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Cuentos Completos - Francisco Rojas Gonzalez

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Clasico del escritor mexicano Francisco Rojas Gonzalez

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Francisco Rojas González logró llegaral fondo del pensamiento indígena ypueblerino hasta lograr recrearlo consencillez y emotividad, a pesar de untrabajo literario corto pero rico enmatices. Creencias y formas depensamiento de las diferentes etnias deMéxico se mezclan en su obra, lo quepermite conocer y llegar a comprendersu mitología y sus costumbres. El haberdesarrollado estudios etnológicos endiferentes partes de México le permitiótener un mayor conocimiento de lascostumbres indígenas lo que hizoposible que desarrollara mejor su obra,pero ni duda cabe que fue lasensibilidad para captarlas la queprovocó que su trabajo literario le

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permita estar entre los grandesescritores, no sólo de Jalisco, sino engeneral de la narrativa mexicana.

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Francisco Rojas González

Cuentos completos

ePub r1.0IbnKhaldun 11.01.15

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Título original: Cuentos completosFrancisco Rojas González, 1971

Editor digital: IbnKhaldunePub base r1.2

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… Y otros cuentos

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Atajo arriba

A J. de Jesús Ibarra,que bien sabe de estas cosas

ATARDECÍA. El atajo estrechoserpenteaba entre jarales. Las lajasblancas, pulidas, resbalaban barrancaabajo, hasta beber en el hilillo de agua

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zarca del arroyo.La cigarra decía la oración de la

tarde, y el mugir del toro en brama seestrellaba en la falda del cerro.

Y el atajo subía. Subía hastaperderse.

La senda blanca allá en la cumbrese tornaba en roja, teñida por los rayosoblicuos del sol que caía.

Amo y siervo toparon en un recododel atajo.

El primero jinete en noble bestiaalazana, de finos remos, mirada vivaz ygran alzada.

El segundo tras la yunta de bueyes,que rumiaban el cansancio y azotabancon la cola sus costados calvos por elincansable chuzo.

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—¡Buenas tardes le dé Dios alamo…!

—¿Cuántas veces tendré que icirteque desunzas en el potrero y cargues túsobre el lomo los aperos? ¡Mira cómoandan de estragaos los animales!

—Amo, cuando acabo debarbechar quedo tan cansado, queapenas aguanto el peso de la garrocha.¿Cómo quere su mercé que cargue concadenas, coyundas y yugos…? ¡Ah, sóloel que carga el avío sabe lo que pesa!

—¡Uy, pelao hijod’iun, como a tino te cuestan los bueyes, te importa uncanijo trabajarlos hasta que revienten!

—Amo, los bueyes tragan zacate yse hartan… Yo como gordas y no melleno, ni a juerzas… ¡Es tan probe la

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ración!—¿Conque probe, no? Pos traga

zacate como los bueyes. ¡Así te llenarásy reventarás en buena hora! ¡Magníficaescuela está haciendo el maistro delpueblo, tratando de convencer a ustedesde que son víctimas, de que están malpagados, de que son los explotados. Yaverás cómo el chivato no hace güesosviejos…! ¡Revoltoso maldito, yo meencargaré de que eche en olvido eso queél llama ideas redentoras… para eso esel dinero, y cuando éste falla, para esoson las balas! Y tú, desgraciao,arrodíllate. ¡Voy a enseñarte algo másefectivo que la doctrina de ese apóstolmuerto de hambre…! ¡Pero arrodíllate,grandísimo cabresto…!

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El patrón echó mano al machete. Suhoja chifló como serpiente y cayó rápidasobre las espaldas musculosas delgañán.

Un ronco grito repercutió en labarranca.

La cigarra cortó su oración.Los pájaros dejaron sus nidos y

volaron con todas las fuerzas de susalas.

Muchas lajas rodaron barrancaabajo lanzadas por las pezuñas delcaballo, o por los pies descalzos del«ajusticiado».

Después, sólo el chasquido de lahoja al pegar en los costados hercúleosdel peón y el piafar del potroenardecido.

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El campesino se dejaba azotar.Sobre él pesaba una tradición de

siglos: el respeto al amo. Una doctrinaabsurda. La sentencia urdida por loscuras: «… y jamás levantes la mano a tupatrono, que es la representación de ladivinidad en la tierra».

La tormenta de cintarazos caía sintregua sobre la espalda sangrante.

Rendido por el dolor levantó lacara quizá en demanda de perdón. Viocómo el sol enrojecía la cumbre de lamontaña. Sus rayos hirieron la pupiladilatada por el sufrimiento. En su rostroimpávido hasta entonces, se dibujó unamueca. La mueca trocóse en gestoenérgico, gesto estatuario; peroimposible de ser plasmado: el gesto del

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rebelde. Olvidó la vieja tradición. Tomóel machete por la hoja enrojecida con susangre y derribó de un tirón al jinete.

La hoja se volvió obediente.Sólo que esta vez no de plano, sino

de filo cortaba el aire y se hundía encarne blanca. Uno, dos, tres, diez,cincuenta… y muchos más furiososgolpes.

La mano poseída de un frenesí devenganza hirió, hirió, hirió, hasta dejarsobre el camino una masa informe queescurría tanta sangre, que la tierrablanca del atajo se hizo roja… rojacomo la cumbre de la montaña que teñíael sol poniente.

Las raíces de las jaras de la riberabebieron con fruición de sedientos.

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Desunció los bueyes.Tuvo para ellos un purísimo

pensamiento de libertad.Aspiró a pulmón lleno.Arado, yugo, coyundas y cadenas

se amontonaron sobre el cuerpodespedazado.

Arrancó un puñado de hojas dejara, limpió el sable con ellas y brincósobre los lomos del potro alazán.

Se fue cuesta arriba.

Los vecinos del rancho, al darse cuentadel crimen, fueron al lugar de loshechos.

Todos vieron que en la montaña,allá en la cumbre, un jinete rojo cruzaba

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frente al sol…Y cuando los «pelones»

preguntaban furiosos por el vil asesino,los rancheros encogiéndose de hombroscontestaban:

—¡Pos quén sabe, amo; se jue atajoarriba!

—¡Y se perdió en el sol! —agregaba el maestro del pueblo.

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Pax tecum

LA FRASE machacada llenaba todo mipequeño mundo.

—¡Es un hombre que por susbondades no es para esta tierra! ¡Se haentregado en cuerpo y alma a la causa deCristo! —decía la voz desdentada de ladirectora de mi escuela.

—¡Es en verdad un ministro deDios! —llegaba a mis oídos la voz

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tipluda de la maestra del sexto año.—¡Que Él lo tenga mucho tiempo

sobre la tierra, para bien de nosotros lospecadores! —terciaba la profesora demi grupo llena de erudición gofir,mientras movía coquetamente susinquietantes ojazos negros.

—¡Qué bueno es el señor obispo,señor San José lo cuide de tantos malescomo los hay en esta empecatada tierra!—murmuraba la vieja portera,signándose con sus dedos torpes ygruesos.

El hombre santo, el hombrebondadoso, el benefactor de la especieestaba al caer.

Mis deseos de conocerle hacíanque la fecha fijada para su arribo se

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alargara infinitamente.Los compañeros de escuela eran

más felices que yo: ya conocían alprodigio, «cuando el otro año vino abendecir el salón del sexto».

Ellos ya habían besado sus manos.El más afortunado en aquella ocasiónhabía tomado el lazo de su gran mulatordilla para que echara pie a tierra;estuvo cerquita de él cuando bendijo atoda la clase, que arrodillada recibía enplena nuca aquellos signos trazados enel aire con el garbo y la fe deltaumaturgo acreditado.

Un día me sentí impotente paracontener toda mi curiosidad.

El dicho de los muchachos que merodeaban no satisfacía ni con mucho mi

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afán de investigaciones. Necesitabasaber algo más del prodigio. Urgíafamiliarizarme con él antes que llegara ala escuela.

Por eso me atreví a preguntar a mimaestra:

—¿Cómo es el señor obispo?—¡Oh… es el señor obispo de una

sublimidad extraordinaria, su espíritusutil… su gran talento… su…!

—¡Bueno, maestra, pero yo quierosaber cómo es él!

—Así como te dije es él en cuantoa lo espiritual… Pero no me acordabaque tú no sabes de esas cosas… Encuanto a lo material es distinguidísimo:está en los treinta y tres, la edad deCristo precisamente… ¡Mira qué

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coincidencia! Es rubio, de ojos claros,pelo abundante, castaño claro,quebrado; alto su cuerpo; garboso suandar; dulce la mirada y una simpatíaque se desborda.

Al describir mi maestra al hombreextraordinario, movía sus grandes ojosnegros y relamía sus labios llena deentusiasmo.

Yo creí en el prodigio.Mi ansia crecía por momentos.

Llegué a no escuchar las clases sólo porestar pensando en el momento en quelleno de fe besaría aquella mano pálida,larga, distinguida… Aquella diestrallena de bendiciones, aquel miembrofamiliarizado con las consagraciones yoliente a incienso.

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Cuando nuestra profesora nosenseñó el himno que deberíamos entonara la llegada del superhombre, mivocecilla mal educada adquirió rarostimbres que me sorprendieron por lobello. Un calosfrío extraño corría por micuerpo, entornaba los ojos hasta llegar aun éxtasis que yo conceptuaba divino…¡divino, sin género de dudas!

Una mañana llena de sol, al salir demi casa para la escuela, mi corazóninfantil quiso salirse del pecho, cuandovi las calles del pueblo tan bienadornadas; festones de pino cruzaban deacera a acera, grandes banderastricolores colgaban de las ventanas; elempedrado del piso estaba cubierto conserrín pintado de verde; las muchachas

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ataviadas de lo mejor posible mostrabansu alegre sonrisa tras el férreo enrejadode sus ventanas. En fin, a mi pueblo lohabía cambiado la fe inefable de susmoradores. ¡Y la escuela! ¡Uf! Ésta síque estaba lujosa. ¡El colmo del buengusto! Desde el cubo del zaguán hasta elúltimo salón, todo estabatransformado… Al personal docentedaba gusto verlo: todos ataviadoselegantemente. Los grandes ojos negrosde mi joven profesora lucían más bajoaquellos rizos que eran resultado detoda una noche de tormentos por elestiramiento cruel de los«enchinadores».

Los muchachos no deslucíamosante el profesorado.

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La mayor parte fuimos bañados lavíspera del gran día y la escuela enteraolía a jabón de Zapotlán.

Cuando la esquila mayor fueechada a vuelo, encontró eco en todoslos corazones.

Era la señal de que el cortejo de SuIlustrísima se encaminaba a la escuela.

¡Qué espera tan larga, Dios mío!Por fin, tras de media hora de

penosa intranquilidad, el cortejo obispaldobló la esquina y llegó a la escuela.

Nuestro himno llenó las cuatroparedes del salón de actos. Losprofesores corrían de un lado a otropara colocarse finalmente en estrechavalla… y el cortejo precedido por SuSeñoría entró en el recinto.

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Nubes de humo perfumado y sonarde campanillas.

El obispo marchaba arrogante,sonriente, sus ojos azules se deteníanmirando a los presentes con ternurainefable. Su mano larga, fina, se posabade cuando en cuando sobre la mondacabeza de algún niño, que tembloroso defe alzaba sus ojillos rasos de lágrimas.

Por fin llegó al solio preparado exprofeso. Volteó hacia el público, alzó lamano y todos caímos de rodillas. Labendición episcopal llenó la gran sala ysin duda llegó hasta los curiosos queparados de puntillas veían tras de laventana.

Cuando levanté la vista confortadoya por el sagrado signo, vi que todos los

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presentes se encontraban aún postrados,con la vista baja; solamente allá lejos,mi maestra, erguida, bailaba más quenunca sus grandes ojos, tan grandes, queeran suficientes para contener toda sucoquetería.

Después los niños desfilaron uno auno; llegaban cerca del prelado, sepostraban devotamente y besaban llenosde unción el áureo anillo pastoral.

Me tocó mi turno. El corazón memartirizaba con su incesante traqueteo;llegué a las plantas de Su Ilustrísimaquien me tendió la mano larga, fina…Quise antes de besar la joya pastoral verde cerca el milagro de aquellos ojosclaros, tranquilos, llenos de misticismo,de divinidad… ¡Pero oh, aquella mirada

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dulce hacía poco, se había transformadohorriblemente! Ya no estaba perdida enno sé qué encanto celestial; suspárpados ya no caían llenos de beatitud,sino fijos en cierto lugar se clavabancomo puñales; el azul apacible setransformó entonces en un color aceradoque tenía extraños reflejos; su boca,poco antes risueña, se plegaba haciaadentro en un rictus indescriptible, surostro pálido, seráfico antes, secoloreaba ahora intensamente. Busquécon mi vista el punto en donde seclavaba la mirada del prelado, y topécon una estupenda pantorrilla de mijoven maestra, que con el pretexto dearreglar un adorno, trepó a una silla ydescuidadamente había dado una

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pequeña muestra de los encantos queguardaba tan secretamente.

Volví a ver al obispo. Su manosudorosa temblaba… no era aquelladiestra familiarizada con lasconsagraciones y olorosa a incienso; eraotra, era una mano pecadora. Cuando elobispo dijo el ritual Pax Tecum, su voztremolaba extrañamente.

La directora se dio cuenta de queyo en lugar de haber besado la diestraepiscopal, había hecho un gesto derepulsión y había bajado en carrera lasescaleras del solio. Tal conducta mevalió dura reprimenda.

La maestra de mi clase hablaba más

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seguido de las cualidades físicas delprelado que de sus virtudes espirituales.Cuando tocaba el punto bailaba susojazos y relamía sus pequeños labios.

Poco después, echando a meditar micerebro de chiquillo, llegué a laconclusión de que el hombre de los ojosde color de acero y mirada caprina nopodía ser diferente al dulce mitrado demanos taumaturgas.

Era el primer paso hacia la sublimeliberación del espíritu.

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Las Rorras Gómez

EL VICIO triunfaba dentro del estrechorecinto, cuyas cuatro paredes estaban apunto de volar por la fuerza expansivade una atmósfera capaz de ser tajada concuchillo.

Ríos de ponche de parrastransformaban los semblantes. Alterabanlos espíritus. Entorpecían las facultades.

La murga estruendosa hilaba la

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cadena de danzones y foxes.El jaleo botaba y rebotaba de pared

a pared.Las parejas en los pasillos

sincopaban el absurdo.—¡Cuéntala tú, a mí no me la van a

creer! —dijo dirigiéndose a mí lamesera que nos servía copas y máscopas.

—Sí, cuéntala —agregó vivamenteel amigo sentimental que habíaadivinado la tragedia en el rostroprematuramente ajado de la mesera, alque no lograban rejuvenecer ni losafeites baratos, ni el brillo artificial delos inmensos ojos claros, ni la sonrisatristona de aquellos labiosencarminados, que al plegarse dejaban

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ver una fila de dientes de oro verdoso afuerza de escasez de quilates.

—Bueno, pues, oído al parche —repuse antes de beber el último trago demi copa—. Esta mujer que ven ustedesaquí, es la Rorra, más bien dicho, unade las Rorras Gómez… Tiene unahermana gemela muy parecida.

»No tendré que asegurarles queallá en sus buenos tiempos era bella…bella de llamar la atención entre lasalteñas… ¡que ya era mucho!

»Las Rorras eran de las mejoresfamilias de Los Altos.

»Las Rorras eran las primeras enser invitadas.

»Las Rorras eran las másatendidas.

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»Las Rorras traían locos a losjóvenes de Pueblo Nuevo.

»Las Rorras por aquí…»Las Rorras por allí…»La otra Rorra era más alegre que

ésta, aunque menos bella.»Platicaba con su novio por la gran

ventana enrejada de su casa, hasta muyentrada la noche.

»¡Grandes bañadas de luz de luna!»Esta Rorra era muy rezadora.

Tenía novio; pero nunca se le vio en laventana.

»El año de 17, cuando donVenustiano juraba y perjuraba que elpaís estaba en paz, la región de LosAltos era azotada con terrible crudeza.

»José Inés García Chávez era el

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bandido que más daños causaba. PuebloNuevo, entonces residencia de lasRorras, fue un mal día señalado por elíndice nudoso del salteador. Sus hordas,obedientes hasta la ceguera, picaron losflancos de sus bestias. La apocalípticacabalgada se lanzó a la nueva aventura.

»Como las aguas de un mar que sedesborda, la hueste fatal dirigió susriendas hacia el indefenso pueblecillo,azuzada por el deseo de derribarpuertas, invadir casas, saquear templos,violar doncellas, matar, destruir y enborracha fuerza dejar tras su paso unhálito de exterminio.

»La racha chavista volaba hacia sunueva víctima, que confiada se dedicabaa cultivar sus campos, a cantar sus

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canciones y a admirar ingenuamente labelleza de sus mozas, entre las queocupaban envidiable término las RorrasGómez.

»Una bella mañana Pueblo Nuevofue atacado.

»Los vecinos se parapetaron en lasazoteas y detuvieron por instantes ladantesca avalancha.

»Pero los apetitos insaciados, lasaña feroz, el número, fueron factoressuficientes para hacer que los bravosvecinos se replegaran hasta la plaza,dejando heridos y muertos a muchosamigos, mientras por la calle real losbandidos ganaban palmo a palmo elterreno tan bien defendido.

»Después, el risueño campanario

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constituyó el último reducto.»Los disparos se hacían cada vez

más escasos, y la gavilla preparaba elsaqueo.

»García Chávez y los suyosconocían la fama de las Rorros Gómez.

»Por eso una veintena de greñudosse disputaban el paso del amplio portónde la casa que guardaba celosa losprodigios.

»La puerta saltó hecha pedazos porlas culatas de los rifles.

»Del campanario ya no salía ningúndisparo.

»La avalancha penetró sedienta delujuria a la casa de las Rorras Gómez…

»¡Y plancha! ¡No encontraron anadie!

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»Los bandidos se deshacíanbuscando dentro de los roperos; debajode las camas, tras las cortinas… ¡Ynada! Era tanta su excitación queolvidaron por completo la rapiña, puesropas, muebles y hasta alhajas estabantirados en medio de las piezas,ofreciéndose sólo por el trabajo deestirar la mano.

»—¡Ónde diablos se habránmetido!

»Los más desesperados se tirabande los pelos crespos y duros por elsudor y el polvo.

»Los más filósofos se dedicaban alsaqueo, suspirando continuamente por lomal que les había salido el plan trazadocon tanta anticipación y acariciado con

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tanto cariño.»Alguno dio con la bodega.»Todos fueron hasta allá, con la

esperanza de hallar entre las cajas y lossacos de grano el precioso botín.

»Pero de las Rorras, ¡anda vete!»Dieron con dos cajas de tequila.»—¡Pior es nada!»Y comenzaron a beber…»Y acabaron de beber…»Ya se disponían a abandonar la

casa, llevándose todo lo llevable,cuando alguien notó que se movía unladrillo en la pared del frente, pensó enlos efectos del tequila. Pero lo mismovio otro y otro, hasta que todos se dieroncuenta del fenómeno.

»Alguno tiró del ladrillo y lo

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arrancó.»Vio que lo que tenía en la mano no

era ladrillo sino una tabla pintada alcolor de la pared.

»Del hueco salió un grito quecorearon todos con alaridos de gusto:

»¡Por fin las Rorras Gómez…!»En efecto, allí estaban. Habían

sido emparedadas. Sus padresabandonaron la casa, dejando entre dosparedes a las hijas, acompañadas de suvieja nana. Admirable escondrijo que notenía más comunicación con el exteriorque el pequeño postigo que habíandescubierto los bandidos. Esta Rorraaquí presente, señores, fue la culpablede que los chavistas repararan en elescondite. Era tanto su miedo, que quiso

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atrancar con una larga vara el postigo.Pero sus nervios estaban tan excitados ysu mano temblaba en tal forma, que lapuertecilla comenzó a moverse, a bailar,hasta ser advertida por la cuadrilla.

»Lo que siguió pueden ustedesadivinarlo. La pared fue derruida. LasGómez fueron sacadas a empujones, yallí, sobre los sacos de grano, seconsumó el hecho… Primero uno,después otro, luego otro y otro y otro…todos, todos abrevaron en aquelloslabios que tantos sonrojos de envidiacausaban entre las alteñas.

»El general Diéguez rescató alpueblo.

»Su ataque por sorpresa impidióque las Rorras fueran llevadas por los

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chavistas a la sierra.»El pueblo entero lloró la

desgracia: ¡Tan lindas! ¡Tan bieneducadas! ¡Tan virtuosas! ¡Tan…!

»Cuando salieron del hospital deGuadalajara, a la otra Rorra la hizoformal su novio, dándole un nombrehonrado y llevándosela a su rancho, endonde ahora vive llena de hijos, gorda,descuidada y fea.

»Ésta no quiso volver a su novio.Se dio a la vida… ¡Aquí la tienenustedes de cuerpo presente!».

—¡Oye! —me interrumpió lamesera—, no has contado lo principal…¡Es que no lo sabes! Cuando yoatrancaba la puerta, no era el miedo loque hacía temblar mi mano… era que…

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¡Bueno, la mera verdad… mi novio eramuy tímido, ¿sabes?, y yo, yo tenía ganasde desmayarme entre los brazos de unhombre fuerte, fuerte…! ¡Y entre loschavistas había tantos hombres fuertes!… Por eso movía la puerta delpostigo… No era miedo… ¡Eran ganas!

Una carcajada se confundió entrelas notas del tango que moría pendientede la desdorada bocina del saxofón.

Mi amigo el sentimental bebió deun solo trago todo el ponche de su copa.

Y la Rorra Gómez tuvo esa nocheun novio más.

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No juyas, Nacho

1

—YA NO encuentro palabras, muchacho,para hacerte desistir… No es que no meguste la polla, ella es buena, pero supadre, mi compadre don Melesio, esmuy lambiscón… y por conseguir los

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favores del amo es capaz de cualquiercosa…

—Será lo que usté guste, padre,pero yo quero a Chole y ella mecorresponde… Y ya que usté no le ponea la muchacha ningún defeuto, qué meimporta a mí que los tenga el viejo donMelesio, si yo no me voy a casar con él.

—Mira, Nacho, tú estás muy tiernotodavía y no sabes nada del mundo. Lamuchacha es bonita, más bonita de loque debe ser la mujer del probe… Túconoces al amo. Ya sabes que él, cuandoestá de por medio una mocita fresca ychula, no repara en nada. Ayer, alpardear, venía yo de la tienda cuando tuChole estaba sacando un cántarorebosante del ojo de agua. D’entre los

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jarales, tal parecía que la estabaesperando, salió don Antoño, nuestroamo, y le quitó el mecate de las manos.El niño Toño, con un comedimiento raroen él, le ayudó a sacar el agua y puso elcántaro en el suelo, mientras decía algoa Chole. Ella, turbada, no atendía másque a taparse la cara con el rebozo. Endespués, la muchacha asustada seagachó, cogió el cántaro y echó a correrpor el camino, sin voltear a ver al niñoToño que se quedó riendo a carcajadas;pero viendo a la chamaca con la avidezde un chivo en brama.

—¡Pero…!—Cállate, Nacho, déjame acabar…

cuando tú vas yo ya vengo… Al amodon Antoño le cuadra tu novia, y si

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tienes en cuenta lo rastrero que es micompadre Melesio, verás que tu bodacon su hija es peligrosa… Tal vez tucasamiento es plan de don Melesio… Tequere de tapadera… y en lográndolo, yote aseguro que mi compadre es caporalen tres días después de la boda y que sucuenta en la tienda de raya desaparecepor obra de magia negra.

—Padre, mida sus palabras… Noofenda a mi novia, ella no consentirá.

—¿Y de qué sirve que ella seoponga, cuando están de por medio elamo y su padre, que es capaz decualquer mecada pa llegar a caporal?

—Pos oiga, mi siñor… Si sucompadre don Melesio y nuestro amo elniño Antoño se empeñan en hacerme una

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tantiada, yo le juro por los güesos de misanta madre que yo también soy capazde cometer cualquer mecada… y mesaldré con la mía.

—Hijo, no sabes lo que dices, aquén se le ocurre contradecir al amo.¿Qué no oyiste el sermón que dijo eldomingo el señor cura?

—¡El señor cura…! ¡Todos son lomesmo!

—¡Blasfemo! Arrepiéntete de loque dijiste, o Dios descargará sobre titoda su santa ira.

—¡Que me parta un rayo d’iunavez! ¿Cómo se ha de sulevar uno…? Nose contenta don Toño con la punta deviejas pintarrajeadas que trae del puebloa escandalizar en el rancho; siendo que

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pretende quitarnos a nuestras hembras…pa dejarlas después enfermas y cargandoa un ser miserable y sin padre. No, no lopermitiré… prefiero azotarme comovíbora en cualquer piedra del camino…¡Pero qué bruto soy…! ¡Como matarme,mejor será matar y huir, huir hasta dondeencuentre la justicia!

—¡Estás loco, Nacho; tendrás queandar mucho pa encontrar la justicia…porque ella vive lejos… muy lejos denosotros; está por allá donde el cielo yla tierra se juntan!

—¡Pues iré hasta allá, adió! ¡No!Aquí me quedo mejor. Tengo la justiciaal alcance de mi mano… y la haré, sí,¡la haré! Pero padre, no sea mala gente,vaya a pedirme a Chole, no sea que

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después se arrepienta; sea bueno, miviejo…

—Bueno, iré, pero conste, m’hijo,que yo puse todo lo que pude pa evitareste mal paso. Primero pasaré por micompadre Pantalión para que meacompañe al pedimento… ¡y que Dios teayude!

2

En las eras los peones comentaban.—Pues ansí jue la cosa asigún

cuentan los enteraos: Dicen que Inacioal darse cuenta de que el niño Toño letrató del abandono a su mujer, y que elsuegro hacía el papel de intermedio

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entre su hija y el amo, se encorajinómuncho, y esperó al dijunto don Melesioen el Potrero del Palo Alto, y que luegoque lo vido venir, se le dejó ir con lacoa en la mano, le dio un guamazo conella en la cabeza y se la abrió en doscomo una calabaza sazona. A luegoNacho se vino al casco de la hacienda ycomo loco llegó a la casa del amo donAntoño y se puso a decirle insultos ymalas razones. Los de la acordada lorodiaron y lo encerraron en la troja.

—¡Probe Nacho, nomás a los dosmeses de casao le cayó el chahuistle!

—¿Y qué le irán a hacer?—Pos quén sabe, hoy viene el

destacamento por él… Yo creo que nollega vivo al pueblo.

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3

El amo en la casa de la hacienda gritabaenfurecido:

—Sí, teniente, yo les tolero todomenos que sean ladrones… A éste loagarramos con las manos en la masa…En el corral de la casa tenía enterradosdos azadones, unas coas y tres rejas dearado…

—Eso no es cierto —interrumpióChole—, yo vide cuando mi papa eldijunto las jue a enterrar… me dijo queno dijera, y yo no dije la mera verdáporque creyí que mi padre era el ratero,sin pensar que lo que querían eracreminar a mi Inacio pa llevárselo deleva…

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—Tú no te metas, chamacainsolente, ésas son cosas entre elteniente y yo —atajó vivamente elpropietario—. Pues sí, mi oficial, comoiba a usted diciendo… mi fielmayordomo, muerto ayer en manos deIgnacio, descubrió el robo y así me loavisó. Yo ordené que aprehendiera almalhechor y lo entregara a la justicia;pero fue antes vilmente asesinado porese muchacho que desde hace muchotiempo me había causado muchosdisgustos. Es muy rebelde.

—¿Y usté qué pide contra elasesino de su padre? —dijoestúpidamente el soldadón dirigiéndosea Chole.

—¡Pos yo nada; cómo quere su

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mercé que pida… él es mi marido, y alhacer lo que hizo, yo sé que alguna razóntendría…!

—Nada, teniente, sáquelo del trojey lléveselo al pueblo, ya sabe cómodebe tratarlo. ¡Usted a callarse,chiquilla chillona!

—Muy bien, don Antonio, sacaré alpreso y me lo llevaré… Lo trataré contoda consideración durante el camino…Pero no se le ocurra tratar de huir,porque entonces sí no tendré másremedio que echármelo al plato.

Chole sollozaba ruidosamente.—Bien, mi teniente, no pierda

usted tiempo, le deseo un buen viaje yno olvidarse de todas mis instrucciones.

—¡Pierda cuidado, patrón don

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Antonio…! ¡Con el permiso!

4

Y en las eras seguía el comentariosusurrante.

—Dicen que le van a dar su leyfuga…

—¡Probe Nacho, ni quén le ayude abien morir…! —También van a quemarsu casa, ya le dijieron a su padre quesacara sus tiliches…

—Dicen que dejó cargada a Chole.—¡Pos probe güerfanito!

5

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Como nacida de un holocaustofantástico, la gran columna de humo sealzaba hasta el cielo. Era el jacal deNacho que ardía.

6

Por el camino real, entre dos filas desoldados famélicos caminaba elnazareno de calzón blanco.

Antes de torcer el primer recodo,se escuchó la voz chillona de una mujer,que gritaba enloquecida:

—¡No juyas, Nacho… No juyas…!

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El loco Sisniega

TENÍA fama de muy rico… Y cuando seatrevía a cruzar la calle real, todas lasventanas se abrían de par en par ydejaban salir las caras larguiruchas,pálidas, de las mujeres que le veíanentre curiosas y asombradas:

—¡Quién lo diría… con esevestido pringoso, ese viejo sombrero debola y el bastón torcido como culebra,

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podría confundírsele con Pedro el ciegolimosnero…!

—¡Se está pudriendo en oro!—¡Ave María Purísima!—… y pensar que el buen padre

Lozano anda vuelto loco consiguiendodinero para terminar el templo de SanPedro…

Y don Antonio Sisniega seguíaarrastrando sus pesadas botas de cuerocrudío sobre el disparejo embaldosado.Tosía ahogadamente, ahogadamente,como si temiera despilfarrar la tos…Veía hacia abajo, hacia el embaldosadoy las mujeres seguían murmurando:

—Míralo; no levanta la vista portemor de que el sol desgaste loscristales de sus viejas antiparras…

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Y él seguía su camino apoyadosobre el mango grasoso de su bastón.

Los chicos que salían de la escuelale miraban medrosos; después,tranquilizados quizá por lamansedumbre de Sisniega, le gritaban enfalsete como queriendo disfrazar susvocecillas:

—¡Adiós, burro de oro…!—¡No te da vergüenza traer ese

saco que serviría de sudadero a unamula!

Y Sisniega seguía su marchatrabajosa, sin dar oídos a los gritos de lachiquillería.

En la puerta de la cantina había un grupo

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de vagos que festejaba las gracejadas deHilareis.

Hilareis era cargador de profesión;ingenioso de nacimiento y marihuano dealma.

Al reparar en don Toño, la tertuliainvitó a Hilareis para que por centésimaprimera vez repitiera el chiste yafestejado cien veces.

El cargador pidió tres centavos enpago. Algún espléndido le largó unquinto por falta de cambio.

Sisniega pasó arrastrando susanchos pies y ahogando su tosecilla. Elmarihuano se desprendió del grupo, sedestocó y con el raído sombrero en ladiestra hizo una ridícula caravana alavaro.

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Don Toño intentó sonreír.—¡Lo que usté guste dar! —dijo

Hilareis.Y el avaro emprendió la huida

tropezando con los ladrillos sueltos enla banqueta.

—¡Ya viene la bola, viejotacaño…! El Chivo Encantado seencargará de hacerte vomitar todo el oroque te indigesta —gritó Hilareismientras la carcajada de la tertulia hacíavolar a las palomas que se anidaban enel chaparro campanario.

Y por centésima vez el rostro dedon Toño se demudó, sus ojos sevelaron extrañamente y sus labiosgruesos y húmedos se plegaron paramurmurar una invocación cristiana, o

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para maldecir al marihuano.

En la tertulia de la cantina se hablabadel Chivo Encantado.

Sus hazañas de sanguinariocabecilla habían llenado de pavor a lospueblos del Bajío.

—En días pasados cayó a laHacienda de la Luz… dicen que se echóal administrador…

—Y en Santa Rita cargó con todaslas muchachas…

—Y tras de vaciar los trojes losquemó…

—Y que derrotó a los carrancistasen los llanos de Buenavista…

—Yo sé de muy buena fuente que le

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tiene ganas a este pueblo, porque diceque no pierde las esperanzas de ver asus soldaderas tapadas con los rebozosde seda de nuestras muchachas…

—¡Humm, ése no viene por losrebozos de seda; viene por las que selos tapan…!

—¡De esas pulgas no brincan en supetate!

—¡A poco tú serías el templadoque se lo impidiera!

—¡Pos pa mí que venga… Luegome doi di’alta y lo primero que hago esorear a todos ustedes pa limpiar elpueblo de vagos…!

—Tú cállate, Hilareis, ¿quién te vaa tomar en serio a ti?

—¿Quién? Ya verás cómo el Chivo

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me hace jefe de su Estado Mayor.

La gente acomodada salió del pueblohuyendo hacia la ciudad.

Los de la clase media buscaronrefugio en las casas de aspectomiserable.

Y los pobres siguieron siendo losresignados, los sufridos; ellos esperabanel fin de su destino, así lo presintieranterrible.

El presidente municipal era hombrebueno. Antes de dejar el pueblo decidióver a Sisniega para decirle de la

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vecindad del Chivo Encantado.—Usted debe salir, don Antonio. El

Chivo le exigirá un préstamo forzoso ycomo usted con toda seguridad se lonegará, entonces lo matará como unperro…

Y Sisniega cambió de color… Suslabios gruesos y húmedos temblaronnerviosamente, su mirada se hizo vaga yacabó por perderse tras los empañadoscristales:

—¡Si yo soy un miserable…!

El avaro quedó solo. Sus ojos brillaronextrañamente y se fijaron debajo de sucamastro. La angustia se pintaba en sucara rechoncha, la mandíbula se le

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desprendía y sus labios siemprehúmedos se recogían en rictus horrible.

Al otro día, al pardear, Sisniegadaba el primer viaje a las afueras delpueblo… Volvía con los pies enterradosy caminando cada vez con mayordificultad. Entraba a su casa y salía denuevo. Sus movimientos eran torpes,como si cargara bajo su capa dragona unbulto pesado y voluminoso. Seencaminaba hacia la estrecha calleja quele llevaba al llano, y su grotesca figuradesaparecía tras la alta tapia delcamposanto.

Seis viajes dio Sisniega. Elamanecer le sorprendió en el último.

Llegó a su casa con los zapatosllenos de tierra blanca, de tierra del

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camposanto.—¡Ya lo enterré —murmuró entre

dientes—, está debajo del álamo delpanteón… el escondite no puede ser másseguro!

Y sus ojillos brillaronintensamente.

—¡Viva el Chivo Encantado! ¡Queviva Villa!

El alarido imponente, seco, llenó lacalle real, siguió el eco encañonadohasta llegar al río. Allí el murmullomusical de las aguas ahogó el gritosubversivo.

Luego el rumor sordo que setransformó en un gran estrépito; era eltropel salvaje que pasaba sembrandotras sí la desolación.

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—¡Viva el Chivo… jijo…!—¡Sombra del señor San Pedro,

cúbreme…!Y el disparo a quemarropa; el

estallido hueco, el cuerpo fláccido quecaía y por último el jinete que huíamascullando un rosario de blasfemias.

Las puertas de la cantina fueron hechasañicos a golpe de culata.

La turba se precipitó al saqueo.Ríos de tequila, carcajadas

léperas… y la canción guerreraacompañada por alaridos salvajes:

… ¡correrán losarroyos de sangre,

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que gobierneCarranza, jamás…!

Afuera, en el portalito, la soldaderatendía el petate en que descansaríavencido por el alcohol y rendido ante lasatisfacción del apetito bastardo, elcuerpo contrahecho del fiero salteador.

Las calles estaban solitarias. Sólouna legión de perros husmeaba cerca dela enorme hoguera que chisporroteabaalegre, inocente, en medio del portal dela plaza de armas. Se había hecho leñacon las mesas de billar. El olor acre delbarniz se mezclaba con el de la cecinaseca y enlamada que chillaba al asarsesobre la hojalata de un bote de petróleo.

Un grupo de impacientes salió de la

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cantina y marchó impetuoso a la tiendaprincipal. Saltaron las puertas y lavoracidad de los bandidos no se contuvohasta que fue vaciada por completo.

El dueño imploró; pero fueconvencido con el elocuente argumentode una corbata de ixtle.

Allí quedó el buen comerciantedando flancos al aire, pendiente de unode los arcos del portalito.

La turbamulta se esparció por elpueblo. Después, disparos aislados,gemidos, gritos, súplicas, imploracionesy algunas casas que ardían comofantásticas piras, alumbrando al pueblodesolado.

En el portalito, la soldaderaroncaba, soñando en el rebozo de seda

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tantas veces prometido.

Solamente el sol no interrumpió su viejacarrera. Brilló de nuevo iluminando lasruinas del poblado.

Una columna de humo gris subía alcielo como plegaria de réquiem.

De los árboles de la placitapendían los cuerpos de los vecinos másconocidos.

En los prados, ayer llenos de floresy de fresco césped, los famélicoscaballejos pastaban filosóficamente,mientras algunos bandidos echaban almonte, bajo la sombra espesa de losnaranjos, buena parte del botín nocturno.

A los rayos tiernos del sol recién

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nacido brillaban los largos cañones delos máuseres japoneses.

Un grupo abigarrado de peladosenvueltos en jorongos marchaba rumboal panteón. Las estampas de la Virgen deGuadalupe, a la que el polvo, lasblasfemias y el olor de la sangrecoagulada no habían podido arrebatar elmilagro de su inefable sonrisa; la delDivino Rostro que gesticulabagrotescamente o la aliñada figurilla deSan Nicolás de Tolentino, que plegabasu boca con un gesto que tan bien podíaser de bondad como de estupidez,adornaban las copas de sus anchossombreros.

En medio del grupo se distinguía lafigura de Antonio Sisniega, que

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vacilante arrastraba sus pies enormes enel pedregal blanquecino.

—¡Todavía es tiempo, vale coyote,intriéganos la fierrada…!

—¡Yo salvaría mi vida sin fijarmeen un puñado de oro, pero…!

Y por la cara de Sisniega pasaba unvelo amarillento. Sus pasos se hacíancada vez más inseguros y sus labiostemblaban furiosamente.

Después su rostro se inmovilizaba.Su mirada se perdía, y los gruesoslabios siempre húmedos se pegaban,ahora secos, secos como las hojas quearrastraba el viento en las callejuelassombrías de los jardines del cementerio,cuyas tapias cerraban el paso a lacaravana.

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Luego el paredón, alto, lamoso, fríocomo las tumbas.

Sisniega fue obligado a pararsedebajo de un verde álamo. Sus anchoszapatones se sumieron hasta el tobillo enla tierra recién removida. Su cuerpo casidesmayado se recargó en la tapia.

—¡Señores, por piedad…!—Lo único que lo salvará es

decirnos dónde está el entierrito.Y ante el mutismo del avaro se

tendieron diez cañones de acero pulido.La polvareda lejana que se

acercaba de prisa hizo que los máuserescambiaran de mira.

—Muchachos, ái vienen loscarranclanes… ¡fuego contra ellos!

La descarga se perdió en lo más

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profundo de las bóvedas vetustas delcementerio.

Luego la carrera de los bandidoscon rumbo al pueblo.

Sisniega quedó en pie, recargadoen el muro alto y lamoso, sus anchospies se movían nerviosamente sobre elmontón de tierra blanca y floja. Sumirada se perdía como se pierde lamirada de los locos.

Los labios se humedecían, sedespegaban, se colgaban para dejar salirun hilillo de saliva viscosa que sederramaba sobre el belfo, como sederrama la baba de los idiotas.

Allá en el pueblo se oyó el gemirde la ametralladora y el roncar de latercerola. Por el lado contrario al

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cementerio apareció otra nube de polvoque se alejó rápidamente hasta perderseen las faldas de los cerros azules.

Los carrancistas recobraron laplaza.

Don Toño vagó horas y horas alrededorde las tapias del camposanto. Suszapatos se tiñeron cada vez más deblanco. Y cuando la tarde dejó su lugar ala noche, Sisniega dirigió sus pasoshacia las lucecillas del pueblo.

Entró por la calle real. Laparroquia de la cantina comentaba.

La presencia de Sisniega asombróhasta el pánico de los murmuradores.

—Pero ¿qué no lo fusilaron…?

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—¿Qué pasó, don Toño?—¡Cuéntenos!Y Sisniega cruzó vacilante, viendo

como ven los locos, babeando comobabean los idiotas.

Llegó a su casa y con el enormepaliacate limpió su boca… La oscuridadno permitía ver si sus ojos habíanrecobrado el brillo de los ojos de loscuerdos o si sus labios habían sonreídocomo sonríen los labios de los avaros…

Sisniega quedó loco. Así lo aseguran,cuando menos, las viejas que le venpasar entre compasivas y curiosas.

—¡Dios castiga sin palo nicuarta…! Míralo, dicen que del susto

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que le dieron los bandidos se volvióloco y que no sabe dónde enterró sutesoro.

—¡… Ave María Purísima…!—¡Y pensar que el buen padre

Lozano no ha podido conseguir dineropara terminar el templo de San Pedro…!

—¡Pobre, a lo mejor tienehambre…!

Y la mano caritativa ofrecía alanciano la jícara de leche blanca yespumosa… Él bebía con fruición, conansia, como beben los sedientos o losidiotas…

—Dicen que sus sobrinas estáninconsolables…

—Claro, como que ya perdieron laesperanza de la herencia…

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Y don Antonio Sisniega seguía sucamino, mirando hacia abajo, pero ahoraya no veía al embaldosado; ahoragastaba todo el aumento de sus viejasantiparras viendo sus pies deformes, malcubiertos por los zapatos de cuerocrudío que seguían blancos, blancoscomo la tierra del camposanto.

Los muchachos que salían de laescuela corrían hacia el anciano y leayudaban con todo comedimiento acruzar el empedrado olvidando que suviejo saco podría servir de sudadero auna mula.

Los vagos de la cantina tenían paraSisniega frases compasivas.

Una mano le tendía una moneda. Elanciano la recogía con un gesto de

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indiferencia.Hilareis, el cargador de profesión,

ingenioso de nacimiento y marihuano dealma, sonreía malicioso ante elperegrino sentimiento de caridad de losmurmuradores.

Sisniega pasaba tosiendofuertemente como si quisieradespilfarrar toda la tos que guardaba ensu garganta.

—¡El pobre loco…!Hilareis ocultaba su sonrisa

desmolada.Y el viejo volteaba por la calle de

su casa.

Un día, cuando don Antonio hacía

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chirriar los goznes enmohecidos de supuerta, la figura ridícula de Hilareis sele interpuso, le hizo una grotescareverencia, y díjole en voz alta y conacento intencionado, mientras lemostraba un puñado de tierra blanca:

—¡Mire, mi patrón, la saqué de lasraíces del álamo del panteón…! ¡Lo queusté guste dar…!

El anciano palideció, sus labiosensayaron una sonrisa, pero el rictus seequivocó horriblemente, y murmuró algoque sólo el cargador pudo escuchar. Lapuerta se abrió de par en par y entraronambos.

Al otro día Hilareis se compró ungran traje de charro y emborrachó atodos los murmuradores de la cantina.

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El padre Lozano todavía no reúne lasuma necesaria para terminar el templode San Pedro; pero las beatas hanperdonado a Sisniega.

Don Toño sigue arrastrando sus anchoszapatos de cuero crudío y nadie lecritica su saco pringoso, ni su bastóntorcido como culebra, porque susgruesos labios siguen escurriendo baba,y porque sus ojos miran como miran losojos de los locos.

Sólo Hilareis ha descubierto laforma de vivir bien sin trabajar.

Don Antonio Sisniega sabe lo caroque cuesta este secreto.

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El corrido de DemetrioMontaño

DEMETRIO MONTAÑO era un hombrehonesto. Por eso la comunidad agraria letenía gran confianza; además él habíasido, desde el glorioso 6 de enero de1915, quien más había propugnadoporque se dotara de ejidos a la ahorafloreciente colonia.

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Demetrio Montaño era bien querido yrespetado por los campesinos de laregión; por eso era odiado terriblementepor los terratenientes y sus secuaces.

Una madrugada Demetrio Montañose encontró en pleno camino, sobre loslomos de su retinto y portador de unpliego que lo acreditaba como delegadode su Comunidad ante la GranConvención Campesina que severificaría en la ciudad cercana.

Allí habló mucho: discutió,reprobó, aplaudió, hasta tener laconvicción de que había cumplido consu deber.

La última sesión terminó tarde. Lanoche estaba encima; pero Demetrio notemía a las sombras. El deseo de volver

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a ver a Chona, su vieja, y de acariciar asu abundante prole, le hizo pensar enemprender la caminata de regreso, apesar de que todos los cuates leaconsejaban que esperara la mañana,pues con eso de los cristeros el caminono era del todo seguro.

—¡No se exponga, compa!… ¡Ustées el que más debe cuidarse!

—¡Si cais en manos de loscristeros, ya hubo viuda…!

—Más vale que esperes la fresca.Pero él era porfiado.—¡Qué fresca ni qué nada… la

fresca tendrá que agarrarme llegando alrancho! ¡Vo’a mercar unos chuchulucos yal camino!

—¡Pos obre Dios!

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Lo dicho. El hombre espoleó el penco,¡y pa’l rancho!

Ya en camino, primero hizo pasarpor su cerebro todo el recuerdo de laúltima convención. Sus triunfosalcanzados en la tribuna le hicieronsonreír satisfecho. ¡Tendría mucho quecontar a sus representados!

Después entonó muy bajito sucanción consentida:

Que por ái dicenque a mí me robó el

placeray qu’esperanzasque la deje de

querer…

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Remolió mucho tiempo el estribillotristón.

A poco cabeceaba presa de unsueño pesado. El caballo, conocedor delcamino, marchaba con la rienda floja,metiendo con cuidado las manos antesde dar el paso. Demetrio confiabaabsolutamente en su bestia. Por esoacabó por dormirse.

De pronto su sueño fue turbado porun grito enérgico, seco, cruel, que lehizo echar instintivamente la mano a lapistola.

—¡Eh, no la saques porque temueres!

Cuando abrió los ojos vio sobre supecho muchos cañones de máuser.

—¡Bueno, pos ya no hay lucha que

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valga!—¡Grita Viva Cristo Rey, Demetrio

Montaño, o aquí estiras la pata!—¿Viva Cristo Rey? ¡Pos que viva

compadre… pero no a la manera deustedes que gritan Viva Cristo Rey yaluego luego empresta la pistola y dacael güey! —dijo todavía adormilado elagrarista.

—¡Nada de chanzas y choteos,apiate!

Montaño obedeció.—Ora echa los remos pa trás —

dijo autoritariamente el salteador,mientras se preparaba a amarrar lasmanos del campesino.

—Bueno, ustedes son cristeros oqué diablos.

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—No cristeros… semos soldadosde Cristo.

—¡Ah!—¡Bueno pero ultimadamente a ti

qué te importa lo que semos! Jálale condirección a Mirandillas, allí es elcuartel general… Tú, Prócolo, estira mibestia… yo remudo con la que traiba elcabecilla de los «agraristas» —dijo elcristero al terminar de echar el «ñudociego» en las manos de Demetrio.

La caravana abandonó el caminopara meterse en el monte.

La noche era oscura. El prisionerotropezaba con los terrones del barbecho.

Los cristeros se contaban chistessoeces que coreaban con carcajadasestridentes. Los que tenían más éxito

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eran aquellos que se referían alprisionero.

Cuando allá muy lejos se vio unalucecita, Demetrio Montaño ya no podíadar paso. Los pies llenos de lodo,inflamados, se arrastraban penosamente.Los salteadores se impacientaban, y confrecuencia medían las espaldas delagrarista con sus cuartas de cuerocrudío.

—¡No se me siente, siñor… que yahace harta hambre!

—Cuando lleguemos con NanaNacha le damos su taco, siñor«agrarista».

—¡Cómo taco… si acaso un tragodiagua…! ¡Pos si lo tráimos re bienrecomendo, home…! —decía el jefe de

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la cuadrilla entre zumbón y enérgico.Montaño no hablaba. Seguía

trabajosamente el camino, sudoroso,adolorido, sediento y apretando lasmandíbulas para evitar que saliera la«mentada» que ya jugueteaba a flor delabios.

Cuando llegaron al jacal, elprisionero se desplomó rendido a lospies de las bestias.

Los asaltantes desmontaron.Algún compadecido arrastró a

Demetrio hasta el tronco de un árbol.—¡Uy —comentó alguno—, lo

tratas como si juera señorita!—¡Quédense dos de vigilancia…

los demás entren a tragar! —dijo el jefe.Luego gritó—: Nana Nacha, Nana

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Nacha… ¡Aluego luego que nospreparen que comer, unos güevos, unpollito, cualquer cosa porque tráimosmuncha jaspia…! Tráimos el merogordo… lo agarramos como a unapalomita… ¡El gusto que le vamos a dara su amigo di’usted, a nuestro general!

—¡Agua! —se escuchó entre elpiafar de los caballos la voz ronca delprisionero.

—¡Sácale un jarro, Prócolo!Los cristeros duraron algunas horas

dentro del jacal. Afuera el prisionero,completamente agotado por la debilidady el cansancio, yacía tirado cerca delárbol, a cuyo tronco se anudaba la puntade la reata que sujetaba sus manos. Adiscreta distancia, dos centinelas no

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perdían de vista a su presa.Cuando ya amanecía, salieron del

jacal los salteadores. Habían bebidomucho, hasta embriagarse.

El jefe cristero de un puntapié hizovolver de su letargo a Montaño.

—¡Mejor dame un balazo en lamera chapa, vale… pa qué me hacensufrir tanto!

—Aguárdate, chato, nomásllegamos a Mirandillas. Allí te garantizoque estiras la pata.

Y siguieron el camino.Los caballos levantaban una nube

de polvo que cubría materialmente alagrarista que era casi arrastrado por elúltimo jinete.

Caminaron toda la mañana bajo los

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ardientes rayos de un sol de canícula.Poco antes de llegar a Mirandillas,Prócolo tuvo que echar al prisionero enancas. El cansancio lo había acabado.

Cuando Montado recobró elconocimiento, se encontró encerrado enun recinto oscuro, lóbrego y mal oliente.Como él conocía Mirandillas, antes deque los cristeros la hubieran hecho sucuartel general, no tardó en darse cuentade que una de las enormes trojes de lahacienda le servía de prisión.

Tendría dos horas de estar preso,cuando alguien le llevó algo de comer:frijoles, dos o tres gordas y un jarro deagua.

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Él dio cuenta en un instante de lacomida.

Se sintió mejor. Hasta llegó a creerque su situación era menos complicadade lo que antes suponía.

Trajo al recuerdo la ConvenciónAgraria. Casi sonrió cuando pensó en lomucho que hablarían de él los compasque le habían escuchado cuando«discursió» en la tribuna.

Su imaginación ágil volaba; en unsegundo cruzaba toda la distancia quetantas horas le había costado a élrecorrer. Llegaba al rancho, obsequiabaa los chamacos con los tiliches que leshabía comprado en el pueblo. Besaba aChona, su vieja; desensillaba su penco,echaba pastura a los bueyes; acariciaba

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a Coyote, su perro predilecto… ydormía muy tibio, cerquita, muy cerquitade Chona. ¡Por la mañana a barbechar,eso sí muy tempranito, porque ya habíapoco tiempo, las aguas estaban encima!

Lo trajo a la realidad el chirriar dela gran puerta de la troje. Ya era denoche.

La luz rojiza de una linterna lo cegópor momentos, hasta el grado de nodistinguir al individuo que la traía; peroa poco, ya acostumbrados sus ojos a ladulce penumbra, observó que unsacerdote ataviado con bonete, estola,roquete y sotana, se dirigía a élsonriendo beatíficamente.

—Hijo —dijo el visitantedulcificando su acento—, traigo para ti

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una dura noticia… ¡Se me hacomisionado para venirte a comunicarque el consejo de guerra te hasentenciado a muerte!

—¿Me han sentenciado a muerte?¿Pero qué consejo de guerra? ¿Por quécausa? —preguntó Demetrio alarmado.

—Se te acusa, carísimo hermano,de estar complicado con las maniobrasdel gobierno que es enemigo de estosseñores… han logrado comprobar que túfuiste el que hiciste que los demásagraristas combatieran a los que hoy tetienen en sus manos… Tendrás quemorir antes de que Dios amanezca.

—¡Es que yo, padrecito…!—No hay remedio, hijo mío, eleva

tus oraciones al Todopoderoso, para que

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te reciba en su seno. Yo estoy aquí paraprepararte una buena muerte… Diosmisericordioso sabrá perdonar todas tusculpas…

—Pero padre, esto no es legal,usted debería interceder…

—No es legal, efectivamente, hijomío… pero tú ya no estás en el caso dejuzgar las obras de tus semejantes, sinoen el penoso de pedir con todo fervor aDios nuestro señor el perdón de tusculpas…

—¿Pero cuáles culpas, señor? ¿Especado defender la tierrita que le da auno la vida? ¿Es punible, padrecito, elpelear contra los que quierenesclavizarnos como antes? ¿No eshumano que el peón de ayer aspire hoy a

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ganarse la vida más desahogadamenteque cuando se le pagaba una pesetadiaria por trabajar de sol a sol?

—Tienes mucha razón, hijito, perola Ley de Dios establece que siemprehabrá patronos y siervos… ¡Lo contrarioes ir contra la Santa Doctrina!

—¡Mentira, padrecito, para el buenDios todos somos iguales…!

—La explicación de la complejaciencia de nuestra religión es larga yardua… y siempre se aconseja que alhombre que está al borde del sepulcrosolamente se le ayude a bien morir…por lo demás tú no estás capacitadointelectualmente para entender ciertascosas… Efectivamente, para la infinitabondad de Dios todos somos iguales…

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pero allá en su Santa Gloria… ahora túno eres igual a los ricos de esta tierra…pero dentro de breves horas para ti nohabrá superiores ni inferiores.

—¡Padrecito, yo tengo hijos… poreso tengo miedo a la muerte!

—Una buena confesión te quitaráesos escrúpulos. Vamos a ver, dime,hijo, ¿es cierto que tú encabezabas a losagraristas que combatieron a estosseñores en varias ocasiones?

—¡Padre!—Sí, dile la verdad al padrecito

que viene a auxiliarte en los momentosque anteceden a tu fusilamiento… ¡Tenuna buena muerte, pecador! ¡Dile laverdad al padrecito!

—Bueno, padre, pos a usté se lo

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digo, porque sé que no se los va a contara los otros. Yo fui el que encabecé a losagraristas de mi región para lucharcontra los cristeros…

—¡Soldados de Cristo… noolvidar el nombre, hijito!

—… porque sabía que ellos eranaliados de nuestros antiguos verdugos,de nuestros viejos explotadores…mandando yo la cuadrilla derrotamos aestos señores muchas veces; porquesabíamos que no sólo no nos dejabantrabajar, sino que eran los principalesagentes de los ricos que los sosteníanprecisamente contra nosotros; porquepeligraba el bienestar de nuestrasfamilias, porque detrás del Crucificado,que deberían de respetar, escondían el

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puñal con que a la mala trataban de heriral probe; porque si llegaran a triunfar seacabarían las libertades… ésa es lamera verdad, padrecito, y no mearrepiento de haber metido a mismuchachos a la aventura, mucho menosde haber matado a tantos cristeros; cadauno que caía se me figuraba que era unpaso hacia la extinción de la fiera quetrataba de comernos…

—¡Ajá, muy bien. Recojoamorosamente tu última confesión,hijito! De esta boca no saldrá —dijo elcura sonriendo amablemente.

—¡Gracias, padre!—¿Conque tú fuiste el que derrotó

muchas veces a estos señores? Pues deesta boca no saldrá nada, ¿eh? Vamos

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ahora a preparar una buena muerte, queellos están muy disgustados contigo…vamos, hijito, sígueme con tu voz:

—¡Señor mío…!—¡Señor mío…!—… entrego mi alma a ti…—… entrego mi alma a ti…Y el eco retumbaba en la bóveda

enorme de la troje.—¡Arrodíllate, hijo!El preso obedeció.El cura echó mano al breviario y

leyó mucho en latín, bendiciendorepetidas veces al sentenciado.

—Dios te acoja en su seno, hijo…—Así lo espero.—Ahora reza un padrenuestro por

aquellos que van a quitarte la vida…

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Y Montaño, como un eco:—… y no nos dejes caer en

tentación…Siguió la lectura en latín. La voz

dulce del clérigo era escuchada por elprisionero como un lejano murmullo.

La oración final fue cortada porrecios golpes dados en la puerta.

—Hijo, ha llegado la hora…resignación y prepárate para entrar en elseno de Dios. ¡Prométeme que cuandoestés cerca de Él, pedirás por los queahora te hacen tanto mal!

—¡Lo prometo!—Salgamos, hijo.Salieron.Afuera los esperaba un piquete de

hombres bien armados.

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El cura y el sentenciado caminabanen medio de una fila de soldados.

Las mujeres del rancho seapretujaban para ver el paso del cortejo.

El padre cantaba con muy bella vozla letanía de todos los santos y llevabaen alto un crucifijo de acero.

El prisionero, atado codo concodo, marchaba con la cabeza caídasobre el pecho.

Cuando llegaron al paredón, elagrarista como un autómata se colocófrente a la línea de tiradores.

El individuo que daba órdenes sedirigió al cura y cuadrándosemilitarmente dijo:

—A sus órdenes, mi general…—¡Bien, dirigiré la ejecución —

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repuso el cura—; listos muchachos…preparen… apunten… fuego…!

Y la descarga acabó con DemetrioMontaño, el hombre honesto en el queconfiaban sus compañeros losagraristas, al que llevó a la tumba elderecho de defender la tierrita.

Después del tiro de gracia Prócolodijo al cura:

—¡Ah qué mi general…!—¡Qué quieres, hijo… de repente

echo de menos la profesión, siento raranostalgia de no ejercerla y sobre todohay que practicar de vez en vez, paracuando Cristo Rey vuelva a gobernar almundo…!

Mientras el cura desabrochaba elprimer botón de su sotana, el asistente

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arrodillado ajustaba un par de espuelasa los pies de su general.

Meses después, el mariachi hacíapopular en el Bajío el triste corrido:

Señores voy acontarles

l’istoria con grandolor

los cristeros nosmataron

al hombre de másvalor.

Lunes 15 denoviembre

del 26 que pasó,murió Demetrio

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Montañoel clero lo ajusiló.

Tierrita si’eres tanbuena

y sabescorresponder,

guárdalo amante entu seno,

que’l bien te supoquerer…

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Historia de un frac

1

VI POR primera vez la luz a través de laespesa niebla de Londres. En el taller deuna prestigiada sastrería de RegentSquare ocurrió con toda felicidad mialumbramiento. Fue mi padre un sastre

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rubio y menudito, de afectados andares yamanerado el decir; y mi madre, unapaliducha pespuntadora escocesa, demelena escasa, rubia y desteñida; buenacomo una porción de pan cocido y mássufrida que el alcalde de Cork; sushombros caídos revelaban el cansanciode su cuerpo casi envejecido por la duratarea de echar al gran mundo prendaselegantes, que servían para atavíos depríncipes y de cortesanos flexibles yaduladores. Es, pues, mi abolengo nobley aristocrática mi cuna. Gran número demis hermanos mayores han lucido enfiestas reales y en saraos luminosos laelegancia inconfundible de su línea, elsello peculiar y único de nuestro linaje;y de éstos, muchos, ante los ojos

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inexpertos o alucinados, han hechoaparecer, como el hábito de marras,monje al que no lo es. La sastrería deRegent Square, tiene el más grandeanuncio que haya soñado el mejorpublicista. La razón social que la gira,tras de abrir créditos a los amigos ybufones de la Corte, consiguió que éstosconvencieran a cierto príncipe quedeclarara mi casa su sastrería favorita,permitiendo que su augusto nombrefigurara en la placa metálica de lafachada:

PROVEEDORA DE LAREAL CASA

REGENT SQUARE

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Y cuando nuestro Real Cliente quisoarrastrar su hastiada excentricidad porel mundo, mi sastrería logró tener elúnico Real maniquí ambulante, viajandoen acorazado propio.

Esbozada ya a grandes rasgos migenealogía y la historia de la casaproveedora de la brillante CorteBritánica, con vuestro permiso, noblelector, proseguiré mi narración.

No bien mi padre me hubo dado laúltima puntada y mi dulce madre lapostrera mirada melancólica, fui llevadoante el modista en jefe, el técnico delcorte, la suprema autoridad de la línea.Era él un hombre bien entrado en loscuarenta; lucía reluciente calva y vestíacon lujo de buen gusto. Lo encontramos

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paseando de un extremo a otro delalmacén, viendo de rabillo para todoslados. Humildemente mi padre mepresentó con el jefe, éste se caló susfinos espejuelos montados en carey yoro y me examinó estrictamente.

Salí bien de la prueba, y hastaadvertí, ¡oh precocidad la mía!, ciertasonrisa de agrado y hasta algunasalabanzas por mi excelente factura.

Fui colocado en un maniquí, quizáhecho a imagen y semejanza del elegantecuerpo del Real Cliente, y luego, puestoen un sitio preeminente en el aparadorcentral. Mis hermanos menores Pantalóny Chaleco me acompañaban, y los treshacíamos un encantador conjunto, quepor su gracia y distinción merecería

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figurar en el guardarropa del Príncipeandariego.

En una luna de Venecia, puesta enun costado de la vitrina, se retratabanuestro conjunto impecable. ¡Quésapiencia y qué habilidad la de losautores de nuestros días! Porque habíaque ver la gallardía de nuestras líneas,que sin llegar a ridículas, tenían todo elatrevimiento amanerado con que secaracteriza el traje del aristócrata.

Desde el lugar de honor donde seme había colocado, dirigí una mirada ami rededor para conocer a mis amigosde escaparate. A mis pies, en unaconfusión bochornosa, cuellos deetiqueta se abrazaban impúdica ydescaradamente con corbatas de calle

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ligeras de cascos. Cerca del cristal, enelegante soporte de metal niquelado, unadocena de elegantes bastones de malacadormían con rigidez cataléptica.

A mi derecha, subido a horcajadasen un banco se encontraba un trajeridiculísimo. Desde que vi a tanrepugnante sujeto me chocó francamente.Figuraos, noble lector, si no era de darrisa la traza de mi vecino: su color eragris, de un tono sucio como el pavimentode la calle, o como las brumaslondinenses o como el «humor» un tantomelancólico de los citadinos. Sussolapas no eran de seda mate, y lo máscurioso… ¡lo increíble…!, ¡ji… jijiii…! —esta risa me resultó un tantovulgar; pero en demanda de perdón

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recurro a tu nobleza, caro lector—, ¡notenía faldones! Le miré de pies a cabezaconteniendo la risa, y él insolente eirrespetuosamente se atrevió a sostenermi mirada y hasta me hizo una muecaplebeya… Yo dignamente cambié lavista y lo dejé con un palmo de narices.¡Qué audacia, noble lector!

He averiguado que tan antipáticovestido —se me resiste decirle traje—se llamaba Vestido de Calle oAmericana por motete… En su nombrellevaba su historia… ¡Un hijo delarroyo!

A la derecha de la Americana,había un curioso individuo; él sí teníafaldones, pero su talle no estaba cortadoa picos como el mío, sino que desde la

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solapa —sin forros de seda mate, porsupuesto— hasta la punta de la cola, sucorte era una simple curva groseramentetrazada. Al mirar que yo me dignabaobservarlo, el excéntrico tipo me saludócon protocolaria caravana. En el actome di cuenta de que este traje sí sabía deetiqueta, o que, cuando menos, teníaalguna educación. In mente me figurémetido en aquel raro traje, al cuerpoentero de un profesor de matemáticas, oal del bilioso pastor protestante a lahora de oficiar. No obstante laurbanidad del tipo que describo, suaspecto general no era ni con mucho eldel aristócrata; tal vez había en élbuenas formas y hasta distinción; pero lefaltaba el «tic» de la elegancia innata.

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Este raro traje se llamaba Jacket. Es laprenda que usan los llamadosdemócratas cuando quieren, dentro de suaristocratofobia, ser diferentes al vulgo,sorprender a sus congéneres. En pocaspalabras, Jacket representa entre lostrajes el triste papel que la clase mediatiene encargado en la sociedad de loshombres, algo que no es nada aunquesiempre aspira a ser «algo», sin fijarseque su origen es de abajo, que su sangreno les ayuda porque es producto de esaclase humana llamada burocracia, castadesahuciada por los sociólogos de todaslas épocas.

Me pareció Jacket un tipo digno delástima y hasta llegué a pensar que seríamuy atinado que el personaje que me

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adquiriese lo comprase también paraobsequiarlo al Valet de Chambre o alMaestresala… ¡Se ve tan curioso Jackethaciendo caravanas!

A mi espalda se encontraba untrajecito de montar, Breech se llamaba.Me sonrió zalamero, yo recogí conprotector ademán su amable saludo.Pensé que una amistad con él no iría endesdoro de mi nombre y alcurnia, ya queesta prenda es también usada, aunque devez en vez, por la gente bien.

Hicimos amistad que llegó hasta elelevado grado de las confidenciasíntimas: mi amiguito llevaba dentro unahonda preocupación que siempre le teníaen lánguida melancolía. Cuando secercioró de mi amistad y protección

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sincera, resolvió referirme el motivo desus tristezas; el príncipe, nuestro RealCliente, se había caído del caballoalgunas veces, y estos accidenteshicieron de muy buen tono entre la élitelondinense tirarse de las monturas conmás o menos frecuencia, perjudicandograndemente a los atavíos hípicos.Breech me contó la historia de ciertopersonaje de la Corte que ganó laconfianza del príncipe, porque fue el queimitó con más perfección el décimoquinto Real Batacazo de Su Alteza, RealCaída que duró más de un año en bogaen los campos donde se practica el poloo la caza de la zorra… ¡Oh, qué futuromás accidentado espera a mi infortunadovecino…!

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Vivía contento en aquella vitrina.Las ingenuidades de mi amigo preferidoy las empalagosas cortesías de Jacketme divertían mucho. La única nube quese interponía a mi completa felicidadera Americana. ¡Vaya tipo malcriado!Cada vez que me dignaba voltear a verlo—esperaba que mi prestigio cada vezmás grande en el aparador le hubieracambiado—, lo sorprendía tratando deimitar caricaturescamente mis modalesdistinguidos… ¡Un día me hizo unamueca obscena! Si no ha sido por lassúplicas lacrimeantes de Breech, yo lohubiera invitado al campo del honor. Lascorbatas de calle y los cuellos deetiqueta continuaban con sudescabellado idilio, haciendo ruborizar

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con sus alardes amatorios a unasingenuas camisas que se contentaban conlanzar miradas melancólicas a unosguantes que llenos de spleen bostezabansobre la copa de un presuntuososombrero de seda. Los bastones demalaca seguían atacados de encefalitisletárgica… Y a propósito de losbastones… Breech me contó que estossujetos hoy rígidos fueron antes flexiblesramas de un exótico árbol del Oriente,pero que estaban bajo la influenciahipnótica de un sombrío faquirindostano… ¡Chismes cortesanos que nohay que tomar en cuenta, noble lector!

¡Cómo vuela el tiempo, my Lord…!¡Cuando menos pensó ya tenía unasemana de vida…!

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Una tarde me llamó la atención miamigo Breech sobre una rara pareja que,asomada al escaparate, nos veía confijeza. Era él un tipo rarísimo, bajo decuerpo, obeso, metido en un vulgarabrigo oscuro; usaba un sombrero defina calidad zambutido hasta las orejas,su corbata imita admirablemente lacombinación policroma del arco iris; unenorme brillante lanzaba destellosgroseros desde el dedo chaparro ytorpe… En fin, todo el aspecto de aquelsujeto lo denunciaba como unavulgaridad mal forrada de hombre. Perolo que más me llamó la atención fue sucolor… ¡Qué raro era, noble lector! Nonegro como el de los soldados de lascolonias africanas, tampoco bronceado

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como los rapsodas hindúes, ni parecíatostado por el sol como el de losmarinos australianos: era cobrizo, de uncobrizo tan raro… ¿Como qué…?¡Como un penique! La compañerallevaba un abrigo café. Sin duda que suconsorte quiso que trajera una prendaque armonizara con el color de su cara.Se tocaba con un sombrero verdeprimavera, que hacía con el caféchocolate del abrigo un contraste tancursi como el plumaje de una avetropical… Mi sonrisa mordaz hizo quelas miradas de la extraña pareja sefijaran más en mí. Conversaronbrevemente y entraron en la tienda…

Reíamos aún Breech y yo deaquellos dos ridículos, cuando un

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dependiente me quitó del maniquí y mellevó a la sala de prueba.

¡Qué sorpresa…! La parejaextravagante me esperaba. El hombre enmangas de camisa reía estúpidamente yla mujer se volvía loca viéndoseretratada en los cuatro espejos de lasparedes. A fuerza materialmentehicieron que el cuerpo de aquel sujetoentrara dentro de mí… Y, ¡adiós líneasatrevidas! ¡Oh, dolor!, ¡adiósamaneradas curvas…! ¡Con aquelcuerpo hasta la malla acerada deRicardo Corazón de León perdería susformas!

El dependiente se deshacía encumplidos:

—Vea usted, señora; qué cuerpo tan

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elegante le hace a su esposo este frac.Ni pintado podría quedarle mejor…¡Claro, como que es el último modelolanzado por su Alteza Real el Príncipede la Corona…! ¡Es cierto que estaprenda viste mucho; pero naturalmenteque en cuerpo tan bello como el de suesposo, luce armoniosamente y resaltasu elegancia…!

Y la mujer, como atontada, veía yreveía a aquel iguanodonte vestido deacuerdo con el capricho del Petroniocontemporáneo.

Él no opinaba. Su sonrisa seacentuaba… Su estupidez le hacía verseelegante.

Marido y esposa hablaron en unalengua extraña. Sin decir una palabra al

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vendedor, el hombre pagó mi importe.Antes de ser metido en mi caja, que

en estas circunstancias se me antojó miataúd, dirigí una última mirada alescaparate:

Breech lloraba. Jacket me hacía lapostrera reverencia. Las corbatas y loscuellos, temerosos de correr mi suerte,se abrazaban estrechamente. Losbastones de malaca permanecieroninmutables, rígidos. Los guantesestiraron sus dedos con un spleengenuinamente británico y Americanalanzó una satánica carcajada…

Mis compradores eran mexicanos.Próximamente saldrían con destino a supatria: México, lejano país lleno deleyendas doradas como las cumbres de

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las palmeras que besan los rayos de unsol de fuego.

2

Dejamos Londres, la Meca de losdandies y de los gentlemen. Cruzamosel Atlántico y llegamos al país de misdueños.

Mi propietario era diputado. Asíme lo informó el patriarca de suguardarropa, un viejo saco de drildesteñido.

Esta noticia me tranquilizó y quizáhizo renacer en mí un poco deoptimismo: pensé que en un paísdemocrático había caído precisamente

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dentro de su aristocracia. ¡Era natural!Mi destino era servir de atavío a unapersona notable, ya fuera un severo paringlés, a un miembro del Gabinete deFrancia, a un lánguido príncipebalcánico… o a un diputado mexicano.

¡Mas por desgracia qué equivocadoestaba al creer que mi sino me habíafavorecido! En México no hay más quedos clases sociales: la de arriba, esdecir la que forman aquellos que merceda la fortuna tienen dinero y queestablecen un círculo inexpugnable aaquellos que carecen de vil metal, y losde abajo, que forman un conglomeradopintoresco y abundante. En esta clasesecundaria se han refugiado muydemocráticamente burócratas y obreros.

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Esta gente, por razón natural, tratasiempre de cambiar su plano de vida eingeniándose en diferentes formasmuchas veces logran encaramarse;cínicamente se atreven a ocupar lugaresque sólo están destinados a las claseselegidas y opinan aun contradiciendo alos llamados a dirigir el mundo, a losselectos, a los aristócratas.

Por esto veréis, noble lector, queen un país de constitución tan peregrina,jamás podrá fundarse una nobleza, unacasta privilegiada, o cuando menos uncírculo selecto como se observa enFrancia…

En México no es extraño ver alsiervo de ayer convertido en el amo dehoy o viceversa.

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Al llegar a esta conclusiónpsicosocial, he pensado que mi dueño,el hoy diputado, ayer, quizá, era unsimple caballerango o palafrenero delque hoy es su chofer… ¡Oh, los paísesdemocráticos!

El patriarca del guardarropa me hatomado cariño. Desde el día en quellegué he procurado instruirme en losusos y costumbres del país, por él supeque en México el frac no es muy usado.Esta noticia me agradó. Mi vida seríacomodona y de poco trabajo y si nofuera porque mi habitación no era deltodo confortable, pues además deestrecha olía penetrantemente a naftalina(droga americana que suple al aseo y alcuidado en los roperos de muchos

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mexicanos), me hubiera consideradofeliz.

Esperando que de un momento aotro se le ofreciera a mi dueño un actooficial o alguna fiesta de sociedad dignade mi atavío, pasaron semanas, quizámeses…

Una noche fui descolgado ysacudido escrupulosamente. Me llamó laatención que en México los diputados nogastaran valet. Mi amo en persona measeó y arregló, poniéndome a horcajadasen el respaldo de una silla. Esperéintranquilo que mi dueño llegara delParlamento.

El diputado había engordado más.Fui testigo de la tragedia de mi hermanoChaleco, que no pudiendo abrazar el

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vientre hidrópico de su amo, fue abiertoa tijera por la espalda.

Yo me hice lo más elástico posiblepara no sufrir el tormento a que fuesometido el benjamín de mi dinastía.

Olvidé momentáneamente ladesgracia de mi hermano y me encaramécomo pude sobre los lomos del rollizopadre conscripto.

Ya ataviado mi dueño, se dirigiósonriente al espejo… ¡Dios mío, quédecepción…! ¡Qué tragedia, noblelector! El diputado tenía puesta unacorbata de estambre a colores rojo ynegro.

Me desmayé.Volví en mí cuando nos

encontramos en una sala alumbrada

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profusamente: a los lados había mesillasy las ocupaban mujeres que estaban muylejos de parecer damas elegantes, deesas nobles matronas que aún quedan enla sociedad mexicana; fumaban, bebían ytenían las piernas cruzadas en tal forma,que se les veía algo más de lo que lacoquetería elegante permite. Una músicaestrafalaria rompía el tímpano y algunasparejas, más bien que bailar, seestrujaban soezmente en medio de lasala.

Mi dueño se sentó cerca de una delas mesillas. Una mujer le echófamiliarmente el brazo al cuello.Bebieron, fumaron y hablaron una seriede vulgaridades salpicadas depalabrejas, que no deberían existir en el

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léxico de todo un señor diputado. Luegobailaron al compás de aquella músicasalvaje.

Cuando estaba la juerga en suapogeo, observé que de la mesa deenfrente se paraba un sujeto también entraje de etiqueta, y que se dirigió conpaso rápido al lugar donde nosencontrábamos. Después su ademán alarrancarse el pistolón, el gesto de surara descompuesta por el alcohol y laira y luego el disparo seco que retumbóen las cuatro paredes, como eco de unavoz aguardentosa que gritaba:

—¡Reaccionario, retrógrado,reeleccionista…!

La bala homicida atravesó misolapa izquierda. La sangre caliente

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bañó por completo el Chaleco y goteósobre el pavimento hasta dejar uncuajaron gelatinoso sobre el pisocubierto de confeti y colillas de cigarro.

3

Muerto el diputado, volví al ropero.Poco tiempo después éste fue vendido yllegué a ser colgado en una humildepercha a la que cubría una cortina detela floreada. Mi ama había cambiadode domicilio. Vivía pobremente.

Una tarde oí la siguiente pláticaentre ama y criada:

—Mira, Petra, busca entre lostiliches algo que se pueda empeñar —

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decía la patrona a la sirvienta.—Pos si ya no hay nada, niña, todo

lo mejorcito ha sido llevado alempeño…

—Pues busca, porque mañana notendremos para desayunar…

—Sólo que usté quiera que melleve la leva del amo —repuso lacriada.

Si el raído Patriarca no me da uncodazo, no me doy cuenta de que a mí serefería la conversación. Porque jamáshabía oído que se me apodara desemejante manera… ¡Leva! ¡Leva…!Ignorar cuál es el nombre de pila de undescendiente auténtico del Frac deBrummel, de una prenda salida nadamenos que de la sastrería de Regent

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Square, London, cortada por los sastresde la King’s Tailors of England RoyalAcademy. ¡Ignorancia supina la de larústica doncella!

Y así fue. Me separaron de mishermanos Chaleco y Pantalón, quienesalcanzaron gracia; el primero por teneruna enorme mancha roja de sangre y queel ama, por un escrúpulo explicable, noquiso que fuera a parar al empeño; y elsegundo, que fue a dar a manos… digo apiernas, de un hermano de la dueña, quea la sazón pasaba también por una duracrisis.

4

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Llegué al empeño envuelto en unperiódico. La criada me puso sobre laventanilla de revisión.

Un viejo malhumorado me extendiópara examinarme. El momento merecordó aquel otro feliz en que el censorde la moda, allá en mi querida Londres,alabó a mi fábrica y a mi fabricante.¡Mas qué diferencia de pruebas! En éstase me valorizaba como a una simplemercancía, como a una miserable prendade montepío, haciendo a un lado miscaracterísticas aristocráticas, y sintomar en cuenta mi alta alcurnia y minombre esclarecido.

Tras de haberme hurgado por todosmis rincones, el viejo bilioso gritó:

—¡Levita usada con portillo en la

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solapa…!¡Daos cuenta, noble lector! ¡Levita!

Hasta mi nacionalidad confundió esecretino…

—Tres pesos —dijo una voz alláadentro.

—¡Tres! —repitió secamente elempeñero.

—¡Que sean cuatro, fíjese que estaleva la trajo mi amo de por allá muylejos, creo que de España, dicen que esmuy fina…!

—Será, pero estas cosas sonchinches… Si no las compra un cómicode carpa o un transformista de la legua,nunca salen…

—Está bueno, démelos…¡Y me quedé empeñado! Fui

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clasificado con el denigrante título de«leva de casimir» y llevado a uncasillero que estaba enclavado en loshúmedos muros de un largo y oscurosalón. En una de las más altas casillasfui colocado. Antes se me doblódescuidadamente y en postura incómodaocupé mi nuevo alojamiento.

Por la falta de sol aquel bodegónera un refrigerador. El frío me congelabala médula de los forros en tal forma queempecé a temblar. En aquellosmomentos si mi voz hubiera sido sonoracomo la del hombre hubiera protestado agritos por tamaña injusticia… ¡Oh, simis ilustrísimos antecesores hubieranvisto cuál había sido el destino del másdesventurado de sus retoños, sin duda

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que esta decepción les hubiera costadola muerte nuevamente!

Sumido me encontraba en tan tristemeditación, cuando sentí que algo caíasobre mí. En efecto, una manta roja conanchas listas negras en los extremoshabía sido colocada en mi casilla.

—¡Buenas tardes le dé Dios a sumercé! —dijo la manta dirigiéndose amí.

—¡Muy buenas, buena manta! —lecontesté.

—¡Cómo manta! Cobertor diráasté, ése es mi mero nombre, paservirle.

—¡Mucho gusto! —respondílemalhumorado.

—¿Y dende cuándo está asté

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sudando, mi jefecito…?—No sé a qué os referís… Si

acaso sudar le llamáis a estar en esteinfierno, os responderé que apenas llevoaquí algunas horas; pero en honor a laverdad os diré que se me han hechosiglos.

—Hum… Que asté tan dialtiro, mipatrón, yo ya no cuento las veces que hecaído en este monte. Mi dueño me hatraído pa’cá un demonial de veces,nomás cada vez que se pone gis con lapalomilla de Las Glorias del Meco,aquella piquera pua’yá por el CampoFlorido, cuando los parsas le enjaretan ami amo cinco o seis catrinas del blancoy baboso «Ometusco», él nomás me’chauna vicenteada como diciéndome: «Ora,

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mi cuatezón, alístese pa’echar un sueñoen el monte»… y me trai pa’cá… Eso sí,nunca me deja aquí más de ocho días, encuanti recibe su fierrada el sábado,aluego se descuelga por acá y me saca…Aunque el lunes siguiente tenga queempeñarme de nuevo para festejar elpatrón San Lunes…

—Raro léxico usáis en vuestrapintoresca alocución —le contesté—,pero esta vez, mi buen Cobertor, debéisde felicitaros por haber llegado a esteafrentoso lugar y más debéiscongratularos por el afortunado hecho deser compañero de casilla nada menosque de un aristocrático Frac. Osdispensaré mi amistad, pero previa unacondición, y ésta es que vos, estimable

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Cobertor, sepáis guardar las grandesdistancias que nos separan… Algún díatendréis sin duda que necesitar de mí yyo os brindaré con placer toda miprotección…

—Oiga don Frá, yo quisiera sabera cuáles grandes distancias se refiereasté… si no estamos tan separados,¡adió!, pos si dialtiro estoy yo sobre sugüena persona.

Me indignó seriamente la necedadde Cobertor, y me callé.

Llegó la noche, los empleadosabandonaron sus trabajos y el empeñoquedó sumido en la oscuridad y elsilencio.

Amaneció; toda la noche la pasé envela, pues los ronquidos de Cobertor no

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me dejaron conciliar el sueño.Ya entrada la mañana, mi

compañero de casilla despertó.—Qui’ay, mi cuate, ¿cómo pasó

asté la noche? —me dijo por saludo…—Creo que habrá necesidad de

repetíroslo, mi linaje y nombre meimpiden tener confianza con la gleba,con la plebe, y de consiguiente, siqueréis mi amistad, no me deis elsoldadesco calificativo de «cuate».Llamadme señorito, como cuadra al fielsiervo llamar a su señor…

—¡Siervo!… Cuándo diablos meha puesto asté la cornamenta, rotoandrajoso… Orita asté y yo semosiguales, a los dos nos trajo la necesidadde los hombres, o a poco me presume

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asté de haber venido a veranear… Vinoasté como yo pa matar la pura hambre desus repretensiosos patrones… Pero leapuesto a que primero viene don Chemael Merenguero por mí que los patronesde asté se güelvan a acordar de su güenapersona…

—Ya os dije, y os lo repito porúltima vez, no me habléis más; entre yoy tú, miserable prenda, hay una grandistancia.

Cobertor no contestó.A poco sentí sobre una de mis

solapas de seda mate un sutil cosquilleo,una rara sensación, algo así comomenudísimos pasos de una cosa que semovía con dirección al ojal… Busquéasustado la causa de aquella molestia

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y… ¡Horror…! Vi a un pequeño bichoasqueroso y torpe que movía sus patasdesesperadamente, pero que no podíadar pasos porque sus extremidadesresbalaban en la superficie sedosa de lasolapa. Sentí calentura. Con un nudo enla garganta observé a aquel raroejemplar de la fauna mexicana. Erablanco como un grano de arroz, aunquemás chico en tamaño; cerca de su cabezacasi microscópica salían seis patasasquerosas, cubiertas de un vello rojizoy tupido. Su vientredesproporcionadamente grande teníamarcadas gruesas escamas que semovían como si estuvieran articuladasentre sí.

Si no hubiera pasado el incidente

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que antes refiero entre yo y Cobertor (apropósito me cito yo antes, pues noquiero, por una galantería que quizá élno comprenda, dar el lugar de honor enel escrito a un individuo sin nombre,dejando en sitio secundario el mío, cuyahistoria se empezó a escribir enpergaminos), le hubiera pedido auxilio;sin embargo, tal fue mi horror, que dirigíuna mirada suplicante a mi compañerode casilla… Éste soltó una carcajadacuartelera y me mostró diez o docebichos de la misma especie, que sepaseaban tranquilamente entre el tejidoburdo de su cuerpo.

—No tenga miedo, roto, son piojosblancos, no hacen nada… ¡Míreloscómo hacen circo! —dijo y no volvió a

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hablar más en todo el día.Ya no estuve tranquilo en mi nuevo

alojamiento… ¡Jesús, qué miedo! ¡Diosmío, qué horrorosos son los piojosblancos!

Llegó la noche. El velador pasótosiendo y arrebujado en su capadragona, dio una vuelta por el salón ysiguió su camino.

A media noche, mientras yo meencontraba sumido en tristes reflexiones,percibí cerca de mí un aliento tibio,húmedo y maloliente; después sentí unaterrible mordida. Grité fuertemente.Cobertor seguía roncando; sentímordidas por todas partes de mi cuerpoy pisadas de diminutos pies fríos comogranizos… Mi lado izquierdo, que había

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sido bañado por la sangre de mi amo eldía de la tragedia, era el que másgustaba morder a los roedores… Tras undolor terrible sentí que mi solapaizquierda era desprendida… Losafilados colmillos no descansaban en sucruel tarea. Grité más fuerte paradespertar de su plácido sueño a mivecino.

—¡Cobertor! ¡Señor Cobertor…!,¡querido amigo, socorredme, ayudadmecompañero…!, ¡quitadme estas fierasque me devoran…!

—¡Pero cómo, jefecito —contestóCobertor—, si nos separa una enormedistancia!

La escasa luz del amanecer espantóa las ratas.

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Ya de día he podido ver losestragos que los roedores han hecho enmí. Mis forros de seda mate handesaparecido; uno de mis elegantesfaldones tiene un amplio boquete y unterrible mordisco ha arrancado mimancuerna de botones… Creo que es laúltima mañana de mi vida… ¡Soy unguiñapo, noble lector! Creo que unmendigo se avergonzaría de mi atavío…

Siento morirme… ¡Soy un andrajo!Un empleado ha subido y bajó

consigo a Cobertor, sin duda que hallegado por él don Chema elMerenguero… No se despidió de mí;pero me miró con tristeza…

¡Ya es de noche! Siento que seacerca el tropel de ratas… ¡Me

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devoran…! ¡Qué aliento tan fétido…!¡Ay, cómo se encajan las uñas en micuerpo! ¡Ojalá que los piojos blancos secomieran a todas las ratas…! ¡Hoy irécon el Príncipe de Gales a una fiesta dela Corte…! No, no voy con él, porque elPríncipe de Gales es reaccionario…reeleccionista… ¡Estoy delirando!¿Verdad, ratas, que la sangre azul esdulce? Breech está llorando… Lacarcajada de Americana me hacedaño… ¡Americana se ríe de mí…!¡¡Ay!!, me han cercenado un brazo… esel izquierdo y…

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Aquí termina la historia de un frac,auténtico descendiente del de Brummel yde los del empolvado poeta cortesanoLord Byron.

Si no fuera anticuado y cursi, yaque el buen gusto, la elegancia y losfinos modales tienen principalísimospapeles en la narración, terminaría lahistorieta con un latinajo, que serviría ala vez de epitafio en la olvidada tumbadel noble Frac: ¡Sic transit gloriamundi!

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Huarapo

Afectuosamentepara Miguel Martínez Rendón

—¿VES? primero es huarapo… después,cachaza, luego melado, despuésmelcocha, por último piloncillo.

La voz de mi padre se oía entre el

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bufar de los émbolos.Me llevaba de la mano recorriendo

los departamentos del enorme trapiche.Su voz era insinuante. Se notaba a leguassu afán de enseñarme.

—Aquéllos son los moldes. Allíestán los peroles… esos hombresdesnudos son los batidores… tienen lapiel curtida, la cachaza hirviente no leslevanta ampollas.

Y pasaban corriendo cerca denosotros muchos hombres encueradoshasta medio cuerpo. Los calzoncillos demanta delgada se enrollaban hasta muycerca de las ingles. Sus plantasdesnudas, sudorosas, se estampabansobre el piso negruzco.

—Allá está el molino.

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Fuimos hasta allá.—Ésta es la caldera. Sigamos la

banda para que conozcas la muela. Te vaa interesar.

Y seguimos la banda.Mi padre hablaba; pero el ruido del

molino opacó su voz. En adelante nopude escuchar lo que dijo.

Llegamos a la muela.Medrosamente me apreté a sus

piernas. Dos enormes cilindros girabanuno sobre el otro. Diez peones, con susvientres protegidos por recios mandilesde cuero, alimentaban la gran máquina.Gruesos tercios de caña moradadesaparecían entre los dos cilindros,produciendo ruidos que daban calosfrío.Parecían quejidos humanos.

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Mi padre gesticulaba comoqueriendo comunicarme algo interesante.Yo entendí: quería que fijara mi atenciónen aquella enorme muela, en aquellamáquina gigante a la que no sé qué detrágico le encontré desde el momento enque la vi. Hice con la cabeza un signo deasentimiento. Mi padre se tranquilizó.

Dimos una vuelta alrededor delestridente aparato.

Por un costado salía el bagazocompletamente prensado. Muchoshombres cargaban con él y lo llevaban asecar hasta los enormes patios soleados.Por el otro lado una cascada de líquidozarco, delgado, corría haciendoburbujas.

—¡Ése es el huarapo! —gritó mi

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padre a mi oído.—¡Ah, el huarapo! —murmuré. Un

peón escogió para mí la caña más tierna.Me obsequió con ella y sonriótristemente cuando pasó la manaza torpesobre mi cabeza. Después me tomó porel hombro y me condujo a un lejanorincón de la fábrica. Allí apenasllegaban los ruidos; pero la muelagigantesca y sus operarios se veíanperfectamente.

Mi padre, recargado contra el murodescascarado, me dijo la cruel historia:

—Una mañana, cuando el trapicheempezaba a trabajar, Estanislao, el viejomayordomo, paseaba vigilante muycerca de la muela. El viento jugueteabacon las largas puntas de su jorongo

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pintado a colorines. En una de tantasvueltas el aire sopló más fuerte y laspuntas del jorongo de Estanislao fueroncogidas por los cilindros. La poleagiraba a toda tensión; el mayordomotrató en vano de quitarse el gabán; gritópidiendo auxilio; algunos corrieron ensu ayuda; pero la gran máquina se lotragó con la facilidad con que se tragalos tercios de caña morada.

»Cuando los peones rodearon lamuela, el huarapo se había convertido ensangre, y los bagazos salían revueltoscon carne molida. Algunos piadososrecibían en botes de petróleo lasentrañas machacadas. Pararon lamáquina; pero el huarapo enrojecido yahabía llegado al gran tanque de

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depósito.»El mecánico llevó la noticia al

patrón. Llegó jadeante a su presencia.»—¡Señor, algo grave aconteció en

la fábrica!»—¿Qué, otra flecha rota?»—No patrón, algo peor, una cosa

horrible…»—¿Se reventó la banda?»—No señor, Estanislao el

mayordomo fue remolido por la muela.»—¡Ah! —respiró. Agachó de

nuevo su cabeza para terminar el asientoque había empezado en el libro dedeudores.

»—¡Bueno, qué le vamos a hacer;Dios lo tenga en su gloria! Pero tú te hasquedado como bruto… ¡Qué esperas,

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vete… recojan los restos que salgan porla boca del bagazo… y que lo entierren!

»—Pero patrón, la sangre hallegado hasta el tanque de depósito, noha sido posible detenerla, yo…

»—¡Cómo! ¿Pero qué dices,animal? Que la sangre ha… ¿Sabes queese descuido me significa la pérdida detoda la molienda del día?

»—¡Señor…!»—¡Nada, ordena que sigan

trabajando! ¡Yo no puedo perder…!¡Vamos!

»Y vinieron ambos al trapiche.»Los peones permanecían aún

alrededor de la muela. Algunos sacabancon palas los despojos de Estanislao.

»—¡Probe Tanilo! —decían—, ¡y

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deja familia!»—¡Bueno, muchachos, a

trabajar… y sea por Dios! —dijo el amoal llegar.

»Los peones, aún con la terribleimpresión pintada en el semblante,fueron cada uno a sus puestos.

»—¡Vamos, echa la fuerza! —gritóel propietario. Y la polea giróarrancando a los cilindros su chirriarescalofriante. Por el conducto delbagazo salieron los últimos pedazos decarne machacada.

»Del canal del huarapo sólo saliósangre, que caía haciendo burbujas en elgran tanque de depósito.

»—¡Metan caña, plebe…! ¡Yo nopuedo perder! ¡Vamos!

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»Diez hombres, como ahora,alimentaron de nuevo la enorme muela,la caña morada salía convertida enbagazo y huarapo. El líquido zarco,espumoso, empujaba hasta el tanque elúltimo cuajaron de sangre.

»—¡Vamos, que no es posibleperder veinte arrobas de piloncillo poruna torpeza! ¡Que lleven luego esosbotes a la casa de la viuda para que elladé sepultura a su difunto…! ¡Peropronto, pronto, no hay que gastar eltiempo como quiera…! ¡Vamos!

»La gran muela siguió tragandotercio tras tercio de caña; de vez en vezsalía entre el bagazo algún guiñapo delgabán de colorines de Estanislao.

»Al otro día fueron diez peones en

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comisión a ver al amo. Lo encontraroncomo siempre echado sobre el libro decaja. Vio por encima de los lentes a loscomisionados; pero no les habló sinohasta que terminó su apunte.

»—¿Qué hay? —gritó secamente.»—¡Tío Tanasio, hable usté! —dijo

uno de los peones dirigiéndose al másviejo.

»—No, mejor Florentino, es el másletrao —contestó el viejo.

»Florentino, que había estado en elNorte y cuyo prestigio de “letrado” sefincaba sólidamente en el uso depantalones de mezclilla y zapatosanchos, se adelantó, y tomando susombrero por el ala lo hizo girar entrelas manos para decir:

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»—Bueno… yo y la compañíahemos sido mandados por los demáspara ver si usté le da algo a la viuda y alos chiquillos de Estanislao, la probe haquedado muy atrasada y…

»—¡Oh, no sigas! —dijo el patrónhaciendo un gran gesto de entendimiento—, ya sé lo que quieren… unacompensación. Eso lo aprendiste tú en elNorte, ¿no? Muy bien… ¡unacompensación! La hacienda sabrárecompensar ampliamente a la familiade su peón que muere en el trabajo. ¡Laviuda tiene derecho! ¡Tiene derecho!

»Tosió, y mientras se rascaba lanuca dijo al empleado del escritorio:

»—A ver, Casillas, déme la nota delas moliendas.

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»El empleado le entregó un libropringoso y de gran volumen. El patrón sesumió en un mar de sumas y restas.

»Después dijo, enseñando susdientes negros por el tabaco:

»—¡Ah, ja! Conque unacompensación… Muy bien. Mire,Casillas, ordene que le entreguen a laviuda el importe de media arroba depiloncillo, precisamente del que salióayer… En eso aumentó la molienda; litepor la sangre de Estanislao que pasóhasta el tanque del depósito… ¡Tienederecho la viuda…! ¡Media arroba!,¿eh? —y dirigiéndose a los peones—,muchachos: hoy les complazco porquequiero que esto les sirva de estímulo…¡Tú, Florentino, desde mañana te quitas

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esos pantalones y esos zapatos; huarachey calzón blanco es lo que aquí debeusarse; no quiero que hombres vestidoscomo tú andas me vengan a inquietar lagente…! ¡Si no te parece puedes largarteotra vez al Norte, y allá, si se te antoja,estira la pata para que te dencompensación! ¡Ahora a trabajar todo elmundo que la muela siempre estáhambrienta! ¡Vamos, vamos, no hay queperder el tiempo en cualquier cosa!

»Y los peones salieron con lacabeza inclinada sobre el pecho,arrastrando penosamente sus huarachessobre las baldosas del piso.

»Los arrieros de tierra fría, al pasar por

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el jacal de Estanislao, obsequiaron a laviuda con un puñado de piloncillo. Ellalo recogió en un paliacate y lo colgó enun rincón de su casucha. Debajo ardiómucho tiempo una lámpara de aceite.

»El cura vino a bendecir eltrapiche. Roció la muela con aguabendita, con mucha agua bendita… perono la suficiente para borrar las manchasque aún se ven cerca del canal delhuarapo».

—¿Conque no se te ha olvidado lalección?… ¡Vamos a ver!

—No, no se me ha olvidado,papá… primero es huarapo, despuéscachaza, después… después…

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Sed

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En el campo

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La restitución

A José Muñoz Cota

LA TARDE se enganchaba en los breñalesdel potrero; el crepúsculo, como unacortina bermeja, cerraba la escena.

Los hombres marchaban unos trasotros mudos por el cansancio,silenciosos en medio del piélago de la

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desesperanza. Sus huaraches sumíanseen el polvo rojizo del camino, mientrasla resequedad del otoño se les metíatoda por la boca, hasta hacerloscarraspear. El sol terminaba su jornada,escurriéndose como gota de metalcandente tras los picachos más altos dela sierra y los grillos hacían falsete a lacanción eterna de la campiña. Elcaminar de los hombres se prolongaba.Hacía dos horas que habían dejado enpaz la hoz y la guadaña y hacía doshoras, también, que habían emprendidoel regreso a sus hogares. El camino eralargo y aburrido. Segaban por entoncesel potrero del Gorrión, el más lejanodel casco de la hacienda. Los viejos lesaconsejaban, para hacer menos penosa

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la caminata, que cantaran a coro el«alabado» como ellos lo hacían allá ensus buenos tiempos; pero los jóvenes,pensando de otro modo, creían que valíamás mirar cara a cara a la angustia,espolearse ferozmente hasta hacer que labestiecilla hambrienta saltara el lienzoespinoso de los convencionalismos,para encontrarse en campo abierto yfecundo.

La noche se echó sobre ellos con lafiereza de un águila caudal. Las estrellasdescolgaban sus hilillos de luz hastahacerlos chocar en las aristas agresivasde los pedruscos; un conejo asustadolevantó al aire su rabillo blanquecino yse perdió entre los huizaches, presa depavor injustificado. Luego el ladrido

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agudo de un perro y las lucecitas queguiñaban tras de las paredes de tule delos jacales del rancho. Bajaba la últimacuesta el apretado grupo de campesinos,cuando un mocetón enorme y negro sepuso al habla con aquel otro larguiruchoy desgarbado que abría la marcha:

—Oye, Juvencio, ¿qué milagro queora no nos has discursiado deagrarismo?

—Es que vengo redengao, valeTacho, no me quedan alientos más quepa irme a tirar panza arriba en elpetate… Me eché solo dos tareas de jiloen todo el día.

—Pos ora que ya pedimos larestitución tú tienes que decimos muchascosas, igual qui’antes, no sea que se

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desavalorinen a l’ora de l’ora. Échalesotra habladita, ya sabes que todos hacenlo que tú les dices.

—Ya se las echaré, ya se las echaré—dijo con desgano Juvencio, mientrasapretaba el paso con dirección a sucasa.

Cuando el campesino empujó lapuerta de su jacal, sus tres hermanos,sentados en cuclillas en torno delmolcajete, comían a grandes tarascadaslas gruesas tortillas que salían de manosde la madre, la señora Pánfila, viejaseca y correosa como una garrocha deotate. El chisporroteo del fogón permitíaobservar aquella cara larga, defacciones durísimas, como labrada amachetazos en el tronco de un mezquite;

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sus ojos chiquitines veían viva einquietamente, como los de una ardillaacosada. Juvencio entró al jacal y fue abesar la mano que le tendió la madre.

—Buenas noches, madre —dijo envoz alta.

—Buenas, Juvencio, qué tal tejue…

—Buenas, muchachos —dijodirigiéndose a sus hermanos.

—Y de veras que hoy son buenas—contestó el chico—. No tienes másnuevas que ya llegaron los ingeñeros.

—Y traen —agregó otro— unantiojote con el que andan viendo lastierras.

—El amo está que se le puedentostar chiles en el lomo —dijo entre

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carcajadas el tercero.Juvencio no contestó, se dejó caer

sobre un banco y clavó su vista en lasllamitas azules y enrojecidas quedanzaban optimistas en medio del fogón.

—¿No cenas, hijo? Te tengo tresgordas de cebada con sal; ahoraamaneció el máiz tan caro, que no mealcanzó lo que había para comprarlo enla troja… Anda, cómetelas, nomás nobebas agua porque te atorzonas.

—No, madre, no ceno —dijo elmuchacho continuando en su extrañaactitud.

—Tú sí que eres chistoso, Juvencio—exclamó uno de los hermanos—.Cuando debías estar alegre porque tesalites con la tuya, te pones triste como

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perro atiriciado… ¿Pos qué pasa pues?—Es que está cansado —contestó

la madre, pasando su mano por lacabeza del hijo consentido—. ¿Verdá,Juvencio?

El muchacho no contestó.Entonces la vieja, un tanto

alarmada por la actitud del mayor de sushijos, sintióse en el deber de inyectarlealgo de su entusiasmo:

—¡Vamos ganando, hijos…! Por finla tierra volverá a ser nuestra. La tierradonde descansa el cuerpo de su padre;ese probe cuerpo al que le esprimieronTánima por tristes dos reales diarios…Los hijos de ustedes, mis nietos, lestendrán que echar muchas bendiciones,cuando dueños de una parcela no tengan

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que tragar cebada resquebrajada enlugar de máiz, qu’es la comida de loscristianos. ¡Vamos ganando, muchachos,y que viva la Revolución!, como dijoeste diablo de Juvencio el día de la juntacon el máistro de escuela —y sus puñosanchos y secos se alzaron al aire enademán imponente.

Juvencio dejó que su madreterminara de hablar, para ponerse de piey salir bruscamente del jacal, sin decirpalabra.

—¿Qué tábano del diantre habrápicado a éste? —preguntó la madre.

—Quén sabe —dijo uno de losmuchachos—. Como es tan atravesao, escapaz de irle a armar boruca a donDemetrio, que anda dizque encabezando

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a la guardia blanca del señor Manuel.—Vamos saliendo a buscarlo —

propusieron los otros dos.—No —dijo la madre

prudentemente—, no creo que miJuvencio sea tan atascao de ir a clavarseen las astas de un toro. A dormir todo elmundo, mientras yo levanto los trastesde la cocina.

Los tres muchachotes se echaron ensus petates, a poco roncabanestruendosamente.

La señora Pánfila terminó elquehacer de la cocina y cuando sedisponía a tirarse a dormir, escuchó enel corral cacarear a las gallinas y luegoladrar al perro muy cerca de la puerta.

—Es el coyote —díjose, y provista

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de una gruesa tranca salió decidida aescarmentar a la alimaña.

Quedo, quedito atravesó el corral yllegó a la cerca de nopales. Con la claraluz de las estrellas pudo distinguir a doshombres que hablaban. Llena decuriosidad se acercó hasta poderescuchar perfectamente.

—… y como te decía ayer,Juvencio… de fraile y viejo hay que óirconsejo… el amo don Manuel tealmira… Dice que tú eres el másentabacao del rancho y el único capazde mandar la guardia blanca…

—Yo no sé, don Demetrio, cómo elamo me manda estas embajadas. Él sabebien que yo jui el mero agitador; que yoempecé con el argüende del agrarismo.

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No puedo traicionar a la gente; no puedoporque todos tienen confianza en mí;hasta mi madre está alborotada con elreparto.

—¡Y qué con que…! Tú no ganarásnada el día en que les den la tierra acien pelaos mugrosos. A ti ni creas quete van a dar más que a ellos; te toca lomesmo que a todos: una rebanada detemporal, donde van a recoger puraszancas de pinacate. De otro modo túserás el mandón; tendrás caballos,tierras de riego a medias, ganado,armas, dinero… ¡Qué más queres! Yopor viejo no he sido el escogido; pero túsí tienes los requisitos para el caso.Anda, hombre, acecta siquiera pa que tumadrecita, la güena de mi comadre

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Pánfila, deje ya de trajinar; la probe estámás trabajada que una yegua en tiempode trilla y ustedes, los cuatrolabregones, no ganan todos juntos paponerle más que sea una criadita que ledé la mano.

El último disparo hizo terriblesdaños a la tambaleante fortaleza.Juvencio quedó mudo, con la barbaclavada en el pecho y removiendo latierra suelta con el huarache.

—Anda, resuelve luego —dijodulcemente don Demetrio—, porquedesde mañana vamos a empezar labatida de estos ladronzuelos…

Juvencio no levantaba la cara.—Vamos, hombre —dijo

terminantemente el viejo—, vamos a ver

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al amo. Tú serás el mandón de todosnosotros… Mañana los agarramosdesaprevenidos; nadie desconfía y poreso en tres patadas les vamos a dar sutierra… Sólo que en lotes más chiquitos:cuatro varas de fondo por tres de largo yen el camposanto, donde la tierra espuro tepetate —y tomando del brazo almuchacho, le hizo caminar como untítere.

La señora Pánfila volvió al jacal,apagó la luz y se echó en su petate.

A la media noche chirrió levementela puerta de la casucha para dejar pasara Juvencio; entró éste sin hacer ruido yse acostó en su rincón. La luna, a esahora en esplendor, metía un manojo derayos por el claro del techado,

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permitiendo que doña Pánfila viera elbrillo de las armas, que descansaban alalcance de la mano de Juvencio.

Al amanecer el muchacho selevantó sin hacer ruido; se fajó la pistolaa la cintura y abrazó el rifle para salircautelosamente. En la garganta de laseñora Pánfila se ahogó un grito.

Pasó un rato. Afuera los pájarossaludaban a la mañanita.

Luego, seis, doce, quince disparosque el eco engarzó como cuentas de unrosario. Después gritos destemplados,correr de caballos, blasfemias.

Doña Pánfila se retorcía en elpetate agarrada de su angustia.

Instantes después se oyeron gritoscercanos a la puerta de su jacal. Una

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avalancha de campesinos armados conhoces, azadones y coas penetró hastaadentro de la casa.

—¿On’tá Juvencio, señoraPánfila?, ¿on’tá?

—Venimos —dijo uno— a que nosdirija para acabar con la guardia blanca.Orita mesmo liquidaron ellos aFlorentino el Virolo, nuestroComisariado… No tenemos jefe,andamos sin cabeza… ¿On’tá Juvencio?

—Desde anoche —informó otroatropelladamente— sabíamos que estosperros andaban alborotados y velamoshasta orita; pero no pudimos empedirque se echaran a la mala al Virolo… ¿YJuvencio, señora Pánfila?

—Juvencio… Juvencio —dijo

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sordamente la vieja—. Tuvo que ir a laestación por unos jierros de losingeñeros… Él no está aquí; pero estánestos tres —y señaló a sus hijos—;llévenselos, llévenselos ustedes, de algoles han de servir.

Cuando la madre decía eso, ya lostres muchachos se habían incorporadollenos de bríos al grupo de agraristas.

—¿Y la guardia blanca on’tá? —seatrevió a preguntar la señora Pánfila.

—Juyeron los chivatos, comadre—dijo un viejo greñudo y feo—, juyeronpal agostadero, con rumbo a la casa dedon Demetrio, creo que allí se van ahacer juertes…

Y era vedad. La guardia blanca,después de asesinar al Comisariado

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Ejidal, fue sorprendida por loscampesinos que esperaban alertas laagresión; a su empuje dejaron el terrenoy para rehacerse o para quitar al patróncualquier responsabilidad molesta,optaron por huir.

Los pastales eran tan altos quealcanzaban a tapar a un hombre a pie. Elviento apacible de la estación rizaba,como si se tratara de una laguna, aquellallanada de zacate seco y amarillento. Enmedio del potrero estaba el jacal depaja del viejo Demetrio; allí se habíanparapetado los asesinos.

La turba agrarista se aprestaba alataque definitivo; todos los habitantesdel rancho se apelotonaban asustadizosy curiosos, dispuestos a no perder un

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solo detalle de la acción.En la mente de un estratega rural

relampagueó la idea diabólica: habíaque prender fuego por los cuatro ladosdel pastal; la casa de paja de Demetrioardería como yesca… «y de esta hecha—dijo el ocurrente—, no saldrán vivosni los zorrillos».

El plan fue recibido entre aplausosy alaridos.

De pronto salió de la multitud unhombre aguadísimo. Con la vozquebrada por la emoción, dijo a gritos:

—Un momento, señores, noprendan fuego al zacate; entre la guardiablanca anda Juvencio Torres, nuestroamigo, nuestro guía, al que debemos quehaigan venido los ingeñeros; el que

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pidió al gobierno que se nos devuelvannuestras tierras… ¡Un momento, noprendan fuego todavía…!

—Sí, que priendan juego al zacateseco, no faltaba más —dijo la vozcascada de doña Pánfila—. Mi hijoJuvencio Torres no está entre ellos, yales dije que ganó pa la estación estamadrugada… Jue por unos jierros queson menester a los ingeñeros pa empezarla tasajeada.

—Pero si Jesús el milpero lo vidocon sus propios ojos… Dice, por másseñas, que andaba en el cuaco tordillodel dijunto su padre…

—Pos Jesús el milpero mintió contodo el hocico —dijo resueltamente lavieja.

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—En sus manos está la vida deJuvencio, señora Pánfila… Diga laverdá, nosotros le perdonamos la falla asu hijo por lo muncho que hizo por lacausa…

—Priéndanle juego al pastal —roncó la vieja—, priéndanle ora quesopla aigre…

Y cuatro hombres se fueron pordiferentes rumbos, armados de teasincendiarias.

Pronto el pastal empezó a crujir y aencresparse presa de las llamas. Elcírculo de lumbre se iba estrechandopoco a poco en torno de la casucha dedon Demetrio. La lumbre bañaba elcampo fantásticamente; las ratas salíandespavoridas de sus cuevas; las

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serpientes abandonaban sus nidalesentre chiflidos pavorosos; el humo subíaen apretada y negra columna; una vacabrincó el lienzo dejando atrás a subecerro carbonizado. Los gorrioneshuyeron en bandadas y el ambientepronto se tornó espeso, pesado, comoalgo palpable. La ceniza arrastrada porel aire transformó en florones grises lascopas verduzcas de los árboles. Elanillo de fuego apretaba su radioviolentamente.

Algunos de los escondidos en lacasa de Demetrio salieron desesperadosal campo; allí se echaron de rodillas, ycon los brazos abiertos en cruz decían agritos oraciones y jaculatorias. Los ojosvivaces de la señora Pánfila en vano

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buscaron a su hijo; en su corazón sentíaun íntimo orgullo: su Juvencio era tanhombre que no sería capaz de salir ainspirar lástima o a que lo maldijeranpor traidor.

Inmóvil, recargada contra unmezquite, dejando que el viento ledespeinara las canas y paseando sumirada de ardilla entre las brasas quehicieron del potrero una ascua, asípermaneció la vieja hasta ver que elúltimo puntito rojo desaparecía entre lascenizas.

El hijo menor se acercó cariñoso ala madre; ella, viéndole la cararenegrida por el humo, tomó la punía deldelantal para limpiársela, mientrassecamente le largaba una pregunta:

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—¿No se les jue nenguno?El instante que medió entre la

pregunta y la respuesta fue para ella unsiglo.

—No, madre, todos murieronabrasados…

Pasó una turba de chiquillosmontando a caballo en cañas secas demilpa; el que hacía de «capitán» lanzócerca de la señora Pánfila un gritoestridente:

—¡Que viva el agrarismo…!—Sí, que viva —roncó la vieja

mientras tronaba sus dedos tiesos devejez—, que viva, aunque a susenemigos haiga que darles en la meramadre.

Luego mordió sus labios resecos

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hasta humedecerlos con sangre.

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El retorno

CAMINABA despacio, volteando a todoslados, como queriendo que el paisaje sele incrustara en los ojos.

Sus pies descalzos buscaban lospequeños islotes de tepetate para nomojarse en los charcos o en laspequeñas corrientes.

Cuando el «tren melitar» lo dejó enla estación más cercana a su lugarejo, élpensó que no era conveniente maltratar

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los zapatos de munición, ni lospantalones de dril, última dotación quehabía recibido como «juan» dado debaja.

Por eso se sentó sobre los rieles,quitóse los zapatos y los pantalones,enrolló hasta las rodillas loscalzoncillos de manta, desdobló elpaliacate y en él guardó cuidadosamentelas prendas de que se había despojado.Cortó un varejón que se echó al hombrouna vez amarrado el paliacate a uno desus extremos, y tarareando el estribillode una canción vaquera, empezó a andarpor los caminos enlodados.

Cuando divisó las primeras huertasde naranjos, las ventanas de su nariz seensancharon para captar todo el perfume

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de los azahares.Luego remolió el recuerdo:Por estos días —pensaba— ya

Nacha andará acabando de barbechar.Este año debe haberle ayudado mucho elchamaco que ya ha de estar grandote.Precisamente el día de San Blascumplió… ¿siete…?, ¡ocho años! Ya hade tener el endiablado los dientesanchotes y fuertes como becerro añejo.¿Y cómo estarán el ganadito y lasgallinas? Nacha para eso de cuidar losanimales es rete templada; pero si pasópor aquí la bola no quedaron ni loshuesos. Cuatro años hace hoy paraCorpus que recibí su última carta…¡Quién sabe desde entonces lo que hayapasado… aunque me da en el corazón

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que están al pelo! Porque aquí nadie semuere; a fe que en aquel Ocotlán o en laestación Ortiz, cuando la gente del«coche» Manzo nos bombardeó el trennúmero nueve, en donde iban lassoldaderas… ¡qué matanza…! Bueno, paqué acordarse de eso; ¡ya quedó tanlejos!

Cuando el perfume de los naranjosse hizo más intenso y a lo lejos escuchócantar al gallo y ladrar al perro, no pudocontener los deseos de correr. Y allá vabrincando charcos, enlodándose hastalas rodillas.

A la entrada del pueblo, junto alrío, se sentó unos momentos.

Vinieron entonces a su recuerdomuchas cosas gratas.

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Se lavó la cara, deshizo el bultodel paliacate, se puso los pantalones yse calzó con trabajo sus feos botines.Luego sacó del bolsillo un pedazo deespejo y un peine desdentado. Despuésse sintió bastante presentable.

Entró por la calle real marcando elpaso y con el pecho inflado.

Notó que los que le miraban no lereconocieron.

—Ya mi mujer hará que merecuerden los olvidadizos paisanos —sedijo.

De improviso, como si le hubierasalido al encuentro, dio con la puerta demadera de limoncillo que él mismohabía tallado. ¡Qué pronto llegó a sucasa! Le pareció que las calles del

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poblado se habían encogido, que lascasas se achaparraban y que los coloresde las fachadas eran sucios y pocobrillantes.

Su emoción le detuvo un instante.Tocó con los nudillos tímidamente,como si llegara de visita a una casa decumplimiento. Adentro ladró un perro.

—Es el Jicote —se dijo.Después abrió el portón una mujer,

que mientras secaba sus manos con elmandil, le interrogó:

—¿Qué hay, frastero?—¿Cómo frastero, doña Juana?

¿Pos qué ya no me conoce? ¿Dónde andaNacha?

—¿Nacha…? Ah, pos si eres tú —gritó la mujer—. ¿Luego no sabías?

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Hace más de dos años que se juyó conuno de los de la gente de Almazán. Sellevó con ella al chamaco. Yo le compréla casa y los tiliches.

Él sintió el pecho oprimido y porsus ojos pasó una cortina enrojecida.

—Pero… ¿Es cierto eso, doñaJuana?

—¡Y tanto… nomás pregúntalo entodo el pueblo…!

—¿De modo que yo ya no tengoderecho a nada de lo de aquí?

—La mera verdá… no. Pero sideseas al Jicote… ya está como yo,viejo y roñoso el probe. Antes seacordaba mucho de ti, cuando veía tustrapos chillaba… Ahoy, como ya estámás pa la otra que para ésta, no hace

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más que rascarse y gruñir como todoslos viejos. Si lo quieres, llévatelo…¡Jicote, toma, Jicote, ven a ver a tu amo!

Él amarró el cordel al pescuezo delperro y a estirones lo sacó a la calle.

—Adiós, doña Juana.—Adiós, muchacho… Te

acompaño en tu pesar… Aunque hayalgunas que no valen la pena.

Echó a andar sin rumbo fijo. Salióal campo.

Cuando el Jicote demostró sudesagrado con gruñidos, él se detuvopara dejarlo en libertad.

El perro quedó suelto y husmeó elterregal, luego alzó la pata para rociarcopiosamente un tronco de huizache ycon el rabo al aire, cogió un trotecillo

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por el camino que lleva al pueblo…Él echó a andar con rumbo a la

hacienda vecina en busca de trabajo.

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Sed

Al maestro Miguel O.de Mendizábal

1

—FALTAN ocho —dijo sombríamente elpastor a su hijo, tras de recontar lasovejas que se apretaban en el estrechocorral de varas.

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—A cuatro les quité el pellejo —contestó el muchacho señalando con sumano ensangrentada un bulto tirado a suspies.

—Entonces cuatro rodaron albarranco y allí han de estar infladas porel sol y la calor…

—Tres, padre, porque tambiéntraigo un par de criadillas que arranquéa un borrego cuando azotó endenantes,aquí, ya llegando a la casa. No truje lacarne porque jiede.

—¡Ocho ahoy, diez ayer, cincoantier…! Así la seca va acabando con elganado y con nosotros —murmuró elhombre.

Los animales balaban tristemente;algunos alzaban las cabezas husmeando

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con sus narices resecas, tratando demeter un poco de aire fresco en susentrañas adoloridas. Otros buscabandesesperados los brotes amarillentos delas varitas del corral; un borrego gordoy lanudo, el patriarca del aprisco,agonizaba con la cabeza clavada en elsuelo. Las crías golpeaban furiosamentecon sus hociquillos las ubres de lasmadres, pretendiendo extraer inútilmenteun poco de leche tibia de aquelloscolgajos endurecidos.

El sol, diríase inmóvil, noterminaba aún de ocultarse; colgaba deuna nubecilla escarlata y perezosamente,como cogido también por la modorra delcalor, pasaba lentamente por aquelcuadro de desolación: manchones grises

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de los chaparros, nopales ariscos, decarnes enjutas como de hombresenfermos; llanuras polvorientas; piedrasbrillantes, blanquísimas, como calaverasa flor de tierra; árboles rapados, con lasramas en alto, semejando queimploraban; raíces contorsionadas comoserpientes furiosas y, al fondo, lospuntillos amarillentos de los jacales, endonde la sed empezaba también aenseñorearse.

El hombre y su hijo hicieronrevisión de sus provisiones de agua; lesquedaban tres cántaros llenos hasta elcuello.

—Dos para las bestias y uno paranosotros —dijo el padre al muchacho.

Entonces echó mano a un cacharro

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y ordenó con los ojos a su hijo quecargara con otro.

Salieron del jacal seguidos de tresperros roñosos y enflaquecidos, queexigían parte del agua con gruñidosalarmantes.

—Dales un trago a los chuchos —ordenó el hombre—, no sea que lespegue el mal.

Ya en el corral arrearon a losanimales para que dejaran libre untrecho en donde maniobrar. En unapequeña batea vaciaron medio cántaro.El hijo, provisto de una vara, pretendiódejar pasar uno por uno a los animales.El plan dio buen resultado al principio:una bestia con los ojos saltones yjadeante sorbía dos tragos y el hombre

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la separaba de la batea con un fuertepuntapié a la cabeza; luego otra, luegotres, diez, veinte, hasta que todas seecharon sobre el muchacho burlando sucelo. La avalancha ovejuna dio contra lapequeña batea, derribando al hombreque maldecía entre los cacharros hechosañicos. Los animales, ante eldesperdicio del líquido, pegaban susbelfos en la tierra tratando de extraer unpoco de humedad.

—Apartemos las crías —gritóprecipitadamente el pastor—, porque silas dejamos adentro, las trilla el ganadogrande… Tendremos que dar a loschiquillos un poco de nuestra agua.

Y el muchacho fue separando losanimalitos y sacándolos del corral,

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mientras su padre retornaba con elcántaro lleno del agua que había sidoseparada para el consumo de loshombres.

—Ora sí, suelta uno por uno —dijoal muchacho.

Todas las crías dieron un trago deagua, apenas suficiente para remojarsela lengua y el gaznate.

Cuando regresaban al jacal, losesperaba un vecino de los que habitabanlas casuchas de cuesta abajo.

Era un viejo indio corto de cuerpo,de nudosa musculatura y picado deviruelas; las barbas ralas y canosasdábanle un aspecto respetable.

—He venido —dijo tras de saludarcortésmente— porque deseo decirles a

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los pastores jóvenes lo que deben haceren estos casos. Hace como treinta años,cuando el cometa grande, hubo una secatan fiera como ésta… Algo sacamos deella, siquera la esperencia: hay quetrasquilar la borregada para que tengamenos calor y no se redita, y antes deque el sol salga, llevarla a los lugaresbajos donde haiga sombra y tráirlos aencerrar hasta ya caída la tarde… ycuidado con el coyote o el tigrillo, ahoyandan las fieras que se las pelan por untrago, más que sea de sangre…

—Gracias, señor Alejo, así se hará—repuso con respeto el pastor—. ¿Noquere su mercé echarse un taco?

—No, voy de prisa, a darles miconsejo a los de cuesta arriba… Echa un

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trago de agua pa seguir adelante conganas.

Bebió un jarro lleno y salióprecipitadamente.

—¿Oyites al viejo? —preguntó elpastor a su hijo.

—Sí, padre —respondió elmuchacho.

—¡Pos a la obra! Arrima ráices yestiércol para hacer una lumbrada.Mañana deben amanecer todos losanimales trasquilados. Tú me los tráis yyo los rapo.

Cuando el sol, madrugador en estaépoca de año, se asomaba detrás de loscerros, ya el ganado descansaba debajode los sauces que crecían en lasmárgenes del río, ahora seco

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absolutamente.

2

En el jacal de los pastores, la lana cortay lacia se amontonaba en un rincón.

Ese día la sed se acurrucó en lagarganta de los hombres como arañavenenosa.

La mujer del pastor dijo: «Ya nohay ni pa los hijos…».

Él pensó por enésima vez en aqueljagüey de aguas verdosas que seencajaba en los terrenos de donCríspulo, el mestizo avariento; aquelque, cuando dejó de llover, habíacercado con espinas su laguneta de

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aguas represadas, temeroso de que lospastores llevaran a abrevar en ellas asus ganados. A medida que las lluvias seretiraban, el egoísmo del avarorecrudecía, hasta el grado de impedirque los hombres tomaran de sus aguas,aun para saciar las necesidadesindividuales.

Se decía que algunos habían sidogolpeados inhumanamente por elmestizo, o perseguidos por la jauríafuriosa, cuando trataron de llevarse uncántaro lleno con qué saciar la sed desus hijos.

El peligro de morir en manos dedon Críspulo detenía sentado al pastor.Los gemidos de sus hijos reclamabandecisión y valor. Él así lo entendió y

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como un autómata echó a andar.Afuera el calor era infernal. La luz

brillante salía despedida del terreno yentraba por las pupilas como un delgadoalambre al rojo blanco; luego parecíaque los rayos del sol se licuaban paraformar torrentes y ríos, que escurríanpor los bajos del terreno hasta ir aformar en el vallecito un pequeño marhirviente.

En torno del jacal los huesosblanquecinos del ganado sembraban elterreno. Un perro, bajo la pobre sombrade un maguey, trataba de espantar a lamuerte con aullidos. El enjambresembraba de puntitos negros la tierraapisonada del solar.

—Voy por agua al jagüey —gritó el

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pastor, mientras se echaba al hombro elúnico cántaro disponible.

—Cuídate de don Críspulo, porquesi te ve cogiendo de su agua es capaz dematarte… Échate unas piedritas a laboca, para que no se te acabe de secar.¡Desde aquí te bendigo! —contestó lamujer.

El hombre echó a andar por laestrecha senda. Las grietas de sustalones se dilataban y la sangre brotabaen gotas gruesas. Sus ojos abotagadospor la falta de lágrimas, parecíansaltársele. Las sienes palpitaban aldisparejo bombeo de un corazóncansado y a su garganta la sed hacía másestragos que la picadura de mil avispas.Entre lengua y paladar, jugueteaban

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algunas piedritas «chinas» que seclavaban en la carne tierna de lasparedes bucales, procurando excitar lasalivación.

Tambaleante subió por la ladera dela loma. Desde la cumbre, pudo ver lasuperficie inmóvil del jagüey.

Arrastrándose para no sersorprendido por don Críspulo, llegóhasta el cerco de espinas. Pronto dio conun portillo abierto por las trompas delos cerdos dañinos, que de nocheburlaban la constante vigilancia delmestizo. Por allí se escurrió. Ladistancia entre el cerco y el agua lepareció enorme. Llegó a orillas del vasode aguas verdes, tiró el cántaro contra laarena y se arrodilló para agachar la

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cabeza y pegar su boca en la superficie.En su cuerpo hubo un calosfrío que lehizo sacudirse.

Cuando el primer trago de aguagruesa y caliente pasaba por su boca,escuchó un fuerte estallido y al instanteun golpe atroz en su costado, volteó lacara y empujó su cuerpo con los brazos.Tras una cortina enrojecida distinguió lasilueta de don Críspulo. En sus manoshabía una escopeta humeante.

Luego, un hombre que azota en laarena llena de destelleos y que se debatecomo ave descabezada. Sabor acre en suboca, sombras que caen como telonessobre la retina, oscuridad, inconscienciablanda, sedante, pía…

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3

Sobre dos tablones gruesos ydespulidos, el cuerpo atormentado seretorcía en infernales dolores. El olordel yodoformo penetraba por los porosdilatados de su nariz y trepaba hasta elcerebro. Sus ideas eran hediondas ycontrahechas. La garganta resecachillaba como un gozne sin aceite.

Sobre la cabecera del camastro,una ventana enrejada, como de presidio,daba al campo.

Una mujer indígena que hacía deenfermera, paseaba de un lado a otro dela sala, viendo de reojo a su únicopaciente.

Los quejidos llenaban el recinto,

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hasta no tener cabida entre las cuatroparedes y desbordarse por la puertacomo una corriente de espesa lava.

—¡Agua, madrecita! ¡Un trago deagua, por sus muertos, una gota aquísobre la jeta…! ¡Más que sea!

—Aguárdese tantito, el doctor noquere que le demos. ¿Qué no ve quetuvieron que coserle el redaño con losentresijos? La herida se la hicieron conpostas… ¡Aguárdese, por vida suya!

Y siguió la fiebre agarrada deaquel cuerpo raquítico; lossacudimientos espasmódicos y el delirioen torno del agua; de las criadillas de suborrego padre; del aguaje y de laspiedrecitas que escaldaron inútilmentesu boca.

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De pronto el zigzag del relámpagoy el alarido en bajo profundo de un rayo;el nublado que hacía la noche en plenatarde y las gotas gordas, del vuelo de untostón, que repiqueteaban en el techo detejas o caían sobre la superficie de latierra, para ser absorbidas en el acto porla voraz sequía.

—Agua, agua… Llueve, diluvia —roncó el herido mientras veía escurrirpor las paredes los pequeños ríoscolados por las goteras del techo.

—Llueve… diluvia —y sus labiossecos se plegaban hasta quebrarse por lasonrisa que su gozo empujó hasta afuera.

¡Agua para los hombres, para losniños. Agua para las bestias, para lasmilpas. Agua para que se desborde el

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jagüey; para todos…!—¡Agua para mí…!

4

Sí, agua para él. Y con ella una curaciónrápida. La carne purulenta y amarilla fuepoco a poco poniéndose color de rosa.Luego se contrajo hasta plegarse en uncierre macizo y franco.

La convalecencia pasó rápida entreinactividad y atoles delgados.

Antes de dejar el hospital, supo elpastor, por los parientes y los amigos,que sus ganados no habían podidoresistir a la sequía.

Para pruebas, allí estaban las

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zaleas en salmuera, esperando sercurtidas y llevadas al mercado.

—Con el dinero que de ellassaques —habíale dicho un optimista—podrás comprar sementales y pies decría suficientes para rehacer tu aprisco.

Y con aquella esperanza a guisa debordón, dejó el hospital una mañanitahumedecida y alegre.

5

Regresaban del mercado en palomilla.Se bromeaban con la sutileza de los quehan bebido sin llegar a la embriaguez.

En grupos de tres o cuatrocaminaban los pastores después de

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haber vendido las pieles, la lana o algúncorderillo cebón.

El campo olía a flores de San Juan;un viento apacible y tibio, cargado dehumedad, deleitaba con su roce. Elpaisaje gris de otros días, tenía ahorapor fondo fuertes pincelazos en todoslos tonos del verde. Las cabras, allá enla ladera, caminaban torpemente al pesode sus ubres repletas. Parejas depequeñas aves se perseguían enatrevidas evoluciones, hasta aplicar lasuave desazón primaveral en un contactoviolento, delicado, casi inmaterial,sobre las ramas apretadas de losarbustos.

Los pastores seguían alegres entrechacotas y toscos juegos de manos,

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mientras la cinta del camino corría bajola suela de sus huaraches.

Precisamente al llegar al jagüey dedon Críspulo, éste pasaba a caballocerca del primer grupo de pastores. Unode ellos, el más bromista, fue el autor dela idea:

—Muchachos, vamos a hacerle unatravesura al viejo…

—Vamos —dijeron los otrosresueltamente.

Luego se tomaron todos de la manoe hicieron larga cadena que cortó elcamino al mestizo. El muchacho de laocurrencia tomó la palabra.

—Buenas tardes, señor donCrispulito…

—Buenas las tengan ustedes —

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contestó el aludido un poco amoscado.—¿Qué dice el jagüey… ya se

llena?—Se va llenando poco a poco con

la voluntad de Dios…—¡Y con la sed de nosotros…!Don Críspulo golpeaba

nerviosamente la cabeza de la silla conla pajuela del fuete.

—¿Ya saludó usté a su herido…?Mírelo, allí viene todo redengao. Laspostas que usté le aventó le dejaron másaporreado que un coyote dañero.

El mestizo trató de arrendar a subestia para huir de aquel peligrosogrupo; pero uno de los muchachos tomópor las cadenillas el freno del caballo ylo contuvo.

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—Aguárdese, chivato, tenemos quehablar…

—Pero que sea pronto, porque voyde prisa…

—Va ser pronto, señor donCrispulito. Queremos que nos dejebeber un poco de agua de su abrevadero,porque ya nos viene alcanzando lacruda…

—Beban la que quieran, para esoes el agua…

—No pensaba usté ansina cuandola seca.

—No, en verdad, entonces ellíquido andaba escaso y yo tambiéntengo ganados.

—Pos ahoy, yo y los que estamosaquí juntos, queremos que toda el agüita

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del jagüey sea para su buena persona…Apiése tantito que queremos divertirnosun poco.

Ante la espantosa mueca que elmiedo apuntó en la cara arrugada delmestizo, los pastores soltaron unacarcajada que hizo enfriar la sangre dedon Críspulo.

—¿Qué pasó, viejito, se apea o loapeo? —agregó el que llevaba lainiciativa, acompañando a su dicho conun empujón que hizo a don Críspulosalir disparado por las orejas delcaballo.

El mestizo seguía gesticulandotrágicamente como queriendo decir algo;pero sus palabras sólo zumbaban comosi tuviera un moscón prendido entre los

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dos labios.—Ora echen una reata pa

retrincarlo —dijo el ocurrente.Pronto quedó el hombre amarrado

de pies y manos y tirado boca arriba enmedio del camino.

—Empresta acá el acocote —dijoel improvisado verdugo a uncompañero, mientras le arrebataba unlargo y estrecho calabazo, que rompióde golpe contra un peñasco. La parte quequedó entre sus manos era una especiede embudo.

—Dos de ustedes —continuóordenando— acarrién para acá toda elagua del jagüey. Cuidado con tirar unasola gota… Porque es ajena. Toda laquere aprovechar su dueño don

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Crispulito. Y tiene harta razón, pos esmuy d’él.

El mestizo, con la punta delcalabazo encajado a golpes en la boca,gruñía como un cerdo amarrado, viendocon ojos empavorecidos al grupo depastores que le rodeaba.

Los viejos, inactivos en aquellamaniobra, observaban cómo seplasmaba poco a poco el espectro de lavenganza.

6

El cuerpo inerte y la vereda formabanuna X.

Quedó tirado boca arriba; su

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vientre, inflado como la panza de unavaquilla preñada, se desbordaba sobreel grueso cinturón; los ojos enrojecidosy opacos saltaban las órbitas y por laboca y los poros de la nariz escurríanarroyitos de agua verde.

7

En el jagüey, cien ovejas abrevaban delagua de nadie.

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Un par de piernas

LA TORRE de la parroquia se alzabasolitaria como un dedo índice en mediodel atardecer tristón. Las palomastornaban en bandadas, para recogerse ensus nidales incrustados entre losresquicios que dejaban las ancianaslosas de cantera.

Al atrio, sembrado de truenos,naranjos y nísperos, rosales, margaritasy violetas, lo cercaba pretensiosa verja

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de hierro y las callecillas embaldosadasy llenas de lama verde negra, surcábanlode un lado a otro.

En medio, la fuente vomitaba unhilillo de agua turbia.

La campana tocaba la oración,cuando mi tía, chiquita y blanca comouna bola de hilo, entraba al atrio paso apaso, recargada en mi hombro, poniendoa prueba la escasa fuerza de mis sieteaños, que se dividía entre el peso de laviejecita y el banco plegadizo quecolgaba en mi siniestra.

Entrábamos al templo por la puertamayor; los pasos cansados de la tía,amortiguados por las suelas suaves yesponjosas de los botines, percutíansordamente; su resonancia, asociada a la

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producida por mi taconeo impenitente,golpeaba en la alta cúpula como un rarotamborilear.

La viejecita buscaba con la vista ellugar más discreto de la iglesia. Allí, alfondo de la nave, en un rincón oscuro,apenas alumbrado por el guiñar de unalámpara de aceite, me ordenaba con lavista que armara el banquillo.

Entre suspiros y quejas, sentábasela anciana y, tras de santiguarse,empezaba a hacer correr entre sus dedosagarrotados las cuentas del rosario.

Yo, sentado sobre las duelas delpiso, me aburría soberanamente.

Mi imaginación de niño volaba deaquí a allá con la agilidad de unapequeña ave.

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Entonces salía del templo pararecorrer, in mente, todos los campos demi breve escenario infantil: la huerta deEl Rincón, donde las naranjas color deoro o las guayabas chapeteadas estabantan sólo al alcance de la mano; o al ríode aguas achocolatadas, en donde Togo,mi perro, daba chapuzonesemocionantes, tras el pedrusco que lelanzábamos desde el puente; o elvolantín destartalado, que giraba ygiraba sobre un eje incansable… ¡en fin!

Luego el bisbiseo de las oracionesde la tía me capturaba y me traía enpeso, hasta clavarme en dos nalgas enaquella incómoda postura, en medio deparedes altas y severas, impregnadas deese extraño olor que producen la cera y

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el incienso; aquellas paredes tapizadascon óleos oscuros, macabros, como sihubieran sido pintados por un enfermo opor un presidiario, ilustrativos de lasanguinolenta tragedia del Gólgota o delmartirio inhumano de algún héroe de lavieja cristiandad.

Para entonces, la anciana terminabade dar vuelta al rosario e iniciaba laletanía.

Presa del éxtasis, no reparaba enmí, lo que me permitía recobrar lapropiedad total de mis movimientos.Entonces me hurgaba a satisfacción lasnarices, alzaba la cara en busca de algoque fuera capaz de distraerme; seguía,por ejemplo, a un par de moscones querevoloteaban persiguiéndose en medio

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de la nave; contaba y recontaba las velasque ardían sobre el altar mayor;desataba y ataba con enfadoso afán lascorreas de mis zapatos; divagaba de lolindo en torno del polvillo de oro que sedesprendía del alto ventanal, al colarpor los emplomados multicolores, losúltimos rayos del sol; buscaba elparecido entre los apóstoles de aquellamala copia de la Cena de Leonardo, conlos tipos más conocidos del pueblo: allíestaba el doctor Arenas, acompañadodel señor Mireles, el recaudador derentas y Pánfilo el limosnero, con susbarbas rojas y enmarañadas… ofantaseaba alrededor del purgatorio, asugestión del «ánima sola», que seretorcía encadenada entre rojas lenguas

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de fuego…De pronto, la tos seca de Bruno el

sacristán avisaba a mi tía que erallegada la hora de desalojar el templo.Ella cortaba su oración, se persignaba yyo solícitamente me acercaba paraayudarla a ponerse en pie. Entoncessalíamos de la iglesia para perdernos enla penumbra del atrio.

Aquella tarde, mi aburrimiento eraterrible. El calor de la canícula seencerraba, se apretaba entre las paredeshasta hacer el aire pesado. La iglesiaestaba solitaria; mi tía dejó abiertosobre el regazo su viejo «Lavalle» deletra gorda, para cabecear presa de un

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sueño impertinente. Yo, de pie, volteabade un lado a otro espantándome el sopor.De pronto, mis ojos tropezaron con algoen lo que hasta entonces no habíareparado. Era aquello la imagen de unasanta de muy buen ver; estaba de piesobre una mesilla baja, vestía túnicaazul celeste tachonada de estrellasplateadas; sus labios carnosos sefruncían con una sonrisa picaresca einquietante; los párpados caían comodoblegados por el peso de las pestañasenormes y sedosas; una toca blanca yelegante cubría su cabeza.

La gracia de la figurilla se afinabacuando en torno de ella las carasdescompuestas por el martirio o losgestos cloróticos o los retorcimientos

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histéricos de las demás imágeneshacíanle un marco impropio y absurdo.

Tras de cerciorarme de laprofundidad del sueño de la tía, me fuiacercando poco a poco hasta la mesa endonde la santa se mantenía rígida. Aunos cuantos metros pude verla más a misabor; desde luego le encontré unnotable parecido con la maestra delsegundo año: sus ojos eran los de ella ysi la nariz hubiera sido un poco másremangadilla y quizá más corta, elparecido sería sorprendente. Seguíacercándome para leer un cartelito:

«Una limosna para el culto deSanta Rosa de Lima.»

—Rosa de Lima —me dije—, hastael nombre suena bien.

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Más confiado, me llegué al bordede la mesa. Allí quedé observandodetalle a detalle el encanto de la imagen.Estaba realmente subyugado; mi corazónpalpitaba tan de prisa que temí mereventara el pecho.

De pronto mi mano, movida porextraño impulso, se alzó y emprendió unviaje inesperado; el brazo se estiró enpos de la mano y ésta llegó hasta tocarel vuelo de la túnica; la mano no secontuvo ni aun en el instante en quevolví la cabeza para ver si espiaban mimaniobra. Cuando torné los ojos a lasanta, ya la falda estaba tan alta quedescubría un par de babuchas deslucidasy polvorientas, que no cuadraban —nicon mucho— con el aspecto exterior de

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la imagen; pero el impulso llevaba tantafuerza y tanta intención, que no podíadetenerse allí; siguió su trayectoria hastadejar —¡horror!— descubiertos dosmorillos resecos, endebles, de maderablanca, que se perdían hacia arriba entrela túnica arrugada y que abajo seclavaban en la peana, tras de atravesarlas babuchas vacías…

Un grito, en el que se mezclaban ladecepción y el espanto, salió de migarganta. La tía despertó sobresaltada yechóme una mirada quemante; se levantócorajuda y me arrastró hasta afuera deltemplo…

Durante un mes no se me permitiósalir a jugar base ball con miscamaradas…

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Trigo de invierno

A J. Rubén Romero

GRI, gri, gri, redobló sobre sus timbalesla cigarra, porque la época de la siegase nos había echado encima…

Gri, gri, griii, y el chirrido siguiórodando por el polvo de la vereda,clavándose en la cueva de la señora tuza

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que a la sazón descabezaba un sueño desiesta, mientras afuera el sol tostaba loscogollos de la mezquitera a cuya sombrase acogía el ganado. Allá en la medianíadel potrero, los peones, hoz en mano,roían los tallos del trigo.

Por el cauce del riachuelo vecino,la hojarasca arrastrada por el quemantevientecillo del estío iba a llenar lacuenca del remanso, que en épocas delluvia —allá cuando la escarda— servíapara refrescar la angustia de loshombres, que luego de pasada la labor,anhelaban un chapuzón entre las aguascristalinas y broncas, que tambiénbrindaban su frescor al ganado, a la horaen que el sol dejaba caer con toda supesadez el manojo de rayos.

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Los peones seguían rapando alpotrero, para hacer hacinarcuidadosamente los haces de oro,aquellos manojos brillantes, moldeadospor el abrazo de paz entre los hombres yla tierra. El techado rojizo,materialmente cercado por montones depaja, cubría casi a la trilladoramecánica, que engullía glotonamentecuantas espigas llegaban a su gaznateinsaciable.

Tras de los segadores searrastraban otras siluetas lastimosas.Otros seres miserables, que tiraban porentre los surcos toda su pobreza y sumugre, dejando tras sí la huellasangrienta de sus plantas, cuando laspuntas de los tallos recién cercenados se

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encajaban en sus carnes hastadesgarrarlas: eran las «pepenadoras».Mujeres éstas que seguían al pizcador,para recoger la espiga degenerada queéste despreciaba y que ellas guardabanavariciosamente en un doblez del rebozoharapiento.

Cuando el sol se encajaba en elcerro más lejano, los hombreslevantaban la cara al cielo y alzaban losbrazos para sacudir su cansancio.Entonces las mujeres hacían revisión delfruto de la jornada: un manojo deespigas flacas, muchos araños en manosy piernas y sed. ¡Cuánta sed agarrada asus gargantas! A veces, cuando elcansancio no las agobiaba, se sentabanbajo la sombra de un capulín; allí, en

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posturas retorcidas e inhumanas, decíanalgo de sus vidas pequeñitas einsignificantes:

—Yo seguí toda la mañana aEmeterio; él prometió soltarme de vezen cuando alguna espiga grande… ¡A lahora de la hora se me rajó!

—Es mejor —decía una chiquillaencanijada por la anemia—. Comonosotras semos mujeres de los que noalcanzaron nada en el ejido, a la mejorno nos cren edentificadas y nos sacandel potrero sin dejarnos pepenar…

—Toña se desmayó al mediodía.Yo caminaba detrás de ella y la videhacer borrachitos, luego azotó comoacalambrada. Cuando me le acerquénomás me miraba con los ojotes ansina

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de pelados.—A ver, tía Pitacia —dijo una

dirigiéndose a la más vieja—, ¿quéremedio le da usté a Chole pal mal delos desmayos…?

—¡Umm! —gruñó pesimista tíaPitacia—. Ésa no se alivia, anda maladesde que le pegó el gálico su marido. Aél es al que hay que meter al «toro», másque salga tan pelón como un cuije…

La vieja, sin alzar la cara, siguiódesgranando las espigas entre sus dedosgruesos y agrietados.

Luego, jalando del hilo doloroso desu vida, con el que hilvanaba losrecuerdos ingratos, la vieja se soltóhablando ante la indiferencia de suauditorio.

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—Las cosas no han cambiado palos meros probes; siguen igual, comocuando yo era tiernita; entonces no seusaba la trilladora ni el agrarismo; setrillaba con yeguas brutas y toda estatierra era de un amo malo como todoslos diablos… ¡Pero pa nosotros la cosaera la mesma! Cuando el mayordomo noandaba de jeta, nos dejaba entrar a laera, ya pasada la trilla, y del terregalsacábamos algo de trigo; pero eso no erasiempre. Un día seguía yo a mi dijuntoque pizcaba el potrero de La Brecha.Entonces nuestros hijos eran niños yestaban encuerados; yo andaba preñaday con trabajos brincaba de surco asurco. Él de vez en cuando me dejabaalguna espiga gorda; yo la recogía

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calladita la boca y la guardaba en elrebozo. Así andaba tras él todo el santodía. Cuando cayía la tarde, yo me ibapor la vereda del «palo ancho»,caminaba poquito a poco para que mihombre, que se quedaba desunciendo lacarreta, me alcanzara antes de llegar alcamposanto; ¡el miedo que de muchachale tenía yo al camposanto! Luego quenos juntábamos, él me echaba el brazo allomo y hacíamos todo el caminocantando. Cuando llegábamos al jacal,nos poníamos a desgranar las espigas.Salían más de tres puños de trigocolorado. Luego me ponía a moler en elmetate, hasta pasada la media noche. Enla madrugada los muchachillosdespertaban por el frío y por l’hambre.

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Entonces les hacía sus gordas de trigo,gruesas, grandes y bien cocidas… Aveces, cuando llenaban las pancitas, lesdaban cursos.

»Al otro día era lo mesmo: lapepena al rayo del sol; mi dijunto, quese acordaba de las lágrimas de hambrede sus hijos, desimuladamente dejabacáir dos o tres espigas buenas… Y así laíbamos pasando.

»Pero no faltó el lambiscón que juecon el mitote al mayordomo, quien luegoluego se dejó venir en busca de mimarido: “Esto se paga caro —le dijo—.Es un robo que la hacienda castiga muyduro”. Después me arrebató las espigasy me dio un aventón que me hizo cáir alsuelo… Entonces me empezaron unos

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dolores en la rabadilla, como si me laestuvieran tronchando con rozadera. Ami hombre lo amarraron codo con codoy allá va el cristiano preso por loscaminos polvorientos y resecos. ¡Nohubo quen le ofertara un trago de agua!

»Cuando llegamos al casco delrancho encerraron a mi hombre en latroja. Yo lloré toda la noche, revolcandomi desgracia y mis dolores entre elterronerío del barbecho.

»Al día siguiente, el mayordomollamó a mi compadre Telésforo, que erael comisario. Delante de mí, discutieronlos dos muy largamente sobre la penaque habían de echarle a mi Demetrio:

»—¿Lo mandaremos de leva aYucatán? —decía el arrastrado de mi

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compadre.»—No seas bruto, Telésforo —

gritaba el mayordomo—. ¿Qué no vesque nos hacen falta hombres para lacosecha?

»—Entonces nomás le daremos unacintareada que lo tire en el petatesiquiera un mes…

»—Tampoco, animal; orita unhombre nos es más útil que una yunta debueyes…

»—Bueno, pos le quemaremos eljacal con todo y triques…

»—No, después la hacienda tendráque habilitarlo de nuevo… Hay quebuscar un castigo ejemplar, duro, peroque no vaya contra los intereses delnegocio… Ah, ya tengo aquí el castigo

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—dijo el mayordomo muy contento—.Manda que desgranen las espigas que serobaron y que midan el trigo…

»Así lo hizo el maldecido de micompadre. Fue un litro escaso de granos.

»—Bueno —ordenó el mayordomo—, ahora que lo siembre Demetrio de“invierno” en el terreno más rendidor.Que vendan la cosecha y que con unacantidad igual a la que dé en pesos, quese multe al sinvergüenza.

»Y fue aquel litro escaso,comadres, suficiente para sembrar unacuartilla. Como no le dieron yuntas, mihombre y su hijo se pegaron como dosbestias al arado. Yo —que por elempellón que me dio el mayordomohabía malparido la noche en que me

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revolqué en la terronera del barbecho—me colgué del timón y los tres, echandol’alma, aramos y asegundamos… ¡Eldiantre de mayordomo nos obligó aabonar el terreno para que diera másgranos! La cosecha se vino abundante, lesacaron más de cien pesos, que todos secargaron a la cuenta de mi hombre.Apenas hace un año que los acabó depagar mi hijo Julio. Su padre murióantes de ver liquidada su cuenta con lahacienda…

»La yeguada de trilla estababrillante de puro gorda y nosotrosflacos, canijos, encuerados… ¡Igual queahoy, igual que ahoy, porque si haydiferiencia, la mera verdá no ladestingo…!».

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—Chist, chist, tía Pitacia, a usté sele han cáido los dientes de purohabladora…

Gri, gri, griii, redobló sobre sustimbales la cigarra, porque la época dela siega se nos había echado encima…

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«Voy a cantar uncorrido»

A Héctor Pérez Martínez

EL DÍA en que Urbano Téllez, seguido deuna tropa de sombrerudos, hizo cuartelgeneral del Mesón de la Fortuna, lagente dejó de temer a la amenaza de los«cristeros», que en las rugosidades de la

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montaña inmediata andaban a caza de lamás pequeña oportunidad para lanzarseen avalancha sobre el poblado, al que laestrategia cimarrona concedíaimportancia capital.

Equistlán escondía su modestia enun vallecillo verde y oloroso a majada;las muchachas usaban rebozo yadornaban sus trenzas con maravillas yrosas de Castilla; los hombres vestíande charro y jugaban al billar.

Urbano Téllez, más conocido porsu palomilla con el remoquete de elChato, era el jefe de los agraristas yante el peligro que se cernía sobreEquistlán, se había prestado a cooperarcon la federación a la defensa delpueblo.

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Dos eran las debilidades del ChatoUrbano: el alcohol y los corridos. Dosdebilidades que, apareadas, daban lugara una tercera: el escándalo.

Todos sabían que el día en que la«solitaria de tequila» se revolvía en lasentrañas del joven agrarista, las puertasde las casas en donde había muchachasen edad de merecer, debían estarcerradas a piedra y lodo, en previsiónde que la descortés galantería del ChatoUrbano chocara contra el candor de lospimpollos. Y en el mercado, a buenahora, antes de que el agraristaapareciera por la calle real, arrastrandoa los mariachis, las comadres cargabancon las ollas de pozole o levantaban lospuestos de naranjas, para desaparecer a

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la chita callando por la esquina máscercana, temerosas de que elescandaloso hiciera con ellas alguna desus temibles travesuras.

Por lo demás, Urbano Téllez era unbuen hombre, maguer el juicio que sobreél hicieran las «gentes de orden», quenunca estuvieron de acuerdo en que un«pata rajada» fuera nada menos que elguardián de los intereses de Equistlán.

Los de abajo, que eran los más,querían lealmente al Chato Urbano.Sentían por él una fuerte admiración.Gustaban de verle jinete en su pencoconsentido «haciendo Santiaguitos deaquí pa allá», o encabezando a la puntade greñudos que le seguían. Por eso laplebe perdonaba los arranques de potro

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cerrero, que seguido sacudían eltemperamento «amalditado» delmuchacho.

Aquel día, desde muy temprano, elChato amaneció de buen humor. Sobreel mostrador del tendajón Las QuinceLetras, cinco botellas vacías y otrastantas a medio llenar argumentabanelocuentemente a propósito de la alegríade los cinco bebedores que, recargadoscontra el mostrador, ingerían uno trasotro los «cartuchos de a cuarto» quediligentemente escanciaba donConstancio, «caracterizado comerciantede la localidad».

Hacía un rato que el Tejón, un

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golfillo vividor y colero, había sidodestacado por órdenes del ChatoUrbano en busca del mariachi de Pedroel Ciego. La espera se distraía entretrago de tequila y mordida de quesoañejo, botana ésta que había dado famaal establecimiento de don Constancio.

—Ahora el pueblo sí se sientetranquilo con ustedes, señores… Ya sepuede tomar la copa sin que elsobresalto nos la amargue —decíaservilmente el tendero—. Chon, mimozo, me contó ayer que los alzados handado muestras de cierta intranquilidad.Por la tarde, cuando fue por las vacas,los divisó por el rumbo de la barranca.Parece que despliegan una actividadinusitada…

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—Pos aquí les tenemos suenusitada… Que se dejen descolgarcuando gusten —contestaba una vozenronquecida.

Don Constancio, entre burlón ytemeroso, observaba por encima de susantiparras el grupo, mientras envolvíacon sus dedos torpes «tres» de canela,para un harapiento muchacho que veíamiedoso y admirado a los rancherosebrios.

En eso hizo su entrada el mariachide Pedro el Ciego, a quien servía delazarillo el Tejón; venía a la cabeza de«sus» muchachos.

—Buenos se los dé Dios a losseñores…

—¿Qué hay, Pedrito? Ya mero no

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llegabas —dijo uno de los agraristas.—Es que este cabresto muchacho

no daba con mi casa, está más ciego queyo —y apretaba su carilla, carcomidapor la viruela, para entornar los ojosblancos, presa de estúpida hilaridad.

—Pos a templar, que me urge —ordenó el Chato Urbano.

Pronto los requintos y losbandolones remendados con cajas depuros y tejamaniles empezaron a sonarentre las manos de los filarmónicos, yPedro el Ciego, mientras detenía elviolín entre la barba y el pescuezo,retorcía las clavijas del instrumento, quechillaba como un muchacho a quien letiraran de las orejas.

—A ver, Chatito, que me oferten un

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cartucho pa hacer mañana…—¡Sobre! Don Constancio, no se

me siente, osequie aquí a mi máistro.—¿Con cuál despuntamos, jefe? —

preguntó Pedro después de alzar elcodo.

—Ya lo sabes —habló un ofrecido—; puros corridos le gustan a micoronel.

—¿A cuál coronel? —gruñó elChato Urbano extrañado.

—Pos a ti, baboso, aquí mesmo teascendemos desde hoy todos los cuatesjuntos en reunión…

—¿Y por qué no me hacen brincarhasta general?

—No, vale, todavía te faltanméritos; necesitas sequera mercar unas

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botas.—Eso, porque yo quero ser de los

de caballería. ¡Ora pues, que se hacetarde: venga el mariachi…!

La música rompió con una melodíaviva y sugerente: al chillido melifluo delviolín de Pedro el Ciego, contestaba elpunteo agudo de los requintos, y a éstos,los seguía a distancia apreciable laronca voz del arpa grande, que simulabael zapateo de una pareja sobre la tarimade una feria imaginaria; luego el pistónse entrometía con su metálico grito ycruzaba entre aquella trenza de notas, ylos guitarrones, con su recio pajuelear,subrayaban la algarabía hasta hacer unmanojo de sonoridades. Cuando latrenza hacía punta, la voz en falsete del

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ciego rompía con un cantar que al mismotiempo era alegre y era épico, tristón ymelancólico, todo en dosis apropiadaspara hacer de aquello la originalsinfonía. Luego, como una amapola quede improviso ensangrentara la llanura,surgía la letra del corrido, la primera«debilidá» de Urbano Téllez, queolvidado del alcohol, dejaba ir supensamiento en pos de la viejanarración:

Porfirio estáretratado

con su viga y suletrero,

y en el letrerodecía:

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«No pudites conMadero».

Tú habrás podidocon otros,

porque erescamandulero…

Terminado el corrido se brindó, para denuevo enhebrar otros, que todosescucharon en silencio como si fueranpresentes a un acto litúrgico.

El Chato Urbano, con la cabezaentre las manos, clavó en el pisonegruzco la frase que había repetidomuchas veces:

«Me gustan los corridos porquesólo a los hombres valientes se loscomponen.».

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Y la murga, como poniéndose deacuerdo con el agrarista:

Año de milnovecientos

del diez y seis quepasó,

murió BenitoCanales,

el gobierno lomató…

Y otro más, el de Demetrio Montaño, elde aquel entusiasta que cayó boca arribaen medio del surco, defendiendo laconquista agraria:

Tierrita que eres tanbuena

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y sabescorresponder,

guárdalo amante entu seno,

qu’él bien te supoquerer.

De pronto saltó el resorte que manteníala serenidad del agrarista, quien,siguiendo a un impulso incontenible, deun brinco se colocó en las afueras de latienda; echóse sobre el lomo de supenco que le esperaba en la puerta ycomo un Quijote indígena dejóse irfurioso contra mil imaginarios enemigos,repartiendo mandobles a derecha eizquierda. El alboroto en la calle fuepara no contarse: gente que huye

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despavorida, puertas que se cierran conestrépito, mujeres que gritan, niños quelloran y el Chato Urbano que se echacontra un puesto de cañas, consiguiendode paso que su caballo bailara sobre unmontón de cacahuates, después de hacerrodar por el suelo dos tinajas de aguafresca, panzudas como mujeresembarazadas. Luego el enloquecidojinete que se pierde por la calle oscura,dejando tras de sí el eco de sus gritos:«¡A ver quién es el hombre que me corteel gusto…!».

Tras de su jefe salieron los demás,excepto los del mariachi, queaprovecharon la huida y el escándalopara dar fin a las botellas empezadas.

Por el barrio del Nuevo Mundo,

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allá pegado al río, precisamente frente ala casa de Amalia la Nopalera, coimadel Chato Urbano, se escucharonalgunos disparos.

Don Constancio echó afuera a losmúsicos.

—Vamos, hijitos, retírensepegaditos a la pared, porque ái vienen…

Cuando los filarmónicos sedisponían a «meter» carrera, llegó elTejón a la tienda.

—¿Qué pasa? —le preguntó eltendero haciendo gorgoritos con elmiedo.

—Nada —respondió el muchacho—, es que Urbano se encontró aTuspirín el del juzgado queriéndolevolar a la Nopalera. Le dio tres

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planazos con el sable y lo dejó ir; perocomo andaba tan encorajinado, la agarrócontra los focos… Ya dejó oscuras lascalles. ¡Oiga nomás! Le anda dandogusto al dedo.

—No hay que hacer caso —dijoPedro el Ciego con la boca llena dequeso de tajo—, es que el jefe Urbanofesteja su ascenso a coronel.

Pero la experiencia de donConstancio aconsejó:

—Oye, Pedrito, sería bueno quebuscaras al Chato y lo calmaras… Yasabes la receta: le tocas el corrido deBenito Canales y con eso te lo echas a labolsa. Luego lo llevas a acostar alMesón de la Fortuna, no sea que hagaalguna avería y… ¡como están las

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cosas…!Cuando cesaron los disparos, don

Constancio tuvo la seguridad de que suplan había salido a pedir de boca. Lafiera seguía como fascinada a losmúsicos que ejecutaban el corrido deBenito Canales, con el «queenyerbaban» al Chato Urbano.

Los cristeros estaban resueltos. Unareciente bendición del prelado les habíadado valor y todos se disponían a tomara sangre y fuego el pueblo defendido porlos agraristas.

Por eso muy temprano habíanpedido la plaza al Chato Urbano, «conobjeto de impedir el derramamiento de

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sangre».La respuesta fue elocuente: los

agraristas colgaron de un naranjo de laplaza de armas al emisario rebelde y seposesionaron de la torre.

La lucha tendría que ser desigual,ya que los atacantes superaban ennúmero crecido a los defensores.

«Al cabo no hemos de morir departo ni de cornada de burro»,reflexionaron, y allá van caracol arriba,buscando cada quien un lugar en dondeparapetarse.

Ya en la torre se hizo el plan dedefensa.

—Tú, Pitacio, que eres el de mejortino, le tupes bala por la calle del cerro,que es por onde se van a dejar venir. Tú,

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Lupe, me desfiendes el barrio del NuevoMundo, nomás te escupes las manos paque no jierres y dejes ir una bala sobrelas casas, acuérdate que tienen techo deteja… y tú, Melesio, que eres el másamargoso pa los plomazos, te losagarras cerquita cuando queran treparsea la torre, nomás no falles, porqueentonces sí nos lleva la tía de lasmuchachas. Los otros, pecho a tierra, serecargan onde vean la cosa máscantiada; y yo, su mero jefe, voy de unlado a otro dándoles la mano ydirigiendo toda la maniobra… ¿hecho?

—¡Hecho! —contestaron todos auna voz.

—¡Pos zás, que se me hacetarde…! ¡Ah!, pero se me olvidaba una

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cosa… Anda, Lupe, búscate a Pedro elCiego y a sus muchachos pa que nostoquen corridos a la hora de la hora.Con eso podremos sostenernos hasta quellegue a nuestro auxilio la federación.Ya le mandé un propio al capitánGodínez que resguarda San Pedrito, paque se venga como de rayo a echarnosuna ayudada.

Lupe salió disparado escaleraabajo, volviendo a poco con Pedro y losotros músicos, en los momentos en quelos atacantes quemaban los primeroscartuchos en la falda del cerro.

—Ya se hizo —dijo casi gozoso elChato Urbano.

Y cuando la esquitera de allá abajose puso seria, ya Pedro empezaba con la

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«sinfonía» del corrido de EutimioLarrea, aquel costeño que él solomantuvo a raya a seis enemigos, unDomingo de Ramos, allá en la lejana ytropical Chilpancingo.

Los de la torre «hicieron lo suyo».Pitacio no cumplió al pie de la

letra la misión que le encomendaron,porque a los primeros tiros cayó panzaal aire con los ojos desorbitados, «comola virgen de Talpa, con la vista clara ysin ver».

Tres hombres fueron en su lugar,obedeciendo la táctica ideada porUrbano.

—Aquí está tupiendo juerte,manitos… Pero si matan a uno, quedandos, si matan a dos, queda uno y si

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matan a los tres… ¡no se me rajen, queyo los sustituigo!

Los alaridos del pistón inflamabanlos carrillos del compadre Toño y elarpa grande lloriqueaba con un balazoen el vientre.

Ya había cuatro muertos.Pedro el Ciego pidió a uno de los

agraristas que se asomara por el ladodel camino real, en busca de lapolvareda que deberían levantar lasbestias de los soldados del gobierno, ensu marcha a Equistlán.

—Pos no se ve nada, don Pedrito—fue la respuesta pesimista.

Pasaron tres horas de balacera y deangustia.

El mariachi atacaba a la sazón el

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corrido de Amaro:

A los ricos d’estepueblo

ya no les sabe elcigarro,

porque dicen queallí viene

ese don JoaquínAmaro.

Cuando el ranchero destacado por ellado del camino real informó a Pedro elCiego que ya se veía una polvareda, elChato Urbano, «hecho bolita», seretorcía apretándose el vientre condesesperación.

Los atacantes, tras de inútil lucha,

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abandonaron precipitadamente suobjetivo, mientras las fuerzas delgobierno hacían su entrada al pueblo.

—Buena defensa, señores —dijo elcapitán Godínez—, han salvado alpueblo de las tropelías de estossalvajes. ¿Dónde está el Chato Urbano?

—Ái’stá —dijo uno señalándole.El hombre se desangraba

horriblemente, tirado sobre un cobertorque la piedad de los del mariachi habíatendido sobre el piso húmedo de laazotea.

—Tengo instrucciones de atender austed hasta salvarle la vida —dijo eloficial—. Que venga luego un médico.

El Chato Urbano movió la cabezade un lado a otro.

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Luego los compas hicieron uncírculo en torno de él.

—Chato Urbano, ti’an rajadoPalma.

—Sí, manito, me regolvieron losentresijos.

A poco el presidente municipal ylos notables del pueblo subieron a latorre en busca de los «valientesdefensores de Equistlán». Allí están loshéroes con las caras renegridas y sinconciencia de sus actos.

El secretario del Ayuntamientojuzgó oportuno instrumentar, de acuerdocon las circunstancias, el discurso quehabía macheteado para el 16 deseptiembre.

«Tal como el venerable Cura de

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Dolores, en el glorioso amanecer…»Pero don Ulpiano, el curandero,

suspendió la brillante pieza oratoriacuando informó a los presentes que elChato Urbano «se les iba».

Hubo consternación.Entonces habló el representante de

las gentes de orden, el C. presidentemunicipal.

—Coronel Urbano Téllez,Equistlán te vivirá agradecido… ¿quéquieres en pago de tu heroico gesto?

El Chato hizo una muecadespreciativa.

Luego el capitán insistió:—Informaré a la superioridad de su

acción, mi coronel, con objeto de que sele reconozca su grado…

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—Si acaso mueres, Urbano, elcomercio dará a tu viuda una pensión —agregó don Constancio el tendero.

—No quiero —dijo con trabajos elherido.

—Eso es, valecito, no les hagascaso, nosotros que semos tusedentificados sí sabemos lo que queres—dijo Lupe el agrarista tragándose laslágrimas—; queres que el ejido lleve tunombre… ¿verdá?

—No, mano…—Bueno, ¿entonces orita se te está

antojando que te llevemos a enterrar alrancho?

—No, no quero nada d’eso —roncó broncamente el agrarista.

Pero luego, dulcificándose y

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pasando una mirada implorante portodos los reunidos, arrastró la lenguapara decir:

—Bueno, pos ya que tanto me lopreguntan… ¡Quero que me componganmi corrido!

Y la frente del Chato Urbano, setornó amarillenta poco a poco.

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En la urbe

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Cuatro cartas

A Leopoldo Ramos

FUE en la Alameda Central, en unabanca donde los sin trabajo aíslan sudesesperanza del palpitar de la vida,que como licor maravilloso corre porlas arterias que rodean al parque.

Allí, lejos del ruido citadino y a la

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vez metidos en pleno corazón de la urbe,hicimos aquella amistad tan efímeracomo profunda.

Era él un hombre alto, seco, rectocomo una pértiga; su cabeza pequeña ycubierta de pelos desteñidos casi seperdía en medio de los hombrosdesproporcionadamente anchos. Susojillos grises brillaban intensamente. Laboca de labios finos se plegaba haciaadentro en un gesto de pesimismo. Vestíamás que descuidadamente y fumabamuchos cigarrillos, que lanzaba al sueloapenas encendidos.

Aquel día dibujaba con la punta deun bastoncillo raros monogramas sobrela arena del piso.

Inesperadamente volvió la cara

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hacia mí y con toda naturalidad me hizouna pregunta:

—¿Sin trabajo?Yo moví afirmativamente la cabeza.—Apuesto a que usted era

empleado público.—Sí —le respondí sin humor de

entablar plática.Él volteó indiferente la cara hacia

arriba, encajó su mirada en un hueco quese abría en la techumbre de hojas yquedóse como fascinado, ante el azulbrillante de aquel pedacito de cielo.

—Estos cielos me recuerdan a losde mi tierra —dijo como hablando a símismo—; me recuerdan a los deCoahuila, así son de azules en el verano;en aquel verano de allá, tan caliente y

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tan tónico…Yo volví la cara para verlo; él notó

mi extrañeza y dijo pausadamente:—Conque empleado público, ¿no?

Yo también lo fui y por muchos años.Me trajo la bola a México; aquí entrécon Lucio Blanco… ¡Mire si ha llovidodesde entonces…! Ahora, como usted,soy cesante. De eso yo tengo la culpapor haber cambiado el timón del aradopor la canana revoltosa… Ahora perdítierra y perdí empleo —y alzaba elademán como un gancho con el quequisiera papar el moscón verde quevolaba pesadamente sobre nuestrascabezas.

—¿Tiene usted familia? —lepregunté.

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—Claro —dijo con naturalidad—.Mire, lea —y me tendió entre sus dedos,renegridos por el abuso del tabaco,algunos pliegos escritos a mano—. Porestas cartas podrá darse cuenta de casitodo…

Y empecé a leer más bien parasatisfacer su deseo que mi curiosidad:

México, D. F. 16 de diciembrede 193… Querido Toño: No tehabía escrito desde hacemeses, porque los exámenesde fin de año han ocupadotoda mi atención. Ahora lohago para decirte que esperosalir bien de las pruebas

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finales y terminar muy prontola primaria. También quierocontarte algo de lo que se vepor estos días en la granciudad que tú no conoces. Lasgentes de México se alegran amedida que se acerca laNavidad; todo el mundo seprepara para recibir lo mejorposible la noche delveinticuatro. Las avenidas dela capital, de por sí tanconcurridas, en esta épocaparecen ríos caudalosos.Desde el balcón de mi casa,que como te he dicho enanteriores, es vecina a unmercado, tengo la oportunidad

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de observar cuanto pasa en lacalle. Por la mañana, lascriadas con enormes canastospasan de prisa, para regresarprontito cargadas conlegumbres, carnes y frutas.Algunas señoras van decompras en automóvileslujosos y regatean hasta uncentavo al miserable indiovendedor de verduras. Loscomerciantes agotan en estatemporada todas susexistencias. Es que tambiénaquí, como allá, hay posadas ylas gentes se proveen parapasar una noche divertida. Enla esquina hay un hombre que

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grita sin cesar: «¡Una piñatabarata!», y vende durante eldía muchos barcos, chinas,gendarmes y aeroplanos depapel picado. En las acerashay cerros de juguetes. Mishermanitos lloran cada vezque los ven; es que se lesantojan todos; pero mi madrelos conforma diciéndoles queen la Noche Buena SantaClaus vendrá y les traerámuchas cosas bonitas. Yo, queya sé quién es Santa Claus, hepedido a mi papá una bicicletacon sus faros eléctricos; él haprometido comprármela paraeste fin de año. La animación

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de la ciudad crece cuandollega la noche. Los muchachosdel barrio queman cohetes yencienden luces de Bengala ybuscapiés. Algunas mujeressentadas en cuclillas frente aun braserito asan castañas ylas pregonan con una tonaditasimpática: «Ah la castañaasada». Las grandes tiendasexhiben en sus escaparatesiluminadísimos sabrososturrones, peladillas yjamoncillos. También hayfrutas secas, nueces,piñones… La gente del pueblova y viene comiendo cañas deazúcar y cacahuates. Otros,

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metidos en abrigos, pasanapresurados para no llegartarde a la cena de la posada.Nosotros no salimos, porquemi madre está un pocoenferma y porque mishermanitos no tienen abrigos yhace mucho frío. ¿Te acuerdasque te dije que mi papáesperaba un ascenso en sutrabajo? Pues no lo consiguió,porque ese puesto se lo dieronal compadre de un diputado, apesar de que mi padre alegóhaber servido a la Revolucióncon las armas en la mano y serun competente y antiguoempleado público. Sin

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embargo, él y mi madrequieren ponernos un«arbolito» de navidad. Yo medoy cuenta del sacrificio quevan a hacer, pero no quieroque mis hermanos sientantristeza cuando vean lasfiestas que preparan en lascasas vecinas. Te escribirépronto, contándote más cosasy ahora recibe un abrazo de tuamigo. Paco.

México, D. F. 20 de diciembrede 193… Querido Toño: Hoyrecibí tu carta y me alegré desaber que estás bien, que tu

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caballo Tordo ganó lascarreras de la feria del díadoce, así como que la cosechade trigo promete ser buena.Aquí en la capital siguen losfestejos de navidad y añonuevo. Los que viven en losaltos de mi casa, que son losdueños del edificio, yapusieron su «arbolito». Ayernos invitaron a verlo; tienemuchos juguetes, foquitos,esferas y mil cosas. Los quemás me gustaron fueron unalocomotora y una caja desoldados. ¡Deben habercostado un dineral!

Lupe y Güicho, mis

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hermanos, lloraron de tristezapor no tener juguetes iguales.Yo me puse muy colorado ysentí algo de coraje contraesos niños ricos; pero despuéspensé que ellos no tienen laculpa. Hubo pasteles yponche. Cuando ya nosveníamos a casa, yo di lasgracias a mis vecinos yentonces Jorge, el más grande,me dijo que nosotros nuncalos podríamos invitar anuestra casa, porque éramospobres; que mi padre debía alsuyo un mes de renta de lavivienda que ocupamos, y quesi no nos echaba era por pura

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lástima. Entonces sí no pudecontenerme y le di un bofetónen la boca que le sacó sangre.Lleno de miedo me di a correrpor las escaleras y entré a micasa desaforado. Arriba elmuchacho ricachón berreaba.No tardó en bajar hasta micasa el padre ofendido y diola queja al mío. Eso me valióuna dura regañada y hastaalgunos coscorrones. Despuésdije a mi padre toda la verdady él, muy conmovido, se sintióen el deber de hacerexplicaciones: No nos habíacomprado juguetes porque elgobierno pagaba a sus

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empleados los días quince yúltimo… «Para navidad habráen esta casa muchas cosasbonitas», nos dijo. Vinoentonces la conformidad amedias. Güicho, mi hermanito,que es un águila, preguntó a mipapá que si Santa Claustrabajaba en el gobierno. Mipadre, mi madre y yofestejamos el chiste delmocoso y con la sonrisa en loslabios nos fuimos a acostar.

Ahora estamos invitadoscon los vecinos de abajo. Sonellos unos niños simpáticoshijos de un obrero muy amableque trabaja en la Compañía de

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Tranvías. Habrá piñatas yrefrescos. Espero estar allímás contento que con los dearriba. Ya te contaré de todoen mi próxima carta. Mientrasrecibe el cariño de tu amigoPaco.

México, D. F. 22 de diciembrede 193… Querido Toño:Aunque no he recibidocontestación a mi última carta,te escribo ésta para contartede la fiesta a la que fuimosinvitados anoche. En el patiode la vecindad había colgadasdesde muy temprano tres

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piñatas muy bonitas: un navío,un cisne y un Mamerto. Desdeel balcón de mi casa vi lospreparativos. La mamá de losniños trabajó todo el díallenando de colación,cacahuates y frutas las trespiñatas; barrió muy bien elpatio; sacudió por todos ladosy adornó con festones depapel de china las paredes. Mimadre, para que nosufriéramos una humillaciónsemejante a la de anoche, nosarregló lo mejor posible.Lupe, mi hermana, estrenózapatos; yo llevé un trajerecortado de papá y Güicho un

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corbatón improvisado con labanda de un vestido de mimadre. Fuimos muy bienrecibidos. Se nos obsequiócon agua fresca de jamaica yalmendrones. Después vino elmejor número del programa:las piñatas. Un niño morenitoy listo destripó de un palo aMamerto. Yo recogí muchafruta que compartí con mishermanos, que se pusieronnecios porque no ganaronnada. El navío, que eraprecioso, lo echó a pique elmayor de los muchachos de lacasa y a mí me toco cazar alcisne. ¡Estuvimos felices!

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Después todos nos pusimos ajugar al «pan y queso»,armando tal gritería que losniños ricos del tercer pisotuvieron que asomarse a subalcón, desde donde noslanzaron miradas envidiosas.Yo sentí gusto de ser, aunquefuera en ese ratito, más felizque ellos. Vino después elreparto de juguetes. Se pusoen fila a todo el muchacherío.Me sentí satisfecho de ver quenosotros —mis hermanos y yo— éramos los mejortrajeados… Había unospobrecillos que no llevaban nizapatos. El padre de los niños

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dueños de la fiesta empezó arepartir juguetes de celuloidey de cartón. No eran éstos tanbonitos ni tan valiosos comolos de allá arriba; pero detodas maneras bien valían lapena. De pronto el hombre sedetuvo en el reparto; contóprimero a los niños y despuésa los juguetes. Cuando llegó anosotros nos saltó y siguiórepartiendo. Mis hermanoscomenzaron a hacer pucherosy yo no me sentí muy a gusto.El buen hombre advirtiónuestra tristeza y se acercó amí para decirme: «Yo nocontaba con que vinieran

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tantos niños y compré pocosjuguetes… A ustedes no lestocó ningún obsequio, porqueson menos pobres que estosdescalcitos. Sus padres lescomprarán cosas mejores…».Entonces sí, te lo confieso,sentí que las lágrimas se merodaban. Mis hermanitos memiraron asombrados y lafiesta siguió. Desde entoncesyo estuve triste; Lupe yGüicho se quedaron dormidosen un rincón del patio. Prontovino mi padre a recogernos.Yo le conté lo sucedido y vicómo se ponía muy triste. Nodijo nada; pero en la noche, ya

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cuando nos creía dormidos,escuché lo que le decía a mimadre: «… mañana pediréprestados al pagador de laSecretaría algunos pesos paracomprarles juguetes a losmuchachos». Yo me quedédormido lleno de esperanzas.Pronto te escribiré paracontarte de los regalos. Tuamigo. Paco. P.D. Si mecompran la bicicleta, desdeahora reto a unas carreras a tuTordo.

México, D. F. 25 de diciembrede 193… Querido Toño: Si no

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fuera porque te prometí en miúltima carta contarte de misregalos de navidad, no teescribiría hoy, estoy cansado.Ayer ocupé la mañana enquitar las macetas del patio,para hacer una pista dondecorrer en mi bicicleta. Mimadre me vio tanentusiasmado que consintió endejarme trastornar todas suscosas. Luego me dediqué aescribir a Santa Claus,pidiéndole los regalos de mishermanos: Lupe quiso unaestufa, una batería de cocina,una muñeca que dijera «papá»y muchos dulces. Güicho un

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tambor, una escopeta, unautomovilito de cuerda ymuchos dulces. Yo no hicecarta, pues haría mi pedidoverbalmente a Santa Claus. Amediodía llegó mi padre acomer. Venía del mejor humor,charló mucho acordándose delas navidades pasadas en sutierra. Luego guiñando un ojoa mamá, dijo que en la tardedejaría arreglado el negociocon el Pagador. A mí mepalpitó de gusto el corazón.Cuando mi padre salió para laoficina, hice entrega de lascartas de mis hermanos, queaunque en el sobre decían

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«Señor Santa Claus. El PoloNorte», mi padre sabía a quéatenerse. Yo le dije de mibicicleta y él se echó a reír enforma muy satisfactoria. Latarde se hizo eterna. En elbarandal de la escalera ensayécien veces los pedalazos. Amis hermanos les dije, paracalmarlos, que el buen SantaClaus venía llegando en sucarro cubierto de nieve ytirado por un trío de renos. Sepusieron muy contentos;mientras Lupe cantaba, elGüicho bailaba. ¡Había queverlos! Por fin sonaron lasseis de la tarde, luego las seis

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y media y las siete. Alarmadopor la tardanza de mi padrepregunté a mi mamá el porqué.Ella dijo maliciosamente quesin duda mi padre andaba entratos con Santa Claus.Pasaron muchas horas más ypor fin sonó la puerta. Era mipadre indudablemente, me lodecía su manera de golpearcon los nudillos. Sentíponerme rojo. Hice que mishermanos se encerraran paraevitar que se dieran cuenta delcariñoso engaño. Luego entrómi padre. Le abracé y quedéesperando que dijera algo; élsólo sonrió en forma muy rara

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y me hizo algunos cariños enla cabeza. Luego fue de prisaa mi madre y le dio a leer unpliego lleno de sellos yfirmas. Mientras leía, la carade ella se ponía descolorida.Luego arrojó lejos el papel.Entonces aparecieron mishermanos y sin rodeospreguntaron si ya habíallegado el viejecito barbudo.Mi padre habló en un tono devoz que yo nunca le habíaoído: «Hijos míos, esta vezSanta Claus no podrá llegar;sus renos han reventado detanto correr; se quedó en elcamino…». Mis hermanos

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lloraron llenos de decepción.Lupe dijo: «Tonto viejo, siusara automóvil en vez derenos nunca dejaría plantadosa tantos niños». Yo, lleno deira por la necia salida de mipadre, estuve a punto derevelar a gritos todo cuantosabía de Santa Claus; peroviendo tirado el papelamarillo que tanto habíaapenado a mi madre, de unsalto me hice de él y leí…Allí decía que con motivo delas economías en el nuevopresupuesto, mi padrequedaba sin trabajo a partirdel día último del mes…

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«Pronto comprará Santa Clausnuevos renos —dije a mishermanos—, pronto vendrácargado de juguetes paraustedes.» Mi padre me vio congratitud y los chiquillos fueronabatidos por el sueño y latristeza. En el tercer piso, losniños ricos festejaban a gritosla llegada de Santa Claus.Abajo también habíatrompetazos y redoble detambores. Yo me fui quedandodormido sobre las piernas demi padre, mientras mamásollozaba quedamente. Hastaotra, Toño, que espero serámenos triste que ésta. Paco.

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Terminada la lectura devolví los papelesa mi vecino de banca, que seguíaentretenido en dibujar monogramas en latierra. Al recibirlos dijo entre dientes:

—Paco, mi hijo mayor, me dioestas cartas dirigidas a su amiguito Toñoque vive en Parras. Unas veces porolvido, y las más porque no tenía yo losdiez centavos para el porte postal, sehan ido quedando en el fondo de mibolsa… ¡Algún día podré mandarlas asu destino; porque hasta ahora SantaClaus no ha encontrado nuevos renoscon qué jalar su carro…!

Al decir esto último, su timbre devoz había cambiado y sus ojillosbrillaron más que antes. Luego se pusoen pie y echó a andar sin despedirse. Se

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fue sorbiendo ruidosamente yarrastrando sus zapatos grises. Se perdiódetrás de un fresno, luego tornó aaparecer, ya llegando a la calle…

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Palomera López

A Jacobo Dalevuelta

AQUELLA tarde, ante el asombro delvecindario, el trac trac de las prensas dela imprenta del rumbo habíaenmudecido. Por la calle principal de labarriada, la canción del organillo corríasin obstáculos y como mico juguetón

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trepaba por los postes, para luego bajarhasta revolcarse con sexual ansiedadentre el lodazal del arroyo.

«¡Sombreros, zapatos, ropa usadaque veeendan!»

«¡Algo que soldar, caños, tinas,regaderas que componer!»

Los pregones se trenzaban en unanhelo común y los chiquillos delvecindario jugaban al «aeroplano»,colocando pequeñas piedrecitas«chinas» sobre el imperfectocuadrilátero dibujado con carbón en laacera de cemento, para después,haciendo el cojuelo, arrojarlas con laspuntas de sus zapatitos viejos.

Nadie sabía por qué la imprenta dela esquina había detenido de improviso

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su febril trabajar. En la mañana, losvecinos vieron cómo los obrerosimpresores desfilaban sigilosamente,uno por uno, y no habían regresado parala jornada de la tarde. Sólo el directorde El Titán, «Periódico rebelde»,habíase encerrado entre las cuatroparedes que formaban el cuchitril, dedonde se desbordaban como corrientesde lava las ideas que tarde o tempranoharían sacudir la modorra de un puebloenfermo de apatía.

Adentro, el hombre quecotidianamente enviaba mensajes alcorazón de las masas, se revolvía de unlado a otro presa de hondapreocupación. Él solo conocía la causade su desasosiego y él solo podría

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satisfacer la curiosidad quecosquilleaba a los que, al pasar, sepercataban de la inactividad desusadadentro del laboratorio de pensamientos.

Amontonado en uno de los rinconesdel taller, El Titán, «Periódico rebelde»antojábase ya una materialización de laidea que le dio vida; «era una trincheradispuesta a recibir la andanada de balasde los polizontes; o era quizá el reductotras del cual los gladiadores del ideal seafortinarían para evitar el asesinatocolectivo».

Así pensaba el director, mientrascon paso firme y lento, recorría de unlado a otro el breve cuartucho.

Era que la noche anterior,precisamente cuando el timonel de

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aquella empresa terminaba el garrapateodel incendiario editorial, la campanilladel teléfono, transformada en timbre dealarma, le hizo levantar la pluma de lahoja de papel, para acercarse al aparatoy escuchar por él el aviso inquietante:

—Bueno, bueno… ¡Ah!, ¿eres tú?Te hablé para advertirte el peligro quecorres. La información sobre elcontrabando de sedas dada en el últimonúmero de El Titán ha enfurecido altirano… Yo mismo he visto en laInspección de Policía, en la propia mesadel general Palomera López, la orden deaprehensión en tu contra… y tenía lacontraseña terrible, la crucecilla rojaque ponen, al margen de las «ordenes»,contra aquellos que no deben

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amanecer… ¡Cuídate, por tus hijos!…—Pero, escucha, ¿quién eres?

¡Escucha… oye!La comunicación se cortó

intempestivamente y el audífono colgóde nuevo en el gancho, seguido de unmovimiento de péndulo, semejante alque impulsa a los cuerpos de losahorcados.

¿Una orden de aprehensión en sucontra? Eso no tenía nada deextraordinario para él, periodista deoposición, carne de mazmorra… ¡Peroen la mesa del general Palomera López,«el señor México»! Eso ya cambiaba.Era algo terrible, capaz de quitar elsueño al más templado. ¡Oh, la muertefría y andrajosa del «delincuente»

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político! ¡Oh, el martirio atroz yvejatorio!

Esa noche despidió a loscolaboradores, no sin advertirles elpeligro que revoloteaba sobre suscabezas. Todos salieron tropezándose ensus propias precauciones.

Alguien aconsejó al director huirde aquel lugar y esconderse muy lejosdel barrio; pero él no juzgó prudente daruna muestra de debilidad a suscorreligionarios y se quedó con gestoheroico en el propio lugar de su culpa,pensando que su muerte sería la únicaoportunidad de su vida, la brechaabierta en su propia carne para salir dela ingrata prisión de la mediocridad…

Y siguió su ir y venir de fiera

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acorralada. Paseaba de un lado a otro,chocando aquí con la prensa plana, allácon las «cajas», o pisando el«formador» que en la huida habíadescuidado el tipógrafo, llevándose depaso la «rama» de primera plana,todavía entintada por el último tiro.

La intranquilidad machacaba sucorazón: la ley fuga o la puñalada artera;la muerte ignorada; el sepulcroclandestino, el silencio hecho en tornode su desaparición… ¡Peor para él si lafalsa clemencia del tirano le clavaba lamirada horizontal y torva! Entonces leesperaban la prisión, tal vez las salinasde las Islas Marías o los sótanospestilentes de la Inspección y los grillosy las esposas y el oprobioso cepo y mil

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y mil tormentos a cual más de fieros yorientales…

Su cabeza, eje de toda aquellabaraúnda, estaba a punto de estallar,igual que una pompa de jabón.

Las horas pasaban bajo sus piescomo una alfombra afelpada. Sobre loscajones que servían de mesa a laRedacción, un reloj tísico tosía alarguísimos intervalos, como punteandoservilmente la ruta que llevaba al fin.

A la madrugada, cuando habíaandado y desandado millones de vecesla distancia que mediaba entre muro ymuro, escuchó en la calle un rumor devoces que se acercaba. Primero, fue unarayita de frío que como aguja de acerose le encajaba en la espina; después

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sintió un sudor copioso que corría porsu frente.

«¡Cuán terrible es el miedo de loshombres valientes!», pensó; pero prontovino a él la esperada reacción; detuvo supaso, abotonó el chaleco que porcomodidad traía abierto; asentó su peloy esperó con la frente en alto que lapuerta fuera saltada por los golpes delos polizontes. Así permaneció algunosmomentos, hasta que la voz melodiosade una mandolina vino a sacarlo delsuplicio.

«Bah —dijo casi decepcionado—,son los parranderos que andan deserenata.» Y tornó a dar vueltas igual ala lanzadera que inquieta corre de manoen mano, dejando tras sí el tejido

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complicado del lienzo.Las notas musicales se colaban

todas por las anchas grietas de laspuertas y llenaban el recinto. El hombrese indignaba a veces consigo mismo,cuando sorprendíase marchando alcompás del fox-trot o arrastrando lospies tras las notas del vals que afueraejecutaba el trovador.

—Esto no está bien para el directorde El Titán, «Periódico rebelde»… ¡Noestá bien por lo que tiene de frívolo; noestá bien ahora que se avecina mimetamorfosis en hombre símbolo!

El enamorado montaba en elPegaso azul de la ilusión y volaba,volaba, hasta perder de vista larealidad; por eso, frente a aquella

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tragedia en cierne, el romance triunfabaentre risas de mandolina y quejidos deviolín, enmarcados en cursilera luz deluna, mientras una imaginación en torturaiba desde la trágica silueta de PalomeraLópez hasta las salinas de las IslasMarías en viaje redondo, con escalas enla Penitenciaría, la Escuela de Tiro,etcétera, lugares muy apropiados paraejecutar, al pie de la letra no escrita, elúnico pero contundente artículo de laLey Fuga.

Cuando los enamorados se fueroncon la música a otra parte, elpensamiento tomó de nuevo su carril, eintempestivamente la idea se plasmóclara y precisa: allí había papel y tinta,lógico era dejar algo escrito que dijera a

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los pósteros de los últimos instantes delpaladín.

Sentóse frente al «escritorio» de laRedacción, cogió una «cuartilla» yescribió:

Cuando esta nota seaencontrada, mi cuerpotaladrado por las balas de losesbirros y por los picotazosde las aves carniceras será yaun argumento más paraconvencer a los incrédulos,para arrastrar a losnegligentes… Mueroconvencido, lamentandosolamente que mi sacrificio

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me impida ver el triunfo de laamada causa. ¡Abajo el tirano!

Y firmó.Luego un paréntesis con lápiz:

(Publíquese mañana en primera plana aocho cols.)

Pronto la luz del amanecer penetrópor la ventana enrejada y relevó delturno de la noche al foquillo eléctrico,que escupía contra el techo su últimoaliento.

Era de día, un nuevo día luminoso ycálido, de esos que invitan, a los quetienen pasta de héroe, a caer con la caraal cielo.

Aquello no podía prolongarse,

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maduraba a gran prisa como fruta deltrópico; pronto vendría el fataldesenlace a sacar del suplicio aldirector de El Titán, «Periódicorebelde».

La agonía se columpiaba pendientede la duda, entre el afán de vivir y elanhelo del sacrificio.

Unos fuertes golpes a la puerta loinmovilizaron.

—Allí están —se dijo.Luego arregló el nudo de su

corbata, dio un paso adelante y ensayóvarias posturas a cual más patética,quedándose con aquella que, de hacer fea los cromos tudescos, tomó Napoleón ala vista de Santa Elena.

—Adelante, empujen la puerta,

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siempre ha estado dispuesta para queustedes la abran sin forzarla —dijoafectando no afectar la voz.

Pronto la puerta cedió a un tímidoempuje y en medio de ella apareció unhombre solemne. Vestido estrictamentede negro desde el sombrero deanchísimas alas hasta los zapatos deforma afrancesada y tubo de ante; laenorme corbata, anudada a la«papillón», le daba un aspecto anticuadoy estrafalario. Su rostro descoloridocomo el cabo de una vela de cera,contribuía a hacer su aspecto algotranquilizador.

Pero el director de El Titán,«Periódico rebelde» no se resolvía adesperdiciar, así como así, postura

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napoleónica tan bien lograda.—¿El señor director de El Titán?—A sus órdenes —respondió

altivamente el aludido—. Usted debevenir a aprehenderme… ¿Estoy ahoraprecisamente frente al señor generalJesús Palomera López…?

—¿Qué? No, señor, el aquípresente es nada menos que Alicandrode Atenas…

—¿Un esbirro?—No, bien lejos de eso, un gran

poeta… pero inédito, que viene asuplicar a usted la publicación de suúltima oda a la Primavera…

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La caldera

CUANDO el Tuercas llegó a la fábrica, latarde había madurado. El reloj de lafachada, en complicidad con el silbato,jugaba la broma cotidiana al sol.

El desfile azul, precedido de unvaho aceitoso, pesado, se derramaba porel portón de la factoría.

—¡Qué hay, Tuercas! —o bien«Buenas tardes, camarada», eran lasfrases que escurrían de las bocas de los

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trabajadores del primer turno enobsequio de los que entraban.

—Te dejé bien cargada la caldera;con poco que la atices tendrás presiónpara toda la noche —dijo un obrero aloído del Tuercas.

—Gracias, hermano —respondióéste.

Un chiquillo metido dentro de un«overol» pringoso y basto, cuyasmangas se remangaban sobre susbracitos delgados, se acercó al obrero:

—¿No te has fijado? Tenemosfiesta. Dicen que ahora cumpleveinticinco años la fábrica. Hay músicay tragos. El Chapopote, que la andahaciendo de mesero, me dio hace rato untarro de cerveza helada —dijo mientras

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guiñaba un ojo y remangaba la naricilla,al cosquilleo de la lengua que lamía allabio superior.

El Tuercas comprobó lo dicho porel aprendiz. En el piso alto, las oficinasse habían transformado en salones debaile. Desde el patio de la fábrica y através de los cristales, podían verse lasparejas.

—Andan unas muchachas muyelegantes —dijo el chiquillo, cuandoremovía con sus zapatos el terregal delpatio—. Adiós, Tuercas; a ti te va atocar lo mejor del fandango…

Y se alejó, haciendo cabriolasobscenas.

—¡Bah! —gruñó el obrero, y echóa andar balanceando su corpachón.

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En la cueva, precisamente abajo delimprovisado salón de baile, la calderarugía. Su respiración echaba haciaafuera pequeños fragmentos de la leñaencendida.

La estrecha puerta semejaba el ojode un ser fabuloso. Algo así como unabestia mitológica entorpecida por la ira,que lanzara una tormenta ígnea sobreaquel que se atreviera a desafiarla.

En un rincón de la cueva el viejodon Roque renegaba como siempre:

—¡Maldita vida! Veinte añospegado al hocico de la caldera… ¡Y estamuerte que no llega! ¡Mujer había deser! Con la práctica que ahora tengoseré, el día que estire la pata, el primerfogonero del infierno.

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El Tuercas no hacía caso de laslocuras del viejo. Lo dejaba gruñirlibremente, con la indiferencia del queha escuchado muchas veces un mismodisco fonográfico, y sin dar atención alos febricitantes razonamientos deRoque, se desnudaba de cintura arriba;colgaba a su cuello el mandil devaqueta; echaba mano al atizador ycomenzaba a remover con vigor lahornaza.

Allí estaba el Tuercas en acción;bajo el recio torso los músculos semovían en complicado juego; las venassaltaban a flor de piel, impelidas por eltorrente sanguíneo; el sudor brotaba agotitas por cada uno de los poros y alcuajarse sobre la epidermis de cobre, se

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deshacía en raros destellos a la luzrojiza de la hoguera; luego escurría porel pecho velludo en pequeños arroyos yllegaba hasta empapar los tobillos. Loslabios contraídos; la lengua enjuta por lahorrible sed; la nariz dilatada, comoqueriendo recoger un poco de airefresco que hacer llegar a los pulmonessemicongestionados y todo el cuerpomarcando el ritmo solemne del trabajo.

En su rincón, el viejo Roque seremovía como poseído de fiebre. Gruñíaa veces frases entrecortadas y sinsentido:

—… deja en paz la caldera,animal; déjala descansar… La pobretiene veinticinco años, noche y día, dehacer gárgaras con fuego; déjala en paz,

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bribón.—¡Eh, viejo, cállate, y arrima tres

o cuatro trozos grandes paraatascárselos por todo el gaznate a lacondenada! ¡A ver si así me dejadescansar una media hora! —decía elTuercas, arrastrando la lengua.

—Arrímalos tú. A mí esta reumame tiene agarrotados los dedos.

Aquella tarde el Tuercas, después deatizar, volvió la vista irritada en buscade algo. Cerca del petate del viejoRoque descubrió un cántaro con agua.Se echó sobre él y repartió todo el tibiocontenido entre la boca reseca y elpecho sudoroso.

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—¡Epa, deja tantita para apagar elfuego que cargo en la barriga! —gritó elviejo.

El Tuercas respondió a la demandatirando a medio cuarto el cacharrovacío.

Luego se sentó cerca de Roque.Enclavijó las manos sobre las rodillas yviendo vagamente hacia la puerta, dijo,como recogiendo un recuerdo perdido:

—¡Conque tenemos fiesta…!¡Hacen bien los patrones en festejar losveinticinco años de la fábrica! ¡La fiestadel sudor! ¡Puaf, qué hediondo! Dicenque el oro no es hediondo; por eso losricos lo guardan con tanto cuidado.

—En cambio el cobre sí apesta;por eso los pobres no pueden atesorarlo

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—repuso el viejo, y lanzó un escupitajonegro sobre la tierra suelta.

—¿Qué tal te caería una cerveza delas que están repartiendo allá arriba? —dijo el Tuercas.

—¡Cerveza, cerveza…! —roncó elviejo Roque.

Luego se quedaron los dos con lavista fija, como fascinados por el ojociclópeo de la caldera.

A poco, como si hubieradespertado de un sueño solferino yardiente, gritó el Tuercas:

—¡Leña, leña, que baja la presión!Y en dos pasos estuvo de nuevo

frente de la hornaza.—¡Leña, leña…!Y el cuerpo volvió a empaparse de

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sudor viscoso y la mano se crispó denuevo sobre el mango del atizador.

—¡Leña, leña…!

—… y, finalmente, ésta es la caldera —dijo la voz del patrón, como terminandouna ya larga descripción alrededor de lafábrica—. Pero no entren —agregó—;esto está muy sucio; podrían mancharsus vestidos.

Las mujeres no tuvieron en cuentala advertencia. Muchas entraron en locotumulto a la cueva.

El viejo Roque las saludó con ungruñido furioso.

—¡El pobre borracho! —dijo una.—¡Uf, qué asco! —corearon las

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demás.Erguido frente a la caldera, con el

pecho saliente, la greña en rebelión y elgesto altanero, el Tuercas vio la extrañainvasión.

Todas las mujeres le observaronasombradas, al vómito intermitente deluz.

La más menudita, la más femeninade todas, se arrancó hacia el hombre, levio de cerca muy fijamente y estiró lamano hasta acariciar su barba.

—¡Cuidado! —dijo la más vieja delas mujeres—. Esas bestias lo que tienende bellas lo tienen de peligrosas.

El Tuercas, al sentir la caricia,experimentó en todo su cuerpo unaconmoción extraña; primero creyó que

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se abrasaba; luego sintió un frío terribleque corría por su espalda hastaacurrucársele en el cerebro. El piso semovía bajo sus plantas.

—¡Le hiciste mella al gigantón,muchacha! —dijo entre carcajadas elpatrón.

—¡Me gusta por macho! —musitóla coquetuela.

El tropel salió en alocada carrera.Hubo un instante de perfume y frescuraen la cueva.

El Tuercas siguió con la vista a lamás menudita de todas. Su corazón,hecho al fuego, sufrió una opresiónatroz; hubo de apretar los tirantes delmandil, para evitar que estallara.

Luego se rehízo y corrió cerca del

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viejo Roque.—¡Viste —le dijo a gritos—, una,

la más bonita, me acarició la barba!¡Qué manita tan fresca, tan suave, tanardiente, tan áspera! No sé, algo que nopuede decirse aunque uno tenga ganas…

—¡Je, je, je! Créete de las rotas yverás adónde vas a parar… ¡Estamaldita vida!

El Tuercas se puso serio; susemblante instantes hacía iluminado porun relámpago de dicha, se hizo sombrío,horrible; dejó caer su cabeza sobre laquijada y ésta sobre el pecho, para decircon voz tétrica:

—Tienes razón, las rotas nuncaserán para nosotros; son para lospatrones. Sin embargo, ésta no sé qué

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me hizo; la deseo más que un trago deagua fresca; más que una cerveza de lasque están repartiendo allá arriba.Todavía estoy viendo el par de ojotes;los tengo clavados aquí, entre ceja yceja. ¡Tan chiquita, tan flaca!… Yo lapodría deshacer con sólo apretarla conesta mano… así, hasta que se pusieramorada y sacara toda la lengua —e hizouna mueca feroz; pero luego, comovolviendo de una pesadilla, dulcificó elgesto, para rectificar—. ¡Pero qué brutome he puesto! ¿Cómo iba a hacersemejante cosa? Mejor la trataría comosi fuera de azúcar; la cuidaría como a laniña de mis ojos y hasta creería en ella,aunque después me majiara porderecho…

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—¡Psch!… qué loco eres, Tuercas.Estás feo, apestas; tus manos tan torpes,tan pesadas, cuando quisieranacariciarla la harían llorar.

»Eres joven, vale Tuercas, por esote dispenso algunas cosas. Si tuvierasmás experiencia, no toleraría tantanecedad y ya te hubiera roto el hocicopara que se te quitara lo estúpido. Estásmuy lejos de ella; les separa a los dosuna alta muralla; una muralla de oro. Túy yo nos arrastramos como sabandijasentre la tierra suelta de este infierno.Ellos son otra cosa; otro mundo…»

El joven ni siquiera escuchó elsermón que escupió el viejo entre susdientes amarillentos y flojos. Pegado ala pared de la cueva, veía vagamente

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hacia arriba; quizá su mirada ya habíatraspasado el techo y llegado hastaaquello que él consideraba tan sólocomo una visión. «¡Me gusta pormacho!», repetía, mientras tocabacuidadosamente su barba como contemor de deshacer el encanto inefabledel recuerdo. Luego se llamó a cuentas.Hizo por serenarse, buscó la realidad encada una de las celdillas del cerebroembotado, hasta hallarla manifiesta en laidea pesimista: «¿Quién soy yo paraella?». Y se afianzó en aquelpensamiento con el afán que nace de ladesesperanza; pero de nuevo volvió adivagar, hasta perderse en el dédaloflorecido de la ilusión.

Finalmente, consiguió aplacar el

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tumulto de sus sentimientos.—¡Eh, viejo; salgamos al patio a

tomar aire! Esto es insoportable —dijoy echó a andar hacia la puerta.

—No, yo de aquí no salgo. Anda,ve a cantar a la reja de tu adorada; perose te olvidan la guitarra y las flores;llévale flores, hombre; sé galánenamorado… ¡Je, je, je…!

—Quédate ahí… ¡Ojalá que cuandoregrese te encuentre carbonizado,negro…!

El aire de la noche serenó un tantoal alma atormentada. Sentado, en elquicio de una puerta que daba al patioprincipal, dejó trabajar de nuevo sucerebro:

«Verdad que nos separa una barrera

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infranqueable. Ella pertenece a otros. Lamía y la suya sería una unióndescabellada… casi una cruza. Pero siyo doblara el turno, si trabajara noche ydía pegado a la caldera, entonces…»

Luego soñó con caricias. Laobcecación, como ave trepadora, llegóhasta su cerebro: el doble turno, el oro,las medias de seda; todo, todo giraba entorno de él con velocidad de pesadilla;pero al fin la noche le hizo el obsequiode la serenidad.

Levantó al cara, atraído por lamúsica, que continuaba festejando elaniversario de la fábrica. Las parejas,incansables, corrían de un lado a otro;había en todo ambiente de jaleo ycrápula. Buscó con la visa a «la más

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menudita de todas», y no logróencontrarla… «¿Se habrá ido?».

Pero la duda se aclaró cuando en laterraza vio a una pareja unida por unbeso largo, cálido, procaz.

—Es ella —se le oyó murmurar.Bajó la cabeza, y así permaneció

largo rato.Después, se puso en pie; hizo el

gesto del hombre que ha tomado unadeterminación y marchó de nuevo haciala cueva.

El viejo Roque dormía.El Tuercas clavó la mirada en la

carátula del manómetro. Luego, conademán torpe, fue hacinando muchaleña, para tenerla al alcance de la mano;arrancó de su cuello el mandil de

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vaqueta y empezó a atizar, con furorincontenible.

A poco la máquina bramaba; susparedes parecían licuarse; el humoahogaba y los destellos de la lumbre queardía en el vientre de la calderailuminaban hasta medio patio.

Arriba, seguía el baile; parecía queel fuego de abajo hacía hervir a lapequeña multitud alegre.

—Nos vas a volar, estúpido;recargas la caldera con una presión quenunca se le había dado —gritó el viejoRoque.

—Eso es lo que quiero. Tú debessalirte. ¡Me había olvidado de ti,miserable hilacho! Vete a un kilómetrode distancia; vete lejos. La caldera me

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es fiel… Ella será mi cómplice; suúltimo bramido hará que despierte laenorme ciudad y que sacuda, aunque seaun instante, su modorra burguesa. ¡Sal deaquí, sal de aquí!… —gritaba elTuercas, sin dejar de atizar.

La aguja del manómetro emprendíavelozmente su trágico viaje.

—¡Fuera, viejo necio! Tú eres elinocente en todo esto. Ellos, todos ellos,deben volar, junto con la caldera yconmigo. Tú tienes que seguir sufriendoesa reuma… Eres tan insignificante queno vale la pena hacerte el servicio final.¡No ha sonado tu hora! Sal de aquí,vete… Ella, la caldera, yo y todos losque arriba danzan, debemos de acabar;porque, ¿me entiendes?, los odio y me

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odio a mí mismo. Ahora tengo sus vidaspendientes de este hilo tan delgado y quereviento tan fácilmente, ¿ves?…

Cuando la aguja del manómetrohabía dejado muy atrás la línea roja quemarcaba el peligro de explosión, elviejo Roque decía exaltado:

—¡Déjame, déjame aquí; egoísta;quieres privarme de la oportunidad dellegar ahora a ser el primer fogonero delinfierno!… ¡Déjame aquí, idiota!… Yotambién quiero volar, para jugarle unabroma a mi reuma… ¡Déjame aquí!

El Tuercas condescendió y entrelos dos «atascaron por el gaznate de lacaldera» el leño más grueso quetuvieron a mano.

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La celda 18

CHIRRIÓ el portón y dejó abierto elhueco del antro que nos tragó de un solosorbo.

La oscuridad diluyó nuestrassiluetas, hasta dejarlas a punto desombras.

Yo era el personaje principal delgrupo; los otros, tan sólo el marco quehacía resaltar mi importancia.

La puerta cerróse con

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precipitación, como temerosa de que loscuriosos que habían seguido al grupoque acababa de entrar se enteraran de loque ocurría dentro de la cárcel.

Caminábamos por un estrecho ylargo callejón, que iba a rematar a unapieza alumbrada por el parpadeoamarillento de una vela de parafina,cuyo cuerpo se encajaba hasta a mediasen el hocico de una botella agotándoserápidamente, debido al chiflón coladopor el cancel de hierro que daba accesoal «cajón».

La atención de las gentes queocupaban el cuartucho se clavó en mipecho con furia de puñalada.

Era que nuestra irrupción habíaroto la hebra con que tejían su sueño; y

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era que el alcaide, con la somnolenciaprendida en las pestañas, había dicho:«Allí traen al comunista; cuidado con él;viene muy bien recomendado… ¡Algotiene el agua cuando la bendicen!».

Por eso las gentes abríandesmesuradamente los ojos, para ver decuerpo entero al hombre que habíacometido el extraño delito.

Vi cerca de la mesa del empleado avarias mujeres recargadas contra losmuros; sus figurillas, recogidas enabsurda postura, se recortaban sobre elgris de las paredes. No hacían volumen,parecían un friso de esas decoracionesque los pintores de la lucha social hanestampado en todos los blancosaprovechables.

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Tapándose la boca con el rebozo,ellas me observaban compasivas,seguras de que mi culpa era peor que lascometidas por todos los esposos,hermanos, queridos, que adentropurgaban el delito de la pobreza.

El alcaide, encaramado sobre unbanco y con los codos clavados sobre lacarpeta desencuadernada que cubría latabla del escritorio, me examinaba porarriba de los espejuelos que cabalgabansobre la nariz descomunal ydesportillada.

Por fin, el sargento hizo añicosaquella situación:

—Aquí lo traigo —dijo al alcaide— con instrucciones de que lo vigileestrechamente.

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—Bien… —contestó el guardián—ya tengo antecedentes…

Y con ademán fatigado estampó sufirma sobre el papelillo que el sargentole había tendido.

—¡Con el permiso! —dijo elsoldadón, para volverse a escupir la vozmandona sobre los rostros de su gente—. ¡Firmes; media vuelta; de frente…Archnnnn…!

Y los hombres, con gravedadrisible, rompieron una marcha ruidosa,desigual.

El alcaide escribió sobre unlibraco mis generales. Luego,dirigiéndose a un hombre que parado asu espalda leía sobre sus hombros todolo que él garabateaba en el «libro de

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registro de entradas», le ordenó:—¡Mételo en la 18! ¿Cuántos hay

allí?—Verá… son dos; Rufino el Loco y

Ausencio Ruiz. Con éste serán tres…¡Pero qué terceto para meter miedo!

—Pues adentro… Regístralo; no ledejes nada. Si trae reloj o algún anillitono te lo claves tú; pásalos con lostrámites debidos a esta oficina, para queyo a mi vez los turne a… dondecorresponda, ¿sabes?

—Está bien —gruñó el carcelero.Luego mi sonrisa amarga como

subrayando aquella frase lapidaria: «Adonde corresponda, ¿sabes?».

—¡Sígame! —dijo bruscamente elempleado.

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Obedecí.Cuando a mi espalda escuché crujir

los herrajes del «cajón», sentí que lavida me hacía un guiño; luego fui unamolécula del cuerpo del presidio.

¡La celda 18!Nuevo ruido de cerrojos y otra

puerta que se abre para cerrarseinstantes después; más chirridos férreosy la libertad perdida, la acciónencadenada, el corazón convertido enroca merced al dolor y a la impotencia.

Sentados junto al rincón, los queserían mis compañeros de presidiojugaban baraja a la luz de un mecheroimprovisado. Cuando la puerta se abriópara que la celda me recibiera, elloslevantaron sólo un instante la vista de

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las cartas y luego se volvieron a perderentre el laberinto de sotas y malillas.Apenas el carcelero corrió el últimocerrojo, ellos se pusieron en pie ylentamente, pero haciendo ademanes ygestos alarmantes, se acercaron a mí.

Yo gané hacia el rincón máscercano y, recargado contra los muros,me dispuse a repeler la agresión; maspesando posibilidades opté porparlamentar:

—¡Bueno, ustedes dirán…! ¿Quéquieren de mí?

—Todo, todo lo que traigas serábien recibido. ¿Verdá, Loco?

—¡Verdá!—Pues todo es de ustedes, no

faltaba más. Desde ahora seremos

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compañeros y compartiremos entre lostres lo que los tres tengamos. Yo tengopoco; pero quizá más que ustedes…¿Quieren cigarros?

—¿Cigarros? ¿Y de qué son? —dijo el Loco, intrigado.

—¡De tabaco, estúpido!—¡Hum, de tabaco! —repitió

desconsolado.—¡Échalos, sean de lo que sean! —

roncó el otro.—Pues allí están, vamos a fumar.—¿Y qué más traes, hombre?—Dinero, veinte centavos…

¿Quién los quiere?—La mitá para cada uno. ¿Verdá,

Loco?—¡Verdá!

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Les di la moneda de plata que en elfondo de mi bolsillo se había escondidoa la voracidad del carcelero,advirtiéndoles que ya con nada podríaobsequiarlos, puesto que nada mequedaba.

—¡Bueno, no estuvo tan mal lacosa…! ¿Verdá, Loco?

—¡Verdá…! Cigarros de tabaco,veinte fierros…

—¿No juegas? —me dijo AusencioRuiz con cierta amabilidad.

—No entiendo lo que ustedesjuegan; pero haré lo posible poraprender, en algo hemos de pasar eltiempo.

—Bueno, acércate…Los tres nos sentamos alrededor

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del mechero.—La baraja, como ves, tiene

cuarenta cartas… una, dos, tres, cuatro,seis… A veces, la capamos para que losjuegos resulten más piochas… Ahora,como ya somos tres, la dejamoscompleta. Conque cuarenta cartas, ¿no?—y cortando su explicación gritóaltaneramente—: falta manteca, Loco,échale a la mecha toda la que haya, ¿quéno ves que tenemos visita, hombre?

El idiota obedeció. Fue hacia una«lata» de petróleo de la que saltaron dosratas gordas como conejos.

—Se aprovecharon las malditas denuestro alimento —murmuró AusencioRuiz mientras tiraba sobre los animalesun pedazo de ladrillo.

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—Déjalas —dijo el Loco con tonoun poco áspero—, ¿qué no ves que sonRosita y Chole, mis novias?

Luego trajo el bote y dejó escurrirsobre el trapo que servía de mechaalgunas gotas del líquido grasoso que seembarraba en sus paredes.

En tanto, Ausencio Ruiz seguía consu empeño de iniciarme en los secretosdel juego carcelero:

—Fíjate, se hacen pares; la sota deespadas con el rey de bastos; el as deoros con el as de copas; la malilla debastos con la malilla de espadas… y así,pinta y figura. As, dos, tres, cuatro; oro,copa, espada y basto, según…

Yo oía sin escuchar; la mecha habíaaumentado su luz hasta permitirme

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observar a satisfacción las cuatroparedes que formaban la celda: puertaangosta, chaparra, cerrada por unalámina de hierro, ventanillo en dondeapenas se enmarcaría una cara. Ésta erala única comunicación con el exterior.Afuera se veía una estrella como unhoyito de libertad, en medio de laoscuridad de la bóveda.

El idiota y Ausencio Ruiz estabansentados sobre un gran pedrusco; yo, enla tierra suelta, ya que no había lugarmejor en todo el piso.

En el rincón, un petate roído porlas ratas, y sobre él, una cobija gris, delcolor de la tierra del piso.

La voz de Ausencio subía hasta eltecho y bajaba hasta la tierra suelta con

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afán de araña tejedora:—… pero no te dejes hacer

trampas del Loco; cuídale las manos.¿Verdá que es bonito? Éste nos loenseñó el Tísico, un cuate rete flaco queestiró la pata el otro año…

El Loco se paró y se fue hasta elrincón, para luego volver con las manosllenas de los más extraños objetos:pedazos de hojalata, carretes de hilo,clavos, cajas de cerillos vacías, trozosde carbón, alfileres, fragmentos devidrio…

—¡Mira lo que yo tengo! —dijocon gesto de avaro—, todo es mío.

El otro continuaba la lección:—Cuando tengas par no lo digas;

porque si no el compañero te da en la

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torre y…El idiota, orgulloso de su riqueza,

hacía brillar a la pobre luz del mecherouna tapa de caja de grasa:

—¡Mira nomás cómo brilla!Cuando Ausencio barajaba saltó la

pregunta obligada:—Bueno, ¿y tú por qué cayistes…?—Yo, por comunista, por

revolucionario.—Adió; pos si la revolución ya se

acabó… ¡Ah, pero ahora me acuerdo…!Revolucionario, sí, igual que aquel rotoque nos repartió dinero. Nada másestuvo aquí una noche. Al otro día losacaron. Dicen que aquí, mero espaldade la cárcel, le dieron su «agua».Algunos oyeron hasta la descarga de los

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máuseres. Yo creo que sí se loalmorzaron; porque unos días despuésvino una viejita a recoger su ropa…Como ya no encontró nada, se pusoretriste, hasta lloró; luego elChumacera, que tiene muy buena alma,le dio una garra de pantalones que él yano se ponía y le dijo: «No llore, máistra,éste fue el pantalón que trayía elcomunista cuando se lo echaron».

»La vieja se puso muy contenta yempezó a reírse con nosotros; luegometió debajo del rebozo el pantalón y sejue muy poquito a poquito…

»¡Pero fíjate bien, hombre, se danseis cartas a cada jugador, una, dos, tres,cuatro…! Bueno, yo creo que es pior serrevolucionario que lo que somos

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nosotros… Yo era dulcero y todo el díaandaba en la calle con mi cajón demerengues; una vez vendí todo muytemprano y me fui a recoger. Llegué alcantón y me encontré a la vieja dándosesus besotes con el gachupín de LasGlorias de Franco. Yo saqué lacharrasca, la empujé pa delante y setrompezó con la panza del cristiano; lesalió mucha sangre y gritó comodiablo… ¡Entonces me desgracié, verdáde Dios! La misma vieja fue a lacomisaría con el mitotito; ahora viene allorar aquí, pero yo la tiro a lucas.Bueno, pos yo creo que es pior lo queustedes hacen, porque a nosotros nosdejan pudrir aquí adentro; pero a ustedesles dan agua luego luego… ¿Ves? Ya te

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di dos reyes, con ese juego puedesapostar hasta la camisa».

—Y tú, Loco, ¿por qué caíste?Ante mi pregunta la cara del

hombre se ensombreció y clavó los ojos,sin responder, en el mechero quechirriaba cerca de nosotros.

—Anda, hombre, cuenta, cuenta —le dije cordialmente, instigado por aqueldeseo malsano de escuchar canalladas,que me nacía a la vez que el gusanillodel miedo.

El hombre continuó inmutable.—¡Ora, Loco del diablo, cuentas o

te sorrajo un guantazo…! Anda, dileaquello de que «era bonita» —dijoamenazando Ausencio Ruiz.

Y el Loco, como recitando algo que

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ya había repetido mucho, dijo con voztipluda sin levantar la vista:

—Me acumulan que maté a misobrina… Era chiquita, muy blanca,apenas había mudado los dientes deadelante. ¡Bueno, estaba bonita deveras…! ¿Cómo iba yo a matarla,hombre? ¡Estaba bonita, muy chiquita! Ydicen que luego que la maté la enterré enla cocina… Me lo acumulan, ¿eh? No escierto, yo no fui… y todos dicen que sí yque sí. ¡Estaba muy blanca y muylisita…! Me lo acumulan, ¿eh? ¡Peroónde iba yo a hacer eso! —y sus ojosrelampaguearon con satánicas luces y sulengua chasqueó, al untarse sobre laexagerada prominencia de su labiosuperior—. ¡Estaba bonita!

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Los hombres quedaron un momentosin hablar; diríase que se enfangaban enel pantano de su pasado. En mí había yatriunfado el ambiente. Escuchaba loscínicos relatos con gran tranquilidad;nada me impresionaba y lo único quelograba interrumpir aquella mi suaveinconsciencia era el afán de AusencioRuiz de instruirme en el estupidizantejuego de cartas.

Por el ventanillo, la estrella semiraba cada vez más refulgente.

De pronto Ausencio dijo al idiota:—Busca la yerba; allí está

enterrada en medio de la celda.El Loco de un salto se colocó en el

lugar indicado y rascó con las uñas latierra suelta, para sacar un paquete

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hecho con papel de periódico.—¡Ya hacía falta! —gruñó entre

dientes y arrojó a las manos deAusencio el pequeño bulto—. ¡Cómo lacuidas! —dijo en tono de reproche.

—Claro, de tu cuenta estaríastronándotelas todo el día… Mira, Loco,todo es bueno en la vida, lo malo es elvicio —sentenció Ausencio Ruiz,mientras deshacía el envoltorio.

Luego destripó uno de loscigarrillos con que yo les habíaobsequiado, después cogió entre elpulgar e índice un poco del contenidodel paquete, lo puso en la palma de suizquierda y lo remolió con el pulgar dela derecha; después lió la mariguana enel zurrón de tabaco y lo prendió en el

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mechero. Al sorber el humo confruición, dijo con los labiosentrecerrados:

—¡Pura mota! ¿Tú no te lasrequemas, Loco? Toma un cigarro de losde tabaco y haz lo que yo, aprovecha elbuen papel.

—Humm —suspiró el idiota—, amí me gusta más con papel de periódico—y antes de terminar ya tenía entre susdedos un rollo de mariguana torcida enun pedazo de hoja impresa.

—¿Tú quieres tronártelas? ¿O apoco nos vienes a presumir de muchoopio? —dijo Ausencio, y ante midesconcierto el Loco gritó:

—Aquí no es de si quieres o noquieres, aquí fumas; si no lo haces tú

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también, eres capaz de rajarte con el«mayor» y entonces se nos arranca…¡toma!

Tendióme el cigarro, al que habíaarrancado varias fumadas, diciendofurioso: «Chupa, infeliz», y alzó el brazoamenazador.

Yo estiré la mano y maquinalmentellevé el cigarro a mi boca y sorbí ysorbí hasta enredarme en ladesmelenada cabellera del delirio.

Y todo se transformó alrededornuestro; hicimos una plática pacífica,dulce, floja:

—Ahora sí escuchó nuestros rezosel rey de los infiernos. Míralo —dijoAusencio Ruiz poniéndose de pie yalumbrando con un cerillo uno de los

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muros, en donde había pintado concarbón la grotesca figura de un diablillode enorme cola y cuernos retorcidos—.Le dijimos el credo al revés para quenos trajera un buen compañero, y ya ves,te trajo a ti cargado de riquezas… Asífue, un credo al revés; también lemetimos por el trasero una vela de sebode a tres centavos. Toda la noche ardió yparió la leona… ¿Verdá, Loco?

—¡Verdá…! Aquí hay unaschinches muy grandes, muy grandes; aveces como tortugas y a veces como lostanques de petróleo que arrastran lostrenes allá en Tampico. También haymoscos; su lanceta llega hasta elcorazón. De allí bombean la sangre.¡Mira cuántos andan volando… parecen

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generales en aeroplano, con su machetedesenvainado…! Vienen del jardín. Aveces traen flores… Los moscos sonmíos, las chinches de éste. ¿Tú quétienes? Para las chinches yo tengo unremedio, te lo voy a enseñar —continuóel Loco haciendo alrededor de él uncírculo con los residuos del atole que seapelmazaba en el fondo de un jarro—;así pongo entre ellas y yo un río de atoley no pueden pasar… Tampoco Ausenciopodrá llegar hasta donde yo estoy,porque no sabe nadar. Tú sí, porque eresun juile. Rosita y Chole, mis novias, aveces pasan a nado y duermen aquí, muycerquita de mí…

El otro barajaba poseído de fiebre;yo le veía a través de un velo de sueño,

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de un velo de sueño que habían tejidopara mí las arañas que allá arriba seanidaban entre las hendeduras de lasvigas; las arañas de vientres deesmeralda y de tentáculos de acero.

—Fíjate… se hacen pares; la sotade bastos que es hembra con el rey debastos que es macho… Oye, ¿si la sotade bastos es hembra por qué tráipantalones, y si el rey de oros es machopor qué trái enaguas? ¡Bueno —dijoaturdido—, allá van las cartas para quese junten macho con hembra y hembracon macho! —y lanzó contra el techo losnaipes, cuyas hojas se desprendieronsobre nosotros como una extraña lluvia—. Ya no pierdo el tiempo en seguirteengañando; no tarda la madrugada, que

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es la hora en que sacan a losrevolucionarios a darles «agua», y todomi trabajo se habrá perdido… ¡Quéfresca es el agua de la madrugada y quédulce…! ¡Dulce o amarga, según!

Vi por el ventanillo la estrellita.Brillaba intensamente, tan

intensamente que reventó como pompade jabón. Luego se convirtió en unaculebrilla de luz que corrió por todo elfirmamento y entró en la celda paraenredárseme como cintillo en mi dedoanular. Di un grito de gozo.

El Loco, sentado en medio delcírculo de atole, decía su plegaria con elcigarro entre los dientes:

Corre, corre, ufff…

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tren de carga, ufff…que te alcanza,

ufff…el pasajero, ufffffffff

Y una cortina de humo verde seinterpuso entre nosotros y la vida…

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Porcelana

A Luis García Carrillo

LA NOCHE helada envolvía la avenida;de la corriente humana que horas antesse encauzara tumultuosa por el arroyoasfaltado, tan sólo quedaban algunospeatones que apresuradamentecaminaban sobre la acera y uno que otro

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automóvil de alquiler que corría tras dedejar como estela el grito enronquecido:«Está libre, patrón».

Un ojo de luz, amarillento y opaco,como de moribundo, alumbraba elpuesto de café con piquete. En torno deél dos o tres obreros bebían a sorbosruidosos, mientras el policía rondaba azancadas, como queriendo que el fríoque se cuajaba en las almenas de losaltos edificios no le alcanzara. Laspuertas del hotelucho de la esquina seabrieron para dejar salir a una pareja. Elhombre ocultaba la cara tras las solapasvolteadas del sobretodo; la mujer tosíaruidosamente. Él, sin siquieradespedirse, abordó un carro de alquilertras de dar unas señas complicadas.

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Ella, paso a paso se fue hasta el policíaque la aguardaba en la esquina y,sonriéndole cariñosamente, lo saludócon frase que el frío cristalizó entre lapelambre desgreñada de la piel deconejo que adornaba su abrigo:

—¿Tienes frío, mi rey? Te heestado compadeciendo todo el rato; peroel ruco me salió más exigente de lo queesperaba, ¿ves?

—Es la tercera ocasión que medices eso. He notado que siempre que teocupas con ese viejo te esmeras en eltrato… No creas que son celos, no.Nunca podré creer que tú fueras taningrata de dejarme abandonado… ¡A mí,que te quiero tanto! ¡A que te salió conuno de a cinco!

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—Ahora no —exclamó ellaalegremente—. Me dijo que cinco eranpara mis niños… ¡Se tragó el muy primoel truco de la maternidad…! Mira siserá bruto, con lo choteado que está elexpediente. En fin, allí le van a mi negrodiez del águila en premio de sudesvelada —y tendió al policía unbillete que él recogió con toda flema ylo guardó en la bolsa del chaquetín;luego cogió bruscamente el brazo de suamiga, diciéndole al oído: «Mi turnotermina a las cinco de la mañana; perocomo ya pasó la vigilancia, podemos yoy tú irnos a dormir calientitos… ¿Traespara el hotel?».

—No, pero el viejo ha tomado elcuarto para toda la noche; vamos allá, al

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fin a ti no te pondrá dificultades elgachupín.

—Claro está, como que hace tresdías que no lo muerdo.

—Andemos —dijo ellacálidamente.

—Espera —contestó él—, voy aver qué le saco a la del café, porquehace dos horas que está vendiendoalcohol en las propias barbas de laautoridad.

Las puertas del hotel se abrieron denuevo para dar entrada a la melosahembra, en cuyo brazo se apoyaba todoel orgullo del chulo de uniforme.

Afuera el frío, como un escupitajode la noche, escurría por las paredes yresbalaba hasta el piso. Los transeúntes

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eran cada vez más escasos.Una pordiosera se acercó

lentamente al puesto de café. La luz delmechero de petróleo dejó ver todo suaspecto escalofriante: los pómuloscarcomidos por repugnante mal; lascuencas rojizas y profundas de susojillos verdes; la nariz ganchuda sobreel cuello delgado y lleno de costras; losescasos pelos que caían en mechonesgrises y grasientos; y luego su voztipluda y cascada, como si las flemasalojadas en su garganta ahogaran lossonidos que hacen las palabras;encanijada, corta, muy corta de cuerpo,quizá debido a la joroba encaramadasobre sus hombros.

Habló con familiaridad a la

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vendedora de café, como a una viejaconocida, como a una antigua cliente:

—Buenas noches, Herlinda… ¿Medas, por favor, mi cafecito? Pero yasabes cómo lo quiero, el aguardientenada más teñido con unas gotas de café ypoco azúcar…

—¡Alabado, ahora sí la traesbuena, Porcelana…! ¿Tienes con quépagar? Porque he resuelto no volver aprestarte, ya me debes más de seisreales.

—Seguro que traigo… y mucho,harto. Figúrate que un gringo que salíadel cabaret Imperio, ya muy bien pasadode copas, no quiso ofertarme un malníquel, entonces le tomé la mano parabesársela. Él se asustó… ¡ja, ja, ja…!

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—el truco no falla—, y entonces no tuvomás que soltarme tres tostones; sí, trestostones que he venido gastando en cafécon chínguere en todos los puestos delcamino.

—Eres mala, Porcelana, un díacaes para siempre en la cárcel.

—La cárcel… la cárcel no me damiedo —dijo chasqueando la lenguaadormecida por la embriaguez—.Además, no sería justo que a mí mellevaran a la Peni, porque cada quientiene su manera de vivir… Los canarioscantan en sus jaulas para ganarse elalpiste; los gusanos se arrastran y dejantras ellos su baba asquerosa; lospolicías jincan mordidas; tú vendesgarbanzo quemado por café y las güilas

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gastan mucha saliva en cada beso…¡Dime tú de las güilas! Yo antes vivía enotra forma. En vez de esta ropadesgarrada, llevaba trajes elegantes,traídos de París nada más para mí… Lajoroba que ahora cargo la formaban laspieles más finas llegadas a México. Porestas calles, ¡cuántas veces pasé en milandó, arrastrado por un par de yeguasinglesas…! Eso fue allá, cuando lasfiestas del Centenario; entonces meencargaba yo de hacer rica a PilarMurciana, aquella gachupina de la callede Violeta, que cuando se vio rica, selargó dejándonos a todasabandonadas… Entonces los hombres delevita lloraban aquí, sobre estas piernasque ahora agarrota el reuma, pidiendo

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que los quisiera sólo un ratito… Variosartistas me pagaron muchas veces sólopor pintar estas manos en sus lienzos —y entonces levantó en alto los puñospara luego extender los dedos gruesos yescamudos, llenos de fístulas purulentasy coronados por uñas renegridas ycorvas—. Las caricias de estas manoshace años valían un platal… ¡más que loque vale ahora todo el café que guardasen esa olla…! Valían oro y es justo queahora, por huir de su contacto, se paguenalgunos cobres. Dios ayuda; a mí me dioprimero la gracia y la hermosura, ahorala pus y la pestilencia…

—Está «grifa» —comentó unobrero al oído de otro.

—Asilénciate, Porcelana, y ve a

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dormir la borrachera a tu rincón, aquíme estás espantando a la clientela delpuesto.

Pero la mendiga seguía sin hacercaso: «Cada quien vive como puede: lagüila de sus clientes, los chulos de sugüila… ¡yo fui güila de cien chulos!».

—Bebe tu café mejor… ya conozcola historia; los chulos te han dejadocomo estás ahora… Pero bebe, a ver sidas el changazo en tu rincón… ¿Traespapeles en donde dormir?

—Seguramente, desde el pórticodel Teatro Apolo he venido despegandocarteles de los muros para hacerme unbuen colchón; ahora la Porcelana quieredormir caliente, como entonces, comocuando Pilar la Murciana tenía para ella

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el mejor cuarto, el colchón másblandito… Mira —y enseñó a Herlindaun rollo de papel impreso, con el cualharía su lecho para pasar en él el restode la noche—, nada más espero al buenmozo que quiera acostarse a mi lado.

Luego bebió dos o tres tragosgordos hasta acabar con la fuerte raciónde alcohol y, sin despedirse, echó aandar tambaleante hasta perderse en laoscuridad del callejón, aquel cuyodescuido contrastaba con el aliñamientode la avenida que lo cruzaba. En elquicio de una puerta arregló su cama,sobre la que se tiró presa de unasensación de bienestar, de unavoluptuosidad peregrina e inaudita;luego se revolcó con súbita lujuria, se

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dijo frases dulces entrecortadas por ungoce extraño. Soñó por instantes en lascaricias de los señores enlevitados;luego en los dientes de oro de Pilar laMurciana, en besos largos yespasmódicos; en el champaña cuyodulce seco sentíalo en el paladar, comosi aún las burbujas no se apagaran en lasuperficie de la copa de Baccarat; en el«choc choc» de las brillantes pezuñasdel tronco inglés que tiraban de su landóy luego, como una coronación de suinsania, gritó con altanería: «¡Mozo, unpipper mint para la Porcelana!».Después, bajando la voz y tornándolaacariciadora, murmuró para sí: «Tusmanos, Porcelana, fueron hechas parabesarlas; tus senos, Porcelana, son más

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bien formados y más duros que lascopas champañeras; tus ojos, Porcelana,son dos pozos de agua tranquila,profunda y peligrosa… y tus brazos y tuboca y tus dientes, Porcelana…».

Pero el frío del amanecer la hizochocar cruelmente contra la realidad. Ellecho se hizo duro y la purulenta empezóa temblar. Entonces el cerebro endesequilibrio produjo la chispa que hizofuego y el fuego corrió por todas lasvenas de Porcelana; un vértigo atroz seapoderó de ella, su cuerpo se removióposeído de horrible y monstruoso deseo.El callejón solitario impulsó a laimaginación hasta plasmar firmementeun proyecto audaz y salvador. Se hizo unovillo y esperó el paso del primer

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madrugador.No tardó mucho en esa postura,

pues dos siluetas aparecieron doblandola esquina. Eran jóvenes papeleros, queiban en busca de los diarios que en esosmomentos vomitaban los enormesrotativos. Hablaban:

—Anoche se me achicalaron cuatro«Gráficos».

—Yo le di en la torre al Chupas:vendí diez más que él…

—¡Qué frío!Entonces Porcelana, dulcificando

lo más que pudo aquella su voz gangosay catarrienta, dijo suavemente:

—¿Quieres calentarte? Ven, vencerca de mí, quedarás muy contento.

Los muchachos se vieron sin saber

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qué decirse; pero ella insistió:—Ven, ¿qué no eres hombre? Yo

también tengo frío, mira cómo tiemblo.¡Ven!

Entonces el más joven guiñópicarescamente un ojo a su compañero,mientras le decía:

—Vete, mi cuate, al rato no vemosallá… Sepárame diez «Universales»,¿quieres?

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El caso de PanchoPlanas

TODAS las bancas del carro de segundaclase estaban ocupadas por unapintoresca muchedumbre; por esaconcurrencia a la que la jerigonza —precisa como reloj Waltham— de losferrocarrileros, denomina llanamente «elpasaje».

En el andén de la estación lasvoces lloronas engarzaban el rosario de

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adioses y, entre el griterío de losvendedores ambulantes, el rasgueo de laguitarra de un ciego imploraba «unacaridad por el amor de Dios».

Lo vi desde el momento en queacomodaba su petate liado debajo delasiento. Luego, cuando dobló la cobijapara hacerse de ella un colchón y ocupósitio vecino al mío, mi atención hacia élsubió de grado.

Era un tipo extraordinario,magnífico. Su indumentaria no podríaclasificarse; sombrero tejano en el cualel tiempo dejó la marca de su paso; esegris tristón de las cosas viejas, esamelancolía que resta de los días y luegode los años, sobre aquello que handesmejorado las muchas lluvias. Un

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orificio en la copa autenticaba laancianidad de aquel sombrero; era unveterano, en el que lucieron alguna vezlas insignias de oficial; de aquellos quejineteando al ideal o hartando su espíritudel picante manjar de la aventura,llegaron a ser familiares a nuestra vista;pero que ahora —¡cómo vuela eltiempo!— ya nos parecen seresfabulosos, lejanos de nosotros varioslustros. Camisa de mezclilla abrochadacon botones metálicos, en los que seveía la silueta de una locomotoraempenachada; al cuello un paliacateenredado que remataba en atrevido lazo;el pantalón, pegado al uso de loscentauros del Bajío, cubría tan sólo unapierna, ya que la otra faltaba al hombre

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de esta intriga y era sustituida con tosca«pata de palo» adherida al muñón concorreas y cuerdas de jarcia. Su único piese calzaba con un botín amarillo reciénlustrado.

Las canas se asomaban en manojosdebajo del ala caída del tejano, y lacara, arrugada, ratificaba la aseveraciónde los hilos de plata.

Se echó contra el cristal de laventanilla y vio con insistencia haciaafuera. De improviso se animó su rostroe hizo un esfuerzo por levantar el vidrio.

En la maniobra demostró su pocapráctica en estos menesteres del viajar.Yo me presté a servirle y cuando laventanilla quedó libre, nuestra amistadse estableció.

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—Mil gracias…—Por nada…Luego, sacando medio cuerpo

afuera del carro, prorrumpió en gritos:—¡Esa de las enchiladas!…A poco una mujer rolliza,

mofletuda, de gigantescos pechos yancas, atendía al llamado del pasajero.

—Ándele, marchante, estáncalientitas…

—¿De a cómo son, mi vida?—Tres por diez.—Adió, pos ni que fueran de

pechuga de ángel…—No de ángel; pero sí de pollo…

Ándele, están sabrosas.—¿A poco más que usted?—¡Hablador! ¿Cuándo me ha

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probado?—¡En esas agencias ando! Zas,

déme tres…Y recogió en sus manos las tortillas

hechas rollos y envueltas en hojas delechuga.

El chiflido de la locomotora trepócomo serpiente hasta la cumbre delcarro y el gran vertebrado emprendió sucamino resoplando, resoplando…

La mujer exigía a voces el pago.Nuestro hombre cachazudamente sacódel bolsillo una moneda y la tiró a lasmanos de la vieja, mientras le decíaentre carcajadas:

—A ver si para la vuelta me llevoa usté en lugar de las enchiladas…

—A la mejor ni cumple —se oyó la

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voz zumbona de la vendedora entre eltrac trac de las ruedas.

Luego, poniéndose serio, volvió lacara hacia mí y me dijo cortésmente:

—¿No quiere enchiladas?—Gracias, ahora no apetezco.—Ándele, ni han de estar tan

buenas; las compré nomás para hacermeconocido de la vieja. No está tan pior,¿verdad? —y la última frase la dijo conla boca llena. Masticaba ruidosamente, agrandes tarascadas, dejando ver susdientes negros por el tabaco.

El tren caminaba a campo traviesa.La saeta de la línea telegráfica, conpretensiones de herir al sol quepreparaba ocultarse tras de la montañamás azul, pasaba velozmente «colgando

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de cada poste un panorama», y la tarde,miedosa de las sombras, se refugiaba enun rincón del horizonte.

Mi vecino, terminado que hubo elpicante refrigerio, desató su pierna demadera y con cuidado, con amor, lacolocó a su lado; se chupó ruidosamentelos dientes y sacudió el muñón. Luegoestiró en cruz los brazos y dejó escaparun gruñido de deleite y un tufo a cebolla.

A poco sacó de su bolsa unabotella y la destapó con los dientes:

—Es del bueno, lo compré enGuadalajara.

Más por galantería que por deseo,hice a un lado mi asco y di un trago deaquel infernal brebaje.

Mientras limpiaba con la palma de

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su mano la boca de la botella, para a suvez beber, comentaba:

—¡Qué bien cae al anochecer!¿Verdá?

El tequila hizo lo suyo; las lenguasse soltaron y a la hora de camino micompañero y yo bordábamos ya sobre elcañamazo de la amistad.

Iba a Querétaro a ver a su hija.Para ella y el nieto compró caramelos alagente de publicaciones; quesos en LaBarca, limas de Silao, cajetas deCelaya, fresas de Irapuato…

—… Pues sí, mi amigote, aquídonde me ve —me decía— yo tuve todami vida una ambición alta; alta y bienmetida en las entrañas. Desde niño,cuando de barrio a barrio, allá en

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Cuquío, mi pueblo, los muchachos noshacíamos la guerra a pedradas, yaalimentaba el deseo que me acompañómuchos años. Ese anhelo fue el de llegaralgún día a sargento. ¡Y verdá de Diosque trabajé por ponerme un chaquetín, yen él las tres cintas coloradas…!Aconsejado por mi ambición, me di dealta en el ejército. Reinaba en laRepública de aquel entonces el generaldon Porfirio Díaz. ¿Se acuerda de él?Mi gente fue establecida en Guadalajara.Al poco tiempo de estar allí, mi coronelme tomó afecto, porque en todo elcuartel no había uno que lustrara losbotones de su chaquetín con más graciaque yo. ¡Así se hacían méritos melitaresen tiempo de la «odiosa»! A los dos

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años de servicios, me dijo una noche micoronel: «Por tus méritos, PanchoPlanas, desde mañana serás cabo». ¡Ay,Chihuahua, pero qué gusto me dio!Entonces me hice más gente y servicialpara granjear a los de arriba. ¡Québrillantes quedaban los botones de loschaquetines de todos los oficiales!

»En eso se oyó decir que un talMadero tráia revuelta l’agua allá por elNorte y mi batallón fue de los primerosen ser movidos para aquellas remotastierras.

»Pronto tomamos contacto con elenemigo, y yo, verdá de Dios, me metíparejo detrás de aquel par de cintas quetantas noches me habían quitado elsueño. Después de un combate, algunos

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compas dijeron: “A lo macho, el quemerece el ascenso es el cabo PanchoPlanas”. Y yo sentí rete bonito.

»Al siguiente combate, meagarraron prisionero y… adiós misesperanzas. ¡Pero eso merece un trago!»—dijo y sacó la botella.

Bebimos. Pancho Planas escupiófuera de la escupidera y encendió uncigarro para luego continuar.

—Madero era bueno y nos dio alos pelones la oportunidad de juntarnoscon su gente. Volví a los trancazos llenode fe en el triunfo. Cierto que las fuerzasen que iba a operar no eran las delgobierno. ¿Pero a mí qué me importabacon tal de llegar a sargento? Y así fuecomo empecé de nuevo mi carrera,

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desde soldado raso.»Un día supe que don Porfirio, ¿se

acuerda de él?, se “ipirangueaba” ynosotros nos venimos pian pianito paraMéxico.

»Zapata y Orozco se pusieronpesados. Entonces yo y mi gente nosfuimos al Norte a darle duro a lamauseriada. Mi general Huerta nosmandaba. En el segundo Rellano y enBachimba me tocó estar cerca de losmeros cabezones y un mayor me tomócariño, seguro porque le dije que yohabía sido de los federales. Me hizo suayudante y hasta prometió ascenderme.Yo le creí, porque entonces, los quefuimos tropa cuando la federación,éramos los que teníamos vara alta con

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los jefes.»Acabado Orozco, regresamos

triunfantes a México. Allí permanecimospacíficamente algunos meses. Un día,desde la Ciudadela, empezamos a echarbala, sin saber por qué ni contra quién.Pasaron muchos días de combate y hubohartos muertos. Yo pelié con ganas,verdá de Dios. Por eso cuando terminóel mitote, el jefe me dijo: “… y por tusméritos, Pancho Planas, desde mañanaserás cabo”. Y al otro día amanecí conuna cinta colorada en la manga. Otramás… ¡y sargento!

»El señor Madero y su segundo,don Pino Suárez, fueron asesinados. ¡Ah,cuánto sentí yo al chaparrito!

»Como ganamos aquella acción,

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llevamos mucho tiempo vida de cuartel.Entonces hubo paseos por el Portal deMercaderes y por los Plateros;uniformes nuevos y vacilones en laAlameda… Pero la carrera de las armasse choteó, desde que dijo el pelónHuerta, que ya lo habían ascendido aPresidente, que hasta los máistros deescuela tenían que ser militares…

»Ái nomás que un señor Carranza,por allá por Cahuila, andaba con ganasde vengar a don Francisco… y a Cahuilanos fuimos a guerriar.

»Los carrancistas eran bravos,¡verdá de Dios!, y muchas ocasiones lezumbaron a la columna Mass en dondeyo andaba. Durante un fuerte combateme quedé cortado y me fui a Monterrey.

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Allí supe por un compañero, que llegódespués, que se me había propuesto parasargento; pero como no me encontraron,se les ocurrió declararme desertor ycero ascenso… ¡Pero esto merece untrago!».

Y destapó de nuevo la botella conlos dientes para beber gruesos tragos.Yo lo imité. Una somnolencia agradableme avisaba la vecindad de laembriaguez. Mi amigo exageraba elademán. En ocasiones me trataba de tú;alarmante temperatura en el termómetrode la borrachera.

—Y de nuevo se secó mi esperanzacomo mata enchahuixtlada. Con la gentede Jacinto Treviño me pinté enMonterrey. Como la cosa andaba tan

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revuelta, pensé que con poco trabajopodría, por allí, llegar a sargento. Todala República era entonces una esquitera.En el techo de un gran tren de cargahicimos el viaje para el centro yvolvimos a entrar triunfantes a México,en medio de los aplausos de loscapitalinos… De los mismos queadularon a Huerta cuando se encaramóen la silla, sirviéndole de escalón elcuerpo ensangrentado de don Pancho.¡Ah, qué mi gente!

»Las cosas seguían de mal en peor;un día, en un agarre que tuvimos con loszapatistas, allá por Chalco, logramos yoy otros quitarles una ametralladora; conese motivo, mi capitán me dijo: “Por tusméritos, Pancho Planas, desde mañana

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serás cabo”… y tuve otra vez lasargentiada a tiro de pistola…

»Ái nomás; bueno, ¡pero estomerece un trago! —y volvimos a beberaproximándonos más y más a laborrachera—. Que nos mandan a batir aVilla, que se le había alebrestado conganas a don Venustiano. Fue unencuentro cerca de un pueblo delinterior donde el cabo Pancho Planas fuehecho prisionero de los rebeldes. Denuevo me disponía a aguantarme lasganas de ser sargento, cuando me dicuenta que el jefe de nuestros enemigosera nada menos que aquel coronel queme ascendió a cabo por primera vez,allá en Guadalajara. Lo vi, ya erageneral. Los bigotes se le habían

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blanqueado; pero le quedaba mejor eltejano que el chacó. Le dio mucho gustoencontrarse conmigo y me ofreciórecibirme entre su gente. Como suuniforme ya no tenía botones de metal,pensé que ahora tendría que valerme deotra treta para hacer méritos con él. Lehablé de mi sueño dorado; él consintióen ascenderme, pasados los primeroscombates. Esta vez sí creí seguro elbrinco.

»Entonces me habló de laConvención; de que habría yatranquilidad; que Carranza, Villa yZapata se iban a dar su abrazote y quetodos volveríamos a nuestras casas…Algunos sintieron gusto; pero a mí ya seme andaba muriendo la esperanza.

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Después se supo que la Convenciónhabía resultado como el rosario deAmozoc y se enchiló más la gorda…

»Vinieron las acciones de Celaya,Trinidad y León… Tres hazañas de donÁlvaro Obregón que sacaron los eructosa Villa. Nos dispersamos. Yo gané paraQuerétaro; en el camino quemé elchaquetín con todo y las cintas decabo… ¡Un pelo más que se le caía alcuero de mi ilusión! ¡Pero eso merece untrago!» —dijo Pancho Planas entrehipos y pucheros.

De nuevo empinamos el codo. Mirepugnancia fue entonces vencida por unsentimiento de cariño hacia aquel tipo.Esta vez el brazo de Pancho Planasestrechaba mi cuello fraternalmente. Mi

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corazón escurría tanta miel, que mecontagiaron los pucheros delcompañero.

—Bueno —continuó con vozenronquecida y escupiendo las palabraspor aquella lengua anudada que servíade trampolín a la saliva—. PanchoMurguía llegó a Querétaro. A un tenientede sus fuerzas le cambié en el mercadoalgunos bilimbiques y le almohacé sucaballo; con eso me lo gané y me ayudópara darme de alta con los carranclanestriunfadores. Nos fuimos tras de PanchoPistolas… De nuevo las tierras calvasdel Norte y los sufrimientos de lacampaña; la sed; el mampuesto tras delmaguey trespeleque; las asoliadas… lashambres… y luego, el repuñoso

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ascenso: “… Por tus méritos, PanchoPlanas, desde mañana serás cabo”. ¡Melleva la trompada! ¿Cómo no se lesocurrió, a los que hicieron la nuevaConstitución de Querétaro, ponerprimero el grado de sargento y luego elde cabo?

»No pudimos acabar con Villa ynos concentramos a la capital. Allí nohabía esperanzas de ascenso y pedí mipase con la gente de Pablo González.

»Al “general Carreras” lo mandódon Venus a aplacarle los humos aZapata. Marchamos al sur; el generalGuajardo, dizque volteado al zapatismo,nos atacó con cuatrocientos pelados. Yopelié al lado del capitán que mandaba.Tenía tanto coraje, que muchas veces me

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salí del fortín a combatir a pecho pelón.Entre el humo de la lucha veía las trescintas de sargento. Guajardo y su gentenos echaron fuera causándonos muchasbajas. Cuando llegamos al primerpueblo, el capitán puso su parte militaral general González. Me acuerdo queterminaba así: “… y por sus méritos,propongo que el cabo Pancho Planas,herido en combate, sea ascendido asargento”. Pasaron los días y no llegó elascenso.

»Después supe que lo del ataque aJonacatepec no había sido más que unatantiada para que Zapata le agarraraconfianza a Guajardo; por lo tanto miascenso estaba verde y mi herida yaempezaba a engusanarse… ¡Pero esto

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merece un trago! ¿Verdá, mi cuate?».Yo veía a Pancho Planas detrás de

la densa cortina que los humos delalcohol me habían dejado caer sobre losojos. Mis músculos estaban relajados yel vaivén de los carros me adormecíaapaciblemente.

En la plataforma del furgón, unrielero rascaba la séptima.

—Espérate, manito, no terminatodavía la historia, le falta su colita:¡Que viva Obregón y que mueraBonillas! ¿A poco eres tan tierno que note acuerdas? Sí, hombre, el Plan deAgua Prieta. El general Calles, Hill yFito de la Huerta… La cosa se volvió aagriar y la Santísima Trenidá se le dejóvenir encorajinada a don Venustiano. Un

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día se dijo en el cuartel que nos íbamospara Veracruz. Pancho Urquizo nosmandaba y con él fuimos siguiendo a loque llamaban el «tren dorado».

»En Aljibes pararon los trenes yallí se les hizo bueno para que nosdiéramos un quemón. Donde quiera sepuede uno morir; pero tambiéndondequiera puede uno llegar asargento, así me dije, y le entré con fe alos plomazos. Después de mucho peliar,allí al pie de los trenes, un amigo queera ordenanza me dio el pitazo: ¡en lamesa del jefe estaba un despacho que meascendía a sargento! Sólo le faltaba lafirma. Yo subí al carro-oficina y allí lovi. Tenía su aguilota, verdá de Dios. Eneso, el ataque se hizo más fuerte. Por

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todos lados nos envolvían las fuerzasdel maldito Guajardo… ¿No será otratantiada?, pensé. Pero como laesperanza muerte al último, me agaché ycomencé a quemar saltapericos. ¡No terajes, Pancho Planas, que ya casi eressargento! Y va bala y bala viene; perovenían más que iban, y nos echaron paraatrás. Yo me parapeté cerca del carro-oficina y me puse a defenderlo con todosmis pantalones. ¡Adió, como que allí, enun papelito con su águila y sus sellosestaba nada menos que el objeto de miarrastrada vida! De repente sentí que mesalía sangre de una pierna; luego que elcampo se volvía al revés y mucha sangreen el hocico y en la jeta harta espuma; lacabeza que volaba hecha pedazos y un

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dolor de caballo entre el redaño. Perdíel sentido. Desperté en la camilla de lasambulancias; todavía voltié la carahacia el carro-oficina y solamente vicomo únicas huellas de él una altacolumna de humo…

»A poco los dotores me mochabanla pierna… ¡Pero esto merece un trago!Soy enválido y viejo, ya no podré nuncallegar a sargento» —esto me dijoarrastrando la lengua y lleno deamargura, en los momentos en que sucabeza caía sobre el pecho, presa deterrible embriaguez.

Pasaron algunas horas y PanchoPlanas, ya sereno, alzó la cara, sacudiósu cuerpo como perro mojado y,viéndome fijamente, dijo:

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—¡Lo que hacen cambiar los añosa uno! ¡La esperencia! En la actualidá,mi ilusión es otra muy diferente. ¿A queno sabes cuál es? Que mi nieto, el quevive ahora en Querétaro, llegue algunavez a sargento… ¡Pero esto mereceun…!

Y le cortó la frase el grito delgarrotero:

—¡Querétaro!

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Tragedia grotesca

CUANDO el reloj daba las nueve, elviejecito aseado y de buen ver ponía enmovimiento la pluma, que de saltito ensaltito iba estampando sobre lablanquísima hoja renglones parejos,firmes, trazados con admirable letrainglesa —«de aquella que de tan bonitaya ni se usa»—, según apreciación de laperfumada taquígrafa, que trabajaba a lavera del oficial tercero.

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A la una en punto, el viejo sequitaba las mangas de lustrina negra;descolgaba de sus naricillas las gastadasantiparras, limpiábalas cuidadosamentecon una hoja de papel «cebolla», paraguardarlas después dentro del estuche deterciopelo desteñido.

Estiraba los pies bajo el escritorioy, tras de ver largamente su obra de todala mañana, procedía a dejar limpio elpupitre y acomodados ordenadamenteaquellos documentos, de los queextrajera tantas cifras para reunirlasdespués en interminables columnas.

A veces, antes de abandonar laoficina, el jefe de Sección tenía estecomentario al ver la labor delempleado:

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—Careaguita, es usted de losinsustituibles. Lo felicito… ¡Qué bien,qué bien!

—Se hace lo que se puede, señor.La práctica de quince años me ayudamucho —respondía sonriendo lleno desatisfacción.

Luego iba al perchero, descolgabaparaguas, sombrero y abrigo; sacudíaescrupulosamente su calzado y salíaprecediendo al eco:

—¡Hasta la tarde, señores!¡Quince años!Los compañeros de oficina sabían

que era viudo; que hacía el viaje de lavida en tercera clase y que su únicacompañera era una hija demente.

Él nunca se quejaba; pero a veces

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sus ojillos verdes amanecíanenrojecidos: era que había velado lanoche entera a los pies de la enferma.

Todos le consultaban los puntos dedifícil solución. Él para todos tenía unarespuesta y una sonrisa.

Y el comentario se generalizaba:—¡Careaguita «es una dama»! —o

bien:—¡Pero qué competente es el señor

Careaga!El oficial tercero no hacía caso de

la lisonja. Trabajaba, trabajaba sinlevantar la cabeza.

A veces charlaba con el oficialprimero, después de terminado eltrabajo:

—Mientras tenga fuerzas para

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continuar ganando el sustento de mi hija,me consideraré absolutamente feliz…

—¡Es usted la flor y nata delempleado público, Careaguita!

Y él, con gesto tranquilo y pasoreposado, abandonaba la oficina trasaquella frase repetida durante quinceaños:

—¡Hasta mañana, señores!

Un día aconteció un hechoextraordinario; algo que hizo palidecerdesde al mozo de oficios hasta el jefe ticSección: nuevo ministro.

Y aquello trajo consigo todo unpavoroso cortejo: pánico, desesperanza,angustia.

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Los empleados formaron corrillos,en los que jugueteaban la hablilla y elchisme.

Las labores se suspendieron y todoel mundo se dedicó a pensarempeñosamente en el cese.

Sólo Careaguita siguió trazando susrenglones firmes, parejos, cortados decuando en cuando por la columna deguarismos y signos aritméticos.

—¿Y usted qué opina de lo que estápasando, señor Careaga?

—Que deben temblar aquellos queno cumplen con su deber…

A la última campanada de las nueve, eloficial tercero tomaba asiento en su

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viejo sillón giratorio. Cuando sedisponía a cambiar pluma al gruesomango, se dio cuenta de que a un lado dela mesa estaba un sobre amarillo.

Con gravedad sacó sus antiparras,las limpió escrupulosamente con unahoja de papel «cebolla» y, a la distanciaque le permitió su miopía, leyó:

«Al Ciudadano Pedro M. Careaga,oficial tercero de esta Secretaría.Presente.»

Tomó con ademán reposado laplegadera; desempolvó su hoja con todocuidado, para después abrir el sobreamarillo.

Cuando terminó la lectura, levantóla vista y observó que todos loscompañeros le miraban con tristeza.

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Hasta entonces comprendió lo difícil deaquella situación.

Pálido, tembloroso, bajó la cara.—Cómo lo siento, señor Careaga

—se atrevió a decir el jefe de Sección—. Tenga usted la seguridad de queyo… Bueno, no faltó quien informara alseñor oficial mayor que su calidad debuen empleado había bajado con losaños; además, el nuevo ministro tienemuchos compromisos y naturalmente…Pero de todas suertes, señor Careaga, yasabe usted que me tiene a sus órdenes…Yo reconozco… Desgraciadamente…

—Gracias, está bien —murmuró elanciano.

Cuando salió de la oficina, ibatambaleante, cómico, ridículo.

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Caminaba como uno de esos autómatasde la burlesca juguetería francesa:corcovado, trémulo, con sus ojillosencendidos como brasas y arrastrandoaquel impecable sobretodo a cuadros.

—¡Adiós, señores! —dijocambiando la frase de saludo que usódurante quince años.

¡Quince años!

A la mañana siguiente, el reloj escupiónueve campanadas; pero la ausencia deCareaguita no confirmó la exactitud dela hora.

Sobre el escritorio, en donde sehabía liquidado parte de una vida,quedaba tan sólo como pago de aquel

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esfuerzo, un sobre amarillo que abría suboca como queriendo confesar todo uncrimen.

Un empleado vecino de Careaga trajo lanueva:

—Cuando salió de la oficina, alcruzar la calle, fue alcanzado por unauto que lo hizo «polvo».

Sobre la dura plancha de laestación de policía, el cuerpo del señorCareaga, mal cubierto por el impecablesobretodo a cuadros, esperaba que elbisturí le hiciera la postrera caricia.

—No hay dinero para enterrarlo —dijo como final de su información elvecino del oficial tercero.

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Hubo una pobre colecta entre losempleados.

Uno fue comisionado para contratarel servicio funerario.

Se recordaron las excelencias deCareaguita.

El oficial primero elogió su labor.La taquígrafa perfumada tuvo

oportunidad de lucir sus pañuelillos debatista cuando se enjugó los ojos.

Alguien maldijo al coche queatropellara al anciano.

Pero otro, con tono de seguridad,exclamó:

—El atropello del auto no fue elque mató a Careaga. Fue otro, el quesufrió aquí en la oficina; ése paralizó sucorazón.

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Hubo silencio alrededor deldeslenguado y todos escondieron sumiedo tras de los pupitres.

En tanto, en la paupérrima viviendade Santa María la Redonda, una pobreloca exigía a gritos el sedante besopaternal.

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La accesoria

ÉSTA era una accesoria. Una accesoriaigual a todas. Cerraba la estrecha callejay recibía en plena fachada el chiflón,que entraba encañonado por las paredesenlamadas; también atajaba al eco de lasblasfemias, que como serpientes sedesenredaban por las bocas de losborrachos que llegaban a acurrucarse enel rincón nauseabundo, que formaba laarista perdida en la penumbra.

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En medio de las cuatro esquinas, elfoco eléctrico de escasos voltiospugnaba por vencer a la oscuridad, quemedrosamente se apretaba, hasta hacerseespesa, dentro de las paredes delcallejón.

En la cervecería de la esquina, la«diecera» devanaba «abandonados» y«borrachitas».

A veces, la accesoria sentíarubores. Era cuando veía salir,tambaleante, al obrero prendido delbrazo de una compañera siempreocasional, que venía a romper el letargode fiebre que postraba a la callejaenferma de miseria. Pero entonces, ella,la accesoria, se daba cuenta del papelque tenía encomendado. Estrechaba con

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ternura, en un absurdo abrazo de cuatrobrazos, a la gente que vivía en suinterior; hacía chirriar la puerta, con elafán de cerrar todas las rendijas pordonde pudiera escaparse la más pequeñaporción de calor hogareño y, tranquila,dejaba que se perdieran las sombrasinquietantes en la lobreguez del callejón.

Pero aquella noche la accesoria estabatriste. Su abrazo de cuatro brazos no eracordial. Era flácido, desfalleciente. Porla puerta entreabierta se colaba un airefrío hasta su corazón, como unapuñalada, haciendo parpadear las cuatrovelas de sebo que rodeaban el cadáverde una niña; de una niña pequeñita, de

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meses, que en postura forzadadescansaba sobre aquella mesagrasienta, subrayadora antaño deoptimismos, ahora ahogados por penas ypobrezas.

Una mujer menuda se hacía«bolita» sobre una silla chaparra. Aveces, sus lágrimas goteaban hasta elpiso de madera pintada rabiosamentecon amarillo congo.

Cerca de la puerta, el zapateroremendón echaba los pulmones sobre unpar de medias suelas.

Por un instante, callaba elrepiqueteo del martillo. Era que elhombre necesitaba de sus dos manospara recoger alguna lágrima.

—¡Pobrecita! —gemía la mujer—.

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Ayer a estas horas se rió todavía cuandote le acercaste…

—¡Pobrecita —repetía el hombre—, murió sin que la viera el doctor!

—¡Qué feo es ver muerto a un hijo!—agregaba la hembra.

—Es cierto, más valdría notenerlos… Los hijos resultan cosas delujo. Deberíamos ser como las abejasobreras —decía el zapatero mientraspasaba por su boca un largo hilo decáñamo.

—¡Como las abejas obreras, esverdad! —repetía la mujer arrancándosede un letargo infernal.

—Claro, los hombres tienen muchoque pensar, mucho que sufrir; y agrega aeso lo de los hijos, los hijos enfermos,

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los hijos muertos… ¡Pobrecita niña, túno has tenido la culpa de nacer gente…y gente pobre! Ahora no eres ni pobre nirica. Eres una muertita.

—¡Oye! —interrumpía la mujer—,con eso de las abejas nada seremediaría, porque los ricos también semueren y, entonces… ¡Pobres ricos!

—Los ricos tienen cómo divagarsus penas. Su dolor no es tan amargo. Uncadáver de un rico nunca el ridículo; encambio, un muerto pobre es horrible…horrible… ¡Qué feo es un muerto pobre!Parece que los andrajos le persiguenmás allá de la vida.

—¿Viste, viste? —gritaba la mujer—. Por eso quería yo que la tendiéramoscon un vestido de Virgen de Lourdes o

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de pastorcita… así no se hubiera vistotan fea.

—La muerte siempre es fea. Esarigidez, esa tiesura de los cadáveres delos ricos y de los pobres, se me figuraque no los deja descansar, que les duele.¡Qué injusto es que sufra el pobre y quela incomodidad y el martirio sean suscompañeros hasta debajo de la tumba!¿Verdad? Yo la hubiera hecho rica. Sí, lahubiera hecho rica, ¿por qué no? Todohubiera conquistado para ella, hasta lavida. Porque el dinero ahuyenta a lamuerte…

—¿Por qué no fuiste rico? —interrumpía la mujer—. Así no hubieramuerto; pero si esto fatalmente hubierasucedido, ahora estaría vestida de

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Virgen de Lourdes o de pastorcita.—¿Y si viviera —seguía la

obsesión del hombre— y tú o yo o losdos hubiéramos sido los muertos?Entonces…

—Entonces, ¿qué hubiera sido dela niña? ¿Quién la ampararía?

—¡Es cierto!… Acaso el hospicio.Pero ya mayor, cuando llegara a ser unaguapa muchacha, entonces los gavilanescaerían sobre ella, la destrozarían, laemporcarían y la harían ir a parar allupanar… o al hospital, ¡quién sabe! Silos gavilanes se portaban clementes,entonces la miseria, acaso más cruel quelas aves de rapiña, la estrujaría entre susgarras hasta hacer de ella lo que somosnosotros: tristes residuos de una

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especie, miserable muestra de una clase,mugre, hambre…

Las velas de sebo se consumían, amedida que las inedias suelas quedabanadheridas a los cortes gastados de loszapatos en reparación.

Pendiente del techo de laaccesoria, una araña ajena a la tragediaque el destino había plasmado tan cerca,pero también tan lejos de ella, tejía lahamaca donde se mecerían susespasmos, a la llegada de una amableprimavera.

A veces el celo de la puertecillaque daba a la calle era trágicamenteburlado. El eco de una carcajada entrabaen zigzag y profanaba con su caricia alpequeño cadáver.

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Ya el zapatero terminaba en silencio sulabor:

—Mañana temprano irás a entregarel trabajo. Veinte reales que serviránpara pagar el cajón…

—Sí, veinte reales —gemía lamujer—. Más quince pesos de la fosa.Ya ves cómo para el pobre hasta lamuerte es un lujo.

—¡Y también la vida! Pero nollores, las abejas obreras no lloran, nodeben llorar. Fíjate cómo yo no lloro, nolloro —y machacó dolorosamente lafrase; parecía que, cada vez que salía desu boca, tragara un puñado de aquellosfiludos alfilerillos que le servían paramontar las medias suelas.

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La accesoria temblaba por el dolor quemartirizaba sus entrañas.

Su abrazo, su absurdo abrazo decuatro brazos, se aflojó, se enfrió, seenfrió como la muerte, hasta que dejó deser.

La puertecilla, celosa guardiana depaz y de tibieza, se abrió de par en paral empuje de una ráfaga de viento frío,que apagó de un solo soplo las cuatrovelas.

El hombre, tambaleante, echó aandar calle abajo, hasta confundirse conlas sombras. Cuando llegó al perímetroluminoso, se le vio entrar a lacervecería, en donde convirtió enembriagante líquido el par de zapatosremontados.

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La mujer, hecha un extraño nudo,había logrado pescar la punta a un sueñoletárgico.

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Lancaster Kid

LA ESTACIÓN de Negrete estabatransformada. El furgón sin ruedas queservía de oficina al telegrafistaanacoreta presentaba aquel memorabledía un aspecto diferente al duro einhospitalario que lo caracterizabacuando el polvo, cabalgando sobre ellomo de la ventisca, azotaba contra lasparedes podridas y amoratadas delarmatoste.

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Ahora banderas y festones de papelde china entregaban al aire sus vuelos.Los ramos de mirasoles y amapolas,distribuidos con estética ingenua,punteaban la alegría que venía aresolverse en notas musicales que sederramaban de las bocas desdentadas delos guitarrones y requintos, mientras el«arpa grande» jaleaba con ronca voz elpespunteo de alguna pareja impaciente.

El bule tequilero pasaba de manoen mano y de boca en boca.

Allá, tras la loma —de esaimprescindible loma de todo paisajeranchero—, se escuchó el chiflido tanesperado, e, inmediatamente después, unrumor y la frase bien distinta:

«Se dejó venir…».

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Y luego el gusano empenachado,que aparece faldeando el cerro, mientrassus entrañas metálicas se deshacen eneco.

¡Lancaster Kid llegó en el tren deMéxico!

Venía dentro de una pulida jaula demadera, que fue bajada con todocuidado, a poco que la máquina hizo altoen la estación de bandera.

Todos los rancheros fueron testigosadmirados del desencajonamiento de labestia.

Cuando el potro se sintió libre,estiró los remos, sacudió la crin e hizoalgunas cabriolas sobre el piso reciénregado de la estación.

Luego el entusiasmo floreció en el

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elogio:—¡Pero qué estampa!—¡Qué chulo cuaco!—¡Bien haya la yegua que le echó a

sufrir!Y el potro, sintiéndose admirado,

se engorbetaba, pateaba el piso con suspezuñas finas, transparentes, coleabagraciosamente y dejaba que las manosencallecidas de los rancheros alisaransu pelo fino y brillante.

Lancaster Kid venía de buenospadres. Su actual dueño, adolorido porla frecuencia con que los potros criollosdefraudaron su esperanza y vaciaron suescarcela, cuando se arriesgó a ponerlessobre los lomos la fabulosa apuesta,cuya ganancia o pérdida se decidió en la

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pista pueblerina, importó de las cuadrasde Halifax aquel ejemplar, con la perraintención de arrancar moños y echar portierra famas y fortunas.

Así fue como Lancaster Kid llegóa la hacienda.

Se le instaló en el más ampliomachero. Hubo para él banquetes demaíz y avena; su colchón de paja seca seremovía tres veces diarias; la almohazaacariciaba su sedoso pelo alazán ycaballerangos experimentados atendíansus más pequeños deseos.

Pronto Lancaster Kid se aclimatóy, más pronto, su fama ascendió delBajío a Los Altos.

Cuando mi tío y yo recorríamos losmaizales, él solía decirme: «Mira, esta

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siembrita dará sus frutos el día en queLancaster Kid haga su primera carrera.Todo el producto de la cosecha lo voy aapostar a su favor… ¡Un mil en cadapata, chamaco, y si hay más, le pongootro en las narices!».

—Pues yo tengo cuarenta pesosdispuestos para echárselos a las pezuñasal cuaco gringo —se atrevía a decir,lleno de entusiasmo, Águila, el peón deestribo.

Mientras, crecía Lancaster Kid y,con él, su fama. A las puertas de sumachero llegaban desde el alteño deropa enrojecida por la tierra de suregión, hasta el guanajuatense deestrecho calzón y albo «patío».

Lancaster Kid paseaba petulante

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de un lado a otro de su caballeriza,orejeando, como queriendo captar elmás mínimo elogio de los muchos que lededicaban.

Meses antes del doce de diciembre,fecha en que año tras año se efectuabanlas carreras, allá, en Guadalupe deLerma, se descubrió al posible rival:Turco lo llamaban. Era prieto, zaino ycabezón. ¿Su origen? Mucho másmodesto que el de Lancaster Kid: veníade un viejo garañón, que en sus buenostiempos fue invencible en las«quinientas varas», y de una yeguagreñuda y despreocupada, la que antesde contraer nupcias con el padre de

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Turco había tenido devaneos conmanaderos de la peor calaña; y hasta sedecía que más de una mula fletera habíavisto la luz por causa de estosdescabellados amores.

Pero los alteños, que sonautoridades en eso de conocer lo que unpotro puede dar de sí, aseguraban queTurco llegaría a ser un rival del caballode Halifax.

Ante tales pronósticos, lascaravanas de fanáticos solían irse pordiferentes caminos; los unos a admirarla petulancia del inglés, los otros a verel entrenamiento del criollo.

Cuando Turco llegaba a sacarcuerpo y medio a los caballos con loscuales lo ensayaban, el alborozo de los

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alteños no tenía medida.Y cuando Lancaster Kid atascaba

de polvo las ternillas de los potros quelo adiestraban, los abajeños teníanfandango toda la semana.

Primero la pugna fue entre lospartidarios de dos caballos. Muy prontologró generalizarse entre dos regiones:Los Altos por Turco, el Bajío porLancaster Kid.

La puñalada y el balazodelimitaron trágicamente los campos.

El camino real aumentó sucolección de cruces.

Cuando en la cantina se hablaba deTurco o de Lancaster Kid, los arribeñosechaban mano a la aguja de arria y losde la tierra baja se aprestaban a la

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defensa.Luego la división llegó a las

clases.La gente acomodada empezó a dar

beligerancia a Turco; pero juzgó de maltono ir contra el penco extraído de lasreales caballerizas británicas. Los deabajo encontraron oportunidad deenfrentarse a los privilegiados yconcentraron todo su entusiasmo sobrelos lomos de Turco.

Llegó diciembre forrado de alegría.En la feria pueblerina triunfaban

los albures, la ruleta y las peleas degallos.

El mariachi volcaba sobre las

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calles adornadas la tormenta de susnotas y la tambora punteaba el jaleo.

De aquella gran carpa de mantapercudida salía la voz tipluda del gritón:

—As de espadas, caballo de copas,malilla de espadas, rey de oros…

—¡Lotería! ¡Es buena una…!La muchachada recorría kilómetros

y kilómetros sobre la circunferencia deldestartalado volantín, cuyos«caballitos» habían perdido los bríos enmil y una ferias.

Los partidarios de Lancaster Kidlucían sus elegancias en la plaza dearmas, en donde la banda soplabacomplicadas oberturas, mientras losturquistas chiflaban al cohetero queempezaba a incendiar descomunal

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castillo.Los vendedores de cacahuate y

fruta de horno hacían su agosto endiciembre.

¡Y, por fin, las carreras!Los eventos que precedieron al

encuentro de Lancaster Kid y Turcopasaron casi inadvertidos.

Los tendidos, llenos de pintorescaconcurrencia, hacían cancha a la pista dearena húmeda. Una cuadrilla de peonesmedía a pasos el terreno por recorrer.

Cuando Lancaster Kid hizo suaparición, la banda de sombra lo recibiócon estruendosos aplausos, mientras losasoleados le armaban estridente

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rechifla.Turco llegó ante la indiferencia de

los partidarios del inglés; pero fuesaludado por sus amigos en la formamás afectuosa.

Cuando el alteño de ojos borradosse acercó a mi tío, yo estaba embobadoante la figura del gallardo cuacoeuropeo, que paseaba metido en elegantecamisa de seda; sus finos remos estabanvendados hasta las rodillas y entre loscolores de su divisa se leía el nombreegregio: Lancaster Kid.

Turco, en pelo, aguardabaamarrado a un mezquite, espantándoselas moscas con el rabo corto y escaso decerdas.

—Yo sé, amo —dijo el alteño

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dirigiéndose a mi tío—, que usted tienepor ái unos fierros para apostarlos.

—Sí —respondió él—, sólo queestoy en espera de uno que se atreva ajugar contra el inglés. ¿Tú eres ése?Pues aquí hay cinco mil pesos quepierdo o gano con Lancaster.

—Hecho, patrón; yo y mis paisanostapamos esa apuesta…

—Bueno; pero hay que casarlos.Luego el vecino conocido de

ambos que se ofreció a ser depositario ydos fajos de billetes como broche de laapuesta.

—¡Hasta al ratito, patrón…!—¡Eita! —interrumpió Águila, el

peón de estribo—. Aquí hay tambiéncincuenta pesos más en favor del gringo.

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—¡Se me hace poco, vale…! Enfin, escúpelos.

Y quedó casada la apuesta.En eso llegó a nuestros oídos la

decisión del juez. A Turco le daban deventaja el «lado de la vara».

—¡Ya amarramos! —comentó mitío en tono de absoluta seguridad.

Luego la carrera vertiginosa,indescriptible… Los caballos pasaronentre una tupida lluvia de gritos eimprecaciones.

Antes de llegar a media pista, elalarido de los alteños saludó a Turco,cuando sacaba a su adversario más demedio cuerpo.

Cuando el criollo hundía las manosen la meta, el de Halifax, sofocado,

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sudoroso y olvidado de su pedantería,trotaba a más de seis varas atrás.

—¡Se hizo la chica!El asombro y la codicia

redondearon mis ojos cuanto mi tío hizoentrega de la ganancia al alteño.

Águila se rascaba con desaliento lanuca, para decir entre dientes: «¡Ya melas pagará el endino!».

¡1914! La ametralladora paseó suprestigio de gran perforadora devientres a lo largo del país.

Sobre las espigas de los trigalesllovió el chahuixtle de las granadas.

Los campesinos ampararon sucorazón entre la doble cruz de las

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cananas.La palabra del camarada máuser se

impuso en aquella algarabía.El bule tequilero dejó su lugar a la

caramañola y la voz ronca de la tamborafue acallada por el cánticodesconcertante de los tamborcillos delBacatete.

Lancaster Kid había echado carnes y sufama de tenorio la sostenían unaveintena de potros, todos alazanes,honra y prez de la ganadería regional.

El caballo de Inglaterra pasaba lavida a semejanza de sus amos; biencomido, atendido en la más delicada delas formas y con el solo trabajo de

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conquistar, allá de vez en cuando, lascaricias de alguna yegua cuyos encantosfueran dignos de las preocupaciones delgalán.

Pero Águila andaba en la bola ybuscaba venganza.

—¡Le he de pelar los lomos! —oíanle decir sus compañeros.

Y tras de rondar muchas noches porla sede de Lancaster, encontróoportunidad de «avanzarlo».

¡Allá va el ranchero, una bellamañana, jinete en la bestia importada!

Cuando se incorporó a su columna,el pobre Lancaster Kid iba agobiado,lleno de espuma, arrastrandopenosamente las patas y deshechos losijares por la necedad de un espoleo

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infernal.Muchos cientos de kilómetros

pasaron bajo las pezuñas del infelizcaballo, y el día en que las necesidadesde la campaña permitieron a Águiladesensillarlo, los gusanos le habíanhecho tremendos túneles en el lomo. Unamatada asquerosa le empezaba en lacruz y le remataba en el tronco de lacola.

—Esto no vale ni diez pesos… Medebes todavía cuarenta… Más los cincomil del amo don Ruperto… ¡Echa tuscuentas!

Una tarde, cuando escondíamos nuestropánico en el más apartado de los cuartos

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de la casona pueblerina, mientras afueratronaba endemoniada balacera, hizo suaparición el buen Águila.

Su pelambre gris se habíaprolongado hasta los hombros. La tez,antes cobriza y limpia, se veía ahorarenegrida y llena de granos repugnantes.

Vestía traje de kaki desteñido yenlodado, tan ajustado a su cuerpo, quea leguas se notaba que «el difunto eramás chico». Se cubría la cabeza con unridículo sombrero tejano, adornado poruna toquilla de cerdas alazanas.

Traía a cuestas un bultosanguinolento del que salía fétido olor ymillares de moscas verdes y panzudas leseguían en asquerosa procesión.

—¡Ja, ja, jaa…! Mi amo… la he

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hecho, pero de veras buena. Fue allá enla acción de Cerro Colorado dondefrunció el hocico por última vez…¡Probe, hasta lástima me está dando,porque a la hora de la hora le revivieronlos bríos…! ¡Le metí las espuelas y searrancó… nada más que una descarga lohizo cáir con la panza al aire!… ¿Seacuerda usté de los cinco mil del águilaque le hizo perder? Pos ya vengué a sumercé, y como muestra, aquí le traigoesto al amo, para que se haga unaschaparreras de cuero inglés.

Y tiró en medio del cuarto una pielalazana, clareada muchas veces por lasbalas o por los gusanos que bullían entreel sedoso pelo.

—Lo truje en el lomo —prosiguió

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— más de treinta leguas. ¡Con algohabía de pagar el matalote! Yo meconformo con esta toquilla que hice conlas cerdas del endino.

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El pajareador

POR el hecho de haber escupido contoda felicidad el ultimo diente de leche,la vida del muchacho tomó un nuevocamino. Sus padres, tras densasreflexiones y pesados razonamientos,determinaron mandarlo a trabajar, aponerlo en contracto con el sol, la tierray el agua, con cuya sociedad algún día elvacío granero familiar se habría de ver areventar.

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Así fue como una mañana risueña ycalurosa, el niño echó a andar por lavereda. Los rayos del sol, colados porla bóveda de los arbustos, manchabancon florones dorados trechos delcamino; el viento jugaba con las hojasdesprendidas de las ramas; los tordos sedecían estupideces de un nido a otro y,abajo, la canción del arroyo se deshacíaen espuma, cuando las aguas seprecipitaban en cascadas sobre el lechorocoso y profundo.

El muchacho, recibiendo en todo elrostro la caricia del aire tibio y blando,marchaba optimista hacia el enormepotrero que se extendía de cerro a cerro,como una gran alfombra plateada, ocomo un pequeño lago cuyas olas se

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mecieran en el columpio del viento.Con el morral del bastimento

pendiente de un hilillo que le cruzaba elpecho y la honda de mecate liada a lacintura, el niño veía acercarse elsembradío de cebada a punto de pizca,futuro campo de sus actividades.

Aquella mañana rodeó por elguardaganado y llegó tarde al potrero;los que iban a ser sus camaradas detrabajo hacía una hora que habíanprincipiado la faena.

Cuando le vieron llegar, se rieronde su tardanza y el mayordomo leaconsejó paternalmente: «No hay quedejar camino por vereda. Entra siemprepor el “portillo del lambedero”; porquedar vuelta por el guardaganado resulta

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muy largo».En seguida se incorporó a la turba

de rapaces, que habían suspendido sulabor para ver con atención al «nuevo».

El mayordomo esperóprudentemente hasta que los muchachosconsumieron el platillo de la curiosidad.Luego gritó con energía:

—Vamos sobre los tordos, queahora estos pájaros del diablo selevantaron con apetencia… ¡Sobre lostordos, muchachos!

Y los niños se esparcieron por elpotrero armando una gritería infernal,mientras lanzaban, tras el chasquido desus hondas, gordos pedruscos que, alcaer en medio del sembradío,levantaban nubes de tordos hambrientos:

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—¡Ey, jaley… jaley… jaley!…La bandada de pájaros se alzaba

tan sólo algunos metros para volar untrecho y volver a caer con necedad deacridios sobre las espigas de cebadamadura…

—¡Ey, jaley… jaley… jaleyyyyy!…

Seguía la carrera interminable yseguía el constante tronar de las pajuelasque se destrenzaban en el extremo de lashondas.

El oficio no era difícil de aprender;por eso pronto se vio al «nuevo»encabezando al grupo de pajareadores,gritar con todas sus fuerzas y tronar amás y mejor la punta de la honda, encuyo tejido su padre había pasado la

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noche en vela.Durante la primera hora de labor,

la cosa caminó sobre rieles.Le divertía ver cómo al conjuro de

su grito las negras aves dejaban lapitanza y se echaban a volar llenas demiedo; pero poco después le chocó lainsistencia de los animaluchos. No habíaacabado de repetirse el eco delpajuelazo cuando ya los pájaros seasentaban de nuevo, como burlándosedel celo de la muchachada.

—¡Ey… jaley… jaleyyyyy!…Muy pronto la terquedad de los

tordos le puso corajudo. Impelido por laira se lanzó como bestezuela hasta llegarmuy cerca del lugar donde los animaleshacían de las suyas. De los millares de

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piedras que el niño había lanzado contrala bandada, una rompió el pecho de unpájaro que quedó con el pico abierto ylas patas crispadas. Él lo recogió y lodeshizo entre sus dedos trémulos. Luegolimpió en sus calzones de manta lasmanos ensangrentadas y se hizo unpenacho de plumas negras que clavó enla copa de su sombrero de palma.

—¡Ey… jaley… jaleyyyyy!…Pero cuando los rayos del sol

cayeron sobre su cabeza como tormentade puñales, empezó a sentir cansancio.Primero se le secó la garganta hasta elgrado de que sus gritos no salían delpecho sin antes causarle fuertes dolores;luego el brazo, cansado de tanto girarsobre su cabeza mientras preparaba el

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disparo del pedrajo que jugueteaba en lahoja tejida de la honda, se habíaabotagado en tal forma que la muñeca seagarrotaba horriblemente y los doloressubían para anidársele en la axila. Lapupila dilatada dejaba colar hasta elcerebro el brillo inhumano que se untabaen el potrero hasta más allá del portillodel lambedero.

Sus pies descalzos resbalabansobre la terronera del surco; pequeños yfilosos guijarros eran desenterrados porsu planta desnuda, para clavársele en lascarnes tiernas.

El corazón, que le brincaba en lagarganta, impedía que el aire llegara asus pulmones, y de sus ojos inyectadosescurrían lágrimas.

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Cuando llegó la hora del almuerzo,el muchacho se dejó caer rendido a lapobre sombra de un huizache. Como nosentía apetito, permitió que suscompañeros dieran cuenta delbastimento.

Momentos después, se volvía aarrastrar entre los matorrales delsembradío. Las piernas sangrantes por elroce de las espigas se negaban ya asostenerlo, y los tordos, aprovechandola derrota del más enconado de susperseguidores, llenaban el buche a suentero gusto.

De vez en cuando se escuchaba elchasquido de una honda y el gritopenetrante de los pajareadores:

—¡Ey… jaley… jaleyyyyy!…

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Los niños trabajadores rindieron lajornada junto con el sol. Al pardear, lostordos emprendieron el vuelo hacia lamontaña y los hombrecitos se agruparontambién, para regresar al rancho.

Echaron a andar con rumbo alportillo del lambedero y por allísalieron al camino real.

Todos cantaban, menos el «nuevo»,que caminaba tras el grupo rengueandolamentablemente.

Las canciones de sus compañerosle llenaban de tristeza.

Esta impresión, unida al cansancioy al dolor, le hicieron enfermarse.

Cuando las casas del ranchoaparecieron en el fondo de la cañada,sintióse tan cansado que se dejó caer sin

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sentido en medio del camino y no supoquién lo llevó en brazos hasta el jacal desus padres.

Allí, tendido en el petate de varasde membrillo, soñó que millones degigantescos tordos rojos le picoteabanlas piernas y le saltaban los ojos y queel calor del sol se le metía por lasvenas, hasta abrirlas.

Su madre le dio una friega conmanteca de res; le metió los pies en unlebrillo con agua tibia y le puso en lassienes unos «chiquiadores» de ruda.Todo esto mientras rezaba tres salves ydos credos, de acuerdo con la fórmulacurativa de María Antonia, su vecina.

El padre, mientras acariciaba lacabeza monstruosa de Coyote, el perro

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del hogar, decía:—Mañana amanece bueno y se va

al trabajo… con lo que raye el sábado,echaremos maicito al solar.

Y el enfermo, presa de la fiebre,hacía roncar de vez en cuando sugarganta:

—¡Ey… jaley… jaleyyyyy!…

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Guadalupe el Diente deOro

EL DÍA en que aquel hombrazo aparecíafrente al rancho, entrando por el caminoreal, chapoteando con sus botas de cueroen el lodazal y cargando sobre suespalda el pesado fardo, las mujeresdejaban descansar la mano del metate ysalían a la puerta de sus jacales paraverlo pasar.

Él, conocedor de su negocio, para

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todas tenía una frase de saludo:—¡Qué hay, tía Lorenza, cómo se

está aviejando!…—¡Claro, ya he vivido muchos

años… y muy bien trabajados!… Peromire, don Guadalupe, cómo viene ustéde ensopado. Luego lueguito le voy apreparar una sustancia con dos huevospara que trasude y se componga, no seaque a la mejor nos deje sin vendimia.Pase al fresco, nomás no se quite elsombrero porque se le sube la calor…¿Trajo chilte?

—Sí, y es del bueno, lo merqué enTalpa, qué tantea…

Y seguía caminando, sosteniendo sucuerpo sobre un torcido bordón. Decuando en vez llevaba hasta la frente el

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paliacate para recoger las gotitas desudor que se cuajaban en sus carrilloscongestionados.

A los lados del camino, las guíasde campánulas y el «manto de la virgen»se enredaban entre las cercas dehuizaches florecidos.

El sol caía perpendicularmentesobre el vientre inflamado de un niñoque pataleaba dentro de la caja demadera que le servía de cuna. Cerca deaquel cuerpecito, el cerdo revolcaba supestilente majestad en un charcoputrefacto. Las moscas panzudas yzumbadoras volaban del charco a laboca del chiquillo.

Guadalupe, el barillero, noacababa de saludar a la clientela. A

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todos prodigaba su sonrisa desmolada:—¡Mira qué chula te has puesto,

Tulita! Hace un año eras una chamacaencanijada… ¡Ahora, por lo redondita ychapeada pareces una manzana!

Y la muchacha mordía la punta delmandil sin atreverse a levantar susojillos enrojecidos por el humo de laleña verde que chillaba en el fogón.

—Sóplale a la lumbre —se oía unavoz cascada dentro del jacal—. ¿Qué noves que el humo me hace daño pa midolor de costado? ¡Ah, pos si aquí estádon Guadalupe…! A ver si no me estápiropiando a mi hija, ¿no sabe que yaestá pedida? Pa octubre toma mano conChema, el de mi compadre Felipe.

—¡Alabao, con razón se hace uno

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viejo! —y el barillero continuaba lamarcha.

—Adiós, Guadalupe, cada vez quevienes es más grande el bulto quecargas. Buena señal, ¡los negociosprogresan!

—Se hace lo que se puede, tíoLucas…

—Pa’l año que entra, trairás unamula; tú no vas a poder ya con el tercio.

—¡Dios l’oiga!

El sábado por la tarde, cuando el gritónllamaba con su alarido gangoso a lospeones a recibir su soldada, Guadalupeempezaba la venta.

Bajo la sombra de un mezquite de

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corpulento tronco y de ancha falda, elbuhonero exponía al doloroso deseo delas mujeres todo cuanto llevaba: dos otres piezas de manta, retazos de percalesfloreados, cambayas de ínfima calidad,rebozos de hilo, espejos pequeños encuya montadura, por el reverso, se veíala severa efigie del Cura de Dolores enlos momentos de tremolar el estandarteguadalupano; o el marcial perfil dePorfirio Díaz, o la bella Otero en poseatrevida, o Ponciano Díaz en peligrosasuerte de toreo ecuestre; agujas devarios calibres, hilos de todos losnúmeros, estambres de mil colores y, enmedio de aquel pintoresco puesto, elchilte de Talpa, la mercancía más noble,destinada a ser cambiada por espumosas

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jícaras de leche y a veces hasta porgordas de maíz morado.

Guadalupe se paseaba de un lado aotro sonriendo ante el efecto quecausaba su puesto entre la clientela.

—¡Ya llegó el baratero, el mismoque peleó con su dinero! ¡Pasenmi’almas, por ver no se paga!

Las mujeres rondaban el puesto. Nose atrevían a acercarse.

La voz del gritón decía la nuevaletanía del viejo martirologio.

Los hombres, sentados en cuclillas,envueltos en sus rojos cobertores ychupando cigarro de hoja, esperabanescuchar sus nombres para acudir acobrar los escasos centavos con que sepagaban seis jornadas de sol a sol.

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—¡Agapito Romero!—¡Ave María!—¡Florencio Lucas!—¡Ave María!—Treinta centavos.—¡Sixto Partida!—¡Miguel Villa!—¡Máximo Sánchez!—¡Ave María!—¡Ave María!—¡Ave María!—Treinta centavos…—Veintiocho centavos…—Doce centavos…Luego recogían el puñado de maíz

que les tocaba de ración y se iban ajuntar con las mujeres.

Entonces ellas sí se atrevían a

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acercarse al barillero.A veces había negocio; otras, las

más, no pasaba la cosa de un regateotenaz y miserable, que arrancabalágrimas a las mujeres y compungía alos maridos.

Cuando el gritón llamó a Jesús Zárate,una mujer dijo al oído de otra:

—Oítes, ya llamaron a tu hombre.—¡Pos a ver si ora quere!Él llegó amarrando a una punta del

pañuelo los cobres que importaba elsalario.

—Oye, Chuy —dijo melosa lahembra—. ¿Me mercas un espejito?¡Acuérdate que desde el día que nos

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casamos me lo prometites!El ranchero arrastró hasta el puesto

a la muchacha.—Eita tú, barillero, con ganas de

tratar, ¿cuánto queres por un espejito?—¿De éstos…? Veinte centavos.—¿Veinte? Te vas a condenar por

bandido…—No, hombre, la mera verdá… la

mercancía francesa está ahora por lasnubes; casi no gano…

—¿Queres quince?—No, ni que tuviera muerto

tendido. Dame dieciocho.—Bueno, que sean dieciséis…

¡Míralos!—Échalos. Te he dado, por ser

quien eres, precios de mayoreo…

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—Escógelo, chata —dijo elmarido.

Y ella, tras de mucho buscar:—El que tiene pintado al Sagrado

Corazón, pa que no te den celos.La mujer cogió el espejo. Tras una

sonrisa mustia se vieron en la diminutaluna sus dientes filuditos y parejos comogranos de maíz tempranillo.

—Empréstalo, chata, deja verme—y luego de hacerlo, el macho se atusóel bigotillo, mientras devolvía el espejoa su dueña.

Después, echó el brazo sobre ella yse perdieron tras las cercas cubiertaspor el «manto de la virgen».

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Pasó un año y la profecía del tío Lucasse cumplió al pie de la letra.

Guadalupe apareció un díamontado en enorme penco que batía elbarro con sus pezuñas «espiadas».Seguía a dos mulas alteñas y muytordillas, que pujaban al peso de laspetacas que bailoteaban sobre suslomos.

Cuando el barillero entró al rancho,encontró novedades:

La tía Lorenza había «enviejado»tanto, que no alcanzó a llegar al corte delos primeros elotes. «Estiró la pata poraño nuevo.»

Al pasar frente a la puerta, degolpe, recordó el chiquillo que hacía unaño pataleaba dentro de una caja de

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jabón. Se dio cuenta de que en el jacalhabía «angelito»; olía a flores de SantaMaría y a mistela. Adentro se llorabamucho; pero se bebía más. El cerdomajestuoso había sido sacrificado parapasar sin hambre el velorio; la primera yla última venganza del «angelito».

Lupe sintió tristeza por el niño;pero no pudo evitar que se le hicieraagua la boca al pensar en las carnitas.

Tulita, parada a la puerta del jacal,miraba con ojos enormes,desparramados, como los ojos de lasvaquillas recién corridas. El barilleronotó que ya no estaba redondita comolas manzanas. En cambio, el vientrehacía que las enaguas se levantaran pordelante más de una cuarta. ¡La culpa de

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que aquella rosita se hubiera marchitadola tenía el diantre de Chema, el delcompadre Felipe!

Sólo las guías de campánulas y el«manto de la virgen» seguían azules,frescas como si todo el año no fuerasuficiente para mustiar sus delicadasflorecillas.

Debajo de un fresno, el tío Lucascapaba una colmena.

Olía a miel y a humo.

—¿No te lo advertí…? ¡Ora sí tearmaste! —dijo el viejo Lucas al verllegar al barillero.

—Sí —respondió éste—, las cosashan cambiado, se progresa —y sonrió

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ampliamente para hacer que el rancheroreparara en el diente de oro con quehabía tapado su vieja desmoladura.

—No te digo… ¡ya tráis hastadiente de oro! ¿Qué diablos comitéspara que te saliera? Con ése van dos queveo en toda mi vida… el otro lo tráia ungringo que vino acá quesque a buscaruna mina… ¡A ver! Pero déjame verlo;apéate, así, abre la boca. Conque dientede oro, ¿no? ¡Lo que inventan! Y esodebe valer un platal, ¿verdad?

—¡Phss!, no gran cosa. Me lohicieron en Guadalajara —dijo con tonopetulante el barillero.

—¡Pero quesque diente de oro! —murmuró con retintín el ranchero—. ¡Untesoro de oro!

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—Vengo de paso —informóGuadalupe—. Ya para mí no es negocioranchear. He dejado de ser barillero;ahora, aquí donde me ve, soy agenteviajero de las Fábricas de Francia. Voydirectamente al pueblo de Ayo, ¡muybuena plaza! Traigo magníficamercancía… La gente de aquí no tiene,toda junta, el dinero suficiente paracomprar tan sólo un metro de las telasde seda que llevo allí empacadas…¡Algo fino, de calidad! Tengo peinetasde carey, espejos de «cuerpo entero»,peines, estampas de santos milagrosos;novenas infalibles para sacarnos deapuros; rosarios, tiras bordadas; encajesde bolillo y tantas y tantas mercancíasque apenas caben en estos cuatro

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«mundos»…—¡Pero quesque diente de oro! —

remolía el viejo.—Voy a exhibir a ustedes lo que

llevo. Así conocerán cosas de lujo, ypuede, si a mano viene, que meencuentre con alguien que quieracomprar alguna cháchara que meapenaría mostrar en la importante plazade Ayo.

A poco el puesto de Guadalupe seofrecía todo entero a la curiosidadcampesina.

Como reguero de pólvora corrió enel rancho la noticia de la llegada delbarillero; pero lo que más atrajo laatención de todos fue el diente de oro.

Los hombres fueron desde

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temprano por sus mujeres para mirarjuntos el prodigio.

Todos rodeaban al comerciante y leveían extasiados.

Él no desperdiciaba oportunidadespara reír con toda la boca. Casi nadie sefijó en las ricas mercancías exhibidas.Toda la atención la controlaba el propioGuadalupe.

¡Quesque diente de oro!Cuando el gritón llamó a la raya,

muchos no lo escucharon. Tanta era laadmiración que había despertado elartificioso incisivo.

—¿Y cómo lo hicieron?—¿Quién los hace?—Un dentista que vive por el

rumbo de San Juan de Dios, allá en

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Guadalajara, porque en Guadalajara…—Y, oye, ¿cuestan mucho?—¡Hummm!, un tesoro de oro —

gruñó tío Lucas.—¡Pero a ver, déjame agarrarlo!—¡Desde lejecitos, por favor!…En vista de lo sobrenatural, las

mujeres olvidaron hasta el chilte deTalpa.

A la fresca de la tarde, el barillerocosquilleaba los ijares a su cuaco.

Las mulas le precedían pujandoescandalosamente.

—¡Adiós, tío Lucas!—Dios te bendiga, Guadalupe el

Diente de Oro.

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Al amanecer, una cuadrilla de peonesdio con él. Quedó tirado a un lado delcamino. Su cabeza estaba sumergida enel agua verdosa del vallado y llenas delodo sus botas de cuero crudío.

Cuando extrajeron el cuerpo,notaron que tenía la boca abierta, no porla coquetería de una sonrisa, sinoporque la mandíbula estabadescoyuntada a fuerza de golpes.

Los dientes habían sido arrancadosde cuajo.

Junto a una piedra ensangrentadaaparecieron varios incisivos; pero no elde oro.

En el monte fueron encontradas lasmulas cargadas. ¡No les faltaba un pelo!

El caballo ensillado ramoneaba

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muy cerca del cadáver.El Comisario pudo constatar que

una sola pieza de seda, de las muchasque contenían las petacas, valía tresveces más que el diente de oro.

Cuando los rancheros platicaron altío Lucas la suerte de Guadalupe elDiente de Oro, aquél dijo con tonosentencioso:

—¡Quién le manda tráir tesoros enel hocico!

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¡Fuera con yo!

EL TIRO era profundo, oscuro. Asemejanza de una boca fabulosa que seabriera en bostezo eterno, para lanzarcontra el cielo azul su aliento mefítico,esperaba, llena de modorra, papar elenjambre que bullía a su alrededor todaslas mañanas.

Por la garganta húmeda, cortadaperpendicularmente hasta el vientre,escurría el hilillo de una escala por

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donde bajaban los hombres que irían ataladrar con ansias de topos la rocabrava, en pos de la veta, encajada en losestratos de una peregrina conformaciónterráquea.

En primavera, cuando al buen solno le bastaba la cara rechoncha de latierra para voltear sobre ella el don desus rayos, fabricaba para los hombres delas profundidades otro de sus milagros:un haz de luz que se descolgaba por lasparedes lodosas de la gran garganta ydesleía el caos en que los minerosocultaban el delito de la pobreza.Entonces los trabajadores tiraban picosy barretones para mirar hacia arriba:alto, ¡a trescientos metros! y veían aldisco del sol que les guiñaba; pero

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estaba tan lejos, ¡tan lejos!, que amuchos se les antojaba una moneda deoro…

Después seguían la labor; seapretaban en un punto hasta hacer masapalpitante, laboriosa, tal la gusanera queperfora una carroña.

Y el diálogo que salía aborbotones, impulsado por el bombeodisparejo de dos pares de pulmonesabolsados por la silicosis o por la zarpade otros mineros, de otros incansablestrabajadores, de aquellos quedescubriera el ojo mecánico delprofessor Koch:

—Dicen que por aquí va la veta…—¡La veta! Retira la linterna, que

me ahoga el calor… El calor y el

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sudor… Oye, ¿tú has pensado en un ríode sudor? Qué grande resultaría un ríocon el sudor de todos los trabajadores,¿verdad?

Y al ritmo del trabajo sincopadopor el chocar de los hierros sobre elpedrusco, lo cuchareaba el eco paraestrellarlo furiosamente contra la paredde rocas.

Por fin —un «por fin» lejanísimo, aocho horas de distancia— los hombresestiraban los brazos en cruz condesarticulado ademán, como el pollinoque restrega el lomo sobre el ardientearenal, tratando de encontrarle cabo a unbuen descanso.

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Como si arrancara de las puertas delinfierno, una procesión luminosa seretuerce en el vientre de la mina. Son loshombres que se reintegran a lasuperficie, tras de arrancar a la roca elmetal mutable a la primera caricia de laluz, en el triunfo de los siete pecadoscapitales.

El murmullo, entrecortado alprincipio, se torna persistente, luegouniforme, hasta convertirse en un sololamento prolongado, inacabable, que seentrevera en el dédalo de notas llanas.

Cientos de voces se mezclan en elcoro para decir cada cual su oración yen conjunto surge el «alabado», esecántico que más que de acción degracias es queja inútil, lastre,

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declinación.El canto de los resignados no se

eleva, se queda abajo, reptando como elgrisú, chocando con los pequeñosguijarros que a flor de tierra viven tansólo para rasgar con sus aristas lasplantas descalzas.

La plegaria, para trepar hasta lasuperficie, tiene que anudarse a lagarganta de los hombres… Y allá subeen pos de ellos, como si no pesara lacarga que ya cada uno lleva sobre sulomo.

La escala se pone tensa cuando laprimera planta pisa el último escalón…y suben y suben y suben, sin dejar decantar, los seres que a diario vandejando enterrado algo de ellos, como

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abono al pago de la cuenta inaplazable.De pronto la canción del dolor y de

la muerte es taladrada por el grito deaviso:

—¡Fuera con el pico!…Y el hombre de cuyas manos se ha

escapado el instrumento vuelve la carahacia abajo:

Toda la escalera está iluminada porlas llamitas anémicas de las linternas degas, que cuelgan de las cinturas de loscien obreros que trepan. Al «grito deaviso», el enorme gusano de luz hacecontorsiones.

—¡Fuera con el martillo!…—¡Fuera con la linterna!…—¡Fuera con la pala!…Estas frases retumbaban noche a

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noche, como anudadas a un eje dedelirio, porque es de reglamento avisarasí, a los que suben, para evitar latragedia.

Mientras, el primer hombre hallegado a la boca del tiro. El «alabado»satisface su intento; está a flor de tierray ha logrado interrumpir la tranquilidadcruel de la ciudad, que comodinamentese reclina sobre la falda de la montaña.

Aquella noche —dos veces nocheen el corazón de la mina— los hombresascendían, como siempre, con su bagajede cansancio y de «alabado»; ningún«grito de aviso» había roto la irritantemonotonía; el gusano de luz se deslizabalento, imponente.

De pronto, dos manos que se

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acalambran por la fatiga y no sostienenel peso del cuerpo que cuelga comotrágico títere; un alarido de espanto yluego el reglamentario «grito de aviso»,que cae a plomo como gota de metalderretido:

—¡Fuera con yo!…El gusano se contrae horriblemente.Muchos mineros voltearon la cara

contra la pared. Otros, inmutables,vieron pasar el cuerpo humano que, confuerza de proyectil, fue a estrellarse enel vientre de la mina.

La ciudad burguesa se revolvióentre las blancas sábanas de su lecho,presa de momentáneo calosfrío; el«alabado», ya a flor de tierra y prendidocomo quiste a los labios de los

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trabajadores, se estiró por la calle realhasta llegar al río; pero en el tímpano delos mineros quedó clavado, comoestaca, el último «grito de aviso»:¡Fuera con yo!…

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Más cuentos

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Silencio en las sombras

TROPECÉ con él en una de las mástransitadas esquinas de la ciudad; hacíaun sol espléndido y la gente asaltaba lostranvías y los autobuses con laprecipitación a que obliga la bochornosavida citadina. Iba vestido de luto y susemblante se advertía marchito. Loacogí cariñosamente; hacía más de unmes que no lo encontraba y su compañía

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érame gratísima… A bordo del tranvíacharlábamos largo, hasta llegar alpueblo semiurbano donde los dosvivíamos.

Luego conoció mi voz y medevolvió con amabilidad el saludo.Tomé su brazo y lo conduje hacia lapuerta más próxima. Caminabaairosamente, a pasos largos y con labarbilla levantada; su bastón, más queapoyo de ciego, diríase la prenda de undandy muy familiarizado con su manejo.Cubría la cuenca de sus ojos inútiles conlentes de enormes vidrios negros.

—Le agradezco su fineza, amigo.Mi defecto físico me impondría grandespenalidades si no fuera por personas tanamables como usted.

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—No vale la pena hablar de eso…¿Y cómo va la salud?

Nuestra amistad era añeja. Un díarozó mi brazo con su cuerpo y se detuvo:«¿Quiere usted hacerme el favor depasarme a la acera de enfrente? Debotomar allí mi tranvía».

Dio la coincidencia de que elvehículo por él esperado era el que yoabordaba corrientemente.

Desde ese día viajábamos juntos amenudo. Hablábamos y mutuamenteconocimos algo de uno y otro. Él eraprofesor de la Escuela Nacional deCiegos y Sordomudos, donde se habíaeducado. Siempre llevaba bajo el brazolibros escritos en el sistema ideado porLouis Braille. No conocía los colores;

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no tenía noción de los grandesvolúmenes; jamás vio el alba ni elcrepúsculo, ni la montaña; tampoco elmar, ni el horizonte… Era ciego denacimiento.

—La semana pasada —me dijo convoz enronquecida—, tuve una gran pena:murió mi esposa.

Noté en su frente un relámpago deangustia; pero en sus labios se dibujó apoco una sonrisa floja, incapaz de poderborrar de mi ánimo la impresión dedolor que observé momentos antes.

—Siento sinceramente ladesgracia, amigo. Mas yo no sabía queusted…

—Sí, fui casado y de esa unión mequeda una hijita de año y medio.

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Sus dedos finos y ágiles bailaronsobre el lomo de uno de los libros quedescansaban en sus piernas.

Yo no hallé comentario ante tandesoladora situación; pero él, sintiendoel momento propicio para hacerrecuerdos y confidencias, hablóquedamente, pensando en voz alta:

—La «sentí» por primera vez en laescuela, hará cuatro años. Yo empezabaentonces a impartir mis clases de lecturaa los ciegos… Recuerdo que ese díacelebraban una fiesta con motivo de lainauguración del aula «Miguel F.Martínez»; ocupábamos la misma banca.El contacto instantáneo y casual de subrazo desnudo con una de mis manos,me produjo una impresión

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indescriptible… Le hablé para darle unadisculpa; pero ella no respondió.Cuando el quinteto de la escuela terminóla Elegía de Massenett, yo me atreví adirigirle otra frase más… cualquiercosa, un comentario erudito sobre laejecución; pero ella permaneció ensilencio.

»El festival siguió de acuerdo conel programa. Mudos y ciegos procurabandesempeñar sus papeles a la perfección,ya que se trataba de honrar la memoriade uno de los más notables benefactoresdel plantel.

»Poco a poco iba yo “conociendo”a mi vecina de asiento: su cuerpoexhalaba un olor grato, atractivo,inconfundible para un ciego; su

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respiración calmada, a compás, meindicaba que el temperamento de aquellamuchacha era tranquilo y apacible. Lasupuse linda, robusta, sana.

»Entonces exalté en mipensamiento la imaginada figura: eraella seguramente la mujer un tantoinforme e imprecisa que muchas veces,como una sombra, pasó por mipensamiento en las noches de inquietudy de angustia… Fue aquello, ¿cómo dirépara que usted comprenda claramente?,¡un “amor a primera vista”!

»La festividad pasó rápidamente;yo, presa de una inexplicable timidez, novolví a hablarle a mi vecina.

»Cuando el público empezó amarcharse, nos íbamos quedando en el

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salón sólo maestros y estudiantes.Entonces pensé que la muchacha saldríaa la calle a gozar de la luz, a pasear porlos jardines, a ver las flores… Pero ellapermaneció sentada. Supuse que seríaciega; eso me causó honda pena, perotambién un poco de desilusión. ¡Ciega, yyo que en ella había visto por instantesmis ojos!

»A poco el director de la escueladio órdenes: “Los ciegos debenpermanecer en sus asientos, mientrasque los mudos desalojan la sala”.

»Hubo un instante de silencio y apoco un movimiento general y uniforme.Ella se puso en pie… ¡No es ciega!,pensé casi a gritos. Mi dicha no teníalímites… ¡No era ciega, amigo mío! ¡No

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era ciega! ¿Se da usted cuenta?».—Pero era… —interrumpí.—Sí, señor, era sordomuda.»Cuando pasó cerca de mí, adiviné

que la suya buscaba mi mano; unmomento permanecieron enlazadas…¡Breve lapso luminoso!

»Desde aquel momento su recuerdovivió inalterable en mi cerebro, en mitacto, en mi olfato… Terco, como unresorte. La “miraba” siempre, porque suimagen era la única capaz de incendiarmi larga noche. Pasaban los días yaquella fragancia, aquel roce voluptuosose mantenían latentes. La ilusión en unciego es zozobra tenaz… Ni siquiera senecesita entornar los párpados paraatraer la inefable remembranza al

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escenario sin paisajes, ni luces, niflores, pero en cambio pleno deperfumes y de gorjeos… Desazón quehizo de mis días tenebrosos y de mipesar crónico, un Edén.

»Pasaron los meses y la quimera sehizo amor y el amor maduró hasta lapasión arrebatada. Mi estado de ánimose había exaltado… Jamás volvería aestar cerca de ella. Su instinto femeninotendría que dejarme la iniciativa, peroyo no estaba en facultad de tomarla.¿Cómo buscarla, si ella era una sombrasilenciosa y yo un torpe bulto quetropieza y yerra? Además, no podríadescribirla físicamente para que otro lalocalizase y me llevara cerca de ella…Yo tenía un concepto mío, irreal,

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absurdo, pero mío, de la figura amada.Era la más elevada noción de la bellezahumana que puede caber en laimperfecta imaginación de un monstruo.

»Mi condición de maestro mepermitía visitar todas las dependenciasescolares. Un día de exaltaciónextraordinaria, resolví entrar en eldepartamento femenino del plantel desordomudos. Crucé el amplio patio en elmomento en que las alumnas esperabanentrar a su clase; en medio de aquellamultitud, el golpe enérgico de la conterade mi bastón sobre las losas y elmurmullo porfiado del chorro de lafuente eran los únicos huéspedesextraños de la mansión del silencio.Tropecé varias veces con grupos de

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mujeres, que indudablemente platicabanpor medio del silente alfabeto de lasmanos… ¿Estaría ella por allí? ¿Sepercataría de mi presencia? Y, sobretodo, ¿adivinaría el motivo que meimpulsó a penetrar hasta el interior de suescuela?

»Recorrí varias veces el patio,pasé por todos los corredores endesesperada búsqueda. Los golpes de mibastón eran cada vez más contundentes yruidosos; procuraba, en vano, llamar laatención de aquella gente privada delsentido auditivo. Contuve, por inútil, untierno llamado, casi un reclamozoológico, que pugnaba por salir de migarganta… Seguramente que en elsemblante se me notaban la

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desesperanza y la aflicción. Dos vecesalcé mi diestra e hice con ella locosademanes de náufrago en tierra firme.

»Cuando pretendí ganar la puertade salida, fracasado, abatido, medesorienté, al extremo de que fui achocar contra uno de los pilares delcorredor; exasperado quise huir deprisa; pero la puerta se burlabadiabólicamente de mí, rehuyendo lapunta del bastón, antena guía de micuerpo. De nuevo volví mi cara hacia elpatio y escuché los pasos acompasadosdel grupo de educandas que entraba ensu clase.

»Una angustia mortal se habíahecho en mí; creíame solo, perdido enun desierto tenebroso; mi pecho,

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oprimido por tanto pesar, estalló en unsollozo; luego, en medio del patio, lloréquedamente primero y después a gritos,con el designio de hacer trizas aquelsilencio avieso.

»Una mano me tomó por el brazo y,sin murmurar palabras, condújomebruscamente hasta la puerta de salida.

»La desafortunada aventura no hizomella en mi ánimo; yo estaba cierto deque ella me había visto; que no perdió niuno de mis movimientos, ni de misdesesperados gestos; porque tenía laseguridad de que me amaba tanto comoyo a ella y que sufría de igual angustia;así, por lo menos, me lo decía tanclaramente el calor de su manecita aúnvivo entre las mías. Había que insistir

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por medio del mismo procedimiento.»Así fue como me atreví una

segunda vez por el plantel desordomudos. Era un día caluroso demayo. Las palomas se arrullaban en lascornisas y el agua de la fuente estabatibia.

»Esa vez fui más discreto; caminécerca de los muros del corredor,anhelando que sólo los ojos de ella sefijaran en mí. Sentí de pronto un hálitofresco y perfumado; mi instinto me dijoque en esos momentos pasaba frente alportón que conducía al huerto. Una manose posó sobre mi brazo; de pronto creíque se trataba del brusco comedido queme expulsó la primera vez que oséentrar en la escuela de sordomudos.

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Pero un instante después, cuando eraconducido dulcemente hacia el interiordel huerto, saboreé toda mi ventura. Enefecto, a poco aquella mano breve,palpitante, cogió mi diestra y asícaminamos a través del pasillo que daacceso al jardín y allí, recargados contraun muro húmedo y musgoso, nuestrasmanos se acariciaron y se dijeron milcosas apasionadas. La respiraciónacalorada bañó mi rostro… Después, elbeso fugitivo y tímido habló por todauna eternidad de silencio e hizo la luz enlas tinieblas seculares. Estas entrevistasse repitieron dos, tres, cinco veces;entonces mis manos trémulas pasabanpor su rostro; el tacto gozaba del másinefable placer con el roce de aquella

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piel suave como terciopelo; mis dedosrecorrían afanosos su perfil, sus labios,sus ojos, hasta advertir plenamente subelleza y hasta quedar convencido deque en realidad era aquélla la siluetaque tantas veces había refulgido en mioscuridad.

»Pero un día, cuando el diálogo sinpalabras pasaba por su más dulcemomento, una maestra llegó hastanosotros, burlando la vivaz mirada deella y mi finísimo oído. Fuimosconducidos a la dirección del plantel,acusados de violar la estricta moralreglamentaria.

»Antes de escuchar la reprimendadel director, yo me adelantévalerosamente: “Señor, ella y yo nos

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queremos y sólo esperamos el permisode usted para casarnos”…

»El director guardó silencio poralgunos minutos, ¿asombro?,¿consternación?, ¿espanto?; luegoresolvió: “El caso es inaudito… Sinembargo, ante el tenor de hechosconsumados, la escuela se encargará detodo… ¡que sean ustedes felices!”.

»El día del matrimonio civil,después de la lectura del acta, supe unpoco acerca de ella: “Rebeca Cerda, deveintitrés años de edad. Expósita…”.

»Para burlar la curiosidad quenuestra unión despertó entre losmaestros y los alumnos de la escuela,pensé instalar mi hogar lejos, enTlalpan… Allí, con el auxilio de una de

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las profesoras de Rebeca, encontramoscasa amplia, cómoda, circundada por unjardín fragante, rumoroso y soleado.

»La dicha fue entre nosotros.»Ella guiaba mañana a mañana mis

pasos hasta la estación del tranvía, queabordaba yo para venir a México a darmis clases. Al regreso, cuando apenasbajaba mi primer pie del estribo, ya lamano cariñosa y atenta se había tendidopara evitarme un paso en falso… y allííbamos los dos, pegados uno contra otro,dejando que los corazones se dijeranaquello que estaba vedado a los labios.

»Mientras yo permanecía en elhogar, apoltronado en mi sillón dedescanso, preparando la clase del díasiguiente, ella trajinaba entregada a las

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labores domésticas. Hasta mí llegaba elruido de los platos sobre el pretil de lacocina o el de las pajas de la escoba,enérgicamente arrastradas sobre elpavimento… Y sus pasos firmes, fuertes,seguros. ¡Sus pasos! Luego sentía que seacercaban hasta mí; una débil ráfaga deviento me anunciaba la inmediatapresencia, que se corroboraba a menudocon un beso o una caricia. Despuésretornaba a sus quehaceres… Antes decomer, gustaba ella de acicalarme;peinaba mi pelo cuidadosamente,apretaba el nudo de mi corbata,equilibraba las solapas de michaqueta…

»Pronto tuve la idea de estableceruna comunicación más eficaz con ella.

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Necesitaba hablarle a su alma; decirlecuán grande era mi dicha y qué dulcepara mí su compañía… Fue durante unavelada después de la cena, cuando se meocurrió escribir con caracteres comunesla letra “A” sobre un papel; hice queella la viera y luego le tendí la mano.Rebeca comprendió en el acto;rápidamente acomodó mis dedos en laforma de signo “A”, en el alfabeto delos sordomudos…

»Desde aquel momento se inicióotra etapa de felicidad. El día en quepude formar con mis manos una palabracompleta: “Pedro”, que es mi nombre;ella dio rienda suelta a su gozo y rió acarcajadas roncas y estrepitosas. Luegopúsose a brincar en torno mío y a

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llenarme de besos.»Había dado el primer paso para

llegar a un entendimiento casi perfecto;ella podía captar ya mis pensamientos,recibir mis confidencias; pero yo, de suparte, sólo conocía manifestacionesfísicas, muy expresivas, muy elocuentes,pero jamás el fondo de esa alma queadivinaba excelente. Entonces penséenseñarle la escritura en el sistema deBraille; de esta suerte podría yo“hablar” con mis manos y ella responderpor escrito.

»Pero por más que me esforcéempleando mis conocimientosdidácticos, en el cerebro de ella nuncapudo entrar tal aprendizaje; cuando seconvencía de su torpeza, lloraba

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amargamente sobre mi pecho.»Los viernes nos tocaba concierto

de la Sinfónica; ella iba entusiasmada,porque adivinaba mi gusto por lamúsica. Los domingos concurríamosjuntos al cine; yo entonces era feliz porobsequiarla.

»Una vez vibramos al unísono; lasmanos se estrujaron presas de unentusiasmo mutuo y el palpitar denuestros pechos se sincronizó por virtuddel arte excelso; fue cuando ella “vio” yyo “escuché” Fantasía, de WaltDisney… Seguimos esa película porcuantos salones fue exhibida. Despuésde esa prueba, nos sentimos más uno delotro.

»Pronto me transformé en un

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consumado maestro en el idioma de losmudos; ella veía el rápido movimientode mis dedos y pescaba las ideas y lasrecomendaciones con admirabledestreza. Podría decirse que penetrabaen mis pensamientos, para obrar enforma tal que siempre me dejabacomplacido y satisfecho; su defectofísico era entonces superado por lavoluntad que el amor generaba. Todassus acciones, todos sus movimientos, notenían más finalidad que mi provecho ymi satisfacción… Yo recompensabaaquel maravilloso esfuerzo con toda laternura de mi corazón.

»Hacendosa y activa, había hechodel mío el hogar ideal. Los múltiplesutensilios domésticos tenían siempre un

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lugar preciso, permanente; todo estabapuesto al alcance de mi mano, todo: mislibros, mis instrumentos de escritura, miropa… En el apacible corredorcitosiempre había manojos de floresperfumadas y hasta la jaula de unjilguero que cantaba por las mañanassólo para mí. La casa entera olía alimpio y mis manos jamás seempolvaron al pasar sobre la superficiede los muebles…

»Una noche inolvidable noté que suvientre se llenaba, se abombabaperceptiblemente. Cuando ella advirtiómi entusiasmo por el descubrimiento, seechó en mis brazos; por mi cuellocorrieron sus lágrimas tibias.

»Durante aquellos días llegamos a

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entendernos perfectamente; ella, conleves golpes sobre mi hombro, alcanzó acomunicarme su aprobación o sunegativa; su gusto o su pesar.

»Una vez metió la diestra entre mismanos y se dio a formar con sus dedoslos caracteres del idioma silencioso,para mí ya tan conocido; yo logréidentificarlos inmediatamente por mediodel tacto. Su primera frase esimborrable: “Espero que no nazcasordomudo…”.

»Y así iniciamos la conversacióndiscreta, exclusiva, como si se tratara deun diálogo de oído a oído.

»Vino felizmente al mundo una hijasaludable, de apariencia normal. Supeen el acto que sus ojitos estaban vivos,

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muy abiertos y sanos. Pero la angustiade la madre se prolongó hasta el día enque la niña volteó su carita hacia lasonaja que Rebeca agitaba rabiosamenteentre sus manos.

»La niña fue definitivaconsagración de nuestra ventura: chispaen mis tinieblas; acorde en su silencio;música y luz al mismo tiempo; vínculosutil entre dos almas que, amándose adistancia, hallan por fin el camino parallegarse una hasta la otra y confundirseen anhelo eterno.

»Durante meses enteros hablaba yoa la niña horas seguidas; sabía que ellaescuchaba mis voces y que prontointerpretaría muchas de ellas; cuandosonreía, mi mujer lanzaba aquellas

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carcajadas gangosas y desapacibles conlas que, muy de vez en vez, demostrabasu regocijo. Ella, en su turno, hacíafrente a nuestra hija mil zalamerías ypiruetas, que la chica festejabaruidosamente; entonces era yo el quegozaba, al confirmar que aquella niñatenía la divina capacidad de oír la vozde su padre, a la vez que la de admirarla figura materna. ¡Espejo de ella frentea mí! ¡Transmisor fiel y maravilloso demi pensamiento cerca de ella!

»Mas un día, Rebeca se nos fueinesperada y silenciosamente; tal comohabía llegado, emprendió el camino sinretorno. El hálito amado se apartó de míy la bella silueta se borró para siemprede los ojos de su hija… Hace de eso

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apenas unos días, amigo; todavía nosaboreo plenamente la amargura delinfortunio, ni conozco toda lainmensidad de mi desgracia.

»Ayer el jilguero dejó de cantar.»Hoy vengo de la casa de un

escultor amigo; he ido a encargarle unbusto de ella, así podré palpar suhermoso perfil para no olvidarlo jamás;para mantenerlo siempre vivo entre lasyemas de mis dedos… Conózcala usted,caballero, y en vista de su retrato, désecuenta de la magnitud de mi desgracia»—dijo el ciego mientras sacaba de sucartera, repleta de papeles, el retratoque iba a servir de modelo al escultor…

Tomé entre mis manos la fotografíade una mujer con facciones vulgares,

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rechoncha, rubia descolorida… En susojos brillaba un fulgor de inteligencia yen sus labios plegados se advertía lavoluntad.

—Bella, ¿es verdad? —preguntóél.

—¿Bella? Sí, amigo mío, bella ymucho.

El ciego sacó de su bolsillo unpañuelo y lo llevó debajo de susespejuelos negros.

—Perdóneme, caballero, esto no escobardía… es, simplemente, que misojos desde hace algunos días vienenejerciendo frecuentemente su únicafacultad.

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El honor

NOCHE de enero. El aire encañonado enla calleja se columpiaba de los cablesque tendían su red sobre los techos delas casas chaparras y sombrías. En laesquina, una mujer pegaba su cuerpo albraserillo coronado de llamasamarillentas y arrebatadas por rachas.

De cuando en cuando, una vozchillona imploraba baldíamente la

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atención de los que pasaban.«¡A la castaña asada!…» y la frase

perduraba suspensa del viento, cuajadade frío.

A media cuadra, la tabernuchavolteaba sus eructos sobre la calle.Adentro el cantinero descabezaba unsueño, mientras en la puerta dosalbañiles discutían a un mismo tiemposobre el «seguro social» y sobre laúltima faena de Silverio. El hipoterciaba en la disputa, para impedirlesponerse de acuerdo.

Lejos, muy lejos, se escuchaba lavoz ríspida de una «Rocola diecera»,que deponía las notas almibaradas de un«bolero».

El frío, perverso, se adueñaba de

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todo con su vaho dañero.Frente a la taberna caían

perpendicularmente las cinco letras deun anuncio luminoso: «HOTEL.»

«HOTEL»… Era aquel reclamo unafarola en medio de la turbonada. La luzabarcaba un estrecho espacio, tanestrecho, que apenas si podía dar cabidaa un cuerpecillo que manteníase inmóvily erecto, resistiendo los escupitajoshelados de la noche y la indiferencia delos escasos viandantes.

Cuando me interné en la callecilla,la luz del anuncio me atrajo, me capturócomo captura la llama de la candela alabejorro. Sin mirar más que las letras,

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avancé entre sombras. Un perro gruñó ami presencia, que vino a interrumpir subúsqueda en un bote desbordado debasura.

Enfrente, la taberna me marcabaotros rumbos… Pero aquellas letrasdesleídas —«HOTEL»— habían cobradoen mí todo el prestigio de una mácula deluz en el manto de la noche.

«HOTEL», repetí. Luego deletreé deabajo hacia arriba el breve vocablo y denuevo empiné la vista y la hice escurrirsobre los caracteres luminosos, hastadescolgarla a raíz del suelo, no sinhacerla pasar sobre la figura humana querealzaba del muro oscurecido. Aquellasilueta fue para mi vista vagabunda sóloun accidente de la fatal trayectoria. La

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tenía cerca, a un par de metros; ya la luzdel rótulo me iluminaba de pies acabeza, cuando pensé que el bultitoaquel, tibio y palpitante, era lo único deinterés en toda la callejuela sola ydesolada… Pasé cerca de ella, casirozándola, pero sin mirarla. Ella debiósentir la congoja de la araña que vefugarse al insecto que había tocado latrampa de sus redes. Entoncestímidamente se atrevió a hablar:

«Ven…»Y mi apatía tuvo la misma crueldad

que frente al imprecatorio pregón de lavendedora de castañas asadas.

«Ven», repitió con entonacionesdesesperadas, mientras su mano seaferraba a mi brazo.

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Me detuve y cedí un poco, hastacolocarme frente a ella: la luz rojiza nosbañaba.

Ella, cogida a la solapa de miabrigo, me ofrecía una sonrisa hecha,manufacturada, como la de una máscara:

—Entremos… hace rato queesperaba a un hombre como tú.

Y sus ojos empequeñecieron delujuria trapalona.

Era una chiquilla fea y anémica. Desu boca colgaban los rasgos peculiaresde nuestro deslucido mestizaje y a sussalientes pómulos, cubiertos con la capade espesos afeites, afloraba, contumaz,el color chocolate de su piel.

El cuerpecito cobrabaondulaciones y movimientos procaces,

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dignos de una mona en brama. Era tanpequeña, que tenía que alzarse depuntillas para que su frente llegaraapenas a la altura de mi boca.

Sin embargo, dábase aires deirresistible, cuando decía enronquecida:

—Estás de suerte, hijo, llegas en elmomento en que empezaba adesesperarme por la falta decompañía…

Aquellos arrumacos me manteníaninsensible.

Pero ella sabía su oficio. En el actocomprendió que por ese camino nollegaría nunca a su meta. Entonces hizo aun lado sus ridículas demostraciones dehembra insatisfecha, paraempequeñecerse como una gatita

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friolenta y muerta de hambre.—¡Anda, hombre, siento mucho

frío!…Su cuerpo huesudo trató de meterse

bajo mi abrigo.Tampoco esta treta tuvo buen éxito.—¿Entonces qué diablos buscas

por aquí a estas horas? —preguntó entreconfundida y colérica.

Como respuesta y despedida toméentre mis dedos la carne escasa de unode sus carrillos y la acaricié con ternura.Luego intenté seguir mi camino sinrumbo.

Pero ella, animada por mi últimamuestra de amistad, quiso jugar laúltima carta:

—Espera —dijo—, la verdad es

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que no tengo con qué amanecer…Ninguno de los cien «viejos» que hellamado esta noche ha querido. ¡Tengomucha hambre!

Su carita escuchimizada pusoentonces un gesto de dolor tan real, denecesidad tan mandona, que llegó aimpresionarme.

Ella, tan inteligente como fea, pudodarse cuenta de los efectos del últimodisparo. Sin dar tiempo a reponerme, seechó hacia atrás, dio algunos pasos hastaencontrar la pared y allí se recargósollozando.

Yo estaba vencido.Eché mano a un billete de modesta

representación y se lo tendí.En los momentos en que ella alzaba

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su mano para recogerlo, un tercerpersonaje entró en escena.

Vigoroso, bien plantado y altanero,un joven apareció en el marco de lapuerta del hotel. La muchacha,sorprendida, encogió su diestra sin tocarsiquiera el billete con que traté deobsequiarla. Luego miró con ojosacuosos al recién llegado, mientras ensus labios fracasaba la ilación de unafrase.

El hombre, sin dar tiempo a que yointerviniera, se lanzó furiosamentecontra la mujeruca y la llenó de injuriasy pescozones. Ella, sumisa y calladapenetró en el hotel.

Luego, el salvaje dirigiósealtivamente a mí:

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—¿Por quién la ha tomado usted?Sépase que le tengo prohibido recibirdinero sin que lo haya desquitado… Siquiere darle algo, suba a su cuarto; ellatiene cómo y con qué ganárselo… ¡Nonecesita limosna!

Luego, congestionado de furor,agregó a gritos:

—¡Es bueno que vaya ustedconociendo a las gentes de vergüenza yde honor…!

Yo seguí mi ruta sin derrotero.En el cielo una estrellita vivaracha

y traviesa había logrado rasgar los velosde nubes y evadirse…

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Chirrín

LO ENCONTRARON en su casa cuandovolvieron de la escuela. Mamá habíalearreglado una jaula muy mona; por ellatrepaba cogiéndose de los alambres consus cuatro dedos, ayudándose con sucorvo pico, hasta llegar al techo, dondeensayaba graciosas volteretas.

Los niños rodearon la jaula dandogritos de asombro; la avecilla remedaba

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con estridencia las voces entusiasmadas,pero no dejaba, por ello, de ejecutar susemocionantes actos acrobáticos.

Pronto la admiración de loschiquillos dejó lugar a una curiosidadafilada:

—¿Cómo se llama, mamita?—Es un loro…—¿Quién nos lo trajo?—Yo; lo he comprado hoy en el

mercado.—¿Y por qué lo pintaron de verde?A poco, todos los niños de la

vecindad irrumpieron en el patiecillodel 5, para ver cómo el loro cogía entresus dedos toscos el pedazo de pan ycómo lo llevaba hasta su pico parasaborearlo con glotonería casi humana.

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Ese mismo día Nacho, el máspequeño de los niños, bautizó al tropicalhuésped: Chirrín.

Y junto a Chirrín permanecieronmuchas horas, tantas, que el loro empezóa cabecear presa del sueño en medio dela ruidosa hilaridad de sus amiguitos.

Nacho pidió a mamá permiso paraque Chirrín se acostara con él en sucamita… pero mamá le aseguró que losloros duermen más cómodos trepados enuna estaca, que sobre los colchones.Nacho, aun cuando no dio crédito a talabsurdo, tuvo que irse a dormir solitoantes que insistir frente a la energía dela mamá.

Chirrín cobró popularidad entre elvecindario. Pronto logró repetir con su

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ríspida vocecilla los más característicosruidos y los más típicos rumores deaquel mundito: «Ring… ring… ¿Quiénes? El pan… ¿Algo que soldar, baños,tinas, regaderas que destapar?». U otrasmonerías que mamá le enseñaba tal ycomo abuela lo hiciera antaño, con unancestro de la trepadora y parlanchinaavecita:

—Periquito, ¿erescasado?

—¡Ja, ja, ja, jay!…¡Qué regalo!

—¿Tu mujer eshermosa?

—¡Como una rosa,como una rosa!

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O bien aquella tonadilla que los lorosaprendieron de labios mestizos, cuandose hicieron bilingües, es decir, cuandoentre la urdimbre del dialecto indígena,metieron la trama del habla de Castilla:

Lorito real,tu piquito para

Españay tu colita a

Portugal…

Una vez enriqueció su vocabulario conuna palabra fea; fue aquella que salió dela boca de don Juan, el zapatero del 8,cuando al pasar tambaleante por lapuerta de la casa de Chirrín tropezócontra el quicio y se hizo daño en un pie.

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El terminajo no tardó en dispararsepor el pico de Chirrín y como un taco ira clavarse en las delicadas orejas demamá. El castigo al insolente no se hizoesperar: mamá volteó sobre él unapalangana de agua fría, serenada, queextrajo de la pileta del lavadero.

Chirrín, hecho una sopa, alzó supico y cantó en desagravio:

Corazón santo,tú reinarás…

Mamá, conmovida ante elarrepentimiento, obsequió a Chirrín conun buen trozo de plátano.

Cuando el loro advertía lapresencia de los niños en la casa,

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lanzaba fuertes risotadas y, entre aquelgangoso gorjeo, pronunciaba claramenteel nombre de cada uno: «Pepe, Concha,Lupe, Nacho…».

Luego se lanzaba en torpe vuelohasta ir a parar al hombro de alguno delos pequeños. El elegido por Chirrínpagaba aquella deferencia rascando consu índice suavemente la cabeza del loro,mientras le decía con voz acariciadora:«¡A ver, lorito, dónde está el piojito!».

Entonces Chirrín simulaba hallarsepresa de una somnolencia súbita, paradecir con acento lleno de modorra:«Buenas noches, hijitos». Frasesacramental escuchada por el loro nochea noche en boca de mamá, cuando en larecámara común torcía el apagador para

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poner, con el sueño, fin a la actividadcotidiana.

A veces Chirrín hacía peligrosasescapatorias; con su paso patizambocruzaba el patio de la vecindad parallegar, parlanchín, a las viviendas dondesabía que era bien recibido: doñaMicaela, la del 2 —viuda pensionada deun «constituyente»—, siempre tenía parael lorito una golosina apetitosa.

Los vecinos del 9, unos rubios ytímidos mercaderes polacos, pagaban sutributo de admiración a Chirrín con doso tres frases afectuosas, en un idiomacuyos duros vocablos jamás pudieronincorporarse al léxico tropical ydesmañado del perico.

De allí seguía su recorrido hasta la

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vivienda número 1, habitada por un parde costureras solteronas. En aquellacasa le mimaban con mil embelecos y leobsequiaban con tajadas de pan dehuevo empapadas en fragante y dulcechocolate.

Pero el lugar preferido para lasvisitas de Chirrín era el 15, donde,como en su propia casa, había niñostraviesos que jugaban con él. Toscaseran las costumbres de la gente menuda,pero cuadraban a pelo con la juventud yla exuberancia de la avecilla. Un día, deestos juegos rudos el lorito sacó lapérdida de su vistosa cola: un rapaz, altratar de cortarle el vuelo, quedóse entresus manos con un manojo de plumasverdes a cambio de un picotazo que el

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desposeído le dio en el dedo.Triste regresó el lorito esa noche a

casa; cabizbajo y consternado escuchólas reprimendas de mamá y lascuchufletas de sus chiquitines.

Cualquier observador superficialhubiera podido advertir que el léxicocomún de Chirrín sólo comprendíapalabras y frases propias de niños y demujeres; nada de las rotundas ycategóricas expresiones de los hombres;tampoco las tonalidades graves propiasde la voz masculina; y era que en casano había hombres mayores. Mamá y suspequeñines hacía mucho tiempo quehabían quedado abandonados… «Él»

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partió un día para una finca del interioren busca de trabajo y, desde entonces,nadie volvió a tener noticias concretasde su vida; aunque las descosidaslenguas de la vecindad aseguraban quepapá había hallado confortable acomodoentre los rollizos brazos de una viudahacendada, con la que vivía, olvidadode sus antiguos deberes.

Sin embargo, mamá había echadosobre el recuerdo un piadoso velo: parasus hijos, papá murió en la nobleempresa de buscar a la familia unbienestar.

Un bienestar nunca conseguido a pesarde que mamá, menudita y activa, no

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paraba en todo el día entregada adiligencias económicamenteproductivas: ahora agente a comisión,mañana costurera, planchadora y qué séyo… Los pequeños apenas si advertíanaquella cotidiana congoja.

En cambio Chirrín pronto se diocuenta de que las cosas iban de mal enpeor en aquella casa. Cuando suchilindrina mojada en leche fuesustituida por un pedazo de tortillaempapada en caldo de frijoles, entoncescomprobó que la ruina estaba a punto dehacer presa de todos ellos.

A pesar de eso, su optimismo nosufrió mella; por el contrario, cobróentonces manifestaciones que diríanseestimulantes para la pobre mamá.

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Eran aquellas expresiones tansentimentales, que si hubieran salido porla boca de un hombre nadie hubieradudado en calificarlas defilantrópicas… o de enamoradas. Porejemplo, sacaba de su repertorio lascanciones más románticas, paracantarlas sólo en presencia de mamá:

Macetitaembalsamada

con hojitas delaurel,

qué bonitos son loshombres

cuando empiezan aquerer…

Con cartitas y

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pañuelosenredan a la

mujer…

o las frases más dulzonas:

Loro, lorito,lorito, loro,toma un besito,piquito de oro…

Una mañana, mamá sacó de casa suradio viejo y desvencijado. La maniobrano pudo realizarse a espaldas de losniños.

—Voy a llevarlo a empeñar; con loque me presten comeremos unasemana… ¡Ya habrá tiempo y dineropara recobrarlo!

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Los chiquillos apenas le dieron demomento importancia a la cosa… Todohubiera estado bien si no mediara laperversa pulla de Laura, la pintarrajeadajovencilla del 21, quien en tono hirientedijo esa misma mañana a los niños:

—Ya he visto a mamá salir con elradio… Se lo llevó a «sudar»; apuesto aque nunca se vuelven ustedes a juntarcon él.

Los niños se vieron perplejos uninstante; nada supieron responder: Lupey Concha hicieron pucheros de dolor yde vergüenza; por la frente de Pepe pasóun relámpago de ira; pero Nachoencontró una salida airosa:

—No importa que se hayan llevadoel radio… nos queda Chirrín, que canta

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canciones más bonitas.Luego vio triunfalmente a sus

hermanitos, que sonreían llenos desatisfacción.

Una tardecita, mientras el «cilindro»decía en una esquina de la barriada sucanción melancólica, fuertes golpessonaron en la puerta de la vivienda demamá. Ella abandonó la «Singer» ypúsose en pie para abrir. Quien llamabaera un vejete que cargaba debajo delbrazo una cartera congestionada dedocumentos. En su mano derechasacudía una hojilla insignificante depapel. Mamá se demudó. Habló largocon su visitante, quien malhumorado

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puso un plazo perentorio…Puntual concurrió dos o tres días

después el áspero personaje; Pepe logróverlo cuando doblaba la esquina ycorrió a darle aviso a mamá. Ella comohabía llegado emprendió el camino sinretorno. El hálito amado se dio muestrasde horrible pena y tronó sus dedos presade indecisión cuando, roja de vergüenza,obligó a su hijo a mentir:

—Mamá ha salido —informó Pepeal viejo en el dintel de la puerta de lavivienda.

—Esa salida no es más que unasalida… Le dices que he venido porúltima vez a tratar lo de la letra… —repuso el prestamista. Luego quisoagregar algo, pero se conformó con alzar

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los hombros. En seguida saliórápidamente.

Chirrín, queriendo destrozaraquella desazón que causó la escenaanterior, dio dos elegantes cabriolascolgado del techo de su jaula y repitiócómicamente las últimas palabras delcobrador: «… he venido a tratar porúltima vez lo de la letra…».

Los niños rieron de la ocurrencia;pero mamá siguió grave y silenciosa.

Estaban los niños a punto de terminar sutarea escolar. Mamá, en cambio, apenashabía planchado una docena de ropablanca, de tres que se hallaba obligada aentregar por la noche.

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Aquéllos, más que toques a lapuerta, fueron empellones.

Mamá palideció y los niñosdejaron de escribir en sus cuadernos.

Tres hombres franquearon la puertay sin esperar invitación o permisoalguno, se colaron hasta el interior de lavivienda.

Mamá atentamente les invitó atomar asiento en su moblajedestartalado.

Ellos, sin hablar, recorrieron con lavista todo el recinto y no pudieronocultar su decepción.

Uno habló:—Sírvase informarnos, señora, si

está dispuesta a pagar la suma de setentapesos que ampara esta letra vencida

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hace diez días.—Desde luego, señor, que en este

momento no podría —respondió mamá,afligida—, pero en cambio tengo allíguardado dinero suficiente para pagarlos siete pesos de réditos que me cobranquincenalmente…

—No, no se trata de eso. Nosotroshemos venido aquí a practicar unadiligencia en caso de que usted senegara, como se niega, a cubrir elimporte del documento… Ruégoleseñalar algunos bienes para embargarlosde acuerdo con la ley.

—¿Bienes? —respondiótristemente—. En esta casa hace muchotiempo que no hay más que males…

—Si la señora se niega a señalar

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los objetos embargables, yo lo haré —dijo un segundo individuo, comorecitando algo aprendido de memoria,mientras miraba cuanto había en tornode él.

—Señalo la «Singer» —agregóvivamente.

—De sobra sabe usted, señorabogado —dijo el actuario—, que eneste caso la máquina de coser resultaintocable, por tratarse de un instrumentode trabajo…

—Pues de lo demás nada vale lapena, son todos «triques» inservibles —agregó el tercero.

De pronto la voz de Chirrín, quetomaba el fresco de la tarde en elpatiecillo, hizo que los hombres fijaran

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en él su vista:

Lorito real,tu piquito para

España…

—El loro. ¡Señalo ese loro! —dijoprecipitadamente el abogado.

Los niños no se dieron cuenta de loque aquello significaba, pero mamáquedó muda por un momento. Luego seatrevió a objetar:

—Nada vale ese animalito paraustedes; sin embargo, para mis hijos essu única diversión… su único juguete.

—Señalo ese loro, señor actuario—repitió secamente el abogado.

—Muy bien, licenciado, de

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acuerdo con la ley se embargará el loro.—Señores, por caridad… —dijo

mamá, sollozante.Luego hubo firmas y formalidades.Uno de los hombres bajó la jaula;

dentro de ella Chirrín se tambaleabacomo borracho.

Después salieron los tres hombresriendo por las ridículas actitudes de laavecita prisionera en su jaula dealambre.

Cuando trasponían la puerta,Chirrín soltó una pluma de su penachorojo; Pepe corrió a recogerla; luego,cuidadosamente, la guardó entre lashojas de su libro de lectura.

Nacho dio rienda suelta a su llantoahogado, casi silencioso, igual al llanto

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de todos los niños pobres. Sushermanitos le rodearon para abrazarloentre todos muy estrechamente.

Afuera se escuchó el motordesbocado de un auto, luego el ruido seperdió calle arriba.

Mamá, apretando los dientes, se puso adar lustre al cuello de una camisa.

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Una cáscara en labanqueta

LA LUMINOSA tarde se iba concentrandoen el reducido disco de lumbre quedeclinaba apresuradamente allá, tras delMonumento a la Revolución. Laavenida, tinta de luz crepuscular, seensanchaba al paso de cien autos.

En la alameda central pululaban losniños, los limpiabotas y los turistas —

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ojos alucinados y sonrisas aquiescentes— que pasaban en parvadas ruidosas.Tras de ellos, como falderillo, la voz deuna anciana: «El último cachito que mequeda de la de hoy…».

Parque adentro, el gangueoanacrónico del organillo desliaba lasnotas de una tonada trivial, que los niñosaprovechaban para danzar en apretadaronda, mientras un grupo de policíasfrancos distraía el celo de las niñeras enla penumbra cómplice.

Cuando alcanzó una de las bancas, sucabeza estaba a punto de reventar y suspiernas flaqueaban; en su vientre vacíoclavaba sus garras el hambre; no pudo

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llegar hasta la fuente a echar un tragoque él adivinaba tonificante; pero tuvoaliento para apretar el nudo de sucorbata y para alinear pulcramente lasrayas de sus pantalones. Luego susmanos fueron automáticamente hasta losbolsillos, buscó algo que no encontró enellos y después las sacó bruscamentepara enclavijarlas sobre sus piernas.

Un perro llegó hasta él para oliscarlas valencianas deshilachadas de suspantalones; él lo apartó con unmovimiento tímido; entonces le faltó laenergía, hasta el extremo de no poderalzar de nuevo la vista que desparramósobre sus zapatos deslustrados. Estesíntoma le alarmó y provocó eladvenimiento de mil ideas desordenadas

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y de pensamientos truncos.Reconcentrándose en sí mismo y aisladode todas las influencias exteriores, sedejó arrebatar por un sopor muyparecido al sueño.

Despertó bruscamente; en su rostrohubo un gesto desapacible; estiróviolentamente las piernas y dejó caersus manos sobre la banca en ademán deimpotencia. Veíasele confundido, comoinseguro entre si la pesadilla continuabao si había chocado otra vez contra larealidad.

Cuando pasó frente a él un golfilloque mondaba deleitosamente unanaranja, hubo en todo su cuerpo unestremecimiento incontrolable y crispósus manos la lucha interna entre el deseo

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imperativo y la voluntad.A tres pasos de él, sobre la acera,

quedó la cáscara del fruto. Apenas sipudo pensar un instante en el peligro queaquel residuo representaba para laintegridad de un peatón despreocupado.

Se hacía tarde. Empezó el desfile deniñeras de pequeños modorros yllorosos.

Él veía el trajín a través de un velotupido que colgaba dolorosamente desus párpados papujados.

Todos los pasos sorteaban lacáscara de naranja. Él, sin embargo,pudo advertir a un vejete que estuvo apunto de pisarla y resbalar… Luego

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pensó efímeramente en lo desagradableque resultaría ver a un anciano caído enmedio de la acera.

Los ruidos de la ciudad se abatíanen el arroyo; pero a él llegabanatenuados, lejanos, empaquetados entrealgodones, procedentes de un apartadoescenario ajeno en todo al de sutragedia.

Por eso su pensamiento —librecomo aquellos gorrioncitos que saltabande las ramas hasta el césped fresco deljardín— iba del anca inquieta de unarolliza transeúnte al flamante automóvilque se deslizaba entre camiones y taxis.

De pronto, la presencia de lacáscara en la acera prendió en él unareflexión… Ahora pasaban sobre ella

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dos diminutos pies de mujerperfectamente calzados.

Los cortinajes pardos de laanochecida empezaron a desgarrarseentre las ramazones de los fresnos.

Un gran anuncio luminoso guiñabacon mecánica cadencia.

El policía de punto olfateaba.Un chiquillo pregonó el último

flash sobre la guerra.¡Pero aquella cáscara!…Casi a gritos un limpiabotas le

ofrecía sus servicios: «Grasa, patrón».Tarde madura, friolenta… a punto

de noche.De pronto se hizo con él un

horrible concepto de responsabilidad; sialguien resbalaba en la corteza fresca; si

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había un hueso roto o una contusióngrave, él…

En eso el zapatón de un obreroalcanzó a machacar parte de la cáscarasin que el temido accidente llegara asuceder; entonces ya no pudo contenersey rápidamente, con un movimientoincreíble, se echó sobre ella, la tuvoentre sus manos un instante, tan sólo losuficiente para percatarse de que nadiehabía observado su maniobra; la llevó asu boca y la tragó precipitadamente,devoradoramente.

De nuevo se echó sobre la banca.Sus ojos estuvieron durante muchosminutos fijos en el rótulo luminoso queparpadeaba en la banqueta de enfrente:«Restaurant»… «Restaurant»…

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«Restaurant»… Luego apretó suspárpados para acabar con el martirio;pero el fondo de su cerebro era una fielpantalla: «Restaurant»…«Restaurant»… «Restaurant».

De allí en adelante su pensamientose hizo desobediente, anárquico. Lasideas chocaron unas con otras; losruidos se hicieron filosos, cortantes,destructores y su sistema nervioso seatirantó hasta el destroncamiento. Pudoahogar un grito, porque a la vesania delhambre se interpuso el vago recuerdo delas pulcras líneas de sus pantalones.

La calle pasaba vertiginosamenteante sus ojos; los corpulentos fresnosdanzaban fiera zarabanda; las luces sesobreponían, vistas a través de un

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prisma inaudito.De pronto, entre aquella vorágine,

logró pescar una idea precisa ypreciosa, clara, exacta, salvadora: lafuente que no lejos de él derramabasobre el pasto su agua rebotada. Antesde poner en práctica el proyecto,procuró reordenar sus pensamientos ycomponer el marchito nudo de sucorbata.

Por la acera venía una joven dama;de su mano enguantada colgaba unpequeñuelo.

Él alcanzó a escuchar la vozchillona del niño: «¡Mamá, cómprameun globo!».

Tras de él sintió el repiqueteo delos tacones de la joven madre.

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«Mamá, cómprame…»Pudo notar cómo se cortaba la frase

del niño en los instantes en que éliniciaba su marcha trastabillante. Huboun momento en que, para no caer,recargó sus manos contra el tronco de unárbol.

Entonces la voz del niño desuplicante se hizo asombrada: «¿Qué lepasa, mamá? ¿Qué tiene ese hombre?».

La respuesta de la madre al hijo,musitada al oído, no pudo escucharlaporque la arrebató el viento y la hizorodar, al par que las hojas secas, sobreel prado.

Pero, en cambio, la nueva demandainfantil sí llegó clara a sus oídos:

«Mamá, cómprame un…

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borracho».Sobre la superficie crespa de la

fuente, un golfillo lanzó su barquito depapel…

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Un nuevo procedimiento

LOS MÉDICOS le habían diagnosticadodesde una hipertrofia renal hasta uncirro endurecido en plenosubconsciente. Sus peregrinaciones entrehomeópatas y naturalistas, herbolarios,cirujanos y psicoanalistas, habíanrecrudecido su esplín.

Por lo demás —ésta es ya unaconsideración de él—, iba a pie por el

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atajo de la vida, ruta espinosa ydesapacible, sin la esperanza de unparaje o de una fuente de sedantes aguascon qué restañar sus heridas.

Había buceado en las salobresaguas de la erudición; sus viajes, depasta a pasta en el Baedeker, lo teníanfamiliarizado en las cuotasacostumbradas por los más conocidoshoteles; con las gentes notables —aristócratas, artistas, aventureros— queconcurren a los más acreditados centrosde turismo… y con las piezas de valorartístico que guardan los salones detodos los museos. Sus conocimientossobre estética provenían de unfebricitante hojear de catálogos o dedesliar hora tras hora la música

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enrollada de su «discoteca».Coleccionaba autógrafos; era dueño deun ex libris; formaba parte de muchassociedades científicas cuyoscomplicados nombres se hacían patentesen sus tarjetas de visita; fumabacigarrillos egipcios.

A pesar de todos estos timbres, élse avergonzaba de su gris existencia.Cierto día rodó hasta su cerebro unaidea porfiada, persistente. Entoncesdescubrió dentro de sí al suicida: estabaagazapado en uno de los muchosrepliegues del subconsciente.

La carcoma de la obstinaciónempezó su obra. Una ocasión sintiódesmayar su espíritu y no pudo desoír lavoz del emboscado, que llegó a

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convencerlo de la necesidad de undivorcio entre el alma y el cuerpo.

Entonces no le quedó más que ir enbusca del medio más práctico.

Desde luego, desechaba losprocedimientos violentos; por eso tansólo apuntó, a fuer de sistemático, losmétodos más socorridos por susmúltiples antecesores:

El revólver,el desprendimiento,la intoxicación,el cercenamiento,la asfixia,la inanición,la inmersión,la estrangulación.

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Sus amigos lo veían cada vez másdemacrado.

La búsqueda de la manera se hacíaangustiosa: hizo un estudio a fondo de lavida de Virgilio para llegar acomprender las causas psicológicas quele llevaron hasta su sonado suicidio;hojeó la página roja de todos losdiarios; consultó el espeluznanterecetario de Soiza Reilly; pidió consejoa los atormentados: Zola, Huysmans,Andreiev…

Sus carnes se enralecían; las ojerasverduzcas estaban a punto de rasgarsepresionadas por los pómulos que seabrían paso hacia la superficie.

Una tarde amenazante, cuandohabían tascado el freno los bridones del

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viento y el cielo lanzaba escupitajossobre los pararrayos de la ciudad, susamigos lo vieron tranquilo, calmado,como si acabara de aplicarse suacostumbrada dosis de heroína. Unasonrisa flácida, ridícula, como la partemás intencionada de una máscara,colgaba de sus labios tremendamenteenrojecidos; en sus ojos había reflejosperegrinos y en la entonación de su vozse presumía el triunfo de la vida sobrela muerte.

Cuando las gotas gordastamborilearon sobre el parche de lostejados, él llegó a su casa.

Los truenos urdían la túnica delestrépito. La tempestad rodaba comopelota entre el sube y baja de las

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montañas de nubes, y el Z Z de losrelámpagos iluminaba la madurez de latarde.

El esplinático entró a su gabinetede estudio. Cerró puertas y ventanas. Sudesconfianza llegó hasta cubrir conpapeles engomados los ojos de lasllaves, las ranuras y los más pequeñosintersticios.

Puso la estancia a media luz yconectó el radio.

Echado sobre su más confortablechaise-longue, se obligó un gesto deaburrimiento; pero la dicha,traicionándolo, transformó la mueca enuna sonrisa abierta, franca, triunfadora.

El radio afloró su voz recóndita:«XMZ transmitiendo…».

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(Paréntesis de estática empapada.)«… Y ahora, amable auditorio…»(Ruidos ríspidos como carcajadas

satánicas.)… (Aquí los metales agudos de una

sinfonía desconocida.)…… «El mejor dentífrico»…«¡Qué cosa tan terrible es el mareo!

…»«Ladies and gentlemen»…(Las notas escalofriantes de la

Cabalgata de las Walkyrias.)… «Son nervios»…(El jipío que llenaba todo el

calderón de un cante jondo.)Más, más, un torrente incontenido e

incontenible de ruidos, melodíastrozadas, palabras, gritos.

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La pequeña estancia erainsuficiente para soportar el aluvión.

El suicida empezó a sentir unadulce pesadez sobre su cuerpo. A suspies se retorcía, como serpientedescabezada, un trozo del Allegro de la«Novena Sinfonía».

Una pasta de notas sobrenadaba enmedio del recinto y, como sedimentodespreciable, plomoso, los ruidos, laspalabras y las melodías corrientes seamontonaban en el piso. El fantasmaazul de un «Nocturno» de Chopingesticulaba en un rincón y un collar decorales bermejos pendía del perchero:era el fragmento de la despedazada«Serenata mexicana» de Manuel M.Ponce

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Ya casi no había lugar para elcuerpo semiyerto y el radio seguía suvómito endemoniado:

«This is the XMZ…».(Aquí la trenza de una Sonata de

Juan Brahms, un bolero de Agustín Laray una mazurca de Rimsky Korsakoff.)

«The next number will be…»«Mammy, oh dear mammy…»El ruido pesaba, su fuerza

expansiva apenas si era contenida porlos gruesos muros del recinto. Unlodazal de notas se revolvía entre laestática impregnada de agua detormenta. Él oía, sentía, palpaba,mascaba melodías, ruidos, palabras.

Una pared de rumores opacos seinterpuso entre él y la luz…

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Luego se desplomó pesadamentesobre el cuerpo del vencido.

El día era esplendoroso. Cuando lacasera del hombre esplinático abrió laestancia, un estallido rompió loscristales e hizo temblar la residenciahasta en sus bases. La alcoba quedóvacía de ruidos, apenas si un brevearroyito de murmullos suavísimosescurrió por el quicio durante algunashoras.

Dentro de la pieza, el ambientedenso y cargado de humedad recordabala atmósfera de la tarde pasada y en unbrazo de la lámpara se balanceaba elrugido solferino de un rayo.

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El cadáver apretaba entre susmanos un puñado de escarcha, rematedel «Viaje de invierno» de Franz PedroSchubert.

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Mateo el Evangelista

Aquíseredactanyescrivencartasconprimor.Ogtografía

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garantizada.

M.ROMERO[Cartelillosobre

lamesade unEvangelista

delportal

deSantoDomingo.]

Sus ojillos pardos, agazapados detrás de

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los párpados bolsudos, veían al clientecon mansedumbre indescriptible. Hastasu mesilla de escribano público llegabaa diario una procesión de hombres y demujeres cargados con sus bagajes depenas, de esperanzas, de recuerdos o dealegrías que, al desbordarse, eranrecogidos amorosamente por él, porMateo el Evangelista —el de los ojospardos, cercados por una escleróticaenrojecida y marchita— que congolpecillos sobre el teclado de la Oliveriba forjando, letra por letra, la relaciónapasionada, o bien la misiva con ideasempapadas de lágrimas que se untabanen la cara del papel recientementemaculado de una carta del hijo a lamadre —valiosa joya engastada en el

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corazón de la provincia, allá en elrinconcito de un poblacho «delinterior».

Todos los compañeros —«nuncacompetidores»— de Mateo elEvangelista, progresaban día con día.En sus máquinas flamantes se redactabandocumentos oficiales, recibos,instancias, solicitudes, alegatos detinterillos y picapleitos… Servicios porlos que cobraban sumas casiastronómicas, para la miopía delviejecito de los ojos pardos.

Mateo el Evangelista desairabaaquella prosperidad, fruto de la prosacurialesca; aborrecía la tozuda rutinaburocrática; detestaba el tortuosoprocedimiento de los «coyotes» y

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trampistas, porque para él, su misión enel portal de Santo Domingo era otra:recoger para sí lo peor de la parroquia;aquel residuo le bastaba para satisfacerla demanda de su espíritu amplio, tanto,que apenas le cabía entre las paredes desu tronco doblegado.

Además —no sólo de pan vive elhombre—, aquella modesta actividad ledaba para obtener otras compensacionesbien materiales, bien terrenas: loscigarrillos que se quemaban sobre lacarpeta de su mesa de mecanógrafo;alguna copa —¿por qué no?— solitariay silenciosa, tomada de prisa «sólo parahacer hambre», en la sórdida cantina deun barrio y, por la tarde, el «chocolate ala española», acompañado de algunos

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bizcochos y del desprecio oriental deldueño de Los paisajes de Cantón.

Todas las mañanas, Mateopreparaba el mecanismo del tinglado endonde debería actuar como transformistadel espíritu. La labor inicial le ofrecíaalgunas dificultades. A diferencia de losactores comunes, no contaba con unprograma previo, ni con la idea de cómoempezaría la cotidiana actuación; ciertoque confiaba en su inconteniblesensiblería, capaz de verterse ychapotear las pasiones de otros, hastasentirlas igual que si fueran propias.

De pronto veía frente a sí a laviejecita trémula, pusilánime, que loabordaba implorante:

—Quiero una carta para Hilario

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Guerra, mi hijo, que está en la Peni.Mateo echaba a andar la máquina,

repitiendo en voz alta las frases de rigoren toda carta que se precie de correcta:

«México, 12 de noviembre…Señor don…

—No es señor —interrumpía laanciana—, es niño o casi niño, apenastiene…

«Señor…», continuabaimperturbable la tarda mecanografía.

—Dígale usted que sufro más conlo que de él dicen los periódicos, quepor no abrazarlo… Que si lo sentenciana diez años, no lo volveré a ver, porqueyo no sé ir solita hasta la Peni…

Y el tic tac seguía, seguíaimplacable. Las manos del Evangelista

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devanaban las frases tiernas, laspalabras de alivio, hasta llegar a unremanso de reconvenciones y allaberinto de quejas de la madretraspasada por los siete puñales delpesar. Terminada la carta, la leía en vozalta con entonaciones y modulacionesque iban bajando poco a poco de tono,traicionándose, cuando su voz hechaañicos se confundía con los sollozos quebrotaban de la garganta atenaceada de lavieja.

La ternura lo poseía durante variashoras.

O bien el joven empalidecido porla anemia y el cansancio, que dejabacaer sobre el banco aledaño a la mesillade Mateo toda la vergüenza de sus

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guiñapos:«Querido padre: Imploro tu perdón

y el de la madrecita; quiero volver austedes…».

El papel de hijo pródigo afligíamás que ninguno al Evangelista:suspiraba hondo, detenía la marcha de lamáquina después de cada palabra; aveces sacaba su paliacate para recogerel sudor que corría en arroyitos por eldeclive de su frente huida. El caso delos hijos ingratos le hacía vibrar unafibra bien escondida.

Las cartas amorosas salían de susmanos con fluidez: «Señorita, desde elprimer momento…», o, de otra manera:«Caballero, su carta me ha sorprendidogratamente…».

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En novio, o novia, no había grandificultad para metamorfosearse: la cosaera mecánica, bastaba dejar al corazón,no envejecido aún, que guiara losbrincos de la mano sobre el teclado.

Una vez, enfurecido, echó por losaires a su amada compañera, a suentrañable «Oliver». Era el resultado deaquella carta dirigida a una perjura…¡La máquina de escribir tiene mucho defemenino, señor mío!

Otra vez, se abofeteó levantándoseun verdugón en sus mejillas… ¡Claro,era el exacto reflejo de la ira de unpadre, que echaba en cara a su hijo lacrueldad de su abandono!

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Aquella tarde en que la tranquilidadhabía muerto a media calle, apuñaladapor el trajín que huía entre las avenidas;cuando las palomas de las torres deltemplo volaban huidizas, dejando tras síun rayón sobre el azul del cielo, Mateoel Evangelista, aislado del bulliciosoambiente, vivía su propia vida;caracterizaba entonces a Mateo, alpobre escribano simple ysentimentalero. ¡Qué de soledad; qué deanhelos estrangulados; de ilusionessumergidas en una charca de años!Recuerdos desencuadernados, vejez,andrajos…

Su alma magullada por el choquecontra mil aflicciones ajenas, herida deretache por la saeta del dolor de los

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otros; hecha para llorar el infortunio delos más y para reír con la alegría de losmenos, se hallaba tan oprimida como elresorte de un muñeco mecánico que tansólo espera un toque sobre su botóndinámico para dispararse a saltos ycabriolas hilarantes. Aquella almaultrasensible se encontraba entoncesdispuesta a servir de molde de cuantosllegaran a vaciar en ella pequeñas cuitaso gigantes tragedias; era sensiblenegativo de cámara oscura, preparadopara recoger sobre la superficie la máspequeña partícula de luz que se leproyectase. Vivía para todos, pero algarete en la mar gruesa.

Había llorado en silencio,escondiendo cobardemente la cara entre

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sus manos. Su pena era entonces vulgar,casi vergonzosa: la clientela enrarecía,se iba presa de las garras buidas de unmonstruo invisible, que se hacíapresente en los alaridos de los claxonsde los automóviles; en las notasesquizofrénicas del swing; en la estelacorrompida de la gasolina quemada; traslos andares descocados de las hembras,enredadas en la maraña de laspreocupaciones de los hombres: Allí,babeando entre las fauces de la bestia,iba todo un pasado en dolorosa agonía,que se reflejaba borrosamente en elfondo de las viejas pupilas de Mateo elEvangelista.

Llegó entonces hasta su mesa unindividuo sombrío e impresionante. La

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tragedia se columpiaba en sus pestañascomo púas y había en todo su porte unaire macabro. Antes de hablar, susdedos tamborilearon sobre la suciacarpeta. Luego, casi en secreto, dictóunas palabras.

La «Oliver» crujió dolorosamentey los tipos metálicos llovieron sobre lahoja hasta plasmar la frase incolora detan gastada:

«No se culpe a nadie de mimuerte».

Por la espalda de Mateo corrió uncalosfrío; pero sus dedos siguierontundiendo nerviosa y cruelmente lasteclas. Era que el alma transparente delescribano había recibido el lívidoreflejo de la amargura infinita y del

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dolor irremediable…

Al otro día, los compañeros —«nuncacompetidores»— de Mateo elEvangelista, determinaron emplear enprovecho colectivo los instrumentos detrabajo abandonados; pero notaron quela «Oliver» no funcionaba. Se le envióentonces al taller de reparaciones y deallí regresó con la indicación de que «sucompostura total resultaríaincosteable…». ¡Era tan inútil lapobrecilla como una viudaarteriosclerótica!

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¿Dónde está el burro?

DE CUANDO en vez, el hombre de cienciaarrancaba una fumarola al «Lucky» quese pegaba en sus labios distendidos porun gesto esplinático. La cinta de lacarretera pasaba bajo los neumáticosdilatados por la presión del airecaliente.

El paisaje fundía sus colores en unfantástico disco de Newton, a cuyo giro

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se montaba el verde de una sementerasobre el lomo azul del lomerío, y lasnubes, que allá lejos pendían sobre lamancha reseda del bosque, giraban entorno de su centro geométrico: aqueldiminuto juguete mecánico, grantragador de kilómetros; escarabajo depesadilla que ronroneaba en lasuperficie del camino: un rasguño en lafaz de la montaña.

El sabio se recostaba sobre elmullido asiento del sedán. Su discípulohablaba quedamente, con voz monótona,como tratando de ayudar al insomnemaestro en la dura tarea de pescar lapunta a una siestecilla reparadora.

Decía el discípulo mil cosas, todas,naturalmente, relativas a la actividad

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que generaba la acción asociada: «Laciencia al servicio de la colectividad».«La energía encauzada hacia elmejoramiento de todo un puebloagonizante de hambre y de sed; presa delmonstruo de la epidemia; acogotado porel reptil de la ignorancia.» Luego, elataque implacable a la ciencia por laciencia, «charca pestilente en la quehabían naufragado más de cien colegas»,para caer en el último punto queseñalaba el itinerario del apostolado:aquel congreso de indígenas pames, delcual retornaban precipitadamente,urgidos por imprescindiblesocupaciones en la gran ciudad.

—Rápido, Juan, son las tres…faltan sólo dos horas para que dé

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principio el five o’clock tea, quepreparan en mi honor las damas de laSociedad de Amigas del Indio —ordenócon energía el maestro.

Pero el discípulo seguía abriendopaso a su terquedad, entre losintrincados velos de enfado quearropaban al espíritu del sabio afamado.

«El espectáculo que ofrecían ayerlos congresistas era estupendo. Mildolicocéfalos…»

El maestro, al escuchar el últimovocablo, no pudo contener un bruscomovimiento, que cortó de cuajo laperoración iniciada; volvió su carahacia el discípulo, clavó en él unamirada fulminante y gruñó:

—Los pames son braquicéfalos —

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luego volvió a echarse sobre losblandos cojines, arrancó otra fumada al«Lucky» y desparramó su vista sobre laenorme extensión de la cañada que lessalió al paso. El discípulo se permitióargumentar:

—Sin embargo, hay autoridades:Lumholtz, Boas, McGee, Powers, queaseguran…

—Los pames son braquicéfalos —atajó bruscamente el mentor.

La carrera loca seguía; otrovehículo pasó dejando tras sí una estelade humo atosigante.

El discípulo trató de parcharaquella armonía destrozada tantorpemente; entonces se echó todo debruces sobre la adulación.

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—Este país espera su salvación,maestro, de hombres como usted.Graves en verdad son sus problemasdemográficos, económicos,antropológicos… Por fortuna, loscientíficamente capacitados se aprestanya a dar la batalla para la redención desus gentes; entendiendo sabiamente queel remedio de los males no está enproyectar y aprobar bonitas leyes sobreel cómodo sitial de una curul; tampocoen escribir brillantes tiradas en lospupitres de los altos burócratas, ni enlos laboratorios de los mercachifles dela ciencia. La solución se obtiene tras elplanteo del problema en el propioterreno de los hechos, tajando en carneviva, aunque para ello medien desvelos,

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ayunos e incomodidades. Hay que ir enpos del desgraciado, al encuentro de lavíctima de este imperfecto estado decosas. Así, como ahora lo hacemos, sepodrá decir algún día con autoridad delas vidas mutiladas, de los doloresahogados; de las inquietudes espiritualesque devienen en complejos…

El sabio no pudo resistir la lisonja.En su rostro, poco antes verde por lamurria, brillaron otras coloraciones: unarco iris después de la tormenta. Suslabios se plegaron merced a un mandatoperfectamente determinado; la miradaperdió fiereza y habló:

—En efecto, valen todos lossacrificios por pequeños que sean,cuando se ponen al servicio de estos

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miserables incomprendidos.—Su amor por los indios es ya

proverbial, maestro… De eso se hablaen todo México y aun en el extranjero —cortó el discípulo, cuya voz quebradapor la emoción imploró del sabio algode su benevolencia.

El maestro la otorgó sin excederse,envuelta en una seca y recogida sonrisa,cuando invitaba al chofer a acelerar lavelocidad del auto:

—El tiempo camina más rápidoque tú, y no es propio que las damas dela Sociedad de Amigas del Indio meesperen más de la cuenta.

Al lado derecho del camino, unpueblecillo de aborígenes se agazapómedroso.

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Los agaves y los cactusemprendieron diabólico marathón. Unavaca se apartó del camino tirando coces.

De pronto, el auto tuvo unsacudimiento que sacó de sus sitios a losocupantes; los frenos chirriaronmacabramente y las llantas resbalaronsobre la cara tersa de la carretera.

Los hombres, sin hablarse, echaronpie a tierra; diez metros atrás quedabainmóvil el cuerpo de un indio y muycerca de él, despanzurrado, el burro, sucompañero eterno. La sangre se fundíaen un cuajaron simbólico.

El chofer corrió en socorro delagonizante. Discípulo y maestromirábanse confundidos, mientras conpasos irresolutos se acercaban al herido.

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Cuando el chofer puso sobre suspiernas la cabeza del lesionado, en losojos del discípulo relampagueó lachispa del triunfo:

—Perdone, maestro —dijocomedida, pero victoriosamente—, lospames son dolicocéfalos, vea usted elcráneo alargado, tal como lo describenalgunas autoridades: Lumholtz, Boas,Powers, quienes aseguran…

El apóstol, sin prestar atención alas observaciones del porfiado, ordenóal chofer:

—Arrástralo hasta la cuneta; en elpróximo poblado daremos cuenta de loocurrido a las autoridades para quevengan a levantarlo… ¡Estos bobos!…En fin, vámonos; no es correcto hacer

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esperar tanto tiempo a mis anfitrionas…Por lo demás, querido discípulo, lospames son braquicéfalos; a éste se le vela cabeza alargada porque el golpe se laha deformado. Mi doctrinaantropológica queda en pie.

El «Lucky» humeó esta vez más delo acostumbrado.

En el fondo de la cuneta corrió unhilillo de voz:

—¡Mi burro, jefecitos!… ¡Ái se losencargo…!

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El carro caja

A LA máquina seguían diez furgones convíveres, y más atrás, cuatro o seiscarros-jaula cargados con resesagonizantes de sed y de fastidio. Lasjaulas, a su vez, arrastraban otros doscarros de carga que se iban llenando degente en cada parada que hacía el tren.

Gente era aquella que huía, másque de la guerra civil que llenaba de

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osamentas el terronerío de la campiña,de la miseria aparejada al anormalestado de cosas. Dentro de los carros,los pasajeros viajaban apretujados.Todos eran del campo y abandonabanlas sementeras llenas de grama y losestablos vacíos.

Muchos se habían dejado arrastrarsin saber hasta dónde. Ya sobre lamarcha, proyectaban un programaincongruente o acariciaban egoístamentealguna probabilidad amable.

Las mujeres echadas sobre el pisodel furgón, con las piernas dobladas eninverosímil postura, antojábanse cluecasempollando.

Los hombres hablaban quedamente,comentando los graves sucesos:

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—¡Mal aiga la bola! A mí mellevaron el caballo ensillado y el 30-30…

—Sí, el caballo ensillado y el 30-30 que tú «avanzaste» en la pasada…

—Peor le fue a Tomás Andrade…Los de Gallegos cargaron con su novia ya la hermana la pusieron «en varasdulces».

O conversaban en torno de lastrivialidades del paisaje:

—Pobres gentes, se les helaron susmilpas. De esta labor no van a levantarni el rastrojo.

—¡Mira aquella manada de cabras,ya vuelan de flacas!… Como que el fríode or’un año acabó hasta con loshuizaches.

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Adentro, sentado en uno de losmejores sitios del carro, un fraile rezabaen voz alta, pasando una por una lascuentas del rosario entre las yemas desus dedos acalambrados. Algunasmujeres contestaban las plegarias.

Al fondo del furgón un viejoranchero se quejaba horriblemente,retorciendo sus dolores sobre un montónde paja de trigo que le servía de lecho.

Una muchacha, amarillenta ypecosa, trataba de alentarlo con tímidasfrases:

—Ya, papá, cálmese por vidasuya… Dios quiera que di’una vezlléguemos a México. Allí el doctor lequitará ese dolor de costado.

«Dolor de costado» llamaba la

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afligida a una pulmonía fulminante.El viejo tosía y tosía, hasta echar

por la boca espumarajos. Algunasmujeres se acercaban al enfermo ysentíanse obligadas a opinar respecto almal:

—¡Vómito negro!… Para eso lascataplasmas de linaza son lindas.

—Tenga, niña, masque este cigarroy póngale unos chiquiadores, así se leamacizan las sienes y no le revienta lacabeza.

—Agarró aire anoche que veníanustedes en el techo del carro; arropen alviejo para que trasude el daño.

—Si hubiera agua caliente, ledaríamos unos baños de pies…

—En la próxima estación hay que

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comprarle un par de blanquillos parasustanciarlo.

La muchacha pecosa se tapaba losoídos y encajaba la cabeza entre lasrodillas. El enfermo veía con ojos bobosa los que lo rodeaban. Sus carrillosapergaminados temblaban levemente.

Los hombres, recargados contra lasparedes del furgón, seguían con sucharla angustiosa, mientras todo elrecinto se llenaba de humo picante,desprendido de los cigarrillos de hoja.

La tarde, allá afuera, se iba entrelos festones escarlata de un celaje demaravilla.

A poco, cuando el trenecillo habíadevorado más tiempo que espacio, lanoche cayó sobre los campos,

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súbitamente, como el zarpazo de unleopardo. Dentro del carro, los gemidosde los niños friolentos daban la notaaguda a la algarabía. A un lado delcamino pasaron algunas lucecitasparpadeantes.

—¿Qué pueblo será éste?Luego el tren se detuvo poco a

poco entre resoplidos y rezongos.Abajo, en el andén, se escuchaba unrumor como el del agua que hierve.

Un charro gigantesco brincóprimero que nadie por la puertatransversal del carro caja; lo siguió unamujer regordeta que cargaba con su hijoa la espalda. En las manos llevaba ungran canasto y la jaula donde seencerraba un loro amodorrado. Tras de

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ellos la avalancha de rancheros, quetrepaban atropelladamente, sinimportarles poco ni mucho pisotear a losniños y a las mujeres que dormitaban enel piso del carro:

—Por aquí, compadre… Unlugarcito, mi’alma.

—Pero si ya no caben, cristianos…—¡Hemos de caber en el infierno!

…—Psst, cállate, no te vaya a oír el

padrecito…—No sueltes de la mano a los

muchachos, chata…—Ya me robaron el morral,

Pánfilo…—Daca la pata, lorito rey…Pronto el carro se vio a reventar.

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Las gentes de pie se apelotonaban, lascabezas se golpeaban unas contra otras.El ambiente olía a sudor agrio y apañales de niño.

El conductor pugnaba por «checar»los pasajes. Gritaba iracundo ymaltrataba duramente a los torpesviajeros, que por temor de perder losboletos, habíanlos escondido en elúltimo rincón de sus vestidos. Losímpetus del empleado se estrellaron anteuna mujer de «esas de la paseada», quemirándolo tiernamente desde losbalcones de un par de ojeras pintadascon humo de ocote, puso entre él y elcumplimiento del deber la barrera de susonrisa.

Cuando el tren arrancó, tras de un

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tirón brutal, a muchos se les doblaronlas piernas y dieron al suelo entrelamentos, maldiciones y carcajadas.

—Con estas zarandeadas prontonos vamos a ir acomodando —dijofilosóficamente una voz en la oscuridad.

—Va gente hasta en el techo y entrelas chumaceras del carro.

—¿De dónde son?—Semos de aquí nomás, del plan

de Cuauhtitlán, amo. Nos echan enrealada… Ustedes han de dispensar.Vamos a México.

—¿Y ya está cerca?—¡Humm, todavía le cuelga!…De pronto se escuchó un grito

penetrante y angustioso:—¡Mira, Apolonio, este viejo

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abusivo me está pellizcando!El conductor y la hembra de las

ojeras habían entrado en confianza. Delremoque equívoco pasaban a losademanes y a las bromas encendidas.Las rancheras sentadas cerca de ellos setapaban la cara con el rebozo y hacíanno escuchar las sandeces. Los hombresreían llenos de malicia y se veían unos aotros, pero sin intervenir en la charla.

Una botella de tequila pasó demano en mano. La alegría subió hasta elgrado de la canción desentonada yprocaz, cuando sin saber de dónde brotóuna «sétima» que la mujer de truenoempezó a pulsar con graciainsospechada.

La lámpara de petróleo del

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conductor colgaba de un aldabón,balanceada reciamente al impulso deltranco que había tomado del convoy.

Entre canción y canción se oían losquejidos del enfermo y las plegarias delcura, alternando con los gritos llorososde los niños o con algún lamento o talcarcajada, que retorcía sus convulsionesde víbora herida en el ambiente negro ycorrompido.

Dos o tres horas más, un paróninesperado vino a sacar de suabstracción a la multitud somnolienta.

—¿México o los cristeros? —preguntó la voz vinosa del conductor.

—Es Tacuba —respondióse a símismo tras de asomar la cabeza por unade las puertas. Saltó al andén y habló

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largamente con el despachador.Sin trepar de nuevo al carro, gritó a

los pasajeros:—Hasta aquí fue cuartilla. Todo el

mundo abajo, porque de orden superiorningún tren puede entrar en Colonia.

El pasaje, sumiso rebaño, empezó aremoverse y a abandonar lentamente elcarro. Nadie protestó, porque de «santosse daban que el empujón hubiera sidotan largo».

Las fauces de la metrópoliatraparon con ansiosa tarascada a todoaquel enjambre atolondrado.

Dentro del furgón, sólo quedó labasura; la peste anidada en los rincones;la mujer de trueno boca arriba en mediode la puerta, apretando entre la recia

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entrepierna una botella a medio llenar ygruñendo horribles retobos.

La muchacha pecosa, de rodillasjunto al montón de paja, ayudaba «a bienmorir» al viejo, cuyo estertor semezclaba con la plegaria prendida a loslabios de su hija:

«Sal, alma cristiana, de este cuerpopecador…».

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Los dolientes

TENDIDO, sobre una cruz de cal vivapintada en el suelo apisonado del jacal,el difunto gesticulaba a la luz de cuatrovelas de sebo.

Parecía irracional que por aquellaherida tan chica —apenas si alcanzabael vuelo de un garbanzo— se hubieraescapado toda una vida.

Sin embargo, allí estaba, en plena

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frente, vomitando un líquido café que seiba encharcando en el piso húmedo de lacasucha, mientras la rigidez se adueñabade todo el cuerpo, como signo evidentedel pago de una cuenta inaplazable,hecho al contado y sin regateos.

Los pies amarillentos, sujetos uno aotro por un cordel de ixtle, eran el puntode una interrogación recién abierta.

Afuera, los hombres embozados ensus sarapes hablaban quedo, temiendodespertar al eternamente dormido.

Las sombras de las mujeres seperdían en la penumbra del últimorincón. Una de ellas se ponía en pieconstantemente para atizar la lumbre delfogón en donde hervía el café, dentro dela barriguda olla de barro.

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La luna, amarillenta de tan tierna,se prendía en las espinas del cactus máselevado.

En el fondo del barrancón aullabaun perro «alzado».

De pronto iniciaron las mujeres laenésima plegaria. El rumor de sus vocescalosfrió a los hombres.

La amanecida se venía encima,anunciándose en el parloteo de losjilgueros.

Un niño despertó aterrorizado. Porsus ojillos redondos pasó todo el cortejode la tragedia.

El gallo anunció oficialmente la llegadadel alba.

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La oración de las mujeres quedósuspendida del garfio de la angustia, ylos hombres, píamente, echaron elcuerpo del prójimo dentro del féretro demadera de encino, aún fresca ytrasudante.

Del casquete rajado de un cántarose levantó, azul, la humareda del copal.

El niño gimoteó en medio del trajíny de los agudos plañidos.

Una oriflama dorada desgarró susflecos en las aristas del picacho.

Hacía mucho frío, cuando el ataúdse encaramó sobre seis fortachoneshombros.

Cierto que la disposición municipal,

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más que absurda, era inhumana; perotanto habían insistido en su revocación,que ahora la obedecían dócilmente, sinprotestas, como cuando se ejercita unacostumbre o se satisface un vicio: parafines fiscales, había que llevar a enterrara los muertos al cementerio de lacabecera del municipio… «eso estabaordenado y eso debería cumplirse al piede la letra». Tal era la consignaheredada de padres a hijos.

Y aquel amanecer, los hombresvolvieron por la vereda, ya muy andada.

Abría el cortejo el ataúd, cargadopor media docena de jóvenes recioscomo erales. Seguíales todo el pueblorezongando letanías. Atrás, losmuchachos quemaban cohetes y, más

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atrás, algunas viejas lanzaban vivosalaridos. ¡Todo el ruidoso pesar de loscampesinos!

De cuando en cuando, loscargadores se turnaban y volvían aconfundirse entre el apretado grupo dedolientes.

Había que vadear ríos, saltarbarrancas. A veces el féretro sebamboleaba pendiente de una delgadacuerda, en medio de los hocicos abiertosdel abismo.

Seguían por estrechos atajos,caminos de venados, cuyos riscosdesprendidos volaban sobre elprecipicio.

Aquella vez se hizo un descanso ala sombra del robledal, en plena

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cumbre.Entonces los dolientes conjeturaron

en torno de la tragedia:«El compadre era de condición;

para haber perdido fue menester lamadrugada…».

«Tan bueno y tan macho…»«Lástima de hombre, no merecía

ese fin…»«Dios le dé un lugar bien cerquita

de Él…»Y la marcha seguía, dejando tras sí

un rastro de aflicción. Los piesdescalzos de las mujeres se cogían comogarras del pedrerío suelto, cuando lacaravana iba cuesta arriba.

Adelante, el balanceo del féretroera eterna negación.

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Quedó atrás la montaña. Vino el vallereseco y polvoriento.

El peso de un sol de canículadoblegaba a los hercúleos. En susgargantas la sed clavaba sus garras.

Pero el pueblo ya estaba cerca; sucaserío blanqueaba a simple vista.

El último turno echó a sus espaldasel macabro fardo. La jornada tocaba a sufin.

A la entrada del poblacho, la pulqueríales salió al paso.

Sobre la desportillada banqueta,fue depositado el ataúd y los hombres sedieron a calmar la sed en enormestinajas. Siguieron las mujeres y los

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niños… y los hombres doblaron laración. Se empezó a beber en silencio,como cumpliendo una parte del ritualdel duelo. A poco, uno dejó escapar unalarido incontenible. Vinieron la charla,las bromas, la risa sofocada, la cancióncortada por el hipo alcohólico, la riñapasajera… el olvido.

Los hombres, recargados contra elmostrador, hablaban mil necedades y lasmujeres se apretujaban unas con otras,como un rebaño bronco.

La tarde se encogió, se hizochiquita hasta pasar inadvertida.

El consumo importaba algunasdocenas de pesos. Se hizo una colectaentre los ebrios. Apenas juntaronalgunos cobres sudados y hediondos.

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Cuando el ventero exigió a gritos elinmediato pago, la solución llegó fácil,espontáneamente, como llovida delcielo.

Allí estaba el difuntito: él, tanbueno y tan macho en vida, no se negaríaa prestar el último servicio a suspaisanos. Se quedaba en prenda,empeñado, mientras tío Anacleto iba yregresaba del rancho, arreando elmantecoso cochino que tenía prometidoen venta a don Roque Mijares, el de la«tienda grande».

Ante solución tan satisfactoria,muchas parejas se perdieron entre lascallejuelas, buscando más lóbregosrincones.

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Junto al féretro, sólo quedó unasombra… hecha ovillo de sollozos.

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El diosero

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La tona

CRISANTA descendía por la vereda queculebreaba entre los peñascos de laloma clavada entre la aldehuela y el río,de aquel río bronco al que tributaban lostorrentes que, abriéndose paso entrejarales y yerbajos, se precipitabanarrastrando tras sí costras de roblehurtadas al monte. Tendido en lahondonada, Tapijulapa, el pueblo de

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indios pastores. Las torrecillas de lacapilla, patinadas de fervores y lamosasde años, perforaban la nube aprisionadaentre los brazos de la cruz de hierro.

Crisanta, india joven, casi niña,bajaba por el sendero; el aire de lamedia tarde calosfriaba su cuerpoencorvado al peso de un tercio de leña;la cabeza gacha y sobre la frente unmanojo de cabellos empapados desudor. Sus pies —garras a ratos,pezuñas por momentos— resbalabansobre las lajas, se hundían en loslíquenes o se asentaban comoextremidades de plantígrado en lasplanadas del senderillo… Los muslos dela hembra, negros y macizos, asomabanpor entre los harapos de la enagua de

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algodón, que alzaba por delante hastaarriba de las rodillas, porque el vientreestaba urgido de preñez… La marcha sehacía más penosa a cada paso; lamuchacha deteníase por instantes atomar alientos; mas luego, sin levantar lacara, reanudaba el camino con ímpetusde bestia que embistiera al fantasma delaire.

Pero hubo un momento en que laspiernas se negaron al impulso,vacilaron. Crisanta alzó por primera vezla cabeza e hizo vagar sus ojos en laextensión. En el rostro de la mujercitazoque cayó un velo de angustia; suslabios temblaron y las aletas de su narizlatieron, tal si olfatearan. Con pasosinseguros la india buscó las riberas;

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diríase llevada entonces por un instinto,mejor que impulsada por unpensamiento. El río estaba cerca, a nomás de veinte pasos de la vereda.Cuando estuvo en las márgenes, desatóel «mecapal» anudado a su frente y conapremios depositó en el suelo el fardode leña; luego, como lo hacen todas laszoques, todas:

la abuela,la madre,la hermana,la amiga,la enemiga,

remangó hasta arriba de la cintura sufaldita andrajosa, para sentarse en

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cuclillas, con las piernas abiertas y lasmanos crispadas sobre las rodillasamoratadas y ásperas. Entonces seesforzó al lancetazo del dolor. Respiróprofunda, irregularmente, tal si todas lasdolencias hubiéransele anidado en lagarganta. Después hizo de sus manos, deaquellas manos duras, agrietadas yrugosas de fatigas, utensilios deconsuelo, cuando las pasó por elexcesivo vientre ahora convulso yacalambrado. Los ojos escurríanlágrimas que brotaban de lasescleróticas congestionadas. Pero todoesfuerzo fue vano. Llevó después susdedos, únicos instrumentos de alivio,hasta la entrepierna ardorosa, tumefactay de ahí los separó por inútiles… Luego

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los encajó en la tierra con fiereza y asílos mantuvo, pujando rabia ydesesperación… De pronto la sed sehizo otra tortura… y allá fue,arrastrándose como coyota, hasta llegaral río: tendióse sobre la arena, intentóbeber, pero la náusea se opuso cuantasveces quiso pasar un trago; entoncesmugió su desesperación y rodó en laarena entre convulsiones. Así la hallóSimón, su marido.

Cuando el mozo llegó hasta suCrisanta, ella lo recibió con palabrasduras en lengua zoque; pero Simón sehabía hecho sordo. Con delicadeza lalevantó en brazos para conducirla a suchoza, aquel jacal pajizo, incrustado enla falda de la loma. El hombrecito

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depositó en el petate la carga trémula dedos vidas y fue en busca de Altagracia,la comadrona vieja que moría de hambreen aquel pueblo en donde las mujeres selas arreglaban solas, a orillas del río,sin más ayuda que sus manos, suesfuerzo y sus gemidos.

Altagracia vino al jacal seguida deSimón. La vieja encendió un manojo deocote que dejó arder sobre una olla; enseguida, con ademanes complicados yposturas misteriosas, se arrodilló sobrela tierra apisonada, rezó un credo alrevés, empezando por el «amén» paraconcluir en el «… padre, Dios en creo»;fórmula, según ella, «linda» para sacarde apuros a la más comprometida.Después siguió practicando algunos

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tocamientos sobre la barriga deforme.—No te apures, Simón, luego la

arreglamos. Esto pasa siempre con lasprimerizas… ¡Hum, las veces que me hatocado batallar con ellas…! —dijo.

—Obre Dios —contestó elmuchacho mientras echaba a la fogatauna raja resinosa.

—¿Hace mucho que te empezaronlos dolores, hija?

Y Crisanta tuvo por respuesta sóloun rezongo.

—Vamos a ver, muchacha —siguióAltagracia—: dobla tus piernas… Así,flojas. Resuella hondo, puja, puja fuertecada vez que te venga el dolor… Másfuerte, más… ¡Grita, hija…!

Crisanta hizo cuanto se le dijo y

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más; sus piernas fueron hilachos, rugióhasta enronquecer y sangró sus puños amordidas.

—Vamos, ayúdame muchachita —suplicó la vieja en los momentos en quepasaba rudamente sus manos sobre labarriga relajada, pero terca en conservarla carga…

Y los dedazos de uñas corvas ynegras echaban toda su habilidad, todasu experiencia, todas sus mañas en losfrotamientos que empezaban en lasmamas rotundas, para acabar en lapelvis abultada y lampiña.

Simón, entre tanto, habíaseacurrucado en un rincón de la choza;entre sus piernas un trozo de maderadestinado a ser cabo de azadón. El

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chirrido de la lima que aguzaba unextremo del mango distraía elenervamiento, robaba un poco laansiedad del muchacho.

—Anda, madrecita, grita por vidatuya… Puja, encorajínate… Dimechiches de perra; pero date prisa…Pare, haragana. Pare hembra o macho,pero pronto… ¡Cristo de Esquipulas!

La joven no hacía esfuerzo ya; eldolor se había apuntado un triunfo.

Simón trataba ahora de insertar agolpes el mango dentro del arillo delazadón; de su boca entreabierta salíansonidos roncos.

Altagracia sudorosa y desgreñada,con las manos tiesas abiertas enabanico, se volvió hacia el muchacho,

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quien había logrado, por fin, introducirel astil en la argolla de la azada; eltrabajo había alejado un poco a supensamiento del sitio en que seescenificaba el drama.

—Todo es de balde, Simón, vienede nalgas —dijo la vieja a gritos,mientras se limpiaba la frente con eldorso de su diestra.

Y Simón, como si volviese delsueño, como si hubiese sido sustraídopor las destempladas palabras de unaregión luminosa y apacible:

—¿De nalgas? Bueno… ¿y’horaqué?

La vieja no contestó; su vistavagaba por el techo del jacal.

—De ahí —dijo de pronto—, de

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ahí, de la viga madre cuelga la coyundapara hacer con ella el columpio… Peropronto, muévete —ordenó Altagracia.

—No, eso no —gimió él.—Anda, vamos a hacer la última

lucha… Cuelga la coyunda y ayúdame aamarrar a la muchacha por los sobacos.

Simón trepó sin chistar por losamarres de los muros pajizos e hizopasar la cinta de jarcia sobre el morillohorizontal que sostenía la techumbre.

—Jala fuerte… fuerte, con ganas.¡Hum, no pareces hombre…! Jala,demonio.

A poco Crisanta era un títere quepateaba y se retorcía pendiente de lacoyunda.

Altagracia empujó al cuerpo de la

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muchacha… Ahora más que pelele, erauna péndola de tragedia, un pezón dedelirio…

Pero Crisanta ya no hacía nada porella, había caído en un desmayoconvulsivo.

—Corre, Simón —dijo Altagraciacon acento alarmado—, ve a la tienda ycompra un peso de chile seco; hay queponerlo en las brasas para que el humola haga toser. Ella ya no puede, se estápasando… Mientras tú vas y vienes, yosigo mi lucha con la ayuda de Dios y deMaría Santísima… Le voy a trincar lacintura con mi rebozo, a ver si asísale… ¡Corre por vida tuya!

Simón ya no escuchó las últimaspalabras de la vieja; había salido en

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carrera para cumplir el encargo.En el camino tropezó con Trinidad

Pérez, su amigo el peón de la carreterainconclusa que pasaba a corta distanciade Tapijulapa.

—Aguárdate, hombre, saludasiquiera —gritó Trinidad Pérez.

—Aquélla está pariendo desdeantes de que el sol se metiera y es horaque todavía no puede —informó el otrosin detenerse.

Trinidad Pérez se emparejó conSimón, los dos corrían.

—Le está ayudando doñaAltagracia… Por luchas no ha quedado.

—¿Quieres un consejo, Simón?—Viene…—Vete al campamento de los

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ingenieros de la carretera. Allí está undoctor que es muy buena gente, llámalo.

—¿Y con qué le pago?—Si le dices lo pobres que somos,

él entenderá… Anda, déjate deAltagracia.

Simón ya no reflexionó más y enlugar de torcer hacia la tienda, tomó porel atajo que más pronto lo llevaría alcampamento. La luna, muy alta, decíaque la media noche estaba cercana.

Frente al médico, un viejo amable ybromista, Simón el indio zoque no tuvonecesidad de hablar mucho y, por ello,tampoco poner en evidencia su malespañol.

—¿Por qué se les ocurrirá a lasmujeres hacer sus gracias precisamente

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a estas horas? —se preguntó el doctor así mismo, mientras un bostezo ahogabasus últimas palabras… Mas luego dedesperezarse, añadió de buen talante—:¿Por qué se nos ocurre a algunoshombres ser médicos? Iré, muchacho, iréluego, no faltaba más… ¿Está bueno elcamino hasta tu pueblo?

—Bueno, parejito, como la palmade la mano…

El médico guardó en su maletínalgunos instrumentos niquelados, unajeringa hipodérmica y un gran paquetede algodón; se caló su viejo «panamá»,echó «a pico de botella» un buen tragode mezcal, aseguró sus ligas de ciclistasobre las «valencianas» del pantalón dedril y montó en su bicicleta, mientras

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escuchaba a Simón que decía:—Entrando por la zurda, es la

casita más repegada a la loma.Cuando Simón llegó a su choza, lo

recibió un vagido largo y agudo, que seconfundió entre el cacareo de lasgallinas y los gruñidos de Mit-Chueg, elperro amarillo y fiel.

Simón sacó de la copa de susombrero un gran pañuelo de yerbas;con él se enjugó el sudor que le corríapor las sienes; luego respiró profundo,mientras empujaba tímidamente lapuertecilla de la choza.

Crisanta, cubierta con un sarapedesteñido, yacía sosegada. Altagraciaretiraba ahora de la lumbre una grantinaja con agua caliente, y el médico,

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con la camisa remangada, desmontaba laaguja de la jeringa hipodérmica.

—Hicimos un machito —dijo convoz débil y en la aglutinante lenguazoque Crisanta cuando miró a su marido.Entonces la boca de ella se iluminó conel brillo de dos hileras de dientes comogranitos de elote.

—¿Macho? —preguntó Simónorgulloso—. Ya lo decía yo…

Tras de pescar el mentón deCrisanta entre sus dedos toscos einhábiles para la caricia, fue a mirar asu hijo, a quien se disponían a bañar eldoctor y Altagracia. El nuevo padre,rudo como un peñasco, vio por instantesaquel trozo de canela que se debatía ychillaba.

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—Es bonito —dijo—: se parece aaquélla en lo trompudo —y señaló conla barbilla a Crisanta. Luego, con undedo tieso y torpe, ensayó una caricia enel carrillo del recién nacido.

—Gracias, doctorcito… Me hahecho usté el hombre más contento deTapijulapa.

Y sin agregar más, el indio fuehasta el fogón de tres piedras que sealzaba en medio del jacal. Ahí se habíaamontonado gran cantidad de ceniza. Enun bolso y a puñados, recogió Simón losresiduos.

El médico lo seguía con la vista,intrigado. El muchacho, sin darimportancia a la curiosidad quedespertaba, echóse sobre los hombros el

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costalillo y así salió del jacal.—¿Qué hace ése? —inquirió el

doctor.Entonces Altagracia habló

dificultosamente en español:—Regará Simón la ceniza

alrededor de la casa… Cuandoamanezca saldrá de nuevo. El animalque haya dejado pintadas las huellas enla ceniza será la tona del niño. Élllevará el nombre del pájaro o la bestiaque primero haya venido a saludarlo;coyote o tejón, chuparrosa, liebre omirlo, asegún…

—¿Tona has dicho?—Sí, tona, ella lo cuidará y será su

amiga siempre, hasta que muera.—Ajá —dijo el médico, sonriente

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—, se trata de buscar al muchacho unespíritu tutelar…

—Sí —aseguró la vieja—, ése esel costumbre de po’acá…

—Bien, bien; mientras tanto,bañémoslo, para que el que ha de ser sutona lo encuentre limpiecito y buenmozo.

Cuando regresó Simón con el bolsovacío de cenizas, halló a su hijoarropadito y fresco, pegado al hombrode la madre. Crisanta dormía dulce yprofundamente… El médico se disponíaa marcharse.

—Bueno, Simón —dijo el doctor—, estás servido.

—Yo quisiera darle a su mercé masque juera un puñito de sal…

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—Deja, hombre, todo está bien…Ya te traeré unas medicinas para que elniño crezca saludable y bonito…

—Señor doctor —agregó Simóncon acento agradecido—, hágame sumercé otra gracia, si es tan bueno.

—Dime, hombre.—Yo quisiera que su persona juera

mi compadre… Lleve usté a cristianar ala criaturita. ¿Quere?

—Sí, con mucho gusto, Simón, túme dirás.

—El miércoles, por favor, es el díaen que viene el padre cura.

—El miércoles vendré… Buenasnoches, Simón… Adiós, Altagracia,cuida a la muchacha y al niño…

Simón acompañó al médico hasta

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la puerta del jacal. Desde ahí lo siguiócon la vista. La bicicleta tomó losaltibajos del camino gallardamente; suojo ciclópeo se abría paso entre lassombras. Un conejo encandilado cruzóla vereda.

Puntual estuvo el médico elmiércoles por la mañana.

La esquila llamó a misa; loszoques, vestidos de limpio, aguardabanen el atrio. La chirimía tocaba airesalegres. Tronaban los cohetes. Todos losahí reunidos, hombres y mujeres,esperaban ansiosos la llegada de Simóny su comitiva bautismal.

Por allá, hacia la loma, se miró algrupo que se dirigía a la iglesia.Crisanta, fresca y rozagante, cargaba a

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su hijo seguida de Altagracia, lamadrina. Atrás de ellas, Simón y elmédico charlaban amigablemente…

—¿Y qué nombre le vas a poner ami ahijado, compadre Simón?

—Pos verá usté, compadritodoctor… Damián, porque así dice elcalendario de la iglesia… y Becicleta,porque ésa es su tona, así me lo dijo laceniza…

—Conque ¿Damián Bicicleta? Esun bonito nombre, compadre…

—Áxcale —afirmó muycategóricamente el zoque.

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Los novios

ÉL ERA de Bachajón, venía de unafamilia de alfareros; sus manos desdeniñas habían aprendido a redondear laforma, a manejar el barro con taldelicadeza que, cuando moldeaba, másparecía que hiciera caricias. Era hijoúnico, mas cierta inquietud nacida delalma lo iba separando día a día de suspadres, llevado por un dulce vértigo…

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Hacía tiempo que el murmullo delriachuelo lo extasiaba y su corazón teníapalpitaciones desusadas; también elaroma a miel de abejas de la flor depascua había dado por embelesarlo y lossuspiros acurrucados en su pechobrotaban en silencio, a ocultas, comoaflora el desasosiego cuando se hacometido una falta grave… A veces seposaba en sus labios una tonaditatristona, que él tarareaba quedo, tal sisaboreara egoístamente un manjar acre,pero gratísimo. «Ese pájaro quiere tuna»—comentó su padre cierto día, cuandosorprendió el canturreo.

El muchacho lleno de vergüenza novolvió a cantar; pero el padre —JuanLucas, indio tzeltal de Bachajón— se

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había adueñado del secreto de su hijo.

Ella también era de Bachajón; pequeña,redondita y suave. Día con día, cuandoiba por el agua al riachuelo, pasabafrente al portalillo de Juan Lucas… Ahíun joven sentado ante una vasija debarro crudo, un cántaro redondo ybotijón, al que nunca daban fin aquellasmanos diestras e incansables…

Sabe Dios cómo, una mañanitachocaron dos miradas. No hubo nichispa, ni llama, ni incendio después deaquel tope, que apenas si pudo hacerpalpitar las alas del petirrojo anidadoentre las ramas del granjeno que crecíaen el solar.

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Sin embargo, desde entonces, ellaacortaba sus pasos frente a la casa delalfarero y de ganchete arriesgaba unamirada de urgidas timideces.

Él, por su parte, suspendía unmomento su labor, alzaba los ojos yabrazaba con ellos la silueta que se ibaen pos del_ sendero, hasta perderse enel follaje que bordea el río.

Fue una tarde refulgente, cuando elpadre —Juan Lucas, indio tzeltal deBachajón— hizo a un lado el torno enque moldeaba una pieza… Siguió con lasuya la mirada de su muchacho, hastallegar al sitio en que éste la habíaclavado… Ella, el fin, el designio, al

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sentir sobre sí los ojos penetrantes delviejo, quedó petrificada en medio de lavereda. La cabeza cayó sobre el pecho,ocultando el rubor que ardía en susmejillas.

—¿Ésa es? —preguntó en seco elanciano a su hijo.

—Sí —respondió el muchacho, yescondió su desconcierto en lareanudación de la tarea.

El «Prencipal», un indio viejo,venerable de años e imponente deprestigios, escuchó solícito la demandade Juan Lucas:

—El hombre joven, como el viejo,necesitan la compañera, que para el uno

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es flor perfumada y, para el otro,bordón… Mi hijo ya ha puesto sus ojosen una.

—Cumplamos la ley de Dios ydémosle goce al muchacho como tú y yo,Juan Lucas, lo tuvimos un día… ¡Túdirás lo que se hace!

—Quiero que pidas a la niña parami hijo.

—Ése es mi deber comoPrencipal… Vamos, ya te sigo, JuanLucas.

Frente a la casa de la elegida, JuanLucas, cargado con una libra dechocolate, varios manojos de cigarrillosde hoja, un tercio de leña y otro de

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ocote, aguarda, en compañía del«Prencipal» de Bachajón, que losmoradores del jacal ocurran a lallamada que han hecho sobre la puerta.

A poco, la etiqueta indígena todo losatura:

—Ave María Purísima del Refugio—dice una voz que sale por entre lasrendijas del jacal.

—Sin pecado original concebida—responde el «Prencipal».

La puertecilla se abre. Gruñe unperro. Una nube de humo atosiganterecibe a los recién llegados que pasan alinterior; llevan sus sombreros en lamano y caravanean a diestro y siniestro.

Al fondo de la choza, la niñamotivo del ceremonial acontecimiento

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echa tortillas. Su cara, enrojecida por elcalor del fuego, disimula su turbación amedias, porque está inquieta comotórtola recién enjaulada; pero acaba portranquilizarse frente al destino que detan buena voluntad le están aparejandolos viejos.

Cerca de la puerta el padre de ella,Mateo Bautista, mira impenetrable a losrecién llegados. Bibiana Petra, su mujer,gorda y saludable, no esconde el gozo yseñala a los visitantes dos piedras paraque se sienten.

—¿Sabes a lo que venimos? —pregunta por fórmula el «Prencipal».

—No —contesta mintiendodescaradamente Mateo Bautista—. Perode todas maneras mi pobre casa se mira

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alegre con la visita de ustedes.—Pues bien, Mateo Bautista, aquí

nuestro vecino y prójimo Juan Lucaspide a tu niña para que le caliente eltapexco a su hijo.

—No es mala la respuesta… peroyo quiero que mi buen prójimo JuanLucas no se arrepienta algún día: mimuchachita es haragana, es terca y estonta de su cabeza… Prietilla y chata,pues, no le debe nada a la hermosura…No sé, la verdad, qué le han visto…

—Yo tampoco —tercia Juan Lucas— he tenido inteligencia para hacer a mihijo digno de suerte buena… Es necio alquerer cortar para él una florecita tanfresca y olorosa. Pero la verdad es queal pobre se le ha calentado la mollera y

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mi deber de padre es, pues…En un rincón de la casucha Bibiana

Petra sonríe ante el buen cariz que tomanlas cosas: habrá boda, así se lo indicacon toda claridad la vehemencia de lospadres para desprestigiar a sus mutuosretoños.

—Es que la decencia no deja austedes ver nada bueno en sus hijos…La juventud es noble cuando se le haguiado con prudencia —dice el«Prencipal», recitando algo que harepetido muchas veces en actossemejantes.

La niña, echada sobre el metate,escucha; ella es la ficha gorda que sejuega en aquel torneo de palabras y, sinembargo, no tiene derecho ni siquiera a

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mirar frente a frente a ninguno de los queen él intervienen.

—Mira, vecino y buen prójimo —agrega Juan Lucas—, acepta estospresentes que en prueba de buena fe yote oferto.

Y Mateo Bautista, con grandignidad, remuele las frases de rigor encasos tan particulares.

—No es de buena crianza, prójimo,recibir regalos en casa cuando porprimera vez nos son ofrecidos, tú losabes… Vayan con Dios.

Los visitantes se ponen en pie. Eldueño de la casa ha besado la mano del«Prencipal» y abrazado tiernamente a suvecino Juan Lucas. Los dos últimossalen cargados con los presentes que la

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exigente etiqueta tzeltal impidió aceptaral buen Mateo Bautista.

La vieja Bibiana Petra estárebosante de gusto: el primer acto hasalido a maravillas.

La muchacha levanta con el dorsode su mano el mechón de pelo que hacaído sobre su frente y se da prisa paraacabar de tortear el almud de masa quese amontona a un lado del comal.

Mateo Bautista, silencioso, se hasentado en cuclillas a la puerta de suchoza.

—Bibiana —ordena—, tráeme untrago de guaro.

La rolliza mujer obedece y pone enmanos de su marido un jarro deaguardiente. Él empieza a beber

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despacio, saboreando los sorbos.A la semana siguiente la entrevista

se repite. En aquella ocasión, visitantesy visitado deben beber mucho guaro yasí lo hacen… Mas la petición reiteradano se acepta y vuélvense a rechazar lospresentes, enriquecidos ahora conjabones de olor, marquetas de panela yun saco de sal. Los hombres hablan pocoesta vez; es que las palabras pierden suelocuencia frente al protocoloindoblegable.

La niña ha dejado de ir por agua alrío —así lo establece el ritualconsuetudinario—, pero el muchacho nodescansa sus manos sabias enpalpitaciones sobre la redondezsugerente de las vasijas.

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Durante la tercera visita, MateoBautista ha de sucumbir con elegancia…Y así sucede: entonces acepta losregalos con un gesto displicente, a pesarde que ellos han aumentado con un«enredo» de lana, un «huipil» bordadocon flores y mariposas de seda, aretes,gargantilla de alambre y una argollanupcial, presentes todos del novio a lanovia.

Se habla de fechas y de padrinos.Todo lo arreglan los viejos con el mejortacto.

La niña sigue martajando maíz en elmetate, su cara encendida ante el impíorescoldo está inmutable; escucha ensilencio los planes, sin darse por ellodescanso: muele y tortea y muele de la

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mañana a la noche.

El día está cercano. Bibiana Petra y suhija han pasado la noche en vela. A la«molienda de boda» han concurrido lasvecinas, que rodean a la prometida,obligada por su condición a moler ytortear la media arroba de maíz y loscientos de tortillas que se consumirán enel comelitón nupcial. En grandescazuelas hierve el «mole negro». MateoBautista ha llegado con dos garrafonesde guaro, y la casa, barrida y regada,espera el arribo de la comitiva delnovio.

Ya están aquí. Él y ella se miranpor primera vez a corta distancia. La

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muchacha sonríe modosa y pusilánime;él se pone grave y baja la cabeza,mientras rasca el piso con su huarachechirriante de puro nuevo.

El «Prencipal» se ha plantado en mediodel jacal. Bibiana Petra riega pétalos derosa sobre el piso. La chirimía atruena,mientras los invitados invaden elrecinto.

Ahora la pareja se ha arrodilladohumildemente a los pies del«Prencipal». La concurrencia los rodea.El «Prencipal» habla de derechos parael hombre y de sumisiones para lamujer… de órdenes de él y deacatamientos por parte de ella. Hace que

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los novios se tomen de manos y reza conellos el padrenuestro… La desposada sepone en pie y va hacia su suegro —JuanLucas, indio tzeltal de Bachajón— ybesa sus plantas. Él la alza concomedimiento y dignidad y la entrega asu hijo.

Y, por fin, entra en acción BibianaPetra… Su papel es corto, perointeresante.

—Es tu mujer —dice consolemnidad al yerno—… cuandoquieras, puedes llevarla a tu casa paraque te caliente el tapexco.

Entonces el joven responde con lafrase consagrada:

—Bueno, madre, tú lo quieres…La pareja sale lenta y humilde. Ella

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va tras él como una corderilla.Bibiana Petra, ya fuera del

protocolo, llora enternecida, a la vezque dice:

—Va contenta la muchacha… Muycontenta va mi hija, porque es el día másfeliz de su vida. Nuestros hombres nuncasabrán lo sabroso que nos sabe a lasmujeres cambiar de metate…

Al torcer el vallado espinudo, él tomaentre sus dedos el regordete meñique deella, mientras escuchan, bobos, el trinode un jilguero.

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Las vacas deQuiviquinta

LOS PERROS de Quiviquinta teníanhambre; con el lomo corvo y la narizhincada en los baches de las callejas, elojo alerta y el diente agresivo, iban losperros de Quiviquinta; iban en manadas,gruñendo a la luna, ladrando al sol,porque los perros de Quiviquinta teníanhambre…

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Y también tenían hambre loshombres, las mujeres y los niños deQuiviquinta, porque en las trojes sehabía agotado el grano, en los zarzos sehabía consumido el queso y de losgarabatos ya no colgaba ni un pingajo dececina…

Sí, había hambre en Quiviquinta;las milpas amarillearon antes del jiloteoy el agua hizo charcas en la raíz de lasmatas; el agua de las nubes y el aguallovida de los ojos en lágrimas.

En los jacales de los coras se habíaacallado el perpetuo palmoteo de lasmujeres; no había ya objeto, supuestoque al faltar el maíz, faltaba el nixtamaly al faltar el nixtamal, no había masa ysin ésta, pues tampoco tortillas y al no

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haber tortillas, era que el perpetuopalmoteo de las mujeres se habíaacallado en los jacales de los coras.

Ahora, sobre los comales, secocían negros discos de cebada; negrosdiscos que la gente comía, a sabiendasde que el torzón precursor de la diarrea,de los «cursos», los acechaba.

—Come, m’hijo, pero no bebasagua —aconsejaban las madres.

—Las gordas de cebada no soncomida de cristianos, porque la cebadaes «fría» —prevenían los viejos,mientras llevaban con repugnancia a suslabios el ingrato bocado.

—Lo malo es que para el añoque’ntra ni semilla tendremos —dijoEsteban Luna, mozo lozano y bien

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puesto, quien ahora, sentado frente alfogón, miraba a su mujer, Martina, joventambién, un poco rolliza pero sana yfrescachona, que sonreía a la cariciafilial de una pequeñuela, pendiente delabios y manecitas de un pecho carnudo,abundante y moreno como cantarito debarro.

—Dichosa ella —comentó Esteban— que tiene mucho de donde y de quécomer.

Martina rió con ganas y pasó sumano sobre la cabecita monda de lalactante.

—Es cierto, pero me da miedo deque s’empache. La cebada es mala parala cría…

Esteban vio con ojos tristones a su

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mujer y a su hija.—Hace un año —reflexionó—, yo

no tenía de nada y de nadie por queapurarme… Ahoy dialtiro semos tres…Y con l’hambre que si’ha hechoandancia.

Martina hizo no escuchar laspalabras de su hombre; se puso de piepara llevar a su hija a la cuna quecolgaba del techo del jacal; ahí laarropó con cuidados y ternuras. Estebanseguía taciturno, veía vagamente cómose escapaban las chispas del fogónvacío, del hogar inútil.

—Mañana me voy p’Acaponeta enbusca de trabajo…

—No, Esteban —protestó ella—.¿Qué haríamos sin ti yo y ella?

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—Fuerza es comer, Martina… Sí,mañana me largo a Acaponeta o aTuxpan a trabajar de peón, de mozo, delo que caiga.

Las palabras de Esteban las habíaescuchado desde las puertas del jacalEvaristo Rocha, amigo de la casa.

—Ni esa lucha nos queda, hermano—informó el recién llegado—. Acabande regresar del norte Jesús Trejo yMadaleno Rivera; vienen más muertosd’hambre que nosotros… Dicen que nohay trabajo por ningún lado; las tierrasestán anegadas hasta adelante deEscuinapa… ¡Arregúlale nomás!

—Entonces… ¿Qué nos queda? —preguntó alarmado Esteban Luna.

—¡Pos vé tú a saber…! Pu’ay

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dicen quesque viene máiz de Jalisco. Yocasi no lo creo… ¿Cómo van a hambriara los de po’allá nomás pa darnos detragar a nosotros?

—Que venga o que no venga máiz,me tiene sin cuidado orita, porque lavamos pasando con la cebada, losmezquites, los nopales y la guámara…Pero pa cuando lleguen las secas ¿quévamos a comer, pues?

—Ai’stá la cuestión… Pero lascosas no se resuelven largándonos delpueblo; aquí debemos quedarnos… Ymás tú, Esteban Luna, que tienes de quencuidar.

—Aquí, Evaristo, los únicos que laestán pasando regular son los que tienenanimalitos; nosotros ya echamos a l’olla

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el gallo… Ahí andan las gallinas sólidasy viudas, escarbando la tierra,manteniéndose de pinacates, lombrices ygrillos; el huevito de tierra que dejanpos es pa Martina, ella está criando yhay que sustanciarla a como dé lugar.

—Don Remigio el Barbón estávendiendo leche a veinte centavos elcuartillo.

—¡Bandidazo…! ¿Cuándo se habíavisto? Hoy más que nunca siento habervendido la vaquilla… Estas horasya’staría parida y dando leche… ¿Paqué diablos la vendimos, Martina?

—¡Cómo pa qué, cristiano…! ¿Apoco ya no ti’acuerdas? Posp’habilitarnos de apero hor’un’año. ¿Nomercates la coa? ¿No alquilates dos

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yuntas? ¿Y los pioncitos que pagatescuando l’ascarda?

—Pos ahoy, verdá de Dios, me doyde cabezazos por menso.

—Ya ni llorar es bueno, Esteban…¡Vámonos aguantando tantito a ver quédice Dios! —agregó resignado EvaristoRocha.

Es jueves, día de plaza en Quiviquinta.Esteban y Martina, limpiecitos decuerpo y de ropas van al mercado,obedeciendo más a una costumbre quellevados por una necesidad, impelidosmejor por el hábito que por lasperspectivas que pudiera ofrecerles el«tianguis» miserable, casi solitario, en

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el que se reflejan la penuria y eldesastre regional: algunos «puestos» deverduras marchitas, lacias; una mesa convísceras oliscadas, cubiertas de moscas;un cazo donde hierven dos o tres kilosde carne flaca de cerdo, ante laexpectación de los perros que, sobre sustraseros huesudos y roñosos, se relamenen vana espera del bocado que para síquisieran los niños harapientos, losniños muertos de hambre que juegan demanos, poniendo en peligro la tristeintegridad de los tendidos de cacahuatesy de naranjas amarillas y mustias.

Esteban y Martina van al mercadopor la calle real de Quiviquinta; éladelante, lleva bajo el brazo unagallinita «búlique» de cresta encendida;

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ella carga a la chiquilla. Martina vaorgullosa de la gorra de tira bordada ydel blanco roponcito que cubre elcuerpo de su hijita.

Tropiezan en su camino conEvaristo Rocha.

—¿Van de compras? —pregunta elamigo por saludo.

—¿De compras? No, vale, está muyflaca la caballada; vamos a ver quévemos… Yo llevo la «búlique» por si lehallo marchante… Si eso ocurre, pos lemerco a ésta algo de «plaza»…

—¡Que así sea, vale… Dios conustedes!

Al pasar por la casa de donRemigio el Barbón, Esteban detiene supaso y mira, sin disimular su envidia,

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cómo un peón ordeña una vacaenclenque y melancólica, que aparta consu rabo la nube de moscas que laenvuelve.

—Bien’haigan los ricos… Lafamilia de don Remigio no pasa nipasará hambre… Tiene tres vacas. Demalas cada una dará sus tres litros…Dos p’al gasto y lo que sobra, pos pavenderlo… Esta gente sí tendrá modo desembrar el año que viene; pero uno…

Martina mira impávida a suhombre. Luego los dos siguen su camino.

Martina descorteza con sus dienteschaparros, anchos y blanquísimos, unacaña de azúcar. Esteban la mira en

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silencio, mientras arrulla torpementeentre sus brazos a la niña que llora atodo pulmón.

La gente va y viene por el«tianguis», sin resolverse siquiera apreguntar los precios de la escasamercancía que los tratantes ofrecen agrito pelado… ¡Está todo tan caro!

Esteban, de pie, aguarda. Tirada,entre la tierra suelta, alea, rigurosamentemaniatada, la gallinita «búlique».

—¿Cuánto por el mole? —preguntaun atrevido, mientras hurga con manoexperta la pechuga del avecita paracerciorarse de la cuantía y de la calidadde sus carnes.

—Cuatro pesos… —respondeEsteban.

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—¿Cuatro pesos? Pos ni que jueraternera…

—Es pa que ofrezcas, hombre…—Doy dos por ella.—No… ¿A poco crés que me la

robé?—Ni pa ti, ni pa mí… veinte

reales.—No, vale, de máiz se los ha

tragado.Y el posible comprador se va sin

dar importancia a su fracasadaadquisición.

—Se l’hubieras dado, Esteban, yatiene la güevera seca de tan vieja —dijoMartina.

La niña sigue llorando; Martinahace a un lado la caña de azúcar y cobra

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a la hija de los brazos de su marido.Alza su blusa hasta el cuello y deja alaire los categóricos, los hermosospechos morenos, trémulos como un parde odres a reventar. La niña se prende auno de ellos; Martina, casta como unamatrona bíblica, deja mamar a la hija,mientras en sus labios retoza unatonadita bullanguera.

El rumor del mercado adquiere un nuevoruido; es el motor de un automóvil quese acerca. Un automóvil en Quiviquintaes un Acontecimiento raro. Aislado elpueblo de la carretera, pocos vehículosmecánicos se atreven por brechasserranas y bravías. La muchachada sigue

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entre gritos y chacota al auto que,cuando se detiene en las cercanías de laplaza, causa curiosidad entre la gente.De él se apea una pareja: el hombrealto, fuerte, de aspecto próspero y gestoorgulloso; la mujer menuda, debilucha yde ademanes tímidos.

Los recién llegados recorren con lavista al «tianguis», algo buscan.Penetran entre la gente, voltean de unlado a otro, inquieren y siguenpreocupados su búsqueda.

Se detienen en seco frente aEsteban y Martina; ésta, al mirar a losforasteros se echa el rebozo sobre suspechos, presa de súbito rubor; sinembargo, la maniobra es tardía, ya losextraños habían descubierto lo que

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necesitaban:—¿Has visto? —pregunta el

hombre a la mujer.—Sí —responde ella

calurosamente—. ¡Ésa, yo quiero ésa,está magnífica…!

—¡Que si está! —exclama elhombre entusiasmado. Luego, sin máscircunloquios, se dirige a Martina:

—Eh, tú, ¿no quieres irte connosotros? Te llevamos de nodriza aTepic para que nos críes a nuestro hijito.

La india se queda embobada,mirando a la pareja sin contestar.

—Veinte pesos mensuales, buenacomida, buena cama, buen trato…

—No —responde secamenteEsteban.

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—No seas tonto, hombre, se estánmuriendo de hambre y todavía se hacendel rogar —ladra el forastero.

—No —vuelve a cortar Esteban.—Veinticinco pesos cada mes.

¿Qui’húbole?—No.—Bueno, para no hablar mucho,

cincuenta pesos.—¿Da setenta y cinco pesos? Y me

lleva a «media leche» —proponeinesperadamente Martina.

Esteban mira extrañado a su mujer;quiere terciar, pero no lo dejan.

—Setenta y cinco pesos de «lecheentera»… ¿Quieres?

Esteban se ha quedado de una piezay cuando trata de intervenir, Martina le

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tapa la boca con su mano.—¡Quiero! —responde ella. Y

luego al marido mientras le entrega a suhija—: Anda, la crías con leche decabra mediada con arroz… a los niñospobres todo les asienta. Yo y ellaestamos obligadas a ayudarte.

Esteban maquinalmente extiendelos brazos para recibir a su hija.

Y luego Martina con gesto quequiere ser alegre:

—Si don Remigio el Barbón tienesus vacas d’ionde sacar el avío pal’añoque’ntra, tú, Esteban, también tienes latuya… y más rendidora. Sembraremosl’año que’ntra toda la parcela, porqueyo conseguiré l’avío.

—Vamos —dice nervioso el

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forastero tomando del brazo a lamuchacha.

Cuando Martina sube al coche,llora un poquitín.

La mujer extraña trata deconfortarla.

—Estas indias coras —acota elhombre— tienen fama de ser muy buenaslecheras…

El coche arranca. La gente del«tianguis» no tiene ojos más que paraverlo partir.

Esteban llama a gritos a Martina.Su reclamo se pierde entre la algarabía.

Después toma el camino hacia sucasa; no vuelve la cara, va despacio,arrastrando los pies… Bajo el brazo, lagallina «búlique» y, apretada contra su

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pecho, la niña que gime huérfana de susdos cantaritos de barro moreno.

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Hículi Hualula

—«EL TÍO», fue el… El Tío —declaró lamujeruca entre gemidos, cuando sus ojosvidriosos miraban el rostro del cadáverde un hombre joven y membrudo. Frentea ella, solemne y áspero, el patriarca deTezompan escuchaba.

La mujer, presa de locuacidadhistérica, no paraba la lengua:

—Anoche llegó borracho… decía

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cosas horribles; entonces dudó más detres veces del Tío. Por fin, ahogado enmezcal, acabó por dormirse. Estamañana amaneció tieso… Fue que loprovocó, sí, dudó más de tres veces delpoder del Tío, ese del que sólo usted,por ser el más viejo y el más sabio,puede pronunciar su nombre.

El patriarca se mantuvo unosmomentos silencioso, la mujer lo mirabaexpectante. Luego, silabeandoclaramente, dijo la palabra vedada atodos los labios excepto a los de él:

—Hículi Hualula cuando se leprovoca es perverso, vengativo, malo;en cambio…

El viejo cortó la oración apenasiniciada, quizá porque recordó que yo

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estaba presente, yo, un extraño quedesde hacía una semana veníaatosigando con mis impertinencias deetnólogo a la arisca población huicholade Tezompan… Mas ya era tarde, elextraño término había quedado escritoen mi libreta; ahí estaba: «HículiHualula», insólita voz que sólo estabapermitido pronunciar al más viejo y mássapiente.

El patriarca tuvo para mí unamirada recelosa, comprendió que habíacometido una grave indiscreción y tratóde remediar en alguna forma su ligereza,siempre que con ello no quebrantara lasleyes inmutables de la hospitalidad.Entonces el anciano dijo a la mujerbreves palabras en su lengua indígena.

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Ella se volvió hacia mí y, sin dejar deverme con sus ojos pequeños yenrojecidos, dio suelta a una perorata enhuichol, ese idioma rígido, desonoridades exóticas y que yo apenas siconocía a través de las eruditasdisquisiciones de los filólogos…Cuando acabó su exposición, la recienteviuda, anegada en lágrimas, se echósobre el pecho del difunto y tuvosacudimientos y sollozos conmovedores.

El anciano patriarca pasótiernamente su mano sobre la cabeza dela mujer; después vino hasta mí, paradecirme lleno de cortesía:

—Bueno es que la dejemos sin máscompañía que su pena.

Me tomó por un brazo y con

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ademán considerado guióme hasta lapuerta del jacal; pero ahí me detuvedecidido, no podía abandonar el sitiosin ahondar en el enigma de la palabraque, escrita en la libreta de apuntes,demandaba mi atención profesionalimperativamente.

—¿Qué es el Hículi Hualula? —pregunté sorpresiva y secamente.

El viejo soltó mi brazo, dio un pasoatrás, su mirada tornóse chispeante y ensus labios se dibujó una muecadesagradable:

—Por su salud, señor, no lo repita.El nombre del Tío sólo yo puedopronunciarlo sin incurrir en su enojo.

—Necesito saber quién es él,cuáles son sus poderes, sus atributos.

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El hombre no habló más, semantuvo inconmovible, con los ojosvagos, sumidos, tal si miraran haciaadentro, igual que las patéticas deidadesancestrales…

En vano insistir; el hombre se habíacerrado en un mutismo cáustico, pero detal manera angustioso, que decidíabandonar ese camino de indagación,más por piedad que por temores. Sinembargo, me creí desde ese instantemayormente obligado a penetrar hasta elfondo del enigma.

Entendía entonces que la solaclarificación del misterio queaprisionaba el terminajo, significaría eléxito completo de mi empresa y queignorarlo, en cambio, representaría nada

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menos que el fracaso.Lo anterior explicará muy bien la

obsesión de que fui víctima durantevarios días. Con la seguridad de que unainvestigación directa carecería deeficacia y acaso traería efectosadversos, decidí circundar la incógnitacon una serie de pesquisas discretas,cuyos cabos, atados prudentemente,podrían otorgarme resultados mássatisfactorios…

Pero una mañana en que el rigorcalenturiento de las tercianas me habíatundido más fieramente que deordinario, mi templanza saltó hechaañicos y volví a lanzarme por el senderode la irreflexión: doña Lucía, la mestiza,preparaba en mi obsequio una tisana de

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quina; cerca de ella, en los fogonesdomésticos, tres o cuatro mujereshuicholas se hallaban entregadas a lapulverización del maíz tostado para elpinole. Cuando doña Lucía, gorda ybonachona, me alargaba el jarro con elamargo compuesto, vino a mis labios,incontenible y bruscamente, la cuestión:

—Doña Lucía, ¿sabe usted qué oquién es el Hículi Hualula?

La mujer hizo un gesto de espanto,llevóse el índice a los labios y, sinalcanzar resuello, volvió a mirar a lasindias, quienes tapándose los oídos yarmando atroz aspaviento salían deljacal horrorizadas.

La mestiza, dando muestras de graninquietud, tomó entre sus manos

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regordetas mi diestra y luego, con acentomejor de conmiseración que dereproche, me dijo:

—Por favor, señor, no diga nuncaesa palabra… Ahora me ha causadousted un gran perjuicio, mis criadas sehan ido y no regresarán a esta casadonde se ha pronunciado el nombre delTío indebidamente, hasta que la lunanueva deshaga con su luz el hechizo.

—Usted lo sabe, doña Lucía,dígame quién es, qué es, en dóndeestá…

La mujer, sin agregar una palabra,me dio la espalda; luego se echó sobreun metate para arremeter la labor que lashuicholas dejaron inconclusa.

Esa misma tarde tuve que ir hasta

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una sementera para recoger la letra enhuichol de una balada agrícola. Elcampesino que iba a pronunciarme lacanción me esperaba recargado contraun lienzo de alambre espigado queprotegía la labor; era la suya una milpahermosa; altas, gruesas y verdinegrasmatas de maíz se estremecían al pasodel aire templado; el hombre se sentíaorgulloso y su buen humor era patente.Se trataba de un indio pequeño y secocomo un cañuto de otate; hablaba poco,pero sonreía mucho, dijérase que nodesperdiciaba una oportunidad paralucir su magnífica dentadura.

—Bonita milpa, Catarino —dijepor saludo.

—Sí, bonita —contestó.

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—¿Abonaste el terreno?—No lo necesitaba, es bueno de

por sí… Y con la ayuda de Dios y delTío, pues las milpas crecen, florean ydan mucho maicito —dijo en tonosimple, como se dicen los refranes, lassentencias más vulgares o las plegarias.

Yo sentí correr por mi cuerpo uncosquilleo y a punto estuve de caernuevamente en necedad.

—¿El Tío dijiste? —pregunté conexagerada indiferencia—. ¿Ese del queno se debe pronunciar el nombre?

—Sí —repuso sencillamenteCatarino—. El Tío, que es bueno conquien lo respeta.

Había en la cara del huichol talserenidad y en sus palabras tanta y tanta

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confianza y fe, que se me antojóperversidad aun el solo intento dearrancarle el secreto.

De todos modos, en aquellatardecita avancé un poco en elesclarecimiento del misterio: el Tío erabueno cuando otorgaba la vida, pero elTío era malo cuando causaba la muerte.

Poco tiempo tardé en apuntar laspalabras de la «canción de la siembra»,agradecí a Catarino sus atenciones yemprendí el regreso a Tezompan.

En el camino alcancé a Mateo SanJuan, el maestro rural; era un buen chico,huichol de pura raza. A las primeraspalabras cruzadas con él, se descubríasu inteligencia; pronto también sepercataba uno del anhelo del joven por

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mejorar la condición económica ycultural de los suyos. Mateo teníaespecial interés en informar a losextraños que había vivido y estudiado enMéxico, en la Casa del EstudianteIndígena allá en la época de Calles.

Mateo San Juan era accesible ycomunicativo. Esa tarde paseaba, pueshabía terminado a buena hora suslabores docentes. En sus manosjugueteaba una hermosa chirimoya.Cuando me vio partió entre sus dedos elfruto y obsequioso me brindó una mitad.Seguimos juntos saboreando el dulzor dela chirimoya, y el no menos grato de labuena compañía.

Sin embargo, yo no era leal conMateo San Juan, mis palabras todas

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tendían a llevar la conversación hacia elpunto de mi conveniencia, hacia el sitiode mis intereses. No fue una empresadifícil que digamos abordar el tema; elmismo Mateo dio pie para ello, cuandohabló de las muchas dificultades que alextraño se le ofrecen antes de penetraren la realidad del indio: «Nos es másfácil a nosotros comprender el mundo deustedes, que a los hombres de la ciudadconocer el sencillo cerebro denosotros», dijo Mateo San Juan unpoquito engreído con su frase.

—¿Qué es el Hículi Hualula? —pregunté decidido.

Mateo San Juan me miróserenamente y hasta advertí en suslabios un leve repliegue de ironía.

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—No es raro que «el misterio»haya cautivado a usted: igual ocurre atodos los forasteros que averiguan suexistencia… Yo le aconsejaría ser muydiscreto al tratar ese asunto, si no quiereencontrarse con resultadosdesagradables.

—Así sospecho, pero yo nodescansaré hasta conocer el fondo deesa preocupación… Usted sería uninformante ideal, Mateo San Juan —dijeun poco turbado ante la actitud delmaestro.

—No espere usted de mí ningunaluz en torno del Tío… ¡Que pase ustedbuena tarde, señor investigador! —Ydiciendo eso, aceleró su paso hastatomar un veloz trotecillo.

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—Eh, Mateo, espere —gritérepetidas veces, mas el maestro rural nodetuvo su marcha y acabó por perdersede vista en un recodo del camino.

Llegó el sábado y con él mi únicaesperanza; estaba en Tezompan el curade Colotlán, quien semana a semanahacía visita a la jurisdicción de suparroquia. Cuando el anciano sacerdotese apeó de su mulo tordillo y antes deque se despojara de su guardapolvo deholanda, ya estaba yo en su presencia,suplicándole que me escuchara brevesmomentos. El clérigo amablemente sepuso a mis órdenes.

—Sólo —dije— que necesitohablarle en extrema reserva.

—Bien —repuso el cura—, en la

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sacristía estaremos solos el tiempo quesea necesario.

Y ahí, en aquel silenciosoambiente, el cura me dijo todo lo quehabía podido indagar en torno del Tío.

—En verdad —dijo—, esacuestión logró interesarme hace tiempo,mas el hermetismo de esta gente nuncame permitió adentrar todo lo que hubieradeseado en la misteriosa preocupación:Tío le dicen, porque lo suponen hermanode Tata Dios y es para ellos tanpoderoso, que el pueblo entero puededormir tranquilo si se sabe bajo suprotección… Pero el Tío es cruel yvengativo, con su vida pagará quien loinjurie o pronuncie su nombre…

Esto último queda reservado tan

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sólo al más viejo de la comunidad. Bajoel amparo del Tío, los huicholes viajanconfiados, pues creen que contando consus influencias, las serpientes seapartarán del camino, los rayosdescargarán a distancia y todos losenemigos quedarán maniatados. No hayenfermedad que resista al Tío y sólomueren los hombres que no seencuentran en gracia de él… Lamento,amigo mío —concluyó el clérigo—, nopoder darle mayores datos, pues ahoramis esfuerzos se cifran, mejor que enconocer detalles de la diabólicacreencia, en arrancarla de los corazonesde esos infelices…

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«Y bien —me dije cuando a solas hicebalance de las informacionesproporcionadas por el cura—, lo pocoque sé del Tío apenas si es un aguijónpara meterme un el misterio y hacer deél algo preciso y claro…» Perocomprobé que el tiempo destinado a lainvestigación de los huicholesterminaba; dentro de dos días deberíaestar con los coras y por ello abandonar,quizá para siempre, el esclarecimientode la incógnita.

Tímidos golpes a la puertasuspendieron mi soliloquio. Sin esperarla venia, Mateo San Juan penetró en eljacal que me servía de habitación ylaboratorio. El profesor rural teníaentonces un gesto cómicamente

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enigmático; venía envuelto hasta labarbilla en una frazada solferina y el alade su sombrero de palma caíale sobrelos ojos; saludó con voz un pocotrémula. Aquella actitud me hizo sentirque algo importante se avecinaba. Mateopermaneció en pie, no obstante lainvitación afectuosa que le hice para quetomara asiento en uno de los bancosrústicos que amoblaban mi choza.

—He pensado mucho lo que vengoa hacer; he calculado el paso que voy adar, porque no quiero ser egoísta. Elmundo entero, y no sólo los huicholes,debe disfrutar de las mercedes del Tío,gozar de sus efectos y apreciarlo entodas sus bondades…

—¿Entonces, está usted dispuesto

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a…?—Sí, a pesar de que con mi

revelación pongo en peligro el pellejo.—No creo, Mateo San Juan, que

todo un maestro rural sienta pavorsupersticioso, tal y como loexperimentan el común de los indígenas.

—Del Tío no tengo temores, sinode sus «sobrinos». Pero, repito, noquiero ser ruin; la humanidad debe serfavorecida con las virtudes del Tío…

—Sea más explícito, por favor,basta ya de preámbulos.

—Cuando la ciencia —continuóMateo sin alterarse— ponga a suservicio al Tío, entonces todos loshombres habrán alcanzado, comonosotros los huicholes, la alegría de

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vivir; acabarán con los dolores físicos,terminará su cansancio, se exaltaránsaludablemente las pasiones, al tiempoque un sueño luminoso los llevará hastael paraíso; calmarán su sed sin beber ysu hambre sin comer; sus fuerzasrenacerán todos los días y no habráempresa difícil para ellos… Sé que laciencia del microscopio, de la químicacon todas sus reacciones, lograríanprodigios el día en que pusieran alalcance de todos las virtudes del Tío…Del Tío que es estimulante de la amistady del amor, suave narcótico, sabioconsejero; que con su ayuda, loshombres se harían mejores, porque nadalos uniría más que la mutua felicidad yel completo entendimiento. El Tío hace

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tierno el corazón y liviano el cerebro…—No siga usted —interrumpí

decepcionado—, el Tío no es otra cosaque el peyote, ¿verdad?

Mateo San Juan sonriódespreciativo y luego dijo:

—El peyote es conocido de ustedeshace muchos años, sus efectos sonvulgares, intoxicantes, pasajeros y desdeluego más dañosos que benéficos… ElTío es otra cosa; hasta ahora, si nosomos los huicholes, nadie ha probadosus propiedades extraordinarias…

—Bueno… ¿Cómo hago parallevarme al Tío a los laboratorios deMéxico?

Mateo San Juan se tornó solemne y,apartando su poncho, dejó entre mis

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manos un bulto pequeño y ligero, nomayor que el puño.

—Ahí lo tiene usted… Llévelo,algún día todos los hombres exaltaránsus excelencias, llegará a ser másestimado que la riqueza, tan útil como elpan, tan preciado como el amor, y tandeseado como la salud. Va envuelto enhojas de sábila, únicas que resisten susfuertes emanaciones. No lo descubrausted hasta el momento en que vaya a serestudiado y procure usted que esto sehaga antes de que transcurra unasemana… ¡Ah, si llegan a saber mispaisanos que lo he entregado en manosde un extraño, acabarán conmigo…!Váyase usted hoy mismo, lléveselo y nose olvide de su amigo Mateo San Juan.

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—Gracias… ¿Pero cómo puedenabrigar sus paisanos intenciones tannegras contra usted, si el Tío tan sólosugiere buenos pensamientos y accionesnobles?

El maestro rural dijo sobriamente:—No me perdonarían, porque los

huicholes miran en él al hermano de ladivinidad intocable; ustedes, en cambio,tan sólo sabrán de sus efectos favorablesy lo estimarán simplemente como lo quees… Llévelo y aprovéchelo bien, perosalga inmediatamente, antes de que eltiempo oculte a los laboratorios todassus virtudes.

—No voy por lo pronto a México—informé—; pero esta misma tardesaldrá mi ayudante a Colotlán llevando

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al Tío y por correo registrado loreexpedirá a México, con una carta míapara el Instituto Biológico, donde loexaminarán y estudiarán a fondo.

—Que todo sea para bien, señorinvestigador.

—Gracias de nuevo, Mateo SanJuan. Ha realizado usted una buenaacción.

Esa misma tarde, de acuerdo con loplaneado, mi ayudante, un joven mestizode Colotlán, salió con el encargo demandar al Tío perfectamente aseguradopor la vía postal. Un poco más tarde, yodebería partir para la región de loscoras, donde haría una fugaz visita pararevisar ciertas informaciones dudosas…Pero antes quise despedirme del buen

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maestro rural.Llegué a su choza. Una viejecita

india, humilde y temerosa, estaba en lapuerta rodeada de vecinas que laconfortaban. Cuando me miró, dijopalabras trémulas y ahogadas:

—Fue el Tío… sí, fue el Tío que noperdona…

—Lleno de tremendas dudaspenetré en el jacal. Ahí tendido en unaestera de palma estaba mi amigo MateoSan Juan; su cara desfigurada a golpes ysu cuerpo molido a palos dabancompasión. Él plegó su cara deformepara recibirme con una sonrisa:

—Las pobres mujeres —dijo—creen que fue el Tío, pero fueron los«sobrinos», como yo me lo temía.

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Cuando regresé a México, mi primeravisita fue para el Instituto de Biología.Ahí desconocían por completo al Tío,supuesto que jamás llegó ningunaencomienda postal de mi remisión. Hicedespués una pesquisa en el correo conresultados también negativos. Comosiguiente gestión, escribí una carta a miayudante de Colotlán. Esperé larespuesta un par de semanas; al norecibirla, la urgí por telegrama. Esteúltimo sí recibió contestación: el joven,en una misiva afligida y cobardona, mesuplicaba dramáticamente que nuncavolviera a tratarle nada «respecto a loque se contrae su estimable carta», puesla prueba que había experimentado enocasión de mi visita «estuvo a punto de

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ser fatal para el suscrito».En falla mi ayudante, escribí a

Mateo San Juan. La carta me fuedevuelta sin abrir. Insistí y losresultados fueron idénticos a losprimeros.

El último recurso era el señor curade Colotlán. A él escribí con mayorconfianza; le hablaba con claridad y leencarecía que me enviara de nuevo aHículi Hualula. Pocos días después mellegó una lacónica carta del sacerdote:Mateo, impresionado por la gente de supueblo, había «perdido la tierra, alengancharse como bracero; las últimasnoticias que se habían tenido de él,decían que estaba en Oklahoma,trabajando como peón de vía…». «Y,

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respecto a su encarguito —continuaba lacarta del cura—, lamento en verdad nopoderlo satisfacer, pues ello traeríaaparejados trastornos, escándalo yagitaciones que mi ministerio, mejor queprovocar, está para prevenir. Tocante asu proyecto de un nuevo viaje por estaslatitudes, le aconsejo, si aprecio le tienea la vida, no intentarlo siquiera».

La derrota ha sido para mí desquiciante,la inquietud ha madurado en manía yésta ha producido ofuscamientos y losofuscamientos han tomado la forma dehechos alarmantes… Lo he visto ensueños, sí, trajeado con las suntuosasgalas que llevan los huicholes en sus

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ceremonias al Padre Sol… Ha pasadojunto a mí y me ha guiñado el ojo;cuando le hablé por su nombre, HículiHualula ha reído ruidosa y roncamente,mientras lanzaba a mis pies escupitajossolferinos.

La tarde en que lo descubrídirigiendo el tránsito de vehículos en loscruceros de las avenidas Juárez y SanJuan de Letrán, estaba magnífico: elrostro pétreo inconmovible, aliñado conun bezote de turquesa, la testa tocadacon un penacho de plumas deguacamayo, los pies con sandalias deoro y su índice horrible, hecho de carneverde de nopal y armado con una uña depúa de maguey, me señalaba, al tiempoque por la boca escurrían espantosas

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imprecaciones en huichol…

Alguien me ha dicho que quien mecondujo a la Cruz Roja había escuchadode mí estas palabras:

«El Tío… fue el Tío que noperdona», al mismo tiempo que mis ojosvagaban imbécilmente… Que entoncesmi voluntad era nula y mi pulsoalterado…

El médico recetó bromurados,reposo y baños tibios…

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El cenzontle y la vereda

FUE entre los chinantecos, esos indiospequeñitos, reservados yencantadoramente descorteses. Fue entreellos, en su propio nidal,«trastumbando» Ixtlán de Juárez y en losmismos estribos del sugestivo fenómenode la orografía de México, que llaman elNudo de Cempoaltépetl.

Escogimos Yólox —San Marcos

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Yólox, para ser más exactos— como elsitio ideal donde instalar nuestrolaboratorio antropológico… Yólox esuna metrópoli de escasos trescientoshabitantes, que cuelga, entre girasoles ymagueyales, de un ribazo de lacordillera. En torno de Yólox —nombrecordial, supuesto que significa corazónen idioma azteca—, ranchos,congregaciones y jacaleras, de dondetodos los viernes bajan los indiosdispuestos a jugar en el «tianguis» sudoble caracterización de compradores yvendedores, en un comercio de truequeanimado y pintoresco: sal, por granos;piezas de caza o animalillos de río o decharca, por retazos de manta; yerbasmedicinales a cambio de «rayas» de

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suela para huaraches; hilo de ixtleenrollado en bastas madejas, porcandelas de sebo; gallinas, por manojosde estambre…

Ahí, posesionados de la escuelitaabandonada, dispusimos nuestro aparatotécnico. Había que basar en datosirrefutables de tipo estadístico unateoría nacida sobre la mesa de trabajode un reputado sabio europeo, es decir,que nosotros los investigadoresandábamos en la misión de zurcirciencia, en un encargo semejante al delzapatero remendón que reluja un par deviejos botines. O más sencillamente,teníamos entre las manos una brújula,para la cual había que manufacturar unabuena colección de rumbos, o, de otra

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suerte, la luminosa especulación delmaestro sucumbiría en los instantes enque empezaba a cobrar prestigio en lasaulas y crédito en las academias.

La primera semana iba pasandoentre nuestra inquietud y las protestas delos europeos que formaban parte de laexpedición:

«Nada —argüían a veces—, que siestos indios se niegan a ser estudiados,debemos proceder como lo hicimos enEritrea o en Azerbaiján: traerlos a rigor,a punta de bayoneta, si es necesario…».

Los mexicanos, conocedores delambiente, temblábamos sólo al pensar loque significaría un acto de violencia conlos levantiscos chinantecos.

El sábado habíamos logrado algo:

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un mendigo ebrio accedió a dejarseestudiar. Funcionaron entonces nuestrosaparatos niquelados; el antropómetro,los compases de Martin, el dinamómetroy la báscula; hubo pruebas sanguíneas yhasta el intento de un metabolismo basal.Cuando hubimos logrado analizar elprimer «caso» y ese «caso» salió dellaboratorio con una decorosa gala enmetálico, notamos en los futuros sujetosmejor comprensión y hasta ciertasimpatía para nosotros.

Mas las cosas se complicarongravemente con un hecho insólito, conalgo nunca escrito en los analescentenarios de Yólox: su cielo, ayerimpasible, fue conmocionado por eltrepidar de un motor y su azul vilmente

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maculado por la estela gris yhumeante… ¡Había pasado un avión!

El pasmo entre los indios fueterrible; las mujeres apretaron entre susbrazos a los crios, al tiempo que susojos siguieron la trayectoria del averutilante. Los hombres cobraron sushondas y sus escopetas; alguno disparósu arma dos veces ante la inmutabilidaddel viajero que volaba rumbo al sur; unmocetón audaz trepó a la copa de unárbol; después aseguró haber visto elpico del pájaro y sus enormes garras,entre las que se debatía un novillo…

Cuando el visitante ingrato seperdió entre las nubes y la distancia, losindios acosados por el terror vinieron anosotros. Entonces el local de nuestra

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instalación resultó insuficiente; todo elpueblito se había volcado en él. Algunonos preguntó en lenguaje torpe algorespecto a esos fantásticos gavilanes.Cuando bien podríamos haberaprovechado aquellos instantes de pavoren servicio de nuestra misión,olvidamos las verosímiles ventajas, acambio de un recurso problemático,pero en todo caso, más leal y máshonrado:

—Es un aparato que vuela —dije—. Es como una piedra lanzada por unahonda… En él viajan hombres igualesque ustedes y que nosotros.

—¿Quiere decir que en la barrigade ese pájaro van hombres? —volvió ainquirir el indio.

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—No, no propiamente, porque esoque ustedes llaman pájaro essimplemente una máquina…

El intérprete, un anciano duro ygrave, muy en su papel de primeraautoridad del pueblo, tuvo un gesto deincredulidad, pero repitió en su lenguamis palabras; entonces siguió un lapsode silencio expectante.

—Pero —argumentó— la piedrasube, va y baja… Mas ese pajarotevuela y vuela por la fuerza de sus alas.

—Es —contesté— que el aparatolleva en su vientre la esencia de lalumbre: la gasolina, el aceite, lasgrasas…

El viejo torció la boca con unasonrisa de suspicacia:

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—No nos creas tan dialtiro… Apoco crees que semos tus babosos.

Luego dijo en su idiomamonosilábico palabras prolongadas ysolemnes. Apenas terminó, los reunidosabandonaron nuestro laboratorio;algunos, especialmente las mujeres, lohicieron en forma violenta y precipitada;otros, al marcharse, nos veían con ojosaterrorizados y rencorosos.

Sólo quedó frente a nosotros ungrupo pequeño de gente triste, enferma yacongojada, diríase que el peso de sumiseria y de sus males los anclaba, loshincaba en el sitio. Era una familia detres miembros: el padre enclenque eimbécil, que al sonreír mostraba sudentadura dispareja y horriblemente

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insertada; la madre, pequeñita, de carnesfofas y renegridas, acusaba una preñezadelantada; la hija, una niña a la que lapubertad la había sorprendido, la habíacapturado, sin darle tiempo a mudar latristeza, la mansedumbre infantil de susojos mongoloides, por el brillo queenciende la juventud, ni trasmutar lasformas rectilíneas por las morbideces dela edad primaveral.

—Malos, semos malos… remalos,patroncito —dijo el hombre señalando asu familia.

El diagnóstico resultaba fácil entrelos evidentes síntomas: todos eranpresas del paludismo, así lo de cían agritos los semblantes demudados, sumueca decaída, los miembros soplados

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y amarillentos.—Malos semos… remalos, tatitas

—repitió el indio con voz llorona.Pero para nosotros, más que

enfermos, aquellos miserables eransujetos de estudio, elementosprobatorios quizá de una teoría nacidaen remotos climas, que necesitaba delabono de la estadística, del fertilizantedel guarismo… eran cifras con queoperar.

Ante el asombro de ellos volvierona salir los apa ratos científicos;averiguamos su estatura y su volumen, ellargo de sus huesos, la forma de sucráneo, el peso de cada uno y lasparticularidades coagulativas de susangre. Ellos, con el asombro, con el

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espanto columpiando de sus pestañas,nos dejaban hacer, seguros de quenuestras maniobras les darían la salud.

Cuando hubimos satisfecho todoslos complicados cuestionarios, losdejamos descansar.

El hombre dijo algunas palabras alos suyos, al tiempo que tomaba mimano para besarla; igual cosa trataronde hacer las mujeres; yo, lleno devergüenza, esquive aquellamanifestación de agradecimiento. Mehallé culpable de engaño y de mentira,del uso de un expediente innoble, aunquenecesario en aquellas circunstancias…Entonces recordé que en nuestrobotiquín podría encontrar algo quealiviara un poco las dolencias de los

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desventurados. Di con un frasco dequinina en comprimidos. Llené deaquellos hermosos granos escarlatas ybrillantes como peonías las cuencas delas manos que se me tendían trémulas,como avecitas sedientas; acaricié a lamuchacha y los dejé marchar. Altrasponer la puerta, la mujer nos sonriótriste, dolorida.

En la plazoleta los habitantes deYólox hablaban, discutían, seacaloraban, veían al cielo y levantabansus manos empuñadas.

Cuando la familia de palúdicospasó por la plazuela, la gente abrió vallatemerosa de contaminarse, más que delpadecimiento, de aquello que hubieranpodido adquirir de su trato con nosotros;

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había en las miradas compasión ycaridad. Las voces bajaron de tono hastahacerse imperceptibles. Los enfermoscruzaron entre la multitud sin detener supaso; iban de regreso a la tierra baja,«donde priva el letal paludismo».

Mis compañeros los europeosdesesperaban. Era indispensableconvencer u obligar, si había necesidad,a los chinantecos para que se prestaran anuestra experiencia; yo, más conocedorde aquella gente, opté por buscar unmedio conciliador. Fui a ver al viejointérprete, sabía con absoluta seguridadque éste no sólo era el único hombrecapaz en el pueblo de entender el

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español, sino que también tenía sobrelos suyos una influencia determinante,basada en sus prácticas de magia y dehechicería. Su valimiento entre loschinantecos estaba sobre el de laautoridad civil, que en realidad norepresentaba para él más que unelemento para reforzar su dominio. Loencontré en su choza; la sumisión de quehabía dado muestra en los momentos deterror que le produjo la presencia delaeroplano bajo el cielo de la Chinantlase había transformado en una actitudsoberbia, defensiva, cáustica.

Tuvo para mí frases cortantes, deplantilla, tal le obligaba la heredadahospitalidad de los indígenas, pero en sumueca descubría rencores y recelos

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profundos.Hablé mucho, quizá diez o quince

minutos, y cuando creí haber dejadoconvencida a la esfinge, como si mispalabras hubiesen rebotado en su frenteestrecha y huida, dijo:

—Ellos, mi gente, se han dadocuenta… y antes de permitir que lo queustedes traen entre manos se cumpla, lesponemos dos horas para que abandonenel pueblo… Si desobedecen, nodaremos una liendre por la vida detodos. Yo te aconsejo ensillar las bestiasy salir de aquí antes de que madure ellucero… ¿Oyites?

—Pero —argumenté— nosotros nopretendemos nada malo.

—Así dicen todos —repuso el

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anciano—. Tú y ellos son comerciantes;ayer lo eran de reses y de cerdos; ahoylo son de cristianos. Los que vienencontigo son gringos y dueños de la críade esos pajarotes que se mantienen demanteca de cristiano… Ahoy querenllevarse la grasa de los chinantecos parallenar el buche de esos gavilanesgigantes… ¡Di la verdá…! No semos tanbrutos para no darnos cuenta: Si nospesan, si nos miden, si nos sangran…¿Qué quere decir? Que nos tienen encalidá de puercos en engorda… Pero siquieres quedarte —agregó en tonoconfidencial—, dime a mí, a mí solito,ónde puedo conseguir huevos de esospajarotes para echar a empollar; en estasmontañas se han de criar galanes,

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comiendo yerbas, bellotas y piñonescomo los guanajos… Pero si te niegas,el lucero de mañana les aluzará elcamino. ¿Entiendes?

No esperamos al lucero; salimos bajo elcobijo de las tinieblas, arevientacinchas, en oprobiosa huida.Tras de nosotros corrieron lospedruscos y florecieron las injurias y lasmaldiciones.

Una prodigiosa amanecida nossorprendió al encumbrar el puerto deMaría Andrea. Los pinos alzaban susramazones temblorosas de rocío, losestratos de una extraña conformacióngeológica veteaban nuestra ruta;

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verdores cambiantes —del renegrido alamarillento— se nos metían por losojos; el olor de resina, el cantar delviento que rozaba las ramas y se cortabaen las aristas de las peñas y el trino delcenzontle, todos elementos sedativos,temas de sosiego, estímulos de fe,acabaron por tranquilizar los espíritus,pero no bastaron para hacer olvidar losagravios.

Alguno abominó de los indios:«Son malagradecidos y pérfidos».Otro salió débilmente en su

defensa:«Han sufrido tanto, que su

desconfianza y su temor se justifican».Mas la explicación de aquellos

hechos incongruentes, de aquella

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situación absurda, nos esperaba al torcerla vereda. Ahí, con su rostro demacradoy transido, pero con muecas de regocijoy actitudes alborozadas, nos aguardabala familia enferma, aquella a la queobsequiamos con las pastillas dequinina. El hombre imbécil y la mujerpreñada intentaron otra vez besarnos lasmanos y la niña se elevó de puntillastratando de tocarnos.

Detuvimos unos instantes lasbestias; yo les hablé:

—¿Qué hay, muchachos, lesprobaron las medicinas?

El padre permaneció mudo,tratando de encontrar buenas palabras:

—Sí, semos amejoraditos…—¿Les quedan pastillas? —inquirí.

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El hombrecito, por toda respuesta,separó el cuello de su camisa paramostrarnos un collar de comprimidos dequinina bermejos y brillantes.

La mujer hizo lo mismo e igual lamuchacha.

—El mal ya no se nos acerca —informó el hombre—, le tiene miedo alsartal de piedras milagrosas.

En los ojos de los chinantecos hubofulgores de un sentimiento muy parecidoa la fe.

A partir de aquel instante, ya nadiehabló de la ingratitud de los indios, nide su brutalidad, ni de susdescortesías… Hubo, sí, imprecacionese insultos pero no para los chinantecos,ni para los mixes, ni para los coras, ni

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para los seris, ni para los yaquis… loshubo para aquellos hombres y aquellossistemas que al aherrojar los puños yengrillar las piernas, chafan loscerebros, mellan los entendimientos yanulan las voluntades, con más coraje,con más saña que el paludismo, que latuberculosis, que la enterocolitis, que laonchocercosis… Y los pinos, elcenzontle y la vereda aprobaron a una.

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La parábola del joventuerto

… «Y VIVIÓ feliz largos años.» Tantos,como aquellos en que la gente no pusoreparos en su falla. Él mismo no habíaconcedido mayor importancia a laoscuridad que le arrebataba mediavisión. Desde pequeñuelo se advirtió eldefecto, pero con filosófica resignaciónhabíase dicho: «Teniendo uno bueno, el

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otro resultaba un lujo». Y fue así comose impuso el deber de no molestarse a símismo, al grado de que llegó a suponerque todos veían con la propiamisericordia su tacha; porque «teniendouno bueno…».

Mas llegó un día infausto; fue aquélcuando se le ocurrió: pasar frente a laescuela, en el preciso momento en quelos muchachos salían. Llevaba él su caraalta y el paso garboso, en una mano lacesta desbordante de frutas, verduras ylegumbres destinadas a la viejaclientela.

«Ahí va el Tuerto», dijo a susespaldas una vocecita tipluda.

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La frase rodó en medio delsilencio. No hubo comentarios, ni risas,ni algarada… Era que acababa dehacerse un descubrimiento.

Sí, un descubrimiento que a élmismo le había sorprendido.

«Ahí va el Tuerto»… «elTuerto»… «Tuerto», masculló durantetodo el tiempo que tardó su recorrido depuerta en puerta dejando sus «entregos».

Tuerto, sí señor, él acabó poraceptarlo: en el fondo del espejo,trémulo entre sus manos, la impar pupilase clavaba sobre un cúmulo que seinterponía entre él y el sol…

Sin embargo, bien podría ser quenadie diera valor al hallazgo delindiscreto escolar… ¡Andaban tantos

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tuertos por el mundo! Ocurrióseleentonces —imprudente— poner aprueba tan optimista suposición.

Así lo hizo.Pero cuando pasó frente a la

escuela, un peso terrible lo hizo bajar lacara y abatir el garbo del paso. Evitó unencuentro entre su ojo huérfano y losmúltiples y burlones que lo siguierontras de la cuchufleta: «Adiós, medialuz».

Detuvo la marcha y por primeravez miró como ven los tuertos: era lamultitud infantil una mácula brillante enmedio de la calle, algo sin perfiles, nirelieves, ni volumen. Entonces las risasy las burlas llegaron a sus oídos conacentos nuevos: empezaba a oír, como

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oyen los tuertos.

Desde entonces la vida se le hizoingrata.

Los escolares dejaron el aulaporque habían llegado las vacaciones: lamuchachada se dispersó por el pueblo.

Para él la zona peligrosa se habíadiluido: ahora era como un manchón deaceite que se extendía por todas lascalles, por todas las plazas… Ya elexpediente de rehuir su paso por elportón del colegio no tenía valimiento:la desazón le salía al paso,desenfrenada, agresiva. Era la parvadade rapaces que a coro le gritaban:

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Uno, dos, tres,tuerto es…

O era el mocoso que tras del parapetode una esquina lo increpaba:

«Eh, tú, prende el otro farol…».Sus reacciones fueron

evolucionando: el estupor se hizo pesar,el pesar, vergüenza y la vergüenza rabia,porque la broma la sentía como injuria yla gresca como provocación.

Con su estado de ánimo mudarontambién sus actitudes, pero sin perderaquel aspecto ridículo, aquel airecómico que tanto gustaba a losmuchachos:

Uno, dos, tres,

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tuerto es…

Y él ya no lloraba; se mordía los labios,berreaba, maldecía y amenazaba con lospuños apretados.

Mas la cantaleta era tozuda y lavoluntad caía en resultados funestos.

Un día echó mano de piedras y laslanzó una a una con endemoniadapuntería contra la valla de muchachosque le cerraban el paso; la pandilla sedispersó entre carcajadas. Un nuevomote salió en esta ocasión: Ojo detirador.

Desde entonces no hubo distracciónmejor para la caterva que provocar alTuerto.

Claro que había que buscar

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remedio a los males. La madre amanterecurrió a la terapéutica de todas lascomadres: cocimientos de renuevos demezquite, lavatorios con agua de malva,cataplasmas de vinagre aromático.

Pero la porfía no encontraba dique:

Uno, dos, tres,tuerto es…

Pescó por una oreja al mentecato y,trémulo de sañas, le apretó el cogote,hasta hacerlo escupir la lengua. Estabanen las orillas del pueblo, sin testigos;ahí pudo erigirse la venganza, que yasurgía en espumarajos y quejidos…Pero la inopinada presencia de doshombres vino a evitar aquello que ya

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palpitaba en el pecho del Tuerto comoun goce sublime. Fue a parar a la cárcel.

Se olvidaron los remedios de lacomadrería para ir en busca de lasrecetas del médico. Vinieron entoncespomadas, colirios y emplastos, a cambiode transformar el cúmulo en espesonimbo.

El manchón de la inquina habíainvadido sitios imprevistos: un día, alpasar por el billar de los portales, unvago probó la eficacia de la chirigota:

«Adiós, Ojo de tirador…».Y el resultado no se hizo esperar;

una bofetada del ofendido determinó queel grandullón le hiciera pagar muy caros

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los arrestos… Y el Tuerto volvió aqueldía a casa sangrante y maltrecho.

Buscó en el calor materno unpoquito de paz y en el árnica alivio a losincontables chichones… La viejaacarició entre sus dedos la cabellerarevuelta del hijo que sollozaba sobre suspiernas.

Entonces se pensó en buscar porotro camino ya no remedio a los males,sino tan sólo disimulo de la gente paraaquella tara que les resultaba tanfastidiosa.

En falla los medios humanos,ocurrieron al concurso de la divinidad:la madre prometió a la Virgen de SanJuan de los Lagos llevar a su santuarioal muchacho, quien sería portador de un

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ojo de plata, exvoto que dedicaban acambio de templar la inclemencia delmuchacherío.

Se acordó que él no volviese asalir a la calle; la madre lo sustituiría enel deber diario de surtir las frutas, lasverduras y las legumbres a los vecinos,actividad de la que dependía el sustentode ambos.

Cuando todo estuvo listo para el viaje,confiaron las llaves de la puerta de suchiribitil a una vecina y, con el corazónlleno y el bolso vano, emprendieron lacaminata, con el designio de llegarfrente a los altares de la milagrería,precisamente por los días de la feria.

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Ya en el santuario, fueron unamolécula de la muchedumbre. Él sesorprendió de que nadie señalara sutacha; gozaba de ver a la gente cara acara, de transitar entre ella condesparpajo, confianzudo, amparado ensu insignificancia. La madre lo animaba:«Es que el milagro ya empieza aobrar… ¡Alabada sea la Virgen de SanJuan…!».

Sin embargo, él no llegó a estarmuy seguro del prodigio y seconformaba tan sólo con disfrutaraquellos momentos de ventura,empañados de cuando en cuando, por loque, como un eco remotísimo, solíallegar a sus oídos:

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Uno, dos, tres,tuerto es…

Entonces había en su rostro pliegues depesar, sombras de ira y resabios desuplicio.

Fue la víspera del regreso; caía latarde cuando las cofradías y lasperegrinaciones asistían a lasceremonias de «despedida». Losdanzantes desempedraban el atrio con suzapateo contundente; la musiquilla y lossonajeros hermanaban ruido y melodíapara elevarlos como el espíritu de unaplegaria. El cielo era un incendio;millares de cohetes reventaban enescándalo de luz, al estallido de suvientre ahíto de salitre y de pólvora.

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En aquel instante, él seguía,embobado, la trayectoria de un cohetónque arrastraba como cauda una gruesavarilla… Simultáneamente al trueno, unflorón de luces brotó en otro lugar delfirmamento; la única pupila buscórecreo en las policromías efímeras… Depronto él sintió un golpe tremendo en suojo sano… Siguieron la oscuridad, eldolor, los lamentos.

La multitud lo rodeó.—La varilla de un cohetón ha

dejado ciego a mi muchachito —gritó lamadre, quien imploró después—:Busquen un doctor, en caridad de Dios.

Retornaban. La madre hacía de lazarillo.

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Iban los dos trepando trabajosamente lapina falda de un cerro. Hubo de hacerseun descanso. Él gimió y maldijo susuerte… Mas ella, acariciándole la caracon sus dos manos le dijo:

—Ya sabía yo, hijito, que la Virgende San Juan no nos iba a negar unmilagro… ¡Porque lo que ha hechocontigo es un milagro patente!

Él puso una cara de estupefacciónal escuchar aquellas palabras.

—¿Milagro, madre? Pues no se loagradezco, he perdido mi ojo bueno enlas puertas de su templo.

—Ése es el prodigio por el quedebemos bendecirla: cuando te vean enel pueblo, todos quedarán chasqueados yno van a tener más remedio que buscarse

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otro tuerto de quien burlarse… Porquetú, hijo mío, ya no eres tuerto.

Él permaneció silencioso algunosinstantes; el gesto de amargura fuemudando lentamente hasta transformarseen una sonrisa dulce, de ciego, que leiluminó toda la cara.

—¡Es verdad, madre, yo ya no soytuerto…! Volveremos el año que entra;sí, volveremos al Santuario paraagradecer las mercedes a NuestraSeñora.

—Volveremos, hijo, con un par deojos de plata.

Y, lentamente, prosiguieron sucamino.

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La venganza de CarlosMango

ATARDECÍA en Chalma. Era la vísperadel día de Reyes. Sobre las baldosas decantera rosada que cubren el piso delatrio del Santuario, habían desfiladomuchas «compañías» de danzantes: losotomíes de las vegas de Meztitlánejecutaron, en su turno y al son detamboriles y pitos de carrizo, el baile

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bárbaro de «Los Tocotines»; losmatlazincas de Ocuilán ensayaron ladanza de «La Mariposa y la Flor», conmelodías de violines y arpas; los pamesde San Luis, cubiertos sus rostros conmáscaras terribles y empenachados deplumas de águila, lucieron sus trajes delustrina morada y amarilla en la danzade «La Conquista», entre alaridoscalosfriantes y huaracheo rotundo. Unacuadrilla de muchachas aztecas deMíxquic, llenas de encogimientos yrubores, ofrendaron al trigueñocrucificado retablos floridos eincensarios humeantes de mirra. Uncaballero tepehua del norte de Hidalgo,metido en levita porfiriana y cubiertocon cachucha de casimir a cuadros,

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había puesto a prueba la habilidad desus pies desnudos en una pantomimaestridente y ridícula. La orquesta detarascos llegada desde Tzintzuntzanejecutó durante largas horas «NanaAmalia», esa cancioncilla pegajosa quehabla de amores y de «sospiros».

Ahora que atardecía en Chalma,ahora que el estupendo crepúsculoondeaba en la cúspide de las torresagustinas como un pendón triunfal,estaban en escena los mazahuas deAtlacomulco. Danzaban ellos ante elSeñor la farsa de «Los moros ycristianos», de coreografía descriptiva ycomplicada; simulábase una batallaentre gentiles y «los doce Pares deFrancia», que encabezaba nada menos

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que el Emperador Carlos Mango,ataviado con ferreruelo y capa pluvial,aderezada con pieles de conejo a faltade armiños, corona de hojalatasalpicada de lentejuelas y espejillos,pañuelo de percal atado al cuello ybotines muy gastados, sobre mediassolferinas con rayas blancas, quesujetábanse con la jareta de lospantalones bombachos. Carlos Mangohabíase echado sobre el rostro lampiñounas barbazas de ixtle dorado, y en suscarrillos de bronce, dos manchones dearrebol y un par de lunares pintados conhumo de ocote.

El resto de la comparsa lointegraban «moros» por un lado y«cristianos» por el otro, los unos

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tocados con turbantes y envueltos encaftanes de manta de cielo, en sus manosalfanjes y cimitarras de palo dorado conmixtión de plátano; los otros, apuestoscaballeros galos, con lentes deportivos«niebla de Londres» y arrebujados encapas respingonas al impulso delestoque de mentirijillas; monteras deterciopelo con penachos de plumascoloreadas con anilinas, polainas depaño y, por chapines, huarachesrechinadores y estoperoleados.

El aspecto y el ademán de CarlosMango ganaron mi simpatía; lo seguí entodas sus evoluciones, en su incansableir y venir, en sus briosas arremetidascontra los «infieles», en la arroganteactitud que tomó cuando las «huestes

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cristianas» habían dispersado a lamorisma y al recitar con voz de truenoesta cuarteta:

Deténte morovaliente,

no saltes el muralla,si quieres llevarte a

Cristo,te llevas una

tiznada…

y finalmente, cuando una vez terminadala danza, ya al pardear, de rodillas ycorona en mano, rendía fervores alcrucificado de Chalma en medio de lanave del Santuario. Después lo vi saliraltivo; las barbas y la peluca rubias

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enmarcaban unos ojos negros yprofundos; la nariz chata, fuerte,sentábase sobre los bigotes alacranadosque se desbordaban sobre una bocazaabierta aún por el jadeo, resultado de laacalorada danza recién concluida.

Salió mi hombre del templo. Pudecomprobar cómo su presenciaimpresionaba, igual que a mí, a suspaisanos los mazahuas que se hallabandispersos en el atrio. Carlos Mangosaludaba a la multitud con grandesademanes; un chiquillo se llegó hasta laspiernas robustas del danzante y tocó conveneración las pieles que adornaban elatavío maravilloso; mas Carlos Mangoapartó con dignidad al impertinente y sedirigió hacia un extremo del atrio, en

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donde un grupo de mujeres y niñoshabíanse acurrucado unos en otros,echados sobre el suelo, tratando deconservar lo mejor posible el calorcilloque generaba la hoguera a la quealimentaban con ramas resinosas.

A poco, mi admirado personajehacía añicos sus propios encantos. Antemis ojos sorprendidos, el hombre searrancó la artificiosa pelambre alazana yquedó convertido en un anciano derostro cansado y lleno de hondasarrugas; en su boca había relajamientosde vejez y sólo sus ojos manteníansevivos, brillantes. Una mujer lo ayudó adespojarse de los ostentosos ropajes,para dejarlo en calzón y camisa demanta; otra de sus acompañantes, muy

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solícita, ochó sobre los hombros delviejo un pesado poncho de lana. Junto amí, que no perdía detalle de la escena,dos indios ebrios comentaron:

—Ora sí que s’iacabó el CarlosMango…

—Sí, ahoy ya volvió a ser elpinche de mi compadrito TaniloSantos…

Y Tanilo Santos, entre tanto,buscaba el calor de la lumbre y dejábasemirar de la gente que lo rodeaba.

La noche de enero se había echadoencima; los luceros del cielo invernal deChalma cintilaban, igual que los espejosy las lentejuelas que ornaban lasmonteras y las esclavinas de «los docePares de Francia».

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«Nada atrae más en la noche queuna fogata»… Al menos esa reflexiónme sirvió para acercarme al corrillo deindios del que era centro Tanilo Santos.

«Nada más estimulante de laamistad y de la cordialidad que un buentrago de mezcal»… Al menos esaconvicción me hizo tender la botella aTanilo Santos, quien aceptó el convite ensilencio y lo generalizó a las viejas quelo rodeaban; todos llevaron la botella asus labios. Cuanto Tanilo Santos seconvenció de que nadie quedaba sinbeber, limpió con la palma de su manola boca de la botella y me la devolvió,sin pronunciar palabra… Yo tuveentonces la seguridad de que TaniloSantos había mordido la carnada y

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estaba íntegro en mis manos.Mañosamente me separé del grupo

y me dirigí hacia la balaustrada del atrioque mira al río. A mis pies el torrenterugía, las aguas bravas tomaban la curvapara abrazar al templo que se antojabaclavado en un islote; en la otra banda, elmonte espeso y sobre él, un velo depaz… Ahí aguardé confiado que miartimaña surtiera efecto.

Pasaron largos minutos sin queocurriera la reacción esperada… Defrustrarse, era necesario urdir otra paraganarme la confianza del tal TaniloSantos. Me interesaba hablar con él,dentro de mi proyectado estudio en tornodel concepto que de la divinidad tienenlos indios de la altiplanicie… En Tanilo

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Santos había yo creído descubrir al tipoentre patriarca y santón, entre autoridady hechicero, con influencias absolutassobre su gente y, por todo ello,magnífico informante.

Ya desesperaba viendo en falla miprimer intento de trabar charla con elviejo mazahua, cuando lo miré ponerseen pie y embozarse en su poncho; luego,simulando gran indiferencia, echó aandar hasta llegar a la balaustrada, perobien distante de mí. Así se acodó, mirólas estrellas un buen rato, despuésvolvió los ojos a la negrura donde el ríose debatía y acabó por lanzar un guijarroentre las sombras. Yo lo miraba desoslayo, fingiendo no haber reparado enél; sabía que de un momento a otro

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Tanilo Santos vendría con ánimos dereanudar sus relaciones amistosas con…la botella de aguardiente. Pero ya estabajunto a mí; entre sus dedos palpitaba luzuna luciérnaga. El hombreobsequiosamente me tendió el insecto, altiempo que decía:

—Póngala su mercé en susombrero.

Lo complací, pero la luciérnaga, alverse libre, emprendió el vuelo; allá fuerío traviesa, era estrellita fugaz detrayectoria horizontal.

Tanilo Santos reía alegremente; yoaguardaba su demanda engreído por mitriunfo.

—¿Va su buena persona a esperar alos de Xochimilco?

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—Sí, quiero oírlos cantar sus«Mañanitas al Siñor»…

—Van a llegar al alba…—Para uno que madruga, el otro

que no se acuesta… Además la nocheestá hermosísima.

Tanilo Santos lió un cigarrillo dehoja e hizo el socaire con sus manospara encenderlo entre enérgicas yruidosas chupadas.

—¿Qué dice Atlacomulco, TaniloSantos? —pregunté.

—Humm… Pos allá se quedó —repuso el viejo un poco desconfiado.Luego, tornando a su aspereza, se volvióhacia el río, escupió grueso y echósesobre la barda de piedra ignorándomeabsolutamente.

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Creí llegado el momento deesgrimir un recurso heroico: extraje delbolso trasero de mi pantalón la botellade aguardiente; la puse frente a mis ojos,la agité, le quité el corcho y olí, hicemuestras muy elocuentes de midelectación; pegué un trago, chasqueé lalengua… Todos estos movimientosfueron seguidos por la vista de TaniloSantos, parecía un perro hambriento queaguardaba el bocado. De pronto habló:

—¿Y qué dice México, patroncito?—Pues allá se quedó —repuse

secamente al tiempo que sepultaba en mibolsillo la botella. Sin más, me volvíhacia el río.

Tanilo se quedó desconcertado, loque me confirmó en mi opinión de que

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las cosas iban a pedir de boca.—Porque allá en Atlacomulco

andamos un poco chuecos, sabe usté…—siguió Tanilo—. A eso casualmentehemos traído la compañía. Es que donDonato Becerra se ha puesto muy malitoy no lo salvará más que un milagro delSanto de Chalma… A eso hemos venidotodos en junta; a pedirle que nos loalivie… ¿Hace su frillito, verdá?

—Hace —contesté.Entonces creí oportuno sacar a

Tanilo Santos del suplicio y con elloestimular su lengua. Le tendí la botella,él bebió concienzudamente; cuando selimpiaba sus labios con el dorso de lamano, me devolvió la botella; apenas latuve conmigo, cuando ya el indio me

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había volteado la espalda para tornar asu mutismo anterior.

Esperé con calma una nuevainsinuación o una franca solicitud pararepetir el trago; pero éstas no llegaroncon la premura que hubiese yo deseado.

Una voz de mujer llamó a TaniloSantos; él rezongó un monosílabo yquedóse inmóvil, echado sobre la barda.Hubo otra nueva demanda de parte delas mujeres, que el viejo contestó entérminos tan rudos, tan categóricos, quea leguas se adivinaba su significado aundesconociendo, como en mi caso, elonomatopéyico idioma mazahua. En elcorrillo hubo murmullos y llantos deniño; mas Tanilo Santos permanecióimpávido.

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Entre él y yo se mantenía elsilencio, tal si se hubierandesvalorizado totalmente mis añagazasurdidas con el sano designio de trabaramistad con Tanilo Santos, quien amedida que pasaba el tiempo volvíasemás arisco.

Ahora estaba encogido, hecho unovillo liado en su poncho de colores;tosía de vez en cuando. Llegó unmomento en que creí que el indio sehabía olvidado de mí; entonces, pararecordarle mi presencia, salté hastaquedar sentado en la barda; columpiélos pies y me puse a chiflar NanaAmalia. De pronto, cuando todo lo creíaperdido, Tanilo Santos volvióse haciamí:

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—¡Esas viejas! ¿No sabe su mercéde un buen remedio para la muina? Creoque se me han derramao las bilis…

—Hombre —le respondíalegremente—, para todo mal, mezcal.

Volví a entregarle la botella;reconocí que esta vez tendría que sermás adulador con Tanilo Santos, ycuando después de trasegar un trago agorgoritos insistí en que diera otro, nieste convite ni el que siguió fuerondespreciados. Tanilo Santos intentóvolver a su aislamiento, mas su euforialo traicionó:

—Este milagro sí que no nos lonegará el Siñor de Chalma… Gastamosmás de doscientos pesos en la caminatay en arreglar la danza… ¡Usté dirá!

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Todos sabemos que este Siñor, aunquees milagriento como todos los diablos,se ha hecho muy carero… Pero yocrio’que el servicio que le pedimosqueda muy bien pagado. ¿Verdá?

—Es claro —repuse—. ¿Me decíausted que viene a implorar por la saludde un prójimo?

—Por la salú de don DonatitoBecerra… Todos los mazahuas deAtlacomulco hemos venido al Santuariono más en ese menester, pa qu’es másque la verdá. Vea su güena persona,semos millones —y señaló a loshombres que en grupitos salpicaban elatrio de Chalma; algunos dormían, otrosen hierática actitud, sedentes,silenciosos, envueltos en sus sarapes,

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iguales, manchones sin volúmenesaparentes, fragmentos de greca o frisososcuros que enmarcaban al sugestivoespectáculo de las fogatas.

—¿Quieren mucho a don DonatitoBecerra? —pregunté.

—Es bueno que se alivie —contestó el indio tras de meditar un pocola respuesta, luego añadió—: ¡Estediosito de Chalma no se va hacer elfaceto…!

—¿Donato Becerra es amigo de losmazahuas? —torné a preguntar.

—¿Pa qué quere usté saber? ¡Nosea curioso! Se lo cuento y a lo mejor vausté con el argüende a Atlacomulco.

—No, no me interesan tanto lascuestiones de ustedes. ¿Se echa otro

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trago, Tanilo Santos?—Pos ya que usté si’arma, que

venga el último, hay que dejar losasientos pa l’amanezca… ¿O qui’opina?

Y la lengua de Tanilo Santos volvióa aligerarse.

—Hace dos meses que donDonatito cayó en el ejido mazahua deGracias a Dios, arrió con todos losmarranitos y las terneronas y le dio deguamazos al compagrito Cleto Torres…Cuando juimos todos en junta a poner laqueja al Munecipio, don Donatito dijoque no y que no… que eran puras levasde l’indiada. ¡Hágame el favor!… Peroái nomás que le cain en su carnicería…Ansinota era el jierro de mi compagritoCleto Torres que tenían los cueros de las

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reses recién destazadas… Pos dijo queno y que no el indino de don Donatito ytanto juntó po’aquí y tanto regó pua’cá,que acabó por sembrarnos en la cárcel amí y a mi compagrito Cleto Torres.

—Bueno, ¿pero es verdá todo eso,Tanilo Santos?

—Humm, yo no echaría mentirastan cerquita del Siñor de Chalma… Peroeso no es nada. L’otro año se le metió alendino quesque ser deputao; entonces sínos tráiba a los mazahuas muyconsentiditos. Que Tanilo Santospua’quí, que Tanilo Santos pua’cá… Yo,buen baboso, le arrimé harta gente…¡Millones, pa’que’s más que la verdá!Había que ver esa plaza de Atlacomulcollena de burros y de cristianos… Mucho

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pulque, buena barbacoa, hartastortillotas de máiz pinto. Camiones ycarretas a los pueblos pa’carriar a laraza; nos embriagó bonito y nos dio detragar hasta que se nos hizo bueno, loque sea hay que decirse… Pero áinomás que le sale otro candidato, a esele decían el PRI, y naiden en todo elplan lo conocía… Pero de todasmaneras a don Donatito ni los güesos letronaron. Luego que pasó la cosa, donDonatito echaba lumbre por las orejas.¡Viera usté nomás! Y lleno de muina nosmandó en rialada. Ganamos a pata palos ranchos… En el mero CerritoQuemado nos agarró un aguacero que paqué le cuento a usté… y desde entoncesdon Donatito no si’acuerda de sus

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majes, si no es pa trasquilar laborregada… Dice que la Revolución yque la Revolución y que el pobretariadonacional y quesque el Sinarquismo, y alson de su argüende no sabe más queatornillarnos por onde puede… Ái’stá loque pasó en Tlacotepé… don Donatitose les metió al rancho de Endhó, sacó alos inditos quesque p’hacer colonos alos ricos del pueblo… Claro que él seechó al pico los potreros mejorcitos, alson de qu’es amigo de los probes, deesos probes que andan pidiendo limosnaahoy en el mercado de Tlacotepé, nomáspor culpa de don Donatito…

»Pero pior les pasó a los deOrocutín… Don Donatito andabaapasionado de una tórtola chula, pero

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que no le daba d’alazo al viejo, comoluego dicen… Pos ái tiene usté que unanoche apareció por el rancho de MagueyBlanco, onde dormía la güilota, y cargócon ella… Entonces dejó malherida aJelipa Reyes, la madre, y amarró aRuperto Lucas, el padre, después dejincarle una santa cueriza… A los seismeses volvió la tórtola a MagueyBlanco, ansina de panzona… La mandóa pata y sin más bastimento que’l quellevaba adentro…

»Total, que por sus malas mañas,don Donatito Becerra es el hombre másrico del pueblo… ¿Y qué era’ntes? Postriste jicarero de la casilla de micompagrito Matías Lobato».

—Pero —pregunté—, ¿no me dijo

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usted que don Donato Becerra estáenfermo?

—Enfermo de mala enfermedá…Verá; en junta todititos los mazahuas,pos de plano resolvimos acabar con donDonatito, a qu’en Dios guarde algunosmeses más siquiera… La suerte quisoque los que le sonaran jueran los deTlacotepé… y l’otra noche, cuando elhombre estaba borracho, un pobrecitogarriento se le arrimó y le pidió unoscentavos; cuando don Donatito echabamano a la bolsa, pos nomás le brotarontres manchotas de sangre en el lomo…Del pobrecito garriento pos ni se supoónde jué a parar. Muy malo si’ha puestoel cristiano, pero ni nosotros los deAtlacomulco, ni tampoco los de

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Orocutín, queremos que se pele. Sisia’livia, pos la suerte quiso que jueranlos de Orocutín quienes le den otra vezpa sus tunas… Y si por el milagro queahoy le venemos a pedir todos en juntaal Siñor de Chalma, don Donatito quedacon vida, nosotros los de Atlacomulcoseremos los que le suénemos, entoncessí, hasta que se le frunza pa siempre…Ora sí que, como dijo el dicho, «a lastres va la vencida»…

—La cosa está complicada, TaniloSantos…

—Ni tanto… ¡El Siñor de Chalmaes carero, pero cumplidorcito!

Amanecía en Chalma. Era el seis de

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enero, día de Reyes; por la veredabajaban los de Xochimilco; un bosquede fragancias, una masa de colores y uneco de alabanzas los envolvía, en tantolos cohetes se elevaban hasta reventaren el cielo, como las urgidas preces delos mazahuas, de los tarascos, de losotomíes, de los pames, de losmatlazincas…

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Nuestra Señora deNequetejé

EL «TEST» de la psicoanalista nosinteresó a todos. Ella había llevado a laexpedición un álbum con reproduccionesde obras maestras de la pintura. Ahíestaban, por ejemplo, la rolliza ysaludable Lavinia de Ticiano; elNapoleón de David con el índice erecto,el gesto brioso y jinete en potro

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plateado; la Gioconda de Leonardo deVinci, sonriente al arcano; la Isabel deValois, a quien Pantoja de la Cruz colmóde prestigio y realeza en mueca y joyas;el «Hombre» visto por Theotocópuli; el«Sollozo» de Siqueiros, donde la mujerempuña el dolor en escalofriante actitud;el patético «Tata Jesucristo» de Goitia;el «Zapata» de Diego, santón bigotudo,baquiano de hambrientos yportaestandarte de causas albeantescomo los calzones blancos y la blancasonrisa de los indios; la «Trinchera»,encrucijada de tragedia y nidal demaldiciones, en que José ClementeOrozco vació la intención en forma yerigió la protesta en colores y, en fin…

Los indígenas de aquel lugarejo —

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Nequetejé—, de aquella aldehuelaperdida en las rugosidades de la SierraMadre, miraban y miraban conadmiración callada las láminas quedespertaban en ellos excelencias ycalidades agazapadas entre el moho desus afrentas y el humazo de sus recelos.La vista punzante sobre los cromos y enlas pupilas dilatadas por el pasmo, lasgamas, los tonos y las formas reflejadascon la misma saña, con la misma furiacon que el impacto estético habíalesionado más los corazones que loscerebros.

Después del asombro, una reacciónnueva que ya no era el aturdimiento ni lamaravilla, sino el estupor hierático,sordo, desconcertante.

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Cuando la psicoanalista arrancabade su arrobamiento a los sujetos, conpreguntas tendientes a clarificar losenigmas, los indios no eran elocuentes:dos o tres monosílabos jalados contrabajo, que denotaban evidentementeuna predilección hacia la forma sobre elcolor, al que hacían —en su valoraciónde la obra de arte— preceder a lacomposición y al significado, los que, entodo caso, tomaban un sitio menor en susapreciaciones, quizá por lejanía o talvez por armonía de concepto… Pero loque resultaba inconcuso, era el interésque aquellas geniales máculasdespertaban en los llamados«primitivos» por los antropólogos, o«retrasados», según el concepto de los

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etnólogos, o «prelógicos» en opinión denuestra gentil compañera deinvestigación, la freudiana psicoanalista.

Era de ver cómo los padresllevaban en caravanas a los hijos, cómolos ancianos dirigían sus trémulos pasoshacia la escuelita rural en dondehabíamos instalado nuestro laboratorio,cómo todos se echaban sobre el pupitreen el que descansaba el álbum y cómocada estampa era recibida con emocióngeneral que hacía rumor y provocabapalpitaciones inocultables. Había enparticular una lámina que incitaba laadmiración colectiva:

«Ésa es la más chula»… «La másgalana», solía escucharse cuando pasabaante los ojos alucinados.

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«Linda como ninguna», decíanvoces ensordecidas de timidez… Y laGioconda acentuaba su mueca absurdade esfinge sonriente, elocuentementeindescifrable; luminosamente oscura.«Es la más hermosa.»

Ante la clara tendencia, lapsicoanalista hacía un alto y entregabala emoción de los indios a nuestroestupor… Era cuando ella, igual queMonna Lisa, sonreía, pero con unasonrisa inocua y transparente, sonrisa detriunfo, porque, según su ciencia y susaber, había agarrado el cabo alcomplejo colectivo.

Ya en México visité un día a la

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psicoanalista; deseaba ardientementeconocer las conclusiones alcanzadas conel «test» de la pintura. Ella se mostróanimosa y optimista, porque la pruebahabía resultado convincente; los indiospames admiraban la forma y gustabandel color, al tiempo que desdeñaban lasexcelencias de la composición y noadvertían, tal vez, el fondo del conceptocreador…

Pero había algo que positivamentesignificaba una diversificación curiosa,una peculiaridad que no cabía en lasestadísticas, que era imposibletransformarla en guarismos e incrustarlaentre las austeras columnas queformaban en los cuadros y en losestados; era algo que escapaba al

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método, que huía de la técnica en lamisma forma en que un pensamientoresbalaba ante un detector o unafragancia escurre frente al ojo de unacámara oscura. Era la admiración, elanonadamiento que la Gioconda produjoen el ánimo de los pames.

—Es positivamente extraño,porque ni es la más brillante en cuanto acolor, ni es tampoco la más sugestiva enla forma. Lo que los ha impresionado dela obra maestra de Leonardo es quizá suequilibrio, su serenidad… —me atreví aconjeturar.

La psicoanalista sonrió ante misempíricas estimaciones; había en suactitud un aire de compasión, un gestode misericordia zaheridora, que me

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hicieron enmudecer. Entonces ella,frente a mi perplejidad, dio a luz suteoría.

—Se trata, amigo mío, de un estadoneurótico colectivo… de una etapa biendefinida dentro de la biogenética. Sí —reafirmó—: el primitivo, con su almaencapotada de misterio, ofrecesorpresas apasionantes… Supensamiento es tenebroso para el restode los demás, por contradictorio. Elprimitivo, como el niño, goza sufriendo,ama odiando y ríe gimiendo. Nuestrosindios de Nequetejé no podrían escapara la ley psicológica. El hombre bárbarocontemporáneo nuestro es un racimo decomplejos; razona por simple análisis,porque carece del don de la síntesis, que

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es el patrimonio de las altas culturas. Eneste caso, han quedado hechizados, noes otra la palabra, por la imagen de laGioconda. En ella se han visto como siel pueblo entero hubiese pasado, unopor uno, frente a un espejo. ¿No hay enel gesto indefinido, indeciso de MonnaLisa un soplo de arcano semejante alque palpita en una sonrisa de indio o enla mueca que antecede al llanto de unniño? ¿No advierte usted en la frente dela Gioconda la serenidad que campea enel rostro de los pames? ¿No le recuerdala amarillenta epidermis de ella el colorde la carne de nuestros indios? ¿No essu tocado semejante al de las mujercitasde Nequetejé? ¿No son los paños queexornan la maravillosa creación

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semejantes al traje de gala que lucen lasindias en días de fiesta? ¿No le recuerdael paisaje de fondo, roquerío bravo, alpanorama yermo de la sierra pame?

—En verdad —contesté un pocodesconcertado—, todo eso me parecemuy sugestivo, pero…

—Va usted a verlo, busquemos lareproducción y usted mismo comprobarálo dicho por mí.

Y los dedos finos y acicalados dela mujer se dieron a hojear el álbum enbusca de la Gioconda, pasó antenuestros ojos una vez, dos veces, toda lacolección de láminas sin que entre ellasapareciera la buscada.

La joven técnica clavó en los míossus ojos llenos de sorpresa, al tiempo

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que me decía casi con entusiasmo:—¡Ha desaparecido…! ¡Se la han

robado, ve usted!—¿Pero está usted segura de que

fueron los indios?—Sí, absolutamente segura; nadie

más que yo ha tocado el álbum desdenuestro regreso de Nequetejé. Yo mismano lo había hojeado después de la últimaprueba… No me cabe duda, ellos hansido… Mire, para no estropear elcromo, han tenido que remover lostornillos… Oh, sí, a éste le falta unatuerquita, quizá no tuvieron tiempo deenroscarla…

—Es lamentable que se hayadescompletado tan precioso «test» —dije yo neciamente.

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—El hecho es elocuentísimo y,para alcanzarlo, daría yo una docena deálbumes como éste… ¿No se da ustedcuenta de que el robo confirmaplenamente mi deducción de psicologíacolectiva?

Después, ignorándome, ella abrióun cuaderno y se enfrascó en un mar deanotaciones.

Un año más tarde hubo necesidadde hacer algunas enmiendas y verificarciertos informes vagos para publicar elfruto de nuestras investigaciones;entonces volví a Nequetejé. Esta vezrecibí albergue en la sacristía de lacapilla. Ahí se me improvisó una alcobaincómoda, sórdida y fría. El capellán,recién llegado también, era un viejecito

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amable y hospitalario, con el que desdeel primer momento hice amistad. Meinformó que hacía veinticinco años quelos pames de la región no habían tenidopárroco y que él se había echado acuestas la tarea de reorganizar la iglesiay sus servicios.

—Qué triste ha de ser, señor, viviren tan apartado y solitario lugar —ledije.

—El pastor, amigo mío —mecontestó—, no mira al paisaje cuando elrebaño es grande y asustadizo

Salí a la placita de la aldehuelapara disfrutar unos instantes de lafrescura bajo la sombra de los fresnos.Pronto mi presencia intranquilizó a lagente. Una anciana se llegó hasta mí y

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con voz plañidera me dijo:—Todos sabemos a lo que vienes,

cuídate…Y sin esperar más, se marchó

pasito a pasito. Sus pies, desnudos yentorpecidos, mejor que huellas hacíansurcos sobre la faz del arenal.

Luego fue un hombre adulto y malencarado quien se acercó a mí; de suhombro izquierdo pendía un machetecampero.

—Si te sales con la tuya, pagaráscon el pellejo —dijo con un acentoronco e inhábil.

—¿Pero de qué se trata? —pregunté.

—Sólo eso te digo… Si teencaprichas, no saldrás con vida de

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Nequetejé —agregó en tonodeterminante.

Después escupió grueso y semarchó.

A poco, grupitos pavorosos de treso cuatro hombres me rodearon; en laspuertas de los jacales las mujeres meveían con ojos poco tranquilizadores.Me acerqué a una de ellas y, ante suinsistencia en mirarme, le pregunté:

—¿Qué me ven?—No más pa mirar, a qui’horas te

lo mueres, ladrón —contestó con unasonrisa aguda como la espina de unmaguey.

El crepúsculo irrumpía entre unbosque de gorjeos y de rumores. Sonó laprimera llamada al rosario. Aproveché

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el instante en que la paz se cuajaba alconjuro de la esquila y me dirigí a lasacristía. En esos momentos, el capellánse calaba el sobrepelliz percudido yechaba sobre su nuca la estola trasudaday raída. Me sonrió al tiempo quecomentaba:

—En estos andurriales, hasta losoficios eclesiásticos resultan unadistracción… ¿No es verdad, hijo mío?

Yo no respondí. Fui hacia eltemplo. Fragancias de copal y mirradieron contra mis narices; volutas dehumo subían desde los incensarios ybraseros hasta la bóveda, que cubría auna multitud prosternada y en actitud defe inenarrable. Media centena de fielesde todas edades se asociaba en un culto

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común, categórico, contagioso. Laiglesia era paupérrima; murosencalados, pisos de ladrillo poroso yrevenido, ventanas apolilladas y vidriosestrellados; presbiterio estrecho ydeslucido altar de yeso descascarado ytabernáculo humedecido y negro. Uncristo moreno, menudito e indiado,pendía de una cruz forrada con rosas depapel desteñido. El resto del templodesnudo, gélido, miserable… menos unretablo enclavado en el crucero, hacia laderecha. Ahí había un ascuaparpadeante, solemne, que nacía develas y candilejas: el altarcilloexornado con un mantel blanquísimo,bordado ricamente; esferas multicolores,ramos de verdura y florecillas

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montaraces, y arriba, una imagenenmarcada en un cuadro de recia maderade mezquite, del que pendían manojosde exvotos de plata…

¡Pero qué veían mis ojos…! Sí, eraella, nuestra Gioconda, la imagenrobada del «test» de la psicoanalista. Sí,no cabía duda, ahí estaba, deificada yotorgando mercedes a su grey, como lodemostraba la argentina milagrería quecolgaba del ancho marco y el fervor conque aquella gente se postraba a susplantas.

Los fieles habían dado la espaldaal cristo indiano para entregar el rostroa la estampa florentina, de la que lamística se había prendido con increíblefortaleza. Contemplé breves instantes

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aquel hecho, mas pronto me di cuentadel peligro que yo corría, cuandoaquella pequeña multitud se diera cuentade mi presencia y supusiera que venía arescatar el cromo robado y llevarloconmigo. Di media vuelta y torné a lasacristía. Cuando el capellán advirtió miturbación, me habló del caso:

—Sí, amigo mío, es todo unacontecimiento pagano… Tanto comousted, conozco el origen del cromo.Cuando llegué a este pueblo ya loencontré entronizado y en el acto traté deretirarlo de la iglesia, pero el intento sefrustró frente a una oposición que llegó atener características agresivas. Lallaman Nuestra Señora de Nequetejé yaseguran que es milagrosa como ninguna

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advocación de la Virgen Santísima; suculto se ha extendido entre los indígenasde muchas leguas a la redonda, quevienen a verla en procesiones, enperegrinaciones nutridas y fervorosas; lecantan loas frente a su altar y ejecutan enhonor de ella danzas pintorescas.Sienten por el cromo devoción ciega queserá muy difícil arrancarla de loscorazones, a riesgo de que en el intentose lesione un sentido generalizado y poreso respetable. Ahora, débil de mí,soslayo el problema y me preparo paraencauzar esa fe hacia la verdad, un día,cuando el Señor me lo permita…Mientras tanto, los dejo en su inocenteerror. ¡Si hago mal, que Dios me loperdone!

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Dentro de la capilla había brotadoun coro de alabanzas a la virgen pura einmaculada. Monna Lisa, la casquivana,la jovial mujer del viejo Zanobi elGiocondo, sonreía a esta nuevaaventura, la más portentosa de suhistoria, más sublime que aquella en queel genio del de Vinci la iluminó conluces inmortales, más extraordinaria quesu sonado rapto del Museo del Louvre…Ahora, en Nequetejé, hacía milagros y leatribuían, con la virginidad, ser madrede Dios.

En el laboratorio de México, lainvestigación pretendía haber extractadoen una cifra escueta, en un número

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muchas veces menor que la unidad, todala sustancia del hecho para ilustrar conél una conclusión científica, queexhibiera ante propios y extraños elalma de los indios de México.

Mientras tanto, allá en Nequetejé,arden los cirios del fervor y laslámparas alimentadas con la esencia dela esperanza.

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La cabra en dos patas

EN UN recodo de la vereda, donde elaire se hace remolino, Juá Shotá, elotomí, echó raíces. Entre el peñascal,donde el sol se astilla, el vagabundohizo alto. Una roca le brindó sombra asu cuerpo, como el valle le ofrecióreposo y deleite a su vista. En torno deél, las cañas de maíz crecían si acasodos cuartas y se mustiaban enfermas de

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endebleces. El indio fue testigoimpávido de las lágrimas y del sudorvertidos sobre la sementera para apagarla sed de los sembradíos y el hambre delos sembradores.

Pegado a la roca, aclimatado comolos árboles peruleros, viviendo como elmaguey, sobre la epidermis de un mantocalcáreo, Juá Shotá hacía su vida a unritmo vegetal.

Ofrecía al peregrino una jícara depulque, en los precisos instantes en quelas piernas flaqueaban y la lengua sepegaba al paladar. La gratificación porel servicio era modesta, aunqueconstante, tanto, que un día del peñascobrotó un techado que era flor del temple,nata del clima. Un techado que se

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ofrecía todo al caminante, quien nuncasoslayaba la satisfacción de permanecerun ratito bajo su sombra.

Cuando al fondo del jacal aparecióun armazón de maderos atados concabos de fibra de lechuguilla y sushuecos cubiertos con botellas deetiquetas policromas: «limonada»,«ferroquina», «frambuesa», o conpaquetes de cigarrillos de tabaco bravoo con latas de galletas endurecidas o conmecapales y ayates —utensilios estosúltimos indispensables en el ventorro,cuya clientela de cargadores ybuhoneros los reclamaba—, entoncesllegó María Petra, obediente al llamadode Juá Shotá, su marido.

Una tarde, de entre los peñascos,

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como un hongo, surgió la mujer. Veníafatigada; sobre su frente caían madejasnegras de pelo; su cuerpo trasudaba lamanta que lo cubría; los piesendurecidos se montabanalternativamente uno sobre otrobuscando descanso. Doblegada por elpeso de la impedimenta envuelta en unayate, las tetas campaneaban al aire. Laviajera no traía las manos vacías; enellas jugaba un malacate que torcía,torcía siempre un cordel que acariciabapulgar e índice: hilo de ixtle, que esurdimbre y es trama de la vida india.

Juá Shotá salió a su encuentro ytuvo para ella palabras de bienvenida.Luego preguntó por algo que no veía;ella, haciendo una mueca, se descargó y

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del bulto extrajo un atado del quebrotaban vagidos. A poco Juá Shotáacariciaba a la hija desmedrada y feúchaMaría Agrícola.

La madre, sin osar mirarlos,sonreía.

La grieta donde se encajaba la vereda sefue ensanchando al paso del atajo deaños. La venta de Juá Shotá habíacrecido y cobrado crédito: caminanteque pasaba por aquella vía huraña,caminante que detenía su paso en eltenducho para echar al gaznate un tragode aguardiente o para refrescarse conuna tinajilla de pulque. Juá Shotá era yaun hombre gordo, de ademanes y decir

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desparpajados. Vestía ropa blanquísimay calzaba huaraches de vaqueta. Paraestar a la altura de su nueva condición,había traducido su patronímico, ahora laclientela lo conocía por don Juan Nopal.En cambio, María Petra se agostaba enlas duras labores de puerta adentro, enlucha eterna con los pétreos cachivachesque formaban el menaje doméstico.

La niña creció entre riscos y abras.Sus carnes cobrizas asomaban por entrelos guiñapos que vestía, la cara chatahacía marco a los ojos de cervatilla y sucuerpo elástico combinaba líneasgraciosas con rotundeces prietas.

María Agrícola vivía aislada delmundo; don Juan Nopal y María Petra, eluno absorbido por las atenciones del

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ventorro y la otra entregada a loscuidados del hogar, se olvidaban de larapaza, quien pasaba todo el día en elcampo. Allí corría de peña en peña,mientras llevaba el ganado alabrevadero. Comía tunas y mezquites;reñía con el lobo, espantaba al tigrillo ylapidaba, despreciativa, al pastor suvecino que con sospechosas intencionestrató, más de una vez, de salirle al paso.Cuando la tarde se iba, echaba realada ycanturreando una tonadita seguía a surebaño, para dejarlo seguro en el corralde breñas, no sin antes conjurar a lasbestias dañinas con palabras solemnes ymisteriosas. Entonces regresaba a casa,consumía una buena ración de tortillascon chile, bebía un jarro de pulque y se

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echaba sobre el petate, cogida por lasgarras del sueño.

La clientela de don Juan Nopal ibaen aumento. Por la venta desfilaban loscaminantes: arrieros de la sierra,mestizos jacarandosos y fanfarrones, quellegaban hasta las puertas del tenducho,mientras afuera se quedaban pujando alpeso de la carga de azúcar, deaguardiente o de frutas del semitrópico,las acémilas sudorosas y trasijadas.Aquellos favorecedores charlaban ymaldecían a gritos, comían a grandesmordidas y bebían como agua losbrebajes alcoholizados. A la hora depagar se portaban espléndidos.

O los indios que cargaban enpropios lomos el producto de una

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semana entera de trabajo: dos docenasde cacharros de barro cocido,destinados al tianguis más próximo.Ocupaban aquellos tratantes el últimorincón del ventorro. Ahí aguardaban,dóciles, la jícara de pulque que bebíansilenciosamente. Pagaban el consumocon cobres resbaladizos de tan contados,para irse, presto, con su trotecillosempiterno.

O los otomies que, en plan de pagaruna manda, caminaban legua tras legua,llevando en andas a una imagen a la queescoltaban diez o doce compadritos, losque, por su cuenta, arrastraban una ristrade crios, en pos del borrico cargado condos botas de pulque cada vez másligeras, ante las embestidas de los

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sedientos.Entonces los cohetes reventaban

contra el cielo, las mujeres gimoteabanllenas de piedad y los hombresalternaban alabanzas con canciones muyprofanas, acompañadas por una guitarrasexta y un organillo en melódica pugna.Llegados a donde Juan Nopal, seolvidaban del pulque para dar contra elaguardiente. A poco aquello echabahumo; los hombres festejaban acarcajadas la fábula traviesa y laocurrencia escatológica o se empeñabanen toscos juegos de manos. Las hembrasse apretaban unas contra otras y, con lavista vidriada por las lágrimas vertidas,seguían bebiendo con el mismo fervorcon que elevaban plegarias y

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jaculatorias. El santo de las andas yacíamaltrecho en medio del recinto.

O la caravana que acompañaba aun cadáver de tres días, encaramadosobre los hombros de los deudos queíbanse turnando periódicamente. A uncadáver que había trepado montañas,atravesado valles, vadeado ríos yoscilado en la negrura de los abismos,con afán de cortar la distanciamedianera entre el pueblito perdido enla sierra y la cabecera del municipiodonde el «derecho de panteones»constituía el tributo más productivo.Esta multitud doliente llegaba a la casade Juan Nopal y, después de repetidaslibaciones por «la salud del fieldifuntito», limpiaba la bodega, mientras

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el féretro, tendido en medio camino,tronaba macabramente.

Con aquella clientela, Juan Nopalhacía su vida. La paz cubría el techo delhogar montero. El horizonte se hacíamezquino, porque se estrellaba en lafalda del cerro interpuesto entre losterrenos del otomí y el valle anchuroso.

Cuando aquella pareja instaló su tiendade campaña frente al ventorro de JuanNopal, éste, sin saber por qué, sintióhacia los recién llegados una gransimpatía. El hombre era de un colorblancucho, prominente abdomen ymovimientos un poco amanerados.Usaba lentes como aquellos tipos que

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tanto hacían reír al indio, cuando losmiraba retratados en los periódicos quecasualmente llegaban a sus manos.

Todas las mañanas, el nuevo vecinosalía paso a paso en busca de piedras,que traía después a su tienda. Por lastardes remolía los pedruscos yobservaba el polvo cuidadosamente.

Ella era una joven delicada ytímida. Su físico no cuadraba con laindumentaria, pantalones de burda telaque hacían resaltar grotescamente lasprotuberancias glúteas, para regocijo deNopal y de su clientela; botas de cueroaceitado y un sombrero de paja que seataba al cuello con un listón rojo. Sinembargo, cuando el dueño del ventorroobservaba las desazones que la vida

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cerril provocaba a la mujercita, sentíapor ella inexplicable compasión.

El hombre parecía másacostumbrado a las molestias de larusticidad; iba y venía con pasosinalterables. En ocasiones cantaba convoz ronca y potente algo que a JuanNopal le parecía muy cómico.

Las actividades del extraño teníanintrigado al indígena. Los arrierosserranos le dijeron que, por las botas,los pantalones bombachos y el sombrerode corcho, se podía sacar en claro queel vecino era ingeniero. Desde ese díadon Juan Nopal señaló al hombre de lacasa de campaña con el nombre deIngeniero.

Una tarde, María Agrícola llegó

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sofocada.—Eh, viejo —dijo al padre en su

lengua—, ése, al que tú llamasingeniero, me siguió por el monte.

—Querría que le ayudaras a cogeresas sus piedrotas que a diariopepena…

—¿Piedrotas? No, si parecía chivopadre… Daban ganas de persogarlo conbozal debajo de un huizache y voltearleen el lomo un cántaro de agua fría…

Los ojos del indio se encapotaron.

El Ingeniero entró en la venta. Pidiólimonada y empezó a beberlalentamente. Habló de muchas cosas.Dijo que era minero, que venía a buscar

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plata entre el lomerío. Que su esposa loacompañaba nada más para servirlo…Que era rico y poderoso.

El indio sólo escuchaba: «Puestoque mucho habla, mucho quiere» —rumiaba para sí la sentencia que leenseñaron sus padres—. «Pero el quemucho habla, poco consigue», agregabacomo coletilla de su propia cosecha.

Cuando María Agrícola pasó frentea ellos, el indio notó en el Ingeniero unsacudimiento y descubrió en sus ojos elbrillo inconfundible.

Al otro día, el hombre repitió lavisita, sólo que esta vez veníaacompañado de su esposa. A don JuanNopal le cautivó la suavidad de modalesde la hembra, igual que la tristeza que

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había en el fondo de sus ojos verdes.La voz apagada de ella acarició el

oído del ventero, al mismo tiempo quelas manos largas y transparentesatrapaban su voluntad. Esa tarde lavisita del minero le fue grata.

Las estancias del Ingeniero en latienda menudeaban. Bebía limonadamientras decía cosas raras que el indioapenas si penetraba… Mas, de todassuertes, reía y reía por lo mucho decómico que encontraba en el palique.

—Bien, don Juan —dijo el mineropor fin—, tengo para ti un buen negocio.

—Tu mercé dirás —respondió elotomí.

—¿Está muy caro el ganado poracá? ¿Cuánto, por ejemplo, sale

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costando una cabrita?—El ganado en esta tierra no se

vende. Los pocos animales que tienenosotros, los guardamos para cuandonos toque la mayordomía del SantoNicolás, al que rezamos los de Bojayque es mi tierra, allá, trastumbando elcerro más alto que devisas detrás de lasramas de aquel pirul… O para el día enque nos vesita el Santo Niño del Puerto.Entonces hacemos matanza y norespetamos ni las cabras de leche,porque viene harta gente.

—Bien, bien, ¿pero si yo te ofrezcodiez pesos por una cabrita, tú seríascapaz de vendérmela?

—Pos pué que ni así —respondióel indio aparentando pocas ganas de

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tratar.—Diez pesotes, hombre; nadie te

dará más… Porque lo que yo quieropagar más bien es un capricho.

Don Juan no respondió; pero hizouna mueca que, de tan equívoca,cualquiera la hubiese tomado por unaaceptación.

—Hay entre tu ganado, don Juan,una cabra que me gusta mucho, tanto,que ya ves el pago que por ella teofrezco.

—Si tu mercé la queres, tienes quepagarme en centavos y quintos decobre… A nosotros no me gusta elbillete.

—En cobres tendrás los diez pesos,hombre desconfiado.

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—Si ya tu mercé tienes visto elanimalito, vé por él al monte.

—Sólo que —dijo el minero condesfachatez— la cabra que yo quierotiene dos patas.

—Ja, ja, ja —rió el indioestrepitosamente—. Y yo que no queríacreer a los arrieros serranos, ora síestoy cierto; tu mercé estás loco… ¡ybien loco! Chivas con dos patas. ¡Serála mujer del demonche, tú!

—Chiva de dos patas llamo a tuhija… ¿No lo entiendes, imbécil? —preguntó amoscado el forastero.

El indio borró la sonrisa que lehabía quedado prendida en los labiosdespués de su carcajada y clavó la vistaen el minero, tratando de penetrar en el

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abismo de aquella propuesta.—Di algo, parpadea siquiera, ídolo

—gritó enojado el blanco—. Resuelvede una vez. ¿Me vendes a tu hija? Sí ono.

—¿No te da vergüenza a tu mercé?Es tan feo que yo la venda, como que túla merques… Ellas se regalan a loshombres de la raza de uno, cuando notienen compromisos y cuando sabentrabajar la yunta.

—Cuando se cobra y se paga bienno hay vergüenza, don Juan —dijo elIngeniero suavizando el acento—. Laraza no tiene nada que ver… y menoscuando se trata de la raza que ustedeslos indios quieren conservar… ¡Bonitacasta que no sirve más que para asustar

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a los niños que van a los museos!—Pos las chivas de esa clase no

han de ser tan feas, ya que tu mercé teinteresas tanto por una.

—Te he dicho que es tan sólo uncapricho mío… A lo mejor tú salesganando un nieto mestizo. Un hijo deblanco que será más inteligente que tú.Un mestizo que valdrá más de diezpesos en cobres.

—No, ese ganado no está a la venta—repuso don Juan con un tonillo quedenotaba no haber entendido o no haberquerido entender las últimas palabras desu cliente.

—Se necesita ser estúpido para notratar. En la costa regalan a las indiasvírgenes, sólo con la esperanza de que

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tengan un hijo blanco, porque aquellagente entiende que la mezcla de loshombres es tan útil como una buenacruza en los ganados; pero ustedes losotomíes son tan cerrados, que nipagándoles acceden a mejorarse.

Ahora en los ojos de don Juanhabía una chispa. Chispa en la que noreparó en su fogosidad el blanco.

—Bueno, en vista de tu necedad,doblo la oferta. Veinte pesos por ella.¡Veinte pesos en cobres de a cinco! No,no me la voy a llevar, porque las criadasindias en la ciudad son inútiles ypuercas. Solamente quiero que le digasque se bañe y que la aconsejes para queno sea mala conmigo, que no me arañeni me tire de patadas… Después te la

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dejo. No pago más que el silencio,porque a mí no me convendría que nadiese enterara, ¿sabes? —dijo mientrasmiraba hacia la tienda de campaña,donde la mujer blanca recosía ropa,sentada cerca de la puerta.

—No, tu mercé eres mala gente. Yate digo que por’ay no l’entro… ¡Y depaso, pos pagas tan pocos fierros!

—Veinticinco pesos en cobres…En cobres, oíste —ofrecióterminantemente el comprador.

—Te voy a enseñar a tu mercé atratar ganados —dijo pachorrudamenteel otomí, mientras sacaba una bolsagruesa del cajón del mostrador—. Aquíhay cien pesos en cobres… Y como yocreo con tu mercé que las cruzas son

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buenas, quisiera yo también mejorar micasta. Pero la mía, no la ajena. Cienpesos que te doy por tu mujer. Tráimela,yo no pongo condiciones… Aunque mearañe, me muerda y me patié. Yo nopago el silencio, eso te lo doy de ribetepuede tu mercé contarlo a todo elmundo. Tampoco te pido que la bañes,déjamela así.

Entonces el que permaneció ensilencio fue Ingeniero.

—Tu mercé te la llevas, a mí aquíen el monte no me sirve… ¡Capaz deque se quebre! Tu mercé cargas con ella;pero eso sí, con la garantía de quepronto tendrás un mestizo bonito ytrabajador que te diga papá… Sonbuenas las cruzas de sangre; pero lo

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mejor de ellas es que pueden hacer lomesmo de macho a hembra que dehembra a macho… ¿O qué opinas tumercé?

—Pero esto es bestial… Se te hasoltado la lengua, ídolo.

—Resuelve luego —continuó Juan—, porque yo cuando me alboroto luegome da por retozar. Cien pesos en cobres;nenguno te dará más, porque está tancanija, si apenas que con su peso levantala vara de la romana. No merco ni lacarne ni el pellejo, sólo te compro a tumercé el modito de ella… Pero si no tegusta este trato, tengo otro queproponerte… ¡Tú dirás!

La mirada de ambos coincidióentonces en un solo punto. Cuatro ojos

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se clavaron en un machete que colgabadel mostrador al alcance de la mano delindio.

—¡Cien pesos por un modito, señorIngeniero! —repitió con retintín donJuan. En su boca había una sonrisa querivalizaba en frialdad con la hoja deacero.

A la mañana siguiente, don Juan Nopalse sorprendió de no encontrar frente a sucasa la tienda de campaña delIngeniero. Había sido desmontadaprecipitadamente antes de la medianoche. El amanecer había sorprendido alos fugitivos blancos en la cumbre delcerro de El Jilote.

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María Agrícola, irguiendo elcuerpo fino y flexible, como las armasde los flecheros, dejaba que el airerevolviera el negror de sus trenzas,mientras veía cómo una polvareda sealzaba por allá, cerca de la barranca deEl Cántaro, punto cercano a la vía delferrocarril.

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El diosero

KAI-LAN, señor del caribal de Puná,sentado frente a mí toma una graciosapostura simiesca y sonríe amistoso; ensus manos cortitas y móviles, jugueteaun bejuco. Estamos bajo el techo de su«champa» erigida en un claro de laselva; en un claro que es islote perdidoente el océano vegetal que amenazadesbordarse en olas crujientes y negras.

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Kai-Lan escucha, sus ojos se clavan enmi rostro; parece adivinarme el gestomejor que entender mis palabras. Aveces, cuando mi propósito lograpenetrar en el cerebro o en el corazóndel indio, él ríe, ríe a carcajadas… Masa veces, cuando mi relato tórnase grave,el lacandón se pone formal yaparentemente interesado en aqueldiálogo en que participa él con algunosmonosílabos o con tal o cual frasesencilla emitida con dificultad.

Las tres mujeres de Kai-Lan estáncerca de nosotros, sus tres «kikas».Jacinta, niña casi y madre ya de unaindiecita lactante, de cara redonda ycachetona; Jova, una anciana reservada,fea y huidiza, y Nachak’in, hembra en

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plenitud; su perfil arrogante como unmascarón pétreo de Chichén-Itzá, losojos sensuales y coquetones, el cuerpoondulante, apetitoso, a pesar de la cortaestatura y los ademanes sueltos, tanto,que llegan a descocados frente aldesabrimiento de las otras dos.

Jova, arrodillada cerca del metate,tortea grande, ruedas de masa de maíz;Jacinta, que carga sobre el brazoizquierdo a su hija, revuelve entre lasbrasas del fogón un faisán abierto encanal del que sale un tufillo agradable.Nachak’in de pie, metida en su ampliocotón de lana, mira impávida el ajetreode sus compañeras.

—Y ésa —pregunté a Kai-Lanseñalando a Nachak’in—, ¿por qué no

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trabaja?El lacandón sonríe, guarda silencio

unos instantes; con ello da idea de quebusca los términos apropiados pararesponder:

—No trabaja en el día —dice al fin—, a la noche sí… A ella toca subir a lahamaca de Kai-Lan.

La bella «kika», tal si hubieraentendido las palabras que en castellanome dijo su marido, baja los ojos ante micuriosa mirada y pliega los labios enuna sonrisa terriblemente picaresca. Desu cuello robusto y corto, cuelga uncollar de colmillos de lagarto.

Fuera de la «champa», la selva, el

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escenario donde se desenvuelve eldrama de los lacandones. Frente a lacasa de Kai-Lan, se alza el templo delque él es Gran Sacerdote, al mismotiempo que acólito y fiel. El templo esuna barraca techada con hojas de palma;sólo tiene un muro, que ve al poniente;adentro, caballetes de rústica talla y,sobre ellos, los incensarios o braserillosde barro crudo, que son deidadesdoblegadoras de las pasiones,moderadoras de los fenómenos naturalesque en la selva se desencadenan confuria diabólica, domadores de bestias,amparo contra serpientes y sabandijas yresguardo opuesto a los «hombresmalos» del más allá de los bosques.

Junto al templo, la parcela de maíz

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cultivada cuidadosamente; matasvigorosas se alzan del suelo más de dospalmos entre las paredes de loshoyancos cavados a «coa»; un lienzo devaras espinudas protege al sembradío delas incursiones de los jabalíes y de lostapires y, abajo, entre lianas y raíces, elrío Jataté. El clima es húmedo y tibio.

La voz de la selva, de tonoinvariable y de intenciones tozudascomo las del mar, aquel ruido deenervantes efectos para quien lo escuchapor primera vez y que acaba portornarse, andando el tiempo, en estímulograto durante el día y en arrullo suavedurante la noche, aquella voz nacida debuches de aves, de fauces de fieras, deramas quebradizas, del canto de las

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hojas de la ceibas, del ramón y delasesino matapalos que trepa sustentáculos abrazados a los corpulentostroncos del caobo, del chicozapote, paraextraer de ellos, en provecho propio,hasta la última gota de savia, delchiflido intermitente de la nauyaca quevive entre las cortezas del chacalté y delululante alarido del sarahuato, monitogrotesco y cínico que retoza su eternabrama pendiente de las lianas o trepadoinverosímilmente en las más atrevidascopas… En tal algarabía, apenas si seescucha la palabra del lacandón que esseñor de la selva, al mismo tiempo queel más débil y desposeído entre lo queanima ese mundo de fronda y luz, deestruendo y silencio.

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En la «champa» de Kai-Lan,cacique de Puná, aguardo el «taco» quesu hospitalidad delicadísima me habrindado, para continuar mi caminodespués del refrigerio, por brechas y«picados», entre la masa verde y elpantano, con rumbo al caribal de PanchoViejo, aquel silencioso, solitario ylánguido caballero lacandón, cuya«champa», huérfana de «kikas», se alza,Jataté abajo, a pocos kilómetros de laheredad de mi huésped actual. Calculollegar a la anochecida.

Cuando estoy terminando de darcuenta con la pechuga del faisán, Kai-Lan muestra alguna inquietud; volteahacia la selva, hincha su nariz en unhusmear de bestia carnívora; se pone en

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pie y sale lentamente. Lo miro cómointerroga a las nubes; después recogedel suelo una varita que eleva entre elíndice y el pulgar; por el arco queforman sus dedos, se mira el sol a puntode llegar al cenit.

Kai-Lan ha vuelto y me haceconocer el resultado de su observación.

—Poco andarás… Viene agua,mucha agua.

Yo insistí en la necesidad que tengode llegar esa misma noche a la«champa» de Pancho Viejo, mas Kai-Lan machaca cordialmente:

—Mira, falta ansinita para el agua—y me muestra la vara a través de lacual observó las nubes.

—Pancho Viejo me espera.

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Kai-Lan ya no habla.Me he puesto en pie, acaricio la

cara de la pequeña que se ha dormido enbrazos de su madre y cuando medispongo a salir, gotas enormes medetienen; la tormenta se hadesencadenado. Kai-Lan sonríe al vercumplido su pronóstico: «Agua… muchaagua».

El rayo brama a poco bajo un techocolor de acero que se ha interpuestoentre la selva y el sol; la tormenta seabate sobre las ramazones de losárboles que rascan la costra de nubes.La voz de la selva se acalla para dejarsitio al estruendo de las cataratas. La«champa» se sacude con violencia, Kai-Lan ha vuelto a sentarse junto a mí; estoy

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sobrecogido ante el espectáculo que porprimera vez presencio.

El agua sube a ojos vistas; Jacintaha dejado a su niña acostada en lahamaca de Kai-Lan y seguida de Jovaalzan sus cotones con inocenteimpudicia hasta arriba de la cintura yempiezan a levantar un dique dentro dela choza, para evitar que el agua escurraal interior. Nachak’in, la «kika» enturno, distrae su holganza sentada encuclillas en un rincón de la «champa»;Kai-Lan, con el mentón entre sus manos,mira cómo la tempestad crece enintensidad y en estruendos.

—¿Qué buscas en cá Pancho Viejo?—me interroga de pronto.

Yo, sin muchas ganas de liar la

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charla, respondo un poco cortante:—Me va a platicar cosas de la vida

de ustedes los «caribes».—¿Y a ti qué te importa? ¡No hay

que meterse en la vida de los vecinos!—dice el lacandón sin tratar de herirme.

No contesto.Jacinta ha tomado en brazos a su

hijita, la estrecha contra su pecho; en lacara de la joven hay ahora sombras decongoja. Jova, estoica, empieza adestazar un sarahuato enorme; la piel dela bestia, taladrada por una flecha deKai-Lan, va despegándose de la carnerojiza hasta dejar un cuerpo desnudo,muy semejante en volumen y muyparecido en forma al de la inditamofletuda que llora entre los brazos de

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Jacinta.Kai-Lan me ha pedido un cigarrillo

al que arranca fumarolas que la ventiscase encarga de disolver en cuanto salende su boca.

Entre tanto, el cielo no acaba devolver sus odres sobre la selva; lasnubes se confunden ya con las copas delchacalté y del chicozapote; un rayo hapartido, como a vil bambú, el tronco deuna ceiba centenaria; el fragor nosaturde y la luz lívida nos deja ciegos porinstantes.

En la «champa» nadie habla, elpavor supersticioso de los indios esmenor que mis temores de hombrecivilizado.

—Agua, mucha agua… —comenta

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al fin Kai-Lan.De pronto, un estrépito prolongado

colma nuestra inquietud; es rotundocomo el de las rocas al desgajarse; escategórico tal el estruendo de cientroncos de caobo que reventaran alunísono.

Kai-Lan se pone de pie, mira haciaafuera por entre la tupida cortina quedescuelga el temporal. Habla enlacandón a las mujeres, quienes venhacia el punto que el hombre les señala.Yo hago lo mismo.

—El río, es el río —me dice Kai-Lan en castellano.

En efecto, el Jataté se ha hinchado;sus aguas arrastran como pajillastroncos, ramas y piedras.

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El lacandón vuelve a hablar a susesposas; ellas escuchan sin contestar.Jova va hacia el fondo de la «champa» yremueve con sus manos un montón dearcilla seca, al tiempo que Kai-Lan,provisto de un gran calabazo, sale a latormenta, para regresar a poco; sucabello empapado cuelga lacio hastaabajo de los hombros; el cotón se lepega al cuerpo dándole un aspectoridículo… Ahora voltea sobre la arcillael agua que ha traído en el calabazo; lasmujeres lo miran llenas de unción; Kai-Lan repite la maniobra una vez y otra; elagua y la arcilla han hecho barro que elhombrecillo amasa. Cuando haencontrado el punto pastoso y modelableen la arcilla, emprende otro viaje en

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medio de la tempestad; lo vemos entraral tempo y destruir con furia mística losbraseros deidades. Luego que haterminado con el último, retorna a la«champa».

—Los dioses son viejos… ya nosirven —me dice—. Yo haré otro, fuertey valiente, que acabe con el agua.

… Y Kai-Lan, echado frente almontón de barro, empieza a modelar coninsospechada maestría un nuevoincensario, un dios lucido y potente,capaz de conjurar a las nubes que ahorase desprenden sobre el «caribal» ysobre el río.

Las «kikas» han vueltodiscretamente las espaldas al hombre,hablan entre sí en voz baja. De pronto

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Nachak’in arriesga una mirada que Kai-Lan sorprende. El hombrecito se hapuesto en pie, grita roncamente, bate susmanos al aire presa de furores;Nachak’in, vuelta de nuevo hacia lapared y con la cabeza baja, resistehumildemente la reprimenda… Kai-Lanha deshecho, convulso de ira, la obracasi terminada: Dios ha vuelto asucumbir en manos del hombre.

Cuando el lacandón se cerciora deque el ojo impuro de las hembras nomancillará la obra divina, intenta denuevo erigirla.

… Ya está, es un bello incensariode apariencia zoomorfa; un avebarriguda, con el lomo hundido en formade cazoleta; la figurilla se mantiene

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enhiesta sobre tres pies que rematan enpezuñas hendidas como las del jabalí.Dos astillas de pedernal brillan en lasórbitas profundas. Kai-Lan se muestramuy satisfecho de su trabajo; lo mira dehito en hito, lo retoca, lo pule… Loaprecia a distancia en todos sus ángulosy acaba por ocultarlo bajo el vuelo de sutúnica, para salir con él entre la ventiscay con dirección al templo… Ya está ahí,lo miro a través del empañado cristal dela tormenta. Entroniza en el caballete aldios flamante, fresquecito aún: echasobre sus lomos granos de copal yalgunas brasas que toma entre dos varasde la hoguera perpetua, que arde en elcentro del recinto. Kai-Lan se mantieneen pie, inmóvil, hierático, sus brazos

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cruzados y la barbilla en alto.Entre tanto, Jova atiza el hogar que

chisporrotea; las llamas alumbran unpoco la choza en donde empiezan acuajarse las sombras. El vendaval sigueentre lamentos de árboles desgajados yestruendo de torrentes; el Jataté se hatornado soberbio, sus aguas suben denivel alarmantemente… Ahora amenazandesbordarse, ya chapotean en losribazos que protegen la milpa. Kai-Lanse ha dado cuenta del peligro; bajo eltecho del templo observa inquieto elamago del río; vuelve hacia el brasero,lo carga de nuevo con resina y aguarda.Mas la tempestad no cede, losnubarrones columpian de las cumbres ydejan caer sobre el «caríbal» su sombra.

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La noche se precipita… Veo la siluetade Kai-Lan ir hasta el ara, tomar al diosentre sus manos, destruirlo y después,presa de furores, arrojar los fragmentosde barril a las lagunetas que se hanformado frente a su «champa»… ¡Diosinútil, dios negado, imbécil dios…!

Mas Kai-Lan ha salido del templo,va hacia la milpa; marcha penosamentebajo las aguas, ahora se echa en cuatropies junto al río, parece tapir que serevuelca entre el fango. Arrastratroncones y ramas, piedras y hojarascas;con todo bordea la sementera; es el suyoun trabajo doloroso e inútil. Cuando medispongo a ir en su auxilio, él,convencido de la nulidad de susesfuerzos, retorna a la «champa».

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Increpa entonces con palabras violentasa las mujeres, quienes voltean de nuevosus caras hacia el muro de hojas depalma. La niña duerme plácidamentesobre la hamaca, su cuerpecilloregordete yace entre harapos sucios yhumedecidos.

Kai-Lan emprende otra vez latarea.

Y ya tenemos ante nosotros alnuevo dios que ha brotado de sus manosmágicas. Es más basto éste que elanterior, pero menos hermoso. Ellacandón lo eleva hasta la altura de susojos y lo contempla unos instantes;parece estar muy engreído con sucreación. A sus espaldas se escucha elgemido de la niña que despierta quizá al

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lancetazo de un bicharraco. Cuando Kai-Lan vuelve, se encuentra a la pequeñamirando fijamente al incensario. Ellacandón tiene un gesto de impacienciaque a poco se torna en mueca benévolafrente a la risa de la criatura. Arroja alsuelo el incensario, ya maculado porojos de mujer y empieza a destrozarlocon sus pies desnudos. Cuando haconsumado la destrucción, llama avoces. Jacinta, sin atreverse a levantarla cabeza, recoge a su hija y la lleva enbrazos hasta el muro; saca por entre lamanga de su cotón una mama excesiva yprieta, a la que la niña se prende;Jacinta, al igual que las demás «kikas»,ha volteado su cara a Kai-Lan, quien nopierde la fe; ahora empieza de nuevo.

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El afán puesto en la tarea hace alindio olvidarse de mí, que miro a placerlas incidencias que ocurren durante lamanufactura de dios… Las manospequeñitas de Kai-Lan toman fragmentosde lodo, nerviosas bolean esferas,amoldan cilindros o retocan planos;bailan sobre la forma incipiente,atareadas, ágiles, vivaces. Jova yJacinta, la última meciendo entre susbrazos a la hija, se mantienen en piedándonos las espaldas. Nachak’in,amurriada tal vez por su frustradohimeneo, se ha sentado con las piernascruzadas y la cara a la pared; cabeceapresa del sueño. En medio de la choza,la lumbre crepita. Es de noche.

Esta vez la fábrica de dios ha sido

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más laboriosa, diríase que, ante losfracasos, el hacedor pone en la tareatodo su arte, toda su maestría. Modelaun cuadrúpedo fabuloso: hocicos denauyaca, cuerpo de tapir y cauda enormey airosa de quetzal. Ahora mira ensilencio el fruto de sus esfuerzos; ahíestá, es una bestia magnífica, recia,prieta, brutal… El lacandón se ha puestoen pie; el incensario descansa en elsuelo: Kai-Lan se retira algunos pasospara mirarlo a distancia; le ha notadoalguna imperfección que se apresura acorregir con sus dedos humedecidos desaliva… Ha quedado, finalmente,satisfecho por completo. Alza entre susbrazos el incensario y cuando se aseguraque no ha sido profanado por la mirada

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de las hembras, sonríe y se dispone atrasladarlo a sus altares. Pasa rozandomis piernas; yo estoy seguro de que enesos instantes no repara en mi presencia.

Las sombras de la noche empapadaya no me permiten ver la maniobra deKai-Lan en oficio de Sumo Sacerdote;mis ojos apenas si perciben la lucecillaintermitente que arde sobre los lomos dela deidad recién modelada y el parpadeoangustioso de la hoguera perpetuaalimentada con leños húmedos.

Mientras tanto, Jova ha montado uningenio de varas cerca del fogón; de élpende el sarahuato para asarse alrescoldo; el aspecto del cuadrumano espavoroso; la cabeza caída sobre elpecho parece gesticular; sus miembros

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retorcidos me recuerdan imágenes demártires, de hombres mártires sometidosa la tortura por su santidad o… por susherejías. Los granos de sal que salpicanla carne estallan con leve y enervantechasquido, al tiempo que la grasaescurre para dejar negro y enjuto alcuerpecillo antropomorfo.

Jacinta, echada de rodillas frente aun cacharro barrigudo, extrae el maízque deposita en el metate, la niñaduerme en una estera tendida al alcancede la madre.

Nachak’in, que ve pasar yerma sunoche de amor, se ha tirado en la hamacadonde revuelve sus ansiedades; laspiernas, torneadas y pequeñas, cuelganen inquietante balanceo.

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De pronto, viniendo de allá de lamilpa, se escuchan voces. Es Kai-Lan.Jacinta y Jova atienden en el acto alllamado; las dos «kikas» salen entre laborrasca y van hacia donde el esposolas requiere. Nachak’in apenas si seincorpora para verlas partir; bosteza,distiende sus brazos sobre la «cabeza»de la hamaca y hace algunosmovimientos elásticos de bestiecita encelo.

Miro hacia el sembradío; Kai-Landebajo de una ceiba opulenta sostieneentre sus manos una tea, cuya llamadesafía sorprendentemente al ventarrón;las mujeres se debaten entre el barro enpelea furiosa contra el agua que ya harebasado el pequeño bordo que la

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contuvo; ahora las primeras matas demaíz están anegadas. Corro a prestarauxilio a las mujeres. A poco me hallohundido hasta la cintura en el lodo ycomprometido en la lucha de loslacandones. Mientras Jacinta y yoacercamos piedras y fango, Jova levantaun vallado que más tarda en alzarse queen ser arrastrado por la corriente. Kai-Lan grita en lacandón palabrasfustigantes; ellas redoblan sus esfuerzos.El hombre va y viene bajo el enormeparaguas de la ceiba; en alto la antorcha,nos manda sus débiles fulgores. Llega unmomento en que la agitación de Kai-Lanes irreprimible. Deja la tea sostenidaentre dos piedras y va hacia la choza deltemplo, penetra en ella y nos abandona

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empeñados en nuestros estérilesesfuerzos… Jacinta ha resbalado, elagua la arrastra un trecho; Jova lograpescarla por la melena y con mi ayudasacarla del trance. Un enorme tronco queflota en las aguas barre totalmentenuestra obra… La riada se desborda yaen arroyuelos que hacen charcas al piede las matas de maíz. Nada hay quehacer; sin embargo, las mujeres siguenen empeñosa pugna. Cuando yo estoy apunto de marcharme materialmenterendido, noto que la tormenta hacesado… Como llegó se fue, sinaparatos espectaculares, de improviso,tal como se presenta o se ausenta todoen la selva: la alimaña, el rayo, elviento, el brote, la muerte…

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Kai-Lan sale del templo, lanzaalaridos de júbilo. Nachak’in se asomapor la «champa» y festeja con risas elcontento de su hombre. Nosotrosregresamos al jacal.

Nachak’in mira, sin hacer nada porevitarlo, cómo el cuerpo del sarahuatose chamusca, se carboniza; una nubenegra y hedionda hace irrespirable elambiente; la niña solloza rendida dellorar.

Las mujeres al ver mi traza ridícularíen; estamos encenagados de pies acabeza.

Trato de limpiar el fango de misbotas. Kai-Lan me tiende un calabazolleno de «balché», aquella bebidafermentada ritual de las grandes

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ocasiones. Bebo un trago, otro y otro…Cuando alzo el codo por tercera vez,noto que amanece.

Kai-Lan está a mi lado, me miraamablemente. Nachak’in se acerca ytrata de echar, lúbrica y provocativa, unbrazo al cuello del hombrecillo; él lasepara delicadamente, al tiempo que ledice:

—Nachak’in ya no, porque hoy esmañana.

Luego llama con suavidad a Jova;la anciana viene sumisa hasta el hombre;él la toma por la cintura y asípermanece.

—Hoy no trabaja de día la Jova…A la noche sí, porque a ella toca subir ala hamaca de Kai-Lan.

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Después, con palabras breves ycortadas, habla a Nachak’in, quien se haseparado un poco del grupo. La bella eimperiosa, ahora dócil y humilde, vahasta el fogón para ocupar el sitio quedejó Jova, la «kika» en turno.

Me dispongo a partir; regalo a lasmujeres unos peines rojos y un espejo,ellas agradecen con sonrisas blancas yanchas.

Kai-Lan me obsequia con un pernilde sarahuato que se escapó de lachamusquina. Yo correspondo con unmanojo de cigarrillos.

Salgo hacia el «caribal» delcaballero Pancho Viejo. Kai-Lan meacompaña hasta el «picado». Cuandopasamos frente al templo, el lacandón se

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detiene y, señalando hacia el ara,comenta:

—No hay en toda la selva unocomo Kai-Lan para hacer dioses…¿Verdad que salió bueno? Mató a latormenta… Ve, en la pelea perdió subonita cola de quetzal y la dejó en elcielo.

En efecto, prendido a la copa de un«ramón», el arco iris esplende…

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Los diez responsos

FUE el lunes por la tarde; quedó en lacuneta de la carretera con los brazosextendidos en cruz; en su rostro cobrizoy polvoriento perduraba un gesto desorpresa y en sus ojos semiabiertos unestrabismo horrible, que decía a lasclaras de la postrera conmoción. Cercade él el borrico cargado con dos terciosde leña y un pellejo inflado de pulque;

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más cerca todavía, Tlachique, el perro«jolín» y esquelético, rascaba su sarnasin perder de vista al cadáver de suamo.

Así encontraron el cuerpo dePlácido Santiago los que regresaban alpueblo de Panales, después de hacer el«tianguis» en Ixmiquilpan. A Panales,que agachaba su humildad al margen dela carretera de México a Laredo.

Algunos hombres venían borrachos;las mujerucas los precedían en lamarcha, cargadas con las compras o conlos efectos de su industria no vendidosen el mercado regional.

El hallazgo consternó a todos; unapretado grupo rodeó el exánime cuerpodel paisano Plácido Santiago.

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—Fue un astromóvil.—Yo crio que una troca.—Malditos sean, desde que les

abrieron camino a estos diablos, naidenanda tranquilo ni en sus propiosterrenos.

Una vieja se arrodilló junto alcadáver; humedeció con saliva susdedos índice y pulgar y con ellosacarició los lóbulos de las orejasamarillentas de Plácido Santiago. Por laboca de la anciana brotó una jaculatoriaque corearon voces graves.

El más viejo tomó la iniciativa; dosjóvenes lo ayudaron a descargar elpollino.

—Habrá harto pulque en el velorio—dijo uno, cuando abrazó con

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satisfacción la bota henchida.—Habrá —confirmó otro, mientras

cargaba a sus espaldas el pellejo.—Tú, Tomás, llévate el tercio de

leña… Es la herencia de PlácidoSantiago pa mi comadre Trenidá —dijoel viejo, a quien llamaban todos TíoRoque.

Luego, entre varios hombres,treparon el cadáver en el burro: laspiernas abiertas, rígidas, colgaban encompás sobre la barriga de labestezuela; los dedos, que asomaban porentre los huaraches, eran racimosamarillentos, como frutos malogradospor la helada; la pelambre de la cabeza,fantásticamente braquicéfala, serevolvía al impulso del aire friolero de

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diciembre.Tras del pollino iban los hombres y

las mujeres a paso lento, solemne; elanimal de vez en cuando tirabatarascadas a los renuevos de grama, sincurarse de la azotaina que seguía a losgolosos intentos… Mas en una de ésas,el cuerpo estuvo a punto de rodar; huboalarma y gritería. Roque Higuera, el Tío,dispuso que un muchacho trepara a lagrupa del jumento y mantuviera enequilibrio los despojos de PlácidoSantiago.

La caravana siguió su marcha, hastatorcer por la vereda que llevaba aPanales; a la retaguardia, Tlachique,vivo el ojo y la lengua colgante, jadeabaal trotecillo lobuno que había tomado.

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La comadrita Trenidá recibió sinlágrimas el cadáver de su maridoPlácido Santiago; la pena, que se lehabía sesgado en la garganta, y elcorazón paralizado por tanto y tantopeso, le impedían hablar. Con unasramas de huizache barrió la tierra de lachoza; luego buscó una botella y rociócon su contenido de agua bendita lascuatro paredes. Después machacó en elmetate unos terrones de cal y con elpolvo dibujó en medio del piso una cruzancha y larga; sobre ella, y con la ayudade los vecinos, colocó al cadáver queporfiaba en mantener la absurda posturaa compás que impuso a las piernas elvientre del borrico. Mas este desarreglohabía que remediarlo, porque un

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cadáver en esa actitud no resultabacorrecto. Ahí había una buena coyundade cuero crudío; con ella ató lacomadrita «Trenidá» los pies ya enjutosde su Plácido Santiago y apretó, apretóhasta colocarlos en disposición cabal.Cuando dejó sobre el pecho del muertouna imagen de la virgen de la Merced, lacomadrita «Trenidá» se sentó encuclillas, muy cerquita de él; se habíaechado sobre la cara el rebozo, parapermanecer inmóvil, como siluetaevadida de un friso.

Pero ya llegaban los dolientes;alguno encajó en la tierra una vela deestearina tan delgada como el dedomeñique; otro regó con flores dezempoalxóchitl todo el pavimento; una

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mujer dejó a los pies del muerto unmanojo de retama; la fragancia camperallenó el ambiente. Alguien inició el rezoque poco a poco se transformó en rumorcomo el del río o el del viento quejugueteaba entre los lienzos de cantosrodados.

El Tío Roque Higuera informó a laconcurrencia que por su cuenta habíamandado buscar al cura de Ixmiquilpanpara que rezara diez responsos de a«tostón», en beneficio del alma delamigo Plácido Santiago. La gente mirócon admiración y reconocimiento alviejo, a quien el pulque trasegadohabíale hecho tan ligera la bolsa comola lengua.

Llegaron la tarde, la anochecida y

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la alta noche; el pellejo de pulque habíasucumbido a las arremetidas de losdolientes. El Tío Roque Higuera, deesplendidez creciente, mandó al«tinacal» de su pertenencia por otraración semejante a la consumida:«Di’hoy pa’lante todo corre por micuenta… ¡Faltaba más!», había dichorumboso…

El duelo iba trocándose en tertulia;todos hablaban en voz alta; ahí estabanlas panegiristas de los hasta ahora noreconocidos méritos del difunto, ahí lospredicadores entusiastas de lasexcelencias del compadrito PlácidoSantiago y también las precesdeclamadas a voces por las mujeres. Derepente, un grito agudo, ululante,

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sobresalía entre el murmullo sordo; erala comadrita «Trenidá» que abría lacompuerta a su dolor.

En un rinconcito de la barraca,hervía el café dentro de una ollabarrigona que descansaba sobre unfogón de tres piedras; manos servicialesatizaban la lumbre con «olotes» yboñigas de vaca.

Afuera los luceros se desgarrabanentre las púas de los nopales, los grilloshacían concertino a la sinfonía deaullidos que venían del monte; eran losperros alzados, los perros sin dueño queladraban al hambre y a la muerte.

Pocos resistieron en pie laamanecida; las mujeres, envueltas en susrebozos, cabeceaban; algunos hombres

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se habían tendido boca arriba en eltecorral, mientras otros hablaban agritos sobre las penas del purgatorio, lossuplicios del infierno, en donde el «casomocho» hervía chicharrones de alma; dela paz de los cielos, amenizada por un«mariachi» divino, compuesto porseráficos filarmónicos y «reforzado»con trompetas de ángeles y arpas dequerubines… De aquella gloria que sólodisfrutan las ánimas de los justos, tal,«sin agraviar lo presente», la delcompadrito Plácido Santiago «que deDios haiga»…

La comadre «Trenidá», de tiempoen tiempo, dejaba su postura hierática,para arrancar con sus dedosacalambrados el pabilo renegrido que

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hacía humear más de la cuenta alguna delas candelas a punto de consumirse.

Los gallos inauguraron lamadrugada. Su canto jacarandoso acallóal tétrico concierto canino; el sol fileteóde alba los cerros, el mirlocorrespondió los «buenos días» aljilguero y las tinieblas fuéronse yendopoquito a poco, para dejar lugar a unaespléndida mañana.

En el jacal, voces aún adormiladascantaron el miserere. Un niño lloróatosigado por el humo del copal quesalía de una cazuela copeteada debrasas.

De pronto todos dirigieron lamirada hacia el cajón de madera frescay rezumante, que en hombros de cuatro

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vecinos llegó a la puerta de la choza…La comadrita «Trenidá» lloró unpoquitín; luego se arropó con su rebozopara papachar la aflicción que le bullíaen el pecho.

Los compadres, llenos demiramientos y celo, colocaron dentrodel ataúd el cuerpo de Plácido Santiago.El Tío Roque Higuera llamó a lacomadrita «Trenidá» para que diera elúltimo adiós a su compañero; la mujertomó entre sus dedos temblorosos elmentón frío y salpicado de pelos laciosy duros. Luego el Tío Roque Higueraremachó con una piedra doce clavos.

En ésas estaban cuando hizo suaparición el señor cura de Ixmiquilpan;llegó hasta las puertas de la choza

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tripulando su viejo Ford. Los presentesse echaron de rodillas, el sacerdote alzóla diestra y asperjó bendiciones.Después las mujeres se apresuraron abesar la mano regordeta quedesganadamente se les tendía.

—Pronto, pronto —dijo el cura—,acabemos con esto, porque tengo unbautizo en Remedios y un viático enTamaleras… ¡Pronto, pronto!

El fraile hisopeó el ataúd, luegoextrajo de la bolsa de su sotana unbreviario y empezó las plegariasCuando hubo recitado en latín los diezresponsos contratados, se dispuso abendecir el cadáver, mas le cortó laintención la voz borracha del Tío RoqueHiguera:

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—Un momento, padrecito, contélos responsos y jueron diez,cabalmente… Pero ¿no quere su mercéecharle uno de ganancia al dijuntito?

El cura, un poco enfadado,protestó:

—He dicho que voy de prisa…Viático en Tamaleras, bautizo enRemedios…

—Ande, ande, acuérdese que panosotros lo mesmo da ocuparlo a ustéque al padre de Alfajayucan, que ése sínunca se hace del rogar… Hasta alpulquito l’entra.

El cura recitó entoncesatropelladamente aquello para lo que,momentos antes, hubo menester dellibro, del breviario que, más que guía,

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resultaba un elemento de gran brillantezen la liturgia… ¡Al fin que era deganancia, de ñapa, de pilón!

Cuando cuatro muchachos alzaronel féretro y abrieron la marcha delcortejo, el Tío Roque Higuera puso enlas manos del clérigo un billete de cincopesos.

Todos los presentes salieron trasdel ataúd, excepto la comadrita«Trenidá» que, hecha una marañainsignificante, estaba sentada frente alfogón; al alcance de su mano una olla defrijoles cocidos de los que la mujercomía a puñados. Cuando el cura lasorprendió en tan inaudita tarea, puso elgrito en el cielo:

—¡Ave María Purísima! Cualquiera

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diría, hija, que te ha importado muypoco la muerte de tu marido… ¿Cómo esposible que tengas hambre en estascircunstancias? ¡Es el tuyo, mujer,pecado de gula!

La comadrita «Trenidá» se limpiócon el dorso de su mano la boca, acabóde remoler lo que traía entre lengua ypaladar y dijo:

—Anoche desaigraron mis frijolespor beberse el pulque… Naiden losaprobó siquiera.

Luego, con los ojos llenos delágrimas, continuó:

—Mi marido, con la ayuda de sussantos responsos, ya está gozando deDios… Él se llevó mi corazón hasta eljollo; naiden podrá ocupar su

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lugarcito… Pero no por eso debo dejarque se aceden los frijoles.

El cura, sin comentar más, puso enmarcha el arcaico motor de suautomóvil, enchufó el embrague… luegola «primera» y puso entre él y el dramauna cortina de polvo.

La comadrita «Trenidá», con laslágrimas escurriendo por entre lasmejillas, metió de nuevo la mano en laolla:

—Claro —dijo—, dejarlos es unpecado, con lo caro que’stán ahoy…

Echado sobre sus patas traseras,Tlachique, el perro «jolín» yesquelético, esperaba su turno; mientrastanto, se relamía, se relamía…

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La plaza de Xoxocotla

—ES BONITA la plaza de Xoxocotla;bonita y limpia —dije sin intención deadular.

—Tiene su historia, igual que laescuela y l’agua entubada —me informóel viejo Eleuterio Ríos, mientrasacariciaba entre pulgar e índice elindómito bigote; aquel bigotazosalpicado de hilos de plata y que, de

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tener fe al refrán que dice: «Cuando elindio encanece, el español perece»,mala jugada les haría al porte juvenil yal gesto arrogante de mi amigo, por loscuales, mentirosos, se le juzgaría unhombre en plena madurez

—Sí, tiene su historia —repitió elanciano, con inaguantables deseos decontarla. Sin esperar más, la dijo en vozlenta, entre chupada y chupada al cigarrode hoja prendido entre sus dientesamarillentos.

—Era yo delegado municipal delpueblo cuando llegó la comitiva. Elcandidato a la cabeza. No crea usté quevinieron aquí por su gusto, no… Fue queiban para Puente de Ixtla; pero ahí en lacurva de El Tordo tronó una rueda del

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«for» y tuvieron que descolgarse pa’cápa Xoxocotla, en busca de una sombritay de un trago de agua.

»El candidato era grandote, serio ymuy callado. Sus compañeros, encambio, hablaban mucho, pero como lospericos, ni ellos mesmos entendían susbabosadas.

»Alguien me dijo que al candidatolo iban a ascender a Presidente de laRepública. Yo no lo creí… ¡Tantas levascuentan los lambiscones! El candidatoparece que me leyó el pensamiento,porque sonriéndose tantito, más bien consus ojos que con su boca, se me quedómirando y luego dijo:

»—¿Qué es, señor delegado, lo quemás necesita este pueblo?

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»Yo pensé que había que seguirleel juego y de purita raspa le dije:

»—Pos ya ve su mercé qué plazatan triste es ésta de Xoxocotla, es unsolar grandote y tierroso y en medio,como todo adorno, ese güizachitoíngrimo y solo que no sirve ni p’hacerlesombra a un gallo… Nosotros, los delpueblo, quisiéramos una plaza con susbanquetas, sus prados y su tioscorodiado de faroles…

»—Lo tendrán, —dijo el candidatomuy seriote.

»A mí por poco me gana la risa,verdá de Dios, por el modito tandescarado de burlarse de uno. Pero paseguir con el argüende, pues le dije yotambién muy desimulado y faceto:

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»—Tampoco hay escuela. Vea sumercé cómo están los probes niñosarrejolados en aquella sombrita que danlas torres de la iglesia. Cómo quere sumercé que aprendan ansina. ¡Luego nimaistra tienen! Doña Andrea Sierra quele entiende a la lectura, pues a veces lesda la leición y se las viene a tomar unavez a la semana…

»—Tendrán escuela —volvió aprometer el candidato, con tal serenidady firmeza, que me destantió un poquito.Pero cuando me acordé que todos losque tienen el empeño de candidatos, suoficio es echar puras mentiras, pues mele quedé mirando, largo, hondo, como esel costumbre de po’acá, cuando quiereuno burlarse de alguien. El hombre no

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entendió o hizo que no entendía mi gestoy entonces volví a travesiar con él. Mispaisanos gozaban al ver la forma en queme’staba yo tantiando al señor político:

»—Como usté habrá visto, tenemosharta agua po’aquí, pero nos faltantubos. Usté que viene tratando de hacerla felicidá del pueblo, nomás arregulecómo se vería una pila echando aguacristalina en medio de la plaza y rodiadade siemprevivas, “juanitas” y violetas…y las muchachas con sus cántarosredonditos y sudorosos y los muchachosya lebrones mirándolas de ganchete, asícomo Dios manda que el macho mire ala hembra que le llena el ojo… y losniños en l’escuela y en l’escuela unamaistra catrina y guapa, enseñándoles a

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todos el silabario…»Entonces el bruto de mi

compadrito Próculo Delgadillo no pudoaguantar la risa; pero el candidato,siempre tan formal, dijo:

»—Tendrán su plaza, su escuela, sufuente y su máistra.

»Luego se paró para despedirse.Me tendió la mano. Yo apenas si se larocé, no más pa no ser malcriado, perode manera que él tantiara que no noshabía hecho tontos.

»Cuando se fueron, nos juntamostodos los vecinos al derredor delgüizachito. Los jóvenes creiban buenaslas promesas del candidato y estabanmuy alegres; pero los viejos, que noshan brotado canas y salido arrugas de

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tanto y tanto esperar que se cumplan losofrecimientos de los políticos, posnomás nos réibamos de la inesperenciade la gente tierna».

Don Eleuterio calló un momento; sequitó su enorme sombrero de palma y delo más profundo de la copa sacó unacaja de cerillos; encendió uno, hizohueco con sus manos a la flama y entreresoplidos pegó fuego a su gran cigarrode tabaco cimarrón. Luego siguió elrelato:

—Pasó un año. Yo estaba paraentregar la delegación a mi compadritoRemigio Morales que de Dios haiga. Eramedio día, hacía una calor como pocas.El solazo brillaba en aquel desierto quenosotros llamábamos plaza; los cerdos

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gruñían porque sentían derretirse; lasgallinas con el pico abierto escarbabanla arena caliente y con las alasestendidas se revolcaban buscandorefrescarse; los perros con las colasentre las patas, babeaban como situvieran el mal. Las mujeres en lascocinas se habían quitado las camisas ylos niños encuerados buscaban lassombritas y pedían agua d’un hilo.

»Yo y el polecía estábamosechando un pulquito en ca doña TrinaLaguna, aquí nomasito… De repentellegó Tirso Moya, que para entonces eraun muchachillo apenas d’este pelo; muyespantado me dijo:

»—Ándele, Tata Luterio, qui’hay lobusca el Presidente.

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»Tonces acabé con el jarrito depulque y pedí otro… ¡Hacía tanta calor!Bebí espacito, sin cortar la plática conel polecía… Y ahí nomás que llegaLucrecita la de mi entenado Gerardo:

»—Quihay lo precura elPresidente, Tata Luterio…

»—Ande, cuele —dije—, vaya aver si ya puso el puerco —y lamuchacha se jue corre y corre…

»A poco ratito apareció OdilónPérez el menso y con su voz de babosoteme avisó:

»—Que l’ostá aguardando elPresidente, Tata Luterio…

»—Pos dile —contesté—, que sino puede aguantarse tantito, que no tengosu qui’hacer…

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»Y el menso de Odilón se fue muyobediente con el recado.

»—Ése ha de venir a cobrar el pisode la plaza del día lunes —comenté conel polecía.

»Seguimos traguetiando pianpianito, sin priesas. Conté yo con todacalma los centavos de la recaudación dela plaza que traiba entre mi faja.Todavía oyí una talla muy colorada queme contó el polecía y salí mascando unpedazo de barbacoa que me habíaofertado doña Trina Laguna.

»¡Y que lo voy mirando…! ¿Quiéncré usté que era? Pos el candidato. Ahíestaba, bajo la sombra delgadita delgüizache. Lo rodeaban más de veintemuchachillos, él se reía con ellos y al

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más chiquitín lo tenía abrazado. Todaslas mujeres, desde las puertas de suscasas, lo miraban con almiración; él nose daba cuenta, así de entretenido estabacon la chamacada… Había llegadoíngrimo y solo, igual que el güizachito;su “for” lo esperaba allá en lacarretera… Nomás por su pura plantaadeviné que ya lo habían ascendido aPresidente de la República… Grandote,serio y confiado como todos los que sonhombres de nacencia, no sé qué aigre leencontré con Emiliano. En nada separecían, pero el gesto, el cariño por losniños… Yo no sé. Bueno, ni en elvestido se parecían, pero a éste le caibatan bien la tejana, como a aquél sujarano galoneado, con el que dicen que

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se aparece a los caminantes que pasanpor Chinameca.

»Yo, lleno de vergüenza, me leacerqué. Me dio su mano que entoncesse la agarré con las dos mías, sí, comose estrecha la mano de un amigo, de unhombre del que uno sabe que es buenagente. La mano era grande, fina, peromás juerte que las dos míasempalmadas. Sonríe otra vez con esemodito tan suyo; apenas si se le mirabanlos dientes debajo de su bigoterecortado y tupido… ¡La risa era dehombre cabal, de puro mexicano!

»Yo todo avergonzado le dije quedisimulara la espera en el solazo,porque cuando me dijeron que áhistabael Presidente, pos yo creiba que era el

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presidente municipal de Puente d’Istlaque venía por lo del piso de la plaza dellunes.

»El hombre no dejó de sonrirse yluego luego, pos a lo que te truje:

»—Siñor delegado —dijo muyrespeitoso—, ahoy llegarán a Xoxocotlalos ingenieros a levantar l’escuela, ahacer la plaza y a meter l’agua en lostubos… Pronto vendrá la máistra o seala preceitora.

»Yo me jui de lomos, pa’ques másque la verdá.

»Cuando se jue todo el pueblo losiguió. Naiden hablaba, él iba pordelante caminando recio. Nosotros altrote apenas si lo alcanzábamos. Cuandosubió a su “for” se jue saludándonos con

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la mano.»Al regresar, todos los jóvenes se

reían de nosotros los viejosqui’habíamos disconfiado.Disd’entonces he creído más en losmuchachos y ya les hago caso de todo loque dicen… L’otro día, uno d’ellos mepreguntó:

»—¿Si viniera otra vez aXoxocotla un candidato, qué le pediríausté, tío Luterio?

»—Pos si lo queres saber, yo lepediría que ái, dond’estuvo el güizachitoíngrimo y solo, le levantara una estatuaal Presidente que vino… Una estatua paque todos lo estemos mirando, pa quesirva de almiración a los niños quesalen de l’escuela y pa que las lindas

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muchachas de Xoxocotla corten el díadel santo de él toditas las flores deljardín y se las avienten a sus pies…

»—Es güeno su pensamiento, tíoLuterio —me contestó el muchacho—;yo y otros muchos sabemos ler por él yusté y todos los viejos han güelto a creeren un hombre, como cuando créiban enEmiliano el de Anenecuilco…

»¡Hágame usté el favor! ¡Cómo estáde lista la juventú de ahoy…!».

Don Eleuterio se quedó unosinstantes en silencio, con los ojosperdidos quizá en el recuerdo; luego,volviendo de su abstracción, me mirófijamente para decir:

—Pero a ver, amigo, póngale ustéun defecto a la plaza de Xoxocotla.

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—Sólo le falta el monumento…—¡Eso es, un monumento! —dijo

como si hubiera hecho un hallazgo—. Unmonumento… pero encima de’l, pos laestatua d’ese quien usté sabe… Entoncesla plaza de Xoxocotla sería la más lindade todo Morelos… ¿O qué opina usté,maistro?

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La triste historia del«pascola» Cenobio

CENOBIO TÁNORI vivía en Bataconcica;joven y galán, «estimado de hombres yamigo de las mujeres», el yaqui gustabalucir su arrogancia en ferias,festividades y velorios, donde hacíagala de sus aptitudes para la danza.Fama era de que en toda la región nohabía con quien se le comparara en el

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arte de bailar, de bailar las danzasásperas, rigurosas y ancestrales… ParaTánori no había mayor gloria que lucirseen los airosos saltos del «pascola»,sacudiendo como joven bestia laspantorrillas forradas con los vibrantes«ténavaris», que son especie decascabeles de oruga o de capullos. Eraplacer para todos admirar la gracia y ladonosura con que Cenobio Tánori, conel rostro cubierto por horripilantemáscara caprina, arañaba con los dedosde sus pies desnudos la pista de tierrasuelta y recién regada, cubierta en vecespor pétalos de rosas o por verduracimarrona, al compás de la melodíapentafónica nacida de la flauta decarrizo y cómo su torso hercúleo y

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desnudo se cimbreaba, se estremecía, aimitación del animal revivido en susinstantes más emotivos: el coraje, elmiedo, el celo, mientras la sonaja dediscos en la izquierda del danzarín seacomodaba al ritmo punteado delredoblante, instrumento capital en lamúsica que acompañaba a la coreografíatotémica.

El arte no ha sido pródigo paraquien lo ejerce; las intervenciones deTánori tenían por lo general flacarecompensa: una humeante y olorosacazuela de «guacavaqui», un trozo decarne de res asada en brasas, un par detortillas de harina de trigo suaves ycalientes y un puñado de cigarrillos detabaco negro y picante… Eso, aparte de

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las sonrisas y de las caídas de ojos, delos guiños con que las mujercitaspretendían atraerse la atención de aquelbohemio silvestre, de aquel estetarústico y arrogante.

De pueblo en pueblo, de feria enferia, iba Cenobio Tánori llevando sualegría. Lo mismo pespunteaba un«pascola», que ejecutaba lasprolongadas y bulliciosas danzas de «ElVenado» o «El Coyote», ambas deprimitivo origen, bárbaras y bellas comoel ambiente, como el ambiente verdeazul, como la vegetación agresiva yhermosa que rodeaba la plazuela delvillorrio donde se celebraba el festejo:Babójori o Tórim, Corasape o ElBafuro…

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Pero un día, ya estaba escrito, lavida del vagabundo quedó prendida…Fue en su mismo pueblo, enBataconcica, donde el pensamiento,donde la voluntad del trotamundosquedó liada, como copo de algodónentre las espinas de un cardo, de laspestañas «chinas» y tupiditas de un parde ojazos café oscuros, traviesos einquietos, los ojos de Emilia Buitimea,aquella muchacha pequeña y suave, quelogró pescar para sí lo que tantoanhelaban todas las jóvenes yaquis enedad de merecer: a Cenobio Tánori, el«pascola» garrido y orgulloso.

Pronto se habló de los dos juntos:de la Emilia y de Cenobio. «Buenapareja», comentaban los viejos. Mas las

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ancianas, con los pies mejor hincados enla tierra, se aventuraban por elcomentario realista: «Lástima queCenobio ande tan flaco de la bolsa…¿Si llueve con qué la tapa?». O bien eloptimista augurio: «El suegro, BenitoBuitimea, es rico y sabrá ayudar almuchacho».

Pero Cenobio Tánori seguía siendoorgulloso y «echado pa’trás», a pesar deestar enamorado: él nunca consentiría envivir a costillas del suegro… Jamássería un arrimado en la casa de su futura.

Tales determinaciones cuestamucho sostenerlas; dígalo si no CenobioTánori el danzante, quien se olvidó deferias y holgorios en busca de loesencial para una boda, si no rumbosa,

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por lo menos digna de la condición deEmilia Buitimea.

Animoso y decidido vemos aTánori colgar para siempre sus amados«ténavaris» para contratarse como peón;trabajar tras de la yunta que pujaba en latarea de abrir brechas en la tierrapródiga y profunda del Valle del Yaqui;cargar sobre sus lomos los sacos ahítosde garbanzo o recoger en haces lasespigas trigueras… La gente en generalse admiraba de ver al eternotrotamundos sometido a un esfuerzo alque nadie pensó que algún día tendríaque someterse…

Mas la labor agobiante del peón desurco no da mucho… y los días se ibanante la ansiedad del muchacho y la

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tristeza silenciosa de la Emilia…

Un día creyó llegado el fin de suscongojas; fue cuando un forastero loinvitó para que le sirviera como guía enuna expedición por el cerro de ElMazocoba; se trataba de descubrir vetasde metales preciosos; la soldadaofrecida era muy superior a la queCenobio Tánori lograba en las durastareas agrícolas, sólo que había un graveinconveniente para aceptarla: los indios,los «yoremes» sus paisanos, no veíancon buenos ojos que hombres blancos yavarientos hollaran la tierra de laserranía venerada, y mucho menosaceptaban que fuera precisamente un

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yaqui de la calidad de Cenobio Tánoriquien condujera por los senderosescondidos, por las rutas misteriosas deEl Mazocoba, a los odiados «yoris».

Estas circunstancias determinaronque Tánori no se contratara tan prontocomo se le presentó la oportunidad…Pero la necesidad, la urgencia latente enel corazón del indio, ayudadas por lainsistencia del gambusino y por laanuente actitud de Emilia Buitimea,acabaron por vencer. Cuando retornó aBataconcica, traía el bolso lleno; tresmeses de servicios prestados fielmenteal «yori» le habían deparado no sólo losuficiente para la boda, sino tambiénalgo con que afrontar los primerosgastos en su futura vida al lado de la

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Emilia… Pero a cambio de tantosbienes, Cenobio Tánori tuvo queencararse a una situación biendesagradable: los «yoremes» viejos,aquellos dueños de la tradición siempreagresiva, siempre a la defensa contra elblanco, lo recibieron fríamente, algunoshasta se negaron a darle el tradicionalsaludo de bienvenida. El muchachosufrió estoico los desprecios, contandocomo contaba no sólo con el cariño desu futura mujer, sino con la simpatía dela gente moza, simpatía que alcanzabaelevadas proporciones cuando se tratabade las jóvenes, de aquellas a las que noafectaban mucho ni el manchón que losancianos advertían en la personalidaddel danzante, ni el compromiso

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matrimonial de éste con la Emilia, puesni aquello las lastimaba, ni esto lasdesdoraba…

Y una tarde, cuando CenobioTánori aguardaba, a media Calle Realde Bataconcica, la oportunidad deencontrarse con la Emilia, advirtió lapresencia de Miguel Tojíncola, aquelviejo enorme, de cara negra, labrada conhachazuela, quien tambaleante deembriaguez se acercó al danzarín paraburlarse de él con carcajadas hirientes:«Aquí tienen, hombres y mujeres, al“yoreme” que se hizo burro, que se hizojumento para que le varearan las ancas yse le treparan en los lomos los“yoris”»… Y otra risotada atronaba elámbito, otra risotada injuriante,

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majadera, a la que coreaban cien mássalidas de las bocas de los que habíanacudido al llamado del viejo Tojíncola.

Cenobio Tánori, con los ojos bajosy un poco pálido contenía sus ímpetus,porque el respeto a los ancianos alcanzaen los yaquis proporciones religiosas.Mas el ebrio, sin curarse de la humildeactitud, continuaba implacable:

—Tan muchacho y tan fuerteprestándose a los «yoris» como unamujerzuela…

Cenobio Tánori mordía sus labiosy hacía no escuchar a los tercos. Entorno de él había varios niños y algunasmujeres que apuntaban con sus dedos alcohibido, al mismo tiempo quefestejaban con chacota las ocurrencias y

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las injurias que brotaban por la bocadesdentada del vejete:

—El agua te sabrá amarga; latortilla no te pasará del galillo, la tierrade tu parcela no dará más que choyas,porque el diablo se meará en todo lugardonde pongas tu mano…

La situación rendida del muchachoexcitaba más y más los ánimos deTojíncola, quien disgustado por noprovocar reacciones más categóricas ensu víctima hizo brotar de sus labios,plegados por la rabia, el insulto mayorque pueda pronunciarse en lenguacahita:

«Torocoyori», dijo lentamente.«Torocoyori», repitió, esto es, traidor,vil, vendido al blanco…

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«Torocoyori»… «Torocoyori»… A lainjuria repetida a gritos, acompañó unescupitajo que escurrió por la mejillacasi imberbe de Cenobio Tánori…

Claro que los postreros recursosempleados por Tojíncola fueron losuficientemente categóricos como paramudar la paciente actitud. El muchachocontrajo su cuerpo, dio dos pasos haciaatrás para dar un salto de víbora enacoso… Nadie pudo contenerlo, porquea flote le salía el instinto que apresaronsu voluntad y «su buena crianza»,durante prolongados y angustiososinstantes…

El puñal prendió el pecho delanciano, quien rodó por tierravomitando espuma bermeja.

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Cenobio Tánori no trató de huir.Con el arma en su diestra aguardó que loaprehendieran las autoridades indias;sumiso, silencioso, pero altivo eimpertérrito, siguió a los dos alguacilesque se presentaron al lugar de lossucesos… En una esquina, EmiliaBuitimea miraba a su novio con los ojosestrellados de lágrimas; él levantó sumano en un tímido ademán dedespedida… y marchó en pos de susaprehensores, por la Calle Real, hastallegar a la prisión. Al paso del grupoque seguía al «pascola» y a susaprehensores, los viejos «yoremes»permanecían mudos, las mujereshablaban en voz baja… y las mozuelas,las admiradoras del danzante, dejaban

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inflamarse su pecho al impulso de unsuspiro.

Al cuartucho carcelero donde la justiciaindia había recluido a Cenobio Tánori,acudía la gente para demostrar su afectoal «pascola» en desgracia. Las másperseverantes concurrentes eran lasmujeres jóvenes, las muchachas que,tímidas y un poco amedrentadas, seacercaban hasta la cárcel, llevando entresus manecitas morenas y chaparras unmanojo de flores montaraces, una frutaen sazón o un manojo de cigarrillos, quecolocaban sobre los travesaños de larecia puerta de madera, cierre deltugurio tenebroso en el que el danzante

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aguardaba el día en que el pueblo lehiciese justicia… Cenobio Tánori,magnífico, altivo como un diosofendido, recibía en silencio y lleno degravedad aquel tributo de sussacerdotisas.

Claro que no se hablaba de otracosa en Bataconcica que de la muertedel viejo Tojíncola y del futuro de sumatador. La ley india era concluyente:puesto que Cenobio Tánori habíamatado, debería sucumbir frente alpelotón de las «milicias»… Tal decía latradición y tal debería ejecutarse, amenos que los deudos del difunto donMiguel Tojíncola le otorgaran su graciaal matador, cambiando la pena de muertepor otro castigo menos cruel… Pero no

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había muchas esperanzas de alcanzarpara el reo la clemencia que muchosdesearan.

La familia del muerto la formabanuna viuda y nueve hijos, cuyas edadesiban desde los dieciséis hasta los dosaños. La viuda era una mujerona vecinaa los cincuenta, enorme de cuerpo,huesuda de contornos, negra de color,con un perfil de águila vieja; susademanes bruscos y su actitud siemprepunzante y valentona no daban ningunailusión con respecto a una posibleactitud de indulgencia. Por el contrario,decíase que Marciala Morales, tozuda,enérgica y vengativa, había prometidoser implacable con el asesino de sumarido Miguel Tojíncola.

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Tan embarazoso porvenir para el«pascola» arrancaba crueles reflexionesa los viejos, comentarios amargos a lasmujeres, y lágrimas, lágrimas vivas atodas las jóvenes, quienes a pesar delcompromiso matrimonial de CenobioTánori con la Emilia Buitimea noconsideraban perdido para siempre alhombre que en ellas había logradodespertar la dulce ansiedad; la ansiedadque, por ejemplo, despierta el alba en elbuche del mirlo o en el ala de lamariposa…

Entre tanto, todo se alistaba para lainstalación de los tribunales quedeberían juzgar al homicida.

La justicia yaqui está circundadapor una ronda de formulismos y de

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prejuicios infranqueables; el pueblo,asistido de las altas autoridades tribales,es el que dicta la última palabra tras dediscutir, tras de perorar horas y horas enun dramático estira y afloja…

Pues bien, ya estamos en la plazuela deBataconcica; una pequeña multitud seagolpa en espera del reo. En lugardestacado vemos a los «cobanahuacs» ogobernadores, graves en su inmóvilactitud, y a los severos «pueblos», quecargan sobre sus lomos toda la fuerzadel poder civil de la tribu. Ahí estánrepresentados los ocho grupos queintegran la nación yaqui: Bácum, Belem,Cócorit, Guíviris, Pótam, Ráhum, Tórim

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y Vícam… Cerca de este impresionantegrupo de ancianos, está MarcialaMorales la viuda, rodeada como cluecade sus nueve hijos; los mayores carganen sus brazos a los pequeñuelos quegimen y escandalizan. De ella, de laviuda de Miguel Tojíncola, no se puedeesperar nada favorable para la suertedel bailarín; así lo dicen su mueca ferozy su gesto desafiante, ante los que seinclina el clan familiar, con sumisiónreligiosa que la mujerona, la casianciana, recibe en disposiciónrepugnante, dura y mandona.

Al frente de la multitud vemos a unpelotón de jóvenes milicianos armadosde máuseres que esperan, marciales ysañudos, que la sentencia se consume

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para cumplirla estricta, fatalmente.En los rostros impenetrables de los

indios ha caído un velo sombrío;particularmente esta señal de desazón sehace más notable en las jóvenesmujeres, en aquellas admiradoras de laapostura y de la gracia del «pascola»malaventurado… Emilia, la amada yprometida de Cenobio Tánori, estáausente debido al veto que a supresencia impone la ley; sin embargo, supadre, el viejo Benito Buitimea, rico yafamado, no esconde su emoción anteaquel dramático suceso del que esprotagonista quien un día quiso ser suyerno.

El tétrico redoble del tamborcillo,instrumento obligado en todos los actos

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trascendentales del pueblo yaqui, acallólos rumores y las voces… CenobioTánori solo, sin guardas, con la cabezalevantada, dejando que el airedespeinara su espesa cabellera quealcanzaba acariciarle hasta los hombros,cruza por la valla que la gente ha abiertoa su paso; lleva el atractivo atavío conel que tantas y tantas veces habíaarrancado el aplauso de los «yoremes»,la intención pecaminosa de las hembrascasadas, el suspiro ahogado de pudoresde las solteras y la admiración de todoel pueblo: las espaldas y el pechodesnudos para dejar lucir plenamente sumusculatura que resalta bajo la piellustrosa de un leve sudor; pendientes delcuello collares de cascabeles de

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crótalos; entre las piernas, a horcajadas,una manta de lana fina sostenida porfuerte cinturón de vaqueta crudía, delque penden pezuñas y colas de venado, yen las pantorrilas los «ténavaris», quesuenan al paso del danzante comocampanillas cascadas…

El danzante marcha altivo, conpaso firme y flexible, hasta llegar alcentro de la plazuela para encararse consu juez, que lo será todo el pueblo…

Nadie ignora, incluso CenobioTánori, que muy a pesar de lascircunstancias que mediaron en loshechos fatales, que no obstante, además,la admiración, la popularidad y lasimpatía que el «pascola» mantieneentre su gente, ninguno podrá torcer los

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dictados legales, que nadie podráconmutar la sentencia de muerte que seprepara, excepto Marciala Morales, larencorosa y horrible viuda de MiguelTojíncola y de quien nada podríaesperarse dado su agresivocomportamiento…

En esta situación se escuchó la vozseca de vejez y vibrante de emocionesdel «Pueblo Mayor», a quien la leyobliga a acusar, a acusar siempre endefensa de los intereses, de la paz y dela concordia del grupo. Tras de expresarlos hechos debidamente sustentados endeclaraciones y testimonios, concluyóexcitando a todos:

—Las leyes que nos dejaronnuestros padres como la más venerada

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herencia dicen que el «yoreme» quemate a un «yoreme» debe morir a manosde los «yoremes»… Pero yo, PuebloMayor de Vícam, la Santa Tierra,pregunto a mi gente si está de acuerdo aque al hermano Cenobio Tánori se lemate como murió entre sus manos elhermano Miguel Tojíncola…

Las últimas palabras flotaron en elaire breves instantes; después las siguióun rumor como de marejada y luego lavoz distinta que se impuso grave ycategórica:

—Sí, máuser…—Ehui, máuser… ehui, máuser…

máuser… máuser…El clamor se generalizó. Caía sobre

la cabeza destocada de Cenobio Tánori

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como una tormenta.El «Pueblo Mayor» había

levantado su mano avejentada y secacomo la raíz de un pitahayo, dispuesto adejarla caer como afirmacióndeterminante del juicio de un pueblo…

Pero entonces las mujeres jóvenes,venciendo sus pudores y sus timideces,imploraron con voz débil y temblorosa:

—Vélo, Marciala Morales, yentonces lo perdonarás… Tumisericordia la agradecerán todas lasmujeres del mundo… Sálvalo de lamuerte porque es noble y es valiente…Vélo, Marciala Morales, es bello comoun pájaro de colores y gracioso como unbura joven.

La viuda miró con malos ojos al

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grupo de mozas que así imploraban. Conlos dientes apretados, muda de furores yla mirada perdida en un desierto deodios, se volvió hacia Cenobio Tánorique permanecía erecto, orgulloso,magnífico en medio de la plazoleta…

Poco duró aquella mueca en elrostro de la vieja, porque su caraarrugada se ablandó por un inesperadoimpulso; sus ojos, ante insospechadaemoción, cobraron un brillo humano,desconcertante; su boca perdió losrepliegues del rencor y dio lugar a ungesto bobo, laxo, imbécil…

Los hombres, por su parte, semantenían en su terrible determinación:

—Máuser… Ehui, máuser,máuser… ehui, máuser, máuser…

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El «Pueblo Mayor», ante laensordecedora algarabía, no atinaba abajar su mano como seña de que lasentencia se había consumado. Hubo unmomento en que nadie hubiese podidodistinguir siquiera una sílaba de aquelrugir de bestias, de aquel parlotear depájaros, de aquel rumor de aguasdesbordadas.

De pronto una voz chirriante ydestemplada se metió en los oídos de lamultitud. Era la de Marciala Morales,quien de pie y rodeada de su prole, perosin retirar la vista que se había quedadofija en el danzarín, hacía ademanestratando de silenciar a la multitud…

Todos los ojos se volvieron haciaella; estaba magnífica de fealdad y de

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barbarie:—No —gritó—, máuser no… Este

hombre ha dejado sin padre a todosestos hijos míos. La ley de nuestrosabuelos dicen también que si el«yoreme» muerto por otro «yoreme»deja familia, el matador debe hacersecargo de los deudos del muerto ycasarse con la viuda… Yo pido alpueblo que Cenobio Tánori, el«pascola», se case conmigo, que meproteja a mí y a los hijos del difunto…No, máuser no… Que Cenobio Tánoriocupe en mi «tarima» el lugar que dejóel viejo Miguel Tojíncola… Eso pido yeso deben darme.

Siguieron instantes de un silencioprofundo… y luego bocas alteradas,

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gritos, carcajadas, injurias, cuchufletas ytodo volvió a tornarse en un guirigayendemoniado.

Cenobio Tánori quiso hablar, masla batahola le impidió que sus palabrasfueran escuchadas.

El «Pueblo Mayor» dejó caerpesadamente su mano. Se había hechojusticia con estricto apego al códigoancestral… Otra vez más los noblesyaquis mantenían fidelidad a sustradiciones.

El fracasado pelotón desfiló aredoble de tambor; la gente empezó adispersarse.

Marciala Morales, seguida de sularga prole, llegóse hasta CenobioTánori y lo tomó por el brazo:

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—Anda, buen mozo —le dijo—, túdormirás desde hoy junto a mí, para quedescanses de lo mucho que tendrás quetrabajar en mantener a esta manada de«buquis» que recibes como herencia delviejo Tojíncola que Dios tenga en sugloria por los siglos de los siglos…

Fue entonces cuando el afamado«pascola» perdió sus bríos: con lacabeza gacha, arrastrando sus pies,ridículo como un títere, siguió a suhorrible verdugo, quien sonreíatriunfadora al paso de las mozuelas quese negaban a mirar de lleno el ocaso deun astro, la muerte de un ídoloresquebrajado entre las manosmusculosas y negras de MarcialaMorales…

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El cielo, rabiosamente azul, cubríala escena del melodrama y el solcalcinaba el terronerío de la plazuela.

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Cuentos finales

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… ¡Y era jueves!

A la memoria de Carlos Rivas Larrauri

EL «CHISGUETE» amaneció con unacanción pegada en la punta de la lengua.Era una tonadita simple que le traíarecuerdos de su infancia; de aquella supuericia huérfana y paupérrima apenas

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evidente en la mezquindad del cuerpo,en la endeblez del músculo, en lainsignificancia del pergeño y en loschirlos que los coscorrones dejaron adiario en su cabeza greñuda.

Su niñez sólo había sido eso, unaetapa fisiológica, vegetativa, ya que supensamiento y su acción fueron siempreadultos, ensombrecidos por intencionesestevadas, por ideas ásperas y por obrasviolentadas a causa de imperativos tandespiadados como el ambiente, como elclima del quinto patio enclavado en elbarrio de Juan Polainas.

Mas ese día —jueves por máscierto—, la tonadita se hacía grata alChisguete; la repetía tarareándola envoz baja o chiflándola a todo pulmón.

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No recordaba el nombre, ni sabía si eratango o swing; él la acomodaba acualquier compás o a cualquier tono,como lo hacían los músicos bufos quetanto le entusiasmaban cuando oía susaudiciones por radio.

El Chisguete no hubiera podidoexplicar, de pronto, cómo había llegadoaquella mañana a la esquina deInsurgentes y Coahuila. Allí estaba depie, con las manos dentro de susbolsillos, canturreando su canción con lamisma porfía con que masticaba lapelota de chicle. No hubiera podidoexplicar, decimos, ni el itinerario ni losmedios de transporte de que se habíavalido para llegar hasta aquel sitio tanalejado de su centro ordinario… Era

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que, cuando él se dedicaba al trabajo,gustaba desplazarse sin rumbo y dejaractuar a la suerte, tentar la fortuna conlas ansias de un jugador empedernido…

Tuvo entonces la oportunidad degalantear a una joven doméstica quepasó a su lado; la «gata» recogió golosael piropo y el Chisguete se vio a puntode embarcarse en la aventura, si nohubiera sido por la presencia de unpolicía uniformado que detuvo lamarcha frente a un escaparate. ElChisguete siguió con el rabo del ojo alvigilante, quien a poco reanudó sucamino jugueteando con la porra quecolgaba de su cintura, igual que lacancioncilla pendía de los labios delmuchacho.

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Estaban vecinas las nueve de lamañana. Los tranvías, los camiones y losautos bajaban por la Avenida de losInsurgentes abarrotados de personas queiban al centro de la ciudad: burócratas ycomerciantes, corredores y agentes,sumisos todos al llamado tiránico de laobligación.

«Es hora de empezar a trabajar», sedijo el Chisguete que, contagiado por laactividad que lo rodeaba, olvidó sudisplicencia con la misma facilidad conque escupió el chicle sobre un prado.Hizo señal de parada a un bus Coloniadel Valle y trepó a él, no sin antesayudar galantemente a abordarlo a unachica emperifollada y alegre que a gritosdecía su calidad de próspera secretaria

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de algún bufete o de tal funcionario.Todo fue bien para el Chisguete;

todo éxito; todo prosperidad, cuando depronto encontró su diestra dentro delbolso de una desaprensivanorteamericana, cuya atención se habíavolteado en la página deportiva de TheTimes… También un juego de plumasfuente cambió de sitio merced a losindustriosos y leves dedos. Solamente eltrabajo de una billetera presentóobstáculos que el Chisguete, con muybuen sentido, soslayó a cambio deentregar su cuidado a un fistol decorbata mal prendido; pero el dueño dela prenda se percató de ciertosmovimientos muy sutiles y cautelosos,tanto, que se tranquilizó con sólo fijar la

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joya, para seguir engolfado en larelevante tarea de descifrar elcrucigrama semanario de Hoy… Sinembargo, para el Chisguete bastóaquella circunstancia; su parsimonia leaconsejó mudar de aires. Apeó en laesquina inmediata; caminó algunospasos por la banqueta antes de que a suslabios aflorara el tema: ¿danzón oporro?, ¿rumba o conga?

Era hora del desayuno. Mas elnegocio se había dado tan bien, quevalía la pena seguir aprovechando laráfaga afortunada… Por las puertas deun restaurante se desbordaba unirresistible olor a costillas de cerdofritas: pero «el deber es el deber… hayque seguir jalando otro poco para tener

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derecho a la frita».¡Y… era jueves, día de suerte para

el Chisguete!Jueves que no debía

desperdiciarse, porque atrás venía elsábado, que era precisamente cuando,según las cartas, todas pintaban bastos.Eso le habían dicho, y eso había élcomprobado en frecuentes ocasiones.

Jueves y una canción de infancia enlos labios; en el chaleco un juego deescribir de oro y carey y en la bolsa untosco fajo de billetes.

¡Cómo brillaba el sol aquel juevesprodigioso!

De pronto se halló en plenomercado de La Lagunilla, campo muchasveces surcado por su actividad. Allí se

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encontró con el Chinto, su viejo, útil…y utilizable camarada.

Hablaron de box; comentaron laúltima película y, acompañados deEmma la Esponja —chica morenucha ytrompudilla, de no mal palmito, y pior-es-nada del Chinto—, comieronenchiladas y bebieron tepache.

—Esta noche hay tongo en la«México» —dijo con acento misteriosoel Chinto.

—¡A poco…! —agregó un tantodesconfiado el Chisguete para preguntar—: ¿Quién te lo sopló?

—Humm… Consuélate con elpitazo.

—¿Quién se agacha?—Kid Tunero.

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—Pa pronto, cásame esto en favorde Buenrostro… que al fin es jueves, díasuertero pa menda —dijo el Chisguetemientras separaba un pápiro derepresentación decorosa.

A la vista del dinero el Chinto y laEsponja no ocultaron su admiración. Elmismo Chisguete estaba sorprendido dela cuantía; pero se mantuvoimperturbable y sólo dijo:

—Sacó harto el trinche… le sonérecio a la bolilla.

Nadie pidió mayoresexplicaciones.

—Fue un dos de bastos que di en lagóndola —creyóse obligado a añadir elChisguete.

Iba a pedir otra dosis de

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enchiladas, cuando vio salir delmercado a un individuo gordo,cachazudo y bobalicón, trajeado con unflux azul marino de buen ver, sombrerode fieltro fino y zapatos amarillos deexcelente clase. Cruzábale el chalecouna cadena gruesa de oro. El hombre seconducía con cierto atrojamiento, noobstante su manifiesta intención deparecer desparpajado y listo. Era unfuereño en el que el Chisguete miróvíctima segura. Bastó un codazo alChinto, para que éste entendiera latécnica y adivinara el proceso.

—¿Me puede usted informar,caballero, dónde queda la calle deNicaragua? —preguntó el Chisguetelleno de miel al forastero. Éste

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tartamudeó algunas palabras, al tiempoque el Chinto cruzaba abriéndose pasoentre la gente. Sólo medió un empujón yun «usted dispense», entre ladesaparición del reloj y la cadena y elgrito angustiado del «payo»…

El Chinto se perdió puertas adentrode la plaza. La multitud rodeó entrecompasiva y burlona, mientras elChisguete tomó por las calles deComonfort; iba chiflando su cantinelaenervante… ahora a compás de marcha.

«Agárrenlo, ése también tieneculpa», oyó que gritaban a su espalda;pero él siguió, sin descomponerse, hastallegar a las calles de Honduras; entoncesprecipitó la marcha y transformó lamelodía en paso doble flamenco.

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Y llegó la hora de «sonarle alrefine». Entró en un restaurante dechinos y pidió al «fu-man-chú» unabuena ración de «viosca» asada. Bebióun «trofeo» de «cerbatanas» y esperóque llegara el Chinto, como siempre lohacía cuando operaban asociados.

A poco cayó el «cuáchara». Veníacontento y decidor.

—¿Qu’vanas con la caja de bola?—preguntó el Chisguete.

—Ésa es de menda que la laborió—respondió amoscado el Chinto.

—Al pelo… pero azotandodia’perdida con la rienda… Ya lavigornié, es d’iorégano.

—Ésa es de merodio si la quiere…¡Ái’stá! —dijo el Chinto dejando

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escurrir entre las manos del Chisguetela gruesa cadena de oro.

—La traigo derecha, verdábuena… Es que ahoy es jueves. Teoferto el refine y la cerbatana y a la-ra-che al cine —agregó el Chisguetemientras encendía un «frajo».

—No, tengo detalle con mi pato…Te baratillo la caja de bola. Andoescasón de tela…

—¿A cómo corre?—Azota con un pápiro d’ia siglo.—Nanay… Ni cansado que

anduviera. Le doy a merodio tostón devaros.

—Avillándolos… pior naranjas —dijo el Chinto con un gesto deresignación.

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Y el Chisguete, cada vez másengreído con su suerte, dio a su«valedor» cincuenta pesos a cambio delreloj.

—Oranas ando tan de buenas, quepodría afanarle la escupidora a ungenízaro —comentó riendo.

—Abusado, mi cuáchara… Mendase pinta; voy a encontrar a jañurrias, queme va a esperar muy chévere en laspuertas del salón México —dijo elChinto poniéndose de pie.

El Chisguete no contestó, con losojos entornados y arrancando espesahumareda a su cigarro, soltó riendasuelta a la alegría. Tornó a cantar; peroahora en voz alta. Algunos de los pocosclientes del restaurante le creyeron ebrio

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o «motorizado». A él le importó uncomino el juicio. A poco salió a la calle.Tomó por Soto y lentamente, conarrogancias de duque, hizo rumbo haciala Alameda. Buscó una banca solitariaen medio del parque. La tarde otoñal eramagnífica y el oro del sol penetrabaentre las frondas para salpicar grandestrechos del pavimento.

Un grupo de niños jugaba en ronda.El «cilindro» devanaba una melodíaalborotadora. Tres «boleros» leofrecieron sus servicios, cinco mendigosle tendieron la mano; pero él, mientrasse escarbaba los dientes con un palillo,habíase dejado arrebatar por la fantasía.Ahora se desplazaba entre nubes yvolaba alto y largo, muy largo, hasta las

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Islas Marías —el temido Chomperico—, lugar de «veraneo» visitado por élmás de una vez, en donde loscrepúsculos eran pendones duraderos,penetrados de brisas tibias y lujuriosas;aquellas brisas que prolongaban susbeneficios, sus influencias saludables yrefrescantes hasta la velada en labarraca de Bayeto en las nochespobladas de rumores… El recuerdoepidérmico del clima tropical leremovió otro, el de la Esponja —la«bata» del Chinto—, aquella hembritamorenucha y «trompudilla», con la quehabía soñado tantas veces; pero que tandesdeñosa se había portado siempre.Llegó a creer que con el fruto de aquelafortunado jueves podría irse seguido de

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ella a un lugar lejano, donde nadie losconociera, donde él tuviera libertad detrabajar sin mayores riesgos, donde eloficio estuviera menos competido y lagente menos «abusada»: Guadalajara oPuebla, Monterrey o Mérida…

Pero cuando su mano se posó sobreel grueso bulto que hacían los billetesdentro de su bolsillo, volvió a larealidad: podría, por ejemplo, irse esanoche de «vacil» a un cabaret«pomadoso», emparejarse con una«changa» de su gusto, bailar hastacansarse, beber copas «de a-bute»… ylo de la Esponja aplazarlo; era cosa deotros jueves.

El cilindro atacaba Pecadora.Un niño exigía a gritos un globo de

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goma: «Asilénciese, escuintle, o se lolleva ese siñor» —amonestó la «gata».

Una pareja de «cafiaspirinos» pasóhaciéndose embelecos.

El vendedor de «paletas heladas»hacía corte de caja.

Una daifa buscó en vano elresultado de su sonrisa profesional.Porque el Chisguete estaba tan cerca dela realidad de su propia vida, comolejos del mundo que lo rodeaba… Estoquedó demostrado cuando se puso acantar en voz alta el porfiado estribillo.Mas lo que cantaba ahora no era alegre,tenía acentos de canción de cuna o deadiós melancólico, de esos adioses quedicen los ciegos al compás de susséptimas en las estaciones de

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ferrocarril. La terneza del canto no era,ni con mucho, reflejo de su almaalborozada, ni cosecha del optimismo:«También de gusto se llora…».

Por en medio de la callejuelacaminaba una viejecita, afirmando supaso con un bastón de caña. Su peloblanco asomaba en manojos por entrelos pliegues de una mantilla que caíacon gracia, y con un poquitín decoquetería, sobre el vestido negro yriguroso.

El porte severo y gratísimo de ladama logró atraer la atención delChisguete, quien, sin callar sucanturreo, la miró pasar… En el gestodel granujilla había algo de urbanidad,y, si se quiere, un poco de compostura.

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La viejecita detuvo un momento su pasoy llevó la diestra a su oído; sonrió,sonrió con complacencia y dijo algo queel Chisguete no entendió o no quisoentender; después siguió su marcha apasos menuditos, como los gorrionesque se perseguían en el prado… A pocoandar se le escurrió su bolso.

Cesó la canción.El Chisguete, rápido como un

perro en suerte de atrapar una piltrafa,se echó sobre el bolso… ¡Cómo pesaba!

¡Oh maravilloso jueves!La anciana volvió la cara y se

encontró con la mueca cínica del ratero;pero ella sonrió, sonrió en formadesconocida para el Chisguete… Habíatal dulzura en aquel rostro, tanta bondad

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en aquella boquita plegada y trémula,tanta promesa en el fondo de los ojosmansos, que el Chisguete sintió algomuy raro dentro de sí. Quiso emprenderla carrera, al mismo tiempo que tirar elbolso…

Pero la sonrisa mantenida, elademán en suspenso, lo tenían fascinado,inmóvil, «hecho cisco».

Un instante se eternizó, porqueeterna era la sonrisa blanca.

Hubo, por fin, un vuelco en elcorazón del Chisguete y en su mano uninsospechado ademán.

—Tiró usted su bolsa, madrecita…aquí está.

—Gracias, hijo mío, mil gracias.Él iba a contestar algo que no había

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pensado, cuando una garra se clavó ensu hombro:

—¿Ahora por acá, Chisguete? Teadvertí que de volverte a ver ibas aparar de nuevo a la Peni… Te agarrécon las manos en la masa.

El muchacho permaneció mudo;pero la viejecita intervino:

—Él no ha hecho nada. No se lolleve, en caridad de Dios, señorgendarme. Es un joven muy correcto ytiene excelente voz.

Pero el policía no prestó atención ala súplica.

—Jala, jilguero, que tiempo tendráspara trinar dentro de la jaula…

Y el Chisguete, sin gruñir, sinprotestar, sin resistir, siguió a quien se

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lo mandaba; pero no iba tan apresuradocomo para no tener tiempo de retornar,honradamente, lealmente, aquellasonrisa que tuvo la virtud de incubar ungermen nuevo… de provocar un vuelcoperegrino y quizás algún día…

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Su ángel custodio

DE ÉL tenía yo sólo un recuerdo vago.Era de esa gente con que a menudo setropieza uno y pasa… pasa como lasombra familiar del cartero, delconductor del tranvía o del chinolavandero. Sin embargo, al verlo surgirde una esquina o brotar por la puerta dela taberna habitual, su saludo era tanafable que resultaba difícil dejarlo sin

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corresponder. Entonces venía a mientesla remembranza como extraída contirabuzón: era el tipo audaz y enredadorque alguna vez en tal o cual situaciónburocrática lo tuvimos vecino depupitre… Si mucho se afanaba lamemoria, entonces, entre nubes de años,su silueta se precisaba un poco hastapermitir notar más que características deorden aparente. Peculiaridades deaspecto moral: era un vividorcillo listopara la lisonja y hábil; en el menudo artedel servilismo no había abyección quelo asustara, si ésta iba en gracia de suegoísmo. Semejantes peculiaridades lotenían encasillado en situación tal, quemuchos llegaban a envidiar sucolocación y sus influencias. ¿Su

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nombre? En realidad no lo recuerdo;tengo la idea de que el suyo era unapellido vulgar —González o Pérez—,al que andando el tiempo le había hechoun añadido extranjerizante y campanudoque lo elevaba no sólo en eufonías, sinotambién en el lugar alfabético de lanómina, estratagema ésta que lo abocabaen caso de promociones favorables…Usaba tacones altos para destacarse,gustaba de retocar su bigotillo con negrode humo y vestía siempre a la moda,aunque con prendas baratas, igual quelos anillos y los fistoles a los que eramuy aficionado. Últimamente, del mismomodo que el moustache, había dado enla flor de teñirse el pelo, es decir, que amedida que envejecía en lo físico,

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remozaba en mañas. Quizás esta treta lofavoreció en su más afortunado logro…

En efecto, cierto día —¿fue en elvestíbulo del teatro?, ¿fue a la salida delos toros o en la puerta del frontón?— élse interpuso en mi camino; marchabatriunfalmente y había en su voz unasolemnidad desusada:

—Voy a tener el gusto depresentarle a mi esposa —dijoirguiéndose lo más posible.

Instantes después mi mano sehallaba prisionera de otra tibia yaterciopelada. Clavé la vista en laprofundidad de dos pozas de aguazarca… ojos enormes aquellos, enormesy apacibles que no pudieron resistir elmagnetismo de mi asombro. Ella retiró

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delicadamente su mano de la mía en elmomento en que sus párpadosresbalaban rendidos al peso de laspestañas, en un gesto que se me antojópudoroso y encantador… Vestíasencillamente, en forma de no esconderla estructura rectilínea y armoniosa deaquel cuerpo elevado, grácil, magnífico.

Él comprendió mi perplejidad,entendió los alcances de mi admiracióny agregó algunos datos en torno de sumujer:

—Es de Jalisco… Nos casamoshace un mes en Mascota.

La joven permanecía con la vistabaja; en su boca grande, carnuda ybermeja, había una mueca atrayente perodesconcertante, cautivadora pero gélida.

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—Que sean ustedes felices —dijeatrojadamente sin poder separar mi vistade ella.

—Gracias, amigo mío —respondióel otro dando a la frase toda la intenciónque le imponía el orgullo.

Mas yo no quise irme sin escucharsu voz; entonces le disparé a boca dejarro la pregunta trivial:

—¿Le gusta a usted México?Ella alzó la vista, me miró

vagamente y acentuó su sonrisa alcontestar muy a tono con la vulgaridadde la interrogación:

—Sí puesmm…Sólo dos palabras bastaron para

que mi loco entusiasmo calificaraaquella voz que brotaba impelida por el

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aliento de la sensualidad: era, más quegrave, grávida.

Los encontraba frecuentemente; ellahabía alcanzado desenvoltura, pero sinperder su apariencia pueblerina quetanto y tanto le agraciaba. Él, cada vezmás engreído con la admiración queprovocaba su consorte, tenía un aire desatisfacción inconfundible. El porte deambos también había cambiado: él ya nollevaba su aderezo «gophir», ahora lucíaprendas de cierto valor y ella vestía conalgún lujo y no con mal gusto.

La ocasión en que encontré a lapareja en el hipódromo me diooportunidad de observar a la mujer un

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poco más a fondo. Conocía las pintas delos caballos por el nombre ranchero:«Apuéstale al mojino». «Ésta la pierdeel cuatralbo»… «Moro ni de oro» —aconsejaba con aquella su voz preñadade entonaciones raras y subyugantes…Masticaba chicle y miraba, insensible,las peripecias de las carreras. Veía deganchete y dejaba retozar en sus labiosel gesto turbador y misterioso con el querecibía todas las muestras de pasmo quesu prestancia despertaba a diestro ysiniestro.

Él, radiante y despreocupado,apostaba sumas de cierta importancia,hecho que afirmaba la hipótesis de sunaciente prosperidad.

Cuando bajamos para comprar

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boletos de la quiniela, él se sintiócomunicativo:

—Soy feliz del todo. Ella me traesuerte; parece que todas las puertas seme abren desde el día en que me casé…Es el ángel de mi guarda.

—Es usted un hombre afortunado;lo envidio sinceramente.

Al pronunciar la última frase conlegítima intención, temí haberlo heridoen la fibra neurálgica; pero él, riendosocarronamente, me tranquilizó:

—¿Verdad que sí? Ella esencantadora; el candor y la inocenciajuegan parejas con su hermosura y subondad. Sigue siendo la provincianasencilla y cariñosa que tuve la fortunade encontrar allá en Mascota…

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¡Cuestión de suerte, amigo!Tornamos a las tribunas; ella

ocupaba un lugar entre su marido y yo.Repetidas veces traté de entablar unaconversación directa que ella soslayabainvariablemente, comprometiendo almarido para que fuera él quien merespondiera.

—He dicho a usted que no hadejado de ser una payita… Le asusta eltrato con los hombres y de todo sesonroja —explicaba él a modo dedisculpa; pero en la boca de ellaflorecía la sonrisa perturbadora,mientras sus ojos se entornaban un pocopara perderse en la selva de pestañasnegras y espesas.

Pero mi porfía era invencible;

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aproveché un instante en el que elhombre se hallaba distraído en la lecturadel Racing Form para intentar unrecurso heroico: tomé entre mis manossu diestra enguantada y dejé en su oídouna frase empalagosa… Sus labiospermanecieron plegados fascinantementey en sus ojos advertí destellosrecónditos.

Mas pronto volví a la carga:—Lástima que sea usted tan

esquiva…Y ella, echando una lápida a mi

esperanza:—Sí puesmm…

Nuestro tercer encuentro fue en la

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terraza de un hotel de lujo en Veracruz.El cambio aparente en ellos eradefinitivo. La inquietante hembra deMascota había ganado en modales; ya noera sólo la belleza lozana de otros días;había ahora en su traza una eleganciainsospechada; el ademán gracioso deantaño se había mudado por actitudesdistinguidas y posturas donosas; seguía,en cambio, abstrusa y reservada. Elrealce de su sonrisa había hallado laperfecta inteligencia en su ya famosacaída de ojos.

El hombre era para entonces gordo,optimista y vanidoso. Me habló degrandes negocios, de influenciasinfalibles y de su desahogada situacióneconómica; al dicho lo comprobaban de

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sobra los hechos ostentosos y la aturdidaesplendidez de que hacía gala. Habíaenfriado un tanto su cordialidad paraconmigo, era que me miraba desde laaltura de su pedestal de nuevo rico; sinembargo, no se olvidó tampoco esta vezde reconocer y acreditar al principalelemento de sus bienandanzas:

—Ella ha sido mi buena estrella…Aquí la tiene usted tan candorosa, tanpura, tan blanca de cuerpo y de almacomo cuando tuve la fortuna deencontrarla allá en Mascota… ¡Es miángel custodio!

La mujer escuchaba silenciosa,impasible, mirando a través de sus gafasahumadas la serena llanura del mar.

—Me encargo de cuestiones

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administrativas —informó él—. Lacircunstancia de tener amigos en elcandelero es inapreciable… ¿No leparece?

Ella jugaba entre sus dedos con unpopote de sorber; al alcance de su manohabía un «mint julep» a medio consumir.

—Acabamos de llegar de LosÁngeles y ya estamos pensando en lasprobabilidades de emprenderla aEuropa; pero ha de ser en un«Constellation» —siguió el hombre.

Yo apenas si prestaba oídos a laspalabras arrogantes y fatuas, solazadocomo estaba en la admiración de un parde hombros dorados de sol, de unaespalda carnuda y apetitosa, que sudueña se gozaba más en exhibir que en

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someterla al baño salobreño de la brisa.Intenté cambiar el tema de la charla

por algo más frívolo, por un asuntoligero que interesara a la otra para queterciara y finalmente aceptara el dúo quecon tan mala suerte había intentado enotras ocasiones. Logré el primerobjetivo, mas mi fracaso en el segundofue contundente.

La de Mascota era, sin duda alguna,boba y ranchera ataviada elegantemente,que no había aprendido más que lasartes de la apariencia; una rorra bienvestida, dueña de encantos exteriores yde magníficas charnelas.

Volvimos pues al tema de losnegocios. La conversación languidecía,a la vez que aumentaban sobre la mesa

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las copas vacías de «mint julep».Se acercó a nosotros un individuo

uniformado; llevaba la gorra en la manoy habló respetuosamente a mi amigo. Élle comunicó sus instrucciones:

—Que le den una revisada alCadillac —y dirigiéndose a mí—:porque ahora traigo un Cadillac, ¿sabe?—para luego seguir con su chofer—…Y lo tengan listo mañana temprano pararegresar a México.

Bebió el último trago de su copa yluego se excusó:

—Regreso al instante, voy aordenar que me arreglen mis cuentas enel hotel… ¡Deben estarcomplicadísimas!

Ella y yo quedamos frente a frente.

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Me tendió una fina cigarrera:—¿No chupa? —dijo la voz

extraordinaria.Yo maquinalmente tomé un

cigarrillo.—No soporto la calor —agregó.Yo estaba de una pieza.—Y lo que más me fastidia es no

haber cargado conmigo el aventador…—¿Gusta que vaya por él? —

pregunté para acabar con el estultomonólogo.

—No, me aguanto así.Luego calló y dándome su

espléndido perfil, volvió la vista haciael mar. Respiraba hondo, presa delbochorno, su busto subía y bajabaacompasadamente, henchido de ansia

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infinita; los dientes anchos y blancos,como un maravilloso sartal, torturabanal labio inferior congestionado de grana.

No, no podía caber tanta belleza nitanta distinción en una muñeca rústica;era imposible que la delicadeza delfísico se pudiera hermanar con labastedad de la esencia… Había queintentar con otros procedimientos laclarificación del misterio.

—Es usted enloquecedora. No creaque me engaña su infantilismo ni suembustera zafiedad; no suponga que sucandidez convencional me conmueve;usted finge y miente… Lo que noalcanzo a entender todavía es lo que sepropone con su comedia tonta.

Ella permaneció estoica y si acaso

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al final de mi censura, alzó algo labarbilla y desparramó su mirada en elhorizonte.

—No me engaña, repito, es ustedmás demonio que ángel —agregué en elcolmo del arrebato.

Entonces la de Mascota, quitándosesus lentes ahumados, acercó su rostro ami cara, clavó en mis ojos la miradaverde con reflejos dorados como losfiletes de las olas; verde y fría igual a lamirada de los escualos… El impacto mehizo daño y acabó por enmarañar miraciocinio… Afortunadamente para misalud, aquello duró sólo unosinstantes… después, sus párpados degoznes resbalaron con humildadmonástica, cuando en sus labios afloraba

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una sonrisa ancha, dura, a punto detransformarse en carcajada:

—¡Sí puesmm…!

El asunto que me llevó a la Secretaríade Comercio era importante para mí; sucuantía estaba en relación con lasgrandes dificultades que significaba elarreglo. Había que valerse de poderososascendientes cerca del titular del ramopara lograr audiencia y plantear sobre lamarcha el caso. Mis poderdantesestaban preparados para todo y yo losuficientemente autorizado para hacerfrente a cualquier eventualidad… ocontingencia.

En las puertas del Ministerio

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estudiaba mi plan de ataque con lameticulosidad con que lo hiciera elestratega más concienzudo, cuando sepresentó mi antiguo conocido. Bajó desu automóvil, venía hecho un brazo demar, metido en un terno gris perla ytocado con un fieltro de muchas X. Malactor, la maniobra que realizó parahacer que no me veía me puso enguardia. Simulé a mi vez no haberreparado en su galana presencia. Él, envista de mi actitud, se fingióencontradizo:

—Hola, ¿qué hace usted por aquí?—habló con voz ampulosa.

—Psh… —dije evasivo.—Algún negocio, ¿no?—Posiblemente.

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—¿Podría serle útil?—Gracias, no creo prudente

molestarlo.—No vale la pena… Además sé

que usted trae entre manos el asunto deRoss y Compañía… Mucha plata seversa en eso, amigo. No está por demásque le diga que yo gozo de influenciadeterminante con el señor ministro y quepodría, si usted quiere…

—La cuestión ofrece peligros queno deseo afrontar sin completasseguridades.

—Yo tengo la forma de sorteartodos esos peligros.

—¿Podría usted comprobarme esainfluencia… digamos, consiguiéndomeinmediatamente una audiencia?

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La cara de él se puso radiantecuando dijo:

—En el acto, tengo derecho depicaporte. Vamos.

—Pero la cuantía del asuntorequiere otras pruebas de su valimiento—insistí desconfiado en los momentosen que trasponíamos la puerta de laprimera sala de espera.

—Tendrá usted garantías asatisfacción… No faltará la forma deotorgárselas… El caso de Ross yCompañía bien vale la pena.

Cuando él decía eso, ya estábamosvecinos al privado de «Su Excelencia».Mi acompañante iba a hacer girar elpicaporte en los momentos en que salíaprecipitadamente el secretario

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particular.—Sólo unos instantes, mientras el

señor ministro atiende un telefonema…de gran interés oficial —suplicó elempleado amablemente perdiéndoseentre las cortinas de otro salón.

A nuestros oídos llegó entonces labien timbrada voz del titular:

—Bueno, chata…—…—Pensando todo el día en ti, ¿y tú,

mi vida?—…—¿Son los que vimos ayer? ¿Los

plateados?—…—¿Cuánto? ¿Veinte mil? Está bien,

nena.

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—…—No, no te preocupes por eso…

Ya me los pagará mi reina… No importaque sea en abonos, con tal de que seanpuntuales… ¿Nos vemos esta tarde?

—…—¿Que te hable a tu casa? Bien,

dame el número… Sí, un momento…39-82-20… okey.

Al oír aquellos guarismos los ojosde mi acompañante brillaron; con manotrémula sacó su lapicero de oro y aldorso de una tarjeta apuntócuidadosamente y a mi vista las señastelefónicas.

En la estancia siguiente seescuchaba todavía la voz melosa deltitular:

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—Ah, se me olvidaba suplicarteque le digas a madam Comte que debefacturar por máquinas vendidas a laSecretaría y cobrar en elAdministrativo… ¡No se te olvide, hoy alas cinco! Abur, mamacita…

Mi introductor temblabaemocionado cuando decía:

—Tendrá usted inmediatamente lasuprema prueba de mis influencias; veausted mi tarjeta.

Leí el número del teléfono quehabíamos escuchado. Me quedéperplejo.

—Ahora vuelva usted el otro ladode la cartulina —dijo.

Así lo hice:

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JUAN ARNOLD LÓPEZAgente de Negocios

Asunción 900Teléfono 39-82-20

—¿Conforme? —me preguntóvictorioso.

—Sí puesmm —le respondí conletra y música.

—¡Ella es el ángel de mi guarda!—dijo, mientras hacía uso delsacrosanto «derecho de picaporte».

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Los liberados

—EL QUE está estuvo, y el que estuvo…¡estará! Somos como las olas del mar.Vélas mecerse de allá para acá, unaslloran, otras rugen; pero todas, todas,dejan aquí en la arena algo de ellas,aunque sea la espuma. ¡El que estáestuvo y el que estuvo estará! Ésta es laley del presidio, de la que yo con miexperiencia y tú con las fuerzas de tu

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juventud no nos podremos burlar… Losque no saben de estas cosas creen quenosotros somos los peces y el presidioes el agua… ¡puede que tengan razón y,a la mejor, nosotros fuera de este lugarya no podamos vivir…! ¿Laregeneración? ¿El cambio de vida?Palabras inventadas a costa de nuestrodolor: palabras que arrastra el vientocomo hojarasca…

»Yo vine aquí hace muchos años;estaba, cuando me deportaron porprimera vez, más o menos de tu edad.¡Entonces era fuerte como un novillo!Como tú, llegué, debido a mi energía, aser jefe de hacheros en los trabajosforzados del penal; los árboles queahora ustedes abaten con tantos sudores,

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entonces se podían aplastar con la plantadel pie… apenas si levantaban un jemede la tierra… ¡Mira si habrá llovidodesde entonces! Como las olas que van yvienen así hice el viaje con boletoredondo de la libertad al cautiverio; mecogió la alta marea y me azotó contraesta costa arenosa o contra la rocaafilada de los acantilados de tierrafirme… Y, como tú batallaras paravencer la desgracia que se nos hacolgado al pescuezo, así luché yomuchas veces hasta terminar como laolita más débil de todas, escupiendo enesta playa el espumarajo de mi vida…».

—La verdá, cabo Sesma, cuando looigo hablar así parece que me asomo ala noria más honda de Salinas; se me va

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la cabeza… y muchas veces no entiendoni lo que dice; creo que ahoy eso meestá pasando. ¿Es verdá, mi cabo, queusté no piensa en la libertá?

—¡La libertad! Cuántas veces seme clavaron en la frente las ganas deecharme a nado hasta topar con la otracosta. ¡Malhayan los compas tiburones!¡Cuántas otras, revolcando el insomnioen la «tarima» de la barraca soñé con elrinconcito verde y florecido que tantosaños ha esperado mi regreso! Pero ahorano quiero ser libre… ¡aquí lo soy! Latierra de los hombres buenos, de losinmaculados, sería para mí una prisión.Hoy anhelo seguir recluido en estedestierro; aquí donde trasudé mijuventud es donde debo descansar para

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siempre, a flor de tierra, de manera quelos zopilotes y las aguilillas me agujerenel cuero y para que mi grasa abone a lasceibas a cuya sombra refresqué tantasveces mis fiebres palúdicas… ¡Algunavez seré útil, aunque sea después demuerto!

—Pues yo no pienso así, caboSesma, todavía creo en que un día serélibre de plano y podré volver a México.Allá por el barrio de Lecumberri estállorando mi jefa rodiada de butichamacos, mis hermanos… Ya noreincidiré, verdá buena; la Peni novolverá a saber ni siquiera por dóndeando… Mañana, cuando ese barcodespegue del atracadero, olvidaré parasiempre el presidio; seré otro hombre;

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aquí dejé, como las culebras sueltan elzurrón, todo lo malo que se me habíapegao… Los cuates de allá no me van aconocer. Mis manos tienen hartos callos.Mis lomos están prietos del sol… ¡Ya sétrabajar…!

—Es malo matar las esperanzas…Pero a veces es más maloalimentarlas… Mañana te vas, chamaco,pero en tu alegría no olvides la ley delpresidio… Ojalá que tú, por otrocapricho semejante al que muevenuestras vidas, logres vencer la malasombra que nos persigue…

—Mañana el sol saldrá para mímás bonito que nunca, cabo Sesma…

—Deseo, muchacho, que entre tú yel sol no se entrometa un nubarrón…

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El toque de silencio los puso enpie. El cabo Sesma echó a andar conpaso inseguro sobre la arena de la playa;su barba jugueteaba sobre el pechovelludo.

El joven liberado clavaba la vistaen la oscuridad, como queriendoentrever en las tinieblas el primer fulgorde la libertad.

Enfrente, la puerta de la barracavomitaba escasa luz. Parecía el ojo deun cíclope que guiñara…

A sus pies, el mar hervía.

La fila larga y compacta de ex hombresse revolvía bajos los rayos de un solmaduro. Frente al muelle el barco

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cabeceaba como una bestia impaciente.Los pájaros marinos, presas de atrozvoracidad, revoloteaban sobre uncardumen de sardinas que apretábanseen estratégica defensa, hasta hacerespeso el trecho de mar en que nadaban.

Los futuros liberadosdesparramaban su vista en la anchurosasuperficie azul verde del océano. Con laimpasibilidad prendida del rostro,esperaban ser conducidos a las bodegasdel buque en donde emprenderían elviaje hacia la libertad. Todos cargaban ala espalda su paupérrimo equipaje: elponcho de algodón deshilachado, fielcompañero y cómplice de milaberraciones de presidio; la mudapercudida de manta cruda; la

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correspondencia de «allá afuera», quemuchas veces hizo el milagro dearrancar lágrimas de ternura al másferoz salteador… y algunas curiosidadesde concha o carey, en cuya fábricatejieran y destejieran muchos años latrama de sus anhelos…

Y la lista de rigor antes de saltar abordo:

—Lizama Contreras Pedro…—Número mil doscientos

cincuenta.Después el hombre que se

destacaba de la fila con marcialidadtorpe.

—Contreras López Julio…—Número quinientos veintiocho…—Luna y Rocha Fortunato, alias La

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niña del jazz.Y el contoneo repugnante del

homosexual que arrastra tras él unacauda de miradas pecaminosas,disimuladas por la carcajada querevienta en cien labios.

—Pérez López Ubaldo…—Número mil ciento quince…—Gutiérrez Martínez Juan…Y muchos, muchos, muchos

nombres vulgares, pero poseedores yade una historia trágica o dolorosa, puerilo interesante, en la que siempre, comopersonaje principal del drama,bailoteaba la miseria harapienta ymaloliente.

Luego el barco que los recibe y losva tragando sorbo a sorbo, con apetito

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de escualo, para alojarlos finalmente ensu vientre estrecho y hediondo.

Pronto llenan los hombres laangosta cavidad; el hedor a breaquemada se mezcla al del sudor y hacedenso el ambiente. Los liberados seapelotonan contra las claraboyasansiosos de captar algo de brisa o deverde mar o azul cielo. Parados depuntillas ven cómo, con ligero vaivén, laisla del presidio se aleja, se aleja…

Algunos lloran de gusto… otrosríen, quizás de pesar.

Las frases de despedida se cruzan:«Adiós Embudo, me saludas a las

muchachas de Mazatlán…».«No se te olvide decirle a aquélla

que me mande siquiera una camisa…».

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«Cuidado con La niña del jazz,Capulina, no te la dejes arrimar en laoscuridad».

«Ay tú, maliciosote…»«No se te olvide mi carta,

Venancio, se las das a mi vieja en supropia mano… ¡Por favorcito!»

Los que se quedan prolongan sudesilusión cabalgando sobre la estelaque burbujea a popa.

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El último tótem

LOS INDIOS emigrantes vagaron variosdías sin derrotero; poco a poco losgrupitos desperdigados en el desierto sefueron reuniendo y una atardecida hallójuntos a todos los supervivientes.Entonces los ancianos tomaron elacuerdo de buscar a los jóvenes y a losadultos, que en aventura de pesca y cazahabían salido, semanas antes del

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desastre, con rumbo a la costa. Sediscutió la forma de conseguir aquelpropósito y todos estuvieron de acuerdoen que el viejo Cuenicabra, rastreadorafamado, flaco y largo como un ganchode cortar pitahayas, buscara las huellasde sus hermanos.

Partió el rastreador masticandoentre sus dientes blanquísimos algunosrenuevos de mezquite; su figura se fueempequeñeciendo a los ojos de los quese quedaron, hasta hacerseimperceptible, untada en la extensiónarenosa.

Dos días tardó Cuenicabra enprecisar los perfiles del cerroAnacoreta, que demarcaba el fin deldesierto. A la vista de la prominencia, el

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hombre torció hacia el poniente y prontose halló en medio de una llanurapoblada de torotes y chollas espinudos.Ante la probabilidad de encontrar algúnfruto o yerba que llevar a su boca, diopor primera vez beligerancia a suhambre y a su sed. Entonces las piernasle comenzaron a temblar, el vientre apunzarle y sus pensamientos a girardesordenadamente, hasta que, torpe y sinvoluntad, perdió su propia pista entre lasabana cubierta por una vegetacióninicua. Los rayos del sol caían conpesantez inaudita sobre su cabezadescubierta y greñuda; la sequía hincabasus uñas en la garganta y de los ojos nobrotaba ni una lágrima, a pesar de lairritación brutal que lo cegaba.

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Caminó Cuenicabra sobre uncírculo inmenso durante varias horas,sin atinar a salir de él. El paisaje,idéntico en una extensión infinita,repetía y repetía sus motivos, como elpanorama de alta mar. Un conejillo rozólos pies desnudos del rastreador y,corriendo con una agilidad increíble enaquel ambiente letal, revivió en elanciano la necesidad incoercible.Entonces trató de dar caza al roedor, taly como lo hacía en ocasiones menosazarosas. El seri dio un fantástico brincoy de su garganta salió un grito que atronóen las distancias. El animalillo asustadocambió de ruta, mientras Cuenicabra, agrandes zancadas, más que darle alcanceen plena carrera, pretendía agobiarlo…

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Otro grito más hizo mudar de nuevo latrayectoria del conejo, que en la carrerano hallaba un hueco donde esconder sucuerpecito anhelante. La persecución seprolongó gran rato; al indio le nacíanenergías a medida que las perdía elanimal. Finalmente, Cuenicabra aullómás fuerte que nunca; pero esta vez sualarido no fue táctica de cacería, sinogrito de triunfo: el conejo, rendido,había buscado refugio bajo el tronco deun pitahayo cuajado de frutos en sazón.El rastreador tendió la mano sobre labestiecilla y la alzó por las orejas; luegoclavó sus uñas corvas y negras por elcuello; alzó a su víctima en unholocausto al sol y pegó los labios a laherida, hasta sorber toda la sangre.

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Desgarró después con furia la piel ydevoró a mordiscos la carne tibia.Seguidamente buscó en los alrededoresun arbusto agreste, del que cortóvarejones que, atados con las garras dela piel del conejo, le sirvieron paraarrancar pitahayas dulces y frescas conlas que completó su banquete.

—Cuenicabra es ahora otroCuenicabra —dijo el indio en voz alta,para tomar de nuevo, lleno de ánimos, elcamino contrario al que sigue la brisa.

Cuando el seri no necesitó alzar suvista para mirar el disco bermejo queenganchaba sus fulgores entre los brazosimplorantes de un sahuaro, descubrió enuna calavera de tierra suelta ellegendario «signo» de Coyote, que era

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un cangrejo estilizado con unas cuantaslíneas. El «signo» aquel lo usaba ladinastía Coyote desde lejanos tiempos,tan lejanos que Cuenicabra recordabahasta cuatro generaciones que ya hacíanalarde de la vejez de su linaje.

El cangrejo pintado con dos o tresrasgos por un dedo índice, sobre latierra, significaba claramente para elrastreador que en el lugar había estadoel jefe de la dinastía Coyote, que era unode los más jóvenes y bravos cazadoresde San Pedro de la Conquista.

El «signo» de los Coyote erafamiliar para Cuenicabra, porque sumujer, Nopal Coyote, era rama«Coyote», injertada en el también añejotronco de los «Cuenicabra». Por otra

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parte, Coyote Alzado, que «tragó sueño»entre las mandíbulas de una tintorera eninolvidable aventura de pesca, fueíntimo amigo de Cuenicabra.

El viejo examinó el «signo» paraidentificarlo perfectamente. En seguidarastreó echado en cuatro pies por losalrededores, hasta descubrir una plantahumana cuidadosamente impresa en elarenal y en dirección al poniente. Alzóel rastreador su gigantesco cuerpo yhusmeó hacia los cuatro puntoscardinales. De nuevo se volvió a echarpara arrastrarse y dar con otra huellaorientada en forma enteramente contrariaa la primera; cerca de este rastro habíaseis rayitas meticulosamente dibujadas.Cuenicabra meditó un momento sin

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perder de vista la señal. Luego contórepetidas veces con los dedos de susmanos y miró la altura del sol. Eraevidente que Coyote y los suyos estabana punto de retornar a aquel sitio: hacíaexactamente seis días que habían pasadopor él, según las inequívocas cuentas delrastreador. No quedaba, pues, otra cosaque esperar. Cuenicabra dobló suslargas piernas para sentarse en cuclillas,con el codo de la diestra apoyado en larodilla y la mano sosteniendo su mentónfuerte y lampiño. Con los ojosentrecerrados e inmóvil contempló elproceso siempre nuevo del crepúsculo.Antes de que las sombras cubrieran lallanura, el indio hacinó manojos dezacate, ramas y cortezas; luego buscó

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dos maderos pequeños y fofos, quefriccionó entre sí violentamente parahacer saltar la chispa que hizo la brasa,y ésta, la hoguera crepitante y avisora.

La algazara de los cazadores despertó alanciano rastreador; rayaba el alba. Losjóvenes seris arrastraban un preciosoCuenicabra abierto en canal, cazadorecientemente. El viejo saludó con unamano en alto a los que regresaban; éstos,antes de corresponder la cortesía, fueronmojando uno a uno sus dedos en lasheridas de la pieza cobrada, parallevarlos con solemne aparato hasta sufrente. De esta suerte desagraviaban alrastreador Cuenicabra, por haber dado

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muerte al símbolo de su estirpe.En seguida Coyote, joven hercúleo

y de facciones bellas por briosas ycobrizas, extrajo de las entrañas de labestia el hígado, que tendió al ancianocon ademán enfático:

—Carne de la tuya ésta, abuelo;cómela y así tendrás agilidad y astucia,como la tuvieron tus padres y la tendrántus hijos…

Cuenicabra recogió el presente y,antes de engullirlo, brindó de él al solrecién nacido; luego exprimió la vísceraa dos manos, hasta arrancarle gotas desangre, con las que salpicó la tierra quepisaba.

Cumplido el ritual, los mozos queadivinaban, por la presencia del anciano

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en paraje tan remoto, que algo gravehabía acontecido, formaron un círculoexpectante en torno del rastreador, quienmascando todavía un trozo de hígado delCapricornio, dijo pausadamente:

—Las madres de los padres, losabuelos y los hijos de todos loskunkaaks, van por la sabana comoparvadas de murciélagos deslumbradospor la luz del rey de los cielos. El yoricon sus barbas de lumbre abrasónuestras chozas y lanzó sus bestias enpos de nuestras carnes. Del pueblo sóloquedó la casa grande del dios muerto yensangrentado que adoraba frayCrisóstomo. Urgimos que vosotrosretornéis para juntar el rebaño que se hadispersado.

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Los cazadores cambiaron miradas.Aquellos más mozos soltaron alaridosbélicos; uno, feroz de furia, lanzó suflecha contra el firmamento. Todossentían los hervores de la sangre, tal sise hallaran vecinos a realizar la hazañasuprema: una batida sin cuartel como laque sus ancestros dieron a los hombresextraños, que un día llegaron paraadueñarse de la mar amada y amante yde la tierra, áspera abuela de loskunkaaks y madre magnánima de losdioses.

Pero la prudencia del viejoCuenicabra logró tranquilizar a losexaltados con frases llenas de sabiduría:

—Contened los impulsos, ohcorazones valientes por nuevos, que la

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pelea debemos darla por maña que nocon fuerza: ellos, domadores del rayo,jinetes en venados guerreros y dueñosde casas navegantes, repetirán la proezade San Pedro de la Conquista, haciendotragar el sueño a nuestros bravos yllevándose consigo a las más gallardasdoncellas kunkaaks. La fuerza de lajuventud deberá, hoy como siempre,escuchar a la astucia y a la malicia quese acurruca en las cabezas de losancianos…

»Seguidme, pues, a oír la palabra,cascada de tan sapiente, que por boca devivos os dirá el ausente jefe Pumaherido».

Cuenicabra pronunció las últimasfrases de espalda a los bravos;

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marchaba ya hacia oriente… Losjóvenes le seguían, prestos a entregarse,enteros, al servicio de la tribudamnificada.

El éxodo de los kunkaaks fue angustioso.Célebres caminantes, emprendieron latravesía del desierto de Encinas,hundiendo sus plantas en los arenalesardorosos. A la vanguardia, los adultosse orientaban con instinto de lobos; enmedio las mujeres cargando a losinfantes; y los ancianos esforzándose pormantener el ritmo enérgico de lacaravana. Atrás, protegiendo a todos,los jóvenes, algunos de los cualesllevaban sobre sus hombros cacharros

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con agua tibia y hedionda, bultos decarne seca o cestas llenas de péchitas ypitahayas.

Por las noches, bajo el mantoestrellado, elevaban acongojadas precesa los astros, demandando proteccióncontra la ira de sus manes. Entonces laslamentaciones de los ancianos hacíantemblar a la tribu entera:

—Huimos de los poderosos diosesde nuestros padres para abrazar la fe delpobre rey coronado de espinas, incapazsiquiera de salvarse a sí mismo… ¡Tandébil, que ni siquiera ha podidoarrancarse del madero en que loclavaron sus propios semejantes! Sinembargo, los yoris temen su furia ynosotros, que ahora le volvemos las

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espaldas, para dar cara a las viejasleyes, debemos temblar por la venganzade nuestros viejos y de nuestros nuevosdioses… ¡Hemos traicionado a todos!

Rendidos de cansancio yabrumados de temores, dormían una odos horas afiebrados sueños. Antes deque el sol saliera, reanudaban la marchacon porfía inigualable.

En la medianía de la sabana, Florde Biznaga, una vieja seca, con caralabrada a golpes de hacha y ojosbrillantes como brasas, empezó arenquear casi imperceptiblemente.

Los jóvenes de la retaguardiacantaban broncas tonadas quetrastumbaban su eco en la vastedadingrata. Los de la delantera seguían con

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su vista la perezosa marcha del soldurante el día, o mecían sus miradas enel columpio de la Osa Mayor, estoica enmedio del cenit, en las noches breves.Las mujeres y los viejos sólocaminaban; caminaban en silencio,arrastrando los pies hinchados y sincambiar siquiera una palabra, sinproferir un gemido o un grito de ánimopara aquellos que flaqueaban ensilencio, acosados por el calor y elhambre, la sed y la fatiga.

¡El desierto y el cielo! Dos planosimpávidos que acaban por fundirse en unhorizonte angular, como las quijadas deaquellas tenazas que cerrábanse sobrelas cabezas huecas de distancias.

Cuando terminó la jornada, Flor de

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Biznaga se quejó de un dolor agudo enla ingle; entonces las mujeres ocurrieronen su auxilio, echando mano de laterapéutica ancestral: vigorosas friegascon orines de un lactante y tragos delcaldo en que se habían macerado losplumones de un alcatraz tierno cazado ensu nido. Pero el mal de Flor de Biznagaera tozudo como el desierto.

El sol que de nuevo alcanzó a lacaravana y volvió a dejarla como unpunto palpitante entre la arena, permitíaa sus rayos hacer chapuzones allá, en unmanantial de aguas tan dulces comoinútiles, que se escondía a muchasjornadas del lento andar de los hombres.

Flor de Biznaga sollozó ensilencio, mientras su cuerpo se revolvía

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en su lecho acunado en la tierra. Algunamujer sorprendió los quejidos quemorían en los labios e hizo venir alhechicero, quien diagnosticó un malirremediable entre los kunkaaks: ladecrepitud. Sin embargo, el curanderosacrificó a los dioses viejos un perrilloque había seguido en todas sus congojasa los caminantes. El cuerpo delanimalito fue enterrado en una fosacavada con las uñas de las mujeres;sobre ella saltó el brujo repetidas veces,pronunciando en cada ocasión el nombrede Flor de Biznaga. Para dar máseficacia al acto mágico, dijo en voz altauna oración que la tribu había aprendidoen boca de fray Crisóstomo: «Padrenuestro que estás en los cielos…».

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Se reanudó el viaje. Caminabantodos con más lentitud que el díaanterior, pero sin duda con mayorpresteza que mañana.

Los guías aseguraban que sólofaltaban dos jornadas para dar cima a laempresa. Había que poner todo eldesierto entre ellos y los blancos.Separados por él yoris y yoremes, lossegundos tendrían libertad para planearla venganza a que se obligaran, endesagravio de sus dioses —viejos ynuevos— tan infamemente ofendidos.

Las mujeres se agrupaban en tornode la vieja, cuyo andar torpe trastornabala armonía de la marcha colectiva. Florde Biznaga no se quejaba ya; hacía paracaminar un esfuerzo de vida o muerte.

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Las mujeres le animaban con gritos.Una blanca nube se interpuso entre

el sol y los kunkaaks. Las voces de losguías invitaban a una marcha másrápida, aprovechando el favorablefenómeno.

El paso avivó su cadencia y se hizotrotecillo, del que nacía un jadeotrasudado.

De pronto Flor de Biznaga sedetuvo y con ella muchas mujeres yniños. Los ancianos rodearon a laenferma; luego los adultos y los jóvenes.Cuando la tribu entera circundaba a lavieja, ésta habló:

—Supuesto que regresamos a la leyde nuestros amados dioses, exijo queésta se cumpla en mí… Dejadme en este

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lugar como siempre lo hicimos con losinútiles: no puedo dar un paso más, miscoyunturas rechinan como grillos y enmis ojos ha caído ya la neblina de latarde. Me quedo en el desierto para quela marcha no rompa por mí el compásque le imponen los que nos mandan… ¡Avosotros os hablo, hermanos delconsejo! A vosotros que también, muypronto, imprecaréis en vuestro favor laley del descanso, a la que sólo tenemosderecho los viejos…

Los ancianos miráronse entre sí y,sin pronunciar palabra, todas lasvenerables cabezas se movieron enseñal de asentimiento.

Sin más ceremonias, el mozalbetehijo de Flor de Biznaga cargó en brazos

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a la anciana y la apartó de la ruta paradepositarla en la arena. Puso al alcancede su mano una tinaja llena de agua ydos tórtolas tiesas y oliscadas.

Después, la caravana reanudó su marchafatal… nadie volvió la cara para mirarcómo el desierto se iba tragando, poco apoco, el cuerpecillo de la vieja seri, quese encogía para transformarse al ojo delpueblo que iba al encuentro de sudestino, en un ovillo de insignificancias,en un simple punto desvaído en el resol;en una arenilla opaca… ¡en nada!

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Retablo a punta seca

¿RECUERDA usted, paisano, al tenduchode Las Quince Letras?… ¿No?Imagínese salir de la Plaza de Armaspor el lado en que el sol se pone, sigahasta la botica del doctor Mireles; ahoracamine una, dos, tres cuadras por lacalle de doña Ludgarda Campos, luegotuerza por el curato y tire otra cuadra…Allí, contra esquina de la panadería La

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Purísima, está

LAS QUINCE LETRASAbarrotes en

generalCalle Angulo

número tresCompra y vende

cueros de res,cabra y venado…

¿Y ahora? ¿Todavía no? Bien, ayudaré asu memoria flaca con más datos,paisano: es un bodegón lóbrego, en laspuertas se apilan sacos repletos degarbanzo, de maíz o trigo, semillas todascompradas «al tiempo» y conservadasmañosamente en espera de una alza

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eventual. Aquellos costales penetradosmuchas veces de gorgojo o palomilla,antes que mal vendidos… Sí, porque enLas Quince Letras, «Abarrotes enGeneral», se comercia más y mejor conla compra que con la venta. Díganlo sino el armazón desvencijado y polvosoque guarda entre las telarañas quecuelgan de sus anaqueles, candelaspercudidas por el tiempo, latasaventadas, botellas desportilladas ypolvorientas, paquetes destripados,ferretería menuda y enmohecida,recipientes de aceites rancios, papeleríapringosa y… qué sé yo; o el mostrador,aquel mueble basto y tambaleante,cubierto con una carpeta de hojalata,tachonada de monedas falsas, mariposas

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a las que un clavo recio y cruel les hacortado el vuelo para siempre; aquelmostrador que en sus vanos protegenidos de ratas al igual que grandesmanchones de cucarachas y pinacates…Pinacates que suben y bajan ante laindiferencia de las moscas, por el cordelrenegrido del que cuelga la lámpara depetróleo con bombillo ahumado yescurrimientos cochambrosos…

Mas Las Quince Letras, como todoalmacén que se precie, tiene sutrastienda; es la tal covacha de altasparedes salpicadas con florones desalitre, cabe las cuales el aire se hiedepor las emanaciones de los azúcaresrevenidos, de las grasas putrefactas o delos líquidos avinagrados… La trastienda

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tiene puerta de salida hacia la casa:enorme patio tapizado de grama y deyerbas chaparras; dos naranjos agrios,un guamúchil y un platanero estéril,señorean. Circundan al patio cuatroportales de arcos estrechitos y pilaresdesmedrados, de donde se agarra ciertadeslucida especie de trepadora. Sólo lafragancia del jazmín mosqueta, la graciapolicroma de los «belenes» y a veces laluz de la luna, ennoblecen al páramo.

Bajo los portales se hallandistribuidos hasta diez cuartos, nueve delos cuales cerrados con llave y tranca,se han improvisado trojes; ahí la cebaday el centeno aguardan meses enteros elmomento en que la especulación diga supalabra definitiva. La única pieza que

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mantiene entornadas sus puertas, esaquella que guarda dos camastros sobrelos que se extienden ropas de aspectopobretón y desaliñado; encima de lascabeceras y colocadas con desconcierto,múltiples estampas religiosas; bajo laefigie de San Isidro el labrador arde unaveladora de aceite. En medio delretablo, la constancia vaticana de una«Bendición Papal, otorgada a los fielesFeliciano y Vicente Íñiguez», conefectos hasta la cuarta generación. Alalcance de la mano del que ocupecualquier camastro, un manojo derosarios y escapularios de la Virgen delCarmen, igual que un Winchesterperfectamente bruñido y engrasado; desu cañón cuelga una carrillera repleta de

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tiros gordos y largos como un índice.Pero el mueble característico delchiribitil es la caja fuerte colocada en elrincón más apartado: un enorme cofreférreo de niquelados discos y llaves decombinación, al que la desconfianza,hija de la avaricia y madre de laseguridad, ha protegido con cinchas yabrazaderas, candados y chapassecretas.

Pero volvamos al despacho, a LasQuince Letras, en esta tardecita calurosade los días de canícula, cuando lascampanas de la parroquia cantan laoración, al tiempo que las palomas de latorre anidan, en hora en que los pechosde las solteronas se consumen desuspiros y los labios de las abuelas

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tiemblan de fervores y de apetito ante lainminencia suprema del placer, frente ala olorosa tacita de chocolate en agua;cuando las vacas retoman al bramaderoy en los propios instantes en que elpregón se encañona por el cubo de loszaguanes abiertos de par en par: «Lafruta de horno… Puchas, mamones, ojosde buey… ¡A los de mantequilla yhuevo, niña…!». Ahí, tras delmostrador, dos hombres empeñados enel juego de damas; las sombras delatardecer nacen de los rincones, trepanpor los muros y se descuelgan hasta caerde plano en el desteñido tablero quebailotea sobre un empaque de jabonesde Zapotlán.

La partida se entorpece por la

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oscuridad, pero los jugadores insisten enproseguirla y es necesario que lapenumbra se generalice para que ellosden providencias de alumbrarse.

—Enciende la luz, Chente —diceuna voz ríspida como el chirrido de unalima.

—¿La vela o el aparato? —pregunta el otro al tiempo que raspa uncerillo.

—La vela, hombre… el petróleohay que usarlo con parquedad, sólocuando nos visite un cliente de pro.

—Dices bien, Chano, el petróleodebe ser sólo para la gente de pro —repite Chente mientras busca con laayuda del fósforo un cabo.

Cuando se hace la luz se reanuda el

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juego.—Ésta me la llevo —dice

lentamente la voz desagradable.—Una por otra —agrega Chente,

alzando por su parte otra ficha.Luego los dos quedan mirándose

sorprendidos ante el interés que presentael juego.

La partida se suspende por lapresencia de un muchacho que golpea lacarpeta metálica con el canto de unamoneda, mientras pide a gritos «tres» deatíncar… Don Vicente Íñiguez tira a lasmanos del golfillo un diminutocucurucho. El niño exige con broncosmodales su «pilón», mas el tenderoniega el obsequio: «Se acabaron lospilones, mocoso… Vete a ver si ya puso

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el puerco».El juego se reanuda. La vela

adherida al tablero con un chorro deparafina, levanta su flama amarillenta eilumina los semblantes de don Felicianoy de don Vicente Íñiguez.

El primero ha pasado los sesenta,seguramente; de tronco corto y piernaslargas, es todo un garabato; viste blusade holanda, pantalones charros de panacachiruleada con gamuza; las faldas dela camisola se le desbordan por lapretina del pantalón abultado en elvientre, tal si las partes posteriores delcuerpo hubieran cambiado de sitio. Laluz de abajo arriba de la candeladescubre en el mentón peludo un hondocosturón; su nariz gruesa palpita con

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vida propia, como si se tratara de un serinferior, de un parásito que viviera asidode aquél a quien arranca el jugo de suexistencia. El pelo gris, indócil ybravío, se eriza al paso de la mano fina,con dedos filudos y uñas aguzadas. Eldedo anular izquierdo, anquilosado ensu segunda falange, luce una gastadasortija de plata. Sus ojos pardos, opacose insignificantes, juegan a lasescondidillas tras los cristales de unasantiparras torcidas. Las pecas espurreansu rostro largo y endurecido por lamandíbula de perro de presa que seadelanta hasta hacer el belfo.

Don Vicente, diez o doce añosmenor que don Feliciano, es una réplicamenuda y desairada de éste, una

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imitación desvaída, un remedo en cuantoal físico. La ropa despreciada por elmayor de los Íñiguez, luce en el cuerpode don Vicente, aunque no en la formaairosa que fuera de desearse, ya que elajuste queda bien lejos de ser perfectodada la discrepancia de volúmenes. Encambio, la voz del pequeño supera ensonoridades a la de don Feliciano; es lade aquél bronca y con modulacioneshorriblemente graves, diríase que ungenio travieso y malévolo hizo elcambio para ridiculez de ambos.

Don Vicente, por otra parte, excedea su hermano: es el cerebro del negocioen que están asociados desde hace tantosaños, pero tantos, que uno y otro creenque desde antes de venir al mundo ya

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estaban unidos por los intereses, mejorque por la sangre; don Felicianoaprovecha sus dotes físicas y sutenacidad para enfrentarse a la clientela,mientras que el hombre desmedrado yescurridizo inventa triquiñuelas,discurre trampas, dispone lazos paraburlar a la parroquia: lo mismo ensebala barra de la romana para comprar lana,que la humedece cuando la demanda delos obrajeros crece.

—Coróname ésta, Chente… peropronto, antes de que la vela se gaste.

—Coronada está, mi buen Chano;pero tú tienes que hacer lo mismo conésta que ya llegó a dama.

Y don Feliciano monta sobre laficha de don Vicente otra del mismo

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lote. Los dos permanecen un instantemudos con la vista fija sobre el tablero;el mayor se hurga con el índice el feocosturón de su barbilla. Don Vicentechifla una tonada desabrida. Por elmostrador cruza una rata cebada, valenta, confianzudamente, hacia la piezade queso añejo, ahora pasto de lasmoscas desveladas.

—Me como ésta por boba,Vicentillo.

—Caíste en la trampa, queridoChano… Si boba fue la dama, más torperesultó el rodrigón; mira, aquí como,igual que aquí y aquí… y aquí da fin eljueguito. ¿Qué te parece?

—Uno por otro, hermano, si elprimero fue mío, justo era que tú ganaras

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el segundo. Eso equivale a que nosfumemos esta noche un cigarrillo cadauno.

—¿No te parece dispendio, Chano?¿No sería mejor que nos fumáramos unoentre los dos? Así, a la vez que sequebranta el vicio en honor de Dios, sepreserva la salud, a la vez que noseremos gravosos para nuestrasexistencias en bodega…

—Estás como siempre en lo justo,mi genial Chente… eso es, un cigarrillopara los dos y a dormir como buenoscristianos.

—Ave María Purísima —chilla uno.—Sin pecado original concebida

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—ronca el otro.Y tras del santo rosario dicho en

tinieblas y entre suspiros y quejumbres,la brasa del cigarrillo que salta de unlecho a otro con veleidades de cocuyo.

Y bien, mi paisano olvidadizo,¿recuerda usted ahora al tendejón LasQuince Letras? Imagínese salir de laPlaza de Armas por el lado donde el solse pone, siga hasta la botica del doctorMireles; ahora camine una, dos, trescuadras…

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El último charro

I

EL DÍA 11 de diciembre toda lapoblación de La Barca festejapaganamente la víspera de la feriaconsagrada a la patrona Guadalupita.Las estrechas calles del pueblo

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adornadas con festones de papelmulticolor, en cuya gran policromadadominan los colores de la trilogíapatriótica: verde, blanco y rojo, no dancabida a la multitud que, comiendocacahuates y chupando cañas de azúcar,recorre el pueblo, sin importarle losquemantes rayos del sol semitropical, niel polvo que tras sí dejan lascabalgaduras o los carruajes en que lagente acomodada transita, admirando, asu modo, las sencillas galas con que elpueblo se ha vestido en honor de laindia del Tepeyac.

La Barca, risueño pueblo deJalisco, celebra como muchos otros delpaís, el 12 de diciembre; fecha en laque, según la dulce tradición, la Virgen

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de Guadalupe se apareció ante los ojosextasiados del buen Juan Diego.

Las autoridades del pueblo,representadas por liberalotes,aprovechan la afluencia de gente de losalrededores para organizar ferias yfestejos y, en tácita sociedad con el curapárroco, poner infinidad de medios conobjeto de que la rancherada deje susahorros anuales, ya bien en provecho delas arcas municipales, o en el de losávidos cepos de la parroquia de lafeligresía.

Desde un mes antes, grandescarteles repartidos entre los principalespueblos del Bajío, anuncianprofusamente las lucidas fiestas. En lasesquinas de las calles de Ocotlán,

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Jamay, Atotonilco el Alto, Ayo el Chicoy hasta en las de la lejana y bellaUruapan, aparecen los programasimpresos en tintas fuertes y chillonas:

Gran Feria de Guadalupeen La Barca, Estado de Jalisco

Libreque empezará desde el diez de

diciembrey terminará el quince del propio

mes¡¡Grandes Festejos!!Bailes Populares, Carreras de

Caballos,Juegos de Cucaña, Fuegos

Artificiales,Pastorelas, Profusa Iluminación,

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etc.Para dar mayor amenidad a los

Festejos,se han contratado las famosas

Bandas deMúsica de Ocotlán y Atotonilco,

las queen amistosa competencia con las de

estelugar tocarán todas las noches en

lasserenatas que se darán en la Plaza

de Armas¡¡A Divertirse, A Gozar!!Nota: el cumplimiento del

programa lo garantizaLa Comisión

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Desde el día 9 en la noche, la gentecomienza a llegar al pueblo ennumerosas caravanas y usandodiferentes clases de vehículos: desde elraudo ferrocarril hasta el dócil ycalmudo pollino.

A las nueve de la mañana del día10, ya los hoteles y mesones sonincapaces de contener a la multitud queaumenta mientras más tiempo pasa,invadiendo hasta los portales que rodeana la coquetona placita de armas.

El número saliente del programadel día 11, víspera de la gran fiesta,serán las carreras de caballos. Loshacendados de la región han puesto sunombre y su hacienda en sus briosospotros.

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En todo el pueblo no se oye másque ponderar la ligereza del caballo dela hacienda de La Luz. La finura deremos del penco de Zalamea y lagallardía del alazán de Cumuato. Todoes entusiasmo y alboroto. Las horas sealargan infinitamente. La gente pobre,desde tres horas antes emprende lacaminata hasta el lugar en que ha sidoacondicionada la pista. Los ricachonescomen precipitadamente y ordenan quepreparen el coche o el caballo quedeberán llevarlos a las carreras.

¡Por fin!, las dos y media de latarde. ¡Uf, qué calor! Todo el pueblo seha trasladado al terreno en que se haimprovisado la pista. Amplias graderíasde tablas y vigas acondicionadas

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provisionalmente, esperan a la multitudque empieza a llegar en compactos ypintorescos grupos.

—Allí viene el coche de don JulioRivera… ¡Mira no más manito, quélindas están sus hijas! —se oye quedicen entre la bola.

—Mira —dice otra voz—, orita seestá sentando con don ManuelVillalpando, viene con su hijo Pepe y suesposa…

—¡Uyuyuy… chispiao, bien haiganlos hombres arrechos! Ái’stá CornelioEspinosa…

Y un charro brinca a la pista.Cabalga penco prieto y bien puesto,lleva sombrero de pelo blanco, muyblanco, en cuya copa el sol arranca

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destellos a dos herraduras de plata. Suchaqueta de gamuza de venado luce en laespalda un regio bordado de hilos deoro y en su chaleco cachiruleado congrecas blancas cinco botones tambiéndel áureo metal brillan gritonamente.Una mascada de seda roja se anudaatrevida en su cuello, y su pantalón depaño gris finísimo, pegadoexageradamente a la pierna, dejaadivinar la musculatura férrea delcentauro criollo.

Cornelio Espinosa, al sentirseadmirado, hunde las pesadas espuelas enlos ijares del cuaco, que salta brioso, yemprende desenfrenada carrera. Frenteal palco de honor, el jinete hala larienda; el penco mete las manos para

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detenerse, éstas resbalan y hacen que labestia siente sus cuartos traseros en laarena; otro tirón a la rienda y el caballo,abriendo sus anchas narices, se parasobre las patas, levantando al aire susfinas manos; Espinosa imprime un ligeromovimiento a la rienda, y el caballo daun flanco sobre sus remos traseros,quedando de cara al público ydejándose caer suavemente sobre susmanos. El jinete saluda a laconcurrencia destocándose.

Cien voces contestan al saludo delcharro, quien tras bajarse de su bestia,que entrega al peón de estribo, se va aocupar su lugar en los palcos.

Antes de perder de vista entre lamultitud a Cornelio Espinosa, oigamos

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lo que sobre su persona platica unbarquense a un forastero:

—Es el mejor charro de la región—dice el informante—. Más biendicho… es el último charro… Todos losotros que ve usted trajeados a la usanzade por acá, no son más que charros deagua-dulce, de banqueta. Cornelio es elúnico tipo representativo del charro quese va y quizás ya no vuelva. Es decir,del charro aquel que heredó del chinacoel valor, la fanfarronería inofensiva, elorgullo de hombre, la galantería un pococálida, pero sana… Todo esto con unasgotas de quijotismo moderado, quehacían del charro el ídolo del pueblo yel hombre soñado por las mozastaparías… En pocas palabras, Cornelio

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Espinosa es el último ejemplar de unacasta que se muere: la fiera casta delcharro… Hay que verlo, señor, en lastardes de jaripeo, en donde les da clasea todos estos catrines presumidos. Susmanganas y sus piales son de fama en elBajío. No hay potranca que se haya dadoel gusto de apeárselo al jinetearla, ytampoco se ha sabido de novillo oboyacón que haya resistido su jalón enlos coliaderos. Cuando la Revolución,Cornelio se levantó en armas con lospeones de su hacienda, y llegó a generalen las filas del carrancismo; pero unavez que triunfó la causa, no fue de losque abusando de su puesto militar selanzara en busca de gajes y canonjías,sino que depuso las armas a su debido

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tiempo y se vino de nuevo al pueblo areconstruir su propiedad que había sidodemolida por los villistas, y a seguirviviendo de la tierra y del ganado. No esrico, pero su rancho, admirablementecultivado, le da lo suficiente para vivircon desahogo… Como buen charro, esenamorado «hasta decir ya…». No haypolla capaz de aguantar por muchotiempo sus requiebros. Eso le ha validoalgunas enemistades entre los tenoriosdel pueblo. Cornelio es muy macho;pero no es picapleitos. Si lo buscan lohallan, eso sí, y ¡ay! del que loencuentre, porque…

La conversación, fue interrumpidapor un clamoreo:

—¡Los caballos de carrera han

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llegado…!Por un extremo de la pista aparecen

seis pencos montados por otros tantoscorredores vestidos a la usanza inglesa;botas negras de charol, pantalón blanco,blusa a rayas en colores vivos ycachucha pequeña de gajos del mismocolor que los adornos de la blusa.

Viene adelante Árabe, brioso brutode la hacienda de Cumuato, criollo pornacimiento, aunque por sus venas corresangre de bestias berberiscas. Algunasapuestas están casadas en su favor.

Le sigue King of Air, pretensiosoalazán pure sang, importadodirectamente de las cuadras de Halifaxpor el rico propietario de la hacienda deLa Luz. Entre este caballo y Tábano, del

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que es dueño Cornelio Espinosa, estándivididas las apuestas: potro prieto ydelgado, de fino cuello, ternillas rojas yabiertas, de raza mexicana —de esa razade caballos que se ha hecho común ennuestras caballerizas—; no de muchaalzada, pero sí de gran brío y ligereza;brillante el pelo, vivo el ojo; cuatralbo,pezuñas brillantes y transparentes, crinsedosa y abundante; así es Tábano.

Los cuacos fueron enfilados en elextremo de la pista. Casualmente o pordeliberado acuerdo King of Air yTábano quedaron juntos. El juez decampo ocupó su lugar y pistola en manoesperó que el instantero de su relojmarcara el número sesenta. La gente,intranquila y hasta febril, contenía la

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respiración; el aleteo de una mosca seríaperceptible si los ansiosos pencos nopiafaran ruidosamente. El juez levantó lapistola. Apuntó al cielo y disparó…Cuatro caballos arrancaron raudos,dejando confundidos entre el polvo a losdos restantes que se quedaron en laarrancada.

Árabe llevaba ventaja a susadversarios, sacándole a King of Airque era el que le seguía, más de doscuerpos. El sonar de los cascosrepercutía en la llanura. La gente gritabaenloquecida:

—Árabe pierde su lugar… ya loalcanzó Tábano.

—El de La Luz ya le ganó al deCumuato… Árabe va en el último

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lugar… El inglés no puede alcanzar aTábano… Ya ganó Cornelio… ¡Mira nomás que lindo corre su cuaco…!

Efectivamente, Tábano ibaadelante; le seguía King of Air a doscuerpos de distancia. Al pasar frente ala tribuna central, el caballo de Corneliole sacaba tres cuerpos al potro deHalifax que pugnaba por darle alcance.

De repente un «¡¡ah!!» de espantohizo temblar a la tribuna; Tábano, en suloca carrera, reventó una de lascadenillas del freno; el corredor tiró dela rienda para contener un poco al brutoque iba desbocado, pero con tan malafortuna que se le escapó ésta de lasmanos y fue a dar a las patas delcaballo, enredándosele y haciendo que

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diera una aparatosa vuelta en el aire. Elcorredor cayó a muchos metros dedistancia y Tábano con una mano rota serevolcaba en la tierra ardiente de lapista. King of Air pasó como unrelámpago junto al caballo tirado, yllegó a la meta antes que ninguno.

—Ganó el inglés —dijo la voz delpúblico.

Cornelio Espinosa mordió su puronerviosamente, murmurando:

—He perdido cinco mil pesos y elmejor cuaco del mundo…

Cabizbajo y triste, el charro cruzóla pista; la gente agrupada en torno delcorredor, le veía con malsanacuriosidad. Espinosa se abrió paso yllegó hasta donde se revolcaba Tábano

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relinchando lastimeramente. La bestiacon sus ojillos negros y vivos miró a suamo y quiso levantarse, mas al faltarleapoyo en su mano, dobló de nuevo.Espinosa, con los ojos llenos delágrimas, se hincó cerca del bruto yluego, como tomando una resolucióndefinitiva, se levantó, sacó su pistola, laamartilló, apuntó a la cabeza de Tábanoy volteando la cara disparó, diciendoentre dientes:

—¡Para que no sufra…!El charro no quiso ver las

convulsiones postreras de su bestia.Triste y dolorido abrióse camino entrela gente. Dio vuelta por detrás de lastribunas, ordenó a su peón de estriboque le trajera un caballo, saltó sobre él,

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lo fustigó duramente y partió raudo haciael pueblo, murmurando quedamente:

—¡Ah, qué la de malas…!

II

—¡Sileeencio, señores…! Juega un dos-doscientos cincuenta, contra un dos-ciento veinticinco… que sonpropiedades de don Celedonio Godínezy de don Cornelio Espinosa… ¡Hagansus apuestas, corredores…!

Así dijo el gritón. La concurrenciareunida en derredor del anillo de laplaza de gallos La Lucha, guardósilencio durante la corta alocución; perouna vez terminada, el entusiasmo

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contenido por instantes se desbordó enuna catarata de imprecaciones,blasfemias y bravatas.

Los corredores, tratando de hacersobresalir su voz entre aquella algarabíainfernal, gritaban hasta ponerse rojos:

—¡Diez al giro de Celedonio…!—¿Quién quiere cien al de

Godínez…?—¡Cincuenta al giro…!—¡Humm…! Ya tienen para

trabajar… y más dando parejo —dijouno de los espectadores dirigiéndose alos corredores—; ¡quién diablos va aapostar en contra del giro de CeledonioGodínez! Todos sabemos que ese pájaroes el mejor que hay en la plaza. Bajen laapuesta si quieren casar algunas…

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Los corredores, sin hacer caso,seguían su cantaleta:

—Diez, ¿quién quiere a diez…?La apuesta estaba fría… y había

razón. Los concurrentes a la plaza degallos de La Barca eran, en su mayoría,los mismos que asistían a la de Zamora,a la de Irapuato o a la de Morelia en losdías de funciones. Era ésta unaconcurrencia conocedora yfamiliarizada, a la cual no se tanteabatan fácilmente, según comentario de unviejo jugador allí presente. De sobraconocían los muchos triunfos de Celaya,de Lagos y aun en las de la mismacapital de la República. Celedoniohabía llenado sus faltriqueras, merced alos tajos certeros de su gallo de capote.

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El rival del giro era un animaldesconocido. Nacido en el rancho deCornelio y producto de un huevoimportado, incubado por una modestagallina ranchera y despreocupada. Suniñez la pasó en las galleras del pueblo.Era, además, liviano y de escasoplumaje. En fin, ni el aspecto ni laestirpe del calabazo garantizaban eldinero de los viejos coyotes de lasplazas de gallos. De allí que, en vez deapostar, los circunstantes se dedicaban alanzar chirigotas y piropos a las rollizasvendedoras de enchiladas o de birriacaliente y gorda.

La orquesta, un pintorescomariachi, deleitaba a la concurrenciacon sus sones regionales, picarescos y

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sinfónicos. Lo componían un guitarristaciego, envuelto en rojo cobertor y con elsombrero guaymeño echado sobre lafrente; un violinista alto y hercúleocomo esclavo nubio, y cuyo guajeestaba remendado con una tapa de cajade puros; el ronco guitarrón era pulsadopor un mozo de escaso y crespo bigote.Y un arpista, cuya cara hacía recordar,por la inmovilidad, a la esfingetaciturna, completaba el cuarteto.

Y el relajo crecía: a la voz gruesadel guitarrón el violón contestabamelifluo y sonoro y la canción rancherallenaba el ámbito preñado de humo y detabaco y de olor a fritanga:

Una niña en un baile se lamentaba

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zamba que le da,del zapato de raso que le apretabaen la mera mitá.Zamba, que le dadel zapato de raso que le apretabaen la mera mitá…

Los corredores, tras de intentar darparejo y no conseguirlo, habíancambiado de muletilla; ahora ofrecíanpagar pesos contra seis reales y ni así seanimaba la apuesta. Ya enronquecidospor tanto gritar, optaron por salir delanillo y no aceptar otra comisión.

Cerca del asiento apareció unindividuo alto, bien formado, de caraenrojecida, quizás por el sol, quizás porel abuso del tequila. Sus ademanes eran

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bruscos. Se cubría con un sombrero delos llamados texanos, gris, y adornadocon una toquilla de cerdas negras yblancas, en donde lucía el ojo azuladode una pluma de pavo. Vestía camisa deseda cruda, corbata ancha anudadacuidadosamente, sweater café de cuellogrueso y volteado, en cuya bolsadescansaba, pendiente de tosca cadenade oro, un grueso y exacto Watham. Supantalón amarillo, era de género gruesocomo el cartón, y se calzaba con zapatoscafés de una pieza. En sus manosportaba un fuete de cuero inglés, y,finalmente, un enorme pistolón legítimoSmith and Wesson completaba elestrafalario traje que introdujo al Bajíoaquella División del Norte, de triste

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memoria.El tipo descrito era nada menos que

Celedonio Godínez, el propietario delfamoso giro de capote que tanto miedohabía metido a los jugadores de ocasión,y aun a los mismos profesionales.Celedonio había llegado del Bajío comopagador de un regimiento villista. ¿Fueen el ensangrentado 1914? ¿Fue en elcruento 1915? ¿Era oriundo de la lejanaChihuahua, o había nacido en la ferazSonora? Todos lo ignoraban. Lo únicoconcreto que se sabía acerca del pasadode Godínez, era que desde que lo dieronde baja por avanzador se habíadedicado a la jugada, y que merced a susmalas artes y chicanas, no solamentehabía conservado su capital, producto

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de coyoteadas y chanchullos, sino que,por milagro de su reconocida mala fe, suhacienda había crecido enormemente.

Godínez, tras de mirar condesprecio a la concurrencia, brincó alanillo y colocándose en los medios trazócon su fuete un círculo en su alrededor,gritando con voz ronca y salvaje:

—¡Voy a mi gallo…! ¡Aquí sepagan pesetas a peso…!

La concurrencia, sorprendida antetal propuesta, enmudeciómomentáneamente, y sólo se oyó la voztipluda de un guanajuatense de blancocalzón y oscuro color, que decía:

—¡Pos ni ansina…!Nadie quería arriesgar su dinero, ni

aun en esa irrisoria proporción.

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Por la pequeña puerta del anilloapareció la gallarda figura de nuestroconocido Cornelio Espinosa. Vestía decharro, con un traje tan bello y de tanbuen gusto como el que portaba cuandole vimos por primera vez. Con pasoseguro y sonriendo cruzó el ruedo,seguido del tintineo argentino de susespuelas de plata del mero Amozoc.Llegó hasta Celedonio y viéndolofijamente, mientras dejaba juguetear unasonrisa irónica y mordaz, dijo:

—Oiga, amigo, ¿qué haría usted sile agarrara la palabra?

—Pos nada más que preguntarlecuánto trae encima para apostar…

—Su boca es medida, donCeledonio —repuso el charro—; dígame

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si se siente capaz de atorarle aquinientos duros…

—Que le pagaré con dos mil en elremoto caso de que gane su trespeleque.

—Hecho —dijo el charro—, ahí levan diez alazanas de a cincuenta.

Y sacando la suma anunciada, latiró en medio del círculo trazado porGodínez.

Como entró en el anillo, así salióCornelio: sonriente, tranquilo ysaludando con comedimiento a susamigos.

Celedonio recogió el dineroapostado y volvió a su lugar, mientrasque Cornelio ocupaba un sitioexactamente enfrente de su contrincante.

En los momentos en que el charro

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prendía un oloroso veguero, algúnguasón le gritó en falsete:

—¡Compro el mole, Cornelio…!El aludido sonrió benévolamente y

chupó ávido el rico tabaco.Un joven trajeado al estilo de

Celedonio entró en la plaza trayendoconsigo al giro de capote. Llegó a mediaplaza y soltó al animal, que al sentirselibre aleteó ruidosamente y lanzó unaclarinada estridente. ¡Qué bella era laestampa del pájaro! De cabeza pequeñay muy enrojecida, que se prolongaba enun pico corvo y grueso como el delhalcón. Flexible y largo el cuello,plumaje brillante y limpio, las patas másparecían garras de buitre y su armoniosoconjunto nada pedía en gallardía al

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símbolo heráldico francés.A poco apareció otro gallero con el

calabazo de Cornelio: fue soltado ylanzó, como su rival, un desafiadorkokoricóoooo…

Su presencia hizo sonreír conlástima a la concurrencia, y el guasónvolvió a gritar:

—¡Epa, Cornelio, no hay trato,siempre no te compro el mole: está muyflaco…!

Los amarradores pasaron al ruedo.Cornelio y Celedonio fueron a losmedios para presenciar el trascendentalacto del amarre, que consiste en fijar enlas patas izquierdas de los animalesbuidas navajas curvas y filosas comoalfanjes.

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Salieron del anillo losamarradores y quedaron sólo, dentro deél, los propietarios, el juez veedor y elgritón. Este último dijo:

—¡Sileeeencio, señores; va acomenzar la pelea…!

Entre el silencio de laconcurrencia, Cornelio y Celedonioavanzaron hasta media plaza; cada unollevaba a su animal. Se pusieron frente afrente y se clavaron la vista comoposeídos de la ira de sus gallos. Tras dechillar a los animales, según escostumbre, los pusieron sobre el suelo,deteniéndolos en la cola. Los infelicesgallos se miraron fijamente, las plumasde sus cuellos se erizaron por la rabia yempezaron a picotear la tierra

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furiosamente. Fueron soltados el unocontra el otro; el encuentro fue terrible.El gallo de Celedonio, más jugado queel de Cornelio, dobló el cuerpo y burlóla embestida de su enemigo, que saliópor el aire y cayó a dos metros dedistancia. De nuevo embistió el gallodel charro, agachado y furioso. Otroencontrón final y la sangre empurpuró laarena. Los animales se revolvían,sangrantes y torpes, con las alas caídas yel plumaje marchito y sucio de tierra. Elgallito del charro daba pelea en el aire,es decir, al vuelo prendía a su enemigo,mientras que éste esperaba que cayera elcalabazo para herirlo con mayor fierezay seguridad. En una de las fases de lapelea el gallo de Cornelio salió

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disparado contra las tablas y cayó conlas alas abiertas. La concurrencia y aunel mismo juez veedor, creyeron que elgiro se había apuntado otra nuevavictoria; pero instantes después vieronal soberbio gallo de capote dar traspiésy caer.

Cornelio, que no despegaba la vistadel animal, gritó:

—¡Mi gallo está vivo…!—¡Y el mío también! —agregó el

norteño.—Un minuto —dijo el juez veedor.—¡Un minuto! —repitió como un

eco el gritón.Los propietarios avanzaron y

recogieron a sus gallos. Ambos animalestodavía aleteaban.

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Fueron puestos de nuevo frente afrente; sus golas ensangrentadas sepusieron de punta por segunda vez; peroel gallo del norteño, herido de moza,dobló el cuello y se estiró en agónicaconvulsión.

—Murió en la raya —dijo el juezveedor—; se hizo chica.

—Se hizo chica… —repitió elrugido del gritón.

Cornelio cuidadosamente pusosobre la arena a su animal, que al sentirel fresco de la tierra húmeda reaccionóun instante. Se paró con trabajo yarrastrando lastimosamente una pata, seplantó en medio de la plaza, sacudió suplumaje sucio de tierra y lanzó unapostrera clarinada de triunfo, que no le

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dejó terminar la muerte.El charro vio a su pájaro muerto y

dijo entre dientes:—Siento haberte perdido; pero me

queda el consuelo de que le quitaste latos a ese chivato de Celedonio.

Luego, dando la espalda al animal,se volvió a Godínez, diciéndole:

—Cáigase cadáver, vale; he ganadoa la buena…

—Aguárdese tantito —repuso elaludido—; voy a mandar por la fierrada,si no dispone otra cosa su mercé.

—No más que sea lueguito —contestó el charro en los momentos enque volteaba, dando así por terminada laconversación con Godínez.

Los jugadores profesionales,

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malhumorados por haber dejado pasar laoportunidad de haber hecho buennegocio con el tronchado, seencontraban silenciosos y tristes. Entoda la plaza no se oían más que losgritos de los vendedores.

El gritón entró de nuevo en elanillo, llevando de la mano a unmiserable ciego trajeadoasquerosamente con un chaquéprehistórico y un sombrero de bola,seboso y sin cinta. Asustado ante tantagente, el pordiosero seguía nervioso algritón, quien, al encontrarse en mediaplaza, dijo poniéndose la mano en formade bocina:

—¡Sileeencio, señores! ¡Perdidos yganados socorran a este ciegooo!

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Y comenzaron a caer sobre la arenapesos y centavos.

El gritón recogía a puñados lasmonedas, y haciendo alarde deescrupulosa honradez depositaba eldinero en el sombrero del mendigo, perollevando cuenta de la recolecta.

Salieron ambos tipos del anillo; yya en la puerta, el gritón susurró al oídodel ciego:

—Ya sabes, viejito, mita y mita.—Sí —gruñó descontento el

mendigo.De nuevo volvió el gritón y con voz

aguardentosa dijo:—¡Silencioooo… que pasen las

bailarinas!Y dos chamacas frescas como

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flores de San Juan, de carnes prietas yapiñonadas, brincaron al ruedo. La unavestía falda plisada y corta, en forma decrinolina, y la otra lucía el rojo y verdezagalejo constelado de lentejuelas,ceñido corpiño y terciado el rebozo debolita de pura Santa María.

El mariachi rompe con un jarabe.La china salta hasta medio anillo,pespunteando los más difíciles pasos deljarabe. Sonriente borda sobre el pisomil figuras distintas, y la más mexicanade nuestras músicas llena al recinto,haciendo que la multitud deliranteprorrumpa en gritos lujuriosos.

Sigue la otra muchacha con una jotaque no era ni aragonesa ni andaluza, unajota criolla lasciva, que hacía a la

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muchacha moverse con la gracia de lapalmera al impulso cálido del vientocosteño. Van piropos, olés vienen, y lamoza jadeante sigue la música alegre,acentuando el atrevimiento de susmovimientos y mandando con la vistabesos y caricias.

La jota termina; revienta el aplausoensordecedor, y las muchachas dan lavuelta al pequeño ruedo recogiendodinero a puños que les arrojan losespléndidos concurrentes. El mariachitoca la diana.

III

Fue en el portal de la Presidencia

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Municipal donde se encontraronCornelio Espinosa y CeledonioGodínez. El último servía a los amigoscopas de whisky con la petulancia de unvaquero del Wild West.

Cornelio, del brazo de una hembra,esperaba que la música tocara un jarabe.

El improvisado salón de bailepresentaba un pintoresco aspecto:farolillos multicolores lo alumbraban yfestones de verde pino se entrecruzabanen los arcos del portal. Olía a fiesta.

Se oyó el jarabe. Cornelio, con lasmanos cogidas por detrás, el sarape deSaltillo echado sobre el hombro y elregio jarano sumido hasta las cejas,marca airosamente el compás travieso yalocado de la música. La hembra, con el

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rebozo de bolita terciado graciosamentey con su falda ancha y plisada, mete enduro quehacer a sus charoladaschinelitas de León, y aprovecha graciosatodos los giros del baile para lucir susmedias de fina seda, que dejan traslucirla pierna torneada y morena.

—¡Voy, polla…! —grita laconcurrencia.

—¡Palomo, Palomo…! —pide laentusiasta multitud.

Y armoniosamente la murga cambiasu melodía por una más alegre ybulliciosa: es El Palomo.

La pareja cambia de pasosacercándose el uno al otro más y más,hasta quedar casi juntos. La músicasigue jugueteando y los charros

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bordando sobre el suelo arriesgadasfiguras coreográficas.

—¡Cócono! ¡Cócono! —corean losmirones, y la moza obedeciendo almandato del público se arrodillagraciosamente y el charro pasa su piernasobre la cabeza de la chinaca, que selevanta airosa en medio de aplausosestrepitosos y dianas estridentes.

Terminado el jarabe, uno de loscompañeros de Celedonio pide a losmúsicos que toquen El guango.Obedientes los filarmónicos rompen conla pieza picaresca y burlona. Celedonio,provocativo, grita:

—Va por ti, charro de agua-dulce.Otro de los compañeros, viendo al

charro, cantó con intención:

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—Me viene guango el pantalón…El insulto máximo retumbó en el

salón como un eco de la voz deCornelio, que cual toro enfurecido sedirigió al grupo formado por Celedonioy sus amigos.

El norteño se puso en primertérmino, diciéndole:

—Tenemos una vieja cuenta quesaldar usté y yo, amiguito… su gallomató al mío…, yo perdí y aquí le traigosu pago. A ver, Ciriaco, págale a donCornelio. El aludido, que era un íntimoamigo de Godínez y un cómplice de laschicanas del norteño, lanzó en el rostrodel charro una copa de whisky,diciéndole:

—¡Págate, estúpido…!

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Celedonio peló el «cuete»,mientras el charro se limpiaba la caracon el paliacate rojo y enorme.

—¡Ora es cuando, señores! —dijofurioso Cornelio—, yo tengo para todos,pero quisiera agarrarme mano a manocon el mentado Celedonio.

—Pos pa luego es tarde…, vamos—repuso el aludido—, y apuntando alpúblico gritó:

—El que quiera meterse le cuestala vida.

La concurrencia abrió valla ydejaron salir a los dos hombres.

Al pasar frente a la orquesta,Cornelio dijo:

—A ver, amigos, toquen el son deLa vaquilla.

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Los músicos, medrosos,obedecieron.

En la calle la chiquillería, encarrera loca, se lanzaba a la Plaza deArmas, a ver el castillo que iba aencenderse.

Espinosa tomó su penco por labrida y subió, Celedonio ya a caballoesperaba.

Las notas de La vaquilla se oíanhasta afuera del portal. Cornelio,enardecido por la música, picó a sucuaco y lo sentó en medio de la calle,arrancando a las piedras chispas yastillas.

—Usté dirá, vale, en dónde quiereque nos partamos el alma —dijo elcharro.

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—Pues aquí se me hace bueno —contestó Celedonio, y al terminar suspalabras sacó su pistola y a traición,villanamente, la vació toda en el cuerpodel charro, que cayó en la mitad delarroyo debatiéndose angustiosamenteentre el lodo formado por su propiasangre.

Celedonio fustigó a su bestia, ypartió a carrera abierta, diciendo parasí:

—Si no le madrugo, me acaba.Al rodar por los suelos el cuerpo

del charro, los rumores de La vaquillase apagaron y se dejaron oír las notas deun danzón armonioso y lascivo, que hizoprorrumpir a la concurrencia en alaridosdestemplados y aplausos estridentes.

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Dentro del salón los disparos no sehabían oído; seguía la fiesta en suapogeo. Los amigos de Celedoniohabían pedido un danzón. De allí laextraña coincidencia: la músicaextranjera y pecaminosa acallaba a lassencillas melodías nacionales, mientrasque en la calle el charro moría en manosdel tipo que le arrebataba el solio de lapopulachería, el trono cachiruleado quele legara el chinaco.

Por la esquina de la calle aparecióel paseo de antorchas.

La alegre comitiva llegó junto alcadáver. La gente del baile, que se habíaenterado de la tragedia, salía asustada.La luz de las antorchas iluminólúgubremente la cara del charro, en la

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que se estereotipaba un póstumo gestode rabia.

Uno de los presentes dijo con vozllorosa:

—Así como ha muerto Cornelio,así han caído uno a uno los charros delBajío… La civilización no vestirá jamáspantalón cachiruleado… Se fue elúltimo charro. El jarabe y El Palomoestán de luto… Se acabaron lasmanganas y los piales. El jarano y eljorongo no volverán a empolvarse enmemorables fiestas de luz y de vida…Ahora palidecerán sus vivos colores enlas húmedas utilerías de los teatros obajo el sol tierno de febrero en algunafiesta de carnaval. La casta del chinacoterminó en Cornelio Espinosa… ¡El

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charro ha muerto!Un griterío hizo suspender al

orador accidental su alocución. Habíanempezado los fuegos artificiales ycomenzaba a encenderse el castillo,último número del programa con que elpueblo de La Barca veneraba lamemoria del milagro del Tepeyac.

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Flirt

UN CAMERÍN elegante, sutilmenteelegante. De tres paredes estucadas enrosa pálido discretísimo, cuelganpesados gobelinos traídos de Teherán abordo de un «Farman» de 100,000 H.P.El muro restante está decorado confrescos que representan cuanto bello enel género masculino produjo la inquietafantasía mitológica: Ganimedes el

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favorito, Hermes el ágil, Lindbergh elpreferido del sol, Valentino el esteta,Narciso el de la belleza serena, Jack elhercúleo y mil más. En las pinturas senota marcadamente la influencia de laescuela de Roberto Montenegro, aunqueel procedimiento es el «electrolíquido»,recientemente patentado por el Dr. Atl,Jr. Un pebetero oriental se empeña enllenar el cuarto con su humo opalinocomo el ajenjo. El olor seco del opiopugna por vencer en singular batalla elelegante perfume de Francia, perfumeque trae la fragancia romántica delprimer tercio del siglo XX. Frente altocador, cargado de frascos de suavesesencias orientales, de rojas pastillas decolorete italiano y de niquelados

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aparatos eléctricos para complicadosmaquillajes, traídos de la capital de laRepública de California (Hollywood),Ricardo da a sus pestañas el postrertoque de rímel, mientras su «valet»,Jorge, ennegrece el lunar de su mejilladerecha. Ricardo tiene un parecidosorprendente con Dorian Gray, el delretrato. Viste vaporosa pijama de sedachina y calza delicadas pantuflas de rasobordado. Afuera se oye el compássincopado de un «Donky-trot» ejecutadosentimentalmente por una orquestaeléctrica. Este «Donky» New York loenvía a México como «mensajero debuena voluntad» cabalgando sobre loslomos etéreos de una onda hertziana.Año de 2000.

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Escena única

RICARDO: (Cruzando con desenvolturasu pierna derecha, a la que se enredauna esclava de brillantes.) Jorge, antesde abrir la puerta, cerciórate de quiénllama… ¡Estoy tan nervioso…!

JORGE: Descuide, señorito… Creoque con no dejar entrar a la señoradiputada Romero, todo estará arreglado.

RICARDO: Pues está alerta…Porque todo el día me han estadoasaltando terribles presentimientos…

(Tocan la puerta mesuradamente.)RICARDO: ¡San Fidencio, cuídame!JORGE: (Con voz temblorosa.)

¿Quién…?Voz: ¡Yo!

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JORGE: ¿Quién es yo…?Voz: Yo, Olga María…JORGE: (En voz baja a Ricardo.) Es

Olguita, señorito, Olguita la que escribeen los periódicos…

RICARDO: (Ruborizándose.) Quepase… (Se toca sus labios con lápizrojo.)

(Jorge abre la puerta. Entra OlgaMaría, que viste traje de paño azuloscuro con falda angosta que le dahasta los tobillos; la americana eslarga y cruzada; en su solapa se prendeun clavel rojo, se toca con panamá deanchas alas, calza pesadas botasinglesas y en sus manos enguantadasjuega un bastoncillo de fina cañaindostana.)

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OLGA: Dulce, rico… perdona miatrevimiento… ¡He violado el santuariode tu alcoba…! ¡Pero es tan larga lanoche…! ¿Verdad, amado mío, que teirás ahora conmigo al nidito que hearreglado para ti?

RICARDO: Pero… antes dime dequé marca es tu nuevo coche.

OLGA: Es «Ford», modelo del año2001… Se convierte en submarino consólo apretar un botón y tiene suaditamento para volar… Vámonos en él,volemos por los espacios siderales conrumbo a Saturno… Su anillo será tusortija de bodas… Nadie nos detendrá.Volaremos a gran velocidad; al fin quelas muchachas agentes de tráfico enservicio en la Vía Láctea son mis

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grandes amigas…RICARDO: ¡Olga, me pierdes! ¡Pero

retírate…! ¡Uf, cómo huele tu aliento acigarro…!

OLGA: (Enérgicamente.) ¡Sí, mialiento huele a hembra…!(Dulcificándose.) ¿Querías tú acaso,pichoncito, que oliera a perfume comoel dulce aliento de ustedes los hombres?

RICARDO: (Entusiasmado.) ¡Megustas por macha! Creo, Olga, que por tiperderé el juicio… ¡Estréchame entretus hercúleos brazos…! Así… ¡No tanfuerte que me lastimas…! ¡Pero, no mebeses, eso es antihigiénico…!

(Siguen abrazados, pero sinbesarse.)

OLGA: (Al oído de Ricardo.) Mira,

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Ricardito, he comprado para ti estependiente de brillantes, creación que haimpuesto en París el bello Mr. Pierre.Lo llevan todos los pollos elegantes dela Ciudad Luz.

RICARDO: (Poniendo los ojos enblanco y suspirando profundamente.)Hubiera preferido unas ligas como lasque sacó John Gilbert III en su últimapelícula… ¡Lucen tanto las piernas!

OLGA: Las tendrás también,pichón… Pero no me has respondidocategóricamente: ¿estás dispuesto a quete rapte?

RICARDO: Sí, estoy dispuesto.Prefiero entregar a ti mi cuerpo virgen…Tú eres joven, guapa, soltera, mientrasque tu rival, la diputada Romero, es

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casada, gorda, con más de cuarenta añosa cuestas y, lo que es peor, con ochohijos y un marido que mantener… Y,además de todo esto, se me hace muyduro dejar a un pobre hombre cargadode hijos y sin el sostén de su esposa…¿Pero, me comprarás una combinaciónde seda y unas pantuflas caladas…?

OLGA: (Mimosamente.) Sí… ¡Québueno eres! ¡Pero vámonos…! Vámonosantes de que se dé cuenta tu mamá. (Lotoma en brazos y trata de salir. En lapuerta se oyen fuertes golpes.)

GRITOS: ¡Abran o rompo lapuerta…!

JORGE: (Que ha estado entretenidobuscando una onda que le comuniquecon Chinandega, último reducto del

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masculinismo.) ¡Jesús, es la diputada!(Los golpes siguen hasta hacer

saltar la puerta. Entra la diputada.Viste traje sastre de gabardina verdeolivo, trae amplio sombrero tejanogris-perla. En su gruesa cintura unaColt ametralladora espera impaciente.)

DIPUTADA: ¡Perjuro! Ya meesperaba yo esto… ¡En brazos de unafifí cualquiera!

RICARDO: ¡San Fidencio,auxíliame!

OLGA: Si se precia usted de mujer,respetable madre conscripta, sírvasecontener su léxico. ¡Está usted enfrentede todo un señorito…!

DIPUTADA: ¡Señorito ése…! ¡Ja…ja… ja…! ¡Si es sólo un hombrezuelo de

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la calle!OLGA: ¡Se ensaña usted contra el

sexo débil! ¡Es usted una cobarde!DIPUTADA: ¡Llamar cobarde a una

miembro de la CXXX Legislatura yGenerala Divisionaria del EjércitoFeminista…! (Saca la pistola y ladescarga sobre la pareja sin hacerdaño.)

OLGA: (Mientras sostiene entre susbrazos el cuerpo desmayado deRicardo.) ¡Cobarde! Afortunadamentepara usted, este delicado hombre meimpide darle su merecido…

(Entran varias jóvenes policíasencabezadas por una sargentagigantesca.)

SARGENTA: ¡Qué diablos pasa aquí!

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DIPUTADA: ¡Aquí no ha pasadonada…! Yo he disparado con defensa demi honor… ¡Me atengo a la circular dela Procuradora!

SARGENTA: Entréguese en nombrede la ley.

DIPUTADA: (Mostrando sucredencial.) ¡Tengo fuero!

SARGENTA: Está bueno, jefa, puederetirarse… (A Olga.) Y usted, jovencita,haga el favor de acompañarme con sunovio… Usted le explicará allá a laseñora Comisaria…

(Sale la diputada sonriendomalévolamente.)

OLGA: (Con energía.) De ningunamanera permitiré que él vaya connosotras… Yo iré a donde ustedes

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quieran, que al fin yo soy mujer; pero éles un señorito y su honor se veráempañado el día en que pise unacomisaría… ¿No habrá otra manera dearreglar esto, vecina?

SARGENTA: (En voz baja.) Sí, cienpesos…

(Olga da el dinero discretamente.)SARGENTA: ¡Así hace justicia el

Régimen Feminista!(Salen las policías. Olga trata de

reanimar a Ricardo.)OLGA: Amado mío, estamos

solos…RICARDO: (Volviendo en sí.) ¡Ay,

qué mal me siento, me muero! ¿Cuántoles diste a las gendarmes?

OLGA: ¡No vale la pena! ¿Nos

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vamos?RICARDO: Pero dime primero,

¿como cuánto te sobró en el bolsillo…?Telón rápido

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Lo que quería el ChatoVítor

—¡CUANDO yo te digo que no es tanfiero el león como lo pintan!…

—¡Adió!… ¡A poco queres negarque el Chato Vítor es entabacao!

—No, no lo niego. Yo lo he vistopelear muchas veces. ¡Y cuánto mecuadra su valor en los combates!…¡Como que es el coco de los rebeldes!

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Entre los suyos es terrible cuando seincuentra con alguien desobediente odesleal. No hay en cien leguas a laredonda un gallo capaz de sostituir alChato Vítor en eso de comandar a estepuñao de agraristas que defienden contanta voluntá esa tierrita tan regada consangre.

—¡Pues pué que tengas razón,Ruperto Valle, pero yo no quiero verloencorajinao!

—No lo verás mientras yo puedaacompañarme con la sétima esoscorridos que son tan de su agrado.

—¡Hombre, ahora caigo! Meacuerdo del día en que se emborrachómi compá Emeterio y que el Chatoordenó que lo cintarearan… Tú lo

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entretuvites cantándole el corrido deBenito Canales y…

—¡Como que con el corrido deBenito Canales lo enyerban!

Así charlaban los dos campesinosdestacados como observadores a treskilómetros del pueblecillo ocupado porla columna agrarista, que esperaba de unmomento a otro el ataque de losrebeldes, que con fuerte contingente seaprestaban a capturar aquel villorrio, alque su estrategia concedía importanciacapital.

—Subamos a la peña para echar unvistazo al valle. No sea que a losalzados se les ocurra darse unadescolgadita y nos sorprendan.

—¡Vamos!

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Y ambos treparon la lamosa piedraque se adelantaba en el vacío comoferaz incisivo. Abajo, la sabana amarilladel zempoaxóchitl y el cañaveralverdenegruzco a causa de tanta savia. Elganado ramoneaba apaciblemente y elmugir y el balar llegaban hasta la peñaconfundidos con el olor a anisillo.

El brazo gigantesco del río ceñía lafalda del cerro. Como había llovidotanto, su cauce creció mucho. Un enormeroble era arrastrado por las aguas.Desde la altura se antojaba el cuerpo deun ahogado.

Los dos hombres sondearon con lavista largo rato aquella enormeextensión húmeda de tan verde. La tardese metamorfoseaba en noche. Poco a

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poco el crepúsculo se deshacía paraconvertirse en luna.

Un carro lleno de paja cruzaba laangosta cinta del camino.

Calma absoluta.De pronto, por el lado del pueblo,

aparecieron dos jinetes que avanzabanal tranco.

—Son Esteban y Jerónimo quevienen a relevarnos.

A poco eran cuatro los hombressobre la peña.

—El Chato Vítor anda de malas —dijo uno de los recién llegados—. Esque le dijeron que el enemigo habíaapresado a tres compañeros… Hace unrato abofeteó al presidente municipal ymetió a la cárcel a todos lo munícipes…

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¡anda enchilao, parece que le mordió lacola al diablo!

—¡Eita, Ruperto Valle, más mejorsería que nos quedáramos a dormir aquí,no sea que la agarre con nosotros!

—Pos pué que sí, porqueendenantes preguntó por ti, Ruperto.

—A mí no me dan miedo las bilisdel Chato Vítor… ¡Me lo traigoamarrao!

—¡Pos no te atengas!…

Si no hubiera sido por la luna la nochesería definitiva.

Cuando los cuatro hombresescucharon el crujir de las ramas,echaron mano a los rifles.

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—¡¡Quién vive!!…—Epa, muchachos, no tiren… Soy

el Chato Vítor.Los cuatro hombres quedaron

inmóviles ante la gigantesca sombra desu jefe.

—Que se quede Chema devigilancia. Tú, Ruperto, con los otrosdos sígueme —dijo la voz ronca delChato.

Los hombres fueron tragados por elespeso robledal.

Cuando llegaron a un pequeñodescampado, el jefe ordenó queprendieran lumbre. A poco, la luminariaenrojecía los rostros de los agraristas.

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El Chato Vítor, tras la hoguera yhaciendo un gesto agrio ordenó a sussubalternos que se sentaran. Luego,dirigiéndose a Ruperto Valle, dijodulcificando la voz y cambiando elgesto:

—Mira, cuate, traje tu sétima.Pero volvió a ensombrecerse y su

voz recobró las asperezas cuando dijo:—Malhaya el alma d’esos

lebrones… Me han matado a tres de mismejores hombres, a los más templaos, aPitacio, a Lupe y a Melecio… ¡Mis tresgallos de capote! Sí, mis mejores gallos,aunque a ustedes les pese —y recalcó lafrase como buscando camorra entre lostres campesinos, que bajaron la carapara hacerse sombra con las anchas alas

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de sus sombreros—. ¡Oyeron, heperdido lo mejor del atajo!

—Mira, Chatito, mejor sería que teaguantaras un poco… ¡empresta lasétima!

—No estoy pa’oír música orita…¡No sé pa’qué diablos truje el guajemaldecido! —dijo roncamente en elmomento en que en sus ojos brillaba unrelámpago de ira—. ¿Y saben quiénesfueron los culpables de este trastorno?Pos Benjamín el tendero y su madre lavieja Petrona… Ellos me engañaron, yyo, de bestia mandé al matadero aaquellos hombres… Pero ya la hanpagado… Orita mesmo los acabo depasar por las armas.

Luego, dirigiéndose a uno de los

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presentes, dijo enfurecido:—Tú, Jerónimo, eres pariente de

los difuntos… por eso te truje hasta acá.Si no te gustó lo que hice con la vieja yel muchacho, estamos en muy buen lugarpa’que nos partamos l’alma… Éstosserán los testigos.

—Tú supites lo que hicites —respondió, amedrentado, Jerónimo.

Ruperto Valle echó mano a laguitarra y dijo conciliador:

—¡Ya, hombres, déjense dependencias y oigan este corrido, que lesva a gustar! Lo truje de tierra caliente.

Y empezó el rasgueo tristón. Elcampesino abrazaba sexualmente laguitarra mientras oprimía con dulzura elcordaje para arrancarle notas que

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parecían lamentos.El Chato Vítor, con la cara

escondida tras el ala de su descomunalsombrero, se tiró sobre el húmedozacatal. Sus nervios dejaron aquellatensión peligrosa y todo él se entregó ala dulce melodía.

El cantador tosió fuerte,repetidamente, y luego cogió enagudísimo falsete la última nota de lajarana:

Heraclio Bernaldecía

en su caballoalazán:

«No pierdo lasesperanzas de

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pasearme enMazatlán…»

Al terminar el corrido, el Chato Vítormurmuró como entre sueños:

—¡Mis tres gallos de capote!…Pero Ruperto atajó con otra

melodía:

A los probes d’estepueblo

qué bien les sabe elcigarro

cuando dicen queallá viene ese

don JoaquínAmaro…

Y el corrido seguía, vigoroso, agudo,

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limpio como el grito del campesinoredimido.

El Chato Vítor había levantado lacara y fijado sus ojos en el cantador.Estaba inmóvil, tan sólo se notaban ensu semblante algunos gestos quedenunciaban su emoción.

—¡Qué chulos son los corridos!…Me cuadran porque sólo a los muyhombres se los componen —dijo.

Y el cancionero insistía:

A orillas del ríoMayo,

allá por el añoochenta,

nació un hombrevaleroso

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que llegó a laPresidencia…

Obregón fuePresidente,

general y buenranchero;

por eso toda lagente

llora con dolorsincero…

El jefe agrarista no pudo contener doslágrimas que con brusco ademán lassecó con la manga de la guayabera…

—¡Me lo traigo agamarrao! —murmuró Ruperto al oído de Jerónimo,guiñando grotescamente un ojo.

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Luego volvió la cara a su jefe ydijo gritando alegremente:

—¡Éste es viejo, pero bonito!

La cárcel deCananea…

Pero un disparo mató la melodía. Lamano que el cantador movía momentosantes con agilidad de mariposa sobre lanegra boca de la sétima fue poco a pocoparalizándose, hasta quedar contraídahorriblemente. El pobre Ruperto Vallehabía recibido un balazo en medio delpecho. Quedó con los ojos fijos en elrobledal. Por su boca, en la que quedabatodavía prendido el último eco delCorrido de Cananea, escurría un hilillo

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de líquido rojizo.Los otros tres hombres habían

saltado en busca de un lugar en dondeparapetarse.

A poco, toda aquella porción de lamontaña parecía haber sido invadidapor monstruosas luciérnagas quebramaran antes de alumbrar.

El tiroteo era nutrido. Los tresagraristas «cumplían con su deber».

Los rebeldes, con la esperanza decapturar vivo al Chato Vítor, habíanhecho alrededor de los tres campesinosun círculo estrecho.

El Chato disparaba a diestra ysiniestra, haciendo blanco muchasveces.

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Así pasó una hora larga.De la hoguera sólo quedaban las

cenizas.Los agraristas llegaron en defensa

de su jefe, atacando duramente laretaguardia rebelde.

Cuando notaron los alzados que losagraristas sitiados ya no disparaban, sealejaron rápidamente montaña arriba,seguros de que el Chato Vítor ya novolvería a molestarlos.

Llegaron al descampado loshombres que fueran en ayuda delagrarista. Removieron las cenizas de lahoguera y la alimentaron de nuevo parabuscar con su luz al Chato Vítor y a losotros.

El heno —las canas de los robles

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— había sido segado por las balasperdidas y formaba un alto tapete.

Cerca de su dueño la sétima yacíaacribillada a tiros.

Había tres cadáveres… y unhombre a punto de serlo: el Chato Vítor.

Cuando cuatro hombres llevaron asu jefe cerca de la hoguera, elcampesino estaba a punto de morir.

Alguno le dijo:—Chato, la de malas… Ti’an

rompido l’alma…—Sí —murmuró, enronquecido, el

Chato—, m’estoy muriendo… pero porúltimo quiero recomendarles que nodejen de pelear por la tierra… ellasabrá recompensarlos…

—No te apures, nosotros

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acabaremos con los que ti’an herido…Tu ejemplo nos servirá dialiento paseguir defendiendo esta conquista.Fuites bueno, Chato, y nuestro pueblo tedebe mucho. Sin ti, quén sabe quéhubiera sido de nosotros… Fuites muyhombre… Dime qué queres que hagamospor ti. ¿Queres que la ComunidadAgraria lleve tu nombre?

—¡No! —roncó el herido.—¿Queres que escribamos a

México pa’que allá sepan lo que túfuites pa’nosotros?

—¡No!—¿Queres que le demos una

pensión a tu viuda y a tus güérfanos?Y el Chato Vítor hizo un

movimiento negativo con la cabeza.

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—¡Ah!, entonces ya sé lo que túqueres, mi cuate. ¿A poco queres que tellevemos a enterrar a San Antoño, tutierra?

—¡No!—Pídeme lo que se te antoje. Tú

tienes derecho a todo… Dime, ¿qué eslo que queres?

Por el rostro amarillento del ChatoVítor pasó la sombra de la sonrisa. Ensus ojos hubo brillo, y contrayendo laboca dolorosamente dijo en tono desúplica:

—¡¡Que me compongan micorrido!!

A poco, llegó la muerte.

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El hombre a quienaplastó el sonido

Para Guillermo Jiménez,con toda cordialidad

ESTABA muy cansado. Su paso por lavida había sido vulgar —trotecillo debestia de tiro fustigada muy seguido—

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sabía apenas de los paisajes despintadosy de los crepúsculos al gas neón de lagran ciudad. Había viajado de pasta apasta por los Beadekers y la erudiciónque a veces frecuentaba la había logradopor el procedimiento ilógico: cuentos deCalleja, Emilio Salgari, Julio Verne,Alejandro Dumas, Vargas Vila,Pitigrilli… y de allí el salto mortal hastaMarx y Lenin.

Sabía que a los helados campos deSiberia se les llamaba Estepas y que«Pampas» significaba el enormelatifundio argentino.

Conocía a los mujics atormentadosy a los gangsters millonarios. Alguien lesugirió los hombres de Poe y deIndalecio Prieto. Detestaba cordialmente

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a Diego Rivera y con frecuencia se leoía elogiar a Agustín Lara.

Su mediocridad le hacía no creersemediocre y algunas veces soñó en tenertalento…

¡Pero estaba muy cansado!Tanto, que le pesaba toda

obligación; por eso le dolía la vida;había perdido, por pereza, el instinto deconservarla.

Para llegar al convencimiento deque él era un suicida por nacimiento,pasó medio siglo.

Por fin se encontró a sí mismo:pensó en suicidarse.

Buscó anhelante la mejor de lasformas de divorciar alma y cuerpo.

Consultó a Soiza Reily en su

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espeluznante recetario; hojeó la secciónescandalosa de todos los diarios ymuchas auroras supieron de susactitudes tras la caza de un nuevoprocedimiento. No sentía predilecciónpor una muerte rápida. Buscaba altotardío, dulce, de manera de saborear eldescanso eterno que entraría muy poco apoco en sus músculos.

¡Estaba tan cansado!Por eso desechó todos los viejos

medios:

El revólver,el aplastamiento,el envenenamiento,el arma blanca,la inanición,

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la sumersión,la estrangulación…

Los que le veían todos los días, notabansus ojeras cada vez más verdes.

Una tarde amenazante, cuando laatmósfera lanzaba escupitajos eléctricossobre todos los pararrayos, sus amigoslo notaron optimista; reía por todo y pornada y sus ojeras verdes casi se habíanborrado.

Cuando las gotas gordas empezarona tamborilear sobre los tejados, él llegóa su casa.

Los rayos eslabonados con losrelámpagos tejían la cadena del

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estrépito.El hombre cansado entró a su

gabinete de estudio. Cerró puertas yventanas. Su desconfianza llegó hastacubrir con papeles engomados los ojosde las llaves y los más pequeñosintersticios. Puso la estancia a media luzy conectó el radio.

Sentado en el más cómodo de sussillones echó atrás la cabeza y ensayó ungesto de splin.

Pero la dicha lo traicionó alestereotiparse en sus labios.

El radio comenzó a vomitar:—XCZ transmitiendo…(Paréntesis de estática húmeda.)—Señores, la cuestión económica

mundial…

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(Estática.)—… es el mejor dentífrico…(Más estática.)—«… la mano temblorosa de una

hechicera…»(Estática infernal y la ronca voz del

rayo.)(Aquí las notas escalofriantes de la

Cabalgata de las walkyrias.)(Estática.)El hombre cansado comenzó a

sentir una dulce pesadez sobre sucuerpo. Todo giraba en torno de él. Susmúsculos se adormecían. Su vista senublaba a medida que la estancia sellenaba de notas musicales, de voces, deruidos.

Ya casi no había lugar para el

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cuerpo del suicida.Por la boca del radio salían en

tropel los ruidos asesinos, y supresencia en el pequeño gabineteenrarecía el aire…

—This is the XCZ…—The next number will be…—¡Consuma usted artículos

nacionales…!

A la mañana siguiente, cuando la caseradel hombre cansado abrió la estancia dela muerte, salió por la puerta unestruendo espantoso. El cuarto estabahúmedo como la atmósfera de la nocheanterior, y de un brazo de la lámparacolgaba el rugido azulado de un rayo.

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El hombre a quien aplastó elsonido descansaba definitivamente en elmás cómodo de sus sillones.

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Ella

SU CORPACHÓN desgarbado no se dabareposo un solo instante. Ocho horas detrabajo infernal alrededor de aquellasgigantescas máquinas de picar tabaco nohacían mella en la Mayora. Sus manoschaparras y regordetas, siemprehumedecidas por un sudor viscoso ypertinaz, habían encallecidohorriblemente entre el manejo de las

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chumaceras y el roce inhumano de laspesadas llaves Steelson.

Su situación era envidiable en lafábrica. Indudablemente que suscaracterísticas físicas le habían ayudadoa llegar al lugar que ocupaba.

—Es raro que una mujer fea comoyo tenga en la fábrica un puesto de tantaimportancia —solía gruñir en sus pocosratos de buen humor—. Estos trabajosson de confianza y antes eran para lasbonitas… ahora se ha impuesto la fuerzabruta… ja, ja, ja…

Y la carcajada se transformabasiempre en un ronco grito de mandocuando las obreras dejaban de trabajar,admiradas por la peregrina hilaridad dela Mayora.

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Cuando aquel mujerón recorría lossalones de la fábrica, todas las máquinasaceleraban sus movimientos.

Las obreras se ponían a temblar ylos cargadores echaban sobre sushombros las pacas pesadas.

«Aceita esa máquina, hija»…«Fija bien el arnero porque está

saliendo el tabaco lleno de palillos…»«Cuidado con los hombres, Luisa.

Desde que viene por ti todas las tardesese roto estás perdiendo en carnes»…

«No parecen hombres… ¡Aouuup!»Y levantaba un pesado fardo paradejarlo caer sobre los lomos de uncargador, mientras los otros escondíantras de la cachucha toda su vergüenza.

«Heeey, no flojear, chulas… Si

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trabajan se ponen feas; pero si notrabajan no comen… ustedes escojan,mi’almas».

Se contaba mucho al rededor de laMayora.

Un día salió a golpes con uncargador. Ella no fue la que sacó la peorparte en aquel evento.

Otra vez echo a puntapiés a dosagitadores que entraron por sorpresa ala fábrica.

Nadie olvidaba todavía la ocasiónen que la Mayora encabezó una huelga.Había que ver aquel marimacho puestoen jarras en medio de la puertaclausurada por el rebelde estandarterojinegro. La necedad de un esquirol laobligó a echarle mano. Dos policías

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apenas fueron suficientes para tenerlaquieta.

Maldecía, bebía y fumaba como elmás empedernido de los capataces.

Sentía predilección por las mujeresdébiles y enfermizas. Se sabía que en sucasa vivían dos viudas viejecitas a lasque ella cuidaba con afanes de hijomayor.

En cambio, todas las obrerasjóvenes sabían de los malos ratos delmarimacho. Más de una vez habíasangrado la cara de las feúchastrabajadoras por el más simple de losmotivos.

¡La Mayora era tremenda!Una vez exigió con gritos

destemplados a los patrones un maestro,

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para que después de sus labores diariasenseñara a leer a las obreras; ella mismano conocía la «o» por lo redondo. ¿Eraeso justo?

Como el vozarrón hizo eco en lafábrica, los patrones a quieras o noquieras tuvieron que atender a «tamañaexigencia»… y vino el maestro.

Él era un pobre diablo, rubiodesteñido, joven, enclenque, sucio ypoquito hasta en el ademán.

El primer día que empezó susclases algunas obreras le bautizaron:Fideíto.

Desde luego Fideíto encontró en laMayora el mejor aliado.

Todas las tardes antes de que elmaestro llegara, la Mayora en persona

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sacudía escrupulosamente el viejopupitre desde el cual Fideíto repartíasapiencia. Su cuidado llegó en unaocasión hasta llevarle flores. Terminadaaquella clase, el maestro se puso en elojal de su grasienta solapa unamargarita. Desde ese día nunca faltó elramillete sobre la mesa.

La Mayora hacía grandesprogresos en el libro de lectura quedeletreaba al oído del profesor cuandoéste le «tomaba la lección».

El día en que aprendió agarrapatear su nombre: María EngraciaJiménez, se puso una tremendaborrachera. Asistió a la clasemasticando chicle para que Fideíto nose diera cuenta; pero sus ojos como

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ascuas la delataban en el acto.Mal la pasaron las traviesas

obreras el día en que pusieron un clavoen el asiento del maestro. La Mayora,sin hacer investigaciones, repartiómojicones y soplamocos por todo elsalón, mientras Fideíto, en la másridícula de las posturas, se quejabaangustiosamente.

Por ella las obreras supieron quesu maestro era un sabio:

—¿No miran, babosas, cómo lee decorrido? —decía con acento deconvencida.

El día en que deletreó al oído deFideíto la palabra «amor», él se informódiscretamente de cuántos pesos diariosganaba. Como la cifra no le pareció

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despreciable, le contestó con unasonrisilla misérrima.

¿Qué más podría darle en pago?El día de la boda no hubo trabajo.Las obreras secretearon todo el día

y los hombres bebieron hasta tocarse elvino con los dedos…

La Mayora desde ese día ya no volvió alevantar más fardos pesados; loscargadores se reían de ella en suspropios bigotes; su presencia en el tallerpasaba inadvertida. Alguna obrera seburló un día de ella y como la Mayorano le hiciera caso, todas se gozaron enlanzarle cuchufletas. Ella corrió hasta elúltimo rincón de la fábrica. Un cargador

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dijo que la había visto llorar.

La pobre entró en franca decadencia.Chepa la envolvedora fue su confidente:

—¡Cómo sufro! Me maltrata día ynoche. Se gasta todo mi sueldo en copasy mujeres. Él no trabaja y anda siempremuy bien vestido… ¡Qué quieres, meganó su sabiduría…!; porque eso sí,manita, es rete sabio, pa’qué es más quela verdá… ¡No sé qué hacer…! Abusapor la debilidá de mi sexo. Me pega yme desprecia, gruñía la Mayoramientras sus manos encallecidas por lallave Steelson terminaban el tejido de unzapatito de estambre.

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Apéndice

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Por la ruta del cuentomexicano[1]

Entiendo por cuento esa sugestiva formaliteraria que se desenvuelve en unespacio limitado en extensión, pero tanprofundo como las enseñanzas de lahumanidad. Concreto en su tema, llanoen su voz, sus personajes nuncadesbordan, como en la novela, los

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límites de la trama ni salen de loslinderos de una situación artificiosa,creada para hacer resaltar un hechoinaudito, un sucedido extraordinario, unacompleja situación psicológica o, en fin,una sutil nota de belleza. He hallado lasiguiente definición para el cuento,definición sobria, bella y aguda, de laque es autor un poeta mexicanocontemporáneo, Miguel D. MartínezRendón: «El cuento es hendedura desueño por donde vemos el mundo».

Esta magnífica expresión podríacomplementarse sólo con señalar lascaracterísticas privativas, a mi juicio,de un buen cuento: frescura,luminosidad, sugerencia y brevedad.

Sobre esta última característica de

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un cuento afortunado, dice Edgar AllanPoe, genio mayor del arte del cuentonorteamericano: «La novela corrientetiene la desventaja de su extensión… Enel cuento, por el contrario, el autorpuede llevar a cabo su propósitoplenamente y sin interrupción. Durantela hora de lectura, el alma del lector estábajo su control». Copiamos estaelocuente cita de Poe, no tanto paraencarecer la virtud de la brevedad, sinomás bien para dejar precisamenteseñalada la diferencia que existe entrecuento y novela, géneros a los quedurante mucho tiempo se consideróligados, tocando al primero aparecercomo una desairada prolongación de lasegunda o, cuando menos, como el

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extracto de lo que debiera tratarse conmayor extensión. Quienes entendían asíel cuento daban al traste con la virtudmás elevada que los lectores modernosreconocen al cuento: la brevedad que, enotros aspectos es velocidad, es peleaganada al tiempo en estos días en quelas horas se acortan, se queman en lapira de las urgencias vitales, sin dejarmayor tiempo para el regalo delintelecto por medio de las bellas letras.

Conocido el sujeto, hagamos de éluna brevísima biografía: loscontemporáneos reconocen en el cuentola primaria manifestación artística delpensamiento humano: guía sabio yprudente, hijo de la experiencia de loshombres, porque nació gemelo de la

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historia, aunque después siguieronderroteros bien distintos, para llegar adestinos diferentes.

El cuento forma parte de laimpedimenta cultural de la especiehumana, porque es síntesis de lasabiduría recolectada por lasgeneraciones en el camino de los siglos.Síntesis que ha demostrado a loshombres la diferencia que existe entre elbien y el mal; a distinguir lo justo de loinicuo y apreciar la luz, en oposición delas tinieblas.

Existe otra fórmula —quizá la másdifundida, aunque no la más apegada ala realidad— para señalar el papel queha tocado desempeñar al cuento dentrode la literatura universal. De acuerdo

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con ella, el cuentista coge del huerto desu fantasía el más hermoso y madurofruto; lo adereza y lo sirve, sólo con elsencillo designio de proporcionar aquien lo busque el momento del deleiteinefable. Si este simple y noble anhelofuera la única razón de la existencia delcuento, se habría ganado con él, y sólopor él, el derecho a su luengo y fecundovivir.

Sin embargo, su papel más alto es yha sido el didáctico, aunque sólo aspirea guiar, nunca a conducir. Las moralejasde los cuentos clásicos son laexperiencia quintaesenciada; son uno detantos recursos ideados por el hombreen defensa de sí mismo, de sus creenciasy de sus bienes, porque igual que un

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tallo sutil entre la raíz y la floración, ocomo prodigiosa arteria que discurreentre el hoy y el ayer, las enseñanzas delos cuentos, de los viejos cuentos orales,de los viejos cuentos de fogón o detaberna, guardan la tradición yconservan para la humanidad el roncoconsejo de los siglos.

El ropaje de nuestro héroe esmultiforme; suntuoso y miserable,gallardo o ridículo; pero en todos loscasos, el alma del cuento es inmutabledentro de la plural morfología en que senos presente: como cuento propiamentedicho, ligero, sugerente, vivaz; comoleyenda, empapado en los oscurosocéanos de otras edades; como fábula,«trasunto oral de los avatares del

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hombre»; como parábola, trémulo demisticismo; como anécdota, soplado deveraz seriedad; como historia picaresca,deslenguado, cínico y a menudo procaz yescatológico.

Para los europeos, el cuento tuvosu cuna en oriente, de donde setrasplantó al mundo occidental parafructificar allí pródigamente. Juan JoséDomenchina, destacado crítico y poetaespañol, dice: «La trayectoria del cuento—que no es difícil de seguir— corre deoriente a occidente con un cursobrillante y esclarecedor como el sol quenos alumbra». Efectivamente, de sobrason conocidos los antecedenteslevantinos de este género literario: LosVedas, el Kata Upanishad; el

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Ramayana o el Pachatantra y elfantástico acopio de cuentos persas,chinos e hindúes, conocido por losoccidentales con el nombre de Las mil yuna noches, para no citar otros.

Sin embargo, en la PenínsulaIbérica el cuento tiene otra raíz, apartede los orígenes antes señalados. Allí elarte de la narración floreció con ladespejada fantasía de los musulmanes enforma de narraciones inquietas einquietantes, de apólogos de finogracejo, de donaires y garbos sin par, decuentos, en una palabra, vigorosos,señeros de una cultura semental.

Esta literatura pasó al dominiocristiano en la Romançada, hecha ainiciativa y mandato del infante don

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Alfonso, hijo del rey don Fernando, enel año 1299. La famosa Romançadarecogió el texto de Abdalá-Almocaffa.Posteriormente, el propio infante,convertido en rey Alfonso I, llamado elBatallador, contribuyó a lapopularización del género, al mandareditar el libro Disciplina Clericalis,manojo de narraciones de las que fueautor Pedro Alfonso, un judío converso.

El cuento en nuestro continentedebe, pues, reconocer como lejanosancestros a las narraciones orientales,donde se resumió cuanto de belleza escapaz de concebir la mentalidad de loshombres. Los primeros pies para elalmácigo del Nuevo Mundo, llegaroncon los conquistadores ibéricos. Venían

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en sus bocas, más que transformados,alterados en su molde, pero no en susentido íntimo. El cristianismo mudóconvencionalmente la abigarrada yatrevida metafórica infiel y acondicionó,de acuerdo con el consenso moralimperante, la trama ajena; pero cuidó demantener inconmovible el espíritudidáctico del cuento, para queimpartiera entre los nuevos adeptos sussuaves beneficios.

El producto de esta mezcla, dueñopor méritos propios del prestigio quehasta ahora mantiene la prócer literaturacastellana, halló en la Nueva Españaotra vivificante amalgama en lasfascinantes leyendas indias. Por eso elcuento en México —de larga tradición

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— tiene un origen claramente mestizo,que ha florecido con la lozanía y elvigor peculiares de tal linaje.

Concretamente encuentra pie decruza en América la literatura deconquista, en las poesías y narracionesde los indios; en los conjuros einvocaciones de los hechicerosaborígenes; en la especiosa liturgia delos astrólogos, sacerdotes y adivinos; enla sobria narración histórica de guerrasy peregrinaciones. Tal literaturaautóctona está llena de oscurasrigideces, pero también preñada defuerzas narrativas y de coloridametáfora. He aquí, como ejemplo deella, el Popol-Vuh, el Chilam-Balam ola recolección —antología, diríamos

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ahora—, realizada por fray Bernardinode Sahagún, de relatos poéticos aztecas,a la que tituló: De los cantares quedecían a honra de sus dioses en lostemplos y fuera de ellos.

La imaginación indígena hacehablar a la divinidad por los animales,las rocas y los árboles que dictanconsejos y fulminan amenazas, exigentributos sangrientos y repartenbienandanzas. La potencia imaginativa yla rica vena poética de los animistasindios dispusieron el advenimiento deun cruzamiento afortunado con lavigorosa aportación de los europeos.

La principal y prima contribuciónespañola a la novelística mexicana fuela obra de los más populares escritores

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de Castilla, por ejemplo, AlfonsoMartínez de Toledo, Arcipestre deTalavera o Juan Ruiz, Arcipreste deHita, cuyas originales creaciones detipos humanos y su notable vena satíricaencontraron acogida entre la nacientepoblación colonial.

Poco tiempo después empezaron allegar de la Metrópoli volúmenes quecontenían cuentos al gusto de la época:breves, graciosos y picantes, originalesde Antonio de Guevara o de JuanTimoneda y, más tarde, de Antonio deTorquemada. La maravillosa colecciónde relatos del Lazarillo de Tormes o delos de La vida de Guzmán de Alfarache,obra maestra de la picaresca española,cuyo autor, Mateo Alemán, murió en la

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ciudad de México, fueron libros dilectosde las nacientes bibliotecas de laColonia.

La egregia pluma de Miguel deCervantes Saavedra no desdeñó elcuento, y en Nueva España sepopularizó, más que ninguna, lanarración titulada Ganar amigos, queaparece en Persiles y Segismundo y queinspiró a nuestro criollo y genialcorcovado Juan Ruiz de Alarcón, una desus más aplaudidas comedias.

Los cuentos del satírico,desvergonzado y genial don Franciscode Quevedo y Villegas, escritos con unapluma tan dura como su estoque depicapleitos, se escucharon y leyeron conencanto, al igual que las narraciones de

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Tirso de Molina, especialmente lascontenidas en la colección llamadaCigarrales de Toledo.

Los frailes del siglo XVI siguieronla escuela del filósofo aragonés BaltasarGracián, valiéndose del cuento paraatraer auditorio a sus sermones.

Pronto la literatura de importanciahalló competencia con la original deNueva España; esto fue cuando losconquistadores, ya sentados en la tierray fatigados de escribir epístolas omemoriales ponderando sus hazañasguerreras para el logro de ventajasmateriales, se dieron a la obraimaginativa. Entre ellos hubo poetas ynarradores satíricos que describieroncon finura y donaire el ambiente

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colonial y sus personajes máscaracterísticos. Buena muestra de estaliteratura la encontramos en larecopilación de documentos realizadapor don Francisco del Paso y Troncoso,bajo el rubro de Papeles de la NuevaEspaña; mas, desgraciadamente, elgrueso de tan interesante producciónyace quizá perdido en los inmensosanaqueles de los archivos de Simancas ode Sevilla.

Los naturales, por emulación de lossoldados y frailes escritores, se dieron acultivar las letras. Gustaron estosúltimos de verter al español lasleyendas y las fábulas ancestrales. Losmás distinguidos fueron, entre otros,Tadeo de Niza, Pedro Ponce, Diego

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Muñoz Camargo, Fernando AlvaIxtlilxóchitl, Juan Bautista Pomar,Hernando Tezozómoc, DomingoChimalpain; estos nombres de indios ymestizos comparten la paternidad de lagenuina literatura americana.

A pesar de esta actividad literariadurante el siglo XVI, lapso en el cual seprodujeron los primeros frutos de lacruza cultural en el continente, ladifusión del pensamiento fue bienprecaria. Motivos principales de esadeficiencia los hallamos, igual que hoyen día, en la carestía y escasez del papely en las dificultades de darlo a laestampa.

Los cuentos empezaron, por tales yotras razones, a divulgarse oralmente.

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Eran aquellas narraciones sombrías yllenas de mística india y cristiana, queresultaban de la mezcla del pensamientoexpresado por conquistadores yconquistados. Paradigmas de este génerode narraciones son La llorona y Elnahual. La primera fue la viejaCihuacóatl, diosa mitológica azteca,madre del género humano, que laimaginación mestiza tornó en alma enpena que gemía en las oscuras noches enbusca de sus hijos y de plegarias para sudescanso eterno. El segundo, el«nahual», ente fabuloso que setransmutaba en bestia o en ave alconjuro de fórmulas dichas en horriblejerga, en la que se encajaban vocablosde español y frases en náhuatl. El

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«nahual» era un ser malévolo, ladrón dealimentos en las cocinas y temor detodos los gallineros.

Como éstos, otros muchos cuentosse referían de padres a hijos en lastranquilas veladas hogareñas, y pronto,del indio pasaron al mestizo y de éste alcriollo o al español, parametamorfosearse después en tradicionescon carácter propio de aquel reino…

Pero los hijos de losconquistadores y los discípulos de losmisioneros no heredaron ni la fortalezani los bríos de sus antecesores.Terminada la fase principal de laconquista material y espiritual, losvencedores se dedicaron a gozar de susgajes o de sus capellanías, y los

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vencidos a tristezas y lamentacionesestériles. El espíritu de esos días marcaa la literatura del siglo XVII unadecadencia notable. Cierto que en esacenturia brillan con luz propia lostalentos criollos de Juan Ruiz deAlarcón y de Sor Juana Inés de la Cruz,pero éstos son las excepciones paraconfirmar la regla, por una parte, y porotra, tales ingenios no se ocuparon delcuento o siquiera de la novela, formasque interesan a esta rápida visiónretrospectiva.

Los frailes enclaustrados sededicaron a comentar o a escribir entorno de los acontecimientos históricosdel siglo anterior, género que con tantamaestría manejaron los misioneros al

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describir acontecimientos vistos con suspropios ojos y de los que,frecuentemente, fueron no sólo cronistas,sino actores.

Sin desconocer los méritos de laobra de los frailes de estadecimoséptima centuria, aceptamos conestricto sentido crítico la pocaoriginalidad y muy escasa fantasía oimaginación que en ella campea; eso seexplica porque sus autores abrevaron enfuentes descubiertas por otros y porque,sin mudar siquiera la forma, utilizaronelementos básicos de segunda mano.

A pesar de lo dicho, en losconventos floreció entonces ciertaliteratura imaginativa que alcanzó a salirdel claustro al siglo: la hagiografía o

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vida de los santos. Los religiosos detodas las órdenes sintiéronse en el deberde exaltar la santidad de sus hermanosconventuales, ponderando sus virtudes oexaltando sus martirios. Se contaba desantos que hacían milagros en vida ydespués de muertos; de víctimas de losindios idólatras; de beatos extenuadospor el ayuno y la penitencia y deprotomártires sublimes.

Cada una de estas narraciones es,en sí, un cuento, porque en su desarrolloescrito no estuvieron ausentes ni lafantasía ni la ficción. Los lectores delsiglo sustituyeron los libros decaballerías y de bravas aventuras por lafría novelística hagiográfica. Se leíanentonces las vidas de los santos por

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simple pasatiempo; la dificultad parauna apropiada difusión escrita permitióque oralmente se transmitieran al puebloaquellos relatos fruto de la imaginaciónde los hombres y de las mujeresenclaustrados.

Otro motivo de inspiración para losnarradores del siglo XVII fue el culto alas imágenes, a las que se adjudicabansendas leyendas exornadas demilagrerías y de prodigios. Los ojosalucinados de los lectores colonialespasaban por las páginas grávidas deescenas en donde se describía la imagende una santa sudando sangre oescurriendo lágrimas, sonriendo a losniños, hablando a los indígenas ocansando con su peso a la bestia en

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cuyos lomos pretendióse arrebatarla desu santuario favorito.

Los autores de este género deliteratura más prestigiados de la NuevaEspaña fueron, entre otros, los agustinosJuan de Grijalba y Diego de Basalenque;los dominicos Alfonso Franco yFrancisco de Burgoa; los franciscanosAntonio Tello y Alonso de la Rea, y losjesuitas Andrés Pérez de Rivas yFrancisco de Florencia. Hasta el vivazpensamiento de don Carlos de Sigüenzay Góngora rindió tributo a esta especiede literatura al publicar, con su estiloculterano y laberíntico, La primaveraindiana y El oriental planetaevangélico, dedicados a la aparición dela Virgen de Guadalupe y a la gloria de

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San Francisco Javier, respectivamente.El único escritor del siglo que tuvo

la valentía de llamarse a sí mismo«novelista» fue don Francisco deBramón, quien encuentra inspiracionesen un motivo religioso para su únicanovela conocida, Los sirgueros de laVirgen, de tema pastoral muy influidopor Cervantes.

Las crónicas de los autos de fe,minuciosas y llenas de fantasía,plagadas de adjetivos y de troposaterradores, servían al fanatismo paraglorificar y aplaudir el flagelo o lahoguera, cuando éstos hacían susvíctimas en judíos, herejes yprotestantes. Tales piezas literariasencontraban desusada demanda entre los

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pocos lectores de la época. Estasatroces narraciones tenían la virtud deexcitar el ánimo de la pacífica gente deaquellos tiempos y de acrecentar su odiocontra los que no pensaban como ella enmateria religiosa. En tan malsanastruculencias encuentra, sin duda,antecedentes la «nota roja» de losperiódicos y revistas de nuestros días.

Dábase rienda suelta en talesengendros a la inventiva y cuandopasaban del dominio de los lectores y setransformaban, por el mecanismo antesdescrito, en tradiciones orales, paradifundirse así entre el pueblo, nacía decada una un cuento, un cuento típico,poseedor de las característicasprivativas del género: frescura,

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luminosidad, sugerencia y brevedad. Laleyenda adquiría en boca del vulgogalas, brillo y raras excelsitudes, sitratábase de un tema celestial oreligioso; perfiles sombríos y pavorososrasgos, si el cuento se refería a herejes orelapsos ajusticiados, a ánimas en penao aparecidos, y cierta alegría yhumorismo, cuando la historieta tocabael punto de los duendes y de los trasgosintrigantes y desvergonzados o de losequívocos. Estos cuentos fueron, durantebuena parte de la Colonia, los quehicieron las delicias de aquella gentesencilla y mansa.

Puede decirse que hasta el sigloXVII no llegó al pueblo intacto elpensamiento de los autores cultos. La

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imaginación, rica o pobre, de cadanarrador ponía mucho de su propiomagín, hasta transmutar, a gusto de susentido estético, la forma y aun laesencia de las intrigas escritas queparaban en sus manos. La fantasía ajenafomentó la viva imaginación popular,que llegó a dotarse a sí misma de unaliteratura en consonancia con susaficiones y a la altura de su estratocultural. Este fenómeno creó una fuenteinagotable, a la que, andando el tiempo,los autores cultos tuvieron que recurriren busca de sus frescas y vivificantesaguas.

En un esquema de la literaturaimaginativa del siglo XVII cabrían estosapartados:

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a) Los autores, quizá sin pensarlo,sin apetecerlo, hicieron obraimaginativa que cabe perfectamentedentro de la clasificación de lanovelística.

b) Esta obra, sometida a latransformación, en el crisol de la críticay de la síntesis populares, da origen algenuino cuento mexicano.

En la centuria siguiente, la XVIII,los escritores persisten en sudesafortunada idea de presentar losproductos de su fantasía como hechosreales; pero la perspicacia popular seencarga otra vez de situar debidamenteestos engendros. El ambiente general enque se desarrolla la literatura mestizadel siglo XVIII es punto menos que

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semejante al de la centuria anterior. Lainmensa mayoría de los habitantes nosabe leer y buena parte de ellos nisiquiera conoce la lengua castellana; porconsiguiente, el vehículo obligado dedifusión sigue siendo la viva voz. Elsistema es fatal para la integridad delsentido y de la forma de las obras cultas.Pero este defecto aparente no es sinouna particularidad saludable, quemodifica y humaniza la obra de nuestrosmediocres y vergonzantes novelistas delos siglos XVII y XVIII. En efecto, delibros tan farragosos como el del doctorManuel Reynel Hernández (1750)titulado El peregrino con guía yMedicina universal del alma. Idea deun pecador, desde la cárcel de los

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pecados, hasta la mesa del sacramentoo del engendro de este ridículo título: Laportentosa vida de la muerte;emperatriz de los sepulcros, vengadorade los agravios del Altísimo y MuySeñora de la Humana Naturaleza. Cuyacélebre historia, encomienda a loshombres de buen gusto Fray Joaquín deBolaños, de éstas y de otras obras dekilométrico título nacieron, cuandopasaron al relato verbal del pueblo,bellos cuentos humanizados, sugerentesy gallardos, que quedaron incrustadosdentro del folclor mexicano, por graciade haber sido sometidos al filtro realistay humanizante de quienes tornaron enrelato fluido la prosa chabacana ycursilona.

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Pero henos ya en el siglo XIX yfrente al caso más reconocido poracotado a la luz de la crítica moderna: eldel Pensador Mexicano, don JoséJoaquín Fernández de Lizardi, llamadojustamente el primer novelista delvirreinato. ¿A qué causas obedece elbuen éxito de este representativo de lacultura mestiza? Sencillamente a que élsupo cosechar en el sementero delpueblo; hasta allá descendió para traerconsigo el fruto del viejo injerto y luegodevolvérselo, al vulgo, en su regalo,pero ya limpio y mondadoconvenientemente. La obra del PensadorMexicano fue la primera que salió, paradespués retornar a ella, de la masapalpitante, y la primera que el pueblo

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mantuvo completa en su espíritu y en suforma. ¿Por qué? Porque en ella vioseretratado de cuerpo entero, con toda suhumana prestancia, con todas sus llagasy en su íntegra constitución.

Cultivó el Pensador el cuento endiferentes formas, pero destacó en susoriginales fábulas. Por eso, si lanovelística mexicana lo proclama comosu verdadero precursor, el cuentomestizo, con idénticos derechos, halla enla vigorosa pluma de Fernández deLizardi su más legítimo y directoancestro.

La obra del Pensador encuentraenvidiable ambiente en los lectores delsiglo XIX. Sus rebeldías cuadran a pelocon el ánimo febril de aquellos días en

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que se inicia la conmoción que trajo eldesmembramiento del imperio español.El lenguaje crudo y descuidado, lassituaciones bruscas que Lizardi empleaen sus escritos, van dirigidos al pueblo,para hacerlo vibrar, con aliento detransformaciones. ¿A qué misión másalta puede aspirar un escritor del tipodel Pensador Mexicano?

La revolución insurgente abre unprolongado paréntesis en la producciónliteraria del siglo pasado; ello explicapor qué las narraciones de Lizardisiguieran por años prolongados comofavoritas de los mexicanos. Entre tanto,una generación de escritores se disponea saltar a la palestra, con unaconcepción distinta de las letras y un

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sentido nuevo del relato. Así vemossurgir los nombres de Manuel Payno —1810-1894—, de profusa producción detipo semihistórico, en la que se adviertecierta influencia de los relatosfolletinescos franceses; GuillermoPrieto, el insustituible intérprete de lagleba; José María Roa Bárcena, autorpulcro, que prefirió el trato de asuntosnacionales, que expuso con habilidad ytalento, y Florencio Manuel del Castillo,a quien llegó a conocerse por el Balzacmexicano, debido al realismo yemotividad que supo imponer en suscuentos al medio ambiente y a lospersonajes.

Muy avanzado, el siglo XIX nosviene a ofrecer a sus genuinos

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cuentistas. Los hombres, dueños ya deuna patria, se entregan a la tarea deconocerse a sí mismos. En el tercercuarto de centuria vemos florecer famasy afirmarse prestigios de escritoreslegítimos, dueños de personalidad ybríos. Surgen entonces relatos vigorososque retratan la recia fisonomía deMéxico sin afeites ni mentiras; dondedice el leperillo su cínico mensaje, laverdulera su celosa querella, el ricoavariento su vil patraña, el frailedescocado su pérfido embuste… y laqueja y el clamor del pueblo anónimo…O se pinta el paisaje de la risueñacampiña y el sombrío rincón urbanodonde agoniza de hambre el miserableobrero y se retrata a los elegantes

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salones en donde el lujo y el despojo seanidan entre cortinajes de impudicia y sedescriben románticas escenas de amoresdesventurados. He aquí a los máscaracterizados integrantes de talgeneración: Vicente Riva Palacio, autorde esa sugestiva colección de relatostitulada Cuentos del General; IgnacioManuel Altamirano, gran conocedor deMéxico y prosista atildado; PedroCastera, romántico y soñador, y JustoSierra, brillante y sabio.

Pero el cuentista por excelencia dela época fue Tomás de Cuéllar Facundo,quien, entendido de su gente y de suépoca, logra que los escépticos vuelvanla vista hacia la vida palpitante de labarriada, en donde se genera con todo

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vigor la nacionalidad que ahora nosenorgullece.

Contemporáneo de Cuéllar,floreció otro gran cuentista, José RosasMoreno (1838-1883), jalisciense;maestro en el estilo de la fábula, susprimeras narraciones a la manera deEsopo, Fedro, Lafontaine y Samaniegofueron muy populares y apreciadas porla crítica.

Inmediatos a Cuéllar y RosasMoreno, siguen en el tiempo otrosnombres de escritores que afirman latradición literaria mexicana: José LópezPortillo y Rojas, cuentista de granarmonía y realismo, considerado hastaahora como uno de los mejoresintérpretes de la vida rural mexicana.

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Rafael Delgado, quien supera con lanovela su obra de cuentista; ManuelGutiérrez Nájera, delicioso en lacrónica, altísimo poeta; pero,desgraciadamente, importador deelementos ajenos que marchitaron lafrescura y debilitaron el colorido delcuento mexicano, género que él trató decultivar repetidas veces; VictorianoSalado Álvarez, original y amenonarrador; Luis G. Urbina, más poeta quecuentista, adoleció en este últimoaspecto de los defectos de su maestroGutiérrez Nájera; Manuel José Othón,gran poeta y gran cuentista, aúna a lamexicanidad de su obra, realismo ybelleza inefables y, finalmente, otrapiedra blanca en la ruta del cuento

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mexicano: Ángel de Campo, Micrós(1868-1918), recia trabazón entre elcuento del siglo XIX y la narración alestilo de la centuria en que vivimos. Contemperamento poético, sensible a lasleves palpitaciones y dueño de un estilopeculiarísimo y excelente, Micrósresulta el más sutil costumbristamexicano. También buscador en losmares de la realidad, extraía de ellos loselementos para pintar cuadros emotivos,que entregaba al asombro burgués de suscontemporáneos.

Así fue como los felices lectoresde El Imparcial, arrellanados en susmuelles sillones o con el chocolate deldesayuno todavía en los labios, supieronque «en el mejor de los mundos

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posibles» había quien maldijera porhambre y muriera de frío, y cómo elperro trashumante arrastraba su mugre ysu pestilencia por las asfaltadas callesmetropolitanas, y cómo los de abajogozaban también con el amor y llorabancon el duelo. Era que un menudito ytravieso empleado de la Secretaría deHacienda se había dado a la indiscretatarea de descubrir aquello que laprudencia aconsejaba guardar oculto, ylo exhibía desde las columnas del diariode mayor renombre y fama dentro de laburguesía capitalina. Desde allí hablóMicrós, en voz baja, en tono decuentista, no de mesías, ni de agitador,ni de demagogo… Entonces todo elmundo empezó a darse cuenta de que la

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carroña trabajaba debajo de aquellasociedad caduca y una justa inquietudcomenzó a palpitar en los pechosculpables, a la vez que una esperanzabrillaba en el corazón de los que«habían hambre y sed de justicia», segúnJusto Sierra.

En los cielos mexicanos seacumulaba el nubarrón precursor delvendaval.

He aquí el cuento cumpliendo otravez con una de sus más altas misiones. Yhe aquí, también, satisfecho en Micrósel anhelo de todo creador de buenacepa.

Si a Fernández de Lizardi se letiene como exponente de las fecundasinquietudes del México colonial, en

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Ángel de Campo, menudo, nervioso ytravieso empleado de la Secretaría deHacienda, debe reconocerse a unglorioso instigador de nuestras últimasluchas sociales. Su voz halló eco,aquella mañanita transparente del 20 denoviembre de 1910, en la tercerola deAquiles Serdán.

La literatura de importaciónempieza a saturar el ambiente mexicano;ya no son las obras españolas las demayor demanda; es ahora Francia y suespíritu lo que gusta y priva entre loslectores de México. Ante esta invasión,nuestros prosistas apenas si puedensostener en pie su prestigio. Las letrasespañolas, en plena madurez, tampocoalcanzan a competir con los libros que

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nos llegan de Francia. Los snobs de laépoca dan en la flor de juzgar condesprecio a las letras castellanas cuandose las compara con las francesas, y eslujo ostentoso e indiscreto leer en supropia lengua a Balzac, Zola, Daudet, ometerse entre las sutilezas de AnatoleFrance, autor reservado a los elegidos.

Absolutamente influido por Zola,don Federico Gamboa, el más destacadonovelista de aquellos días, producealgunos cuentos que publica bajo elnombre de Del natural; como se ve, niel título escapó al ascendiente del ilustrejefe de la escuela naturalista.

Amado Nervo, el dulce poeta de LaHermana Agua, también prueba en elcuento y escribe algunos en pulida

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prosa, pero tan lejos de la realidadmexicana como cerca de las atrevidasgallardías de la forma gala. Igual puededecirse de don Francisco A. de Icaza,excelente filólogo, poeta y notablecrítico.

Sólo en un rinconcito de aquelmundo alienta el cuento mexicano, comouna mortecina flama destinada aconservar nuestra tradición: Carlos DíazDufoo, Heriberto Frías, Francisco M. deOlaguíbel y Rubén M. Campos, entreotros, son los que, a pesar de lascircunstancias y contra el tumboextranjerizante, mantienen en alto elgénero mexicanísimo del cuento.

En tal estado halla la granconmoción social al cuento mexicano.

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La Revolución destruyó con su primerembate toda la vieja estructura nacional;despertó los espíritus, enronqueció lasgargantas, sacudió las conciencias ymutiló los cuerpos. Los aires del norte ydel sur, de la montaña y de la costa, seconfundieron en las cañadas y subieronen loco remolino a la altiplanicie.Entonces la vieja armazón crujió paradesplomarse. Y cuando en las fraguas dela guerra se forjó el carácter de toda unanacionalidad, las letras no pudieron serajenas a la rigurosa metamorfosis ysufrieron graves alteraciones. Susintérpretes, divididos ideológicamente,toman partido y se afilian a las faccionesde su preferencia; otros pierden, con laderrota, la tierra, y los menos persisten,

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alejados por completo de la lucha enque se juega el porvenir de la patria, ensu labor de orfebres de lo inoportuno, delo anacrónico.

Además, las circunstancias no sonentonces de lo más propio paradedicarse a la obra literaria; escasea elpapel, las viejas publicacionesperiódicas han dejado su lugar a otras,que se ocupan de publicar y de acotarlos nutridos y sensacionalesacontecimientos del instante, mejor quede recoger la producción de nuestrosescritores artistas, quienes se refugianen los magazines y revistas quemilagrosamente supervivieron en mediode la caótica situación, o en aquellasque debieron su vida efímera a la

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propaganda partidarista o personal dealgún prócer. Entre las primeras puedencitarse solamente dos: Revista deRevistas y El Universal Ilustrado. Enlas columnas de estas publicacionesmiramos cómo el cuento mexicano nosólo supervive, sino que cambia enconcordancia con la fisonomía generalde México: allí escriben cuentosFrancisco Monterde, Hernán Laborde,Julio Torri, Martín Gómez Palacio,Federico Gómez de Orozco, Martín LuisGuzmán, Manuel Horta, Jorge de Godoy,Mariano Silva y Aceves, el Dr. Atl,Ermilo Abreu Gómez, Celestino HerreraFrimont y Rafael Muñoz.

Estos escritores, la mayoría deellos jóvenes, cultos y entusiastas, con

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una visión amplia del panorama de estatierra y con un conocimiento profundode sus hombres, ponen la primera piedraal edificio de nuestras letras renovadas.

En 1920 cesa de hecho larevolución armada, pero en los cerebrosperdura latente e insatisfecha la idea deuna radical transformación de las viejasmolduras. Por desgracia, en el caso delas letras tiene que pasar por lo menosun lustro de tanteos y desorientacionespara dar con la verdadera veta de «lomexicano».

Hubo que probar varias escuelas:el sutil tóxico de la decadencia europeavuelve, como años antes, a embotar elpensamiento de algunos jóvenesescritores, quienes se agrupan para

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defender con mayores posibilidades lacausa de lo exótico. Esos cenáculos sedan a la tarea de importar, por ejemplo,las formas congeladas de la literaturaescandinava y se obcecan en hacerlasfructificar en nuestro clima tropical ovuelven a echarse en brazos de laincongruente metafórica francesa de laposguerra, con el designio de entregarlaa un público que apenas si empieza ahacer de la lectura un hábito; otros creenhallar en las modernas letras rusas lafórmula de mayor éxito, y otros más, enla empalagosa literatura d’annunziana.Estamos en pleno imperio de los«ismos».

Como es natural, ninguno de estosensayos prende en el gusto de los

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lectores mexicanos, que cada díareclaman para su deleite algo de lopropio, de lo familiar. Aquellos intentosde trasplante se mustian; quedan pobresy empolvadas, en los anaqueles de losbibliófilos o de los coleccionistas,muestras de tan desventurada y ridículaproducción, expuesta a la carcajada deun futuro lógico y realista.

A esta edad del absurdo y de locursi siguen los días que vivimos.

La misma Revolución desempolvóel arisco paisaje de México; algunosacólitos del rito ajeno dejaron sussenderos por la asoleada vereda nuestra.

Inician el renacimiento del cuentomexicano relatos fuertes y emotivos,inspirados en los episodios de la

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Revolución; los personajes de la tramason hombres de carne y hueso quehablan fuerte y obran al impulso de unpintoresco instinto que cuadra bien conlos primeros gestos de la nacionalidadremozada. Fueron los iniciales relatosrománticos y simplistas: heroísmo,crueldades, amores imposibles, paisajesdesolados, cuadros de tristeza ysoledades… Son estas narracionesingenuas y defectuosas, comúnmente,pero llenas de sinceridad y de aliento,las que preparan el buen ánimo delpúblico de México para recibir conaplauso su propia literatura.

Sigue a este primigeniorendimiento otro más universal ycorrecto. Los autores representativos del

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cuento contemporáneo, operandosiempre en un terreno mexicanísimo,afinan su estilo; humanizan la trama ydiseccionan en carne viva a suspersonajes, para extraer el problemapsicológico; penetran en el alma de lamasa y se encaran con el complejosocial, para resolverlo con elementospropios. Escenarios típicos del cuentomexicano de nuestros días son unpaisaje de sol, de mar o de cactus, deselvas vírgenes o desoladas sabanas, endonde se mueven hombres decaracterística idiosincrasia, dueños denuevos gestos o de inéditas actitudes,que forman todos un cuerpo anhelante enmarcha hacia un destino. O bien, la granciudad, en donde por igual palpitan el

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alma solitaria que el espíritu colectivo,reclamando del escritor que los exhiba,a propios y extraños, como frutos de unambiente característico. O la vida dulcey tranquila de la provincia, donde morala mexicanidad en su prístina pureza.

Estas sencillas fórmulas hanoriginado los éxitos que la literaturanacional contemporánea empieza acosechar. El cuento y la novelamexicanos se han hecho, como nuestraplata, nuestro petróleo, nuestra música ynuestra pintura, artículos de exportación.No pocos cuentos de autorescontemporáneos han merecido loshonores de la traducción a otrosidiomas, y nuestras letras hallan, porprimera vez en su historia, emuladores

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en el continente y admiradores fuera deél.

Es que México se ha encontrado así mismo, y este autohallazgo afirmatoda nuestra estructura como pueblo. Elescritor, naturalmente, no puede quedaral margen de este fenómeno y es asícomo lo vemos capacitarse para el tratode temas ajenos, de situacionesuniversales y para el conocimiento yexamen de teorías y escuelas, sin riesgode peligroso relajamiento o devergonzosas contaminaciones, porque,para orgullo de nuestras letras, se estáplasmando el definitivo estilo mexicano.

Para terminar con este atropelladoy rápido viaje por la ruta del cuento,deseo recordar a algunos de los hombres

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que, en esta hora, han contribuido acolocar en el lugar en que se encuentranuestro viejo y caro arte de la brevenarración: Jorge Ferretis, AlejandroGómez Maganda, Juan José Arreola,Miguel Álvarez Acosta, Juan de laCabada, Antonio Acevedo Escobedo,Jesús R. Guerrero, Agustín Yáñez, EfrénHernández, Gregorio López y Fuentes,José Revueltas, César Garizurieta,Mauricio Magdaleno, Héctor MoralesSaviñón, José María Benítez…

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Notas

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[1] Publicado originalmente en Artes deMéxico, núms. 10-11, 1951. <<

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Table of Contents

Cuentos completos… Y otros cuentos

Atajo arriba«Pax tecum»«Las Rorras» GómezNo juyas, NachoEl loco SisniegaEl corrido de DemetrioMontañoHistoria de un fracHuarapo

SedEn el campo

Larestitución

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El retornoSedUn par depiernasTrigo deinvierno«Voy acantar uncorrido»

En la urbeCuatrocartasPalomeraLópezLacalderaLa celda18

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PorcelanaEl caso dePanchoPlanasTragediagrotescaLaaccesoria«LancasterKid»ElpajareadorGuadalupe«el Dientede Oro»¡Fueracon yo!

Más cuentos

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Silencio en las sombrasEl honor«Chirrín»Una cáscara en la banquetaUn nuevo procedimientoMateo «el Evangelista»¿Dónde está el burro?El carro cajaLos dolientes

El dioseroLa «tona»Los noviosLas vacas de QuiviquintaHículi HualulaEl cenzontle y la veredaLa parábola del joven tuertoLa venganza de «CarlosMango»

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Nuestra Señora de NequetejéLa cabra en dos patasEl dioseroLos diez responsosLa plaza de XoxocotlaLa triste historia del«pascola» Cenobio

Cuentos finales… ¡Y era jueves!Su ángel custodioLos liberadosEl último tótemRetablo a punta secaEl último charro«Flirt»Lo que quería «el ChatoVítor»El hombre a quien aplastó el

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sonidoElla

ApéndicePor la ruta del cuentomexicano

Notas