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7/21/2019 Díptico - Emilia Pardo Bazán http://slidepdf.com/reader/full/diptico-emilia-pardo-bazan 1/176 Díptico Emilia Pardo Bazán   O   b   r   a   r   e   r   o   d   u   c   i   d   a   s   i   n   r   e   s   o   n   s   a   b   i   l   i   d   a   d   e   d   i   t   o   r   i   a   l

Díptico - Emilia Pardo Bazán

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Las ocho colecciones de clásicos en español de la literatura y el pensamiento universal de El Cid Editor suman miles de títulos de los autores más importantes de todos los tiempos, editados en el primer tercio del siglo XX. Están presentes las grandes figuras de la literatura y la filosofía de la antigüedad grecorromana, los referentes medievales europeos, la abundantísima producción española y rusa del siglo XIX, los perennes ecos de la explosión del modernismo... El estudio erudito de las obras, la investigación interdisciplinaria o la exigencia de ampliar el horizonte cultural, hacen de estas colecciones un elemento indispensable para cualquier lector.

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Díptico

Emilia Pardo Bazán

  O  b  r  a  r  e

  r  o  d

  u  c  i  d  a  s  i  n  r  e  s

  o  n  s  a  b  i  l  i  d  a  d

  e  d  i  t  o  r  i  a  l

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"La sordica"

Las cuatro de la tarde ya y aún no se ha levan

tado un soplo de brisa. El calor solar, que agrieta la tierra, derrite y liquida a los negruzcosegadores encorvados sobre el mar de oro de mies sazonada. Uno sobre todo, Selmo, que poprimera vez se dedica a tan ruda faena, siéntesdesfallecer: el sudor se enfría en sus sienes y uvértigo paraliza su corazón.¡Ay, si no fuese la vergüenza! ¡Qué dirán lo

compañeros si tira la hoz y se echa al surco!

Ya se han reído de él a carcajadas porque sabalanzó al botijón vacío que los demás habíaapurado...Maquinalmente, el brazo derecho de Anselm

baja y sube; reluce la hoz, aplomando miedescubriendo la tierra negra y requemada, sobre la cual, al desaparecer el trigo que las amparaba, languidecen y se agostan aprisa laamapolas sangrientas y la manzanilla de acr

perfume. La terca voluntad del segadorcill

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mueve el brazo; pero un sufrimiento cada vemayor hace doloroso el esfuerzo.Se asfixia; lo que respira es fuego, lluvia d

brasas que le calcina la boca y le retuesta lopulmones. ¿A que se deja caer? ¿A que rompellorar? Tímidamente, a hurtadas, como el qucomete un delito, se dirige al segador mápróximo:

-¿No trairán agua? Tú, di, ¿no trairán?-¡Suerte has tenido, borrego! Ahí viene just

con ella La Sordica...Anselmo alza la cabeza, y, a lo lejos sobre u

horizonte de un amarillo anaranjado, cegadove recortarse la figura airosa de la mozuelportadora del odre, cuya sola vista le refrigerel alma.De la fuente de los Almendrucos es el agu

cristalina que La Sordica trae; agua más heladcuanto más ardorosa es la temperatura; sorbetque la Naturaleza preparó allá en sus misteriosos laboratorios, para consolar al trabajador elos crueles días caniculares.

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¡Si Anselmo no se contiene al encuentro de zagala, saltaría, a manera de corzo, cuando ventea el manantial cercano!

Como si La Sordica adivinase dónde estaba más sediento, el más ansioso de aquellos deheredados, recta venía hacia Anselmo, galladamente enhiesta para sostener el odre mejor,

en la mano una cantarita de añadidura, uncantarita de barro salpicada de divinas gotas dhumedad, que a la luz del sol relucían comsueltos brillantes...

Y llegándose al segador novicio -leyendo esu cara amortecida la necesidad- le tendió lcantarita, a la cual pegó Anselmo los labios coun suspiro violento, que parecía un sollozo...

Al anochecer, cuando los enormes carros ibacamino de las eras, cargados de gavillas, Selmy La Sordica volvían juntos, por la senda qurodea el lugar; y el mozo decía a la zagala, mucerca del oído, sin duda a causa del defectill

que declara el apodo:

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-Na, mujer; en la chola se ma ha metío y en querer muy aentro... Tú vas a ser mi novia... Nme des un esaire, borrega, que me gustas má

que el agua de tu cantarita..."La Ilustración Artística, núm. 887, 1899.

"Tía Celesta"

¿No la visteis al cruzar la esquina, a la viejecitdel pelo más blanco que los copos de la nievdetenidos en los aleros de los tejados, de te

rancia como el marfil, de dentadura cabal firme todavía, sin postizo ni engañifa algunaLas curtidas y arrugadas manos con que, manjaba la badila revolviendo las castañas en

tostador dicen a voces la vida de labor incesante; la venerable calma de la frente y la limpidede los ojos, que debieron de ser hermosos a loveinte años; la tranquilidad de la concienciaSentada en la bocacalle, al margen de la acer

procurando no estorbar con su humilde come

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cio a los transeúntes, en primavera, vendía lilaclavellinas y rosas "de olor"; pero apenas asomaba el frío, saliendo a relucir las primera

"pañosas", establecía su puesto de castañas asadas, y allí la tenían los chiquillos golosos de lescuela y los estudiantes que van a la Universdad y al Instituto, despachando la mercanccon una afabilidad y un desinterés

señoril...

Generosa y franca, a fuer de española netjamás escatimó la ración al niño que, tiritandalarga su "perra chica", ni al mozo que, riend

suelta la peseta en el regazo; jamás regateó jamás pidió limosna. Ahogos y miserias, crujdas y hasta enfermedades sospechamos que slas pasó la Tía Celesta muy agazapada, en s

sotabanco de la Ronda; pero ¿extender elaquella mano? Primero se moriría. Era precisoírla cuando se expresaba en confianza. "Trabajar, sí, señor; que ésa es la ley del pobre..., digdel pobre honrado. Con mi trabajo me he man

tenido y nadie ha tenido que avergonzarme n

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vio ocupar su puesto y revolver las castañasobre la hornilla. Desapareció... "Estará acatarrada..." Buen catarro debía de ser, que pasaro

las Navidades y llegaron los Carnavales sin qula castañera volviese a su sitio de costumbre. tampoco, cuando los últimos cierzos de la Sierra soplaron ya fatigados sobre Madrid, se presentó, cual otros años, ofreciendo los precoce

narcisos, que anuncian la resurrección de Flora...Seguramente la Tía Celesta había logrado

mantón con que soñaba; un mantón color d

tierra, que no se rompe, que no se gasta y quabriga de una vez..."La Ilustración Artística, Almanaque", 1899.

El mundo

Las dos hermanas se encontraron en el estrecho pasillo; casi se tropezaron, y se dieron u

beso, siendo de cariño a pesar de lo tristes qu

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estaban. La mayor, Dionisia, venía del cuartde la madre enferma, trayendo una taza de cado vacía ya; la menor, Germana, de la cocin

de calentar por sus manos un parche cáusticLa penosa y quebrantadora faena de enfermeras, la vigilia y las inquietudes habían empaldecido y ajado sus caras graciosas, donde eplendía, antes, fresca y atractiva, la "belleza d

diablo".-¿Cómo queda ahora? -preguntó Dionisia.-Me parece que peor... Con mucha fatiga, ¿sa

bes?

-¿Recado al médico?-No quiere.-¡Aunque no quiera...!Suplicantes, momentos después balbuceaba

al oído de la paciente... Era necesario que vinise el doctor; con que recetase un calmantaquel acceso pasaría...Respiroteaba la señora como pez a quien sa

can de su elemento y dejan temblar sobre l

playa en anhelo agónico. Desmadejada, azulos

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la tez, sus labios morados se abrían desmesuradamente, queriendo beberse todo el aire dmundo. Las hijas, conteniendo el sollozo,

auxiliaban como podían; dábanle friccionesuaves, la incorporaban, abrían la ventana dpar en par. El parche, olvidado, se enfriaba sobre la mesa de noche. Al fin se aquietó un pocla respiración era más fácil y franca. Pud

hablar:-Ahorrad médico. Lo indispensable. Acordao

de que cada visita cuesta un duro.Ante el gesto de desinterés de indiferencia d

las muchachas, la señora añadió, no sin esfuezo doloroso, terrible:-Es que no sabéis de la misa la media... Creé

que únicamente hemos bajado de posición

Ayer me entregasteis carta del tío Manolo, quha terminado la liquidación de nuestra fortuna... Estamos completamente arruinadas, y aúpeor: estamos alcanzadas en seis mil y pico dduros. ¿Qué tal?... Llamad médico, llamad mé

dico... ¡Si al fin yo duraré pocos días, y no ha

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médico en el mundo que pueda curarme! Coeste golpe..., lo he sentido; se me ha descompuesto algo dentro, en el corazón... ¡Pobres pe

queñas mías! ¡Ánimo, no lloréis!...Era tardío el encargo, Dionisia y Germanabrazadas, se mojaban recíprocamente los rotros con el llanto ardiente y salado de las grandes amarguras... La primera en dominarse fu

la menor; arrastró fuera de la habitación a lmayor y la llevó hacia una salita amuebladcon cierto lujo, reliquia del bienestar antiguo.

-¿Qué va a ser de nosotras? -tartamude

hipando aún Dionisia.-Trabajaremos -decidió Germana prontamente-. Y desde hoy mismo. No en balde nos llaman Manitas de oro. No creas que aguardaré que mamá se muera, a que nos echen de est

casa y perdamos nuestra única esperanza dsalvación.-Y, por mucho que trabajemos, ¿crees tú qu

sacaremos para vivir?-De seguro. Y para volver a tener coche.

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-¿Y los intreses de la deuda de los seis miPorque hay que pagarlos, ¿entiendes?

-¡Vaya si hay que pagarlos! -murmuró pensa

tiva, lacrimosa, Germana-. No vamos a dejar evergüenza la memoria de mamá. Sólo que entonces..., habrá que trabajar de otro modo.

-¿De qué modo? -interrogó, recelosa, Dionisia

-Yo me entiendo.-No vayas a hacer una de las tuyas...

Vistióse Germana con elegancia y coqueterítraje sastre de fino paño marrón; toca azu

donde anidaba un pajarito tornasolado; tomun coche y fue recorriendo las casas de las amgas de antaño, que se mostraban frías o, por lmenos, alejadas, desde el momento en que "la

de Ramos" se encontraron en mala situacióeconómica... Donde la recibían, Germana entraba decidida, sonriente bajo el velito de motas; un ramillo de violetas naturales, preso en lsolapa, la anunciaba con la discreta brisa de s

perfume; y soltaba el discurso, no en tono su

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plicante, sino como el que pide lo que se le dbe.

-No estamos lo que se dice en grave apuro, esno; sin embargo, hemos sufrido pérdidas... ¡Fgurate que vivíamos con tanto lujo...! Cuestcuesta el acostumbrarse a recortar gastoEchamos de menos el coche, los abonos, lo

viajes. En vista de esto -añadía precipitadamente la niña al notar las nubes de desconfianza precaución que iban cubriendo la faz de su interlocutora-, hemos resuelto ser en breve máricas que nunca. Yo tengo disposición, bue

gusto, algo de chic. He aceptado la representación de una modista muy elegante de Biarritla que nos vestía antes; este traje es de ellaReproduciremos aquí sus modelos con algun

rebaja, naturalmente... Haremos las toilettes los sombreros; todo completo. Pago, eso sí, contado; la modista nos lo exige... Hemos montado taller. Conque, querida, a ver si nos ayudas..., ¿eh? No te pido otro favor... Es en venta

tuya; vestirás bien con menos sacrificio, y l

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-Oye, Dionisia -suplicó Germana, con voz rotpor la emoción-: coge, sin que mamá te vetodo el dinero que tenga ella en su armario

hay que adelantar tela, los adornos...-No me atrevo... ¡Coger, así, del armario! ¡La

economías de mamá!

-¿Prefieres pedir limosna?

La energía sugestiona, la resolución fascinDionisia se apoderó de la cantidad, y los trajeempezaron a surgir. Las hermanas no dormíanno comían ni vivían. La enferma hubo de nota

algo extraño.-¿Qué os pasa? ¡Qué raras estáis! ¿Por qué mdeja Germana sola tanto tiempo? ¿A qué sdedica? ¡Ingrata! Que venga...

Una mañana, el ahogo de la señora fue málargo, o las fuerzas se hallaban más agotadas tvez... Sobre el brazo de Dionisia cayó la inercabeza de la madre, libre ya de penas y sufrmientos, bañada en eterno reposo. Las hija

arrodillándose al pie de la cama, sollozaban si

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consuelo. Se oyó sonar la campanilla imperiosamente.

-¡Llaman!... -gimió Dionisia.

-¡Es la parroquiana del traje de sociedad!... ¡Lhabía citado a esta hora! Viene a probar -hipGermana, levantándose.

-¿Vas a recibirla? -reprobó la hermana mayor-¡Ya lo creo!...

Y Germana, limpiándose las lágrimas, saliaprisa.-¿Llora usted? -preguntábale entre compade

cida y curiosa la cliente, mientras ahuecaba co

el dedo un pliegue del cuerpo escotado, parseñalar la arruga.-Sí, señora. Acabo de saber que se me h

muerto una parienta... allá en Andalucía.-¿Cercana?

No mucho... Pero la queríamos... ¿Le gusta a señora el escote bajo, o sin hombreras? Ahorse llevan poco...-Más bajito..., así... Que no me falte usted ma

ñana, ¿eh? Espero el vestido por la tarde...

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Al día siguiente -horas después del entierroGermana cobraba la primera toilette de las quhicieron la reputación de las famosas hermana

Ramos. Se ganaba en el traje sobre unas trecientas pesetas.-Si yo confieso mi verdadera situación

decíame Germana, al referirme su escondidtragedia-, o me vuelven la espalda o me daunas "perras" de limosna... Hay que pedir cosoberbia y para lujo; no para comer..."La Ilustración Española y Americana", núm

29, 1908.

El disfraz

La profesora de piano pisó la antesala todrecelosa y encogida. Era su actitud habituapero aquel día la exageraba involuntariamentporque se sentía en falta. Llegaba por lo menocon veinte minutos de retraso, y hubiese quer

do esconderse tras el repostero, que ostentab

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los blasones de los marqueses de la Ínsulcuando el criado, patilludo y guapetón, le dijcon la severidad de los servidores de la cas

grande hacia los asalariados humildes:-La señorita Enriqueta ya aguarda hace u

ratito... La señora marquesa, también.No pudiendo meterse bajo tierra, se precip

tó... Sus tacones torcidos golpeaban la alfombrespesa, y al correr, se prendían en el desgarróinterior de la bajera, pasada de tanto uso. Apique estuvo de caerse, y un espejo del salóque atravesaba para dirigirse al apartado gab

nete donde debía de impacientarse su alumnle envió el reflejo de un semblante ya algo demacrado, y ahora más descompuesto por terror de perder una plaza que, con el empleílldel marido, era el mayor recurso de la familia.

¡Una lección de dieciocho duros! Todos loagujeros se tapaban con ella. Al panadero, al dla tienda de la esquina, al administrador implacable que traía el recibo del piso, se les respon

día invariablemente: "La semana que viene

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Cuando cobremos la lección de la señorita de Ínsula..." Y en la respuesta había cierto inocentorgullo, la satisfacción de enseñar a la hija ún

ca y mimada de unos señores tan encumbradoque iban a Palacio como a su casa propia, daban comidas y fiestas a las cuales concurrlo mejor de lo mejor: grandes, generales, minitros... Y doña Consolación, la maestra, contab

y no acababa de la gracia de Enriquetita, de lbondad de la señora marquesa, que le hablabcon tanta sencillez, que la distinguía tanto...

Todo era verdad -lo de la sencillez, lo de

distinción-, pero la profesora no por eso se sentía menos achicada -hasta el extremo de emocionarse- cuando la madre de esa alumnsiempre vestida de terciopelo, siempre adorna

da con fulgurantes joyas, le dirigía la palabra, hablaba de música... Porque la marquesa de lÍnsula, que no sabía ni cuáles eran las notas dpentagrama, disertaba a veces con verbosidadrepitiendo lo que oía decir a los entendidos e

su platea. Y doña Consolación, sin enterarse d

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lo que explicaba aquella voz tan suave, a mnudo imperiosa en su dulzura, contestaba indistintamente.

-Verdad... Así es... No cabe duda... Tiene razón la señora...¡Si por culpa de la tardanza perdiese la lec

ción! ¡Si, al verla entrar, la marquesa hiciese ugesto de contrariedad, de desagrado! El cora

zón fatigado de la profesora armaba un ruidde fuelle que la aturdía... Se detuvo para tomaaliento. Y, en el mismo instante, oyó que la llamaban con acento cordial, afectuoso. Era s

discípula.-¡Doña Consola! ¡Doña Consola! -repetía niña, en el tono del que tiene que dar una notcia alegre-. Venga usted... ¡Hay novedades!"Doña Consola" corrió, no sin grave peligro d

enganche y caída. La marquesa, llena de cortesía, se había levantado, de lo cual protestó lmaestra, exclamando:-¡Por Dios!La chiquilla batía palmas.

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-¡Mamá, mamá, díselo pronto!...

-Dame tiempo... -contestó risueña la madreDoña Consolación, figúrese usted que desea

mos... Vamos a ver: ¿no tiene usted muchaganas de oír Lohengrin?

-Yo...

La profesora se puso amoratada, que es

modo de ruborizarse de los cardíacos.-Yo... ¡Lohengrin! ¡Ya lo creo, señora!

prorrumpió de súbito, en involuntaria efusióde un alma que hubiese podido ser artista si n

fuese de madre de familia obligada a ganar pan de tres chiquitines-. ¡Ya lo creo! Sólo unvez oí una ópera... ¡y hace tantos años ya! ¡Lohengrin! Se dice que lo cantan divinamente.

-¡Oh! ¡Ese Capinera! ¡Y la Stolli! ¡Si es un bodado! Bueno; pues se trata de que esta nochtenemos dos asientos...

El amoratado fue morado oscuro. ¿Estarsoñando? ¿La convidaban al palco? ¿Al palc

con la marquesa?

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-Son dos butacas que le han enviado a nuestrjefe -prosiguió la dama-, y yo no sé por dóndlo ha sabido este diablillo de Enriqueta, qu

además ha averiguado que el jefe no quieraprovechar esas localidades, ni para sí ni parsu hijo; ¡prefieren irse a Apolo!... Y ha sido sdiscípula de usted quien ha pensado en seguda...

-¡Mil gracias, Enriquetita!... ¡Mil gracias, señora! -balbució la maestra, ya recobrada de sprimera emoción-. Agradezco tanta bondad, disfrutaría mucho oyendo la ópera, que no co

nozco sino en papeles...; pero ni mi esposo nyo tenemos ropa..., vamos..., como la que haque tener para ir a las butacas del Real.

-¡No importa! -gritó Enriqueta, que no renun

ciaba a su benéfico antojo-. Mamá le da a usteun vestido bonito... ¿No lo dijiste? -añadió, cogándose del cuello de su madre como un diablillo zalamero, habituado a mandar-. ¿No dijite que aquel vestido que se te quedó antigu

de seda verde? ¿Y el abrigo de paño, el de colo

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café, que no lo usas? ¿Y ropa de papá, un fraya antiguo, para el marido de doña Consola?

-Sí, todo eso es verdad -confirmó la marquesa

. Y si doña Consolación no tiene inconveniente...

La profesora no sabía lo que le pasaba. Ignoraba si era pena, si era gozo, lo que oprimía s

corazón enfermo y mal regulado. Pero Enriqutita, tenaz, aferrada al capricho bondadoso y la diversión de la mascarada, insistía.

-¡Doña Consola! ¡Doña Consolita! Mire uste

que lo pasará divinamente. Verá: mandamoun recado a su señor esposo, y le traen en ucoche. Usted ya no se va. Les darán de cenaaquí. Toinette les viste...

-¿También va Toinette a vestir al marido ddoña Consolación? -preguntó la marquesa, contagiada del buen humor de la chiquilla.

-No; quise decir que Toinette la viste a ustedy a su marido le viste Lino, el ayuda de cámar

de papá. ¡Ande usted, diga que sí!... Luego le

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tomamos otro coche, ¿no dijiste que se lo tomabas mamá?, y se van ustedes al teatro.

La marquesa hacía señales de aprobación, yentre tanto, la maestra meditaba... ¡Desnudarsdelante de aquella Toinette, la doncella francesa, remilgada y burlona, que vería la ropa inteior desaseada, los bajos destrozados, el cors

roto, de pobre dril gris! ¡Mostrar los estigmade la miseria sufrida heroicamente, la flojedade las carnes, que olían al sudor enfriado dtantas caminatas hechas a pie, por ahorrarse lodiez céntimos del tranvía! ¡Enseñar su faldill

de barros, con el desgarrón, que no había tendo tiempo de remendar! Una vergüenza, unhumillación dolorosa, la impulsaban a grita"No, no iré; no me vestirán de carnaval con l

librea de lujo..." Pero los ojos preciosos, límpdos, de Enriqueta expresaban tan buena voluntad, tal afectuoso empeño de proporcionar a sprofesora, por una noche, los goces de los privlegiados, que doña Consolación tuvo miedo d

negarse a aquella humorada o gentil travesur

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"Pueden quedar descontentos... Puedo perdeestalección de ricos, los dieciocho duros al mes, ca

tanto como gana Pablo con su empleo..." Y evoz alta, tartamudeó:-Pues lo que quiera Enriquetita... Lo que qui

ra...Dos horas después estaba vestida y peinad

doña Consola. Sobre su ropa blanca, perfumadde foin, crujía la seda musgo del traje, antigupara la elegante marquesa, en realidad casi dúltima moda, primorosamente adornado co

bordados verde pálido y rosas en ligera guinalda; en la cabeza, un lazo de lentejuela hacíresaltar el brillo del pelo castaño, rizado coarte. Las mangas de la almilla de algodón haban estorbado, porque la manga del traje term

naba en el codo; pero Toinette, con alfileres, larregló, y la maestra lucía guantes blancos, lagos, que le hacían la mano chica. Enriqueta balaba de contento. No hacía sino contemplar a sprofesora y repetir:

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-¡Si se ha vuelto tan guapa! ¡Si no parece la dlos demás días!Bajaban la escalera interior doña Consolació

y su consorte, para meterse en el cochecillo, apenas se atrevían a mirarse; tan raros se encontraban, él de rigurosa etiqueta, envaradella, emperifollada, sintiéndose, en efecto, bonta y rejuvenecida dos lustros... Al arrancar

simón, el marido murmuró, bajo y como si srecatase:

-¿Sabes que me gustas así?Y ella -pensando que al otro día iba a recobra

sus semiandrajos, su traje negro, decente y rado, y que la vida continuaría con los ahogoeconómicos y físicos, las deudas y los ataquede sofocación al subir tramos de escaleras- sechó en brazos de él y rompió en sollozos.

"La Ilustración Española y Americana", núm6, 1909.

Mal de ojo

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Aun sin pecar de timorato había motivo sobrado para escandalizarse con aquella conve

sación de última hora. Terminaba la magníficfiesta del club, a bordo del vapor fletado expresamente para presenciar desde él las regatadonde corría el equipo de la sociedad, y laseñoras invitadas -lo mejor de la poblaciónregresaban ya a tierra, al suave deslizar de equifes y botes sobre el agua oleosa y verde apnas picada por la salitrosa brisa que se alza aanochecer. Los caballeros -al menos una part

de ellos, la más animada y jaranera- se habíaquedado solos ante no pocas botellas intactade excelente Clicquot y bandejas colmadas demparedados frescos, y aprovechaban la ocasión de alegrarse sin ordinariez, con cierto tonde ricos calaveras, aunque distasen mucho dserlo todos.

Había entre ellos no pocos padres de familiexcelentes y caseros; bastantes modestos em

pleados, oficiales de la guarnición, y, por ex

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cepción, algunos célibes y muchachos dhumor, hijos de familia mimados y alegres. Lmismo éstos que aquéllos reían a carcajada

rompían el gollete de las botellas, por naguardar a que las descorchasen, contra labarras del puente, y discutían exagerando laopiniones bajo el influjo del espumoso.

La luna salía, roja e inflamada, y un misteriromántico, una voz extraña y sugestiva parecascender del oleaje denso, cuyo chapalateo eparcía soplos salobres.

En el grupo más gárrulo y vocinglero se hac

abierta profesión de incredulidad religiosa. Lacabezas calientes se expansionaban con alardde franqueza. De los allí reunidos, ningunadmitía ciertas cosas..., vamos..., eso que la

mujeres se empeñan en que se ha de admitir que repugna a la razón. Una cosa es que nvaya uno por ahí buscando ruidos..., y otra quen lo interno... Y sonreían y alzaban los hombros. Nadie quería -entre los casados- guerra e

casa. Ante todo, ¡la buena armonía! Y ademá

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almacenista. La cual, de pronto, quedó muda abierta, mientras en la cara rojiza se pintabuna especie de terror, mezclado con extrañez

profunda. Se volvieron todos hacia donde mraba él, y entre la penumbra que empezaba envolver el puente distinguieron algo que también les paralizó. Y no era basilisco ni dragóespantable ni viperina testa de Medusa, sino u

ciudadano que a primera vista se confundirícon otro cualquiera; un vulgar burgués, qusubía la escalera del entrepuente y avanzabcon timidez, a paso receloso y zopo. Eran s

andar y su actitud algo que recortaba involuntariamente al insecto sombrío que al morir luz sale de su guarida, temiendo que un pie laplaste; había en él cautela y disimulo, conciencia de que no debía mostrarse y ansia de que s

perdonase su importuna presencia.-¿Le ha convidado usted? -preguntó, al fin

por lo bajo, Mauro Pareja, uno de los más antguos socios del club, al presidente, visiblemencontrariado.

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-¿Yo? ¡Líbreme Dios! Pero ya sabe usted lo qupasa en estas fiestas... Se cuela el que se le antoja...

-No se le ha visto antes... ¿Dónde estaría agazapado?-¡Junto al carbón y como las cucarachas!

bramó don Zósimo.

Y cerrando enérgicamente el puño derechdejó asomar el pulgar entre el índice y el dedcorazón: la higa típica, popular.Muchos del grupo le imitaron; otros presenta

ron los cuernos, a la napolitana, con índice

meñique; y dos o tres muchachos jóvenes, afetando sonreír, pero fríos de emoción, murmuraron bajo: "¡Lagarto!", repetidas veces.

Momentos después -habiendo sucedido u

silencio profundo a la alborotada charlhabiéndoles quitado la sed a todos y revuéltoseles dentro del alma el poso de la embriaguetriste- se deshizo el grupo y fue descalificadpor la escalerilla, al costado del vapor, en de

manda de los botes, que aguardaban. Allí s

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quedaron las botellas llenas, las copas rebosantes de espumilla fina, los pasteles de fundentchocolate, la dulce posdata de la meriend

¡Qué remedio! Se huía del que hace mal de ojodel que trae consigo la negra sombra... Jamás sha aproximado a nadie que no sobrevenga ldesgracia... Y se empujaban impacientes, comsi se tratase de salvarse de naufragio o incen

dio, porque el de la mala pata podía tener locurrencia de meterse en la misma embarcación... El incauto que se rezagase no evitaría acompañado del mirar fatídico. En el apresu

ramiento de la desbandada, alguien quedatrás por fuerza, y tampoco es extraño que sucedan atropellos, que haya encontrones

involuntarios, máxime si las cabezas no vaserenas y frescas del todo. Fue don Zósimo que más empujaba, quien, sin poder evitarloresbaló en los peldaños estrechos y mojados dla escalerilla y se cayó pesadamente al agu

entre el remolino de oleaje alborotado por l

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maniobra de la embarcación chica al acercarsal vapor.

Salvado, auxiliado, desembriagado, sentad

ya en el bote, con la ropa chorreante, el profesional del descreimiento y enemigo jurado dlas supersticiones repetía bufando y escupiendaún amarguras:-¿Lo ven ustedes? ¡Si tenía que suceder! ¡S

donde entra ese demonio de hombre entra fatalidad!-Tanto como eso... -objetó el socarrón de Mau

ro Pareja.

-Tanto y no rebajo nada. Sabe Dios la enfemedad que me cuesta el bañito. ¡Barajas!, parece que se han olvidado ustedes de todo lo qusabemos perfectamente. Cuando ese tío acom

paña a un estudiante a examinarse, salen lados únicas papeletas, aquellas mismas, que estudiante no se ha aprendido de memoria..., yclaro, le suspenden. Cuando asiste a una bodal mes, divorcio. Si visita a un enfermo, qu

avisen a la funeraria. Si va a vivir con un pa

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riente suyo, en una casa feliz, le acompañan muerte y la ruina. Si va en el tren, el tren descarrila. Si se acerca a usted en la calle, a los do

segundos se le viene a usted encima un automóvil. ¿Me lo van ustedes a negar? Hombr¡barajas!, bien escaparon ustedes así que él apareció...

-Bueno, corriente... -confirmaron a coro lo

demás tripulantes-. Los hechos nadie los niega... Pero usted, don Zósimo, que es tan terne no cree en nada y puso verde a nuestro presdente porque nos decía que todos los milagro

son invenciones...-¡No tiene que ver! -tiritó el ensopado conceja. ¡Esto es otra cosa! ¡Éstos son hechos!-Hechos que pueden explicarse, naturalmen

te... -advirtió el presidente, con seriedad mez

clada de escepticismo.-Bueno, yo me entiendo -contestó don Zós

mo-. Y déjenme llegar a mi casa, que más he dmenester cama y friegas de espíritu de vino qudiscusiones. Lo que sabemos, lo sabemos.

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***

Callaron todos. Era noche cerrada. Un terror lo desconocido flotaba en el aire. El presidentdel club, que acababa de combatir con la palabra las aprensiones de don Zósimo, tenía mano derecha dentro del bolsillo de la amercana, y sin ser visto hacía la higa.

El espectro

Mi amigo Lucio Trelles es un excelente sujetsin graves problemas en la vida y que parecnormal y equilibrado. Como nadie ignora, est

de ser equilibrado y normal tiene actualmenttanta importancia como la tuvo antaño el selimpio de sangre y cristiano viejo. Hoy, pardesacreditar a un hombre, se dice de él que eun desequilibrado o, por lo menos, un neurót

co. En el siglo diecisiete se diría que se mudab

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la camisa en sábado, lo cual ya era una superioridad respecto a los infinitos que no se la mudarían en ningún día de la semana.

Ahora bien: Lucio Trelles sostiene la teoría dque desequilibrado lo es todo el mundo; que nadie le falta esa "legua de mal camino" psicológica; que no hay quien no padezca maníasupersticiones, chifladuras, extravagancias, si

más diferencia que la de decirlo o callarlo, llevar el desequilibrio a la vista o bien oculto. Ddonde venimos a sacar en limpio que el equilbrio perfecto, en que todos nuestros actos re

ponden a los citados de la razón, no existe; eun estado ideal en que ningún hijo de Adán sha encontrado nunca, en toda su vida. Luciapoyaba esta opinión con razonamientos que,decir verdad, no me convencían. Parecíame qu

Lucio confundía el desequilibrio con los estados pasionales, que pueden desequilibrar momentáneamente, pero no son desequilibriopues son tan inevitables en la vida psíquiccomo otros procesos en la fisiología.

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Ello es que a Lucio no le conocía nunca nenamorado, ni encolerizado, ni apasionado, nvicioso. Hasta me sorprendía la normalidad d

su tranquila existencia, sazonada con distraciones de buen gusto y aun de arte, y dedicada regir bien una fortuna pingüe y a acompañay proteger a su hermana, con la cual se portablo mismo que un padre. Y solía yo decirl

cuando nos encontrábamos en una agradabtertulia adonde los dos concurríamos:-Todos seremos desequilibrados, pero el de

equilibrio de usted no se ve por ninguna parte

Él meneaba la cabeza, y la confidencia parecasomarse un segundo, como se asoma un insecto horrible a una grieta de la pared, retirándosapenas entrevé la claridad... Ya en el camino dlas curiosidades, di en notar que algunas vecelas pupilas de Lucio revelaban extravío. No erque bizcase; la expresión respondía a un espanto íntimo sin relación con los objetos exteriores

Lucio solía ir a la tertulia donde más nos ve

amos, con su hermana y en carruaje. Como

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viese una noche salir a pie, me dijo que su hemana estaba un poco indispuesta, y él no habíquerido hacer enganchar. Entonces caminamo

juntos. No hacía la luna, y las calles del barriestaban oscuras y solitarias.

Íbamos hablando animadamente, cuando dpronto sentí que el cuerpo de mi amigo grav

taba sobre mi hombro, desplomado. Apenatuve tiempo para sostenerle e impedir que cayese al suelo. Al hacerlo oí que murmurabfrases confusas, entre gemidos. Yo no sabía quhacer. No veía nada que justificase el terror d

Lucio. Sin duda sufría una alucinación.No recobró el sentido hasta momentos de

pués, y soltó una carcajada forzada y seca, partranquilizarme. Anduvo unos instantes vac

lando, y de súbito, volviéndose hacia mí, susurró con terror indescriptible, un terror frío:

-¿Y el gato? ¿Y el gato?

-¿Qué gato es ése? -pregunté asombrado.

-El gato blanco. ¡El que pasó cuando yo caí...!

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Recordé que había visto, en efecto, una formblanca, deslizarse rozando la pared. Pero ¿quimportancia tenía?...

-¡Ninguna para usted! -murmuró sordamentmi amigo.

Yo sentía el retemblido de su cuerpo, el rechnar de sus dientes, y su mano crispada me asi

incrustándome los dedos en la muñeca. De sgarganta, contraída, las palabras brotaron comun torrente, en la inconsciencia con que el semiahorcado se arranca el dogal.-Claro, no puede usted entender... para uste

un gato blanco no es más que un gato blancoPara mí... Es que yo... No, aquello no fue crmen, porque el crimen lo hace la intención; pero fue una desventura tan grande, tan tremen

da... No he vuelto a disfrutar de un día de paun día en que no me despierte con el pelo rizado... Mi disculpa es que yo tenía entonces veinte años... -añadió con un sollozo-. Desde la nñez, la vista o el contacto de un gato me produ

cían repulsión nerviosa; pero no en grado t

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que no pudiese dominarla si me lo propusiesLo malo es que en ese período de la juventuno quiere uno dominarse, no quiere sino hace

su capricho... Cree uno que puede dirigir vida a su arbitrio, solazándose con ella, comcon los juguetes. Esto ocurría hallándome yo eel campo, en compañía de mi madre y de mi tíLucy, la que me ha dejado mi capital, pues m

padres no eran ricos.-Cálmese usted -dije, viéndole tan agitado

observando la poca ilación de lo que me refería-Sí, ya me voy calmando... Verá usted cómo e

natural mi impresión.¿Qué decíamos? Sí; yo estaba en el campo co

mi madre y con mi tía Lucy, solterona, quadoraba en su gato blanco, el favorito de l

buena señora, siempre dormido en su regazo acurrucado al borde de su falda. ¡Puf! ¡Qugustos más raros! Yo -cosa de los veinte añoafán de dominar la vida y arreglarla a nuestrantojo- se la tenía jurada al bicho. Resolví qu

si alguna vez lo atrapaba solo, su merecido l

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daría. Al efecto, llevaba siempre conmigo udiminuto bull-dog, y ya no veía el momento dmeter una bala en la panza gorda del monstruo

del odiado animalejo. Después, me proponhacer desaparecer sus restos..., y negocio concluido.

Fue una noche... Una noche como ésta; si

luna, de una oscuridad tibia, en que todo convidaba a vivir y a amar... Salí de mi cuarto coánimo de espaciarme en el jardín. Había en un cenador de madreselva... ¡lo estoy viendoEra todo tupido, y de costado tenía una especde ventanita cuadrada, practicada recortandlas enredaderas. Distraído miré... En el marcdel follaje se encuadraba un objeto blanco. Npor un momento dudé que fuese el gato abo

rrecido.Saqué el bull-dog, apunté... Hice fuego... U

grito me heló la sangre... Me arrojé al cenadorMi madre estaba allí... Envolvía su cabeza un

toquilla blanca...

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-¿Muerta? -interrogué con ansia, empezandocomprender la historia.

-No... Herida levemente; rozadura; el pel

chamuscado...Entonces... Mi madre me cobró horror... Nunca volvió a quererme... Nunca creyó mis protetas de que no intentaba asesinarla... Y muripoco después, de una enfermedad cardíac

originada probablemente por la emoción¡Quedé bajo el peso del odio, de la eterna sopecha de mi madre!

-¿No la pudo usted convencer?

-Jamás...Medité un segundo...-¿Había algún motivo para que ella recelas

que usted..., en fin, que usted... podía ser capaz... de... "eso"?

Sin duda herí una fibra sensible, porque Lucise demudó y vaciló tambaleándose, próximo caer de nuevo. Sus ojos, alocados, me miraroun instante. No contestó. Y al llegar a su casme dijo secamente, bruscamente:

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fantaseado que sus despojos esperasen el Juicifinal encerrados en un mausoleo suntuoso, ergido en el cementerio de su ciudad natal, Re

poblada.Este cementerio, para el cual se han aprove

chado terrenos baldíos que antes fueron estecoleras públicas, es uno de los ejemplares má

desastrosos de lo antiestético y antipoético dlas construcciones modernas, ya se consagren reposo de la muerte, ya al tráfago de la vidUna tapia blanca y maciza lo cerca, dando a sforma fastidiosa regularidad. Una capilla d

estilo gótico de alcorza rompe únicamente monotonía del cuadrilongo, proyectando euna esquina la pobreza de su endeble agujDentro, los nichos, adosados a las paredes, enf

lan sus anaqueles mezquinos, que sugieren idea de muertos asfixiados en la estrechez. Lalápidas ostentan rótulos candorosos, y al abrigde vidrios ovales, fotografías amarillentas, mchones de pelo lacio y ramos de siempreviva

El arbolado nuevo, cipreses y sicómoros, no h

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adquirido todavía el frondoso porte que tanthermosea algunos camposantos modestos. Fatando el verdor, faltan pájaros, esas aves d

canto vivaz y alegre queen tales lugares parecen adquirir sugestiva melancolía. Y así, el cementerio de Repoblada erealmente de una tristeza depresiva, aburrient

y seca, que irrita en vez de conmover.

Pues con todo esto, Probo Gutiérrez anhelabocupar en el cementerio más feo del mundo ulugar de preferencia. Es de advertir que do

Probo, no sé si por costumbre, por penitencia por entretenimiento, era obligado acompañande los cortejos fúnebres. Ninguno cruzaba lacalles de la ciudad, a son de fagot y entre sa

modias, que no llevase detrás al buen don Probo, con su raída levita y su sombrero anticuadY los socios del Recreo, donde Probo jugaba tresillo, siempre que no se trataba de enterrar alguien, le gastaban la broma de decirle que n

aun después de muerto quedaría franco de se

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vicio, puesto que habría de figurar honrosamente en su entierro propio.

En sus diarias visitas al campo santo, segudon Probo con inexplicable interés la construción de cenotafios y panteones, la colocación dlápidas y rejas. Comenzaba a estar de modeste género de lujo, y los edículos neogriego

románicos, góticos, al apiñarse, formaban más incoherente revoltijo. Había columnatruncadas revestidas de hiedra; había cruces eque se enredaban campanillas; había pirámidecoronadas por un busto; había, incluso estatua

o más bien monigotes, y el dorado de las verjanuevas desafinaba al sol como desafinaba blancura sacarina del recién esculpido alabastritaliano. Y don Probo sentía con más vehemen

cia el ansia de yacer, él también, bajo un suntuoso monumento... Era la sed de inmortalidaque a veces acomete a los seres más predestnados al olvido, los cuales buscan la supervvencia en un afecto, en un corazón, y, a falta d

esto, en unas piedras amontonadas. Don Prob

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no tenía ni hondos cariños ni íntimas amistades; solterón sin

relieve social ni sentimental, tímido y torpe colas mujeres, indiferentes a todos, cuando deapareciese de entre los vivos sería como briznde paja un día de aire. Acaso esta consideración, siempre mortificadora para el amor pro

pio del aniquilamiento absoluto, explique sueño monumental de don Probo. El olvido eforma del no ser, y él, don Probo, quería perptuarse en granito y en bronce, ya que no en hijen libro, en amor, en hecho alto e ilustre.

No le era fácil, por otra parte, inferir que silusión se realizase nunca. Atenido a mezquinsueldo, vivía estrechamente. No era lo bastant

loco para esperar en la lotería. No se le conocímás familia que un hermano menor, un baperdida, jugador y borracho, que rodaba no ssabe por dónde. Y el carácter enteramente idede su gran aspiración la elevaba, prestándo

radiaciones y luces de belleza inaccesible.

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Por la ley que dispone que siempre muramode lo mismo que llenó nuestra vida, fue en unexcursión al cementerio donde Gutiérrez Lópe

contrajo la enfermedad que no perdona.Corría diciembre; el frío acuchillaba, la pu

monía vino pegando; en la casa de huéspedeno se extremó el cuidado en la asistencia..., ypor caso inaudito, pudo notarse que don Probno seguía a pie un entierro y que, contra scostumbre, desempeñaba en una ceremonia principal papel.

El mismo origen de la pulmonía traidora im

pidió que don Probo llevase numeroso acompañamiento y que los pocos del séquito llegasen al campo santo. Los acompañados por estaban en la imposibilidad de devolverle l

atención, y los vivientes se retrajeron al sabeque, camino del cementerio, se "ganaba muerte". El día era horrible, lluvioso, glaciatormentoso, con rachas huracanadas; el suelun mar de fango, y los caballos del coche fúne

bre, con los cascos, chapoteaban y salpicaba

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agua cenagosa. Y allá fue, casi solitario, el contante acompañador.

El hermano perdulario había dicho por telé

grafo que se enterrase a don Probo con toddecencia; pero, temerosos de un chasco deagradable, los compañeros de oficina no satrevieron con la primera clase, y se dispuso segunda, un ataúd sencillo, un nicho sin lápidde mármol -lo indispensable y estricto-. Amismo tiempo que a don Probo, condujeron su última morada a cierto usurero, detestadpor la gente pobre, y a quien su viuda, má

avara que él, dispuso un entierro exactamentigual al de don Probo en el nicho contiguo. Parresistir la temperatura y la humedad, albañiley sepultureros se previnieron con buena racióde caña; sorprendidos por el rápido anocheceinvernal, confundieron los féretros, y en el ncho destinado al logrero depositaron el cuerpde Gutiérrez López.

Seis meses después llegaba a la ciudad el he

mano tronera, el garbanzo negro. La antojadiz

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suerte le había sonreído, y se presentó con boato, desempedrando calles, en su automóvil, anunciando la resolución de erigir en el cemen

terio de Repoblada un panteón de familia, todo coste. Quizá era este deseo de honorepóstumos una propensión característica de casta. Ello es que el jugador soñaba lo mismque el formal y metódico, y se traía los plano

el presupuesto, el arquitecto, hasta operarios dItalia. Tratábase de un monumento originadestinado a chafar a los restantes, en que smezclaban los jaspes de color, las serpentina

los vidrios polícromos, hasta la cerámica, paruna creación modernista sorprendente, dondse agotaba el tema de los letreros en asirio, lamapola somnífera, los cipreses formando procesión de obeliscos, los girasoles, emblema d

inmortalidad, y los lotos, emblema del sueño del nirvana. Hubo quien censuró tal maravilly hasta la puso

en solfa; hubo quien se extasió, y quien se e

candalizó de que el mausoleo careciese de em

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blemas religiosos, y después de acalorada polémica en la Prensa local, la autoridad competente ordenó que aquel jeroglífico rematase e

una cruz.Ya terminado, sin faltarle requisito vino fundador e hizo trasladar a él solemnemente cuerpo... del usurero, que ocupaba el nicho detinado a don Probo; mientras los restos de éstefrustrado allende la tumba en su perenne anhelo-, continuaron disolviéndose olvidados ehumilde nicho.

Los cirineos

Aquella cuitada de Romana Meléndez, ta

mona, en lo mejor de la edad, los veinticincounida por su familia, sin previa consulta dgusto, al vejete socio de su padre, a don Laureano Calleja, pasó dos años medio secuestrada, recluida en su casa de Madrid, grande, có

moda, hasta lujosa, pero que trasudaba por la

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paredes murria y aburrimiento. El viejo mardo, observando la perpetua melancolía de sesposa, a su vez se mostraba hosco y gruñón

los criados desempeñaban sus quehaceres dmal talante, recelosos; nunca llamaba a la pueta una visita; nunca se le ofrecía a Romana ningún honesto esparcimiento: a misa los domingos y fiestas de guardar; a "dar una vuelta" po

Recoletos cuando hacía bueno, y el resto dtiempo sepultada en su butaca, peleándose couna eterna labor de gancho, una colcha, que nse acababa porque a la labrandera no le intere

saba que se acabase, y en lugar de mover lodedos, dejaba el hilo y las tiras sobre el regazo se entregaba a una de esas

meditaciones sin objeto, fatigosas como camnar sobre guijarros, entre polvo.

Tal género de vida y la pasión de ánimo quse originó de él, minaron la salud de RomanContrajo una de esas propensiones a languidecer que agotan y secan la vida en sus mismo

manantiales y pueden dar origen a afeccione

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consuntivas. Tuvo una elevación diaria dtemperatura, que en vano combatió con la qunina, y el médico, no sabiendo qué disponer, n

teniendo remedios para aliviar, la envió a qupasase un mes respirando aire puro y saturadde emanaciones balsámicas en un sanatorio dMediodía, de esos en que la sobrealimentacióy la suavidad del clima suelen proporciona

alivio; pero el tedio y la contemplación de tantas miserias fisiológicas abruman con la pesadumbre de la fatalidad que nos rodea. ParRomana el tedio era un compañero antiguo,

la variación ya por sí sola, distracción segura aprovechable. Además, la casualidad le deparla adquisición de una amiga, una señora quocupaba la habitación contigua: llamábase Ignacia López, y era esposa de un

modestísimo empleado en Hacienda.Ignacia no padecía mal ninguno; se encontra

ba en el sanatorio acompañando y cuidando una hermanita suya, criatura muy interesant

tísica confirmada. Simpatizaron Ignacia y Ro

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mana desde el primer momento; en el pinaallegaron las mecedoras, y entre efluvios dresina y tibias caricias de sol, charlaron co

alegrías y vivezas de pájaros. Eran casi de misma edad; fuera de eso, en nada se parecíanLa actividad de Ignacia contrastaba con la pasvidad de Romana, siempre resignada y en brazos del Destino, mientras su nueva amiga lu

chaba con él y aspiraba a vencerlo. Inteligente jamás cansada, Ignacia, sin dejar de atender a tísica, discurría diabluras, organizaba entre lopinos meriendas y paellas que galvanizaba

hasta a los moribundos. Romana ponía el dinero; la empleadita, el buen humor y la disposción. Pero la tísica empeoró y hubo que pensaen volverse al domicilio, que es, al fin y al cabodonde mejor lo pasa un enfermo. La idea d

quedarse sin su amigaachicó el corazón de Romana; en un santiaméhizo la maleta; reunidas se metieron en un dpartamento de segunda (no podía darse el luj

de primera Ignacia) y, muy hermanadas, llega

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ron a Madrid. Se despidieron en la estación, ela cual nadie las esperaba, con estrechos abrazos y letanías de promesas. Romana, al meters

en un coche, se sintió oprimida, como si le fatase de golpe aire blando y regenerador.

Desde entonces su vida tuvo un objeto, unfinalidad: escaparse a ver a la amiga, pasarse

tiempo en su casa, insensiblemente; aquel interés era vitalidad, era rayo de luz en el limboHasta cuidar a la tísica le parecía género ddiversión; y no digamos vestir y desnudar a lochiquitines (tres tenía Ignacia), porque eso

que envolvía inmenso placer. ¡Tan guapos, tazalameros, tan rubios, tan ricos! ¡Si daban ganade comérselos por pan! A la insípida existencipropia, Romana sustituyó la ajena; careciend

de afectos, recogió con avidez los que no la petenecían; no padeciendo disgustos ni cuidadoadoptó los de Ignacia; la escasez de metálicolas inquietudes por la enferma, por el sarampión de los chiquillos, por la urgencia de vesti

se de invierno...; y se acostumbró a no entrar e

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casa de Ignacia sin un paquetito: ropa, artículode consumo, medicamento caro, juguete... Emomento de desenvolver el regalo proporcio

naba a Romana gratísima emoción. Los chicoseagarraban a sus faldas, trepaban hasta su cullo, la asfixiaban a cariños.-¡Hija, quién como tú! -exclamaba la emplead

ta-. ¡Si estás mejor que quieres! ¡Encontrarte primero de mes con mil pesetas que no sabequé hacer con ellas! Yo, que sólo me encuentrrecibos atrasados de la tienda, del zapatero, de

casero! ¡Tener un marido formal, que se babarpor ti!-Pues mira: yo -contestaba Romana, acarician

do al angelito menor- te trocaba la suerte. Si m

das este muñeco, ¡quieto, diabólico!, te entreglas mil pesetas en un billete. Y ya que te gustel marido viejo..., te lo traspasaba, cediéndomtú, por supuesto, al joven...Fue dicha esta enormidad como se dicen la

frases humorísticas más gordas cuando ha

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confianza y ternura; las dos amigas rieron carcajadas y se besaron. Es de advertir que poentonces ninguna de las dos conocía al marid

de la otra. El de Ignacia estaba en Zamora, colicencia de dos meses, ultimando asuntos duna testamentaría; el de Romana, envuelttambién en negocios, y, por contera, huraño escamón, prevenido contra todo y todos y, e

especial, contra "los pobretes" y "los pegotesno permitía ni oír nombrar a las recién adquirdas relaciones de su esposa. Mas sucedió qucierta mañana dominical, volviendo de las Ca

latravas el señor Calleja, en la acera de Alcalá lparó una señora... ¡Demontre! ¡Qué señora mádespabilada! Aquello fue un acosón chancerigual que si se hubiesen tratado tú por tú desdla cuna Ignacia y don Laureano. Hubo dicho

graciosos, tiroteo de picantes frases. "A mí ya sque no me puede usted ver ni en pintura...repetía Ignacia,

riendo, enseñando los dientes blancos, las bie

frotadas encías. Nadie gastaba bromas con

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viejo; se le hablaba en tono grave, al diapasóde su cara seca y muerta como una hoja arrancada del árbol. La chistosa franqueza de Ignac

le hizo el efecto que hace al sobrio un vaso dvinillo puro. "¿Pues quién le privó a usted dvenir a mi casa..., digo, a la de usted?", barbotaba confusamente. "Usted mismo, que es capade espantarme con un palo..." "Nada de eso

"Pues si no me pega usted, cónstele que voy...,ver si me querrá usted tanto así cuando vea qusoy una buena persona, aunque me esté mal decirlo...; y yo también me convenceré de qu

usted no es un tirano, sino un barbián simpátco y amable..."A la hora de comer, don Laureano rezong

entre los vapores de la sopa:-No sé por qué has de andar corriendo la fam

de que soy raro... ¿Te quito yo ningún gustoHoy mismo vendrá aquí esa amigota que techaste en el sanatorio...Y vino "la amigota", y de un modo gradual fu

repitiendo las visitas, diciendo a Romana:

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-Hija, no te celes si atiendo más a tu esposque a ti, si le llevo las manías al buen señorNos conviene conquistarle... Que crea que m

tiene prendada... Tú hazte la sueca...¡Ya lo creo que se haría la sueca, y loca de con

tento! Y el viejo se acostumbró a la presencia dIgnacia a la hora del café, a su pico fresco y vvaz, a sus entrometimientos de mal tono, perchuscos y divertidos. Había aquello de: "¡Jesúy qué hombre tan tacaño! ¿Por qué no hace uted así..., o asado?... ¡Si yo fuese su mujer dusted...!" Y la respuesta: "Pues como fuese yo s

marido..., la encerraba, por aturdida, por liosa..."

Transcurrido un mes, Calleja se corrió e invita "esa golfa" a cenar los domingos. Roman

notó, con agradable admiración, que ese día smarido se mudaba, se acicalaba, se afeitabcuidadosamente, recortándose los cuatro peltos de la calva, y se ponía la levita, anticuadpor desuso; y colmó su satisfacción el anunci

de que tenían palco en Lara, donde acabaron

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noche divertidísimos, riendo como tontos colas ocurrencias y los gestos de Rodríguez...

Poco después llegó a Madrid el esposo de Ignacia, y fue presentado a Romana. Como sucede siempre que se ha hablado mucho de unpersona antes de conocerla, hubo cortedad, pronto, en las relaciones. Miguel -así se llamab

el consorte- frisaría en los treinta: el rubio bigotico, la boca roja, le daban aspecto más juvenaún; su cara era adamada, su piel fina; persólido su tronco, y sus piernas ágiles y nerviosas. A la segunda entrevista, confesó a Romansu única debilidad, su único vicio: la afición a lfotografía. A la sordina, el entretenimiento ecaro; nadie sabe lo que se gasta, amén de loaparatos, en placas, películas, reactivos, carto

nes, mil accesorios. Eso sí, con Huertas y Franzen se las tenía él...

-Anda, enseña tus monos -exclamó Ignacicomo quien se aviene al capricho de un niño

Hija, ya verás... Yo le digo que se establezca;

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menos nos valdrá guita la manía de las instantáneas...

Romana y Miguel se instalaron cerca de l

ventana, con un velador delante, y el fotógrafde afición fue trayendo álbumes, carteras, envoltorios de papel: su tesoro. Los niños jugabaen la antesala; se oían sus voces, sus chillidosu batalla con las cuatro sillas que les servía

para improvisar un coche; allá, muy abajo en lcalle, poco transitada, rodaba algún simón, salzaba algún pregón; el sol se ponía; un frísuave, ligero, cruzaba los vidrios, y las cabeza

de Miguel y de Romana se aproximaban involuntariamente, al inclinarse para mejor ver lapruebas.

-Mañana haré una instantánea de usted declaró el aficionado.

-¿Dónde?-¡Bah! En cualquier parte... En la calle... Cuan

do vaya usted a misa, a tiendas... Los mejoreclichés son esos que se obtienen así, cogiendo modelo descuidado...

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Era la mañanita una de las que el calumniadclima de Madrid ofrece como regalo divinobañada de luz, de una luz rubia, vibrante, re

animadora; una luz que parecía que nunca ibaacabarse, que nunca transigiría con la nochLas calles enarenadas y los arriates del Retirconvidaban a ejercitarse en pasear; las estatuablancas, sin pedestal, destacándose de su a

fombra de césped, parecían sugerir cosas recónditamente dulces, un misterio gozoso de vida. La ramazón rojiza del arbolado desnudde hoja formaba un fondo como de viejo gu

pur, y la masa sombría, intensamente verde dlas coníferas, realzaba aquellas delicadezaotoñales, contrastando con ellas de un modbrusco y vigoroso. De los macizos de arbustoascendían perfumes de violetas tardías, y azu

les estrellitas de agérato miraban a Romana y Miguel, como miran las cándidas pupilas de loniños. No había un alma en el parque; la glormatinal, la hermosura de un día tan radiospertenecía únicamente a la

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pareja, la cual podía creer que el cielo celebrabfiesta en su honor. Se sentaron en un banco. Nsabían qué decirse. Al fin, Miguel, bromeand

entabló la conversación lírica, la que naturamente fluye en la soledad cuando escucha unmujer. Habló de amores, de cosas pasadas; dsertó sobre lo que forma el único atractivo reay poderoso de la existencia. Aquello no er

ofender a Romana, pues no era cortejarla. Upalique dulce, entretejido de recuerdos, unpágina de subjetivismo, la lectura en alta vode una novela vivida... Miguel había querid

mucho a una mujer; obstáculos invencibles lhabían separado de ella, después de aventurarománticas, bonitas... y raras... Ya las referiríya... En una crisis de desaliento, para olvidafue cuando se casó con Ignacia. "A usted se l

puedo contar, a usted su mejor amiga...; perguárdeme el secreto... Esto entre los dos..." Romana prometía discreción, reserva absoluta. ¡Eprimer secretillo de amor que le fiaban! Ucosquilleo

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delicioso activaba en sus venas el curso de sangre...Al preguntar por la tarde Ignacia: "¿Qué tal

Retiro?", Romana, respondió, titubeando upoco:-Divinamente... ¡Qué mañana! ¡Parecía d

primavera! Sólo faltabas tú...-Pues, serrana...; yo a cada paso más sujet

Entre los muñecos de carne y la enfermitaPero me encanta que os hayáis divertido lmar... Paseítos así te convienen, hija; tienes houna cara que te la han hecho de nuevo. Ha

que mirar por la salud. Cuando quieras, Migute acompañará. Me lo cuidas, ¿eh? Porque él ede la piel de Barrabás, y si no hay quien le llame al orden...

Y como el empleado protestase sonriendIgnacia insistió:-Nada, nada; que te pongo a Romita de gua

dia civil...Establecido así el modus vivendi, fue la exi

tencia fácil y suave como el curso de un arroy

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y crecieron en sus márgenes florecillas y plantas frescas, tersas, lozaneadoras, cuyo coloregocija el espíritu. Romana, poco a poco, reco

bró la salud, se puso inmejorable; una de esacuraciones que hacen decir a los doctores: "Eefecto de la aeroterapia no se nota hasta el invierno." Lo extraño es que don Laureano, sitomar más aires que los que descienden arma

dos de navaja barbera de las altitudes del Guadarrama, también se mostró remozado, al mnos en el genio y condición; volvióse expansivy casi galante; su dinero, oculto por la pars

monia, sudoroso de fatiga al multiplicarse enegocios sórdidos, empezó a ostentarse, a relucir, a correr con argentinos choques, sonoros limpios como una explosión de risa. El viejo¡qué maravilla!, se abonó a landó y palco, seña

ló cantidades para trapos y moños, despidió la cocinera por guisar mal -Ignacia solía dejaen el plato la

blanqueta de gallina- y declaró a voces:

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Bastantes privaciones he aguantado... El dineres redondo..."-Has hecho perfectamente -contestó Roman

acariciando a la empleadita.Sin embargo, hacia el mes de julio, cuandempezaba a agitarse la cuestión de veraneo y discutirse las ventajas de San Sebastián comparadas a las de Santander, Romana, a solas cosu marido, sacando los pies del plato, indicque debía preferirse una playa modesta.-Si han de acompañarnos Ignacia y Miguel

advirtió-. Ellos no son ricos... El gasto de do

matrimonios, uno de ellos con niños...-¿Qué importa? -exclamó enfurruñado do

Laureano-. Los ayudaremos...; al fin, nosotrono tenemos hijos..., ni esperanzas...Romana se turbó, bajó los ojos y murmur

sobando el lindo broche de "estrás" de su cinturón grana:-¿Quién sabe?El viejo, inmóvil de sorpresa, le miraba de hit

en hito. Al fin, halagado, envanecido, tendió la

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manos, atrajo hacia sí a su mujer y la abrazdespacio, de un modo lento y profundo, mientras ella se ponía toda del color de su cinturón

Y ambos, al darse aquel abrazo, se sintierodichosos, libres un instante del peso de la cruz"Nuestro tiempo", tomo I, 1903.

Paria

-Yo nunca me entenderé bien con la gente, acabaré por meterme monja, si no fuese qu

también hay gente en los conventos -declarPiedad, guardándose una carta y contestandouna interrogación que le dirigía su amiga Magarita-. ¿Conque me caso con un tapeur? añadió-. Puede que no fuese ningún disparate

Lo malo es que a mí me gusta comer todos lodías; es un vicio que he contraído... Te asegurque cuando me decida a casarme, ser bajo esexpresa condición: que se comerá los siete díade la semana...

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-Tú eres muy excéntrica -advirtió Margaritque tiene por costumbre escandalizarse a cadmomento, con un remilgo de gata pulcra, ene

miga de estrépitos y trastornos-. Ni una missolterona te gana en excentricidad.-¡Valiente excentricidad la mía! -protestó

muchacha, frotándose activamente con el puldor las uñas de la mano izquierda; estaban eel tocador las dos amigas, y Piedad se vestpara el teatro-. Mi excentricidad se reduce hacer cosas naturalísimas, que han llegado a nparecerlo, a fuerza de estar falseando el criteri

en todo y por todo.-¡Mujer! No me digas que es natural lo que s

te pasa por la cabeza. Si no estás en paz ni colos guardacantones. Debes de tener azogudentro. Parece que buscas quimera, por el gustde buscarla. ¡Mira que lo que hiciste en el duelde Artías del Valle! ¡Aquellas carcajadas altas sonoras!

-Pero, criatura... no me pude contener. Me d

algo si no me río... Figúrate a Petrita Artías, co

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aquella cara fúnebre, y rebosándole la alegrpor dentro, de verse rica y libre... Y aquel cuadro de sainete de Lara... La gente vestida d

negro, la sala a media luz, un suspiro que sade un rincón, todos hablando en sordina. Petrta de pañuelo sobre un ojo..., tentaciones mdieron de gritar: "Abran las ventanas; vengclaret; vengan emparedados... Si somos la

mismas de los otros miércoles..." No, y falta ldelicioso... Pepín Barquera, muy compungida dos pasos de la viuda... Por poco le chillo"Consuélala, cena a oscuras, que costumbr

tienes..."-¡Qué atrocidad! Acabarán por huir de ti...

-¡Sí que sería atrocidad consolar a Petrita, tafanée y con la tripa que va echando! -declar

Piedad, afectando no entender el sentido de exclamación de su amiga.

-Mujer -suplicó Margarita-, ten juicio, si puedes, cinco minutos, y explícame por qué anda

diciendo que estás enamorada del tapeur.

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-Me figuro -respondió Piedad, emprendiendla tarea de abrillantar las uñas diminutas de otra mano- que será, en segundo lugar, por l

que voy a referirte...-¿En segundo lugar?

-En primero, por ser estúpido todo el mundoy más estúpido cuando se reúne a fallar de l

que no entiende.-Pero, en fin, cuando el río suena...

-Es que no tiene otra cosa mejor que hacerPues verás tú, Margaritita, y te autorizo par

que lo cuentes, si te da la gana, y si no, deja quhablen; a mí me es enteramente igual... Yo tdoy, en parte, la razón: soy un poco maniáticNo me divierto con lo que otros se divierten, nencuentro aburrido sino lo que a mí me aburrAdemás, opino que muchísimas cosas no deberan ser como son, sino de otro modo.

-En ese particular no puedo estar conforme -Margarita sonrió-. Todo me parece a mí perfe

tamente arreglado; al menos, lo mejor posible.

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-Dichosa tú... Yo voy a un baile; uno de estobailecitos pequeños y de confianza, como los dcasa de Almansa, por ejemplo. Tú entras y t

fijas en las reinas de la fiesta. ¡Qué guapa estMenganita! ¡Perenganita estrena un fourreau dgasa de oro! ¡Zutanita trae su collar falso, superlas de cera legítima! Yo, casi ni las miro. Mlas sé de memoria. Tampoco a los hombres le

concedo gran atención. Ya presumo lo que hade espetarme. Mil simplezas, y, sobre todo, inevitable "¡Qué calor!", que trae aparejada respuesta ingeniosísima: "¡Ya, ya!"

En cambio..., me interesan esas personas dquienes en las fiestas no se hace caso ningunLas institutrices y damas de compañía que veces tienen que ir con las muchachas o con lo

niños, en los bailes infantiles, y a quienes no sdecide nadie a dar la mano, aunque ellas hacesus conatos de adelantarla tímidamente; laparientas pobres, insignificantes, embutidas eun traje mil veces remendado y que fue dese

cho de su rica parienta; las feas de solemnidad

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a las cuales nadie lleva el buffet ni da un ratde palique: las cursis francamente cursis, quparece que tienen la peste y van mendigand

un saludo y una palabra..., y, sobre todo, lomúsicos. ¿Te has fijado en los músicos tú?

Yo estoy pendiente de ellos. Mis miradas no s

apartan del desdichado profesor, tan formal humilde, con su frac color de ala de mosca, cuyas rozaduras disimuló la tinta; oculto por piano que cubren los pliegues de un pañolóde Manila charro y por las macetas de flore

que se colocan adrede para que el pianista nvea ni sea visto... Allí está ese paria, convertiden máquina de teclear para que los demás sdiviertan y bailen; arrinconado para que n

tengamos el espectáculo de su faena, y enchquerado porque no es lícito a su juventud dirgir miradas a las muchachas bonitas... Así estaguardando a que un gomoso le chille: "¡Vals"¡Rigodón!" Y yo rondo alrededor del piano,

acabo por apoyarme en él y por meditar alg

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raro. "¿Y si le hablase?" Dicho y hecho... Pongla voz muy dulce, sonrío...

-¡Qué humorada! -exclamó Margarita.

-Él se vuelve, me mira con sorpresa...-Y... ¿qué tal? ¿Guapo? ¿Tipo romántico?-Puedes cerciorarte -respondió Piedad, sacan

do del bolsillo la carta que acababan de entregarle, y que había leído despacio-. Te presentla fotografía.

Margarita la examinó, observando si tendedicatoria. Una maliciosa sonrisa vagaba esus labios.

-A la verdad, parece poco seductor, hija... no ser que lleve la música dentro.Piedad recogió la tarjeta, y, sonriente a su ve

continuó:

-Era feíllo, canijo, amarillento... y con trazas denfermo, mejor dicho, de tuberculoso... Pertenía cara de sentir y comprender su posición una actitud de dignidad triste y resignada... Tconfieso que el corazón me dio una vuelta. Ha

momentos en que la compasión se sube a

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cabeza y se halla uno capaz de cualquier deatino... Y cuando más metida en conversacióestaba yo con el artista (llamémosle así), s

acerca Petrita, la muy insolente, y me dice cosorna: "Veo que el maestro ha hecho conquisthoy..." Se me encrespó el genio, se me erizó alma y solté esto que vas a oír: "Por cierto ques verdad, y ¡cuánto más vale el maestro qu

Pepín Barquera y otros macacos por el estilaunque anden persiguiéndolos las señoras!" era verdad; cinco minutos antes los había visten una puerta, él tratando de escabullirse y ell

no queriéndole soltar. Enseguida la dejó con lpalabra en la boca y digo al pianista: "¿Quierusted hacerme el favor de llevarme al comedor?"

¡Habías de ver aquella cara! Una expresión semejante..., sólo en los santos extáticos. Y mismo tiempo, vergüenza; sí, vergüenza. Tuvque llevármele casi a la fuerza; no se atreví¡acaso temiese de mí una burla! La gente no

miraba; se cuchicheaba; no faltó quien a m

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-Mira -murmuró Margarita, cavilosa-: eso ndejar de ser así..., como una cosa en verso...Piedad calló. Había terminado de bruñirse la

uñas, y alzó los hombros, mientras ordenaba la doncella:-Traiga usted el vestido vieux rose... ¡Ah! Y

estola de armiño... No calientan ese teatro Reay se tirita...

"Blanco y Negro", núm. 656, 1903.

Siguiéndole

No acostumbraba don Magín Dávalos practcar ninguna buena obra; y, hablando en plathacía lo menos treinta años que ni se le ocurríque las pudiese practicar. Solterón empedern

do, pendiente del cultivo intensivo de su bienestar propio, encogíase de hombros cuandalguien se molestaba o sacrificaba por algo; yen tono desdeñosamente benévolo, no dejabde murmurar:

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-¡Qué tonta es la humanidad!

En su interior, rodeábase de todas las comoddades que la civilización facilita a los pudien

tes, aunque no sean archimillonarios. Dávalono lo era; pero su caudal le bastaba y sobrabpara darse vida de rey, rey solitario sin family sin corte; rey holgazán y epicúreo, dedicadodiscurrir todas las mañanas un nuevo goce egoísta y selecto, un copo más de algodón en ramque aislase su cuerpo de los roces de la lucha de la vida.

El cuidado nimio de la salud formaba parte d

sus habituales preocupaciones, y aún pueddecirse que, al avanzar la edad, iba sobreponiéndose a las restantes. Precauciones múltiplecontra corrientes de aire, saltos de temperatur

y ambientes viciados; estudios sobre alimentonocivos o útiles; un régimen defensivo, prescrto por el médico de fama, daban a la existencide don Magín un objeto: la autoconservaciónNada de lo que sucedía en el planeta le impo

taba dos cominos; lo único serio era la contin

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gencia del catarro o de la pulmonía, la aparción medrosa de una de esas infecciones que cierzo helado de noviembre trae en sus alas d

escarcha. Y mientras se prevenía de burletes eventanas y puertas de ricos tapabocas de sedblanca -Dávalos no renunciaba todavía a parcer agradable-, de pastillas para la tos y de sesiones de masaje para conservar la elasticida

de los miembros, he aquí que el leñador invisble que ataca al árbol por el pie hasta que ltumba, descargó

un golpecito sordo, mejor asestado, que produ

jo entalla; y el médico -consultado ante cadsíntoma y cada fenómeno, de los más viles vulgares de la fisiología y la patología- previna su cliente:

-He observado esto, aquello, lo de más alláNo me gusta tal y cual manifestación. Hay questar en guardia contra..., etc., etc. No tengaprensión; no hay motivo "por ahora"; trátassólo de un toque de atención... ¡Un toque d

atención! Don Magín, cuando el doctor hub

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salido, se miró al espejo y se encontró dehecho, ruinoso, desfigurado. ¿Era el miedo, era "ya" el estrago de los consabidos esto, aque

llo, lo de más allá? ¿Por qué no darle su verdadero nombre? Era... ¡Horror! Era lo que siempracecha, lo que siempre va pisando los talones mozo como el viejo... La diferencia es que mozo no lo ve, y aunque lo viese, acaso no l

temería... En la vejez es cuando no se quiermorir...

-Yo no he sido nunca cobarde -se argüía doMagín-. ¿A qué viene, entonces, tanto cavilar

Será peor; me causará más daño la cavilacióque el achaque...

Para distraerse salió, hizo vida social; buscóinstintivamente- relaciones, calor de trato, fic

ciones de amistad; el aturdimiento de los cudados e intereses ajenos, que divierten de lopropios. En vez de pasearse solo en su magnífco landó eléctrico, solicitó a los conocidos, ealgunos círculos que frecuentaba, para que

acompañasen... Prestóse a ello el marqués d

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Marlota, vividor semiarruinado, hombre mucorriente, de sugestiva conversación, a quien convenía tomar el aire gratis en coche ajeno

Asociados los dos egoísmos, se convirtieron esimpatía. Dávalos no hubiese paseado a gustsin llevar a su lado al marqués, el cual adquirisobre el ricacho gran ascendiente.Regresaban una tarde, casi anochecido, de s

vuelta por las Rondas, cuando les sonó en looídos el tilín de una campanilla. Un grupo dgentes avanzaba a compás: mujeres de mantónhombres de blusa. Se percibía el golpeo acom

pasado de las suelas del calzado basto sobre ltierra endurecida por la helada.-¡El Viático! -exclamó el marqués, que era ca

lista, calavera con rasgos devotos-. No hay rmedio sino bajarse.-Paren -mandó Dávalos, que no se atrevió

disentir de aquella autorizada opinión.A los dos minutos, el sacerdote ocupaba

asiento del fondo del carruaje, y el dueño y s

amigo, a pie, iban detrás. Don Magín sent

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algo extraño; al pronto, una incomodidad físicel leve cansancio del ejercicio; luego, una especie de interés, una emoción que no tenía caus

racional. Acaso atavismos que despertabanacaso el presentimiento de lo que va a sobrevenir cuando rompemos la costumbre, y, compor vidrio quebrado en aposento saturado dcarbónico entra aire nuevo en nuestra existen

cia.¡Había, sin embargo, tanto de previsto en

episodio! Escaleras mugrientas y desvencijadacasa mal oliente, buhardilla estrecha...; la mo

nótona decoración de la miseria, igual a misma.Lo inesperado fue que, al acercarse el séquit

a la puerta de la vivienda adonde llevaban Señor, una arrogante mujer -la vecina caritativ

que aparece infaliblemente en estos casos- saliese exclamando, con lágrimas en la voz varonil:-Ya no hace falta el Señor, ni na... Esto s'arre

mató. Acaba de quedarse...

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Todos se detuvieron. Un silencio de respetoun murmullo de piedad...

-¿Y la niña? -preguntaron muchas voces.

-¿La niña...? ¿Qué sé yo, hijos? si yo no tuviesya en casa aquellas seis bocazas abiertas... Efin; ahora, conmigo se viene la creatura; no vaquedarse ahí, al lao de la muerta...

Y, entrando en la alcoba, sacó de la mano a chiquilla. Venía refregándose los puños por loojos, inflamados de llorar. Tendría unos dieaños; el pelo sombrío, greñoso, abundante, r

belde; la cara de un color moreno agitanado; lapupilas de un negror nocturno, que ahora encristalaba en llanto, temblante en las pestañaQuizá fuese bonita después de fregada; de sguro era gentil, espigadilla, conmovedora,

repetir, zollipando:-¡Ay, mi ma...! ¡Que-me-dejen-con-mi-ma!...

-Amigo Dávalos -indicó el marqués, que emedio de sus apuros se preciaba de rumboso,

revolvía ya un pápiro de cinco entre los dedos

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se impone la contribución. Usted puede máque yo; afloje sus ciento...

Don Magín no respondía. Miraba a la niñ

fijamente, alucinado por una idea. Allá, dentrde su conciencia, sentía formularse un reprochhondo:

"¿Por qué no tienes una así? ¿Por qué no ha

procurado tenerla..., tenerla, vamos, lo que sdice, con certeza de amor? ¿Por qué estás solcuando una infeliz, acaso una mendiga, pudsentir en la agonía la despedida de unos labiosMagín, con tanta cuquería has sido un necioTe espera muerte solitaria..."El cura, entretanto, se acercaba y le daba la

gracias, alabando la cristiana acción de no dejaa pie a Jesucristo.

-Vuélvase en el coche, señor cura -suplicó Dávalos-. Después me lo envía usted aquí...

-Las pesetas -insistió por lo bajo el marquésMe parece que a esta flamenca bondadosa po

demos confiárselas...

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Dávalos respiró fuerte. Aún titubeaba. Se alejaba el Señor lentamente, con la precaución quimponía al sacerdote la vetustez de la escaler

carcomida y sebosa de puro sucia. Un homgueo en las venas..., una especie de ola que subió del pulmón a la garganta...

-Señora, ¿no le parece a usted que soy yquien debe llevarse a la niña? Conmigo nada

faltará. Será como si tuviese una hija, ¿no eeso? Vente, pequeña... Ahora volverá el cocheTe subirás a él conmigo...El marqués sonreía. Le gustaban a él lo

arranques gallardos, románticos; los había tnido a centenares cuando derrochaba shacienda; y todavía...-¡Bien, bien, Dávalos! ¡Muy bonito! Nos lleva

mos a la chica... La recogemos...

Y en secreto, susurrante, advirtió alborozado:-¡Ahora el billete tiene que ser de mil! Ya v

usted: entierro, medicinas..., y algo para la flamenca, que lo merece... Y usted va a tener unhija. ¡Ahí es nada!

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El solterón callaba. No sabía si avergonzarse preciarse del arranque repentino. No se lo explicaba satisfactoriamente.

¿Habrá algún sortilegio en "seguirlo"?"La Ilustración Española y Americana", núm

44, 1908.

Sin pasión

El defensor, el joven abogado Jacinto Fuente

se encontraba desorientado. Si el mismo defendido le desbarataba los recursos empleadosiempre con tanto provecho..., se acabó; nhabía manera de sacarle absuelto, y tal vez entre aplausos de la muchedumbre.-¿Qué trabajo le cuesta a usted decir la ve

dad? -preguntaba insistente al asesino, que, cola cabeza baja, el demacrado rostro muy ceñudo, estaba sentado sobre el camastro de su té

trica celda en la Cárcel Modelo-. Confiese qu

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se encontraba..., vamos, enamorado de la mujer, de la Remigia...

-No, señor. ¡Ni por soñación! -exclamó since

ramente el criminal-. Pero... ¿qué iba yo a andanamorao de la pobre de Remigia, que parecuna aceituna aliñá, tan denegría como está dcarnes, con lo que el marido, mi vítima, arreaba a todas horas? Lo digo como si me fuese a morir: en ese caso de arrimarme, primerme arrimo a un brazao de leña seca que a lRemigia. Por éstas, que no se me ha pasao nunca semejante cosa ni por el pensamiento.

El abogadito, de recortada y perfumada barbque había realizado tantas conquistas en suaños, relativamente pocos, se quedó confuso notar que aquel hombre vigoroso y mozo tam

bién no mentía. Acostumbraba Fuentes explcárselo todo o casi todo por la atracción quejerce sobre el hombre la mujer, y viceversa, sus derroches de elocuencia los tenía preparados para el caso natural de que el oficial de za

patero Juan Vela, Costilla de apodo, hubies

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matado a Eugenio Rivas, alias el Negruzo, poamores de la señá Remigia, mujer de este últmo y dueña de un baratillo muy humilde en

calle de Toledo.Sólo con la clave amorosa podía el defenso

reconstruir el drama lógicamente. Vela erhuésped de los esposos Rivas. Nada más infal

ble que la inclinación o el "lío" entre el huéspey el ama. El marido, bruto y vicioso, deslomagolpes a su mujer, acaso por celos. En la cashay un hombre que lo presencia y que estprendado de la mártir. La pasión le exalta;

espectáculo le es intolerable, y un día, ante tratamientos más horribles, al ver que el maridenarbola una silla para descargársela a la mujeen la cabeza, se interpone, ve rojo, empalma l

faca y la sepulta, una, dos, tres veces, en cuerpo del verdugo. ¿Quién no hubiese hechlo mismo? ¿Quién, ante el martirio de una mujer que se ama, no se arrojaría a matar, cieganulada la voluntad, suprimido el albedrío

impulsado irresistiblemente por la violencia d

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la pasión que todo lo arrolla? ¿Quién respondde sí mismo en tales ocasiones, ante tales conflictos del alma?

Por estos caminos contaba dirigir su brillantperoración forense el abogado, seguro -a pocque apretase por varios lados, especialmente ealgunos periódicos donde disponía de amigode un triunfo más sobre los ya obtenidos en scarrera refulgente, que le llevaba hacia un bufete lucrativo. Y he aquí que toda la combinacióse venía a tierra, y a la poesía del crimen pasional, ardiente, típico, sustituía la prosa de u

vulgar asesinato.-Entendámonos -murmuró, haciendo con l

mano derecha la señal de esperar-. Usted ntenía nada con la Remigia; la Remigia... no seducía a usted. Bueno. Y entonces, amigo Juan¿cómo me explica usted el hecho de autos? ¿Poqué montó usted al Negruzo? ¿Había mediadentre ustedes alguna cuestión?

-No, señor. Cuestión, ninguna. Al contrario

en el taller nos llevábamos perfectament

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Aquella mañana, la del día en que pasó el "digusto", estuvimos echando unas copas en taberna del Pelele, y me las pagó, por cierto, él

-¿Estaban ustedes, o uno de ustedes, embriagados cuando ocurrió el hecho?-Tampoco, tampoco. Yo nunca lo he tenío po

costumbre, y el Negruzo, que la cogía a menudo, entonces no la cogió, porque total fuerodos copillas, y de mañana, y la cosa pasó retirarnos.

-Siendo así, ¿cómo se comprende...?-Fue de esas cosas..., vamos, de esas cosas qu

hace un hombre..., sin saber muchas veces npor qué las hace. Verá usté... Yo tomé posaden ca el Negruzo porque él se empeñó, diciéndome que estaría muy bien y muy bien. Tocan

te al hospedaje, no tengo na que decir: su buecocido, su buena cena, la cama aseá, y todo según corresponde. Pero a mí me llevaba el demonio viendo el trato que le daba aquel tío a smujer delante de mí. Que la matase allá en s

alcoba, malo será; pero nadie tié que meters

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para eso era su señora. En mi cara... era cosa davergonzarme. Estar un hombre presenciandque a una mujer la hacen tajás, y dejarlo... va

mos, que se le requema a uno la sangre. Yo ejamás le levanté la mano ni a mi madre ni a mhermanas cuando vivía con ellas. Es mala vegüenza para un hombre el sacudir a las hembras, y más si son como la Remigia, que se ca

de puro honrá.

Así se lo dije al Negruzo muchísimas veces, si hubiese quedado con vida él no lo negaríque por amonestao no quedó. ¿Sabe usted, do

Jacinto, lo que me contestaba el fresco? Que Remigia era tan fea, que le chocaba que la saliesen defensores. "¿Para qué se quieren las feas las flacas esmirriás en el mundo?", era lo qu

decía. Y yo le replicaba: "Pues mira: cuandatices leña a la Remigia, procura que no esté yelante, porque un día me atufo y hago una babaridá"; y se reía, se reía a carcajadas: "Andque le ha salío un galán a la Remigia." Y uste

dirá -prosiguió el asesino- que siendo la Rem

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gia tan buena, no se entiende por qué la pegabsu hombre... Pues ahí está lo que me sacó dmis casillas. Ver que no había motivo; per

¿qué motivo?, ni como el que dice tanto así dla sombra de pretexto. Que si la sopa de fideoera un engrudo..., que si los garbanzos estabaduros..., que si los chicos lloraban..., que si fataba un botón a la blusa... Todo mentira las

más veces...; y un descuido lo tiene cualquierme se figura. En fin, que el día de la cosa..., dla desgracia..., porque en medio de todo, degracia fue..., pues el Negruzo entró en su cas

de mal talante, y sin reparar que estaba yo ally también el mayor de los niños, una criaturde ocho años, la tomó con la Remigia, y poprimera providencia le pegó dos puñetazos e

el pecho. Y como ella se echó a llorar, la dio unpatá en una pierna que la tiró al suelo, y ya qula vio en el suelo, alzó una silla para darla Diosabe dónde... Y entonces, un servidor...; na..., demonio... Me lo hubiese comido, vamos; le d

tantas, sin saber lo que estaba haciendo, que m

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contaron después que hasta le "secioné" unoreja y tres dedos de la mano... No, por avisadno fue; que se lo advertí veces. ¡Y no hub

más!... ¡Ah! Sí. El chico pequeño, cuando yo mharté de dar, vino a mirar a su padre, que ya nse movía, y me dijo muy calladito: "¡Biehecho!"

El abogado, silencioso y ceñudo, reflexionaba

-Se hará lo posible... Pero como no se trata dun crimen pasional, no me atrevo a que usteesté muy esperanzado... ¿Por qué no dice ustedcuando llegue el caso, que andaba usted pren

dado de la Remigia?-Porque sólo con verla, señor, no lo creeránY tampoco es mu regular eso de calumniar una mujer decente."Pues lo que es éste, de presidio no se escapa

pensó el defensor malhumorado, y resolviendya, en su interior, no "apretar" en aquel asuntborroso y deslucido.

"Blanco y Negro", núm. 532, 1901.

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El rival

-La única mujer que me ha trastornado insprándome algo espiritual, algo dominador -dijTresmes evocando uno de sus recuerdos dgalanteador incorregible-, ni era bonita, ni ele

gante, ni descendía del Cid... Por no ser nadtengo para mí que ni aun era "virtuosa", en sentido usual de la palabra. Para mí, virtuosfue, o dígase inexpugnable; y acaso sea ésa verdadera razón de mi sinrazón, porque, créan

lo ustedes, estuve loco.Ante todo, referiré cómo la conocí. Es el cas

que otra mujer, Marcela Fuentehonda... ¿No oacordáis? ¡Fue tan público aquello! Sí, Celit

mi prima, a la sazón mi "doña Perpetua" (yíbamos cansándonos de constancia, preciso edecirlo en elogio de los dos), un día en que noaburríamos más de la cuenta y temblábamoante la perspectiva de pasarnos la tarde enter

poniendo bostezos de a cuarta entre un "palo

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ma" y un "mía", me propuso lo que acepté inmediatamente: ir a consultar a una adivinsonámbula o qué sé yo, recién llegada a Parí

Dicho y hecho; nos embutimos en un simón -esas cosas no se suele ir en coche propio-, llgamos a la calle de la Cruz Verde, nombre fatdico que recuerda la Inquisición, subimos unescalera destartalada y entramos en una salit

con muebles antiguos, de empalidecido damaco carmesí...-¿Y cómo es que una hechicera parisiense s

había metido en tal tugurio? -preguntamos a

vizconde.-¡Ah! Ella vivía en un hotel; pero, para mayomisterio, consultaba en aquella casa, que desdtiempo inmemorial habitaban las brujas dMadrid. Sí, es una morada -lo averigüé enton

ces- donde nunca falta quien eche las cartas practique los ritos quirománticos.Soltamos la carcajada, sin que Tresmes unies

su risa a la nuestra, de un superficial esceptcismo.

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-Esperamos -continuó- cosa de media hora, la espera irritó la curiosidad. Sin embargo, tomamos la cosa como travesura. Cuando no

hicieron pasar al gabinete, nos dábamos al codo. Aunque era día claro, las seis de la tarde eabril, las ventanas estaban cerradas herméticamente, y la habitación, revestida de paños negros, la alumbraban cirios en candeleros d

plata. Ante una mesita con tapete de raso negrvi sentada a la bruja. ¿Me permiten ustedes qula llame así? ¡Como que jamás he sabido sverdadero nombre!

-Vaya por la bruja -respondimos burlones condescendientes.-La bruja, pues, era una mujer joven, pálid

muy pálida, casi demacrada, cuyos ojos, de ucolor de avellana amarillento, hervían en chi

pas de luz como la venturina al sol. Sus labioeran demasiado rojos; su pelo, lacio, negrabundante, debía de pesarle. Vestía una batgrana y llevaba al cuello un collar de amuletoegipcios...

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-¡Estaría hecha una birria! -exclamamos algunos, que habíamos determinado poner en solfel cuento de Tresmes.

-Eso opinó Celita cuando salimos a la callerepuso él-; pero ¿qué sabemos lo que es "risble", lo que es "ridículo"? El convencionalismsocial dicta leyes; la pasión nos las conoceDesde que puse los pies en el gabinete negro dla bruja me sentí, ¿cómo explicarlo?, "fuera" do "sobre" lo convencional. Mi prima Celita, intachablemente vestida, me produjo el efecto duna muñeca. Los ojos chispeantes de la bru

me habían sorbido el corazón.Sin levantarse, sin ofrecernos asiento, nos prguntó cuál era el objeto de nuestra visita.

-Que nos diga usted la buenaventura -grit

Celia, aturdidamente-. Mi hermano y yo (decir "hermano" me miraba con malicia involuntaria) queremos conocer el porvenir.-Denme ustedes a un tiempo la mano

contestó la bruja; y reuniendo mi diestra abra

sada y temblorosa con la de Celita, pronunci

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lentamente, sin mirarnos, con los ojos puestoen el techo-: Hermanos, no. Enamorados, tampoco. Parientes... y ligados por un lazo que y

se afloja.Nos miramos con miedo. No cabía más amaga y completa lucidez. La bruja soltó mi manconservando asida la de Marcela; la extendiabriéndole la palma y me hizo señas de qualumbrase con un cirio.-¿Debo decir la verdad? -preguntó gravemen

te.-Venga la verdad -tartamudeó Celita, impre

sionada.-Pues la línea de la vida, en usted, hace unrápida inflexión, ¡tan rápida...!

-¿Es... presagio... de muerte?

-Pudiera serlo... No lo afirmo así, en absolutoSólo..., convendría que tuviese usted cuidado..Celita quiso reír, pero su risa era forzada y s

cara estaba lívida.-¿Y yo? -pregunté para distraerla, tendiendo

mi vez la mano. La bruja la tomó y sentí com

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ejercía, la fuerza psíquica que tenía sobre mHelada y serena, me señaló una silla, y emprendimos larga conversación entre el olor d

iglesia de los encendidos cirios y el tétrico slencio de una habitación tan semejante a uncámara mortuoria.

Algo emanaba de aquella mujer que yo n

había hallado en ninguna. Conocedor y experten el género -creo que ustedes saben que no ejactancia-; coleccionista de impresiones femenles; aficionado al amor como otros al objeto darte, encontraba allí "lo nuevo", y nada escase

en amor como la novedad. Si he de definir msentimientos por medio de una contradiccióndiré que al lado de la bruja experimentaba lque llamaré "frío ardiente". Todo en ella er

glacial: su piel marmórea, lisa, semejante a utémpano; su rostro impasible de sibila; su hablsolemne; el mirar de sus ojos de ágata, transparentes como un vino puro. No necesito decque rompí con Celita; fue un trueno silencioso

sencillamente; no volví a poner los pies en s

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mentía por vanidad; pero después una idehirió mi imaginación, y se me ocurrió que el tpríncipe... sólo podía ser... ¡Ea!, si se ríen uste

des, me callo. Ese "personaje" no está de mody, sin embargo, ¡caramba, confiésenlo!, en "nos movemos, vivimos y somos" todos lopecadores y epicúreos de la coronada villa y dcuantas villas existen. La ocurrencia de que e

esposo de la bruja era ni más ni menos que... mismo "Diablo"; sí, ríanse cuanto quieran...; mempeñó más en su insensato amor, sin esperanza alguna. ¡Rival de Lucifer! Eso no se v

todos los días. Al tocar la mano de la bruja, hielo de su piel me encendía el alma. Llegué creer lo que cuentan de la posesión diabólica...

-¿Y cómo acabó esa rara manía, vizconde? insistimos.

-¡Ah! De un modo extraño también. Ya mdirán si me equivoco... Oigan ustedes. Andabyo más embebecido que nunca en mi pasión dotro mundo, cuando, casualmente, al leer u

periódico, me encuentro con la noticia de qu

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Celita había muerto... Una imprudencia a salida de un baile; un enfriamiento... No sé quenfermedad repentina... En fin: que aquel día

enterraban. Profundamente emocionado al verealizada la profecía de la sibila resolví acudal funeral; ¡no podía hacer menos! Al entrar euna iglesia, por primera vez después de muchos años, creí divisar a la bruja en la puert

abriendo sus brazos blancos y sin calor parestorbarme el paso. Instintivamente -¡hábitode la niñez!- me persigné, murmurando restode una oración casi borrada de mi memori

Entonces desapareció la figura de mujer y pensé ver el ataúd de Celita cubierto de paños negros y oí con terror, ¿a qué negarlo?, los rezode difuntos... Me posterné de rodillas, hecho udoctrino. ¡Pobre Celita!

Hubiese jurado que su voz, llorosa y débipronunciaba mi nombre... Se me enmudecierolos ojos..., y fue como si me arrancasen del pecho una raíz muy larga, de planta venenosa; ¡s

me borró enteramente la imagen de la bruja! N

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volví a pasar por la calle de la Cruz Verd¡Cuando pienso que, ocho días antes, me habrevolcado a sus pies, rogándole que se divo

ciase de mi rival y aceptase mi mano...Y Tresmes, sacudiendo la ceniza del cigarro

añadió:

-Ante el amor, más aún que ante la muert

debemos reconocer que "no somos nadie"Polvo y ceniza.

"Blanco y Negro", núm. 565, 1902.

Los rizos

Cuando pasa la reducida cajita blanca co

filetes azules o color de rosa, que en hombrova camino del cementerio, no volvemos la cabeza siquiera. El tráfago del vivir es tal, que nhay tiempo de mirar cómo desfila la muertsegando capullos con el mismo brío certero co

que siega los árboles añosos.

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Aquella caja, sin embargo -rosados eran lofiletes-, me obligó a recordar un incidente yolvidado... La señora que me acompañaba m

refrescó la memoria...-¿Sabe usted de quién es el entierro? Pues dla chiquilla bonita que le llamó a usted la atención..., ¡y mucho!, en la visita a las escuelamunicipales, cuando fuimos a designar las nñas para la colonia escolar del año...-Hace ya lo menos dos o tres que sucedió eso

Sí; me acuerdo ahora perfectamente: una criatura morena, de facciones de cera, perfiladita

con unos ojos oscuros, grandes, que le comíala cara, y unos rizos negros también, flotantepor los hombros; una melena maravillosa... ¿es ésa?

-Ésa misma...Evoqué la escena, el rebaño de criaturitas epie ante sus pupitres, respetuosamente derchas e inmóviles a la voz de la profesora. Unserie de cabecitas mal peinadas, de pelo bravío

corto y revuelto; de semblantes colorados

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cachetudos, o macilentos, señalados por el linfatismo con el estigma que anuncia tan gravedesórdenes fisiológicos para el porvenir; u

calabazal gracioso a veces -¡la niñez es tan fácilmente graciosa!-, pero, en conjunto, entristcedor, como lo son las muchedumbres infantles de asilos y hospicios, como suele ser la pronumerosa de los necesitados... Las privaciones

que se revelan para el hombre de ciencia en epeso, en la estatura, en la estructura ósea dchiquillo- las descubre el novelista en lo reviejde la tez, en la impureza de los ojos, en la na

ciente deformidad de los miembros... El niñestá más cerca que el adulto de la vida vegetativa; bien cuidado, parece una flor regada lozana, mal cuidado, es la planta que se ahípor falta

de agua y de aire. Entre el plantel destacóse niña de los rizos, y ante el tono algo céreo de smenuda faz encantadora, a un tiempo resolv

mos: "Ésta necesita playa y campo."

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-Habrá que cortarle el pelo -observó alguiede nosotros, en el tono con que se reconoce unnecesidad dolorosa, porque el pelo nos hab

deslumbrado desde el primer momento, comdeslumbra la pluma magnífica, tornasolada, dun ave tropical. Sabíamos de sobra que la rapadura es el rito inicial de caridad y de higiene elas colonias. De caridad, porque es preciso te

nerla para realizar y hasta para ordenar y dirgir esa operación, que descubre tantas veces elas cabelleras infantiles la fauna asquerosa de lmiseria; de higiene, porque al niño que le me

dran los cabellos se le desmedra el cuerpo, esabido... Ni aun para los hijos de los ricos, famliarizados con el peine y los petróleos de tocador, es bueno cultivar esos bucles de paje dsiglo XV.

Sin embargo, desde que pronunciamos lafatales palabras "Habrá que cortarle el pelo...comprendimos que no sería fácil... La niña, fjándonos desde lo hondo con el par de mora

maduras de sus ojazos, parecía decirnos silen

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ciosa y expresivamente: "No me quitaréis mrizos, no tal..." El lacito colorado, que una coquetería de madre engreída de la belleza d

una criatura había prendido cerca de la sieizquierda, era como banderín de la vanidad daquellos siete u ocho años ya femeniles. Y loojos sombríos nos miraban maldiciéndonos, las facciones hechas a torno se contraían co

mohín de repugnancia...

Al día siguiente lo supimos ya de un modpositivo, por referencias diversas: la niña de lorizos no vendría a la colonia. Su familia com

partía la opinión de que la salud no compensel desmoche de unos tirabuzones tan ricos y taondeantes. Mejor dicho (conviene ser exactosaquel menaje de obreros habituados a la vid

sórdida y angustiada, en que si no falta el padel todo, no hay nunca de sobra; reñido con jabón y el aseo, en la promiscuidad y estrechedel domicilio, creía firmemente que eso de rapar a los chicos es una manía de burgueses m

tidos a filántropos que distraen el aburrimient

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inventando molestias a cambio de problemátcos beneficios. ¡Llevarse a la chica un mes a playa! ¡Gran puñado son tres moscas! ¡Y, e

cambio, quitarle aquellos rizos, orgullo de lmadre, envidia de las demás chiquillería y comadrería del barrio! El único lujo del hogar, lque hacía sonreír babosamente al padre cuandconducía a su hija al "gallinero" del teatro po

horas, o al"cine", y en el ambiente viciado, del etéreo, cagado de olor humano, resonaban las frases dadmiración. "¡Mira ese pelo!... ¡Mira esa peque

ña! ¡Si parece un cromo!"Tuvimos que sustituir a la niña de la melen

por otra, que se dejó pelar sin oposición, aunque no sin pena, pues es increíble el cariño qu

tienen a su áspera zalea hasta los chicos máfeos y pobres. Las criaturas fueron lavadas fregadas; averiguaron que a unos huesos qutenemos en la boca hay que frotarlos diariamente con cepillo; se vistieron de limpio, co

mieron a mantel blanco, con flores silvestres e

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el centro y servilleta nívea; corretearon en playa, ganaron en peso y estatura; se pusieroalegres y morenas, el moreno sano del pan ín

tegro..., y volvieron al pueblo contentas, envanecidas del veraneo aquel, con hábitos de "señoritas", que en sus casas eran reprobados...La de los rizos seguía causando la misma im

presión, mientras jugaba en el arroyo, vestidde percal rosa sucio y con el moñito rojo entrlas alborotadas y finas ondas del soberbio pelSin embargo, transcurrido bastante tiempdespués del día en que la conocimos, las frase

de la gente que la admiraban se habían modifcado un poco. "¡Qué pelo!", era siempre lo prmero, y después: "¡Está consumidita!... ¡Qucolor tan malo!..." La gente del pueblo, nadie lignora, no se anda en contemplaciones par

decir lo que piensa en la cara de todo el mundo... Hubo quien soltó crudamente:

-¡Qué lástima! Ésta no llega a grande...

¿Cayeron en la cuenta los padres? ¿Consulta

ron médico? Ello es que, al cabo, la madr

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murmuró tristemente la misma frase por todopronunciada:

-Habrá que cortarle el pelo...

El desconsolado llanto de la niña -próxima convertirse en mujercita- impidió que se verifcase la poda... El doctor que la vio -postrada yen mal jergón, que compartía con dos herma

nos menores- movió la cabeza, y decidió quera inútil darle el disgusto. De todas manerahabía de ser igual... Y los rizos no cayeron bajla fría mordedura de la tijera, y envuelta en sregia aureola de sombra, la colocaron en la ex

gua caja blanca con filetes rosados, que locompañeros del padre -marmolistas, gente mufamiliarizada con el cementerio y sus esplendores- conducían a hombros cuando acertamos verla...En el fondo de mi alma de artista -¿a qué ne

garlo?- latía una especie de respeto ante aquelmuerte ocasionada por el culto ciego, inconciente, idolátrico, de la Belleza... Yo hubies

mandado a tiempo trasquilar a la desdichad

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Absalona, víctima de su hermosa cabellera; sen nombre de la Ciencia y del bien, yo hubiesdispuesto sin ningún escrúpulo ese crimen

Pero, como tengo dos almas -¡dos lo menos!me gusta que en el ara de la eterna Hermosurse sacrifiquen sin piedad niños y adultos. Eolor de tales sacrificios es grato a la impasibDiosa...

"La Ilustración Española y Americana", núm40, 1908.

Implacable Kronos

¡Qué juventud y qué edad madura tan laboriosas y aperreadas las de don Zoilo Terrón! Si

una hora de descanso y recreo, sin un minutque pertenciese al gusto y al solaz, vivió doZoilo, no como la ostra -al fin, la ostra no trabaja-, sino como la polilla, que roe y roe y no sade su rincón, no deja su viga telarañosa, n

despliega nunca sus alas, buscando lo que la

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como me gusta Casildita Ramírez, la viuda quvive en el segundopiso."

Al hacer estas reflexiones conoció don Zoilque precisamente la Casildita susodicha era que le venía pintiparada, porque su lozana bedad, y su sandunga encantadora le sugerían u

remolino de ideas bucólicas y juveniles. Al vede cerca a Casildita, a quien solía encontrarspor la escalera, don Zoilo sentía que toda smalograda mocedad le subía a la cabeza y dallí bajaba al corazón en olas de sangre. Y com

el dinero infunde gran aplomo y arrogancidon Zoilo no titubeó, y sin demora subió a casde la linda viuda, celebrando con ella una entrevista y descubriéndole llanamente su cristiano y honrado pensamiento.Estaba Casildita, cuando recibió la fulminant

declaración del opulento don Zoilo, más monaún que de costumbre, porque la sorpresa y malicia hacían chispear sus grandes ojos moru

nos, y avivaban la risa en sus labios, y cavaba

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los traviesos hoyuelos en sus mejillas pálidas frescas como las hojas de la magnolia. Jugandcon un diminuto perrillo de lanas que parecí

una bola de cardado y crespo algodón, oyó Casilda las extremosas palabras del vecino, y aque éste acabó de formular su súplica, la viudhalagando al gracioso animalejo por quien strocaría de muy buena gana don Zoilo, respon

dió categóricamente:-A la verdad, lo que usted me propone, par

penitencia es atroz, y para ganar la gloria puede que no baste. No me atrevo, vamos, no m

atrevo. Si tuviese usted diez añitos menos, dieañitos... Pero ¡si está usted más gris que las ratas y más desdentado que un serrucho viejo! Sreirían de nosotros cuando fuésemos juntos pola calle, créalo usted, ¡la gente es tan mala.Sólo por eso no le complazco a usted, que polo demás, es usted persona muy apreciable muy digna.

Salió don Zoilo del cuarto de la viudita desa

zonadísimo, y al mismo tiempo convencido d

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que nunca le había gustado tanto, que se morpor ella, y que todas aquellas cosas que hableído que les pasaban a los enamorados furio

sos las sentía él en grado heroico y superfin"¿De qué sirve el dinero -iba rumiando- si nsirve para tener, cuando a uno se le antoja y lnecesita, el pelo negro como la noche y unodientes que deslumbren de blancos?" Y d

pronto, como al que va a ahogarse se le ocurrasirse a un clavo muy delgadillo, ocurriósele don Zoilo que con "guano" se compran tambiédientes y pelo.

A escape, el mejor dentista de Madrid -posupuesto, norteamericano- se encargó damueblar espléndidamente el tenebroso antrde la boca de don Zoilo con una doble fila d

mondados piñones, iguales, relucientes y parjos. Llegó después la vez al peluquero -francéquién lo duda-, y valiéndose de una serie dbotecillos de cristal y hasta media docena dcepillos y brochas, hizo pasar la cabellera d

don Zoilo del gris amarillento al castaño oscu

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ro, y del castaño oscuro a un negro de carbónprofundo, casi puedo decir que insolente. Lmisma prolija operación, realizada con la barb

arrancó a don Zoilo una exclamación de puerregocijo, porque el mágico licor de los empecatados botes le había aliviado del peso de veintaños lo menos, dejándole el rostro encerrado eun marco que afrentaba a la endrina y al ala de

cuervo también.

A contemplar la restauración vino el ortopédco con una faja-corsé, firme represión de abdomen y derechura del espinazo, y el sastre y

ayuda de cámara coronaron la obra, ataviandoperfilando, atusando y componiendo a doZoilo, dejándole hecho un petimetre, según loúltimos decretos de la moda. Remozado as

perfumado, con un capullo en el ojal y radiantde esperanza, don Zoilo subió otra vez las escaleras, y sin que le anunciase nadie, cayó comuna bomba en el coquetón gabinete de Casildta. Era tal su arrebato, tan grande la turbació

que el instante aquel le producía, que sólo ace

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tó a murmurar, en entrecortadas frases, unnueva declaración más apasionada, más vehmente que la anterior, y a repetir la proposició

de casamiento, entre protestas de exaltada tenura Casildita le oía y contemplaba con evidente asombro, y callaba, aguardando a que acabase su relación el galán.Así que éste hizo un compás de espera, tal ve

por necesidad de respirar, la viuda, abarqullando las orejas rizosas y suaves del perrito, con un sonreír que era el abrirse de una rosa euna mañana de mayo, pronunció con ingenu

picardía:-El caso es que no puedo complacerle en lque me pide, y bien lo deploro.

-¿Por qué? -articuló don Zoilo, con anhelinfinito.

-Porque hará cosa de quince días estuvo aqucon la misma pretensión su señor papá, empñado en pedir mi mano..., y después de dacalabazas a una persona más respetable quusted, no es cosa de decirle a usted que "sí".

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"El Imparcial", 17 de junio de 1895.

Primaveral Moderna

Obligado a trasladarme a una capital de provincia, al noroeste de España (de esta Españ

que los extranjeros se imaginan siempre achcharrada por un sol de justicia), hice mis maletas, sin olvidar la ropa de abrigo, aunque, lque refiero sucedía en el mes de mayo, y al subir al tren me instalé en el departamento de "n

fumadores", esperando poder fumar en él todo mi talante, sin que me incomodase humo de los cigarros ajenos, pues ese departamento suele ir completamente vacío.

En efecto, hasta el amanecer, hora en que nocruzamos con el expreso de Francia, nadie vina turbar mi soledad. Dormía yo profundamente, envuelto en mi manta, cuando se realizó ecruce. No sé si a los demás les sucede lo que

mí; si también notan, dormidos y todo, la sen

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sación extraña y oscura de no estar ya solos; dla presencia de "alguien". Yo percibí esa sensación durante mi sueño, y poco a poco me de

perté. A la luz blanquecina del amanecer vi eel asiento fronterizo a un viajero. Era un mozde unos diecinueve a veinte años, de cara fina imberbe. Su oscura gorrilla de camino, parecida la prolongada toca con que representan a Lu

XI, acentuaba la expresión indiferente y cansada de su fisonomía y la languidez febril de suojos, rodeados de ojeras profundas. Sus manoenflaquecidas se cruzaban sobre el vellud

plaik, que le abrigaba las rodillas y le tapaba lopies; caído sobre el plaid había un volumen damarilla cubierta.

Mi imaginación, activa, tejedora, sobreexcitada además por el movimiento del tren, se dedcó al punto a girar en torno del viajerito enfemo. Discurrí manera de entrar en conversaciócon él, y la encontré en el socorrido tema de

cigarro.

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-Sin duda le incomoda a usted el humo, cuando se ha venido a este departamento -pregunthaciendo ademán de embolsar la petaca de

pués de haberla sacado como por inadvertencia.

-No, señor -contestó el mozo con voz opaca mate, cual si realizase un esfuerzo penosoPuede usted fumar. Yo también fumaría, si nme lo hubiesen prohibido.

-¿Está usted... indispuesto? -pregunté, demotrando interés; y la repuesta afirmativa me dihecha la plática que deseaba entablar. Nadie s

resiste a hablar de sus padecimientos, sean reales o imaginarios. Mi compañero, dengosamente al principio, animándose gradualmendespués, me enteró de cuanto quería: era vene

zolano, hijo de español; venía de París, adondle había enviado su familia para que se instruyese y formase; y, atacado de un mal indefinble, tal vez neurosis complicada con anemiprofunda, se dirigía, por consejo de los méd

cos, a pasar el verano en el noroeste de Españ

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en casa de un hermano de su padre, rico propietario, dueño de una quinta en el valle de lRosa.

Al oír este nombre, tan dulce y sugestivo, bapalmas: el valle de la Rosa estaba cerca de lciudad a que me encaminaba yo.-¿Conoce ese sitio? -preguntóme con el pecu

liar acento de su país mi compañero de viajque se enderezó, echando a un lado la manta.

-¡Sí lo conozco! -respondí-. He vivido más dtres años en Urbigena, adonde voy ahora otrvez, y el valle de la Rosa, en que veraneábamo

lo tengo tan presente como si lo estuviésemoviendo, como lo veremos a mediodía desde esventanilla. ¡Qué valle! No cabe soñar nada mádivino. Vamos a pasar una serie de montaña

abruptas, y hasta áridas y peladas por lo menoen esta estación, pues en junio se cubren dterciopelo verde; pero el valle, que recoge todel sol y toda el agua de las arroyadas del invierno, ¡es un vergel, un paraíso! Le sorprend

rá a usted el cuadro que presenta, y sorprend

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a cuantos lo ven por primera vez. En este tiempo del año, los árboles están igual que si hubiese nevado copiosamente, de tanta flor como lo

reviste; los albaricoqueros y los pavíos soplumaje rosa pálido; las fresas rojean y huelengloria; los senderos están llenos de violetas tadías, y las camelias, que allí son árboles corpulentos, tienen al pie una alfombra de hojas

encarnadas de una carta de espesor. Verá ustequé verde tan delicado el de los praditos, qude agua cristalina en las fuentes; y por los setocuánta rosa silvestre; han dado nombre al vall

Y no es sólo la flora: hay la poesía de la Humnidad también. ¡Las aldeanitas! ¡El día que scuelgan los aretes de filigrana y se atan el "dengue" con las cintas de seda! No sé si ellas sorealmente tan guapas, o es que las hermosea l

Naturaleza, que lo embellece todo.El mozo guardaba silencio, con el ceño frunc

do y una chispa de descontento en las negrapupilas; y de pronto, mirándome fríamentmurmuró:

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-¡La Naturaleza! Para mí no hay cosa más antipática.

La extrañeza me impidió hasta protestar. M

quedé turulato, como solemos decir cuandoímos una herejía muy gorda, algo que echpor tierra afirmaciones que creemos indiscutbles y evidentes. El enfermo, sonriendo cosarcasmo, continuó:

-Ya ve usted si he nacido, en un continente dNaturaleza espléndida... Supongo que por lmismo la detesto doble. Todo lo natural mparece estúpido, bueno sólo para la gente rut

naria y mansa...: para los especieros, como decimos en París. ¡El agua, los bosques, los prados, las florecillas del campo! ¡Beeee! -emitió balido de la oveja-. ¿Qué sentido puede encon

trarse en nada de eso? ¿Dónde existe funciómás mecánica, menos intelectual que la de Naturaleza? Llueve, brota la vegetación; hacsol, se agosta; llega el otoño, las hojas caen; viene la primavera, vuelta a salir... Es purament

animal; ruin fisiología. No sé por qué la man

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obra del hombre, creación de su inteligencemancipada del ciego instinto. No me dé usteel racimo, sino el licor; no la tez virginal y lava

da en agua pura, sino la que ha curtido e impregnado el amor y adobado la perfumería; nel bloque de mármol, sino la estatua de Capeaux; no la rosa rústica de los setos, sino orquídea monstruosa criada en estufa; no

animal viviente, sino la sierpe de esmalte y pdrería o el pájaro que canta por mecanismo. Lobra del hombre civilizado va en sentido contrario a la Naturaleza. La Naturaleza se acuest

temprano, y nosotros, tarde, haciendo de lnoche día; la Naturaleza es sencilla, y nosotrosomos complicados; la Naturaleza no aspirsino a perpetuar la especie y nosotros..., ¡qudiablo!, ¡si la pudiésemos suprimir...!

Éstas y otras teorías análogas desarrolló exatadamente mi interlocutor, mientras nos acecábamos al valle, que por fin avistamos cuandel sol ascendía a su cenit. Viva fragancia d

madreselvas, en ráfagas de esencia arrancada

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por el airecillo juguetón, penetraba en el depatamento; y en un prado de un verdegay ideauna gran vaca, roja, acostada, parecía inmóvi

esfinge de cobre. Allá abajo se posaban, comgrupos de palomas torcaces, las casitas, y cercde nosotros una fuente, sombreada por saucepálidos, se desataba murmuradora, dándomenvidia de beber un trago en el hueco de

mano, a la manera primitiva. Confieso que ovidé enteramente a mi compañero de viaje parrecrearme en aquellos pormenores, y sólo recordé al notar que el tren se detenía en la esta

ción y escuchar que el artificialista me decía:-Feliz viaje, adiós; he tenido gusto en conocele. ¡A su servicio!Saludé y tendí la mano, declarando mi nom

bre y profesión: Félix Llaguno, magistrado...

-Aristeo Abigail Fierro, poeta -respondió, nsin algo de sequedad altanera, el enfermo, voviéndose para recoger su pulcro maletín dcuero inglés y su sombrerera, que entregó acriado que le esperaba con un birlocho.

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Y como yo hiciese un involuntario movimiento al oír lo de "poeta", añadió:-Poeta decadente.

"Blanco y Negro", núm. 333, 1897.

Casi artista

Después de una semana de zarandeo, del Gobierno Civil a las oficinas municipales, y de latabernas al taller donde él trabajaba -es un modo de decir-, preguntando a todos y a "todas

con los ojos como puños y el pañuelo echado la cara para esconder el sofoco de la vergüenzDolores, la Cartera -apodábanla así por habesido cartero su padre-, se retiró a su tugurio coel alma más triste que el día, y éste era de lo

turbios, revueltos y anegruzados de Marineden que la bóveda del cielo parece descendehacia la tierra para aplastarla, con la indiferencia suprema del hermoso dosel por lo que ocurre y duele más abajo...

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Sentóse en una silleta paticoja y lloró amagamente. No cabía duda que aquel pillo habembarcado para América. Dinero no tenía; per

ya se sabe que ahora facilitan tales cosas, garantizando desde allá el billete. En Buenos Aireno van a saber que el carpintero a quien llamapara ejercer su oficio es un borracho y deja esu tierra obligaciones. La ley dicen que prohíb

que se embarquen los casados sin permiso dsus mujeres... ¡Sí, fíate en la ley! Ella, a prohibiy los tunos, a embarcar... y los señorones y laautoridades, a hacerles la capa..., ¡y arriba!

Bebedor y holgazán, mujeriego, timbista perdido como era su Frutos, alias Verderónsiempre acompañaba y traía a casa una cortez

de pan... Corteza escasa, reseca, insegura; percorteza al fin. Por eso (y no por amorosos melindres que la miseria suprime pronto) llorabDolores la desaparición, y mientras corría sllanto, discurría qué hacer para llenar las do

boquitas ansiosas de los niños.

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Acordóse de que allá en tiempos fue pizpireaprendiza en un taller que surtía de ropa blanca un almacén de la calle Mayor. Casada, habí

olvidado la aguja, y ahora, ante la necesidadvolvía a pensar en su dedal de acero gastadpor el uso y sus tijeras sutiles pendientes de cintura. A boca de noche, abochornada -¡comsi fuera ella quien hubiese hecho el mal!-, s

deslizó en el almacén, y en voz baja pidió labo"para su casa", pues no podía abandonar a lacriaturas... La retribución, irrisoria; no hay nadpeor pagado que "lo blanco"...

Dolores no la discutió. Era la corteza -mudura, muy menguada, eventual- que volvía su hogar pobre...

Corrió el tiempo. Habitaba hoy la Cartera upiso modesto, limpio, con vista al mar: su chicconcurría a un colegio; la pequeña ayudaba su madre, entre las oficialas del obrador. Poque Dolores tenía obrador y oficialas; hacía po

cuenta propia equipos, canastillas, y poseía un

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clientela de señoras, que iban personalmente encargar, probar y charlar su rato.-¡Buena mujer! ¡Y muy puntual, y habilísima!

repetían al bajar las escaleras, despidiéndostodavía, con una sonrisa, de la costurera, qusalía al descansillo, a murmurar por última vez-Se hará, señora... No tenga cuidado... Com

guste...Así se ha ganado la parroquia, por medio dhumildades dulces, de discretas confidenciade esas penas domésticas con que toda hembrsimpatiza, y poniendo cuidado exquisito e

entregar la labor deslumbrante de blancurprimorosa de cosido y rematado, espumosa dvalenciennes, hecha un merengue a fuerza desmero. Con la reputación de tantas virtude

obreras vino el crédito, el desahogo; con el deahogo, el trabajo suave y halagador y el cariñintenso del artífice a la obra perfecta, en la cuase recrea y goza antes de enviarla a su destinoEn la Cartera había desaparecido la esposa d

carpintero vicioso, chapucero y zafio, en chan

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cletas y desgreñada, y nacido una pulcra trabajadora, semiartista, encantada, aun desinteresdamente, con los lazos de seda crespos y coqu

tones, los entredoses y calados de filigrana, laondulaciones flexibles de la batista y las graciadel corte, que señala y realza las líneas dcuerpo femenil. Algo de la delicadeza de strabajo se

había comunicado a todo su vivir, a su manerde cuidar a los niños, al claro aseo de sus habtaciones, a la frugalidad de su mesa. Aunqutodavía fresca y apetecible, la Cartera guardab

su honra con cuidado religioso -no por miramientos al pillo, de quien no se sabía palabrsino porque esas cosas estropean la vida y damal nombre-, y era preciso que a su casa viniesen sin recelo sus parroquianas, las señoraprincipales...Extendida estaba sobre las mesas del obrado

una canastilla de hijo de millonario -la más cary completa que le había encargado a la costur

ra, un poema de incrustaciones, realces y plie

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gues-, cuando se entró habitación adelantentre las risas fisgonas de las oficialas un hombre de trazas equívocas. Venía fumando u

pitillo, y al preguntar por "Dolores" y oír quno se podía hablar con ella -lo cual era un modde despedirle-, soltó a la vez un terno y la collla ardiendo; el terno sólo produjo alarma en lachiquillas; la colilla, chamuscó el encaje de R

chelieu de una sábana de cuna.

-¡Soy su marido! -gritó el intruso-, y a cuaquier hora "me se" figura que la podré ver...

No cabía réplica. Corrieron a avisar a la maetra; se presentó temblona, y se retiraron a ucuarto, allá dentro. No se sabe lo que conversarían; acaso el Verderón confesase que se hallab

ya convencido de que también en el NuevContinente tienen la absurda exigencia de quse trabaje, si se ha de ganar la plata... Lo ciertes que se hizo un convenio: el Verderón comería a cuenta de su mujer, y hasta bebería y fu

maría, comprometiéndose a respetar la labor d

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ella, su negocio, su industria ya fundada, sarte elegante. Y Frutos prometió.Mas no era el holgazán del escaso número d

los que cumplen lo pactado, y su orgullo dvarón y dueño tampoco se avenía a aquelldependencia, a aquel papel accesorio... ¡Vamoque él tenía derecho a entrar y salir en "su casacuándo y cómo se le antojase! ¡Bueno fuera qupor cuatro pingos de cuatro señorones que venían allí se le privase de pasarse horas en taller requebrando a las oficialas! Y así lo hizoa pesar del enojo y las protestas de Dolores.

-Tienes celos, ¿eh, salada? -preguntábale ésarcástico.-¡Celos! -repetía ella-. Si te gustan las oficiala

llévatelas a todas..., pero fuera de aquí, ¡entien

des!... A un sitio en que tus diversiones no mmanchen la labor. ¡Eso no! Eso no te lo aguanty te lo aviso... ¡No me toca a mis encargos upuerco como tú!Con la malicia de los borrachos, así que Fruto

comprendió que ahí le dolía a su mujer, empe

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zó a meterse con la ropa blanca. Escupía en suelo, tiraba los cigarros sin mirar, manoseablas prendas, se ponía las enaguas bromeand

se probaba los camisones. Naturalmente, cuaquier desmán de las oficialas lo disculpabaachacándolo al marido de la señora maestrVenían ya quejas de clientes, recados agrios: descrédito que principia... Un día "se perdie

ron" unos ricos almohadones... Dolores averguó que estaban empeñados por Frutos parbeber.

***

Una tarde de exposición de equipo de novianunciada hasta en periódicos, el carpinter

volvió a su casa chispo y maligno. La madre dla novia, la novia y parte de la familia examinaban el ajuar. Entró el Verderón, y su bochedionda, de alcohólico, comenzó a disparapullas picantes, a glosar, en el vocabulario de l

taberna, los pantalones y los corsés, las prenda

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puerta para evadirse. Todavía allí Dolores lperseguía, y el borracho, tropezando, rodó escalera. La cabeza fue a rebotar contra los ú

timos peldaños, de piedra granítica, quedandtendido inerte en el fondo del portal... Su mujer, atónita, no comprendía... ¿Era ella quiehabía sacudido así? ¿Era ella la que todavapretaba la vara hecha astillas?... El chiquillo d

una oficiala que subía la aterró... El hombre nse movía, y por su sien corría un hilo de sangre

"Blanco y Negro", núm. 919, 1908.

La clave

Calixto Silva se enteró -al regresar de un via

que había durado cuatro meses-, de que su tío tutor, aquel excelente don Juan Nepomuceno, quien debía educación, carrera, la conservacióy aumento de su patrimonio y el más solícitcuidado de su salud, iba a casarse..., ¿y co

quién?, con la propia Tolina Cortés..., la casqu

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vana que de modo tan terco había tratado datraerle a él, Calixto, mediante coqueteríaartimañas y diabluras, cuyo efecto fue contra

producente, pero cuyo recuerdo, ante la noticile causaba una impresión de temor y repugnancia.Su tío no le consultaba, y no parecía dispuest

a escuchar observación ninguna respecto asunto de la boda. Calixto tuvo, pues, que resignarse; su única protesta fue expresar el deseo de marcharse a vivir solo: pero en eso nestaba don Juan conforme.

-¡No faltaba otro dolor de muelas! Tú no eremi sobrino, que eres mi hijo; si llegan a naceme, no los querré más que a ti. La niña -así llamaba don Juan a su futura- se hará cuenta dque soy un viudo que tiene un chico. Se acabóMientras no te cases tú también, todo sigucomo antes.Asistió Calixto a la ceremonia nupcial, estre

meciéndose interiormente de rabia al mirar l

tersa guirnalda de azahares que, bajo la nub

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de tul del velo, coronaba la frente audaz de diabólica criatura. ¿Cómo se las habría compuesto la serpezuela para anillarse al corazó

del honrado viejo? ¿Qué arterías, qué travesuras, qué sortilegios usaría? ¡Sin duda, aquellomismos que Calixto evocaba mientras el órganemitía su vibrante raudal de sonidos plenos graves, y en el altar, una grácil figura, envuelt

en blancas sedas que la prolongaban místicamente, articulaba un "sí" apagado, un "sí" blanco también!

El irritante enigma que preocupaba a Calixt

le obligó a pensar incesantemente en la esposde su tío, a tenerla presente día y noche. Resovió vigilarla, mirar por la honra de don Juan, no consentir que nadie le burlase impunemente. Semejante propósito, noble y firme, era justficación de su permanencia en la casa. Ojo oído: que Tolina anduviese con pies de plomo si no...

Tolina, sin género de duda, desplegaba l

hipocresía más maquiavélica; nada cabía re

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prender en su conducta. Concurría a algunadiversiones sin mostrar afán por ellas; se adonaba y componía sin exceso; igual y alegre d

carácter, con su marido era realmente la niñmás hija que esposa; le cuidaba, le complacízalameramente, le respetaba en público, le mmaba de puertas adentro y -Calixto hubo dconfesárselo a sí propio- don Juan disfrutaba d

una felicidad verdadera. Chocho con la dulce sabrosa mujercita, repetía incesantemente, dsolviendo en babas las frases:-¿Ves, Calixto, qué mona es? Búscate una as

No debe nadie morirse sin primero disfrutaestos goces.Calixto, ceñudo, se tragaba sus cavilaciones

sospechas malignas.

¡Vamos, no podía ser! Tarde o temprano, Tolna enseñaría la oreja. Si ahora se portaba biesería por algo... ¡Bah!... Y continuaba observándola con malévola atención. Tolina, afectuosalgo quejosa, con queja muda, procuraba n

chocar ni insinuarse demasiado con el sobrin

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Al descubrir esta clave, Calixto se dio por doblemente satisfecho. Su pesimismo se contentaba con reconocer en Tolina instintos de mez

quindad y avidez; su generosidad le movía alegrarse de renunciar a una sucesión que nunca había codiciado. Y, adelantándose a lo qupudiese sobrevenir, un día en que la conversación cayó oportunamente, dijo a don Juan:

-Tío, nadie está seguro de vivir mañana... Yhe testado desde que soy mayor de edad. ¿Poqué no toma usted disposiciones y deja a la tíAntolina sus bienes? Lo merece, y es justo.

-Lo merece, y es justo -repitió el anciano, rmedando al sobrino-, y yo le dejaría los reinode España... pero has de saber que no quierque no se le antoja y que, al hablarle yo de esofue tal su enfado y el daño que le hizo, que ha

ta se puso enferma. Es el único disgusto qutuvimos. Me ha exigido que mi heredero seatú... ¿Qué significa ese asombro? ¿Habías supuesto que Tolina me aceptó por interés? ¿Ella¿Ella?

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Y el anciano irradiaba placer por su cara simpática, rojiza entre la gris aureola de la barba los cabellos.

-Bueno; pero no consentiré tal disparate y tainjusticia -declaró Calixto-. Lo que usted mlegue, para ella será.-No la persuadirás. No quiere. ¡Es más buen

que los ángeles!

Desde esta conversación, cambió Calixto dmodo de ser. Huía de Tolina, en vez de vigilala. La sospecha de ahora era más punzante, máhonda, más perturbadora que la antigua. Un

tristeza, una inquietud sin límites, invadieron espíritu de Calixto. Perdió el apetito y el sueñUna tarde, habiendo echado de menos su cartera, donde guardaba un fajo de billetes, bajó jardín del hotel a hora impensada, casi anoche

cido, por si la encontraba allí, y registró, agachándose, los macizos de plantas, hasta ugrupo de arbustos que ocultaban un banco dpiedra. Se detuvo. Una mujer, sentada en blanco, besaba un objeto rojo.

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-¿Qué haces aquí? -murmuró él, sobrecogidsin darse cuenta de lo que decía.

-¿Y tú? -respondió ella serenamente.

-Yo... Yo... Buscaba mi cartera...-Aquí la tienes: la encontré momentos hace.Tolina le tendió, sonriente, la cartera de cuer

de Rusia. Calixto no la tomó. Notaba que paldecía, y la voz se le atascaba en la garganta.

-¿Qué te sucede? -la dama, aproximándosacercaba la cartera a las manos inertes que no recogían-. Vamos -añadió melancólicamente con malicia-, coge tu dinero... Ya sabes que y

no me lo he de guardar.La contestación de Calixto fue -sin levantars

del suelo- echar los brazos a aquel cuerpo qutemblaba de pasión y de triunfo... Tolina, inclnándose, balbucía:

-¡Al fin! Trabajo ha costado... ¡Ciego, ciego!Un paso plomizo hizo crujir la arena... Calixt

se incorporó... Don Juan se acercaba.-Buscábamos esta cartera -explicó Tolina, ra

diante, blandiéndola en alto-. Figúrate que Ca

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lixto la tocaba con las manos, y no la veía. ¡cuidado si saltaba a la vista! Pero siempre sucede así: las cosas más evidentes son las qu

nos empeñamos en no ver... Toma, sobrinoprosiguió, deslizando ella misma, con graciosfamiliaridad, el objeto en el bolsillo del jovenNo la vuelvas a perder, que vale un pico...

A la mañana siguiente, Calixto se marchó

dejando una carta de despedida, breve, aunqucariñosa. Necesitaba viajar largo tiempo, completar sus conocimientos, recorrer el mundTolina, al enterarse de la carta que don Jua

leyó furioso -¡diablo de chiquillo!, ¡qué salidde pie de banco es ésta!-, no pronunció palabraPoco después se alteró gravemente su salud,

don Juan la pasea por balnearios y antesalas dcelebridades médicas sin que se sepa todavía

punto fijo qué mal padece. Los nervios, de fijoLos nervios, otro enigma sin clave...

"Blanco y Negro", núm. 914, 1908.

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Feminista

Fue en el balneario de Aguasacras donde hic

conocimiento con aquel matrimonio: el maridde chinchoso y displicente carácter, arrastrandel incurable padecimiento que dos años depués le llevó al sepulcro; la mujer, bonitilla, co

cara de resignación alegre, cuidándole solícitsiempre atenta a esos caprichos de los enfemos, que son la venganza que toman de losanos.Conservaba, no obstante, el valetudinario l

energía suficiente para discutir, con irritaciósorda y pesimismo acerbo, sobre todo lo humano y lo divino, desarrollando teorías de cerradintransigencia. Su modo de pensar era entr

inquisitorial y jacobino, mezcla más frecuentde lo que se pudiera suponer, aquí donde loextremos no sólo se han tocado, sino que hasolido fusionarse en extraña amalgama. Hasido generalmente prendas raras entre nosotro

la flexibilidad y delicadeza de espíritu, engen

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dradoras de la amable tolerancia, y nuestrrecio y chirriante disputar en cafés, círculoreuniones, plazuelas y tabernas lo demostrarí

si otros signos del orden histórico no bastasen.

El enfermo a que me refiero no dejaba cosa vida. Rara era la persona a quien no juzgab

durísimamente. Los tiempos eran fatídicos y lrelajación de las costumbres horripilantes. Elos hogares reinaba la anarquía, porque, perddo el principio de autoridad, la mujer ya nsabe ser esposa, ni el hombre ejerce sus prerro

gativas de marido y padre. Las ideas modernadisolvían, y la aristocracia, por su parte, contrbuía al escándalo. Hasta que se zurciesen muchos calcetines no cabía salvación. La blanden

guería de los varones explicaba el descoco garrulería de las hembras, las cuales teníapuesto en olvido que ellas nacieron para cumplir deberes, amamantar a sus hijos y espumael puchero. Habiendo yo notado que al halla

me presente arreciaba en sus predicaciones

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buen señor, adopté el sistema de darle la razópara que no se exaltase demasiado.

No sé qué me llamaba más la atención, si intemperancia de la eterna acometividad verbdel marido, o la sonrisilla silenciosa y enigmátca de la consorte. Ya he dicho que era ésta drostro agraciado, pequeño de estatura, delgad

de negrísimos ojos, y su cuerpo revelaba escontextura acerada y menuda que promete longevidad y hace las viejecitas secas y sanas compasas azucarosas. Generalmente, su presenciuna ojeada suya, cortaban en firme las diatriba

y catilinarias del marido. No era necesario qumurmurase:

-No te sofoques, Nicolás; ya sabes que lo hdicho el médico...

Generalmente, antes de llegar a este extremel enfermo se levantaba y, renqueando, apoydo en el brazo de su mitad, se retiraba o dabun paseíto bajo los plátanos de soberbia vegeta

ción.

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Había olvidado completamente al matrimoni-como se olvidan estas figuras de cinematógrafo, simpáticas o repulsivas, que desfilan duran

te una quincena balnearia-, cuando leí en uncuarta plana de periódico la papeleta: "El excelentísimo señor don Nicolás Abréu y Lallanjefe superior de Administración... Su desconsolada viuda, la excelentísima señora doña Clo

tilde Pedregales..." La casualidad me hizo encontrar en la calle, dos días después, al médicdirector de Aguasacras, hombre muy observador y discreto, que venía a Madrid a asuntos d

su profesión, y recordamos, entre otros desaparecidos, al mal engestado señor de las opiniones rajantes.-¡Ah, el señor Abréu! ¡El de los pantalones!

contestó, riendo, el doctor.

-¿El de los pantalones? -interrogué con curiosidad.-Pero ¿no lo sabe usted? Me extraña, porqu

en los balnearios no hay nada secreto, y esto n

sólo se supo, sino que se comentó sabrosamen

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te... ¡Vaya! Verdad que usted se marchó unodías antes que los Abréu, y la gente dio en reíse al final, cuando todos se enteraron... ¿Dir

usted que cómo se pueden averiguar cosas qusuceden a puerta cerrada? Es para asombrarsse creería que hay duendes...

En este caso especial, lo que ocurrió en el baneario mismo debieron de fisgarlo las camareras, que no son malas espías, o los vecinos través del tabique, o... En fin, brujerías de lrealidad. Los antecedentes parece que se conocieron porque allá de recién casado, Abréu, qu

debía de ser el más solemne majadero, anduvjactándose de ello como de una agudeza y urasgo de carácter, que convendría que imitasetodos los varones para cimentar sólidamentlos fueros del cabeza de familia.

Y fíjese usted: los dos episodios se completanEs el caso que Andréu, como todos los que a locuarenta años se vuelven severos moralistatuvo una juventud divertida y agitada. Alifafe

y dolamas le llamaron al orden, y entonce

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acordó casarse, como el que acuerda mudarseun piso más sano. Encontró a aquella muchacha, Clotildita, que era mona, bien educada

sin posición ninguna, y los padres se la dierogustosos, porque Abréu, provisto de buenaaldabas, siempre tuvo colocaciones excelenteSe casaron, y la mañana siguiente a la boda, despertar la novia, en el asombro del cambio d

su destino, oyó que el novio, entre imperioso sonriente, mandaba:

-Clotilde mía..., levántate.Hízolo así la muchacha, sin darse cuenta d

porqué; y al punto el esposo, con mayor imprio, ordenó:-¡Ahora..., ponte mis pantalones!Atónita, sin creer lo que oía, la niña optó po

sonreír a su vez, imaginando que se trataba d

una broma de luna de miel..., broma algo chocante, algo inconveniente...; pero ¿quién sabe¿Sería moda entre novios?...-¿Has oído? -repitió él-. ¡Ponte mis pantalone

¡Ahora mismo, hija mía!

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Confusa, avergonzada, y ya con más ganas dllorar que de reír, Clotilde obedeció lo mejoque pudo. ¡Obedecer es ley!

-Siéntate ahora ahí -dispuso nuevamente marido, solemne y grave de pronto, señalanda una butaca. Y así que la empantalonada niñse dejó caer en ella, el esposo pronunció-: Hquerido que te pongas los pantalones en estmomento señalado para que sepas, queridClotilde, que en toda tu vida volverás a ponételos. Que los he de llevar yo, Dios mediante, cada hora y cada día, todo el tiempo que dur

nuestra unión, y ojalá sea muchos años, en santa paz, amén. Ya lo sabes. Puedes quitártelos.

¿Qué pensó Clotilde de la advertencia? A nadie lo dijo; guardó ese silencio absoluto, impe

netrable, en que se envuelven tantas derrotadel ideal, del humilde ideal femenino, honradjuvenil, que pide amor y no servidumbre... Vvió sumisa y callada, y si no se le pudo aplicala divisa de la matrona romana, "Guardó

hogar e hiló lana asiduamente", fue porque ho

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las fábricas de género de punto han dado traste con la rueca y el huevo de zurcir.Pero Abréu, a pesar de la higiene conyuga

tenía el plomo en el ala. Los restos y reliquiade su mal vivir pasados remanecieron en achaques crónicos, y la primera vez que se consultconmigo en Aguasacras, vi que no tenía remedio; que sólo cabía paliar lo que no curaría sinen la fuente de Juvencia... ¡Ignoramos dóndmana!Su mujer le cuidaba con verdadera abnega

ción. Le cuidaba: eso lo sabemos todos. Se de

vivía por él, y en vez de divertirse -al cabo erjoven aún-, no pensaba sino en la poción y medicamento. Pero todas las mañanas, al dejalas ociosas plumas el esposo, una vocecita duce y aflautada le daba una orden terminantaunque sonase a gorjeo:-¡Ponte mis enaguas, querido Nicolás! ¡Pon

aprisa mis enaguas!Infaliblemente, la cara del enfermo se de

componía; sordos reniegos asomaban a su

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labios..., y la orden se repetía siempre en voz dpájaro, y el hombre bajaba la cabeza, atándostorpemente al talle las cintas de las faldas gua

necidas de encajes. Y entonces añadía la tiernesposa, con acento no menos musical y fino:-Para que sepas que las llevas ya toda tu vid

mientras yo sea tu enfermerita, ¿entiendes?Y aún permanecía Abréu un buen rato en ve

timenta interior femenina, jurando entre dientes, no se sabe si de rabia o porque el reúmapretaba de más, mientras Clotilde, dandvueltas por la habitación, preparaba lo necesa

rio para las curas prolijas y dolorosas, las friciones útiles y los enfranelamientos precavidos

La boda

El día era espléndido, primaveral, y la gentapiñada en el ómnibus, camino de los Viveroiba del mejor humor posible, con el hambr

canina que se despierta después de una maña

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na ajetreada, de emociones y aire libre. Se esperaban grandes cosas del yantar: bien rico y generoso era el novio, y bien pirrado estaba por

novia. Le constaba a Nicasio, el platero, que slo había confiado a doña Fausta, la tintorera, a sus niñas: habría champaña y langostinos, hasta se esperaba una sorpresa, un plato dmarqueses, que se llama ¡bestión de fuagrá!

Y no mentía el platero Nicasio. Don Elíadueño de varias fábricas de quincalla y del mejor bazar de la calle de Atocha, había perdido lcuenta del tiempo que llevaba cortejando a l

desdeñosa Regina, hija de doña Andrea, la drectora del colegio de niños de la plazuela dSanta Cruz. Regina era una rubia airosa, aseñoritada como pocas, instruidita, soñadora po

naturaleza y también por haber leído bastanthistoria, novela, versos, cosas de amores.amén de su afición al teatro, insaciable; no teatro alegre ni sicalíptico: a los dramas y a lacomedias serias y sentimentales. Sería exces

llamar hermosa a Regina; pero tenía atractiv

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y guapo como un Apolo, no se acordaba della, sino para saludarla atentamente al entrar salir de clase. ¡Aquél, sí! ¡Una palabra de aqué

Regina, en secreto y sin ridículas aparienciasufría el largo y cruel proceso de la fiebre amorosa. Cierto día, cuando más renegaba de triste condición de la mujer, que no le permitrevelar su afán, por hondo que sea, notó qu

disimuladamente el gallardo profesor pasabun billetito a una alumna jorobada, hija únicde un usurero millonario. Hubo noches de insomnio y días de desgano; hubo lágrimas invo

luntarias y hasta crisis nerviosas; la defensa dideal, que no quiere morir... Al cabo de un mede pronto, sin preámbulos, Regina anunció a smadre que estaba dispuesta a la unión con doElías. Su consuelo

era que nadie conociese la malhadada y defraudada ilusión... Había acertado a disimulala; su humillación era como si no hubiese exitido, puesto que no la sospechaba ni doña An

drea, después de espiar a su hija continuamen

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te. Sería el tesoro que guardase: su amor mueto, su desengaño, paloma de blancas alas, rotay sangrientas...

Ya se detenía en la plazuela de los Viveros eómnibus: la novia, ricamente vestida de rasnegro, bajaba del interior. Antes que el novio tendiese la mano para ayudarla, se adelantó u

apuesto mozo: el propio Damián Antiste, profesor, en ensueño hecho hombre, el verdadero autor del enlace entre la romántica criatura y el excelente y clásico industrial madrileño¿Cómo estaba allí Damián? Regina sabía a pun

to cierto que no había asistido a la boda en liglesia. Sin duda, haciéndose el encontradizo, doña Andrea, o don Elías le convidarían... Lcierto era que estaba..., y que iba a comer ta

vez a su lado... o enfrente... Regina recordó quel usurero había sacado del colegio a la niñcorcovada, encerrándola a piedra y lodo; y pensó que Damián ya no se acordaría de sus ambciosos planes. Todo esto lo calculó en un re

lámpago. La sensación terriblemente dulce d

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la mano del profesor estrechando la suya, dlos ojos que la devoraban, abolió las demás suprimió

cuanto no fuese el acre placer del triunfo. Lmirada de Damián era atrevida, explícita, largDetallaba a Regina, hermosa realmente eaquel momento, bajo el velo blanco que nubab

los cabellos brilladores, ondulados con coquetería, adornada con el azahar céreo de verde follaje, resplandeciéndole en las orejas dos gotade agua, limpias, gruesas, mil duros en cadlóbulo; el derroche del espléndido y entusia

mado consorte... "Hoy le gusto", pensó Regintrémula de placer. Desvió las pupilas; pero imán del alma le hizo girarlas otra vez hacia profesor, que seguía devorándola con las suya

¡Aquella mirada hacía dos meses! ¿Y por qu"ahora"? ¡Oh, no cabía duda! Era efecto del traje, del tul, de las joyas... Damián "no la habvisto" hasta aquel instante. Las mujeres tienede estas aprensiones; creen en el efecto irresi

tible del adorno, del traje, de las galas, y así s

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hacen pedazos tras ellas. ¡Ah, si Damián la vantes radiante, engalandada, quién duda que l

hubiese contemplado como la contemplab

ahora! Pero Damián no sabía ni que ella erbonita, ni que se moría por él... Como agua a cual se le abre la salida, la ilusión de Regina sdesbordó... Era la larga pasión que se satisfacísin poder contenerse, sin atender ni a respetoni a pudores... Afortunadamente, el novio habcorrido a hablar con el dueño del fondín parsaber si todas sus instrucciones se cumplían y espléndido almuerzo se serviría pronto.

Las amigas despojaron a Regina de su velo se decidió que, mientras no llegaba la hora dsentarse a la mesa, jugarían al escondite... Lboda se desparramó por los senderos de la or

lla del agua, que embalsamaban las postreralilas y las primeras celindas blancas y olorosaEl aroma de aquellas flores madrileñas, en aire seco y cálido, era trastornador. El follajtierno, flexible, fino de los arbustos escondía lo

altos troncos de los árboles y tendía como un

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cortina movible y embalsamada ante el riachulo. Era poesía lo burgués del oasis, y hasta poseía las notas del organillo que, lejos, empezab

a ganarse la propina con sus tocatas de zarzuela popular. Arremangando la cola de su magnfico traje, la novia, que sentía hervir la juventud, corrió, dio el ejemplo. Damián la siguióNadie reparaba en ellos, o si reparaban la

amiguitas, se sentían cómplices; dejar a la novque se riese, que se alegrase; ¡estaba aún en antesala del grave deber!

Damián alcanzó a la novia muy pronto. Co

ntra un bosquete de arbolillos, ya densamenhojosos, que empezaba a hacer languidecer calor, la acorraló, sonriendo. Se acercó, y Regna saboreó la sensación extrañamente divina d

ver de cerca, muy de cerca, un rostro que se hsoñado y que ahora, próximo, dominador, parece distinto con el puntilleo de las pupilas sol y el color cambiante del bigote que se enciende bajo la luz viva... Desfallecida la muje

el galán le echó al talle los brazos y empezó

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pronunciar palabras confusas: la canción eternque se apodera de las almas... Al pronto Reginescuchó bebiendo aquel hablar que la desvan

cía y la embriagaba a la vez. Luego..., ¿qué decía aquel hombre? Regina se hizo atrás espantada de lo que oía. Y él, inhábil, torpe, contnuaba:-No niegue que me quiso, que me quería all

en el colegio... No lo niegue... Si yo lo sabía... Slo noté desde el mismo momento en que empezó...Las facciones de la novia, al pronto asombra

das, expresaron, al fin, bochorno, despreciinfinito, ira profunda. ¡Miserable! ¡De modque lo sabía! ¡Y entre tanto, escribía a la millonaria! ¡Y a ella ni una señal de gratitud, ni unfrase de consuelo, de simpatía! ¡La dejaba mo

rir! ¡La dejaba casarse con otro! Y ahora... ¡Mserable!La palabra asomó a los labios blancos de cóle

ra:-¡Miserable! -gritó en alto.

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Y a paso lento, sin volver el rostro atrás, salidel bosquete y se dirigió hacia el comedor. Aldebía de estar su novio, su marido. Y estaba, e

efecto, dando disposiciones, señalando sitios ela mesa.-¡Elías! -dijo ella cariñosamente-. Mira qu

quiero sentarme a tu lado, ¿eh?Era la primera vez que le hablaba así... Todo

notaron que durante el almuerzo -aquel amuerzo que dejó memoria- ella estuvo tierninsinuante, y el novio loco de alegría.

Los escarmentados

La helada endurecía el camino; los charco

remanente de las últimas lluvias, tenían supeficie de cristal, y si fuese de día relucirían comespejos. Pero era noche cerrada, glacial, límpda; en el cielo, de un azul sombrío, centelleabel joyero de los astros del hemisferio Norte; lo

cinco ricos solitarios de Casiopea, el perfect

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broche de Pegaso, que una cadena luminosreúne a Andrómeda y Perseo; la lluvia de pedrería de las pléyades; la fina corona boreal,

carro de espléndidos diamantes; la deslumbradora Vega, el polvillo de luz del Dragón; chorro magnífico, proyectado del blanco sende Juno, de la Vía Láctea... Hermosa noche parel astrónomo que encierra en las lentes de s

telescopio trozos del Universo sideral, y al etudiarlos, se penetra de la serena armonía de creación y piensa en los mundos lejanos, habtados nadie sabe por qué seres desconocido

cuyo misterio no descifra la razón. Hermostambién para el soñador que, al través de amplia ventana de

cristales, al lado de una chimenea activa, e

combustión plena, al calor de los troncos, dejvagar la fantasía por el espacio, recordandversos marmóreos de Leopardi y prosas amagas y divinas de Nietzsche... ¡Noche negra, trágica, para el que solo, transido de frío, pisa

cinta de tierra encostrada de hielo y avanza co

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precaución, sorteando esos espejos peligrosode los congelados charcos!

Es una mujer joven. La ropa que la cubre, si

abrigarla, delata la redondez de un vientre fecundo, la proximidad del nacimiento de uncriatura... Muchos meses hace que Agustinvive encorvada, queriendo ocultar a los ojocuriosos y malévolos su desdicha y su afrentpero ahora se endereza sin miedo; nadie la vHa huido de su pueblo, de su casa, y expermenta una especie de alivio al no verse obligada a tapar el talle y disimular su bulto, pues la

estrellas de seguro la miran compasivas o squiera indiferentes. ¡Están tan altas!

En el pueblo, ¡qué desprecio, qué burla, qureprobación habían caído sobre ella al sabers

el desliz! Era la segunda vez que delinquía eaquel honrado lugar una muchacha; la primeral quinto mes, se había arrojado a un pozo, ddonde sacaron su cadáver. Recordaba Agustincómo la extrajeron del pozo con cuerdas y ga

rruchas, y cómo traía rota una sien y el pel

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pegado a la cara lívida, y recordaba también haber soñado con la ahogada muchas nocheCuando, al confirmarse su desdicha, pens

Agustina en la solución de la muerte, la imagede la rota sien y la lívida cara le impidió ponepor obra una desesperada resolución. Vinieroal pueblo entonces unos misioneros franciscanos, y Agustina se confesó deshecha en lágr

mas.-Grande es tu pecado -dijo el fraile-; pero l

que pensaste es peor aún. No debes morir ndebe morir por tu culpa el hijo. Sufre con pa

ciencia, espera el último instante, y entoncevete a Madrid con esta carta mía. El señor quien va dirigida hará que te admitan en lcasa de Maternidad.

Acercábase el día. Sin despedirse de nadie -nde sus padres, que en vez de compadecerla maldecían-, Agustina puso en hatillo dos camsas y un refajo; en un bolso de lienzo, unas psetas; y guardaba la carta en el pecho, salió

oscurecer por la puerta del corral antes de qu

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empezasen a rondar los mozos, sabedores de sdesdicha y compañeros del que la ocasionó, que, en vez de repararla, cobardemente hab

desaparecido del pueblo. Era víspera de Nochebuena, y sería milagro que no saliesen dparranda, Agustina apretó el paso. La vergüenza le puso alas en los pies.Dos horas hacía ya que caminaba, y faltab

todavía para Madrid una legua. Deshabituadde hacer ejercicio, el cansancio rendía a Agustna y el frío la penetraba hasta los tuétanoAdemás tenía miedo; ¡aquella carretera tan sol

taria!A uno y otro lado extendíase la estepa gris, sirastros de habitación; torcidos chaparros remedaban figuras grotescas, enanos deformes perros agachados para saltar y morder. El s

lencio era majestuoso y aterrador. Y la fugitivtambién sentía hambre, el hambre próvida quavisa a las que van a ser madres que hay qusostener a dos seres. En su precipitación, nhabía sacado de su casa ni un mendrugo.

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carretera y desvanecida por el brutal sacudmiento del batacazo.

Diez minutos después se oyó en la carretera,

lo lejos, el cascabeleo y la rodadura de un carrcoche. La claridad de los faroles avanzó, y caballejo que tiraba, no muy gallardamente, dvehículo pegó una huida ante el cuerpo quobstruía el paso. El hombre que guiaba refrenal jaco y miró con sorpresa. Vamos, habría qubajarse, que prestar socorro al borracho... ¡Nse trataba de un borracho! De una mujer... Peoque peor...

¡Una mujer! Nadie las aborrecía como el mediquín rural que, llamado por asunto de interése dirigía a Madrid en noche tan cruda... Egolpe de la traición sufrida, del amor escarne

cido por su novia, su ideal -rompiendo la concertada boda tres días antes del señalado y casándose con otro hombre antes de un mes-, fuorigen, primero, de grave fiebre nerviosa, de cual conservaba huellas en el amarillento ro

tro, y luego, de una misantropía profunda. Int

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lectual, sentimental y con aspiraciones, cuandandaba enamorado, el desengaño le cortó laalas de la voluntad; le causó una de esas hum

llaciones en que dudamos de nosotros mismopara siempre, y le arrinconó en el poblachóoscuro donde vegetaba como un ascethaciendo penitencia de tristeza y retiro por eajeno pecado, caso más frecuente de lo que s

supone. Sólo por estricta necesidad había resuelto el viaje. ¡Y ahora aquel estorbo en el camino! ¡Una hembra!Desencajó un farol del coche y con él alumbr

la cara de la mujer privada de sentido. Se soprendió. Joven, bonita, de facciones de cerdelicadas y dulces. ¡Y perdida a tal hora, en lsoledad! ¿Atentado? ¿Crimen? La quiso incoporar... Un gemido débil reveló la vida.

¿Qué tiene usted? ¿Está usted enferma? preguntó el médico, sosteniéndola por los sobacos en el aire.Otro gemido contestó; era de sufrimiento, d

un sufrimiento concreto, positivo.

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-¿Está usted herida?La muchacha se incorporó difícilmente; par

cía atónita y no se daba cuenta de por qué s

encontraba allí, por qué la interrogaba un deconocido. La memoria acudió, y con ella la conciencia del mal... Su brazo derecho no obedecícolgaba inerte, y una sensación extraña de parlisis, iba extendiéndose al hombro.

-Se me figura que tengo roto este brazo...Las manos del médico palparon, reconocie

ron... ¡Era verdad!-¿Adónde iba usted? ¿De dónde es usted?

Agustina miró al que le dirigía la palabra y amparaba enérgicamente. Vio un rostro consumido de melancolía, una barba descuidadunos ojos en que la indiferencia luchaba con l

compasión... No sería fácil explicar, a no ser pola franqueza súbita y total del ser desamparado, que nada recela porque todo lo ha perdidocomo Agustina -la paletita cansada de disimular y mentir a su familia y a todo un pueblo-, n

supo callar nada al incógnito que acababa d

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socorrerla. Habló entre sollozos, sin reparohasta sin vergüenza ni confusión, como el qucree estar contando a un desdichado desdicha

mayores. Hizo su historia en pocas y desgarradoras frases.

-Súbase usted al coche... Tápese con la mantaYo la llevaré al hospital.

Un cuarto de hora rodó el coche por la carretera -despacio, porque en la helada resbalabtambién el caballejo-, cuando Agustina, en bienestar infinito de la ardiente gratitud, al sentirse acompañada, salvada, extendió la man

izquierda, asió la del médico y la besó sin sabelo que hacía. Él tembló. ¡Hacía tanto tiempo qusólo sentía en sueños el roce de unos labiofemeniles! Por su parte, la muchacha, pasado

transporte, se quedó abochornada, acortada dconfusión. ¡Qué había hecho, ay mi madre! ¡Uhombre, y ella que estaba determinada a ntocar ni al pelo de la ropa a ninguno! ¡Ella, escarmentada, el gato escaldado, la del apren

dizaje cruel y definitivo! Pero ¿era realmente u

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hombre el que la llevaba así, a su lado, con tanta caridad, con tanta consideración? No, hombre, no; era... un santo; un santo como los qu

se ven en los altares...De pronto, el médico volteó el coche, emprendiendo la caminata en sentido opuesto.-Estamos más cerca de mi casa que de Ma

drid... Urge curarle a usted ese brazo. Si llega

mos a Madrid tarde, van a perderse horas... Epreciso que yo reconozca pronto esa fractura, que la atendamos... Viene usted a mi casa, alnada le faltará.

Y cuando hablaba así a una mujer, el escamentado, el dolorido, el misógino, pensab"No es una mujer; es una víctima, una mártir...Y bajo la manta que les cubría y les prestab

calor y abrigo a medias, los efluvios de la ju

ventud, la necesidad de querer, se insinuabariéndose del escarmiento.Las estrellas, más fulgentes a medida que l

noche avanzaba, no se enterarían. ¡Están taaltas! ¡Tan distantes!

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