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Martes 17 de noviembre de 2009. CasaPiedra 2ª Sesión | BIENVENIDO BICENTENARIO Luces y Sombras del Bicentenario Sol Serrano, Historiadora

Bienvenido Bicentenario

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BIENVENIDO BICENTENARIO Luces y Sombras del Bicentenario Sol Serrano, Historiadora

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DVCENTI ANNIVERSARIVM 2ª Sesión | Bienvenido Bicentenario

ENADE 2009| MARTES 17 DE NOVIEMBRE DE 2009    Sol Serrano P., Historiadora 

Martes 17 de noviembre de 2009. CasaPiedra

2ª Sesión | BIENVENIDO BICENTENARIO Luces y Sombras del Bicentenario

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ENADE 2009| MARTES 17 DE NOVIEMBRE DE 2009    Sol Serrano P., Historiadora 

LA PROMESA DE 1810 Sol Serrano P. Historiadora, Pontificia Universidad Católica de Chile

Es un convencionalismo imperdonable partir dando las gracias por estar aquí, parada en este podio que no es el más usual para alguien que no sabe leer un balance y a quien el país no debe ni un solo empleo. Y caeré en él con gusto porque esta invitación, aunque halaga un poquito mi vanidad, es una invitación a mirar Chile, este espacio que compartimos, desde el tiempo en que lo hemos compartido. Un tiempo que podemos fechar de distintas maneras, pero que tiene un año mágico, 1810 y un día, “El día más grande de Chile”, como le explico la Junta de Gobierno a su congénere de Buenos Aires. Y en cierto sentido tenía razón.

Hoy, doscientos años después, estamos más cerca de ese día que antes, más cerca de aquello que la Patria Vieja soñó para la Patria Nueva.

Ese día, sabemos, no fue el de la Independencia que se gano duramente en los campos de batallas. Pero quedo, para ellos y para nosotros, como el más grande. Y lo fue porque inicio la fundación de una nueva comunidad política; una nueva forma de otorgar sentido a vivir juntos. Es la ruptura más colosal de la modernidad occidental, su invento más propio y radical: que la sociedad está formada por individuos libres e iguales, poseedores de derechos que les son inherentes, origen de la soberanía.

No es, sin embargo, la teoría política moderna, ni clásica ni escolástica la que quisiera evocar hoy. Quisiera, por el contrario, evocar esa ruptura desde nosotros mismos.

El 1810, quiero sugerir, es antes que nada y por sobretodo, una promesa. La felicidad.

Quiero volver un minuto a ese año tan sorprendente en que la elite ilustrada del reino vive simultáneamente certezas antiguas y una incertidumbre insospechada. Fruto de ambas, vive una convicción irreversible.

La certeza antigua es que no son una colonia; que los pueblos de América forman parte de la monarquía, con los mismos derechos y privilegios que los de la península.

La incertidumbre insospechada es que el rey estaba cautivo en manos extranjeras y ellos eran súbditos leales como los que más –Napoleón era tan extranjero en Madrid como en Santiago- y el desconcierto era inédito después de 300 años de solida monarquía.

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La convicción era que la representación de la soberanía del monarca residía en los reinos y sus cuerpos. 1810 no pone en el tapete directamente el problema de la Independencia sino el de la soberanía y sus derechos.

Por ello nos habla tan de cerca al corazón de nuestro presente, porque toco la campana y con repiques de una nueva imaginación. “El pueblo de Chile, diría el primer borrador de reglamento constitucional el año 11, por primera vez en su existencia es llamado a examinar sus derechos …. El derecho natural e imprescriptible que tienen todos los hombres a su felicidad…”

Esa nueva imaginación estaba a años luz de ser una realidad histórica. Camilo Henríquez, apasionado como era, decía que ninguna revolución podía triunfar con un pueblo campesino sojuzgado a un grupo de hacendados emparentados entre en si, donde no había más de seis que leyeran francés y ninguno entendía una palabra de ingles.

En esos meses entre junio y septiembre de 1810, en que los vecinos españoles y americanos, habían depuesto a un pobre gobernador que quedaría para siempre como el hombre más equivocado en el momento más inadecuado, se hacen claras las diferencias entre los juntistas y los fidelistas al Consejo de Regencia español. La mayor ironía de esos días, si me perdonan, una ironía muy chilena, es que de acuerdo a la legislación vigente, le correspondió asumir como gobernador a un criollo- Mateo de Toro y Zambrano- tan prestigioso como rico y como viejo, que estaba en el corazón de las familias de la elite. Prácticamente lo obligaron a convocar a un cabildo abierto y si bien los criollos estaban preparados para usar las armas, la negociación política predomino.

Era la mañana de un día martes en que 450 vecinos que habían recibidos esquelas de invitación concurrieron al Tribunal del Consulado. Estuvieron reunidos desde la nueve de la mañana hasta las tres de la tarde. Se formo la Junta de Gobierno, y la ironía chilena continúo como premonitoria de una larga tradición: el último gobernador de la monarquía española fue nombrado el presidente de la Junta. El presidente fue don Mateo, el Conde de la Conquista. Los vocales fueron escogidos por aclamación y salieron por las calles entre vítores y aplausos con repiques de campanas acompañando al Conde hasta a su casa en la calle Merced, la Casa Colorada, donde esa noche hubo sarao y refrescos; se iluminaron las fachadas de las casas; se improvisaron bandas de música que tocaron por las calles hasta el amanecer; y al día siguiente, mil soldados al son de los tambores acompañaron a la Junta para la proclamación del nuevo gobierno. Lo anunciaron desde el mismo cerro Santa Lucia tres salvas de 21 cañonazos.

A la certeza antigua, a la incertidumbre presente, se contrapuso entonces la convicción. El acta de formación de la Junta llamó a las otras ciudades del

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reino a elegir diputados para formar un Congreso. Ese es el punta pie. Esas elecciones introducen un elemento radicalmente nuevo: que el número de diputados seria proporcional a la población de cada lugar. La proporcionalidad introducía el concepto de la representación de todos y ese “todos” es el nuevo sujeto que aparece en la escena: el individuo. Por primera vez, los que entonces éramos tratamos de contarnos ya no por razones tributarias y de castas. El censo fue pesimamente mal hecho, estadísticamente los haría reir a cada uno de ustedes; pero eran números poéticos porque quisieron decir lo que queríamos ser.

La nueva ciudadanía presuponía la virtud. La virtud era hija de la palabra escrita, aquella que permitía pertenecer a la civilización, a la comunidad universal formada por siglos. La virtud era un asunto público y era deber de la comunidad política contribuir a formarla. Eso era la educación.

La nueva soberanía suponía también el disenso. La palabra escrita era el lenguaje del nuevo debate, del espacio público abierto que dirime ideas, que propone, critica y fiscaliza, que circula en el panfleto, en el libelo, en el periódico de mejor factura, en el catecismo patriótico, en los libros y tratados. Que se sintetiza en el Congreso, ese que se formo en Chile en julio de 1811 y que abrió las puertas de sus sesiones al público ordenando que sus actas “se estampen donde todos puedan verlas y así reclamen su ejecución”.

Estos son los nuevos emblemas: el censo que nos cuenta a todos para representarnos; El Instituto Nacional para la formación del nuevo ciudadano virtuoso ideado por Juan Egaña el mismo año 10 en que soñaba juntar a Cicerón con el taller para las artes mecánicas, donde el latín conviviría con el dibujo lineal y los libros contables de doble entrada; la escuela primaria para hombres y para mujeres, que buscaba incluir a los eternos excluidos. La Biblioteca Nacional, la construcción de una nueva memoria, una memoria pública para que habitaran los que ya no estaban; los que estaban y nosotros, los que habríamos de venir. La imprenta - que se compro en Filadelfia y requirió de tres norteamericanos y un intérprete para instalarla y ese diarucho de apenas dos páginas escrito de pe a pa por Camilo Henriquez que habría de llamarse, como no, La Aurora de Chile- inauguraba una de la más preciada libertad de los modernos que hacía posible la pluralidad y el disenso. Con ello, como diría poco más tarde un tribuno de nuestro foro, correrían oleadas de tinta para que no corrieran oleadas de sangre.

1810 es el primer momento en nuestra historia en que el futuro se transforma en un proyecto.

Ese proyecto –lo vivimos todos los días- tenía sus propias incertidumbres; perdía el vinculo unificador antiguo y sometía a debate el fundamento ético de la sociedad. El pluralismo significaba ligarnos por vínculos de derecho a veces

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frágiles. Tan frágiles como lo demostraron las ideologías totalitarias del siglo XX. Sin embargo, las incertidumbres propias de la democracia liberal han probado ser mas solidas que tantas otras certezas de transformación de la sociedad.

El proyecto de futuro de 1810 también estuvo lleno de frustraciones, la principal, la más dolorosa, la que no nos podemos perdonar, es cuan excluidos siguieron siendo los excluidos. No creamos suficiente riqueza para vencer la pobreza; la repartimos mal; agregamos muy poca inteligencia a lo que la naturaleza nos había dado; nuestros niños murieron a raudales porque no invertimos en salud y los que sobrevivieron demoraron mucho en llegar a la escuela porque debían trabajar. Ese proyecto tuvo frustraciones porque hubo momentos en que corrió sangre que la tinta no pudo contener.

La promesa, sin embargo, persistió. Construimos instituciones; construimos un territorio que el estado cohesiono; las libertades prosperaron y los sectores postergados exigieron ser incluidos en base a reclamar la igualdad de sus derechos. Todos pasamos a ser ciudadanos, incluidas las mujeres que tanto costo que se nos considerara suficientemente racionales. Los niños, nuestros niños, sobrevivieron y llegaron a las escuelas.

Pero no quiero recorrer nuestra historia.

Quiero solo preguntarme si nosotros los de entonces somos los mismos.

Posiblemente estamos menos emparentados y unos cuantos más hablan ingles. Tenemos algo más que vacas y trigo en nuestros campos. Somos más largos, pero no más ancho y apenas vemos la cordillera.

Pero la promesa de 1810 sigue siendo la nuestra.

A la promesa de la libertad hemos incorporado la promesa de la igualdad y de la justicia. No solo la pobreza no es la misma de antes; tantos y tantos han salido de ella y derrotarla es un objetivo compartido. Hoy somos más iguales ; somos más diversos y autónomos. Somos infinitamente más ricos como país y hemos agregado inteligencia a una naturaleza siempre generosa.

Somos los mismos porque la escuela sigue siendo el emblema de nuestro proyecto de futuro. Somos una democracia solida que se puede perfeccionar así misma.

No quisiera por nada en el mundo parecer nacionalista, unos de los sentimientos por los que siento un profundo desprecio, tampoco hacer un panegírico de nuestra sociedad cuyas debilidades y cuya dificultad para dar el salto mayor, no es menor. Sobre fortalezas y desafíos hablaron ya y hablaran todas las eminencias de este día.

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Yo solo tengo por encargo, presunción que me arrogo sin fundamento alguno, recordar esa promesa de 1810, la más seria, la más grande, la más noble de nuestra historia común. También la más frágil.

La incertidumbre requiere mucha convicción y la certeza antigua sedimenta la audacia de una nueva imaginación.

Cuando todo parecía venirse abajo en esos cuatro años de la Patria Vieja, los de 1810 decían: “Tenemos, pues, que trabajar mucho para ser felices”.

Por eso, creo, nosotros los de entonces somos los mismos.

Muchas Gracias.