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Crónica 4 Crónica libre Missael Alberto Ruiz 22/04/2016 Hasta el último segundo Lo van a ejecutar. Todos sabían lo que había hecho y nadie habría de oponerse a la decisión que las autoridades dispusieron en contra de Zac. Al final le debemos la muerte a él. Era el día 15 del onceavo mes del año 1. Aquella mañana nublada y fría hacia juego con el color gris de los edificios del gobierno. En la explanada de aquella plaza, en el centro, hacía un hombre joven de complexión delgada, su cabello era café y se notaba despeinado como si la noche la hubiera pasado entre niños, la piel clara era opacada por manchas de sangre y tierra mezcladas, sus ojos de color café habían perdido la viveza de un joven, los lentes lucían semi- destruidos y la camisa blanca y pantalón café estaban en completo desorden. Algo había en él que no concordaba con lo que la autoridad decía. El joven estaba sentado en una silla de madera vieja. La mesa en la que estaba dispuesto el vino que habría de tomar, se le notaban las vetas de la madera café oscuro que no hacían más que recordar las arrugas de un anciano. La copa de plata dispuesta al frente del acusado brillaba con tal fuerza que segaba los ojos de la chismosa audiencia que ansiaba ver al culpable dar su último aliento. El verdugo que habría de verter el vino envenenado en la copa no posee capuchas o vestimentas oscuras, por el contrario, viste de traje militar color verde adornado con insignias de guerras pasadas y una sonrisa endemoniada desesperada por vaciar el vino por la garganta del acusado.

Cronica Libre

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Crónica 4

Crónica libre

Missael Alberto Ruiz

22/04/2016

Hasta el último segundo

Lo van a ejecutar. Todos sabían lo que había hecho y nadie habría de oponerse a la decisión que las autoridades dispusieron en contra de Zac. Al final le debemos la muerte a él.

Era el día 15 del onceavo mes del año 1. Aquella mañana nublada y fría hacia juego con el color gris de los edificios del gobierno. En la explanada de aquella plaza, en el centro, hacía un hombre joven de complexión delgada, su cabello era café y se notaba despeinado como si la noche la hubiera pasado entre niños, la piel clara era opacada por manchas de sangre y tierra mezcladas, sus ojos de color café habían perdido la viveza de un joven, los lentes lucían semi-destruidos y la camisa blanca y pantalón café estaban en completo desorden. Algo había en él que no concordaba con lo que la autoridad decía.

El joven estaba sentado en una silla de madera vieja. La mesa en la que estaba dispuesto el vino que habría de tomar, se le notaban las vetas de la madera café oscuro que no hacían más que recordar las arrugas de un anciano. La copa de plata dispuesta al frente del acusado brillaba con tal fuerza que segaba los ojos de la chismosa audiencia que ansiaba ver al culpable dar su último aliento. El verdugo que habría de verter el vino envenenado en la copa no posee capuchas o vestimentas oscuras, por el contrario, viste de traje militar color verde adornado con insignias de guerras pasadas y una sonrisa endemoniada desesperada por vaciar el vino por la garganta del acusado.

La muchedumbre ávida de tener un nuevo tema de conversación ve con suprema atención cada movimiento de los protagonistas de la ejecución. Los niños con mugre en la cara comen con premura los alimentos que fueron dados en las entradas, las mujeres callan a sus crías, los empujan, los cargan de maneras que un animal bien puede replicar. Los hombres ven con desdén al acusado, lanzan injurias contra él. Todos se han vuelto jueces, defensores y acusadores de manera repentina. La verbena de la multitud se hace más ensordecedora conforme los minutos avanzan.

El hombrecito al que ejecutaran esta flanqueado por la más grande escoria que le sobrevive al planeta, es el ministro de Justicia, aquel hombre de 50 años, pero con el cuerpo de uno de treinta; ve con regocijo el festín que él mismo ha preparado para deleitarse. Inventó que el acusado eliminó información vital para poder viajar a marte. No lo cree nadie.

La escoria se aclara la voz y la multitud calla de un solo golpe. El ministro empieza un discurso acerca de la justicia, cuando de pronto cambia el tono de voz. La audiencia retomó la atención a lengua de serpiente. El ministro vertió saliva corrosiva a las palabras que habría de salir de su boca para poner fin a la vida de Zac. El ministro sujeta el micrófono y

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dice: “Señor Zac Bilderberg es condenado a muerte por cantarella por el delito de terrorismo contra la humanidad” La muchedumbre no emitió ningún sonido.

La cara del acusado parecía esperar el resultado, sin embargo, un balde de agua fría parecía haber caído sobre él. Sus ojos húmedos saltaban con tal fuerza que habría de provocar un grito de su garganta pero ésta no emitía ningún sonido, sus labios estirados y tensos por la fuerza de su mandíbula brillan con el único haz de luz que daba el cielo en aquel día. Su rostro no aguantó más la presión y gritó con tal fuerza que el eco retumbó en cada esquina de la plaza. El acusado dijo: “Soy inocente. No he hecho nada”

La muchedumbre respondió con gritos, insultos y una franca desaprobación al acusado. El militar sirvió el vino en la copa, revolvió con una cucharita el veneno, dio unas cuantas vueltas y dio 2 golpecitos en la orilla del cáliz. El sonido ligero, agudo y ensordecedor volvió a callar a la multitud. Todas las miradas se volvieron a la copa con la expectativa de ver tragar el líquido mortal.

Zac sentado en la silla tomó el cáliz entre sus manos, se volvió para ver de frente al ministro, levantó la copa, miro al cielo y después a los ojos del ministro. Su voz salió de su corazón y dijo: “Brindo por usted y su salvación”

La mano derecha empuño la copa como si fuese el mango de una antigua espada, puso sus labios temblorosos en la orilla y cuando se dispuso verter el líquido una voz de entre la multitud abrió paso con un dicho que hizo tragar la saliva a varios de los presentes.

El hombre foráneo que había llegado a nosotros hace algunos meses dijo: “Muy bien, ustedes han conseguido todas las pistas, han visto todo lo que quería que vieran, en realidad me doy cuenta de su inocencia. Todo está bien a excepción del autor, se han equivocado en el nombre. Todos ustedes creen que Zac es el culpable, pero no es así, el culpable soy yo”

La multitud, el ministro y algún otro pelele del gobierno abrieron los ojos como estar contemplando al mismo Dios, aun no cerraban la boca cuando un par de disparos irrumpieron aquel sitio. La gente se tiró al suelo y el asesino quedo petrificado. De inmediato fue abatido por la seguridad de la plaza. El disparo fue para el verdadero culpable.

Las puertas madera labradas con el símbolo de nuestra sociedad se abrieron con un estruendo tan grande como el de la figura que salía del él. El Presidente, pocas veces se le ve en público y esta era una de ellas. El hombre de cabello cano, una mirada de sabio y una barba de abuelo gritó con su voz entre cortada, pero sólida y solemne al mismo tiempo. Dijo: “liberen a ese hombre que no ha hecho por lo que debamos matarle. Lo declaró inocente y dejare a la justicia actuar con los verdaderos culpables”

La multitud sorprendida abandonó el lugar. ¿Qué pasó con Zac?, ¿Quiénes eran esos hombres?, ¿Qué pasó en realidad? Algún día escribiré esa historia porque los lobos con trajes de ovejas andan sueltos y nunca sabrás cuando te topes con alguno de ellos.

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