría también en su perseguidor, y cedería la posta, luego de un golpe de Estado, al general Odría para que continuara tratando de borrar del mapa al aprismo y a los apristas.

La madre de Víctor Raúl —así, por el nombre, lo llamaban sus partidarios— falleció el día 19 de octu-bre de 1948 en Lima, y Julio César Villegas, ministro de gobierno de régimen de Bustamante, ordenó a la policía la captura del jefe aprista si se presentaba al funeral. Víctor Raúl quiso salir de su escondite, para ver a su madre por última vez. Pero fue impedido de hacerlo por la acción de un grupo de compañeros que lo retuvieron a viva fuerza. Su hermano Cucho, tam-bién perseguido y escondido, era otro de los esperados

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por la policía que no pudo ver a su madre. Solamente a su hermano Edmundo, los guardias le permitieron ver el rostro de la madre muerta, antes de arrastrarlo a la cárcel.

El sepelio se efectúo al día siguiente y una gran multitud se congregó en la avenida Alfonso Ugarte, frente a la casa de José Félix de la Puente Ganoza y Lucía Haya de la Torre, cuñado y hermana de Víctor Raúl. Cuando el féretro avanzaba hacia la esquina de la Prefectura, un numeroso grupo de policías a pie y a caballo cortó el camino de la muchedumbre y exigió que el pueblo se dispersara y que el ataúd les fuera en-tregado. En esos momentos intervino don Rafael Be-laúnde quien golpeó con la mano abierta al comisario diciendo. “A un cadáver no se le detiene”. Entonces la policía no tuvo otro camino que retirarse ante la decisión del ex ministro de gobierno, y la manifes-tación continuó hasta el Puente del Ejército y desde allí el cadáver, en una camioneta, fue trasladado hasta Trujillo, donde un gran número de bravos trujillanos acompañaron el cortejo hasta su última morada.

Estoy seguro de que Víctor Raúl nunca pudo re-ponerse de ese recuerdo doloroso que se le acentuó particularmente en las Navidades. Alguna vez en que las peripecias de mi vida política me llevaron también a prisión, el “Viejo” logró hacerme llegar una misiva en la que me decía: “Te comprendo, Lucho, yo sé lo que son las Navidades en la reclusión y en la ausencia de los seres más queridos”. Y creo que fue allí, en esa cárcel que también albergó a César Vallejo, que me ocurrieron dos cosas: la primera, que alcancé a com-prender Trilce, cuando el poeta evoca las cuatro pare-des de su celda que sin cesar dan la misma hora, y re-

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cuerda con amor a la “amada llavera de innumerables llaves”, su madre. La otra, que me nació la decisión de escribir algún día la historia de Víctor Raúl asilado en la embajada de Colombia.

Esa tarde interminable en la sala de la embajada, los recuerdos tienen que haberse aglomerado en la mente del perseguido. Lo cuenta él:

Apenas podía creer que hubieran pasado dos me-ses desde el derrocamiento de Bustamante por Ma-nuel Odría. Siendo ministro de Bustamante, Odría encabezó una revuelta, se apoderó del gobierno e in-tensificó la campaña para descubrir mi paradero. Me acusaba de haber tratado de derrocar a Bustamante; es decir, había decidido castigarme por querer preci-samente lo que él había llevado a cabo. Se declaró la ley marcial en el Perú y no se permitió que alguien anduviera por las calles después de la nueve de la no-che. Yo tuve que adoptar varios disfraces. Durante todo ese tiempo los apristas habían continuado va-lientemente sus reuniones, pero en forma clandestina. Seguí asistiendo a ellas hasta que, al apretarse el cerco, vi claramente que no podría eludir a mis perseguido-res durante toda la vida.

Sin embargo, no podía resignarme a buscar asilo. Por fin, en una junta realizada en vísperas de Navi-dad mis compañeros apristas me obligaron a ceder. El asunto se puso a votación y mi voto fue el único contrario al asilo. Todos me exigieron que siguiera el ejemplo de otros dirigentes apristas que ya se habían refugiado en embajadas extranjeras o que habían cru-zado la frontera en un exilio temporal.

Pero otra historia ya había comenzado: sentado en el vestíbulo de la embajada o dando largos pasos por el amplio salón, Víctor Raúl Haya de la Torre, al cabo

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de esas horas de espera, ya no podía siquiera pensar en ganar la calle si es que en algún momento de duda se lo hubiera propuesto. A través de una pequeña venta-na, solo podía contemplar el viejo ficus de la avenida Arequipa y la línea de árboles que se perdían en la sombra.

De todas formas, el peligro lo esperaba todavía a unos cuantos metros de distancia. Si los empecina-dos sabuesos del dictador hubieran descubierto en ese momento dónde se encontraba Haya de la Torre y si hubieran sabido, además, que el dueño de casa estaba ausente, no habrían vacilado en ingresar en la casa de Colombia y sacar al político antes de que el embaja-dor lo recibiera oficialmente y le concediera asilo. Por otra parte, el diplomático también podría rehusarse y considerar poco conveniente el asilo, habida cuenta de la distancia ideológica entre el conservador gobierno de Bogotá y la tesis que sostenía el dirigente peruano. Sin embargo, ¿por qué había elegido la embajada co-lombiana? Él diría:

Pues, principalmente, porque había hecho muchas amistades en Colombia. En 1932 me opuse enérgica-mente a que el Perú fuera a la guerra contra nuestros vecinos del norte. En correspondencia a mi actitud, me invitaron a visitar Colombia pero no pude acep-tar la invitación hasta mucho después, cuando ya ese país tenía un gobierno nuevo y conservador, el cual, no obstante esto, me brindó la más generosa hospita-lidad. Me di cuenta de que para el colombiano, valen más la cortesía, los Derechos Humanos y el honor que la política.

En efecto, Haya de la Torre no había optado por el camino más obvio: aquél que presumían sus per-

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seguidores. En vez de apelar a las misiones de Chile, Guatemala o Venezuela, cuyos embajadores eran sus amigos personales y cuyos gobiernos le tenían simpa-tía, estaba escogiendo a Colombia, administrada en-tonces por un gobierno de extrema derecha y a cuyo embajador no conocía. Hasta que no llegara Carlos Echeverri —y claro que tardaba— Haya de la Torre no podía saber si su elección había sido un acierto.

Después de tanta búsqueda, por fin, la señora Eche-verri había logrado encontrar a su esposo:

—Encontré a Carlos en casa de Enrique Michel-sen, funcionario de la embajada. No quise entrar a buscarlo. Preferí que el mayordomo fuera a avisarle de mi presencia. Para Carlos no hubo ni un instante de duda: “Si es efectivamente Haya de la Torre y pide asilo, hay que concedérselo, me dijo”. Y nos traslada-mos a gran velocidad a la embajada.

En el instante del relato que doña Gloria nos hacía en 1968, la evocación pareció quedar en suspenso. Sus hermosos ojos se dirigieron a don Carlos instándo-lo, en silencio, a que fuera él quien continuara. Así lo hizo:

—Cuando entré a la biblioteca, me encontré con un hombre de porte altivo y de palabra cortesana. Evidentemente, tenía clase: yo no lo conocía perso-nalmente, y me había imaginado todo en el camino, menos encontrarme con un caballero que en vez de fugitivo parecía salido de unos de los salones de un club inglés. Se levantó y me dijo su nombre, y a conti-nuación comenzó a explicarme las circunstancias que lo traían a nuestra casa. Quise evitarle esas palabras y le pregunté: “¿Pide usted asilo?”, “Sí”, respondió Haya de la Torre. “Está concedido”, le dije de inmediato.

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“Ahora, si usted no prefiere otra cosa, me gustaría in-vitarle un coñac”.

—Creo —habla doña Gloria— que tenemos el pri-vilegio de ser las únicas personas que han escuchado a Haya de la Torre sin palabras. El formidable orador, aquél que colmaba plazas y avenidas en el Perú con su verbo sublevante, no tenía palabras para expresar su agradecimiento. Carlos le trajo un coñac. Bebieron. Haya de la Torre y él se quedaron conversando como dos viejos amigos mientras yo disponía su hospedaje en tres habitaciones: alcoba con baño, un pequeño estudio y una salita. Allí permanecería más de cinco años.

Unas horas más tarde, el embajador de Colombia cifraba un mensaje dirigido a su gobierno en el cual explicaba las circunstancias que lo habían llevado a ofrecer asilo al dirigente aprista. En la pequeña sala de claves, Echeverri trabajó largo rato. Era indispen-sable que Bogotá se impusiera de los acontecimientos cuanto antes, y que la noticia no se divulgara todavía en Lima.

Sin embargo, algo que con alguna exageración po-dría llamarse la “Inteligencia peruana” tampoco des-cansaba esa noche. Una habitación alta, casi en el te-cho del Ministerio de gobierno, permaneció encendida hasta la madrugada. Allí dos individuos, que parecían sacados de las películas de Laurel y Hardy, se esforza-ban por descifrar el mensaje que habían interceptado en la cabina de cables. Sus nombres han quedado en la reserva de nuestros informantes actuales, quienes se divierten narrando con lujo de detalles la tarea de los originales secretos e incluso lo grotesco de su aparien-cia y de la escena. A las diez de la mañana ya tenían el mensaje completo, pero todavía no atinaban a ponerse de acuerdo sobre la ortografía del mismo. Decidieron,

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por fin, que ese detalle podía ser obviado por su jefe, el comandante Augusto Villacorta, ministro de gobier-no y Policía del régimen de facto.

No tardó este mucho rato en entrevistarse con el general Odría y con su inseparable compadre, el to-dopoderoso general Zenón Noriega. Receloso, el co-mandante aceptó la copita de pisco que le ofrecía el dueño del Perú. Odría y Noriega lo acompañaron con unos tragos de whisky “Caballo Blanco”.

—No te preocupes, Villacorta. De todas formas has hecho un buen trabajo.

Pero Villacorta no sabía a qué atenerse: las palabras del dictador solían tener sentidos imprevistos y, a lo mejor o a lo peor, su suerte ya estaba decretada. Era el responsable directo de haber dejado que Haya de la Torre ingresara a la embajada de Colombia. Resigna-do a lo que viniera, apuró de un sorbo el pisco y colmó otra copita. Ese era su estilo: con una copita de pisco ingresaba en las recepciones sociales y diplomáticas a las que solo era invitado por estricta obligación pro-tocolar, y siempre salía airoso, o por lo menos lo creía después de darse fuerza con el pisquito, pero en estos momentos la copa de pisco que acababa por tercera vez de colmar le recordó que también en los velorios peruanos corren las copitas, y esta reunión, mientras no hablara el general Odría, comenzó a tener para él ese sabor.

—Conque asilado ¿no?... y nada menos que en la embajada de Colombia. No te preocupes, Villacorta, ahora ya lo tenemos. Pero, comienza. Léeme el cable del embajador. Así no. Deja la copita.

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El teniente coronel empezó penosamente la lectu-ra solicitada. Le resultaba difícil leer de corrido y se tropezaba a menudo con las abreviaturas y con las es-drújulas. Odría lo obligó a saltearse algunas frases que suponía obvias.

—Caramba, hombre, parece que vamos a tener que impartir un curso de lectura veloz en tu Ministerio. No se dice “dijome” ni “prejuicios” sino “díjome” y “perjuicios” —acotó un feroz Zenón Noriega, ahora en su fase doctoral.

—“Complacido Colombia le otorga el asilo huma-nitario al que tiene derecho y no me importa las con-secuencias que este acto pueda acarrearme por defen-der a un jefe político y a un gran amigo de Colombia. Usted podrá estar tranquilo aquí en la seguridad de que mi gobierno y la embajada a mi cargo haremos todo lo conducente hasta obtener un salvoconduc-to...”.

—Claro, que esperen sentados.—“Como Haya de la Torre no esperaba la rapidez

en mi decisión emocionóse, abrazóme y díjome... ”—Lee bien, lee bien, hombre.—“... y dióme las más rendidas gracias luego relató-

me su vieja amistad con Colombia, con el presidente Ospina, con sus altos dirigentes políticos y de manera muy especial con el canciller Zuleta. Hoy pasaré nota protocolar avisando cancillería... ”.

—Rápido, Zenón, que me pongan al teléfono con nuestro canciller. O tráigalo de donde sea. Voy a darle las instrucciones debidas, no vaya ser que ese hombre diga después que “no avisóme...”.

—“....Doime cabal cuenta de mi responsabilidad histórica, máxime en momentos en que habíame vinculado nuevamente en forma muy amistosa con la Junta de gobierno pero el personal de la Misión y

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yo estábamos dispuestos a colocarnos a la altura del momento”.

El 4 de enero fue un martes como cualquier otro del verano limeño. Muchos de los hombres del Perú oficial todavía no habían regresado de Ancón, el veci-no balneario, en el cual la celebración del Año Nuevo amenazaba continuar toda la semana. Entre ellos el contralmirante Federico Díaz Dulanto, canciller del régimen, quien todavía en la playa al mediodía recibió la insólita visita de un grupo de hombres vestidos de terno oscuro, extraña indumentaria para la época y el lugar.

—Señor, el general Odría lo requiere con urgencia. Nos ha dado órdenes de conducirlo a Palacio cuanto antes.

A las seis de la tarde, el canciller todavía no había llegado a su despacho. Hora tras hora, el embajador Echeverri había estado tratando de comunicarse tele-fónicamente con él para solicitarle ser recibido: quería entregarle en sus propias manos la nota en la que le informaba del asilo y le pedía ordenar la expedición del salvoconducto respectivo “que le permita abando-nar el país con las facilidades usuales establecidas por el derecho de asilo diplomático”.

En vista de la ausencia del ministro, el doctor Eche-verri Cortés se vio obligado a hacer la entrega respec-tiva en manos de otro funcionario de Torre Tagle, la cancillería peruana.

Por la noche, la situación parecía ser la misma. Los Echeverri se mantuvieron atentos a las radios perua-nas, pero ni una noticia referida a Haya de la Torre se emitió en ellas.

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Tyrone Power y Linda Christian dos famosos as-tros de cinema, acababan de llegar a Roma para ca-sarse allí, y dentro de unos días, el Papa Pío XII los recibiría en audiencia especial. En la China, Chiang Kai Shek demandaba la inmediata intervención de los Estados Unidos y la Unión Soviética para poner fin a la guerra civil que ya incendiaba al país más grande del planeta. En Palestina, la situación no era preci-samente pacífica; se estaba agudizando la crisis entre Gran Bretaña y el Estado Judío, y ya se hablaba de veloces cazas ingleses sobre el cielo de la tierra bíblica. Cuatro serían derribados unos días después. Por fin, la radio se explayaba en revelaciones sobre la vida de Dámaso Pérez Prado de quien se había descubierto que era sietemesino.

La BBC de Londres, por su parte, no daba noticia sobre América Latina. Sus comentarios estaban dedi-cados a las futuras acciones del Primer ministro Cle-ment Attlee sobre el caso palestino.

Tampoco la United Press parecía enterada del asun-to. Un cable de ese día, remitido desde Caracas, se refería a un prodigioso milagro de Nuestra Señora de Coromoro, la virgen patriota de Venezuela. Según el testimonio de los devotos, una rara mariposa se había posado sobre el Santuario. En las alas del lepidóptero estaba grabada la fecha de la aparición de la virgen: 8 y 9, o sea el octavo día del mes de septiembre.

El 5 de enero sí fue un día diferente. Muy temprano se recibió en la embajada los diarios de la capital y, en ellos, el doctor Echeverri pudo encontrarse con el ca-ble que había enviado a su gobierno. La violación del secreto diplomático no podía ser más evidente. Estaba claro que la Junta Militar no trepidaría en cualquier

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tipo de acciones, y que tanto el respeto a las legaciones como a la opinión internacional le eran por completo indiferentes. Bajo los grandes titulares que informa-ban sobre el asilo del jefe aprista, se daba cuenta de las circunstancias en que este se había producido, se comentaba la comunicación del embajador, se augu-raba la destrucción total del aprismo, pero ninguna declaración oficial surgía en mérito de los aconteci-mientos.

Daba la impresión de que la Junta Militar se había sumergido en un inquebrantable mutismo. Un diario, sin embargo, recordó la proclama de Odría, emitida meses atrás, en la que se recomendaba “colgar de los postes eléctricos a todos los apristas”.

Y si bien no había declaraciones, las intenciones del gobierno eran evidentes para cualquier lector suspi-caz. Desde octubre, las cárceles habían comenzado a llenarse. Había orden de captura al líder aprista vivo o muerto. Las casas de sus compañeros estaban siendo saqueadas y las escasas propiedades de Haya de la To-rre, muebles e inmuebles, sobre todo libros, ya habían sido confiscadas.

Jorge Idiáquez me ha recordado que Víctor Raúl, asediado, perseguido y, naturalmente, con su vida en peligro, también perdió su casa y todas sus pertenen-cias.1 Resulta que, enterados de la rebelión de la Es-cuadra Peruana contra el presidente Bustamante, él y Haya de la Torre abandonaron la casa que habitaban en Ricardo Palma, a la altura del kilómetro 46 de la carretera de Lima a Matucana, con rumbo descono-

1 Sobre la casa del kilómetro 46 se puede leer el artículo de Germán Arciniegas incluido en Cartas y Documentos, al final de este libro.

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cido. A los pocos minutos de salir, se cruzaron en el camino con los soplones que raudamente avanzaban sin duda a sorprender a Víctor Raúl y acabar con él.

Por otra parte, era conocido que el día del cuartela-zo, en la escalinata del avión que lo conduciría a Bue-nos Aires, el depuesto presidente Bustamante había entregado al coronel Cuadra, Presidente de la Comi-sión Militar Rebelde de Lima, el archivo del Parti-do Aprista en el cual figuraba la lista completa de sus miembros, con sus domicilios y otros datos preciosos para la policía.

El 4 de enero de 1949, llegaba desde Bogotá un tele-grama del gobierno que confirmaba el asilo conferido por Echeverri. La actuación del embajador, según de-claraba ese documento, había sido perfecta, oportuna y en todo concordante con los principios del derecho defendidos por Colombia. Su mensaje era considera-do como un texto que honraba tanto a la persona que lo emitía como a su país. Colombia estaba dispuesta a perseverar en sus mejores tradiciones. En los días que siguieron, los colegas de Echeverri comentaron que aquél había procedido en un momento crucial como un hombre de Estado y como un gran americano, sin vacilaciones ni reticencias. Cualquier otro embajador hubiera consultado, tratando de compartir responsa-bilidades, hacer explicaciones que lo aligeraran. Carlos Echeverri no lo hizo así. Esa noche invitó a cenar a su huésped y, olvidándose a propósito de lo que la prensa peruana había dicho, le leyó el extenso telegrama de su gobierno. De todas formas, fue una cena feliz.

El día de los Reyes Magos, la residencia diplomáti-ca de Colombia amaneció acordonada por la policía. Nidos de ametralladoras apuntaban desde diversos

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sitios. La avenida Arequipa había sido cortada. El jefe policial no tenía órdenes precisas, y no sabía si su misión consistía en impedir la salida de Haya de la Torre o la de todos los ocupantes de la residencia. A mediodía, el sargento que le traía el “rancho”, le dijo al oído que en el cuartel había escuchado decir que el ataque se produciría al anochecer, y que había que estar muy prevenidos porque los colombianos dispo-nían de poderosas armas de fuego. Probablemente, la guerra ya había sido declarada y la cosa era a muerte. Un informante de entonces cuenta que el jefe policial se santiguó, se encomendó al santo de su devoción y comenzó a escribir una carta de despedida a su esposa, en la que le decía que su vida corría peligro y que pro-bablemente había un ejército allí adentro.

Pero la guerra no comenzó ese día, ni el viernes, ni tampoco el sábado. Al menos no la de a balazos pero sí la de papel. Así lo evidencian los titulares de La Prensa y El Comercio de Lima, entre otros diarios.

Haya de la torre en la actualidad se encuentra solo, no tiene a quién dirigir

el desbande de los afiliados y de la iniciación del proceso graña Han

determinado que busque asilo

es imperioso el deber de todos los peruanos de apoyar a la junta militar de gobierno

Aparte de los editoriales que condenaban el asilo concedido por Colombia como una intolerable inje-rencia en los asuntos internos del país, el gobierno en-contró fácilmente a ciudadanos que se prestaran para hacer declaraciones contra Haya de la Torre. Traído

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velozmente de México, Luis Eduardo Enríquez, re-nunciante del apra, ofreció una conferencia de pren-sa en la que profetizaba la hecatombe del partido del pueblo:

—¿Cree usted en el surgimiento del apra?—Creo que este es el final del apra. Este parti-

do ha sido hundido y nadie será capaz de reflotarlo. Considero que fue el fraude político de más grandes proporciones, porque América Latina creyó en Haya de la Torre.

—¿Se dice, doctor Enríquez, que Haya de la Torre impuso la candidatura del doctor Bustamante? ¿Cuál fue el motivo?

—La misma pregunta le hice yo en una oportuni-dad a Haya de la Torre, y él me respondió: “El proble-ma político de 1945 se soluciona llevando a la Presi-dencia de la República al más imbécil”.

Mientras tanto, con más serenidad pero gran estu-por, los matutinos de América Latina y las agencias de prensa de todo el mundo comunicaban a los más diversos públicos el extraño acontecimiento.

Un corresponsal de la United Press fue detenido al tratar de acercarse a la residencia sitiada y se le pidie-ron sus credenciales. Unas horas después lo dejaron libre luego de advertirle que ya se habían tomado su nombre y que averiguarían sus antecedentes.

Cuando el mismo corresponsal trató de obtener una información oficial, un vocero de palacio le indicó que el gobierno estaba muy ocupado en el mejoramiento de las condiciones sociales y económicas del pueblo para hablar sobre “ese criminal asilado en la embajada colombiana”.

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Desde Santiago de Chile y Montevideo, pasando por Buenos Aires y Río de Janeiro, hasta llegar a Esta-dos Unidos al New York Times y al Washington Post, la protesta se generalizó. Con la memoria todavía muy próxima a las épocas de Hitler y de Mussolini, los co-mentaristas presentían un renacimiento del fascismo en el centro mismo de América Latina.

El estatuto de la Junta Militar, promulgado el 8 de enero, dispuso que aquella ejerciera, en adelante, los poderes ejecutivo y legislativo. Estas facultades, des-cartado el Congreso, quedaron en manos del general Manuel Odría, quien gobernaría mediante decretos leyes. La proclama correspondiente motivó un titular de El Tiempo de Bogotá que señalaba: “Odría procla-ma el régimen totalitario para el Perú”. Este mismo diario, a la mañana siguiente del asilo, había publicado una foto de Haya de la Torre bajo la cual la leyenda correspondiente rezaba: “En casa de amigos”.

En casa de amigos, Haya de la Torre durante esos días escuchó la voz reconfortante del doctor Echeve-rri, quien le aseguraba que la situación no tardaría en resolverse. El 14 de enero, el embajador entregó en la cancillería una escueta segunda nota en la que daba a conocer que de acuerdo con la convención sobre asilo político, suscrita en Montevideo, el gobierno de Co-lombia había calificado a Víctor Raúl Haya de la To-rre como asilado político.

Por fin, ese mismo día, el diario El Tiempo de Bo-gotá informó jubilosamente:

se concederá salvoconducto para raúl Haya de la torre

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Bajo este titular, en tipografía menos relevante se decía:

y luego pedirán su extradición del país que lo asila

La noticia estaba basada en un cable de UPI, se-gún el cual el ministro de gobierno, teniente coronel Augusto Villacorta informaba exclusivamente a esta agencia que la Junta Militar de gobierno concedería salvoconducto al líder aprista para que abandonara el Perú, pero que se pediría luego al país que le diera asilo que permitiera su extradición.

Villacorta declaraba: “El Perú cumplirá fielmente sus acuerdos internacionales, pero al mismo tiempo exigirá de otros países que hagan lo mismo”.

Ante lo repetidos intentos de periodistas para que precisara sus frases, el comandante Villacorta apuró la consabida copita de pisco y dijo algo que semanas más tarde la Junta negaría en todos los términos:

—De conformidad con las condiciones del acto de asilo, el Perú está en obligación de otorgar salvocon-ducto a Haya de la Torre y otros líderes apristas, si el gobierno que les da asilo solicita tales salvoconduc-tos.

Villacorta se había topado evidentemente con un hombre de prensa demasiado preguntón:

—¿Y el gobierno garantizará las vidas de Haya de la Torre y los otros hasta que pasen la frontera del Perú?

Villacorta bajó la copa con violencia y estuvo a pun-to de quebrarla ante un periodista gringo que recién comenzaba a conocer la idiosincrasia de los militares latinoamericanos. Respondió:

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Víctor raúl, El SEñor aSilo

—El gobierno no puede comprometerse a garan-tizar la seguridad desde el momento en que salgan de la embajada hasta que lleguen al aeropuerto. Su seguridad —añadió— está en manos de la embajada que los asila.

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A las seis de la tarde del 8 de marzo de 1949, un locutor se desesperaba propalando desde el balcón derecho del Palacio de gobierno del Perú que de un momento a otro, la inmensa plaza de los virreyes y las tapadas estaría cubierta totalmente por el pueblo de Lima. Muchedumbre de empleados, obreros, campe-sinos, industriales y comerciantes estarían allí en cual-quier instante para vitorear al Presidente de la Junta Militar de gobierno, general Manuel A. Odría. Desde los puntos más distantes, desde los barrios populares, desde las postergadas provincias de la costa y de la sie-rra, un gentío arrollador tendría que concentrarse en esa manifestación histórica. Se trataba, evidentemente —aseguraba el locutor—, de un día que jamás volvería a repetirse y que tan solo tenía parangón con aquel 28

odría dijo quE no

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de julio de 1821, en que se proclamó la Independencia del Perú.

Las almas de San Martín y de Bolívar, de Bolognesi y de Grau ya estaban allí, habían llegado puntuales a presidir el majestuoso acto cívico. Sin embargo, el grupo de hombres traídos en camiones con un car-telón que rezaba “Provincia de Tarma” se hallaba un poco desconcertado. Los organizadores los habían instruido para que ocuparan el emplazamiento junto al Palacio Municipal, y así lo habían hecho. Pero ya eran las 6 de la tarde y no aparecían otros manifestan-tes, de modo que, sabiamente, optaron por desplazar algunos grupos hacia el pedestal de la estatua de Pi-zarro. El calor se hacía sofocante a pesar de que ya el sol empezaba a ocultarse, pero aparte de las presencias anunciadas por el “speaker”, todavía no se veía llegar los enormes contingentes ni las banderas triunfales. De rato en rato, un hombre de gafas con filo de oro y nariz aguileña se asomaba al balcón para entregar un nuevo mensaje de adhesión o algún slogan triunfalista al locutor; pero su verdadero objetivo consistía en cal-cular la cantidad de manifestantes. Nervioso, Eudocio Ravines, a eso de las seis de la noche, le comunicó al general que probablemente la “secta” había amenaza-do con algún acto de terrorismo. Su receloso interlo-cutor lo despidió por fin con un:

—Vaya usted no más, Ravines. Pero si me viene con otro mensaje como este, ya le digo, no salgo al balcón.

El mitin, que los altoparlantes calificaban de espon-táneo, había sido preparado con alguna anticipación por el señor Ravines desde las páginas de La Prensa y

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los otros periódicos adictos al régimen. Así lo habría de narrar, al día siguiente, ese diario:

Desde el mediodía de lunes tomaron forma lo ru-mores que anunciaban la convocatoria a una mani-festación de solidaridad y respaldo con la política que viene desarrollando la Junta Militar de gobierno... en las fábricas circulaban profusamente pequeños volantes en los que se invitaba a los trabajadores a concurrir el martes por la tarde... la finalidad expresa de la manifestación daba a esta un carácter preciso y definitivamente antiaprista. Más aún: ella estaba di-rigida de modo franco y declarado contra el propio jefe máximo de la Alianza Popular Revolucionaria Americana…

Los manifestantes de esa tarde se asombraron al día siguiente del relato periodístico según el cual “la enor-me multitud ocupó totalmente la Plaza de Armas” y “La aparición del general Odría y de los Miembros de la Junta Militar de gobierno en el balcón del palacio presidencial determinó una frenética ovación de la in-mensa multitud”.

Artemio Arrunátegui, un cazurro chiclayano que estuvo presente en la manifestación, nos da una ver-sión un tanto diferente de la misma:

—Yo había llegado a Lima en busca de trabajo, y un paisano mío me dijo que fuera al diario La Prensa, que de todas maneras allí lo conseguiría. Pero tuve la mala suerte de caer en las oficinas de la Calle Baquí-jano justamente el 8 de marzo a eso de las cuatro de la tarde. Me dijeron que debía alzar, junto con un negro gigantesco, el cartelón de la provincia de Tarma, cuna del general. Les expliqué que yo era norteño y no se-rrano, pero no me hicieron caso, y me aseguraron que

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de todas formas tenía tipo de tarmeño. Desfilé por el Jirón de la Unión hasta ocupar nuestro emplazamien-to. Pero, para mala suerte mía, soy demasiado inquieto y no puedo esperar tanto tiempo. A eso de las 7, y viendo que no había mucha gente, pensé que ya no habría mitin, así que tuve que volverme a mi pensión. Le repito que fue mala suerte y pésima decisión, sino, seguramente, después me habrían ofrecido chamba.

Antes de que el general Odría, ya en el balcón, se dirigiera a la multitud desde el lado de la catedral es-talló una larga pifiadera, al parecer de un grupo de apristas que, pañuelo en alto, intentaban desafiar a la dictadura. Varios cumplirían después largos años de cárcel. La Prensa también ha hablado de ellos: “En esos instantes, un reducido grupo de apristas intenta-ron provocar un desorden, pero fueron reprimidos en forma fulminante por los manifestantes que se halla-ban en la periferia. Se hizo innecesaria la intervención de la policía...”.

De acuerdo con ese mismo periódico, no fueron re-chiflas, sino más bien “vítores al Perú y gritos expresi-vos de encendido fervor nacionalista” lo que recibió al jefe de gobierno. La “vasta ola humana” lo interrum-pió desde el comienzo:

Compatriotas: La Junta Militar de gobierno no traicionará jamás la sagrada causa de la revolución de Arequipa, revolución que se inicio la noche memora-ble del 27 de octubre, que triunfó culminantemente, porque su causa fue la causa del pueblo peruano…Había que salvar al país de una abyecta y sangrienta tiranía que pretendía imponer los dictados de una sec-ta internacional, antiperuana y criminal. Y para salvar el país fue necesario derrocar a un gobierno indeciso y claudicante... Una de las finalidades de la revolución

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de Arequipa es la sanción de los verdaderos culpables de todos los males que ha sufrido la República por causa exclusiva de la Alianza Popular Revolucionaria Americana.

Largos párrafos después, el general se dedicaba a historiar las luchas del partido al cual acusaba de ha-ber envenenado la mente de los hombres sencillos, de la juventud y de la niñez y de haber colmado la histo-ria con motines y revoluciones. A las ocho de la noche, mientras Odría hablaba, la plaza fue completamente cercada por camiones repletos de tropas. Desde ellos, centenares de fusiles y bayonetas apuntaban hacia to-dos los lados como una muestra de apoyo al orador. Arrunátegui dice que cuando vio los camiones: “me pareció que estábamos en desfile de 28 de Julio”; los vio avanzar hacia la plaza cuando él se retiraba a su pensión, y pasó en medio de ellos “sin sospechar que de todas maneras iba a haber manifestación”.

Con voz serena, pero enérgica, el general continuaba: “Ya he dicho que no nos impulsa el odio. Encontrarán en nosotros suficiente comprensión aquellos engañados que busquen el bien, aquellos que quieran seguir por el buen camino de la peruanidad; todos aquellos desca-rriados que quieran volver a este camino encontrarán en nosotros amable acogida de hermanos...”.

—Le puedo asegurar a usted que al día siguiente, leyendo el periódico, me sentí uno de esos descarria-dos, dice Arrunátegui.

Por fin, el general ensayaba ante la masa una sesuda disquisición jurídica sobre el derecho de asilo:

El derecho de asilo tiene un origen generoso y hu-mano, pero es para aquellos desgraciados políticos

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cuya vida está en peligro; y este no es el caso de los líderes del aprismo que se encuentran asilados en las embajadas de las naciones amigas. La vida de estos no ha estado en ningún momento, en peligro.

Es tiempo de que se haga justicia para estos de-lincuentes del terrorismo organizado. Es tiempo que sobre ellos recaiga ya la sanción que todo el Perú re-clama de una manera serena pero firme. Nadie pue-de discutirnos el derecho de hacer justicia en nuestra casa...

Es por esto que la Junta Militar de gobierno no puede otorgar salvoconducto para estos delincuen-tes... esta en una posición inquebrantable y unánime de todos los miembros de la Junta Militar de gobier-no.

Compatriotas: no habrá, pues, salvoconducto para los terroristas

Las palabras de Odría eran la culminación oficiosa de una suerte de diálogo de sordos. Las notas colom-bianas del 4 al 14 de enero no habían tenido respuesta. Tampoco la tuvo de inmediato una tercera despacha-da el 12 de febrero. El Ministerio de Relaciones Ex-teriores y Culto del Perú contestaría negativamente el 22 de febrero de 1949. Las razones aducidas para no conceder el salvoconducto solicitado estimaban que el Perú no se consideraba obligado por no haber adheri-do a los convenios de Montevideo que reglamentaron el derecho de asilo; en segundo lugar, consideraban a Víctor Raúl Haya de la Torre como un delincuente común que, según el criterio oficial, no podía de esa manera escapar a la acción de la justicia ordinaria de su país, y, por último, porque su vida no corría peligro, condición obvia para requerir el amparo diplomático.

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La extensa nota de respuesta fue propalada, antes de llegar a su destinatario, por la Radio Nacional del Perú. Una vasta repulsa internacional siguió al docu-mento: diversos países de la región, a través de voceros autorizados, expresaron su apoyo a la posición colom-biana. Y su estupor ante la draconiana resolución, toda vez que hasta el momento era considerada como se-gura la expedición del salvoconducto.

En ese sentido habían sido hechos algunos pronun-ciamientos de diversos miembros de la Junta, aparte de las declaraciones del comandante Villacorta.

Según especulaban algunos observadores políticos y diversos diplomáticos extranjeros, los largos cuarenta días que el gobierno se había tomado para responder a la nota de Echeverri habían sido jornadas de duda y de tensión entre los componentes del equipo go-bernante. De acuerdo con esos informes, Odría había cedido en un primer momento, pero luego el tenien-te coronel Alfonso Llosa, ministro de Fomento que representaba el ala más reaccionaria de la Junta, y el ministro de Justicia, coronel Marcial Merino, habían presionado a Odría para negar el salvoconducto. Se atribuyó igualmente al asesor Eudocio Ravines la fra-se: “Si el general concede el salvoconducto, mañana no hay general”.

Pasado todo ese tiempo, ahora resulta evidente que la Junta dudó.

—A mitad de enero —me cuenta Gloria de Eche-verri— mi marido me contó en secreto que pronto estaría en condiciones de darle la buena noticia a nuestro huésped. Había conversado con varios de los ministros, y esa parecía ser la salida natural. A través de un intermediario, el general Odría le había man-

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dado decir que empeñaba su palabra de que el Perú cumpliría con sus deberes internacionales. Tanto es así que Carlos me dijo una mañana, refiriéndose a Haya de la Torre: “Es un hombre simpático, lo vamos a extrañar”. Y comenzamos a tomar las providencias para su viaje.

José Félix de la Puente Haya, sobrino de Haya de la Torre, había conseguido en esos días un permiso para poder visitar al asilado; logró entregarle algún di-nero y un paquete de ropa para el que se suponía su próximo viaje hacia el exilio. A la visita se sucedieron otras, pero mientras tanto no había noticias del salvo-conducto.

—A lo largo de estas visitas, relata De la Puente Haya, pude observar el cambio que se producía en el ánimo de Víctor Raúl mientras se demoraba la deci-sión de la dictadura.

—Mi tío —prosigue— ocupaba primero una ha-bitación con vista hacia el frente de la embajada. La policía, que estaba apostada en los techos de las ca-sas de enfrente, se entretenía apuntando sus fusiles contra él a través del balcón. Esta era una habitación bastante amplia y cómoda, pero las circunstancias lo obligaron a mudarse a otra más pequeña, lo que con-tribuyó a acrecentar su sensación de encierro, a pesar de las muchas atenciones que le brindaban el embaja-dor Echeverri y su señora.

Y sigue contándome:

—Víctor Raúl esperaba ansiosamente mis visitas que eran su único nexo con la familia y el partido. Quería enterarse de todo. Preguntaba detalles del se-pelio de su madre. Se horrorizó cuando le dije que la policía, en Trujillo, había entrado en la iglesia de La

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Merced con intención de extraer el féretro, cosa que el pueblo impidió.

Una tarde de marzo, José Félix se presentó con su hermana Gaby, y la visita fue más larga que de cos-tumbre. La señora Echeverri los invitó a tomar el té, y la conversación se prolongó hasta la noche.

—Víctor Raúl me había entregado un papel varias veces doblado que puse descuidadamente en el bolsi-llo de mi camisa. La nota debía ser importante porque él, inquieto, me la hizo cambiar de sitio varias veces. Por último me pidió mi billetera, acomodó la nota entre un grupo de tarjetas mías que estaban dentro de un plástico transparente y lo aplastó fuertemen-te Al llegar a mi casa, dos investigadores me dijeron que habían estado esperándome para tener el gusto de acompañarme a la Prefectura.

En un cuarto pequeño, le ordenaron que dejara so-bre la mesa todas sus cosas para examinarlas en detalle. Al tomar la billetera sacaron el sobre donde estaban las tarjetas, lo miraron por ambos lados y lo tiraron de nuevo sobre la mesa. Luego le indicaron que esperara, y lo dejaron solo. Tratando de hacer el menor ruido, José Félix sacó la nota entre las tarjetas y, haciendo una bolita con ella, se la tragó.

Ya en la madrugada, el propio Alfonso Mier y Terán, jefe de la Brigada Política, lo recriminó duramente, pero lo dejó en libertad con la advertencia de que sería apresado si se acercaba nuevamente por la embajada.

—Al día siguiente —concluye José Félix— pensé que mi tío se iba a intranquilizar notando que mis visitas se cortaban bruscamente y busqué una solu-ción. En esos días estaba de huésped en la embajada,

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pasando vacaciones, una chica colombiana sobrina del embajador. Fui a Ancón, y nos encontramos en la playa. Ella llevó las noticias, y días después me trajo la respuesta de Víctor Raúl: “Nos veremos cuando todo esto haya quedado terminado. Ojalá sea pronto”.

—Por todo eso nos cayó como baldazo de agua la nota del 22 de febrero —narra doña Gloria— y le aseguro que yo no alcanzaba a comprender la razón de tanto odio. Varias veces, durante la cena, se lo quise preguntar. Pero daba la impresión de que el diplomá-tico era Haya de la Torre. Esquivó las respuestas por-que, ciertamente, no quería involucrarnos demasiado en sus problemas. Era una delicadeza de su parte, y así pudimos entender porqué hablaba de la política del Perú como si fuera un observador extranjero.

Por fortuna no fueron nefastas todas las cartas que se escribieron el 22 de febrero de ese año. Al menos no lo fue la que, desde su puesto clandestino en la re-sistencia, envió Antenor Orrego a Víctor Raúl. Juntos en sus mocedades y al lado del poeta César Vallejo ha-bían formado un grupo literario. Juntos habían vivido muchos días felices. Juntos habían fundado el Partido. Ahora la adversidad los sorprendía y no lograba apar-tarlos:

Querido V.R.:Hasta hoy no he podido hacerte llegar mis ex-

presiones fraternales de pésame por la muerte de tu madre, que ha tenido que desgarrar hondamente tu corazón de hijo, ni tampoco mis protestas de lealtad y de adhesión en estos momentos en que la crueldad y la saña bestiales de nuestros enemigos se han exacer-bado contra ti.

¡Hoy más que nunca juntos, queridísimo hermano!

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Quienes hemos consagrado toda nuestra vida a una causa que sabemos que es grande y que está transfor-mando, desde su raíz, la historia de nuestro pueblo, no podemos retroceder ni un ápice, pase lo que pase. Eso sí, me causan amargura y vergüenza los desertores y los cobardes que se han dejado ganar por el terror. Pero, felizmente han sido pocos. Es un ejemplo y una enseñanza confortadores para la nación la enhiesta firmeza de los hombres del Partido, que han respon-dido noblemente a la brutal agresión y están junto a ti en sus puestos de lucha.

Como si hubiera sido necesaria una última y radi-cal purificación de ti mismo que quemara en tu co-razón las postreras briznas de personalismo, antes de que comenzaras la meteórica ascensión de tu destino —que ya está tocando tus puertas— han conspirado contra ti todas las amarguras que un hombre puede soportar sobre la tierra. Me hago cargo de la tremen-da fortaleza de espíritu que has necesitado para salir victorioso.

Te abraza contra su corazón, hermano mío.

Antenor

Lo que los esposos Echeverri no habían percibido completamente, debido a las reticencias del refugiado, era la dosis de mezquindad que la Junta había pues-to en sus comunicaciones al expedir la nota negati-va, precisamente el 22 de febrero. Ese día, fecha del cumpleaños del “Viejo”, los apristas festejan en todo el Perú el “Día de la Fraternidad”. La fiesta fue insti-tuida en 1946, luego de que el partido hubo salido de su década de penosa clandestinidad.

En 1946, Manuel Seoane, el segundo hombre del partido, había proclamado ese día como tal en una fervorosa manifestación popular; en ella, había recor-

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dado los años de ostracismo, la prolongada lucha del pueblo aprista, su martirio, la carcelería sufrida por muchos y la alegría de tener un conductor como Haya de la Torre:

Todos decimos “Viejo” al referirnos a él, pero viejo porque lo identificamos con esa capacidad de expe-riencia y de bondad que a él le llegó tempranamente, dándose el lujo de ser “viejo” desde los cuarenta años, cuando todos los de esa edad aproximada seguíamos siendo jóvenes...

Y porque hablo en nombre de todos los compañe-ros del partido, tengo la obligación de entregarle un regalo. Yo sé que no van a entenderlo ni verlo siquiera los que no son apristas. Traigo en este cofre de espíri-tu el viejo tesoro del aprismo. Abrimos una roja tapa de sangre y conmigo están —todos las vemos— las cuatro palabras mágicas de nuestra fortuna. Allí las puso Manuel antes de irse hacia la muerte esa tarde del camino frente al mar. Allí están todavía intactas, lucientes, invictas, hablando al pasado y al futuro. Te las traemos hoy, como nuestro mejor regalo, hecho promesa de mantenerlas y servirlas. Porque sabemos, compañero, hermano y jefe, que nada llegará más pu-ramente a tu corazón que saber que decenas de miles de apristas, en todo el país, van a prometer conmigo seguir cuidando el tesoro de nuestras cuatro palabras mágicas: Fe, Unión, Disciplina y Acción.

Esas palabras, y la carga de recuerdos que evocaban, tienen que haber pasado por la mente del perseguido el mediodía del 22. El embajador, con aires de gran preocupación, se decidió a leerle la negativa peruana.

Ante el asombro del diplomático colombiano, su huésped no pareció inmutarse. Daba la impresión de haber estado esperando ese momento desde el instan-

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te mismo en que arribara a la embajada. Las maletas de ropa y los libros que le había traído José Félix no parecían tener ya cabida en la historia.

—Don Carlos: es obvio que una de las salidas del problema era esta. Me preparaba para cualquiera de las dos, y quiero decirle que nunca olvidaré su gen-tileza, que Colombia y su gente estarán siempre en mi corazón, pero que considero que Colombia ya ha hecho todo lo que tenía que hacer. Su defensa mag-nánima y brillante del derecho al asilo pasará a la memoria de las generaciones como un acto ejemplar. Quiero decirle, don Carlos, que no deseo ocasionar más problemas de los que probablemente ya he cau-sado, y mi decisión es dejar esta tarde las puertas de la embajada.

El diplomático había escuchado a su huésped con asombro, había querido interrumpirlo cuando advirtió que la lógica del discurso conducía a esa determina-ción. Al final, sin embargo, había llegado su respuesta:

—De ninguna forma, señor Haya de la Torre. Su causa es la causa de Colombia, y mi país está dispues-to a asumirla hasta las últimas consecuencias. Debo confesarle a usted que, en días anteriores, he efectua-do consultas con la cancillería de San Carlos y con el propio presidente de Colombia. Tengo, de parte de ellos, formales instrucciones para continuar hasta el final lo que ya se ha comenzado. Sepa usted que si yo aceptara el renunciamiento que usted acaba de hacer, no me perdonaría jamás mi conciencia ni la del más pequeño de los colombianos. Aunque usted ha prefe-rido que nuestra conversación sea entre los dos úni-camente, de hombre a hombre como usted dice, mi esposa y yo hemos charlado esta mañana del asunto, y le he anticipado cuál sería mi respuesta. Gloria me

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ha dicho que nunca en la vida se sintió tan orgullosa de mí.

Dos horas más tarde, el diplomático comenzaría a redactar una altiva aunque cortés respuesta a la nota peruana. En la misma, analizaba los argumentos de Torre Tagle, y “lamentaba” no estar de acuerdo con la tesis de que el gobierno del Perú, por no haber ratifi-cado la Convención de Montevideo, no le obligaba, en materia de asilo, la regla según la cual la calificación de la delincuencia política corresponde al Estado que presta el asilo.

En su nota, del 4 de marzo de 1949, Echeverri hace ver que esa regla jurídica es anterior al Tratado de Montevideo y no deriva su obligatoriedad solamente de este, sino también del derecho consuetudinario, de tratados y convenios diferentes al suscrito en la capital uruguaya y de la naturaleza misma de las cosas: ad-mitir el asilo y negarle al país que lo presta el derecho de calificar la delincuencia conduciría sencillamente a desconocer en la práctica lo que se admite en teoría.

De otra parte, señalaba que el Perú, inclusive bajo el gobierno odriísta, había reconocido y aplicado la norma que en este caso cuestionaba.

Más todavía, en el caso concreto de Haya de la To-rre, el gobierno del Perú había aceptado, en una forma implícita pero inequívoca, la facultad del gobierno de Colombia de calificar el delito. Esa aceptación esta-ba clara tanto en haberse abstenido de hacer reparos, reservas u observaciones cuando le fue comunicado el asilo, como en el hecho de que se había prometido al embajador de Colombia y a otros jefes de misiones extranjeras interesados en el caso, que sería otorgado el salvoconducto para Haya de la Torre.

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Por último, aunque el gobierno peruano descono-ciera todas estas fundamentaciones e indicara que solo aceptaba lo normado por el Tratado de La Ha-bana, no sería menos cierto que al gobierno de Co-lombia le correspondería la facultad, igualmente, de calificar la delincuencia. En efecto, ese documento establece que el asilo será respetado “en la medida en que lo admitiere el uso del país de refugio”. Vale decir, Colombia.

Echeverri prefería no extenderse en comentarios sobre la parte de la nota limeña en la que se hacía una exposición sobre las actividades del apra, habida cuenta de la inquebrantable voluntad colombiana de mantenerse completamente “ajena a las cuestiones de política interna del Perú y de no contemplar el caso del asilo del doctor Haya de la Torre sino a la luz de los principios con abstracción de las personas que puedan parecer interesadas”.

En esas circunstancias, llegó la tarde del 8 de mar-zo, aquella, que según la inflamada palabra del locutor, se parecía al día de la independencia del Perú, la tarde en que las ánimas gloriosas de todos los héroes de la República iban a descender sobre la Plaza de Armas para escuchar a Manuel A. Odría, la tarde en que “este balcón se hará histórico”, la tarde en la que “el Perú todo oirá la palabra del general más epónimo que la patria ha concebido”. Pero esa tarde, Artemio Arruná-tegui prefirió perder el lugar que le correspondía en la historia. Se dirigió sosegadamente a su pensión. Allí prendió su receptor Phillips, y sorteando las ondas del dial que dejaban escuchar la estentórea manifestación de la Plaza de Armas, logró captar la gangosa, pero rápida voz de un locutor que narraba las incidencias

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de la pelea del siglo entre Joe Louis y Joe Walcott en el Madison Square Garden de Nueva York.

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En la madrugada del 14 de agosto de 1949, un imponente automóvil Pontiac de color negro pugnaba por salir del garaje de la embajada cubana en Lima. El primer problema que su chofer debió enfrentar fue que alguien había dejado estacionado un camión de tal forma que impedía la salida del vehículo. El chofer tuvo que apearse e intentar que el camión se deslizara sobre la pista.

Dentro de la maletera del Pontiac, los diputados Fernando León de Vivero y Pedro Muñiz no pudie-ron hacer comentario ni conjetura alguna sobre la ex-traña tardanza o los motivos que mantenían al coche tanto rato en la puerta con el motor calentándose. No podían mirarse ni hablar entre ellos. León de Vivero hizo el ademán de extraer de su relojera un pesado Longines tres estrellas que siempre lo acompañaba,

doS hombrES En una malEtEra

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pero se dio cuenta que la oscuridad le impediría con-sultar la hora y que, además, se trataba de un gesto que solía hacer en la Cámara de Diputados para indicar, desde la mesa de la presidencia, que algún represen-tante se estaba excediendo del tiempo permitido para su intervención.

El chofer del Pontiac comprobó que no había mo-ros en la costa y se dispuso a quitar los tacos que es-torbaban el movimiento de las ruedas delanteras en el camión intruso. Por cierto que ese intento resultaba inútil habida cuenta de que los nervios comenzaban a traicionarlo.

Muñiz y León de Vivero eran dos de los pocos miembros de la conducción aprista que todavía que-daban en libertad. A salto de mata y cambiando casi todas las noches de escondite, habían tenido una suer-te que no compartían los representantes parlamenta-rios Manuel Seoane, Luis Alberto Sánchez y Javier Pulgar Vidal. Tampoco Guillermo Vegas León, Luis Barrios Llona, Isaac Espinoza Recavarren o Guiller-mo Cabrera Charún. Ni Andrés Townsend Escurra, el coronel César Pardo, Humberto Silva Solis. La dirigente femenina Hilda Gadea escaparía a México donde, un tiempo más tarde, habría de casarse con el médico argentino Ernesto “Che” Guevara.

En el temible panóptico de Lima sufrían prisión el teniente Juan Manuel Ontaneda, el coronel José Estremadoyro y los comandantes José Conterno, José Mosto y Víctor Napoleón Romero, a los que se agre-garían los oficiales Héctor Tirado, Narciso Núñez, Nicolás del Río, Eduardo Rodríguez Vildósola, Do-mingo Castañón, Francisco Dávila, Diego Miranda; además de Julio Garrido Malaver, Luis Felipe Rodrí-

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guez Vildósola, Cirilo Cornejo, Alcides Spelucín, Jus-to Enrique De Barbieri, Gustavo Lanatta, así como el ex ministro de Fomento César Elías, el vicerrector de la Universidad de Trujillo Manuel Carranza y los periodistas de La Tribuna, Armando Villanueva, Ma-nuel Martínez, Héctor Cordero, Luis López Aliaga y, con ellos, más de 200 oficiales de mar, cabos y mari-neros.

A los asilados, el gobierno de Odría les había entre-gado salvoconducto, pero obviamente, después de ne-gárselo a Víctor Raúl Haya de la Torre, la Junta Mili-tar no quería cometer incoherencias y puso fin a todas las concesiones de documentos para salir del país. Por eso, Muñiz y León de Vivero se hallaban ahora en tan incómoda situación.

Sin atinar a subir hasta el escalón de la cabina del camión, el chofer del Pontiac comenzó a forcejear la manivela en un fallido intento de abrir la puerta. En ese momento, se escuchó un grito.

León de Vivero y Muñiz alcanzaron a oírlo, largo y estridente como un aullido, parecido a un conjunto de silbidos policiales acompañados de perros, pero nada podían hacer. La maletera solo podía ser manipulada desde afuera: no podían hacer otra cosa que esperar el destino.

León de Vivero recordó que el 29 de diciembre de 1948 los habían perseguido a balazos en el apacible barrio de San Isidro. Hasta allí los había alcanzado la suerte, porque lograron ingresar en la embajada de Cuba donde se les acogió gentilmente.

Cuba no había reanudado relaciones con el régimen de facto, y no las deseaba, pero conforme al derecho de asilo, aquello no era inconveniente para prestar refugio.

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Luego de algunas promesas iniciales, al producirse el asilo de Haya de la Torre la suerte se había acaba-do para los dos últimos presidentes de la Cámara de Diputados, Muñiz y León de Vivero. A la negativa determinante del dictador se agregaba, al parecer, el fracaso en su plan de fuga, y solo les quedaba esperar a que la maletera fuera abierta.

Mientras tanto, entre Lima y Bogotá el intercambio de notas parecía estar llegando a un punto muerto. Los argumentos del embajador Echeverri, contundentes y precisos, fueron respondidos con una vana reiteración de los que la cancillería peruana había exhibido en su documento de negativa.

El 20 de marzo, sin embargo, el canciller de Co-lombia, doctor Eduardo Zuleta Ángel, formula de-claraciones a la prensa internacional que, a la par de recapitular sobre el incidente diplomático, señalan un nuevo camino para la definitiva solución del mismo.

—El argumento esencial de la nota peruana —dijo Zuleta— radica en que don Víctor Raúl Haya de la Torre fue “incluido y citado públicamente”, antes de asilarse en la embajada de Colombia, “en un proceso de rebelión y de sedición”.

—Pero —añadió— como es obvio y elemental que el delito de rebelión y sedición es eminentemente un delito político, resulta claro que la única conclusión que de la nota peruana puede derivarse, es la obliga-ción en que se encuentra el gobierno peruano de dar el salvoconducto.

No admite Zuleta que Colombia carezca del dere-cho de calificar la supuesta delincuencia de Haya de la Torre, pero aunque ello “se admitiera en gracia de discusión”, la información de la nota peruana sobre el

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proceso incoado al jefe aprista evidencia la obligación peruana de otorgar el salvoconducto.

Ante la prensa internacional, el canciller observó que la respuesta peruana no ensayaba siquiera una re-futación a varios de los argumentos esenciales conte-nidos en la emitida por el embajador Echeverri.

—Pero —concluyó— por otra parte está visto (es-pecialmente por las declaraciones que el general Odría le ha hecho repetidamente al pueblo peruano) que a nada conduciría un interminable intercambio de no-tas, por tanto, nos vemos obligados a buscar otras vías jurídicas para la solución del problema.

En concordancia con la posición de su gobierno, el embajador Echeverri hizo saber al canciller peruano, por nota de 28 de marzo, que “mi gobierno propone al de Vuestra Excelencia escoger entre los varios recursos jurídicos que están abiertos a los Estados Americanos —la conciliación e investigación, el arbitraje, el recurso judicial, la reunión de consulta de Cancilleres—, aquél que el gobierno de Vuestra Excelencia prefiera”.

El ministro de Relaciones Exteriores del Perú, con-tralmirante Federico Díaz Dulanto, respondió el 6 de abril de 1949, aceptando la propuesta: “En conse-cuencia, esta cancillería invita al gobierno de Vuestra Excelencia a iniciar las negociaciones para fijar ante la Corte Internacional de Justicia, la materia del juicio y las modalidades del procedimiento”.

El 7 de abril, en Nueva York, la Liga Internacional por los Derechos del Hombre nombró por unanimi-dad a Víctor Raúl Haya de la Torre miembro de su Junta de Directores y delegado suyo ante las Naciones Unidas.

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La Resolución correspondiente fue comunicada a todo el mundo con la finalidad de que se dieran faci-lidades al asilado para que pudiera presentarse ante la ONU para desarrollar los propósitos y funciones de su nombramiento.

Las autoridades peruanas desestimaron el nombra-miento en la obligación de permitir la salida del po-lítico aduciendo que la Liga no podía ofrecerle status diplomático.

Luego de los intercambios correspondientes, en Lima, el 31 de agosto de 1949, Eduardo Zuleta Ángel, por Colombia, y Víctor Andrés Belaúnde, por el Perú, habrían de firmar un acta en la que quedó convenido: a) Que el procedimiento del juicio que se inicia sea el ordinario; b) Que ambas partes podrán ejercitar el derecho a designar jueces de su nacionalidad según lo estatuye el artículo 31, numeral 3 del Estatuto de la Corte; c) Que el idioma que se use sea el francés.

Durante aquel temible medio año y mientras el mundo tenía noticias del Perú solo a través del in-tercambio de notas diplomáticas y las reacciones de diversas personalidades internacionales, sigilosamente la Junta Militar fue dando caza a la mayoría de los representantes al congreso. Además de los desterrados y de los asilados, a la penitenciaria de Lima, sin pro-ceso y confundidos entre rateros y criminales, habían ido llegando Ramiro Prialé, senador por Junín; Luis F. Heysen, senador por Lambayeque; Víctor L. Co-lina, senador por Pasco; Edmundo Haya de la Torre, senador por el Callao; Oscar F. Arrús, no aprista, se-nador por el Callao; Leoncio Elías Arboleda, senador por Piura; Víctor García Maita, senador por Junín. También caerían presos los diputados Carlos Manuel

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Cox, Luis Felipe de las Casas Grieve, Rómulo Mene-ses Medina, Ramiro Montenegro Chávez, Malaquías Sarmiento Bendezú, José Sandoval Morales, César Góngora Perea, Ricardo Temoche Benites, Teobaldo Reátegui Macedo, Gumercindo Calderón Cáceres, Pedro Aizcorbe Ríos, Benigno Solsol Eguren, Sóste-nes Reynosa Robles, Luis Escalante Bravo y Alberto Sheper y Artica. El hecho de que este último fuera coprovinciano de Odría exacerbó las iras de los car-celeros, cuyos maltratos le provocaron una dolencia fatal. Fue puesto en libertad para que terminara de agonizar en el Hospital 2 de Mayo. Allí murió a los pocos días, apretando en sus manos una carta dirigida a Víctor Raúl Haya de la Torre en la que terminaba con un “¡Así mueren los apristas por el Perú!”. La pe-nitenciaria parecía, entre tanto, haberse convertido en el recinto del Congreso Nacional.

En esas circunstancias, la tarea de los juristas perua-nos que debían preparar el alegato del gobierno ante la Corte Internacional resultaba una faena más que difí-cil. Frente a los magistrados de La Haya, ellos debían mostrar, en primer término, que ni siquiera se daba la condición de necesidad apremiante para el asilo: vale decir que ni la vida ni la libertad de Haya de la Torre corrían peligro.

Entre tanto, comenzó la confiscación de radios y periódicos próximos a la línea aprista, o sencillamente no simpatizantes del régimen.

Nadie sabe, por ejemplo, por qué fue clausurada la revista infantil Pachochín, aunque algunos aseguran que era el apelativo con que se conocía al compadre del presidente, el todopoderoso general Zenón Norie-ga cuando se vestía de civil.

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La lista de publicaciones cerradas comenzaba a re-sultar interminable: La Tribuna y La Tarde, en Lima; El Callao, vespertino de ese puerto; La Tribuna del Norte, en Piura; Hechos, diario de Chiclayo; Chan Chan, en Trujillo; La Tribuna del Sur, en Arequipa; El Nacional, en Sullana; Justicia, en Tacna; La Tribuna del Pueblo, bisemanario del Cusco; entre otros. Los cen-sores llegaban generalmente a las cuatro de la maña-na, allanaban los locales periodísticos, decomisaban la imprenta y se llevaban a la cárcel a los guardianes.

Quedaba hasta ese momento la revista limeña Ya, constantemente amenazada por la censura. Ya publi-có una entrevista a don Rafael Belaúnde, que parecía visiblemente dislocada, o por el censor o por el temor. Pero en las mismas omisiones y visibles alteraciones se descubría que algo más, y muy serio, había dicho el entrevistado. Efectivamente, así lo comprobamos al tomar conocimiento de su carta, que clandestinamen-te circuló de mano en mano en Lima, y que dice:

Señor director:He leído el artículo relativo a la entrevista que, a su

solicitud, tuvimos en casa el martes 10, y que aparece en el número de Ya salido ayer.

Advierto, desde luego, que ha omitido usted refe-rirse a la parte principal de nuestra conversación en la que, con irrestricta franqueza, me ocupé de la situa-ción política actual. Pero me felicito de ello porque me permite establecer sucintamente, con palabras propias, bajo mi firma —y asumiendo solo toda la responsabilidad— mi opinión sobre la necesidad de la hora que sintetice en los siguientes puntos:

1) Restablecimiento de las garantías individuales y sociales y, consecutivamente, cesación de la inter-dicción del Partido Aprista. (Recordará usted que le

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entregué copia del recurso de habeas corpus que, en unión de otros distinguidos ciudadanos, presenté a los tribunales reclamando el anticonstitucional decreto que pone al apra fuera de la ley).

2) Libertad de los presos y exiliados políticos, e in-vitación al señor doctor Haya de la Torre a abandonar el asilo diplomático con efectivas garantías, para vivir y actuar dentro del país. Con ello quedaría automáti-camente solucionado el incidente del salvoconducto.

3) Convocatoria a auténticas elecciones para el próximo restablecimiento de los poderes del Estado.

Es exacto que yo le expresé que era deseable un candidato presidencial único lanzado y apoyado por todos los sectores, pero las escasas probabilidades de encontrarlo, me llevaron a sugerir subsidiariamente que se invite a todos los grupos de la derecha para que congreguen en una asamblea y lancen un repre-sentante suyo que compita lealmente en los comicios con las fuerzas cívicas que constituyeron el frente de-mocrático, que no dudo volverán a coaligarse para una nueva campaña electoral si se les ofrece las debidas garantías.

Si —como convinimos expresamente— me hubie-se usted remitido las pruebas de su artículo, hubiéra-mos podido salvar esa importante omisión y rectificar varios errores. Por fortuna, se refieren estos a hechos manifiestamente inexactos. Pero las supresiones y cercenaduras que he comprobado, aunque sean invo-luntarias, dificultan la fiel interpretación de mis con-ceptos y especialmente de las citas de forma textual.

Estimaré a usted insertar la presente en el próximo número de Ya.

Soy de usted atento y seguro servidor.(Firmado) Rafael Belaúnde.

Una mañana amaneció clausurada la Confederación de Trabajadores del Perú, entidad que abarcaba a 1095

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sindicatos. El secretario general de la misma, Arturo Sabroso, fue conducido a la penitenciaria al igual que todos los dirigentes nacionales. A menos de un año de gobierno, Odría podía vanagloriarse de tener a cientos de líderes sindicales en todas las cárceles del país, y ello le sirvió para declarar, jubiloso, el día de la con-memoración de la independencia peruana, que la paz social había sido restaurada en toda la República.

Quizás pensaban en todo esto León de Vivero y Muñiz mientras el Pontiac permanecía detenido. O, más, tuvieron tiempo de analizar los hechos duran-te los interminables ocho meses de su reclusión en la embajada cubana. Por eso habían tomado la decisión de escapar, a pesar de que la muerte parecía estar al acecho. El grito, lanzado contra el chofer, parecía re-petirse entre mil ecos que llegaban nítidamente hasta el oscuro refugio de los dos políticos.

Muñiz y León de Vivero, a pesar de las circunstan-cias, iban vestidos como “dandies”. El carro, según el plan de la fuga, debía dejarlos en la puerta de un club exclusivo donde los esperaba otro contacto. Vestidos de otra forma, en ese lugar, habrían llamado osten-siblemente la atención. Por eso, durante los pesados instantes que sucedieron al grito de alarma, León de Vivero le dijo a Muñiz: “Al menos nos van a matar bien vestidos”.

Pero no ocurrió así. El chofer de los fugitivos ob-servó asombrado que la ventanilla del camión intruso se iba abriendo. De allí apareció, desperezándose, un hombre grueso, zambo, y con una toalla alrededor del cuello. Era el dueño del camión. Había dormido toda la noche sin reparar en que obstaculizaba el garaje de

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la embajada, y ahora suponía que el chofer del Pontiac estaba tratando de robarle:

—Pedazo de ladrón... ¡qué te has creído, carajo! Al disiparse el malentendido, y después de que el ca-

mión avanzara unos metros, el Pontiac tomó diversas direcciones antes de emprender su verdadero destino. En varios vehículos, incluidas lanchas de pescadores, los fugitivos en camino hacia el norte intentaban al-canzar la frontera con el Ecuador, a 1300 kilómetros de Lima.

El apoyo espontáneo de muchos hombres del pue-blo, así como el auxilio de una bien montada orga-nización clandestina de resistencia, que la dictadura no había podido romper, determinaron el éxito de la fuga. Unos días más tarde, en La Habana y ya bajo el amparo del gobierno cubano, la noticia se propaló por todo el mundo.

El espacio que le brindó La Prensa de Lima fue mucho mayor que el que ofrecía a las informaciones sobre la guerra con China, el Plan Marshall, la ca-tástrofe sísmica de Ambato y las hazañas de Edwin Vásquez, campeón nacional de tiro con pistola.

En el Teatro Municipal de Lima, se iba a presentar por primera vez Fray José de Guadalupe Mojica, el fa-moso galán cinematográfico convertido en sacerdote. Sin embargo, esa noticia y el hecho de que el cardenal Juan Gualberto Guevara le diera su autorización para cantar, pasaron inadvertidos junto a los inmensos ti-tulares que anunciaban la ruptura de relaciones con Cuba y los largos artículos editoriales que aprobaban la medida. “El Perú entero saluda la firme y gallarda actitud asumida por el general Odría y por la Canci-llería de nuestro país. Todos los sectores de la ciuda-

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danía, sin distinción de tendencias, darán su apoyo a esta acción que interpreta con extraordinaria fidelidad el sentimiento nacional y la voluntad de todos los pe-ruanos”.

A las encendidas columnas de La Prensa se sumaron bien pronto todos los diarios del país. En el exterior, no obstante, la opinión era diferente: la actitud del en-cargado de negocios de Cuba, Alberto Espinoza, fue exaltada como el último recurso de un diplomático para hacer respetar los convenios internacionales. El apoyo prestado por aquél era la obligada respuesta a una serie de acciones con las que la Junta Militar ha-bía violado todas las normas del derecho internacional y había pasado por encima de las más elementales re-glas de cortesía.

Desde el inicio del affaire, el gobierno peruano se había comprometido, ante el decano del cuerpo diplo-mático, a otorgar los salvoconductos si Cuba reanu-daba relaciones con el gobierno de facto. Así lo había hecho La Habana. Pero, luego de un dilatado silencio, Lima había impuesto otra condición: ahora prometía las visas si el gobierno caribeño disponía la libertad de un diplomático peruano detenido en La Habana como traficante de drogas. Cumplida a desgano esa condición, no se sabía qué otra pondría la dictadura en su chantaje permanente.

En La Habana, Fernando León de Vivero y Pedro Muñiz fueron informados que, hacia un poco más de dos meses, José Fernando Goyburu, un peruano que había ejercido el cargo de embajador y que había re-nunciado al mismo luego del golpe de Estado, había viajado a Europa, gracias al apoyo del presidente Prío Socarrás, en compañía del ex prefecto de El Callao,

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Jorge Muñiz —hermano de Pedro— y del cubano Laureano Ojeda Quesada, su fiel y abnegado secreta-rio para colaborar en la defensa de Haya de la Torre.

El 22 de junio de 1949 arribó el barco de La Pallice y, a pesar de que Goyburu enfermó gravemente del corazón y que sus días estaban contados, inició una carrera titánica de vincularse con movimientos revo-lucionarios y sociales así como con diversas personali-dades, hasta lograr su respaldo y aliento a la causa de la libertad del asilado.

Informado más adelante de la decisión de los go-biernos del Perú y Colombia de que fuera la Corte Internacional de La Haya la que decidiera finalmente el destino del asilado, Goyburu se prestó a participar activamente en ese tribunal, pero lamentablemente el 29 de septiembre, pocas horas después de visar su pasaporte para seguir La Haya, Goyburu muere súbi-tamente.

Laureano Ojeda Quesada refiere que antes el ex embajador le dijo, con optimismo y fe: “Mira, es la primera vez que un partido político, eliminado violen-tamente de la escena, por un ucase dictatorial, va a ser juzgado en la Corte Internacional. ¡Llevo una docu-mentación completa! Procuraré asesorar, en la mejor forma posible, a los severos magistrados ¡Ganaremos la batalla!”.

Goyburu y sus acompañantes estuvieron buena parte de su permanencia en París, en el Pabellón de Cuba en la ciudad universitaria, ubicada en el boulevard Jourdain N° 59. Bohemia, la revista cubana, editorializaba entonces:

Su vida, bruscamente rota, fue de las más limpias y abnegadas. Encanecido en la diplomacia, pero in-

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mune por temperamento a lo que tiene esa profesión de convencional, este hijo de una de las más aristo-cráticas familias peruanas dedicó sus inquietudes al servicio de los humildes y profesó sin vacilaciones ni regateos la actividad aprista que, en su patria, es la más cercana a la angustia popular, la más empeña-da en remediarla… Por eso, al conocer su tránsito, la Cancillería cursó instrucciones a la legación cubana en París para que atendiera los trámites de embalsa-mar el cadáver y remitirlo a la isla. El viejo soldado de la causa indoamericana, compañero y discípulo de Haya de la Torre, caído en posición de combate, será recibido el martes próximo por la generosa tierra de Martí, albergue final de tantos luchadores por la li-bertad.

La muerte de Goyburu debió golpear muy dura-mente al refugiado. Lo había conocido desde muy joven y compartían, también, una tradición regional; el diplomático aprista procedía de Pacasmayo, provin-cia del departamento de La Libertad, en la que nació Haya de la Torre.

Haya de la Torre sintió, tal vez, que sus propias pa-labras siempre habían tenido un contenido profético. En 1932, Trujillo se había sublevado contra una ti-ranía. Por algo más de una semana, los paisanos de Víctor Raúl convirtieron a su ciudad en la primera ciudad revolucionaria del país. Resistieron el cerco de los ejércitos del dictador Sánchez Cerro, pero al fi-nal fueron derrotados. Cinco mil trujillanos, dentro de una población que no pasaba de veinte mil, fueron pasados por las armas en los paredones de la prehis-pánica urbe de Chan Chan. Ese había sido uno de los primeros martirios del pueblo aprista. Recuperada la normalidad democrática por un breve tiempo, Haya

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de la Torre había vuelto a su tierra en 1933 y había dicho, en un fervoroso discurso, que la sangre derra-mada iba a contribuir a purificar su causa, que era la causa de los pobres.

Por eso, década y media después, aquella sentencia continuaba teniendo sentido. Pero, qué desdichado sentido. Sin poder moverse de su refugio, le habían llegado semanas tras semanas las informaciones sobre militantes caídos en la lucha. La suerte corrida por el trujillano Amador Ríos Idiáquez y Chabuca Linares, quienes murieron el 10 de mayo de 1949 a consecuen-cia de la explosión de una granada. El final terrible y dramático del estudiante Juan Mac Lean Bedoya. Sabía claramente cómo eran las torturas que ejercían los sicarios de Odría contra sus compañeros. Le ator-mentaba pensar en las mujeres y en los hijos de los combatientes caídos, presos, perseguidos, exiliados.

En La Habana, los hombres de la maletera se ente-raron que habían provocado una de las más estridentes cóleras del general Odría. Al pasar en el carro presi-dencial por el barrio de Jesús María, el chofer le había preguntado a Odría si quería ir por la plaza Cuba.

—Desde este momento, esta plaza no se llama Cuba —había respondido el general.

Al día siguiente se publicó en los diarios la resolu-ción correspondiente.

A cuarenta años de aquello, la plaza tiene formal-mente otro nombre, pero la gente la sigue llamando “Cuba”.

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Mucha gente en el mundo se dijo que por fin la racionalidad había vuelto al Perú cuando los repre-sentantes de ese gobierno y los de Colombia, sentados en la mesa de negociaciones, se pusieron de acuerdo en remitir su diferendo a la Corte Internacional. Los cerebrales y adustos magistrados de La Haya resolve-rían el problema en el tiempo que lo hace un juez de tránsito de los Estados Unidos. Tan evidente era la justicia de la causa del asilado como la seguridad de que derrotados los fascismos, una situación tan absur-da no podría perpetuarse sin que los hombres de la Corte pronunciaran sentencia.

Sin embargo, no fue así. Entre el 31 de agosto de 1949 y la fecha en que el Tribunal dio su fallo, se su-cedieron meses interminables en los que acontecieron en el Perú sucesos más extraordinarios que la apari-

loS muErtoS también ESpEran

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ción de la mariposa de Coromoro, en cuyas alas estaba grabado el día de la fiesta de la Virgen de ese lugar.

En la avenida Arequipa, cualquiera hubiera dicho que la historia se había congelado. Las tropas esta-cionadas allí continuaban apuntando hacia la puerta y las ventanas, las paredes, el garaje y los techos de la valiente casa de Colombia. El dedo sobre el gatillo y los ojos asustados de los sargentos no se movieron durante todo ese tiempo.

No se movió, tampoco, como es natural, el soledoso ficus del frente de la embajada. Se sabe que a pesar de ello, cierta noche, un capitán asediado por el terror y las pesadillas, disparó sobre el árbol gritando que se había movido.

En el interior de la misión, la vida también cambió bastante para sus ocupantes. Quedaron suspendidas las recepciones por temor a que algún invitado fuera confundido por los guardias. E incluso y por iguales razones, los diplomáticos tuvieron que restringir sus ingresos y salidas.

Extrañamente, los jueces de La Haya estaban tar-dando tanto en estudiar los alegatos como tarda un juez de paz provincial, en una disputa sobre robo de gallinas, en recibir las comilonas de los litigantes.

—Que ellos manden a sus juristas —dijo cierta vez el pragmático general Odría y añadió—: Yo envío, más bien, a mis negociadores con bastantes dólares para gastos de representación. Ellos sabrán cómo usarlos.

Obligado por la cortesía y los usos de la diplomacia, Haya de la Torre —uno de los escritores más prolí-ficos del Perú— no podía dar a conocer sus textos. Y, sin embargo, se convirtió, según dijo entonces The New York Times, en el latinoamericano de quien más se

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habla en el mundo. Por eso Germán Arciniegas pudo referirse a ese hecho como “la grandeza del hombre mudo”.

No solo los gobernantes y las cancillerías se pre-ocupaban del largo diferendo, sino que a gente común y corriente de los países más diversos se sintió con-cernida, y pensó en más de una forma particular de solucionarlo.

El doctor Echeverri ha narrado la visita que reci-biera de una dama norteamericana, en un bello testi-monio que doña Gloria puso en mis manos:

—Traigo la solución al problema —dijo la señora, luego de las cortesías correspondientes, y agregó que venía para consultar al doctor Haya de la Torre sobre una posibilidad, que la había llevado hacer este largo viaje desde Chicago.

—La cuestión me parece sencilla; yo adopto a Haya de la Torre y mi hijo acepta heredar la mitad de mi fortuna. Entonces Haya se convierte automáticamen-te en ciudadano norteamericano y bajo la protección de mi bandera tendría derecho a salir al extranjero inmediatamente. Como es joven y lleno de brillantes cualidades, yo quisiera hacer todo lo posible para que sus doctrinas tengan cumplida realización.

—Pero ¿qué edad cree usted, señora, que tiene Haya de la Torre?

—Aunque no lo conozco personalmente, supongo que tendrá alrededor de 30 años. En consecuencia le llevo 25 años de edad.

—Señora —le contestó Echeverri— usted está equivocada, Haya de la Torre cumplió ya los 54 años y me parece que sería un hijo de la misma edad que usted.

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—¡Qué lástima! —dijo entonces un tanto abatida la dama ¡Qué lástima que un artículo del Código Civil peruano me prive de llegar a tener un hijo tan popular y tan genial!

En el interior de la embajada, el hombre de quien más se hablaba en el mundo, se había decidido a so-portar el sitio prolongado. Lo cuenta él:

Sintiéndome como en mi propia casa, me acomodé a una rutina cuidadosamente planeada. Me levantaba a las seis y media o siete de la mañana para ir a la azo-tea a tomar un “baño de aire”. Siempre he sentido la necesidad de hacer regularmente algún ejercicio físico y la azotea era el único sitio despejado a donde me atrevía a ir. Como Odría tenía tantos policías y sol-dados alrededor de las verjas de la embajada, en dos años no bajé al jardín. Mientras hacia ejercicios en la azotea, los soldados me gritaban desde la calle y las azoteas vecinas: “No te canses demasiado que pronto estarás en la cárcel”.

Solamente una vez vi perder la calma a una perso-na de la servidumbre de Echeverri. Esa persona fue el ama de llaves, una joven colombiana llamada Sara Mateus, que había servido a diplomáticos en Japón y China y había vivido en Sudáfrica y Brasil. Llevaba a la lavandería, regularmente, mi ropa y la del emba-jador; y un día, al volver de uno de esos viajes, la vi deshacerse en lágrimas por primera vez.

Nos contó sollozando que en la calle que está a espaldas de la embajada le salió al paso una señora elegante y le dijo: “Vivo cerca y sé que usted trabaja en la embajada. Ayúdenos a matar al hombre que está refugiado allí. Déle veneno y yo la ayudaré”. Horrori-zada, Sara se alejó de la mujer y corrió a contarnos lo que había ocurrido. Tardó algún tiempo en serenarse pero al fin reanudó sus labores.

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En esos días, llegó a Lima una hermana del emba-jador Echeverri quien regresaba de Europa acompa-ñada de su hija y quería hacer una breve estancia en el Perú para visitar a los suyos. Elvira Echeverri de Vélez Calvo —viuda de un político muy notable de quien muchos dicen de haber vivido más tiempo ha-bría sido presidente— conversó con Haya de la Torre, simpatizaron y le preguntó si podía hacer algo por él. Víctor Raúl se quedó pensando y, según me ha con-tado Gloria de Echeverri, le contestó con una historia muy triste.

—Cuando murió mi madre, yo no pude estar a su lado ni concurrir a su sepelio porque ya entonces me hallaba perseguido. Sin embargo, sé que un sacerdote que la acompañó en sus últimos momentos tiene un mensaje de ella para mí. Yo sería muy feliz de poder ver a ese sacerdote.

Doña Gloria me dice: —Nos pusimos de acuerdo mi cuñada y yo sin con-

tarle a Carlos. Fuimos en automóvil particular hasta Arequipa. Encontramos al cura. Era un hombre alto, de pelo blanco y ojos azules. Le dimos el mensaje. Luego de pedir permiso al superior de su congrega-ción, el padre nos dijo: “De acuerdo, pasen por mí ma-ñana temprano”.

Ir hasta Arequipa, que está a 1030 kilómetros de Lima, y volver de allí acompañada por un sacerdote no les costó tanto trabajo a las generosas damas como convencer a los policías para que permitieran el ingre-so a la embajada del hombre de sotana. Por ningún motivo estaban dispuestos a concederle el permiso.

Quisieron ver los papeles del religioso y este solo les entregó su breviario. De entre sus páginas, los so-

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plones fueron extrayendo estampitas del Niño Jesús de Praga, de la Virgen de Lourdes, de San Agustín y Santa Rita de Casia, patrona de los imposibles. Todas las fueron examinando una tras otra para convencerse de que no contenían ningún mensaje subversivo. Por fin accedieron a lo solicitado ante la reiteración de la señora Echeverri de que el visitante estaba yendo a dar los últimos auxilios espirituales a su ama de llaves.

El sacerdote se encerró con Haya de la Torre du-rante una o dos horas. No se sabe de qué hablarían tanto. Lo cierto es que, a su salida, el asilado parecía resplandecer.

El mensaje de su madre, llegado hasta él en la hora más difícil de su vida, le había proporcionado nuevas ganas de vivir.

—Lo que sí supimos —añade la señora Echeve-rri— es que el sacerdote le había preguntado: “¿Quiere usted comulgar?”, a lo que el asilado había respondido con otra pregunta: “¿Puedo?”. “¡Claro que sí!”, dijo el sacerdote.

—Al día siguiente regresó con el pretexto de traerle los santos óleos a mi ama de llaves, y en realidad trajo comunión para todos. El embajador y yo, mi cuña-da, todo el personal diplomático, los mayordomos y el jardinero, todos comulgamos en torno del jefe de la Alianza Popular Revolucionaria Americana. Víctor Raúl lo hizo con mucha devoción y dijo: “Estoy emo-cionadísimo porque he oído el mensaje de mi madre a través de este sacerdote. ¡Qué maravilla! Y añadió: “Qué gran tranquilidad es perdonar y no odiar... mil gracias, eternas gracias a todos”.

—Nos dejó una gran impresión —dice doña Glo-ria. Era un gran señor, muy discreto en todo. Un gran

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lector, Carlos le consiguió todos los libros que había en la embajada. Tenía una conversación muy agrada-ble, muy sincera y se empeñaba en explicarnos que el aprismo, era una preocupación patriótica. Decía que en el Perú había muchas diferencias entre las clases altas, poderosas y ricas, y los pobres indígenas, los que muchas veces hablaban muy poco español. “Que hacía falta una clase media como la que tienen ustedes en Colombia”.

Luego la señora Gloria interrumpe la conversación y se dirige a su alcoba y de ahí trae una virgencita de plata antigua y me dice:

—Yo la tengo siempre, siempre está allá. Es un re-cuerdo de Víctor Raúl. ¡Ah!, era de su madre, según nos dijo y es su mejor recuerdo, es la Virgen del Car-men.

Después me cuenta que María Elvira, la sobrina de su esposo Carlos, simpatizaba mucho con Haya de la Torre: “Entonces tenía unos 14 años, iba mucho a la playa, le encantaba nadar, y cuando regresaba buscaba a Víctor Raúl y lo instaba a salir de su encierro”. Una vez le dijo:

—¿Por qué no va a la terraza? ¿Por qué no pasea un poco en la terraza allá arriba?

Víctor Raúl le contestó: —Prefiero que no me vean. Y la niña prosiguió: —Por qué no se asoma como nuestro general Na-

riño en Pasto y grita: “¡Si queréis a Haya de la Torre, aquí lo tenéis!.... ¡Venid a buscarme!”.

—¡Porque me matan! —le contestó Haya de la To-rre—: A Nariño no lo mataron, pero a mí sí me ma-tan.

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Durante ese tiempo, el embajador Echeverri fue lla-mado por su gobierno. Tantas eran las ofensas inferidas a Colombia que ese país no podía seguir manteniendo relaciones de ese rango. “Soy diplomático y no carcele-ro” —declaró Carlos Echeverri de vuelta en Bogotá.

Haya de la Torre escribiría después: “La pena que me produjo la pérdida de Echeverri y su esposa, mis dos buenos amigos, fue mitigada en parte por la per-sonalidad y la simpatía de la pareja que tomó su lu-gar. Jorge Morales, cónsul y amigo íntimo del Señor Echeverri, se hizo cargo de la embajada como chargé d´affairs y asumió la misma actitud que su predecesor con respecto al asilo”.

Para Haya de la Torre, esto resultaba impresionante debido “a la clase especial de tortura mental que la policía de Odría escogió para infligir a los Morales”. Los Mora-les llegaron con toda la familia y trajeron alegría al lugar. Víctor Raúl cuenta que: “Ellos tenían dos niños que tra-jeron mucha luz y alegría a la embajada. Yo particular-mente disfrutaba de sus fiestas de cumpleaños cuando me concedían el supremo privilegio de llevar la torta con las velas encendidas”. Sin embargo, junto a aquella fe-licidad, el miedo era un sentimiento cotidiano. El líder narra un episodio terrible de aquella época: “Pero cuando Jorge Morales, de seis años, salía para la escuela todas las mañanas, iba acompañado de una atemorizante escolta de motocicletas. No era una experiencia agradable mirar por la ventana de la embajada y ver al pequeño Jorge, sentado al lado del chofer de la embajada y mirando ha-cia atrás, lleno de terror, a los motociclistas que rugían y escupían y gritaban tras de él”.

En esos días y noches inacabables, entre la angustia y la alegría, Víctor Raúl debe haber recordado muchas

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veces las circunstancias en que se produjo la decisión del comando aprista para que emprendiera el camino del asilo y la deportación. Eso debió haber ocurrido entre la Navidad y el Año Nuevo de 1948.

Eduardo Jibaja, un veterano que vivió esos momen-tos me lo ha contado así:

—La reunión se realizó cerca del Ministerio de Ae-ronáutica, de noche. Fuimos llegando uno por uno los citados por Jorge Idiáquez. Me llevaron vendado. No sé si a los otros. ¿Por qué? Se trataba de que nadie recordara el sitio del encuentro. Me parece que fue en una calle detrás del mercado Modelo, en Jesús María. Salimos media hora después del jefe. No sé si él nos esperaba o llegó cuando todos estábamos reunidos. No era momento para averiguarlo. Haya de la Torre estaba pálido, un poco demacrado, pero sereno. Vestía un terno azul y corbata granate.

Y continúa:—Recuerdo que estábamos Carlos Manuel Cox,

Lucho Negreiros, Lucho de las Casas, Carlos Alber-to Izaguirre y su esposa, Antenor Orrego, Jorge Idiá-quez, Juan Mac Lean, Amador Ríos Idiáquez y yo. Cox planteó la necesidad de que el jefe saliera del país. Se tenían informes de que el gobierno había dicta-do la orden de asesinar al “Viejo” a fin de descabezar la resistencia. Sostuvo que toda la policía había sido concentrada en un solo objetivo: Haya de la Torre. Lo demás, según Odría, caería por su propio peso.

De acuerdo con el relato de Jibaja, en un banquete, Odría habría dicho: “Haya de la Torre es el apra. Y muerto el perro, se acabó la rabia”. Quizás la comilo-na había tenido lugar en el restaurante “Rosita Ríos”, adonde el general solía ir en busca de suculentas fri-

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tangas que según él lo ayudaban a pensar mejor. En el establecimiento, situado en el barrio del Rímac, era costumbre servir diecisiete platos de las más variadas comidas criollas. “Esta es mi filosofía”, decía el general y añadía que “los intelectuales tienen el pensamien-to enfermo porque no saben comer bien”. En más de una ocasión, cuando por obligación social se tuvo que servir platos internacionales en Palacio, el señor Odría discretamente hacía que mientras sus invitados degus-taban un plato francés le trajeran a él una fritanga de “Rosita Ríos”.

Y sigue narrando Jibaja:—Esa noche se decidió y aprobó la propuesta de

Cox. Haya de la Torre permanecía en silencio durante el dramático discurso de Carlos Manuel. Después de que votamos, el Viejo dijo que esa sería la primera vez en que el PAP combatiría solo, sin su fundador.

—La lucha dirá —expresó el dirigente— si ustedes son apristas o simplemente hayistas. Si solo son hayis-tas, Odría destruirá el partido. En ese caso, yo también habré acabado, y de nada servirá que sobreviva.

De esa forma quedó constituido el Comité Na-cional de Acción del Partido Aprista Peruano. Sus secretarios generales eran Carlos Manuel Cox, Luis Negreiros y Luis de las Casas: este era el orden en que deberían gobernar el partido, y ese orden solo podría alterarlo la prisión o la muerte.

Jibaja recuerda que:—De las Casas nos tomó juramento: “¿Juran uste-

des ante el jefe del partido luchar hasta morir?” To-dos, con el brazo izquierdo en alto, respondimos con voz queda pero al unísono: “Sí, jefe, juramos”. Lucho añadió con voz cortada, casi con lágrimas en los ojos:

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“No importa el tiempo que dure esta lucha; vivos o muertos venceremos, y, tú, jefe, volverás a nuestro lado cuando este oprobio haya terminado”. Avanzó hasta Haya de la Torre y lo abrazó. Luego hicimos lo mismo todos, uno por uno. Los ojos de Haya estaban llenos de lágrimas, pero su rostro permanecía impasible.

Negreiros era el más silencioso, casi no dijo nada. A Lucho Negreiros lo describe Luis Alberto Sánchez como “un hombre joven, recio, de mentón vigoroso, ojos alegres, risa fácil, grandes orejas, andar desenvuel-to, palabra elocuente, decidido en la acción, tierno en el hogar, buen amigo. Había sido tranviario; después galvanizó a los Sindicatos de Empleados, siempre ar-diente y disciplinado aprista”. Haya de la Torre en un momento de la reunión, sonrió imperceptiblemente. Le dijo: “¿Y tú?”. Lucho lo miró con fijeza y casi con presentimiento respondió: “Yo te respondo con mi vida. El único hombre que tiene derecho a sobrevivir es el jefe del partido. Tú eres el jefe. Vive. Nosotros somos perecederos. No todos llegaremos al día de la victoria. No todos volveremos a verte cuando regreses. Pero los muertos también esperan”.

Fue Izaguirre quien propuso que saliéramos media hora después del jefe, en pareja, cada cinco minutos. Borremos de la memoria esta casa, dijo Carlos Alber-to, al menos hasta que el “Viejo” salga del país. Debe-mos enterrarnos durante 48 horas a fin de facilitar las acciones del jefe. La pelea empezará cuando él esté a salvo.

Después del juramento, bajó un poco la tensión. Haya de la Torre me dijo: “Antenor (Orrego) se en-cargará de La Tribuna. Si cae él, tú lo remplazarás. ¡Mucho cuidado! Todo puede caer, menos La Tribuna.

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Se equivoca Odría: El apra no es Haya de la Torre. El apra es La Tribuna”. Antes de salir, Víctor Raúl le entregó a Carlos Alberto Izaguirre una pequeña sola-pera que representaba al Cóndor de Chavín. “Cuídalo, guárdalo, me lo devolverás cuando regrese”.

Poco antes de caer prisionero, Antero Orrego le ha-bía escrito una carta y se había dado maña de eludir el cerco de la embajada para hacérsela llegar. Incluso si la misiva hubiera sido interceptada, los esbirros no habrían sabido que “Eduardo” era el nombre de guerra de Haya de la Torre y que “Fiero” era el seudónimo del filósofo de la unidad latinoamericana.

Querido Eduardo:

Considero la inmensa soledad “en compañía” que gravita sobre tu espíritu en estos momentos. Debes luchar contra ella llenándola con la resonancia de la magnífica tarea que se ha cumplido y, sobre todo, con la proyección radiante de la que viene. Estás viviendo, ahora, el reverso de toda grande obra humana y de la cual surge la tensión necesaria para alcanzar mayo-res niveles y lograr, así, su madurez y su culminación. ¡Qué sería de la historia sin estas caídas temporales y, en cierto modo, aparentes que empujan al espíritu a replegarse sobre sí mismo y sacar de sus entrañas las energías que solo se despiertan bajo el impacto de tremendas sacudidas interiores! Sin ellas la historia se convertiría en un bovarismo fácil, superficial y sin trascendencia. La prueba de que tu acción ha sido profunda es que has exacerbado, junto con las fuerzas de la luz, las fuerzas satánicas de las tinieblas. Han reventado, a la superficie, los abismos de tu pueblo para que lo conozcas bien y ha aflorado al tablado de la exhibición la inmundicia, la estupidez y el excre-mento, que estaban agazapados en la subconciencia

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bajo formas “decorosas” y engañadoras y que, en cierta manera, era necesario, también, que se liberaran. Un pueblo no puede curar sus enfermedades sino cuando se deshacen, alumbrados por los acontecimientos, los trasfondos del alma colectiva, las inhibiciones y los complejos de la subconciencia. Esto fue la Revolución Francesa en su cariz negativo y esto explica, también, la virtud catártica de las guerras que purifican desen-cadenando las fuerzas bestiales de los pueblos.

Esta es la mejor prueba de que tu obra camina y es perdurable. Tu figura se ha engrandecido y se ha preparado ya el escenario o marco externo para su despliegue futuro. Tú, también, te has purificado más por el dolor, y, acaso, a esta hora, están aflorando po-tencias desconocidas de tu espíritu. Espera, que ya va a sonar la campanada. Solo es fuerte y fecundo el que sabe vencer, con paciente alegría, la angustia de la in-certidumbre y de la espera.

Todo va bien por acá. Hay entusiasmo, hay fe, hay sacrificio y hay esperanza.

Hasta abrazarte pronto.

Fiero

Próximo a la ventana de la embajada, por las no-ches, el asilado escuchaba con frecuencia la bocina de algún automóvil que rompía el silencio con audacia, Ta-ta-ta, ta-ta-ta… los tres golpes son señales de re-conocimiento entre los apristas, y servían en este caso para comunicarle que el pueblo no lo había olvidado. Los tres golpes de claxon, sin embargo, provocaban una explosión creciente de motocicletas, sirenas y sil-batos de la policía que se lanzaba a la persecución del automovilista. Más de una vez, aparte de esos ruidos, se escuchó el balazo certero, o la voz del chofer que,

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capturado, continuaba gritando: “¡Viva el apra! ¡Viva Víctor Raúl!”

—Yo vi cuando a uno de ellos —relataría después Haya de la Torre— no había acabado de gritar mi nombre cuando cayeron sobre él veinte policías que lo golpearon cruelmente. Impotente para auxiliarlo, escuché desde mi ventana, iluminada por los faros, los gritos que daba cuando se lo llevaron.

Pero no solo caerían los temerarios conductores apristas. Como si la fatalidad se hubiera cernido sobre las cabezas de los hombres del partido, uno tras de otro, los miembros del Comité Nacional de Acción comenzaron a ser capturados. De los tres secretarios generales, los primeros en ir a la cárcel fueron Carlos Manuel Cox y Luis de las Casas. De los otros conju-rados, Izaguirre y su esposa así como Antenor Orrego fueron capturados de inmediato. De todas formas, tu-vieron suerte. La orden era más expeditiva: había que liquidarlos físicamente.

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La situación se hace cada vez más tensa en el país. La persecución política y la situación del asilado ponían en una posición incómoda al dictador. Había que hacer algo para cambiar el rostro del tirano ante el mundo.

El 23 de marzo de 1950, presos los otros dos secre-tarios generales del apra, Luis Negreiros era la cabeza del partido. Lo fue hasta eso de las seis de la tarde. A esa hora, más o menos, bajó de un automóvil en las proximidades del actual Ministerio de Transportes. Hay allí un pequeño bosque, propicio para las citas de los enamorados y de los conspiradores. Pero la suya era, más bien, con la muerte.

Apenas puso pie en tierra, decenas de ametrallado-ras apostadas en diversos lados comenzaron a tabletear y no pararon ni siquiera cuando estuvo rematado. Se-

El diScrEto Encanto dEl dictador

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gún el informe legal, el cadáver presentaba 29 heridas de bala. No se permitió que sus familiares lo vieran. El sepelio fue en privado. La noticia también, en este caso, dio la vuelta al mundo. En uno u otro país de las Américas, los sindicatos obreros culparon del crimen a la dictadura peruana. Diarios y revistas en los Esta-dos Unidos, especialmente la revista Time, editoriali-zaron sobre el hecho. Mientras tanto, los juristas de Odría seguían preparando el alegato de su gobierno ante La Haya. Su principal argumento se basaba en que el asilo era innecesario porque la vida de Haya de la Torre no corría peligro.

El 24 de marzo, La Prensa de Lima da la versión oficial del homicidio:

luis negreiros abrió fuego contra la policía cuando iba a ser capturado

en el cambio de disparos resultó gravemente Herido y dejó de existir momentos después

En la noche de ayer el dirigente aprista Luis Negrei-ros abrió fuego contra la policía en circunstancias que esta iba a capturarlo, en el cruce de las avenidas Pe-tit Thouars y 28 de Julio. En el cambio de disparos, Negreiros resultó gravemente herido. Transportado al hospital de policía, fue atendido de urgencia, habien-do fallecido momentos después.

Otro de los miembros del Comité Nacional de Ac-ción, el estudiante Juan Mac Lean Bedoya, fue apresa-do en esos días. Las torturas que sobre él se aplicaron debieron ser brutales, y el resultado nulo. Lo dejaron li-bre para que agonizara, para que muriera en “libertad”.

En estas circunstancias, de la dirigencia aprista solo quedaba Jorge Idiáquez. Trujillano como el “Viejo”,

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pero diez años menor que aquél. Idiáquez se había presentado en 1932 ante el jefe del partido: “Vengo para luchar con usted, jefe. Vengo a morir con usted” —le había dicho, y desde entonces no lo abandonó jamás—. Ahora, cuando la dictadura se vanagloriaba de haber exterminado al apra y a sus dirigentes, su misión consistía en convertir al pueblo “muerto” en un fantasma aterrador.

Así lo había demostrado el 22 de febrero de 1950 con una sensacional celebración clandestina del Día de la Fraternidad. Enterado el gobierno de que los so-brevivientes apristas pretendían celebrar esa fecha, se extremaron las medidas de seguridad.

La Junta Militar impuso el toque de queda en todo el país y señaló que el mismo debía durar desde el 21 por la noche hasta el amanecer del día 23, al mismo tiempo, emitió amenazadoras comunicaciones y dis-puso sus elementos de coacción en forma abrumadora y estratégica. Así lo relatan revistas latinoamericanas de la época.

Desde días antes, la Dirección de Investigaciones —suerte de “Gestapo” adiestrada por oficiales falan-gistas españoles— realizó una exhaustiva e indiscri-minada redada de sospechosos o posibles disociado-res. Con quince días de anticipación, en todo el país se procedió al arresto de cualquiera, hombre o mujer, sobre quien recayeran indicios o asomos de simpatía por el apra o vinculaciones con sus integrantes.

Entradas las primeras horas de la noche comenzó a regir el toque de queda. Dejaron de transitar los ve-hículos, se cerraron los establecimientos comerciales y el vecindario capitalino se recogió con presteza y ner-viosismo a sus hogares.

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Todo individuo que se retrasara algunos minutos en acatar la disposición era minuciosamente registrado y conducido a prisión. A las nueve de la noche del 21, Lima tenía el aspecto de una plaza ocupada en tiempo de guerra. Solo se escuchaba el motor de los carros patrulleros de la policía y el paso intermitente e interminable de la caballería de la Guardia Civil, que alerta, rondaba las calles de la ciudad.

Por las ventanas de las casas, apagadas las luces, los vecinos podían observar a grupos del batallón de Asalto apostados en las esquinas o en los techos de las casas, armados de pistolas y bombas de mano y conduciendo con correas a enormes y feroces perros adiestrados en la cacería de todo aquel que no portara uniforme.

De pronto, esta tétrica monotonía era quebrada por el paso de tanques y carros blindados portando tropas y línea del Ejército con equipo de combate. Iban hacia las afueras de la población a cerrar el acceso a Lima y a ocupar los cerros aledaños. La colectividad, desde entristecidos refugios hogareños, asistía asombrada a este inusitado despliegue militar.

Naturalmente que esto solo pudo ser narrado en una revista extranjera. La misma relata que, además de todas las fuerzas del Ministerio de gobierno: Policía de Seguridad y de Tránsito, Policía de Investigaciones, los regimientos de infantería y caballería de la Guar-dia Civil, batallón de Asalto y Guardia Republicana; el Ministerio de Guerra movilizó a casi toda la II Re-gión Militar, principalmente a la División Blindada y a las unidades de zapadores; descontando claro está las providencias complementarias adoptadas por los ministerios de Aviación y de Marina.

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Continuamente, el sonido de las botas al cuadrar-se y las voces de orden del automatismo cuartelario aumentaban aún más la tensión nerviosa de los ve-cinos, que aquella noche no pudieron dormir. Desde su ubicación, el corresponsal podía distinguir las luces interiores del Palacio de gobierno, que permanecían encendidas. Se afirma que allí, el general Odría, ro-deado de sus ministros y amigos, brindaba ya a eso de las diez de la noche por la destrucción del apra.

—Ahora sí que ya no levantan cabeza —dijo— y muy pronto el compañero jefe tampoco tendrá la ca-beza sobre los hombros —añadió feroz—. Y probable-mente no se trataba solo de una bravuconada. Quienes han estudiado hoy la génesis del golpe de Estado de 1948 aseguran que el compromiso de Odría iba más allá de la liquidación del régimen constitucional. El dinero que, según se afirma, le otorgara la oligarquía pagaba un poco más que eso: era su recompensa por el exterminio futuro del Partido Aprista y la liquidación física de su conductor.

Una de las personas que estuvieron cenando en Palacio aquella noche ha narrado después que el es-tallido de una botella de champagne al destaparse coincidió con el inicio de la Fiesta de la Fraternidad. Justamente a las 10:47 p.m., el ambiente sepulcral y desesperante que se respiraba en la ciudad sufrió una conmoción. Una terrible explosión sacudió la noche y estremeció primero que todo las inmediaciones de Palacio.

El tremendo ruido vino de la zona del popular dis-trito del Rímac, al otro lado del río de ese nombre y exactamente a la espalda de la Casa de Pizarro. Acto seguido, las tropas motorizadas tomaron violentamen-

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te por el puente Balta con gran estrépito, sin duda, en pos de los atrevidos causantes de la explosión o para reforzar a las fuerzas que ya estarían en su afanosa búsqueda. Pero esto no fue sino el inicio.

A los pocos minutos se percibió el estallido de bom-bardas y cohetones en distintos puntos de la ciudad, los cuales fueron aumentando su potencia e intensi-ficando su frecuencia a medida que se acercaban las doce campanadas del reloj de la antigua Catedral. El bullicio era alternado de rato en rato con el tableteo lejano de las ametralladoras y el silbato o la sirena de los carros militares que como rayos cruzaban las ca-lles. Los apristas estaban haciéndole saber al tirano que su partido nunca moriría, aunque los exterminara a todos.

De hecho, el tiempo estuvo marcado por aconteci-mientos extraordinarios. Uno de ellos fue la conver-sión del Presidente, a la fuerza, en gobernante cons-titucional.

Cansado de que los periódicos en el extranjero se refirieran a él con los términos de dictador o tirano, y como no podía acusarlos a todos de apristas o comu-nistas, Odría consultó con sus asesores la mejor mane-ra de asumir el mando constitucional de la República. Y el consejo fue dado.

Antes de cumplir dos años de su gobierno de fac-to, Odría convocó a elecciones “constitucionales” que debían realizarse en julio de 1950. La novedad de este singular “acto democrático” consistía en que los electores tenían que optar por un solo candidato. Lo mismo ocurrió en cuanto concierne a la elección del Parlamento; una sola lista de diputados y senadores,

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designada por el régimen, fue autorizada a competir en las justas.

Sin embargo, a alguien se le ocurrió olvidar las re-glas de juego. El general Montagne, antiguo ministro de Benavides, lanzó también su candidatura presi-dencial. Previos algunos acercamientos de disuasión, la Junta Militar “se vio obligada” a apresar al candida-to Montagne y a sus principales partidarios. Igual le pasó al abogado Felipe Barreda y Laos, por habérsele ocurrido candidatear a diputado sin pasar por las listas oficiales.

Armado el aparato electoral y en prisión el único adversario, el general quiso seguir, ahora sí, las normas del mejor estilo democrático. Un mes antes de los co-micios, renunció a la presidencia y la dejó encargada a su compadre el general Zenón Noriega.

En los días anteriores al 2 de julio, la prensa —toda era oficial— estimulaba a la ciudadanía a concurrir al acto democrático y algunos de sus comentaristas, con disimulado sentido del humor, se preguntaban sobre el futuro resultado de las elecciones.

Naturalmente que el resultado fue el único espera-ble. Después siguieron las tramitaciones de rigor y las solemnes ceremonias en las que el Jurado Nacional de Elecciones, también designado por él, lo proclamó como primer magistrado del país por un período de seis años que comenzaría a regir a partir del 28 de julio de 1950.

El 3 de julio de 1950 se produjo una revolución en la técnica periodística peruana. La Prensa de Lima, que como los otros diarios dedicaba su primera página a la publicidad comercial, desplazó sorpresivamente

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todos sus avisos hacia las páginas interiores para con-sagrar la primera al asombroso resultado.

Solo un aviso de discos RCA Víctor y otro de la Colonia Cong, “un perfume de Parera”, compiten con cinco grandes fotografías del acto del sufragio y con un recuadro que da las cifras:

últimos datos de la nocHe

Total de mesas: 467Total de votos: 83 380Votos Odría: 54 703Porcentaje: 65%

En la segunda página y bajo el subtítulo de “Curio-sidades”, el redactor encargado de cubrir las elecciones ha escrito: “La etapa escrutadora reserva frecuente-mente ciertas sorpresas y despierta en los que hacen el escrutinio la inevitable emoción de los enigmas. Se ignora previamente qué ha de surgir del fondo de cada ánfora y del interior de cada sobre electoral”.

Pero como ya lo sabemos, no hubo demasiadas sor-presas en este caso.

Y la sentencia del Tribunal Constitucional seguía haciéndose esperar. Además de sus juristas, es evi-dente que el flamante régimen constitucional había despachado a Holanda a varios de sus más destaca-dos “hombres de investigaciones políticas”. No pre-cisamente sociólogos ni politólogos. Más bien, gente que había hecho del soplo, la tortura y el crimen una “científica” forma de investigación. Ahora ya se sabe que fueron ellos quienes se encargaron de amenazar de muerte a los abogados colombianos que se encon-traban en La Haya.

Durante el mes de julio, justamente en la época en que los periódicos del mundo se ocupaban con ironía

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de las curiosas elecciones peruanas, Aurelio Caice-do sucedió a Morales como encargado de negocios. La hospitalidad de Colombia fue la misma, igual de amistosa y solidaria. Sin embargo, el asilado echó de menos a sus anteriores anfitriones: “Caicedo era solte-ro y yo echaba de menos los felices gritos de los niños por la casa y el encanto de una dama presidiendo la mesa. También sucedió que este fue el período en el que las relaciones peruano-colombianas se tornaron más difíciles”.

En sesiones públicas y durante los días 26, 27 y 28 de septiembre de 1950, hizo su alegato oral el señor Alfredo Vásquez Carrizosa, abogado del gobierno de Colombia. La Corte reunida escuchaba una ardorosa, elocuente y bien sustentada defensa.

Ante el Presidente y los miembros de la Corte, Vás-quez Carrizosa dijo lo siguiente:

Este proceso tiene otra significación: hay un as-pecto humano en el problema que no debe escapar a vuestro examen y sobre el cual debo llamar vuestra atención. Hay en Lima un hombre vigilado día y no-che por la policía, se halla desde hace largos meses en la embajada de Colombia en condición de detenido.

Nuestro debate no será, pues, y con justa razón, puramente académico. El gobierno de Colombia tie-ne motivos para creer que las conclusiones que os ha presentado sobre el derecho de asilo interno no son, en realidad, la aplicación del derecho convencional vi-gente entre las partes. Mi gobierno estima, por lo de-más, que su tesis se funda tanto en la doctrina jurídica como en los usos y en las costumbres de las nacio-nes americanas, y que merece por ello recibir vuestra aprobación y la sanción de la Corte. El gobierno a cuyo nombre tengo el honor de hablar, considera, por

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otra parte, que el criterio que vosotros habréis de ele-gir respecto al ejercicio del derecho de asilo interno, decidirá de la vida o de la muerte del refugiado en la embajada de Colombia, señor Víctor Raúl Haya de la Torre.

La República de Colombia se halla dispuesta a ha-cer entrega del refugiado de la República del Perú, así lo decidió la Corte. Pero en este caso, entregaríamos a un hombre que carece de todo género de garantías para conservar no diré su libertad, sino su vida, y cuya tumba no se sabe si quedaría entonces inevitablemen-te cavada. Así, esta solemne advertencia os permitirá medir la gravedad y el alcance de vuestra tarea.

Los pueblos de la América Latina lo saben: ade-más de la suerte de una institución, se trata en este proceso de la suerte de un hombre, de su libertad, del goce del derecho a la vida, del derecho a la integridad de su persona, del derecho al honor, de todas aquellas garantías del ciudadano que el odio de los enemigos políticos del señor Víctor Raúl Haya de la Torre le ha negado en su país y que la naturaleza, antes que toda Constitución, debe reconocerle en el exterior.

Su alegato fue claro y preciso, examinó los hechos y con elocuencia jurídica sustentó cuestiones del dere-cho de asilo tocantes a la situación jurídica de Víctor Raúl Haya de la Torre y siguiendo en su fundamenta-da exposición se refirió a las cualidades personales de su defendido y al estado de necesidad y urgencia que lo obligó a asilarse y dijo:

Tratábase de un hombre de honor, de un escritor auténtico. Se trataba de un ciudadano eminente de la República del Perú; de un intelectual conocido en la América Latina, jefe de un partido político y, como ocurre siempre con los grandes apóstoles, unas veces

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vencido, difamado, rechazado; otras veces aclamado, tomado como símbolo de las esperanzas de su país, teórico que debe a su laboriosidad tanto como a la fuerza de su doctrina el ejercer sobre la opinión una influencia evidente. Con estas palabras he designado, señores, las cualidades de la persona cuyo nombre será constantemente pronunciado en el curso de estas au-diencias, el señor Víctor Raúl Haya de la Torre.

¿Y cuál podría ser la causa de una tal visita, en ese lugar, a esa hora? Los juristas saben bien en qué con-siste “el estado de necesidad, la fuerza mayor y la vio-lencia moral”, así como toda esa gama de situaciones que obligan a un individuo a buscar una condición jurídica ante la circunstancia excepcional, imprevis-ta, irresistible e independiente de la voluntad, que ha sido causa del acto que se realiza. El señor Víctor Raúl Haya de la Torre se hallaba en esa necesidad y actuó en consecuencia: eligió el refugio en una em-bajada, con la certidumbre de comparecer por causa de delito cuya culpabilidad le había sido imputada de antemano por una justicia de carácter político y en condiciones que hubieran conducido a “un asesinato judicial”.

Fue, sin lugar a dudas, este peligro, que el señor Víctor Raúl Haya de la Torre consideraba inminente para su persona y para su vida, lo que le movió a tomar una de esas decisiones supremas que solo la proximi-dad de la muerte o la imposibilidad de descartarla por medios normales, hacen a veces necesarias.

¿Creéis vosotros, señores magistrados, que la acu-sación de un ministro del lnterior y el hecho por parte de este de haber comunicado a un Juez de Instrucción una lista de culpables y el hecho además de que a un hombre se le embarguen sin proceso todos sus bienes, antes disuelto su partido, clausurado el diario político de su partido, no sea para él motivo de peligro y de

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temor? ¿Creéis que un derecho sobre pena capital no sea una medida que pueda justificar el asilo?

El 25 de octubre de ese año nacieron en Paiján, localidad situada a 50 kilómetros de Trujillo, cuatro niñas en un solo parto. La noticia llegó a Palacio de gobierno cuando Odría se aprestaba a celebrar el se-gundo año de la “Revolución Restauradora”, el golpe de Estado que lo había llevado al poder. También le llegó el temor de que la gente del pueblo interpre-tara el nacimiento de las cuatrillizas como una señal del cielo de que su gobierno estaba a punto de termi-nar. Se sabe que el Presidente hizo llevar a Palacio de gobierno a un reputado brujo norteño y, a instancias suyas, el hombre puso una “mesa”. Luego de algunos pases mágicos, constantes sorbos de una infusión de San Pedro y de una canción que parecía interminable, el curandero le dijo que no había de qué preocuparse, por el momento, si tomaba algunas medidas precau-torias. Además le aconsejó que se cuidara de la gente que tenía más cercana. Se sabe que a partir de ese mo-mento las relaciones entre Odría y Zenón Noriega, el segundo hombre del régimen, comenzaron a des-mejorar. Unos días después la esposa del Presidente viajó a Paiján para ofrecer a los asombrados padres de cuatrillizas tanto su madrinazgo como toda la ayuda necesaria para que crecieran sanas y felices.

Por fin, el 20 de noviembre de ese año la Corte In-ternacional de La Haya dictó sentencia. En síntesis, la misma señalaba que, de una parte, Colombia carecía de competencia para calificar por sí sola si Haya de la Torre era un refugiado político o un criminal común, pero, no obstante ello, la Corte aceptaba que Haya de la Torre era un refugiado político.

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Sin embargo, de acuerdo con la sentencia, el Perú no estaba obligado a expedir el salvoconducto. Ade-más, y esto es lo que primó en el fallo, se señalaba que el asilo había sido mal otorgado habida cuenta de que Colombia no había logrado probar que la vida de Haya de la Torre corriera peligro inminente cuando se presentó ante la embajada.

“Ambiguo” fue el calificativo que utilizaron, para definir el fallo, la mayor parte de los comentaristas norteamericanos y europeos. En América Latina, los epítetos variaron desde “cobarde” hasta “infame”.

En Holanda, el doctor Eduardo Zuleta Ángel, re-presentante de Colombia ante la Corte Internacional y embajador ante los Estados Unidos, declaró que si Haya de la Torre era un perseguido político, como lo reconocía La Haya, su país no estaba obligado a en-tregarlo.

—Colombia —añadió Zuleta— no puede asumir ante Latinoamérica la responsabilidad de enviar a la muerte a Haya de la Torre. Y por último, toca al Tri-bunal decir que Haya de la Torre debe ser entregado. Si no lo dice, estamos dispuestos a continuar prote-giéndolo hasta que muera o hasta que haya un cambio en el gobierno peruano.

De inmediato, ese país decidió pedir una interpre-tación de la sentencia e introdujo ante la Corte una segunda demanda en este sentido. En la misma, solici-taba Colombia que el tribunal internacional diera clara y concreta respuesta sobre las siguientes preguntas:

Primera.- ¿Debe interpretarse la sentencia del 20 de noviembre de 1950 en el sentido que era proce-dente la calificación hecha por el embajador de Co-lombia del delito imputado al señor Haya de la Torre,

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y que, en consecuencia, le sea solicitada dicha entrega? ¿Debe reconocerse efectos jurídicos a la mencionada calificación por cuanto ella ha sido confirmada ante la Corte?

Segunda.- ¿Debe interpretarse la sentencia del 20 de noviembre de 1950 en el sentido que el go-bierno del Perú no tiene derecho de exigir la entrega del asilado político señor Haya de la Torre, y que, en consecuencia, el gobierno de Colombia no tiene la obligación de entregarlo, aún en el caso de que le sea solicitada dicha entrega?.

Tercera.- ¿O, por lo contrario, al sentencia pronun-ciada por la Corte sobre la demanda reconvencional del Perú implica para Colombia la obligación de entregar al refugiado Víctor Raúl Haya de la Torre a las autori-dades peruanas, aún si estas no lo exigen y teniendo en consideración que se trata de un delincuente político y no de un criminal de derecho común y que la única Convención aplicable en el presente caso no ordena la entrega de los delincuentes políticos?

Apenas unas semanas después, y con una velocidad que pasmó a los observadores, por doce votos contra uno, la Corte declaró inadmisible esa demanda.

Al día siguiente de producirse este fallo, el gobierno del Perú se dirigía al gobierno de Colombia solici-tando la entrega inmediata del refugiado e invocando como fundamento de su pretensión la sentencia de La Haya.

Las tropas acantonadas frente a la embajada fueron puestas en situación de alerta. Reiterada la demanda a través de todos lo medios de prensa y repetida en to-dos los tonos, cualquiera en Lima podía adivinar que la invasión de la embajada estaba por producirse. Tan solo faltaba fijar la hora.

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Ese domingo, el club Alianza Lima había derrota-do por dos goles a uno al Universitario de Deportes, su clásico rival. En la Plaza de Acho, Rovira, Apa-ricio y Miguel Báez, el famoso “Litri”, cortaron dos orejas cada uno. Aparte de ello, cinco calesas haladas por blancos caballos y tres automóviles ornados de flores dieron vuelta por la arena. Al costado de la primera dama del país, se hallaba sentada la rejonea-dora Ana Beatriz Cuchert, quien vestía a la usanza andaluza.

Mientras tanto, dos divisiones de la República Po-pular China ingresaban raudamente hacia el interior de Corea, y el general Douglas McArthur solicitaba a las Naciones Unidas permiso para atacar las bases chinas. Según el secretario de Defensa norteameri-cano, general George C. Marshall, el conflicto había entrado en una “situación muy crítica”. Se temía que Europa también llegara a verse envuelta en la guerra.

En Washington, el representante Lucius Mendel Rivers, demócrata de Carolina del Sur, declaró ante el Congreso que los Estados Unidos debían utilizar la bomba atómica contra chinos y coreanos, y, añadió, que haría una recomendación en ese sentido al presi-dente Harry Truman.

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Desde comienzos de noviembre, preparándose para el fallo, el gobierno había extremado el cerco en torno de la embajada. En esos días, la tropa comenzó a cavar nuevas zanjas en el pavimento de las calles que circun-daban la embajada bajo pretexto de hacer reparaciones de carácter sanitario. Así se impedía en forma definiti-va la salida del automóvil de la misión. Después no se permitió el ingreso de automóvil alguno.

Inmediatamente luego de la sentencia las tropas co-menzaron a maniobrar como si estuvieran a punto de lanzarse al asalto y el suministro de agua fue cortado, al mismo tiempo que se impedía a las personas entrar o salir del edificio.

En diciembre de 1950, el gobierno de Colombia envió un avión y retiró a todo el personal femenino, familiares y auxiliares de la misión, y la dejó reducida

la inVaSión EStá próxima

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al encargado de negocios y a un agregado militar. Al mismo tiempo, se dispuso el traslado a Bogotá de par-te del archivo de la embajada. Los guardias intentaron violar la correspondencia, y su salida solamente pudo efectuarse después de que el jefe de la misión pro-testara por esa conducta y obtuviera las seguridades necesarias.

Sin embargo, en Palacio, la decisión ya estaba to-mada. En reuniones informales con los dueños de la prensa peruana, el gobierno sugirió y obtuvo que los periódicos crearan el ambiente propicio para la acción militar.

En una carta de esa época, dirigida a Luis Alber-to Sánchez, Haya de la Torre presiente cuál será su suerte: “Acaso salga muerto de aquí. Nadie lo pone en duda ni en Lima, ni en esta casa... ”.

Por fin Aurelio Caicedo y su huésped se decidieron a quemar tanto los archivos de la embajada como el libro y los textos que ya tenía terminados Haya de la Torre: “... y cuando aquí se quemaban los archivos, yo arrojé a la chimenea todo lo escrito el 49 y el 50 porque solo iba a dejar una carta al Presidente de Co-lombia y nada más. De aquel auto de fe no se salvó nada” —diría después, siempre en correspondencia con Sánchez.

El diplomático y el asilado fueron echando al fue-go, sin mucho tiempo para examinarlas, centenares de páginas. Uno y otro se miraban mientras lo hacían: no querían ver correr lágrimas. Además, lo peor todavía no había ocurrido.

Cuando conversé con Roberto García Peña, direc-tor de El Tiempo en aquella época, en su apacible ho-

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gar en Bogotá, me entregó una carta que entonces le escribió Haya de la Torre.

Lima, 9 de diciembre de 1950

Mi querido Roberto:Te escribo estás líneas en el día de Ayacucho y

cuando aún no sé cuál habrá de ser mi suerte. Pero sea la que fuere, quiero adelantarte un mensaje de mi corazón: el de mis agradecimientos inexpresables en palabras por la actitud de El Tiempo, el de mi emoción fraterna hacia ti por todo lo que estás haciendo en mi defensa. Y, desde luego, lo que en esta inconmensura-ble dimensión de gratitud pertenece a don Eduardo, tan grande siempre, a Calibán, el amigo entrañable y a Juan Lozano, y al maestro Sanín, sin olvidarme de ese genio de Klim, hermano de su hermano, y de la parte que Aldor ha tenido en esta cruzada. ¡A todos!

Hay algo que me tocó a fondo: las once últimas líneas del cuarto párrafo del editorial de la víspera del fallo, titulado «Haya de la Torre». En unas palabras que escribí a Manuel Seoane, sin saber, como no sé ahora, cuál será mi destino, le pido que esas once lí-neas de El Tiempo sean mi epitafio si todo esto acaba con la muerte. Que queden como la síntesis de mi vida y de mi lucha. Y con esto te digo todo lo que mi estremecida gratitud no puede siquiera balbucear.

Veo que Colombia está unida por la mística de una causa a la cual mi nombre queda vinculado. Si se pen-sara en lo peor como epílogo de este drama, podría yo repetir, como jaculatoria cívica de humildísimo bolivariano, las postreras palabras del Libertador cin-celadas en mármol en una lápida de San Pedro Ale-jandrino, que leí en un atardecer inolvidable. A nada aspiro yo más que, si de algo ha servido mi infortunio para estimular idealismo, lo que él representa como lazo de unión entre los colombianos, persista. Un país

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capaz de sentir tan profundamente el fervor de los más eminentes y generosos principios merece la glo-ria de que ellos prevalezcan como perennes fuerzas cohesivas de su espíritu nacional. Todo lo demás es transitorio y adjetivo.

Estoy agradecido a todos. Creo que todos pusieron su grano de arena. Jamás he pensado de otro modo. Por eso, creo también, que la victoria moral de Colombia, pase lo que pasare, es incontrastable. No importan los tecnicismos de un fallo glacialmente euro-asiático. Lo que importa es que lo que hay de humano, de cálido, de vital y de grande lo defendió Colombia y lo ganará Colombia ante esa otra Corte Mundial de inapelables fallos que se llama la historia.

Un abrazo grande, grande, grande. Y, de nuevo, mis especialísimos testimonios de reconocimiento para todos ustedes, nobles y generosas gentes de El Tiem-po. En medio de estas sombras me alumbra la luz de un optimismo genuino y perdurable en el triunfo del espíritu aunque la brutalidad lograra enseñarse con la carne perecedera. Sigamos luchando por la resurrec-ción del alma de América, única esperanza en este mundo envilecido por los odios.

Te abraza y los abraza.

Víctor Raúl

El editorial de El Tiempo al que alude Víctor Raúl en su carta, aquel que lo “tocó a fondo” fue el siguiente:

Haya de la torre

A pesar del folletón amarillo que la prensa corte-sana de Colombia y los amigos del general Odría han atravesado internacionalmente en vísperas del fallo que dictará hoy la justicia internacional, el veredicto de La Haya es esperado ansiosamente por quienes, en

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América, aún creemos en la soluciones de derecho y abominamos de los procedimientos utilizados por la antidemocracia.

Repetidamente nos hemos referido en estas co-lumnas al aspecto jurídico del problema creado por el asilo del señor Haya de la Torre. Es evidente que la Corte de Justicia Internacional sentará hoy, tímida o definitivamente, su criterio sobre el derecho de asilo, que han acogido algunos países de nuestro hemisferio como una manera de servir a la humanidad por en-cima de las veleidades políticas de rescatar al hombre del sectarismo que intenta sepultar las ideas bajo los impactos de la fuerza bruta.

Pero en ese día, cuando los jueces decidirán el liti-gio, queremos enfocar el aspecto humano de la con-troversia, para rendir el homenaje de nuestra simpatía a Víctor Raúl Haya de la Torre, esforzado luchador de América, defensor de gentes humildes, baluarte del pensamiento y altísimo exponente de la inteligencia continental. Es cierto que hoy se falla un problema de derecho. Pero, unido a él, se rubrica la suerte de un hombre. Y no de un hombre cualquiera sino del más empecinado valor de la democracia peruana, cuya obra constituye parte sustantiva de la libertad.

Es posible no compartir algunas de las tesis ex-puestas por Haya de la Torre en su larga carrera de político y escritor. Pero cualquier hombre culto, sobre todo si ha sentido vibrar el alma de nuestras gentes y de nuestra tierra americana, tiene que inclinarse ante la hazaña intelectual del ilustre peruano. Su existen-cia, distribuida entre las cárceles, los libros y el fuego mental, encierra nítidos perfiles de apostolado laico. Escarbando los problemas de su patria, consultando la opinión del pueblo, transitando los caminos de la sierra peruana, analizando la entraña social de Amé-rica, Víctor Raúl Haya de la Torre plantó el estandar-

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te de sus convicciones y se dispuso a luchar para que nuestro continente no fuera, según la gráfica expre-sión de Ciro Alegría, un “mundo ancho y ajeno”. En-tonces resolvió que las parcelas del Perú no fuesen el estrecho marco donde un amo disfruta el vasallaje de los campesinos que la cultura llegara al entendimien-to de todos sus compatriotas, que nadie explotara a los humildes, que el lujo de la aristocracia limeña no se pagara con la sangre de los “cholos”.

Y estas ideas, aprisionadas en discursos, en leccio-nes, en libros, en periódicos y en plataformas políti-cas, circularon a través de América, produciendo el milagro de que ellas calaran en el subconsciente de millares de personas, para las cuales Haya de la Torre adquirió una aureola de iluminado terco, cuyo nom-bre corrió a lo largo de las universidades, de las as-piraciones juveniles y de la inquietud intelectual del continente.

Ese hombre, ese ideólogo esforzado recibirá hoy el veredicto de una corte que pomposamente desea interpretar los mandatos de la justicia.

Ojalá sea, valga la redundancia, una justicia justa

El 13 de diciembre de 1950, Colombia se dirige nuevamente al tribunal internacional para solicitar que este declare la forma de ejecución de su sentencia. Concretamente, se requiere a los jueces que indiquen la manera en que Perú y Colombia deben poner en vigor la decisión emitida el 20 de noviembre.

Además, se demanda a la Corte que declare y dic-tamine que Colombia no está obligada bajo aquella decisión a entregar a Haya de la Torre a las autorida-des peruanas.

Esta vez, la demanda colombiana sí fue admitida formalmente.

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Sin embargo, la nueva sentencia iba a requerir una también nueva e inacabable espera.

A fines de marzo de 1951, Cuba decidió intervenir ante La Haya en el proceso de asilo. Lo hacía como firmante de la Convención respectiva y acogiéndose al artículo 63 del Reglamento de la Corte, según el cual la misma debía notificar inmediatamente de sus sentencias a todos los estados interesados.

“Todo Estado así notificado —señala ese dispositi-vo— tendrá derecho a intervenir en el proceso, pero si ejerce ese derecho, la interpretación contenida en el fallo será igualmente obligatoria para él”.

Anteriormente, La Habana había adelantado, a tra-vés de su Cancillería y del Congreso, su posición sobre el particular, en todo concorde con la de Colombia.

A pesar de que el gobierno de Odría le negó al país de Martí el derecho de intervenir en el juicio, los jueces dictaminaron que La Habana tenía todas las facultades para ello, habida cuenta de la claridad me-ridiana del artículo invocado.

La doctora Flora Díaz Parrado fue designada para asumir la defensa, ante los magistrados de la Corte de Justicia Internacional, del derecho de Cuba a intervenir en la controversia. La combativa camagüeyana y la pri-mera mujer que compareciera ante el severo Tribunal, en todo el tiempo que llevaba de fundado dicho organismo, logró el reconocimiento de los puntos de vista de su país, con la pasión y la agudeza con que luchara en la oscura época del machadato por los derechos de la mujer y de su pueblo y obtuvo un resonante triunfo para su patria. Desde ese instante Cuba fue parte en el célebre litigio.

Por fin, del comando clandestino, solo quedó Jorge Idiáquez. Eludiendo la persecución y pasando de una

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base a otra con asombrosa velocidad, el leal paisano de Víctor Raúl, que lo acompañara todo el tiempo, ahora se había convertido en el único enlace con su invisible partido. Al lado de Idiáquez, Eduardo Colfer García era uno de sus más cercanos colaboradores.

En los días que preparaba este relato, conversé con él. Cuando le hablé de aquellos años, ni un músculo se le movió de la cara, pero yo supe que ese tiempo fue de los más intensos de su vida. A mi pedido me narró detalles sobre el ingreso de Víctor Raúl a la embajada, y luego me fue ampliando su confidencia hasta la vida misma del partido y su actuación durante ese periodo difícil.

Por él supe cómo se organizaban las celebraciones del Día de la Fraternidad, y cómo un puñado de hom-bres resuelto había llegado a convertirse en la pesadilla del tirano. Según Jorge, al caer Negreiros, Víctor Raúl —por su intermedio— pasó a comandar directamente la resistencia.

Pero había necesidad de un contacto en la embaja-da, y el contacto fue Alfredo Duarte Blum. Agregado militar desde diciembre de 1949 hasta diciembre de 1952, el joven coronel colombiano comienza a sentir una gran admiración por el refugiado y por sus ideas desde el instante mismo en que son presentados por el embajador Echeverri Cortés.

La idea de una América Latina unida desde el río Bravo hasta la Tierra del Fuego lo tenía fascinado. Bo-livariano desde su infancia, sabía que este había sido el designio vidente del Libertador y que, de cumplirse, volvería a hacer de esta región del mundo un solo pue-blo y una nación poderosa.

El coronel Duarte seguía con interés creciente las improvisadas disertaciones de Haya de la Torre para

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el grupo de funcionarios de la misión. Las mismas versaban sobre los más diferentes temas: desde litera-tura y filosofía griega hasta la propia teoría de Eins-tein, pasando todo el tiempo revista por la historia de cada una de las naciones de América del Sur. No po-día comprender qué delito podía haber cometido ese hombre sabio y amable como para merecer el pertinaz odio del gobierno peruano.

El asedio contra Haya de la Torre, también, lo sin-tió el coronel y no olvida los días en que el gobierno de Odría se preparaba para la invasión.

Así me lo ha contado:—Por último, con Haya de la Torre, en el recinto de

la embajada, tuvimos que quedar tan solo el encargado de negocios, el cónsul y yo. Para desmoralizarnos los agentes de Odría cortaron el tubo por donde entraba el agua a la embajada. Nos tuvieron más o menos una semana cocinando con soda, lavándonos los dientes y afeitándonos con agua mineral. La cosa era insosteni-ble. Nos comunicamos con Bogotá y se nos anunció que las relaciones estaban a punto de romperse.

El agregado militar tuvo, entonces, que convertirse en plomero. Disfrazando su acento, logró que le ven-dieran unos metros de tuberías (las ferreterías estaban prohibidas de hacerlo). Mayordomo y attaché conver-tidos en buzos, lograron solucionar el problema del agua.

Pero un día, la situación fue mucho más allá de eso. El ministro de gobierno y Policía, cansado de esperar la orden de ataque, había decidido hacer las cosas a su manera. Antes de lanzarse a la acción, el general Ca-brejos tuvo que darse valor. En una cantina del Rímac estuvo bebiendo con dos de sus hombres. Les confió

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que ya se había cansado de la carencia de decisiones. Odría, para él, era un poco irresoluto. Aparte de eso, probablemente había una buena bolsa para quien lo-grase la eliminación física del jefe del apra. Eso era público y notorio: a él mismo le habían ofrecido el dinero y había tenido que contestar con reticencias. Ahora estaba decidido a no compartir la recompensa con ninguno. Lo que ocurrió después, lo cuenta ahora Alfredo Duarte:

—Cuando ya estuvo jumado, el general Cabrejos se puso al frente de un regimiento de policía. Previa-mente, ordenó a los hombres que se vistieran de ci-viles y luego se encaminó con ellos hacia la embajada.

Y sigue narrando: —En esos momentos, yo salía de la embajada cuan-

do vi una aglomeración de gente más o menos a una cuadra de distancia. Así que me acerqué al comandan-te de la guardia a preguntar por la identidad del gru-po que se aproximaba. “No se preocupe, son apristas y vienen a la embajada para festejar a su jefe me dijo el comandante”, me dijeron. Así que supe que ese era el momento. Regresé a la misión, me puse mi uniforme de coronel, saqué algunos costales de arena, los dispuse en el porche, puse mi pistola ametralladora y le grite a la guardia: les quiero notificar que este es territorio co-lombiano y mi misión es defenderlo. En estos momen-tos, yo soy del ejército de Colombia. Y les aviso que al primero que pise la embajada le voy a dar plomo. A mí me matan pero aquí va a morir mucha gente. Y vine y me acosté entre los sacos de arena, puse mi pistola y le quité el seguro. No me quedaba más remedio.

Haya de la Torre, sobre ese episodio, diría: “Recuer-do que el momento más grave que atravesé en la em-

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bajada fue después de la primera sentencia dictada por la Corte. Agentes de Odría estaban en disposición de asaltar la casa de Colombia, so pretexto de un tumul-to popular. Enseguida, puse en manos del agregado militar, coronel Duarte Blum, hoy general y jefe del ejército, una carta para el Presidente de su país, ha-ciéndole constar que solo muerto saldría de la emba-jada. El distinguido militar estuvo junto a mí toda la noche. El asalto no se realizó gracias a la intervención del cuerpo diplomático ¡No podía concebir tamaña agresión!”

Ante la resolución del coronel Duarte, se acabó la bravuconada. El general Cabrejos retiró a sus tropas y perdió una recompensa que probablemente debía ser muy jugosa porque en otros momentos otros agentes de Odría estuvieron dispuestos a conseguirla.

Según cuenta Jorge Idiáquez, diversos mensajes del dirigente aprista le llegaron gracias al apoyo del coro-nel Duarte. El joven attaché salía a pasear por el bos-que del Olivar de San Isidro. Troncos y ramas cómpli-ces brindaron su secreto al intercambio de mensajes. A veces era Duarte quien dejaba su sobre disimulado dentro del agujero de un árbol. En otras ocasiones, Idiáquez. Nunca se vieron.

A veces, junto a Duarte, en alguna banca del Oli-var se sentaba una bella dama silenciosa. Ella también tenía recados para Víctor Raúl, le tejía suéteres, le en-viaba libros. Duarte está seguro de que la dama amaba al refugiado, pero nunca llegó a saber su nombre.

Era Anita Billinghurst, hija de Guillermo Bi-llinghurst, presidente peruano derrocado por un golpe de Estado en 1914. Ana, en su época reina de belleza del Perú, fue, sin duda, la mejor amiga de Víctor Raúl.

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En 1942, Víctor Raúl había de dedicarle su libro La defensa continental: “Para Anita con la devoción de veinte años”.

Años después agradecía una fiesta que en su honor había organizado Anita diciéndole en la tarjeta lo si-guiente:

“Anita: Recordando la fiesta inolvidable que ha sido para mí y los míos como un sueño de una noche de verano. Ya sabe usted que en su casa yo siempre estoy feliz. Víctor Raúl”.

Un periodista venezolano le preguntó en una entre-vista a Víctor Raúl: “Revélenos ese secreto... ¿Cómo se llamó o se llama la mujer que más ha querido? El líder sonríe... con cierta malicia o timidez y nos de-clara: Mi mejor amiga fue Anita Billinghurst. Luego Haya de la Torre comentó: He sido y soy muy pobre... no tengo casa propia... he sido desterrado... Quizás este sea un factor que no creó condiciones propicias para el matrimonio...”.

Para Jorge Idiáquez, mientras tanto, la persecución era implacable, pero entonces aprendió a saber que su partido no moriría nunca. Y eso porque cuando ya no hubo sino cárcel o exilio para los dirigentes, siempre encontró una casa amiga que le sirviera de efímero refugio. Pero también a él le tenía que llegar su mo-mento: caería preso el 3 de agosto de 1953.

La nueva sentencia fue emitida en La Haya el 13 de junio de 1951. En ella, la Corte declaraba que “Co-lombia no está obligada a entregar al doctor Víctor Raúl Haya de la Torre a las autoridades peruanas”. No obstante, añadía: “Por lo tanto, la Corte llega a la conclusión de que el asilo debe cesar, pero que el go-bierno de Colombia no está obligado a cumplir dicha

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obligación entregando al refugiado a las autoridades peruanas. No existe ninguna contradicción entre es-tas dos proposiciones porque la entrega no es el único modo de poner fin al asilo”.

Y agregaba:

Definidas así, de acuerdo con la Convención de La Habana, las relaciones jurídicas entre las partes res-pecto a las cuestiones que le han sido sometidas, la Corte ha cumplido su misión. Ella no está en condi-ciones de dar consejo práctico alguno respecto a los caminos que convendría seguir para poner fin al asilo, porque, de hacerlo así, se excederá en el marco de su función judicial. No obstante, es de presumir que las partes, ahora que sus relaciones jurídicas se encuen-tran precisadas, se hallen en estado de alcanzar una solución práctica y satisfactoria, inspirándose en las consideraciones de cortesía y buena vecindad, que, en materia de asilo, han tenido siempre amplio lugar en las relaciones de las repúblicas de América Latina.

Con este fallo se abría una etapa de dificultades prácticas bien conocidas para quienes siguieron el proceso de este litigio.

La Corte había dicho que Colombia era responsa-ble de haber otorgado mal el asilo y posteriormente ya no estaba obligada a la entrega del refugiado a las autoridades del Perú. Creaba así una situación difícil, con fallos un poco contradictorios, y solo dio una luz de solución práctica cuando expresó lo indicado en el parágrafo transcrito.

El fallo sirvió, sin embargo, para que la situación variara un tanto. Según ha contado Haya de la To-rre, “el sitio se suavizó, las esposas de los funcionarios regresaron a Lima y yo pensé tristemente en el duro

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trabajo que había sido destruido por las llamas. Pero tenía mucho tiempo para escribir más”.

En una carta que Víctor Raúl envió al diplomático Jorge Morales Rivas, que estuvo al frente de la Mi-sión, le expresa importantes opiniones sobre el fallo de la Corte Internacional.

Creo que Odría quedaría desenmascarado si se le dijera: Yo no puedo entregarlo, porque no es solamen-te que no esté obligado a hacerlo. No puedo porque si lo entregara, ¿a quién lo haría? ¿Al gobierno? Él no tiene facultad para recibirlo ni para pedirlo. So-lamente podría entregarlo a la justicia peruana pero esta no lo ha pedido. Y de acuerdo con la ley peruana (Art. 632º, famoso del Código Militar), ella solamen-te puede pedirlo por extradición y por intermedio de la Corte Suprema del Perú que no ha dicho “esta boca no es mía” en el asunto.

Lea usted el artículo 632º, y verá que tengo razón.De manera que si Colombia, supongamos, se pro-

pusiera entregar al asilado al gobierno del Perú, sin pedido de extradición, pues entraría en complicidad con él en la usurpación de funciones del Poder Judi-cial del Perú.

La situación es, pues, clara: el asilo debe cesar. Cier-to. Colombia no está obligada a la entrega, ni podría hacerlo sino por extradición, sin violar la ley peruana. Por consiguiente, si Colombia no puede entregarlo, y si la extradición no funciona, queda nítidamente la responsabilidad sobre el gobierno del Perú; en efecto, este no está obligado a entregar el salvoconducto pero sí puede hacerlo. Más, debe hacerlo, si es que su jus-ticia no pide la extradición, ni la ha pedido. Porque si no la ha pedido es porque el grado de delincuencia no la urge a hacerlo, y esto prueba que el delito es polí-tico. Pero habiendo declarado la Corte Internacional

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que soy un asilado político y que como tal debo ser tratado, si la extradición no ha podido funcionar ¿qué le queda al Perú? La obligación moral del salvocon-ducto es clarísima.

En un artículo de El Tiempo sobre el fallo se ha olvidado de anotar las tesis que perdió el gobierno del Perú a lo largo del proceso y las dos sentencias.

Perdió la tesis de la delincuencia común.Perdió la tesis de que Cuba no debía intervenir.Perdió en parte la tesis de la calificación que la

Corte confirmó.Calificándome como Colombia lo había hecho.Perdió la tesis de que en el fallo del 20 de noviem-

bre se desprendía la entrega. La Corte basa casi todo su fallo en la condenación de esa nota.

Perdió en parte la tesis de la ilegalidad del asilo, porque la Corte declaró el 13 de junio que, regular o irregularmente concedido, el asilo es válido.

Perdió la tesis de que la justicia peruana no puede ser interrumpida, porque la Corte en su fallo del 13 de junio declara que, aún en ese caso, Colombia no está obligada a la entrega.

¿Qué queda? Que el asilo debe terminar y que el Perú debe exigir que termine y el salvoconducto como no obligación. Para que el asilo termine con la entrega del asilado, la justicia peruana debería haber actuado por medio de la extradición. No habiéndolo hecho, el asilado no puede ser ya entregado al gobierno peruano directamente pues su status de asilado diplomático ha sido ratificado. Si el Perú no puede exigir que el asilo termine por medio de la extradición, porque su justicia no la pide, entonces queda el caso moral de un asilado político, así declarado por la Corte Mundial, prisione-ro en una embajada por falta de salvoconducto.

Como la prensa continental y la mayoría del Perú ha dicho: “¡Venganza!”, Odría se apresuró a decir no

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es venganza ni capricho, sino respeto por la soberanía y la justicia peruana. A eso hay que responderle: ¿Y porqué su justicia no pidió su extradición? Al no pe-dirla demostró ella que no juzgó el delito como causa de extradición, vale decir como delito común.

El mismo día que la Corte daba su fallo, en Nue-va Delhi, el Aga Khan se disponía a recibir su peso en platino ofrecido por la India, Birmania, Pakistán y el África Oriental con motivo de su próximo jubileo. Los diarios mostraban una foto del rozagante Khan, y Fran-ce Press daba cuenta de que durante su último jubileo, el hombre había recibido su propio peso en purísimo diamante. En Washington, mientras tanto, el senador Joseph McCarthy, conocido por sus violentos ataques contra el gobierno del Presidente Truman, había diri-gido una carta a los miembros de la Cámara de Repre-sentantes y del Senado, anunciando que unos días des-pués daría a conocer al mundo las revelaciones sobre un “gran complot” contra los Estados Unidos. Y por fin, en Houston, Texas, el general McArthur comenzaba a co-nocer la decadencia. Se presentó ante un auditorio capaz de congregar a sesenta mil personas, pero no llegaron a diez mil quienes lo escucharon en sus tribunas. Por últi-mo, los periódicos mostraban a su público una fotogra-fía borrosa y melancólica de un mundo que se fue. En ella aparecía el arzobispo de Nancy bendiciendo la boda del archiduque Otto de Habsburgo, pretendiente de la corona austrohúngara, y de la princesa Regina de Saxe-Meiningen. Este matrimonio daba lugar a la reunión de la alta nobleza europea, la mayor parte exiliada de sus países. A la derecha del novio, podía verse a la empera-triz Zita, viuda de Francisco José, último emperador de la famosa casa de los Habsburgo.

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Al igual que estudia y escribe, conspira en secreto, está enterado de las últimas publicaciones, escucha to-das las radios del mundo, y también envía cartas, mu-chas cartas. La que ahora se glosa fue remitida a Luis Alberto Sánchez el 8 de noviembre de 1952. Como le había ocurrido con otras cartas, Haya de la Torre no estaba seguro de que esta llegara a su destinatario:

“Ahora sin ‘ojo en carta’ te escribo por intermedio de Javier Pulgar. Espero que esta te llegue puntualmen-te”, decía en uno de los párrafos Víctor Raúl, y cierta-mente, como él lo presentía, iba a tener mucho tiempo para escribir. Su permanencia en la misión tenía que continuar en vista de la ambigua situación jurídica en la que la Corte Internacional lo había colocado. De manera que decidió olvidar los papeles quemados y dio paso a otros proyectos de estudio y de escritura.

la grandEza dE un hombrE mudo

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Inició una revisión de los trabajos históricos de Ar-nold Toynbee y buscó fuentes que se extendían hasta San Agustín. Acometió el proyecto de investigar en los cronistas españoles la caída del Imperio Inca. Su rutina de trabajo se convertiría en “un fin en sí mismo, un cuidadoso horario que me dio algo para esperar la hora siguiente, el día, la semana, el mes siguiente, a lo largo de los interminables años que tenía por delan-te”.

Lima, noviembre 8, 1952

Mi querido Luis Alberto:

Estos cuatro años han sido otra universidad para mí y ahora sí que ostento el título de «experto docto-rado en adversidades». Y ya al filo de la última etapa de la vida, con los sesenta años en víspera, he perdido todo el apuro, y he ganado toda la calma. Pero, eso sí, porque ahora que me acerco a la ancianidad —a esa descrita por Sócrates cuando refiere su diálogo con Céfalo en las primeras páginas de La República—, siento una nueva juventud, que seguramente ha de ser breve, pero la más bella y armoniosa, la más activa y creadora, en una dimensión interior antes insospecha-da. Lo físico, que nunca, ni a los 25 años, fue mejor, no importa. Eso, dura o revienta cualquier noche. Lo mental, que más interesa, es lo enterizo y alerta, con más ojos que Argos. Por ellos veo lo que hay que hacer. Yo ya no quiero glorias, y lo que quiero es la que, muy difícilmente, llega post mortem, quizá cuando, quizá nunca. Pero hay que mover las fichas del juego hasta el final, Luis Alberto, y ellas no son de plástico sino de limpio y bruñido y genuino marfil. Hay que moverlas para ganar el campeonato, triunfo de todos. Ustedes quedarán y quedarán los más impacientes, pero que

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no caigan en eso tan criollo que es glorificar muertos cuando ya no sirven sino para discursos. ¡Y te digo todo esto porque leyendo tu artículo sobre Don Joaco te he visto generoso y señor! Tú quedaras en el Perú y en América como uno de los grandes en tu campo, y en el mío, te sientes bien pisando ambos bordes como el Coloso de Rodas. Y no temes el destino porque tu pedestal es doble... y (para estirar el calembour) no quieres monumento cojo. Bien. Creo que ves cla-ro cuando descubres que puedes alumbrar a otros sin gastar corriente y que hay un vínculo de solidaridad nuestra ante el futuro ya indespegable. Estamos man-comunados (como lo entendieran los demás) ante la historia o ante el capítulo, largo o corto, resaltante u opaco que ella nos dedique. De allí que sea urgente pensar en ella, y en el capítulo. Y como la nuestra es historia de acción, actuar, que nos quedan, a ti más que a mí, años contados y —se lo dije a John Gunther y lo repitió a los periodistas de Chile y lo dice siem-pre, aunque dizque se olvidó ponerlo en su libro, me dijo en Nueva York— “la historia marcha en avión”.

Bueno, voy a confesarte que leyendo los libros de Ravines y Enríquez he sentido un cosquilleo de va-nidad. Estos pruvonenas de nuevo cuño no hacen mal a largo plazo. En cuanto a la historia estoy muy satisfecho. Ravines —ilación amargamente terca de su libro— sostiene que todos los grandes de Rusia vivieron recriminándolo y lamentándose de que yo no fuera comunista. En cuanto al otro —como me de-cía un agudo diplomático yanqui comiendo aquí hace pocas noches— “para echarme lodo ha debido tirarse de cabeza en el lodazal previamente y hundiéndose, sin fondo, salpica”. Claro que el libro de Enríquez lo escribió Carlos M.Q. Laos, alias Garrotín. Y claro que el de Ravines puede caer en la misma figura del yanqui sobre el de Enríquez. Ambos han debido aho-

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garse en el fango a fin de enfangar. Son libros suicidas, desesperados. Como los enamorados desdeñados se matan para hacer daño y causar sufrimiento. Y a mí no me lo han causado. Pero con la fría razón veo que, por sus efectos a corto plazo y sobre los de vista corta, urge el manguerazo de agua limpia y fresca que di-suelva en segundos los grumitos que se hayan pegado por ahí.

Y esto para lo político, para adelantar la tarea de la historia, para lo positivo de nuestra misión. Que la filosofía personal sobre lo personal es diferente de la versátil lógica de la mudable política; y si yo fuera “personalista” pediría que el silencio sea la respuesta para capitalizar en los detritus el abono de mis laure-les. Pero prefiero a cultivarlos con la más fertilizante y maloliente boñiga, pavimentar el camino con duro asfalto y dejar los laureles para el cementerio, que allí ya el interfecto no huele los guanos que nutren las glorias inmarchitables de los grandes discutidos.

Y el pavimento es la demostración del buen camino. A eso voy. Es tiempo de decir que nuestro trazo fue resultado de una perspicaz columbración en lontanan-za. Que en medio del más movedizo mundo —el que abarca desde los «veinte» hasta hoy— supimos prever. Que nuestros dispositivos no fueron ni pudieron ser los de rieles de ferrovías sino los grandes rumbos de las rutas aéreas: rumbos. Que en el derrotero, pues, no nos equivocamos. Que si nos acusa de zigzags, es por no mirar los altibajos y retrocesos de otros, de los grandes: imperialismo, comunismo y todos —aun individualmente hasta Churchill cuya historia sería típica demostración del “de aquí para allá”—. Pero, y esto es lo importante, que al cabo de 30 años ahí estamos y por ahí nos están siguiendo. De allí que im-porte releer esto que agudamente observó Carleton Beals (América South, América ante América) sobre

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el hecho comprobable de que todos los movimientos avanzados indoamericanos —unos frustrados, como el ABC cubano, otros desviados como el peronismo, otros larvados— todos sin confesarlo, son Aprismo. Y esto no lo debemos decir mucho nosotros mismos —sin la cita de soslayo— pero sí debemos conseguir buenos amigos que lo citen y lo digan. Pues es mucha desvergüenza que veamos ideas nuestras íntegramen-te copiadas sin cita de autor, aun en los documentos internacionales posteriores a nuestro Plan de Afirma-ción de la Democracia en las Américas publicado en 1941 y traducido entonces al inglés por la Universi-dad de Berkeley y bien conocido, y bien aprovechado, pero nunca aludido. Y hay que decir algo que Braden, franco y esterizo, me dijo explicándome su discurso de ofrecimiento del banquete con que me agazajó (sic) en Washington: “La rectificación de la política de US con América Latina se debió en mucho a la obra de ustedes, a su resistencia, y esto tendrá que decirse alguna vez, aunque nos duela”. Tú sabes que en aquel discurso dijo eso mismo en una parábola muy linda que sería largo relatar: la del hombre que en su pueblo fue condenado como “Wrong” con la aprobación de todos, pero que pasado el tiempo el pueblo descubrió que el hombre “was right” y el pueblo “was wrong”, etc. Pero esto no se ha dicho. Por otra parte es falso que hayamos abandonado ninguna idea germinal y que debamos volver a ellas. La figura es infeliz: el ár-bol no regresa a ser semilla para sentirse más árbol. Da nuevas semillas, después de negar —justo, figura de Hegel— a la semilla de crecer, evolucionar, trans-formarse. Las ideas germinales son, como su nombre lo indica, gérmenes. Y en política más. Sabemos que una semilla de roble, o de castaño o de pino de árboles respectivos, pero estos son diferentes de aquéllas. Y justamente la proyección traslaticia es otra, o la otra:

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nuestras ideas germinales fueron semillas magníficas que fecundaron, enraizaron, formaron tronco, frutos, sombra. Pero que evolucionaron sobre un terreno, en un clima dado y arrastraron vendavales, hachazos, desgajes, etc., sin que el árbol muriera. Ahí esta ahora echando nuevas semillas: nuevas.

El aprismo, hasta donde es posible la paralelización, es un árbol solitario en medio del páramo sitibundo y azotado por todos los embates, cuyo suelo se estre-mece y cambia, se agrieta y transforma, pero el árbol permanece. Y basta de alegorías. Pero hay que releer los libros, o la esencia y sustento de los libros nues-tros, de nuestras ideas. La idea germinal aprista por antonomasia, lema, bandera, emblema, es: la unidad continental (ahí va involucrado el antiimperialismo habida cuenta de que queda mil veces dicho que sin esa unidad no hay resistencia antiimperialista factiva y que el imperialismo es “un fenómeno económico” que cambia con las mudanzas del sistema que le da origen, etc.). El mundo marcha hacia las federacio-nes —veamos Europa ahora tratando de federarse— y EE.UU. y Rusia, y el British Commonwealth son “potentes” porque son “grandes” —¡porque no lo dijo Darío!— y los paisitos chicos, balcánicos —¡ah mi paralelo de los Balcanes expandidos de Latinoamé-rica con su política de “viudas alegres” y sus Popofs y sus militares que se hacen reyes, y sus patriotismo, y sus Lupescus y sus guerrillas entre ellos y… su caída bajo la garra del gran vecino unido, compacto y por eso fuerte!— no tienen chance. Otra idea germinal aprista es que “los problemas de Europa son dife-rentes de los nuestros y que las soluciones, por tanto, deben ser asimismo diferentes” (aquí remisión al es-pacio-tiempo aplicado a la realidad histórica, al con-torno, que dice Toynbee, determinados de fenómenos sociales y económicos y de las teorizaciones y leyes

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generales que sobre ellos enuncian quienes descubren la raíz y fisonomía —intransferible— de tales fenó-menos). Otra idea germinal aprista es la de encontrar en nuestro espacio-tiempo una dimensión nueva de la democracia, la política y la economía, por una con-texturación peculiar del Estado (los cuatro poderes, el cuarto el económico, vista al Plan de 1931 y a las ideas esbozada y no sin fuertes trazos en El Antimpe-rialismo y el Apra). Ahí viene el peliagudo principio de la nacionalización de la riqueza —que la demagogia convierte en tópico— el cual debe abordarse con la seriedad de problema científico de los más complejos, problema solo averiguable a través del Congreso Eco-nómico y de sus organismos de investigación. La idea germinal aprista que envuelve a todas las anteriores es la de la libertad con pan, la justicia social sin dictadu-ra —antítesis de la fórmula rusa— lo que es posible en nuestro espacio —que sobra— siempre que con la técnica de nuestro tiempo —asequible— renovemos métodos políticos y económicos y realicemos la obra material, cultural, político-social de transformación. Todo esto y mucho más forma el granero o semillero de las ideas germinales apristas que están ahí, que es-tán germinando; o han germinado para convertirse en árbol productor de semillas que los otros recogen, co-miéndose el fruto robado, y replantar a escondidas y dicen que sus plantitas son suyas de propiedad... Todo esto decirlo, hacerlo decir, repetirlo en muchas formas y aspectos y hacerlo repetir. Ahora, ahorita mismo, sin decir “nos desviamos y el árbol que nos sombrea es di-ferente de la semilla germinal” , vamos a talar el árbol y a buscar la semillita perdida. ¡Qué lástima, perder tan buena semilla en la humedad de una tierra que la pudrió para convertirla en este tronco corpulento y áspero! Cuando la semilla era tan lisa y rebonita, tan tierna y tan dulce. ¡Caray!

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Y paso a otra página (¡vaya con la carta que ojalá no se pierda!) para decirte algo mío, miísimo: estoy escribiendo sobre Garcilaso (audacia), filósofo de la historia. Solo intento, lento. Van cuatro capítulos. Me he parado hace dos semanas por falta de más libros. Estoy pobrísimo. Me gasté todo lo que ganaba con Bohemia (100 dólares por artículo) y 1400 más que de Nueva York recibí por herencia de la señora Adriana. Confidencia: yo hago parte de mis gastos, aunque se-gún las convenciones de asilo debiera hacerlos todos. Pero cuidar el cuerpo, y adelgazar —he perdido has-ta ahora 25 kilos— sin enfermarse es toda una obra de arte terapéutico y farmacopeico, costosísimo. No me he comprado un trapo, una camisa, un traje, aquí donde hay que vestirse todos los días. Pero ahora vivo más aislado, más encerrado, y para mí los tiempos han cambiado muchísimo. No puedo pues comprar libros, carísimos. La señora Gori, chilena, muy dije, me pidió tu libro sobre Garcilaso y lo tengo. No quería dejar de citarlo. Te advierto que ahora si me sé Garcilaso hasta donde se pueda saberlo después de cinco lecturas y de tenerlo más rayado con lápices de colores que una fal-da gitana. El proyecto es atrevido. La tesis: Garcilaso temeroso de la inquisición (la timidez que dice Po-rras, pero para mí por otras causas) es un poco como San Agustín explicando la caída de Roma y justifi-cándola por “providencialismo”, pero es un precursor del relativismo: relaciona todo al espacio y al tiempo y presenta una nueva dimensión epocal y tempórea en el Imperio que no compara sino con Roma. Es un ge-nio de la sagacidad, de la ironía, un rebelde “empon-chado”, un inca que vive en España como esos árabes convertidos después de Granada que vivieron ahí vin-culados a ella solo por su arraigada fe en Dios, pero patriotas en el fondo moro de su corazón. Historiador veraz (me estoy leyendo a Huamán Poma —¡qué di-

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fícil el cholo, ese chismoso, el más grande chismoso entre los genios de la copucha histórica!—) y por él se descubren cuán veraz es Garcilaso. No sé si alcance a terminar esto. He terminado un libro voluminoso que comencé como ensayo: Indoamérica ante los proble-mas del mundo. A lo mejor se pasa. Estoy, después de una relectura página por página de las 1406 de la edición de Aguilar (¿la viste?, Edith cómo que te va-pulea pero me hace justicia) tratando de sostener la que debió ser mi tesis de Letras: Palma y Prada, alfiler y látigo contra el pasado. Como el de Garcilaso —a pesar de la finura del papel— tengo todas las Tradi-ciones subrayadas. ¡Qué reivindicación de Palma po-dría hacerse! Y estos son mis trabajos grandes aunque con muchas ´tribunas´ y todos mis libros —menos Ex combatientes y ¿a dónde va....?—, estoy copiando mis discursos y opiniones, para un libro de todo ello. Tengo casi todos mis discursos del 42 (convenciones) y 44 a la fecha. Desgraciadamente cuando el fallo en noviembre del 50 y ante la inminente amenaza de asalto —salvada al filo de la navaja (Rosa usaba ese término en 1948)—, y cuando aquí se quemaban los archivos, yo arrojé a la chimenea todo lo escrito el 49 y el 50 porque solo iba a dejar una carta al Presidente de Colombia y nada más. De aquel auto de fe no se salvó nada. Y no me pesa, aunque añoro todo un de-sarrollo sobre el espacio-tiempo-histórico del cual es parte el artículo que en 1950 salió en Cuadernos bajo la firma de Javier.

En estos años he leído toneladas. Me he consu-mido una biblioteca pero me falta mucho. Hasta he remozado mi latín y palabra a palabra mucho de lo de griego que para base solamente y sin ánimo de erudi-tismo, por necesidad idiomática, recogí en Oxford. He vuelto al quechua con el diccionario de Lima y con los regnícolas que pasan por la casa. En fin, hago una vida

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sanísima (ni la tos en 4 años, ni la tos); no tengo ropa porque toda me queda como bolsas y aquí me tienen oyendo una radio que compré cuando pude para oír a diario Europa y América, Rusia y China. Duermo 4 ó 5 horas y estoy en pie antes de las 6 para oír Ra-dio Americana de Santiago, donde hay una sección El Día —muy buena (copucha)—, en la cual trabajaba un Alberto Valencia. ¿Será Alberto Valencia o que yo llamaba así, aquel chico talentoso y esperanzado de la T? Si es él y le escribes dile que soy puntual oyente y que gocé con la referencia del asedio a Boza. A veces no se oye bien porque otras estaciones la cubren. Y es casi todo. Hablo eventualmente con gente que llega muy poco, el asedio es tenaz y no dejan entrar sino a diplomáticos o gente con pasaporte diplomático. Como la institutriz y los niñitos de la casa solo hablan inglés, el castellano se usa a medias con el servicio y con los dueños cuando estamos solos. Todo estaría bien —yo vivo en una isla— si no me faltara dinero para muchas cosas. Quisiera saber si puedo escribir otra vez. Claro que es difícil, pero si tus comunicacio-nes con Lima son seguras —y lo presupongo— po-dríamos entrabar una relación con el invicto Boquia, quien, creo, puede hallar la pista de tu corresponsal y ver si algo pudiera salir seguro, siempre que acepten publicar con seudónimo. El cuento es que este go-bierno se ha empeñado en sepultarme vivo. A cual-quier artículo mío protesta. Logró ofrecer solución si durante meses yo no escribía. Ha pasado más de un año. De nuevo estafado. El asunto es que su plan es golpearme amordazado. Que el nombre no se men-cione más. Que se me olvide (lo dicen). Hace poco la Tribuna de Imprenta de Río publicó una información sensacionalista, (Haya de la Torre prisionero de luxo), dura para ellos (18-19 de octubre). Han saltado. Tú sabes que Odría llama “la prisión modelo”. Y se refo-

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cila. No hay nada igual al cerco tenaz de 400 hombres en permanente guardia y círculos concéntricos hasta a 10 cuadras a la redonda. Siguen las trincheras, si-guen los reflectores nocturnos, los carros, las motos encendiéndose puntualmente cada 15 minutos desde hace 3 años 10 meses, de día y de noche. Los soplones trepados en los árboles de los jardines aledaños, o em-pinados para mirar por encima las bajas bardas. Han cesado las injurias lanzadas (cuando aparecía en los jardines) porque he aprendido un lenguaje de tropero y logré imponerme a gritos. Ahora callan, miran; son forajidos, muchos de ellos comunistas de carnet y con la revista 1952 en la mano. En lo alto de la azotea tengo una perrita doberman y de dos palomas que me obsequiaron en el santo de 1950, tengo ahora 20. Desde que llegué pongo grano en mi balcón, todos los días, para las tórtolas del bosque. Ya me conocen. Los soplones les echaban hondazos, pero también logré, a gritos, obligarlos a respetar a los animalitos. Creían o dicen que son mensajeras. Ahora amanezco con el ruidoso aleteo y con ese canto arrullador del “cu-cu” que oía cuando era un niño en la casa de mi abuela. Las otras, las blancas, completan este cuadro agrada-ble y vienen a comer o formar bandadas volando en torno de la casa. Eso es todo. Y lo demás en silencio.

Vuelvo a la cuestión dinero. Me asquea pedir. Hace poco mandé decir a mi hermana que fuera donde un amigo nuestro, pudiente, llevándole una tarjeta de oro macizo que me obsequiaron en 1916 en Cajamarca y pidiera por ella —algo para mí—. No ha contestado aún. Yo tengo un plan porque mis perspectivas son malas si esto, como parece continúa por muchos me-ses o años más: de lo que heredé de la señora Prada no he recibido, sino el saldo de Nueva York, herencia a su vez de la suegra de Alfredo. Pero hay una casa y un terreno. El testamento esta protocolizado y el juez ha

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nombrado a Virginia guardadora de la herencia. Yo creo que tarde o temprano eso tendría que arreglarse. Desearía, pues, saber si sería posible que algún ami-go pudiente —quizá Felipe— aceptara una escritura privada de venta o hipoteca de esa casa, con mi tes-tamento cerrado adjunto para el caso de muerte, y un documento de mis hermanos que serían mis únicos herederos legales. Esa escritura se haría aquí, ante la embajada. La casa de los Descalzos y el terreno valen mucho más de 200 mil soles, la hipoteca podría ha-cerse por la décima parte. La verdad por la mitad o menos. Pero de este modo salvaría yo una situación premiosísima. Porque se trata de que pesan sobre mis gastos relativamente fuertes: ropa, máquina de escri-bir, que esta de 1942 ya me está abandonando —la silenciosa— libros, muchos libros y una ya presupues-tada empresa con el dentista, quien logró venir, diag-nosticar y amenazar con una carísima lista de precios. Intimidades, pero realidades. De otro lado mis gastos, mis gastos diarios suman, minimum —por las facturas del almacenero— unos 300 soles quincenales. No hay más explicaciones, pero esto es así. ¿Cómo salir de tales atolladeros sin dinero? Felizmente puedo tener, podría tener lo estrictamente necesario sin pedir, sin mendigar ¡Pobre doña Adriana si hubiera adivinado que podía salvarme de la indigencia por lo menos temporalmente! Pero, todo esto siempre que haya una mano y un bolso amigo capaces de resolver este problema. ¿Podrías tú hacer discretamente la gestión? Mira: mi madre, para mi sorpresa mía, dejó casi incó-lume un cofre con las joyas que heredó de mi abuela. Sorprendente que a través de azares y vaivenes, ella —¡raza!— guardó todo. Ahora tenemos algo por partir con mis hermanos. Solo un aderezo de zafiros —Welsch dijo “joya de reina”— se cotizó en 50 mil. Pero... no se puede ni vender, porque no hay quién

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compre, ni dividir porque estamos legalmente embar-gados. Yo le cedo lo que me toca de la renta de la casa de Trujillo a Cucho, más pobre que yo, y en fin, si algo pudiéramos obtener de lo de mi madre, todo está en depósito. Nada se puede pues hacer legalmente. Todo lo confiscarían. De manera que mi único recurso es confiar en un amigo que confíe en mí.

Basta de esto y a otra cosa: el libro de Fernando León para los efectos de la propaganda es lo mejor que se ha escrito y publicado políticamente sobre no-sotros. Salvada la última parte de sus artículos muy malos, lo demás es excelente y habría que tratar que la introdujera el libro al Perú o lo enviara con parte de la asiduidad con que se reparte el de Enríquez, y la pro-paganda sistemática de folletos, caricaturas brutales y demás libelos del Ministerio de gobierno que cada embajada y legación, consulado y agente de Grace re-parten a quienes lo pidan. Si le escribes a Fernando transmítele mi opinión y dile que procure enviar el libro a Ecuador, todos los diarios, Bolivia, gente de Arica, por lista de vecinos, que si se filtra solo. A Ma-nuel Vásquez que procure se me pague algo en Cua-dernos, si merezco y que lo envíen en giro al doctor José Joaquín Gori, más aparte, una postal al doctor Nariño diciéndome saludos a nuestro amigo José Joa-quín. Eso será la contraseña. Que la otra, por tarje-ta postal «saludos cordiales» dile que llegó a tiempo. Pero que me manden a la misma dirección del doctor Gori “Cuadernos”, si se puede certificados con los ar-tículos y con el que salió primero e inicia la serie de tres sobre Toynbee. Cuanto a libros necesito TODO. Historia de México, de Guatemala, de Puerto Rico. Podían hacer mandar lotes de esos libros oficiales, arqueología, crónicas coloniales, etc. Todo lo aprove-cho, todo lo leo. ¿Por qué no se acuerdan de mandar a la embajada de Colombia en Lima todo aquello?

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¡Siquiera eso! Mis amigos de Inglaterra me envían revistas, folletos; lo que pueden. Gente desconocida de Italia manda cartas, publicaciones, etc. Se reciben centenares de mensajes dirigidos a la embajada de las más lejanas partes del mundo. Nada contesto. Pero la Corte Mundial ha hecho mucho para incitar simpa-tías. La Universidad de Columbia publicó un libro: The Asylum Case. Los fundamentos de los votos disi-dentes de los jueces egipcios, canadiense, brasileño y chileno no se han introducido. Los publicó la Corte, los publicó Columbia University y son magníficos. El del canadiense y el del brasileño y el del egipcio son monumentos. Hay que resaltar, ahora, que Carlos Ibáñez envió un telegrama espontáneo a la Corte pi-diendo por mí. Esto por llamar la atención. Nadie de nosotros ha propuesto estudiar los fallos y los votos. Sobre todo eso te envío una síntesis de argumentos jurídicos vía Panamá. Comunícate con Colina (Ulises Colina), lealísimo “el Carretón” quien me acompaña-ba indeficientemente en Chosica. Él está en Panamá. Él se comunica con Boquia, a quien buscan para ma-tar pero quien pelea como trujillano de los meros. Y eso es todo.

Para Lucho, tu hijo, se quedó una carta escrita hace un año. Imposible mandar. Dale a cada uno de tus hijos, hijas, al Joselazo, a todos, mis cariños. A Rosa mis abrazos. Y a vos todo. Nada más. Perdón por el mamotreto. Con la maquina coja salió esto. Y es me-dianoche. Pakariccama. (V.R.)

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¡Cómo son estos gringos! Uno aquí trabaja y traba-ja para ellos, para el triunfo de la civilización occiden-tal y cristiana, para cerrarles el paso a los rusos. Y ellos allá no te perdonan ninguna. En el momento menos pensado salen con la cantaleta esa de los derechos hu-manos —comentó Zenón Noriega.

El general Odría pareció no escuchar este comen-tario. Sus pequeños ojos estaban fijos en el periódico que tenían sobre la mesa, y que les iba traduciendo Eudocio Ravines. El silencio del dueño del Perú sig-nificó una orden para que su asesor continuara.

The Washington Post, uno de los diarios más impor-tantes del mundo, editorializaba sobre la situación del asilo. Señalaba que “no se ha visto jamás una decisión judicial tan confusa”. En esto, coincidía exactamente con lo que días antes había escrito The New York Ti-

El compañEro gallo

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mes: “La decisión de la Corte Internacional de Justicia en el caso del jefe político peruano Víctor Raúl Haya de la Torre es un buen ejemplo de hacer las cosas con-fusas todavía más confusas”.

El diario de la capital federal analizaba los diferentes puntos de la sentencia, y concluía expresando que “aun admitiendo que Haya de la Torre es un refugiado político, la sentencia no dice si debe permanecer en la embajada o si debe ser llevado ante la justicia y, tal vez, ejecutado”. El mismo editorial finalizaba en estos términos: “Sin duda el asunto se agriará entre Colombia y el Perú, y sería proba-blemente mejor someter la cuestión a la Organización de Estados Americanos (OEA), que conoce el precedente del asilo de Rómulo Betancourt. Si esto no se hace, el pobre Haya de la Torre permanecerá encarcelado de por vida, sin haber sido juzgado”.

—No te preocupes Zenón. A veces, sin proponér-selo, estos gringuitos pueden también darnos buenas ideas. Con un movimiento de cabeza, el presidente despidió a Ravines. A Noriega lo quedó mirando fija-mente sin decir palabras. Por fin ambos estallaron en una estrepitosa carcajada.

A partir de entonces, el Perú no tuvo una posición razonada sobre la cuestión del asilo, sino tan solo una dura y pertinaz negativa. Cierta vez, el general llegó a reunirse con los juristas peruanos que trabajaban el caso, escuchó una por una todas sus argumentaciones sin comentarlas, y sentenció por fin:

—Todo eso está muy bien, doctorcito, pero el asun-to no se juega en la universidad sino aquí mismo, en esta mesa —dijo mientras se levantaba, ponía el codo sobre la mesa e iba venciendo con su mano el brazo de un invisible contrincante.

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A la salida del grupo de abogados, le hizo un guiño a su compadre que también había participado de la reunión:

—Son inteligentes, lo que ocurre es que no saben lo que es la guerra. El cuartel es la verdadera universidad de la vida.

Luego repitió ante Noriega una anécdota que aquel se conocía ya de paporreta. Ante la Organización de las Naciones Unidas, el delegado peruano Víctor An-drés Belaúnde había estado defendiendo el 18 de no-viembre de 1949 el derecho de ingresar a ese foro por parte del gobierno fascista de Franco. Llevado por su propia oratoria, concluyó su discurso con un senten-cioso: “El hombre está hecho a semejanza de Dios”.

Vishinsky, el jefe de la delegación soviética, le si-guió en la palabra, y comenzó: “Se acaba de afirmar en esta asamblea que el hombre está hecho a la imagen y semejanza de Dios... después de ver la cara al delega-do que ha hecho tal afirmación, no lo creo”.

Noriega no le insinuó a Odría que ya había escu-chado esa anécdota muchas veces. Más bien, se permi-tió aconsejarle que no la repitiera con frecuencia ante extraños: “Tú sabes, Manuel, que el doctor Belaúnde es quien nos ha regalado todos, absolutamente todos, los fundamentos jurídicos que nos dieron la victoria en La Haya. Y aparte de eso, el hombre es un genio, y buen amigo nuestro”.

Hasta el verano de 1954, en que se reunieron los comisionados de ambos países en Bogotá para iniciar conversaciones directas, la situación permaneció idén-tica y “los frentes inmovilizados”, según expresión castrense. Colombia había adelantado innumerables gestiones de cancillería, algunas con la amigable co-

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operación de otros países americanos, para buscar una ruta que permitiera la normalización de las relaciones con los dos países. El Perú sostenía en forma reiterada que no existía problema, ya que la cuestión del asilo del señor Haya de la Torre era cosa juzgada. Que el asilo debía cesar, pues la Corte había fallado que Co-lombia lo había otorgado en forma indebida y que no tenía nada que agregar ni nada que sugerir.

El general Zenón Noriega recordó varias veces la sonrisa de Odría cuando escuchaba la lectura de The Washington Post: “Si esto no se hace, el pobre Haya de la Torre permanecerá encarcelado de por vida, sin ha-ber sido juzgado”. Y sintió que el designio del dictador peruano de todas maneras se estaba cumpliendo.

Las conversaciones directas iban a comenzar recién en Bogotá el 5 de marzo de 1954. Hasta pocos días antes de las mismas, declaraciones oficiales de la can-cillería peruana expresaron que con gusto asistirían sus representantes a la reunión de Bogotá, pero que no presentarían fórmulas ni ideas sino que se limitarían a estudiar las sugerencias que hicieran los delegados colombianos.

Entre tanto, en la embajada, aparte de estrechar los lazos con los funcionarios y sus familiares, Haya de la Torre conoció otro tipo de amigos. Durante un banque-te, había salvado del cocinero un venerable gallo. Víctor Raúl le dio asilo en su pequeña estancia y llegó a domes-ticarlo a tal punto que le obedeciera cuando lo llamaba por su nombre. Por las mañanas, aparte del quiquiriquí natural, picoteaba la ventana del político. Y por fin lo seguía a todas partes como un perro guardián.

El gallo aprista compartió la amistad de Haya de la Torre con un par de palomas que el cocinero había re-

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galado al asilado en su segunda fiesta de cumpleaños dentro de la misión. La pareja alada se había esmerado en cumplir con el mandato bíblico, y ya formaba una bandada que mantenía ocupado a Víctor Raúl duran-te una hora o más del día, en la tarea de cuidarla.

Al “compañero gallo” lo recuerda ahora Albert Brun. El francés reportero estrella de AFP había lle-gado al Perú con el aparente propósito de “cubrir” al-gunas informaciones oficiales. Su verdadero cometido era entrevistar a Haya de la Torre, y lo logró.

Una tarde, Aurelio Caicedo Ayerbe consiguió in-troducirlo en la sede diplomática a bordo de un au-tomóvil que, a 60 kilómetros por hora, burló el cerco e ingresó al garaje. Adentro ya, obtuvo la sensacional primicia: un reportaje completo sobre la vida cotidia-na del asilado, sus opiniones, los dos libros que estaba escribiendo, la ardorosa esperanza de que el partido saldría airoso en su hora más temible.

Requerido por el infatigable hombre de prensa, para que narrara hasta las minucias de su vida en re-clusión, Haya de la Torre le pidió que lo acompañara a la azotea. “Allí sacó del bolsillo unos granos de maíz cuando llegó a su lado un gallo al que llamó por su nombre (no recuerdo el nombre, pero los mayordo-mos seguramente que sí). El animal picoteó pausa-damente. Cuando se terminaron los granos, el señor Haya de la Torre le pasó la mano por el dorso, y el ave, como si se tratara de un animal domesticado saltó del brazo y se alejó”.

La salida de Brun tuvo que producirse al día si-guiente, y luego de otra aventura que no cesa de recor-dar. Aquel episodio fue una de las grandes y humanas motivaciones que determinarían su permanencia hasta

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hoy en el país: “Había venido tan solo para quedarme pocas semanas en el Perú”.

A Víctor Raúl, la hija de un funcionario le había enviado un perro que le proporcionó compañía adi-cional. Como a todos los perros que había tenido en su vida, lo bautizó también con el nombre de “Tony”.

Lo mismo sucedió con un gato que apareció bus-cando asilo de no se sabe qué, se acomodó en una silla de la habitación y transformó aquello en su gratuito penthouse. Así los días fueron pasando.

Tres años después del arribo del político a la embajada, llegó a la misma quien habría de ser su cuarto anfitrión, el doctor José Joaquín Gori, nuevo encargado de negocios.

El anterior había sido hostilizado en forma tal que acaso ya resultaba inconveniente para Colombia man-tenerlo en Lima. Aurelio Caicedo era seguido cons-tantemente por elementos de la policía secreta. Can-sado de ello, un día al detenerse en un crucero, guardó las llaves de su vehículo y lo abandonó en una de las calles de mayor transito, el Jr. de la Unión, en protesta por la persecución de la que era víctima.

“No puede citarse —informaba después a su go-bierno Caicedo Ayerbe— en toda la historia diplomá-tica de Colombia, ni quizás en la de América, el caso de una misión sometida durante tanto tiempo a tal punto de restricciones, hostilidades, provocaciones y vejámenes hasta el punto que la integridad física de su sede haya quedado a salvo, pero anulada de hecho por todas las interferencias de los servicios indispensables a la vida corriente, por el aislamiento y el estorbo, por la intimidación y aun por la amenaza”.

Fue el jefe de la Policía, Esparza Zañartu, quien cumpliendo órdenes superiores le dio al asilo el toque

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fuerte y amargo de una persecución implacable cuyo orígen todos conocían y por ello repudiaban a este si-niestro personaje.

El gobierno de Colombia se había visto obligado, asimismo, a retirar de Lima también a su agregado militar, pues consideró contrario al decoro del país y a su soberanía que un alto oficial del ejército continuara asistiendo, sin poder hacer nada para evitarlo, a estas continuas violaciones del fuero diplomático y de los derechos de los funcionarios colombianos.

El doctor Gori llegó de Inglaterra con su esposa Lola, sus cuatro hijos —Teresa, José Joaquín, Carlos y Ricardo— y la institutriz escocesa de los niños, Vio-let Waymouth. Víctor Raúl diría: “fue una verdadera delicia tener de nuevo niños danzando a mi alrededor. Habían crecido en Londres, solo sabían inglés y me agradó usar ese idioma después de tanto tiempo, sir-viéndoles de intérprete y enseñando esa lengua a los sirvientes para que pudieran entender a los jóvenes”. Sin embargo, “la señorita Waymouth no pudo nun-ca agarrar el español, ni pudo acostumbrarse a lo que estaba pasando en la embajada. Los visitantes y resi-dentes, sin distinción, continuaban siendo objeto de malos tratos. Las visitas que dejaban sus carros cerca de la embajada regresaban para encontrar las cuatro llantas despedazadas por las bayonetas. Todos los que estaban relacionados con la embajada tenían que tener una tarjeta de identidad y presentarla cada vez que salían y entraban”.

Relataría, además, que “la señorita Waymouth fue abordada más de una vez por fornidos guardias que le hacían preguntas en un idioma que para ella era el más difícil del mundo. En esas ocasiones, la institutriz

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rompía a llorar y corría calle abajo, y solo regresaba después de haber reunido coraje suficiente para pasar otra vez su examen de castellano ante hombres que hablaban un poco de ese idioma pero más en el argot de los soldados”.

Las injurias que inferían los guardias contra la po-bre dama escocesa terminaron por causarle un surme-nage, y tuvo que permanecer tres meses en un hospital recuperándose. Allí, ella hizo dos buenos amigos, una enfermera y un estudiante norteamericano. Al salir del nosocomio, los Gori, felices por el retorno de su querida “Nanny”, le ofrecieron una cena e invitaron a los amigos del hospital.

Muy contenta, Nanny pidió que la dejaran hacer los preparativos de la fiesta, y naturalmente invitó a Haya de la Torre, al mismo tiempo que le pidió consejos so-bre los quesos y el vino que debería servir para lo que ella consideraba un auténtico banquete británico.

El mayordomo se lanzó a una cuidadosa exploración del sótano y ubicó allí vinos y champagnes que habían permanecido escondidos y aparte de todas las contin-gencias políticas. Los últimos arreglos, los candelabros de plata, la mejor porcelana, fueron dispuestos por la propia agasajada el mismo día de la recepción. Por fin, cuando faltaban exactamente diecisiete minutos para la llegada de los invitados de fuera, Nanny descendió por la escalera ataviada con un vestido que había com-prado en París y que había planeado ponerse en un día muy especial.

Extrañamente, cinco, diez y quince minutos des-pués de la hora de llegada, los invitados no se hacían presentes. En ese momento el mayordomo Gonzalo Roncal penetró en la sala con señas de querer decir

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algo, sin saber cómo hacerlo. Hank Fincken y Billy Jean, la enfermera, estaban ante la puerta de la emba-jada desde cinco minutos antes de la cena y no habían querido tocar la puerta sino hasta un minuto antes para ser exactos y puntuales.

Sin embargo, antes de que el hermético Gonzalo Roncal les abriera la puerta, la policía los había rodea-do y les impedía el ingreso. Al enterarse de ello, Nan-ny corrió hacia la puerta gritando en español ¿por qué, por qué? Por cierto que ni este empeño en dominar la lengua castellana le sirvió de mucho.

Unos momentos más tarde, el encargado de nego-cios telefoneaba al ministro de gobierno peruano para protestar. Su protesta no fue escuchada.

La señora Gori encontró la solución. Ordenó a un camarero que la siguiera con una bandeja de copas servidas hasta el jardín exterior de la embajada. En la esquina y a través de las rejas, recibió formalmente a la enfermera y al estudiante. La bandeja con cocteles fue pasada. El señor Gori ofreció sus disculpas a los invitados, y aquellos dijeron que entendían.

Durante cerca de media hora, la recepción picnic tuvo lugar en la esquina de la Av. Arequipa y la Calle Paz Soldán; luego, Hank y Billy Jean se despidieron. Discretamente, nadie había hecho comentarios sobre el penoso incidente. Nanny, alentada por la actitud de la esposa del representante de Colombia, había atina-do a reír nerviosamente durante todo el tiempo.

Un rato después, vagaba con tristeza por los salones vacíos mientras las velas se consumían en los candela-bros y la comida se endurecía en los platos. El asilado confesaría después que nunca se había sentido más indignado en la embajada que esa vez porque sentía

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que el gobierno estaba persiguiendo a una inofensiva dama extranjera que no podía ni siquiera entender lo que estaba ocurriendo.

Por su parte, los niños Gori, terminaron por sentir que la permanencia de la policía frente a la misión era lo más natural de la vida. Y un buen día pasaron por el cuarto del huésped para invitarlo a ir con ellos al circo. Antes de que Víctor Raúl pudiera explicarles la imposibilidad de hacer aquello, José Joaquín ya estaba pidiendo la autorización correspondiente a su padre y, muy solemnemente, le dijo al encargado de negocios que no se preocupara por los guardias pues él iría a pedirles el permiso necesario.

El doctor Gori lo dejó ir, y el pequeño José, des-pués de atravesar el jardín, llegó hasta la verja. Desde la ventana, sus padres veían al pequeño conferenciar con los sitiadores, hacer algunos gestos explicativos y por fin volverse de regreso.

—El problema es —explicó el pequeño diplomáti-co— que ellos no pueden hablar inglés.

De forma insólita, Linares, el peluquero de Haya de la Torre había logrado una suerte de salvoconducto tácito y permanente para ingresar en la embajada. La vez en que los guardias habían querido impedirles el paso, él tan solo los miró de una forma tal que no volvieron a ponerle obstáculos. No había pronunciado una sola palabra para lograrlo, y los diplomáticos bro-mearon alguna vez con el asilado sentenciando que, probablemente, la mejor diplomacia consiste en el si-lencio.

Alfonso Benavides Correa, años después embaja-dor del Perú, logró visitarlo en la época en que Gori se hallaba al frente de la misión y recuerda la profun-

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Víctor raúl, El SEñor aSilo

didad de las zanjas que se habían cavado en torno de la embajada así como el trabajo que le costó sortearlas. Es evidente que el sentido de las mismas iba mucho más allá de impedir el tránsito vehicular. Las “bolas” lanzadas a circular en Lima señalaban todas las sema-nas que el asilado había logrado escaparse disfrazado, a veces de sacerdote, otras de militar y no pocas veces de jardinero. Una que circuló muy profusamente y que parecía tener toda la fuerza de la convicción señalaba que, desde la embajada, se había comenzado a cavar un túnel por medio del cual el líder aprista recuperaría su libertad. Las zanjas, por tanto, ganaban profundidad y anchura, pero sus construcciones tan solo cosechaban miedo e incertidumbre. Había, además, semanas ente-ras en que el asilado no salía al patio interior; esto daba pábulo para las más descabelladas conjeturas al mis-mo tiempo que movía el brazo de los sitiadores para cavar más hondo todavía. Un chiste que por entonces circuló indicaba que las fuerzas militares, en vez de capturar al fugitivo, habían encontrado petróleo.

—Por dos motivos principales acudí a la embajada de Colombia —recuerda Benavides—. El primero, mi solidaridad ostensible, sin importarme que ella pudie-ra provocar nuevas agresiones contra mí del gobierno imperante, con un hombre cautivo en razón de su amor a la libertad y a la justicia. El otro, ya agotado y áspero debate jurídico en la Corte Internacional, satisfacer el deseo de Víctor Raúl de que yo pudiera sondear la posibilidad con el doctor Alejandro Freundt Rosell, que al igual que sus hermanos Alberto y Víctor, estuvo siempre muy vinculado a mi familia, de encontrar una fórmula que, superando el entrampamiento de la sen-tencia de junio de 1951, dejara a salvo las posiciones

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del Perú y Colombia al tiempo de sustraer a Haya de la Torre de la persecución.

En cuanto al estado de ánimo del dirigente aprista cuenta que: “Cuando se empezaron a cavar zanjas en torno a la embajada, Víctor Raúl declaró que no cae-ría vivo en manos de sus perseguidores, le preocupa-ba en aquel momento el tema trascendental y eterno de la muerte. Se le representaba esta, entonces, como recapitulación y esencia de la vida capaz de resolver actitudes, sancionar conductas y dirimir conflictos personales”.

Sin embargo, esta situación espiritual no obstaculi-zaba su permanente trabajo de elaboración ideológica. Toynbee fue por entonces objeto de su más deteni-do estudio. La obra del filósofo británico le fascinaba en cuanto correspondía a los ciclos vitales que aquel había señalado para la evolución de las civilizaciones. Haya de la Torre recordaba la teorización que sobre el tema había hecho Antenor Orrego, el filósofo del apra, y estaba seguro de que era preciso dirigir el tra-bajo hacia América Latina. La ausencia de un punto de vista “indoamericano” había hecho que los trabajos correspondientes en este lado del mundo no siempre tuvieran la profundidad ni el pie en tierra, que debería exigírseles.

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Jorge Manrique Terán, uno de los colombianos que con más pasión usó de la prensa para defender el derecho del asilo y para exaltar la personalidad del refugiado, cuenta que por entonces se hallaba perma-nentemente al tanto de la situación personal de Haya de la Torre gracias a la correspondencia de Blanca Patiño, una funcionaria de Relaciones Exteriores que trabajó, en esos momentos, en la misión sitiada. Ella fue, según Manrique, el ángel de la guarda de Víctor Raúl hasta el punto de que llegó a circular en Bogotá la noticia de que era inminente la boda entre la diplo-mática y el perseguido.

Roberto García-Peña, director de El Tiempo, des-cribió una vez a Manrique Terán. Conversando con otro amigo común en Bogotá, le dijo:

colombia nunca Vaciló

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—¿Quiere usted ver una caudalosa manifestación aprista en marcha? Al obtener la respuesta positiva, simplemente observó a Manrique Terán.

Como ellos, Germán Arciniegas, Eduardo Santos, Alfonso López Pumarejo, Alberto Lleras Camargo, Al-fredo Vásquez Carrizosa y Carlos Sanz de Santamaría, entre otros notables colombianos, no dejaron pasar un día sin hacer algo por conquistar el salvoconducto. Algu-nos de ellos habían conocido, desde la mocedad, a Víctor Raúl y se consideraban compañeros y coetáneos dentro de una generación que no admitía otra nacionalidad que la latinoamericana, con su amplitud generosa y sus varie-dades regionales. Pero todos, liberales y conservadores, independientes o militares de cualquier convicción, con-sideraron todo el tiempo que la causa era de Colombia y que tenía precedencia emergente sobre cualquier otro problema porque era preciso arrebatar al tirano la vida y la libertad de uno de los más importantes pensadores del continente, y estaban seguros de que el triunfo de Odría involucraba necesariamente la ejecución del dirigente popular. En ese sentido, estaban también informadas las cancillerías de la mayoría de las naciones americanas. El recelo con que hablan del asunto los periódicos norte-americanos evidencia una completa información de in-teligencia sobre el particular.

Diferentes personalidades colombianas se fueron alternando en la presidencia de la república durante aquellos años. La posición de su país no varió un ápi-ce, a pesar de la diversidad de los gobernantes y de sus signos políticos.

Colombia vivía, en la época del asilo, un período de violencia como proceso social, una guerra civil no for-malizada en la mayor parte de su territorio nacional.

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El historiador Henderson diría: “Después de la Revo-lución Mejicana en 1910 fue la más larga y destructiva guerra civil que haya sobrevivido a nación alguna del hemisferio occidental durante el siglo XX”. El con-servador Ospina Pérez era presidente cuando Víctor Raúl Haya de la Torre decide asilarse; el 7 de agosto de 1950 Laureano Gómez, también conservador, asume el gobierno nacional; aquí se intensifica la violencia. En 1951 ante un congreso netamente conservador, Roberto Urdaneta Arbeláez fue elegido primer desig-nado el 30 de octubre. Laureano Gómez manifestó su intención de ausentarse del mando por motivos de salud. El designado, por consiguiente, tomó posesión de la presidencia el 5 de noviembre de ese año ante el Congreso en pleno. El 13 de junio de 1953 Gustavo Rojas Pinilla asume el poder y se abrió una época de conciliación, se instaló la Asamblea Constituyente, los principales líderes liberales volvieron al país y se de-cretó una amnistía.

Alberto Lleras Camargo, ex Presidente de Colom-bia, del Partido Liberal, me decía: “Colombia toda, no vaciló en apoyar permanentemente a don Víctor Raúl y al derecho de asilo”. “Haya de la Torre soportó el encarcelamiento en la embajada colombiana con sin-gular entereza. El caso del asilo se convirtió en una causa nacional. Los liberales no estábamos en el go-bierno, pero nuestra posición fue siempre de respaldo permanente”.

De otra parte, parece que era mayor la zozobra en que vivía el general Odría. Noticias, aparentemente fidedignas, le anunciaban semana tras semana la in-minente fuga de Haya de la Torre. Ello lo obligó a poner a la Fuerza Aérea en estado de alerta y a dispo-

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ner que escuadrillas de aviones de combate, en todas las bases, estuvieran siempre dispuestas a levantar el vuelo para interceptar cualquier avión comercial que tratara de ganar la frontera con el perseguido entre sus pasajeros.

Mientras tanto, Víctor Raúl Haya de la Torre leía y estudiaba con devoción a los escritores colombianos.

El 5 de enero de 1954. Haya de la Torre se dirige a su amigo Roberto García-Peña, de cuya carta ex-traemos fragmentos, en los cuales el insigne pensador americano habla con afecto y autorizado sentido críti-co de varias figuras de la literatura colombiana.

Lima, enero 5 de 1954

... Acabo de terminar un libro “El aprismo en 30 años” (o “30 años de Aprismo”, porque esto del título lo dejaré a escogencia de mis amigos: dame tu voto). Es una recopilación de la doctrina y de mi polémi-ca filosófica con el comunismo. Muy documentada y anotada. Me estimuló al escribirla —es un libro de unas 300 páginas— un libro en inglés del Aprismo que te recomiendo leer a nuestros amigos, porque vale mucho The Ideology and Program of the Peruvian—Aprista Movement by Harry Kantor. University of California Press. 1953 (hay edición empastada, $ 3.00 y rústica $ 2.00). No es completa, pero es objetiva, documentadísima, clara y serena. Kantor es doctor en Filosofía de la Universidad de California y ahora pro-fesor de la Universidad de Florida. Creo que quien quiera conocer algo del Aprismo debe leerla.

A propósito del libro: hay una novela norteameri-cana escrita por Hoffman R. Hays, cuyo titulo es The Envoys. Vi la crítica en The New York Times y hasta ahora no la tengo. La novela ha sido rigurosamente prohibida en el Perú. Y es una crítica acerba, contra

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su oligarquía, su élite militar y sus métodos de terror y de opresión, “The excellent picture of an unhappy na-tion” dijo Orville Prescott en el Times el 28 de Agosto último. Ardo en deseos de leerla, porque Prescott le dedicó a dos columnas, un comentario interesante lla-mándola “buena entre las buenas novelas norteameri-canas sobre América Latina.

¿Qué te parece que me metí con Caro y Cuervo? Me leí página por página todas las obras completas. Son dos monumentos. Pero Cuervo es algo maravi-lloso. Claro que Caro es godo a ultranza, pero qué señores del idioma. Cuervo es equiparable con esos sabios maestros que conocí en Oxford y en Alema-nia. Parece estar oyéndolos, en castellano, cuando se lee a Cuervo. El sabio de cierta jerarquía alcanza una similitud metodológica que determina una tipología de “conducta mental”, si cabe llamarla así. Cuervo me da esa impresión. Yo he oído a filólogos alemanes e ingleses que, leyendo a Cuervo, vuelven a mi memo-ria, hablando incluso, como el “egregio” José Rufino (así le llamaba Ricardo Palma), el mismo griego y el mismo latín. Ojalá pudiera escribir algo sobre Caro y Cuervo en un librito de ensayos, sobre lecturas que voy preparando en algunas madrugadas. Pero por lo pronto gozo con ese traslúcido mármol de Carrara en que cincelan su prosa. ¡Quién pudiera escribir así! Y esos españoles plagados de solecismos, —sin que se escape Ortega y Gasset—, que nos miran como balbuceadores de su idioma.

Le escribí al otro monumento colombiano que es el ilustrísimo Sanín. Cuánto le agradecí su espaldarazo. En un amor al fin correspondido. Yo no sabía que me tomara en cuenta y ahora me tienes como niñito en día de repartición de premios, con medalla al pecho. Siento por Sanín Cano una reverencia íntegra. Al ta-lento y a eso que dijo no sé quien en El Tiempo: “A la

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hazaña biológica” (creo que Eduardo Caballero, otro inteligente de veras, a quien solo le quitara su españo-lismo para que me supiera a ciento por ciento ameri-cano). Hace poco con Nanneti hablamos de Sanín y me dijo que estaba en espléndidas condiciones.

¡Que los demás jóvenes dioses del Olimpo guarden su madurez gloriosa!

Al mismo Roberto García-Peña, en carta que le di-rige el 24 de enero del mismo año, le expresa su emo-ción ante tantas muestras de respaldo de los intelec-tuales colombianos:

Lima, enero 24.

... Te ruego, Roberto, que si le escribes a Germán Arciniegas, me hagas el favor de decirle que su artí-culo “Grandeza de un hombre mudo” me hizo sal-tar del asiento. Pocas veces, quizás nunca he tenido una impresión igual; acaso solamente cuando leí el bello y breve telegrama de Einstein a Sánchez Cerro, en 1932, pidiendo por mi libertad. Germán me dejó estremecido, abrumado, bajo una emoción que jamás podré escribir. Y no puedo decirte más sino que, si le escribes, le digas que después de mucho tiempo he enjugado lágrimas de mis ojos.

En marzo de 1954, y luego de las interminables ne-gociaciones fallidas así como del contacto directo esta-blecido por el doctor Jesús Yepes, se reúnen en Bogotá los comisionados plenipotenciarios especiales del Perú y Colombia, Hernán Bellido, David Aguilar Cornejo, Alberto Zuleta y Carlos Sanz de Santamaría, quien me relató: “Puse como condición que los directores del Partido (Liberal) autorizaran mi actuación en ese

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campo, lo que es fácil de obtener. Además solicité la previa autorización para consultar todo movimiento, estudio o propuesta, con los doctores Eduardo Santos y Alfonso López Pumarejo (ambos habían sido pre-sidentes de Colombia y eran muy amigos de Víctor Raúl). Tanto el general Rojas Pinilla como el doctor Sourdis, aceptaron esa condición de inmediato”.

Las instrucciones eran claras, de buscar por todos los medios una razonable solución política que debie-ra tener en cuenta el único propósito de Colombia: sacar del Perú libremente al asilado silencioso, sano y salvo. El 5 de marzo se iniciaron los primeros contac-tos para llegar al fondo del problema.

David Aguilar Cornejo, inteligente abogado pena-lista, hombre de confianza del general Odría, condujo las negociaciones por el Perú. Las reuniones de los co-misionados se realizaron en casa de Sanz de Santama-ría, en Residencia El Nogal, en la sétima.

Las negociaciones fueron muy complejas, suma-mente difíciles. Se plantearon muchas fórmulas. El episodio me lo relató don Carlos Sanz de Santamaría, con lujo de detalles, acompañado por su esposa Doña Lola de Sanz de Santamaría, alegre y siempre discre-ta. Continuando con su relato me decía: “lo que se trataba era de salvar la vida de un hombre importantí-simo de América que nosotros admirábamos. Porque su vida estaba en peligro, lo iban a matar. El haberle salvado la vida a Víctor Raúl fue la meta de todas las negociaciones y es el triunfo de Colombia”.

Y continuó relatándome lo siguiente:—Yo no conocía a Víctor Raúl Haya de la Torre,

pero debo decirles que en los comienzos de los años treinta, cuando trabajé en el puesto de Buenaventura,

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un buen amigo, inteligente escritor y sagaz observa-dor de los fenómenos humanos y políticos, durante largas horas me explicaba la ideología transformadora y revolucionaria de Víctor Raúl, me estoy refiriendo a Jorge Manrique Terán. Él me decía que “el aprismo presenta al Continente un concepto nuevo, tendiente a crear una verdadera nacionalidad americana, funda-da sobre la realidad de su geografía, de su topografía y de las condiciones peculiares de su raza, es decir, de ese gran núcleo indoamericano y mestizo”. Por en-tonces no pasó por mi imaginación que un día tendría la difícil misión, pero grata, de ser protagonista de las negociaciones que habrían de permitir su libertad.

El 23 de marzo, los cuatro comisionados entrega-ron a la prensa un comunicado que daba cuenta del acuerdo logrado al filo de la medianoche precedente:

Sobre el caso del doctor Víctor Raúl Haya de la Torre, los comisionados de los dos países informan que con el más amplio espíritu de amistad y de respe-to recíprocos han celebrado un convenio que, dentro del acatamiento a los fallos de la Corte Internacional de Justicia y siguiendo sus recomendaciones permite solucionar satisfactoriamente la situación existente.

La ejecución de lo previsto en ese convenio requie-re gestiones previas que demandarán algunos días.

Aquella mañana, el doctor Aguilar Cornejo salió muy temprano del hotel para dirigirse al lugar don-de debería hallarse con los otros tres negociadores. Como le sobrara el tiempo y advirtiera la presencia de un lustrabotas, decidió usar sus servicios para llegar completamente acicalado a la reunión. El jovencito colombiano, acostumbrado a parlotear con sus clien-

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tes, notó que el acento del caballero no correspondía precisamente a su país.

—¿A lo mejor es usted mexicano? —le inquirió.—Te equivocaste. Soy de Perú —respondió Aguilar

Cornejo.Mejor no lo hubiera hecho. El lustrabotas comenzó

a comparar el rostro de su cliente con el recuerdo de las fotos de los negociadores peruanos que los diarios de Colombia habían publicado, y al cabo descubrió que había terminado de lustrar el zapato derecho de uno de ellos. Allí mismo, interrumpió su tarea, y el representante peruano tuvo que arribar a la reunión mostrando en su calzado una moda un tanto hetero-doxa, producto no precisamente de su preferencia sino del apego popular que había suscitado en todos los colombianos la causa de Haya de la Torre.

El acuerdo, todavía secreto, al que había llegado, es-tipulaba en seis cláusulas lo que se establecía para la salida de Haya de la Torre.

Colombia daría su anuencia para que se practica-ra, en su sede diplomática, una diligencia instructiva que permitiera al gobierno peruano dictar un decreto de extrañamiento de Haya de la Torre. Acto seguido, el ministro de Justicia del Perú, acompañado por dos diplomáticos extranjeros, recibiría de Haya de la Torre en la embajada colombiana. Luego de dictar un decre-to de extrañamiento y bajo su custodia, lo conduciría al avión que debía llevarlo fuera del territorio peruano.

Se fijaba un plazo para el cumplimiento de las di-ligencias citadas, el cual comenzaba a contarse el 5 de abril y terminaba el miércoles 14 de ese mes. Por su parte, el Perú le reservaba el derecho de pedir poste-riormente la extradición del líder aprista.

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Como un acto de especial deferencia con su hués-ped, Colombia envió a José Joaquín Piñeros, secreta-rio general de Relaciones Exteriores, a Lima, y aquél, el 27 de marzo leyó a Víctor Raúl los términos del acuerdo y le aconsejó que comenzara a empacar. “Pero conociendo al gobierno peruano y sabiendo que este hacia demorar el proceso tanto como le fuera posible, rehusé emocionarme o afanarme” —diría, después, Haya de la Torre.

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Al mismo tiempo, Haya de la Torre no podía aban-donar su cotidiana función de pedagogo. Gonzalo Roncal y Melquíades Chávarri, mayordomo de pro-cedencia cajamarquina, recibieron de él cotidianas lecciones de inglés, de redacción castellana y hasta de mecanografía. Sería Chávarri precisamente quien ha-bría de tipear el resultado de los estudios que entonces estaba emprendiendo Haya de la Torre y que más tar-de apareciera publicado con el título de Toynbee frente a los panoramas de la historia y cuyo cuidado estuvo a cargo de su gran amigo Gabriel del Mazo.

El mismo día que Víctor Raúl dejaba el asilo, le en-tregó la carta que me ha proporcionado Melquíades Chávarri y que dice:

dEl maEStro, con cariño

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Al irme te recomiendo una vez más que no te olvi-des de mis consejos:

Dedícate a estudiar, a formar tu cultura. Divide tu tiempo libre de tal manera que lo ocupes todo: por lo menos la mitad de tu tiempo libre dedícalo al inglés y la otra mitad a la lectura del Tesoro pero siempre aprendiendo algo y no olvidando lo bueno que se lee”.

No tomes de un libro solo una porción y después pases a otro. Cuando quieras leer un libro como Ro-binson Crusoe o Viajes de Gulliver, léelo de principio a fin, todos los días un poco hasta que completes la obra.

Después de leerla debes tratar de recordar lo que has leído; debes hacer un resumen con tu memoria. Así por ejemplo, si lees la historia de Robinson, que es muy importante, debes preocuparte de no olvidar quién fue Robinson, cómo llega a la isla, dónde parece que estaba esa isla, quiénes eran los compañeros de viaje, cómo comienza a vivir, cómo se llamaba su pe-rro, cómo se encontró con un papagayo y demás. Des-pués irás viendo cómo se encuentra con «Viernes», cómo hacen juntos su vida, cómo luchan con otros salvajes hasta que llegan otros náufragos y Robinson sale de la isla. Tú debes recordar cuántos años estuvo en la isla, cuántos años solo y cuántos acompañado. También no olvides cómo iba contando los días, las semanas, los meses y los años, Robinson.

Si lees el libro y lo recuerdas tendrás una base de tu cultura. Todo hombre culto, bien educado, ha leí-do este libro famoso de Robinson. Está traducido a todos los idiomas. Su autor lo escribió hace más de dos siglos y medio, casi tres, y aún se lee. Por eso la gente cuando habla de un hombre solitario que está perdido en los bosques o en las islas dice que “es un Robinson”.

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También el libro de Gulliver es muy famoso y antiguo. Léelo bien. Es muy interesante y divertido. Gulliver hace varios viajes a países raros, pero lo más importante son sus viajes al país de los enanos, su via-je al país de los gigantes y su viaje al país de los caba-llos. Cuando fue al país de los enanos, Gulliver resultó un gigante; pero cuando fue al país de los gigantes, Gulliver no fue sino un enano. Esto es muy curioso y también el viaje al país de los caballos. Léelo bien.

* * *En El Tesoro de la Juventud encontrarás referencias

y grabados en la novela de Robinson en el tomo 5, págs. 1511 a 1519. Y sobre Gulliver en el tomo 11, págs. 3509 a 3607. Pero te recomiendo leer enteros los dos libros que te dejo: Robinson y Gulliver.

* * *Tú puedes hacer ejercicios de mecanografía escri-

biendo como cartas o resúmenes de lo que has leído. No debes dejar de hacer ejercicios de mecano-grafía todos los días: copia tus ejercicios de inglés y copia bien, para que no pierdas tu ortografía.

* * *

Cuando encuentres un palabra que no sabes lo que quiere decir busca en tu diccionario.

No solamente debes aprender nuevas palabras en inglés, sino también nuevas en castellano.

* * *Para tu inglés tienes todo: libros, cuadernos, méto-

dos, diccionarios y lenguáfono. Si te propones y todos los días avanzas algo y llevas la cuenta de las palabras que aprendes, verás que sin darte cuenta resultarás

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hablando inglés. Cambia las agujas, cuida los discos y repítelos y repítelos. Copia lo que dicen. Si puedes, aprende de memoria los ejercicios. Oye primero bien la pronunciación y después repítela. No pases a otro ejercicio sin saber bien el anterior.

Cuando ya entiendas algo de inglés (palabras), anda a ver películas en que hablen inglés para que va-yas descubriendo las palabras y frases que entiendes.

* * *

Cuando escribas tus cartas a tu familia, fíjate en las palabras que escribes. Búscala en tu diccionario para estar seguro de escribir correctamente. Tu familia ha estado recibiendo cartas bien escritas con buena orto-grafía y ahora debes continuar así.

El diccionario Manual de la Academia que te dejo es el mejor de la lengua castellana. Consúltalo, tenlo a la mano. No escribas nunca una palabra sin estar seguro de que así se escribe.

Y copia en tu máquina los ejercicios, las reglas y del Tesoro algunos versos o trozos buenos.

Si quieres copiar fábulas en ingles, las en-contraras en el tesoro de la juventud, tomo 5, págs. 182.

El Tesoro lo puedes ir leyendo tomo por tomo, pero cuando quieras saber algo urgente busca en el libro índice (tomo 20). Así por ejemplo: si sabes que estoy en el Uruguay o en México, o en otro país o ciudad, busca los nombres en el tomo 20 y así te informarás en qué país o ciudad estoy o cuáles son sus caracterís-ticas, etc. Por ejemplo, del Uruguay tienes bastante en el tomo 11, pág. 1736.

* * *

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Lo que más te recomiendo es que no pierdas tu tiempo en conversaciones inútiles. Piensa que has perdido algunos años que debiste ganar instruyén-dote. Ahora se trata de reganar esos años perdidos, de recuperarlos, de rescatarlos. Por eso te repito, no pierdas tu tiempo.

Deja de lado cuentos, chismes, chismes inútiles, bromas sin sentido, y no te importe que los paisanos hagan esto o lo demás, o digan lo que quieran. Tú piensa: Yo debo ser diferente, yo debo progresar, yo debo ganar mi tiempo, yo no sigo el camino de ellos, yo debo ser un hombre culto y no ignorante.

No te olvides de las envidias de las que ya te escri-bió tu papá.

No te olvides de que el ignorante envidioso es pe-ligrosísimo.

No te asustes porque te digan que eres orgulloso. Tú no eres orgulloso sino que quieres superarte, pro-gresar y ser otro hombre de lo que eras.

Cuando te digan “orgulloso” diles que tú eres mo-desto, pero que has escogido un camino de trabajo y de superación para tu porvenir y que necesitas todo tu tiempo.

Trabaja y estudia. Piensa que con los libros que tie-nes y con lenguáfono eres dueño de un colegio y hasta de una universidad. No olvides estos consejos.

Cuida tu salud. Cuida tu estómago y no tomes lo que te hace daño. Tú eres sano pero debes tener cau-tela con lo que causa mal. Y ya sabes lo que es: dulce, licor. Toma tu remedio, tus vitaminas y tu Vaselagar. Báñate todos los días y haz tus ejercicios de respira-ción diariamente. Piensa siempre en lo que estás ha-ciendo en tu trabajo o en tu estudio. No te distraigas de lo que es tu quehacer y verás que todo te resulta bien.

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Cuando salgas, busca lugares buenos, de aire libre y solo donde aprendas algo. Los museos, bibliotecas o teatros de música buena, ballet, ópera, etc., como lo has venido haciendo. Busca buenas películas, de pre-ferencia históricas o de buena música.

Ahora va a abrirse la exposición de Leonardo de Vinci. Busca su historia en el Tesoro de la Juventud, encontrarás la historia de Leonardo de Vinci: Tomo XX ó de 20, pág. 6935. Léela bien y después anda a ver el museo que exhibirá los aparatos que Leonar-do inventó. No dejes de ir. Creo que se inaugura el 20 de abril y es algo excepcional en Lima, porque han traído los aparatos desde Italia, ciudad italiana de Florencia donde nacieron y trabajaron la mayor parte de los artistas italianos. Leonardo nació en el pueble-cito o aldea de Vinci, cerca de Florencia.

* * *Hay un dicho sabio: los libros son los mejores

amigos. Yo te dejo un buen número de esos amigos que nunca te traicionarán; que nunca te tendrán en-vidia; que siempre te ayudarán, y a cuyo lado puedes estar seguro y contento de día y de noche. Esos ami-gos cuidarán de ti, cuando les pidas consejo te darán los mejores que los que yo te he dado. Todo lo que quieras saber te lo dirán y enseñarán. No tienes sino que buscarlos, preguntarles, trabajar con ellos y no abandonarlos ni cansarte de ellos.

He procurado que esos libros sigan la labor de en-señanza que he comenzado contigo. Por eso te los dejo. Pero no los olvides porque esos libros son mis recuerdos.

Para que aproveches el tiempo te dejo ese relojito.Para que hagas tus notas y trabajos te dejo ese es-

tilógrafo.

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Así correspondo a tu buen comportamiento con-migo aunque en forma muy

humilde. Sigue siendo bueno y pórtate bien. Dios querrá que nos volvamos a ver.

Y sea cual fuere mi destino, especialmente si no he de vivir, no olvides mis consejos, que es lo único bue-no que te dejo. Alégrate y trabaja. Tu porvenir será el que tú quieras que sea. Procura que por tus esfuerzos merezcas que él sea lo mejor para ti.

Como he vivido tanto en esta casa, creo que aquí estaré yo siempre.

Mientras sigas en ella condúcete bien, como si yo estuviera presente.

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El 29 de marzo, fecha de su cumpleaños, el doctor Gori debió resignarse a una pequeña reunión con los suyos, porque, a pesar del acuerdo, continuaban vigen-tes las medidas de seguridad que impedían la presencia de extraños en la embajada.

Algo de triste tuvo el cumpleaños porque, mientras se prendían las velas, Haya de la Torre no pudo dejar de pensar que pronto estaría lejos de la gente más ge-nerosa que había conocido sobre la tierra. Gori para cambiar ese sentimiento, se esmeraba en bromear con el hecho que de entonces en adelante, la movilidad en Lima le iba a resultar un tanto cara. Todo el tiempo, cuando tomaba un taxi y pedía que lo llevaran a su sede, los choferes se negaban a cobrarle y terminaban rogándole:

—Solo le pido que salude al “Jefe” de mi parte.

“all’S wEll, that EndS wEll”

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A las cinco de la tarde del 6 de abril de 1954, Gori recibe al Decano del Cuerpo Diplomático Latinoame-ricano acreditado en Lima, Eugenio Martínez Thedy, embajador del Uruguay y a su colega de Panamá Raúl de Roux, para que lo secunden en su difícil misión. A las cinco y media del mismo día, Alejandro Freundt Rosell, ministro de justicia del régimen peruano, in-gresó a la embajada para dar cumplimiento a las últi-mas formalidades.

Gori llamó al mayordomo y le dijo: “Tenga la bon-dad de subir al departamento de Haya de la Torre y decirle que baje”. Entonces, él bajó ágil, casi al trote, las escaleras; sonriente, la mirada vivaz, y se encuentra, en medio del salón, con el ministro de Justicia y se dan un abrazo:

—¡Hola!Gori se levantó y le dijo a Freundt Rosell: —Señor ministro, como representante de Colombia

aquí y en cumplimiento del acuerdo que se ha cele-brado venturosamente en Bogotá, entre nuestros dos gobiernos, me cabe el honor de poner en sus manos a nuestro asilado, al señor Víctor Raúl Haya de la Torre, para que, bajo el honor del Perú, se cumplan con él los fines específicos para lo cual se celebró el acuerdo.

Entonces se levantó Freundt Rosell y dijo:—Yo, mi querido embajador y amigo, comprometo

el honor de mi país, en el sentido que daremos estricto cumplimiento a los fines de este acuerdo, tal como lo ha recordado aquí.

Haya de la Torre bebió una copa de champaña con sus discípulos, los mayordomos peruanos. Entró luego al salón dorado de la embajada, se detuvo frente a la bandera de Colombia y la besó. Por un instante estuvo

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allí, de espaldas al grupo; no quería que le viesen las lágrimas.

Los Gori y Nanny fueron recibiendo el abrazo de despedida. Víctor Raúl se sintió feliz de que los niños tuvieran tan corta edad y no comprendieran todavía el significado que tienen los adioses.

Gori me dijo: —¡Me estremezco al recordarlo!, todavía tenía los

ojos húmedos, levantó a este —abraza a su hijo Ri-cardo que está a su lado— y lo zangoloteaba y luego al otro lo alzó en sus brazos, acarició a los niños, tomó con ellos y con mi esposa unos sorbos de champaña y sin decir palabra se dirigió a la puerta, se esforzaba en reprimir la emoción. Hasta allí podía yo acompañarlo. Según el acuerdo, allí en el dintel mismo terminaba mi actuación.

—Él siguió con su acompañante atravesando los jardines hacia la reja de la calle. Cuando llegó allí se volvió en carrera y se dirigió a mí. Mil suposiciones me asaltaron en tropel, pero no, no era pánico ni nada del estilo. Su falta absoluta de costumbre de cargar di-nero lo había hecho olvidarse de la cartera en la que había colocado los billetes que le suministramos para sus primeros gastos. El mayordomo, Gonzalo Roncal, subió veloz a sus habitaciones y regresó trayendo, no solo la cartera sino también la chaqueta... de todo se había olvidado.

Con Freundt Rosell y los embajadores de Uruguay y Panamá, abandonó la embajada, seguidos muy de cer-ca por el director de gobierno, Alejandro Esparza Za-ñartu y agentes de la policía, brutales perseguidores de los apristas, durante los últimos años. El trato del mi-nistro fue correcto y casi amistoso. Cumplió los actos

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formales que debía cumplir, y le dio noticias de mu-chos amigos comunes mientras lo acompañaba hasta el avión. Un detective, sentado al lado del jefe aprista, tenía la misión de asegurarse que permaneciera en el avión al cruzar la frontera peruana. A esta formalidad innecesaria se añadía en esos momentos una postrera mezquindad de Odría: al tiempo que su enemigo sa-lía del país, lanzaba un decreto supremo por el cual lo declaraba indigno de la nacionalidad peruana y se la quitaba.

México D.F. fue la primera ciudad del exilio. Al abrir la portezuela de la aeronave, miles de personas vivaban al apra y a su fundador. Al grito aprista de “Víctor Raúl”, fue recibido por una enorme multitud de estu-diantes, obreros e intelectuales. Decenas de periodistas, 54 emisoras de radio y 2 canales de televisión, con sus micrófonos, luces y cámaras, están entre los que reci-ben al ilustre indoamericano, quien después de veinti-cinco años vuelve a pisar tierra mejicana. Sus primeras palabras fueron: “Siento profunda emoción al llegar a México. Este país es el campeón de la democracia y de la libertad. ¡Viva México!”. Luego se perdería entre la multitud hasta subir al automóvil de Manuel Vásquez Díaz acompañado de Felipe Cossío del Pomar y Luis Heysen, amigos entrañables de toda la vida. Siguen a Víctor Raúl, Jorge Raygada, César Elías —ex titular de Fomento—, José Alberto Tejada, Germán Pineda, Mario Puga, entre otros destacados amigos y colabora-dores de Haya de la Torre. En Varsovia 12, el modesto apartamento de Vásquez Díaz, se instala el fundador del apra, para ir luego al encuentro del maestro de las juventudes indoamericanas, José Vanconcelos.

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Antes, en escala técnica, Víctor Raúl había recibi-do en Panamá, Nicaragua y Guatemala, las ovaciones de multitudes gigantescas y llenas de fervor. Desde Panamá puso un cablegrama al doctor José Joaquín Gori, que decía simplemente: All´s well, that ends well, el nombre de esa famosa pieza de Shakespeare: “Bien está lo que bien acaba”. En Managua diría un celebre periodista: “Gentes del pueblo y niños se le acercan. Un limpiabotas de apenas 10 años saluda con alegría. Sorprendido Víctor Raúl le pregunta: ‘Pero, ¿sabes quién soy yo?’. El muchacho responde: ‘¡Claro, Haya de la Torre... el señor asilo!’ ”. En Guatemala, la recep-ción es emocionante, los Presidentes de las Cámaras Legislativas, los representantes de los partidos demo-cráticos, hombres de todas las clases sociales le tribu-tan su homenaje. Su amigo Miguel Ángel Asturias le saluda con hermosas palabras. Cuando el avión se ale-ja, centenares de pañuelos blancos —saludo y despedi-da aprista— se agitan intensamente. Cinco años, tres meses y tres días después de ingresar en la embajada de Colombia, Haya de la Torre pensó que la libertad hablaba español con cierto dejo colombiano.

cronología dE un aSilo

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194819 de octubre Muere la madre de Víctor Raúl. Julio César Villegas, mi-

nistro de gobierno de régimen de Bustamante, ordena a la policía la captura del jefe aprista si se presentaba al funeral.

27 de octubreGolpe de Estado del general Manuel Odría contra el pre-

sidente José Luis Bustamante y Rivero (1945-48), quien llega a la presidencia con apoyo del partido aprista.

19493 de eneroVíctor Raúl Haya de la Torre se asila en la embajada de

Colombia. Es recibido por el embajador Carlos Echeverri Cortés.

8 de eneroSe promulga el estatuto de la Junta Militar, mediante el

cual el general Manuel Odría gobernaría a través de decretos leyes

22 de febrero El Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto del Perú

rechaza el pedido de salvoconducto para Haya de la Torre. Celebración del Día de la Fraternidad y cumpleaños del

líder aprista. 4 de marzoEl embajador de Colombia, Carlos Echeverri contesta el

argumento de rechazo al salvoconducto por parte del gobier-no peruano.

28 de marzoColombia propone un arbitraje para solucionar el proble-

ma. Ambos gobiernos aceptan. 14 de agostoLos diputados Fernando León de Vivero y Pedro Muñiz

refugiados en la embajada de Cuba escapan fuera del país.

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Víctor raúl, El SEñor aSilo

Colombia retira a su embajador en Lima, Carlos Echeverri Cortés. Jorge Morales se pone al frente de la embajada como encargado de negocios.

195021-23 de febreroToque de queda impuesto por la Junta Militar.23 de marzo Asesinato de Luis Negreiros Vega.JulioAurelio Caicedo Ayerbe sucede a Jorge Morales como en-

cargado de negocios. 28 de julioEl general Odría convoca a elecciones presidenciales y se

presenta como candidato único.26, 27 y 28 de septiembre Alegato oral del señor Alfredo Vásquez Carrizosa, aboga-

do del gobierno de Colombia ante La Haya sobre el derecho al asilo.

20 de noviembre La Corte Internacional de La Haya dicta una primera sen-

tencia sobre el caso. La sentencia es considerada ambigua por los diplomáticos colombianos.

Diciembre El gobierno de Colombia retira a todo el personal feme-

nino, familiares y auxiliares de la misión, y la dejó reducida al encargado de negocios y a un agregado militar.

13 de diciembreColombia se dirige nuevamente al tribunal internacional

para solicitar que este declare la forma de ejecución de su sen-tencia.

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1951marzo Cuba decidió intervenir ante La Haya en el proceso de

asilo.13 de junioNueva sentencia del tribunal de La Haya. En ella se explí-

cito que Colombia no tiene que entregar al líder aprista a las autoridades peruanas, pero debe cesar con el asilo.

1952Colombia retira a su agregado militar Alfredo Duarte

Blum.José Joaquín Gori llega a Lima junto a su familia como

nuevo encargado de negocios de la embajada colombiana.

19545 de marzo Inicio de las conversaciones directas entre los gobiernos de

Perú y Colombia en Bogotá.6 de abrilFin del asilo. Haya de la Torre sale de la embajada colom-

biana rumbo a México.

cartaS y documEntoS

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Antes de la persecuciónCómo vivía Haya de la Torre

Por Germán Arcíniegas

A unos veinte minutos de Lima, ya en la sierra, el aire se hace diáfano. En Lima se vive a la sombra de una nube. En la sierra, la luz penet ra hasta en el último repliegue de los cerros.

Para ir a la casa de Haya de la Torre, hago un primer alto en la de Cossío del Pomar. El artista tiene su estudio en un sitio donde lo primero que ha de aprenderse es el nombre de los árboles y las flores. En estas casas de campo, aunque se viva sobre la raya de la carretera y se tengan todas las comodidades, de la vida urbana, el hombre siente el goce pleno de la soledad. A unos quince minutos de la casa de Cossío está la de Haya de la Torre.

Nos abre la puerta del camino un tipo fornido, bastante indio, desnudo de la cintura para arriba. Por alguna causa pasional estuvo meses o años en la cárcel. Es leal como un perro, fiel a Haya de la Torre como su sombra, noble valiente.

En la casa no está Haya de la Torre veo a unos cuan-tos viejos amigos y empiezo a inspeccionar la librería. Es un ambiente de estudio por donde han desfilado cuantas personas de alguna significación han pasado por Lima, en estos años. Con los libros están mezclados muchos objetos de arte. La curiosidad y las amistades de Haya de la Torre se mueven dentro de una gama tan extensa, que van desde Einstein hasta Walt Disney. En los últimos años se ha apa-sionado por el estudio del Espacio Tiempo. Ha discutido su teoría con filósofos de la historia, con matemáticos, con artistas. A Disney —de quien tiene unos dibujos cariño-samente dedicados— viene interesándole para que dibuje una película de la relatividad. Es seguro que la película se haga. Haya de la Torre tiene, por encima de toda otra cua-lidad, una irresistible atracción personal. Es subyugante su

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Víctor raúl, El SEñor aSilo

conversación lo mismo cuando habla de sus prisiones, de aquellos largos años en que no pudo moverse sino en la noche, que cuando discute problemas de teatro y dice de sus múltiples experiencias frente a las representaciones de Skakespeare, muchos de cuyos versos recuerda de memoria en su idioma original.

La casa de Haya de la Torre es un mirador sobre el río. Las tierras que le pertenecen ocupan una angosta faja entre la carretera y el río. Paralelo, corre el camino del inca, del cual quedan trozos en perfecta conservación. Nos senta-mos sobre un muro bajo, a conversar delante del paisaje. Momentos después. Alguien anuncia: “¡Ya viene Víctor Raúl!” .

Los domingos son días muy activos en casa de Víctor Raúl. (creo que voy llegando al momento en que en esta nota, ya no debo seguir hablando de Haya de la Torre sino de Víctor Raúl que es nombrarlo como Dios manda). Los estudiantes de Lima, los obreros, la gente que no tiene cómo gozar de un domingo sabroso, se considera invitada a pasar el fin de semana en el campo de Víctor Raúl. Desde le sábado comienzan a llegar las partidas, y resulta estrecha la tierra para acoger a los grupos que alzan sus lonas, en-cienden las hogueras y se disponen a vivir al amor de los árboles.

Víctor Raúl ha hecho de esta colonia de vacaciones una escuela. Todos allí son compañeros. Compañero le dicen el zapatero, el hijo de la cocinera o el presidente de la federa-ción de estudiantes.

Todos se acercan a la misma candelada, todos se tiran al mismo charco en el río, todos trepan por las sierras hasta que en la tarde del domingo se les ve quemados por el sol, llenos de alegría y placidez.

En la filosofía de la vida de Víctor Raúl han influido gentes del nuevo rousseaunismo. En los tiempos, ya hoy un poco distantes, de nuestras federaciones de estudiantes, de la revista Amauta, de los comienzos del apra, vivíamos

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bajo la impresión de las primeras noticias de Gandhi. Ro-main Rolland había escrito su biografía. Tolstoy, el gran campesino, miraba con admiración los experimentos del gran campeón hindú. Rabindranath tenía su escuela del Shantiniketan en medio del bosque. Es curioso cómo estos toques de vuelta a la vida de la naturaleza, se combinan en nuestro ánimo con las lecturas marxistas en que se trazaba el cuadro impresionante del capitalismo.

Al ver esta colonia de vacaciones encuentros que en Víctor Raúl hay un poco de todo aquello. De los días que Rousseau pasaba en la isla de St. Pierre, en su lago suizo, reconciliando al hombre con el paisaje; de la escuela de Yásnaya Poliana, dónde Tolstoi, renovando la predicación del evangelio cristiano, soñaba con una paz nacida, no de la violencia, sino de la justicia; de la montaña aunque se reti-raba Gandhi para abrir su campaña de Satyagraha e insistir en la predicación de la verdad; de la universalidad entre los árboles de Tagore.

Estamos ya demasiado hechos a hablar del Aprismo, nos hemos familiarizado con las campañas políticas del gran líder peruano, y apenas reparamos en lo que hay de extraor-dinario en este jefe político que así lleva una vida de sen-cillez y amor al estudio. La reacción natural de cualquier viejo zorro de partido, al ver estas cosas, será la de decir que Haya de la Torre es un ingenuo. Creo que en realidad esa es la palabra que mejor cuadra a su vida.

Ahí está su fuerza, y ahí está la mayor dificultad que le ha impedido dominar en un medio tan lleno de sagaces subterfugios como el que con artes finísimas han creado los políticos de Lima.

Llega Víctor Raúl, sudoroso y feliz, radiante como un enorme boy-scout, dilatando su pecho de toro, de atleta. Nos cuenta que treparon unos mil metros por la sierra, y que a punto estuvo de que se lo tragara el agua. Luego su-pimos el cuento con mayores detalles. Se tiraron a un char-co profundo, donde se formaba un remolino. Víctor Raúl

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se acercó demasiado al tragadero y las aguas empezaron a chupárselo. Un campesino que nadaba con él, le ayudó a sortear el peligro. Son esos pequeños grandes riesgos que se corren en toda excursión, y que a Víctor Raúl le alegran el rostro.

Pasamos unas horas hablando de todo: Hace Víctor Raúl recuerdos humorísticos de sus días, de perseguido. De la emoción que tuvo cuando vino a encontrar entre los papeles que le habían requisado años atrás, una carta, sin abrir, de Romaní Rolland, invitando a víctor Raúl a incor-porarse dentro de la cruzada que en esos días planeaban los intelectuales idealistas del mundo. La carta nos e destruyó porque la policía no la entendió.

—En cambio —me dice—, encontraron tu libro sobre los comuneros, que leía en esos días, y lo llevaron felices como la prueba por el título, de que yo era comunista.

Cuando empieza a oscurecer, recorremos el campamen-to donde los muchachos y muchachas del pueblo, los estu-diantes, hacen la limpieza final, doblan las toldas, se pre-paran para tomar los buses que han de regresarlos a Lima. En todos se ve una mística, que es la fuerza subterránea del partido. Pero, en este caso, la palabra mística tiene un senti-do y una intención muy diferentes, me parece de los que se le han dado en otras campañas políticas del mundo.

Revista de Amenco. Septiembre-octubre de 1948

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El latino americano de quien más se habla Haya de la Torre, o la grandeza de un hombre mudo.

Por Germán Arciniegas

Al comenzarse el sexto año de cautiverio de Víctor Raúl Haya de la Torre en la embajada de Colombia en Lima. Todos los periódicos de significación en los Estados Unidos han dedi-cado cuando menos un comentario a este caso singular, Sam Pope Brewer decía hoy en The New York Times que Haya de la Torre es el latinoamericano de quien se habla más. Ya se trate de amigos o adversarios, nadie puede desconocer el hecho de que es Haya de la Torre el peruano más señalado de este siglo, y es difícil señalar otro hombre a todo lo largo de la historia de su patria, que pueda parangoneársele. En los cinco años que lleva de estar recluido en la embajada de Colombia, cada día que pasa dilata más su nombre. No hay periódico en el mundo que no haya discutido su caso. Queriendo borrar su nombre de la historia del Perú, el presidente Odría no ha hecho otra cosa que hacerlo más visible. Se ha clausurado en su país todos los diarios de su partido, y automáticamente en Europa, en África, en Asia y en América se le ha dado al jefe del aprismo una publicidad que no ha tenido ningún otro líder de un partido político en América. Sobre todo, de buena publicidad. Porque si Perón es una hombre que se repite a diario, no es precisa-mente para ensalzarlo siempre. El nombre de Haya de la Torre ha crecido a la par en popularidad y en buena fama.

En todo esto hay la más extraña paradoja política de nues-tro tiempo. Desde la presidencia de Leguía hasta la actual del general Odría, los mandatarios del Perú han repartido sus ac-tividades en una mínima labor administrativa y una intensa lucha par evitar que hable Haya de la Torre. Durante la mayor parte de su vida el fundador del aprismo ha debido o errar en el destierro o vivir en la clandestinidad, Leguía, Sánchez Cerro, Benavides, Prado, Bustamente y Odría han actuado en la mis-ma forma prácticamente desde el día que fue deportado por el primero de esos mandatarios, hasta hoy, puede decirse que solo una vez pudo salir al balcón de Lima, Haya de la Torre,

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Víctor raúl, El SEñor aSilo

para dirigirse al pueblo, como lo han hecho todos los jefes del partido en América. Y a pesar de esto, ningún líder político puede ufanarse de haber alcanzado la popularidad de Haya de la Torre.

Alguna vez un profesor norteamericano visitó al Perú en unas vísperas electorales. Resumiendo sus impresiones nos decía: Si hubiera podido votar las piedras, las piedras hubiera votado por Haya de la Torre. Se ha producido ese fenómeno un poco mágico de un nombre que penetró en la conciencia cerrada de los indios callados, que se grabó en el corazón de los niños del altiplano y de la selva, que repetían como una consigna de lucha los obreros de la ciudad y los trabajadores del campo, los estudiantes y los que ni siquiera sabían hablar español. Y el nombre estaba pintado en las piedras del páramo, en las paredes, en las faldas de los montes. Era lo único que podían descifrar los analfabetos.

Hay en el fondo de todo esto un símbolo trágico, una de esas extrañas modalidades de la vida americana que dejarán perplejos a los futuros historiadores. ¿Cómo es posible que el hombre más famoso, que el más grande de un país de gran significación como es el Perú, sea el hombre que no pueda ha-blar? Por muchos aspectos, la biografía de Haya de la Torre es superior como tema a las posibilidades mismas de la literatura hispanoamericana. Hombres de una vida menos extraña, me-nos intensa, de Europa o del Asia, han encontrado biografía ilustres, y despertado asombro aún en nuestros propios países. De Haya de la Torre se han escrito libros excelentes como el de Cosío del Pomar, o el de Luis Alberto Sánchez, y nadie capaz de leer un diario, de oír una radio, nadie que esté medianamen-te enterado de lo que pasa en el mundo ignora quién es Haya de la Torre. Pero de la magnitud misma de este fenómeno de nuestra política, de lo que representa como singularidad nues-tra en la vida universal, quizá no nos hemos dado cuenta. El tema que simboliza este caso podría enunciarse así: de cómo crecen en el silencio las esperanzas de América.

Nueva York, enero de 1954.

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Un compañero en el corazón de Colombia*German Arciniegas

Dos veces en la historia de nuestra América —y dos úni-cas— hemos estado unidos. La primera, cuando la guerra de la independencia. Y se vio que era bueno. Entonces, des-aparecieron las fronteras —o no se habían levantado— y en las tropas, en el gobierno, en los preparativos de la re-volución, en las batallas finales —que se piense en Aya-cucho— todo era patria común. Y no fue poco lo que se hizo: derrotar sin armas, en América, a uno de los mayores imperios europeos, es cosa que todavía asombra. Nosotros, la generación de Víctor Raúl, que es la mía, medimos esta parte de la historia con la esperanza en el corazón, y la funesta experiencia de la desmembración, como enseñan-za de lo que pueden los errores en la vida de los pueblos. Entonces por segunda vez pasado más de un siglo, unimos de México hasta Chile y Buenos Aires, a las juventudes, dentro de un ideal beligerante: el de la revolución univer-sitaria. Todos éramos camaradas: nos sentíamos cogidos de la mano, y se proyectó una internacional americana, de nuestra América, que estuvo en la base de la fundación del apra. Esto se consideró tan nuevo en el mundo que no hay revista, libro ni conferencia de entonces en donde no se puntualice este hecho como una nueva solución para los problemas del mundo.

El liderazgo de Víctor Raúl fue reconocido continen-talmente. Yo no había cumplido los veinte años, y ya no solo le conocía, sino que de tan lejanos días data nuestra correspondencia y amistad. Habíamos hecho nuestro el pronunciamiento de Córdoba en la Argentina contra la vieja universidad. Se cantaba en las calles el himno del es-tudiante compuesto por el poeta peruano y un músico chi-leno. Se celebraba la fiesta de la primavera establecida en Montevideo. Recibíamos los mensajes de Vasconcelos que desde México hacía su apostolado continental. Conspirá-bamos en toda América contra la dictadura de Juan Vi-

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Víctor raúl, El SEñor aSilo

cente Gómez en Venezuela. Y cuando Leguía expulsó del Perú a Víctor Raúl , Panamá, Cuba y México le recibieron en triunfo. Yo hacia llegar a Lima su voluminoso correo, que por elemental precaución Víctor Raúl no enviaba nun-ca directamente. Las autoridades peruanas jamás supieron cómo se burló la censura oficial.

Hoy habría mucho más que revisar de lo que fueron los postulados de la reforma universitaria, y los planteamientos políticos que de ella se desprendieron. Las circunstancias de la vida han cambiado. Trabajar con las hipótesis que nos sirvieron de pauta hace cincuenta años sería absurdo. Pero lo que queda como ejemplo es el fervor de esa generación que volvió sobre la unidad de nuestra América. Hoy, los medios de comunicación e información han acercado tanto a los más remotos pobladores del mundo, que el sentido de la propia defensa impone, además, la necesidad de no confundir lo nuestro con lo asiático, africano, o europeo... en la misma forma en que antes luchamos por diferenciar nuestra fisonomía de la de nuestros vecinos, los de la Amé-rica inglesa. Hacia los años de la revolución de Córdoba o la aparición del aprismo, las distancias que salvábamos eran abismales de una a otra república de nuestra Amé-rica. Incorporar a la Argentina en nuestras luchas o sentir la presencia inmediata de México, era algo casi increíble. Todo conducía a la aparición de líderes, como lo fueron entre los precursores, González Prada, Rodó, Ingenieros, Vasconcelos. Entre los más nuevos, surgió Víctor Raúl. Respondiendo él a los exilios y prisiones de que fue víc-tima con una fe beligerante y omnipresente, con mensajes de resonancia continental, su prestigio fue universal. Lo mantiene con el encanto y embrujamiento de su ardiente magisterio original.

Han cambiado las condiciones del juego y, por suerte, no todos miramos ahora nuestro mundo de la misma manera. Nos hemos abierto a abanico. Pero unidos de las manos, sí, como antiguos camaradas, si miramos al futuro desde

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ángulos diversos, conservamos de aquella juventud sin má-cula ni reservas el rescoldo vivo de la empresa original.

Una vez, fugitivo, Víctor Raúl, se movió por el tablero de las calles de Lima, burlando a espías y gendarmes. La suer-te le permitió llegar a un pedazo de la tierra colombiana, clavado en el centro de la ciudad, Pasó en nuestra embajada unos cuantos años, en medio del estupor universal. Hasta entonces, nunca otro gobierno había sido tan tozudo en negar salvoconducto a un hombre eminente y limpio que se enfrentaba a una dictadura. Este amparo de Colombia fue como una prueba milagrosa de que aquella “Nuestra América” de Martí en que nos habíamos formado estaba viva.

Hoy Víctor Raúl ha cumplido ochenta y un años. En sus tres cuartas partes han sido de luchas, con todos los riesgos que en ellas corre quien se juega la vida en la aventura. Las nuevas generaciones, al enterarse de esa biografía, encon-trarán episodios, como conviene a quien se mueve en el ajedrez de cincuenta años de figuración política.

Pero queda en pie algo irreductible de su misión original que podría señalarse como el destino de quienes quieran hoy afrontar el tremendo destino de nuestra América : unirla.

En la soledad de su biblioteca en Villa Mercedes, o en los jardines de la misma, Haya siempre tenía algo que en-señar, a veces aplastaba el color de lo que lo rodeaba a sus singulares recuerdos de afectos o lecciones.

Hacer de ella un continente de verdad. Ya no para una grande aventura fugaz como fue la de la guerra de indepen-dencia, ni reducida al ámbito que la suerte nos fijó cuando las luchas universitarias encontraron en Víctor Raúl aquel líder sin agua en la boca ni reposo del cuerpo.

(La fecha de su nacimiento pasó a ser fiesta del pueblo peruano)

Las obras completas del fundador del Aprismo, que hoy se editan en su homenaje, son el mejor testimonio de su

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Víctor raúl, El SEñor aSilo

* Este mismo artículo aparece en el tomo i de las Obras comple-tas de Víctor Raúl Haya de la Torre con el nombre de “Recuer-dos en torno a Víctor Raúl Haya de la Torre”.

vida. Ojalá mediten en ellas los universitarios de hoy y las repase el pueblo. Más allá de cuanto pueda ser transitorio y perecedero, siempre esto es inevitable, queda vibrando el mensaje esencial. Cuando más años pasan, se impone más a esta América su palabra denunciadora de los años más duros. Esta América que todavía está muy lejos de ser reconocida por el resto del mundo. Oponiéndose a su desarrollo, los grandes se contentan con tenerla como tierra firme para montar sus industrias de rancia estirpe colonial y aprovecharla como instrumento en sus disputas impe-riales. Hoy el discurso sobre este tema es de uso corriente. Entonces lo hacían pocos. Lo que sorprende y desconcierta es la ausencia de un movimiento por la formación de un Continente que sea Tierra Firme para nosotros y no para los otros.

German Arciniegas Roma, octubre de 1976.

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Carta escrita por Haya de la Torre desde su frágil condi-ción de asilado en la embajada colombiana de Lima. La carta alude al primer fallo sobre su caso emitido por la Corte Internacional de Justicia de La Haya, ocurrido el 20 de noviembre de 1950.

* * * * *

Navidad 1950

Querido FelipeCon vida aún, van mis saludos por Navidad y Año Nue-

vo. Mil gracias por los otros mil. Compensaciones en estas semanas agobiantes por lo que han sufrido quienes están cerca de mi. Que yo, al filo de la muerte semana tras se-mana, ya me he hecho el trance y lo he esperado con una calma de “afusilable en capilla".

Mientras estés en La Habana trata de ver si se consigue que el Congreso ratifique la Convención de Montevideo sobre asilo (1933). Hay 12 países que la han ratificado. Pero faltan Cuba, Costa Rica, Ecuador, Bolivia, entre otros.1 Hay que movilizar fuerzas para obtener, que siquiera dos o tres −Uruguay lo ha hecho este año− ratifiquen y den parte a la Corte. Si se tiene mayoría el asunto de proponer un acuerdo sobre asilo en la OEA será definitivo. Trata esto con Chibás. 2 Si han sido tan generosos en sus acuerdos a

1 El caso Haya de la Torre debía estar amparado en todos sus alcances por el Tratado firmado en la Segunda Conven-ción sobre Asilo Político, realizada en Montevideo el 26 de diciembre de 1933, en el marco de la Séptima Conferencia Internacional Americana. Por la falta de ratificaciones de los gobiernos firmantes, el Tribunal de La Haya basaba su fallo en el Tratado anterior, menos claro y contundente que el de 1933, firmado el 20 de febrero de 1928 en La Habana.

2 Se refiere a Eduardo Chibás y Ribas (Santiago de Cuba, 15 de agosto de 1907-La Habana, 16 de agosto de 1951), político

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Víctor raúl, El SEñor aSilo

mi favor ¿por qué no obtener la ratificación de Montevi-deo, con acuerdo de dar parte a la Corte de La Haya? Este destruiría el argumento de la Corte contra la calificación unilateral, base de la parte confusa o ambigua del fallo. 3

Los de aquí querían que me declararan reo común. Han gastado millones en eso. No se consuelan de la absolución. Por eso hay que insistir en los argumentos del artículo que te envío que, con la firma que gustes, debe hacerse publicar. Necesitamos movilizar más y más voces. El plebiscito ha

cubano fundador en 1947 del Partido Ortodoxo o Partido del Pueblo Cubano, de perfil solidario con el aprismo. Realizaba una intensa campaña en apoyo de Haya de la Torre. Murió al año siguiente.

3 El Tratado de Montevideo de 1933 señalaba en su Artículo 2: “La calificación de la delincuencia política corresponde al Estado que presta asilo”, con lo cual Colombia tenía pleno derecho a dar protección a Haya de la Torre y exigir del go-bierno peruano el salvoconducto de salida correspondiente. El Tratado anterior, de 1928, firmado en La Habana, no tenía di-cho punto y en el Artículo 2 condicionaba el asilo a “casos de urgencia y por el tiempo estrictamente indispensable para que el asilado se ponga de otra manera en seguridad”. El fallo de la Corte Mundial del 20 de noviembre de 1950, ciñéndose al Artículo 2 del Tratado de 1928, emitía que no había pruebas suficientes para declarar una situación de urgencia que justifi-que el asilo ni para considerar a Haya de la Torre “delincuente político” o “delincuente común”. El fallo decía en su punto neurálgico: “Estima la Corte que el Gobierno del Perú no ha probado que los hechos anteriores al 3 y 4 de enero de 1949 de que se acusa al refugiado sean delitos de derecho común. […] Basándose en las observaciones y consideraciones arriba expuestas, la Corte estima que en los días 3 y 4 de enero de 1949 no existía un peligro que pudiera constituir caso de ur-gencia dentro del artículo 2 de la Convención de La Habana. […] No se puede calificar el delito cometido por Haya de la Torre ni se puede obligar al Perú a expedirle salvoconducto”. Ver: Alva Castro, Luis: El caso Haya de la Torre. Derecho de asilo, Lima, 1989 tomo 1, pp. 13, 32 y 39.

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sido unánime de derecha e izquierda. Un solo periódico no ha opinado en contra. Aquí no pudieron reproducir una sola voz a su favor.

El aprismo ha crecido y ha ahondado. La dimensión es enorme. Aquí hay un fervor místico. Se ha visto, se ha sentido la emoción. Para todos ha sido una sorpresa tanto fervor. Esta gente —cafres— iba a romper relaciones con todo lo demás. Pero los detuvieron EE.UU. y la opinión. La participación en la protesta de la CIO y de la AFL ha tenido un efecto aquí profundo. Todo ha cambiado. Mu-chos están sorprendidos. Sánchez me dice: “Has crecido”. ¿Será? ¡O ya estoy grandecito para eso!

La muerte rondó cerca, cerca. Pero Dios estuvo mas cerca. Escribe a Rafael Belaunde y dile cuánto le agradezco su

carta al Times. Dile que hay más argumentos: ¿Por qué la Corte Naval que falló sobre el 3 de octubre no pidió que se me solicitara? ¿Por qué no pidió la extradición? El go-bierno no puede pedir entrega en nombre de una autoridad judicial que no la ha ordenado. El juez citó antes del 3 de enero. Ahora la jurisdicción total del proceso pertenece a la Corte. ¿Por qué me pide el gobierno usurpador la función del poder judicial?

Odría estuvo procesado por el 27 de octubre —le abrió el juicio Bustamante— hasta junio 15 de 1949. Por auto decreto se cortó el mismo su juicio. El decreto está en El Peruano. Belaunde debe saber esto.

A los amigos de la prensa hay que decirles que pidan, como tema, que se establezca una Corte Internacional Americana. Que pidan la ratificación de la Convención de Montevideo. Que den la noticia de que a raíz de la media-ción de EE.UU., que salvo el rompimiento y todo, se han presentado de 2 a 3 mil apristas pidiendo a la embajada americana que los incorporen a las fuerzas de las Naciones Unidas. Sería muy importante.

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Mayo 2. (1954)

Mi querido Víctor Raúl:No tengo para qué decirte una vez más el júbilo de ver-

te libre. Ardo en deser de verte. A un hubo la posibili-dad, pues tenía en la cabeza un vago proyecto de pasare el verano en México, pero la balanza tuvo que inclinarse del lado de Bogotá, donde tengo a mamá. Estos van a ser mis últimos meses de Estados Unidos, pues hace bastante tiempo que acaricio la idea de establecerme en Europa, y he decidido irme cueste lo que cueste a Francia o a Italia en Setiembre, para quedarme varios años. Además, por el momento, tengo libre el acceso a Colombia. Te digo esto, porque si decides ir a Europa, allá nos veremos.

De la no venida a Estados Unidos, creo que estás en grave error, sobre todo por lo que respecta a la política de Odría. No puedes darle el gusto de que te cierre esta puer-ta, cosa que no puede hacer. Tengo la seguridad de que no te pondrán dificultades para la FISA, y más aún, de-bes definir esa situación. Aquí te podría invitar cualquier organización importante, obrera, universitaria o cultural, y arreglarte todo. Sería un golpe formidable darte en Nueva York una comida a gran despliegue, que fueras a Washing-ton dos días, y que de aquí salieras para donde te diera la gana. No podemos dejarle a los dictadores que sean ellos quienes se declaren dueños de las llaves de este país. Aun para tener más autoridad en nuestra crítica a lo de acá, de-bemos demostrar que lo hacemos por simple razón natural, sin rencor ni amargura. Piénsalo dos veces, y dime lo que te parezca, pues yo movería acá todo lo que fuera del caso para que tu venida fuera como todos lo deseamos.

De paso, me parece que es indispensable buscar una oca-sión solemne para formular un nuevo aprismo, o lo que sea, sobre la base de la crisis en que ha entrado toda nuestra América. Nos hace falta un documento que está sincroni-zado con este año de 1954. Nos estamos moviendo dentro de una serie de forcejeos al fondo de los cuales se ve que

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luiS alVa caStro

hay una conciencia que yo llamo nuestra América, pero que carecen de coherencia visible. Y creo que la persona que puede formular los fundamentos de una nueva política, eres tú.

Ya iré a Chile en junio para la reunión del grupo de li-bertad de la cultura. Estaré allá una semana, regresaré para organizar mi salida que será yendo primero a Colombia por un par de meses, y luego, Europa. Sería formidable ver-te en Chile, si antes no lo he logrado teniéndote acá.

Te incluyo una carta de quien me sirve acá de agente literario. Es una gran persona, de quien algún día tendré que hablarte. Trabajador nobilísimo, que con gran tenaci-dad está organizando algo que ya empieza a verse y to-carse, y que, si logra escap192/8ar adelante nos dará un instrumento formidable para la lucha. Además, es persona cumplidísima. Hace ya más de dos años que maneja todos mis artículos. Fue a nombre suyo que te puse el cable que recibiste en México.

No sabes cuanta emoción sentí cuando Roberto me en-señó en Bogotá tu carta. Y lo que me alegra saber que había podido leer esas líneas que si pudo moverse a escribir la amistad, solo me dictó la justicia.

Recibe mil recuerdos de Gabriela, y un fuerte abrazo de

Germán Arciniegas

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Víctor raúl, El SEñor aSilo

Varsovia 12México D. F.

Mi querido Germán Arciniegas:Estoy en deuda contigo. No respondí a tu telegrama

porque cayó en el primero de cerca de dos mil que suman los que he recibido y, claro me ví en la imposibilidad de contestar por la misma vía.

Ahora te escribo de vuelta de San Miguel Allende, para agradecerte una vez más aquel artículo tuyo, maravilloso, que me hizo llorar. Y para decirte que aquí estoy a tus ór-denes. Que me indiques cómo debo colaborar a tu agen-cia de difusión cultural. Que me señales la tarea y medites tus condiciones. Sobre todo de extensión de los artículos. ¿Convenidos?

Escríbeme o telegrafíame. Haz las indicaciones perti-nentes y tendrás sin demora mi colaboración.

No se si has visto visión. Ahí se sugiere que me apli-carán la ley Mac Carran si intento ir a Estados Unidos apenas dejo de dudarlo pero no intentaré ir, me iré a Brasil y al Uruguay y luego a Europa a trabajar desde allá. Mis opiniones sobre el macarthismo pueden hacerme víctima de un atropello cuya resonancia en el Perú sería tremen-da —de mucho contento para Odría pero de justo resen-timiento anti US en el pueblo— y no quiero provocarlo. Solo iré cuando tenga plena seguridad de que no se me va a rechazar o a arrestar como hicieron contigo.

Es curioso, aquí Lombardo y los comunistas me llamaron “Agente de Washington” mientras visión —indudablemente una publicación anti aprista y subvencionada por Odría— pide que se me aplique ( o lo sugiere) la ley Mac Carran.

Bien, así estamos, y esta es la democracia. Te abraza fraternalmente ( y perdona el lápiz porque no

tengo otro modo de firmar).V.R.

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luiS alVa caStro

México, D.F., 4 de junio de 1954Sr. Germán Arciniegas27 West 55th St.Nueva York, N.Y.U.S.Mi querido Germán Arcíniegas:

He tardado mucho en escribirte y espero que me per-dones porque como comprenderás aquí no he tenido casi minuto para nada que no sea corresponder atenciones.

A pesar del tiempo transcurrido, estos mexicanos me tienen “atarantado” con sus bondades afectos. Realmente ha sido par mí una compensación hondísima encontrar tanta simpatía y tanta hospitalidad. Me he reenamorado de México y creo que de todos modos tendré que volver aquí, porque no es una formula decir, por lo menos a mi me ocurre así, que esta es la patria de todos.

El viernes próximo salgo para Costa Rica por la vía Miami y después de cinco días, también por la misma vía, partiré para Montevideo y Río. La Universidad de Costa Rica me ha invitado a dictar conferencias y me vá a otorgar el Doctorado “Honoris Causa” y en Montevideo y en Río me esperan muy buenos amigos también. De ellí iré a Eu-ropa y espero encontrarte en Italia. Como yo no tengo em-bajadas ni consulados míos “tantearé en los tuyos hasta que te encuentre. Me alegra mucho que vayas a Europa, aunque creo que vas a hacer mucha falta en los Estados Unidos.

La agencia de difusión continental en la que tu escribes, me envió una propuesta a la que no he contestado aún. Quiero aclarar si se trata de una absoluta exclusividad de mis colaboraciones para ella, porque Bohemia de la Habana y El Tiempo de Bogotá ya me han comprometido corres-pondencias. Si tu agencia me permitiera escribir separada-mente para Bohemia y El Tiempo, no tendría inconveniente en enviarle mis colaboraciones, aunque, dicho sea de paso, lo que ofrece como remuneración, 50 dólares, me parece un poco bajo. No sé si sea porque Bohemia que es tan lujosa me paga 200 dólares por artículo.

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Víctor raúl, El SEñor aSilo

Luis Alberto está en planes de venir por este lado del Hemisferio y yo estoy tratando de que no apresure el viaje. De todos modos vamos los apristas a tener una reunión en Montevideo y allí espero verlo.

A Colombia no puedo ir, según los pactos “caballerescos” que me fijan tres meses de permanencia fuera de Colom-bia. Me gustaría mucho ir, pero creo que será mas tarde. Estoy empeñado en la campaña de reverdecer la agitación por la unidad continental. Ojalá pudieras ayudarme. No veo otro camino de solución para nuestros problemas [...]* allí a Berlín, de Berlín a Atenas, de Atenas a Roma, de Roma a Oxford y de Oxford a Lima.

Esto es todo y un abrazo.Víctor Raúl

P.S. Sé que vas a venir a Gotemburgo. Ojalá lo hagas. Este instituto modelo merece todo encomio.

Ademas, aquí esta el escenario de uno de los más auten-ticos, de los pocos duraderos, amores de Miranda. Cathe-rine Hall (cuyos cabellos, ojos y boca dicen los suecos que inspiraron los colores de la bandera gran-colombiana tuvo aquí su casa y tiene su tumba.

Contestame al Malmen Hotel Estocolmo.¿Dónde está Eduardo Santos?

* La copia de la carta en nuestro poder se interrumpe en esta parte.

iconografía

I

Víctor raúl, el señor asilo (enero, 1949-abril, 1954)

II

colombia amiga: Durante su asilo, Haya de la Torre aparece con los diplo-máticos colombianos Jorge Morales Rivas, Aurelio Caicedo Ayerbe y Enrique Michelsen Concha.

amistad: con el embajador Carlos Echeverri Cortés.

III

la espera: En las escaleras de la embajada de Colombia en Lima, Víctor Raúl aguarda los resultados del debate peruano-colombiano.

IV

sonrisa inconfundible: Haya de la Torre saluda a una amiga durante reunión social.

el poder de la amistad: con Jorge Morales en los jardínes de la Embajada de Colombia.

V

en suelo amigo: En la embajada de Colombia en Lima. Víctor Raúl escucha al coronel Duarte, agregado militar del país que defendió los fueros del asilo.

VI

negociadores realistas: Alberto Zuleta Ángel, David Aguilar Cornejo, Carlos Sanz de Santa María y Hernán Bellido.

el eco de la prensa: Así informó el diario colombiano El Tiempo sobre el asilo de Haya de la Torre.

VII

cerco implacable: Durante el asilo de Haya de la Torre, la policía de la dictadura vigiló estrechamente la sede diplomática de Colombia, incluso con zanjas como las que puede apreciarse junto a la motocicleta.

recuerdo afectuoso: Víctor Raúl recordaría especialmente al personal de servicio de la embajada, así como al “compañero gallo” con el que aparece en la foto de la derecha.

VIII

un niño ante el oprobio: El hijo del coronel Alfredo Duarte, agregado mi-litar de Colombia en Lima, que fue hostilizado por la policía de la dictadura mientras marchaba al colegio.

IX

Víctor raúl Haya de la torre acompañado de los hijos de Jorge Morales y del hijo del Coronel Alfredo Duarte.

retrato de familia: La familia Gori, en la embajada de Colombia. A la izquierda, Miss “Nanny”.

X

pluma ilustre: Haya de la Torre dialoga con el escritor colombiano Germán Arciniegas.

al pie de bolíVar: Junto a la efigie del Libertador, Víctor Raúl y Aurelio Caicedo Ayerbe.

cuando el espíritu naVega: Víctor Raúl en la biblioteca de la embajada de Colombia.

XI

XII

tiempo de libertad: El diario colombiano informa sobre la liberación de Haya de la Torre, el 7 de abril de 1954.

XIII

rumbo al aVión: Haya de la Torre se dispone a emprender viaje a México ca-minando entre Alejandro Freundt Rosell, ministro de Justicia y Culto; Manuel Céspedes, secretario del ministerio de Justicia; Alejandro Esparza Zañartu, director de gobierno y Clodomiro Marín, director de Investigaciones.

XIV

¡ViVa méxico!: Víctor Raúl a punto de descender por la escalera del avión de la línea Panagra en la ciudad de México.

XV

pasaporte de Hombre libre: Rodeado de policías y periodistas, Víctor Raúl busca sus documentos antes de internarse en la capital mexicana.

XVI

en libertad: Después de largo asilo, Haya de la Torre recorre el bosque de Chapultepec, en México.