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cuentos completos caicedo

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AUTORESEN ESTA COLECCIÓN

WILLIAM FAULKNER

JUAN CARLOS ONETTI

JULIO CORTÁZAR

FRANCIS SCOTT FITZGERALD

MARGUERITE YOURCENAR

FOGWILL

ROALD DAHL

Por primera vez se reúnen en un solo volumen los cuentos completos de Andrés Caicedo en esta edición que incluye el original de su primer relato, «El Ideal», inédito hasta el momento. La obra de este autor emblemático de la literatura colombiana, más de treinta años después de su muerte, resulta más fascinante y rompedora que nunca.

«El mundo del Calicalabozo, ese mundo macabro poblado solamente por angelitos empantanados, obsesionado por contar historias para jovencitos —“Cali es una ciudad sólo para adolescentes”, solía decir Caicedo—, ese mundo que traza con tanta crueldad los destinitos fatales de sus tristes protagonistas, está en todos estos cuentos: su oscuridad, sus vidas alucinadas, su sexualidad confusa, su existencia en los márgenes, sus brutales estrategias para huir del sufrimiento (el de la juventud, que los personajes no saben distinguir del de la vida misma) que siempre acaban en el abismo y la perdición y el desencuentro irremediable. Los cuentos de Caicedo, obsesionados como estaban por la juventud, se han negado —igual que se negaba Peter Pan— a envejecer. Aquí están, tan jóvenes como hace décadas. Ni una arruga les ha salido.»

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

Presentación de Juan Gabriel Vásquez

Andrés CAICEDO nació en Cali en 1951 y su obra es considerada como una de las más originales de la literatura colombiana. Caicedo lideró di ferentes movimientos culturales como el grupo literario Los Dialogantes, el Cine Club de Cali y la revista Ojo al cine. En 1970 ganó el I Concurso Literario de Cuento de Caracas con «Los dientes de Caperucita», lo que le abriría las puertas al reconocimiento intelectual. Se suicidó el 4 de mar zo de 1977, cuando tenía veinticinco años, el mismo día que recibió la primera copia im pre sa de ¡Que viva la música! (Alfaguara, 2012), la obra por la que es recordado hasta el día de hoy y que ha sido traducida a varios idiomas.

ISBN: 978-958-758-635-0

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© 2014, Herederos de Andrés Caicedo c/o Indent Literary Agency www.indentagency.com© De la presentación: Juan Gabriel Vásquez© De esta edición: 2014, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Carrera 11A Nº 98-50, oficina 501 Teléfono (571) 7 05 77 77 Bogotá - Colombia

• Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.Av. Leandro N. Alem 720 (1001), Buenos Aires• Santillana Ediciones Generales, S. A. de C. V.Avda. Universidad, 767, Col. del Valle, México, D. F. C. P. 03100• Santillana Ediciones Generales, S. L.Avda. de los Artesanos, 6. 28760 Tres Cantos, Madrid

ISBN: 978-958-758-635-0Impreso en Colombia - Printed in ColombiaPrimera edición en Alfaguara, enero de 2014

© Diseño de colección y cubierta:Jesús Acevedo

© Fotografía de cubierta: Archivo particular

Todos los derechos reservados.Esta publicación no puede serreproducida, ni en todo ni en parte,ni registrada en o transmitidapor un sistema de recuperaciónde información, en ninguna formani por ningún medio, sea mecánico,fotoquímico, electrónico, magnético,electroóptico, por fotocopia,o cualquier otro, sin el permiso previopor escrito de la editorial.

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Contenido

El anacrónicopor Juan Gabriel Vásquez 9

El Ideal 13

CALICALABOZO

Infección 21

Por eso yo regreso a mi ciudad 27

Vacío 31

Besacalles 33

De arriba abajo de izquierda derecha 39

El espectador 51

Felices amistades 61

¿Lulita que no quiere abrir la puerta? 67

En las garras del crimen 79

Patricialinda 95

Calibanismo 107

Los dientes de Caperucita 117

Los mensajeros 135

Destinitos fatales 141

Berenice 145

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ANGELITOS EMPANTANADOS

(o historias para jovencitos)

El pretendiente 155

Angelita y Miguel Ángel 189

El tiempo de la ciénaga 231

EL ATRAVESADO

El atravesado 253

Maternidad 297

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El anacrónicopor Juan Gabriel Vásquez

En 1975, Andrés Caicedo escribió la única nota suicida que co-nozco de su mano. El suicidio, por supuesto, nunca llegó a consu-mar se, pero aquél es uno de los documentos más reveladores que tene mos. «Por favor, trata de entender mi muerte», le escribió Cai cedo a su madre. «Yo no estaba hecho para vivir más tiempo. Estoy enormemente cansado, decepcionado y triste, y estoy segu-ro de que cada día que pase, cada una de estas sensaciones o sen ti-mientos me irán matando lentamente. Entonces prefiero acabar de una vez». Podemos asumir que el cansancio se lo producían su hi -persensibilidad, sus desacuerdos amorosos, sus ansiedades crea-ti vas y ciertos enfrentamientos con un padre que estaba en las an tí podas de su mundo emocional. Pero un par de párrafos más abajo nos topamos con una frase irresistible, el ojo de una ce-rradu ra por donde se alcanza a ver un mundo entero: «Yo mue-ro», escribe Caicedo, «porque ya para cumplir veinticuatro años soy un anacronismo».

Un anacronismo: el diagnóstico es (dolorosamente) preciso. En Latinoamérica y en los años setenta, la vida e intereses de los jóvenes intelectuales —y Andrés Caicedo, aunque renegara de ellos, era un joven intelectual— eran inseparables de un cierto com-promiso político; el compromiso político, a su vez, era insepara-ble de las ideas de izquierda en general y de la Revolución Cubana en particular. En esos días, el mundo del cine y la literatura esta-blecía una frontera muy rígida entre revolucionarios y contrarre-volucionarios, entre arte progresista y arte burgués. Me lo confir-maron hace poco el dramaturgo Sandro Romero y el director de cine Luis Ospina, amigos de Andrés Caicedo y en buena parte res-ponsables de la recuperación de su obra y de la recolección y edi-ción de sus papeles dispersos. «Si estabas metido en el mundo de

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la cultura, había que militar en la izquierda», me dijo Romero. «Andrés simpatizaba con esas ideas, pero al mismo tiempo le gus-taban el cine americano, el rock y la salsa. El problema era que la salsa era hecha por músicos portorriqueños de Nueva York, y esos músicos eran vistos siempre como reaccionarios». Pues bien: Cai-cedo no compartía, y nunca logró compartir, esos entusiasmos políticos. Las palabras Revolución o Cuba no aparecen con fre-cuencia en su obra, y siempre lo hacen bañadas de ironía o franco sarcasmo. «El problema fue el golpe de 1973 en Chile», me dijo Luis Ospina. «Para los que estábamos metidos en eso, el golpe de Pinochet fue la estocada final al sueño revolucionario». «Nuestro héroe revolucionario era Jean-Luc Godard y no Fidel Castro», le escribió en cierta ocasión al novelista colombiano Jaime Man - rique. Ese tipo de declaraciones podían convertirlo —de hecho, lo convirtieron— en un paria, un apestado. A un amigo le escri-bió: «Sé, comprendo, lo acepto, que es verdad que mi presencia no siempre produce armonía ni orden ni coherencia, porque da la razón de que por lo general la gente que trabaja conmigo está más definida». No así Caicedo: el desordenado, el incoherente, el inde-finido. Andrés Caicedo: el anacrónico.

Tal vez se deba a esa condición la terca supervivencia de sus cuentos. Los narradores de Caicedo son casi siempre adolescentes, y comparten la misma aversión al mundo adulto: es posible que a eso se deba su eterna juventud. Los cuentos de Caicedo tie nen deu-das aparentes con sus lecturas decimonónicas: Haw thor ne y Edgar Allan Poe están en ellos (Caicedo solía caminar con la tra ducción que hizo Julio Cortázar de los cuentos completos de Poe, y en uno de sus propios cuentos le presta el mamotreto a su per so naje). Pe-ro también disfrutan de la ayuda invaluable de los cuen tis tas del sur norteamericano —Truman Capote, Flannery O’Con nor—, que no por nada son los mejores herederos de cierta tradición gó-tica. A esas visiones, más o menos ambiguas, de infiernos priva-dos, Caicedo les dio la forma que le enseñaron los grandes lati-noamericanos —Borges, Cortázar, Bioy—, y con todo eso dejó algunos aprendizajes torpes y muchos relatos extraordi narios que

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nos hablan hoy con la misma claridad insolente con que hablaron a sus primeros lectores. El mundo del Calicalabozo, ese mundo macabro poblado solamente por angelitos empantana dos, obse-sionado por contar historias para jovencitos —«Cali es una ciu-dad sólo para adolescentes», solía decir—, ese mundo que traza con tanta crueldad los destinitos fatales de sus tristes pro ta gonis-tas, está en todos estos cuentos: su oscuridad, sus vidas alu cina das, su sexualidad confusa, su existencia en los márgenes, sus bru ta-les estrategias para huir del sufrimiento (el de la juventud, que los per sonajes no saben distinguir del de la vida misma) que siem pre aca ban en el abismo y la perdición y el desencuentro irremediable. Los cuentos de Caicedo, obsesionados como estaban por la juven- tud, se han negado —igual que se negaba Peter Pan— a envejecer. Aquí están, tan jóvenes como hace décadas. Ni una arruga les ha salido.

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El Ideal*

* Cuento inédito, circa 1965.

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Calicalabozo

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Infección

Bienaventurados los imbéciles, porque de ellos es el reino de la tierra.

YO

El sol. Cómo estar sentado en un parque y no decir nada. La una y media de la tarde. Camino caminas. Caminar con un amigo y mirar a todo el mundo. Cali a estas horas es una ciudad extraña. Por eso es que digo esto. Por ser Cali y por ser extraña, y por ser a pesar de todo una ciudad ramera.

—Mirá, allá viene la negra esa.Francisco es así, como esas palabras, mientras se organiza

el pelo con la mano y espera a que pase ella. ¡Ja! Ser igual a to-do el mundo.

Pasa la negra-modelo. Mira y no mira. Ridiculez. Sus 1,80 pasan y repasan. Sonríe con satisfacción. Camina más allá y on-dula todo, toditico su cuerpo. Se pierde por fin entre la gente, ¿y queda pasando algo? No, nada. Como siempre.

(Odiar es querer sin amar. Querer es luchar por aquello que se desea y odiar es no poder alcanzar por lo que se lucha. Amar es desear todo, luchar por todo, y aun así, seguir con el heroís-mo de continuar amando. Odio mi calle, porque nunca se rebela a la vacuidad de los seres que pasan en ella. Odio los buses que cargan esperanzas con la muchacha de al lado, esperanzas co-mo aquellas que se frustran a toda hora y en todas partes, buses que hacen pecar con los absurdos pensamientos, por eso, también detesto esos pensamientos: los míos, los de ella, pensamientos que recorren todo lo que saben vulnerable y no se cansan. Odio mis pasos, con su acostumbrada misión de ir siempre con rumbo fijo, pero maldiciendo tal obligación. Odio a Cali, una ciudad que espera, pero no le abre las puertas a los desesperados.)

Todo era igual a las otras veces. Una fiesta. Algo en la cual uno trata desesperadamente de cambiar la tediosa rutina, pero

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nunca puede. Una fiesta igual a todas, con algunos seductores que hacen estragos en las virginidades femeninas… después, por allá... por Yumbo o Jamundí, donde usted quiera. Una fiesta con tres o cuatro muchachas que nos miran con lujuria mal disimula-da. Una fiesta con numeritos que están mirando al que acaba de entrar, el tipo que se bajó de un carro último modelo. Una fiesta con uno que otro marica bien camuflado, y lo más chistoso de to-do es que la que tiene al lado trata inútilmente de excitarlo con el codo o con la punta de los dedos. Una fiesta con muchachas que nunca se han dejado besar del novio, y que por equivocación, son lindas. Y también con F. Upegui que entra pomposamente, viste una chaqueta roja, hace sus poses de ocasión y mira a todos lados para mirar-miradas. Una fiesta con la mamá de la dueña de casa, que admira el baile de su hijita, pero la muy estúpida no sabe, no se imagina siquiera lo que hace su distinguida hija cuan-do está sola con un muchacho, y le gusta de veras. Una fiesta donde los más hipócritas creen estar con Dios, maldita sea, y lo que están es defecándose por poder amacizar a la novia de su ami-go… piensan en Dios y se defecan con toda calma mientras pien-san en poder quitársela.

(Sí, odio a Cali, una ciudad con unos habitantes que cami-nan y caminan… y piensan en todo, y no saben si son felices, no pueden asegurarlo. Odio mi cuerpo y mi alma, dos cosas impor-tantes, rebeldes a los cuidados y normas de la maldita sociedad. Odio mi pelo, un pelo cansado de atenciones estúpidas; un pelo que puede originar las mil y una importancias en las fuentes de soda. Odio la fachada de mi casa, por estar mirando siempre con envidia a la de la casa del frente. Odio a los muchachitos que jue-gan fútbol en las calles, y que con sus crueldades y su balón mal inflado tratan de olvidar que tienen que luchar con todas sus fuer-zas para defender su inocencia. Sí, odio a los culicagados que cierran los ojos a la angustia de más tarde, la que nunca se cansa de atormentar todo lo que encuentra… para seguir otra vez así: con todo nuevamente, agarrando todo ¡todo! Odio a mis vecinos quienes creen encontrar en un cansado saludo mío el futuro de la

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patria. Odio todo lo que tengo de cielo para mirar, sí, todo lo que alcanzo, porque nunca he podido encontrar en él la parte exacta donde habita Dios.)

Conozco a un amigo que le da miedo pensar en él, porque sabe que todo lo de él es mentira, que él mismo es una mentira, pero nunca ha podido —puede— podrá aceptarlo. Sí, es un ami-go que trata de ser fiel, pero no puede, no, lo imposibilita su co -bardía.

(Odio a mis amigos... uno por uno. Unas personas que nun-ca han tratado de imitar mi angustia. Personas que creen vivir felices, y lo peor de todo es que yo nunca puedo pensar así. Odio a mis amigas, por tener entre ellas tanta mayoría de indiferencia. Las odio cuando acaban de bailar y se burlan de su pareja, las odio cuando tratan de aparentar el sentimiento inverso al que realmente sienten. Las odio cuando no tratan de pensar en estar mañana conmigo, en la misma hora y en la misma cama. Odio a mis amigas porque su pelo es casi tan artificial como sus pensa-mientos. Las odio porque ninguna sabe bailar go-go mejor que yo, o porque todavía no he conocido a ninguna de quince años que valga la pena para algo inmaterial. Las odio porque creen en -con trar en mí el tónico ideal para quitar complejos, pero no sa-ben que yo los tengo en cantidades mayores que los de ellas… por montones. Las odio, y por eso no se los dejo de hacer, porque las quiero, y aún no he aprendido a amarlas.)

No sé, pero para mí lo peor de este mundo es el sentimiento de impotencia. Darse cuenta uno que todo lo que hace no sirve para nada. Estar uno convencido de que hace algo importante, mientras hay cosas mucho más importantes por hacer, para darse cuenta que se sigue en el mismo estado, que no se gana nada, que no se avanza terreno, que se estanca, que se patina. Rrrrrrrrrrrrrr rrrr-rrrrrrrrrr rrrrrrrrrrrr-rrrrrrrrrrrrrrrrrrr. No poder uno multi-plicar talentos, estar uno convencido de que está en este mundo haciendo un papel de estúpido, para mirar a Dios todos los días sin hacerle caso. ¿Y qué? ¿Busca algo positivo uno? ¿Lo encuen-tra? Ah, no. Lo único que hace usted es comer mierda. ¡Vamos,

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hombre! No importa en qué forma se encuentre su estómago, piense en su salvación, en su destino, ¡Por Dios, en su destino! Pero está bien, eso no importa. ¿Qué no? Vea, convénzase: por más que uno haga maromas en esta vida, por más que se contorsione entre las apariencias y haga volteretas en medio de los ideales, desemboca uno a la misma parte, siempre lo mismo... lo mismo de siempre. Pero eso no importa, no lo tome tan en serio, porque lo más chistoso, lo más triste de todo, es que usted se puede quedar tranquilamente, s u a v e m e n t e, d e f e c á nd o s e, p u d r i é n d o s e, p o c o a p o c o, t óm e l o c o n c a l m a … ¡Calma! ¡Por Dios, tómelo con calma!

(Odio la Avenida Sexta por creer encontrar en ella la bienhe-chora importancia de la verdadera personalidad. Odio al Club Campestre por ser a la vez un lugar estúpido, artificial e hipócri-ta. Odio al teatro Calima por estar siempre los sábados lleno de gente conocida. Odio al muchacho contento que pasa al lado, perdió al fin del año cinco materias, pero eso no le importa, por-que su amiga se dejó besar en su propia cama. Odio a todos los maricas por estúpidos en toda la extensión de la palabra. Odio a mis maestros y sus intachables hipocresías. Odio las malditas horas de estudios por conseguir una buena nota. Odio a todos aquellos que se cagan en la juventud todos los días.)

(¿Es que sabes una cosa? Yo me siento que no pertenezco a este ambiente, a esta falsedad, a esta hipocresía. Y ¿qué hago? No he nacido en esta clase social, por eso es que te digo que no es fá-cil salirme de ella. Mi familia está integrada en esa clase social que yo combato, ¿qué hago? Sí, yo he tragado, he cagado este am-biente durante quince años, y, por Dios, ahora casi no puedo sa -lirme de él. Dices que ¿por qué vivo yo todo angustiado y pesi-mista? ¿Te parece poco estar toda la vida rodeado de amistades, pero no encontrar siquiera una que se parezca a mí? No sé qué voy a poder hacer. Pero a pesar de todo, la gloria está al final del camino, si no importa.)

(La odio a ella por no haber podido vencer a su conciencia y a sus falsas libertades. La odio porque me demostró demasiado

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rápido que me quería y me deseaba, pero después no supo res-ponder a estas demostraciones. La odio porque no las supo de-mostrar, pero ese día se fue cargando con ellas para su cama. Yo la quiero, muchacha estúpida, ¿no se da cuenta? Pero apartán-donos de eso, la odio porque me originó un problema el berraco y porque siempre se iba con mis palabras, mis gestos y mis cari-cias, con todo… otra vez para su cama. Pero, tal vez, para noso-tros exista otra gloria al final del camino, si es que todavía nos queda un camino… quién sabe…

Odio a todas las putas por andar vendiendo añoraciones fal-sas en todas sus casas y sus calles. Odio las misas mal oídas… odio todas las mías. Me odio, por no saber encontrar mi misión verda-dera. Por eso me odio… y a ustedes ¿les importa?

Sí, odio todo esto, todo eso, todo. Y lo odio porque lucho por conseguirlo, unas veces puedo vencer, otras no. Por eso lo odio, porque lucho por su compañía. Lo odio porque odiar es querer y aprender a amar. ¿Me entienden? Lo odio, porque no he aprendido a amar, y necesito de eso. Por eso, odio a todo el mun-do, no dejo de odiar a nadie, a nada…

a nada a nadie

¡sin excepción!)

1966

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Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal).