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¿Qué ocurre cuando la persona que siempre ha estado a tu lado deja de ser la misma?
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© 2012 Isabel Keats. Todos los derechos reservados.
CUANDO LA NIEBLA TE ENVUELVE
Todos los derechos están reservados incluidos los de
reproducción total o parcial.
Todos los personajes de este relato son ficticios.
Cualquier parecido con una persona viva o muerta es
pura coincidencia.
http://isabelkeats.blogspot.com.es/
CUANDO LA NIEBLA TE ENVUELVE
Relato finalista del VIII Certamen de Narrativa Breve 2011
Asociación Canal Literatura
http://canal-literatura.com/
A pesar de saber que algo no iba bien desde hacía tiempo, el diagnóstico
fue como recibir un martillazo entre los ojos.
¡No puede ser! ¡Alguien tiene que haberse equivocado!, recuerdo que le grité
al doctor, aunque era a mi mujer a quien miraba —su rostro, un espejo de mi
pánico—. ¡Sólo tiene treinta y ocho años!
*
—¿Cómo quieres que te peine hoy, Paula? ¿Preferes una coleta, un lazo a
un lado...?
Unos meses atrás, sentado en la bañera, observaba como Ana terminaba de
arreglar a nuestra hija. Era el primer día de colegio y la niña estaba preciosa con
el pichi y el polo blanco del uniforme. A sus pies reposaba una mochila
reluciente, casi tan grande como ella. Mi mujer pasaba un cepillo por su pelo
mientras Paula, subida a un pequeño escalón de plástico, no paraba quieta; se
ponía de puntillas y movía la cabeza a uno y otro lado, tratando de captar una
visión completa de su imagen.
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—Dos trenzas, mamá, como las de ayer.
Ana trazó una línea blanca en su cabello, separando su melena en dos con
un peine. Agarró una mitad y la dividió de nuevo para trenzarla. Lo intentó
una vez, dos... Volvió a probar, pero sus dedos se negaron a realizar esa sencilla
tarea y los mechones resbalaron flácidos entre ellos.
—Bueno, Paula —me lanzó una mirada nerviosa, a ver si me había dado
cuenta—, mejor te hago dos coletas, que hoy estoy un poco torpe.
Con rapidez acabó de peinarla, y Paula permaneció un rato contemplando
su reflejo, encantada.
*
Sábado.
Tirados cada uno en un sillón, yo zapeaba perezosamente. Hacía varias
semanas que ya no dábamos nuestro paseo habitual por la Casa de Campo,
Ana se quejaba de que estaba agotada, de que no daba abasto. En cuanto tenía
una oportunidad, se tumbaba en el primer sillón que encontraba y ponía los
pies en alto.
—¿Has decidido por fn qué vestido te pondrás?
Ensimismada en sus pensamientos, tardó un rato en responderme.
—¿Vestido? No me voy a cambiar para ir al cine.
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—¿Es una broma, no? Hoy es la boda de tu prima.
Su expresión era de absoluto desconcierto y de algo más que no supe
identifcar: ¿angustia, temor?
—No puedo creer que lo hayas olvidado.
—¡No seas tonto! —respondió irritada—. Por supuesto que me acuerdo; es
sólo que estaba pensando en otra cosa.
*
Nos íbamos a la sierra.
Ana dijo que bajaba un momento al trastero a coger unos juguetes para
Paula. Media hora después todavía no había vuelto. Cuando fui a buscarla, la
encontré delante de una estantería, incapaz de decidir entre unos patines o una
raqueta.
*
—Vamos mamá, juega conmigo. Tila quiere jugar también —gritó Paula
restregando su ajada muñeca de trapo contra su hombro.
—No, Pau, de verdad que no puedo. Estoy muy cansada. Hoy no he parado
en todo el día.
—Vamos, mamá, venga...
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—¡He dicho que no! —gritó furiosa dando un manotazo a Tila y
lanzándola por los aires—. ¡¿No puedes dejarme en paz ni un minuto?!
Paula se quedó quieta, los ojos muy abiertos, mientras sus labios temblaban
en un puchero. Al fn se dio la vuelta y, tras recoger su muñeca del suelo,
escapó corriendo de la habitación. Ana salió tras ella, la apretó con fuerza entre
sus brazos y suplicó:
—Perdóname, mi vida, perdóname...
*
—¿Se puede saber dónde has estado? —me preguntó nada más llegar, los
brazos en jarras, el ceño fruncido, su pie golpeando el suelo como un taladro.
—¿Dónde va a ser?, ganando ese pan que vosotras os coméis hasta la última
miga —respondí intentando ser gracioso.
—¡Mentira! —chilló arrojando su móvil contra el suelo, donde se
desintegró en una lluvia de piezas metálicas—. Te he llamado varias veces a tu
despacho y nadie contestó.
—Ana, por favor, no podemos seguir así. ¿Qué tienes? Mírame —supliqué
agarrándola de los brazos y clavando mis pupilas en las suyas—, ¿qué te ocurre?
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Parecía perdida, como si saliera de un trance. Una lágrima solitaria rodó
lenta por su mejilla. Se arrojó contra mi pecho, mientras del suyo brotaban
unos sollozos secos, que dolían.
—No sé qué me está pasando, Manu... abrázame. Estoy muy asustada...
*
Tras salir de la consulta del médico, conduje en silencio todo el camino
hasta casa. Ana, sentada a mi lado, no paraba de retorcer entre sus dedos el
pañuelo rosa que llevaba al cuello. Un peso me oprimía los pulmones y me
impedía respirar con normalidad; cada bocanada de aire se me clavaba en el
pecho como un hierro incandescente.
*
—No lo entiendo, Manu. Mi abuelo murió con ochenta y cinco años y
todavía era capaz de dar una lección magistral de flosofía a todo aquel que
quisiera escucharlo. La abuela Fina cocinaba, planchaba y a sus noventa años
seguía escribiendo poesía. No recuerdo ningún caso en la familia.
Tumbados en la cama tras hacer el amor, la sostenía apretada contra mí
como si quisiera fundirla con mi piel. Llevábamos juntos desde que tenía
memoria y no concebía la vida sin ella.
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—No tengas miedo, mi amor, lo superaremos. No llores, yo siempre estaré
a tu lado.
Pero era yo el que lloraba y mis lágrimas empapaban su pelo.
*
—¿Por qué ahora me vistes siempre tú? —preguntó Paula mientras yo
terminaba de enrollar la goma en su segunda coleta, con una habilidad que no
hubiera sospechado unos meses atrás.
—¿Acaso no te gusta cómo te peino? El famoso Rupert no tiene nada que
hacer mi lado. Oui, Madam?
Paula esbozó una sonrisa, pero no conseguí desviar su atención del asunto
que le preocupaba.
—Papá, ¿rezar sirve?... Rezo por mamá todas las noches, pero creo que no
funciona.
*
El restaurante estaba lleno de gente.
Me dije que quizá no había sido buena idea venir…; aunque, según ese
pensamiento tomaba forma, Ana sonrió y desapareció de sus ojos y de su
cuerpo cualquier vestigio de inquietud. Toda la noche estuvo riendo y
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conversando animada con esa luz, tan suya, que parecía iluminarla desde el
interior. Yo la contemplaba embelesado. No, no había sido una mala idea, al fn
y al cabo Carmen y Juan eran amigos nuestros desde siempre.
Ocurrió antes de que nos trajeran el postre. De repente, mi mujer se
levantó arrastrando la silla, dio un golpe seco sobre la mesa que derramó el
vino de su copa y gritó:
—¡Estoy hasta los cojones de vuestra hipocresía, sobre todo de la tuya,
Carmen! ¡Reconócelo de una vez: diles a todos estos cabrones que llevas años
tirándote a mi marido!
El silencio retumbó en el restaurante. Los segundos se estiraron como un
chicle pegajoso hasta que conseguí reaccionar.
—Ana —susurré—, tranquila, mi amor.
Volvió la cabeza hacia mí como una niña que teme ser castigada. Me
levanté, la agarré de la cintura con suavidad y salimos del restaurante
perseguidos por el regocijo y la lástima del resto de los comensales.
—¡Manu, ayúdame! Lo siento tanto...
La besé en el pelo sin soltarla en ningún momento. Ya en casa, la ayudé a
desvestirse, le puse el camisón, la metí en la cama y coloqué las sábanas como a
ella le gustaba, subidas hasta la barbilla. Se durmió enseguida. Un borrador
invisible se deslizó por su rostro y sus facciones recuperaron la calma de la que
ya sólo disfrutaban durante el sueño. Con el dorso de mi mano rocé su mejilla,
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deseando que mi caricia fuera capaz de transmitir todo el amor que sentía por
ella. Me senté en el suelo, a un lado de la cama, rodeando mis piernas con los
brazos. Apoyé la frente sobre las rodillas y permanecí despierto, velando su
sueño durante horas.
*
Un ruido sordo me despertó.
Toqué el colchón a mi lado; estaba frío. Me levanté de un salto, las sábanas
volaron al otro extremo de la cama. Corrí por el pasillo y llegué justo cuando
Ana estaba a punto de salir de casa. Cerré la puerta de golpe y di dos vueltas a
la llave en la cerradura. Sólo llevaba puesto un camisón corto y estaba descalza.
Despacio, para no asustarla, la tomé de la mano. Estaba helada. Entonces la
cogí en brazos y regresé con ella al dormitorio.
*
Los tres sentados en el sillón del salón viendo la tele.
Yo en el medio, rodeando con mis brazos la cintura de mis dos chicas. Ellas
agarradas de la mano, sus cabezas apoyadas sobre mis hombros.
Aunque Ana y yo apenas salíamos ya de casa —un corto paseo diario hasta
el parque cercano o a la tienda de comestibles—, procuraba aceptar todas las
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invitaciones dirigidas a Paula, de sus amigos, de los abuelos... Quería que ella
hiciera una vida lo más normal posible, que se aireara, que más adelante
pudiera recordar a su madre tal como había sido hasta no hacía tanto tiempo.
Yo había pedido la excedencia del trabajo para poder cuidar de Ana. Me
gustaba quedarme a solas con mi mujer. No deseaba perderme ni una
centésima del tiempo que nos quedara juntos.
Las miré con disimulo. Paula seguía la película con interés, la cara de Ana al
contemplar a su hija reflejaba un contento cada vez más esquivo y yo,
simplemente, me limitaba a disfrutar del momento.
*
Cierto día paseábamos por la calle de la mano.
La primavera se anunciaba tímida, pero el sol brillaba y el cielo, de un azul
que te obligaba a entornar los ojos, me llenaba de energía. Charlaba sin parar
sobre cualquier tontería que me venía a la cabeza y, aunque la única respuesta
de Ana era la suave sonrisa posada en sus labios, me sentía feliz.
Unos metros más adelante, se paró de golpe en mitad de la acera y yo me
detuve también y me volví hacia ella. Sin decir palabra, comenzó a trazar con
sus pulgares la línea de mis cejas, mis pómulos, mis labios... y en su semblante
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reencontré a la Ana de antaño. Durante un momento, pensé que ese último
año y medio sólo había sido un mal sueño del que por fn acababa de despertar.
—Te quiero —declaró con dulzura, provocando que mi corazón diera una
voltereta en mi pecho.
De repente, se desasió de mi mano y cruzó la calzada corriendo.
La furgoneta no pudo esquivarla.
*
En casa, una tarde.
Paula y yo, sentados en el sillón cogidos de la mano, miramos la pantalla del
televisor apagado. No hablamos, pero nos comunicamos a través de nuestros
dedos entrelazados. Ella me aprieta la mano..., tras unos segundos le devuelvo
el apretón. Ahora soy yo el que ejerce presión sobre sus dedos y la respuesta no
se hace esperar. De ese modo, va transcurriendo la tarde, segundo a segundo,
minuto a minuto, hasta conseguir que éstos se conviertan en horas y éstas en
días. Hasta lograr que el tiempo pase y que el dolor pase con él.
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