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Htoas de las Salinas Ccso Lit io IES LAS SALINAS [Curso 2018-2019] 1

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Historias de las Salinas

Concurso Literario

IES LAS SALINAS

[Curso 2018-2019]

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Ganadores

«Campos de trigo», Silvia Santervás Arránz …………………………………………….. pág. 4

«Cuento de Navidad», Samuel Puentes Santana ………………………………………… pág. 10

«Interiorismo», Ana Gómez Falagán …………………………………………………………. pág. 19

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Campos de Trigo

Silvia Santervás Arránz (1º bachillerato B)

Siempre me había preguntado qué pasaría por mi mente durante mis últimos minutos de vida. Mi avanzada edad y mi enfermedad hacían que lo deseara, pero a la vez me aterrorizaba irme de este mundo, dejar de ser. La idea de la muerte me enloquecía. Y sin embargo, en los minutos anteriores a ella, mi mente estuvo más clara que nunca. Por primera vez en años, fui capaz de recitar los nombres de mis hijas, sin olvidar ninguno, y sonreí.

Recordé la escuela. La satisfacción de tomar el camino contrario, de alejarme paso a paso de aquellos campos de trigo que de sol a sol me torturaban en verano.

Quizá fue esta ansia de liberación lo que me hizo ser la mejor de la escuela. Mis problemas se alejaban a gran velocidad cuando mi mente se centraba en largas operaciones, cuando trataba de imaginar los animales exóticos portadores de los nombres que aprendía en la escuela.

Por no hablar de los libros. Me encantaba perderme en mundos lejanos, en historias. Cuando estas se acababan, escribía para soportar su ausencia. Cada palabra, cada frase, cada párrafo, me alejaban del trigo.

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Allí conocí a Alicia. Era morena y siempre estaba sonriendo. Nos pasábamos las horas cantando, yendo de un lado a otro, riendo. Compartíamos sueños, historias y muchos secretos.

Quise ser maestra, quise poder transmitir esa libertad que había encontrado aprendiendo. No entendí por qué a mi padre le pareció tan disparatado. Más tarde, lo descubriría. Mis hermanos no habían estudiado, y yo era mujer.

Nunca olvidaría como tras mi insistencia, padre quemó cada uno de mis relatos. Como al sofocarse el fuego, todo mi trabajo, mi orgullo, quedó reducido a cenizas.

Pero seguí escribiendo. Cada cumpleaños, mi madre me regalaba a escondidas una pluma y un cuaderno, y todas las Navidades, aparecía misteriosamente un libro bajo mi almohada.

Tras tres años sin escuela, llegó mi primer amor. Volví a sonreír como antes, ya no quería enseñar. Me sentía feliz a su lado, querida.

Entonces llegó el primer engaño. Los primeros lloros. El primer golpe. Ya no sonreía. La primera paliza. En el suelo, dolorida, derramándome gota a gota, supe por primera vez que nunca podría alejarme del trigo. Deseé morir. Lo intenté tres veces, pero no tuve valor. Estaba atrapada. Cada día deseaba que fuera el último.

Ya no salía de casa. Dejé de ver a Alicia, pero nos escribíamos cartas todas las semanas. No podía contárselo. No me salían las palabras.

Un día dejé de sangrar. Poco a poco mi vientre fue hinchándose. Tenía miedo. Este mundo, y menos nuestra casa, no eran un lugar para un niño. Sin embargo, con cada patada, me sentía menos sola.

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Pasaron nueve meses. Era niña. Todo se volvió agridulce. Sonreía pero no por mucho tiempo. Ahora estábamos las dos atrapadas.

Seis años después, cuando ya éramos cinco, él se fue para siempre. La noche del funeral, Alicia fue a mi casa. Cuando terminé de contarla todo, sin decir nada, se levantó y quemó todas sus fotos. Me abrazó, y susurrándome al oído, dijo que nunca volvería a dejarme sola. El luto me sentaba muy bien. Cada vez que veía el negro en el espejo, sentía cómo mis cadenas se desvanecían.

Huimos a la ciudad, necesitaba olvidarme de todo. Pero, viendo como el dinero de la herencia se desvanecía, y a mi hija mayor apenas le quedaban años para finalizar la escuela, decidí trabajar.

Regresamos al pueblo, y volví a trabajar en el mismo campo de trigo de mi infancia. No me gustaba, pero dos veces por semana paseaba con Alicia.

Por las noches lloraba, no podía dejar de pensar en la mano de mi jefe entre mis piernas, en mi pecho, recorriéndome el cuerpo. Pero esta vez grité. Ya me había callado demasiado. Y Alicia no me dejó sola.

Cuando mis hijas se fueron a estudiar a la ciudad, volví a escribir. Todos los sábados, me levantaba temprano, y escribía bajo la sombra de un gran olivo que, solitario, se alzaba sobre el mar de trigo. Era la isla que me había acogido tras el naufragio. Intenté escribir cuentos, pero al ver que todos acababan en mi historia, supe que debía escribirla.

Al jubilarme, me fui a la ciudad. Mis padres ya no estaban, no había nada que me retuviera en el pueblo. Veía a mis hijas todos los fines de semana, aunque a diario me sentía bastante sola. Para evitarlo, llamaba a Alicia todos los días.

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En la tranquilidad de estos años tuve mucho tiempo para pensar. Durante toda mi vida, había visto el pueblo como una jaula, de la que siempre había intentado escapar. Estaba ciega. No podía escapar, porque no había ningún lugar al que huir. Mirando un escaparate, descubrí por qué metemos a los pájaros en jaulas. Somos egoístas. Ellos pueden volar. Nosotros, sin darnos cuenta, vivimos atrapados.

Comencé a olvidar. No recordaba lo que había escrito el día anterior. Los nombres se esfumaban. Las caras se desvanecían. Pensaba que sería por la edad, pero todo se desbordó aquel día. Volviendo de hacer la compra, olvidé el camino a casa. Olvidé que hacía allí, olvidé donde estaba, olvidé quien era. Me senté en un banco y comencé a llorar. Mis hijas llegaron dos horas después, pero no supe quiénes eran. Mi casa se llenó de posits, y comencé a tener visitas diarias. Desde ese momento mis recuerdos son confusos.

Tumbada en la cama, mirando al techo, sonreí. Pensé que jamás volvería a recordarlo todo. Había pasado por muchas cosas malas, pero había merecido la pena. Había conocido personas maravillosas, y también las había creado. Me alegré de no haber sido lo suficientemente valiente en el pasado. Gracias a ello, aún estaba aquí.

Las pérdidas de memoria me habían hecho sufrir, olvidando grandes momentos y personas importantes. Pero sobre todo, había olvidado las cosas malas. Era como si mi cerebro lo hubiera bloqueado, prefiriendo vivir engañado.

Ya no importaba. De golpe, supe lo que debía hacer. Alcancé una libreta y un bolígrafo que había en mi mesilla, y con mis últimas fuerzas, escribí «la llave que abre la caja está en el tercer cuaderno».

…………

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Su hija mayor la encontró a la mañana siguiente. Llamó al 112, aunque sabía que ya no podrían hacer nada. Tras unos minutos de pánico, se percató de la libreta y el bolígrafo que yacían al pie de su cama. Vio que antes de morir había intentado escribir algo en ella. Los años sin práctica y las pocas fuerzas que le quedaban habían resultado en una serie de garabatos ininteligibles. Siempre se preguntaría qué había escrito, aunque su marido solía consolarla diciéndola que, con sus problemas mentales, no habría sido nada de importancia, ella sabía que sí.

Unos meses más tarde, Alicia pasó por la casa. Quería ver todas sus cosas por última vez. En una de las estanterías del estudio, encontró sus antiguos libros de la escuela. Los hojeó con lágrimas en los ojos, rememorando todo lo que habían vivido, juntas. Al abrir el libro de tercero, cayó una llave al suelo. En seguida, supo lo que abría. Cogió la caja que, con tanto cuidado, había guardado en el fondo del armario. La llave encajó. Estaba repleta de pequeños recuerdos. Fotos, dibujos, flores disecadas… e incluso piedras. Pero lo que más llamó su atención fue un manuscrito. Llevaba muchos años en el fondo de la caja esperando a que alguien lo descubriera. Se titulaba Campos de Trigo.

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Cuento de Navidad

Samuel Puentes Santana (4º ESO B)

Se había prometido que estas Navidades no las pasaría solo. Era 13 de diciembre. Trece. Ese número al que le adjudican la mala suerte y que Isidoro incluía en el sexteto titular de su primitiva semanal. Estaba paseando por la Gran Vía de Madrid cuando de repente escuchó el chirrido de las ruedas de un coche y el aullido de dolor de un perro. Acto seguido del estruendo Isidoro corrió para ayudar al animal. Aullaba, de costado, sobre la acera. Al acercarse comprobó que el charco de sangre que se figuraba en su cabeza, alrededor del animal, no aparecía por ningún sitio. De hecho el perro parecía estar perfectamente, salvo por su pata trasera derecha. Un raspón del parachoques había dibujado una calva en el abrigo dorado del can, que dejaba a la vista su piel sonrosada tapizada con una telaraña roja. Una diminuta confluencia de arroyos de sangre, con tan poca fluidez, como el Zapardiel en pleno mes de agosto.

El perro ya prácticamente se había incorporado, a su segundo intento, cuando Isidoro estuvo a su altura. Seguramente otro animal habría huido despavorido tras el percance, sin embargo, éste, permaneció inmóvil. Cuando sus miradas se cruzaron, Isidoro ya tenía claro que un perro, en Navidad, era tan buena compañía, o incluso mejor, que muchas de las personas que conocía.

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No necesitó más que bajar su mano, acuclillado frente a él, y acercársela desde abajo al hocico, para que un breve olisqueo seguido de un efusivo lengüetazo, dejara claro que al perro le gustaba Isidoro. Y a Isidoro, le gustaba este perro. Como si hubiese leído su mente, siguió al hombre hasta el coche. Cojeaba, pero no parecía tener nada roto. Isidoro se había asegurado bien, fijando su vista en los cuartos traseros, comparando uno con otro, tratando de encontrar hinchazones o deformidades alarmantes, que no aparecieron por más atención que prestó. Se lo llevó a casa. Le dejó investigar cada rincón, mientras le preparaba una cama improvisada, con una manta vieja doblada, sobre el suelo del salón junto al radiador. Como comedero utilizó una ensaladera de porcelana blanca, adornada con florecillas de colores, regalo de su suegra, que por despiste, su ex, había olvidado al llevarse el resto del menaje a juego. La olla haría las veces de bebedero, total, para el uso que la daba...

Los días pasaban. Ambos se fueron descubriendo a sorbitos. El trabajo en la oficina obligaba a Isidoro a permanecer muchas horas fuera de casa. Los recortes en la empresa tampoco ayudaban a que las diez horas de trabajo diario tuvieran voces en contra y al que se le ocurría quejarse le enseñaban la puerta de salida en cero coma. Golfo, que así había bautizado al perro, por esa peli ñoña de «La dama y el vagabundo», se recuperaba muy deprisa, aún no había transcurrido una semana y ya era como si siempre hubiera estado ahí. Prácticamente estaba recuperado, y aunque Isidoro lo sabía, se resistía a aceptarlo. Aceptar que estaba curado significaría aceptar su marcha. Su collar de cuero sin inscripciones no era una excusa. Todo el mundo sabe que ahora

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los perros llevan un chip bajo la piel. Encontrar a su legítimo dueño seguramente sería muy sencillo. Sí, lo sería. Seguramente…

Los paseos por la calle, las charlas con los dueños de otros perros del barrio, los juegos en el parque con la pelota, las películas tras la cena mano a pata en el sofá, habían transformado el universo diario de Isidoro.

Aquella noche, justo ocho días después de su encuentro, el universo saltó en pedazos.

Serían las siete de la tarde cuando Isidoro, como cada día regresaba a casa. Al abrir la puerta, no escuchó el ladrido de Golfo del otro lado, que como si de un imán se tratase, acudía raudo al encuentro con el tintineo de las llaves al salir del bolsillo.

Aquella tarde no.

En lugar de sus ladridos, el infatigable helicóptero de su rabo y sus lametones de bienvenida, Isidoro tropezó con un gruñido apagado en mitad del pasillo. A oscuras. Ni el «tranquilo Golfo» ni el «soy yo» susurrados, ni la explosión de luz de los 100W de la bombilla del pasillo apaciguaron a la bestia. Golfo enseñaba los dientes, con el hocico arrugado y las orejas tiesas. Gruñendo como un animal salvaje. Sus ojos achinados, el rabo en vertical. Todo él amenazante. Inmóvil. Frente a frente. Durante unos segundos Isidoro no supo cómo reaccionar. El volumen del rugido del monstruo crecía. Isidoro decidió acercarse despacio, repitiendo como un mantra: «Soy

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yo, Golfo» «tranquilo». Luego todo sucedió de repente. Un pasito de más. Un ladrido seco. La embestida rabiosa de la bestia. Sus fauces como agujas, clavándose en su pantorrilla izquierda. El desplome del hombre. La libertad del animal en furiosa huída tras la puerta, escaleras abajo, rumbo a quién sabe dónde.

Una hora. Una hora entera y verdadera. Cojeando. Silbando al vacío. Voceando estérilmente su nombre por las calles de alrededor mientras el eco de su voz se enredaba en una niebla que comenzaba a asentarse en la ciudad. Una neblina turbia y densa, como la cabeza de Isidoro en ese instante. Con su vendaje improvisado y su cerebro dividido entre: «¿Qué carajo ha pasado?» y «tío, ve a un hospital a que te curen y te pongan la antirrábica, que nunca se sabe».

Dos días después, la olla había vuelto al fondo del armarito bajo de la cocina. La manta raída, repleta de pelos dorados fue enterrada en la esquina, amortajada en plástico negro. La ensaladera y una correa que no había cumplido una semana, fueron abandonadas a su suerte sobre la tapa naranja de un contenedor. La pierna le seguía doliendo, pero estaba mucho mejor. La inyección se suponía que hacía su función. La dentellada del retorno del piso vacío. La sombra de Golfo persiguiendo su rabo. La vuelta al mano sobre mano ante el televisor, seguramente tardarían más tiempo en cicatrizar.

Sin embargo Isidoro se resistía a pasar solo estas fiestas.

Se le ocurrió sin más. No fue algo premeditado. Salió del trabajo, como todos los días y quizás fuera el subconsciente

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buscando un perro perdido y loco, o que la calle se había vestido de mil colores intermitentes, un firmamento de lucecitas que iluminaban como si el sol trabajase en su misma oficina y jamás tuviera descanso. Quizás siempre había estado ahí. Sentado en el mismo sitio. A la puerta del supermercado, como si formase parte del mobiliario urbano. Con su frase en rotulador negro, poblada de errores ortográficos, sobre un cartón. Su lata abierta en la parte superior. Su barba hipster vocacional. Ese piano de su boca. Esos vaqueros que muy posiblemente tuvieran su propio ecosistema. Su jersey de lana gris, con su reno colorado descornado en una catarata de hebras rojas.

Quizás solo vemos lo que queremos ver…

…O tal vez ignoramos que encontramos, lo que buscábamos sin saberlo. El caso es que ahí estaba. En pleno 23 de diciembre. Otro al que no le ha tocado el gordo de navidad.

No fue sencillo convencerle. Si la vida te enseña que nada es gratis, la calle además te lo tatúa en el alma. El café con tostada en el bar de la esquina, ayudó a minar el muro que tres años sin brújula habían solidificado. Luego todo fue más sencillo. Esta es mi casa. Este será tu cuarto. Aquí tienes la ducha y una maquinilla desechable por si quieres afeitarte. Te he dejado ropa sobre la cama, más o menos eres de mi talla. Voy haciendo la cena, ¿te gustan los macarrones?.

No fue la mejor cena de Navidad del mundo. Isidoro y la cocina estaban destinados a no entenderse jamás. Pero el

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restaurante de dos calles más abajo, les había preparado un estupendo menú, listo para calentar y servir.

Cuando estaban juntos hablaban y la cebolla metálica que blindaba a Tomás, que así se llamaba el invitado, se deshojaba como los olmos de la avenida, dejando pinceladas apagadas, grises y marrones, en el aire. Tal vez te preguntes como un tipo de treinta y pico años acaba desdibujado en el paisaje de cualquier calle. Invisible. Con la incógnita diaria de si podrá comer ese día o dónde va a dormir. Porque la gente no nace en la calle, así, por generación espontánea. Un día escoges mal la salida y al día siguiente eres como la hierba esa que nace entre las juntas de las aceras. Estás fuera de lugar. Tú no deberías estar aquí.

Pero aquí estás, tío.

Tal vez te interese la historia de Tomás. Cómo y por qué acabó aparcado en la puerta de un supermercado, pero ese es otro cuento. En éste Isidoro se sentía bien junto a Tomás. No es sólo ese cosquilleo en la barriguita que nace de las buenas acciones. Que te hace crecer por dentro, aunque por fuera seas el mismo esmirriado de siempre. Tomás, afeitado y vestido, si no fuera por esa boquita desdentada de niño de tres años sería como tú, o como yo. Y con el paso de los días todo iba a mejor. Mientras Isidoro trabajaba, Tomás atendía la casa. Resultó ser un cocinillas. En la mente de Isidoro se cocinaba un nuevo Tomás. Ahora que volvía a ser persona necesitaría un trabajo. A ver qué les encuentro yo a éste y la F.P. de mecánica que dice que tiene. Y le tendré que buscar un dentista, que tiene la sonrisa de Alien el hombre. Y en dos días son los Reyes. Mira,

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verás qué sorpresa, cuando sepa que le llevo al Bernabéu, que nunca ha estado y con lo madridista que es. Es pecado. Anda que no es majete el chaval. Bien que se merece una oportunidad porque el chico, juer, se le ve noblote y a mi al fin y al cabo no me cuesta ayudarle. De aquí al verano ya verás, como en el programa ese de la tele de chicas feas que les cambian el peinado y las visten guapas, toda maquilladitas. Que ni se pare…

…cen.

La puerta de casa era la misma de siempre. Pero el interior…

El interior era Kosovo. Cajones alborotados, otros volcados por la estancia. Libros esparcidos por la alfombra. Los armarios abiertos. La ropa en el suelo. Vamos, una exposición de arte abstracto. Y la tele no está. Ni el portátil…

…ni Tomás.

Y no es la cara que se te queda. Ni la tele, ni el portátil, que son cosas, las cosas se compran, se repite Isidoro mientras guarda en el bolsillo interior de la americana la copia en rosa de la denuncia en comisaría, para que haga compañía a las dos entradas en el segundo anfiteatro del Bernabéu. No. No es la cara, juer. Es la sensación de estupidez. El lote completo. Esa golosina que compraba de pequeño en el quiosco. El escalofrío. Pero a lo bestia. Este sabor amargo de la traición que no se va con diez cepillados de dientes y sobre todo, esta decepción.

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Cómo he podido ser tan idiota. Si ya lo decía mi madre, de bueno eres tonto Isi.

Que soy idiota, vamos.

Una semana después, por supuesto sin rastro de Tomás, ni de Golfo, de ese aún menos, Isidoro había vuelto a la soledad, que le recibió con los brazos abiertos. Era jueves. El zumbido de la tele de fondo que amortiguaba el vacío de tenerla apagada, se transformó en melodía cuando el locutor de las noticias, repitió la combinación ganadora.

…y trece.

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Interiorismo

Ana Gómez Falagán (2º ESO D)

«Y es en esos precisos momentos, que creo que todo ha pasado ya, cuando me doy cuenta de que, al final, siempre seguimos cayendo, y que en verdad… creo que nunca dejaremos de hacerlo». Miraba el cielo gris mediante aquel pequeño tragaluz que coronaba el techo del cuarto. «Siempre lo intentamos, pero en realidad, sabemos que se quedará así, en un intento burdo y falso que solo nos hace ilusionarnos». Y ya, hasta ahí. Ella misma, de repente, no supo qué más escribir e inmediatamente después de esto, se desvaneció y cayó al suelo como si de un peso muerto se tratase.

Al despertar en el suelo, por un instante, no supo ni quién era. Bueno, quizás estaba engañándose, pero nunca es demasiado tarde, ¿no? Unos polvos, unos versos, ella escribiendo con un frenesí abrumador, loco y casi inhumano…vagos recuerdos. Sentía que su cabeza ya no aguantaba más. Se levantó del suelo, y se sobresaltó al encontrar a alguien mirándola. Tardó todavía medio minuto en darse cuenta de que era ella en ese inmenso espejo que la atormentaba. Le costó reconocerse, en parte porque las drogas la habían desorientado, sí, pero también tuvo parte de la culpa el hecho de que sus ojos marrones se hubiesen hinchado y hubiesen aparecido grandes ojeras. La verdad, sus ojos nunca le gustaron. Por lo demás, ella era más morena que las otras chicas, estaba pálida, y su cara

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reflejaba agotamiento. Definitivamente esa no podía ser la ideal Avril Evans. ¿Era en verdad tan perfecta como todos la veían?

Yo no entraré a juzgar la perfección, eso es algo que cada uno idealiza de diferente forma. Avril era una niña como cualquier otra, feliz; todo lo que se podía ser sin sus padres en casa y sin ningún hermano que la acompañase; muy lista también, más le valía serlo o habría represalias. Sí, era una niña muy lista… tan lista que aprendió a callar desde muy pequeña. Nunca comentó que vio a su padre con otras mujeres, que su niñera en realidad la encerraba en su cuarto cuando se quedaba con ella, en aquellas noches en las que sus padres hacían burdos intentos para salvar su matrimonio… Simplemente hacía como que nunca lo hubiese visto, y nunca jamás volvía a recordárselo a sí misma. No era niña de diarios, sino más bien de muñecas y agenda de actividades extraescolares. Creció, convirtiéndose así en una adolescente; todos seguían considerándola perfecta. La adolescencia, ahí llegó el problema. En realidad no cambió su forma de comportarse con la gente; seguía siendo reservada pero siempre correcta. En realidad el cambio fue consigo misma. Cambió su comportamiento cuando no era ni estudiante, ni hija, ni Avril, ni nada en particular. Normalmente son esos cambios los más peligrosos, ya que nadie los nota. ¿Cuál fue el detonante? ¿Qué los provocó?

Habremos de remontarnos a un caluroso 15 de agosto, viernes. Fiesta en la playa, organizados por los hermanos Katsaros, Elaine y Alessio, de ascendencia griega. Elaine, una chica con cabello rizado y negro como el carbón, era desde los cinco añitos la mejor amiga de Avril. Sabía que esta era algo rara, siempre haciendo lo que debía, tanto a los ojos de sus padres como a los ojos de los demás chicos. Iba a fiestas, hacía algunas tonterías de la propia edad y salía siempre con algún

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chico, y a pesar de esto nunca le escuchó decir que quisiera a alguno de ellos de verdad. No tuvo nunca una relación duradera, ya que a los pocos meses cortaba con ellos y nunca nadie sabía el porqué. Incluso aquella noche en la playa la vio flirtear con uno o dos chicos mientras sujetaba su cerveza con limón, siempre con limón. Se rió para sí misma. La conocía mejor que todos y en realidad solo sabía de lo más superficial de su vida.

‒¡Elaine! Una fiesta genial‒ le gritó al pasar a su lado. No era su primera cerveza, se notaba muy rápido cuando bebía. Hablaba más y se relajaba un poco. De todas formas había que tener cuidado, se le subía muy rápido el alcohol, pero al contrario que otros, a Avril no le daba por vomitar, simplemente se desmayaba y al despertar volvía a ser ella. Aún así, atender un desmayo era peor que atender una vomitona. Desmayo = Adiós fiesta.

‒Gracias, Av’s‒ respondió su amiga. Inmediatamente se dirigió al barman y señalándosela le prohibió que le diese algún otro tipo de bebida alcohólica.

Después de deambular de aquí para allá, hablar hasta con gente que ni sabía por qué estaba en su fiesta, beberse alguna que otra caña, o hasta cosas más fuertes, y reír desmesuradamente bajo los primeros efectos del alcohol, decidió acercarse a la mesa en la que estaba Avril sentada con un grupo de chicos y chicas. A la mayoría no los conocía, ¿pero qué más daba? Avril estaba allí. De repente se quedó quieta y sus ojos se abrieron como platos. No había llegado a tiempo. Avril levantó lentamente la cabeza y la miró directamente a los ojos. Elaine se aterrorizó al ver las pupilas de su amiga dilatarse y vacilar durante un segundo. Ya estaba corriendo para recogerla del suelo cuando Avril de repente echó a correr.

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Quizás fue el alcohol, quizás la expresión de sus ojos, pero no la siguió; nadie lo hizo.

Avril corría hacia una cala solitaria. No en realidad porque pretendiese llegar hasta allí, simplemente no sabía ni por qué corría. De repente frenó en seco y sintió que sus fuerzas la abandonaban. Segundos antes de perder el conocimiento por completo vio iluminarse su reloj. Exactamente las 3:47 AM.

Abrió los ojos y se encontró mirando directamente a un techo oscuro con un tragaluz en el centro como única fuente de iluminación. El cielo fuera estaba nublado. ¿Fuera de dónde? No tenía ni idea. Se levantó. Las paredes eran negras y la habitación extremadamente pequeña. No había nada dentro de aquel cuarto; de hecho, no había ni puerta. Bueno, quizá sí que hubiese algo. Un cuaderno, simple, de tapa negra y sin espiral. Lo abrió. Todos y cada uno de los renglones que ocupaban sus amarillentas hojas estaba vacío. Echó otro furtivo vistazo al lugar en el que había encontrado el cuaderno y encontró una pluma. Estaba segura de que antes no se encontraba ahí. La pluma era simple también. Pesaba un poco, era de buena calidad. Era negra con detalles dorados en los extremos. La abrió y la probó en la libreta. Escribió su nombre, la tinta era negra. Sintió un cosquilleo en la punta de los dedos y fue como si se le abriesen los ojos, pero de una forma diferente. Y ahí empezó a escribir. Nunca podría olvidar los versos que escribe cada vez que «entra», cada vez que bucea en sí misma y consigue llegar hasta lo que tantos años lleva ocultando cada vez más profundamente sólo por inercia. De hecho, nunca ha olvidado ninguna de estas frases, nunca. Cuando llegaba hasta ese cuarto profundo y oscuro siempre se encontraba lo mismo: la libreta y la pluma. Cada vez que necesitaba llegar hasta allí tomaba aquella droga. Ella misma sabía que estaba

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destrozándose, pero también la destrozaba su situación. Llevaba fingiendo ser otra persona tanto tiempo que se convirtió en su propio personaje. Ahora ya no era el momento de cambiar, estaba cansada ya. Su salida era aquel cuarto, aquel tragaluz, aquel cuaderno y aquella pluma. No había más. Sus intentos de quedarse allí el mayor tiempo posible siempre eran en vano.

Cuando volvió a abrir los ojos las estrellas seguían coronando el cielo. Le costó un segundo reconocer dónde estaba. Cuando por fin se dio cuenta de que estaba tendida en la arena de la playa decidió levantarse. De haber estado tumbada en la arena, húmeda por el rocío nocturno, tenía toda la espalda mojada. Se puso en pie y se sacudió la arena haciendo un esfuerzo por no perder el equilibrio en el intento. Con el movimiento, su reloj volvió a encenderse. Marcaba las 3:52 AM. Solo estuvo allí cuatro minutos aproximadamente, seguramente menos. Empezó a caminar hacia la fiesta de nuevo. Su vista seguía algo borrosa, aún tenía que acostumbrarse a la luz de las antorchas y las luces de LED. Mientras caminaba reflexionó sobre aquel cuarto en su mente. No sabía qué droga le habían dado aquellos chicos, pero estaba dispuesta a averiguarlo y volver a entrar allí. Nunca le contó a nadie de aquella fiesta lo que acababa de ver. La fiesta simplemente continuó.

Pasaron los meses, aumentaron las visitas al cuarto, los versos y aquellas tardes en la que se tumbaba, después de su visita a reescribir en una libreta que compró a propósito, casi igual a la de su mente, todos sus pensamientos internos. Por desgracia aumentaron también las tardes de mal humor y soledad. Su aspecto fue empeorando. Todos le preguntaron si estaba bien. Ella siempre contestó que sí. En una de sus

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constantes visitas escribió: «No hay más libre que el que lucha por su libertad, sí, es más preso al igual de su deseo el que con rotas cadenas busca encontrar su horizonte en haber intentado averiguar primero cuál es él mismo. Lo bueno acaba acabando si abusas como hace un loco de su locura solo para conseguir su carta blanca y tener así permiso para parecer cuerdo. Estamos todos locos». No estaba haciéndose caso. Ella misma se estaba avisando, lo bueno se acaba si abusamos. Meses y meses después de entrar casi a diario en el cuarto, cierto día su cerebro simplemente le denegó la entrada. ¿Lo siguiente? Confusión, llantos, seguramente de su madre, un líquido que más tarde identificó como sangre saliendo de su nariz, ella encima de una camilla de hospital. Sus ojos se fundieron en blanco. ¿Murió?

Use discernimiento el lector.

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