El Hechizo de Caisa

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    Fer nando Orteg a

    EL HECHIZO

    de

    C A I S S A

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    Advertencia: Los personajes y situaciones retratados en esta novela son por completo cticios. Cualquiersimilitud con la realidad es pura coincidencia.

    Fernando Ortega, 2011

    Editorial Viceversa, S.L.U., 2011 Calatrava, 1-7 bajos. 08017 Barcelona (Espaa)

    Primera edicin: febrero 2011

    Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida,sin autorizacin escrita de los titulares del copyright, la reproduccin total o parcial de esta obra por cual-

    quier medio o procedimiento, sea electrnico, mecnico, por fotocopia, por grabacin u otros, as como ladistribucin de ejemplares mediante alquiler o prstamo pblicos.

    Printed in Spain- Impreso en EspaaISBN: 978-84-92819-31-7Depsito legal: B-2825-2011Impreso por Liberdplex, S.L.U.

    www.editorialviceversa.com

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    CAPTULO1

    Llegada al tablero

    Sorprendernos por algo es el primer paso

    de la mente hacia el descubrimiento.

    LOUISPASTEUR

    ANACRONISMOS SELECTOS

    El ajedrez es el esfuerzo supremo del intelecto hecho

    juego. La gente nos mira como a bichos raros, incapaces

    de comprender que bajo esta apariencia de plcida se-

    renidad y parsimonia se desarrolla una cruenta e ini-

    maginable lucha de mentes y voluntades. Clarividentes

    pensadores en un mundo de insaciables consumidores devidencias, que no de vivencias.

    El escriba de Caissa

    La ronda final est expuesta, vocifera el rbitro principal.

    Hay momentos en la vida en que eres consciente, sin mo-

    tivo aparente, de estar asistiendo a un acontecimiento memora-

    ble. No sabes por qu, ni qu diferencia este momento de otros.No hay ningn signo, ningn sntoma, ningn duende imaginario

    que te susurre al odo que ests a punto de... No. No hay nada,

    salvo esa extraa sensacin, esa comezn inmaterial tan absurda

    e irracional como la miel del primer beso, el ardor del primer tra-

    go o el paroxismo del primer orgasmo.

    Ahora, observando estpidamente las inexistentes som-

    bras de los alfiles, la mirada perdida, percibiendo el spero tacto

    de la madera que conforma mis torres, el ademn pausado, pa-

    seando por el limbo de la ingravidez, s que voy a vivir uno de esos

    imperecederos momentos, que algo grande me espera. Algo que

    jams podr olvidar. Algo que jams deber olvidar. Curiosamen-

    te, aun a sabiendas de lo trascendental del momento, una plci-

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    da quietud me invade, convirtiendo el escandaloso gritero de los

    participantes del torneo en un lejano murmullo que difcilmente

    logra perturbar mis profundas meditaciones.

    Es la ronda final. El momento de la verdad, de demostrarsi soy ratn o len, zorro astuto, como dira Adrin, o un msero

    carroero incapaz de saborear ms presa que la que el azar me

    pone a tiro. Despus de ocho dursimas rondas, he llegado, con

    siete victorias y unas meritorias y trabajadas tablas, a jugarme

    el triunfo final del torneo en el primer tablero. Que es como de-

    cir, segn el sistema de emparejamiento suizo propio de estos

    eventos, jugar la final. Para muchos, una sorpresa. Para m, la

    consecuencia lgica de un proceso madurativo imparable. Saba

    que esto iba a llegar tarde o temprano, que las parcas tiempo

    ha que entretejieron este filamento destinado a marcar mi futu-

    ro. S que es mi momento, el punto donde corono mis ambiciones

    o acabo dndole la razn a Adrin cuando afirma que siempre

    ser un segundn. Todo lo acontecido en los ltimos aos pareca

    orientado a anticipar este momento nico.

    Como en una pelcula pica, en esta ocasin mi banda so-nora se compone de exclamaciones altisonantes, golpeteos asin-

    crnicos de los relojes en los tableros donde los ms impacientes

    juegan partidas rpidas mientras esperan que se publique el em-

    parejamiento de esa ronda final, amargos lamentos de ocasiones

    perdidas, vanidosos jbilos apenas contenidos por el ms estricto

    sentido de la humildad deportiva, y corrillos de curiosos y partici-

    pantes elucubrando la clasificacin final, calculando las posibili-

    dades reales de alcanzar objetivos personales o maquinando unastablas pactadas con los futuribles rivales.

    Un torneo de ajedrez dista mucho de ese tpico tan absur-

    do e injusto, de esa aureola de seriedad, de silencio absoluto y de

    la aburrida y desapasionada perspectiva de quietud ajedrecstica

    tpica de la distorsionada visin romntica de los advenedizos. El

    ajedrez, como cualquier otro deporte, destila pasin, desata rabia,

    altera los latidos del corazn y sublima el ansia de victoria y el do-

    lor en la derrota. Y es la ltima ronda. El momento de fabular con

    que somos dueos de nuestro destino, de soar con lo impensable

    y de quemar las naves ante la perspectiva del fracaso o el xito

    absoluto. Atrs quedan cientos de partidas, qu digo cientos!,

    miles!, decenas de torneos, matchesindividuales, partidas de en-

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    trenamiento, millones de blitzrelmpago a cinco y diez minutos,

    algn modesto experimento a la ciega, varias relativamente exi-

    tosas simultneas, y un ascendente y largo camino incrementando

    poco a poco mi Elo, el guarismo numrico que determina la fuerzade juego de un ajedrecista. S que sta no ser la ltima partida,

    pero desde otro punto de vista percibo que ser la culminacin de

    una etapa. Habr ms, pero pertenecern a otro jugador, el juga-

    dor en que me convertir tras este torneo.

    Advierto la trascendencia de la partida, pero no acabo de

    ver la diferencia. Es un sentimiento interno difcil de explicar.

    Simplemente percibo que este juego ser especial en mi carrera.

    No la meta final, pero s un punto de inflexin.

    No necesito mirar el tabln de corcho donde han expuesto

    el emparejamiento para la ronda final. S que juego contra Javier

    Morales. Ambos hemos vencido en la penltima ronda, la octava,

    y tenemos la misma puntuacin, los nicos con siete puntos y

    medio.

    Tablero 1: Javier Morales (7,5) Marcos Vzquez (7,5)

    No hay duda. Nos vamos a jugar el torneo en la primera

    mesa, en el primer tablero. De hecho, esto es lo que piensan las

    decenas de jugadores y acompaantes cuyas miradas de soslayo

    resbalan sobre mi espalda, o atraviesan ofensivamente mis pupi-

    las, o expresan abiertamente y sin modificar un pice el volumen

    de sus voces sin preocuparse de que yo pueda orlo el deseo de

    mi derrota. Poco saben ellos que esto es falso. Porque realmentevoy a jugar contra m mismo, en primer lugar, y, sobre todo, con-

    tra Adrin. No albergo ninguna duda de que Javier Morales es un

    simple pen del bando rival en la partida de mi vida. Un hombre

    de paja. Yo, y l tambin, por supuesto, sabemos que realmente

    juego contra Adrin.

    Al fondo de la sala veo a un taciturno espectador envuel-

    to en un grueso abrigo gris. Ha venido, y no s si alegrarme

    de su presencia o enfadarme por la prohibicin mdica que sin

    duda ha trasgredido. En cualquier caso, supongo que Roberto

    debera estar orgulloso de m. S que soy el envidiado blanco

    de todas las miradas. Estoy en el primer tablero de la ltima

    ronda del ms importante torneo autonmico para jugadores de

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    menos de 2.200 puntos Elo. Ah es nada! Aunque conocindolo,

    puedo adivinar la imperturbable indiferencia de su rictus, y me

    cuesta horrores imaginar algo remotamente parecido al orgullo

    manifiesto. S que nada de lo que haga o logre ser suficientepara l. Y ahora me sorprendo preguntndome por qu me im-

    porta. Roberto.

    R

    esulta curioso que un muchacho de cinco aos sea se-parado de su padre, trasladado a un pas y un continen-te lejanos, arrancado de su patria, familia, amistades

    y costumbres y que sus principales recuerdos infantiles estndirectamente vinculados con esas gurillas de madera, tan ab-surdamente vacas de signicado en aquel entonces como esen-ciales en mi vida adulta.

    La primera vez que vi a Roberto asir su rey y mirarle a losojos antes de comenzar una partida con el abuelo, no daba

    crdito a lo que vea. Yo haba visto jugar al ajedrez anterior-

    mente y aquel gesto me pareci una soberana estupidez, tansorprendente como inexplicable. Pero ahora, con la perspectivade tantos aos de convivencia con Roberto, no s de qu meextrao. Nada en mi infancia, nada en mi extrao proceso deadopcin, nada en mi relacin con Roberto puede considerarse

    normal.Cruc el charco desde mi Buenos Aires natal sin compren-

    der ni los motivos ni la celeridad de mi adopcin. Gael Cardozo,

    mi padre, a quien siempre conoc postrado en su lecho del hos-pital sufriendo una dolorosa enfermedad que lo incapacitabapara vivir con normalidad para vivir, en una palabra, habadecidido entregarme a un extrao. Un espaol de quien nadasaba y a quien puerilmente odiaba al saberme por su causadesarraigado de mis amigos y privado del cario maternal queMara Laura, el ama de llaves de mi familia, siempre me habadeparado desde mi nacimiento. Nunca conoc a mi madre y nosupe de ella ni siquiera su nombre porque hasta muchos aosdespus siempre consider a Mara Laura mi autntica mam,la nica presencia femenina de mi infancia. Con cinco aos,ningn nio deja atrs ataduras que no pueda fcilmente olvi-dar, y an hoy me pregunto si la decisin de mi padre no fue la

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    mejor, porque de haber postergado mi marcha, quizs hubieratenido que enfrentarme a la desgarradora perspectiva de tenerque abandonar lazos mucho ms estrechos y slidos que los que

    hube de cortar. Pero privarme de Mara Laura fue una cruel-dad que difcilmente nunca podr perdonarle. Ella era el cari-o, los hmedos besos y los clidos abrazos que todo nio debeaprender a gozar, y con los que Roberto nunca me regal.

    Mi llegada a Espaa, tras un aburrido y largo viaje en avinacompaado de un estirado funcionario de la agencia nun-ca supe de qu agencia se trataba, slo puede calicarse dedesoladora. Los nios tienden a interiorizar vivamente las sen-

    saciones fsicas en mayor magnitud que los adultos, sin recu-rrir a la lgica, sin proceso reexivo alguno, sin considerar msmotivos ni razones que los que sus ojos o su piel les descubren.Suelen atender a sus instintos primarios a la hora de establecer

    juicios de valor, despreciando otros factores condicionantes. Yono saba nada de esto en aquella poca, pero el desagrado deaquella mi primera jornada espaola se podra explicar por un

    cmulo de sensaciones que iban desde la bilis que me subaa la boca tras el galopante aterrizaje, hasta el cortante helordel invierno madrileo, pasando por el desagradable aroma acolonia barata de mi taciturno e impuesto acompaante. Fueen esa fra maana de enero cuando por primera vez conoc aRoberto.

    De estatura media, barba rala, cejijunto y abundante cabe-

    llo, Roberto venda a sus interlocutores una imagen poco afable

    y que en nada invitaba a la conanza. Al ser presentados lesalud educadamente intentando disimular mi desnimo y de-cepcin. Aquel era el adusto hombre que me haba privado demi vida y que ahora me besaba maquinalmente. Fue un besodesapasionado, fro como la maana, dira que casi forzado.No era eso lo que yo haba imaginado durante el vuelo. Espera-ba encontrar una histrinica bienvenida, con gritos, abrazos y

    besuqueos lquidos, quizs alguna mujerona que me estrecharaentre sus senos con desatada vehemencia, como sin duda haraMara Laura, o tal vez un regalo de manos de algn herma-nastro acompaado de una sincera sonrisa. Nada de eso recib.Un simple beso fofo y protocolario, acompaado de una mserafrase de recibimiento sin ningn calor. Hola, soy Roberto. T

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    debes de ser Marcos. Vmonos, que hace fro. Hizo un ges-to con la mano que quise interpretar como una caricia, peroslo me apart suavemente el equillo dejando a la vista una

    pequea marca de nacimiento en forma de media luna que yoluca bajo mi sien derecha, a la altura de la patilla. Se quedmirndola unos segundos, sin darle mucha importancia, antesde comenzar a andar.

    Roberto. Un hombre taciturno de hosco semblante y parcapalabra, nada dado a expresar sentimientos ntimos. Parecaque, ms que un nuevo hijo, yo fuera para l una nueva carga.Y, efectivamente, as me sent aquella primera maana de mi

    nueva vida: no ms deseado, no ms apreciado que la maletadonde guardaba todas mis pertenencias, toda mi conclusa vida,

    que Roberto traslad cansinamente hasta el coche. Su glidorecibimiento, su indolencia y desapasionamiento, su huraa ac-titud para conmigo era tan desagradable como sorprendente,

    porque, si bien poco saba yo de la vida a tan tierna edad, s queesperaba que un padre adoptivo mostrase, cuando menos, un

    cierto inters por el hijo que se supona deba anhelar y espe-rar con muchas ganas. Nada de eso percib yo en la actitud deRoberto. No hubo pasin. No hubo alegra en mi llegada. Nohubo amor.

    Y esa primera impresin en nada cambi durante las pri-meras semanas, los primeros meses, los primeros aos. Rober-to dej bien claro que era un padre estricto y exigente, nadaducho en las sutilezas pedaggicas propias del encargado de

    la educacin de un mozalbete, sino ms bien un preceptor ala antigua usanza, para quien la permisividad y la pacienciaestaban restringidas al mnimo. Tolerancia era un vocablo queno estaba en su diccionario, y pronto aprend cun fcil erahacerme acreedor de su enojo, silencioso y callado, pero evi-

    dente, y qu difcil era arrancarle una sonrisa, y no digamosuna felicitacin.

    Puedo contar con los dedos de una mano los regalos y pre-

    mios que de l recib durante toda mi infancia, y no recuerdouna sola conversacin de padre a hijo, de esas que tanto pro-liferan en las series televisivas americanas. El modelo de pa-dre que yo siempre imagin en nada coincida con el estilo deRoberto. Nunca fue violento ni injusto conmigo, bien est que

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    lo reconozca, pero jams sent eso que se suele llamar amorpaternal. No dud en obviar, olvidar y soslayar, de manera su-til pero inequvoca, todo aquello que supusiera actuar como se

    supone que debe hacerlo un padre. Si en algn momento supoy asumi las obligaciones inherentes a su rol paterno, nunca medio la impresin de que obrara como tal. Y las pocas veces quelas circunstancias le impelieron a ello entrevistas con mis tuto-

    res escolares, relaciones con padres de mis compaeros de clase,visitas mdicas, ayuda en mis quehaceres escolares, mi procesode educacin en general, fue tal su desagrado maniesto queno me cupo duda alguna sobre el desamor que siempre me pro-

    fes. Insisti desde el primer da en que me hiciera responsablede mis cosas, de mis hbitos higinicos, de mis estudios, de miropa, de mis asuntos en una palabra, de mi vida.

    Roberto era todo lo que tena y todo lo que me esperaba.No s si me inform l, o ms tarde fui recomponiendo el cua-dro completo con aislados retazos de historias medio contadas,

    pero a los pocos das tena muy claro que Roberto era un viudo

    solitario jams hablaba de su mujer fallecida, ni siquiera co-noc su nombre carente de otra familia que no fuera un her-mano que viva en Galicia, all al norte de aquel extrao pasde adopcin donde iba a habitar.

    Su hermano, de nombre Pedro, era padre de una familia

    numerosa, cuatro hijos y dos hijas, que hubieran hecho las de-licias de un nio deseoso de compaeros de juegos, como yo enaquella poca. Desgraciadamente, Roberto no mantena unarelacin demasiado estrecha con su familia gallega y apenaspude disfrutar de mis primos ms que en media docena deocasiones, all por el da de Navidad y poco ms, y ni siquieratodos los aos. Viaj en un par de ocasiones a las verdes tierrasgallegas y mis familiares nos devolvieron la cortesa visitandoMadrid otras tantas veces. Demasiado poco para lo que yo de-seaba.

    Uno de mis primos, Alberto, que tena mi misma edad, fuelo ms parecido que tuve a un pariente cercano. Fue l quienme dijo que Roberto, segn comentaba su padre con cierto res-quemor, sufri un radical cambio de carcter tras la muerte desu esposa, que antes del luctuoso acontecimiento era un hom-bre afable y carioso. Segn Alberto, eran tres los hermanos:

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    Roberto, Pedro y una hermana, de nombre Carlota, fallecida

    haca algunos aos, en circunstancias que no supo o pudo acla-rarme. Me relat, en un galimatas de fechas y datos inconexos,

    una historia confusa segn la cual los abuelos, los padres de Ro-berto, Carlota y Pedro, murieron bastante jvenes, y Roberto, elmayor de los tres hermanos, se hizo cargo de toda la familia de

    bien jovencito, comenzando a trabajar en empleos de poco lus-

    tre a la tierna edad de quince aos. As que muy pronto se car-g sobre sus espaldas la responsabilidad de sacar adelante a sus

    dos hermanos, proveyndolos de alimento, sustento y estudios,mientras l se deslomaba de sol a sol sacricando su frustradavocacin de abogado en el convencimiento de estar haciendo locorrecto, lo adecuado, lo honrado y lo nico posible.

    No es de extraar que por ese motivo se sintiera moralmen-te acreditado como un autntico pter familias y entendieraque las decisiones de sus retoos deban supeditarse a su apro-bacin. Parece que la disputa que distanci a los hermanos tuvoque ver con su hermana Carlota, ya ausente, que se enamor

    de un extranjero decidido a llevrsela a vivir a Sudamrica.Roberto, imbuido de una prepotencia tpica en l, y sabindosecabeza de familia tras la muerte de sus padres, se opuso a lo

    que l calic de aventura irreexiva. Pedro apoy la decisinde Carlota, y ste fue el detonante de los desencuentros per-manentes que desde entonces enturbiaron la relacin fraterna.En n, Alberto tampoco supo explicarme demasiado bien loocurrido, pero parece que el viaje de Carlota a Sudamrica,obviamente censurado por Roberto, termin por desestructu-rar una familia que acab denitivamente enfrentada. Al pocode aquello, Carlota falleci debido a una extraa enfermedadtropical, y Roberto siempre mantuvo una fra actitud hacia Pe-dro, que pronto emigr hasta Vigo, recordndole que si no sehubiera puesto de parte de Carlota quizs aquello no hubieraocurrido nunca.

    Sea como fuere, mi familia se reduca a Roberto y pocoms. La presencia lejana y testimonial de mis primos gallegosera poco signicante.

    Por si fuera poco, Roberto, el inaccesible, tena un carcterhermtico y hurao, y no slo era dicilsimo arrancarle unasonrisa, sino tambin una palabra. Las suyas eran frases breves,

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    directas, y generalmente imperativas o asertivas. Slo habla-ba cuando tena autntica necesidad. rdenes, indicaciones,solicitudes. Pocos consejos, pocos intimismos y ningn halago.

    Justo es reconocerle que casi nunca lo vi perder los nervios nigritar, ni mucho menos utilizar la violencia, ni verbal ni fsica.Con estos antecedentes y este grado de permisividad paterna,

    puede decirse que fui un muchacho poco travieso y bastantemodoso, pero si alguna vez fui partcipe o protagonista de algu-na barrabasada, Roberto jams me abronc. Preri castigar-me ejemplarmente, sin histrionismo, pero con contundencia.Cuntas noches moj la almohada con lgrimas de impotencia,

    aorando lo que tuve en Buenos Aires, a Mara Laura, e inclu-so a mi autntico padre, y odi mi vida y, sobre todo, a Roberto.Ahora s que este sentimiento es propio de todos los nios yadolescentes, pero entonces pens que era el ser ms desgra-ciado de la tierra, que eso slo me pasaba a m, y envidiaba laniez de mis compaeros de escuela.

    No me atrevo a armar que la ma fuera una educacin

    espartana, y no sera justo decir que Roberto me maltrat. Denio jams me puso la mano encima, jams me neg el alimen-to y nunca pas penuria alguna en el vestir, ni mucho menosme falt jams un libro de texto o lectura. Pero apenas gocde juguetes infantiles, no hubo capricho pueril en la reducida

    celda que Roberto llamaba mi habitacin ni ningn ingeniotecnolgico de esos con los que mis compaeros presuman enlos recreos. Que no falte lo necesario, que no sobre lo superuo,

    sola decirme.Roberto nunca se enfureca conmigo. O, al menos, eso es lo

    que yo perciba. Incluso en las ocasiones en que sufr sus castigos,incluso cuando me reprenda por alguna infantil travesura, poralguna falta imperdonable, jams alteraba el tono de voz, jamsgritaba, siempre tranquilo, callado, sosegado. Eso no signicaque apruebe su actitud. No era lo que se dice un padre ecuni-me, ni justo, ahora lo s, y las frases cuando seas padre come-rs huevos, a ti no tengo que darte explicaciones o porquelo digo yo y eso es suciente razn, muchas veces justicaroncastigos, decisiones inapelables y dolorosas prohibiciones. Ro-berto estaba cargado de prejuicios contra las tendencias sociales

    mayoritarias le encantaba armar que esto o aquello era una

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    moda pasajera, ideas preconcebidas de lo que era una co-rrecta educacin y axiomas heredados de la sabidura popular.Cun raudo acuda al refranero cuando le convena!

    Ciertamente, el asunto del lenguaje era trascendental en mirelacin con Roberto y en mi proceso de adaptacin, al me-

    nos al principio. Yo, lgicamente, mantuve durante mis prime-ros aos de estancia en Espaa un marcado acento sudaca

    como decan mis malintencionados compaeros de la escue-la, pero me costaba comprender algunas expresiones extraasque jams escuch en Buenos Aires y, sobre todo, me costabahorrores comprender la jerga pseudoliteraria de Roberto. Si

    cada tres frases inclua un refrn o una cita, era complicadodiscernir cunto haba del lenguaje comn hispano y cuntoera de la cosecha propia de Roberto. Y no es que Roberto nohablase claro. Pero yo era un inmigrante y algunas costumbreseran difciles de desterrar y olvidar.

    La primera noche en casa de Roberto fue decepcionante.Hubiera podido esperar una celebracin o esta de bienvenida,

    y lo nico que recib fue una sopa de ajo y unas insulsas cro-quetas de bacalao acompaadas de una extraa mezcolanza deverduras como guarnicin. Roberto no era un hombre excesi-vamente hablador, por no decir que era una especie de estatuaviviente, y supongo que aquella primera noche en la que tuvoque explicarme algunas incgnitas que rondaban por mi ca-beza desde dnde estaba el bao, hasta el confuso motivo demi adopcin agot sus reservas de paciencia y locuacidad. De

    hecho, siempre tuve la pueril sospecha de que aquel agotadoresfuerzo lo haba condicionado de por vida, y por eso era tanpoco hablador. Y, por supuesto, aquella noche llor. De miedo,de rabia, de incertidumbre, de impotencia. Y tal vez tambinllor de niez, ese incomprensible llanto que todos los niospractican de vez en cuando, tan espontneo como necesario.Un llanto imprescindible para madurar, para reconocer que lavida es dura y que las penurias del alma curten y nutren elespritu, aunque no sepamos muy bien qu es eso, ni por qunarices tiene que ser as.

    Durante los primeros meses tuve que acomodar mis cos-tumbres a las de Roberto. Me hubiera gustado poder excusar-me diciendo que existan diferencias culturales entre mi edu-

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    cacin en Argentina y la espaola, pero la verdad es que lascostumbres extraas eran las de Roberto. Nada tenan quever con las nacionalidades, sino que simplemente era el carc-

    ter estricto y categrico de mi padre adoptivo. Instrucciones,pocas explicaciones y, como deca l, al pan, pan y al vino, vino.Rotundidad. Normas estrictas, orden relativo y masculino,un sitio para cada cosa, un momento para cada acto y un obje-

    tivo para cada empresa.Pasaron varias semanas hasta que dej el callado llanto noc-

    turno, y varios meses hasta que dej de extraar a Mara Laura.Supongo que sera el hasto o que, como deca Roberto ante

    cualquier problema, enfermedad o lesin, no hay mal que cienaos dure. l tena siempre un refrn en la punta de la boca,siempre el ms idneo, el ms mordaz, el ms adecuado a susintereses. Hasta que no comenc a cohabitar con mis compa-eros de escuela, pens que el refranero era el autntico idiomaespaol. Pero no. Como otras muchas cosas que poco a pocodescubrira, en realidad solamente era cosa de Roberto. Otras

    veces utilizaba citas clebres de lsofos, polticos o estadistaspara reforzar un argumento o sentenciar categricamente sudecisin nal sobre un asunto concreto. As que, si consideroretrospectivamente el tipo de comunicacin que siempre tuvecon Roberto, frases hechas, refranes y fras instrucciones, taxati-vas aseveraciones, ausencia de explicaciones, de calor humano,de poesa, supongo que debo considerarme un privilegiado porno haberme vuelto loco o haberme convertido en un psicpata.

    Aunque, como siempre deca l, todo ajedrecista apasionado esun psicpata en potencia o reprimido.

    As, entre miradas desaprobadoras, variopintos castigos yfrreos preceptos vitales, aprend a comer todo lo que se ponaen el plato, aun con arcadas ante los pimientos, frugales cenas,

    opparos desayunos, ligeras meriendas y variados almuerzos.Aprend las tablas de multiplicar, los ros y montaas espaoles,las andanzas blicas de los hroes de Troya, Con diez caonespor banda, a escribir, a leer, a respetar a los mayores, a dosi-car las horas de juegos, a atender a mi higiene, a relacionarme

    paccamente con otros nios y a obedecer con maysculas.Siempre obediencia ciega. Y aprend que la dulzura muri conla ausencia de Mara Laura.

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    Tal fue el cmulo de rencor por los agravios infantiles quejur no perdonarle jams, que incluso hoy, quiz con la pers-pectiva de saber en qu me he convertido, me sorprendo re-

    cordando el principal motivo de enojo de mi infancia: Robertono quiso ensearme a jugar al ajedrez. Esto puede parecer unarazn absurda e incomprensible, pero debo reconocer que vertms lgrimas por su contumaz negativa que por cualquier otromotivo. Claro que para entender esto es conveniente conocerhasta qu punto el ajedrez estaba presente en mi vida y, porsupuesto, en la de Roberto.

    Roberto era un subyugado acionado. A l le gustaba decir

    que el ajedrez no se elige, sino que te elige. Que te posee.Y siguiendo ese principio, podramos decir que el domi-

    cilio de Roberto, mi hogar adoptivo, era un autntico tableroblanquinegro. La casa, diminuta en dimensiones reales, perosucientes a tenor del espacio restado al limitado mobiliario,rezumaba ajedrez. Sobre la mesa del comedor, y puesto quesiempre comamos en la cocina, se amontonaban las revistas y

    los libros de aperturas, los recortes de peridico normalmentecon partidas reproducidas y siempre haba alguna complejaposicin tctica en el eterno tablero de madera que all reina-ba. No recuerdo otra ubicacin para ese tablero, y an hoy,haciendo un enorme esfuerzo memorstico, creo que jams lovi en ningn otro lugar del inmueble. Roberto utilizaba otrocuando jugaba. Nunca pude averiguar cuntos tena, ni mepreocup, pero eran muchos, de eso estoy seguro. Y en la pared

    del fondo, hurfana de los aderezos decorativos propios de unacasa normal, un tablero de ajedrez mural de un metro de lado

    llenaba el vaco ornamental con su presencia. Era evidente queRoberto jams pudo o supo apreciar otro elemento decorativoque no fuera aquel tablero mural, y estoy convencido de queaunque hubiera posedoLa ltima cenade Da Vinci, el tableromural no le hubiera cedido el sobresaliente y privilegiado pues-

    to. De hecho, resultaba curioso e incluso ilusionante, al menosdesde que el invisible virus ldico me invadi, levantarme porla maana y estudiar la posicin de tablero presidencial aslo bautic cierta inspirada tarde del segundo ao, en un arran-que de originalidad, aun antes de lavarme la cara. A vecesRoberto dispona un complejo problema tctico, no s si como

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    callado desafo a mi capacidad de clculo o a la suya, y otras,la sinfona caissstica, la banda sonora de mi vida, ilustraba unpasaje histrico de alguna de las famosas partidas romnticas

    de nales del siglo XIXo principios del XX, unas veces del ce-lebrrimo Anderssen, otras del genial Morphy, cuando no desu preferido, el audaz Tahl. Resulta curioso que aquel tableromural constituyera la verdadera referencia del saln, en muda

    confrontacin con el televisor, centro neurlgico de los salonesde todos mis compaeros de la escuela.

    No es de extraar, visto lo peculiar de mi entorno familiar,que pronto asumiera mi condicin de raro, diferente, especialo friki, como decan mis amigos. Siempre tuve la insana cu-riosidad de saber si las baldosas bicolores del pavimento por

    supuesto, blanco y negro, dispuestas en perfecto escaqueadoalterno, fueron una peticin de Roberto al constructor o venanas con la casa. Lo cierto es que fsicamente viva en un tableroreal, y an hoy me pregunto cmo no aborrec aquel diablico

    juego desde el primer da. Pero quiz Roberto tuviera razn, y

    pronto el gusanillo traspas mi piel y Caissa me posey.Roberto, a diferencia de los padres de mis compaeros, erauna presencia permanente en la casa. Trabajaba en la bibliote-ca pblica, de gestor de recursos de no s qu, pues nunca supecul era su autntico cargo ni su funcin concreta y, por su-puesto, l nunca se detuvo en amplias explicaciones al respectoni hablaba nunca de su trabajo. Yo slo saba que trabajaba enuna ocina en el interior de la biblioteca. Este empleo le per-

    mita disfrutar de todas las tardes libres y, puesto que durante lamaana yo siempre estaba en la escuela, en la prctica siempreestaba en casa. Adems, era un hombre amante de su intimi-dad, que no gustaba de salir a los bares ni tena aciones quele exigieran desplazamiento alguno. As que, si es cierto queaprendemos lo que vemos, como l mismo deca, yo aprend,bsicamente, lo que vea en Roberto. Ajedrez.

    Aprend cmo analizar durante horas una posicin, aprenda reproducir partidas tanto en el sistema de notacin algebraica

    como en el descriptivo, aprend los gestos, las maneras, los ric-tus, lo que se ve, lo que se sabe y lo que se intuye del jugador deajedrez, aprend a pensar y a apreciar el callado pensamientodel rival, aprend a adaptar el ritmo de mi respiracin al tictac

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    armonioso e inquebrantable del reloj, aprend a enrocarme enla vida atisbando partidas prohibidas y a respirar ajedrez, quealgunos ya sabemos que no es un simple juego, sino una mate-

    ria viva semejante a un gas que nos envuelve, susceptible de serinhalado, asimilado y espirado. Y lo hice, como dira Roberto,arrasado por su ejemplo, que no por sus palabras. l sola decirque si las palabras mueven, los ejemplos arrasan. Y yo podraaadir que el atractivo de lo prohibido subyuga.

    Porque Roberto nunca quiso ensearme a jugar. Y quizpor ese motivo mi deseo fue irrefrenable. De hecho, ahorapienso que si Roberto hubiera sido un padre normal, si me

    hubiese enseado el movimiento de las piezas, si no hubieserevestido un juego tan popular y universal de un opaco halo

    de misticismo, quizs entonces lo hubiese aborrecido. Pero verque toda su vida, toda la casa, toda mi infancia estaba supedi-tada al ajedrez y no conocerlo, era algo que yo no poda tolerar.Y dominar el ajedrez, as, en su ms amplia concepcin, hastaun mocoso como yo poda intuir que era algo diferente a cono-

    cer el movimiento de las piezas.