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La novia fiel Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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La novia fiel

Emilia Pardo Bazán

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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Fue sorpresa muy grande para todo Marinedael que se rompiesen las relaciones entre Ger-mán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separaciónde un matrimonio da margen a tantos comenta-rios. La gente se había acostumbrado a creerque Germán y Amelia no podían menos decasarse. Nadie se explicó el suceso, ni siquierael mismo novio. Solo el confesor de Ameliatuvo la clave del enigma. Lo cierto es que aquellas relaciones contabanya tan larga fecha, que casi habían ascendido ainstitución. Diez años de noviazgo no son gra-no de anís. Amelia era novia de Germán desdeel primer baile a que asistió cuando la pusieronde largo. ¡Que linda estaba en el tal baile! Vestida deblanco crespón, escotada apenas lo suficientepara enseñar el arranque de los virginaleshombros y del seno, que latía de emoción yplacer; empolvado el rubio pelo, donde se mar-chitaban capullos de rosa. Amelia era, según sedecía en algún grupo de señoras ya machuchas,

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un "cromo", un "grabado" de La Ilustración.Germán la sacó a bailar, y cuando estrechóaquel talle que se cimbreaba y sintió la frescurade aquel hálito infantil perdió la chaveta, y envoz temblorosa, trastornado, sin elegir frase,hizo una declaración sincerísima y recogió un síespontáneo, medio involuntario, doblementedelicioso. Se escribieron desde el día siguiente,y vino esa época de ventaneo y seguimiento enla calle, que es como la alborada de semejantesamoríos. Ni los padres de Amelia, modestospropietarios, ni los de Germán, comerciantes deregular caudal, pero de numerosa prole, seopusieron a la inclinación de los chicos, dandopor supuesto desde elprimer instante que aquello pararía en justasnupcias así que Germán acabase la carrera deDerecho y pudiese sostener la carga de unafamilia. Los seis primeros años fueron encantadores.Germán pasaba los inviernos en Compostela,cursando en la Universidad y escribiendo lar-

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gas y tiernas epístolas; entre leerlas, releerlas,contestarlas y ansiar que llegasen las vacacio-nes, el tiempo se deslizaba insensible paraAmelia. Las vacaciones eran grato paréntesis, ytodo el tiempo que durasen ya sabía Ameliaque se lo dedicaría íntegro su novio. Este noentraba aún en la casa, pero acompañaba aAmelia en el paseo, y de noche se hablaban, a laluz de la luna, por una galería con vistas al mar.La ausencia, interrumpida por frecuentes re-gresos, era casi un aliciente, un encanto más, uninterés continuo, algo que llenaba la existenciade Amelia sin dejar cabida a la tristeza ni altedio. Así que Germán tuvo en el bolsillo su título delicenciado en Derecho, resolvió pasar a Madrida cursar las asignaturas del doctorado, ¡Año deprueba para la novia! Germán apenas escribía:billetes garrapateados al vuelo, quizá sobre lamesa de un café, concisos, insulsos, sin jugo deternura. Y las amiguitas caritativas que veían a

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Amelia ojerosa, preocupada, alejada de las dis-tracciones, le decían con perfidia burlona: -Anda, tonta; diviértete... ¡Sabe Dios lo que elestará haciendo por allá! ¡Bien inocente serías sicreyeses que no te la pega!... A mí me escribemi primo Lorenzo que vio a Germán muy ani-mado en el teatro con "unas"... El gozo de la vuelta de Germán compensóestos sinsabores. A los dos días ya no se acor-daba Amelia de lo sufrido, de sus dudas, de sussospechas. Autorizado para frecuentar la casade su novia, Germán asistía todas las noches ala tertulia familiar, y en la penumbra del rincóndel piano, lejos del quinqué velado por la sedo-sa pantalla, los novios sostenían interminablediálogo buscándose de tiempo en tiempo lasmanos para trocar una furtiva presión, y siem-pre los ojos para beberse la mirada hasta elfondo de las pupilas. Nunca había sido tan feliz Amelia. ¿Qué podíadesear? Germán estaba allí, y la boda era asun-to concertado, resuelto, aplazado solo por la

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necesidad de que Germán encontrase una posi-cioncita, una base para establecerse: una fisca-lía, por ejemplo. Como transcurriese un añomás y la posición no se hubiese encontradoaún, decidió Germán abrir bufete y mezclarseen la politiquilla local, a ver si así iba adqui-riendo favor y conseguía el ansiado puesto. Losnuevos quehaceres le obligaron a no ver aAmelia ni tanto tiempo ni tan a menudo.Cuando la muchacha se lamentaba de esto,Germán se vindicaba plenamente; había quepensar en el porvenir; ya sabía Amelia que undía u otro se casarían, y no debía fijarse en me-nudencias, en remilgos propios de los que em-piezan a quererse. En efecto, Germán continua-ba con el firme propósito de casarse así que selo permitiesen las circunstancias. Al noveno año de relaciones notaron los pa-dres de Amelia (y acabó por notarlo todo elmundo) que el carácter de la muchacha parecíacompletamente variado. En vez de la sana ale-gría y la igualdad de humor que la adornaban,

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mostrábase llena de rarezas y caprichos, yariendo a carcajadas, ya encerrada en hosco si-lencio. Su salud se alteró también; advertíadesgana invencible, insomnios crueles que laobligaban a pasarse la noche levantada, porquedecía que la cama, con el desvelo, le parecía susepulcro; además, sufría aflicciones al corazóny ataques nerviosos. Cuando le preguntaban enqué consistía su mal, contestaba lacónicamente:"No lo sé" Y era cierto; pero al fin lo supo, y alsaberlo le hizo mayor daño. ¿Qué mínimos indicios; qué insensibles, peroeslabonados, hechos; qué inexplicables revela-ciones emanadas de cuanto nos rodea hacenque sin averiguar nada nuevo ni concreto, sinque nadie la entere con precisión impúdica, laayer ignorante doncella entienda de pronto y serasgue ante sus ojos el velo de Isis? Amelia,súbitamente, comprendió. Su mal no era sinodeseo, ansia, prisa, necesidad de casarse. ¡Quévergüenza, qué sonrojo, qué dolor y qué desilu-sión si Germán llegaba a sospecharlo siquiera!

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¡Ah! Primero morir. ¡Disimular, disimular atoda costa, y que ni el novio, ni los padres, ni latierra, lo supiesen! Al ver a Germán tan pacífico, tan aplomado,tan armado de paciencia, engruesando, mien-tras ella se consumía; chancero, mientras ellaempapaba la almohada en lágrimas. Amelia seacusaba a sí propia, admirando la serenidad, lacordura, la virtud de su novio. Y para contener-se y no echarse sollozando en sus brazos; parano cometer la locura indigna de salir una tardesola e irse a casa de Germán, necesitó Ameliatodo su valor, todo su recato, todo el freno delas nociones de honor y honestidad que le in-culcaron desde la niñez. Un día.... sin saber cómo, sin que ningún suce-so extraordinario, ninguna conversación sor-prendida la ilustrase, acabaron de rasgarse losúltimos cendales del velo... Amelia veía la luz;en su alma relampagueaba la terrible noción dela realidad; y al acordarse de que poco antesadmiraba la resignación de Germán y envidia-

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ba su paciencia, y al explicarse ahora la verda-dera causa de esa paciencia y esa resignaciónincomparables.... una carcajada sardónica dilatósus labios, mientras en su garganta creía sentirun nudo corredizo que se apretaba poco a pocoy la estrangulaba. La convulsión fue horrible,larga, tenaz; y apenas Amelia, destrozada, pu-do reaccionar, reponerse, hablar.... rogó a susconsternados padres que advirtiesen a Germánque las relaciones quedaban rotas. Cartas delnovio, súplicas, paternales consejos, todo fue envano. Amelia se aferró a su resolución, y en ellapersistió, sin dar razones ni excusas. -Hija, en mi entender, hizo usted muy mal -ledecía el padre Incienso, viéndola bañada enlágrimas al pie del confesionario-. Un chicoformal, laborioso, dispuesto a casarse, no seencuentra por ahí fácilmente. Hasta el aguardara tener posición para fundar familia lo encuen-tro loable en él. En cuando a lo demás..., a esasfiguraciones de usted... Los hombres.... por

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desgracia... Mientras está soltero habrá tenidoesos entretenimientos... Pero usted... -¡Padre -exclamó la joven-, créame usted, puesaquí hablo con Dios! ¡Le quería.... le quiero.... ypor lo mismo.... por lo mismo, padre! ¡Si no ledejo.... le imito! ¡Yo también...! "El Liberal", 11 febrero 1894.

Afra

La primera vez que asistí al teatro de Marine-da -cuando me destinaron con mi regimiento ala guarnición de esta bonita capital de provin-cia recuerdo que asesté los gemelos a la triplehilera de palcos para enterarme bien del muje-río y las esperanzas que en él podía cifrar unmuchacho de veinticinco años no cabales. Gozan las marinedinas fama de hermosas, y vique no usurpaba. Observé también que su be-lleza consiste, principalmente, en el color. Blan-cas (por obra de Naturaleza, no del perfumista),

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de bermejos labios, de floridas mejillas y mór-bidas carnes, las marinedinas me parecieronuna guirnalda de rosas tendida sobre un ba-randal de terciopelo oscuro. De pronto, en elcristal de los anteojos que yo paseaba lentamen-te por la susodicha guirnalda, se encuadró unrostro que me fijó los gemelos en la direcciónque entonces tenían. Y no es que aquel rostrosobrepujase en hermosura a los demás, sinoque se diferenciaba de todos por la expresión yel carácter. En vez de una fresca encarnadura y un pláci-do y picaresco gesto vi un rostro descolorido,de líneas enérgicas, de ojos verdes, coronadospor cejas negrísimas, casi juntas, que les presta-ban una severidad singular; de nariz delicada ybien diseñada, pero de alas movibles, revelado-ras de la pasión vehemente; una cara de cortesevero, casi viril, que coronaba un casco detrenzas de un negro de tinta; pesada cabelleraque debía de absorber los jugos vitales y causardaño a su poseedora... Aquella fisonomía, sin

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dejar de atraer, alarmaba, pues era de las quedicen a las claras desde el primer momento aquien las contempla: "Soy una voluntad. Puedotorcerme, pero no quebrantarme. Debajo delelegante maniquí femenino escondo el aceradoresorte de un alma." He dicho que mis gemelos se detuvieron, po-sándose ávidamente en la señorita pálida delpelo abundoso. Aprovechando los movimien-tos que hacía para conversar con unas señorasque la acompañaban, detallé su perfil, su acen-tuada barbilla, su cuello delgado y largo, queparecía doblarse al peso del voluminoso rodete;su oreja menuda y apretada, como para no per-der sonido. Cuando hube permanecido así unbuen rato, llamando sin duda la atención pormi insistencia en considerar a aquella mujer,sentí que me daban un golpecito en el hombro,y oí que me decía mi compañero de armas, Al-berto Castro: -¡Cuidadito!

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-Cuidadito, ¿por qué? -respondí, bajando losanteojos. -Porque te veo en peligro de enamorarte deAfra Reyes, y si está de Dios que ha de suceder,al menos no será sin que yo te avise y te enterede su historia. Es un servicio que los hijos deMarineda, debemos a los forasteros. -Pero ¿tiene historia? -murmuré, haciendo unmovimiento de repugnancia; porque aun sinamar a una mujer, me gusta su pureza, comoagrada el aseo de casas donde no pensamosvivir nunca. -En el sentido que se suele dar a la palabrahistoria, Afra no la tiene... Al contrario, es delas muchachas más formales y menos coquetasque se encuentran por ahí. Nadie se puede ala-bar de que Afra le devuelva una miradita, o lediga una palabra de esas que dan ánimos. Y sino, haz la prueba: dedícate a ella; mírala más;ni siquiera se dignará volver la cabeza. Te ase-guro que he visto a muchos que anduvieron

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locos y no pudieron conseguir ni una ojeada deAfra Reyes. -Pues entonces... ¿que? ¿Tiene algo... en secre-to? ¿Algo que manche su honra? -Su honra o, si se quiere, su pureza..., repitoque ni tiene ni tuvo. Afra en cuanto a eso...,como el cristal. Lo que hay te lo diré.... pero noaquí; cuando se acabe el teatro saldremos jun-tos, y allá por el Espolón, donde nadie se ente-re... Porque se trata de cosas graves.... de mayorcuantía. Esperé con la menor impaciencia posible a queterminasen de cantar La bruja, y así que cayó eltelón. Alberto y yo nos dirigimos del bracerohacia los muelles. La soledad era completa, apesar de que la noche tibia convidaba a paseary la luna plateaba las aguas de la bahía, tran-quila a la sazón como una balsa de aceite y mis-teriosamente blanca a lo lejos. -No creas -dijo Alberto- que te he traído aquísolo para que no me oyese nadie contarte lahistoria de Afra. También es que me pareció

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bonito referirla en el mismo escenario del dra-ma que esta historia encierra. ¿Ves este mar tanapacible, tan dormido, que produce ese rumorblando y sedoso contra la pared del malecón?¡Pues solo este mar... y Dios, que lo ha hecho,pueden alabarse de conocer la verdad enterarespecto a la mujer que te ha llamado la aten-ción en el teatro! Los demás la juzgamos pormeras conjeturas.... ¡y tal vez calumniamos alconjeturar! Pero hay tan fatales coincidencias,hay apariencias tan acusadoras en el mundo....que no podría disiparla sino la voz del mismoDios, que ve los corazones y sabe distinguir alinocente del culpado. Afra Reyes es hija de un acaudalado comer-ciante; se educó algún tiempo en un colegioinglés; pero su padre tuvo quiebras y por dis-minuir gastos recogió a la chica, interrumpien-do su educación. Con todo, el barniz de Ingla-terra se le conocía: traía ciertos gustos de inde-pendencia y mucha afición a los ejercicios cor-porales. Cuando llegó la época de los baños no

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se habló en el pueblo sino de su destreza y vi-gor para nadar: una cosa sorprendente. Afra era amiga íntima, inseparable, de otraseñorita de aquí; Flora Castillo; la intimidad delas dos muchachas continuaba la de sus fami-lias. Se pasaban el día juntas; no salía la una sino la acompañaba la otra; vestían igual y seenseñaban, riendo, las cartas amorosas que lesescribían. No tenían novio, ni siquiera demos-traban predilección por nadie. Vino del Depar-tamento cierto marino muy simpático, de her-mosa presencia, primo de Flora, y empezó adecirse que el marino hacía la corte a Afra, yque Afra le correspondía con entusiasmo. Y lonotamos todos: los ojos de Afra no se apartabandel galán, y al hablarle, la emoción profunda seconocía hasta en el anhelo de la respiración yen lo velado de la voz. Cuando a los pocos me-ses se supo que el consabido marino realmentevenía a casarse con Flora, se armó un caramillode murmuraciones y chismes y se presumióque las dos amigas reñirían para siempre. No

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fue así: aunque desmejorada y triste, Afra pare-cía resignada, yacompañaba a Flora de tienda en tienda a esco-ger ropas y galas para la boda. Esto sucedía enagosto. En septiembre, poco antes de la fecha señaladapara el enlace, las dos amigas fueron, como decostumbre, a bañarse juntas allí.... ¿no ves?, enla playita de San Wintila, donde suele habermar brava. Generalmente las acompañaba elnovio, pero aquél día sin duda tenía que hacer,pues no las acompañó. Amagaba tormenta; la mar estaba picadísima;las gaviotas chillaban lúgubremente, y la criadaque custodiaba las ropas y ayudaba a vestirse alas señoritas refirió después que Flora, la rubiay tímida Flora, sintió miedo al ver el aspectoamenazador de las grandes olas verdes querompían contra el arenal. Pero Afra, intrépida,ceñido ya su traje marinero, de sarga azul oscu-ra, animó con chanzas a su amiga. Metiéronsemar adentro cogidas de la mano, y pronto se las

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vio nadar, agarradas también, envueltas en laespuma del oleaje. Poco más de un cuarto de hora después salió ala playa Afra sola, desgreñada, ronca, lívida,gritando, pidiendo socorro, sollozando que aFlora la había arrastrado el mar... Y tan de verdad la había arrastrado, que de lalinda rubia sólo reapareció al otro día un cadá-ver desfigurado, herido en la frente... El relatoque de la desgracia hizo Afra entre gemidos ydesmayos fue que Flora, rendida de nadar y sinfuerzas gritó: "¡Me ahogo!"; que ella, Afra, aloírlo, se lanzó a sostenerla y salvarla; que Flora,al forcejear para no irse a fondo se llevaba aAfra al abismo; pero que, aun así, hubiesenlogrado quizá salir a tierra si la fatalidad no lasempuja hacia un transatlántico fondeado en labahía desde por la mañana. Al chocar con laquilla, Flora se hizo la herida horrible y Afrarecibió también los arañazos y magulladurasque se notaban en sus manos y rostro... ¿Que si creo en Afra...?

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Sólo añadiré que al marino, novio de Flora, novolvió a vérsele por aquí; y Afra desde enton-ces, no ha sonreído nunca... Por lo demás, acuérdate de lo que dice la Sa-biduría: "El corazón del hombre.... selva oscura.¡Figúrate el de la mujer!" "El Imparcial", 5 marzo 1894.

Cuento soñado

Había una princesa a quién su padre, un reymuy fosco, caviloso y cejijunto, obligaba a vivirreclusa en sombría fortaleza, sin permitirle salirdel más alto torreón, a cuyo pie vigilaban nochey día centinelas armados de punta en blanco,dispuestos a ensartar en sus lanzones o traspa-sar con sus venablos agudos a quien osaseaproximarse. La princesa era muy linda; teníala tez color de luz de luna, el pelo de hebras deoro, los ojos como las ondas del mar sereno, ysu silueta prolongada y grácil recordaba la de

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los lirios blancos cuando la frescura del agualos inhiesta. En la comarca no se hablaba sino de la prince-sa cautiva y de su rara beldad, y de lo muchí-simo que se aburría entre las cuatro recias pa-redes de la torre, sin ver desde la ventana almaviviente, más que a los guardias inmóviles,semejantes a estatuas de hierro. Los campesinos se santiguaban de terror sicasualmente tenían que cruzar ante la torre,aunque fuese a muy respetuosa distancia. En lacentenaria selva que rodeaba la fortaleza, ni loscazadores se resolvían a internarse, temerososde ser cazados. Silencio y soledad alrededor dela torre, silencio y soledad dentro de ella: tal erala suerte de la pobre doncellita, condenada a laeterna contemplación del cielo y del bosque, ydel río caudaloso que serpenteaba lamiendo losmuros del recinto. De pechos sobre el avance del angosto venta-nil, la princesa solía entregarse a vagos ensue-ños, aspirando a venturas que no conocía, de

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las cuales formaba idea por referencia de susdamas y por conversaciones entreoídas, sor-prendidas -pues estaba vedado tratar delantede la princesa del mundo y sus goces- Así ytodo, reuniendo datos dispersos y concordán-dolos con ayuda de la fantasía, la secuestradasuponía fiestas magníficas, iluminaciones má-gicas suspendidas entre el follaje de arbustoscuajados de flor y que exhalaban embriagado-res aromas; oía los acordes de los instrumentosmúsicos, aladas melodías que volaban comocisnes sobre la superficie de los lagos y veía lasparejas que, cogidas de la cintura, luciendosedas, encajes y joyas, danzaban con incansableardor, deslizando los galanes palabras de mielal oído de las damiselas, rojas de pudor y feli-cidad, sueltos los rizos y anhelante el seno. Mientras la princesa se representaba estoscuadros, las nubes se teñían de carmín hacia elPoniente, un murmullo grave y hondo ascendíadel río y del bosque, y la cautiva, oprimida de

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afán de libertad, murmuraba para sí:"¿Cómoserá el amor?" Allá donde la montaña escueta dominaba elrío y el bosque, una cabañita muy miserable, detecho de bálago, servía de vivienda a ciertopastorcillo, que por costumbre bajaba a apacen-tar diez o doce ovejas blancas en la misma lindede la selva. Más resuelto que los otros villanos,el mozalbete no recelaba aproximarse al castilloy deslizarse por entre la maleza con agilidad ydisimulo, para mirar hacia la torre. Después deencontrar un senderito borrado casi, que moríaen el cauce del río, logró el pastor descubrirtambién que al final del sendero abríase unaboca de cueva, y metiéndose por ella intrépi-damente pudo cerciorarse de que pasando bajoel río, la cueva tenía otra salida que conducía alinterior del recinto fortificado. El descubrimien-to hizo latir el corazón del pastorcillo, porqueestaba enamorado de la princesa (aunque no lahabía visto nunca). Supuso que aprovechando

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el paso por la cueva lograría verla a su sabor,sin que se lo estorbasen los armados, los cuales,bien ajenos a que nadie pudiera introducirse enel recinto, casi al pie de la torre, no vigilabansino la orilla opuesta del río. Es cierto que entrela torre de la cautiva y el pastor se interponíanextensos patios, anchos fosos y recios baluartes;con todo eso, el muchacho se creía feliz: estabadentro de la fortaleza y pronto vería a su ama-da. Poco tardó en conseguir tanta ventura. Laprincesa se asomó, y el pastorcillo quedó des-lumbrado por aquella tez color de luna y aquélpelo de siderales hebras. No sabía cómo expre-sar su admiración y enviar un saludo a la dami-sela encantadora; se le ocurrió cantar, tocar sucamarillo.... pero le oirían; juntar y lanzar unramillete de acianos, margaritas y amapolas....pero era inaccesible el alto y calado ventanil.Entonces tuvo una idea extraordinaria. Procu-róse un pedazo de cristal, y así que pudo volvera deslizarse en el recinto por la cueva, enfocó el

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cristal de suerte que, recogiendo en él un rayode sol, supo dirigirlo hacia la princesa. Esta,maravillada, cerró los ojos, y al volver a abrirlospara ver quién enviaba un rayo de sol a su ca-marín, divisó al pastorcillo, que la contemplabaestático. La cautiva sonrió, el enamorado com-prendió que aceptaba su obsequio..., y desdeentonces, todos los días, a la misma hora, elcentelleo del arco iris despedido por un pedazode vidrio alegró la soledad de la princesita y lecantó un amoroso himno que se confundía conla voz profunda de la selva allá en lontananza... De pronto, sobrevino un cambio radical en lavida de la princesa. Murieron en una batalla supadre y su hermano, y recayó en ella la suce-sión del trono. Brillante comitiva de señores,guerreros, obispos, pajes y damas vino a bus-carla solemnemente y a escoltarla hasta la capi-tal de sus estados. Y la que pocos días antessolo conversaba con los pájaros, y solo esperabael rayo de sol del pastorcito, se halló aclamadapor millares de voces, aturdida por el bullicio

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de espléndidos festejos, y admiró las ilumina-ciones entre el follaje, y oyó las músicas ocultasen el jardín, y giró con las parejas que danza-ban, y supo lo que es la gloria, la riqueza, elplacer, la pasión delirante y la alegría loca... Habíanse pasado muchos, muchos años,cuando la princesa reina ya y casi vieja ya, tuvoel capricho de visitar aquella torre donde supadre, por precaución y por tiránica descon-fianza, la mantuvo emparedada durante losmomentos más bellos de la juventud. Al entraren el camarín, una nostalgia dolorosa, una es-pecie de romántica melancolía se apoderó de lareina y la obligó a reclinarse en el ajimez, sin-tiendo preñados de lágrimas los ojos. La tardecaía, inflamando el horizonte; el bosque ex-halaba su melodioso y hondo susurro..., y lareina, tapándose la cara con las manos, sentíaque las gotas de llanto escurrían pausadamentea través de los dedos entreabiertos. ¿Llorabaacaso al recordar lo sufrido en el torreón; ellargo cautiverio, el fastidio? ¡Mal conocéis el

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corazón de las mujeres los que a eso atribuís elllanto de tan alta señora! Sabed que, desde el momento en que pisó latorre, la reina echaba de menos el rayo de solque todos los días, a la misma hora, le enviabael pastorcillo enamorado por medio de un trozode vidrio. Por aquél trozo de vidrio daría ahorala soberana los más ricos diamantes de su coro-na real. Sólo aquel rayo podría iluminar su co-razón fatigado, lastimado, quebrantado, mar-chito. Y al dejar escurrir las lágrimas, sin cui-darse de reprimirlas ni de secarlas con el blaso-nado pañuelo, lloraba la juventud, la ilusión, lamisteriosa energía vital de los años primavera-les... Nunca volvería el pastorcillo a enviarle eldivino rayo. "El Imparcial", 16 abril 1894.

Los buenos tiempos

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Siempre que entrábamos en el despacho delconde de Lobeira atraía mis miradas -antes quelas armas auténticas, las lozas hispanomoriscasy los retazos de cuero estampado que recubríanla pared- un retrato de mujer, de muy buenamano, que por el traje indicaba tener, próxi-mamente un siglo de fecha. "Es mi bisabueladoña Magdalena Varela de Tobar, duodécimacondesa de Lobeira", había dicho el conde, res-pondiendo a mi curiosa interrogación, en eltono del que no quiere explicarse más o no sa-ber otra cosa. Y por entonces hube de conten-tarme, acudiendo a mi fantasía para desenvol-ver las ideas inspiradas por el retrato. Este representaba a una señora como de trein-ta y cinco años, de rostro prolongado y maci-lento, de líneas austeras, que indicaban la exis-tencia sencilla y pura, consagrada al cumpli-miento de nobles deberes y al trabajo domésti-co, ley de la fuerte matrona de las edades pasa-das. La modestia de vestir en tan encumbradaseñora parecíame ejemplar; aquel corpiño justo

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de alepín negro, aquel pañolito blanco sujeto ala garganta por un escudo de los Dolores, aquelpeinado liso y recogido detrás de la oreja, eranindicaciones inestimables para delinear la fiso-nomía moral de la aristocrática dama. No cabíaduda: doña Magdalena había encarnado el tipode la esposa leal, casta y sumisa, fiel guardado-ra del fuego de los lares; de la madre digna yvenerada, ante quien sus hijos se inclinan comoante una reina; del ama de casa infatigable, vi-gilante y próvida, cuya presencia impone res-peto y cuya mano derrama la abundancia y elbienestar. Así es que me sorprendió en extremoque un día,preguntándole al conde en qué época habíansido enajenadas las mejores fincas, los pingüesestados de su casa, me contestase sobriamente,señalando el retrato consabido: -En tiempo de doña Magdalena. El dato inesperado acrecentó mi interés. Afuerza de fijarme en el retrato observé queaquella pintura ofrecía una particularidad rara

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y siempre sugestiva: en cualquier punto de lahabitación que me colocase para mirarla meseguían los ojos de doña Magdalena con expre-sión imperiosa y ardiente. Casual acierto delpincel, o alarde de destreza del pintor, las pupi-las del retrato estaban tocadas por tal arte, quepagaban con avidez y energía la mirada del quelas contemplase desde lejos. Algunas veces, sinquerer, levantaba yo la vista como si me atraje-se tal singularidad y los ojos me llamasen. Laseveridad del fondo oscuro en que se destacabala cabeza, la única nota clara del rostro y delpañolito, aumentaban la fuerza del extrañomirar. Aunque el conde de Lobeira es de carácterreservado y frío, hay instantes en que el cora-zón más tapiado se abre y deja salir el opresorsecreto. Uno de esos momentos, siempre transi-torio en ciertas organizaciones, llegó para elconde el día en que, incitada por mi imagina-ción, traidora cuanto fecunda, me arrojé a tra-zar la silueta de doña Magdalena, modelo de

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cristianas virtudes, emblema de otros tiempos yotras edades en que el hogar olía a inciensocomo el sagrario y la familia tenía la sólida es-tructura del granito. -¡Por Dios, no siga usted! -exclamó mi interlo-cutor, dejando de atizar la chimenea y volvién-dose hacia el retrato como nos volvemos haciaun enemigo-. El terror más craso de cuantospueden cometerse es juzgar del pasado por laimpresión que nos causan sus reliquias. Cásca-ra vacía, huella de fósil en la piedra, ¿qué ver-dad ha de contarnos un retrato, un mueble o unedificio ruinoso? Los soñadores como usted sonlos que han falseado la historia, poetizado lomás prosaico y embellecido lo más horrible. Enninguna época fue la humanidad mejor de loque es ahora; pero las iniquidades pasadas seolvidan y un lienzo embadurnado y lleno degrietas basta para que nos abrume el descon-tento de lo presente. Ya que también usted caeen esa vulgarísima y temible preocupación deque se nos han perdido grandes virtudes, me-

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rece usted que para desilusionarla le cuente lahistoria de doña Magdalena, tal como la heentresacado de nuestro archivo y de otros do-cumentos.... ¡que obran en archivosjudiciales! Esa señora que está usted viendo, retratadacon su jubón de alepín y su honesto pañolito, alcasarse con mi bisabuelo, llevándole rica dote yel condado de Lobeira, se mostró apasionadahasta un grado increíble, despótico y furioso.Mi bisabuelo pasaba por el mozo más gallardode toda la provincia, y doña Magdalena, poruna señorita fanáticamente devota: se susurra-ba que usaba cilicio y que se disciplinaba todaslas noches. Fuese o no verdad, lo que es a sumarido cilicio le puso doña Magdalena, y hastagrillos, para que de ella no se apartase ni unminuto. Poco después de la boda, los que vie-ron al conde pálido, demacrado y abatido, es-parcieron el rumor absurdo de que su esposa ledaba hierbas y filtros para subyugarle y paraque ardiese más viva la tea del amor conyugal.

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Duró esta situación, sin que la modificase elnacimiento de varios hijos. No obstante a losdiez o doce años de matrimonio, observose queel conde, habiéndose aficionado a cazar yhaciendo frecuentes excursiones por la monta-ña -pues pasaban largas temporadas en el cam-po, en el palacio solariego de Lobeira, segúncostumbre de los señores de entonces-, reco-braba cierta alegría y parecía rejuvenecido. Como yo no estoy graduando el interés de mihistoria, sino que se la cuento a usted descar-nada y sin galas -advirtió al llegar aquí el na-rrador-, diré inmediatamente lo que produjo lamejoría del conde. Fue que, algún tanto aplaca-da aquella pasión de vampiro de su mujer, pu-do respirar y vivir como las demás personas.Usted objetará que todo el delito de doña Mag-dalena consistía en amar excesivamente a suesposo, y que eso merece disculpa y hasta ala-banza. Si yo discutiese tan delicado punto, te-mería ofender sus oídos de usted con algúnconcepto malsonante. Indicaré que hay cien

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maneras de amar, y que el santo nombre deamor cubre a veces nuestros bárbaros egoísmoso nuestras morbosas aberraciones. Y basta, queal buen entendedor... Ya continúo. Como a veces se guardan bien los secretos enlas aldeas, doña Magdalena tardó bastante enentenderse de que su marido, al volver de lacaza, solía descansar en la choza de cierto la-briego que tenía una hija preciosa. En efecto,era así: el conde de Lobeira prefería a los sucu-lentos manjares de su cocina señorial, la bronay la leche fresca servida por la gentil rapaza,que, con la inocencia en los ojos y la risa en loslabios, acudía solícita a festejarle; doña Magda-lena, ya informada, no pensó ni un minuto queallí existiese un puro idilio; vio desde el primerinstante el mal y agravio. Y acaso acertase: nopretendo excusar a mi bisabuelo, aunque lascrónicas afirman que era honesta y sencilla suafición a la hija del colono. Lo histórico es que, en una noche de inviernomuy oscura y muy larga, la puerta del pazo se

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abrió sin ruido para dejar entrar a un hombrerobusto, recio, vestido con el clásico traje delpaís, que hoy está casi en desuso. La condesa leesperaba en el zaguán: tomóle de la mano, ypor un pasadizo oscuro le llevó a una habita-ción interior, que alumbraba una vela de cerapuesta en candelabro de maciza plata. Era eloratorio. Detrás de las colgaduras de damasco carmesíque lo vestían, y que replegó la dama, el hom-bre vio abierto un boquete, a manera de cueva;un agujero sombrío. Repito lo de antes: no bus-co "efectos"; pero aunque los buscase, creo queninguno tan terrible como decir sin más circun-loquios que el hombre -un "casero" en las cos-tumbres de entonces casi un siervo de la conde-sa -era el mismo padre de la zagala a quien elconde solía visitar; y que doña Magdalena, en-señándole el negro hueco, advirtió al labradorque allí ocultarían el cadáver del conde. En se-guida le entregó un hacha nueva, afilada y cor-tante.

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¿Temió aquel hombre por la vida de su hija ypor la suya propia? ¿Impulsole la cobardía o elrespeto tradicional a la casa de Lobeira? ¿Fue lasugestión que ejerce sobre un cerebro inculto yuna voluntad irresoluta y débil, la hembra re-suelta de arrebatadas pasiones? ¿Fue codicia,tentación de onzas y de ricos joyeles que la es-posa ultrajada le ofrecía en precio de la sangre?El caso es que si hubo resistencia por parte dellabriego, duró bien poco. Según su declaración,hizo la señal de la cruz (¡atroz detalle!), descal-zóse, empuñó el hacha y siguió a la condesahasta el aposento en que el conde dormía. Ymientras la señora alumbraba con la vela decera del oratorio, el labriego descargó un golpe,otro, diez; en la frente, la cara, el pecho... Eldormido no chistó: parece que al primer hacha-zo abrió unos ojos muy espantados... y luego,nada. Sábanas, colchones, el hacha y el muerto,todo fue arrojado al escondrijo; la condesa lavólas manchas del suelo, cerró la trampa, y

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atestando de oro la faltriquera del asesino, ledespachó con orden de cruzar el Miño y meter-se en Portugal. Un rumor vago al principio, y después muyinsistente, se alzó con motivo de la desapari-ción del conde de Lobeira. Su esposa hablabade viajes motivados por un pleito; y en el orato-rio, bajo cuyo piso yacía mi bisabuelo asesina-do, celebrábase diariamente el santo sacrificiode la misa, asistiendo a él doña Magdalena, lomismo que la ve usted retratada ahí: pálida,grave, modesta, rodeada de sus hijos, que labesaban la mano cariñosa. En aquel tiempo nohabía prensa que escudriñase misterios, y lacoincidencia de la desaparición del conde y ladel casero y su hija, la linda moza, dio pie a quese sospechase que el esposo de doña Magdale-na vivía muy a gusto en algún rincón de esosque saben buscar los enamorados. No faltóquien compadeciese a la abandonada señora,en torno de la cual el respeto ascendió, como

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asciende la marea. Al verla pasar, derecha, ma-cilenta, siempre de negro, la gente se descubría. Y así corrió un año entero. Al cumplirse, día por día, a corta distancia delpazo de Lobeira apareció un hombre profun-damente dormido; era el casero de la condesa;y los demás labriegos, que le rodeaban espe-rando a que despertase, quedaron atónitoscuando al volver en sí, a gritos confesó el cri-men, a gritos se denunció y a gritos pidió que lellevasen ante la Justicia. Hay fenómenos mora-les que no explica satisfactoriamente ningúnraciocinio: la mitad de nuestra alma está su-mergida en sombras, y nadie es capaz de pre-sentir qué alimañas saldrían de esa caverna sinos empeñásemos en registrarla. El aldeano,cuando le preguntaron el móvil de su conducta,afirmó con rústicas razones que no lo sabía; queuna gana irresistible -un "volunto", como dicenahora- le obligó a salir de Portugal y a ver denuevo el pazo, y que al avistarlo le acometió unsueño letárgico, invencible también, y ya des-

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pierto, un ímpetu de confesar, de decir la ver-dad, de ser castigado, porque, sin duda, calculoyo, su endeble alma nopodía con el peso del secreto que impenetrabley tranquila, guardaba el alma varonil de doñaMagdalena. La prendieron, claro está, y aún se enseña enla cárcel marinedina el negro calabozo donde lacondesa de Lobeira se pudrió muchos meses...El casero fue ahorcado; y para librar a mi bis-abuela del patíbulo empeñóse la hacienda demi casa. La justicia se comió con apetito tansabrosa breva, y nuestra decadencia viene deahí.

Alcé los ojos y busqué los del retrato. La mira-da de doña Magdalena se me figuró más tenaz,más intensa, más dolorosa. El bisnieto callaba ysuspiraba, como si le oprimiese el corazón eldrama ancestral, como si percibiese la hume-dad de las lágrimas evaporadas hace un siglo. "El Imparcial", 22 enero 1894.

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Sara y Agar

-Explíqueme usted -dije al señor de Bernár-dez- una cosa que siempre me infundió curio-sidad. ¿Por qué en su sala tiene usted, bajomarcos gemelos, los retratos de su difunta es-posa y de un niño desconocido, que según us-ted asegura ni es hijo, ni sobrino, ni nada deella? ¿De quién es otra fotografía de mujer, co-locada enfrente, sobre el piano?... ¿No sabe us-ted?: una mujer joven, agraciada, con flecos dericillos a la frente. El septuagenario parpadeó, se detuvo y unmatiz rosa cruzó por sus mustias mejillas. Co-mo íbamos subiendo un repecho de la carrete-ra, lo atribuí a cansancio, y le ofrecí el brazo,animándole a continuar el paseo, tan conve-niente para su salud; como que, si no paseaba,solía acostarse sin cenar y dormir mal y poco.Hizo seña con la mano de que podía seguir la

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caminata, y anduvimos unos cien pasos más, ensilencio. Al llegar al pie de la iglesia, un banco,tibio aún del sol y bien situado para dominar elpaisaje, nos tentó, y a un mismo tiempo nosdirigimos hacia él. Apenas hubo reposado yrespirado un poco Bernárdez, se hizo cargo demi pregunta. -Me extraña que no sepa usted la historia deesos retratos; ¡en poblaciones como Goyán, ca-da quisque mete la nariz en la vida del vecino,y glosa lo que ocurre y lo que no ocurre, y loque no averigua lo inventa! Comprendí que al buen señor debían dehaberle molestado mucho antaño las curiosida-des y chismografías del lugar, y callé, haciendoun movimiento de aprobación con la cabeza.Dos minutos después pude convencerme deque, como casi todos los que han tenido alegrí-as y penas de cierta índole, Bernárdez disfruta-ba puerilmente en referirlas; porque no sonnumerosas las almas altaneras que prefieren serpara sí propios a la par Cristo y Cirineo y

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echarse a cuestas su historia. He aquí la de Ber-nárdez, tal cual me la refirió mientras el sol seponía detrás del verde monte en que se asientaGoyán: -Mi mujer y yo nos casamos muy jovencitos:dos nenes con la leche en los labios. Ella teníaquince años; yo, dieciocho. Una muchachada,quién lo duda. Lo que pasó con tanto madrugarfue que, queriéndonos y llevándonos como dosángeles, de puro bien avenidos que estábamos,al entrar yo en los treinta y cinco mi mujer em-pezó a parecerme así... vamos, como mi herma-na. Le profesaba una ternura sin límites; nohacía nada sin consultarla, no daba un paso queella no me aconsejase no veía sino por susojos..., pero todo fraternal, todo muy tranquilo. No teníamos sucesión, y no la echábamos demenos. Jamás hicimos rogativas ni oferta a nin-gún santo para que nos enviase tal dolor decabeza. La casa marchaba lo mismo que uncronómetro: mi notaría prosperaba; tomabaincremento nuestra hacienda; adquiríamos tie-

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rras; gozábamos de mil comodidades; no cru-zábamos una palabra más alta que otra, y veí-amos juntos aproximarse la vejez sin desazónni sobresalto, como el marino que se acerca altérmino de un viaje feliz, emprendido por ini-ciativa propia por gusto y por deber. Cierto día, mi mujer me trajo la noticia de quehabía muerto la inquilina de una casucha denuestra pertenencia. Era esta inquilina una po-bretona, viuda de un guardia civil, y quedabasola en el mundo la huérfana, criatura de cincoaños. -Podríamos recogerla, Hipólito- añadió Ro-mana-. Parte el alma verla así. Le enseñaríamosa planchar, a coser, a guisar, y tendríamoscuando sea mayor una cianita fiel y humilde. -Di que haríamos una obra de misericordia yque tú tienes el corazón de manteca. Esto fue lo que respondí, bromeando. ¡Ay! ¡Siel hombre pudiese prever dónde salta su desti-no!

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Recogimos, pues, la criatura, que se llamaMercedes, y así que la lavamos y la adecenta-mos, amaneció una divinidad, con un pelo en-sortijado como virutas de oro y unos ojos queparecían dos violetas, y una gracia y una zala-mería... Desde que la vimos.... ¡adiós planes deenseñarle a planchar y a poner el puchero! Em-pezamos a educarla del modo que se educanlas señoritas.... según educaríamos a una hija, sila tuviésemos. Claro que en Goyán no la po-díamos afinar mucho; pero se hizo todo lo quepermite el rincón este. Y lo que es mimarla...¡Señor! ¡En especial Romana.... un desastre!Figúrese usted que la pobre Romana, tan mo-desta para sí que jamás la vi encaprichada conun perifollo-. encargaba los trajes y los abrigui-tos de Mercedes a la mejor modista de Marine-da. ¿Qué tal? Cuando llegó la chiquilla a presumir de mujer,empezaron también a requebrarla y a rondarlalos señoritos en los días de ferias y fiestas, y yoa rabiar cuando notaba que le hacían cocos. Ella

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se reía y me decía, siempre, mirándome muchoa la cara: -Padrino -me llamaba así-, vamos a burlarnosde estos tontos; a usted le quiero más que aninguno. Me complacía tanto que me lo dijese (¡cosasdel demonio!), que le reñía solo por oírla repe-tir: -Le quiero más a usted... Hasta que una vez, muy bajito, al oído: -¡Le quiero más, y me gusta más.... y no mecasaré nunca, padrino! ¡Por estas, que así habló la rapaza! Se me trastornó el sentido. Hice mal, muy maly, sin embargo, no sé, en mi pellejo lo que harí-an más de cien santones. En fin, repito que mepuse como lunático, y sin intención, sin preme-ditar las consecuencias (porque repito que per-dí la chaveta completamente), yo, que habíavivido más de veinte años como hombre debien y marido leal, lo eché a rodar todo en undía.... en un cuarto de hora...

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Todo a rodar, no; porque tan cierto como Diosnos oye, yo seguía consagrando un cariño pro-fundo, inalterable, a mi mujer, y si me propo-nen que la deje y me vaya con Mercedes poresos mundos -se lo confesé a Mercedes misma,no crea usted, y lloró a mares-, antes me apartode cien Mercedes que de mi esposa. Después detantos años de vida común, se me figuraba queRomana y yo habíamos nacido al mismo tiem-po, y que reunidos y cogidos de las manos de-bíamos morir. Sólo que Mercedes me sorbía elseso, y cuando la sentía acercarse a mí, la san-gre me daba una sola vuelta de arriba abajo y seme abrasaba el paladar, y en los oídos me pare-cía que resonaba galope de caballos, un estrépi-to que me aturdía. -¿Es de Mercedes el retrato que está sobre elpiano?- pregunté al viejo. -De Mercedes es. Pues verá usted: Romana semalició algo, y los chismosos intrigantes se en-cargaron de lo demás. Entonces, por evitar dis-gustos, conté una historia: dije que unos seño-

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res de Marineda, que iban a pasar larga tempo-rada en Madrid, querían llevarse a Mercedes, ylo que hice fue amueblar en Marineda un piso,donde Mercedes se estableció decorosamente,con una cianita. Al pretexto de asuntos, yo veíaa la muchacha una vez por semana lo menos.Así, la situación fue mejor... vamos, más tolera-ble que si estuviesen las dos bajo un mismotecho, y yo entre ellas. Romana callaba -era muy prudente-, pero an-daba inquieta, pensativa, alteada. Y decía yo:¿Por dónde estallará la bomba? Y estalló... ¿Pordónde creerá usted? Una tarde que volví de Marineda, mi mujer,sin darme tiempo a soltar la capa, se encerróconmigo en mi cuarto, y me dijo que no igno-raba el estado de Mercedes... (¡Ya supondráusted cuál sería el estado de Mercedes!... ), yque, pues había sufrido tanto y con tal pacien-cia, lo que naciese, para ella, para Romana, te-nía que ser en toda propiedad.... como si lohubiese parido Romana misma...

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Me quedé tonto... Y el caso es que mi mujer seexpresaba de tal manera, ¡con un tono y unaspalabras!, y tenía además tanta razón y tal so-bra de derecho para mandar y exigir, que ape-nas nació el niño y lo vi empañado, lo envolvíen un chal de calceta que me dio Romana paraese fin, y en el coche de Marineda a Goyán hizosu primer viaje de este mundo. -¿Ese niño es el que está retratado al lado desu esposa de usted, dentro de los marcos geme-los? -¡Ajajá! Precisamente. ¡Mire usted: dificultoque ningún chiquillo, ni Alfonso XIII se hayavisto mejor cuidado y más estimado! Romana,desde que se apoderó del pequeño, no hizocaso de mí, ni de nadie, sino de él. El niño dor-mía en su cuarto; ella le vestía, ella le desnuda-ba, ella le tenía en el regazo, ella le enseñaba ajuntar las letras y ella le hacía rezar. Hasta for-mó resolución de testar en favor del niño... Sóloque él falleció antes que Romana; como que alrapaz le dieron las viruelas el veinte de marzo y

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una semana después voló a la gloria... Y Roma-na.... el siete de abril fue cuando la desahució elmédico, y la perdí a la madrugada siguiente. -¿Se le pegaron las viruelas?- pregunté al se-ñor de Bernárdez, que se aplicaba el pañuelosin desdoblar a los ribeteados y mortecinosojos. -¡Naturalmente... Si no se apartó del niño! -Y usted, ¿cómo no se casó con Mercedes? -Porque malo soy, pero no tanto como eso -contestó en voz temblona, mientras una agua-dilla que no se redondeó en lágrimas asomabaa sus áridos lagrimales. "El Imparcial", 29 enero 1894.

Maldición de gitana

Siempre que se trata, entre gente con preten-siones de instruida, de agorerías y supersticio-nes, no hay nadie que no se declare exento demiedos pueriles, y punto menos desenfadado

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que Don Juan frente a las estatuas de sus vícti-mas. No obstante, transcurridos los diez minu-tos consagrados a alardear de espíritu fuerte,cada cual sabe alguna historia rara, algún suce-dido inexplicable, una "coincidencia". (Las co-incidencias hacen el gasto). La ocasión más frecuente de hacer esta obser-vación de supersticiones la ofrecen los convites.De los catorce o quince invitados se excusanuno o dos. Al sentarse a la mesa, alguien notaque son trece los comensales, y al punto decaela animación, óyense forzadas risas y chanzaspoco sinceras y los amos de la casa se ven pre-cisados a buscar, aunque sea en los infiernos,un número catorce. Conjurado ya el mal sinorenace el contento. Las risitas de las señorastienen un sonido franco. Se ve que los pulmo-nes respiran a gusto. ¿Quién no ha asistido a unepisodio de esta índole? En el último que presencié pude observar queGustavo Lizana, mozo asaz despreocupado, erael más carilargo al contar trece y el que más

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desfrunció el gesto cuando fuimos catorce. Nohacía yo tan supersticioso a aquel infatigablecazador y sportsman, y extrañándome verlehasta demudado en los primeros momentos, ala hora del café le llevé hacia un ángulo delsaloncillo japonés, y le interrogué directamente: -Una coincidencia -respondió, como era depresumir. Y al ver que yo sonreía, me ofreció con unademán el sofá bordado, en cuyos cojines unabandada de grullas blancas con patitas rosavolaba sobre un cañaveral de oro, nacido enfantástica laguna. Se sentó él en una silla debambú y, rápidamente, entrecortando la narra-ción con agitados movimientos, me refirió su"coincidencia" del número fatídico. -Mis dos amigos íntimos, los de corazón, eranlos dos chicos de Mayoral, de una familia ex-tremeña antigua y pudiente. Habíamos estadojuntos en el colegio de los jesuitas, y cuandosalimos al mundo, la amistad se estrechó. Lla-mábanse el mayor Leoncio y el otro Santiago, y

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habrá usted visto pocas figuras más hermosas,pocos muchachos más simpáticos y pocos her-manos que tan entrañablemente se quisiesen.Huérfanos de padre y madre, y dueños de suhacienda, no conocían tuyo ni mío: bolsa co-mún, confianza entera y, a pesar de la diferen-cia de caracteres (Leoncio, nervioso y vehemen-te hasta lo sumo, y Santiago, de un genio igualy pacífico), inalterable armonía. A mí me lla-maban, en broma, su otro hermano, y la gente,a fuerza de vernos unidos, había llegado a pen-sar que éramos, cuando menos, próximos pa-rientes los Mayoral y yo. Apasionados cazadores los tres, nos íbamossemanas enteras a las dehesas y cotos que losMayoral poseían en la Mancha y Extremadura,donde hay de cuanta alimaña Dios crió, desdeperdices y conejos hasta corzos, venados, jaba-líes, ginetas y gatos monteses. Con buen refuerzo de escopetas negras y unajauría de excelentes podencos, hacíamos cadaojeo y cada batida, que eran el asombro de la

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comarca. De estas excursiones resolvimos una,cierto día de San Leoncio. No cabe olvidar lafecha. Nos había convidado juntos una tía delos de Mayoral, señora discretísima y madre deuna muchacha encantadora, por quien Santiagobebía los vientos. Sutilizando mucho, creo queesta pasión de Santiago tuvo su parte de culpaen la desgracia que sucedió. Ya diré por qué. Ello es que nos reunimos en la casa donde, conmotivo de la fiesta, había otros varios convida-dos: amiguitas de la niña, señores formales,íntimos de la mamá... Y yo, que jamás contabaentonces los comensales, al pasar al comedor,involuntariamente, me fijo en los platos... ¡Era-mos trece, trece justos! Ni se me ocurrió chistar. Por otra parte, nosentía aprensión. Estaríamos a la mitad de lacomida, cuando lo advirtió el ama de la casa, ydijo riéndose "¡Hola! ¡Pues con el resfriado deJulia, que la impidió venir, nos hemos quedadoen la docena del fraile! No asustarse, señores,

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que aquí nadie ha cumplido los sesenta másque yo, y en todo caso seré la escogida." ¿Qué habíamos de hacer? Lo echamos a bromatambién, y brindamos alegremente porque sedesmintiese el augurio. Y había allí un señorque, presumiendo de gracioso, dijo con sorna:"Es muy malo comer trece..., cuando solo haycomida para doce." A la madrugada siguiente tomamos el tren ysalimos hacia el cazadero. La expedición sepresentaba magnífica. La temperatura era, co-mo de mediados de septiembre, templada ydeliciosa. Cada tarde, los zurrones volvían ates-tados de piezas, y, para mayor satisfacción, noshabían anunciado que andaban reses por elmonte, y que el primer ojeo nos prometía ricobotín. Decidimos que este ojeo principiase unmiércoles por la mañana, y apenas despachadaslas migas y el chocolate, salimos a cabalgarnuestros jacos, que nos esperaban a la puerta,entre el tropel de las escopetas negras y la gres-ca y alborozo de los perros. Como tengo tan

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presentes las menores circunstancias de aqueldía, recuerdo que me extrañó mucho la furiacon que los animales ladraban, y al asomarmefuera vi, apoyada en uno de los postes del em-parrado que sombreaba la puerta, a una gitanaatezada, escuálida, andrajosa. Podría tener sus veinte años, y si la suciedad,la descalcez y las greñas no la afeasen, no care-cería de cierto salvaje atractivo, porque los ojosbrillaban en su faz cetrina como negros di-amantes, los dientes eran piñones mondados, yel talle, un junco airoso. Los pingajos de su fal-da apenas cubrían sus desnudos y delgadostobillos, y al cuello tenía una sarta de vidrio,mezclada con no sé qué amuletos. Dije que sus ojos brillaban, y era cierto. Brilla-ban de un modo raro, que no supe definir. Lostenía clavados en Santiago, que, lo repito, eraun muchacho arrogante, rubio y blanco, y enaquel instante, subido al poyo de montar y conun pie en el estribo, con su sombrero de alasanchas, su bizarro capote hecho de una manta

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zamorana, de vuelto cuello de terciopelo verde,y sus altos zahones de caza, que marcaban laderechura de la pierna, aún parecía más apues-to y gallardo. Y a Santiago fue a quien dirigió sus letanías laegipcia, soltándole esos requiebros raros quegastan ellas, y ofreciéndose a decirle la buena-ventura. En aquel momento, Santiago, de segu-ro, pensaba en el dulce rostro de su novia, y elcontraste con el de la gitana debió de causarleuna impresión de repugnancia hacia ésta; por-que era galante con todas las mujeres y, sinembargo, soltó una frase dura y hasta cruel,una frase fatal...; yo así lo creo... -¿Qué buenaventura vas a darme tú? -exclamóSantiago-. ¡Para ti la quisieras! ¡Si tuvieses ven-tura, no serías tan fea y tan negra, chiquilla! La gitana no se inmutó en apariencia, pero yonoté en sus ojos algo que parecía la sombra deun abismo, y fijándolos de nuevo en Santiago,que estaba a caballo ya, articuló despacio, conindiferencia atroz y en voz ronca:

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-¿No quieres buenaventuras, jermoso? Puestoma mardisiones... Premita Dios.... premitaDios.... ¡que vayas montao y vuelvas tendío! Yo no sé con qué tono pudo decirlo la malva-da, que nos quedamos de hielo. Leoncio, enespecial, como adoraba en su hermano, se de-mudó un poco y avanzó hacia la gitana en acti-tud amenazadora. Los perros, que conocen tanperfectamente las intenciones de sus amos, seabalanzaron ladrando con furia. Uno de elloshincó los dientes en la pierna desnuda de lamujer, que dio un chillido. Esto bastó para queLeoncio y yo, y todos, incluso Santiago, nosdistrajésemos de la maldición y pensásemosúnicamente en salvar a la bruja moza, en riesgoinminente de ser destrozada por la jauría. Con-tenidos los perros, cuando volvimos la cabezala gitana ya no parecía por allí. Sin duda sehabía puesto en cobro, aunque nadie supo pordónde. Al llegar aquí de su narración Gustavo, mehirió de súbito un recuerdo:

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-Espere, espere usted... -murmuré recapaci-tando-. Creo que conozco el final de la histo-ria... Cuando usted nombró a los Mayoral em-pezó a trabajar mi cabeza... El nombre "me so-naba"... Tengo idea de que conozco a los doshermanos, y ya voy reconstruyendo su figura...Leoncio, vivo, moreno, delgado; Santiago, ru-bio y algo más grueso... ¿Fue en esa caceríadonde...? -Donde Leoncio, creyendo disparar a un cor-zo, mató a Santiago de un balazo en la cabeza -respondió lentamente Gustavo, cruzando lasmanos con involuntaria angustia-. Santiago"volvió tendido"... Perdí a la vez mis dos ami-gos, porque el matador, si no enloqueció derepente, como pasa en las novelas y en las co-medias, quedó en un estado de perturbación yde alelamiento que fue creciendo cada día. Yquizá por olvidar cortos instantes la horribleescena, se entregó, él que era tan formalillo quehasta le embromábamos, a mil excesos, aca-bando así de idiotizarse. Después de saber esta

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"coincidencia", ¿extrañará usted que me agradepoco sentarme a una mesa de trece? Por másque quiero dominarme, se me conoce el mie-do... ¡El miedo, sí: hay que llamar a las cosaspor su nombre! -¿Y volvió a parecer la gitana? -pregunté concuriosidad. -¡La gitana! ¡Quién sabe adónde vuelan esascornejas agoreras! -exclamó Gustavo sombría-mente-. Los de esa casta no tienen poso ni pa-radero... Como dice Cervantes, a su ligereza nola impiden grillos, ni la detienen barrancos, nila contrastan paredes... Cuando velábamos alpobre Santiago, y tratábamos de impedir que sesuicidase el desesperado Leoncio, ya la brujadebía de estar entre breñas, camino de Huelvao de Portugal. "El Liberal", 5 septiembre 1897.

"La bicha"

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-¿Han leído ustedes a Selgas? -preguntó ladiscreta viuda, cerrando su abanico antiguo devernis Martín, una de esas joyas que para todosirven, excepto para abanicarse-. ¿Han leído aSelgas? Los que formábamos peñita en la estufa,huyendo de los sofocados y atestados salones,movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor a quien,como suele decirse, "le ha pasado el sol por lapuerta"... Nombre casi borrado ya... -Pues era ingenioso -declaró la viudita-, y a míme divertía muchísimo... En no sé que librosuyo -las citas exactas, allá para sabihondos-sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes.A propósito del sistema parlamentario, que lefastidiaba mucho, dice que mientras nadie sequeja de lo que no escoge, todo el mundo rabiacon lo que escogió; que rara vez nos mostramosdescontentos de nuestros padres ni de nuestroshijos, pero que de los cónyuges y de los criadossiempre hay algo malo que contar. ¿Verdad quees gracioso? Sólo que en ese capítulo de la elec-

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ción conyugal le faltó distinguir... Se le olvidódecir que sólo los hombres eligen, mientras lasmujeres toman lo que se presenta... Y el caso esque la elección conyugal confirma la teoría deSelgas: los hombres, que escogen amplia y li-bremente, son los que escogen peor. Esta afirmación de la viuda armó un barullode humorísticas protestas entre el elementomasculino en la peñita. -No hay que amontonarse -exclamó la señoraintrépidamente-. Los hombres que aciertan,aciertan como "el consabido" de la fábula...: porcasualidad. Y, si no..., a la prueba. Todos losjueves que nos reunamos aquí, en este rincón, ala sombra de estos pandanos tan colosales, cer-ca de esta fuente tan bonita con la luz eléctrica,me ofrezco a contarles a ustedes una historia deelección conyugal masculina..., que les pareceráincreíble. Empezaremos ahora mismo... Ahí vala de hoy. Cuando perdí a mi marido tuve que vivir va-rios años en una capital de provincia, desenre-

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dando asuntos de mucho interés para mí y paramis hijos. Ya saben ustedes que no soy hurañay, pasado el luto, aproveché las contadas oca-siones de ver gente que se ofrecían allí. Habíauna sociedad de recreo que daba en Carnavaldos o tres bailes de máscaras, y me gustaba ir asentarme en un palco acompañada de variasamigas y amigos de los que solían hacermetertulia, y divertirme en remirar los disfracescaprichosos, la animación y las bromas que secorrían abajo, en el hervidero de la sala. Eranbailes en que se mezclaban el señorío y la me-socracia con bastantes familias artesanas, sinque se conociesen mucho las diferencias entreestas clases sociales, porque las artesanas deM*** se visten, peinan y prenden con gusto, songuapas y tienen aire fino. La Junta directivasólo excluía rigurosamente a las mujeres noto-riamente indignas; y figúrense ustedes el es-panto de la concurrenciacuando, la noche del lunes de Carnaval, empe-zó a esparcirse la voz de que estaba en el baile

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enmascarada y del brazo de un socio, la célebreNatalia, por otro nombre la Bicha (la Culebra);le daban este apodo por su fama de mala y en-gañadora o, según otros, porque tenía la cabezapequeñita, la tez morena aceitunada y el pelocasi azulado de puro negro; señas de cuya exac-titud pudimos cerciorarnos todos, como veránustedes. Al saberse la noticia, justamente se hallaba enmi palco el presidente de la Sociedad, señorviudo, acaudalado y respetable, padre de unaniña preciosa que yo me llevaba a casa por lastardes a jugar con la chiquilla mía. Sobrecogidoy turbado, el presidente se agitaba en el asiento,haciendo coraje, como suele decirse, para bajara cumplir su deber de expulsar a la intrusa.Comprenderán ustedes que no existe debermás penoso: ir a darle en público un bofetón auna mujer.... ¡sea cual sea! Todos seguíamoscon los ojos a la máscara sospechosa, y la in-dignación fermentaba. Abandonada desde elprimer runrún por el socio que la introdujo, y

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que se dio prisa a desaparecer; asaltada porunos cuantos mozalbetes, que la asaeteaban coninsolentes pullas y dicharachos; aislada a la vezen un espacio libre -porque todas las demásmujeres se apartaban-, la Culebra, apretandocontra el rostro su antifaz, recogiendo los plie-gues de su manto de "beata", como para ocul-tarse, permanecíaapoyada en una columna de las que sostienenlos palcos, en actitud de fiera a quien acosan.Por fin, el presidente se decidió y, tomandoprecipitadamente el sombrero, salió al pasillo;pronto le vimos aparecer en el salón y dirigirsea donde estaba la Culebra. A las frases secas yrápidas, cual latigazos, del presidente, los mo-zalbetes se desviaron, dejando sola a la mujer, yésta, con un movimiento de soberbia que re-medaba la dignidad, revolviéndose bajo el ul-traje, se arrancó de súbito la careta de raso ne-gro, echó atrás el manto y, descubierta la cabe-za, erguido el cuello, rechispeantes los ojos,miró, retó, fulminó al presidente, primero; des-

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pués, circularmente, a todo el concurso; a lasseñoras, a las señoritas, que volvían la cara,ruvorizándose; a los hombres, que cuchichea-ban y se reían... Y despacio, sin bajar la frente,pasó por entre la multitud apiñada, que se es-tremecía a su contacto, y todavía desde la puer-ta, volviéndose, disparó el venablo de sus pupi-las (¡quémirada aquella, Dios mío!) al presidente, queaccionaba entre un círculo de individuos de laDirectiva y de señores que le felicitaban por suacción... Minutos después, muy exaltado, vol-vía al palco el buen señor, y al acompañarme, ala salida, todavía hablaba del descoco de la pá-jara, refiriéndonos, con el recato posible, suvida y milagros, capaces, ciertamente, de ponercolorada a una estatua de piedra. A la vuelta de cinco meses, cuando a las friole-ras diversiones del Carnaval reemplazan losidílicos goces de las jiras y de las campestresromerías, empezó a susurrarse en M*** que elpresidente de la Sociedad Centro de Amigos, el

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honrado y formal don Mariano Subleiras, consus cincuenta del pico, su viudez y su niña en-cantadora, pasaba a segundas nupcias... ¿Yahan adivinado ustedes con quién?... ¡Con lapropia Natalia, la Bicha, la prójima echada delbaile! Al oírlo, sepan ustedes que no lo puse enduda ni un momento. Dirán ustedes que soypesimista... Digan lo que quieran. ¡El caso esque yo en seguida creí firmemente que era granverdad eso que a todos les parecía el colmo delo absurdo! "Pero ¿no se acuerda usted? -meobjetaban-. Pero ¡si fue él mismo quien la pusode patitas..." "Pues por eso, cabalmente poreso", contestaba yo, dejándolos con la boca deun palmo. Al fin, tanto me calentaron la cabezacon la boda dichosa, que entre el deseo decomplacer y la lástimaque me infundía la pequeña, aquella rubitamonísima, amenazada de madrastra semejante,me decidí a meterme donde no me llamaban ya hacer a don Mariano el siempre inoportunoregalo del buen consejo... Le llamé a capítulo, le

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prediqué un sermón que ni un padre capuchi-no; estuve elocuente, les aseguro que sí... Y mepuse muy hueca cuando, al terminar mi plática,don Mariano, al parecer conmovido, murmuró,aplicando el pico del pañuelo a los ojos: "Pro-meto a usted que no me casaré con la Nata-lia...". -¿Y al poco tiempo se casó? -interrogaron conmalicia los de la peña. -No señores... No se casó al poco tiempo...¡Cuando me empeñaba una palabra inquebran-table..., estaba ya casado... secretamente! Hubo en el grupo exclamaciones, risas, co-mentarios, y Ramiro Nozales, que la echaba deobservador, pronunció con énfasis: -¡Qué humano es eso! -Lo que a mí me preocupó mucho entonces -prosiguió la señora fue averiguar cómo se lashabía compuesto la lagarta para hacer presa endon Mariano. Su móvil era patente: una ven-ganza que eriza el pelo... Pero ¿de qué mediosse había valido? Cuando fue expulsada del bai-

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le, don Mariano sólo la conocía de vista y porsu lamentable reputación... Excitada mi curio-sidad, en que entraba tanto interés por la pobreniña, pude averiguar algo... ¡Algo que tambiénva usted a decir que es "muy humano", amigoNozales, porque conozco su escuela de usted!...Parece que la Bicha se presentó en casa de donMariano días después de la expulsión, y baña-da en lágrimas, y con hartos desmayos y suspi-ros, le pidió reparación del ultraje; reparación....¿cómo diré yo?, una reparación privada, unapalabra benévola, una excusa, algo que la con-solase, porque desde aquel episodio se sentíaenferma, abatida y a punto de muerte... "Deotra persona, mire usted, no me hubiese impor-tado; pero de usted....vamos, de usted.... un señor tan digno, un señortan virtuoso...", dicen que silbaba la Culebra,empezando insensiblemente a enroscarse... Deaquí al vasito de agua, al ofrecimiento de éter ovinagre, al abanicamiento con un periódico, acontar una larga historia, a ser escuchada y

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compadecida, visitada después, a enlazar con elprimer anillo, a deslizarse, a abrazar ya con lasroscas flexibles el pecho, la cabeza y el cuerpotodo.... el camino ni es largo ni difícil, y en cua-tro meses y medio lo anduvo la Bicha.... hastallegar a la iglesia. Al año siguiente, la noche dellunes de Carnaval, don Mariano y su señoraocupaban el palco fronterizo al mío... Fue laprimera vez que aparecieron juntos en público.Después, ya nunca vimos solo a don Mariano; aella, sí. Contaban que su mujer le mandaba detal suerte, que al salir de casa, le dejaba ence-rrado... -¿Y la niña? -preguntó Nozales con afán triste. -¡Ah! -suspiró la señora-. ¡La niña.... me hanescrito de allá que murió tísica!... "El Liberal", 22 agosto 1897.

Sangre del brazo

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El lunes de Pascua de Resurrección, con un solesplendente y un aire tibio y perfumado, queprovocaba impaciencias y fervorines primave-rales en los retoños frescos de los árboles y enlos senderos que deseaban florecer y donde alas últimas violetas descoloridas hacían compe-tencia las primeras campánulas blancas y lasmargaritas de rosado cerco, unieron sus desti-nos en la capilla del restaurado castillo señorialla linda heredera de la noble casa y estados deAbencerraje y el apuesto y galán marquesito deAlcalá de los Hidalgos. Todo sonreía en aquella boda, lo mismo lanaturaleza que el porvenir de los desposados.Al cuadro de su juventud, del amor del novio,que revelaban mil finezas y extremos, y a lacándida belleza de la novia, servían de marcode oro y rosas la cuantiosa hacienda, la ilustrecuna, el respeto y cariño de la buena gentecampesina y hasta la venturosa circunstanciade verse enlazadas por ella, ante el Cielo y anteel mundo, las dos casas más ricas y nobles de la

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provincia, las que la representaban en la histo-ria nacional. A la puerta de la capilla aguardaban el cochefamiliar que había de conducir a los esposos ala estación del camino de hierro. Iban a em-prender uno de esos viajes que son la realidadde un sueño divino: Italia y sus ciudades-museos; Suiza y sus lagos, trozos de la bóvedaazul del firmamento caídos sobre la nieve;Alemania con sus ríos, en que las ondinas na-dan al rayo de la luna; después el Oriente, Gre-cia, Constantinopla y, por último, el invierno enParís, entre los prestigios del lujo y la magia derefinadísima civilización; París con sus fiestas ysus elegancias exquisitas, sus nidos de coquete-ría y de molicie para la dicha renovada... Laperspectiva de tantos días risueños y venturo-sos; más que todo la del amor puro, noble, legí-timo, constante regocijo y secreta y dulce efu-sión del alma, hacía latir de gozo el corazón dela novia, de la rubia y tierna María de las Azu-

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cenas, cuando el coche arrancó al trote largo delos cuatro fogosos caballos que lo arrastraban,llevándosela a ella, al que ya era su dueño y a ladoncella, Luisilla, aldeana viva y fiel, elegida ydesignada para acompañar y servir a Maríadurante el viaje... Por espacio de algunos meses fueron llegandoal castillo faustas nuevas de los novios. Auncuando la escondida aldea de Abencerraje dis-taba tanto de esas lejanas tierras por dondeellos paseaban la ufanía de su felicidad, por milno sospechados conductos -cartas, sueltos deperiódicos, referencias de otros viajeros, decónsules, de amigos, de desconocidos quizá- enAbencerraje se sabía confusamente que el viajeera feliz, alegre, fecundo en incidentes gratos yque marido y mujer disfrutaban de salud y con-tento. Corrió así el verano, pasose el otoño y seaveriguó que, cumpliendo estrictamente elprograma, se encontraban ya en la capital de laRepública francesa los marqueses, divertidos,festejados, girando en el torbellino del placer.

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Hacia febrero o marzo se habló de que la reciéncasada sufría una grave enfermedad; pero casise supo al mismo tiempo el mal y la mejoría. Ypocas semanas después, el lunes de Pascua deResurrección, a la caída de una tarde admirablepor loserena, cuando las últimas violetas descoloridasexhalaban su delicado aroma y los árboles des-abrochaban su flor de primavera, el país vioasombrado que el coche familiar regresaba dela estación con mucho repique de cascabeles, ylas gentes que se asomaban curiosas a las puer-tas de las cabañas, no divisaron dentro del co-che más que a María de las Azucenas, tan des-colorida como las últimas violetas de los sende-ros, y a Luisilla, sentada a su lado, tambiéndesmejorada y amarillenta, sosteniendo en elhombro la fatigada cabeza de su señora; ambasmudas, ambas tristes, ambas con la huella delpadecimiento en el rostro. Y ni aquel día, ni lossiguientes, ni nunca más, asomó el marqués deAlcalá por el castillo de su mujer, ni por la co-

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marca siquiera, y María y Luisilla vivieron so-las, siempre juntas, más que como ama y cria-da, como hermanas amantísimas e insepara-bles. Repicaron las lenguas y se fantasearon histo-rias de ilícitas pasiones y desvaríos del mar-qués, tragedias horribles, duelos, conatos deenvenenamiento y otras mil invenciones nove-lescas que prueban la ardorosa imaginación delos naturales de Abencerraje. La verdad no sesupo hasta que corrieron algunos años, cuandoel marqués de Alcalá comisionó a un sacerdotepara lograr de su esposa que le perdonase yconsintiese en vivir a su lado. Habiendo fraca-sado por completo la diplomacia del sacerdote,en los primeros momentos de contrariedad éstese espontaneó con el párroco de Abencerraje,éste con el boticario, éste con el médico, el nota-rio, el alcalde.... y así llegó a conocer la comarcala siguiente aventura. Después de un viaje idealmente hermoso, lle-garon a París los enamorados esposos en busca

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de alguna quietud, pues la reclamaba el estadointeresante de María, expuesta a percances enfondas y trenes. A pesar del cuidado y del mé-todo que observó la marquesa, hacia el sextomes del embarazo cayó en cama, con síntomasde parto prematuro. Acaeció la temida desgra-cia, y fue lo peor que una hemorragia violentapuso en peligro inminente la vida de la señora."Se desangra; se nos va", había dicho el médico,un español ilustre, después de ensayar los re-cursos de su ciencia, luchando denodadamentecon la muerte, que se aproximaba silenciosa. Yentonces, el marido que veía a su esposa desfa-llecer en síncope mortal, blanca como la almo-hada donde apoyaba su frente de cera, pregun-tó al doctor: -Pero ¿no hay algún medio de salvarla? ¿Nohay alguno? -Hay uno todavía -respondió el médico-. Si seencuentra una persona sana, robusta, joven yque quiera lo bastante a esta señora para dar susangre de las venas de su brazo.... verificaremos

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la transfusión y verá usted a la enferma resuci-tar. Al hablar así el doctor miraba afanosamente almarqués, clavándole en el rostro, y mejor aúnen el espíritu, sus ojos interrogadores y desen-gañados de hombre que ha presenciado en estepícaro mundo muchas miserias; y al notar queel marqués no contestaba y se volvía tan pálidocomo si ya le estuviesen extrayendo de las ve-nas la sangre que le pedía de limosna el amor,el médico se encogió de hombros, murmurandovagamente: -Pero es difícil... muy difícil. Hay que renun-ciar a esa esperanza. En aquel punto mismo se levantó una mujerque permanecía acurrucada a los pies del lechode la moribunda, y, sencillamente, presentandosu brazo izquierdo desnudo, blanco, grueso,surcado de venas azules, exclamó: -Ahí tiene, señor...; ahí tiene... Sangre no mefalta, y sana estoy como las propias manzanasen el árbol... Ahí tiene, y ojalá que la sangre de

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una pobre aldeana sirva para resucitar a la se-ñora. Ni un minuto tardó el doctor en aceptar laoferta de Luisilla. Aplicando la cánula, sangrócopiosamente el recio brazo, pues se necesitabamucha, mucha sangre, setecientos gramos, parareparar las pérdidas sufridas. La muchacha,sonriente, no pestañeaba, repitiendo a cadapaso: -Saque señor; tengo yo la mar de sangre buenaque ofrecer a mi ama. El marqués había huido de la habitación.Cuando la sutil jeringuilla empezó a inyectar elprecioso licor en el cuerpo de la agonizante, yésta a notar el calor delicioso que de las venaspasaba al corazón reanimándolo; cuando surostro de mármol se coloreó y sus ojos se abrie-ron lentamente, lo primero que buscaron fue alamado, a la mitad de su ser, pues había com-prendido al revivir que alguien le daba su san-gre en compensación de la que había perdido, ycreía que sólo podía ser él, el esposo, el compa-

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ñero, el adorado, el ídolo de su alma. Y al noencontrarle, al ver a Luisa, a quien vendaban yhacían beber café puro para reanimarla del des-fallecimiento, la esposa comprendió y volvió acerrar los ojos, como si aspirase al desmayo delcual sólo se despierta en los brazos de la muer-te... Apenas pudo ponerse en camino, María partiósin más compañera que la aldeanita, cuyahumilde sangre llevaba en las venas y a quiendebía el existir. Todas las gestiones del marquésde Alcalá se estrellaron contra la invenciblerepugnancia o más bien el horror de su mujer.Demasiado altiva para buscar consuelo deaquel desengaño, vivió con Luisilla, haciendocaridades y llorando a solas muchas veces, so-bre todo en Pascua de Resurrección, cuando laimplacable naturaleza reflorecía. "El Imparcial", 2 marzo 1896.

Consuelo

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Teodoro iba a casarse perdidamente enamo-rado. Su novia y él aprovechaban hasta los se-gundos para tortolear y apurar esa dulce co-municación que exalta el amor por medio de laesperanza próxima a realizarse. La boda seríaen mayo, si no se atravesaba ningún obstáculoen el camino de la felicidad de los novios. Peroal acercarse la concertada fecha se atravesó unoterrible: Teodoro entró en el sorteo de oficialesy la suerte le fue adversa: le reclamaba la patria. Ya se sabe lo que ocurre en semejantes ocasio-nes. La novia sufrió síncopes y ataques de ner-vios; derramó lágrimas que corrían por susmejillas frescas, pálidas como hojas de magno-lia, o empapaban el pañolito de encaje; y en losúltimos días que Teodoro pudo pasar al lado desu amada, trocáronse juramentos de constanciay se aplazó la dicha para el regreso. Tales fue-ron los extremos de la novia, que Teodoro mar-chó con el alma menos triste, regocijado casi

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por momentos, pues era animoso y no rehuía niaun de pensamiento, la aceptación del deber. Escribió siempre que pudo, y no le faltaroncartas amantes y fervorosas en contestación alas suyas algo lacónicas, redactadas después deuna jornada de horrible fatiga, robando tiempoal descanso y evitando referir las molestias y lasprivaciones de la cruel campana, por no angus-tiar a la niña ausente. Un amigo a prueba, co-misionado para espiar a la novia de Teodoro -no hay hombre que no caiga en estas puerilida-des si está muy lejos y ama de veras-, mandabanoticias de que la muchacha vivía en retrai-miento, como una viuda. Al saberlo, Teodorosentía un gozo que le hacía olvidarse de la ar-diente sed, del sol que abrasa, de la fiebre queflota en el aire y de las espinas que desgarran laepidermis. Cierto día, de espeso matorral salieron algu-nos disparos al paso de la columna que Teodo-ro mandaba. Teodoro cerró los ojos y oscilósobre el caballo; le recogieron y trataron de cu-

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rarle, mientras huía cobardemente el invisibleenemigo. Trasladado el herido al hospital, sevio que tenía destrozado el hueso de la pierna -fractura complicada, gravísima-. El médico diosu fallo: para salvar la vida había que practicarurgentemente la amputación por más arriba dela rótula, advirtiendo que consideraba peligro-so dar cloroformo al paciente. Teodoro resistióla operación con los ojos abiertos, y vio cómo elbisturí incidía su piel y resecaba sus músculos,cómo la sierra mordía en el hueso hasta llegaral tuétano y cómo su pierna derecha, ensan-grentada, muerta ya, era llevada a que la ente-rrasen... Y no exhaló un grito ni un gemido; tansólo, en el paroxismo del dolor, tronzó con losdientes el cigarro que chupaba. Según el cirujano, la operación había salidodivinamente. No hubo supuración ni calentura;cicatrizó el muñón bien y pronto, y Teodoro notardó en ensayar su pierna de palo, una patavulgar, mientras no podía encargar a Alemaniaotra hecha con arreglo a los últimos adelantos...

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Al escribir a su novia desde el hospital, sólohabía hablado de herida, y herida leve. No que-ría afligirla ni espantarla. Así y todo, lo de laherida alarmó a la muchacha tanto, que suscartas eran gritos de terror y efusiones de cari-ño. ¿Por qué no estaba ella allí para asistirle, yacompañarle, y endulzar sus torturas? ¿Cómoiba a resistir hasta la carta siguiente, donde élparticipase su mejoría? Aquellas páginas tiernas y sencillas, que debí-an consolar a Teodoro, le causaron, por el con-trario, una inquietud profunda. Pensaba a cadainstante que iba a regresar, a ver a su adorada,y que ella le vería también..., pero ¡cómo! ¡Quédiferencia! Ya no era el gallardo oficial de esbel-ta figura y andar resuelto y brioso. Era un invá-lido, un pobrecito inválido, un infeliz inútil.Adiós las marchas, adiós los fogosos caballos,adiós el vals que embriaga, adiós la esgrimaque fortalece; tendría que vivir sentado, quepudrirse en la inacción y que recibir una limos-na de amor o de lástima, otorgada por caridad

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a su desventura. Y Teodoro, al dar sus primerospasos apoyado en la muleta, presentía la im-presión de su novia, cuando él llegase así, cojoy mutilado -él, el apuesto novio que antes en-vidiaban las amigas-. Ver la luz de la compa-sión en unos ojos adorados.... ¡qué triste sería,qué triste! Mirose al espejo y comprobó en surostro las huellas del sufrimiento, y pensó en elruido seco de la pata de palo sobre las escalerasde la casa de su futura... Con el revés de la ma-no se arrancó una lágrima de rabia que surgíaal canto del lagrimal; pidió papel y pluma yescribió una breve carta de rompimiento y des-pedida eterna. Dos años pasaron. Teodoro había vuelto a laPenínsula, aunque no a la ciudad donde amó yesperó. Por necesidad tuvo que ir a ella pocosdías, y aunque evitaba salir a la calle, una tardeencontró de improviso a la que fue su novia, y,sofocado, tembloroso, se detuvo y la dejó pasar.Iba ella del brazo de un hombre: su marido. Elamputado, repuesto, firme ya sobre su pata

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hábilmente fabricada en Berlín, maravilla deortopedia, que disimulaba la cojera y terminabaen brillante bota, notó que el esposo de suamada era ridículamente conformado, muypatituerto, de rodillas huesudas e innoble pie...y una sonrisa de melancólica burla jugó en susemblante grave y varonil.

La novela de Raimundo

-¿Suponéis que no hay en mis recuerdos nadadramático, nada que despierte interés, una no-vela tremenda? -nos dijo casi ofendido el apaci-ble Raimundo Ariza, a quien considerábamos elmuchacho más formal de cuantos remojábamosla persona en aquella tranquila playa y nos re-uníamos por las tardes a jugar a tanto módicoen el Casino. No pudimos menos de mirar a Raimundo consorpresa y algo de incredulidad. Sin embargo,Raimundo no era feo, tenía estatura proporcio-

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nada, correctas facciones, ojos garzos y dulces,sonrisa simpática y blanca tez, pero su bonitafigura destilaba sosería; no había nacido fasci-nador; parecía formado por la Naturaleza paraser a los cuarenta buen padre de familia y al-calde de su pueblo. -Dudamos de tu novela romántica- exclamó alcabo uno de nosotros. -Pues es de las de patente... -replicó Raimun-do-. Hay dos clases de novelas, señores escépti-cos: las voluntarias y las involuntarias. Lasprimeras las buscan por la mano sus héroes.Las otras... se vienen a las manos. De éstas fuela mía. A ciertas personas suele decirse que "lessucede todo"; y es porque andan a caza de su-cesos... A fe que si se estuviesen quietecitos, lasmujeres no se precipitarían a echarles memoria-les. En mi pueblo, como sabéis, no suele habergrandes emociones, y cualquier cosa se vuelveacontecimiento. Todo constituye distracción,rompiendo la monotonía de aquel vivir. Hará

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cosa de tres años, en primavera, nos alborotó lallegada de una tribu errante de gitanos o cínga-ros. Plantaron sus negruzcas tiendas y amarra-ron sus trasijadas monturas en cierto campilloárido, cercano a uno de los barrios en construc-ción, y formamos costumbre de ir por las tardesa curiosear las fisonomías y los hábitos de tanextraña gente. Nos gustaba ver cómo remendaban y estaña-ban calderos y componían jáquimas y pretales,todo al sol y con la cabeza descubierta, porquedentro de las tiendas apenas podían revolverse.Comentábase mucho la noticia de que el jefe deuna taifa tan sólida y desharrapada hubiesedepositado en el Banco, el día de su arribo, bas-tantes miles de duros en ricas onzas españolas,de las que ya no se encuentran por ningunaparte. Viajaban con su caudal, y por no ser des-valijados, al sentar sus reales lo aseguraban así.Se decía también que poseían a docenas sober-bias cadenas de oro y joyeles bárbaros de pe-drería; pero es la verdad que, al exterior, sólo

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mostraban miserias, andrajos y densa capa demugre, no teniendo poco de asombroso que tanmala capa no bastase a encubrir ni a degradarla noble hermosura y pintoresca originalidadde los bohemios que admirábamos. Resaltaba esta belleza en todos los individuosjóvenes de la tribu; pero, como es natural, yoprefería observarla en las mujeres y solía acer-carme a la tienda donde habitaba una gitanilladel más puro tipo oriental que pueda soñarse.Esbelta; de tez finísima y aceitunada; de ojos degacela, tristes, almendrados e inmensos; decabellera azulada a fuerza de negror y reparti-da en dos trenzas de esterilla a ambos lados delrostro, la gitana estaba reclamando un pintorque se inspirase en su figura. Aunque era, se-gún supe después, esposa del jefe de la tribu, suvestimenta se componía de una falda muy viejay un casaquín desgarrado, por cuyas roturassalía el seno, y en lugar de los fantásticos joye-les del misterioso tesoro, adornaba su cuellouna sarta de corales falsos. Su tierna juventud y

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su singular beldad resplandeciente, iluminabanlos harapos y el interior de la tienda, por otraparte semejante a un capricho de Goya, dondehumeaba un pote sobre unas trébedes y unfuego debrasa atizado por una gitana vieja, tan caracte-rizada de bruja, que pensé que iba a salir vo-lando a horcajadas sobre una escoba. Así que me vio la gitanilla, con voz muy me-lodiosa y con gutural pronunciación extranjera,me pidió la mano para echarme la buenaventu-ra. Se la tendí, con dos pesetas para señalar; ydespués de oídas las profecías que dicen siem-pre las gitanas, dejé gustoso las dos pesetas ensu poder. La mujer hablaba aprisa, porque unchiquillo desnudo, de cobriza tez, arrastrándo-se por el suelo, lloriqueaba; así que su madre letomó en brazos, calló agarrando el seno. Desúbito la gitana exhaló un chillido de dolor: elcrío acababa de morderla cruelmente, y ella,casi en broma, aplicó dos azotes ligeros a lacriatura. No sé qué fue más pronto, si romper el

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chico en llanto desconsolador o entrar en latienda el jefe de la tribu, un arrogante bohemiode enérgicas facciones y pelo rizado en largosbucles; y sin encomendarse a Dios ni al diablo,profiriendo imprecaciones en su jerigonza, sol-tarle a su mujer un feroz puntapié que la echó atierra. Indignado por tal brutalidad, me precipité alevantarla; se alzó pálida y temblando; sus ojosoblongos, tan dulces poco antes, fulgurabancon un brillo sombrío, que me pareció de odio yfuror; pero al fijarse en mí destellaron agrade-cimiento. No lo pude remediar; aunque porsistema por nadie ni en nada me meto, aquellaescena me había transtornado; apostrofé e in-crepé al gitano, y hasta le amenacé, si maltrata-ba de tal suerte a una criatura indefensa, condenunciarle a la autoridad que le aplicaría con-digno castigo. No sé qué pasaría por dentro delalma del bohemio, sé que me escuchó muy gra-ve, que chapurreó excusas y, al mismo tiempo,a guisa de amo de casa que hace cortesía, me

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acompañó, sacándome fuera de su domicilio, apretexto de enseñarme los caballos y los carri-coches; en términos que, al despedirme deaquel hombre, me creí en el deber de aflojarunas monedas..., que aceptó sin perder digni-dad. Al día siguiente, y los demás, volví al campa-mento y fui derecho a la tienda de la gitana...¡No arméis alboroto ni me deis broma! Yo nosentía nada parecido a lo que suele llamarse noya amor, sino solo interés o capricho por unamujer. Quizá por obra de la suciedad salvaje enque la gitana vivía envuelta, o por el carácterexótico de su hermosura de dieciséis abriles, loque me inspiraba era una especie de lástimacariñosa unida a un desvío raro; yo no conce-bía, con tal mujer, sino la contemplación desin-teresada y remota que despierta un cuadro o uncachivache de museo. A veces me creía inferiora ella, que procedía de raza más pura y noble,de aquel Oriente en el que la Humanidad tuvosu cuna; otras, por el contrario, se me figuraba

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un animal bravío, un ser de instinto y de pa-sión, a quien yo dominaba por la inteligencia. Yencontraba gusto de ir a verla únicamente por-que ella, al aparecer yo, mostraba una alegríapueril, una exaltación inexplicable, sonriendocon labiosmuy rojos y dientes muy blancos, diciéndomepalabras zalameras, contándome sus correrías,sus fatigas y sus deseos de regresar a una patriadonde el firmamento no tuviese nubes ni llora-se agua jamás. "Feo cuando llueve", repetía. Aesto se redujo nuestro idilio... No tengo nada dehéroe, y así que noté que el arrogante gitanofruncía las negrísimas y correctas cejas al en-contrarme en sus dominios, espacié mis visitasy ni siquiera me despedí de mi amiga, pues losbohemios levantaron el campo de improvisouna mañana y desaparecieron, sin dejar máshuellas de su paso que varios montones de car-bón y ceniza en el real, y dos o tres hurtos depoca monta que se les atribuyeron, quizá fal-samente.

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Hasta aquí la historia es bien sencilla... Lo no-velesco empieza ahora.... y consiste en un solohecho, que ustedes explicarán como gusten....pues yo me lo explico a mi modo, y acaso estéen un error. Al mes de alejarse de mi ciudad latribu cíngara, se supo por la prensa que en lasasperezas de la sierra de los Castros habíandescubierto unos pastores el cuerpo de unamujer muy joven, cuyas señas inequívocas co-incidían con las de mi gitanilla. El cuerpo habíasido enterrado a bastante profundidad, peroventeado por los perros y desenterrado pron-tamente, dio a la Justicia indicios de que sehallaba sobre la pista de un horrendo crimen.Se inició el procedimiento sin resultado alguno,porque los de la errante tribu estuvieron con-formes en declarar que la gitanilla había huido,separándose de ellos, y que ellos no se habíanacercado ni a veinte leguas de distancia de lasierra de los Castros. La muerte de la gitanillafue un negro misterio más de tantos como nodesentraña la

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justicia nunca. Sólo yo creí ver claro en el lan-ce... Acordeme de las palabras que Cervantespone en boca del gitano viejo: "Libres y exentosvivimos de la amarga pestilencia de los celos;nosotros somos los jueces y verdugos de nues-tras esposas y amigas; con la misma facilidadlas matamos y las enterramos por las montañasy desiertos como si fuesen animales nocivos; nohay pariente que las vengue ni padres que nospidan su muerte..." "El Imparcial", 14 febrero 1898.

El encaje roto

Convidada a la boda de Micaelita Aránguizcon Bernardo de Meneses, y no habiendo podi-do asistir, grande fue mi sorpresa cuando supeal día siguiente -la ceremonia debía verificarsea las diez de la noche en casa de la novia- queésta, al pie mismo del altar, al preguntarle elobispo de San Juan de Acre si recibía a Bernar-

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do por esposo, soltó un "no" claro y enérgico; ycomo reiterada con extrañeza la pregunta, serepitiese la negativa, el novio, después dearrostrar un cuarto de hora la situación másridícula del mundo, tuvo que retirarse, des-haciéndose la reunión y el enlace a la vez. No son inauditos casos tales, y solemos leerlosen los periódicos; pero ocurren entre gente declase humilde, de muy modesto estado, en esfe-ras donde las conveniencias sociales no emba-razan la manifestación franca y espontánea delsentimiento y de la voluntad. Lo peculiar de la escena provocada por Micae-lita era el medio ambiente en que se desarrolló.Parecíame ver el cuadro, y no podía consolar-me de no haberlo contemplado por mis propiosojos. Figurábame el salón atestado, la escogidaconcurrencia, las señoras vestidas de seda yterciopelo, con collares de pedrería; al brazo lamantilla blanca para tocársela en el momentode la ceremonia; los hombres, con resplande-cientes placas o luciendo veneras de órdenes

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militares en el delantero del frac; la madre de lanovia, ricamente prendida, atareada, solícita,de grupo en grupo, recibiendo felicitaciones; lashermanitas, conmovidas, muy monas, de rosala mayor, de azul la menor, ostentando los bra-zaletes de turquesas, regalo del cuñado futuro;el obispo que ha de bendecir la boda, alternan-do grave y afablemente, sonriendo, dignándosesoltar chanzas urbanas o discretos elogios,mientras allá, en el fondo, se adivina el misteriodel oratorio revestido de flores, una inundaciónde rosasblancas, desde el suelo hasta la cupulilla, dondeconvergen radios de rosas y de lilas como lanieve, sobre rama verde, artísticamente dis-puesta, y en el altar, la efigie de la Virgen pro-tectora de la aristocrática mansión, semiocultapor una cortina de azahar, el contenido de undepartamento lleno de azahar que envió deValencia el riquísimo propietario Aránguiz, tíoy padrino de la novia, que no vino en personapor viejo y achacoso -detalles que corren de

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boca en boca, calculándose la magnífica heren-cia que corresponderá a Micaelita, una espe-ranza más de ventura para el matrimonio, elcual irá a Valencia a pasar su luna de miel-. Enun grupo de hombres me representaba al novioalgo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndoseel bigote sin querer, inclinando la cabeza paracontestar a las delicadas bromas y a las fraseshalagüeñas que le dirigen... Y, por último, veía aparecer en el marco de lapuerta que da a las habitaciones interiores unaespecie de aparición, la novia, cuyas faccionesapenas se divisan bajo la nubecilla del tul, yque pasa haciendo crujir la seda de su traje,mientras en su pelo brilla, como sembrado derocío, la roca antigua del aderezo nupcial... Y yala ceremonia se organiza, la pareja avanza con-ducida con los padrinos, la cándida figura searrodilla al lado de la esbelta y airosa del no-vio... Apíñase en primer término la familia,buscando buen sitio para ver amigos y curio-sos, y entre el silencio y la respetuosa atención

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de los circunstantes.... el obispo formula unainterrogación, a la cual responde un "no" secocomo un disparo, rotundo como una bala. Y -siempre con la imaginación- notaba el movi-miento del novio, que se revuelve herido; elímpetu de la madre, que se lanza para protegery amparar a su hija; la insistencia del obispo,forma de su asombro; el estremecimiento delconcurso; elansia de la pregunta transmitida en un segun-do: "¿Qué pasa? ¿Qué hay? ¿La novia se hapuesto mala? ¿Que dice "no"? Imposible... Pero¿es seguro? ¡Qué episodio!... " Todo esto, dentro de la vida social, constituyeun terrible drama. Y en el caso de Micaelita, alpar que drama, fue logogrifo. Nunca llegó asaberse de cierto la causa de la súbita negativa. Micaelita se limitaba a decir que había cam-biado de opinión y que era bien libre y dueñade volverse atrás, aunque fuese al pie del ara,mientras el "sí" no hubiese partido de sus la-bios. Los íntimos de la casa se devanaban los

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sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Loindudable era que todos vieron, hasta el mo-mento fatal, a los novios satisfechos y amarte-ladísimos; y las amiguitas que entraron a admi-rar a la novia engalanada, minutos antes delescándalo, referían que estaba loca de contentoy tan ilusionada y satisfecha, que no se cambia-ría por nadie. Datos eran éstos para oscurecermás el extraño enigma que por largo tiempodio pábulo a la murmuración, irritada con elmisterio y dispuesta a explicarlo desfavorable-mente. A los tres años -cuando ya casi nadie iba acor-dándose del sucedido de las bodas de Micaeli-ta-, me la encontré en un balneario de modadonde su madre tomaba las aguas. No hay cosaque facilite las relaciones como la vida de bal-neario, y la señorita de Aránguiz se hizo taníntima mía, que una tarde paseando hacia laiglesia, me reveló su secreto, afirmando que mepermite divulgarlo, en la seguridad de que ex-plicación tan sencilla no será creída por nadie.

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-Fue la cosa más tonta... De puro tonta no qui-se decirla; la gente siempre atribuye los sucesosa causas profundas y trascendentales, sin repa-rar en que a veces nuestro destino lo fijan lasniñerías, las "pequeñeces" más pequeñas... Peroson pequeñeces que significan algo, y para cier-tas personas significan demasiado. Verá ustedlo que pasó: y no concibo que no se enterasenadie, porque el caso ocurrió allí mismo, delan-te de todos; solo que no se fijaron porque fue,realmente, un decir Jesús. Ya sabe usted que mi boda con Bernardo deMeneses parecía reunir todas las condiciones ygarantías de felicidad. Además, confieso que minovio me gustaba mucho, más que ningúnhombre de los que conocía y conozco; creo queestaba enamorada de él. Lo único que sentía erano poder estudiar su carácter; algunas personasle juzgaban violento; pero yo le veía siemprecortés, deferente, blando como un guante. Yrecelaba que adoptase apariencias destinadas aengañarme y a encubrir una fiera y avinagrada

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condición. Maldecía yo mil veces la sujeción dela mujer soltera, para la cual es imposible se-guir los pasos a su novio, ahondar en la reali-dad y obtener informes leales, sinceros hasta lacrudeza -los únicos que me tranquilizarían-.Intenté someter a varias pruebas a Bernardo, ysalió bien de ellas; su conducta fue tan correcta,que llegué a creer que podía fiarle sin temoralguno mi porvenir y mi dicha. Llegó el día de la boda. A pesar de la naturalemoción, al vestirme el traje blanco reparé unavez más en el soberbio volante de encaje que loadornaba, y era el regalo de mi novio. Habíapertenecido a su familia aquel viejo Alençónauténtico, de una tercia de ancho -una maravi-lla-, de un dibujo exquisito, perfectamente con-servado, digno del escaparate de un museo.Bernardo me lo había regalado encareciendo suvalor, lo cual llegó a impacientarme, pues pormucho que el encaje valiese, mi futuro debíasuponer que era poco para mí.

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En aquel momento solemne, al verlo realzadopor el denso raso del vestido, me pareció que ladelicadísima labor significaba una promesa deventura y que su tejido, tan frágil y a la vez tanresistente, prendía en sutiles mallas dos cora-zones. Este sueño me fascinaba cuando eché aandar hacia el salón, en cuya puerta me espera-ba mi novio. Al precipitarme para saludarlellena de alegría por última vez, antes de perte-necerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchóen un hierro de la puerta, con tan mala suerte,que al quererme soltar oí el ruido peculiar deldesgarrón y pude ver que un jirón del magnífi-co adorno colgaba sobre la falda. Solo que tam-bién vi otra cosa: la cara de Bernardo, contraíday desfigurada por el enojo más vivo; sus pupi-las chispeantes, su boca entreabierta ya paraproferir la reconvención y la injuria... No llegóa tanto porque se encontró rodeado de gente;pero en aquel instante fugaz se alzó un telón ydetrás apareció desnuda un alma.

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Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mivelo me cubría el rostro. En mi interior algocrujía y se despedazaba, y el júbilo con queatravesé el umbral del salón se cambió enhorror profundo. Bernardo se me aparecíasiempre con aquella expresión de ira, dureza ymenosprecio que acababa de sorprender en surostro; esta convicción se apoderó de mí, y conella vino otra: la de que no podía, la de que noquería entregarme a tal hombre, ni entonces, nijamás... Y, sin embargo, fui acercándome alaltar, me arrodillé, escuché las exhortacionesdel obispo... Pero cuando me preguntaron, laverdad me saltó a los labios, impetuosa, terri-ble... Aquel "no" brotaba sin proponérmelo; melo decía a mí propia.... ¡para que lo oyesen to-dos! -¿Y por qué no declaró usted el verdaderomotivo, cuando tantos comentarios se hicieron? -Lo repito: por su misma sencillez... No sehubiesen convencido jamás. Lo natural y vul-

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gar es lo que no se admite. Preferí dejar creerque había razones de esas que llaman serias... "El Liberal", 19 septiembre 1897.

Martina

Hija única de cariñosos padres, que la habíancriado con blandura, sin un regaño ni un casti-go, Martina fue la alegría del honrado hogardonde nació y creció. Cuando se puso de largo,la gente empezó a decir que era bonita, y lamadre, llena de inocente vanidad, se esmeró encomponerla y adornarla para que resaltase suhermosura virginal y fresca. En el teatro, en losbailes, en el paseo de las tardes de invierno y delas veraniegas noches, Martina, vestida al picode la moda y con atavíos siempre finos y gra-ciosos, gustaba y rayaba en primera línea entrelas señoritas de Marineda. Se alababa tambiénsu juicio, su viveza, su agrado, que no era co-quetismo, y su alegría, tan natural como el can-

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to en las aves. Una atmósfera de simpatía dulci-ficaba su vivir. Creía que todos eran buenos,porque todos le hablaban con benevolencia enlos ojos y mieles en la boca. Se sentía feliz, perose prometía para lo futuro dichas mayores, másricas y profundas, que debían empezar el día enquese enamorase. Ninguno de los caballeretes querevoloteaban en torno de Martina, atraídos porla juventud y la buena cara, unidas a no des-preciable hacienda, mereció que la muchachafijase en él las grandes y rientes pupilas arribade un minuto. Y en ese minuto, más que lasprendas y seducciones del caballerete, solía verMartina sus defectillos, chanceándose luegoacerca de ellos con las amigas. Chanzas inofen-sivas, en que las vírgenes, con malicioso can-dor, hacen la anatomía de sus pretendientes,obedeciendo a ese instinto de hostilidad burlo-na que caracteriza el primer período de la ju-ventud.

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Así pasaron tres o cuatro inviernos; en Mari-neda empezó a susurrarse que Martina era de-licada de gusto, que picaba alto y que encontrarsu media naranja le sería difícil. Sin embargo, al aparecer en la ciudad el capi-tán de Artillería Lorenzo Mendoza, conocióseque Martina había recibido plomo en el ala.Lorenzo Mendoza venía de Madrid: era apues-to, cortés, reservado, serio, más bien un pocotriste, aunque en sociedad se esforzaba por pa-recer ameno y expansivo; su vestir y modalesrevelaban el hábito de un trato escogido y deun respeto a sí mismo que no degeneraba enfatuidad ni en afectación; sin que presumiesede buen mozo, era en extremo simpática sucara morena, de oscura barba y facciones ex-presivas. Con todo esto, hay más de lo necesa-rio para sorber el seso a una niña provinciana,hasta sin pretenderlo, como,-en efecto, no lopretendía Mendoza al principio. Las bromas delos compañeros, la fama de "picar alto" de Mar-tina y también sus atractivos y gracias, su belle-

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za en plena florescencia entonces impulsaron aMendoza a acercársele, a preferir su conversa-ción y, poco a poco, a cortejarla. El pintor que quisiese trazar una personifica-ción de la dicha, pudo tomar a Martina pormodelo en aquella época deliciosa en que creíasentir que su sangre circulaba como río de néc-tar y su corazón se iluminaba como ardienterubí en la perpetua fiesta de sus esperanzasdivinas. Al ocupar Lorenzo la silla libre al lado de lamuchacha, ésta se ponía alternativamente roja ypálida; sus oídos zumbaban, brillaban sus ojos,enfriábanse sus manos de emoción; y a las pri-meras palabras del capitán, un gozo embriaga-dor fijaba en la boca de Martina una sonrisacomo de éxtasis. Rara vez dejan de provocar envidia estas feli-cidades, y más cuando no se ocultan, como noocultaba la suya Martina, que no veía razónpara esconder un sentimiento puro y legítimo.Si no fue la envidia, fue la curiosidad la que

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escudriñó el pasado de Mendoza, como se re-gistra una casa para encontrar un arma oculta yherir con ella. Y averiguose sin gran esfuerzo -porque casi todo se sabe, aunque se sepa trun-cado y sin ilación lógica que Mendoza, al venir-se, había cortado una de esas historias pasiona-les, borrascosas, largas, complicadas; un impo-sible adorado y funesto, de esos lazos que obli-gan a huir a los confines del mundo y que, elás-ticos a medida de la ausencia, no siempre serompen por mucho que se estiren. Con la faltade penetración que caracteriza al vulgo, opina-ban los curiosos de Marineda que Mendozahabría olvidado inmediatamente a su tirana, lacual, sobre costarle desazones y amarguras sincuento, ni era niña ni hermosa. Al lado de aquelcapullo, de aquellaMartina cándida y radiante como un amanecery que llevaba en sus lindas manos un caudal,¿qué podía echar de menos el bizarro capitánde Artillería?

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Así y todo, almas caritativas se deleitaron enenterar de la historia vieja al padre de Martina,seguros de que él, solícito e inquieto, a su hijase lo había de contar. No se equivocaban; unanoche, en el paseo del terraplén, a la hora enque la salitrosa brisa del mar refresca el rostro yvigoriza el ánimo, y en que la música militar,sonora y vibrante, cubre la voz y sólo permiteel cuchicheo íntimo y dulce de los enamorados,Martina preguntó lealmente y Lorenzo contestóturbado y sombrío... ¿Quién se lo había di-cho?... Tonterías. Eran cosas pasadas, bien pa-sadas; muertas y bien muertas. Mendoza nocomprendía ni por qué las recordaba nadie, ni asanto de qué las sacaba a relucir Martina... Yella, alzando los ojos llenos de lágrimas y relu-cientes de pasión, sonriendo de aquel modoextático suyo, olvidando el lugar donde se en-contraban, murmuró hondamente: -No me he de casar con otro sino contigo, y meparece justo saber si hay algo que lo estorbe.

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Conmovido, sin darse cuenta de lo que hacía,Mendoza se inclinó y buscando disimulada-mente la mano de la muchacha y estrechándolacon apretón furtivo entre el remolino de lospaseantes, que encubre tales expansiones, lemurmuró al oído: -Pues no hay nada.... y por mí que sea pronti-to... ¡Te quiero! Al acabar la frase Mendoza, Martina se volvióhacia su padre, que venía detrás, exclamando: -No estoy bien... Llévame a sentarme... ¡Elbrazo! Pronto se repuso, porque la alegría puede tras-tornar, pero hace daño rara vez; y de allí a dossemanas, la boda de Martina y de Mendoza eranoticia oficial, y se sabía el encargo del equipoy galas, y se discutía el mobiliario y alojamientode los novios. Se fijó la ceremonia para fines de septiembre.¿Qué falta hacía esperar? El amor que está ensazón debe cogerse como la fruta madura. Ibanllegando cajones con ropa blanca, trajes de se-

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da, capotitas, estuches de joyas. En la sala delos padres de Martina servía de escaparate an-cha mesa; amigas y amigos venían, contempla-ban, aprobaban censuraban y salían contentos,displicentes o taciturnos, según su carácter máso menos generoso. Martina, todas las mañanasarrancaba triunfalmente una hoja del calenda-rio, cortado ya por la fecha de la boda. ¡Quépocas hojas faltan! ¡Diez.... ocho.... una semani-ta no más! Este domingo es el último de solte-ra.... cuatro días... Mañana... Sí, mañana; a lasocho; ahí están el vestido blanco, los guantesblancos, el abanico, el azahar que llegó de Va-lencia y que embalsama el ambiente. Lorenzovenía por las noches a hacer tertulia a su noviay se mostraba galán, aunque siempre grave. La víspera de la boda, Martina le esperaba,como de costumbre, en el gabinetillo. La madre,que vigilaba sus coloquios, no creyó que aque-lla noche fuese preciso hacer centinela: ocupadaen quehaceres múltiples, dejó sola a su hija. YMartina, en vez de alegrarse, sintió de pronto

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una pena agobiadora, inmensa, una desolaciónsin límites, un miedo horrible a algo que no seexplicaba ni se fundaba en nada racional. Tar-daba ya Mendoza. Sonó la campanilla y, porinstinto, Martina se lanzó a la escalera. El cria-do le presentó una carta que acababa de traer"el asistente del señorito". ¡Una carta! Las pier-nas de Martina parecían de algodón; creyó quenunca podría andar el trecho que separaba laantesala del gabinete. Se acercó a la lámpara,rompió el sobre, leyó... Antes que sus ojos lahabía leído su corazón, fiel zahorí. Aquellas excusas, aquellas forzadas frases decariño, aquellas mentiras con que se pretendíapaliar la infame deserción, las presentía Marti-na desde una hora antes. Y los motivos de larepentina marcha bien sabía Martina que noeran los que fingía la carta, sino otros, que nopodían decirse; pero que explicaban a la vez elviaje y la continua tristeza, invencible, misterio-sa, de su futuro... Llamábale otra vez el abismo;resucitaba lo que sin duda no había muerto.

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Martina cayó desplomada en el sofá; no lloraba,gemía bajito, como quien reprime la queja demortal dolor. Sin embargo, la misma violenciadel golpe, la indignación -mil sentimientos con-fusos- la impulsaron a levantarse, tomar unfósforo, pegar fuego a la carta, abrir la ventanay echar a volar las cenizas, cual si temiera quela delatasen. Buscando luego a sus padres, lesdeclaró con voz firme y serena que había re-nunciado por su gusto y deliberadamente, acasarse con Lorenzo Mendoza, al cual no volve-rían a vermás, porque salía aquella noche en el tren co-rreo hacia Madrid. Poseían los padres de Martina una casa decampo no muy distante de la ciudad, y en ellase ocultaron con su hija para dejar disiparse laprimera polvareda de la deshecha boda. Allípasaron el invierno; Martina parecía contenta.Le hablaron de viajes a la corte, al extranjero;rechazó la idea con disgusto. Vino la primave-ra, y ya no pensaron en dejar la residencia

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campestre. Al acercarse el otro invierno pre-guntaron a Martina, y pidió, por favor, encare-cidamente, un año más de soledad. La misma escena se repitió al siguiente; lospadres empezaron a impacientarse; les parecíaque ya era hora de que su hija volviese al mun-do y se le buscase otro novio formal y auténti-co, que borrase de su memoria lo pasado. Masen esto aconteció que enfermaron los viejos, ycon distancia de pocos días se los llevó el se-pulcro: al padre, una fiebre reumática, y a lamadre, un inveterado padecimiento del cora-zón. Martina, sola ya, de luto riguroso, negose arecibir pésames, a admitir consuelos de amigas,y se encerró más que nunca entre las paredesde su tapia y entre los árboles de su solitariafinca. Corrió algún tiempo. En Marineda yaapenas se hablaba de Martina. Los más la creí-an maniática. No la trataba nadie.

Una tarde resonó el aldabón de la portaladacon los golpes que daba un jinete, que regía un

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caballejo castaño. El hortelano salió a abrir, ycontestó la frase sacramental: la señora no esta-ba, y, además, no acostumbraba recibir visitas. -Dígale usted -objetó el jinete apeándose- ¡quees don Lorenzo Mendoza!... Puede ser que en-tonces... A los diez minutos volvía el hortelano conrespuesta negativa, terminante. Mendoza bajóla cabeza e hizo ademán de volver a montar. Depronto, como si variase de parecer y obedeciesea una inspiración súbita, arrollando al hortela-no, cruzó la puerta, se metió patio adentro, su-bió una escalera exterior tapizada de madresel-vas, que daba acceso a la casa, y entró en unasala oscura, de vidriera entornada, silenciosa.Oyó un grito de mujer; fue derecho a dondesonaba y estrechó a Martina en los brazos. Nohubo palabras; todo se expresó con halagos,inarticulados sones, caricias insensatas por par-te de él; primero, rechazadas, débilmente, ypagadas, luego. Después vinieron las excusas,los ruegos, las explicaciones que Mendoza dio

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casi de rodillas y ella oyó trémula, desfallecida,reclinada la cabeza en el hombro del suplicante.Y siguieron las promesas, los juramentos, lasprotestas de enmienda y lealtad, los plazos deventura que Mendoza desarrollaba risueño,enclavijando susdedos en los de Martina, que no oponían resis-tencia. La noche caía; la luna llena se alzabablanca y apacible; las madreselvas exhalaban subalsámico aroma. Los antiguos novios eran yaamantes; la primavera se trocaba en estío, y elenajenado Mendoza no echó de ver que Marti-na, en medio de su delirio, a veces gemía muybajo, como quien reprime la queja de mortaldolor, como había gemido años antes al recibirla carta de despedida. A la mañana siguiente, cuando despertó Men-doza, no vio a Martina..., la llamó a voces y nocontestó nadie. Por fin acudieron los criados;sabían que su ama se había marchado tempra-nito, pero ignoraban adónde.

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En Marineda se supo sin asombro, a la semanasiguiente, que Martina vivía reclusa, como "se-ñora de piso", en un convento de Compostela.Lo que nunca se divulgó fue que hubiera adop-tado tal resolución para evitar el sonrojo desentirse morir de felicidad cerca de "aquel" queun día la engañó y vendió.

Apólogo

Habíase enamorado Vicente de Laura oyéndo-la cantar una opereta en que desempeñaba, condonaire delicioso, un papel entre cómico y pa-tético. La natural hermosura de la cantante pa-recía mayor realzada por atavío caprichoso yoriginal, al reflejo de las candilejas, que jugue-teaban en la tostada venturina de sus ondeantesy sueltos cabellos, flotantes hasta más abajo dela rodilla. Hallábase Laura en estos primerosaños felices de la profesión en que un nombre,después de hacerse conocido, llega a ser céle-

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bre; esos años en que la chispita de luz se con-vierte en astro, y los homenajes, las contratas,los ramilletes, las joyas, los retratos en publica-ciones ilustradas, los artículos elogiosos cal-deados por el entusiasmo, llueven sobre la ar-tista lírica, halagando su vanidad, exaltando suamor propio y haciéndola soñar con la gloria.¿Por qué entre el enjambre de adoradores quezumbaban a su alrededor Laura distinguió aVicente, escogió a Vicente, oficial que no poseíamás que suespada y un apellido, eso sí, muy ilustre: el so-noro apellido hispanoárabe de Alcántara Zegrí? Lo cierto es que la elección de Laura fue muyperjudicial a su tranquilidad y dicha. VicenteZegrí, como le llamaban sus amigos, por ata-vismo y tradiciones de raza, llevaba en la san-gre el virus corrosivo de los celos; y si esta en-fermedad moral hace estragos dondequiera queaparece, no pueden calcularse sus consecuen-cias en hombre que ama a mujer de profesiónartística, cuyas gracias, en cierto modo, tiene

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derecho el público a usufructuar. Antes anduvoVicente rabioso que gozoso; tragó la hiel cuan-do aún no gustara la miel, y nunca recibió eldivino premio de los halagos de la amada sinque se lo amargasen con amargor de muertenegras sospechas, infames imaginaciones ydesesperados recelos. Tanto pudo con él estafatiga y desazón celosa, que un día o, para nofaltar a la verdad, una noche en que a la salidadel teatro había acompañado a Laura -ya noacertó a reprimirse, y abrió su corazón, mos-trando lo profundo de la llaga. -Mi sufrimiento es tal -declaró, estrujando lasmanos de su amiga, en aquel momento heladasde terror-, que necesito echar por la calle de enmedio, realizar una acción decisiva; a seguir asíme volvería loco, haga lo que haga, quierohacerlo estando cuerdo, poseyendo la concien-cia de mis actos. Cuando te aplauden, sientoimpulsos de prender fuego al teatro- cuando sete llena de necios y de osados el camerino, seme ocurre sacar la espada y entrar pegando

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tajos a diestro y siniestro. La tentación es tanfuerte, que por no ceder a ella, suelo marchar-me a mi casa; pero como me conozco y sé quetarde o temprano cedería, prefiero consultarte,confesarme contigo, a ver si entre los dos discu-rrimos modo de salvarnos. Laura miraba fijamente al oficial, notando conprofundo estremecimiento el brillo siniestro desus pupilas, el temblor involuntario de sus la-bios, cárdenos, lo fruncido de sus cejas, la cris-pación de sus dedos, la alteración de su voz ycon dulce sonrisa y acento que chorreaba ternu-ra, le preguntó, entre un intento de caricia querehuyó el celoso: -¿Y qué has pensado hacer, Vicente mío? Yaque discutimos amigablemente, dímelo sin re-paro y te contestaré con franqueza. -¡He pensado que nos casemos, que seas miesposa! -declaró Zegrí. -¿Y que yo... renuncie al arte? -¡Pues si no renunciases, bonito negocio! -exclamó el enamorado con exaltada vehemen-

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cia-. Te habrás figurado otra cosa, ¿eh? Desde elmomento en que Vicente Zegrí se llame tu ma-rido, a tu marido pertenecerás, y él solo él po-drá contemplar tus hechizos, oír tu canto y verdesatada esta cabellera -al hablar así agarró laprofusa mata de pelo, sacudiéndola con furorapasionado. Púsose Laura más blanca que los encajes de subata de seda; el tirón había dolido; pero ni lasonrisa se apartó de sus labios ni un puntocambió la lánguida y acariciadora expresión desus ojos. Dirigiéndose a Vicente con reposo ydulzura, le interrogó: -¿Me permites que te cuente un cuento orien-tal? Me lo refirieron allá en Rusia, donde hecantado hace dos inviernos, donde tienen mu-chas ganas de que vuelva una temporadita. Pasándose la mano por la frente, como paraespantar una pesadilla, Vicente hizo con la ca-beza señal de que estaba dispuesto a oír. -Parece -empezó Laura- que hubo en Rusia, nosé en qué siglo, un rey muy malo y feroz, a

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quien le pusieron por sus desafueros y tiraníasel sobrenombre de Iván el Terrible. Aunque conDios no debía de estar muy a bien, el caso esque se le ocurrió construir una catedral magní-fica, dedicada a un santo, que allí la llamanVassili Blagennoi, lo cual significa el Bienaven-turado Basilio. -¿Y qué tiene que ver...? -murmuró Vicente, nosin impaciencia. -¡Aguarda, aguarda! El rey buscó muchotiempo arquitecto capaz de comprender toda lasuntuosidad y grandeza que él deseaba para lacatedral, hasta que por fin se presentó uno conun plano asombroso, que dejó al rey encantado.Elevóse el templo, y fue pasmo y admiración detodos; y el rey, contentísimo, colmó de regalosy de honores y distinciones al arquitecto. Undía, terminadas las obras, le llamó a palacio y lepreguntó si se creía capaz de erigir otro templotan magnífico y sorprendente como aquel. Elarquitecto, lisonjeado, respondió que sí, y quehasta esperaba idear nuevo edificio que super-

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ase al primero en belleza y esplendor. Entonces,el bárbaro rey, sirviéndose del agudo chuzo dehierro que llevaba siempre a la cintura, le vacióal pobre arquitecto los dos ojos, uno tras otro, afin de que jamás pudiese construir para nadieun templo. Laura calló, y Vicente Zegrí, que acababa decomprender la moraleja del apólogo, la mirócon una especie de extravío. Ligera espumaasomó al canto de su boca y por su venas ser-peó el frío sutil del aura epiléptica, que incita alcrimen, dominándose con esfuerzo supremo, seincorporó, dispuesto a marcharse y articulópausadamente mientras recogía su airosa capaespañola: -Ese rey hizo mal. Sacar los ojos es acción pro-pia de un verdugo. Si quería inutilizar al arqui-tecto, debió matarle. Diciendo así, con súbito impulso, se acercóVicente a Laura, la rodeó con los brazos, y tanviolentamente la apretó, de tan insensato mo-do, incrustándole tan reciamente los dedos en

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las costillas, que la artista exhaló un grito demiedo, un chillido que salía del fondo de su ser,de esos que solo dicta el instinto de conserva-ción, el horror a la nada y al sepulcro. Al oír elgrito, Vicente la soltó, embozóse en su capa ysalió tropezando con las paredes. Pasose lo que faltaba hasta el amanecer va-gando por las calles, en un estado tan horrible,que dos o tres veces se recostó en una puertapara llorar. El día que siguió a aquella noche nofue menos cruel. Escribió a Laura cien cartasque desgarraba después con furia; adoptó ydesechó mil planes contradictorios; pensó enecharse de rodillas, en suicidarse, en abrasar elbarrio, en secuestrar a su amada a viva fuerzay, por último, la idea de la muerte fue la que seesculpió en su espíritu con relieve poderoso. Sualma pedía sangre, hierro y fuego, violencia,destrozo y aniquilamiento; el instinto anárqui-co, que tantas veces acompaña al amor, se alza-ba, rugiente y desatado, como racha de hura-cán. Ya ni siquiera intentaba Vicente recobrar la

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razón, la cordura y el aplomo; las imágenessuscitadas por los celos, Laura atrayendo a sílos ojos de tantos hombres, que se recreaban ensus gracias y picardías, que bebían su voz, quela admiraban con el cabello suelto, eran flechasdellama que le desatinaban, como al toro la ar-diente banderilla. Ni aun creía amar a Laura; laconsideraba una enemiga mortal. Figurábasepor momentos que la odiaba con toda la volun-tad iracunda, y este odio clamaba por saciarse ygozarse en la destrucción. Llegada la hora de ir al teatro, donde cantabaLaura una de las operetas en que estaba máslinda y recogía más aplausos, Vicente, resuelto,algo aliviado por la decisión fiera, concreta,irrevocable, se echó al bolsillo el revólver. Si sufría demasiado..., allí tenía el remedio. Yahabían alzado el telón, pero no aparecía Laura,y Vicente, abstraído en su frenesí, hubo de no-tar, por fin, que la gente profería exclamacionesde descontento y que la función no era la anun-

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ciada, la que Laura debía representar. Alarma-do, antes de terminarse el acto dejó su asiento,corrió a informarse entre bastidores... Aquellamañana misma, la cantante había rescindido sucontrato, perdiendo lo que quiso el empresario,y partido en dirección a San Petersburgo. "Blanco y Negro", núm. 358, 1898.

A secreto agravio...

Aquella tienda de ultramarinos de la calleMayor regocijaba los ojos y era orgullo de losmoradores de la ciudad, quienes, después demostrar a los forasteros sus dos o tres monu-mentos románicos y sus docks, no dejaban deañadir: "Fíjese usted en el establecimiento deRíopardo, que compite con los mejores del ex-tranjero." Y competía. Los amplios vidrios, los escapara-tes de blanco mármol, las relucientes balanzas,los grifos de dorado latón, el artesonado techo,

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las banquetas forradas de rico terciopelo verdede Utrecht, las brillantes latas de conservasformando pirámides, las piñas y plátanos ma-duros en trofeo; las baterías de botellas de licor,de formas raras y charoladas etiquetas, todoalumbrado por racimos de bombillas eléctricas,hacían del establecimiento un suntuoso palaciode la golosina. Así como en Madrid salen lasseñoras a revolver trapos, en la apacible capitalde provincia salían a "ver qué tiene Ríopardode nuevo". Ríopardo sustituía al teatro y a otrosgoces de la civilización; y los turrones y losquesos, y los higos de Esmirna eran el pecadillodulce de las pacíficas amas de casa y sus seden-tarios maridos, por lo cual no faltaban censoresmalhumorados y flatulentos que acusasen aRíopardo de haber corrompido las costumbresy trocado la patriarcal sencillez de las comidasen fausto babilónico... Entre tanto, el establecimiento medraba, yRíopardo, moreno, afeitado, lucio, adquiría eseaplomo que acompaña a la prosperidad. Los

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negocios iban como una seda, y esperaba morircapitalista, a semejanza de otros negociantes dela misma plaza que habían tenido comienzosmás humildes aún... Hoy convenía trabajar,aprovechando el vigor de los treinta años y lasalud férrea. De día, desde las seis de la maña-na, al pie del cañón, haciendo limpiar y asear,pesando, despachando, cobrando; de noche,compulsando registros, copiando facturas, con-testando cartas..., y así, sin descanso ni másintervalo que el de algún corto viaje a Barcelonay Madrid. De uno de estos volvió casado Ríopardo; sumujer, linda muchacha, hija de un perfumista,apareció en la tienda desde el primer día, ayu-dando en el despacho a su marido y al depen-diente. La cara juvenil y la fina habla castellanade María fueron otro aliciente más para la clien-tela. Sin ser activa ni laboriosa como su esposo,María era zalamera y solícita, y daba gozo ver-la, bien ceñida de corsé, muy fosca de peinado,cortar con su blanca manecita de afinados de-

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dos una rebanada de Gruyère o una serie derajas de salchichón, sutiles como hostias, pesar-las pulcramente y envolverlas en papeles deseda, atados con cinta azul. La tienda sonreía,animada por el revuelo de unas faldas ligeras, ynadie como María para aplacar a una parro-quiana descontenta, para halagar a un parro-quiano exigente, para regalar un cromo a unniño o deslizar un puñado de dátiles en el de-lantal de una cocinera gruñona. El ejemplo de María, su atractivo, su compla-cencia habían influido en el dependiente Ger-mán. Mientras estuvo solo con Ríopardo, Ger-mán era hosco, indiferente y torpe; no se mu-daba, no se rasuraba. María le arregló el cuarto-porque Germán vivía con sus patronos en elpiso principal-, le surtió de un buen lavabo, detoallas; le repasó la ropa blanca y le comprócuellos y puños, con lo cual el dependiente sacóa luz su figura adamada, su rubio pelo rizadocon gracia sobre la sien, y las criadas y las mis-mas señoras compraron de mejor gana en el

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establecimiento, que al fin las cosas de bucólicagusta recibirlas de gente aseada, moza y nofea... "También se come con la vista", solíandecir. Una tarde, casi anochecido, Ríopardo, vol-viendo de arreglar asuntos urgentes en laAduana, prefirió entrar en su casa por la puertatrasera, que caía a la Marina, ahorrándose asídiez minutos de callejeo inútil, pues era, a fuerde hombre de acción, avaro de tiempo. Tenía enel bolsillo el llavín; abrió, salvó un pasadizo yempujó la puerta del almacén que cedió sinrechinar. El almacén, atestado de latas de petró-leo, bocoyes de aguardiente y aceite, y sacas dearroz y harina, estaba a oscuras, y allá a su ex-tremidad, Ríopardo creyó percibir un cuchi-cheo ahogado y suave. Se detuvo, resguardadopor una gran barrica y miró. Al pronto no se venada viniendo de afuera, cuando la luz es poca;pero a los tres minutos la vista se acostumbra yalgo se percibe. Ríopardo logró distinguir dospersonas. De pronto, una de ellas, Germán, dijo

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en alta voz: "Está alguien en la tienda" Y el mo-do de separarse, brusco, azorado, fue más in-equívoco aún que la proximidad de los dosbultos... Retrocedió Ríopardo; salió por donde habíaentrado y sin cuidarse ya de economizar tiem-po, penetró por la tienda en su casa. Cerróseésta a la hora habitual; cenaron los tres: marido,mujer y dependiente, y se recogieron en paz asus respectivos dormitorios María y Germán,Ríopardo volvió a bajar; era el momento derepasar las cuentas y manejar libros. Llevaba sulinterna sorda, que le servía para registrar elalmacén, en precisión de un incendio; y ya de-ntro del vasto recinto empezó por atrancar lapuerta que daba al pasadizo y probar los cerro-jos de la que con la tienda comunicaba. Después, entregóse a una faena extraña: abrióbuen número de latas de petróleo y las inclinópara que el mineral corriese por el suelo; enseguida, ensopando una gran escoba en loscharcos que se formaban, barnizó bien un pun-

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to determinado del techo, rociándolo de conti-nuo con hisopazos fuertes. De un rincón trajobrazadas de paja, papeles y astillas -residuos delos embalajes de las botellas-, y los hacinó hastaformar una pirámide, que con ayuda de unaescalera subió a la altura de las vigas del techo,en el mismo punto en que las había untado depetróleo. Hecho esto, siguió destapando latas ydio la vuelta al grifo de un inmenso barril dealcohol. El trajín había sido largo; Ríopardosentía que un sudor helado brotaba de sus ca-bellos. Descansó un instante y miró el reloj: erala una menos cuarto. Entonces se descalzó,abrió la puerta exterior, dejándola arrimada,subió furtivamente la escalera y no paró hastasu alcoba. María dormía o aparentaba dormirserenamente. Laalcoba no tenía ventana. Ríopardo, con maravi-lloso silencio, colocó delante de la vidriera si-llas, butacas, ropas, un cofre, cuantos objetospudo trasladar sin hacer ruido.

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Retiróse, y al salir echó por fuera cerrojo yllave a la puerta del gabinete que comunicabacon la alcoba. Descendió otra vez a la tienda,metióse en el almacén, raspó un fósforo, encen-dió una mecha corta y la aplicó al suelo enchar-cado de aceite mineral. La llamarada súbita quese alzó le chamuscó pestañas y cabellos. Solotuvo tiempo de huir a la tienda. El almacén notardaría tres minutos en ser un brasero enorme. El marido, con flema, se calzó, se limpió lasmanos y subió pisando recio. Golpeó la puertadel dormitorio de Germán que salió mediodesnudo, despavorido. "Creo que hay fuego...Huele a humo... Baje usted... ¡No, antes de pe-dir socorro hay que cerciorarse!" Germán seprecipitó sin más ropas que unos pantalonesvestidos a escape y babuchas. Mal despiertoaún del primer sueño de los veinte años, casi nocomprendía lo que pasaba. Le precedía Ríopar-do con la indispensable linterna. Tienda y portal estaban llenos de un humoacre, asfixiante. "Pase usted; mire a ver dónde

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es..." Titubeaba el dependiente, ciego y atónito;Ríopardo le empujó, le precipitó, ya sin disimu-lar, dentro del horno, y aún tuvo fuerzas paracorrer los cerrojos y huir, saliendo al portal y ala calle. En ella respiró con delicia, cerciorándo-se de que por allí no andaba el sereno ni pasabanadie, y probablemente sucedería lo mismodurante el cuarto de hora necesario... Sin embargo, a los diez minutos el humo eratal, que temeroso de ver abrirse las ventanas yoír voces de socorro, el mismo Ríopardo gritó.Al llegar los primeros auxilios, la casa, sobretodo el bajo y el principal, no formaban másque una hoguera. Se atendió a aislar las casasvecinas y a salvar con escalas a los inquilinosdel segundo y tercero. La fatalidad -observaronlas gentes- quiso que el fuego se iniciase en laparte del almacén que correspondía con eldormitorio de la esposa de Ríopardo, la cual,asfixiada por el humo, ni pudo levantarse apedir socorro. Apareció carbonizada, lo mismo

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que el dependiente, presunto reo de impruden-cia temeraria por fumar en el almacén. No estando aseguradas las existencias del es-tablecimiento, sobre el dueño no recayeronsospechas, sino gran lástima. Arruinado casicompletamente, no faltó quien, estimando suscualidades mercantiles, su laboriosidad, le ade-lantase dinero para abrir otra lonja; pero Río-pardo dice tristemente a su antigua y fiel clien-tela: -Ya no tengo ilusión... ¡Una esposa y un de-pendiente como los que perdí no he de encon-trarlos nunca! "El Imparcial", 16 noviembre 1896.

La religión de Gonzalo

-¿Y qué tal tu marido? -preguntó Rosalía a suamiga de la niñez Beatriz Córdoba, aprove-chando el momento de intimidad y confianzaque crea entre dos personas la atmósfera co-

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mún, tibia de alientos y saturada de ligerosperfumes, de una berlina bien cerrada, bienacolchada rodando por las desiertas calles delRetiro a las once de una espléndida y glacialmañana de diciembre. -¿Mi marido? -contestó Beatriz marcando sor-presa, porque creía que su completa felicidaddebía leerse en la cara-. ¿Mi marido? ¿No meves? ¡Otro así!... Por la de nadie cambiaría yo mi suerte... Rosalía hizo un gestecillo, el mohín de instintomalévolo con que los mejores amigos acogen laexhibición de la ajena dicha, y murmuró impa-ciente: -Mira; yo no te pregunto de interioridades. Nosoy tan indiscreta... Me refería a las ideas reli-giosas... ¿No te acuerdas?... ¡Gonzalo era... así....de la cáscara amarga, vamos! Beatriz guardó silencio algunos instantes; ydespués, como se resolviese a completas reve-laciones, de esas que hacemos más por oírnos anosotros mismos que porque un amigo las es-

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cuche, se volvió hacia su compañera de encie-rro, y alzando el velito a la altura de la narizpar emitir libremente la voz, habló aprisa: ¡La irreligiosidad de Gonzalo! ¿Y si te dijeseque por ella estuvimos a punto de no casarnosnunca? La pura verdad. Tú ya sabes que Gon-zalo es mi primo, y mi familia y la suya siempresoñaron con hacer la boda, hasta que la malareputación de Gonzalo en materias religiosasdesbarató por completo el proyecto. Bien cono-ciste a la pobre mamá, y no extrañarás si te digoque llegó al extremo de cerrarle la puerta aGonzalo a piedra y lodo; vino diez veces por lomenos ¡y siempre habíamos salido! "Reconozco-decía mamá- que mi sobrino es muy simpático,que ha recibido una educación escogida, queposee una ilustración más que mediana; nopuede negar su hermosa figura, ni su clara inte-ligencia, ni su caballerosidad; tiene mi sangre,no le faltan bienes de fortuna.... pero me horro-riza pensar que no cree en nada y ni se toma eltrabajo de disimularlo. Malo es padecer desva-

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ríos del alma, y peor no ocultarlos siquiera." Alescuchar estas cosas yo salía a la defensa deGonzalo: no meera posible dejar de quererle... un poco... esdecir, ¡mucho! Francamente, le seguía querien-do, incapaz de olvidar los tiempos en que leconsideraba mi novio. Mamá notó de qué piecojeaba su hija, y, para desimpresionarme,arregló mis bodas con Leoncio Díaz Saravia, elque ahora es subsecretario de Gobernación; eramuchacho de valía, se le presentaba un porve-nir brillante; pero así y todo, yo no estaba entu-siasmada; a lo sumo, me resignaba, sin frío nicalor, al casamiento. ¡Somos tan raros! lo únicoque me prestaba cierta tranquilidad, lo que medaba fuerzas cuando sentía sobre mí el pesoabrumador de una tristeza involuntaria, era lavoz que corría de que Gonzalo no quería amo-res, de que había resuelto no casarse jamás."Eso lo hace por mí, por mi recuerdo", pensabayo; y me consolaba al pensarlo.

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-El que no se consuela...- murmuró sonriendoRosalía, mientras alisaba con repetidos pases lablanda y densa piel de su manguito. -Un día.... no, una noche, porque estábamos enel teatro cuando nos enteramos.... cundió lanoticia de que Gonzalo, en un café, la habíaemprendido a bofetadas con un sujeto, y que seencontraban desafiados; lance serio, en condi-ciones de las que ya no se estilan, a quedar unosobre el terreno... ¿Causa del conflicto? Vozunánime: "una mujer." El mismo Gonzalo loconfesaba, según decían los bien informados:tratábase de una señora, insultada delante deGonzalo, y cuya defensa había tomado éstehiriendo el rostro del villano ofensor... ¡Lo queyo sentí! ¡En qué estado volví a casa! ¡Qué no-che pasé, querida Rosalía! Es lo que no puedepintarse... Aparte del terror de que matasen aGonzalo, otra cosa me encendía la sangre y meatirantaba los nervios... -¿Los celos?- preguntó Rosalía con maliciagozosa.

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-¿Quién lo duda? Figúrate que se venían atierra todas mis ilusiones. Que Gonzalo no mequisiese, pase, y era mucho pasar; pero quequisiese a otra tanto, hasta abofetear a la gente,hasta jugarse la vida... Yo había estado soñandopor lo visto... ¡soñando como una necia! Minovio de los primeros años, mi oculto anhelode siempre, ni se ocupaba de mí; por otra iba acruzar la espada, por otra a quien secretamentetambién prefería... ¿Quién era aquella mujer?¿De qué sílabas se componían su nombre y suapellido? ¿Soltera? ¿Casada? Casada, de segu-ro, cuando tal misterio la envolvía que Gonzalose negaba a nombrarla... Y yo daba vueltas enla cama, y la almohada se impregnaba de lá-grimas calientes... Entonces me parecía estúpi-da mi resignación, inconcebible, absurda miobediencia, absurda mi boda; y apenas amane-ció me fui derecha al dormitorio de mi madre, yme abracé a ella en tal estado de aflicción y detranstorno, que la pobrecilla (bien recordarás loextremosa que era en

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quererme) me dijo así: "Pequeña, serénate...Voy a ver qué le ha sucedido al talabarte de misobrino... Si está herido, te prometo cuidarlecomo su propia madre le cuidaría..." Heridoestaba, en efecto; pero no de gravedad; su ad-versario sí que se llevó una buena estocada,¡que a no resbalar en una costilla...! Así queGonzalo pudo salir -y fue muy pronto-, vinoapresurado a dar las gracias a mamá. ¡Ay Rosa-lía! ¡Qué impresión! Noté que me miraba....vamos..., como otras veces, y a las primeraspalabritas que deslizó estando los dos en elhueco de una ventana que daba al jardín... no lopude remediar..., solté la pregunta difícil...:"¿Esa mujer por quien te has batido...?" Se pusoencarnadísimo, lo cual me pareció mala señal, ycontestó muy confuso y medio riendo: "¡Mu-jer!... Sí, ¡una mujer ha sido la causa!" Hice unmovimiento para separarme, para huir (estabafuriosa, le hubiese pegado), y entonces él, conese modo que tiene de decir las cosas, que nohay remedio sino

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creerle, exclamó: "Beatriz, no caviles... A mí nome ha dado en qué pensar, en cierto terreno ypor cierto estilo, ninguna mujer, sino una....¡que tú conoces mucho...! ¡Ea! no te alteres, nopongas esa cara... Si no te burlas, te enteraré...El bárbaro a quien di una lección estaba inju-riando..." "¿A quién?", pregunté con afán, al verque Gonzalo se paraba. "A... a la Virgen Ma-ría..." "¡ A la Virgen María!", repetí yo, atónita."Justamente... Por mi honor que es verdad... Yaconozco que te parecerá raro... Por eso no per-mití que se divulgase; más vale que se figurenotra cosa; así, al menos, no se reirán de mí..., nome llamarán quijote..." "Pero tú..., Gonzalo....tú.... entonces... Y mamá, que dice que tú.... quetus creencias", tartamudeé, temiendo asfixiarmede alegría. "¿Qué tienen que ver las creencias? -me replicó él casi con dureza-. La Virgen es unamujer..., y delante de quien tenga vergüenza ymanos, a una mujer no se la ofende..."

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Rosalía callaba sorprendida; Beatriz, conmo-vida, afectaba mirar hacia fuera, a los árbolesdespojados de hoja, finos como arborizacionesde ágata sobre el cielo puro. -¿Y después, sin más, os casasteis?- interrogóla amiga con picardía y sorna. -Sin más -respondió con energía Beatriz-.Mamá dijo que Gonzalo, a su manera, teníareligión, tenía una fe.., el honor, ¿sabes?, y quela Virgen haría lo que faltaba... y lo hizo, Rosa-lía. ¡Mi marido, cuando voy yo a misa.... no sequeda ya a la puerta! "Blanco y Negro", núm. 350, 1898.

El panorama de la princesa

El palacio del rey de Magna estaba triste, muytriste, desde que un padecimiento extraño, in-comprensible para los médicos, obligaba a laprincesa Rosamor a no salir de sus habitacio-nes. Silencio glacial se extendía, como neblina

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gris, por las vastas galerías de arrogantes arca-das, y los salones revestidos de tapices, conaltos techos de grandiosas pinturas, y el pasoapresurado y solícito de los servidores, el andarrespetuoso y contenido de los cortesanos, elgolpe mate del cuento de las alabardas sobrelas alfombras, las conversaciones en voz baja,susurrantes apenas, producían impresión pecu-liar de antecámara de enfermo grave. ¡Tenía elRey una cara tan severa, un gesto tan desalen-tado e indiferente para los áulicos, hasta paralos que antaño eran sus amigos y favoritos! ¿Aqué luchar? ¡La princesa se moría de langui-dez... Nadie acertaba a salvarla, y la cienciadeclaraba agotados sus recursos! Una mañana llegó a la puerta del palacio cier-to viejo de luenga barba y raída hopalanda co-lor avellana seca, precedido de un borriquillo,cuyos lomos agobiaba enorme caja de maderaennegrecida. Intentaron los guardias desviarcon aspereza al viejo y a su borriquillo perotitubearon al oír decir que en aquella caja tosca

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venían la salud y la vida de la princesa Rosa-mor. Y mientras se consultaban, irresolutos,dominados a pesar suyo por el aplomo y segu-ridad con que hablaba el viejo, un gallardo ca-ballero desconocido, mozo y de buen talante,cuya toca de plumas rizaba el viento, cuya me-lena oscura caía densa y sedosa sobre un cuellomoreno y erguido, se acercó a los guardias, ycon la superioridad que prestan el rico traje y labizarra apostura, les ordenó que dejasen pasaral anciano, si no querían ser responsables anteel Rey de la muerte de su hija; y los guardias,aterrados, se hicieron atrás, el anciano pasó, yel jumentillo hirió con sus cascos las sonoraslosas demármol del gran patio donde esperaban en filalas carrozas de los poderosos. En pos del viejo yel borriquillo, entró el mozo también. Avisado el Rey de que abajo esperaba unhombre que aseguraba traer en un cajón la sa-lud de la princesa, mandó que subiese al punto;porque los desesperados de un clavo ardiendo

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se agarran, y no se sabe nunca de qué lado llo-verá la Providencia. Hubo entre los cortesanoscuchicheos y alguna sonrisa reprimida pronto,al ver subir a dos porteros abrumados bajo elpeso de la enorme caja de madera, y detrás deellos al viejo de la hopalanda avellana y al lindohidalgo de suntuoso traje a quien nadie cono-cía; pero la curiosidad, más aguda que el sar-casmo, les devoraba el alma con sus dientecillosde ratón, y no tuvieron reposo hasta que elprimer ministro, también algo alarmado por lanovedad, les enteró de que la famosa caja delviejo sólo contenía un panorama, y que conenseñarle las vistas a la Princesa aquel singularcurandero respondía de su alivio. En cuanto almozo, era el ayudante encargado de colocarsedetrás de una cortina sin ser visto, y hacer des-filar los cuadros pormedio de un mecanismo original. Inútil meparece añadir que al saber en qué consistía elremedio, los cortesanos, sin perder el compás

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de la veneración monárquica, se burlaron sua-vemente y soltaron muy donosas pullas. Entre tanto, instalábase el panorama en la cá-mara de la Princesa, la cual, desde el mismosillón donde yacía recostada sobre pilas de al-mohadones, podía recrearse en aquellas vistasque, según el viejo continuaba afirmando ter-minantemente, habían de sanarla. Oculto e in-visible, el galán hizo girar un manubrio, y em-pezaron a aparecer, sobre el fondo del inmensopaño extendido que cubría todo un lado de lacámara, y al través de amplio cristal, cuadrosinteresantísimos. Con una verdad y un relievesorprendentes, desfilaron ante los ojos de laprincesa las ciudades más magníficas, los mo-numentos más grandiosos y los paisajes másadmirables de todo el mundo. En voz cascada,pero con suma elocuencia, explicaba el viejo losesplendores, verbigracia, de Roma, el Coliseo,las Termas, el Vaticano, el Foro; y tan prontomostraba a la Princesa una naumaquia, con susluchas de monstruos marinos y sus combates

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navales entre galeras incrustadas de marfil,como la hacía descender a lassombrías Catacumbas y presenciar el entierrode un mártir, depuesto en paz con su ampollallena de sangre al lado. Desde los famosos pen-siles de Semíramis y las colosales construccio-nes de Nabucodonosor, hasta los risueños va-lles de la Arcadia, donde en el fondo de un sa-grado bosque centenario danzan las blancasninfas en corro alrededor de un busto de Panque enrama frondosa mata de hiedra; desde lasnevadas cumbres de los Alpes hasta las volup-tuosas ensenadas del golfo partenópeo, cuyasaguas penetran vueltas líquido zafiro bajo lasbóvedas celestes de la gruta de azur, no huboaspecto sublime de la historia, asombro de lanaturaleza ni obra estupenda de la actividadhumana que no se presentase ante los ojos de laprincesa Rosamor -aquellos ojos grandes y so-ñadores, cercados de una mancha de livorsombrío, que delataba los estragos de la enfer-medad-. Pero los ojos no se reanimaban; las

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mejillas no perdían su palidez de transparentecera; los labios seguían contraídos,olvidados de las son risas; las encías marchitasy blanquecinas hacían parecer amarilla la den-tadura, y las manos afiladas continuaban ar-diendo de fiebre o congeladas por el hielo mor-tal. Y el rey, furioso al ver defraudada una úl-tima esperanza, más viva cuanto más quiméri-ca, juró enojadísimo que ahorcaría de muy altoal impostor del viejo, y ordenó que subiese elverdugo, provisto de ensebada soga, a la torremás eminente del palacio, para colgar de unaalmena. a vista de todos, al que le había enga-ñado. Pero el viejo, tranquilo y hasta desdeño-so, pidió al rey un plazo breve; faltábale porenseñar a la princesa una vista, una sola de supanorama, y si después de contemplarla no sesentía mejor, que le ahorcasen enhorabuena,por torpe e ignorante. Condescendió el rey, noqueriendo espantar aún la vana esperanza pos-trera, y se salió de la cámara, por no asistir aldesengaño. Al cuarto de hora, no pudiendo

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contener la impaciencia, entró, y notó contransporte una singularvariación en el aspecto de la enferma; sus ojosrelucían; un ligero sonrosado teñía sus mejillasflacas; sus labios palpitaban enrojecidos, y sutalle se enderezaba airoso como un junco. Pare-cía aquello un milagro, y el rey, en su enajena-ción, se arrancó del cuello una cadena de oro yla ofreció al viejo, que rehusó el presente. Laúnica recompensa que pedía era que le dejasencontinuar la cura de la princesa, sin condicionesni obstáculos, ofreciendo terminarla en un mes.Y, loco de gozo, el rey se avino a todo, hasta arespetar el misterio de aquella vista prodigiosaque había empezado a devolver a su hija lasalud. No obstante -transcurrida una semana y con-firmada la mejoría de la enferma, mejoría tanacentuada que ya la princesa había dejado susillón, y, esbelta como un lirio, se paseaba porel aposento y las galerías próximas, ansiosa derespirar el aire, animada y sonriente-, anheló el

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rey saber qué octava maravilla del orbe, quéportentoso cuadro era aquel, cuya contempla-ción había resucitado a Rosamor moribunda. Ycomo la princesa, cubierta de rubor, se arrojasea sus pies suplicándole que no indagara su se-creto, el Rey, cada vez más lleno de curiosidad,mandó que sin dilación se le hiciese contemplarla milagrosa última vista del panorama. ¡Oh,sorpresa inaudita! Lo que se apareció sobre elfondo del inmenso paño negro, al través delclaro cristal, no fue ni más ni menos que el ros-tro de un hombre, joven y guapo, eso sí, peroque nada tenía de extraordinario ni de porten-toso. El rostro sostenía con dulzura y pasión ala princesa, y ella pagaba la sonrisa con otra nomenos tiernay extática... El rey reconoció al supuesto ayu-dante del médico, aquel mozo gallardo, y com-prendió que, en vez de enseñar las vistas de supanorama, se enseñaba a sí propio, y sólo coneste remedio había sanado el enfermo corazóny el espíritu contristado y abatido de la niña; y

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si alguna duda le quedase acerca de este punto,se la quitaría la misma Rosamor, al decirle con-fusa, temblorosa, y en voz baja, como quienpide anticipadamente perdón y aquiescencia: -Padre, todos los monumentos y todas las be-llezas del mundo no equivalen a la vista de unrostro amado...

Remordimiento

Conocí en su vejez a un famoso calaverón quevivía solitario, y al parecer tranquilo, en unasoberbia casa, cuidándose mucho y con uncriado para cada dedo, porque la fortuna -caprichosa a fuer de mujer, diría algún escritorde esos que están tan seguros del sexo de lafortuna como yo del del mosquito que me cru-cificó esta noche- había dispuesto (sigo refi-riéndome a la fortuna) que aquel perdularioderrochase primero su legítima, después la desus hermanos, que murieron jóvenes, luego la

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de una tía solterona, y al cabo la de un tío opu-lento y chocho por su sobrino. Y, por último,volvieron a ponerle a flote el juego u otrasgranjerías que se ignoran, cuando ya había pe-netrado en su cabeza la noción de que es buenoconservar algo para los años tristes. Desde quemi calvatrueno (llamábase el Vizconde de Tres-mes) llegó a persuadirse de que interesaba a sufelicidad no morirse en el hospital, cuidó de suhacienda con la perseverancia del egoísmo, yno hubo capital mejor regido yconservado. Por eso, al tiempo que yo conocí alvizconde -poco antes de que un reuma al cora-zón se lo llevase al otro barrio- era un viejo rico,y su casa -desmintiendo la opinión del vulgorespecto a las viviendas de los solteros- modelode pulcritud y orden elegante. Miraba yo al vizconde con interés curioso,buscando en su fisonomía la historia íntima delterrible traga corazones, por quien habitaba unmanicomio una duquesa, y una infanta de Es-paña habían estado a punto de echar a rodar el

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infantazgo y cuanto echar a rodar se puede. Sino supiese que veía al más refinado epicúreo,creería estar mirando los restos de un poeta, deun artista de uno de esos hombres que fascinanporque su acción dominadora no se limita a lamateria, sino que subyuga la imaginación. Lasnobles facciones de su rostro recordaban las delVolfango Goethe, no en su gloriosa ancianidad,sino más bien en la época del famoso viaje aItalia; es decir, lo que serían si Goethe, al enve-jecer, conservase las líneas de la juventud.Aquella finura de trazo; aquella boca un tantocarnosa; aquella nariz de vara delgada, de grie-ga pureza en su hechura; aquellas cejas negrí-simas, sutiles, de arco gentil, que acentúan laexpresión de los vivos y profundos ojos; aque-llasmejillas pálidas, duras, de grandes planos, co-mo talladas en mármol, mejillas viriles, pues lasredondas son de mujer o niño; aquel cuellolargo, que destaca de los bien derribados hom-bros la altiva cabeza... todo esto, aunque en

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ruinas ya, subsistía aún, y a la vez el cuerpodelataba en sus proporciones justas, en su mus-culosa esbeltez, algo recogida como de gimnas-ta, la robustez de acero del hombre a quien losexcesos ni rinden ni consumen. Verdad queestas singulares condiciones del vizconde lasadivinaba yo por la aptitud que tengo para res-tar los estragos de la vejez y reconstruir a laspersonas tal cual fueron en sus mejores años. Gustaba el vizconde de charlar conmigo, y aveces me refería lances de su azarosa vida, queno serían para contados, si él no supiese salvarlos detalles escabrosos con exquisito aticismo, ycubrir la inverecundia del fondo con lo escogi-do de la forma. No obstante, en las narracionesdel vizconde había algo que me sublevaba, yera la absoluta carencia de sentido moral, elcinismo frío, visible bajo la delicada corteza dellenguaje. Punzábame una curiosidad, y pensa-ba para mí: "¿Será posible que este hombre, quepara sus semejantes ha sido no sólo inútil, sinodañino; que ha libado el jugo de todas las flores

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sacando miel para embriagarse de ella, aunquela destilase con sangre y lágrimas; este corsario,este negrero del amor, repito, será posible queno haya conservado nada vivo y sano bajo lostejidos marchitos por el libertinaje? ¿No tendráun remordimiento, no habrá realizado un actode abnegación, una obra de caridad?" Un día me resolví a preguntárselo directamen-te. -Porque al fin -le dije-, en las batallas que us-ted solía ganar haya muertos y heridos; soloque, como en las heridas de estilete, la hemo-rragia es interna, pues el honor manda callar ysucumbir en silencio. ¡Cuántos maridos, cuán-tos hermanos, cuántos padres (sin hablar de laspropias víctimas) habrán ardido por culpa deusted en un infierno de vergüenza! -¡Bah! No lo crea usted -respondía el Don Juansin alterarse en lo más mínimo-. En estas cues-tiones, los expertos somos un poquillo fatalis-tas. ¡Lo escrito se cumple! Y lo que yo, por es-crúpulos más o menos justificados, desperdi-

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ciase, otro lo recogería, quizá con menos arte,tino y miramiento que yo. La pavía maduracuelga de la rama y va por instantes a despren-derse del tallo. El que pasa y la coge suavemen-te le ahorra el sonrojo de caer al suelo, de man-charse, de ser pisada... Al ver que su extraño razonamiento me dejabaalgo perplejo, el vizconde añadió: -A pesar de todo, confieso que hice un acto deabnegación y que tengo un remordimiento... Esperé, y el viejo, apoyando la barba en dosdedos de la mano izquierda, habló con lentitudy en tono menos irónico que de costumbre: -Ha de saber usted que tuve una hermana quese casó y se murió casi en seguida (en mi casatodos murieron jóvenes y tísicos, excepto yo,que absorbí la fuerza que debía repartirse entrelos demás). Mi cuñado, poco después, se cayóde un caballo y no sobrevivió a la caída. Quedóuna niña, bonita como un serafín. Yo era sututor, y aunque cuidé bien de su educación y desus intereses, la veía poco, porque no me gus-

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taban los chiquillos. Vino la pubertad, y enton-ces la criatura tomó formas menos angélicas ymás apetecibles para los humanos. Y, cosa rara,si de chiquilla, al verme, se deshacía en fiestas yse volvía loca de gozo, ya de mujercita no pare-cía sino que la afligía mi presencia. y me acuer-do que hasta sufrió un síncope porque le di unbeso paternal... Paternal (se lo afirmo a ustedbajo palabra de honor), porque tenemos la ton-tería de figurarnos que los que conocimos niñosno llegan nunca a personas mayores... Con todo, ciertos errores pronto se disipan, ycomo los síntomas iban acentuándose, no tardéen conocer la índole de la enfermedad... La mu-chacha repito que era una hermosura. Le ense-ñaré a usted su retrato, y me dirá si exagero.Aparte de esto de la belleza, nunca vi mujerque más traspasada se mostrase. Rendida ya,vencida por fuerza superior a su albedrío, lejosde huirme me seguía y buscaba incesantemen-te, y se leía en sus ojos, en su voz y en sus me-nores acciones que era tan mía, tan mía, que

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podía yo marcarle en la frente la ese y el clavo.Mi edad era entonces la de las pasiones violen-tas; tenía treinta y ocho años...; pero ¡así y to-do!... -¿No se resolvió usted a coger la pavía? -No era pavía, como usted verá -respondió elcalaverón, frunciendo las cejas-. Lo que puedodecir a usted es que al comprender la realidad,huí de mi sobrina, viajé, y estuve ausente másde un año y al ver a mi regreso a la niña enfer-ma de pasión y amartelada como nunca lehablé lo mismo que un padre, le pinté mi vida,y mi condición, y hasta mis vicios... -Leña al fuego- interrumpí. -¡Leña al fuego, sí, tal vez!... En fin; le dije re-dondamente que estaba resuelto a no casarmenunca; que no me casaría ni con Eugenia deMontijo, emperatriz de Francia... -¿Y ella? -Ella... Ella..., después de llorar y de ponersemás pálida y más roja y más temblorosa que

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una sentenciada.... acabó por decirme que...,soltero o casado, malo o bueno, rico o pobre... -¡Comprendo!... -Bien; pues yo..., no solo rehusé, desvié, con-tuve, sino que busqué marido, joven, guapo,bueno..., y con todo mi ascendiente, con mimandato, lo hice aceptar... ¡Ya me parecía! -exclamé entusiasmado-. Unaacción generosa, bonita! ¡Si no podía menos! -Una acción detestable -repuso el vizcondecuyos labios temblaron ligeramente-. Así que secasó mi sobrina, se me cayeron a mi las esca-mas de los ojos, y me hice cargo de que me es-taba muriendo por ella... Y la busqué, y la per-seguí, y la asedié, y agoté los recursos, y sóloencontré repulsa, glacial desdén, rigor tan sis-temático y tan perseverante, que me di porvencido, y me salieron las primeras canas... -Vamos, la sobrinita se encontraba bien con elmarido que usted eligió... -Tan bien... -añadió el Don Juan sombriamen-te-, que a los seis meses mi sobrina enfermó de

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pasión de ánimo, y a los diez, en la agonía, mellamó para despedirse de mí y decirme al oídoque.... ¡como siempre! Tresmes bajó la cabeza y me pareció ver queuna nube cruzaba por su frente olímpica. -Ahí tiene usted -murmuró después de unapausa- mi remordimiento. Nadie debe salirsede su vocación, y la mía no era conducir a nadieal sendero del deber y de la virtud.

Temprano y con sol...

El empleado que despachaba los billetes en lataquilla de la estación del Norte no pudo re-primir un movimiento de sorpresa, cuando lainfantil vocecica pronunció, en tono imperati-vo: -¡Dos de primera.... a París!... Acercando la cabeza cuanto lo permite el agu-jero del ventano, miró a su interlocutora y vioque era una morena de once o doce años, de

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ojos como tinteros, de tupida melena negra,vestida con rico y bien cortado ropón de franelainglesa, roja y luciendo un sobrerillo jockey deterciopelo granate que le sentaba a las mil ma-ravillas. Agarrado de la mano traía la señorita aun caballerete que representaba la misma edadsobre poco más o menos, y también tenía trazasen su semblante y atavío de pertenecer a muydistinguida clase y muy acomodada familia. Elchico parecía azorado; la niña, alegre, con ner-viosa alegría. El empleado sonrió a la gentilpareja y murmuró como quien da algún pater-nal aviso: -¿Directo o a la frontera? A la frontera... sonciento cincuenta pesetas, y... -Ahí va dinero -contestó la intrépida señorita,alargando un abierto portamonedas. El empleado volvió a sonreír, ya con marcadaextrañeza y compasión, y advirtió: -Aquí no tenemos bastante... -¡Hay quince duros y tres pesetas! -exclamó laviajerilla.

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-Pues no alcanza... Y para convencerse, pre-gunten ustedes a sus papás. Al decir esto el empleado, vivo carmín tiñóhasta las orejas del galán, cuya mano no habíasoltado la damisela, y ésta, dando impacientepatada en el suelo, gritó: -¡Bien..., pues entonces..., un billete más bara-to! -¿Cómo más barato? ¿De segunda? ¿De terce-ra? ¿A una estación más próxima? ¿Escorial,Ávila...? -¡Ávila... sí; Ávila.... justamente, Ávila...! -respondió con energía la del rojo balandrán. Dudó el empleado un momento; al fin se en-cogió de hombros como el que dice: "¿A míqué?, ya se desenredará este lío"; y tendió losdos billetes, devolviendo muy aligerado el por-tamonedas... Sonó la campana de aviso; salieron los chicosdisparados al andén; metiéronse en el primervagón que vieron, sin pensar en buscar un de-partamento donde fuesen solos, y con gran

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asombro del turista británico que acomodabaen un rincón de la red su valija de cuero, al ver-se dentro del coche se agarraron de la cintura yrompieron a brincar...

¿Cómo principió aquella pasión devoradora,frenética, incendiaria? ¡Ah! Los orígenes prime-ros de lo grave y trascendental en nuestra vidason insignificantes menudencias, pequeñecesmíseras, átomos morales que se asocian en untorbellino molecular, y a fuerza de dar vueltasy más vueltas sobre sí mismo, el torbellino seredondea, se solidifica, adquiere forma, toma laconsistencia del diamante... No desconfiéisnunca en la vida de las cosas grandes que sepresentan con imponente aparato; esas ya avi-san, y hay medio de precaverse; temed a lastentaciones menudas, a los peligros sutiles einsidiosos. Toda la teoría de los microbios, hoyadmitida, ¿qué es sino demostración de la im-portancia capital de lo infinitamente pequeño?

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La pasión empezó, pues, del modo más senci-llo, más inocente y más bobo... Empezó por unamanía... Ambos eran coleccionistas. ¿De qué?Ya lo podéis presumir vosotros, los que frisáisen la edad de mis héroes. La afición a coleccio-nar suele desarrollarse entre los cuarenta y lossesenta; apenas he visto un bibliómano joven, ylas tiendas de los chamarileros son más fre-cuentadas por señoras respetables que por ale-gres mozos. Hay, sin embargo, una excepción aesta regla general, y es la chifladura por reunirsellos de correos. Sin que yo niegue que puedenpadecerla muy graves personajes, la verdad esque el período en que suele hacer estragos es laetapa comprendida entre los diez y los quince.Y en ese lustro auroral que separa la edad deltrompo y la cuerda de la edad del pavo, vivíanmis dos enamorados fugitivos del tren. Ya se ha dicho que su galeoto, el libro de Lan-zarote y Ginebra donde bebieron la ponzoñaamorosa, fue el coleccionismo, la manía de lafilatelia, común a entrambos. El papá de Serafi-

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na, vulgo Finita, y la mamá de Francisco, vulgoCurrín, se trataban poco; ni siquiera se visita-ban, a pesar de vivir en la misma opulenta casadel barrio de Salamanca; en el principal, el papáde Finita, y en el segundo, la mamá de Currín.Currín y Finita, en cambio, se encontraban muya menudo en la escalera, cuando él iba a clase yella salía para su colegio; pero, valga la verdadni habrían reparado el uno en el otro si no fueraporque cierta mañana, al bajar las escaleras,Currín notó que Finita llevaba bajo el brazo unobjeto, un libro encuadernado en tafilete rojo....¡libro tantas veces codiciado y soñado por él!"¡Mamá me debía haber comprado uno así, ca-rambita! En cuanto me examine y saque nota,ya me lo está comprando. ¡No faltaba más! Elmío es una porquería... " De esto a rogar aFinita que le enseñase el magnífico álbum desellos mediaba un paso. Finita, en el mismodescanso de la escalera, accedió a los ruegos deCurrín; pusieron el álbum sobre la repisa de laventana, y se dieron a hojearlo con vivacidad.

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-Esta página es del Perú... Mira los de las islasHawai... Tengo la colección completa... Y desfilaban los minúsculos y artísticos gra-baditos con que cada nación marca y autorizasu correspondencia; los aristocráticos perfilesde las dinastías sajonas, que se desdeñan demirarnos a la cara, y las burguesas y honradasfisonomías de los presidentes de Estados ame-ricanos, siempre de frente; la República france-sa, con sus dos airosas figuras que se dan lamano, y el reyecillo español, con su redondacabeza de bebé; los sellos chinos y su dragón;los turcos y su cimitarra; don Carlos, recuerdosde nuestras vicisitudes políticas, y don Ama-deo, efímera memoria de la misma agitada épo-ca; los preciosos sellos de Terranova, con latesta entonces ideal del príncipe de Gales, y losfastuosos sellos de las colonias británicas, enque la abuelita Victoria aparece oficiando deemperatriz... Currín se embelesaba y chillabade cuando en cuando, dando brincos:

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-¡Ay! ¡Ay! ¡Caracoles, qué bonito! Esto no lotengo yo... Por fin, al llegar a uno muy raro, el de la Re-pública de Liberia, no pudo contenerse: -¿Me lo das? -Toma -respondió con expansión Finita. -Gracias, hermosa -contestó el galán. Y como Finita, al oír el requiebro, se pusiesedel color de la cubierta de su álbum, Currínreparó en que Finita era muy mona, sobre todoasí, colorada de placer y con los negros ojosbrillantes, rebosando alegría. -¿Sabes que te he de decir una cosa? -murmuró el chico. -Anda, dímela. -Hoy no. La doncella francesa que acompañaba a Finitaal colegio había mostrado hasta aquel instanterisueña tolerancia con la digresión filatélica;pero parecióle que se prolongaba mucho, ypronunció un mademoiselle, s'iI vous plait, que

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significaba: "Hay que ir al colegio rabiando ocantando, conque..., una buena resolución." Currín se quedó admirando su sello... y pen-sando en Finita. Era Currín un chico dulce decarácter, no muy travieso, aficionado a losdramas tristes, a las novelas de aventuras ex-traordinarias y a leer versos y aprendérselos dememoria. Siempre estaba pensando que lehabía de suceder algo raro y maravilloso; denoche soñaba mucho y, con cosas del otromundo o con algo procedente de sus lecturas.Desde que coleccionaba sellos soñaba tambiéncon viajes de circunnavegación y países desco-nocidos, a lo cual contribuía mucho el ser deci-dido admirador de Julio Verne... Aquella nocherealizó dormido una excursioncita breve... aTerranova, al país de los sellos hermosos. Mejordicho, no era excursión, sino instantánea trasla-ción; y en una playa orlada de monolitos dehielo, que alumbraba una aurora boreal, Finitay él se paseaban muy serios, cogidos del bra-zo...

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Al otro día, nuevo encuentro en la escalera.Currín llevaba duplicados de sellos para obse-quiar a Finita. En cuanto la dama vio al galán,sonrió y se acercó con misterio: -Aquí te traigo esto... -balbució él. Finita pusoun dedo sobre los labios, como para indicar alchico que se recatase de la francesa; pero cos-tándole a Currín que no había en el obsequio delos sellos malicia alguna, fue muy resuelto aentregarlos. Finita se quedó, al parecer, algochafada; sin duda, esperaba otra cosa, misterio-sa, ilícita, y llegándose vivamente a Currín, ledijo entre dientes: -¿Y... aquello? -¿Aquello?... -Lo que me ibas a decir ayer... Currín suspiró, se miró a las botas y salió conesta pata de gallo: -Si no era nada... -¡Cómo nada! -articuló Finita, furiosa-. ¡Pare-ces memo de la cabeza! Nada, ¿eh?

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Y el muchacho, dando tormento al rey Leo-poldo de Bélgica, que apretaba entre sus dedosse puso muy cerquita del oído de la niña, ymurmuró suavemente: -Sí, era algo... Quería decirte que eres... ¡másguapita! Y espantado de su osadía echó a correr escale-ra abajo, y del portal salió en volandas a la ca-lle. Al otro día Currín escribió unos versos (poseoel original) en que decía a su tormento: Nace el amor de la nada; de una mirada tranquila; al girar de una pupila se halla un alma enamorada... Endeblillos y todo, graves autores aseguranque Currín los sacó de un libro que le prestó uncompañero... Mas ¿qué importa? El caso es queCurrín se sentía como lo pintaban los versos:enamorado, atrozmente enamorado... No pen-saba más que en Finita; se sacaba la raya esme-

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radamente, se compró una corbata nueva ysuspiraba a solas. Al fin de la semana eran novios en regla. Ladoncella francesa cerraba los ojos... o no veía,creyendo buenamente que de sellos se hablabaallí, y aprovechaba el ratito charlando tambiénde lo que le parecía con su compatriota el coci-nero... Cierta tarde creyó el portero que soñaba, y sefrotó los ojos. ¿No era aquélla la señorita Sera-fina, que pasaba sola, con un saquillo de piel albrazo? ¿Y no era aquel que iba detrás el señori-to Currín? ¿Y no se subían los dos a un cochede punto, que salía echando diablos? "¡Jesús,María y José! ¡Pero cómo están los tiempos y lascostumbres! ¿Y adónde irán? ¿Aviso o no avisoa los padres? ¿Qué hace en este apuro un hom-bre de bien? ¿Me recibirán con cajas destem-pladas.... o caerá una propinaza de las gordas?" -Oye, tú -decía Finita a Currín, apenas el trense puso en marcha-: Avila ¿cómo es? ¿Muygrande? ¿Bonita lo mismo que París?

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-No... -respondió Currín con cierto escepticis-mo amargo-. Debe de ser un pueblo de pesca. -Pues entonces..., no conviene quedarse allí.Hay que seguir a París. Yo quiero ver a París atodo trance; y también quiero ver las Pirámidesde Egipto. -Sí... -murmuró Currín, por cuya boca habla-ban el buen sentido y la realidad-, pero.... ¿y losmonises? -¿Los monises? -contestó, remedándole, Finita-. Eres más bobo que el que asó la manteca. ¡Sepide prestado! -¿Y a quién? -¡A cualquiera! -¿Y si no nos lo quieren dar? -¿Y por qué no, melón de arroba? Yo tengoreloj que empeñar. Tú también. Empeño, ade-más, el abrigo nuevo; me va asando de calor.No sirves para nada... ¡Escribimos a papás quenos envíen... un..., un bono.... no, una letra! Pa-pá las está mandando cada día a París y a todaspartes.

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-Tu papá estará echando chispas... ¡Nos man-dará un demontre!... Como mi mamá... ¡Lahicimos, Finita!... No sé qué será de nosotros. -Pues se empeña el reloj, y en paz... ¡Ay! ¡Loque nos divertiremos en Avila! Me llevarás alcafé.... y al teatro.... y al paseo... Cuando oyeron cantar: "¡Avila! ¡Veinticincominutos!...", saltaron del tren; pero al sentar elpie en el andén se quedaron indecisos, aturru-llados. La gente salía, se atropellaban hacia lafonda, y los enamorados no sabían qué hacer. -¿Por dónde se va a Avila? -preguntó Currín aun faquino, que viendo a dos niños sin equipajese encogió de hombros y se alejó. Por instinto se encaminaron a una puerta, en-tregaron sus billetes y, asediados por un solíci-to mozo de fonda, se metieron en el coche, quelos llevó a la del Inglés... Acababa de recibir el señor gobernador deAvila telegrama de Madrid "interesando la cap-tura" de la apasionada pareja. Era urgentísimoel aviso, y delataba la congoja de una familia

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sumida en la angustia y la desesperación. Mejordicho, dos familias debían de ser las desespera-das. La captura se verificó en toda regla, no sinrisa por un lado y declamaciones lo que "cundela inmoralidad", por otro. Los fugitivos fueron llevados a Madrid, y actocontinuo, Finita quedó internada en las Damesanglaises y Currín en un colegio de donde no sele permitió salir en un año, ni aun los domin-gos. Con motivo del trágico suceso, el papá deFinita y la mamá de Currín se relacionaron yconferenciaron largo y tendido, quedandoacordes en que era preciso "echar tierra", "des-orientar la opinión...", "hacer la conspiracióndel silencio". Con tal motivo el papá de Finitareparó en lo bien conservada que estaba lamamá de Currín, y ésta notó en el banqueroexcelentes condiciones de hombre práctico enlos negocios y de caballero galán con las damas.Su amistad se consolidó, y hay quien cree quese visitan a menudo. No se presume, sin em-

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bargo, que jamás se hayan escapado juntos...¿Para qué? Cuentos escogidos, 1891.

Sí, señor

Lo que voy a contar no lo he inventado. Si lohubiese inventado alguien, si no fuese la exactaverdad, digo que bien inventado estaría; perotambién me corresponde declarar que lo heoído referir... Lo cual disminuye muchísimo elmérito de este relato y obliga a suponer que mifantasía no es tan fértil y brillante como se hasolido suponer en momentos de benevolencia. ¿Eres tímido, oh tú, que me lees? Porque latimidez es uno de los martirios ridículos; nospone en berlina, nos amarra a banco duro. Latimidez es un dogal a la garganta, una piedra alpescuezo, una camisa de plomo sobre los hom-bros, una cadena a las muñecas, unos grillos alos pies... Y el puro género de timidez no es el

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que procede de modestia, de recelo por insufi-ciencia de facultades. Hay otro más terrible: latimidez por exceso de emoción; la timidez delenamorado ante su amada, del fanático ante suídolo. De un enamorado se trata en este cuento, y tanenamorado. que no sé si nunca Romeo el vero-nés, Marsilla el turolense o Macías el galaico loestuvieron con mayor vehemencia. No envidiéis nunca a esta clase de locos. A losque mucho amaron se los podrá perdonar ycompadecer; pero envidiarlos, sería no conocerla vida. Son más desventurados que el mendigoque pide limosna; más que el sentenciado que,en su cárcel cuenta las horas que le quedan devida horrible... Son desventurados porque tienedislocada el alma, y les duele a cada movimien-to... Doble su desdichada si la acompaña el supli-cio de la timidez. Y la timidez, en bastantescasos, se cura con la confianza; pero la hay cró-nica e invencible. La hay en maridos que llevan

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veinte años de unión conyugal y no se hanacostumbrado a tener franqueza con sus muje-res; en mujeres que, viviendo con un hombre enla mayor intimidad, no se acercan a él sin temory temblor... Generalmente, sin embargo, se pre-senta el fenómeno durante ese período en queel amor, sin fueros y sin gallardías, se estremeceante un gesto o una palabra... Y éste era el casode Agustín Oriol, perdidamente esclavo de lacoquetuela y encantadora condesa viuda deDolfos. Dícese que una viuda es más fácil de galantearque una soltera; pero en estas cuestiones tanpeliagudas, yo digo que no hay reglas ni axio-mas. Cada persona difiere o por su carácter opor el mismo exceso de su apasionamiento. Agustín sentía, al acercarse a la condesa, todoslos síntomas de la timidez enfermiza, y mien-tras a solas preparaba declaraciones abrasado-ras, discursos perfectamente hilados y tan per-suasivos que ablandarían las piedras, lo ciertoes que en presencia de su diosa no sabía despe-

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gar los labios; su garganta no formaba sonidos,ni su pensamiento coordinaba ideas... Todosreconocerán que este estado tiene poco deagradable, y que Agustín no era dichoso, nimucho menos. Vanamente apelaba a su razón para venceraquella timidez estúpida... Su razón le decíaque él, Agustín Oriol de Lopardo, caballero porlos cuatro costados, joven con hacienda, inteli-gencia y aptitudes para abrirse camino, era unexcelente candidato a la mano de cualquieramujer, por bonita y encopetada que se la su-ponga... ¿Por qué no había de quererle la con-desa? ¿Por qué, vamos a ver, por qué? Él debíaacercarse a ella ufano, arrogante, seguro de suvictoria. Y todas las noches, al retirarse a sucasa, se lo proponía..., y al día siguiente proce-día lo mismo que el anterior. Se insultaba a símismo; se trataba de menguado, de necio, perono podía vencerse... No podía, y no podía. De modo que, al año próximamente de unenamoramiento tan intenso que le ocasionaba

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trastornos cardíacos, violentos hasta el síncope,Agustín no había cruzado aún palabra, lo quese dice palabra, con su idolatrada viuda. Iba atodas partes donde podía encontrarse con ella,pasaba muchas veces por debajo de sus balco-nes, se trasladaba a San Sebastián el mismo díaque ella y en el mismo tren..., y aún ignoraría elsonido de su voz si no hubiese prestado ansiosooído a las conversaciones que ella sostenía conotras personas... Por fin, un día -precisamente en San Sebas-tián- presentose rodada la ocasión de romper elhielo. Fue en la terraza del Casino, a la hora enque una muchedumbre elegantemente ataviadarespira el aire y escucha o, por mejor decir, noescucha la música, sino las infinitas charlas, quehacen otro rumor más contenido y más suave,como de colmena. Agustín estaba muy próximoa su amada, y devoraba con los ojos el perfilfino, asomando bajo el sombrero todo empena-chado de plumas. Ella le observaba de reojo, yviéndole tan cerca, de pronto sintió impulsos

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de dirigirle la palabra. No era correcto, no eraserio, no era propio de una señora... Bueno. Por encima de las fórmulas socialesestán las circunstancias, ¡y ay de estas irregula-ridades que todo el mundo comete, cuando aello le empuja un fuerte estímulo!... La viudita no podía menos de haber notadoaquella adoración profunda, continua que larodeaba como el cuerpo astral al cuerpo visible,y sentía una curiosidad femenil, ardorosa, elafán de saber qué diría aquel adorador mudo,que la bebía y la respiraba. Resuelta, con son-riente afabilidad, con un alarde infantil quedisimulaba lo aturdido del procedimiento, ex-clamó: -¡Qué noche tan hermosa! ¿Verdad que es unadelicia? Agustín sintió como si campanas doblasen ensu cerebro, no sabía si a muerte o si a gloria; susangre giró de súbito, sus oídos zumbaron.... ycon tartajosa lengua, con voz imposible de re-

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conocer, con un acento ronco y balbuciente,soltó esta frase: -¡Sí.... señor! ¡Sí..., señor! Fue como si otro hubiese hablado... Un indivi-duo zumbón, dentro de Agustín, se reía sardó-nico, se mofaba de la extravagante respuesta...¡Acababa de llamar "señor" a la única mujer quepara él existía en el mundo! ¡No se le había ocu-rrido sino tal inepcia! Y ahora, con la lenguaseca y el corazón inundado de bochorno, tam-poco se le ocurría más. ¡Qué había de ocurrírse-le! La terraza daba vueltas, el suelo huía bajosus pies... Exhaló un gemido ronco, se llevó lasmanos a la cabeza y, levantándose, tambaleán-dose, huyó sin volver la vista atrás. Aquellanoche pensó varias veces en el suicidio. A la mañana siguiente, sintiéndose incapaz depresentarse de nuevo ante la que ya debía des-preciarle, salió para Francia en el primer tren.Estuvo ausente muchos años. En ellos no volvióa saber de su adorada. Un día leyó en un perió-dico que se había casado. Todavía la noticia le

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causó grave pena. Después lentamente, fueolvidando, nunca del todo. Habían corrido cerca de cuatro lustros. Lascanas rafagueaban el negro cabello de Agustín,cuando en uno de sus viajes entró una señoracon dos señoritas en el mismo departamento.Agustín la reconoció.... y aún su corazón (delcual padecía) le avisó de que era ella; muycambiada, muy envejecida, pero ella. ¿Fue reconocido Agustín? No se sabe. Lo cier-to es que se trabó conversación entre ambosviajeros, y que esta vez no habiendo el estorbode un amor tan insensato, Agustín charló sinrecelo, y las horas corrieron sin sentir. La viaje-ra habló de su juventud, y murmuró confiden-cialmente: -De cuantos homenajes han podido tributar-me, el que más agradecí, porque era el más sin-cero, consistió en que un joven, que me seguíacomo mi sombra, me contestase, al dirigirle yopor primera vez la palabra: "Sí, señor..." ¿Com-prende usted? Era tal su aturdimiento, que no

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acertó a decir otra cosa... Los requiebros másentusiastas no pueden halagar tanto a una mu-jer como una turbación, que sólo puede inter-pretarse como señal de pasión verdadera... -¿De modo... que usted no se rió de aquelhombre? -preguntó Agustín. -Al contrario... -respondió la señora, con acen-to en que parecía temblar una lágrima.