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(2008) Judaísmo e Islam profundos: ambigüedad y espera, fe y entrega, Madrid: Ibersaf, 2008

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Judaísmo e Islam profundos

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Judaísmo e Islam profundosAmbigüedad y espera, fe y entrega

Rodolfo Gil Benumeya Grimau

ÍNDICE

Prólogo.............................................................................................. . xi

PARTE I. LA TENSIÓN ENTRE EL ORIGEN Y DEVENIR EN LOS VIEJOS PUEBLOS DE ORIENTE PRÓXIMO

EgiptoLa.actitud.egipcia.ante.lo.trascendente......................................... . 3La.potencia.vital.y.sus.particularizaciones.................................... . 7El.devenir.de.lo.existente.y.el.Más.Allá........................................ . 13

Los pueblos mesopotámicosActitud.de.los.pueblos.mesopotámicos.frente.a.lo.trascendente.... . 23La.búsqueda.de.la.inmortalidad.................................................... . 29La.inmortalidad.en.el.nombre....................................................... . 35Actitud.del.hombre.mesopotámico.frente.a.lo.impositivo.sagrado.......................................................................................... . 39

Evolución.de.las.condiciones.económicas.y.políticas.en.relación.con.lo.sagrado........................................................ . 40Plegaria.y.magia,.armas.contra.dioses.y.demonios.asaltantes.... . 45

Reactivación.y.purificación........................................................... . 51

Semitas occidentales no árabesActitud.de.los.semitas.occidentales.no.árabes.frente.a.lo.trascendente........................................................................... . 55

En.torno.a.las.divinidades.y.a.la.creación................................. . 56El y Ba al ................................................................................ . 56

El.hombre.frente.a.la.Naturaleza................................................... . 65

PARTE II. AMBIGÜEDAD Y ESPERA

Los hebreosEl.hecho.religioso.como.afirmación.mítica.e.histórica.del.pueblo.hebreo.como.tal............................................................................. . 73La.Divinidad.del.Pentateuco......................................................... . 79El.pueblo.hebreo.inicial................................................................ . 83La.salida.de.Egipto........................................................................ . 87

YHWH-’El y YHWH-Ba‘al ......................................................... . 90La.Alianza...................................................................................... . 99La.ambigüedad.............................................................................. . 105..Dinámicas.consecuentes............................................................... . 113El.mesianismo............................................................................... . 119El.mesianismo.judeo-cristiano...................................................... . 123Jesús-.Baal.y.YHWH-.Dios........................................................... . 125El.mesías.esperado........................................................................ . 131

PARTE III. FE Y ENTREGA

Los árabes en la frontera de la predicación del ProfetaAl.lāh ............................................................................................ . 141El.Islam,.religión.preexistente.al.Profeta..El.hanīf........................ . 145La.religión..................................................................................... . 149El.árabe.de.la.Ğahiliyya ................................................................ . 153

El.árabe.del.desierto.................................................................. . 154El.árabe.urbano.y.las.ciudades.focales...................................... . 156

Su.postura.en.lo.sagrado.difuso.................................................... . 161Valor.de.la.sangre.y.de.los.conceptos nafs.y.rūh..Su.persistencia.o.destrucción.post-mortem............................................................ . 163Su.postura.en.el.mundo................................................................ . 169

La.filiación.familiar................................................................... . 169

La.voz.y.la.palabra.................................................................... . 173Ferias,.peregrinaciones.anteislámicas,.matrimonio.temporal.y.prostitución.sacra................................................................... . 183

Fe.y.entrega................................................................................... . 187

PARTE IV. DIÁLOGO Y DIFERENCIAS

Recapitulaciones................................................................................ . 197Apreciación.común.y.diferencias...................................................... . 205Diálogo.............................................................................................. . 209

Índice alfabético............................................................................... . 217

Nota sobre el autor........................................................................... . 233

Prólogo

El concepto del llamado por musulmanes y judíos «paraíso de al-Andalus» o «paraíso de Sefarad», como modelo intercultural en una península Ibérica de las tres religiones, ha sido el fruto de una admira-tiva autovaloración posterior, de una nostalgia, y de la recreación del viejo mito de la edad dorada como compensación histórico-psicológica de los traumas vividos posteriormente con las expulsiones y diásporas.

Si algo tuvo al-Andalus de «edad dorada» y de modelo, obedeció, sin duda, a su mestizaje, a la conjunción de sus diferencias. Al-Andalus era un producto híbrido. La pluralidad interna que siempre han tenido las Españas, unida, en aquellas épocas, a una pluralidad de religiones, tres en concreto, tuvo como consecuencia un producto cohesionado, gracias, tal vez, a que sus tensiones fueron cuerdamente resueltas —y regidas— a lo largo de bastante tiempo.

Indudablemente no se trató de un paraíso excepto en el recuerdo, sino de la aplicación continuada de una idea de estado y de la com-

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prensión de unas gentes las unas para las otras. Duró lo que duró, y su ejemplo, no solamente su recuerdo, quedó como modelo de lo que es deseable. Pero fue un espacio plural interno, una alternativa de enten-dimiento básicamente hispana con ropaje semítico. Una vez rotos los equilibrios y enfrentadas las tensiones, la «edad dorada» desapareció y la nostalgia la fue convirtiendo en paraíso, incluso en arquetipo.

Pocas zonas geográficas y humanas del orbe, probablemente, han dado un juego tan diverso y tan amplio en la civilización mundial como la península Ibérica. Dos lenguas universales extendidas por cinco continentes, varias lenguas nacionales, unas espléndidas litera-turas universales y nacionales además de las que fueron literatura ára-be andalusí y literatura hebrea sefardí, unos miles de nombres de lite-ratos, científicos, filósofos, viajeros, descubridores, artistas y hombres de empresa, con un espíritu que ha ido y que va del Mediterráneo al Atlántico, de lo nórdico a lo sureño, de Europa al Magreb y a Oriente, de América a África, a Asia y a Oceanía, todo conformado de adapta-ción, convivencia y mestizaje cultural. Conformado de una dialéctica sanamente egoísta, entendiendo por esto la que guardando los intere-ses e ideales propios, escucha a los otros, aprende de ellos y trata de establecer un mutuo apoyo en beneficio de todos.

Las Hispanias que hicieron posible aquello —Portugal y España— fue-ron tanto la cristiana como la musulmana y la judía, pese a sus traumas, diásporas y ocultamientos. Algo ha quedado siempre del espíritu anda-lusí, más quizá de lo que pensamos, algo de su tolerancia, libertad de pensamiento y temple. Por eso, cualquier análisis que queramos hacer sobre la posturas profundas de las personalidades judía e islámica, de sus parentescos, paralelismos o divergencias, de su común origen que es la creencia en Dios único y creador total, puede plantearse en el mismo tono de reflexión con el que al-Andalus y Sefarad plantearon su convivencia, su intento de reconocimiento del otro o de los otros, su trabajo manco-munado que sólo se rompió por los imperativos históricos exteriores.

El ensayo que viene a continuación es un intento de llegar a la perso-nalidad trascendente de las culturas judía e islámica, a sus puntos de in-flexión más sensibles, a su absoluta identidad y a su radical diferencia,

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a través de una lectura detenida de los textos que les son propios� y de una reflexión�� hecha sobre ellos y sobre el propio pasado y devenir de sus comunidades y, en el caso islámico, muy particularmente de la co-munidad árabe musulmana puesto que el análisis comienza con los ára- bes precursores del Islam. Pero antes de tratar de hacer una valoración de las posturas trascendentes, que conforman la personalidad profunda del pensamiento judío y del pensamiento islámico, atendiendo a sus orígenes y a su devenir, he creído necesario hacerlo también de las de otros pueblos, los más próximos y enlazados igualmente en orígen a los judíos y a los árabes islámicos. Un análisis somero.

Esos pueblos fueron los que poseyeron los acordes de vibración más parecidos a los de judíos y árabes islámicos, en cuanto a la mane-ra de sentir y traducir la sinfonía que nos rodea y de la que somos partícipes. Polos de afinidad.

Los egipcios, las sucesivas capas de población que formaron el con-junto cultural mesopotámico y los semitas occidentales no árabes, son los examinados. Unos y otros por su poder de transmisión cultural, peso político, influjo religioso y prestigio durante un rosario de siglos; otros por su mayor o menor parentesco con lo judío y con lo árabe y su continua vecindad. Seguramente que hubiera sido útil estudiar igualmente, como comparación y enlace, a los persas, poblaciones de la India monzónica y otras de Oriente Próximo, pero sus componen-tes ajenos a lo semita y a lo árabe nos han hecho obviarlos.

Entre los hebreos y los árabes islámicos, que valoramos, y los otros pueblos que analizamos someramente, hay profundas similitudes y disi-militudes en lo que a planteamientos filosóficos y religiosos se refieren.

La disimilitud se basa, sobre todo, en la cocina interna con la que el hombre trata de resolver el enigma angustioso de la vida, incluida la inmortalidad. Cada pueblo —por cercano y mutuamente influenciado que esté— recrea en su fuero interno la pregunta y trata de darle una

� Al tratarse de un ensayo sobre textos sagrados o textos religiosos e históricos en general, se señalarán a pie de página.

�� La interpretación y reflexión se hacen sobre los mismos textos.

prólogo

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respuesta con sus propias coordenadas. La causa primera es el enig-ma. Su planteamiento, que es la pregunta, busca soluciones, aboca a la acción. Entre una y otra fase hay toda una panoplia de condiciona-mientos, idas, venidas y quiebros, que son la cocina interna.

Obsesiona la eternidad, que parece cíclica o circular, en espiral o esféri-ca; obsesiona la vida, que es lineal, ambas vistas como antitéticas en mu-chas ocasiones. El hombre, desde que ha sido consciente del entorno, ha tratado de poseerlo, de comprenderlo, de conservarlo sobre todo. La busca de la expansión, la ocupación voluntariosa del mundo para hacerlo vibrar con el acorde humano y conformarlo así linealmente y para siempre, ha supuesto la aparición de la magia y, con ella, de la ciencia. Pero ha ocurri-do que los estímulos del mismo mundo, de la creación, del entramado de todo lo que existe, son superiores en intensidad y en movilidad. El mundo no se ha dejado asir. El mundo parece tener un creador exterior al mundo con sus designios marcados respecto a éste, y el ser humano que es su cria-tura. Ha habido pues que buscar una divinidad que fuera afín al hombre.

Entre estos dos parámetros, origen y devenir esperanzador, se plan-tearon los diferentes interrogantes, las búsquedas y las posturas de las que tratamos; el origen común y único de la que ha sido y es, casi con toda seguridad, la gran divinidad primordial semítica, las diferencias posteriores inherentes al camino y una dialéctica de oposición que ha ido apareciendo, tal vez, por haber olvidado la convivencia, el acer-camiento y esa valoración del otro, que fueron el experimento y el «milagro» de esos al-Andalus y Sefarad que comentábamos antes.

En este ensayo, las transliteraciones del hebreo, del árabe y de algu-na otra lengua semítica se han hecho ajustadas a las normas univer-sitarias españolas, y lo mismo los nombres egipcios de divinidades y personajes, que tratan de seguir una norma más cercana a la original��� junto con los nombres consagrados. Para la versión al español de los textos de El Corán, he utilizado, junto con las traducciones de Juan Vernet y de Julio Cortés, y para el Antiguo Testamento la de Francisco Cantera Burgos, mi propia condición de filólogo en lenguas semíticas.

��� Castel, E., Diccionario de Mitología Egipcia, Madrid, 1995, Aldebarán.

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Parte I

La tensión entre el origen y devenir en los viejos pueblos de Oriente Próximo

Egipto

La actitud egipcia ante lo trascendente

La actitud egipcia era básicamente cíclica, tanto en su globalidad como en cada uno de los bucles que formaban las espirales de ésta. Su pensamiento —religioso o mágico por cuanto ambos formaban uno sólo— aparecía inmerso en el esquema de una identidad absoluta en-tre el microcosmos, cosmos relativo al hombre y a su medio, y el ma-crocosmos, cosmos relativo a los dioses y al medio en el que actuaban. La excepción era lo que tocaba a la divinidad primordial, en su doble papel de creadora inicial y de caos final.

Para el egipcio la creación, el universo conocido, estaba sustentado, o más bien entramado, por una fuerza vital común a todo, dentro de la cual las acciones se influían, interferían y conexionaban de modo auto-mático. Todo participaba de y en este hálito vital, que era la razón del cosmos creado. Una acción realizada sobre un objeto afectaba no sólo al objeto en sí, sino también a todos los demás, y a los dioses y a los hom-bres. Era dentro de este concepto de unidad total en causa-efecto mu-tuos en donde el «yo» del hombre trataba de proceder sobre su universo circundante, que era el «tú dialéctico», mediante el propio deseo, cons-ciente de que al actuar sobre las cosas lo hacía como parte del impulso universal que todo lo informaba, incluso a sí mismo y a las cosas.

Ese «tú dialéctico», y el «yo», estaban amenazados de disolución. La divinidad primordial —con diferentes nombres o adjetivos según

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los sistemas de las diversas épocas y templos— creaba para, al final de los tiempos, volver la creación a lo increado� permaneciendo ella sola en espera tal vez de una nueva creación o manifestación, un nuevo comienzo. Era la serpiente cósmica mordiéndose la cola, el Alfa y el Omega. Por lo tanto, los dioses, los hombres y las cosas parecían con-denados a desaparecer� y el egipcio procuraba, por todos los medios a su alcance, conservar la creación con unas normas imaginadas por sí mismo y por los dioses como fundamentales. Trataba de mantener la especificación de las formas de la fuerza vital, revitalizándolas cuando parecían perder su energía y comenzar a disolverse.

Unidad y unicidad aparecían como contrarios. La primera se refería a la creación, al mundo como multiplicidad de apariencias que en esencia eran un solo elemento, y la segunda representaba una tenden-cia al caos primigenio y a la divinidad primordial del ser y del no ser. La enseñanza de la mitología egipcia nos demuestra que el orden del mundo surgió por la diferenciación de los imaginarios, por la multi-plicación de los dioses y de las cosas que estaban jerárquicamente por debajo de los dioses. La divinidad primordial, que era en definitiva la Única, se manifestaba como un dios más entre los otros del sistema, pero su forma primera y última era desconocida de todos puesto que ella los creó después de que hubo abandonado su aspecto primero y desaparecerían antes de que lo hubiera recobrado.

Los dioses eran colaboradores parciales y consecutivos de la crea-ción, a la que procuraban conservar en buen equilibrio dentro de sus posibilidades, ayudados en ello por sus criaturas. Los grados que to-talizaban la creación parecían escalonados. La divinidad primordial habría creado el elemento vital del cual se compondría la creación, y parte de este elemento sería personalizado por fuerzas impulsoras que a su vez engendrarían otras, dioses mayores, menores y hombres, los

� Amorfo, a lo carente de individualización personalizada.� En el Libro de los Muertos se lee esta frase de Temi: «[...]la tierra volverá al aspecto original

de las aguas infinitas, como en su primer estado; yo soy, yo, el que permanece... después de haberme vuelto a transformar en serpiente que ningún hombre conoce, que ningún dios ve». (MORENZ, S., La religion égyptienne, París, �96�, p. ���. El autor hace referencia al capítulo �75, traducción de KEES, Legsbuch, pp. �8 y �9).

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cuales completarían la idea que supone la creación hasta que desapa-reciera su necesidad�.

Plantearnos así este supuesto es peligroso por cuanto que está suje-to a todos los errores que supone partir de bases de pensamiento ale-jadas, carencia de documentación suficiente y desconocimiento de las sutilezas religiosas o conceptuales de los términos egipcios emplea-dos, pero algunos de los mismos sistemas y terminología conocidos permiten dar al propio supuesto un cierto fundamento.

En On —Heliópolis— Temi surgió de Nu —Nun— «el agua primor-dial, antes de que el cielo y la tierra fuesen nacidos...»�. Al constatar que estaba solo, se engendró a sí mismo, evidentemente en cuanto a la «forma Temi» en la que se manifestaba, y después «escupió, lo que es-cupió fueron el dios Shu y la diosa Tefnu»�. Estos a su vez engendraron a Geb y Nut —dios y diosa de la tierra y del cielo— que tuvieron por hijos a Usir-‘Osiris’, Suti-‘Set’, Ast-Isis y Nebet-het-‘Neftis’, cuyos hijos eran numerosos sobre la tierra�. En Menfis el sistema de su enéada admi-tía la existencia de un Ptah como divinidad inicial y de otros ocho Ptah menores, salidos de él, a quienes los humanos daban otros nombres y que eran los grandes dioses de Egipto o sus procreadores. En Tebas, Imen —Amon— con el nombre de Kem-atef —literalmente «uno que ha cumplido su tiempo»— creaba un hijo, la serpiente Ir-ta que, a su vez, sacaba a la luz ocho dioses iniciales con los cuales debutaba el mundo actual. Ciertos dioses, como Jnum, el alfarero, que modelaba con sus manos a las criaturas, dioses y hombres, más que una divini-dad primordial por su quehacer pudiera haber sido un dios colabora-

� Edfú. Según textos cosmológicos, la creación es obra de un sólo creador omnipotente. Tres grupos de seres actúan en su lugar y son responsables del mundo terrestre. Son llamados «sabios», tiw y «constructores». La palabra del creador llama a la acción a estos seres, quienes reciben nombres simbólicos que hacen referencia a la fuerza mágica, o sea interviniente, que desarrollan.

� ERMAN, Adolf, La religion des égyptiens, Payot, París, p. ��6. Referencia a BUDGE, E.A.W., Nesiamsu, p. ��7 ss., �65 ss.

5 Ibídem. Referencia a SETHE, K., Die Alt Aegyptischen Pyramidentexte, �65�, y a AE, Z., 67, ��.

6 ERMAN, ibídem, p. ��8.

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dor, porque de Ptah se dice: «tú eres tu propio Jnum7», en el sentido de que era una divinidad que se modeló a sí misma, una primordial.

A la labor de creación consecutiva de los dioses, al hombre le co-rrespondía otra labor, la de conservación. Y era en este sentido en el que la casa de cualquier dios, el templo, construido por el hombre, se mostraba como una fortaleza frente al caos. El templo era la imagen del orden, siendo el mundo de alrededor la imagen del caos o por lo menos el lugar de donde podían surgir en todo momento las fuerzas caóticas de las que había que protegerlo. La diosa Maat era consi-derada encarnación de la verdad y de la justicia8, y personificaba el orden universal, el equilibrio. Todo lo que era armonioso, cohesiona-do, perfecto y hecho conforme a medida, todo lo ético de la creación aparecía referido a Maat: interacción de las fuerzas naturales, moral, regularidad de las estaciones climatológicas, respeto de la justicia y concierto social, piedad religiosa y amor por el semejante entre otras concepciones.

Sería, pues, la concreción intelectualizada de las reglas que la divi-nidad primordial habría impuesto a la energía básica de la creación, para que no resultara dañada en su interior por un desorden que da-ría entrada a las fuerzas del caos. Sería el concepto elaborado de lo que, en las sociedades llamadas primitivas, supone lo que no se debe transgredir. Cualquier pecado, mentira o actuación mágica negativa, era una lesión inferida al orden universal, la misma para los mundos humano y trascendente puesto que todos los planos de la existencia manifestada eran de hecho intercambiables.

••

7 MORENZ, S., op. cit. p.���. Referencia a Berlin, �0�8, IV, 6, y a WOLF, ZÄS, 6�, pp. �� y �6.8 Emet, en hebreo, significa ‘verdad’, y es palabra indudablemente relacionada con el nombre

egipcio, siendo un término de sentidos místicos en la Cábala judía medieval.

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La potencia vital y sus particularizaciones

En la labor humana de conservación era esencial la subsistencia del ka, que, junto con Maat, era el otro pilar del universo sagrado egipcio. El ka tenía un parentesco conceptual con el hálito vital de algunos pueblos de África negra: el muntu de los bantús, o el menehé de los ulés, pero también la tenía con el nefeš cananeo y hebreo y con el nafs árabe. Era un hálito que lo abarcaba todo dentro y fuera del mundo, en la Naturaleza, en la divinidad y en el hombre. Era la fuerza, o la energía, de la que se componía y vivía la creación, ese elemento vital que formaba la trama del universo conocido9.

En principio informe y en expansión, estaba sin embargo contenida en el cuerpo del hombre bajo una figura completamente particulariza-da y humana. Tomaba conciencia al unirse o enlazarse con la criatura dándole vida y, al mismo tiempo, recibiendo la posibilidad de mani-festarse y, manifestándose, de adoptar nuevas semblanzas ampliando la cadena de la creación. Era la potencia en su expresión más amplia. Recibía el nombre de sjm, personalizada en una divinidad, Sjm.t10, presente en nombres propios desde antiguo y quizás que, una vez particularizada en las restantes divinidades, hombres y objetos, habría recibido el apelativo de ka.

En frase egipcia el sjm «está en el centro de las cosas y de los seres», siendo la sustancia básica extraída de Nu, el océano origina-

9 Un equivalente del mana, que ha sido ampliamente tratado en antropología religiosa, el cual tiene que estar unido, por necesidad a personas o cosas concretas, puesto que no se concibe un mana desencarnado.

�0 Todo concepto religioso, todo atributo, se personificaba en Egipto en un dios o una diosa. De aquí su, en cierto modo, aparente politeísmo, probablemente mucho menor para los intelec-tuales y los místicos de los grandes templos.

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rio, por la divinidad primordial —exterior ella misma a Nu, según se desprende de los textos— que, una vez regulada y domada, adoptaba una complejidad de formas y constituía el sostén vital de las mismas. Sin las formas habría de volver al caos del que procedía y que la arras-traba, como de hecho volvería al fin de cada ciclo según expresaba la propia divinidad primordial. Las reglas ordenadoras y conservadoras, el equilibrio, la sostenían en su estado, por lo cual era imperativo que fueran observados escrupulosamente por cada uno de los fragmen-tos en los que se había dividido. Estos eran el papel de Maat y el del hombre.

Conceptualmente, tal vez sjm era la potencia sacada de la Nada —el océano original o caos— que, al realizarse, tomaba el nombre de ka y de la cual cuidaban Maat, los dioses y el hombre.

La divinidad primordial sacaba la potencia y comenzaba la creación con un acto de voluntad, la «Voz» de la que hablan los textos, tal vez por la oposición de los contrarios como parece reflejarse en alguno de los sistemas��, lo que nos llevaría a pensar en el paralelismo del ying y el yang o en las llamadas materia y antimateria. Luego, frente por frente a todo este orbe sagrado y conceptual, estaba el hombre egipcio, obligado a entrar en el juego de la conservación a través de las normas a las que estaba sujeto por enseñanza y tradición. Ciertamente no tenía una idea clara de los esquemas elaborados por los intelectuales de los templos y procuraba, sobre todo en la baja época, seguir líneas de más fácil comprensión y acceso como los cultos a Usir-Osiris, a los dioses zoomorfos y a Ast Madre-Isis Madre. Pero su mundo circundante tre-mendamente vivo y regulado le obligaba a ello. Un agua venida por milagro no se sabía de dónde, que se debía encauzar, dividir y hasta desmenuzar con el fin de que fuera aprovechable y no destructiva. Un respeto continuado a la jerarquía preestablecida, reflejo de Maat,

�� En la enéada de Shmun —la Ašmunayim actual— o Hermópolis griega, los «ocho» que, con la divinidad primordial forman la enéada, eran contrarios y complementarios entre sí. Nu, masculino gramaticalmente, tiene un complemento femenino, Naunet, que era la superficie opuesta al océano de Nu. Había otras tres parejas: Heh y Hehet, el infinito, Kek y Keket, la oscu-ridad, Imen y Amaunet, el aire, todas ellas posibles atributos de Nun. El Hermes de Hermópolis era igual a Djehuti-Thot, que ocupaba aquí el papel de divinidad primordial.

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que, en síntesis, era la de divinidad primordial, dioses, rey, grandes, escribas mayores y menores, artesanos o guerreros, campesinos y otros oficios, pastores y extranjeros. Una identificación con la divinidad en cualquiera de sus operaciones mágicas operativas, o religiosas de fon-do mágico, porque eran necesarias para la continuidad de su mundo circundante. Una participación en las ceremonias y fiestas comunales, o en las restringidas a su propio grupo social, etcétera.

Desde estos planos mentales el egipcio —consciente e inconscien-temente identificado con la creación en general, «con todo lo que es porque posee la potencia», según los textos— tendía a identificarse con los dioses, escribas depositarios de la ciencia mágica que man-tenía el orbe. Los dioses guardaban los paradigmas iniciales de las fórmulas mágicas que, de acuerdo con el ánimo especialmente prag-mático de la magia, habían demostrado plenamente su eficacia en oca-siones anteriores, y cada fórmula, o cada paradigma, tenía un historial divino que garantizaba su infalibilidad para casos determinados. El hombre, al utilizarlas, perdía su personalidad para tomar la del dios correspondiente en lucha contra los enemigos particulares de cada uno y contra el caos.

De esta manera, el dios combatía por el hombre y con el hombre tratando de reducir a los adversarios de éste: enfermedad, accidentes, hechicerías, ataques de animales, malos espíritus, y demás, mediante las armas que le había enseñado a utilizar. En tanto que el hombre, al utilizarlas, luchaba junto al dios o dentro de él contra sus enemigos que no eran sino los mismos pero trascendentes. La ósmosis era per-fecta y perfectamente comprensible si se tenía en cuenta la identidad de uno y otro como copartícipes de una misma energía, dentro de la cual todas las acciones se intercomunicaban.

En un párrafo anterior (p. 8), se señala que la divinidad primordial comenzaba la creación por un acto de voluntad, la «Voz». Ella era la detentora de la misma, pero todos los dioses poseían también un co-eficiente supremo de este potencial, aunque en sentido descendente según fueran dioses mayores y menores. Luego lo poseían los espíritus buenos o malos, los hombres, los animales y las cosas. El potencial

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vendría a ser la capacidad, y la voluntad, de actuar sobre el medio. La amplitud de conocimientos era, quizá, lo que daba lugar a una mayor o menor capacidad. El hombre, por el estudio de los textos sagrados, el análisis de las palabras contenidas y de los sonidos que representaban, y de los mismos signos, podía llegar a poseer una amplia capacidad respaldada por el «yo quiero» esencial de la magia, la voluntad. Sin embargo, para cualquier obra mayor, tenía que conseguir la coopera-ción de lo trascendente, dios o espíritu, que le sería concedida siempre y cuando supiera invocarla adecuadamente dentro de las reglas.

El medio más adecuado, junto con el conocimiento más importan-te que se podía conseguir, era convocar a cada dios o a cada espíritu por su nombre, o sea por su esencia íntima, su individualización. La creación se hizo por la «Voz», y la «Voz» nombró cada cosa dándole una individualidad diferente a las de sus hermanas. Todo era porque y cuando tenía nombre��, lo que parecía tanto como decir que todo era creado por un acto de conocimiento y voluntad —corazón en los textos— que daba a todo realidad física al ser modulado por la «Voz», moldeado por el hálito, el «Verbo»��, y asimismo el premio o el cas-tigo de ultratumba —¿pervivencia o desaparición del bueno o del malo?— obedecían a la «Voz».

Las cosas existían, efectivamente, en tanto que nombradas, care-ciendo de existencia y regresando a lo anónimo cuando carecían de nombre o les era quitado. Una entidad seguía en estado indiferenciado «cuando esta cosa no había sido aún nombrada»��. La identidad concep-tual entre ordenar, pronunciar y aparecer el objeto nos podría llevar a

�� Sistema de Menfis: «[...] la enéada ha nacido de los dientes y de los labios de esta boca de Temi que ha dado su nombre a todas las cosas, de la cual Shu y Tefnut han salido... Las cosas son concebidas por el corazón y ordenadas por la boca». (Inscripción de Shabaka, línea 55. Inscripción de Shabaka, línea 56. Traducción de SETHE, K., Dramatische Texte zu altägyptischen Mysterienspielen, Unters, �0. Leipzig, p. 57).

�� «Así también han sido creados por esta palabra los k.w y determinados los bmwš.wt que pro-ducen todo alimento y todo sustento... así igualmente es hecho lo recto para aquél que hace lo que es amado y lo perjudicial para aquél que hace lo que es odiado; y así, por esta palabra, la vida es otorgada al pacífico y la muerte al criminal [...]». (Inscripción de Shabaka, línea 57. SETHE, op. cit. pp. 6� y 6�) Los k.w —kau— son el plural de ka.

�� Papiro de Berlín �055 XVI, � ss. Traducción de GRAPOW, R., Zeitschrift für ägyptische Spra-che und Altertumakunde, 67, �9��, p. �6.

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la misma pluralidad en la raíz semítica mr, ‘decir’, ‘mandar’, ‘hablar’, ‘pensar’, ‘los más curiosos de llamarse’, ‘palabra’ o ‘cosa’, en hebreo, o ‘ejercer el poder’, ‘mandar’, ‘estar terminado’ y ‘cosa’ en árabe entre otros muchos sentidos. Raíz que, como en la idea egipcia, contiene sin duda supuestos sobre creación y definición de un acto o entidad por la palabra y hálito que las nombran, resultando del pensamiento y siendo quien las hace el que tiene el poder.

Por eso, conservar el nombre, conservar la individualización vital hecha por la «Voz», era fundamental tanto para dioses, como para espíritus, reyes, hombres y cosas. La supervivencia del difunto, dios u hombre, dependía de la duración y preservación de su nombre y de su ka, incluso de los signos que los expresaran o de las efigies que los representaran. Y esto último no sólo porque pudieran asegurar un soporte físico o intelectualizado al ka, sino también porque signo y efigie eran de por sí y en sí lo mismo que lo representado, inmortales el tiempo que duraran. La destrucción sistemática de los nombres de algún antecesor o de algunos dioses, llevada a cabo por ciertos reyes�5, podría explicarse como un intento mágico de anular en el plano te-rrestre la vida del ente perseguido.

Los dioses envejecían y morían. Sujetos como los hombres al paso del tiempo, si bien muy dilatado, terminaban por transformar sus huesos en plata, sus carnes en oro, sus cabellos en lapislázuli. Era una visión lógica de la trascendencia puesto que los dioses también habían sido creados�6 como los hombres, aunque ciertamente se espe-rara una supervivencia en el Más Allá, nunca bien determinada, en la

�5 Casos célebres fueron los de Djehuti-moshe —Thutmes III contra Hatshepsut, del refor-mador Ajeniten— Akhenaton contra Imen y otros dioses, y de los sucesores de Ajeniten contra este faraón herético según ellos. No tanto tal vez el de Ra-moshe —‘Ramsés II’— contra varios de sus predecesores, que parece obedecer más a un intento simple de atribuirse los monumentos construidos por ellos.

�6 «Ptah ha producido los dioses, Imen es el único que ha producido los dioses, los hombres; Djehuti es quien mide la duración de la vida de los dioses, de los hombres». (MORENZ, op. cit. p. �7, referencia a la Inscripción de Shabaka, 59. Ibídem, referencial al Papiro de Berlín �0�9, �6, �. LEPSIUS, R., Denkmäler aus Ägypten und Äthiopien, Berlín, IV, 58, a) El nombre de la divinidad primordial cambia según el sistema.

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que parecía incluirse todo lo creado incluso ellos�7. El Sol y los astros morían y renacían todos los días, Imen-Amon y los ocho dioses de su ciclo estaban enterrados en Medinet-Habu, y la enéada de On en Edfú, entanto que tumbas de Usir-Osiris las había en varias ciudades y Plu-tarco nos cuenta que, aparte de las deidades osiríacas, los cuerpos de los otros dioses, ni no engendrados ni imperecederos, reposaban tras de su muerte en su país y eran honrados�8. La muerte y la resurrección de Min, potencia reproductora, eran conmemoradas con grandes fiestas y, en general, la reaparición de la vegetación y las cosechas luego del invierno.

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�7 «Tú me tomas detrás tuyo para que yo no me descomponga, como lo has hecho respecto a todo dios, a toda diosa, a todo ganado, a todo insecto que pasará». (SANDER-HANSEN, C.E., Der Begriff des todes bei den Ägypten..., Copenhague, p. 8).

�8 MORENZ, op. cit. p. �8. DE ROCHEMONTAIX-CHASSINAT, E., Le temple d’Edfou, El Cairo, �89� ss., I, �7�, �8�.. Ast y Usir, cap. ��. MORENZ, ibídem.

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El devenir de lo existente y el Más Allá

El egipcio creía en dos muertes, una, física, de la que dioses y hombres participaban por igual, y otra más allá de la primera, en la que el hom-bre, tras un juicio de su ba, o alma espiritual, podía o no desaparecer y esta vez definitivamente. Entre ambos conceptos se presentaba el del ka individual que, en el caso humano, parecía situarse en un plano inter-medio, nunca bien definido pese a la abundancia de textos que nos han llegado. Del ka sabemos que, seguramente, se reabsorbía en la potencia, el sjm, pero nada o casi nada se nos dice acerca del destino reservado al alma espiritual, que acaso fuera un estadio moral avanzado del ka, «[...] cuando la tierra tenga de nuevo la apariencia de un océano, de un mar en el comienzo[...]»�9, y la divinidad primordial diera fin a la creación.

No quedaba claro si Usir continuaba existiendo junto a ésta y si, en su condición de dios de los muertos al que estos se asimilaban, los conllevaba en tal existencia, creencia que existió y que incluso fue tomando fuerza conforme avanzaba el tiempo como veremos.

El deseo de una supervivencia sin límites era quizás lo que, en los textos tardíos, hizo aparecer a ciertos dioses como dueños triunfantes de la muerte y del destino, sin ataduras respecto a la divinidad superior y primordial de creación cíclica obligada. User-hep-Serapis, dios greco-egipcio, decía de sí mismo: «yo transformo el vestido de las Moiras»�0, siendo las Moiras el equivalente griego de la creación cíclica. La diosa Ast, en la Metamorfosis de Apuleyo��, decía: si mereces pues nuestra gra-cia... sabrás que yo sola tengo el poder de prolongar tu vida más allá de

�9 Libro de los Muertos, cap. �75. KEES, R., Ägypten in: Religionsgeschichtlisches Lesebuch, Tubin- ga, p. �8.

�0 MORENZ, op. cit. p. �06.�� XI, 6,6.

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la duración prevista para tu destino, frase que coincide con la inscrip-ción de Ast-Isis, «que dispensa la vida... que prolonga los años de quien le es devoto��», aunque resulta posible que esta prolongación se refiriera sóla y exclusivamente a la existencia física y terrestre, o a la transmuta-ción alquímica en la que, tal vez tardíamente, Ast Madre —luego sería la Virgen Madre— simbolizaba a la materia primera en la Obra.

Todo queda en dudas, como en un himno a Imen Ra, ‘Amon Ra’, del que se cantaba «los años están en su mano», pero no sabemos referi-dos a qué vida. Poco a poco, sin embargo, el dios Usir iría tomando el papel de dios próximo, no solamente como deidad de los muertos sino también de la renovación y conservación del mundo próximo, de su perennidad, dado que la idea de una creación cíclica obligada era un tanto pesimista o, por lo menos, difícil, y el hombre de la calle no quería o no podía comprenderla.

El hombre de la calle tenía que proteger a los dioses en su vida con-creta y en la persistencia de sus kau una vez desaparecidos los dioses físicamente, siendo los templos sus casas, como dije antes, y probable-mente una imagen de sus cuerpos lo mismo que las efigies. Los templos eran asiduamente mantenidos y defendidos del desbaratamiento, y las estatuas reactivadas periódicamente con ceremonias como la mágica «apertura de boca», que daba al ka del dios la posibilidad de utilizar la materia inerte y le permitía utilizar todos sus órganos, cumpliendo su función. También se le protegía de los ataques de sus enemigos con pro-cedimientos particularizados. En algunos templos, como en Abu Sim-bel, la estatua del dios recibía periódicamente el abrazo del Sol y, para proteger a Ra, símbolo mismo del Sol, que durante su viaje nocturno sufría las embestidas de los espíritus maléficos, los sacerdotes fabrica-ban imágenes burdas que cortaban, aplastaban y quemaban. El ritual de Usir hablaba de una protección por medio del fuego y de la luz, y los hombres ayudaban a Djehuti-Thot para cuidar de Ra en ese viaje oscuro recitando textos de victoria sobre Apep-Apofis, su enemigo��.

�� MORENZ, op. cit. p. �07.�� «La llama... te dará guardia mágica cada día, estoy allí con la luz para tu salvaguardia

mágica cada día» (MORET, Le rituel du culte journalier en Égypte. Annales du Musée Guimet, Laroux, París, pp. ��-��).

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Sin embargo, esta forma de pensar y de actuar implicó un razona-miento viciado: si el hombre hacía mucho por el dios, protegiendo su fuerza y su vida, el dios dependía del hombre y, a su vez, tendría que devolverle los favores cuidando de su persistencia y de su salud. En-tonces, en el caso, muy probable, de que el dios no cumpliera, el hom-bre podría amenazar al dios con interrumpir el culto y las ofrendas. De hecho, esta amenaza apareció en los textos mágicos de los muertos y, con toda probabilidad, fue practicada tantas veces como la deidad «no cedió a los deseos y esperanzas de los hombres». Cuando un dios enviaba una enfermedad incurable a un hombre, éste emprendía una guerra defensiva que se traducía en fórmulas médico-mágicas o en recursos de puro «asesinato» como eran los de escribir los nombres divinos en ostracas que luego se rompían��. A ello contribuía la propia divinidad primordial dando al hombre armas mágicas, haciendo que lo ayudaran otras deidades bien intencionadas o advirtiéndoles enér-gicamente sobre su conducta�5. Existieron incluso verdaderas guerras de religión entre los diferentes sistemas teológicos, con insultos e in-jurias mutuos�6.

El hombre de la calle también tenía que cuidar de los faraones, quienes ejercían sobre el mundo una influencia decisiva. Cada una de sus acciones repercutía inmediatamente en las cosas circundantes. El agua, las cosechas y el bienestar del país dependían en gran medida

�� Fórmulas para «apartar a un dios o a las sombras del muerto y de la muerta» (MORENZ, op. cit. p. 5�).

�5 «Temi protege esta pirámide de... protege este edificio contra los dioses, contra los muer-tos» (MORENZ, op. cit. p. 50) «¡oh, dioses del horizonte, tan cierto como que vosotros deseáis que Temi viva, como que os unjáis de aceite, como que llevéis vestidos, como que recibáis vuestros alimentos, tomad su mano y concidlo al campo de los alimentos!» (ERMAN, op. cit. p. ���). Los dioses ciertamente desean que Djehuti viva porque es la divinidad primordial y sus propias vidas dependen de ella. «Pero si vosotros no lleváis la barca hasta él... él arrancará los bucles de vues-tras cabezas como capullos de flores sobre las orillas del lago (ibídem). Entonces se roba sobre los altares de los dioses los pedazos de carne escogidas, no se ofrecen más panes, no se amasa más pan blanco y más ningún pedazo de carne de la tablajería...» (LACAU, P., Textes Religieux Égyptiens, sans lieu d’édition ni date, nº �). Y si el muerto no es salvado, entonces «Ra no sube más al cielo, sino que es el Nilo el que sube al cielo y vive de la verdad, mientras que Ra baja al agua y vive de los peces» (ERMAN, ibídem). Agua y peces simbolizan parte del caos.

�6 Her-ur es llamado «el cegado por un puerco», Suti-Set «el castrado», Djehuti «el sin ma-dre» —lo que también conlleva su condición de divinidad primordial— y Ast «la inflada de podredumbre».

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de la conservación de las fuerzas sagradas contenidas en ellos, fuerzas que, como el caso de los dioses, había que renovar y defender. La dei-ficación en vida de los faraones no obedecía tanto a razones políticas, como a la supervivencia de todo�7. Su función se centraba en conser-var el orden en el país y extenderlo, si le era posible, a otras tierras�8. «El rey ama a Maat», se decía, y junto a su personalidad humana, que no trataba de ocultar, era el dios Her-ur-‘Horus’ «sobre el trono de los vivos», hijo de Ra, hombre responsable intermediario entre los planos humano y divino, a los que pertenecía por igual.

El desgaste del faraón hubiera supuesto en algunas sociedades primitivas el regicidio ritual, del que hay huellas al sur del Nilo. En Egipto, ese regicidio arcaico era sustituido por la fiesta del jubileo —heb-sed— celebrada en teoría cada treinta años de reinado o cuan-do convenía, de la que el soberano brotaba con sus energías renova-das, listo para utilizarlas como sostén del orbe�9. Además del jubileo se usaban de otras medidas mágicas y religiosas de protección real, como sortilegios, figurillas y ostracas o vasijas con los nombres, car-gos, naciones y situaciones de los enemigos, amén de «los malos pen-samientos, las malas intrigas y los malos designios», que después se destruían o quemaban.

Claro está que los enemigos del rey recurrían a los mismos siste-mas durante sus conspiraciones palatinas. En una vasta conjura de la época de Ra-moshe III, ‘Ramsés III’, en la que participó un hijo del faraón al lado de su madre y de algunos altos funcionarios, además de prepararse una perfecta acción subversiva civil y militar, fueron al

�7 Siguiendo en esto las apoteósis antiguas de los soberanos primitivos.�8 «Dueños del cielo, dueños de la tierra, creadores de la cosecha, pilares del firmamento,

dueños de los ricos presentes, protectores del trigo...» (STRAUSS, VON, und CARNEN, Die al ägyp-tischen Götter und Göttersagen, p. �70). «Ejecutar todos los ritos de funcionamiento del univer-so» (Histoire des Religions, ya citada, t. I, p. �0�). «Ha rechazado de Egipto el desorden, en tanto que Maat está estable en su lugar» (Ibídem, p. �05). «Alégrate país entero, los tiempos felices han llegado, un dueño se ha levantado en todas las tierras... la crecida sube alta, los días son largos, la noche tiene sus horas exactas, la luna vuelve con regularidad» (POSENER, G., en Dictionnaire de la civilisation égyptienne, París, Hazan, p. ��9).

�9 «Subió sobre el trono, reaparece de nuevo sobre su trono del jubileo» (ERMAN, op. cit. p.��8) «Las efigies hechas ad hoc los dueños del jubileo, eran hechas en oro, en plata y en pie-dras preciosas» (ibídem, p. ��9. HARRIS, I, �9, �0 ss.).

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parecer introducidas en el palacio figuras de cera que debían extender la impotencia y el terror. El pesimismo de algunos faraones respecto a sus deudos es a veces dramático según sus propias palabras: «... árma-te contra todos tus subordinados, no te acerques solo a ellos, no ames a ningún hermano, no conozcas ningún amigo...»�0.

En la conservación de todo lo creado era evidentemente fundamen-tal, para el hombre, la conservación de su ka, el alargamiento de su vida individualizada después de la muerte del cuerpo al que estaba unido. A partir del Imperio Nuevo aparecieron más o menos definidos cuatro componentes de cada individuo. El cuerpo, material, el aj��, el ka y el ba, inmateriales, difíciles de precisar los últimos. A través de los textos, vemos, tal como [se comenta] más arriba, que los kau represen-taban partes individualizadas de la energía vital universal, la potencia o sjm. Los dioses poseían múltiples kau correspondiendo seguramente a sus atributos, y el faraón también. Los kau no morían con los cuerpos, pero necesitaban de los cuerpos o, en su defecto, de soportes que los representaran para subsistir. De aquí la momificación y las efigies, tal vez en muchos casos las pinturas que describían su vida en tierra y en el Más Allá. Cuando un hombre moría se decía que «pasaba a su ka», o sea que toda la personalidad antes conjunta se iba a la parte que pervi-vía, y las estatuas del difunto eran llamadas las «estatuas del ka».

Todo ka, incluso en vida del cuerpo, podía ser «acrecentado por el rey», o por otras gentes y circunstancias, es decir enriquecido, ennoble-cido, elevado a un alto puesto, en definitiva más poderoso, más logrado. Era un concepto muy similar al que veremos entre los árabes preislámi-cos con el nafs. En algunos textos quedaba bastante bien definida de qué forma y en qué estado sobrevivía el ka después de la muerte del cuer-po��: «gloria en el cielo, fuerza sobre la tierra y justificación en el mundo inferior», lo que se traducía en entrar y salir de la tumba a placer, beber y comer, pasearse, volar, hablar, subir al cielo y descender a tierra, reci-

�0 Enseñanza del rey Amenemhat. ERMAN, A., RANKE, H., La civilisation égyptienne, Payot, París, pp.�87 ss.

�� O akh.�� Texto del intendente Nakht-Min, ERMAN, op. cit., p.�67, Louvre C- 55. Inscripción de Pa-

heri, DRIOTON y VANDIER, op. cit., p. ���, VII.

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bir ofrendas, ser libre y estar entre los venerables y recibir la fuerza del gran dios. En definitiva, contemplar, desplazarse de todas las formas, ser más vital que antes, gozar de mundo y cosmos. Pero todo ello, sin duda, muy vinculado al mundo material y energético, y a la tumba, como so-portes firmes necesarios para que todo aquello ocurriera.

Todo ba, en cambio, parecía ser mucho más espiritual y en cier-to modo más intelectualizado o aéreo. Una vez separado del difunto adoptaba con frecuencia la forma de pájaro, de saltamontes, de flor, o ascendía a los cielos como humo de incienso. Según la tradición po-pular podía encarnarse en otros cuerpos y, a este respecto, Herodoto nos cuenta cómo, de acuerdo con lo que pensaba el pueblo egipcio, el «alma» emigraba de cuerpo en cuerpo siguiendo el devenir de estos y que, en tres mil años, residía en todas las especies de criaturas que poblaban la tierra hasta regresar al hombre��.

Opiniones modernas suponen que los bau eran las partes espiritua-les de los hombres que, tras la muerte, se individualizaban y vivían a su gusto, representando las personalidades de los entes en los que estuvieron contenidos, en cierto modo sus pensamientos o las con-secuencias de sus acciones. Se hablaba, en época egipcia, de dioses que eran los bau de otros dioses, siendo los bau «las manifestaciones lejanas de un ser vivo... parte destacada de sí mismo que actúa a dis-tancia»�� . Opinión moderna, asolapada con las anteriores, sería la de definir al ba como «una función, una facultad de la persona, sea ésta real o imaginaria, de informarse, de tomar una apariencia... su plural puede expresar la potencia de una divinidad, es decir las manifesta-ciones visibles de su acción, o incluso servir para nombrar los libros sagrados de las bibliotecas y de los templos, en los cuales se encontra-ban descritos los ritos y los mitos, en los cuales los imaginarios son hechos sensibles»�5 . O sea la concreción de la capacidad intelectual o de la conciencia y voluntad de existir, si es que ambas cosas no son lo mismo. Lo cual resulta interesante como concepto.

�� HERODOTO, II, ���. El célebre cuento de los Dos Hermanos, muy anterior a Herodoto, es un ejemplo de esta creencia popular.

�� SAUNERON, S., op. cit., pp. 9 y �0.�5 DeRCHAIN, Ph., en «La religion égyptienne», L’ Histoire des religions, ya citada, pp. 79-80.

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Y otra posibilidad, también sugestiva y acorde con algunos textos, sería considerar al ba como un ka que conseguía la inmortalidad des-pués de un juicio y de haberse despojado de todo contacto con la materia�6 , luego de mantener una lucha contra la tierra que, en forma de serpiente, intentaría destruirlo�7. Subiría entonces al reino de Ra, en forma de pájaro, y alcanzaría el agua pura y primordial de Temi. Lo que probablemente quería decir que la potencia universal, sjm, indivi-dualizada como ka en cada dios u hombre, una vez muerto el cuerpo subsistía un tiempo, como acabamos de ver, pero sólo después del juicio era decidido si se anulaba su individualidad reintegrándola a su origen o si se la ascendía a un plano «espiritual» unida a la divinidad primordial. En alguno de esos momentos habría recibido el nombre de aj, concepto de lo más indefinido en este proceso.

De todas formas, el requisito clave estaría en el juicio de la verdad ante el señor de Maat, fuera éste Ra o Usir. Conforme avanzaban los tiempos, se usó más y más al subterfugio de las fórmulas mágicas que permitieran al muerto «no morir una vez más», recurriendo a Dje-huti�8, escriba del tribunal, o identificando a cada muerto con Usir en un «Usir... fulano», en el que se reconstruía el drama de la muerte de este dios y su posterior resurrección. Finalmente, Usir se presentaría en la baja época y en plena expansión de su doctrina como dios salva-dor, de quien podía esperarse la redención de los pecados. En cierto modo, dos textos escogidos entre otros definen ambas posiciones, la mágica y la moral o doctrina de salvación. Decía la mágica: «en cuan-to al escriba experto que conozca escrito jeroglífico... no tendrá que curvarse en el tribunal... y todos (los actos de) bandolerismo que haya

�6 El nacimiento y la unión del ka a la materia sería una mancha que lleva el hombre de su madre y que se acentúa según los pecados cometidos en vida. Para que el ka pasara al mundo espiritual era necesario que no tuviera ni mal ni manchas de su madre, y así resucitará del anona-damiento de la noche (Libro de los Muertos, LXIV, �, 7 y 8).

�7 PIRENNE, J., Historia de la civilización del Antiguo Egipto, Barcelona, Éxito, I, pp. ��6-��7. Referencia a SETHE, K., op. cit., ��7, ���.

�8 «Oh, Djehuti-Thot, justifica a Usir-Osiris contra sus enemigos, justifica al Usir-Osiris N contra sus enemigos en el gran tribunal... —palabras dichas por Djehuti— Thot... escuchad este propósito en conformidad con Maat, yo he juzgado el corazón del Usir-Osiris N... su caso es exacto sobre la gran balanza, ningún crimen ha sido encontrado en su activo...» A lo que la Gran Enéada contesta dirigiéndose a Djehuti: «así sean los razonamientos salidos de tu boca, justo y exacto es el Usir-Osiris N» (YOYOTTE, J., op. cit. pp. �7, �7, �8).

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hecho sobre la tierra no serán contados»�9. Decía la moral: «porque Dios coloca el corazón sobre la balanza ante el peso, porque él conoce al impío y al temeroso de Dios en su corazón»�0.

Superado el juicio favorablemente, la conciencia individual del hombre, que había sido juzgada, se integraba favorablemente en el dios, como parece desprenderse de frases como estas, que decía el que había sido juzgado: «yo soy ayer, soy hoy y conozco el mañana��, o «yo soy el único del agua primordial, nacido de Item», Atum, «yo sé, yo conozco»��, o la más profunda y filosófica de: «la perfección del ser está en mí, el no ser está en mí»��.

Sin embargo, no quedaba claro si el propio Usir y todas las concien-cias individuales asimiladas a él volvían al Omega final y se reintegra-ban al caos, o si subsistían junto con la divinidad primordial, circular, eterna y exterior, que seguía siendo el Ser. En el mito escatológico que aparece en el capítulo �75 del Libro de los Muertos, se leen estas fra-ses del diálogo entre Item y Usir: «[...] Por fin Osiris hizo una última pregunta: ¿y en qué la duración de la vida? Atum dijo: tú vivirás más que millones de años, una duración de millones, pero yo, yo destruiré todo lo que he creado. La tierra volverá a Nun, a ese océano primor-dial. Yo seré todo lo que quedará con Osiris y yo volveré a tomar la forma de serpiente [...]��».

Esto dice Item-‘Atum’ después de haber prometido a Usir-‘Osiris’ que nada habría de faltarle en el reino de los muertos, en el que la iluminación tomaría el lugar del agua, del aire y del placer sexual, y la paz del corazón el lugar de los alimentos, en donde los dioses vivi-rían millones de años y en que Her-ur-‘Horus’, hijo de Usir, ocuparía la plaza de éste. Cuando todo esto fuera destruido, Usir como idea,

�9 YOYOTTE, J., ibídem, p. 66. Referencia a PIANKOFF, A., The Shrines of Tut-Ankh-Amon (Bol-lingen Series, XI, �), New York, pp. �� y ��5, figura �7.

�0 YOYOTTE, op. cit., p. 65. Papiro Insinger, 5,7,8. VOLTEN, A., Des demotische Weisheitsbuch II (Analecta Aegiptiaca II) p. �6�.

�� Libro de los Muertos LXIV, I, �.�� Ibídem VII, I, �.�� Ibídem VIII, II, � y �.�� Versión de DERCHAIN, Ph., op. cit., p. ���.

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totalmente espiritualizado, seguiría viviendo y, de acuerdo con el pen-samiento más esperanzador, subsistirían con él, inmersos en él y for-mando parte de su existencia, las conciencias individuales humanas.

Sin embargo, un pensamiento de tanta calidad, tan optimista y con-fortante, no fue compartido por todos, lo cual era natural y humano. Detrás de la vida terrestre no se sabía lo que había, por mucho que se especulara sobre ello y por muchas teorías que elaboraran los templos. El hombre tenía una venda sobre los ojos. Muchísimos textos mostra-ron posiciones desesperanzadas y negativas. El dios de salvación y de conservación total, dios próximo, que estuvo a punto de ser Usir-‘Osiris’, incluso fuera de las fronteras de Egipto, no se realizó. Hubo que esperar la aparición de otras figuras divinas o divinizadas, como Mithra y Jesús, para que la esperanza retomara vigencia y promesa. Los conceptos egipcios de creación cíclica continuada, o de creación particularizada y estable, quedaron en suspenso.

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Los pueblos mesopotámicos

Actitud de los pueblos mesopotámicos frente a lo trascendente

También entre los pueblos mesopotámicos se manifestó, aunque lejana e indeterminada, la idea de una creación cíclica y, por necesidad quizá, la de una divinidad creadora y externa.

El hombre mesopotámico en general parecía estar atormentado por algo que estaba ahí planteado, de lo que no podía definir los términos. A mi juicio, es posible que esta fuera la característica profunda del hombre de Mesopotamia a lo largo de sus siglos y de sus civilizacio-nes: la congoja y, en cuanto se sentía libre por un momento, la rebel-día contra lo trascendente impositivo.

Había algo ahí planteado que se situaba más allá de lo real y apa-rente, que los atraía sin darse a conocer�5. Era un absoluto que el hombre podía tratar de resolver mentalmente como un algo sin es-clarecimiento (porque gobernaba los planos divino y humano de un modo determinante e incomprensible) o intentar esbozarlo como una forma personalizada con la que poder entenderse de algún modo, por muy superior e infinita que fuese. Es decir, concebir lo indefinido a base de esquemas sobre una esencia aparentemente increada y sin fin,

�5 JESTIN, R,. «La religion sumérienne», Histoire des Religions, Encyclopédie de la Pléiade, Gallimard, París, pp. �5�-�55.

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y una existencia de continuo comienzo y continuo final, o concebirlo en torno a la imagen cerebral e inmediatamente aprehensible de una divinidad suprema, aunque fuera la de un deus otiosus con el que no se tenía una relación inmediata.

La primera solución se aproximaba mucho a la del Tao chino, po-tencia indefinida y conjunto de las realidades aparentes y, sin embar-go, rebelde a toda realización determinada, también categoría supre-ma y origen del dinamismo�6. Aproximándose por igual a la del Om indio, símbolo adecuado y soporte de contemplación del que «...es una presencia total, indivisa en las ideas divididas, [que] no viene de nínguna parte y no deviene nada, [que] se presta sólo a todas las mo-dalidades posibles de existencia»�7, conocido como Brahma en uno de sus nombres. Y aproximarla igualmente a la Heimarmene helenística o Destino cósmico.

Se trataba del Me de los sumerios, el principio supremo que refleja-ba en una de sus vertientes la Necesidad de la marcha eterna. Dentro del Me no existían ni el Bien ni el Mal, que no eran en definitiva, sino elementos dinámicos, aparentemente contrapuestos, de unos univer-sos creados para desaparecer y volver a ser creados.

El concepto de este eterno retorno, con todos sus contenidos tan cercanos al samsāra —ciclo de continuidad del ser y devenir— y contiguos con los filósofos presocráticos�8, venía simbolizado por los sumerios como un hombre, o varios, formando un círculo, y expresado a través de mitos como el de En-ki y Nin-ur-sa49 , el de

�6 GRANET, M., La pensée chinoise, Albin Michel, p. �50.�7 COOMARASWAmY, Ananda K., Hindouisme et bouddhisme, Gallimard, s.e., s.f., p. �6.�8 Dice, por ejemplo, Heráclito de Éfeso: «este mundo ha sido y es y será un fuego siempre

vivo, alimentándose con medida y apagándose con medida», en donde ese fuego nos hace pen-sar en la llama del pensamiento indio, que pasa siendo y no siendo idéntica de un soporte a otro, en eterno movimiento. Parménides dice respecto al Ser: «una de las rutas es que no es posible que sea... la otra es: el Ser no es y necesariamente el No Ser es [...]».

�9 El dios En-ki, dueño de la sabiduría, que reina sobre las aguas subterráneas, gobierna y habita la ciudad de Dilmun, en donde todo es estático y no hay vejez, ni enfermedad ni deseo. Se casa con Nin-ur-sa y luego con la hija que ésta le da, y así sucesivamente. Al ir a hacerlo con la última, Ud-tu, ella, por consejo de Nin-ur-sa, le pide el regalo previo de unos frutos que ingiere. Esta vez no nace una hija, sino unas plantas, que En-ki come. Nin-ur-sa, furiosa,

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Lugal-e ud me-lam-bi, nir-al�0, y los más conocidos de Dumu-zid e Inanna�1.

La segunda solución, la de una divinidad suprema, creadora y pri-mera, pareció corresponder más bien al mundo semita que cohabitó con el sumerio. Un dios que sería considerado como el Dueño o el Señor por excelencia. Lo fue Enlil, dios de origen sumerio, que pasó a ser la divinidad lejana y trascendente representando el poder de decisión implacable y ciego. Algo así como el Fatum, o la luz por la que Om indio que «se presta a todas las modalidades posibles de exis-tencia» en continuo aparecer y desaparecer. Marduk, dios de orígen semita, suplantó a Enlil alejándolo y transformándolo en deus otiosus, al ser él una deidad más accesible al pensamiento humano, aparente-mente un dios ordenador, salvador y luminoso, gracias a su victoria sobre Tiamat, el caos de todas las posibilidades de cuyo cadáver y sangre procedieron los otros dioses personalizados, el universo y el hombre. Marduk se equipararía a Enlil al fijar a cada cosa su lugar, su tiempo y su sector.

Las dos soluciones coexistieron, casi sin duda, puesto que la re-ligión de las civilizaciones acadia y asirio-babilónica no fue sino la misma religión sumeria, en la que poco cambió. Se procuró mante-

decide que En-ki muera no mirándolo más con «mirada de vida». Muere, pero luego resucitará gracias a la «mirada de vida». (JESTIN, op. cit., p. �79).

50 Literalmente el rey cuya luz y resplandor son soberanos. El dios Nin-urda combate contra Kur que, simbolizado por una montaña, representa el cúmulo de posibilidades irrealizadas e in-diferenciadas de la materia primera y única. Kur levanta un ejército de piedras contra Nin-urda, a cuya cabeza está el monolito U, hierba o verde puesto que es el color del mineral de cobre. Nin-urda vence y despedaza a U, transformándolo en Gug, o sea rojo de cobre. Kur, derrotado y ordenado, cambia su nombre por -ur-sa (ibídem, p. �70).

5� Dumu-zid es el Tammuz asirio-babilónico, cuyo eterno inicio, plenitud y desaparición re-presentan algo más que el ciclo de la vegetación con el que se lo suele identificar. Inanna, diosa de la luz, del amor y de la guerra, que son las tres expresiones de la expansión y, por lo tanto, del deseo, del samsra extremoriental, baja a los infiernos obedeciendo a la necesidad de hacerlo y allí, tras de ser despojada de todo, muere en cuerpo alcanzada por la «mirada de muerte» de su hermano y contrafigura Ere-ki-gal. «La diosa Inanna ha querido ocuparse de cosas prohibidas, los decretos que gobiernan la tierra —de los muertos— son decretos prohibidos o inviolables.» Gracias a la intervención de En-ki vuelve a la luz pero es a cambio del descenso de Dumu-zid a quien, al llegar, la misma Inanna lanza la «mirada de muerte», en virtud de su doble naturaleza de Inanna y Ereš-ki-gal. El proceso se repite así indefinidamente. (Ibídem, p. �7�).

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nerla en toda su pureza, conservando incluso el sumerio como lengua sagrada.

Los dioses sumerios eran parecidos a los seres humanos, sufrían y morían según la ley universal en la que creían. Todo estaba sujeto al Destino, que era implacable porque se trataba del propio mo-vimiento y de la propia renovación. «El Destino, como un perro, muerde, como una vestidura pegada ciñe estrechamente. ¿Quién, oh semejante mío, puede comprenderlo? El Destino, como un perro guardián, marcha detrás de cada cual5�». Los dioses simbolizaban los principios reguladores de cada universo con el que iban nacien-do. Cada universo, creado, simultáneo o consecutivo —si tratamos de explicar la religión sumeria a través de sus semejanzas con las formas de pensar extremo orientales— nacía con sus propios dio-ses, que eran las leyes por las cuales se regía para su conservación y realización plenas. El hombre deificaba estas leyes, interpretándo-las y personalizándolas.

Al decir universo creado no se daba, tal vez, por supuesta la pre-sencia primera de un dios creador exterior a todos los universos, de una divinidad única para todos, del Ser exterior, sino más bien de un eterno flujo en el que los universos se creaban y desaparecían por ne-cesidad, constituyendo el eje de esta rueda la Realidad estática. Bien es verdad que esta Realidad podría ser la divinidad primordial y ser incluso asimilada al deus otiosus, Enlil u otro.

Los dioses cuidaban de la buena marcha de su universo. Los hom-bres conformaban una sociedad en la que delimitaban perfectamente, dentro de un canon que correspondía al canon divino, las funciones de cada uno de sus miembros. A la cabeza estaba el patesi —o ensi, «señor»— cuya función principal era la de servir de enlace entre el dios y el hombre, ofreciendo homenajes en la casa del dios, que era el templo, y encargándose de la gente que vivía congregada y consagrada en torno a ella, que formaba la ciudad-estado. La función misma de la ciudad-estado era la de administrar las tierras dedicadas al templo,

5� Ibídem, p. �66.

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puerta abierta entre los planos celeste y terrestre, morada y descanso del dios de ese determinado punto geográfico.

Dioses y hombres ocupaban planos paralelos en una misma corrien-te, dedicada a la conservación y exaltación del universo con el que ha-bían nacido. El hombre sumerio era teóricamente igual al dios y tenía todo lo necesario para caminar y producir, gracias a su propia naturale-za y dentro de ella. El problema venía cuando el hombre deseaba cam-biar de plano, hacer suyos algunos de los medios de los dioses, o vivir más tiempo, una vida tan larga que al hombre le parecía inmortalidad. Entonces nacía el concepto del pecado, porque al no conseguir lo que pretendía se consideraba inferior y, por lo tanto, supeditado al dios. Surgía la oposición entre el superior y el inferior y, de la oposición, la ruptura o el alejamiento, es decir el pecado según un planteamiento subjetivo. Se había alterado la marcha de la creación en ese universo.

Conforme avanzó el mundo conceptual sumerio hacia el semita, fue cuando la divinidad adquirió una personalización más fuerte. Se produjo la escala jerárquica de los dioses y se estableció un lazo de comunicación entre ellos y los hombres. Los hombres tomaron con-ciencia de su deseo de inmortalidad. Se plantearon completamente en serio la idea de un mundo tras de la muerte. Fue entonces el momento en que el concepto de un dios salvador o mediador adquirió fuerzas y se desarrolló en las culturas mesopotámicas posteriores. Y esto nece-sariamente, puesto que, con el conocimiento de lo bueno y de lo malo —del pecado— del Bien y el Mal5�, se precisaría de la presencia de un elemento reductor de salvación. Algo superfluo antes, en las estruc-turas religiosas basadas en el devenir cíclico de los universos, como las extremo orientales y tal vez la sumeria, donde la salvación —o sea la incorporación al Principio Estático y el abandono del devenir cícli-co— se obtenía a través del conocimiento individual.

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5� Que llegarían a su oposición más radical con Zoroastro.

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La búsqueda de la inmortalidad

Sin embargo, el mismo hombre sumerio sentía que estaba en des-ventaja ante los dioses. Estos vivían por toda la eternidad o, al menos, por un lapso de tiempo que el hombre no podía medir comprándo-lo con su propia vida. Al hombre lo esperaba la muerte y, tras de la muerte, un remedo gris de vida según unas creencias (kur nu gia, en sumerio, irsit la tāri, en acadio, «país sin retorno») y, según otras, la reincorporación al ciclo de las existencias sin posibilidad de recuerdo de las anteriores.

Lo importante, por consiguiente, era conseguir una «vida de muy largos días», como la que disfrutaban los dioses y el héroe sumerio Zi-ud-sud-du, el Utanapištin acadio y Noé bíblico, único ser humano salvado de una de las destrucciones cíclicas. Esa vida equivalía a una eternidad, la que duraba cada universo con sus criaturas.

Gilgameš, en el Poema de su nombre, se da cuenta de la existencia de la muerte ante el cadáver de Enki-du. Hasta ese momento, Gilgameš, rey de Unug o Uruk, hombre siempre victorioso y heroico, casi un dios, no la había conocido. Entonces clama: «¿qué sueño es éste que se ha apoderado de ti? Estás ensombrecido [...]». A partir de este momento, Gilgameš se lanza a la búsqueda esperanzada de la inmortalidad.

Pero la larga vida está en poder de los dioses: «Gilgameš, ¿adónde vas errante? La vida que tú vas buscando no la hallarás. Cuando crea-ron la Humanidad, reservaron para ella la muerte, guardándose la vida [...]5�». Para los humanos sólo existe un consuelo, que es estímulo en

5� Ibídem, IX, � ss. A.N.E.T., 90 B. �9 ss.

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su camino a la par que buena parte de su misión en la tierra sobre la que marcha: «Tú, oh Gilgameš, que tu vientre esté lleno. Diviértete de día y de noche. Haz de cada día un festín. Baila y juega día y noche. Que tus vestidos estén relucientes de limpios. Báñate en agua. Ocúpa-te del pequeño que va asido a tu mano. Que tu esposa se regocije en tu seno. Pues éste es el cometido de la Humanidad»55.

Sin embargo, Gilgameš, es decir el ser humano, sigue conservando la angustia como compañera. «Mi amigo, a quien yo amaba, se ha con-vertido en tierra. ¿Habré de acostarme para no levantarme más por toda la eternidad?»56. Y su angustia lo hace seguir buscando remedio a la brevedad de la vida y respuesta a su pregunta hasta que, después de muchas aventuras, encuentra a Zi-ud-sud-du o Utanapištin, que le intenta hacer comprender lo fútil que resulta preocuparse por huir de la muerte, puesto que todo está condenado a ella. Ni siquiera las cosas de este mundo, que parece sólido, son estables. Al final todo perecerá, como ya pereció una vez la Humanidad entera: «¿Cons-truimos cosas para siempre?¿Ponemos el sello a los contratos para la eternidad?¿Persiste el odio perpetuamente...?¿Se hincha el río de una vez para siempre para traer las inundaciones?... Desde los tiem-pos remotos no ha habido estabilidad»57. Es decir, la creación cíclica, el final de cuya cada fase es inevitable. En cada momento ese final in-dividual y universal está presente, aunque solamente sea en imagen: «¡qué semejantes son los que duermen a los muertos!»58. Gilgameš dice: «en mi alcoba está al acecho la muerte, y todo aquello en donde pongo mi pie es muerte»59.

Pero hay una esperanza. «Si tus manos alcanzas la planta, obten-drás la vida»60. Hay una planta, difícil de alcanzar, cuya virtud es la de provocar el rejuvenecimiento. Gilgameš entra en un entusiasmo desbordante: [...] ésta es una planta misteriosa con la que el hombre

55 Ibídem, X. A.N.E.T., III. 90 A.56 A.N.E.T., 9�, A, II ss.57 A.N.E.T., 9� B, VI, �6 ss.58 Ibídem.59 A.N.E.T., 96 A, ��0 ss.60 A.N.E.T., 96 B, �6� ss.

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puede recuperar su aliento vial. Quiero llevarla a Uruk la coronada de Yo mismo la comeré para volver así al estado de mi juventud6�. La planta es una verdadera piedra filosofal, cuyo parentesco con el cedro de los mitos y fábulas sumerios se puede atribuir a la larga vida de este árbol, representante en cierto modo de la inmortalidad.

Gilgameš consigue la planta, pero una serpiente se la roba e inme-diatamente se renueva cambiando de piel. Al héroe no le queda sino conformarse con la derrota y volver a Uruk, tratando de regir conve-nientemente su ciudad, cuidar de sus súbditos y desempeñar a fondo su papel de hombre y jefe de hombres en contacto con los dioses.

Interpretando el Poema en forma moderna, como ya se ha hecho, podríamos ver en Gilgameš al ser, tendente siempre a vivir, a perpe-tuarse, en tanto que la muerte de Enki-du, su compañero y álter ego, representaría la ruptura de continuidad del ser, es decir el no ser. Pero sería la serpiente, símbolo del devenir, la que se aprovecharía de la oportunidad de seguir siendo como resultado de la dialéctica entre el ser y el no ser. Una expresión del eterno retorno.

E interpretándolo en forma quizá más cercana a los propios supues-tos originales, cabría la posibilidad de desentrañarlos estableciendo un paralelo entre este «mito» con el de Lugal-e. Aquí, Gilgameš, vencedor por otra parte de las bestias salvajes, sería la inteligencia actuante, or-denadora y encauzadora de la materia bruta, como lo era el dios Nin-urda. Enki-du, creado por los dioses para combatir a Gilgameš, igual que el monolito U contra Nin-urda, terminó domado y transformado por el elemento dinámico que eran Gilgameš y Nin-urda. Entrambos, Gilgameš y Enki-du, vencieron al gigante Gum-ba-ba, la Naturaleza en estado bruto como el monolito Kur lo era en el mito de Lugal-e. Enki-du mató a Gum-ba-ba, guardián de las selvas. El significado de este personaje del Poema se reforzaba con el del toro celeste, al que ambos amigos destruían y que representaba de nuevo la fuerza avasalladora y ciega de la Naturaleza confusa.

6� A.N.E.T., ibídem, �77.

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En su forma primera, el Poema de Gilgameš era un mito de culti-vadores, como el de Lugal-e lo era de metalúrgicos. Pero la segunda parte de la epopeya de Gilgameš tenía una riqueza de significados que escapaba, sin duda, a la de un simple mito agrícola de desbroce. Muer-to Enki-du, de enfermedad o de consunción, por designio malevolente de los dioses que lo crearon, Gilgameš trató de obtener la eternidad del ser para sí mismo, elemento actuante, para los hombres y para Enki-du, las naturalezas actuadas. Representaba la conservación del universo en marcha, consciente ya de su propia desaparición. Era la oposición de la permanencia frente al cambio, más que la del ser fren-te al no ser, con el resultado final de la evolución, el cierre de un ciclo y el comienzo de otros, que era la serpiente.

La permanencia y el cambio venían representados alternativamente por unos y otros personajes del Poema. Al principio, Gilgameš repre-sentaba el cambio sobre la Naturaleza potencial e indiferenciada, que era Enki-du, pero transformada ésta, Gilgameš y Enki-du fueron un cambio brutal para Gum-ba-ba y el toro, fuerzas elementales que sos-tenían esa Naturaleza. Desaparecidas estas fuerzas, Enki-du desfallecía y moría porque eran ellas las que lo alentaban. Era el cambio definiti-vo. Gilgameš, sin embargo, pasaba a ser el símbolo rabiosamente obs-tinado de la permanencia, que fracasaría en virtud misma de la ley de necesidad del sacrificio en la que sacrificador y sacrificado eran uno, aunque alternativamente cumplieran con uno u otro papel6�. La últi-ma sacrificadora del mito sería la serpiente, ctónica y elemental, que representaría el cambio, el comienzo de un nuevo período dinámico y el fin del anterior.

Al hombre, simbolizado por Gilgameš, no le quedaba otra cosa sino conformarse con su destino y reconocer tácitamente que los dioses tenían derecho, por su misma condición y por las misiones que traían asignadas, a una larga vida. El hombre moriría pronto y perdería su individualidad, a menos que no le fueran prolongados sus años so-bre la tierra por concesión especial de algún dios y en premio a una conducta ejemplar. La vida de ultratumba no estaba definida. Era un

6� Sería la «norma» misma de casi todo dios o ser divinizado salvador.

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«país sin retorno»6�, una sombra de mundo en donde los méritos, los atributos personales o la realeza nada significaban6�.

Era algo semejante al Hades de los griegos en cuanto a la descrip-ción y a la desesperanza. Sin embargo, podía tal vez ser un simple lugar de tránsito de la parte espiritual más significada de la persona-lidad, el llamado silà del mito de Lil, en el que este dios agonizante pedía a su madre que lo liberara de él mismo y que le fuera preparada una plaza para recibirlo65. O el etimmu, la «sombra», que abandonaba la sepultura y marchaba al país sin retorno salvo en el caso en que el muerto no hubiera recibido sepultura u ofrendas funerarias, porque entonces volvería para atormentar a los vivos.

Estos dos seres o contrafiguras recordarían, sin precisar ni definir, al ba y al ka egipcios respectivamente. Al rūh y al nafs árabes, o ruah y nefeš semítico occidentales. Sería posible estudiar sus diferencias y coinciden-cias dentro de todas estas culturas del Oriente Próximo y afines.

No parece que hubiera una idea clara sobre un juicio post-mortem. La única recompensa del justo o castigo del inicuo, quizás, era en tierra y en vida, siendo los Annunaki, potencias instrumentales de Me, las que decretaban el destino del hombre, especialmente en lo que co-rrespondía a la duración de su vida. El pecado del inicuo era castigado con la enfermedad y puede que con la muerte antes de tiempo, aun-que el propio inicuo no supiera por qué lo era ni en qué había pecado. Un «espectro malo que está ligado a mí»66, como dice un texto, era el que lo obligaba a acciones extrañas a la moral y al buen sentido, a

6� El país de «irás y no volverás» de la literatura maravillosa de origen oral.6� «La casa oscura... la casa que nadie abandona de cuantos entraron en ella, el camino sin

retorno, la casa cuyos habitantes se ven privados de la luz, donde el polvo es su manjar y la tierra su alimento, están sumidos en las tinieblas sin ver luz alguna, su vestido es el de los pájaros con alas por todo traje, sobre puertas y cerrojos está esparcido el polvo». (A.N.E.T. �07 A. � ss.).

65 JESTIN, op. cit., pp. �7�-�75.66 «A causa de la mala magia, de la mala enfermedad, de la iniquidad, de la trasgresión,

del pecado que está en mi cuerpo... a causa del espectro malo que está ligado a mí... ¡Yo te he suplicado, yo te he glorificado! ¡Acepta la elevación de mi mano, escucha mi plegaria! ¡Desliga mi hechizo, aparta mi pecado! Que sea arrancado todo mal que, para cortar mi vida, pudiere sobrevenir». (KING, L.W., Babilonian Magic and Sorcery, London, �896, pp. ��� ss.).

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veces pecaminosas, a veces de consecuencias fatales. Pero creo que no debemos pensar en la posesión por un demonio o un genio, como en algunas culturas próximas, sino en una especie de ate griega, la misma que según Homero obnubilaba la mente de los héroes llevándolos a actos que en un estado mental normal nunca hubieran realizado. Esta misma ate, este mismo «espectro», eran suscitados o impulsados por los dioses con el fin de provocar una acción por la que se interesaban, o para castigar al culpable y hasta causarle la muerte; siendo la enfer-medad y el hechizo los otros medios utilizados por ellos para llegar a idénticos propósitos.

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La inmortalidad en el nombre

Al no haber inmortalidad ni juicio, al no poderse distinguir el justo del inicuo en una vida diferenciada de ultratumba, al hombre no le quedaba otra posibilidad lógica de colmar sus ansias humanas de su-pervivencia sino a través de la fama, del eco prolongado de los hechos tocantes a uno mismo, del buen nombre. «Hacerse un nombre» es la frase que mejor pudiera convenir al mundo mesopotámico. «Pronuncia mi nombre por toda la eternidad» —decía Nabonides67—. Y Hammura-bi «mi nombre sea pronunciado con gratitud por toda la eternidad»68. O, refiriéndose a quien se atreviera a atentar contra su estela: «la diosa... le arrebate el heredero, le impida conseguir un nombre, que entre sus gentes no procree especie humana»69. La subsistencia del nombre supo-nía la continuación del individuo, incluso de la especie individualizada bajo un mismo nombre: «tener un nombre equivale a existir»70. Cosa que se pensaba de todo dios, objeto y circunstancia de cada universo.

El nombre, como veremos luego entre los árabes anteislámicos, era el núcleo de diferenciación de un sujeto con respecto a los demás. Su per-sonalidad patente, además de la corpórea. Hasta las estatuas, que eran los «dobles» y las portavoces de un gobernante ante el dios en el templo, eran «nombradas». No tener un nombre, šuma la išu, en acadio, equivalía al aniquilamiento. Serle arrebatado el nombre a alguien, mediante una ac-ción mágica, era desaparecer, perder definitivamente la posibilidad de in-mortalizar su ser individual a través del recuerdo, estar a merced de todo lo malo en esta vida terrena considerada como única, es decir no ser.

67 Consagración del templo E BAR-RA, V.A.B. IV, �59, �5 ss.68 SCHRADER, Die Keilschrift un des Alte Testament, s.f., s.e., p. 6�8, nota �.69 Código Hammurabi, XXXVIII (��), �0-50.70 ERRANDONEA, J.L., Vita in memoria hominum... Roma, p. �8.

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La frase anterior de Nabonides podría ser el lema de todo un pro-cedimiento emprendido por los poderosos —los únicos que podían transmitir sus nombres, recuerdos e imagen en los monumentos— para perpetuar la fama que se habían hecho entre los mortales. Na-bucodonosor II, Tiglat-Pileser I, el mismo Nabonides, Assurbanipal, Sargón II7�, exaltando en ocasiones el valor guerrero de sus nombres llenos de tal majestad y fuerza que aterrorizaban al enemigo7�.

Fue este mismo enardecimiento de la personalidad exclusiva, pro-longada a través del linaje, lo que llevó a los reyes a hacer esas decla-raciones ampulosas, más recargadas de auto alabanzas y adjetivos de lo que era habitual ver en otras monarquías del mundo antiguo. El tono de las inscripciones revelaba un orgullo que se trataba de justifi-car con los éxitos propios obtenidos. Eran unas inscripciones que no solamente procuraban inmortalizar el nombre del soberano y trans-mitirlo, impresionando con su grandeza a las generaciones contem-poráneas y venideras, sino también maravillar a los mismos dioses. Frente a ellos, los epígrafes servían de documento por el que se exigía el reconocimiento de la propia valía y de los servicios prestados en la ordenación del mundo. La consecuencia implícita era la petición de largos años de vida y de reinado, la perpetuación del nombre y la continuación de la estirpe.

Sargón II hizo una larga inscripción con una argumentación muy completa7�, en la que el soberano se presentaba como rey universal,

7� Nabucodonosor II: «reforcé los muros de E-SAG-IL-LA y deposité el nombre eterno de mi persona. Tiglat-Pileser I:... [Assur] ha pronunciado su nombre para toda la eternidad». Nabonides: «Puse una inscripción con mi nombre y una imagen eterna de mi real persona». Assurbanipal: «En lo venidero el que fuere proclamado por Assur e Istar entre los reyes mis hijos, restaure el palacio real tratando con los debidos honores el documento fundacional con los caracteres de mi nombre, así como el de mi padre, el de mi abuelo, estirpe real eterna». Sargón II: «a cuyo nombre [los di-oses] han hecho alcanzar la más grande celebridad». (ERRANDONEA, op. cit., p.5�. BUDGE, L., Annals of the Kings of Assyria, I, ��, �6-�9. ERRANDONEA, op. cit., p.5�. Ibídem, p. 69. Cilindro de Jorsabad).

7� Tiglat-Pileser: «a la mención de mi nombre... los reyes de los cuatro puntos cardinales se sienten sacudidos como el cañaveral...» Assurbanipal: «Con nada más que anunciar mi nombre pisoteo a mis enemigos» (ERRANDONEA, op. cit., p.��. Ibídem, p. �5).

7� «Sargón, excelso rey de Assur [...] el gran rey, el poderoso monarca, soberano del univer-so, rey de Asiria, rey de los cuatro cantones del mundo, favorito de los grandes dioses a cuyo nombre han hecho alcanzar la más grande celebridad, el poderosísimo entre todos los príncipes, el que ha extendido su sombra protectora sobre [...] vigoroso héroe revestido de un halo terro-

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depositario del favor de los grandes dioses y, por lo tanto, representan-te de ellos. Él imponía la paz del orbe mesopotámico a los territorios vecinos, considerados siempre como desordenados y anárquicos. Era un rey justo, que se ocupaba de las obras públicas y de la recuperación de las tierras cultivadas, y se ocupaba de sus súbditos legislando para ellos a fin de que ninguno fuera lesionado en sus intereses. A cambio, la recompensa implícita que pedía era que los dioses de ocuparan de él «a cuyo nombre han hecho alcanzar la más grande celebridad».

Otros reyes asirios, en su vocación guerrera, ponían el acento en la extensión por la guerra de sus imperios pretendidamente universa-les. Extensión o pacificación, orden en definitiva, llevadas a cabo con grandes penalidades físicas para el monarca, Senaquerib, Tiglat-Pile-ser, Assurnasirpal, por ejemplo7�. También alardeaban de su seguridad

rífico, que ha sacado su arma para abatir al enemigo, el rey que desde el día de su ascensión al trono no ha tenido igual a sí, que no ha conocido vencedor en las batallas, que ha desmenuzado los países como ollas de barro, que ha echado su yugo sobre las cuatro regiones [...] el rey sagaz, lleno de bondad, que se ocupó de restaurar las ciudades que se hallaban desplomadas, de poner en cultivo los campos, de plantar jardines, que se dedicó a obtener cosechas en pendientes laderas en las que desde antiguo la vegetación no prosperaba, aquél a quien su corazón movió a hacer plantaciones en desiertos en los que el arado era desconocido en los días de sus antece-sores, para hacer vibrar de júbilo, para hacer que irrumpieran las fuentes, para abrir acequias, para hacer que las aguas abundantes surgieran en el norte y en el sur como las olas del mar, el rey dotado de clara inteligencia, de aguda vista [...] en el anchuroso país de Asiria los manjares más exquisitos para hartura y refrigerio del alma, como corresponde a mi reino, los dioses hi-cieron abundar, las cosas más sabrosas que salvan al hombre del hambre y de la penuria, y [ni] el mendigo se vio forzado a beber el vino deteriorado, ni faltó grano a deseo de corazón, a fin de que el aceite, que aligera los músculos de los hombres, no fuera demasiado caro, el sésamo fue vendido al precio del grano [...] de acuerdo con el nombre que los grandes dioses han dado, para mantener el derecho y la justicia, para guiar a los que no son fuertes, para no hacer daño al débil, hice pagar el precio de los campos en plata y cobre, conforme al documento de compra, y para evitar injusticias hice dar terreno por terreno a quien no quería dinero por ellos». (Cilindro de Jorsabad. ERRANDONEA, op.cit).

7� Senaquerib: «yo, como un vigoroso, búfalo, abría la marcha, barrancos, torrentes de mon-taña, cascadas, peligrosos riscos, superó mi litera, donde era demasiado abrupto avancé a pie, como joven gacela escalé los mástos picos en su persecución, allá donde mis rodillas encon-traban un lugar de rposo, me sentabasobre una roca y bebía agua fresca de mi odre, hasta las cumbres de las montañas fui por ellos, les llevé la ruina, capturé sus ciudades, desatruí, devasté, incendié con fuego [...] Tiglat-Pileser I: «conquisté todas sus ciudades, me llevé sus despojos [...] destruí, devasté [...] hasta las cimas de las elevadas colinas, hasta la cumbre de empinadas montañas en donde parecía imposible al hombre poner pie, los perseguí [...] dejé tirados los cadáveres de sus guerreros en las cumbres [...] hice que su sangre corriera en los valles Assurna-sirpal: con mi mano extendida e impetuosa valentía quince poderosos leones de las montañas y

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respecto a una determinada deidad que los favorecía, no sin un cierto tufo de incertidumbre íntima y de un deseo vehemente de convencer al dios con su insistencia75. Assurbanipal, Senaquerib y Tiglat-Pileser abundaban en esto. Aunque, en ocasiones, se limitaban a dejar una constancia supuestamente perenne de su presencia e importancia. La estatua o la estela los representaba y daba fe de la autoridad con que les habían investido los dioses76. Estatuas, estelas o mojones que go-zaban de un carácter propio, idéntico o paralelo a la persona o entidad que los mandó erigir, como si fueran un retrato suyo dotado de vida.

El problema de la inmortalidad por el nombre encontraba su última consecuencia en los nombres propios, que expresaban ese deseo junto el de la continuidad de la familia, la estirpe que prolongaba la personalidad individual de cada uno en un haz común. Šamaš-šum-ukin, que significa-ba «Šamaš ha consolidado el nombre», Marduk-zer-ukin, como «Marduk ha consolidado la progenie», Nabu-bina-ukin, «Nabu ha consolidado al hijo», o Nabu-išda-la-ukin, «Nabu ha consolidado mis cimientos».

••bosques capturé [...] manadas de búfalos, elefantes, leones [...] asnos silvestres, gacelas, ciervos, osos, panteras y tigres [...] haciendo que las gentes de mi país los contemplaran [...] (Cilindro Taylor. ERRANDONEA, op. cit., p.��. Ibídem, p. �0).

75 Assurbanipal: «yo soy Assur-bani-pal, el gran rey, el potente rey del universo, rey de Asiria, el príncipe excelso, el favorito de Ningal y Nusku, el que en sus fieles corazones han elegido le-gítimamente». Senaquerib: «la diosa Belet-ile me ha mirado complacida en el seno de mi madre que me dio el ser». Tiglat-Pileser I: «el rey potente, rey de los ejércitos, sin rival, rey de los cuatro cantones del mundo, rey de todos los príncipes, señor de señores, el poderoso, rey de reyes, el excelso, el sacerdote a quien por mandato de Šamaš fue otorgado el cetro resplandeciente, el que ha gobernado las naciones [...] el pastor legítimo que ha sido proclamado sobre todos los príncipes, el juez excelso cuyas armas ha dirigido Assur y ha proclamado su nombre por toda la eternidad». Tiglat-Pileser: «los triunfos de mi valor y las victorias de mis armas [...] he escrito en mi tableta de piedra y en mi cilindro de arcilla y los he colocado en el templo de Anu y Adad a perpetuidad». (STRECK, Assurbanipal und die letzten assyrischen Könige bis zum Untergang, V.A.B. VII, ��8, �-�9. ERRANDONEA, op. cit., p.��. STRECK, Ibídem, p. ���, nota 57. ERRANDONEA, op. cit., p. �8).

76 Assurnasirpal: «en aquel tiempo labré una imagen de mi propia persona en actitud de héroe, inscribí en ella mi poder y mi gloria y la erigí en medio de su palacio —del rey venci-do— fabriqué estelas y relaté en ellas mi gloria y mis proezas y las erigí junto a la puerta de la ciudad». Senaquerib: «hice fabricar una estela, hice escribir en ella la potencia y la grandeza de mi conquistadora mano que puse sobre ellos». (ERRANDONEA, ibídem).

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Actitud del hombre mesopotámico frente a lo impositivo sagrado

La primera idea sumeria de una creación en etapas cíclicas, con sus leyes o dioses incorporados en cada una de ellas, acabó por irse polarizando, sobre todo con la presencia semita, en la figura de una deidad considerada o no como suprema pero sí, en todo caso, como responsable y a la que el fiel podía dirigirse claramente enmarcando con límites comprensibles el cosmos imaginado. La resultante seguía siendo la misma. De un lado, el ser humano con las obligaciones y las satisfacciones terrenales que le eran propias y, del otro lado, lo tras-cendente, lleno como siempre de incógnitas y, por su propio papel di-rectivo y organizador de este universo, irruptor en el plano humano. Pero ahora este trascendente estaba encajado en unos esquemas que asignaban a cada dios, o a cada espíritu, un lugar, unas funciones, una jerarquía y una historia. Los dioses se habían personalizado, pasando de ser unos símbolos orales explicativos de los principios que regían la marcha del universo a ser individuos caracterizados y próximos al entendimiento humano. El hombre, entonces, los responsabilizó totalmente de este universo y a ellos rogó, en la súplica religiosa, o contra ellos combatió con la acción mágica. Una magia liberadora de los estrechos límites en los que, por su condición humana, se veía recluido.

La presencia semita acentuó la tendencia hacia la condensación de lo divino. Un tú y yo se estableció por parte del hombre hacia la divi-nidad y se creó una definida graduación de los dioses, en la que uno de ellos tomaba la posición de supremo y lejano, y otro la de activo y próximo. Enlil fue el Señor por excelencia, el poder ciego, la regla im-placable, el Fatum, y Marduk el dios conservador de este universo. Yo

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entiendo que Enlil no era la divinidad primordial creadora y exterior al devenir cíclico, sino la expresión de la necesidad del mismo. No era, en consecuencia, un Dios Único, único subsistente y Ser de todo, como parecía serlo alguna divinidad egipcia o lo son los dioses únicos del judaísmo y del Islam, sino el ciclo o la sucesión de ciclos en sí. De todas formas, pasó a ser un dios lejano, deus otiosus, y Marduk fue quien más garantizó el estatus humano.

De hecho, si en el proyecto de la creación se especificaban unos derechos y unos modos de vivir del hombre, de los que éste no podía pasarse de la raya, había que ir entonces a la posesión de esos dere-chos plena y humanamente, sin que los otros planos de la creación y mucho menos el divino pudieran interferir y atacar. Esto era en sus-tancia lo que se pedía de un dios próximo, aunque por lo general sin éxito porque cualquier cosa se consideraba como una interferencia de un dios o un espíritu.

Evolución de las condiciones económicas y políticas en relación con lo sagrado

Evidentemente, los supuestos que estoy exponiendo no surgieron en el aire como algo puramente intelectual, un juego de regates con lo trascendente. Todo obedeció a la transformación de los pueblos en quienes operaban estas ideas, con sus esquemas operativos conse-cuentes.

Es de todos conocido el paso de la organización de ciudades-estado sumeria al imperio acadio y de éste al efímero renacimiento sumerio. Los primeros choques entre las ciudades-estado se manifestaron en rivalidades por motivos religiosos, como las mostradas en el Poema de En-mer-kar77, o en pequeños enfrentamientos parciales debidos al aumento de la población y de los cultivos, resultante lo uno de lo otro. La consiguiente aproximación de los linderos, el auge de la propiedad

77 Las luchas entre los señores de Aratta y de Unug o Uruk por construir un templo a la diosa Inanna, con intervención de varias divinidades y uso de artes mágicas.

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privada no religiosa, y las rivalidades sobre los bienes de los templos respectivos a cada ciudad, dieron lugar a los conflictos y estos a la influencia de los jefes militares temporales. A lo que hubo que unir la presencia semita, progresivamente integrada en la cultura sumeria pero aportándole sus modos distintos de ver las cosas.

Sería sugestivo suponer que esta integración se hizo en parte a tra-vés del estamento militar, siendo algunos semitas soldados profesio-nales que, poco a poco, tomaron el control de las ciudades en las que se integraban. Da la impresión, viendo la historia de este período, que en los últimos momentos de los estados-ciudad sumerios la riva-lidad entre los poderes espiritual y temporal era ya un hecho patente y mutuamente agresivo, cosa que no ocurría antes, cuando el poder temporal dependía y era una manifestación más del espiritual.

Fueron dos fuerzas, la una frente a la otra, unidas por una razón de necesidad, la misma que hizo surgir al poder temporal como entidad independiente. Al poder temporal lo ayudaba no sólo el impulso in-terior de una sociedad en crecimiento demográfico y económico que llevaba a la expansión, sino también el propio deseo del hombre de afirmar su supremacía sobre la tierra en una reacción liberadora de la angustia creada por lo impositivo religioso, localmente representado por el templo de la ciudad respectiva.

Los patesi, gobernantes locales sumerios, habían empezado siendo unos portavoces o símbolos del pueblo ante el dios, representantes autorizados del hombre en presencia de lo trascendente en el umbral de una puerta entre planos, que era el templo. También eran los ca-pataces de los dioses, que garantizaban y regulaban el trabajo de las tierras y la renovación, o reconstrucción, periódica del templo; unos vigilantes humanos sobre otros seres humanos. Conforme fueron ad-quiriendo mayores poderes, porque el estado-ciudad se hizo mayor, se transformaron en los guardianes de la heredad del dios, šeconómico del pueblo. En último extremo se convirtieron en «pastores» del pue-blo del dios —término político de probable influencia semita— con lo que esta parte de la evolución se inclinó manifiestamente hacia el lado del pueblo.

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Los šaru acadios78 fueron ya verdaderos reyes humanos o trataron de serlo. Crearon, a base de los estados-ciudad, un estado centralizado en el que la fiscalización de todas las heredades divinas, antes locales, pasó a agruparse en las manos de un solo hombre, lo mismo que su gobierno y el gobierno de las ciudades y de los hombres. Se estable-ció un poder unitario de características marcadamente temporales. Los šaru, en un amanecer de de imperio universal impulsado por la acumulación de los medios en expansión, se titularon «rey de los cua-tro puntos cardinales» o «rey de los cuatro cantones» —šar kibrīāt irbitim— lo que originariamente era una designación de los dioses Enlil, Anu y Šamaš, presentándose ante sus contemporáneos y ante la posteridad como una especie de superhombres. Eso sí, directamente «nombrados», es decir, creados por los dioses.

A la caída del imperio acadio, y tras el breve paréntesis de los inva-sores guti, se produjeron dos fenómenos: uno, el renacimiento sume-rio, otro, la presencia de nuevos pueblos semitas.

Urnammu y sus sucesores intentaron restaurar el antiguo sistema político sumerio. Supongo que los templos jugaron en esto un papel principal. Pero, de un lado, la concentración capitalista de los par-ticulares se había hecho mayor y, de otro, los mismos gobernantes sumerios no se decidieron a renunciar a las ventajas del anterior esta-do unitario, ni pudieron hacerlo. Estor príncipes —Sulgi y sus conti-nuadores concretamente— trataron en cambio de crear una situación ambigua, derivada del sistema acadio, proclamando la dignidad real, es decir la realeza y no el rey, como sagrada y divina, pero fracasaron. Algunos patesi se independizaron por completo y volvieron a implan-tar las ciudades-estado, produciéndose entonces un breve y esplendo-roso renacimiento cultural y artístico sumerio, aunque sin aportacio-nes nuevas de pensamiento, al parecer.

78 Plural de šar, príncipe y rey, término que ha tenido una excepcional fortuna posterior por-que, probablemente, de él proceden zar, šah iraní, cesar, aplicado a la familia Julia por su origen real y luego apelativo de emperador, kaiser, etcétera. La mujer de Abraham, según el Antiguo Testamento, después de haberse desposado durante un tiempo con el faraón de Egipto, pasó a llamarse Sarah —reina— en lugar de Sarai, que era como se llamaba, algo que no nos queda claro de todos modos.

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Y así se llegó al primer imperio de Babilonia. Durante el imperio acadio y el intervalo de los guti penetraron en Mesopotamia varias mi-graciones de tipo amorreo. Los amorreos tenían con los acadios una comunidad racial y lingüística, pero su nivel cultural y su impulso vital eran distintos. Con ellos entró en el ámbito sumerio una ráfaga de aire nuevo, un impulso expansionista que los acadios casi habían perdido. Y crearon el imperio de Babilonia. Sus soberanos prolonga-ron el ideal acadio de presentarse a sí mismos como elegidos directa-mente por los dioses, miembros de una dinastía «nombrada» desde casi el principio de los tiempos, reyes de una urbe —Babilonia— que ostentaba la primacía por designio divino sobre todas las demás del país, servidores de un dios activo, dinámico, próximo y combatiente como era Marduk. El Código Hammurabi declaraba estas realidades político-religiosas abiertamente79.

Los imperios posteriores, asirio y neobabilónico, parecieron marcar el momento más agudo de la tensión que venía fraguándose desde an-tes. Fue una época de intensa actividad política y militar en la que el soberano trataba de afianzarse en su orgullo personal, y daba por senta-do que su condición real impresionaba a propios y a extraños, incluidos los dioses80. El «yo» en acción y adjetivado era la característica de sus textos e inscripciones. Yo «pisoteo», yo «conquisté», «destruí», «de-vasté», «incendié», «escalé», yo «abría la marcha», yo «monté» en el carro de guerra, yo «tomé... el arco», «me abalancé», «rugí», «corté sus cuellos», yo «labré una imagen» mía, yo «inscribí en ella», yo «relaté» mis hazañas, etcétera. Y todo esto lo hacía porque era «el gran rey». «el poderoso monarca», «el potente rey del universo», «el rey que... no ha tenido igual a sí», «rey sagaz», «el príncipe excelso», «rey de todos los príncipes», «el pastor legítimo», el «sin rival», «señor de señores», «juez excelso», «el vigoroso héroe», «lleno de bondad», de «clara in-teligencia», a quien el enemigo —aunque siempre fuerte, «como una gran nube de langosta»— teme y se siente sacudido y pisoteado «como el cañaveral al soplo del viento» o ante «el huracán del sur».

79 I, �-�9 y �0.80 Cilindro de Jorsabad. ERRANDONEA, op. cit., pp. �0, ��, �5 y �8. Cilindro Taylor. STRECK,

Assurbanipal und die letsten..., ya citado, ��8, �-�9.

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Desde luego que los soberanos mencionaban prudentemente la inter-vención decisiva de los dioses, que eran quienes «han hecho alcanzar la más grande celebridad», o «en sus fieles corazones han elegido legítima-mente», y por cuyo mandato le había sido otorgado el «cetro resplan-deciente», cuyas armas «han dirigido» y «proclamado su nombre por toda la eternidad», el cual «han destinado al rango de rey para siempre» y han «mirado» complacidos «en el seno de madre», a cuya «orden» el soberano se abalanzaba contra las huestes contrarias, etcétera.

Es evidente que el carácter protocolario de estas inscripciones, y su estilo ditirámbico e hinchado, no eran privativos de los textos meso-potámicos, pero a mi juicio el «yo» en acción y adjetivado alcanza, en esos textos, un grado casi paranoide, propio sólo de quien por encima de toda realidad trataba de afirmar y subrayar su propia personalidad. Eso indica la presencia de un fuerte conflicto íntimo, resultado de vio-lentas presiones exteriores ciertas e imaginadas. Como no era el caso de un simple particular o de un solo gobernante, sino de una cadena de reyes y, prácticamente, de una condición monárquica, creo que debemos ver en ello el síntoma de una situación eminentemente con-flictiva entre el representante del poder temporal y el poder religioso. Rey unitario, el primero. Poder tendente a la disociación, el segundo.

Y, lo que era más esencial, el conflicto entre el hombre y los dioses, el plano humano en rebeldía frente al plano «otro» de lo trascendente.

Debemos suponer que en aquella evolución laica una parte al me-nos del clero adoptó una postura contraria, tratando de desviar a la nueva sociedad hacia cauces más en consonancia con los viejos mo-dos de pensar. Debajo de los acontecimientos políticos de la época, y en especial de las repetidas sublevaciones de Babilonia durante los imperios asirios, cabría ver la inquietud de los poderosos sacerdocios dominantes en esta ciudad y en el sur del país, partes especialmente conservadoras de Mesopotamia.

La subida al trono de Nabonides, hombre piadoso y débil, apegado a las tradiciones e hijo de mercaderes, fue típica de una conspiración sacerdotal. Sin embargo, incluso este nuevo rey intentó librarse de la

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pesada imposición abandonando el poder en manos de su hijo. Sus conflictos íntimos, político y religioso, referentes a los dioses, trató de resolverlos de un modo original y arqueológico. Con pasión de coleccionista, hizo llevar a Babilonia imágenes procedentes de todo el país, acallando sus propios miedos y escrúpulos de conciencia y, de paso, satisfaciendo a los dioses y cleros provinciales. Pero también, desarraigándolos de sus ciudades originales, e introduciendo en la gran capital a una multitud de sacerdotes y de dioses competidores con el excesivamente poderoso dios Marduk y su clero.

El intento de solución no tuvo continuidad —quizá porque se de-biera haber hecho justamente lo contrario: una religión universal a base de Marduk— y los sacerdotes volvieron a conspirar, esta vez con un elemento exterior, los persas, establecidos en Elam, región que era la contrafigura de Sumer, y en Erech, ciudad sumeria de las más tradicionales. La invasión persa debió llegar, pues, favorecida por un intento de regresión al pasado y apoyada por los estamentos de pobla-ción más nostálgicos de las viejas estructuras.

Plegaria y magia, armas contra dioses y demonios asaltantes

Teóricamente, al hombre se le habían asignado unos modos de vida y unos derechos delimitados, unas fronteras que marcaban muy con-cretamente su plano humano, dentro de las cuales él intentaba afian-zarse gozando plenamente de lo que pudiera. Los otros planos del universo nada debieran objetar ni en nada intervenir. Pero esto era un propósito puramente ideal, especulativo y al parecer fuera de la realidad cosmológica.

Como casi siempre se venía planteando en el fondo de toda me-tafísica de la creación, en cualquier cultura, los planos, categorías o niveles constitutivos de ésta se interpenetraban y se interferían. En el pensamiento mesopotámico las entidades divinas y demoníacas irrumpían continuamente en la vida del hombre, según unas normas que el hombre mismo trataba de comprender y contra cuyas conse-cuencias trataba de defenderse.

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Eran dioses de carácter inquietante, como Enlil, la divinidad en cierto modo suprema, que invocaba la tormenta y los vientos cau-sando la mayor ruina8�, tendiendo trampas a los seres humanos, o Ereškigal, divinidad despechada de los muertos, que amenazaba con hacer «subir a los muertos y devorarán a los vivos, yo haré a los muer-tos más numerosos que los vivos»8�.

La violencia que podían emplear los dioses no dejaba lugar a dudas ya que era utilizada entre ellos mismos, como es muestra esta frase de «en el interior del palacio, él —Nergal— agarró a Ereškigal por los ca-bellos fuera de su trono hasta el suelo, presto a cortarle la cabeza»8�. Y, a la par que las deidades, estaban las criaturas ctónicas, bilis escupida de los dioses, que eran «insondables» y que habitaban en los sitios más desconocidos y desolados de la tierra y de los cielos8�, abatiéndose desde ellos sobre los seres humanos.

Contra la furia desatada y la caprichosa e incomprensible irrupción de los dioses, el hombre podía interponer la plegaria, dirigida incluso al dios más «peligroso» bien que más fuerte y posible protector contra sus congéneres. Al propio Enlil, «señor de la tempestad», aunque divinidad con rasgos de dios primordial y civilizador, se le invocaba para contener a los otros dioses o se le reprochaba su abandono y dejarse ir, como deus otiosus que en cierto modo era85. El fiel llegaba a solicitar los buenos oficios de terceros que sirvieran de intermediarios e interponía, como mérito principal, su obediencia, considerada como la virtud socio-re-ligiosa por antonomasia, base de la armonía tan buscada en vano86. Y argumentaba su respeto al orden impuesto, su pretendida sumisión

8� KRAMER, AS XII, �� y �6, ��. �7�-89. Ibídem, p. �8, ��. �0�-�. Ibídem, AS XII, �8 y �0, ��. �08-�8. KAR, �75, ��. �-8.

8� NOUGAYROL, J., «Ningirsu vainqeur de ZQ», Révue d’Assyrt. et d’Arch., XLVI, �.8� Ibídem.8� CHANTEPIE DE LA SAUSSAGE, Manuel d’Histoire des religions, París, p. �6�. THOMPSON, C., Dev-

ils and Evils Spirits of Babylonia I, 90 ss. Contenau, Magie assiro-babylonienne, pp. 86-97.85 FRANKFURT. op.cit, p. �57. Referencias a KAR �5, iii, ��-�9 Y 68 OBV. I-II y a REISSNER, SBH,

pp. ��0 ss., ��, �9-55. 86 Ibídem, pp. ��� y ��7. Referencia a YOS, �, ���, a STVC, 66 y 67, a TRS, �5, II KI-RU-GU.

Ibídem, p.��6. Ibídem, referencia a STVC, I,i, �-�, I, i, �5-�8. Referencia a RA, XVII, p. ���, iii y iv, 5-8 .

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dentro de cuyo cauce debía realizar su vida y, fuera del cual, él mismo estaba seguro de topar con aún mayores males de los que habitualmen-te la invadían; si bien, en el caso de la plegaria de un rey, apareciera su impulso temporal de equipararse al dios87. El respeto al orden impuesto llegaba a definir en los textos a la «edad de oro» pasada.

Plegaria y respeto a las normas de cara a los dioses, ¿pero cómo pro-tegerse del ataque siempre a punto de los demonios, o de los espíritus ctónicos desconocidos?

El hombre mesopotámico veía personajes virulentos en todas par-tes. Esos que eran «desconocidos en el cielo y en la tierra, [que] no tienen nombre alguno» —es decir nombre propio, que no genérico— bilis o «espuma envenenada de los dioses»88, veneno de la serpiente, veneno del escorpión, de los que procedían terror, sufrimiento, des-trucción, enfermedades y desgracias. Personajes que habitaban con la oscuridad, la inundación y la muerte, que rondaban por los lugares solitarios, incultos o siniestros, que se precipitaban arrasando como el huracán, cubriendo la tierra como la hierba, que se ocultaban como la serpiente, que herían o ligaban los miembros de los seres humanos, que se les aparecían como fantasmas, vivían en sus pesadillas, susu-rraban, reían burlonamente, rampaban por los establos y arrojaban al pájaro de su nido. Que incluso atacaban a las divinidades89.

La primera respuesta era la de tratar de ampararse en otros espíritus, dentro del ambiente de sumisión propio inicialmente del hombre meso-potámico. Se trataba de genios, unos benéficos y otros no, pero inestables todos y propicios a la protección del hombre. El patesi sumerio Gudea de Lagash ya los evocaba: «un buen UDUG fue delante de él, un buen LAMA se mantuvo detrás de él»90, y Hammurabi decía: «que el šadu y la lamassu, los genios que están a la entrada del [templo de] Esagila, rindan cada día

87 Ibídem, pp. ��7 y ��8.88 THOMPSON, op. cit., I, ��0, �95 ss.89 CONTENAU, op. cit., pp. 86-87. CHANTEPIE, op. cit., p. �6�. LEIBOVICI, M., «Génies et démons en

Babilonie», Génies, anges et démons, Sources Orientales, París. NOUGAYROL, op. cit., pp. ���-���.90 THUREAU-DANGIN, F., Inscripitions de Sumer et Akkad, cilindro B, columna II, I.

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favorables mis signos [...]»9�. El hombre diría: «que los genios šadu y la-massu estén siempre conmigo9�, que el šadu benéfico marche siempre a mi derecha, que la lamassu benéfica marche a mi izquierda, que mi diosa se tenga a mi izquierda, y los genios protectores šadu y lamassu estén siempre conmigo»9�. En general, todos estos genios eran espíritus del aire, invisi-bles y cambiantes, con características sin embargo a veces muy definidas.

La segunda respuesta estaba en el conjuro, en los ritos de parali-zación y de sustitución, en la magia. Una magia protectora, de tipo eminentemente favorecedor, hecha para defender al hombre y apo-yada en la enseñanza y en los recursos divinos. Era algo que estaba a la orden del día. El mago se basaba en las prescripciones dadas, «dic-tadas, si no ejecutadas por los mismos dioses»9�. La deidad especia-lizada en esta ciencia y este arte era Ea, «dios de los destinos», «dios de los conjuros», «conjurador de los dioses»95, padre de Marduk, el gran dios de tipo conservador en esta civilización. Por consiguiente, la magia protectora era una práctica absolutamente lícita y oficial, colocada bajo la salvaguardia de los poderes públicos, y los hombres que la ejercían eran considerados los sabios por excelencia ya que contribuían a mantener el orden de la Naturaleza universal. El mago sería el que salvara al hombre de los perjuicios ocasionados por las fuerzas del mal, con lo que evidentemente entraba en el campo de la medicina, y que lo protegería de los perjuicios a venir ejerciendo la adivinación.

Frente a la magia favorable y autorizada estaba la magia perjudicial, íntimamente enlazada a las fuerzas ciegas de lo innominado, lo malo, que era ejercida por los brujos y las brujas. Era a ella a la que combatía la magia oficial considerándola una misma cosa que los demonios, los siete veces siete, o sea una multitud, crueles, sordos al orden de la crea-ción y desatados. Todo lo procedente de esta magia era pecado porque era trasgresión del orden, siendo el pecado la causa del mal moral

9� LEIBOVICI, op. cit., p. �0�. Código Hammurabi, XXV, �8 ss.9� Ibídem, p. �0�.9� THOMPSON, op. cit., I, �0, 9�-9�. LEIBOVICI, op. cit., p. �05.9� NOUGAYROL, op. cit., p. ���.95 «bēl šimāti», «bēl piništi, šipti», «mašmas ilāni» (ibídem).

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cuya última consecuencia era el mal físico. Sus oficiantes eran seres impuros a los que se expulsaba de la ciudad cuando se iba a inaugurar un templo96 . Se les definía como: «el malvado cuya faz es mala, la boca mala, la lengua mala, el labio malo, la saliva mala»97.

Una y otra magia desempeñaban forzosamente un papel protago-nista en la actitud del hombre mesopotámico frente a la imposición e irrupción de lo sagrado, dado el fondo de angustia e incertidumbre que lo caracterizaba. Sólo una neurosis de guerra total, o nuclear, de gran catástrofe y de peligros que pudieran sobrevenir de todas partes, podría darnos una idea de aquella psiconeurosis y, tal vez, ningún otro pueblo como el de Mesopotamia —en medio de los «bárbaros» que la amenazaban y que caían periódicamente sobre ella—, parece haber tenido el sentimiento de que «civilización» y «buena vida» eran cosa frágil y siempre replanteada. Y ningún otro pueblo tuvo tanta conciencia de estar limitado en su acción por los dioses, invadido por estos y por cualquier otra fuerza no humana, sujeto a cambios imprevistos en el que él no tendría participación y a punto siempre de perderlo todo.

La magia y la adivinación eran los mejores recursos, aquellos que permitirían a este pueblo una cierta actuación que viniera a borrar en parte su angustia y su miedo a caminar. La magia era algo obrante, activo, y la adivinación daría un acceso previo a las reacciones contra-rias de ese cosmos inmediato de reglas desconocidas, lleno de prohi-biciones y de contrastes brutales, que era el divino.

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96 Véanse las inscripciones de las estatuas del patesi Gudea.97 CONTENAU, op. cit., p. �00.

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Reactivación y purificación

En términos generales, y por supuesto que discutibles, podríamos pensar que, en la mente de las culturas antiguas, existía el concepto sobre lo que pudiéramos llamar discontinuidad de la energía, en este caso de la energía vital que creaba y recreaba y que, al estar dotada de voluntad de acción sobre el medio, llamaríamos fuerza mágica, operatividad.

La creación actuaba sobre sí misma en un imparable perfecciona-miento de su orden interno, que era la razón de la preservación del orden y de lo creado frente a la dispersión centrífuga de los elementos que los integraban. Esta dispersión se simbolizaba por los ataques o mordeduras del caos, por los momentos de decadencia de los ci-clos vitales y por la aparente muerte de la Naturaleza agrícola, por ejemplo. La voluntad de perfeccionamiento no se proyectaba siempre con la misma intensidad ni lo hacía de manera constante. Lo ejercía en oleadas sucesivas de diversas intensidades, que tenían momentos cumbres y que, por lo menos en potencia, se rebajaban hasta agotarse. Una vez agotada, si no se reactivaba o si no renacía al contacto de una condición aparentemente opuesta, como la muerte, quedaba inerte e inoperante. Por eso era necesario dinamizarla o sustituirla.

Las fiestas de Bit Akitu —«casa de las fiestas»— en Babilonia, ser-vían para cumplir el papel de renovación del universo. Representaban la batalla cósmica contra las fuerzas del caos, y la consecuente victoria de Marduk, principio activo, sobre Tiamat. La creación se encontraba así renovada por un año, hasta hacerse necesaria otra regeneración. Pero, en Mesopotamia, esta reconstrucción cósmica estaba íntima-mente ligada al rejuvenecimiento del suelo y de las fuerzas de la Na-

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turaleza, expresándose ambas en una misma serie de rituales. En la tarde del cuarto día de la fiesta era recitado el Enuma Eliš, poema de la creación, de cabo a rabo tras de las purificaciones de rigor para entrar «inocente» en el paréntesis de lo sagrado. El rey hacía penitencia en el santuario de Marduk, luego de lo cual era despojado de sus atributos reales, maltratado por el sumo sacerdote, obligado a arrodillarse ante la estatua de la deidad y forzado a hacer una confesión negativa: «yo no he pecado, oh señor de las tierras —yo no he cometido ninguna negligencia respecto a tu divinidad— yo no he destruido Babilonia». Luego, el sumo sacerdote lo absolvía y bendecía en nombre de Mar-duk, le devolvía las insignias de su función y lo restablecía en ella por un año más98. Mientras tanto, el mismo Marduk estaba preso en la montaña. Para liberarlo se simulaban combates y al final era rescatado por la mano de Nabu, su hijo99.

Había un evidente paralelismo entre ambos episodios coetáneos, independientemente del valor político de la renovada humillación del poder temporal ante el religioso. El encierro del rey era el encierro del dios. La mortificación real era la mortificación divina Después, los dos responsables salían vencedores y purificados de la lucha, y volvían a tomar las riendas del país y del universo por un nuevo año. El pueblo entero participaba en el momento dramático y feliz del final y del co-mienzo cósmicos, era parte integrante de ese momento en realidad.

Este ritual era también sustitutorio —como ocurría con la fiesta Sed del Egipto faraónico— de la muerte periódica del rey o jefe en-vejecidos, a través de una ceremonia que simbolizaba el renacimiento de su energía. Parece comprobado igualmente que, en la misma Babi-lonia, se conmemoraba durante cinco días otra forma de sustitución del rey «gastado», que consistía en revestir a un condenado a muerte con los ornamentos reales, sentarlo en el trono, hacerle gozar de las prerrogativas del cargo, azotarlo luego y finalmente colgarlo o cru-cificarlo. Aquí probablemente estamos ante un caso de contagio con

98 JAMES, E.O., Mhytes et rites dans le Proche-Orient ancien, Payot, París, pp. 5� ss., ��� ss., ��9 ss. NOUGAYROL, op. cit., pp. ��� ss.

99 JAMES, ibídem. FRANKFURT, Cylinder Soals, �9�9, p. ��7, pl. XIX a-d, XX g, �� a.

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el esquema del «chivo expiatorio», habiendo sido ambos conceptos relativamente próximos por cuanto trataban los dos de transferir a la anulación, o a otro ser, la debilidad y las culpas acumuladas.

Junto con la renovación y reactivación del universo y de los jefes, dios y rey, se efectuaba la reactivación de la Naturaleza. Se consideraba que Marduk —sustituto de Dumu-zid o Tammuz en Babilonia— había estado cautivo, dando lugar su cautiverio a la ruina de la agricultura. Su liberación, su resurrección en realidad, suponía el renacimiento de aquélla como alma que era él de la vegetación y de la vida. Una vez libre, las estatuas de los dioses eran reunidas por riguroso orden de importancia en la llamada sala de los Destinos, en donde todos juntos repetían la primera lucha contra el caos apoyando a Marduk con sus fuerzas. Acto seguido los dioses determinaban los «destinos», o sea la suerte de la sociedad en el año a venir�00, y se celebraba una solemne procesión, en la que el rey asumía el papel de Marduk, hasta la Bit Akitu. Terminada esta fase, había un banquete.

La fase siguiente era la hierogamia Marduk-Madre Tierra, llevada a cabo en las personas del rey y de una sacerdotisa de Inanna-Ištar, la diosa. A los tres días de todo lo anterior, el rey consumaba un ma-trimonio con la mujer que, en ese momento, representaba a la dio-sa madre, asegurando de este modo la fertilidad de los campos y de la Naturaleza en general�0�. En otras partes de Mesopotamia era el dios Dumu-zid, Tammuz, el que se desposaba con Inanna�0�, habien-do atravesado la muerte y resucitado primaveralmente. En Babilonia, Marduk, más o menos sustituto de Tammuz, celebraba su boda en un

�00 Siempre imprevisible en razón de la irregularidad de los fenómenos naturales en Meso-potamia.

�0� Para todo esto, vide JAMES, op. cit., pp. 5� ss., ��� ss. ZIMMERN, Der Alten Orient, XXV, p. �6. PALLIS, The Baylonian Akitu Festival, pp. ��� ss., �75 y �89. DELITZEH, Mitteilungen der deutschen Orient Gesselschaft, ��, p-��, cf. nº �8, p. �9. THUREAU DANGIN, Revue d’assyriologie et d’archéologie orientale, XIX, PP. �75 ss. JACOBSEN, J.N.E.S., IV, p. �50. BUREN, VAN, Analecta Orientalia, XIII, pp. � ss.

�0� También llamada Mah, Ninmah, Nintu, Aruru, Ninsi-kil-la, «la dama pura» hasta el mo-mento de su unión con Enki, en época sumeria, en que se transformaba en Dam-gal-nun-na, «la esposa del príncipe», y de su alumbramiento de la vegetación en que se convertía en Nin-hur-sag-ga, «la dama de la montaña».

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ambiente de regocijo y de fiesta. «Ella abraza a su esposo querido —la santa Inanna lo abraza— el trono del día —el rey es semejante al dios sol— delante del cual reinan la felicidad y la abundancia [...] el templo luce, el rey se alegra —cada día el pueblo es colmado de abun-dancia— la madre divina, temible dragón del cielo, se alegra», decían unos versos del himno a Ištar escritos para el culto del rey deificado Isin-Dagan103.

Con las fiestas periódicas y la reactivación del mito, los hombres mesopotámicos se integraban además, en cierto modo, en la propia naturaleza divina, que era lo que buscaban ansiosamente sin demasia-das esperanzas y con mucho dramatismo —visto desde nuestra ópti-ca actual— y calmaban también periódicamente su sensación de ser unos «segundones» en la creación que les había tocado vivir.

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�0� LANGDON, Journal of the Royal Asiatic Society, �9�6, pp. �5 ss., col. VI, 6 ss. JAMES, op. cit., p. ��6.

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Semitas occidentales no árabes

Actitud de los semitas occidentales no árabes frente a lo trascendente

Resulta muy difícil entresacar e interpretar lo que de común tuvie-ron, de cara a lo trascendente, los diversos grupos semítico-occiden-tales —cananeos, fenicios, sirios, púnicos, etcétera— cuya expresión religiosa externa, que haya llegado hasta nosotros, haya venido dada en documentos escritos en lengua no árabe. Y la dificultad procede de la variedad de estos grupos y de su constitución en conjuntos sociales o nacionales pequeños, con mitos y panteones cuyos protagonistas llevaban nombres que, en algunos casos, no eran sino adjetivos referi-dos a una misma deidad. También procede de la presencia de fuertes culturas vecinas, de las que en ocasiones tomaron prestados caracte-res religiosos, nombres de dioses u otros rasgos. Y procede de que, con cierta frecuencia, usaron de lenguas que no eran las suyas sino las que la «moda» o la proximidad imponían. Y de la escasez aún relativa de documentación epigráfica, aunque después del descubrimiento de Ebla y sus archivos esto puede resultar paliado en relativamente poco tiempo.

El gran documento vivo que queda de aquella época —viéndola en términos muy globales— es el Antiguo Testamento, que alude con-tinuamente a aquellos pueblos, si bien que muchas veces lo hace en tono condenatorio. De todas formas, esta aproximación interpretati-va de lo sagrado en esas naciones no puede hacerse sin acudir a las

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fuentes bíblicas y sin tomar ejemplos de las propias tribus hebreas ya una vez asentadas en Canaan. Todo lo referente a estos pueblos semítico-occidentales en cuanto a su visión de lo trascendente va, por lo tanto, ligado al Israel de los primeros tiempos y a veces forma una sola argumentación.

Zonas árabes antiguas, o muy cercanas a lo árabe, como Ammon, Hatra, Palmira, Safa o los territorios de los nabateos, etcétera, tuvie-ron conceptos religiosos y nombres de divinidades iguales o próximos a los de los semitas occidentales no árabes y, consecuentemente, enla-zaron por igual con lo relativo a lo árabe preislámico. Igual pasó con las zonas arameas.

En torno a las divinidades y a la creación

En lo referente a las divinidades de esos pueblos, se ha abusado, a mi entender, de dos posturas extremas de estudio; la de la parcelación ex-cesiva de figuras divinas, atributos, nombres, interrelaciones y filosofías cosmológicas, enclaustrando en cada pueblo lo que en cada pueblo ha aparecido, y la de los pansistemas, que tratan de reducir, agrupándo to-das estas figuras y lo que representaron, a unas cuantas coordenadas úni-cas que desembocan en identidades y familias de dioses internacionales y omnitemporales. Aquí no entro en liza, y en los esquemas siguientes trato sólo de ver algunos rasgos axiales, o que tal parecen, de dioses im-portantes, a través de las cuales podamos entrever una postura básica y común ante lo sagrado en todos, o casi todos, aquellos pueblos.

El y Ba‛al

En el panteón ugarítico, que tomo como pilar maestro para la construcción por ser, hasta que sean interpretados todos los textos de Ebla, el que, con mayor abundancia, cohesión y claridad docu-mentales ha llegado hasta nosotros, había una divinidad creadora y suprema como primera figura. Era El, llamado padre de los años, abu

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šanima, padre de los «hijos de los dioses», abu bn ilm, y de los dioses mismos, padre del hombre, ab ad, y creador de la tierra, que vivía en un paraíso de «mil campos, diez mil campos, con los manantiales de los dos ríos, en medio de las fuentes de los dos abismos». Era llamado el toro por su potencia engendradora. Sus atributos eran, además de la ancianidad, la sabiduría insondable, la bondad y la misericordia. Al envejecer, parecía dejar parte de su autoridad a Ba‛al, quien en cierto modo lo desplazaba creando una importante dicotomía, de amplias consecuencias, que veremos en parte después.

Era seguramente el mismo El con quien se comparaba el príncipe de Tiro cuando decía: «yo soy El, yo habito la morada divina en el corazón del mar»�0� y tal vez el que era cabeza de tríada en la misma Tiro y Fenicia en general. Entre los arameos ocupaba un lugar despla-zado en beneficio de Ba‛al Hadad y, ciertamente, ‛Elgabal y Elagábalo —de la montaña— griego y romano, del que hay huellas en Córdoba, Na‛am`El, «a quien favorece `El», de un anillo en Cádiz. Sin duda es el propio `El ‛olām, mélek ‛olām, `El, «el eterno o rey eterno», `El ‛elyon qōnē ha šamayim we ha ares, `El altísimo, creador de cielo y tierra»�05, o el mismo `El gibbor `abi ‛ad, «`El, «el guerrero o el fuerte, padre eterno»�06. Seguramente también `El šadday�07 , siendo šadday no una deidad asimilada a `El sino un epíteto significando «impera-tor», todopoderoso. `El šadday sería luego identificado a YHWH en la religión mosaica�08. Por supuesto que hay opiniones en contra, sobre todo las que ven en los términos `el o `il una simple designación de divinidad celeste en una parte de las lenguas semíticas, lo que también es cierto sin que por ello `El no pueda haber sido la divinidad celeste por excelencia, como yo creo.

Compañera de `El en el panteón ugarítico era la diosa ‛Ašera, lla-mada qnyt ilm, creadora o madre de los dioses, esposa y además hija

�0� Antiguo Testamento, A.T., Ezequiel, �8, �.�05 A.T., Deuteronomio, �5, �7, y Jeremías, �0,�0. Génesis, ��,�9. soy del parecer de consi-

derar en elyon un adjetivo de divinidad, no un nombre. Sería Altísimo, como su equivalente taalà en árabe.

�06 A.T., Isaías, 9.5.�07 A.T., Éxodo, 6,�.�08 A.T., Salmo 9�.

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o hermana de `El, madre de Mot, muerte, probablemente la conocida como «Nuestra Señora» y como Ba‛alat Gebal, «señora de la monta-ña», aunque este último epíteto fuera aplicado igualmente a la ‛Aštart de Sidon, a Tanit en Cartago y a ‛Anat de Ugarit, por ejemplo.

`El habitaba, como he dicho, «con los manantiales de los dos ríos, en medio de las fuentes..., en el corazón del mar», terminología con-sagrada que quería decir entre las aguas de arriba —el cielo— y de abajo —las aguas terrestres—. Las aguas todas, como ocurría en la cosmología egipcia entre otras, representaban el conjunto de la ma-teria indiferenciada o de la energía inicial. ‛Ašera, por su parte, era calificada de señora del mar, aquella que marcha sobre el mar, y pare-cía estar asociada al culto con Yam, el mar. Cabría entonces suponer que el concepto de creación ugarítico correspondería más o menos al ritmo siguiente: habría una divinidad primera, `El, que era de por sí y que, por un acto volitivo, hizo ser al universo en medio del caos, o sea las aguas primitivas. `El creó las condiciones propias para la aparición de un universo ordenado. ‛Ašera habría sido la expresión de este albor de creación y ordenamiento. Hermana, hija y esposa de `El, sería su emanación directa, la «parte femenina» del creador. Hijos de `El y de ‛Ašera eran los conocidos por «hijos de `El», quizás los demiurgos.

Yam, dios del mar, no era uno de ellos y tampoco Ba‛al, señor de la lluvia y la tormenta, ambos enemigos de `El y de ‛Ašera en un mo-mento u otro de sus historias divinas. Si efectivamente, ‛Ašera era la expresión del universo en vías de creación, resultaba lógico que así ocurriera puesto que aquellos dioses representaban lo que quedaba de materia primitiva en cierto modo sin ordenar. ‛Ašera, como expresión igualmente de la fecundidad, la vida vegetal y animal, tenía su com-plemento en Mot, su emanación —su hijo, pero no hijo de `El— que era la muerte, el devenir, teniendo la ambivalencia de dios del grano y del šeol, el mundo de ultratumba.

La creación ugarítica estaría, pues, encabezada por `El divinidad primordial, de quien hasta cierto punto sólo podría ser entendido su carácter de Ser y Hacer Ser. La voluntad de El, que comenzaba la crea-

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ción por un acto de concertación de materiales, sería ‛Ašera�09, el inte-lecto agente, siendo la representante de su dinámica vital ‛Aštart y del devenir hacia el final Mot. Del material primitivo, las aguas de debajo del firmamento serían Yam, con su símbolo marino de vida confusa y su tendencia a invadir la tierra��0, y las aguas sobre el firmamento, Dagan. Hijo de Dagan era Ba‛al, la lluvia y la tormenta pero también las aguas fértiles caídas del cielo. Y compañera de Ba‛al, ‛Anat, la diosa de las aguas dulces que brotaban de la tierra, «las fuentes». Así entendida, no habría, como se ha dicho, doble creación, una de `El y otra de Ba‛al, porque la segunda era solamente parte y consecuencia de la primera, que era única y englobaba a la otra.

Ba‛al de Ugarit, ‛Aleyan Ba‛al, el todopoderoso Ba‛al, dios próxi-mo y civilizador por serlo de la lluvia y del rayo, «el que fija las esta-ciones en que deben caer sus lluvias»���, se manifestaba en el monte Safon o Sapan, monte Kasios-Casius en el mundo helenístico-romano, hoy Yebel el Akra, llamado «joven toro» por similitud con `El y con-tinuación del mismo. Su nombre completo era Ba‛al Hadad, señor poderoso. Se trataba sin duda del mismo Ba‛al Safon, invocado en el tratado del rey Ba‛al de Tiro con Asarhaddon, y Ba‛al Safon de Car-tago, cuyo culto se helenizó en Zeus Kasios���, aquél que nos revela un topónimo —Ba‛al Sefon— en la ruta del Éxodo, que sería el lugar Casius Baalsefon egipcio helenístico cerca del Mediterráneo���.

El Hadad, o Addu, de los amoritas de Mari, ya conocido en las fuen-tes acadias���, Hadad «el dios de la tormenta», designado a veces con el epíteto de Raman —Rimmon en el Antiguo Testamento��5— de quien los reyes de Damasco tomaban sus nombres —Ben o Bar Hadad—

�09 «La que marcha sobre las aguas, la que marcha sobre el mar», lo que recuerda de inmedia-to «al espíritu de Dios se cernía sobre la haz de las aguas», del Génesis.

��0 Hechos figurados bajo el nombre de LTN = Lotan, el Leviatán o monstruo marino de la Biblia.��� JAMES, op. cit., p. 96. Aleyan-Baal Texts, IV, 68.��� CAQUOT, op. cit., pp. ��7 y ��0.��� A.T., Éxodo, ��,�. CAZELLES, P.S.S., «Les localisations de l’Exode et la critique littéraire»,

Revue Biblique, julio �955, pp. ���-�6�.��� CAQUOT, op. cit., p. ��6.��5 II Reyes, 5, �8.

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luego transformado en Zeus Damasceno��6, adorado en Alepo como «dios del tiempo»��7, o sea de los climas, Adados en Acre, Ba‛al de El Líbano en Chipre, llamado así, Ba‛al de El Líbano, en una inscripción griega y, como Hadad, con un templo y culto en Lixus (Larache)��8.

Dios de la montaña, parece ser el Ba‛al del monte Carmelo de la Biblia, llamado luego «Zeus Heliopolitano Carmelo», Zeus Atabyrios —del monte Tabor— de quien nos hablaban Estrabón y Diodoro, el Hadad identificado por los egipcios a Suti-‘Set’ en época post-hicsos, tal vez el Ba‛al, señor de la tempestad, al que los propios hicsos ado-raban, divinidad guerrera, que como Suti, gozó de gran predicamento entre los faraones combatientes de la XIX dinastía, que se comparaban explícitamente con él en frases como «grande y terrible como Ba‛al», igual al Ba‛al en los cielos��9. Wen-‘Amon’, en su famoso viaje a Biblos, llamó Suti-Set al dios de esta ciudad, sin duda Ba‛al, y probablemente cuando, en la maldición de Balaam, los moabitas eran llamados «hijos de Set», la alusión se refería a Ba‛al, quizás el Ba‛al Fegor propio de este pueblo��0.

Siendo en principio el término ba‛al una designación de señorío, dominio y realeza, pudo ser aplicado, como lo fue, a variadas perso-nalidades divinas y hay que huir de excesivas identificaciones. Sin embargo, hubo varios ba‛alīm ligados a la idea del movimiento, que pudieran ser este mismo Ba‛al del que hablo. En el Ba‛al del Carme-lo, que acabo de citar, sus profetas danzaban en un vano intento de obligar al dios a despertarse y a moverse. Ba‛almarcodes, «señor de la danza» o «señor danzante», cuyo culto estaba caracterizado por bailes sagrados, sería una forma del anterior. En Ba‛al Zebub, «señor de las moscas» o de la sexualidad masculina, o tal vez «señor del movimien-to continuo», cabría ver una divinidad dionisíaca, como se ha dicho, pero es posible que fuera simple expresión del desplazamiento, De

��6 CAQUOT, ibídem, p. ��6.��7 KLEUGEL, Horst, «Der Wettergot von Halab», Journ. Cuneif. Stud. XIX, �, pp. 87-9�.��8 LOMBARDI, G., «Ricerche in Palestina», Bibbia e Oriente, ��, pp. �8-�0. CAQUOT, op. cit., p. ��7.��9 A.T., I Reyes, �8, �5-�9. CAQUOT, op. cit., p. ��7 y ��8. LEWY, J., «Tabor, Tibar, Atabyros»,

Hebrew Union College Annual, XXIII, I, pp. �57-�86.��0 A.T., Números, ��, �7.

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todas formas, la idea misma del movimiento o danza no debió ser pri-vativa de una sola divinidad, aún filosóficamente, cada una en su es-fera, sin contar con el préstamo sistemático de atributos que hubo de divinidad a divinidad. Y los ritos danzantes no se aplicaron solamente a un dios en concreto, sino que fueron moneda bastante corriente en los cultos���. Respecto a los cielos, hubo por igual un «Ba‛al del cielo» entre los árabes de Palmira, de Hatra y los nabateos, coincidente con el Ba‛al šamem de Tiro y el Baalšamyn —ambos «de los cielos»— de Hamat, «Ba‛al del cielo» de Cartago según Plauto, «Ba‛al del cielo» de Karatepe y «Ba‛al en los cielos» de Ramoshe-‘Ramsés III’���.

La extensión de los cultos a Ba‛al entre los semitas occidentales no árabes, e incluso entre algunos árabes, y su influencia, fueron en consecuencia muy considerables. Respecto al Ba‛al de Ugarit, y a su papel en el esquema de creación que habíamos empezado a ver, parece que se ocupaba del ordenamiento inmediato sobre la tierra volcada a la humanización. Tres fases de su mito nos lo demuestran. En la pri-mera, Baal presentaba batalla contra Yam-Nahar, símbolo del caos o potencial primo, que pretendía construirse un palacio para establecer su predominio. En la lucha, Ba‛al era ayudado por ‛Anat, las aguas dulces, por ‛Aštart, la progresión vital en la tierra, y por Kuthar, el dios herrero símbolo del procedimiento mágico y del saber humano���. A Yam lo apoyaba el dragón Lotan, parte maligna del océano. La victoria fue para Ba‛al y sus aliados, que comenzaron, en consecuencia, la ordenación del elemento seco sobre la tierra con sus vidas vegetal, animal y humana. El océano quedaba contenido en sus límites, con la vida que le era propia, que era lo simbolizado por Lotan, y domado aunque siempre temible, que era lo que representado por el descubri-miento de la navegación de Kuthar. Lo seco y las aguas primitivas se habían separado.

��� CAQUOT, op. cit., pp. ��9, �09. Ba‛al Zebub, que da el Belcebú posterior. A.T., II Reyes, �, � y 6.��� Ibídem, pp. ��8-��9, ��0 y ��5, ��0, ���.��� Kuthar, Košar, Chusor, herrero, arquitecto y músico, descubridor del hierro y de la nave-

gación, luego llamado Hefaistos. Es el dios mago por excelencia y representante de las energías ocultas de la tierra. Representante del fuego operante. Identificado con Ptah, el dios egipcio mago por excelencia, favorable al género humano, aunque en Egipto Ptah tenga un papel mucho más esencial.

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La segunda fase del mito se centraba en la construcción de un pa-lacio para Ba‛al. Este dios, lo mismo que antes El y después Yam, de-seaban afirmar el establecimiento de su orden sobre la tierra poniendo como alegoría el palacio. ‛Anat apoyó decisivamente a Ba‛al para ob-tener el asentimiento de `El, en principio reacio a esta edificación, y el palacio fue construido en el centro de las cumbres del Sapan o Safon. Una vez edificado, Ba‛al permitió que fueran abiertas ventanas en sus muros, al parecer con el fin de que las lluvias alcanzasen la tierra para impulsar y mantener, probablente, sus ciclos vitales.

En la tercera fase del mito, Mot, divinidad de los períodos secos y de la muerte, alarmada por la vida lujuriante y húmeda que se avecinaba, convocó a Ba‛al en un momento en el que éste se encontraba débil y exhausto antes del verano. El papel de Mot era positivo y no negativo como en un principio pudiera parecer. Era a través de Mot como se establecía la periodicidad necesaria para que los ciclos vitales se desa- rrollaran con la normalidad y eficacia necesarias. Lo cierto fue que Ba‛al acudió a la llamada y desapareció. Había venido el período apa-rentemente estéril, seco. ‛Anat, favorecida por su carácter freático o subterráneo, se puso en busca de Ba‛al ayudada por Šamaš divinidad solar, y lo encontró, trasladando su cuerpo al monte Safon. A renglón seguido se apoderó de Mot, lo cortó, trituró o aventó, y entonces Ba‛al volvió a la vida manifestando su poder en una violenta tempestad��� .

Ba‛al Hadad cumplía, al morir periódicamente, su cometido com-pleto de dios terrestre. Su aparente sacrificio era necesario para la pro-secución armónica de la existencia, como en los casos de Usir-Osiris y Dummu-zid-Tammuz. Mot era el dios del devenir y como tal de la muerte, pero también como tal dios de la energía mineral en aparien-cia inerte. Como suelo parecía engullir la vida, pero la devolvía en for-ma de grano. En el problema Ba‛al-Mot, independientemente de un conflicto de fertilidad y estacional, o un conflicto vida-muerte, creo ver una expresión «del ser» cuya manifestación, «el existir», aparece con las curvas ascendentes y descendentes que les son propias y ne-

��� JAMES, op. cit., pp. ��, 56 ss., 96-97, ��� ss., �9� ss. KAPELRUD, A.B., Baal in the Ras Shamra Texts, Copenhague, �95�.

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cesarias, simbolizadas por esos conflictos. Ambas explicaciones, con el fondo filosófico que les es común, e interpenetradas, no sólo no se excluyen sino que también se complementan. En definitiva tanto vale el sacrificio y la desaparición de Ba‛al como el sacrificio y la transfor-mación de Mot, puesto que los dos son ritmos necesarios de un mismo sentido y partes de un mismo proceso pendular.

En todo esto, una vez más en los esquemas cosmológicos se desa-rrolló otro problema, que en este caso ha sido luego fuente de gran-des planteamientos religiosos con soluciones varias. Se trataba de la coexistencia de los dioses `El y Ba‛al y del problema dicotómico que conllevaba.

`El, dios creador y Ser supremo, desde la óptica humana, se iba alejando de la problemática diaria de los hombres, porque: ¿quién hacía que las cosechas de cada año fructificaran?, ¿quién protegía a la pobre criatura humana de todos los males y de todos los demonios?; ¿quién la aterrorizaba con el rayo y con el trueno, con la inundación y el terremoto, sino un dios más cercano? ¿Era `El, dios lejano en cierta medida, o era una deidad más próxima y, de alguna forma, más com-prensible? ¿A qué forma de Dios podía uno dirigirse para las peque-ñas cosas, a qué forma de divinidad podía uno intentar engañar como si fuese a un superior más o menos semejante a uno mismo?

`El fue entonces cediendo paso a Ba‛al e, incluso, Ba‛al iría cedien-do el paso, conforme su personalidad fuera cobrando la personalidad de `El, a otros dioses menores cada vez más consuetudinarios. El gran dios creador, `El, se transformaba, con el curso del tiempo, en el Ser metafísico, alejado y dormido, que se despreocupaba de su creación porque estaba descansando. Era un pensamiento bajo el cual latía la inmensa pregunta de si la creación iba a tener un fin, como el mito y el rito cuentan que tuvo un principio, y de cuál era el término del hombre que se consideraba a sí mismo como eje de la creación y de todos los porqués que la pregunta llevaba anejos.

Se hacía necesario un dios que respondiera a las preguntas y, mejor aún, que garantizara las respuestas y la supervivencia de todo. Por

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todo esto, e inevitablemente, el dios primordial, el gran creador, el Ser, se desdobló, como mínimo, en dos figuras. Una que se quedaba antigua y la otra que era contemporánea del hombre. Una que se man-tenía cada vez más confusa, superior y distante, y otra que era cono-cida porque se daba a conocer y estaba próxima. Es decir, un dios del universo en general y un dios hasta cierto punto de este mundo.

Una divinidad ociosa casi en contra de otra que estaba «en acción»; un dios que creó, pero que podía anular su creación, y otro dios que permanecía enteramente dentro de esta creación y que cuidaba de que se perpetuara.

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El hombre frente a la Naturaleza

Buena parte de las divinidades semítico-occidentales parecían ser expresión de las fuerzas naturales, energías cíclicas en choque que se combatían o que se armonizaban las unas con las otras. La propia divi-nidad primordial, `El, era calificada de «toro», como hemos visto, y las distintas etapas de la creación eran simbolizadas por su poder fecun-dante. Ba‛al representaba el concierto de los elementos terrestres. Las diosas, de rasgos maternales o eróticos acusados muchas de ellas, eran el espejo de la libido de la Naturaleza. Había una divinidad oceánica y apocalíptica que parecía tener dominio sobre los líquidos del caos. Va-rios dioses simbolizaban la resurrección vegetal y un dios, que lo era de la muerte, lo era así mismo del grano y de su germinación, etcétera.

Pero creo que sería falso ver en estos dioses unos simples esquemas de interpretación de los fenómenos y fuerzas naturales. Yo creo que el alcance de la creación a lo ugarítico pudo ser más profundo y filo-sófico, un pensamiento religioso denso. Pienso en un sólo diseño de creación —evidentemente expresado con símbolos— en el que una divinidad única y primordial, `El, representaba el Todo y era eterna. Suyo era el universo en la totalidad de sus fases, aunque cada fase y cada elemento tuviera un nombre, un atributo definitorio, que pasaba a ser un dios. Uno de estos dioses, una de estas etapas, la correspon-diente a esta tierra y a la evolución ordenada de la misma, era Ba‛al, que cobraba una importancia capital por ser la encarnación de lo más importante para el hombre: la custodia del mundo.

`El pasaba a ser el creador lejano, en suspensión��5, y Ba‛al se con-vertía en el responsable medianero, pero no sin lucha.

��5 Probablemente hay un recuerdo de este deus otiosus en el «al séptimo día descansó», de la creación cristiana.

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En los mitos ugaríticos de ‛Aleyān Ba‛al lo más interesante y expli-cativo era precisamente la resistencia que `El parecía ofrecer a los su-cesivos propósitos de Ba‛al. La divinidad única, esencial y existencial, sería sin duda más difícil de entender y más difícil de venerar que el dios parcial, de atributos bien visibles y de influencia decisiva sobre el lugar humano; pero esa divinidad primordial conservaba su primacía y mantenía el culto y la reverencia de sus fieles. El aparente conflic-to adoptaba tal vez dos posturas extremas. Una, la cooperación con Ba‛al en su obra, otra, la sumisión a `El. Entre ambas había matices intermedios, como era natural.

«Sed fieles al espíritu de la Naturaleza», es frase de Nietzsche que pudiera aplicarse al modo de concebir lo sagrado entre los que se-guían la primera postura. Se trataba de un íntimo contacto con el me-dio circundante, agrícola o marino, dentro del cual el hombre estaba condicionado y era condicionante. Como agricultor vivía los ciclos de la tierra y era copartícipe de ellos. Como marino, domaba y ferti-lizaba el mar, sacando de él fruto comercial y pesquero. Humanizaba al mar.

La sumisión, en cambio, era el eje de los que seguían la segunda postura. Sumisión que habría de ser el pilar maestro de la fe mosaica y de la islámica, «la religión propia de Dios es la sumisión al Islam», dice El Corán��6 . Era una sumisión inevitable puesto que la divinidad era concebida como una y total, causa sola del ser y del existir.

De cualquier manera, lo sagrado para casi todos se hacía patente a los ojos y al mundo de los seres humanos en variadas formas que, para unos, eran la prueba de la misma esencia sagrada de la Naturaleza y, para otros, mostraban la acción, presencia y existencia de la divinidad única en un momento y lance determinados. Culto a las alturas, a de-terminadas rocas, árboles y aguas, ceremonias de intercomunicación con el medio —hierogamia, hierodulismo y sacrificios— en donde la energía natural se hacía más patente. El ser humano hallaba en estos puntos y actos unos polos adonde comparecer para notar de manera

��6 �, �7/�9.

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particular y condensada la vida. Eran un centro, un polo, no una co-lumna metafísica��7, sino más bien una fuente de poder vital que lle-vaba en sí la actividad, la evolución y la muerte igual que el universo que venía a significar.

Los montes, las piedras y rocas singularizadas, como el bet-el —«casa de un dios»— y la massebā —una piedra erguida, a veces fá-lica— muchas veces colocadas sobre «una altura», eran objeto y lugar de culto porque corporeizaban una fuente de poder vital. Hay muchos ejemplos bíblicos de betilos y alguno llega hasta nuestros días adscrito a alguna virgen consagrada, lo mismo que ocurre con alguna massebā desviada de su sentido primitivo.

Los árboles aislados, caracterizados por algo especial e incluso los bosques eran puntos todos ellos los más visibles de la producción ve-getal y, por ende, susceptibles de conllevar las fuerzas de la vida. Mu-chas veces eran los habitáculos de una divinidad, que hablaba a través del movimiento de sus hojas��8. Los ba‛alīm eran adorados «sobre to-das las colinas elevadas y bajo los árboles verdes» y el Antiguo Testa-mento cita continuamente el culto, los sacrificios y el hierodulismo relacionados con el álamo, el sauce, la encina y el terebinto, conde-nándolos. Sagrado pudo ser el encinar de Mamré, en donde Abraham edificó un altar a YHWH, sagrado era el bosque de Afaca en Fenicia, y los bosques de Astarté, Tanit y otros dioses cartagineses hasta plena época cristiana. En íntima conexión ideológica con los árboles estaba la ašera, un palo, poste tallado o tronco plantado en un lugar de culto, dedicado a una deidad o energía determinada de la que se suponía era el símbolo o la morada. Fueron muy frecuentes en todo el ámbito semítico-occidental.

La hierogamia era muy importante. Al realizarse el matrimonio ri-tual entre un dios y una diosa, representados en general por un hombre y una mujer, se activaban las energías divinas y los flujos de la Natu-

��7 Ni un eje comunicando lo trascendente, lo subyacente —mundo de la muerte— y lo terrestre, a la manera interpretativa de Mircea Eliade.

��8 Caso quizá de la palmera bajo la que Débora se sentaba a juzgar (A.T., Jueces, �-5) o el del terebinto o encina de los adivinos (A.T., 9, �7).

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raleza, su erotización quedaba institucionalizada. Lo que en princi-pio era un pensamiento circular —el hombre, como parte de un todo sexuado, realizaba su propio proceso para estimular la sexualidad de la Naturaleza y que ésta siguiera viviendo y haciéndolo vivir— pasaba a tener una doble función. De un lado, llevar a la potencia divina a una unión con el hombre y el suelo, asegurando la multiplicación de los rebaños, la fecundidad de la tierra y el crecimiento de la especie humana. Y, de otro lado, procurar al hombre una íntima, individual y verdadera identificación con la divinidad a través del acto sexual.

La segunda función se realizaba también mediante la prostitución sagrada. Era una entrega personal esporádica, hecha en fiestas con li-cencia sexual, o una entrega periódica e institucionalizada hasta cier-to punto. El hierodulismo —qedešīm y qedešōt, hombres y mujeres llamados santos según atestigua el Antiguo Testamento— se practica-ba en los templos de muchos ba‛alīm y, sobre todo, en los de las diosas de «múltiples nombres». Perece ser que era un acto meritorio llevar a las hijas a los templos con este fin y durante una temporada. Las ganancias obtenidas se destinaban verosímilmente al culto.

En este horizonte mental se hizo inevitable la aparición, en casos más menos frecuentes y especiales, del sacrificio humano de sangre, practicado sobre todo cuando se creía necesario reanimar a una fuerza natural divinizada mediante lo más precioso del hombre, la vida hu-mana. Con la entrega de esta vida se establecía, además, un pacto en el que el dios no podía dejar de ayudar al hombre, fuera cual fuera la fuerza oponente. Y, al tiempo, creo yo que este sacrificio conllevaba el valor de una maldición, una execración contra aquél o aquellos que habían llevado al sacrificador a esta situación límite. Así me parece que debemos entender el sacrificio del hijo del rey Meša de Moab, que le da la victoria sobre Edom e Israel pese al oráculo de Eliseo en contra��9. Y lo mismo el de los niños nobles de Cartago, a raíz del sitio de la ciudad por Agatocles��0. O el de la hija única de Jefté, en cumpli-

��9 A.T., II Reyes, �, �5-�9, �6-�7.��0 Diodoro, XX, ��-�. CAQUOT, op. cit., pp. ���-��5.

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miento del voto hecho a YHWH por una victoria militar difícil���, o el de los tirios cuando Alejandro sitió su ciudad, etcétera.

Otro tipo de sacrificios humanos habría sido el de apaciguamiento de los dioses para alejar una epidemia, considerada castigo divino por una falta cometida, como los llevados a cabo en Cartago con motivo de una peste, o en Sicilia, tras la muerte por enfermedad de una buena parte del ejército púnico���.

Y habrían sido normales, dentro de la óptica de ayudar y estimular a las fuerzas de la Naturaleza, los restantes sacrificios del tipo molk, inmolación de niños y adultos que nos hacen recordar el estrago de los antiguos mexicas, con su intención de preservar lo más posible el actual ciclo solar condenado a desaparecer. En estas matanzas —dado el carácter de cooperación y de renuncia que suponía el sostener con la sangre el orden universal— las víctimas mexicas debían ir por lo menos tranquilas, si no alegres, al sacrificio, lo que coincide con las noticias de Tertuliano y Minucius Felix respecto al molk norteafrica-no: «los esfuerzos que habían de hacer los padres para evitar el llanto de sus criaturas, pues no debían de inmolarse las víctimas si éstas lloraban en el momento de su sacrificio»���.

Creo que había por lo menos tres tipos de molk. Uno, por orden de frecuencia, el recién definido, o sea, el ligado a la idea de la conser-vación y estímulo de las energías naturales deificadas. A éste se refe-riría la mayor parte de las alusiones hechas condenatoriamente en el Antiguo Testamento���. Dos, el sacrificio hecho como compensación o desagravio por una falta o trasgresión cometidas, con un castigo colectivo como consecuencia. Tres, el destinado a conjurar un peli-gro muy grave, causando al mismo tiempo el mayor daño posible al

��� A.T., Jueces, ��, �9 ss.��� FÉVRIER, J.G., «Les rites sacrificiels chez les Hébreux et à Cartaghe», Rev. Études Juives-His-

toria Judaica, �ª serie, III, CXXIII, fasc. �-�, pp. 7-�8. DÍAZ ESTEBAN, F., «Los sacrificios de niños y el Tófet», Cultura Bíblica, ��6, pp. �8�-�88.

��� Tertuliano, Apologética 9.��� Levítico, �0, �-5, Deuteronomio, ��,��, �8,�0, II Reyes �8,�, �7,�7, ��,6, �5,�0, II Pa-

ralipómenos, �8, �, ��, 6, Salmos, �06, �7-�8, Isaías, 57, 5, Jeremías, 7, ��-��, �9, �ss, ��, �5. Ezequiel, �6, �0-��, �0, �6, etcétera.

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enemigo. Un molk de cooperación con el orden universal, un molk de expiación por el pecado y un molk de maldición.

El sacrificio de Isaac hecho por Abraham —que para los musulmanes es el de Ismael— es más la muestra de una sumisión absoluta de un hombre a su divinidad primordial y única, y una prueba a la que ésta lo somete. Sin embargo, aunque no enlace con uno de esos molk, sí que se vincula con el problema de la primogenitura y con el del sacrificio por sustitución. El sacrificio de primogenitura consistía en entregar al dios todo lo primero nacido, ya fuera vegetal —las primicias cristianas— animal o humano, posiblemente como rescate inicial de lo que habría de nacer después. El sacrificio por sustitución era la última etapa a la que se llegaba en el concepto del molk, cambiando al hijo propio por un esclavo y, luego, por un animal; hecho que se repitió, por lo menos en el occidente semítico, hasta bien avanzada la época romana��5.

Otros sacrificios, pero no del género molk, habrían sido los de pri-sioneros, como la muerte de Agag, rey de los amalecitas, por orden de Samuel y ante YHWH��6, o los sacrificios agrícolas unidos a la vengan-za, como el episodio del ahorcamiento de los descendientes de Saúl a manos de los gabaonitas��7. Y los fundacionales, enterrando a una per-sona bajo los cimientos de una edificación pública, o de una casa par-ticular, quizá con el fin de proporcionar a la obra una especie de genio guardián o de apaciguar a lo espíritus dueños del solar; sacrificio éste último del que se han encontrado bastantes restos arqueológicos.

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��5 FÉVRIER, J.G., «Le rite de substitution dans les textes de N’Gaoua», Journ. Asiatique, �, pp. �-�0.

��6 I Samuel, �5, ��. ��7 Ibíd., ��, �-9.

Parte II

Ambigüedad y espera

Los hebreos

El hecho religioso como afirmación mítica e histórica del pueblo hebreo como tal

El hecho religioso, que es el constitutivo del pueblo hebreo como identidad, es un fenómeno único, por lo menos entre los pueblos conocidos de la Antigüedad y, desde luego, entre los que llamamos semíticos; fenómeno en sí que es sobradamente conocido y que no necesita de demasiada glosa.

La Alianza es la base de su formación y de su continuidad como pueblo, se ha dicho: «la religión de Israel ha sido una afirmación constante y apasionada de la identidad nacional»138. E, invirtiendo los términos, puede y debe decirse que, justamente, esta identidad nacio­nal le viene dada, apasionada y constantemente desde el principio de su formación o agrupamiento, por la religión y, dentro de la religión, por su eje íntimo y su columna sustentante que es la Alianza.

Sean cuales sean los orígenes y los componentes de Israel en sus inicios, el hecho es que su cohesión como pueblo y, filosófica, étnica e históricamente, como comunidad, son virtualmente únicos. Si se me permite el juego de palabras, los hebreos históricos y los judíos contemporáneos son una comunicación y hasta una comunión entre

138 CAQUOT, A., «La religion d’Israel», en Histoire des Religions, Encyclopedie de la Pléiade, París, 36.

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individualidades, con un devenir y unos horizontes que se quieren comunes. Son la consecuencia constante de una causa primera, que es la del pacto con Dios. Un Dios al que se califica de Único, por supuesto que de Creador y, lo que hasta el pacto prácticamente no había ocurrido en ninguna religión semítica u otra, de Universal.

De acuerdo con el credo bíblico, este Dios, que según el libro de Génesis, será llamado YHWH luego de manifestarse a Moisés en la zarza, era el adorado por Abraham y sus inmediatos descendientes, los progenitores del pueblo de Israel. Es una Divinidad a la que este pueblo acude en última instancia, sacándola un poco del cajón de los olvidos, cuando se encuentra en Egipto en unos momentos especia­les de opresión, angustia y autoafirmación. Es la Divinidad que este pueblo adopta más o menos definitivamente después y, en torno a la cual, se mueve con un movimiento a la vez centrífugo y centrípeto.

Según los partidarios de la que podría calificarse como «hipóte­sis egipcia», el núcleo primitivo y constituyente del pueblo como tal sería el de los exiliados ideológicos egipcios, semitas y de otras etnias, procedentes de la revolución religiosa de Imenhotep IV Ajeni­ten —Ajenaton— que, ante el ambiente hostil y más conservador de los sucesores inmediatos de este faraón, habrían emigrado al desierto en una confusa mezcla de componentes sociales, unidos sólo por el concepto de la Divinidad y por el rechazo del Egipto oficial.

Hipótesis que, en lo social y revolucionario, se aproxima a otra que considera la aparición del pueblo hebreo como una de las consecuen­cias de un gran movimiento reivindicativo de las capas trabajadoras de la Palestina cananea y del Bajo Egipto de la época; movimiento favore­cido, si no provocado, por los remolinos de los pueblos en marcha que componen la llamada «invasión de los pueblos del mar» y otras, y que según parece estalla a raíz de alguna gran catástrofe de tipo geológico.

El pueblo de aquel Israel habría sido, entonces, la reunión de algu­nos de aquellos desfavorecidos que, juntos con grupos seminómadas arameos o árabes y agrupados en torno a un Dios especialmente pro­tector y aglutinante, constituiría una especie de gran hermandad, o

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cofradía desparramada, cuya lucha por una esperanza y un objetivo comunes se iría transformando en una etnia y en una nación.

Hipótesis tampoco lejana de la que considera al Dios de Israel, y por lo tanto al pueblo de Israel de entonces, como salido directamen­te de las peregrinaciones al santuario del monte Horeb (o del monte Sinaí), en el Sinaí; en donde se rendía culto a una divinidad «semíti­ca» en forma no solamente local sino radiante e iniciática. Divinidad que, en un momento histórico determinado y oportuno, se constituyó en Dios nacional.

Más hipótesis hay y más podrían forjarse probablemente en torno a los mismos supuestos, a la espera de que elementos y datos nuevos vengan a aclarar por completo los orígenes de Israel.

Sin ánimo de querer ser sincrético y ecléctico, creo que todas estas explicaciones no se excluyen sino que, por el contrario, se comple­mentan en muchas cosas. Baste recordar lo que desde nuestra pers­pectiva histórica puedan parecer los supuestos hechos más significa­tivos de aquel período:

— La existencia muy precedente de una entidad divina semítica, creadora, luego ociosa o activa según las diversas culturas, siempre superior a las otras entidades divinas, llamada ´El o ´Il. Ya la hemos visto antes entre los semitas occidentales no árabes.

— La propagación y popularidad fuera de sus fronteras locales de dioses próximos, activos y, en parte, creadores, como Ba‘al (Hadad), Rešef y sus similares, una diosa o dios solar y, muy especialmente en Arabia y en el Sinaí, de un dios lunar, Sin.

— La tendencia de todos estos dioses (y de las diosas tipo Diosa Madre) a constituirse en cabeza de panteón y a asimilar figuras paralelas.

— La profunda interpenetración de Canaan, del mundo próximo asiático y de las islas del Egeo, con Egipto; sobre todo a partir del flujo y del reflujo de los llamados hicsos y de los faraones de la XVIII dinastía.

— El intento de creación y de implantación de un dios internacio­nal político por parte de estos mismos faraones y de sus sucesores,

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los primeros de la dinastía XIX, que se traduce fundamentalmente en los vértices de las dos figuras solares de Ra y de Iten-‘Aton’ o Adon.

— Los grandes movimientos de pueblos en al menos toda la cuen­ca oriental del Mediterráneo, que deben ser la consecuencia y el refle­jo de otros movimientos iniciados más allá.

— Los indicios de catástrofes sísmicas en la misma cuenca.

Y todo ello en un tiempo históricamente corto, que abarca unos cinco siglos (1650­1160 a.C.).

Esto nos permite imaginar a efectos de trabajo un mundo centrado principalmente en el Mediterráneo levantino, en donde coexisten unas civilizaciones dinámicas sustentadas por una alta densidad de población y abundancia de recursos, y por un comercio mutuo muy fuerte. Algunas de ellas están en plena expansión política y militar, y todas ellas gozan de una elaborada y a veces refinada cultura, en la que los esquemas religio­sos parecen alcanzar a veces un alto grado de elaboración filosófica.

Es un mundo esencialmente ciudadano, urbano y preindustrial, con un marcado predominio del control sobre las materias primas y los polos de alimentación. Posee una mano de obra constituida no solo por las capas más económicamente débiles de cada sociedad y nación, sino por los aflujos de inmigración de las zonas periféricas, que vienen atraí­dos por la luz de cada cultura focal, y por los esclavos, en parte inmi­grantes forzosos y en parte ciudadanos intercambiados forzadamente.

El equilibrio en este mundo se mantiene en buena medida gracias a la fricción y al desgaste de las grandes potencias de turno, una de las cuales es siempre Egipto, y gracias al intercambio de hombres, costumbres, ideas, modos de vivir y mercancías; con una más que probable tendencia a la unificación o a la homologación de ciertos criterios, uno de los cuales puede ser el religioso.

Imaginemos, entonces, lo que en un mundo visto con esta pers­pectiva puede significar la ruptura del equilibrio a través de catás­trofes sísmicas, cambios climáticos repetidos, presión de unos pue­blos en marcha obligados a buscar nuevos asentamientos, no como

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inmigrantes pacíficos sino como invasores, etcétera. Esto es lo que, más o menos, debió ocurrir, con las correspondientes secuelas de destrucción, retraso, pérdida de autoridad, disgregación, angustia y sufrimiento, sobre todo entre las capas más débiles económicamente; junto con epidemias y hambre. Factores todos de los que quedan tes­timonios directos e indirectos; y factores que, normalmente, favore­cen el regreso mental hacia los «dioses de antaño» o hacia los dioses que, por una circunstancia determinada, parecen ofrecer más protec­ción y seguridad —son más fuertes y lo demuestran— sobre las divi­nidades diarias que no han sabido apartar de sus fieles los males y las catástrofes.

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La Divinidad del Pentateuco

Se ha especulado abundantemente acerca de la Divinidad del Pen­tateuco, «un dios de antaño» que saca de Egipto a Israel y lo cons­tituye como pueblo. El nombre mismo de Israel pudiera designar, en una forma verbal, la relación del pueblo sacado de Egipto con su Divinidad; es decir, su agrupamiento como unidad humana religio­sa volcada a un Dios, que es el Dios primitivo de Abraham o el de otro antepasado de Moisés, o que lo es del clan, tribu o agrupación religiosa de Reuel, del que Jetro, suegro de Moisés, es el sumo sacer­dote.

Es una Divinidad en la que parecen conservarse rasgos y tradicio­nes del culto lunar a Sin, mezclados con los propios de YHWH (ten­dencias y tradiciones que se perpetuarían en dos maneras de ver el culto, la primera en el norte de Palestina, en torno a la tribu de Efraím, y la segunda en el sur, en torno a la tribu de Judá); cuyas teofanías recuerdan fenómenos volcánicos o fenómenos volcánicos y terremotos (habiendo también dos tradiciones, una al norte y otra al Sur).

Las teofanías, sin embargo, pueden ser la sublimación de un regre­so a los orígenes en las ceremonias posteriores realizadas en el Tem­plo de Jerusalén o, lo que también sería posible, en el santuario de la Divinidad sinaítica de Reuel, que luego va a manifestarse como YHWH frente a Moisés.

En todo caso, se trata del Dios separador de los elementos consti­tuyentes de la Tierra y de la materia, que opera a base de los fenóme­nos naturales.

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Pudiera considerarse, como ya dije, que el nombre YHWH no fuera sino uno de los nombres aplicados al dios `El; siendo normal, como es sabido, el hecho de que una gran divinidad sea nombrada y calificada con una serie de nombres, la mayor parte de los cuales no son sino adjetivos definidores de condiciones y cualidades, o formas verbales que tratan de traducir su esencia o el concepto que se tiene de ella.

No deja de ser posible también, como se ha dicho a veces, que este nombre lo sea de lugar. Los shasu de Yahwo, o beduínos de Yahwo, mencionados en el templo de Imenhotep III en Soleb (Nubia), pue­den ser los habitantes de una región así llamada y situada al este de Suez, nombre que luego pasaría a ser el de un dios. Esta posibilidad yo la considero muy remota y me parece más bien que el fenómeno es el contrario, y que los beduinos de Yahwo —israelitas o no— fue­ron el pueblo que adoraba a esta divinidad, cuyo nombre se extendía a sus adoradores y a la región en la que habitaban.

El tetragrama YHWH corresponde al Yw de un texto ugarítico, al componente Yehi en el nombre propio fenicio de Yehimilic, a otros nombres teóforos amorreos, de Mari y cananeos, quizás también a alguno hicso, cuya pronunciación general y común podría más o menos corresponder al Iao de la que, pudiéramos llamar, transcrip­ción griega posterior, que tanto se ha usado en los artilugios y esque­mas instrumentales mágicos hasta nuestros días.

YHWH sería entonces bajo esa óptica una expresión o denomi­nación particular de una Divinidad de culto amplio y extendido; en algunos casos difuso, por ser, al mismo tiempo, una Divinidad tras­vasada en beneficio de divinidades filiales o asociadas más activas. Es cierto que el vocablo ’il (’el) es, con toda probabilidad, un deno­minativo semítico de «divinidad» en general, pero existe un ’El por antonomasia, que debe ser —se quiera reconocer o no— el gran Dios semítico primitivo139.

139 Éste sería el ’«El ‛olậm, ’El ‛elyôn qônê šamayim ve ’ares, del Antiguo Testamento, ’El eterno, ’El altísimo, creador de cielos y tierra; abu šanima y ab bnê ilm en Ugarit, padre de los años y padre de los hijos de los dioses, ab adm, padre del hombre (o de la Humanidad)», o sea, probablemente, el Dios cabeza de panteón y origen creador o contenedor de todo, incluso de los dioses subsiguientes.

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Creo que, hasta cierto punto, podemos concebir la fijación histó­rica de la Divinidad conocida como YHWH como la vuelta de una amplia comunidad de fieles hacia un Dios antiguo, probablemente ’El, abandonado en el culto de unos pueblos semíticos que lo tuvie­ron antes como cabeza o cobertura de panteón. Al margen de esto, parece posible que la forma YHWH de ’El haya estado recibiendo un culto especial en el Sinaí, en donde puede haber tenido un sacerdo­cio, o un grupo de adeptos, dedicado a la custodia de un área geo­gráfica considerada como especialmente vinculada a esta Divinidad y por ende sagrada.

De ser así, nada tendría de particular que, entre las tribus nóma­das y seminómadas de la zona hubiese tenido fieles o adoradores; gente unida de alguna forma a este santuario. Incluso podríamos suponer que esta Divinidad y sus partidarios tuvieron una cierta riva­lidad con el dios lunar Sin, de culto muy extendido por la zona y por la península Arábiga; competición que puede haberse reflejado en algunos rasgos que YHWH parece haber adoptado de Sin, también en la preponderancia que YHWH adquiere posteriormente como Dios

YHWH ’El ‛olậm, del libro de Génesis (21, 23), que se puede interpretar como YHWH, ’El eterno, y no como YHW, Dios eterno, seria justamente una expresión de la identidad de am­bas figuras divinas en una sola; a lo que podría añadirse el ’El roi, ¿’El vidente (omnividente)?, aplicado a YHWH, también de Génesis (16, 13) y, quizás, si bien viene expresado como ’elohím —literalmente dioses— el YHWH ’Elohim ’emet, hu ’Elohim hayyim u melek ‛olậm, YHWH es ’El verdadero, él es ’El vivo y rey eterno, de Jeremías (10, 10). Aunque aquí, como en otros muchísi­mos párrafos del A.T., el citado plural viene a complicar mucho las cosas.

Sí que sería seguramente el ’El šadday de Génesis y Éxodo (17, 1 y 6, 2), en donde se afir­ma su identidad con YHWH šadday (identidad que puede ser de interpolación intencionada posterior, lo que no quita para que al interpolador yahveista le pareciese que la identificación era lógica por tradicional y necesaria) que, a su vez, pudiera tener algo que ver con la idea de «montaña», al estilo del ’El gabal de Emesa, siendo muy propio por lo tanto que una Divinidad así tuviera culto en un monte sinaítico particular.

Un ’El šadday igual, probablemente, al ‛elyôn šadday a quien el Salmo 91, por ejemplo, iden­tifica a YHWH, como lo hace el 92. Este Dios supremo, Dios vivo, antiquísimo y abundantemen­te adjetivado, pudiera tener, junto al adjetivo ‛elyôn, altísimo —que parece convenirle de modo especial y que sólo hereda visiblemente la divinidad que, en Ugarit, viene a sucederle (‛alyân Ba’ al)— o junto al determinativo de šadday, un epíteto verbal que significase YHWH. Sin que por ello, al expresar cada adjetivo, determinativo o epíteto, el creyente estuviese refiriéndose a divinidades diferentes, en la misma medida en que, en nuestra época, al hablar del «Altísimo», el «Todopoderoso», el «Omnisciente», etcétera, no nos referimos, en las religiones reveladas, a divinidades distintas sino a los atributos de una.

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único en el Sinaí, y en las luchas iniciales del pueblo hebreo (junto al monte Horeb y otras) contra los amalecitas y diferentes naciones semiárabes o árabes del entorno.

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El pueblo hebreo inicial

Sin llegar a ninguna conclusión global podemos pensar que unos grupos semíticos —establecidos en el norte de Egipto en la época de los hicsos, o inmediatamente después a favor de la expansión asiática de Djehuti-moshe­‘Thutmes III’— en un momento histórico determi­nado toman conciencia de su identidad como clase social ideológica, o como etnia, y pasan a la que pudiéramos llamar una situación revo­lucionaria. Algunos de los miembros de estos grupos debían estar completamente «egipciados», pertenecer a la aristocracia guerrera egipcia e incluso a la realeza o al clero, aunque la mayor parte fueran una especie de artesanado inmigrante, especializado en determina­das labores u ocupante de tierras marginales. Después de una pro­bable agitación interna en el país (reflejada en el afán persecutorio del faraón del Éxodo contra los hebreos y en el asesinato que comete Moisés), el conflicto se resuelve en una partida masiva de los grupos hacia el desierto.

La partida tiene como base la unión de los grupos con YHWH y, de acuerdo con lo dicho en el Éxodo140, parece inspirarse en una pere­grinación, o «romería» antigua, celebrada en un punto del desierto a no demasiada distancia del Delta occidental; en torno a un santuario conocido, pero cuyos ritos estaban quizás algo olvidados. La idea de YHWH no aparece sólo como una idea religiosa en la acción dialéc­tica frente al faraón de Moisés y Aarón, según el texto del Antiguo Testamento, sino como una campaña fuertemente social y política; cosa que reflejan muy bien la postura y las actitudes e inquietudes de las autoridades egipcias del momento.

140 1­9 y 17; 7, 16; 26; 8, 20 (16), 25 (21), 27 (23); 9, 1, 13; 10, 3, 9, 26.

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Hacía poco que había tenido lugar la predicación monoteísta y el intento de revolución palatina de Ajeniten­Ajenaton, en la dinas­tía XVIII, que era asimismo, un intento de dar al orbe sometido a la influencia egipcia un dios universal unificador. Intento que, en su desarrollo principal, incluso en el interior de Egipto, parece haber fracasado en parte; pero sólo en parte, ya que desde el punto de vista oficial, político y religioso, es lícito reconocer que el carácter de dios universal y semitizante adoptado por Suti­‘Set’, bajo el patrocinio de algunos faraones de la dinastía XIX, y el mismo carácter del que sería desde entonces el gran dios Imen­Ra, ‘Amon Ra’, son herederos del cambio de óptica que eclosionó en la época de Ajeniten y de su ten­tativa de reforma.

Éste era igualmente el momento histórico en el que la potencia económico­imperial de Egipto sufría un reflujo por la sucesiva contra del reino caucásico de Mitani, de los hititas de Asia Menor y, a finales de la dinastía XVIII y durante la XIX, por la presencia en las fronte­ras mediterráneas y en las libias de las oleadas armadas de pueblos migratorios conocidas como la «invasión de los pueblos del mar».

No pretendo decir que todos estos fenómenos hayan sido simul­táneos. Sabemos históricamente que no lo son; pero sabemos que son muy próximos entre sí, y que definen lo que pudiéramos llamar un largo siglo de grandes acontecimientos, crisis y disputas por la expansión económica, el control de las materias primas y el comer­cio. Un largo siglo en cierto modo preindustrial, como dije antes, que tuvo que crear una cierta masa de mano de obra «proletaria», y una fuerte concentración urbana. Y si, como parecen indicar los movi­mientos de los pueblos nombrados «del mar», el colapso contempo­ráneo del imperio minoico de la isla de Creta, los desplazamientos firmes de los aqueos y de los dorios sobre Grecia, las islas del Egeo y Asia Menor, la invasión frigia que hunde al imperio hitita, etcétera141, cabe imaginar que gran parte de esa mano de obra trabajadora, junto con la mano de obra militar y mercenaria, pertenece a inmigrantes de

141 En este etcétera entra Troya, por ejemplo, por lo que constituye de espejo histórico y literario de unas grandes convulsiones y destrucciones.

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esos pueblos y razas que vivían al borde de las zonas urbanas y de los estados constituidos y que habían ido infiltrándose en unas y otros por razones de supervivencia.

Las invasiones pacíficas de los habitantes fronterizos infradesarro­llados preceden siempre a las posibles invasiones violentas, realiza­das sobre territorios más desarrollados que actúan de centro de atrac­ción, polarización y cambio.

Resulta probable, incluso, que los trastornos climáticos, relativa­mente lentos, y el desplazamiento laboral de esta mano de obra nece­sitada haya sido, en buena parte, el motor del proceso del control de materias y mercados, concentración urbana y competencia por el predominio. Como igualmente resulta posible que esas alteraciones climáticas hayan causado los movimientos sísmicos y los fenómenos volcánicos, que parecen atestiguados en toda la cuenca oriental del Mediterráneo; y que pueden haber pasado al Antiguo Testamento en alguna de las famosas plagas (la del oscurecimiento, por ejemplo, a causa de una hipotética nube de cenizas) y en alguno de los fenóme­nos extraordinarios que se producen durante el Éxodo. La fase vio­lenta del movimiento de penetración de los pueblos periféricos resul­taría pausiblemente causada por un agravamiento en la oscilación de los climas y por los mismos fenómenos telúricos.

E1 equilibrio político, económico y hasta ecológico se desestabi­lizan y, en la confusión resultante, las capas de población más des­asistidas, tanto de Egipto como de los reinos urbanos y populosos centros de población de Canaán, son las que más sufren; las que más se inquietan y las que se agitan en unos movimientos que resultan peligrosos por su contacto e identidad racial, en muchos casos, con parte de los pueblos que están presionando en las fronteras.

Cabe imaginar que entre dentro y fuera de los Estados de la zona, reducidos a un retroceso y a un reajuste de su control militar, se crean una especie de zonas de bandolerismo en las que se mezclan elementos de las tribus fronterizas con trabajadores mal asimilados y sin trabajo, mercenarios sin soldada, fugitivos, etcétera. Bandas de

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pillaje y agrupamientos por necesidad económica, dotados quizás de una cierta conciencia de unidad, de clase y de desheredamiento.

Si a todo este supuesto fenómeno se añade esa especie de idea flo­tante de una Divinidad todopoderosa, salvadora y justa, favorable a los desheredados, igualitaria y universal —que puede haber resurgi­do con más fuerza por causa, en parte, de la revolución religiosa de Ajeniten­‘Ajenaton’, y de sus intelectuales con visos de ecumenismo; por otra, de la angustia y de la necesidad, y por una tercera de un sustrato religioso semítico y de una figura divina antigua, relegada, pero considerada suprema— bien puede haber ocurrido que parte de aquella población flotante, incluso con elementos añadidos y perte­necientes a las clases poderosas de la población egipcia, se haya aglu­tinado en un conjunto cuya homogeneidad mayor se centra precisa­mente en su creencia ideológica, en este caso religiosa; en su pacto, en su entrega a Aquél con quien empieza una nueva época.

Época que, como todas las ideológicas, lo que hace es resucitar el tiempo mítico de la edad primera, feliz y plena. Es una recreación del tiempo y de la Humanidad. Recreación esperanzadora y con un hori­zonte definido, pero sin un alcance tangible.

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La salida de Egipto

En el caso del grupo que, según nos cuenta el Antiguo Testamento, sale de Egipto, el pacto de sus componentes con Aquél que los saca de esta tierra, se sella con un sacrificio cruento —el de la última plaga— que tiene, a mi juicio, tres valores simbólicos muy importan­tes que afectan al desarrollo de la argumentación en curso:

— Primero, el señalado explícitamente de primogenitura, por el que se consagra el grupo entero, como un solo individuo, a la Divini­dad, sacrificando a cada primogénito como víctima interpuesta142.

— Segundo, el de contrato, por cuanto este sacrificio, con la san­gre de cuyo cordero o cabrito añojo sacrificado han de untarse los umbrales de las puertas, recuerda la costumbre semita del contrato hecho y refrendado pasando o haciendo pasar a los contratantes por entre las dos mitades de una víctima sacrificada al efecto.

— Tercero, el de rechazo y repulsión hacia una tierra a la que, así, explícitamente, se abandona, en virtud del mismo concepto que hay latente en la frase de Moisés al Faraón: «[...] no cabe hacerlo así [sacrificar dentro de Egipto] pues hemos de ofrecer a nuestro Dios sacrificios que son abominación para los egipcios; si ofreciéra­mos sacrificios que abominan los egipcios, nos lapidarían143». Tras de lo cual, sellado el pacto, el grupo, constituido como un ente colec­tivo consagrado, parte hacia oriente.

Resulta muy posible que este grupo —cualquiera que haya sido su importancia numérica— haya servido de centralizador o polari­zador de los otros grupos similares que se movían por las fronteras

142 Al paso que, en cierto modo, expresa también un sacrificio del tipo molk en las personas de los primogénitos egipcios.

143 Éxodo, 8, 26 (22).

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de Canaán y tierras afines. Cabe pensar que los emigrados de Egipto estuviesen más y mejor estructurados, y provistos de un ideal más definido que los otros; tanto más cuanto que el armazón sacerdotal, que parece patente en el grupo, y el militar, que se puede sobrenten­der a través de sus primeras victorias sobre los amalecitas y por las victorias de Josué, podían permitírselo.

Su implantación en Canaán, en donde ya debían estar asentados miembros de éste y de los grupos afines, o haberlo estado recien­temente, es en cierto modo fácil dado los colapsos egipcio, hitita y amorreo, y la división, y desgaste, de los pequeños estados cana­neos. Sin embargo, no hay que pensar en la entrada masiva, ajustada a un plan preconcebido, que tratan de mostrarnos las redacciones oficiales del Antiguo Testamento; muy posteriores a los hechos, sino en una penetración a pequeños pasos dividida por «tribus», o agru­paciones, sobre distintos puntos y aprovechando diversas circuns­tancias.

Algunas veces sería la utilización, por parte de los cananeos y para sus luchas internas, de estos conjuntos armados como si fueran mer­cenarios, caso que quizás sea el de la alianza de Josué con la ciudad de Gabaón144; otras, alianzas entre las ciudades y las partidas; y otras, superposición de la autoridad de las ciudades sobre los clanes. Lo cierto es que, según se desprende del mismo Antiguo Testamento, parece que los cananeos conservaron el control de la mayor parte de los caminos y la posesión de la mayor parte de las plazas fuertes. La conquista no duró unos pocos años, sino todo el período llamado de los Jueces y parte del inicial de la monarquía. Este mismo período nos ilustra acerca de la división interna de los que a sí mismos se llamaban hebreos —sea cual sea el significado cierto de este nom­bre— separados entre sí tanto por los cananeos como por sus pro­pios odios tribales, rivalidades de jefaturas y de sacerdocios; y domi­nados, en parte, por la población egea cananeizada de los filisteos. Unos hebreos que iban adaptándose al medio y mezclándose poco a poco con él.

144 Josué 9, 10; 10.

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La unión fundamental que conservaban entre sí, además de la inicial y posible de su categoría de «egipcios marginados», era la de la común creencia y culto de un mismo Dios, con quien tenían establecido un acuerdo que los llevaba a la dignificación y a unos determinados deberes. Esta unión se manifestaba y se hacía conti­nuamente necesaria y presente, en la guerra. Y la guerra, como ya se ha dicho alguna vez, era prácticamente una guerra santa y, como no se ha dicho, englobaba, justificaba y solucionaba todo: la frustra­ción, la marginación, la necesidad económica, la propagación religio­sa, el apabullamiento, etcétera. Todo lo cual puede parecer una labor enorme para los pocos medios de que estas partidas disponían, pero cuyos dirigentes, sus Jueces, se sentían obligados a realizar.

Sin embargo, con el paso del tiempo y precisamente durante el período de los Jueces, la unión entre los hebreos debe haber ido des­apareciendo gradualmente al identificarse parte del pueblo con el medio cultural cananeo —como acabo de decir— y con sus matices o estímulos religiosos; al asimilarse económica y vitalmente al nivel de vida de un entorno, dentro del cual empieza a sentirse igualado; y al mezclarse por vecindad, y parentesco, con los componentes racia­les cananeos tan próximos a los propios.

La instauración de la monarquía —traída de la mano por la reli­gión— es el modo ideal, aceptado por buena parte de los puristas pese a sus inconvenientes145, para volver a unir, en un solo objeti­vo y bajo la forma de un Estado, a las tribus, partidas y fratrias que se separaban. A esto colabora de modo firme el factor que acabo de señalar y que era, en principio, negativo; es decir, la progresiva des­aparición de diferencias entre hebreos y cananeos, por cuanto que si los primeros se amoldan al ambiente de los segundos, éstos aceptan el impulso cohesivo, por centralizador, de los primeros. Tanto y de tal modo que cabría decir, poco más o menos, que, en el período de los Reyes, los cananeos pasan, de jure y de facto, a ser ciudadanos hebreos y hebreos mismos en cuanto a la religión. Por lo menos, no hay nada que nos diga taxativamente lo contrario.

145 1 Samuel, 8, 10 ss.

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YHWH - ’ El y YHWH - Ba‘al

Dije al comienzo de estas reflexiones sobre los semitas occidenta­les y su Dios principal que, en Canaán, Ba‘al había suplantado casi del todo a ’El en el primer plano del panteón y en el culto activo y próximo de los fieles.

’El, que es una Divinidad cuyo nombre y ser parecen estar rela­cionados con la idea del movimiento y lo celeste, crea por un acto volitivo a partir de lo pudiéramos llamar el material primero. En este proceso de creación y, sobre todo, de ordenación, cada uno de los momentos, características y partes del proceso recibe un nombre y se concentra en torno a una figura que deviene un dios particular.

‘Ašera podría ser la voluntad de ’El, ‘Aštart la dinámica vital de esa voluntad, Mot el devenir y las consecuencias de las energías puestas en marcha. Por su parte, y respecto al material primitivo, Yam serían las aguas de debajo del firmamento (y al, mismo tiempo, el Caos pleno de posibilidades de vida desordenada y pululante, personificado a su vez en el monstruo LTN), y Dagan las aguas ordenadas del firmamento.

Pues el hijo de Dagan es Ba‘al , señor de la lluvia y la tormen­ta, dios fertilizante y celeste, próximo a los seres vivos terrestres. Su parédros parece ser ‘Anat, o sea «las fuentes», las aguas dulces de la Tierra.

’El crea, Ba‘al conserva la creación. A los ojos del fiel, Ba‘al, por cuanto cuida, da vida y recrea continuamente desde el cielo, es cotidia­no. La creación de ’El se hizo una vez, la de Ba‘al se hace todos los días. El tiempo pasado de la creación de ’El está demasiado lejano como para que el fiel lo sienta, lo viva y lo reconozca dentro de sí mismo.

En el Génesis, el Creador hace las cosas por etapas y en la última lo da todo por creado y descansa. Creación ésta, la del Génesis, que muy bien puede ser trasunto de la que le era atribuida a la Divini­dad ’El. Pero a partir de aquel descanso, las cosechas se siguen pro­duciendo todos los años, la sequía amaga con frecuencia, amenazan

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las catástrofes de todo tipo, la gente nace, la gente quiere pervivir de alguna manera y muere, etcétera. Hay una especie de creación dia­ria y practica necesaria para todos los seres vivos, e inmediata, que debe atribuirse a un dios también próximo, activo, consuetudinario, antropomorfo, pendiente de los demás dioses; celoso de sus poderes y prerrogativas, meticón como un hombre en la marcha de la propia Humanidad.

Este papel lo llena una divinidad tipo celeste y agrícola como Ba‘al que, por otra parte, tiene divinidades equivalentes entre las razas y culturas de los alrededores de Canaán.

La Creación es obra de cada momento, y la Creación que atribui­mos a ’El, como la del Génesis, o la de cualquier otra religión de fuer­te contenido conceptual, no se hizo en un pasado temporal sino que se está haciendo continuamente, porque los días míticos son siempre. Pero esta manera de pensar, que con toda probabilidad fue la de los hebreos intelectuales y místicos de la religión, no puede ser normal­mente la del fiel, más atento al árbol que al bosque. Más pendiente del rito, que ve y utiliza, que del mito, cuyo simbolismo no alcanza.

Dentro de este pensamiento de creación continua, YHWH puede haber significado, en lo que a ’El se refiere, la potencia, la capacidad que tiene ’El de hacer ser la creación y hacerla de modo continuado, dentro de la presumible intemporalidad de Dios. No la Voluntad (que ya hemos dicho podría estar representada por ‘Ašera) sino la Capaci­dad, el Verbo en cierto modo.

En tal caso y dentro de este supuesto, ’El podría haber representa­do el concepto del Ser por excelencia, YHWH el Verbo como acabo de decir, y ‘Ašera el intelecto agente separado del Verbo. No tene­mos constancia de que este supuesto teológico fuese así o de modo muy parecido, pero los documentos, símbolos, epítetos, etcétera, que nos quedan, tanto cananeos como hebreos, nos permiten presentar tal hipótesis como probable El papel del Verbo ante los ojos del fiel, sin embargo, habría quedado en la sombra y —por decirlo de algún modo— relegado en beneficio del papel principal de ’El y del visi­ble, e inteligible hasta cierto punto gran principio femenino de ‘Ašera

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(o Elat, «la diosa», que también aparece entre los árabes preislámi­cos) Así, la pareja de Dios supremo e intelecto agente, como esposo y esposa respectivamente, habría quedado constituida y, hasta es posi­ble, que YHWH, en alguna medida, época o culto local, fuese visto como el hijo, dentro de una de esas tríadas de formación frecuente en el pensamiento medioriental.

La insistencia en el culto a YHWH, que lleva consigo la conglome­ración del pueblo hebreo, creo que es por lo tanto una reafirmación del Ser de ’El en cuanto a que no solamente fue e hizo ser, sino que sigue siendo y haciendo que las cosas y el mundo sean. Se afirma en YHWH el carácter activo y esencial del Dios supremo que, por culto a dioses más próximos, temibles o deseables por sus efectos (y menos filosóficos), habían desplazado a aquél a un lugar ocioso. Las plagas sobre Egipto, que se presentan en el libro del Éxodo como instan­táneas y absolutas, obra del «dedo de Dios», y la separación de las aguas al paso del pueblo salvado y elegido, hecho hasta entonces no realizado por ninguna otra divinidad, así como las manifestaciones en el desierto haciendo brotar agua donde no la había, provocando la aparición de comida para todos, etcétera, nos muestran a YHWH como Divinidad capaz de seguir creando, dueña del ser, eminentemen­te activa y dotada de poderes totales. Bien diferente, en suma, de dio­ses tipo Ba‘al, cuya manifestación divina más importante y ordinaria es la de hacer llover y repetir o no determinados ciclos naturales.

YHWH, como ’El, es, por consiguiente, el creador o padre de la Humanidad, de los otros dioses y personajes divinos, de los cielos y de la Tierra. Es habitante de la infinitud, eterno señor y rey, campeón activo y continuo del orden contra lo informe del caos146. Como tal se muestra en la creación inicial de la Tierra y de la Humanidad según el Génesis, en la destrucción de esta Humanidad mediante el Dilu­vio, en el pacto del arco iris, incluso en la dispersión de Babel; en la demostración de prodigio y de recreación de la Naturaleza que hace

146 Que es una Nada llena de posibilidades desde el punto de vista semítico, puesto que las divinidades supremas parecen crear a base de ella, ordenando los elementos confusos y amena­zadores que la constituyen.

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a raíz del Éxodo; en la detención del Sol a petición de Josué y segura­mente en la lluvia de piedras que la precede147. YHWH es el señor de la vida presente y futura, creador único148.

En todo esto YHWH es el equivalente de ’El. Plenamente dueño de su voluntad y de su acción, señor de la vida y de la muerte aun después de lo que llamamos muerte o mundo de los muertos, el šeol

147 Probablemente, no se trata de granizo, sino de una idea acorde con la de la lluvia de pie­dras selladas que cuenta la azora de El Elefante, en El Corán, refiriéndose a un episodio de amenaza a La Meca, siglos después. Idea que puede estar en consonancia con la bóveda celeste de piedra de los celtas.

148 «Mata y vivifica, sumerge en el šeol —el mundo de ultratumba— y [de él] extrae...; por­que son de Yahveh los pilares del orbe y encima de ellos asentó el mundo», se dice en I Samuel, 6, 8. «Y también porque grande es Yahveh y muy digno de loa / y entre todos los dioses es temi­ble / porque ídolos son los dioses de las gentes / y, Yahveh, en cambio, fabricó los cielos», de I Pa­ralipómenos, 16, 25­26, en donde se exalta lo primero sobre los demás dioses y luego se procla­ma su unicidad como creador. «Dios es grande y no lo comprendemos / el número de sus años es insondable», añade Job, 36, 26. «¿Dónde estabas al fundar yo la tierra?» —dice Yahveh— ¿[...] sobre qué se asentaron sus basamentos, / o quién colocó su piedra angular, / entre los cantos a coro de las estrellas del alba / y las aclamaciones unánimes de los hijos de los elohim?», de Job 38, 4­7. En los Salmos se insiste continuamente en la afirmación de que YHWH es la Divinidad Suprema Creadora, eterna y omnipotente, que ordena lo creado a partir de la Nada a Yahveh, sentado eternamente / ha erigido su trono… Lo hace a través del Verbo: de Yahveh a la palabra los cielos fueron hechos, / y toda su mesnada —la mesnada son las estrellas, etcétera— al soplo de su boca. Es el separador de las tierras y las aguas y artífice del equilibrio: «tú dividiste el mar con tu potencia / quebraste las testas de los monstruos marinos en las aguas» (o del Gran Dragón, símbolo siempre del Caos o de las formas en potencia como Lotán o Leviatán=LTN) tú las cabezas de Leviatán despedazaste / [...] tuyo es el día, tuya también la noche, / tú estableciste la luna y el sol / «tú los límites todos trazaste de la tierra, / verano e invierno tú los formaste. Es sempiterno: antes que las montañas se engendraran y naciesen tierra y orbe, de la eternidad a la eternidad tú existes, Dios. Y su Creación es estable: las obras de sus manos son firmes y son justas / todas sus ordenanzas inmutables /afirmadas por siempre y por los siglos».

Está presente en toda circunstancia: «Por detrás y delante me rodeas/ y puesta sobre mí tie­nes tu mano [...] si a los cielos subiere, allí te encuentras: / y si bajo al šeol, estás presente [...] maravillosas son las obras tuyas».

Insistiéndose en su inmortalidad: «Tu reino es el reino de los siglos todos / y durará tu im­perio por todas las edades».

Todo es obra suya: «¡Alabad a Yahveh [ángeles, huestes, sol, luna, estrellas, cielos de los cielos, aguas de encima de los cielos]... porque él mandó y ellos fueron creados […] Alabad a Yahveh des­de la tierra [monstruos marinos, océanos, fuego, granizo, nieve, nubes, viento, montañas y colinas, árboles, bestias y ganados, reptiles y pájaros, reyes, príncipes y jueces, jóvenes y doncellas, ancia­nos y muchachos]; alabad de Yahveh el nombre / porque sólo su nombre es sublime / su majestad supera tierra y cielo». Y, como obra que es suya, es tanto creable como anulable, según se dice en Isaías, 31, 9­10: «Como el barro en la mano del alfarero, así sois vosotros en mi mano [...] A veces resuelvo contra una nación o contra un reino arrancarlo, destruirlo y arruinarlo [...]».

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(sumerge en el šeol, extrae de šeol, está en el cielo y en el šeol), único hacedor por el poder de su palabra y soplo, ordenador y guardián contra el caos; omnipresente en todas las edades, persistente tras de la desaparición por desgaste de su obra, Señor supremo y, por ende, inconmensurable. Dios activo en lo próximo —lo físico— y en lo metafísico u oculto.

Pero también YHWH es calificado y descrito como si fuera Ba‘al, un dios de la lluvia, la nube, la tormenta y el rayo; una divinidad agrícola y meteorológíca, guerrera por cuanto que es tormentosa y celeste, pero inmediata al hombre y a la tierra de todos los días.

Los rasgos son los mismos que los atribuidos al Ba‘al ugarítico y cananeo. Las descripciones podrían perfectamente referirse a esta divinidad, y no a YHWH, de acuerdo con los adjetivos que nos han llegado de aquel dios; y, ¿por qué no?, resulta muy posible que esas frases estereotipadas, u otras de igual tono, hayan sido tomadas por los hebreos del culto a Ba‘al (o a dioses paralelos) y aplicadas a un YHWH que ellos veían de la misma manera, como se dice en I Samuel 2, 10 y 7, 10: «En los cielos les tronará. […] Mas Yahveh tronó aquel día sobre los filisteos con gran estruendo y los desconcertó y fueron derrotados por Israel».

O este párrafo de gran fuerza descriptiva de un fenómeno atmosfé­rico, también de I Samuel 12 ss.:

«Estremecióse y retembló la tierra / vacilaron las bases de los cielos, / se estremecieron porque ardía en ira; humo salta de sus narices/ y fuego devorante de su boca / y de él brotaban brasas encendidas; los cielos inclinó, descendió luego / bajo sus pies habla densa nube; cabalgó sobre un querube, emprendió vuelo / y planeó sobre las alas del viento; hizo de la oscuridad como tienda en torno suyo / alumbramiento de aguas, nubes espesas, al fulgor de su presencia se encendieron ígneas brasas, tronó Yahveh desde el cielo / su voz emitió el Altísimo, lanzó saetas y dispersólos / y rayos fulminó y los derrotó; y descubriéronse los lechos de la mar / quedaron patentes las bases del orbe, de Yahveh a la amenaza / al resollar de su nariz el viento».

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Párrafo representativo de una gran tempestad, más propio de un pueblo acostumbrado a la mar que del hebreo; párrafo que, en sus primeros versos, nos puede sugerir también lo que pudo ser el espec­táculo de un molk o sacrificio humano de cara a un ídolo llameante; cosa que tampoco cuadra con YHWH. Párrafo expresivo, de todas las maneras, respecto a la ira de la Divinidad.

Otras descripción hay, en Job, 36, 27 ss., completamente referida a un dios de la lluvia. «Cuando atrae las gotas de agua / quedan en lluvia a modo de inundación que vierten las nubes / destilan sobre el hombre en abundancia: además, ¿quién entenderá el despliegue de las nubes, los fragores». En Salmos 64 (67) 16 ss. y 67, 5, 9­10, se alaba a la Divinidad protectora de la Naturaleza, de los cultivos y, en consecuencia, de sus criaturas, a las que cuida y de quienes es próxima:

«Visitaste la tierra y la abrevaste / copiosamente la has enri­quecido; con arroyo divino henchido de agua, / les preparaste grano que así la preparaste sus surcos inundando / allanando sus glebas; con lluvias la ablandaste / bendijiste sus gérmenes [...]; gotean del desierto los pastos [...] vístense de rebaños las campiñas. Al que cabalga en las nubes terraplenad la ruta [...]; la tierra retembló / los cielos además ante Dios destilaron [...]; una lluvia copiosa derramaste, ¡oh Dios! sobre tu heredad / la cual, desfallecida, tú reanimaste».

Y a YHWH se le presenta también con los mismos rasgos que a Ba‘al y a otros dioses equivalentes, con su morada sobre las aguas del cielo, desde donde interviene en la Tierra:

«Construiste en las aguas tus altos aposentos, a las nubes trocaste en tu carroza / encima de las alas del viento tú cami­nas; haces tus mensajeros a los vientos / y al fuego llameante tus ministros [...]. Suelta das a las fuentes por los valles / las cuales corren entre los montes. Bebida dan a todas las bestias campesinas [...]. Riegas los montes desde tus moradas / del fruto de tus obras la tierra se sacia. La hierba haces brotar para el ganado / y las plantas que el hombre laboree, para que

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de la tierra el pan extraiga». Y se insiste en este carácter: «el que cubre de nubes el cielo / quien prepara a la tierra la llu­via, el que hace brotar la hierba de los montes / y las plantas que el hombre cultive».

YHWH aquí cabalga las nubes, que son su carro, planea en las alas del viento, lanza saetas de fuego. Su resuello es el viento y el trueno, grandiosos y terriblemente amenazadores; con el agua hace que los mundos vegetal y animal vivan, sosteniendo así el mundo humano. Con la tormenta destruye a los enemigos de su pueblo; no hay nin­gún dios que pueda hacer lo mismo y, evidentemente, la Naturaleza de por sí tampoco. Como dios de la tormenta hace brotar fuego del cielo, y es sabido que en la mente antigua era signo de divinidad ver­dadera el que pudiera hacerlo: «Y el dios que responda con el fuego, ese será el [verdadero] Dios», dice Elías; «entonces salió fuego de delante de Yahveh y los devoró, muriendo ante el Señor»; cuenta Levítico, 10,2. «Entonces el ángel de Yahveh extendió la punta del bastón que llevaba en la mano y tocó la carne y los panes y, saliendo fuego de la peña, consumió la carne y los panes», se dice en Jueces 6, 21­22.

También es verdad que, contra esta identificación de YHWH a un dios de fenómenos meteorológicos y de electricidad, se levantan otras descripciones que literariamente dan con mucha más sutileza el carácter absolutamente fuera de los cánones habituales que una Divinidad total puede revestir, como se dice en I Reyes 19, 11 ss.: «he aquí que Yahveh pasa y un viento recio e impetuoso descuaja mon­tes y quiebra pesas delante de Yahveh; mas el Señor no estaba en el viento; después del viento hubo un terremoto, mas Yahveh no estaba en el terremoto; tras el terremoto, fuego, mas Yahveh no estaba en el fuego; y después del fuego, el silbido de un vientecillo tenue» (aquí estaba Yahveh).

Como es presumible, no es que YHWH sea concebido y adorado por unos —los más puristas— únicamente como el Dios esencial, supremo y creador, y por otros —los más asociacionistas— básica­mente como la divinidad cercana, natural y agrícola. De hecho ambas

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imágenes conceptuales se entremezclan y, en un mismo texto del culto, pueden aparecer imbricadas como las serpientes del caduceo.

El capítulo treinta y ocho del Libro de Job es —entre otros tex­tos— casi un modelo de lo que digo. En él, YHWH aparece al tiempo como gran Dios universal, señor del orden, la Creación y el firma­mento, y como divinidad cercana, causa de los fenómenos naturales, tanto normales como anormales. Así resulta ser una Divinidad total, que desplaza por innecesaria cualquier a otra intermedia y próxima. Si, como creo, YHWH es una expresión de El y, en conjunto, una renovación dinámica de la fe en esta antigua Divinidad, con ella vuel­ve a reafirmarse la unicidad un tanto perdida; y todos los atributos de Ba‘al vuelven a pasar al Dios primero. Pasan, incluso, aunque no parezca lógico pero sí natural y compensatorio, una serie de rasgos absolutamente particulares de Ba‘al, pertenecientes a su «historia», que ahora se suman a YHWH (como él construiste en las aguas tus altos aposentos, equivalente al palacio que Ba‘al de Ugarit se cons­truye en los cielos, y la insistencia en la separación y doma de unas aguas respecto del elemento seco).

Lo único que no se le atribuirá a YHWH será su propia muerte periódica, según los ciclos agrícolas de Ba‘al, ya que YHWH es, explí­citamente, Dios «siempre vivo aun dentro del šeol», o sea, dueño de la muerte y, por consiguiente, no una divinidad renovable agrícola­mente. Es cierto que los dioses egipcios Imen­Ra­‘Amon Ra’ e Iten Aton­‘Adon’, fueron cantados con términos y particularismos muy semejantes a los que cantarían a YHWH. Aquí no deben preocupar­nos estas influencias, copias o herencias de conceptos, sino el hecho de la reasimilación en torno a una sola entidad divina de rasgos des­parramados.

La época de la que hablamos, en términos generales y amplísimos, parece pues, por todo lo que estamos diciendo, la apropiada inte­lectual y místicamente para que el concepto de una divinidad única haya resurgido o se haya formado, según se quieran ver las cosas. Es posible que, por un lado, ésta haya constituido la inclinación de las altas capas de población mas intelectualizadas y ciudadanas, tanto en

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Egipto como en el resto de la cuenca mediterránea oriental, inclu­yendo a parte del sacerdocio de los grandes templos. Y, por otro lado, que esa haya sido la esperanza de una cierta masa de población des­plazada y falta de perspectivas. Un Dios universal universalizante. El mismo Dios que creó todo desde el principio y que vigila cuidando su creación hasta en el más mínimo detalle, recreándola. Un Dios de salvación. Pero también un Dios exigente.

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La Alianza

Como ya ha sido dicho en otros lugares y por otros autores, la siguiente declaración de YHWH a los hebreos, en el Sinaí, es como el resumen de la Alianza en todos los sentidos: «Ahora bien, si escu­cháis atentamente mi voz y guardáis mi pacto, seréis entre todos los pueblos mi propiedad peculiar; porque mía es toda la tierra, más vosotros constituiréis para mi un reino de sacerdotes y una nación sagrada [...] Y todo el pueblo contestó a una y dijo: cuanto ha dicho Yahveh haremos». (Éxodo 19, 5­6, 8).

Este acuerdo es, seguramente y con arreglo a los datos de que hasta ahora disponemos, el único ejemplo de pacto habido entre un ente divino superior y una colectividad de hombres que forma un pueblo y que luego formará una nación; si bien exista algún hecho de este tipo entre un dios y un individuo aislado, rey o ciudadano particular, como es el caso de Urukagina de Lagaš, en Mesopotamia, con el dios Ningirsu, o el de un vecino fenicio de Arslan Tash que asegura tener­lo con una divinidad.

Por este pacto, o alianza, la Divinidad, o sea YHWH, salva expre­samente a la colectividad de las penas del cautiverio, la saca, la con­duce y le entrega una tierra en herencia (Deuteronomio, 7, 3; 9, 6). En definitiva, la constituye como tal comunidad. Precisamente en el pacto está su origen de nación, o de colectividad ensamblada, para todo lo largo de su Historia. Y probablemente, como he dicho antes, en la adopción de YHWH como Divinidad única con su absoluta pre­eminencia y sus leyes, está la cohesión de los grupos que giraban por entonces buscándose la vida en las zonas fronterizas a Egipto del Oriente Medio.

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Ahora bien, en el pacto se manifiestan básica e inicialmente tres cosas:

— Una, que YHWH­Dios es rey y propietario. La Tierra entera y todas las gentes que la habitan son suyas. Es un Dios universal y omnipotente.

— Dos, que el pueblo hebreo queda, a partir de este momento, constituido en bloque (y, en consecuencia, individuo por individuo) como pueblo de sacerdotes; como nación sacralizada.

— Tres, que las dos partes contratantes son por completo desiguales.

Todo lo cual ha sido relativamente comentado y hasta manido. Pero no lo suficiente.

En lo que respecta al primer punto, por ejemplo, puede argu­mentarse, como ya se ha hecho, que «es lo propio de las divinida­des nacionales ser, por derecho, los soberanos del mundo conocido, igual que cada nación consciente de su particularidad y deseando afirmar su existencia, se cree espontáneamente superior a sus veci­nas; la concepción de un dios dueño de la colectividad humana, cuyo destino dirige haciéndola pasar sobre los otros dioses y los otros pue­blos, no es extraña en las religiones semíticas, tanto que no hay por qué excluirla de la religión israelita más primitiva; es, por lo tanto, una expresión religiosa del sentimiento nacional»149.

En efecto, el dios El, en los documentos de Ugarit, es explícitamen­te considerado como rey eterno, creador del género humano y señor de la tierra; rasgos que, en parte, se atribuirá Ba‘al. Otros dioses hay, en el ámbito mesopotámico, que ostentan fuertemente estos rasgos, sobre todo los de creador del hombre y ordenador de los elementos. Tam­bién, al margen de lo puramente semítico, pero bien cerca, hay dioses como Iten, ‘Aton­Adon’, e Imen-Ra, ‘Amon Ra’ (y el mismo Djehuti-‘Thot’) que tienen, en Egipto, estas particularidades universalistas.

Pero precisamente, como hemos visto antes, yo considero que YHWH es la expresión y la exaltación de El en su calidad de dios supremo y

149 N. del A.: Caquot, op. cit. 381. Cambio alguna puntuación.

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total, dentro de una época propicia a tal exaltación y sacudida por la idea de la unicidad divina; y no es un dios más que surge, o que resurge, como divinidad de una nueva nación, tomando los rasgos habituales de todo dios nacional que quiera despuntar. La religión osiríaca, por ejemplo, no es, en definitiva, al nivel de las amplias capas de población egipcia menos intelectualizada que la siguen, sino una manifestación de la misma exal­tación de unicidad y de un dios supremo a su nivel más humano, que es el de la salvación del hombre y del mundo contra la muerte.

Hablo de las religiones semíticas pre­mosaicas, porque en lo que res­pecta a las post­mosaicas o post­judías, es decir a los cristianismos tam­bién de nacimiento semítico, la argumentación no sirve, ya que surgen de un modo u otro íntimamente conectadas a la religión de YHWH, a su pueblo y a todas las consecuencias que de esto se desprenden.

En realidad, lo que se afirma prácticamente a lo largo de todo el Antiguo Testamento, con sus diversos componentes de época, autores, redacciones y tendencias, es que «la idea de un pueblo elegido supone, primero, la idea de un dios dueño del Universo, que está en medida de escoger entre diferentes naciones»150, siendo el dios del Universo YHWH y el pueblo, elegido, seleccionado y formado como tal, el hebreo en su forma progresivamente nacional y, sobre todo, comunitaria. YHWH, con este tetragrama o con el nombre de El, es creador del cielo y de la tierra, de los astros, de todo... Pero, además, YHWH es —a diferencia de otros dioses preisraelitas de tendencia universal— juez de los demás dioses, señor y árbitro único de pueblos, entes divinos y hombres151.

Y, de cara al pueblo seleccionado, este Dios interviene como conduc­tor y pastor, siguiendo la vieja imagen de las comunidades seminóma­das. Es un Dios que actúa como padre, puesto que es el creador del ser humano en general y, en particular, del pueblo hebreo como tal pue­blo. Actúa como esposo, y esta imagen es la más original de la religión hebrea como rey152. Y como rey precisamente es su actuación principal,

150 Caquot, ibídem.151 1 Reyes 22, 19—22. Job, 1, 6 ss.; 18; 15; 38, 7; Salmos 28 (29), 1; 81 (82); 95 (96), 4 ss.;

148, 2—5; Ezequiel 25,32; Amós, 1 y 2; etcétera. 152 Salmos 22 (23), Ezequiel 34; Éxodo 4, 22—23; Oseas 2­19 ss.; Jueces 8, 23, Ezequiel 40,

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puesto que el pueblo de Israel es, a partir del pacto, un «reino de sacer­dotes» en el que se da por supuesto que el rey es la misma Divinidad.

Este es el punto segundo de los tres que decía antes: la sacraliza­ción del pueblo, su constitución como sacerdocio de esta Divinidad de cara a los demás pueblos, evidentemente. Es una carga de mucho alcance y de un peso y una consecuencia tremendos.

Una carga, un hecho, que ningún otro pueblo con respecto a nin­gún otro dios nacional, ha manifestado ni histórica ni religiosamente, que sepamos. Este rasgo hace peculiares tanto a la parte actuante, que es la Divinidad, como a la parte actuada, que es su pueblo.

El «sentimiento nacional» en el pueblo hebreo de aquel Israel surge a partir del pacto. Si bien, en algún momento del libro del Génesis153, la Divinidad se compromete a crear una nación, no lo hace de hecho hasta después de refrendado el pacto de manera bien visible; es decir con los prodigios de la salida de Egipto e, incluso, en la forma simbólica, pero bien comprensible para la gente, de un sacrificio contractual en el que el pueblo pasa por entre la sangre de la víctima, o es rociada con ella al mismo tiempo que la propia Divi­nidad154. Sacrificio y símbolo que parece repetirse históricamente en algún momento delicado de la renovación del pacto155.

Por este pacto, por esta alianza, el ya constituido Israel no puede servir a otros dioses fuera de YHWH, según queda bien explícito en los textos deuteronómicos y en el libro de Josué.

Pero se trata de un Israel hebreo como pueblo entero, como un con­junto sacralizado en el que cada una de las partes es igual al todo y lo menor iguala a lo mayor, según la vieja ley de la interacción física y mágica. Si Israel como tal ente metafísico no se profana y no se man­cha sirviendo a otros dioses, si no los asocia en el culto a YHWH, si le

entre otros.153 17, 1 ss.; 22, 17­18.154 Éxodo, 24, 6 ss.155 Jeremías, 34, 18.

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es fiel en la obediencia y en la conducta, tanto individual como colec­tiva, la Divinidad mantendrá la Alianza en todos sus puntos y aspec­tos, cumpliéndole sus promesas y llevándolo por el camino señalado. En el caso contrario, el pueblo será sometido a toda clase de pruebas y destruido en buena parte, excepto una semilla que Dios conservará para que se realice en ella el propósito y el fin de la tal Alianza.

Los profetas (por lo menos los que han llegado hasta nosotros en el Antiguo Testamento con sus escritos, o a través de referencias) cum­plen en parte, hasta la Diáspora, el papel de fustigadores y de vigilan­tes, a fin de que la Alianza no sea alterada desde el único lado desde el que puede serlo, o sea, desde el humano. Junto con los sacerdotes, los profetas representan el papel de guías y, si se permite decir, el de perros pastores respecto al rebaño.

El tercer punto se desprende por lógica de lo que acabamos de ver, y es que el pacto es necesariamente desigual desde la base, ya que se establece entre un ser infinito, creador de aquello mismo con lo que pacta y supremo rector omnisciente, y un ente jurídico compuesto por una amalgama de personas, sujetas, cuanto menos, a todas las tensiones de cualquier sociedad humana.

¿Y cuál es el propósito y el fin de esta alianza? YHWH dice:

«Escucha, Israel: Yahveh, nuestro Dios, Yahveh es uno; ama­rás, pues, a Yahveh tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza; y estas palabras que hoy te ordeno estarán grabadas sobre tu corazón; las inculcarás a tus hijos y hablarás de ellas, ya permanezcas en tu casa, ya andes de viaje, al acostarte y al levantarte; las atarás como una señal sobre tu mano y serán como frontales entre tus ojos; también las escribi­rás sobre las jambas y puertas de tu casa156».

Lo que unido a la frase que vimos antes, de «seréis entre todos los pueblos mi propiedad peculiar; porque mía es toda la tierra, mas vosotros constituiréis para mí un reino de sacer­dotes y una nación sagrada», completa bastante —a mi jui­cio— todo su significado.

156 Deuteronomio 6, 4­9.

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El propósito es la creación de un pueblo especial que, por una cons­tante y perseverante dedicación a Dios, cuidará, generación tras gene­ración, de proclamar, entre los demás pueblos, la unicidad de Éste y su supremacía en todos los planos de la esencia y de la existencia.

Nación de sacerdotes para la Humanidad en la misma medida, como guía y testimonio, que un sacerdote pueda serlo para Israel. Nación por la que, a través de cada uno de sus miembros, continuamente renovados por el transcurso de los años, la ley y el orden (entendidos en su acep­ción más amplia, metafísica y ecuménica) de la Divinidad vendrán a ser conocidos y aceptados por los demás seres humanos. El fin será, en con­secuencia, el reino de YHWH­Dios sobre toda la Tierra, pero no del modo impositivo con el que, cabe suponer, un dios creador y total pueda reinar desde el principio, sino a través de la aceptación, la convicción (quizás del conocimiento) y de la unión de los hombres, guiados por el ejemplo y el carisma del pueblo sagrado que habrá sabido mantenerse fiel a su misión.

Y es aquí donde se plantea el problema. Desde un punto de vista individual, propio de cada miembro del pueblo sagrado, y desde un punto de vista colectivo histórico, el pueblo como ente jurídico y santo queda comprometido con la Alianza por generación y genera­ción, hasta que se cumpla el fin para el cual le ha sido conferida la condición de ente y la condición de sagrado. Cada persona de este pueblo queda doblemente comprometida. Por un lado, hacia Dios como parte del conjunto al que pertenece; por otro, hacia el con­junto en el que se reflejan cada uno de sus actos. Cada uno de los miembros del pueblo está unido con todos los demás, y el hecho de pertenecer a él supone una ligazón con lo trascendente y un montón de ligazones con lo humano. Todo lo cual no sólo ocurre en un plano «horizontal» de tiempo, el que corresponde a la vida de cada indivi­duo, sino en otro, «vertical», que arranca del momento en que Dios eligió al pueblo y transcurre hasta perderse en el futuro. Y, eviden­temente, no sólo ocurre en la vida física de este mundo, sino que ha de repercutir, por la calidad y ser de la primera parte contratante, en cualquier tipo de vida más allá de la muerte que uno pueda imaginar.

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La ambigüedad

Pero Israel como pueblo hebreo no existe bajo una campana, ni ninguno de sus componentes vive en el vacío, sino todo lo contrario.

Como pueblo histórico, y como Estado histórico (incluso con la división de dos reinos, Israel y Judá), está sometido a todas las vicisi­tudes de cualquier nación pequeña en una zona geográfica especial­mente rica en devenir. Como etnia, poco numerosa, reside entre las etnias circundantes, muy próximas en sangre, cultura, lengua o civi­lización, pero radicalmente alejadas en propósito y finalidad. Como comunidad, antes y después de la Diáspora, tiende a ser incorporada al resto de la Humanidad con la que convive.

Sin embargo, en virtud de la misión para la que ha sido creada o reunida, su obligación es justamente la contraria. Tiene que con­servarse como Estado, cuando lo es, para poder conservar el princi­pio de la cohesión, ya que no el de la unidad. Tiene que mantener­se como comunidad contra viento y marea, particularizándose cada vez más en el esfuerzo. No puede disolverse entre los demás pueblos, sino, por el contrario, tratar de encuadrarlos y de pastorearlos.

Esto supone, al nivel individual de cada componente de Israel, en su peculiar calidad de pueblo sujeto a la Alianza, un equilibrio constante entre dos polos de realidad que, a veces, no son sentidos como tales.

Un polo es el de vivir en el mundo del pacto, vertido cada cual hacia sí mismo y esperando cambiar al mundo circundante hacia un fin tras­cendente. Otro polo es convivir con el mundo circundante y al compás del mismo, viendo como éste ignora el pacto y qué poco le importa.

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Es decir, conservarse en lo sagrado o pasar a lo profano.

A lo primero lo lleva la conciencia de pertenecer a una unidad de destino, el respeto por ella, la fe en muchos casos y la esperanza en el cumplimiento del fin; a lo segundo, la vida diaria, la necesidad del hecho físico, político y económico, la cohabitación con otras gentes, el paso del tiempo. Salvo el caso límite del hombre que se decide por una de las dos caras, viviendo íntegramente la alternativa divina o rechazándola y yéndose de la comunidad, la solución más común es la del compromiso, o sea la intermedia; que además puede ser —siguiendo el planteamiento de un «pueblo de sacerdotes» para los otros pueblos— la que responda mejor a la vía marcada. Es la más difícil y, por lo tanto, la que necesita de una mejor conciencia indivi­dual de lo que se es y lo que se busca. Necesita de un perfecto cono­cimiento del arte de la adaptabilidad colectiva y de una severa aplica­ción de las normas cohesivas.

El hombre de este Israel, visto así con este desarrollo argumental, es un hombre comprometido con Dios y con la sociedad circun­dante, que busca un compromiso para este compromiso. Lo cual parece llevarnos, sin lugar a muchas dudas, hacia el terreno de lo ambiguo.

Repartido entre dos polos, este hombre puede, tratando de no desprenderse de ninguno de ellos, volcarse más o menos hacia el uno e ignorar el otro, o puede trivializar el problema median­te compromisos que, de hecho, le mantengan en uno de los polos pero no le priven del otro. En el primer caso suelen producirse sen­timientos culpables y represivos. En el segundo, se corre el peligro de caer por completo fuera de los dos polos a base de irles quitando importancia.

En realidad, cualquiera de los dos planos —el divino, que supone la sacralización, y el profano que supone la adaptación al medio— vivido íntegramente, es verdadero. El hombre vive el plano en el que se coloca y es vivido por el plano en sí. No hay angustia, no supone saltos de alternancia, no hay ambigüedad.

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Pero vivir ambos íntegramente es muy difícil, casi imposible. Para vivirlos, no ya íntegramente, sino del modo más completo posible sin que se produzca la caída en uno de ellos, con el consiguiente enfren­tamiento de cara al otro (en forma de auto­represión y de conciencia culpable), se necesitaría el concurso de un nexo fortísimo que los superpusiera haciendo de los dos un solo dibujo. Creo que, para el ser humano, el único nexo de unión suficientemente fuerte y desea­ble sería el amor.

En el hombre, el amor podría unir ambos polos en una colabora­ción perfecta, identificándolos como las dos caras, la una propia, la otra ajena —según se esté colocado en una de ellas— de una misma cosa, destinada a producir, con sus dos partes, un determinado efec­to. El amor supera la angustia provocada por el plano contrario —Dios o el mundo— que aparece como impositivo. Al comprenderlo, es decir, al estar dispuesto a entregarse a él y dispuesto a que él se le venga a uno encima con toda su entrega, es posible la obra en común; sin por ello dejar de ser cada cual lo que es ni dejar de estar cada cual donde está, o sea en el lado contrapuesto de una misma moneda. Los planos no se interfieren ni se rechazan; dejan de irrumpirse y de pro­ducir inquietud. La inquietud del mundo o la de lo trascendente desa­parecen, por conocidos ambos y correspondientes.

Pero este sentimiento, tal y como lo expreso aquí, no aparece claro en la religión mosaica formal, dentro de la cual el pacto o el compro­miso parecen privar sobre el amor. YHWH exige amor «con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» en todo momento y a lo largo de un tiempo indefinido. Y amor se le expresa, a veces de una forma profundamente emotiva y delicada, en algunos Salmos y en otros fragmentos veterotestamentarios. Igual que amor expresa Dios hacia Israel en multitud de textos, especialmente los proféticos de restauración, tras de las pruebas y los castigos.

Pero todo este amor parece estar incluido en el pacto y derivar de él. Dios exige amor porque en el amor está la fidelidad; el hombre expresa muchas veces amor porque pide protección contra sus ene­migos, que lo han atacado precisamente por permanecer fiel a Dios.

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Dios expresa amor al crear al pueblo, sacarlo de Egipto e instalarlo en Canaan, pero es formando parte del pacto; o expresa amor hacia la entidad de Israel en general, como pueblo sacralizado, perdonán­dole las faltas que va cometiendo en su destino, pero luego de haber­lo enderezado con castigos. La idea del amor, vista en este contexto formal, se nos muestra como subordinada al pacto o al compromiso, o contenida en é1. Y el hombre comprometido es el hombre ambiguo por excelencia, sin arraigo total en uno de los dos planos y carente del recurso del amor —que ve como parte del compromiso— para llegar a una posible comprensión global.

Curiosamente, si bien la Alianza (creación de un pueblo con un destino divino en lo humano) es prueba de una labor conjunta, la idea de la colaboración con Dios en su obra no parece existir en el ámbito mosaico­deuteronómico. En este ámbito, el hombre pertene­ce a una comunidad elegida para realizar un camino hacia un fin. Dentro del camino, si como individuo y como componente de la comunidad, se mantiene en sus obligaciones y contribuye a que los demás se mantengan, sabe que le serán concedidas una serie de venta­jas entre las demás naciones; ventajas más bien proyectadas hacia un final escatológico que hacia el presente.

En el presente, lo que tiene frente a sí, lo que lo rodea y motiva es, más bien, la situación derivada de pertenecer a un pueblo cerrado, dis­tinto, raro, incómodo e inquietante a la vista de los demás pueblos, según las diferentes épocas históricas; detestado a veces por la propia evolución de su actividad y de su camino. La relación unilateral de lo trascendente con el pueblo elegido se traduce en que aquél cubre a éste, marcándole una forma de vida, de herencia y de diferencia. Ciertamen­te aquí existe la colaboración, porque el propósito y el quehacer son comunes, pero ésta aparece, sin lugar a dudas, bajo la forma de una relación forzada en la que la angustia no puede dejar de manifestarse.

El hombre entrará, pues, en conflicto consigo mismo, tanto más cuanto más entre en conflicto con el mundo que lo circunda y que, a primera vista, le parecerá más amplio y cómodo que el camino mar­cado por el cual debe seguir en virtud del pacto.

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Dios es sentido como presencia, pero como presencia impositiva desde este ángu1o. Dios, es sentido, quizá, como ausencia de amor, de plenitud con Él. Históricamente el hombre está comprometido porque así se lo han dicho, porque sus antepasados se obligaron a un camino y a un fin dentro de los cuales hay que continuar; y fuera de los cuales está el castigo o la desacralización que supone caer en el anonimato de las naciones que no saben.

Por supuesto que en el ámbito hebreo, y dentro de esta especula­ción intelectual que estoy haciendo, en todas sus épocas ha habido hombres que han sentido el amor y que han llegado a identificar, o a acercar mucho entre sí, las realidades polares que éste une. Pero ésta es una culminación de un proceso, es un fenómeno más individual que colectivo, más místico que público.

En el planteamiento mosaico­deuteronómico, tal y como lo expe­rimenta el hombre comprometido común, las dos formas teóricas de soslayar la ambigüedad no dan, finalmente, el resultado apetecido. La una sería tratar de colocarse en el supuesto plano de la Divinidad, viendo el mundo y a los hombres tal y como debieran ser desde este plano. Visión falsa, porque el mundo que existe no deja de estar ahí, presente e inquietante, junto con sus hombres. Plano supuesto, ya que cualquier dimensión de la Divinidad escapa a la postura humana que quiera interpretarla.

La otra consistiría en asimilar la Divinidad al plano humano, consuetudinario y natural, asimilándola a las fuerzas deificadas del medio, viéndola con la cara más fácil del símbolo y el contenido de la Naturaleza. Forma inútil, por cuanto que, por mucho que se intente ‘naturalizar’ a la Divinidad, Ésta no deja de ser Aquélla con la que se tienen establecidos un pacto y un camino específicos.

La primera forma teórica habría sido en buena parte la de algunos hombres de religión y sacerdocio, sobre todo en épocas históricas difíciles o de reagrupamiento, con resultados prácticos positivos pero con la seca y reducida dimensión de ser una forma centrada en la Ley y el Orden. La segunda habría tratado de interpretar a YHWH como a

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la Divinidad que sustituye a los Ba‘alîm y los supera en cierto modo, pero que es intercambiable con ellos; haciendo de YHWH un simple dios nacional; siendo más cómoda y acomodaticia, pero derivando hasta caer fuera del espíritu de la Alianza e incluso en contra de él.

Desde el punto de vista de la Historia antigua puede decirse que, hasta cierto punto, la primera postura fue la más general y significa­tiva del reino de Jerusalén, y la segunda la más habitual y extendi­da del reino de Samaria; una vez escindido en dos. Desde el punto de vista social, parece que a la primera postura se aferraron más los miembros de la clase sacerdotal y de las familias de más pura cepa, en tanto que a la segunda se abrieron con mayor facilidad las gentes que, por mezcla de sangre, razones de comercio, de vecindad o de moda cultural, estaban más en contacto con el medio cananeo y con las naciones circundantes.

De todas las formas, y, en ambos casos, el plano que se intenta dejar aparte preocupa y no hay conciencia de realidad completa. Hay, por lo tanto, ambigüedad. Y la ambigüedad puede, tal vez, ser tolera­da con una tercera solución, que es la de trivializar el conflicto.

Para hacerlo, se recurre a la cáscara externa del pacto. Se mantiene todo lo posible la ficción de la Alianza, pero se buscan todos los pre­textos posibles para vivir, única y exclusivamente, en el medio cir­cundante, en el mundo que es, como dije antes, mucho más amplio a primera vista que el camino marcado por la Ley. La responsabili­dad de ser «pueblo elegido» queda salvada cumpliendo los preceptos rígidos, aumentando si cabe su número y su rigidez, intentando aho­gar a la Divinidad con el humo de los sacrificios. Lo que no es sino un engaño sobre su calidad de «pueblo elegido»; y un intento pobre, incluso desde el punto de vista humano intelectual (sin referirlo evi­dentemente a los planos trascendentes), de engañar a YHWH.

El pacto se acepta como un hecho más, el más importante proba­blemente, pero sin dimensión dramática. Las exigencias de YHWH son algo a lo que la Divinidad tiene derecho, pero son perfectamente susceptibles de satisfacer mediante las ceremonias y los cumplimien­

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tos externos. Lo cósmico y lo sagrado quedan pues relegados a un plano de indiferencia íntima.

No obstante, creo que la trivialización no llega nunca a ser com­pleta, especialmente porque falta el criticismo de la razón que vaya descomponiendo, en lo posible, los distintos factores de los mundos natural y trascendente. El hombre vive demasiado comprometido con lo trascendente como para poder ser razonador. Tal vez solamen­te durante el período del helenismo, y a tenor de las nuevas corrien­tes, una parte del pueblo elegido sometió superficialmente pequeñas zonas de su mundo íntimo al corrosivo de la razón. Fueron los ele­mentos que, luego, formarían uno de los grupos más característicos de los judaísmos posteriores; grupo no salido del compromiso sino en la apariencia y, por lo tanto, tan ambiguo como sus propios ene­migos, los defensores de la Tradición.

En general, me parece que es la búsqueda del bienestar material, más que el uso del espíritu crítico, lo que caracteriza la trivialización de la ambigüedad hebrea. Sus protagonistas son el rico propietario o el comerciante, que procuran aumentar su capital aún «a costa de sus hermanos»; los hombres a quienes el mundo, en el que viven plena­mente, con ansia y acaparándolo, no inquieta, pero sí que inquieta lo trascendente, que procuran comprar mediante oraciones voceadas, a través de sacrificios externos y de un estricto cumplimiento de los preceptos. Son los reyes que llegan al asesinato para satisfacer no una razón de Estado sino un apetito cualquiera, pero que se consideran depositarios de la Alianza y «varas de Dios». Son los sacerdotes, preo­ cupados ciegamente en someter al pueblo a normas demasiado poco flexibles y sin un riesgo divino interno...

Personajes muy prototípicos quizá... Personajes que, junto con otros menos caracterizados y por ello más numerosos, se mantienen en la ambigüedad por razones de convicción, conveniencia y convi­vencia; procurando mantener en lo mismo a los demás.

Las circunstancias históricas de adaptación a los medios agríco­la, comercial y ciudadano, de los hebreos en Canaán, hacen que el

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capital, en principio casi comunal, vaya pasando a manos de unos pocos, empobreciéndose los más. El pueblo así fijado queda sujeto a unos cuadros sociales presididos por el compromiso adquirido con la Divinidad, emparedado por la competencia interna económica, enca­minado a la condición de sociedad elegida y de comunidad cerrada; transformado, al amparo de la tradición y del concepto de integridad como pueblo, en un campo de acción favorable para quienes, dentro del mismo, busquen los hilos del manejo y del bienestar, o del prove­cho personal.

Sobre esto los textos proféticos son a veces muy explícitos, expre­sión que fueron de unos hombres cuyo empeño consistió en devolver a la comunidad el espíritu vivo de la Alianza perdido en las formas externas.

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Dinámicas consecuentes

«Cuando Aarón vio esto, fabricó un altar delante de él [del toro, o becerro, hecho de oro] y echó un pregón. diciendo: mañana habrá fiesta en honor de Yahveh. Al día siguiente levantáronse temprano, ofrecieron holocaustos y presentaron víctimas pacíficas: luego el pue­blo se sentó a comer y a beber, y después se levantaron para divertir­se157». El becerro no es, por lo tanto, un dios diferente, sino la repre­sentación de YHWH «tu dios, Israel, el que te ha sacado de Egipto158» y, seguramente, una representación habitual, si no de YHWH como tal, sí de la Divinidad de la que YHWH es expresión y forma, o sea de `El, de por sí llamado «el toro» en Ugarit y otras partes de Canaán, a causa de su poder creador.

Es el mismo `El ­ YHWH, con forma de toro, que Jeroboam, primer rey de Samaria, reinstala como concesión a una imaginería popu­lar desterrada por lo puristas de la Alianza. El reino de Samaria se caracteriza por «cananeizarse» más y más, y adaptarse mejor, dentro del yahveismo, a las formas inteligibles y apropiadas para el pueblo corriente y para la convivencia con las naciones del entorno; todo ello mal visto y peor considerado por quienes se mantienen fieles al espíritu comunal y a la finalidad del pacto, según todo el Libro de Oseas por ejemplo.

`El, Divinidad suprema y única, se «purifica» en YHWH, esenciali­zándose e intelectualizándose; caso manifiesto no sólo en los prime­ros seguidores de la Alianza159, y en quienes la guardarán después,

157 Éxodo, 32, 5­6.158 Ibíd., 4.159 Moisés y los levitas: Éxodo, 32, 26 ss.

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sino en seguidores o sacerdotes de `El que pasarán a serlo por entero, y para siempre, de YHWH, caso del probablemente cananeo Sadoq, que sería sacerdote de `El ´Elyon en Jerusalén y lo fue de `El YHWH cuando David conquistó la ciudad.

Pero, también, `El se mantiene con sus características menos puras y más próximas a la Naturaleza en calidad de YHWH, contagiándo­lo por decirlo de alguna manera; siendo en esta forma más popu­lar entre quienes intentan librarse de la ambigüedad resultante de la Alianza.

Ciertamente que para los israelitas, YHWH es el verdadero Ba‘al (como dios de la lluvia, fecundador de la tierra y sostén de la vida), pero asimismo es el verdadero `El, la potencia suprema que ha crea­do el universo y los hombres, y asegura el equilibrio de las fuerzas cósmicas. Como tal y como cual se le define en los textos vetero­testamentarios, según hemos visto. Pero el problema no está, sólo, en concentrar en la Divinidad única todos los poderes y atributos, desparramados entre sus manifestaciones o entre otros dioses com­petidores, sino en algo más y más profundo. En YHWH se repite, sin desdoblarse en dos figuras pero sí desdoblándose en dos tendencias de culto, el fenómeno que ocurrió con `El - Ba´al. Pese a ser la expre­sión dinámica y revitalizadora de `El, con los hebreos YHWH hereda su problema dicotómico. El Dios creador y Ser supremo, se va alejan­do de la problemática diaria de los hombres.

¿Quién hace que las cosechas de cada año fructifiquen? ¿Quién protege a su pobre criatura humana de todos los males y de todos los demonios? ¿Quién la aterroriza con el rayo y el trueno, en la inun­dación y en el terremoto? ¿A qué forma de Dios se puede uno dirigir para las pequeñas cosas, o puede uno intentar engañar como si fuese un superior más o menos semejante a uno mismo?... `El cede el paso a Ba´al e, incluso, Ba´al irá cediendo el paso, conforme vaya cobran­do la personalidad de `El, a dioses menores, cada vez más «consuetu­dinarios». El gran Dios creador vuelve a transformarse, con el curso del tiempo, en el Ser metafísico, alejado, dormido, que se despreocu­pó de su creación.

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Bajo esto laten las preguntas inmensas de si ésta, la creación, ten­drá un fin. ¿Cuál es el fin del hombre —que se considera eje de la misma— y de todos los porqués que la pregunta lleva anejos? Es necesario que un Dios responda a las preguntas y, mejor aún, que garantice la creación. Por todo esto, en mi opinión, se hace inevitable el desdoblamiento del Dios primordial en, al menos, dos figuras; una antigua y otra moderna. Una, la que es cada vez menos percibida, superior y distante; y otra, que es conocida porque se da a conocer y es próxima. Un dios del universo en general y un dios de este mundo. Un dios de los hombres, el segundo.

Una divinidad ociosa contrapuesta a otra en acción. Un dios que lo creó todo, pero que puede anular su creación, y otro dios que está enteramente dentro de la creación y que cuida de que se perpetúe.

Evidentemente, en YHWH, por la misma afirmación de unicidad que contiene su esencia, no puede darse ese desdoblamiento de un modo claro. El fiel que quiera ver a la Divinidad desdoblada se va hacia Ba´al, como así ocurrió. Pero el YHWH del que se habla en los textos veterotestamentarios, especialmente en los Salmos, en Job, y en los escritos proféticos, oscila entre las dos figuras y contiene el germen muy avanzado de la dicotomía.

Desde el punto de vista general de la angustia humana, y de la angustia particular al hombre que pertenece a un pueblo comprome­tido generación tras generación con lo divino, existe de continuo el deseo de un Dios cercano, un Dios familiar que ayude, comprenda, perdone y salve. Como existe también un Dios al que hay que llamar continuamente para que atienda al hombre y hay que gritarle para que «vuelva la cara».

Añádase a esto el que, en las religiones vecinas a la de Israel, es muy común la existencia del dios próximo que, por su condición de Naturaleza deificada, muere y renace, de acuerdo con el ciclo de las estaciones. Es el dios al que acaba por atribuírsele la condición de divinidad salvadora de manera más o menos clara, y es el dios conservador que conserva el mundo y al hombre tras de la muerte.

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Papel este que, en parte, parece que representó el mismo Ba‘al Hadad a través de su aparente sacrificio de morir. YHWH no muere. De YHWH se afirma y se subraya siempre que es un Dios vivo, por cuan­to que él mismo es la vida o sea el ser y el existir. Y YHWH promete, a quien le sea fiel, la supervivencia y la continuidad en una cierta vida posterior.

Sin embargo, el modo de esta vida posterior no queda claro en los textos.

Algunos hablan de la inmortalidad del alma, explícita o implíci­ta, pero sujeta a la justicia de Dios, que puede o no sacar al muerto del mundo de las sombras160: Y todo esto por cuanto que YHWH es dueño de la vida y de la muerte, al contrario que muchos dioses de las religiones vecinas, considerados impotentes frente a la muerte, y el destino, pese a su naturaleza divina161.

Otros textos, por el contrario, parecen considerar que la terrestre es la única vida, y definen la alegría y posibilidades del hombre exac­tamente con los mismos conceptos que vimos en el Poema mesopo­támico de Gilgameš162, reduciendo al ser humano a un androide pues­

160 «Yahveh mata y vivifica. Sumerge en el šeol y extrae —pues no has de abandonar en el šeol mi alma— del šeol sacaste mi alma, me has hecho revivir de entre aquellos que bajan a la fosa — [...] la redención de su alma por que exista por siglos; por que viva por siempre y no vea la fosa — has de volver a tomarme a la vida y desde los hondones de la tierra me subirás de nuevo — y has librado mi alma del fondo del šeol». (1 Samuel 2, 6; Salmos 16 (17), 10; 29 (30), 4; 48 (49), 9; 70(71) 20; 85 (86), 13).

161 De YHWH se dice: «el šeol ante él está desnudo y carece de velo el abbadon — si a los cielos subiere, ahí te encuentras / y si bajo al šeol, estás presente». (Job 26, 5; Salmo 138 (139), 8. El abbadon es la ultratmiba, la ruina).

162 «¿Quién sabe si el hálito del hombre sube hacia arriba y si el hálito de las bestias desciende abajo hacia la tierra? [...] ¿quíén le llevará a ver / lo que tras de sí ha de suceder? — porque no existe otra ventura para el hombre bajo el sol sino comer, beber y gozar / y esto le acompaña en su trabajo durante los días de su vida / que Dios le ha concedido bajo el sol — ciertamente aquél que permanece agregado / al conjunto de los vivos tiene esperanza, pues perro vivo es mejor que león muerto, porque los vivos saben que han de morir, mas los muertos no saben nada y ya no reciben remuneración pues su recuerdo se ha olvidado — en todo tiempo sean blancos tus vestidos / y no falte el óleo sobre tu cabeza, goza de la vida con la mujer que ames todos los días de tu vida fugaz (...), todo lo que puedas / hacer, con tu fuerza, hazlo, porque no hay obra, ni razón, ni ciencia, ni sabiduría en el šeol adonde te encaminas». (Eclesiastés, 3, 20 ss.; 6, 15; 9, 5, 9 ss.).

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to sobre la Tierra para trabajar, sin más compensaciones que las que pueda conseguir en el trabajo mismo y en la tierra. En muchas frases se afirma la brevedad de la vida humana en este mundo, sin expresar más que tímidamente la posibilidad de una vida de ultratumba y de una salvación163

La salvación puede venir quizás a través del conocimiento y de la sabiduría164. En cambio, en otros textos da toda la impresión de que la única inmortalidad posible es la de la fama —el nombre recordado a través del tiempo— como era frecuente e insistente en el pensa­miento mesopotámico165. Si bien una vida física larga y una amplia, y prolongada, descendencia, pueden ser el buen premio y el símbolo de la inmortalidad166.

Los tonos pasan por todas las variaciones. La muerte es igualitaria, pero iguala tanto al sano como al enfermo, al bueno como al perver­so, al poderoso y al humilde. La muerte es el olvido y la desaparición, y a la muerte se puede bajar como una sombra de lo que se ha sido en los últimos momentos de la vida, defectos, heridas, condición social incluidos... El tono predominante es más bien desesperanzado167.

163 «En cuanto al hombre, cual heno son sus días / como una flor del campo así florece, róza­lo apenas una ventolina y ya no existe / y el lugar que ocupaba no lo conoce más; mas de siempre y para siempre permanece / la bondad de Yahveh sobre quienes le temen — ¿qué es el hombre, Yahveh, por que de él cuides / un simple humano, para que en él pienses?, semeja el hombre a un soplo / sus días son como sombra que pasa». (Salmos 102 (103), 14 ss.; 143 (144), 4 ss.).

164 Senda de vida hacia arriba sigue el entendido / para escapar de lo profundo del šeol — el hombre que se extravía del camino de la razón / en la comunidad de las sombras descansará». (Salmos 102 (103), 14 ss.; 143 (144), 4 ss.).

165 «La memoria del justo [pervive] en bendición / pero el nombre de los malos se corrompe —mejor es el renombre que óleo precioso— cuida de tu renombre, porque te acompañará más que millares de tesoros preciosos; la felicidad del viviente (es solo un corto) número de días, pero el buen nombre por días sin cuento». (Proverbios 10, 7; Eclesiastés 7, 2; Eclesiástico 41, 12­13).

166 «Ved, un don de Yahveh son los hijos / el fruto del seno es un premio — el temor de Yahveh acrece los días / mas los años de los impíos serán acortados — hijo mío, no olvides mi enseñanza / y mis preceptos guarde tu corazón, pues longura de días y años de vida y paz te procurarán — y vio (en premio implícito a su recta vida) la quinta generación, los hijos de sus hijos». (Salmo 126 (127); Proverbios 10, 27; 3, 1; Tobit 14, 13).

167 Por ejemplo : Job 3, 11­19; 21, 23 ss.; 1 Reyes 2, 9; Job, 7, 9; 11, 8; 14; Salmos 6, 6; 39 (40); 88 (89), 11 ss; 90 (91); 113 (114), 25; 143 (144), 3; Proverbios 1, 12; 15, 11; Eclesiástico 14, l2ss; 17, 23 ss; 38, 16 ss.; 41, l2 ss.; Isaías 38, 11 ss.).

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La problemática moral y la dicotomía latente parecen dar como resultado que el concepto se centre, más o menos, en un Dios de jus­ticia y en un Dios de salvación. Concepto que no se resuelve dentro del ámbito mosaico­deuteronámico sino fuera de él, al emanar del judaísmo su forma más universalizada que es el cristianismo. Es un concepto que, de todas las maneras, no se resuelve, pero que se incli­na, en la mayor parte de las corrientes cristianas, a un Dios de salva­ción, y que permanece, en el ámbito mosaico, más bien centrado en un Dios de justicia.

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El mesianismo

Con el Dios de salvación para todos los pueblos se realiza, tal vez, el propósito y el fin de la Alianza, a juicio de aquellos hebreos que son la base sustentadora y propagadora del primer cristianismo. Con ellos, y en la convicción que ellos mantienen y propagan, el pue­blo de Israel lleva a cabo la función sacerdotal y profética respecto al resto de las naciones que le fuera encomendada en el pacto con Dios.

Pero en cambio esto no se realiza en absoluto, a juicio de los hebreos que se mantienen dentro de sus marcos veterotestamenta­rios, cualesquiera que sean sus posturas.

Para estos últimos hebreos —primero en Palestina y luego en la Diáspora— ciertamente que Dios puede ser Dios de salvación y de esperanza, pero es mucho más Dios de justicia. YHWH es la parte contratante constantemente fiel en la Alianza, la que no se desvía de lo prometido y de lo exigido, la que no puede mentir ni olvidar. La otra parte sí que se desvía y, de hecho, lo hace muchas veces, olvida su misión y puede intentar engañar a YHWH . Esta parte debe saber, entonces, que el castigo le caerá encima individual y colectivamente, y así se lo advierte Dios muchísimas veces porque es justo. Pero debe saber también, y de hecho sabe, que si se mantiene fiel individual y comunitariamente, al final se cumplirán el propósito y la meta de la Alianza, y que en el cumplimiento estarán su realización y su premio tanto colectivo como individual.

Dios es justo al principio del pacto, en su devenir y en su conse­cución. Cuando castiga, lo hace para enderezar a los incumplidores

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y porque ya ha advertido del castigo antes. Cuando perdona —y lo hace muchas más veces, a juicio de los propios autores de los textos bíblicos— no es tanto por causa de su bondad y por ser un Dios sal­vador, sino porque en su calidad de parte primera contratante de la Alianza es infinitamente superior a la otra parte, siendo por lo tanto natural que en esta superioridad entre la comprensión. No sería nin­gún exabrupto decir que, en la Alianza, es Dios quien lleva el juego.

La Alianza, vista desde cualquier ángulo humano interno, condi­ciona al fiel y provoca en él la esperanza y el deseo de que aparezca un jefe que interprete la voluntad de Dios, un personaje que sirva de enlace entre la Divinidad y su pueblo en la marcha común humano­divina; y que sea el catalizador de las energías que van de una parte hacia la otra y, en cierto modo, su moderador.

El mesianismo ha tenido para nosotros, en los últimos siglos, una carga conceptual que no tuvo entonces. En principio, «mesías» no significa sino «ungido con óleo consagrado» —siguiendo una cos­tumbre de los faraones egipcios— y tanto Saúl como David, los pri­meros reyes del pueblo de Israel, fueron ungidos, con lo que queda­ron señalados como jefes temporales y guías de la comunidad. Los jefes consagrados, al serlo de un pueblo por su propia Alianza sagra­do, lo son de un modo más descollante, y mayor es, en principio, la carga de su responsabilidad, puesto que, de sus aciertos y equivoca­ciones, depende en muy buena parte la marcha exacta del pueblo en su propio camino de la Alianza. Es precisamente esta calidad de con­sagración la que recogerá, a partir de su establecimiento, la monar­quía hebrea como título de existencia.

En el caso hebreo, la monarquía no es de derecho divino, como en Egipto, porque el rey descienda de un dios, sino que lo es, como en Mesopotamia, «por nombramiento» de la Divinidad que, igual que en los dos primeros casos de Saúl y David, elige expresamente por su nombre a quien debe gobernar, pero con la diferencia de que en Israel el gobernante tiene un carácter santo al regir un pueblo santo; matiz éste importantísimo omitido en cualquier época de los reinos mesopotámicos.

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Después, sin embargo, el concepto de «ungido» y de mesías se van ampliando y cargando con una misión de justicia, de compensación y encarrilamiento que antes no eran tan manifiestas. Esta dimensión mayor del personaje providencial toma cuerpo, sobre todo, durante el período de cautiverio de Judá en Babilonia y mientras se recons­truye su estado tras del cautiverio. La monarquía, tanto la de Israel en Samaria, como la de Judá en Jerusalén, ha demostrado claramente no ser capaz de llevar a la comunidad por el camino de consecución de la Alianza. El resultado ha sido la destrucción del reino de Israel y el destierro de la gente del de Judá. La comunidad hebrea no ha sido fiel a la letra y al espíritu de la Alianza, pero, dentro de esto mismo, la mala guía y peor jefatura de la mayor parte de sus reyes ha tenido buena parte de culpa.

No es que el pueblo renuncie a la monarqula, a la jefatura tempo­ral consagrada, pero la figura del «ungido» que ha de arrancarlo de sus sufrimientos, sacrificios y humillaciones para llevarlo, por fin, al destino supranacional que le fue prometido en la Alianza, cobra unas dimensiones muy superiores y distintas a las de un soberano temporal.

Aunque quizás coincidan en una misma y determinada persona, las nuevas figuras de mesías tienen un fuerte contenido salvador. El destino supranacional, al que hemos aludido, no es obstáculo para que, en el sentir de los hebreos que siguen por el camino mosaico, este mesías sea antes que nada nacional; ya que es el pueblo entero el que está llamado a cumplir un destino trascendente y el mesías no es sino su cabeza, su guía, la expresión de su logro.

En cambio, en el sentir de los hebreos que sirven de base al cris­tianismo, sobre todo a partir de San Pablo, el mesías es enteramente supranacional y en él, y con él, como esencia y resumen que es por fin del pueblo elegido y persona mística del propio YHWH, se cum­ple la Alianza.

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El mesianismo judeo-cristiano

A juzgar por algún texto coetáneo (Los hechos de los Apóstoles, por ejemplo), muchos de los hebreos que siguieron el cristianismo lo hicieron entusiasmados con los testimonios de la resurrección de Jesús. Esta resurrección explicaba los textos veterotestamenta­rios que debían referirse a ella y venía a confirmar, del modo más esperanzador posible, la creencia, el deseo y la corriente de pensa­miento existentes acerca de la resurrección de los muertos. Confir­maba el carácter mesiánico del Hijo del Hombre en el sentido de la salvación.

El reino del mesías era, por lo tanto, un reino de salvación para los hombres, y la misión del pueblo de la Alianza era la de haber sido el crisol en donde se había formado, junto con la de haber servido de testigo de su predicación y de su resurrección. El triunfo de Jesús es el triunfo de la Alianza y el del pueblo de la Alianza, a juicio y enten­dimiento de los hebreos que lo siguieron y atestiguaron de él, proce­dentes muchos de ellos, al parecer, de las escuelas de pensamiento más avanzadas o místicas.

Por el contrario, no hubo triunfo ni hubo mesías, sino, todo lo más, la predicación de un profeta, para los hebreos, tanto de las escuelas conservadoras como de las avanzadas, que esperaban en la figura mesiánica el cumplimiento sobre la Tierra de las promesas de la Alianza, y el fin, siempre sobre la Tierra y entre las naciones, de la angustia provocada por la enorme andadura del pueblo en el difícil sendero del pacto. Es más, ese triunfo lo que vino a suponer es que parte del pueblo comprometido se hubiera desperdigado, mezclándo­se con los demás pueblos por creer que su misión comunitaria había concluido.

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Ambas concepciones de mesías responden a la necesidad, senti­da visceralmente, de una figura divina o paradivina que garantice la vida, que conserve el mundo en el bien y en la justicia, que salve y que ponga en comunicación al hombre con lo desconocido y lo tras­cendente. Tanto más cuanto que ambas figuras son humanas en su origen inmediato y en su formación social. Con la figura del mesías, se la considere desde un ángulo u otro, el hombre encuentra por fin su mejor semiótica para comunicarse con el Cielo y el mejor canal de respuestas a todas las preguntas. Pero en tanto que un concepto de mesías se centra en la justicia y en el buen ordenamiento del mundo con arreglo a una escala de valores de origen trascendente, el otro concepto se concentra en la salvación personal después de la muerte y en la transfiguración, por decirlo de algún modo, del mundo.

Este segundo concepto, con su respuesta mística, es el que en prin­cipio se acerca de manera más perceptible al del dios de la Naturaleza (o al de alguna de sus manifestaciones agrarias) que, sobrepasándose, acaba por ser el símbolo del rescate y de sacrificio por la Humanidad; o sea el papel que tuvieron Usir­Osiris, Dumu-zid-Tammuz, etcétera. Pero también el primer concepto queda relativamente cercano al del dios conservador del mundo, guardián de las criaturas y garante de la continuidad de todo; caso de Ba‛al y de muchas divinidades del tipo ordenador y próximo. Curiosamente, ambos tipos de dioses, y espe­cialmente el del dios conservador, acostumbran a intervenir directa­mente, con forma y vida humanas, en la existencia de los hombres, compartiendo con estos el mundo en sus avatares.

Las dos figuras de mesías, en su estado más avanzado y espiritual de concepción, se colocan en paralelo con esta corriente de dioses que, en todo el orbe antiguo y bajo diferentes ropas teológicas, tratan de expresar esperanza en la continuidad de lo creado y en la indivi­dualización de la vida. Nada tiene de extraño, pues, que una de ellas, más en particular, recoja el peso de esta herencia y la asimile.

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Jesús- Ba‛al y YHWH- Dios

En primer lugar, y de modo seguramente inconsciente, esta figura de mesías está cargada, a partir de los tiempos iniciales del cristia­nismo, con los valores que se deseaban en la forma dicotómica del YHWH próximo. La protección, la guía, el amor sobre todo, la com­prensión y la compasión totales. Se insiste en el amor, puesto que, una vez llegado el fin de la espera, una vez cumplida la Alianza con la aparición del mesías y su predicación para todas las naciones, el amor, que hasta entonces parecía estar supeditado a la Alianza, lo invade todo, incluyendo el terreno de la justicia divina y explicando tanto el sacrificio colectivo como la salvación personal y la del mundo.

Pero en las frases que definen este amor y casi ya desde el princi­pio del cristianismo, se da ya una alternancia de sujetos por la que Jesús y Dios comienzan a identificarse; Jesús parece ser la expresión del amor divino hacia las criaturas: «¿quién nos apartará del amor de Cristo? —por aquél que nos amó— ni otra alguna criatura será capaz de apartarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús168». Y, al mismo tiempo, el Espíritu de Dios lo es de Cristo y lo será de todos los humanos en cuanto participen de la fe169; hasta llegarse a la afir­mación de la identidad Mesías­Dios: «de quienes desciende el Mesías según la carne, quien es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos170»; insistiéndose de modo particular en el nexo de Cristo con el Dios de la paciencia, la consolación y la esperanza, siendo expre­sión próxima —por humana— de su fuerza y sabiduría171.

168 Epístola a los Romanos, 8, 35­37­39.169 Ibíd., 8, 9­11.170 Ibíd., 9, 5. Entre otros párrafos con la misma afirmación.171 Ibíd., 15 ss., 1 Epístola a los Corintios, 1, 24.

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Queda explícito que YHWH, en su forma mas próxima y defenso­ra del pueblo elegido, es Cristo: «Nuestros padres todos estuvieron bajo la nube, y todos atravesaron el mar y todos fueron bautizados en Moisés en la nube y en el mar, y todos comieron de un mismo man­jar espiritual, y todos bebieron una misma bebida espiritual, pues­to que bebía de una piedra espiritual que les seguía: y la piedra era Cristo172». Al mismo tiempo, derivando este pensamiento hacia sus consecuencias lógicas, afines a las de otros pensamientos religiosos antiguos, acaba por establecerse una escala de identificaciones y atri­butos por los que Dios queda como Dios Padre y Creador, principio y fin de todo, y Cristo como Dios próximo, explícito o no, que cuida de lo creado; por debajo del cual, incluso, hay otras categorías que, por su fuerza o capacidad, pueden ser consideradas dioses173. El Hijo está, pues, asimilado al Padre de quien resulta ser, místicamente, una proyección, un foco de divinidad activa174.

Según lo cual, Dios, que es el Ser, se manifiesta en su inteligencia y voluntad, que son el existir. Inteligencia y voluntad son los consti­tuyentes del Verbo, el cual está Dios, contrapuesto a Él y, por decirlo de alguna forma, siendo el espejo en el que Él reconoce y se reconoce en la existencia.

Dios se hace pues conocer de las criaturas a través de la existencia; y el grado más alto de la existencia parece ser la vida, que debe de ser la individualización de aquella, la adquisición individualizada de la con­ciencia de existir y, por lo tanto, la eclosión de la inteligencia y de la voluntad con mayor o menor complejidad. En la Tierra, quizás, el ser

172 Ibíd., 10, 1 ss.173 «Puesto que, si bien hay quienes son llamados dioses, sea en el cielo, sea en la tierra [posi-

blemente los emperadores deificados, pero sólo en cuanto a la tierra] —cuales hay muchos dioses y muchos señores— mas para nosotros no hay sino un Dios, el Padre, de quien proceden todas las cosas, y nosotros estamos destinados a él; y un sólo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas, y nosotros también por él» (ibíd., 9, 5 ss.).

174 «[...] y el Verbo estaba cabe Dios, /y el Verbo era Dios / [...] / todas las cosas fueron hechas por él / y sin él nada se hizo de cuanto ha sido hecho. / En él había vida, / y la vida era la luz de los hombres, / [...] / Y el Verbo se hizo carne, / y habitó entre nosotros; / y contemplamos su gloria, / gloria cual del Unigénito procedente del Padre / [...] / A Dios nadie le ha visto jamás: / el Unigénito Hijo, / el que está en el regazo del Padre mirándole cara a cara, / él es quien le dio a conocer». (Evangelio de S. Juan, 1,1 ss.).

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humano es el que representa el grado más complejo y, a este escalón, es capaz a su vez de hacer existir, o sea, de crear, reflejo él mismo repetido del Verbo y por lo tanto de Dios, microcosmos igual al macrocosmos del existir ordenado e inteligente. Si el Verbo se encarna, adoptando íntegramente las leyes y limitaciones de este microcosmos, es precisa­mente para hacerlas superar transponiéndolo y transmutándolo.

El mesías es la voluntad y la inteligencia de Dios manifestadas explícitamente bajo una de las formas de existencia viva por ellas creada, manifestación que no tendría lugar si no fuera para consa­grar a esta forma como equivalente a sí misma175, y esto mediante el amor, que es seguramente el lazo de unión entre todos los constitu­yentes de la existencia como tal, expresión más extractada y pura de la armonía.

En la conservación de la existencia y en su «perfeccionamiento» está la base sustentante del ser, por cuanto que, al nivel de las posi­bilidades actuales de nuestro pensamiento, el ser no puede serlo sin existir. Suprema y total dinámica, tiene que expresar todas sus posi­bilidades para seguir siendo dinámica. Suprema y total estática, que contiene dentro de sí todas las posibilidades a reconocer para abar­carse a sí mismo. Como Alfa es la dinámica, como Omega es la está­tica; pero en todo ello la existencia es el factor principal. En cierto modo, y como resumen, podría decirse que el ser es para existir y el existir es para ser.

La mayor parte de estas ideas sueltas forman, expresadas de un modo u otro, el entramado de las escuelas místicas y filosóficas, o precristianas, que tanta actualidad tuvieron durante el helenismo. Algunas de ellas se encuentran hasta en los filósofos presocráticos. Y, por no salirnos del mundo mediterráneo oriental en el que nos centramos, recordemos que la esencia y la existencia, la individuali­zación de la vida y su perpetuación eran los factores más importan­

175 «Mas a cuantos le recibieron / a los que creen en su nombre (es decir, en su ser, en su esencia) / les dio potestad de ser hijos de Dios / los cuales no de la sangre, / ni de la voluntad de la carne / ni de la voluntad del hombre / sino de Dios nacieron». (Ibíd., 1, 12­13).

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tes del pensamiento egipcio. Como son los que provocan la angustia patente en el pensamiento mesopotámico y como parecen existir de manera bastante clara entre los semitas cananeos y sus vecinos.

Todo un enorme poso y un entrecruzamiento inmenso, que sir­ven de lecho y de terreno de cultivo para que el mesianismo cristia­no florezca ya entre sus primeros discípulos y propagadores, todos hebreos, y entre los discípulos helenizados no hebreos; como sirve, también, para que crezcan las escuelas gnósticas, herederas de aque­llas escuelas filosóficas, intérpretes, en parte, del cristianismo y ene­migas suyas. Enemigas también del mosaísmo veterotestamentario; algunas protagonizadas por hebreos imbuidos de otros pensamientos religiosos o traductores del propio.

Para el fiel de la calle lo que va quedando cada vez más definido, dentro de algunas de las formas del cristianismo, es la dicotomía de una «expresión» Padre, en Dios, y de una «expresión» Hijo, en el mesías. Aunque se afirme que ambas no son sino personas o facetas místicas de una única realidad, juntas en el misterio por el Espíritu, el culto individual y colectivo diario, unido a ese poso y ese entrecru­zamiento a los que aludíamos antes, hace que, en la práctica, Padre e Hijo sean vistos como separados; y, también en la práctica y en la mente del fiel, como dotados de los mismos poderes.

No llegan a ser figuras opuestas, pero sí que hay un deslizamiento del Padre hacia la posición de Divinidad alejada, de perfiles en cier­to modo indefinidos, representada con los rasgos de la ancianidad (hecho que hereda del abu šanima, «padre de los años», del dios ’El, símbolo que es de eternidad pero fácil de entender como de vejez), despreocupada del mundo puesto que lo hizo y descansó; como hay una inclinación clarísima de ver en el Hijo la Divinidad inmediata, perfilada como modelo de humanidad a la par que Dios joven y por completo volcado hacia el ser humano, hacia el mundo y hacia el bien de ambos. No hay oposición, insisto, ya que en el cristianismo el gran protagonista en principio es el amor, firme y dúctil al tiempo y lazo entre todos los factores de lo manifestante y lo manifestado, de lo divino y de su creación.

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El amor, protagonista que fue de escasa o poco clara importan­cia en las religiones que lo precedieron, en el propio cristianismo ha dejado de serlo.

Pero basta fijar la atención un poco críticamente en el nivel medio, e inconsciente, del culto y de los fieles atentos a su vigencia como foco principal de la fe, para observar cómo el Hijo es la expresión divina a la que se acude con preferencia, a la que en muchísimos casos y ceremonias litúrgicas, se rinde una adoración particular que toma visos de exclusiva. Del Hijo es de quien se espera el bien, la ayuda decisiva, la salvación que corresponde a su historia trascen­dente, y es al Hijo al que se le pide que interceda cerca del Padre como si el Padre fuese efectivamente otra figura, desatenta, ida, o, cuanto menos, severa y dura. Y cuántas veces, no ya en el culto cere­monial pero sí en el diario y familiar del fiel, se culpa a Dios, como creador y Padre, del abandono en que parece estar el mundo, de la injusticia y del mal, como si fuese el Dios que abandonó o el Dios que quiere acabar con su creación.

Son unas posturas de creencia todas ellas que significan, de hecho, una dicotomía tendente a la comparación y a un escalonamiento de actividad y de actualidad.

A este proceso inconsciente todavía habría que añadir otros sínto­mas de desdoblamiento. No es mi propósito especular sobre el pro­blema que plantean. Sin embargo, baste observar de qué manera el Hijo se va alejando a su vez en alguna de las formas del culto, inde­pendientemente de que sus imágenes personificadas sean adoradas per se, siendo sustituido en lo cercano al hombre por alguna de sus manifestaciones, como puede ser el llamado «sagrado corazón», que parece concretarse a su vez; o de qué modo se lo califica con una rea­leza que parece significar su preeminencia no sólo sobre la Tierra y sobre el género humano.

Esto sin entrar, en absoluto, en el papel mediador de la Virgen, una de cuyas facetas, la que aquí nos interesa, es justamente la de que se le atribuya la necesidad de mediar entre el género humano y aquél

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que precisamente es el mediador y puente; lo cual puede indicar que, desde bastante temprano, se comenzó a dar al Hijo una tendencia hacia el alejamiento igual que la supuesta al Padre. Razón ésta inde­pendiente, en cierto modo, de que en las formas más extendidas del cristianismo, haya vuelto a crearse una tríada divina —Padre, Madre, Hijo­esposo— como las semítico­occidentales de la época en la que los puristas hebreos rechazaban el contagio con la idea de YHWH-Ba‘al y todas sus posibles consecuencias.

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El mesías esperado

Casi por el contrario, entre los hebreos que permanecieron fieles al pensamiento mosaico y veterotestamentario, comprometidos siem­pre con la Alianza y su destino, el mesías guarda unes perfiles menos trascendentes. Digo «casi» porque, sin duda alguna, el «ungido» tiene una inmensa carga de esperanza y de plenitud, como corona­miento que parece significar de la propia Alianza en todas sus fases. Pero es un «casi» porque, en el mosaísmo, la unicidad de Dios es la piedra base de la fe y de su propio contenido, sin que sea posible admitir, salvo como figura del lenguaje o del pensamiento, ningún «desdoblamiento» de la misma.

De acuerdo con el testimonio del Antiguo Testamento, YHWH se ha dirigido siempre directamente al pueblo hebreo y, pasando por éste, en su papel sacerdotal, a los otros pueblos. Directamente mediante los profetas, mediante grandes manifestaciones sobrenaturales o en los signos del devenir histórico debidamente explicados. No necesita darse a conocer de otra manera, ya que precisamente se dio a cono­cer a través de la Alianza.

El término «Hijo de Dios», que se le aplica a Cristo como enun­ciado de filiación emanada, no tiene en hebreo el valor de desdo­blamiento del Señor Único, sino otro más vago y variable que viene desde el de los benề elohîm —los bnệ ilîm cananeos— «hijos de los dioses» o de lo divino, sean lo que fueren, hasta llegar al de entidad sobrehumana o especialmente elegida por Dios. El mesías esperado viene, por supuesto, a salvar al mundo y al género humano, y a trans­cenderlos, pero como coronamiento y triunfo del proceso completo de la Alianza que es el que, verdaderamente, ha salvado y ha trans­

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cendido al ser humano y al mundo. Su reino no es de otro mundo —de un mundo después de la muerte, que tenga a ésta como paso intermedio— sino de este mundo, aunque transformado; y tampoco es propiamente un reino, aunque ésta pueda ser una figura del len­guaje, porque el único rey es Dios, Dios Único.

El mesías sería, por expresarlo de algún modo, su representante o virrey sobre una Tierra justificada y ordenada. Sería el nexo de unión, si se quiere, pero un nexo claramente intermedio y no incorporado a la Divinidad como Divinidad misma.

Pero a los márgenes del fenómeno mesiánico se producen, dentro del motor de la Alianza y en el campo de fuerzas que genera, otras cuantas reacciones de tipo más o menos constante paralelas al mesia­nismo.

Una de ellas es la espera en sí. Esperar, aguardar generación tras generación a que se cumpla el pacto pese a todas las vicisitudes de la Historia.

Ésta es una postura que se hace más amplia y más agobiante en sus tensiones a partir de la Diáspora. Las distintas partes de la comu­nidad, establecidas en diferentes países, y entre diferentes socieda­des, concentran su atención interna en mantenerse hebreas y atentas a la Alianza, como formando partes de un cuerpo desparramado cuya cabeza ideal está tanto en el pasado como en el futuro; preocupadas en no ser disueltas por el medio en el que habitan. Es una situación difícil en la que se agudiza hasta su máximo el peligro de dejarse vencer y captar por el medio ambiente, y de echar raíces en el terreno en el que uno ha ido a vivir, un terreno, sin embargo, que nunca es el propio ni debe ser visto como tal sino como zona de refugio y de parada.

Curiosamente, la intransigencia del cristianismo en la Edad Media —una vez consumada la separación entre el primer cristianismo y el mosaismo, transformado aquel en religión de imperio y de los esta­dos salidos del imperio— favorece, más que contraría, la cohesión de

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las comunidades en sí mismas y entre sí mismas, perdiéndose algunas partes sólo a base de estrechamiento y de acoso y aún esto de modo no muy claro. Como tampoco es clara ni definitiva la absorción de elementos sueltos y de comunidades completas a partir del Renaci­miento, sobre todo en la tierra en la que más se intenta hacer, que es la de la península Ibérica, por cuanto que el fenómeno y continuidad de los conversos, en España y Portugal, parece poner en tela de duda la escisión de estos judíos y de muchos de sus descendientes respecto al tronco y devenir comunes.

Caso parecido, me atrevería a suponer, es el que ocurre en tierra del Islam, en donde ciertamente la intransigencia o la incomprensión han sido mucho menores que entre los cristianos, pero en donde, después de las pocas persecuciones importantes que hubo, el «fenó­meno converso» también se ha dejado notar.

Colaborando intransigencia, persecución y falta de diálogo en general, la condena a la Diáspora ha favorecido la unión de buena parte de los judíos en torno a la Alianza, incluso a costa de esfuer­zos enormes de sacrificio, tesón, aguante y habilidad, y ha propi­ciado, sin duda alguna, su misión de sacerdotes para los demás pueblos. Esto último no a través de la predicación, que parece no haberse practicado más que en contadas ocasiones, sino como posi­ble motor interno de corrientes filosóficas, sistemas de gestión e ideas evolutivas.

Porque otras de las reacciones generadas por la Alianza, sobre todo a partir de la Diáspora, son la potenciación al máximo de los facto­res de actuación internacional creados antes de ésta, propiciados por la misma cohesión y fin comunes que las cabezas pensantes de los judíos se han esforzado por mantener dentro de la dispersión. Para contrarrestarla justamente. Para continuar cumpliendo con el propó­sito y la finalidad de la Alianza, la dispersión judía se ha esforzado por ser cohesiva y por utilizar en la mejor medida posible sus propias cualidades, sus ideas y los medios que la misma dispersión le ponía en las manos, junto con la riqueza de comprensión y de conocimien­tos adquiridos.

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Operando con suposiciones acordes con lo que nos dice el Antiguo Testamento, parece cierto que los comerciantes hebreos (o cananeos hebraizados) se establecieron en las colonias fenicias y comerciaron, a la par que los fenicios, en sus circuitos comerciales y de navegación; hecho que debió aumentar mucho en los tiempos inmediatamente posteriores, para resaltar durante el helenismo con sus brillantes comunidades políglotas establecidas en diversas tierras, y quedar finalmente consagrado por siglos en la segunda Diáspora.

Las tierras del estado romano fueron un campo muy propicio para la expansión, dado su ecumenismo político­administrativo, y las comunidades hebreas aparecen en él, de acuerdo con lo que leemos acerca las predicaciones del cristianismo en sus primeros comienzos, extendidas a lo ancho y largo de casi toda la superficie del imperio.

Precisamente el cristianismo debió originar una ruptura en los lazos intercomunales, al pasarse unos hebreos a la nueva corriente y quedarse otros en la antigua. Pero una vez que se hubieron delimi­tado las posturas y las ideas, las comunidades debieron recomponer sus circuitos de comercio y de intercambio. Lo mismo ocurrió en los períodos inestables habidos durante el Imperio Romano de Oriente, y en los propios reinos bárbaros que fueron sustituyendo al Imperio Romano de Occidente. Tenemos constancia de la cuantía de los asen­tamientos hebreos en el reino visigodo, en el norte de África vándalo y bizantino, y en el reino franco, entre otros.

A raíz del esplendor político musulmán, que inauguraba un nuevo imperio, y en los sucesivos estados islámicos, se abre para las comu­nidades judías un terreno operativo a su alcance con posibilidades económicas inmensas. Un terreno operativo que hacen conjugar con el despertar y el fortalecimiento de los reinos cristianos europeos; no sin dificultades ciertamente. Todo esto continúa hasta el fin de la Edad Media. La apertura de rutas comerciales internacionales más rápidas, a partir del Renacimiento, y el descubrimiento de América, amplían el horizonte de las probabilidades. Los sucesivos y simul­táneos imperios, la mayor parte contrapuestos, como el español, el británico, el turco y el francés, incluso el germánico, el holandés, sin

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duda, y el portugués, han favorecido el entramado financiero y el dominio de las materias estratégicas y materias primas, buena parte de cuyo flujo y control han ejercido los judíos, o los judeo­conversos, a lo largo de la Edad Moderna hasta el tándem de los siglos XIX­XX.

Hechos que no han cesado de consolidarse bajo formas múltiples, y de aumentar, con las economías basadas en el petróleo, las comu­nicaciones y todo cuanto forma el entramado actual de un mundo en vías de globalización.

En realidad, la gestión comercial y la financiera que le es conse­cuente no responde sólo a una de las actividades humanas que más han cultivado los pueblos semitas en general, y que los hebreos, ade­más de su filiación semítica, pudieron aprender de cananeos y feni­cios, sustituyéndolos luego con ventaja. Es que, además, es la conse­cuencia normal, y sicológicamente sana, de la ambigüedad resultante del pacto.

El hombre judío, que debe estar a caballo entre dos o múltiples sociedades, culturas o modos de entender el mundo, no puede sos­layar ninguna de sus realidades y la mejor manera de adaptarlas es mediando el intercambio entre ellas. Una de las realidades es en su esencia intangible e invariable; es la realidad esencial, que es la de la adscripción a la comunidad y a la Alianza. La otra es la realidad cir­cunstancial, la circundante y variable, que resulta más o menos asu­mida hasta niveles muy sólidos. El intercambio entre una y otra, su ósmosis, debe hacerse en la superficie de las cosas o con medidas que no puedan atacar a la realidad esencial; y una de estas medidas y uno de esos niveles más amplios e idóneos para hacer esto es el del comer­cio que, en sí, es el intercambio sin graves profundizaciones que no sean las voluntarias. El comercio permite además el conocimiento y el manejo del instrumento de cambio, de la macroeconomía y las economías sectoriales, de la comunicación. Permite el control de lo humano para lo trascendente.

Añadamos el hecho de que el hombre comprometido con una rea­lidad, pero habitando muchas veces otra u otras aunque sea de piel

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para afuera, se siente a la corta o a la larga marginado y extraño, y provoca el que los no comprometidos, los ajenos, lo sientan así tam­bién. Una reacción normal será pues, la de intentar compensar esta situación, destacando en una actividad que lo permita «entrar» en la sociedad entre la que vive y permanecer en ella incólume, pero con­servando su esencia. Muchos factores más se pueden aducir; como son el defensivo y el de cohesión comunitaria interna, en los que el uso y conocimiento del motor económico resulta fundamental.

Pero quizás el factor interno e íntimo más importante, a partir de la Diáspora, sea precisamente el del cumplimiento de la Alianza. Los miembros de un pueblo cuyo destino parece estar en lo universal, según les fue prometido y según pactaron, pueden asumir muy jus­tificadamente que el instrumento económico mundial es una de las palancas más importantes para preparar la consecución de la Alianza en beneficio propio y en de los demás pueblos. Un destino que más que universal, como lo he definido antes, es el de la universalización de lo trascendente. De un pueblo muy pequeño empeñado en reali­zar esta labor; de un pueblo separado y dividido que, como el aceite, debe flotar en el agua, constituyendo con el agua, sin embargo, un caldo homogéneo; ¿qué tiene de extraño que muchos de sus com­ponentes, con oportunidad y genio para hacerlo, hayan explorado con atención un mecanismo tan dinámico e influyente como éste y lo hayan dominado?

De la misma manera y con idénticas motivaciones se produce la dinámica científica. El hombre judío comprometido fija, dentro de lo posible, su atención en profesiones que le permiten moverse con la mayor ligereza, independencia y provecho en los dos planos que informan su ambigüedad y de actuar sobre ella. La misma angustia hace de energía motriz, en forma inconsciente o consciente, y ese hombre explora el mundo que lo rodea con mucha más atención, y mayor pormenor, que el hombre no motivado internamente por un conflicto y una misión. La filosofía y la sociología, por ende la polí­tica, la medicina casi siempre, la alquimia en tiempos, la biogenéti­ca, campos de actividad y de búsqueda explicativos y exploratorios del hecho humano mismo y de sus posibilidades físicas y metafísicas,

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son cultivados con cierta preferencia por los hebreos, paralelamente a otras ciencias y al ejercicio que en muchas o en algunas de ellas han hecho también, desde la Edad Media, musulmanes, cristianos, etcétera. Y, con independencia de estos campos, pero unida por el hilo de lo trascendente a la alquimia, desde la Edad Media han traba­jado de modo casi exclusivo la cábala; que trata, fundamentalmente, de traducir a «claro» el mensaje transmitido a través de la letra­cifra en los textos sagrados. Por todos los medios hay que apurar hasta su última consecuencia el encargo divino, dar luz sobre el misterio que comporta para mejor cumplirlo, y saber qué medida de tiempo falta para cerrar el ciclo de su realización.

La dinámica consecuente a la Alianza habría adoptado, por lo tanto, varias vertientes que son, de un lado, el resultado lógico de un proceso puesto en marcha y, de otro, apoyos compensatorios para mantener el equilibrio anímico y social. La puesta en marcha de una acción por sí misma produce desequilibrios, tanto más si la acción va de lo divino a lo humano; y uno de los desequilibrios no menores es el intento de activar una «acción eco» a la inversa, o sea de lo huma­no, y por lo humano, a lo divino.

El mesías venido o por venir, vértice del fin y del comienzo en ambos casos pero vértice humano; la cohesión de la espera, cuidada de manera centrípeta y favorecida por la incomprensión externa del problema, de sus raíces y de sus consecuencias; la adaptación necesa­ria; la búsqueda de toda clase de vías y la profundización en ellas, con el fin de contribuir siempre al mismo proceso; el intento de explicar el mundo y de cambiarlo, porque en el mismo espíritu de la Alianza está presente el afán didáctico y reformista; lo místico, en su doble sentido de razón oculta y de intensa concentración espiritual, etcéte­ra. Y las ideologías. Deliberadamente se dejan de lado en este estudio las corrientes ideológicas en las que los judíos han tenido interven­ción y protagonismo. Fenómenos derivados, de un modo u otro, de algo de lo dicho; importantes por sí mismos y para la sociedad de las últimas grandes épocas de la Historia. Un análisis, por ejemplo, de las raíces del pensamiento liberal y del marxismo tendría que ver con lo que estamos tratando. O un análisis de otras corrientes, dentro y

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fuera de lo hebraico, que empezaron a partir mismo de la predicación de los Apóstoles.

El ingenio y la burla con los que los judíos tratan muchas de sus cosas, sobre todo algunas de las más esenciales, es decir su sentido del humor que ha dado lugar a tantos actores extraordinarios, son también una expresión de ruptura de su ansiedad ambigua cultural, una compensación, un «colocarse enfrente» de su propio problema mal definido, una respuesta «salida de tono» a su continua pregun­ta. Eso es lo que parece. Y seguramente que, en el mismo sentido, funcionan otras muchas actitudes, difíciles de comprender para los demás. La ambigüedad, con sus esquemas de compensación, busca resolverse de muchas maneras y dar con el camino más adecuado y recto al quehacer que marcó la Alianza.

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Parte III

Fe y entrega

Los árabes en la frontera de la predicación del Profeta

Al.lāh

El nombre de Al.lāh parece ser, de acuerdo con la opinión común-mente admitida, la determinación mediante el artículo al del deno-minativo ilāh, aplicado en árabe a algunas divinidades o indicador de «divinidad» en general. Al + ilāh = Al.lāh, sería en consecuencia «la divinidad», «el dios» con un sentido de exclusividad y de excelencia.

Resulta tentador pensar que la h final de ilāh esté actuando a su vez como determinativo del término il, que ya hemos visto a modo de primitiva designación semítica de la divinidad en general y de un dios en particular, Il o El. En este sentido Aleha, en arameo, debiera tener el mismo significado y camino.

Lo que sí parece indudable es que el ilāh árabe es lo mismo que el eloah hebreo, ambos separando la divinidad individualizada de lo divino en general. La suma formada por las tres consonantes unidas, lh, habría venido con el tiempo a expresar buena parte de lo referente a un dios, la deificación, lo teológico y el hecho de adorar. Sin embar-go, en lo concerniente a Al.lāh como nombre hay autores árabes que lo hacen derivar de la raíz lingüística lyh, que significa «estar velado» y «ser grande», con lo que Dios sería «el velado» o «el encubierto», por imposible de conocer, conllevando tal vez el recuerdo de algunas

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otras divinidades semíticas cuyas estatuas estaban veladas, o simple-mente «el grande».

Al.lāh de una forma u otra, parece haber sido una Divinidad Suprema entre los árabes preislámicos a juzgar por los testimonios epigráficos, que quedan incluso entre los palmirenses, nabateos y sirios. En ellos, Al.lāh aparece siempre relacionado con las diosas Al-Lāt, Al-‛Uzza y Manāt igual que ocurría en la misma Meca, Hasta hay indicios que puede haber representado el mismo papel entre los demás semitas primitivos, probablemente como una definición del gran dios El. Lo cierto es que en la época inmediatamente anterior al Islam Al.lāh era, como es sabido, la Divinidad principal de La Meca, en donde existía el culto a Al.lāh en el templo de La Ka‛aba desde tiempos muy anteriores al nacimiento del Profeta, y era dios del hin-terland de esta ciudad, foco de expansión religiosa y comercial176.

Como a todas las divinidades supremas semíticas y mediorienta-les, a Al.lāh, en su faceta de divinidad pendiente de la Naturaleza y del mundo humano, se le atribuye el dominio de los elementos y de la lluvia, y se la considera como Suprema en los momentos impor-tantes, aunque luego se la asocie con otros dioses una vez pasado el apuro177. Representa el papel de divinidad de la tormenta, lo mismo que El y Ba‛al, e igual que YHWH mismo178, y el de una divinidad agrícola179 que recibe sus diezmos. Y, dado que la economía árabe

176 «¿Quién es el señor de los cielos y de la Tierra? / Al.lāh es el creador de toda cosa... El que posee la llave de los cielos y la Tierra / Creen que se les acerca la muerte e invocan a / Al.lāh / Atribuyen a / Al.lh una parte de la labranza y de los rebaños que han hecho crecer; dicen: esto de / Al.lāh, según su creencia, y esto para nuestros asociados». (El Corán, 13, 16; 39, 63/ 62-63; 31, 25; 39, 38; 43, 9, 87; 10, 22; 16, 53; 29, 65; 31, 32; 6, 136; etcétera).

177 «Cuando embarcan en el buque ruegan a Al.lāh ofreciéndole culto, pero cuando los con-duce sanos a tierra ellos asocian; cuando las olas... los cubren, invocan a Dios ofreciéndole culto; Él es quien os hace andar sobre la tierra y el mar: cuando estáis en los barcos, éstos corren lleva-dos por el buen viento... disfrutan con él hasta que los alcanza un viento tempestuoso... (enton-ces) invocan a Dios; hace descender el agua del cielo, los valles se llenan de ella según su tamaño; «si les preguntas: ¿quién hace descender el agua desde el cielo y con ella vivifica la tierra de su agostamiento?, responderán: Al.lāh». (El Corán, 29,65; 31,32; 10,23/22; 13,18/17; 29,63).

178 «¡Él es quien os hace ver el relámpago... El hace sacar las nubes pesadas; el trueno y los ángeles por su temor cantan su alabanza; envía sus rayos...». (El Corán, 13, 13/12-14/13).

179 «Con ella (el agua) hace germinar los cereales, los olivos, los palmerales, las vides y toda clase de frutos; Él es quien ha creado los jardines a nivel del suelo y, por encima, palmerales y

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estaba en buena parte vertida al pastoreo y a la ganadería, también llenaba el papel de divinidad «pastora»180.

Al.lāh era divinidad suprema, pero no única aún dentro de su pro-pio culto y cosmogonía religiosa. Como acabo de decir, se le asocia-ban otras figuras: las diosas Al-Lāt, Al-‛Uzza y Manāt eran llamadas «las hijas de Al.lāh»181 y tal vez, lo mismo que ocurría con el dios El, alguna de ellas puede haber considerada parédros suya182. De todas formas, eran vistas a modo de intercesoras ante Al.lāh183.

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cereales dando una alimentación variada; olivos y granados parecidos o no; comed de sus frutos cuando florecen y dad su derecho el día de la recogida». (El Corán, 16, 11; 6, 142/141, entre otros).

180 «Ha puesto en los rebaños cabalgaduras y materias aptas para tejer...; ocho animales for-mando parejas: dos ovinos y dos cápridos... dos camélidos y dos bovinos». (El Corán, 6, 143/ 145/144). Aparte de otros sentidos más precisos que tienen estos versículos.

181 «Dan hijas a Al.lāh […] ¿acaso tu Señor tiene hijas... o hemos creado ángeles hembras? Ellos, en su blasfemia, dirán: Al.lāh ha engendrado… ha preferido las hijas a los hijos; ¿habéis visto a Lātt, ‛Uzza y Manāt?, la otra tercera?... ¿tenéis varón y Él hembra? […] eso no son más que, vosotros y vuestros padres, les habéis dado; Al.lāh no ha hecho descender ningún poder en ellas». (El Corán, 16, 59/57; 37, 149-153; 59, 19-23).

182 «Le han fabricado hijos e hijas sin saber...creador de los cielos y la tierra. ¿Cómo tendría un hijo si carece de compañera […]?». (El Corán, 6, 100-101).

183 «¡A cuántos ángeles, en los cielos, de nada les servirá su intercesión, si no es después de que Al.lāh conceda permiso para intercede!...; ciertamente quienes no creen en la última vida, dan a los ángeles un nombre de mujer». (El Corán, 56, 26.28/27). Lo que completa el famoso versículo, suprimido y sustituido, en 22, 51/52 de esas don las mujeres hermosas, excelsas, cuya intercesión se espera.

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El Islam, religión preexistente al Profeta. El hanīf

En este sentido y a mi juicio, Al.lāh es la forma árabe, es decir la de los pueblos, etnias y lenguas «árabes», seminómadas o agriculto-ras, del dios semítico El o Il.

Por lo tanto, habría que dar su pleno valor histórico a las afirma-ciones que se hacen en El Corán sobre el hecho y la existencia de un antiguo culto a Al.lāh como Dios Único. Un culto generalizado que progresivamente se fue contaminando, durante siglos, con el culto a los atributos y manifestaciones de este Dios Único hechos figuras divinas.

Es idéntico o parecido proceso que el iniciado con l, sólo que entre los árabes no aparece una figura tan fuerte como Ba‛al que venga a sustituirlo. Las funciones que Ba‛al adopta de Dios próximo, señor de los elementos, de la agricultura o de la ganadería, Al.lāh las con-serva en sí mismo.

Es más. La creencia en Al.lāh como Dios Único, creador y conser-vador, principio y fin de toda cosa, se habría mantenido a través de hombres «puros», que no lo asociaban a otros dioses ni a sus atribu-tos y que le rendían la adoración debida184. La creencia en la Unici-dad de Al.lāh sería cosa del llamado hanīf, monoteísta, en contradic-ción al mušrik, politeísta, asociador de personalidades divinas. En la definición que da el propio Corán queda claro el concepto de hanīf y

184 El Corán, 6, 79, 162/161; 10, 105; 16, 122/121, 124/123; 22, 31; 30, 29/30; 98, 4/5; et-cétera.

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queda también clara cuál es la misión del Profeta: proclamar la Uni-cidad de Al.lāh, principio y fin de toda cosa, mantener la pureza de la antigua religión llamando a su cumplimiento185.

El hanīf está dentro de la más estricta y pura norma religiosa de acuerdo con la enseñanza misma que Dios dio a los hombres en un principio, enseñanza que Él no invalidó igual que no invalidó su propia creación, pero de la que los hombres se han ido apartando al complicarla con otras facetas divinas. Algunos comentaristas han pensado que hanīf no ha significado solamente la posición perso-nal interna y externa del monoteísta, sino también su pertenencia a una secta, corriente ortodoxa o forma de culto organizada; pero atendiendo a lo que dice el mismo texto coránico186, se confirmaría que hanīf es todo el que sigue la antigua fe de los patriarcas y pro-fetas semíticos en su hilo esencial, que es la adoración exclusiva de Dios Único.

Deja, por lo tanto, de ser hanīf el que, de cualquier modo, com-plica este principio diluyendo la Unicidad en un sistema filosófico, teológico o politeísta. Esto es širk o asociación a Dios de elementos contrarios a su Unicidad y, por extensión, politeísmo, teniendo en

185 «Si tenéis dudas acerca de mi religión [sabed] que no adoro a quienes adoráis prescin-diendo de Al.lāh, quien os llamará [ante sí]; se me ha mandado que estuviese entre los creyentes: mantén tu faz en la religión como hanīf y no estéis entre los asociadores; «¡desterrad la carroña de los ídolos!; ¡desterrad la palabra de la falsedad como hanīfes [que sóis] de A.lāh, como no asociadotes— dirige tu faz a la religión, como hanīf, según la concepción inicial que Al.lāh ha dado a los hombres; no hay modificación en la creación de Al.lāh; eso es la religión subsistente, pero la mayoría de los hombres no sabe...; ¡temedle! ¡cumplid la plegaria! ¡no estéis entre los asociadores! — no se les ha mandado más que adorar a Al.lāh purificando la religión como hanīfes». (El Corán, 2, 130/136, 134/140; 3, 60/67, 22, 27/26-31/30, 32/31) «Mi religión», «la religión», la religión subsistente», purificando la religión», significan que ésta lo es por antono-masia, que es la verdadera, la antigua, la de Al.lāh en toda su Unicidad.

186 «[...] la doctrina de Abraham, hanīf [...] creemos en Al.lāh y en lo que se nos ha hecho descender y en lo que se hizo descender a Abraham, a Ismaíl, a Isaac, a Jacob y a las tribus; en lo que fue dado a Moisés y a Jesús; en lo que fue dado a los profetas por su Señor; no diferen-ciamos entre ellos y le somos sumisos; ¿diréis que Abraham, Ismaíl, Isaac, Jacob y las tribus fueron judías o cristianas? —Abraham no fue ni judío ni cristiano, fue hanīf, muslim— cuando fijamos para Abraham el emplazamiento del templo (la Ka‛aba) (dijimos) ¡no me asociéis nada! ¡purifica mi templo para los que lo circunvalen, los que permanecen en pie, los que se inclinan y los que se postran...! ¡desterrad la carroña de los ídolos! ¡desterrad la palabra de la falsedad como hanifes de Dios!». (El Corán, ibídem).

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cuenta que en la mentalidad árabe, o en parte de ella, el politeísmo lleva en sí, subyacente y sustentante, un monoteísmo anterior.

La predicación del Profeta del Islam habría sido, precisamente, devolver este monoteísmo unicista a su pureza original y mostrar-lo al mundo como religión. Tanto el judaísmo como el cristianismo, monoteístas ambos, no lo habrían conseguido antes por diferentes razones; muy ligadas a la elaboraciones que surgieron sobre la idea de Dios entre los aparatos sacerdotales correspondientes.

En consecuencia, en esa predicación ni siquiera las figuras profé-ticas y patriarcales judías y la figura cristiana de Jesús podrían ser consideradas verdaderamente «judías» o «cristiana», ya que superan en mucho sus propias religiones al ser testigos místicos y públicos de la Unicidad de Dios y al no haber sabido estas religiones conservar su testimonio. Tal punto de vista explica el por qué, entre los ejemplos anteriores en nota a pie de página, se llama a Abraham hanīf y mus-lim (musulmán). Ambas palabras terminarán como equivalentes la mayor parte de las veces. ¿Pero este punto de vista surge a raíz de la predicación del Profeta o la precede, siendo precisamente su causa y origen?

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La religión

No parece necesaria la presencia histórica de una secta o corriente organizada de hunafā (plural de hanīf) que haya mantenido entre los árabes —y sobre todo en La Meca— la tradición ortodoxa pura y que haya servido al Profeta de pedestal ideológico para la predicación. Pero sí parece necesaria la vigencia de un deseo bastante difundido de purifi-cación religiosa, de vuelta a los orígenes, que puede estar atestiguado a través de las numerosas figuras, anteriores al Profeta y contemporáneas de él, que buscan la verdad en lo Uno. Me atrevo a decir que en el espa-cio-tiempo de Muhammad había una fuerte propensión al «hanifismo», aunque no estructurada y quizás no consciente. Esta propensión se cen-traba lógicamente en torno a la Ka‛ba, el templo de La Meca, que era el principal lugar de culto a Al.lāh en todas las tierras árabes. Al.lāh era la Divinidad en un principio Única y expresión de lo Único.

Sabemos que, antes del Profeta y, por supuesto, en sus tiempos, la Ka‛ba constituía el polo de una atracción progresiva de los peregri-nos árabes, habiéndose convertido La Meca en la ciudad focal árabe casi por excelencia gracias a la religión y al comercio. En El Corán, como hemos visto por los ejemplos, se atribuye a Abraham, hanīf, la fundación del templo de la Ka‛ba por mandato de Al.lāh y su deseo de que quede siempre pura y libre de asociacionismo.

La fundación, probablemente, responde a una tradición mekkí anti-gua, tanto como la atribución del templo al culto de Al.lāh, y la limpie-za de ídolos y personajes asociados al deseo sentido quizás por muchas gentes de purificar este polo sagrado con vistas a la peregrinación. Cabe suponer que si Al.lāh no hubiese sido, antes de la predicación del Profeta, una de las divinidades más importantes entre los árabes, su

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lugar de asiento y foco de peregrinación no habrían estado tan concu-rridos, no bastando para explicarlo ni explicar la irradiación religiosa que había a partir de la Ka‛ba la importancia comercial de La Meca.

Es posible que, en la Ka‛ba, haya características, tanto en la arqui-tectura del propio templo como en tradiciones, de un viejo culto solar, pero esto no quiere decir que Al.lāh haya sido una divinidad solar, como tampoco los rasgos que tiene de divinidad lunar lo califican de tal. Unos y otros perfiles y atributos, igual que los que lo aproximan a un dios de la lluvia, del trueno, etcétera, no son sino las notas añadi-das a un Dios Supremo, y los «préstamos» tomados de dioses solares o de Sin, deidad lunar de la zona, que los fieles y el culto le fueron concediendo en detrimento de otros dioses importantes.

Tanto si el templo de la Ka‛ba fue, desde el principio y como lo afir-ma la tradición, un templo de Al.lāh, como si Al.lāh vino a sustituir a un dios precedente, parece indudable que en los tiempos inmediata-mente anteriores a la predicación del Profeta era el lugar de culto de una divinidad considerada antigua, Al.lāh, perfectamente asentado en la mentalidad religiosa de los fieles y con una penetración muy exten-dida en todo el orbe árabe de entonces. Penetración que explica, en parte, la facilidad de extensión del mensaje del Profeta en este orbe, no como una religión nueva sino como la renovación de una fe vieja.

Creo importante que, en la historia occidental del pensamiento religioso, se empiece a considerar al Profeta Muhammad como lo que probablemente fue y dijo que era: el renovador de una religión muy antigua y extendida, su elemento purificante, y no el organizador de una religión nueva a base de un culto local. El hecho de proclamarse él y sus compañeros, desde el principio, «creyentes» por excelencia de «la religión» por excelencia, «religión subsistente» a cuya «con-cepción inicial» había que volver para purificarla, es sintomático. Las reacciones contrarias a Muhammad por parte de sus conciudadanos se basan específicamente en que al Profeta lo siguen, sobre todo en un principio, las gentes más pobres y menos influyentes187 y no, desde

187 El Corán 19, 74/73; 34, 30/31, 38, 62/62; 73, 11-14; 11, 29/27, 26, 111.

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luego, a que sus conciudadanos ricos fuesen paganos de diversas fes a los que Muhammad intentase llevar hacia un credo nuevo u olvidado. Estos conciudadanos eran precisamente los que reconocían en Al.lāh al Dios Supremo y los que tenían a gala que su templo estuviera en La Meca188, aunque, sin embargo, no tomaran muy en serio la creencia de sus mayores en una vida de ultratumba con sus recompensas y cas-tigos escatológicos189 y, en consecuencia, aún menos los castigos que Al.lāh pudiera infligirles en la tierra190; si bien, en los momentos de verdadero apuro o de interés supremo volvieran a Él y a su fe191.

Son posturas que —en comparación con lo ocurrido en otras reli-giones y en otros momentos sociohistóricos de la Humanidad— me parecen claramente las de una colectividad con una religión «muy vista», demasiado pulida y carente de aristas vivas que entusiasmen por amor o temor.

Al.lāh puede haber sido para el qurayšī192 burgués una divinidad medio ociosa por gastada a la que, en muchos sentidos, prefería dejar apartada en compañía quizás de sus hijas o paredros, como ocurrió con El, o a la que trataba de revitalizar creándole un sistema divino plural. En el primer caso la corte de Al.lāh, más asequible por huma-nizada, servía de intermediaria193 para los fieles con el Dios al que nadie, en realidad, había dejado de considerar Supremo aunque sí cabeza de un conjunto de dioses menores con capacidad creadora194 Posibilidad politeísta que pudo estar a punto de producirse195. En el segundo caso, y me parece muy interesante suponerlo, pudo haber un intento organizado por las grandes familias mekkíes, incluyendo al

188 El Corán 33, 24/25; 39, 39/38; 27, 93/91; 28, 37; 29, 67; 106, 1-5; 35, 47.189 El Corán 23, 84/82; 27, 68/66-70/68. 190 El Corán 38, 15/16; etcétera. 191 El Corán 39,62/63; 29, 65; 31, 32; 10, 23/22; 13, 18/17. 192 Es decir de Qurayš, la tribu dueña de La Meca y guardiana de la Ka‛ba, a la que pertenecía

el Profeta y también las familias que fueron el origen de las posteriores dinastías omeya y abbasí, entre otras filiaciones.

193 El Corán 6, 94, 108; 10, 19/18; 30, 12/13; 39, 4.194 El Corán 6, 102; 13, 17/15; 22, 72/72; 25, 3-4; 31, 10/11; 35, 3, 38/40.195 El Corán, 37, 25. Por lo cual se ha insistido mucho en la crítica occidental sobre el poli-

teismo mekkí.

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clan hachemí del propio Profeta, muy vinculado a la custodia y cui-dado de la Ka‛ba, de crear una tríada divina tipo semítico con Al.lāh, Al-‛Uzza u otra de las diosas árabes que ya hemos visto y un hijo no identificado, tal vez Hubal196, cuyo nombre puede significar hu-Ba‛al, o sea «él es Ba‛al», al estilo cananeo. La constitución de una fami-lia divina de este modelo pudo haber sido estimulada por el ejemplo aparente del cristianismo próximo.

De todas formas y fuera como fuera, todo esto revela en la gente que controlaba La Meca una inquietud consciente sobre la necesidad de reno-var la mayor fuerza de captación que tenía la ciudad, la fuerza religiosa. Por decirlo de algún modo, la osadía y lo absurdo de la predicación del Profeta a juicio de sus enemigos —en buena parte parientes suyos— era haberse lanzado por el camino de la ortodoxia más antigua intentan-do llegar a los orígenes y a las ideas fuera de moda de los antepasados sin evolucionar197, cosa que a su espíritu comercial sobre la utilización político-eclesiástica de la Ka‛ba le debía parecer poco «vendible». Para colmo, Muhammad, hombre de escaso peso dentro de sus propios clan y tribu, daba cohesión con su prédica a las gentes más pobres, atrasadas y posiblemente reivindicativas, creando inquietud social y tribal, y ame-nazando con romper la unidad religiosa en ciernes hecha para buena parte de Arabia. Poniendo en peligro también la expansión económica —quizás la expansión política— de La Meca y una posible unificación de cultura con las regiones más adelantadas del mundo circundante.

Sin embargo, la predicación hanīf del Profeta, cuyo leit-motiv era la Unicidad de Al.lāh como Creador y Señor absoluto, entraba por completo en la corriente renovadora o purificadora que empezó con la predicación sobre YHWH siglos antes; ambas, a mi juicio, a partir del concepto sagrado y antiguo de El o Il. Predicaciones con germen y vocación universales.

••196 El Corán, 6, 100-101; 39, 6/4; 23, 93/91. 197 oJo fALTA TExTo

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El árabe de la Ğahiliyya

El término ğahiliyya quiere decir, en árabe, «ignorancia» y se apli-ca a designar toda la época de los propios árabes anterior a la apa-rición del Profeta, gentes nómadas o seminómadas y gentes de ciu-dad. Son largos siglos de culturas varias con muchos denominadores comunes.

Entre ambos tipos de agrupamiento socioculturales ha habido sin duda diferencias, con su reflejo correspondiente en el hecho religioso, pero no debieron ser cerradas ni mucho menos definitivas. Supongamos —y me parece que con esta suposición no andaremos muy lejos de la realidad— que, histórica y socialmente, aquellos árabes «de desierto» y «de urbe» debieron tener diferencias mutuas no mucho mayores de las que, hasta el último tercio del siglo xIx, pongo por caso, habría entre un beduino del desierto y un habitante árabe de La Meca, de Medina, de Riad o de Ammán198, salvado, desde luego, el factor islámico aglutinante.

Diferencias no excesivas, por lo tanto, salvo las derivadas de la posición económica. Y, evidentemente, las de cercanía a los grandes polos de irradiación cultural, comercial y de dominio semita o no de los grandes períodos históricos. Este postrero factor sí que es digno de ser tenido muy en cuenta, siempre que se pueda rastrear, porque puede haber marcado particularismos diferenciales notables; aunque también puede ocurrir que lo tomado como préstamo se haya limita-do a un uso de ropaje externo no determinante.

198 Se pone esta delimitación porque, en años postreros, el ordenamiento de países surgido tras la I Guerra Mundial, el factor del petróleo, con todo lo que ha conllevado, y los medios de difusión unificativos, han removido hasta bases profundas las fronteras, de por sí débiles, que pudieron subsistir después del impulso e igualamiento en los primeros tiempos del Islam.

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También hay que tener muy en cuenta la que posiblemente fue fuerte personalidad cultural y económica de la Arabia del sur y sudeste, con sus religiones seguramente definidas. Hoy por hoy es una zona que empieza a ser estudiada seriamente, pero en la que aún no se han explorado exhaustivamente los restos arqueológicos ni interpretado los restos documentales. Y tener en cuenta la propaga-ción ideológica que pudo haber a partir de santuarios, venerados de manera particular, sitos en lugares en los que se encerraba una pode-rosa cantidad de energía divina por circunstancias naturales o crea-das artificialmente. fenómeno este último que enlaza en directo con el de las grandes fiestas o peregrinaciones periódicas, de repercusión a mi juicio trascendental.

El árabe del desierto

El árabe desértico de la ğahiliyya, por calificarlo con cierta ampli-tud expresiva, subsistía inmerso en el mundo que lo rodeaba pero preocupándole su fenomenología sólo en la medida en que afectaba positiva o negativamente a su vida. Más o menos cuando tenía en juego la existencia. El medio ambiente era particularmente duro y este hombre vivía en él sin entrar en comunión con él mismo, mien-tras que no fuera por razones de utilidad, al contrario de lo que le ocurría al campesino egipcio, mesopotámico o cananeo por ejemplo. Coexistía con toda una estratificación de seres, animales, semianima-les, demonios, insectos y fieras llevados al plano trascendente, con los que procuraba no rozarse y llevarse lo mejor posible.

Necesitaba mucho del agua y la respetaba y amaba, respetando y adorando hasta cierto punto los espíritus patronos que la cuida-ban y la manifestaban en manantiales, pozos y árboles. Pero tam-bién respetaba y temía a las piedras, en forma aislada o de montaña, al paisaje impositivo y seco en donde él creía que latía lo divino, y a las anfractuosidades o sinuosas cavidades en las que se agazapa-ban las fieras predadoras o por cuyos agujeros se entraba a mundos extraños.

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Al enfrentarse a un dios —dado que el enfrentamiento llegaba a ser muchas veces su postura humana típica— no parecía interesar-le el mito que pudiera rodear al personaje sino su perennidad y su carácter impositivo con el que debía contar para bien y para mal. Dentro de todo el respeto que podía causarle su poder, este hombre tenía una tendencia a mirar y hablar de igual a igual al dios.

El combate continuo contra el medio ambiente lo hacía ser indivi-dualista, independiente y orgulloso. Llegaba a considerarse centro del universo. Su vida y su honor, que era tanto como decir su integridad de ente casi absoluto, le importaban más que el resto de las cosas. Poseía los defectos y las virtudes hasta extremos que pudieran parecer inve-rosímiles. La lucha contra la Naturaleza conseguía que resaltaran en él los ángulos que le iban a servir para subsistir y triunfar. La única ley que respetaba verdaderamente era la derivada de los actos de vivir y de morir. A lo único que se sentía verdaderamente unido era a su grupo vital, y esto por todas las razones que se derivaban de la defensa mutua y de la lucha común; siendo, en consecuencia, los lazos de sangre o los de adopción inviolables y casi sagrados. Cada uno de sus actos, cada una de sus palabras, tenían el valor y el volúmen justos para influir de forma directa sobre el mundo circundante. Las fuerzas sobrenaturales, diferenciadas o no, las concebía muy a su estilo, o sea individualistas, ásperas, brillantes, generosas, estrictas, crueles y a veces inestables y tremendistas. Con ellas se vinculaba en muchas ocasiones a través del sacrificio, que era el nexo más real por más total.

Su pensamiento mágico y la acción derivada de este pensamiento tendían por necesidad a neutralizar y a dominar todo lo que fuera o pareciera ser hostil en el medio en que se movía. Su postura era la de guardar un equilibrio defensivo-ofensivo con las fuerzas trascen-dentes que rozaba, defendiéndose de ellas si irrumpían atacándolo y atreviéndose a atacarlas cuando lo creía necesario. Siempre respetán-dolas, no obstante, con un complicado código de cortesía, si accedían como él mismo a mantenerse en su lugar.

La presencia de un visitante extranjero era acogida con todo un ceremonial, base de la tan celebrada hospitalidad, que era claramen-

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te propiciatoria o que servía como garantía de buena fe mutua y de alianza momentánea. El alimento que huésped e invitado tomaban juntos, por ejemplo, era una verdadera comida de comunión y, en ocasiones, cuando el huésped mataba un animal para ofrecérselo como alimento al visitante, podríamos considerar que estaba cum-pliendo un sacrificio ritual.

ocultaba con muchísima frecuencia su nombre propio, asiento de su yo y de su soplo vital, encubriéndolo en el uso diario con perífra-sis como «padre de un tal»199, o con otro nombre muy común. Res-petaba profundamente, casi con veneración, a los jefes, cargados de energía mágica y de fluido sacro; a tal punto que, incluso en épocas modernas, algunos beduinos preferían tener por šayj o jeque a un niño perteneciente a una familia consagrada —con baraka— que a un anciano experimentado pero carente de fuerza mágica. Conserva-ba vivísima la memoria de raza, remontándose muy atrás en genea-logías, familia, espíritu de clientela, etcétera; manteniendo en todo ello una especie de inmortalidad hacia los orígenes. Y las estructuras religiosas formales parecía tenerlas muy vinculadas al cielo y a los astros; vinculación dentro de la cual creaba, sin embargo, numerosas mezclas sincretistas.

El árabe urbano y las ciudades focales

Por su parte el árabe urbano preislámico —tomándolo también como tipo generalizado— parece que se diferenciaba del nómada o trashumante en poseer un sentido económico mucho más acusado, impuesto por el hecho mismo de que la agricultura y el comercio lo sujetaban decididamente a un rincón geográfico del paisaje. Eran urbes edificadas en terrenos con agua, a veces aprovechada median-te obras hidráulicas notables, o eran cruces de caminos comercia-les, o núcleos ciudadanos con ambas circunstancias. Todo lo cual

199 Abu fulán, «padre de fulano». Abu Yūsuf, Abu Ismā‛īl, Abu Salmān, por ejemplo. Utilizar un nombre sustitutorio y común para la vida pública sigue siendo frecuente en gente «árabe» del pueblo, sobre todo en el Magreb.

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hacía necesario un gobierno más estructurado, en principio consti-tuido por una plutocracia que podía manifestarse como tal o bajo la forma de una monarquía. Lo que significaba asimismo una formali-zación mayor del fenómeno y del culto religiosos, tanto más cuanto que —como en el caso de La Meca— la existencia de un templo o lugar sagrado famoso justificaba y consolidaba el carácter focal de la urbe.

Llamo ciudad focal a la que recogía en sí la atención de una cora étnica de mercado, religiosa y social, y potenciaba muchas veces una sección de ruta comercial. También a la que, orientada hacia una zona de fuerte cultura, absorbía elementos de ésta y los reexporta-ba hacia su cora. Las ciudades árabes enfrentadas al mundo egip-cio-cananeo y amorreo por un lado, que luego serían las abiertas al más amplio helenismo, y las ciudades enfrentadas al mundo meso-potámico y elamita, por otro, que luego absorberían la irradiación persa-parto-sasánida, cumplieron este papel. Es un papel que, desde luego, no corresponde a los de las actuales Ammán, Yeddah, Kuwait y las otras capitales del Golfo, porque los parámetros del mundo han cambiado, pero que nos puede resultar más inteligible viendo lo que ahora representan estas nuevas o renovadas urbes focales de la misma zona. Nunca debió haber una separación bien definida entre urbe y área de nomadeo, ya que la primera era el punto central en donde se resolvían buena parte de los intereses de la segunda, y la segunda era el apoyo natural y el desahogo, u origen, de la primera. A lo largo de la historia ya islámica de los árabes se ha visto claramente la adapta-bilidad del llamado nómada a la vida ciudadana, siempre que hubiera una razón de peso que lo llevara a esto; pero también se ha visto lo contrario.

Al margen de lo árabe, pero en un nivel muy próximo, está este fenómeno bien reflejado en la historia del patriarca José200, que pasa a ser primer ministro del faraón y egipcio él mismo; un latido y un ejemplo del mismo compás pero a la inversa que el de Sinuhé, prínci-pe egipcio fugitivo que llega a ser jefe y padre de beduinos. No había

200 Tanto en la Biblia como en El Corán.

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frontera entre el ser ciudadano y el ser desértico, salvo la de estar en una u otra situación. La estepa o la montaña seca y el valle fértil o el oasis viven juntos, igual que, en las civilizaciones lacustres, lo hacen el canal y el islote, la barca y la acera. Lo uno y lo otro se interfieren, se intercambian y se complementan.

En aquellas urbes con agua y foco religioso, o en las que eran la capital de un estado más o menos amplio, la jefatura civil debe haber-se identificado muchas veces con la religiosa y éstas ser en parte la consecuencia lógica de una preponderancia económica en el control de la sociedad. Es muy posible que los soberanos mukarrib de la fede-ración sabea, en los siglos V y IV a.C., reyes y sacerdotes a un tiem-po201, salieran consagrados en su función a partir de determinadas familias especialmente conectadas con el comercio, base principal de la riqueza de esta federación. Y el cuidado del templo de la Ka‛ba y de sus dependencias, antes del Profeta, caía sobre una línea familiar de la plutocracia caravanera de La Meca.

En este sentido, el árabe urbano debió sentirse más determinado a centrarse en una postura religiosa y un culto más concretos, por cuanto que constituían parte de su misma situación focal respecto a una zona de influencia económica y política sobre otras gentes. La ciudad de Petra, cabeza de los nabateos, fin y comienzo —como un muelle de roca al borde del desierto— de una ruta comercial, pare-ce haber gozado de una intensa vida religiosa. El cristianismo nes-toriano de los lajmíes de Al-Hīra y el cristianismo monofisita de sus contrarios los gasaníes, estados árabes situados en las fronteras de los sasánidas y de los bizantinos, no fue sólo una forma de ajustarse más o menos al clima de los vecinos, sino también un arma de pene-tración hacia las respectivas retaguardias árabes, basculantes sobre los caminos comerciales. Buena parte del comercio con la India y el monopolio del incienso y de la mirra, eran la base de las dos rutas de transporte, una siguiendo la costa del Golfo y otra la del Mar Rojo, que arrancaban de un ancho asiento formado por las regiones del sur

201 Papel que habría representado la famosa reina de Marib, reina de Saba, de las historias de Salomón.

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y sudeste de Arabia, otrora cuna de la raza, y desembocaban en esos estados de Petra, Palmira, Gassān, Al-Hīra, etcétera.

Pero también hubo otra ruta o haz de rutas, que comunicaba Egipto, a través de la península del Sinaí, con la misma Arabia y con Palestina, conectando por lo tanto el camino comercial que, de por sí, era el curso del Nilo, con la costa líbica, los oasis del Sahara y el resto del norte de África. El valle del Nilo era todo él un foco de economía y de religión para las gentes circundantes, en parte seminómadas; si bien parece haber habido tres punto de divinización fundamentales: uno, fijo, en on202 —Heliópolis— cerca de El Cairo actual; otro oscilante en el Alto Egipto, finalmente fijado en Tebas203; y un tercero, igualmente oscilante, en Nubia, finalmente fijado en Abu Simbel y en las islas contiguas del Nilo204. En la península del Sinaí debieron estar los punto dedicados a los cultos de YHWH y de Sin. El oasis de Siwah, en el desierto occidental, era probablemente el centro de fijación religiosa, en torno al oráculo de Imen-‘Amon’, del comercio saharaui. Cabría buscar muchísimos puntos más de divinización en las grandes rutas comerciales —que fueron las mis-mas de las migraciones— en la Antigüedad. En términos generales podemos pensar que las vías naturales del comercio provocaron la concentración del fenómeno religioso en determinados puntos favo-rables, concentración que después se transformaba muchas veces en acumulaciones ciudadanas, focales como campos magnéticos hacia el entorno.

De este modo si, en el caso árabe, el movimiento de las tribus se efectuaba, según todos los pareceres, de sur a norte, pasando de una situación agrícola urbana a una desértica y nómada, y de ésta a una segunda agrícola, tal movimiento comportaría la fijación de algunos grupos a lo largo de los caminos. Se crearían nuevas urbes focales o se potenciarían las existentes, lo mismo que se haría al final de las rutas para ser mercados del comercio. Aquí vuelvo a decir que, en

202 Con el dios Temi y probablemente Iten o ‘Aton’.203 Con el dios Imen-‘Amon’. Aquí cabría ver si este dios solar con cabeza de carnero no pro-

cede de los amazigh o bereberes de occidente. 204 Con divinidades varias, sobre todo la misma solar.

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mi parecer, no hubo unas diferencias fundamentales entre «árabe de desierto» y «árabe urbano», sino sólo en su estar, en su asentamiento sobre el terreno. Y, dentro de ese estar, en su mayor o menor tenden-cia al espíritu mágico y a la religiosidad, a la fijación de su pensa-miento en una u otra forma de figuras, normas y comportamientos particulares.

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Su postura en lo sagrado difuso

Lo sagrado es confuso porque es amplio. Lo sagrado es un estado en el que se está y se deja de estar. Salvo los dioses, nada es sagrado de por sí y todo puede serlo. Por lo tanto, cualquier cosa, cualquier objeto, puede cargarse «de una fuerza oculta de la que dependería la vida del hombre y de la naturaleza», como dice Joseph Chelhod, que trabajó sobre el concepto de sagrado entre los árabes. El árabe preislá-mico veía esta fuerza en cualquier parte, en sí mismo incluso, y la neu-tralizaba o utilizaba mediante un formulario de actitudes complicado. Toda cosa y todo ser podía estar en tres estados de manera alternativa: el suyo propio, el de lo trascendente y el de lo impuro, comportando estos dos el concepto sagrado. Los únicos ámbitos sagrados de por sí eran el de los dioses, como acabo de decir, el de los genios y demonios, y el de la muerte. El jefe o rey eran sagrados en mayor o menor medi-da, como también he dicho, porque estaban cargados de las fuerzas misteriosas derivadas de la potencia consustancial a la misma jefatura o procedentes de la consagración de un dios, pero no lo estaban para siempre y necesitaban por lo general de renovación. Cuando un obje-to o un alimento habían sido tocados por un personaje consagrado se consagraban a su vez, al menos momentáneamente, y quedaban impu-ros por peligrosos. Aquí juega el delicado y antiguo concepto del tabú; lo sagrado es y lo tabú está, siendo peligroso, prohibido e impuro, pero puede dejar de serlo excepto si es divino205.

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205 El ejemplo del vino y su prohibición en el Islam es útil, como también señala Chelhod. El zumo de uva en sí no es impuro, se hace impuro al fermentar y deja de serlo cuando se transforma en vinagre. Aún podría añadirse, para completar este símil, que el zumo de uvas fermentado puede cargarse de sagrado si es bendecido, como en el cristianismo, y permanece sagrado por divino.

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Valor de la sangre y de los conceptos nafs y rūh. Su persistencia o destrucción post-mortem

Junto al plano divino y al de las entidades demoníacas había, en la mente del árabe preislámico, otros dos planos globales de sagrado: los hechos inmediatos del vivir —estar en el mundo con todas sus implicaciones— y del morir —gran cambio de estado— que infor-maban, condicionaban o presuponían su pensamiento.

La sangre parecía ser el alma líquida del cuerpo o, quizás, el sopor-te y vehículo del nafs, una de las potencias que lo animaban en su sentido más etimológico. Al ser vertida la sangre liberaba por com-pleto su fuerza sagrada con todas sus consecuencias, en principio imprevisibles. La sangre era el alimento privativo de los seres más poderosos que el hombre, o sea dioses y espíritus, a través del sacri-ficio, y pertenecía a su cosmos. Solamente estos seres y los animales carniceros podían ingerir sangre sin sufrir, de manera visible, los per-juicios inherentes al acto206.

El sacrificio cruento se basaba precisamente en la fuerza de la san-gre y en su calidad de vehículo del alma o alma en sí. Las gentes que, en ceremonias rituales, ingerían la sangre de una víctima animal, no es que entraran en contacto con el animal antepasado prototipo, como se ha dicho en ocasiones acerca de las sesiones totémicas, sino que, entraban en contacto con los dioses y espíritus que habitual-mente se alimentaban del líquido vital o a cuyo universo pertenecía éste. Sería, en cierto modo, un intento de sacralización temporal del

206 Tal vez por esto los animales carniceros eran considerados —igual que en otras cultu-ras— como entes semidivinos o provistos de una energía mayor que la de sus víctimas, indepen-dientemente de su tamaño físico.

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oficiante e ingerente, una puerta por la que pasar al campo de lo tras-cendente a través de su alimento más característico. En este sentido es como creo que pueden ser interpretados muchos actos de comidas rituales celebrados entre aquellos árabes.

Según todos estos conceptos la sangre en sí parecía ser indepen-diente de su portador. Su situación sagrada respecto al cuerpo hués-ped era la de un ser simbiótico. El cuerpo sustentaba a la sangre, la sangre al nafs, alma vital, y el nafs al rūh o alma espiritual, en una imbricación de elementos vivos ya presente en otras culturas cir-cundantes. El valor fundamental de la consanguinidad era en cierto modo el de servir de fundamento a la unanimidad. Una sola alma vital, o nafs colectivo, compuesta por la suma entrelazada de las almas de sus componentes, animaba al clan y a sus linajes internos. Cualquier herida inferida a uno de sus miembros, cualquier muer-te con derramamiento de sangre, debilitaba ese fundamento y ponía en peligro al alma común. Se imponía, pues, un sistema de defen-sas equilibradas que, en sustancia, tenían por objeto debilitar en la misma medida al atacante. Era la llamada venganza de sangre, o tar, y el precio de la sangre, o ‛ql207. El árabe que entraba en el camino del tar tomaba a veces el estado de consagración, porque accedía al terreno de la muerte y de lo sagrado.

Evidentemente, el flujo menstrual de las mujeres, derramamiento de sangre periódico en las personas que tenían la capacidad de dar la vida, era visto con asombro, precauciones y «escándalo» si no horror. Consideraban a la mujer impura —o sea tabuada— a todos los efec-tos sociales y religiosos durante sus períodos, y no podía asistir a las oraciones colectivas ni a las peregrinaciones.

Este nafs del que estoy hablando, sustentado por la sangre, es un término que pertenece a una raíz lingüistica semítica cuyos sen-tidos expresan esencialmente el hecho de alentar208. Por otro lado

207 Base de las leyes de Hammurabi y de la ley mosaica y coránica del Talión o qiss.208 Tener hálito, respiración, aliento, individualidad, sí mismo, voluntad. En hebreo, cana-

neo, etcétera, es nefeš, con los mismos y emparentados sentidos.

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está el rūh, espíritu209, de una raíz que expresa el viento, el aire, el olor. Ambos términos, junto con los de corazón210, mantienen los componentes del siempre confuso campo del alma vital o vegetati-va, del ánimo espiritual e inmortal, aquí mayores por ser mayor la imprecisión.

El nafs podía abandonar el cuerpo durante el sueño y la enferme-dad, sobreviviendo al cuerpo y apareciéndose a veces a los vivien-tes en la forma de pájaro u otra; alimentándose de las ofrendas, per-maneciendo cerca de su familia, de su representación figurada o su monumento funerario. En vida del cuerpo residía en la cabeza, en los pulmones o en el corazón, aunque tal vez existiera la creencia en varios anfās parciales que sumados constituirían ese yo energético. El nafs moría, si bien su existencia era larga, regresando finalmente al campo de la divinidad. Por lo tanto, no sería una alma inmortal sino un principio vital, principio pensante, ente de energía particularizada e individualizada pero sujeta como el cuerpo al tránsito.

El rūh era seguramente el espíritu que Dios insuflaba en el feto en el momento de nacer, y todo ser vivo tenía nafs pero no necesa-riamente rūh. En consonancia con esto, para los judíos el ruah era el alma espiritual procedente de Dios en tanto que el nefeš era el alma vegetativa. Ambos conceptos se asemejan mucho a los egipcios del ka, para el nafs o nefeš y del ba, para el rūh o ruah, como hemos visto, incluso en la posible multiplicidad de los anfās parciales con los kau egipcios, que vendrían a ser —salvando toda diferencia tem-poral— las tensiones corporales parciales, de la medicina occidental, que constituyen una tensión completa o tensión en sí o la circula-ción energética con sus puntos focales de la medicina china. El pen-samiento árabe preislámico, igual que el hebreo veterotestamenta-rio y los cananeos, contendría un sustrato vinculado al egipcio, éste mucho más estructurado por ser, entre otras cosas, la base de toda su religión acerca del Más Allá.

209 Ánimo, soplo vital, brisa, recogerse y descansar. En hebreo, cananeo y nabateo es ruah, con el mismo significado primordial.

210 Qalb, fuūd.

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Acerca del Más Allá y del nafs parece haber existido la creencia en la resurrección, creencia antigua que, antes de la predicación del Profeta, muchos ponían en duda211. Entre estas dos vertientes, y la del culto a los muertos, pueden haberse extendido las convicciones sobre la muerte y la ultratumba entre los árabes de la ğahiliyya. Se podría pensar que, para ellos, el hecho de dormir era una muerte temporal y «el hecho de estar muerto sería pues una manera de exis-tir»212. La muerte sería un largo sueño y el sueño una muerte corta. Tan equivalente podía ser el sueño a la muerte que en los casos de venganza de sangre, según algunos testimonios, si el vengador encontraba al culpable dormido debía despertarlo, ya que durante el sueño el nafs abandonaba el cuerpo y éste era igual al de un hombre ya muerto, aunque el cuerpo poseyera su propia vida vegetativa. En el contexto árabe preislámico esto puede haber significado que el nafs, como elemento particularizado del hálito o fuerza universal, volvía al tejido de potencia del que era parte cada vez que el cuerpo dormía o en la muerte; lo que lo aproxima más al contexto del pen-samiento egipcio.

La tumba en sí o el monumento funerario pasaban a ocupar el lugar del cadáver en una especie de ósmosis de funciones, como en Egipto. Las familias se reunían en torno a la tumba para mantener al nafs del muerto en contacto con la vida terrestre; hasta el punto de que las tumbas de los jefes importantes daban asilo a los fugitivos igual que lo hacían los jefes vivos, u ocurría con los templos en otras culturas de origen semítico. Se temía asimismo que el nafs intervi-niese en los asuntos de los sobrevivientes o que se vengara de las ofensas pasadas y presentes, pero también se creía que socorría a los vivos y que agradecía los honores recibidos.

211 Dios llama a los nafs en el momento de su muerte y, durante su sueño, a aquéllos que no mue-ren; retiene a los que ha decretado la muerte y remite los otros a un plazo señalado -. «¿Así, cuando hayamos muerto y seamos polvo y huesos, entonces seremos resucitados?/ ciertamente esto se nos prometió a nosotros y a nuestros padres antes: esto son leyendas de los primitivos». (El Corán, 39, 42; 23, 84/ 82-85; /83/; 27, 68/ 66-70/ 68).

212 CHELHoD, Joseph, Les structures du sacré chez les arabes, Maisonneuve et Larose, París, 1964, p. 157.

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En este sentido había un verdadero culto al difunto, cuya finalidad era la de mantener la conservación de su nafs sobre la Tierra y la de acentuar su «personalidad» a través de los sacrificios y las ofrendas. El banquete funerario era tomado en colectivo por todo el clan como comida de comunión. Se hacían libaciones y se sacrificaban came-llos y caballos sobre la tumba considerándolos comida del muerto. Se inmolaban víctimas al antepasado colectivo y a veces los viandantes mataban a un animal u ofrecían algo ante las tumbas de gente cono-cida. Creo que la propia venganza de sangre pudiera ser considerada como un sacrificio, como una parte del culto al que había sido muer-to violentamente y una compensación de su energía; a su vez parte, como ya he dicho, de la energía familiar y del clan.

La resurrección, junto con el juicio divino, están presentes en la prédi-ca del Profeta refiriéndose siempre a las creencias preislámicas213. Pode-mos imaginar que hubo dos corrientes de pensamiento sobre esto, una centrada en el clan como una entidad colectiva circunscrita a su misma razón de existir, con límites muy fluidos hacia el Más Allá; otra conse-cuente con la idea de un origen y un fin en una divinidad creadora del pasado y del futuro, incluida en éste la muerte. Son interesantes las figu-ras del acompañante y del testigo214 que, en El Corán, se presentan ante Dios conduciendo al nafs a juicio y testificando en parte contra él. Tienen una cierta semejanza con el dios psicopompo egipcio, o con los dioses, positivo y negativo, también egipcios, situados junto a la balanza trascen-dente en donde se van a pesar las acciones que la persona hizo en vida.

Una vez muerto el cuerpo y reintegrado el nafs al tejido vital de la divinidad, éste a su vez podía morir o desaparecer215 en su calidad de

213 «Despojáos de vuestros nafs; hoy seréis retribuidos con el tormento de la humillación...; —¿No ha sido (el hombre) una gota de esperma eyaculada y luego un coágulo...? (Dios, que lo ha) creado ¿no será capaz de dar vida a los muertos?;— ¿si Dios es capaz de eso continuamen-te, y vosotros lo sabéis, cómo no será capaz de rehaceros a partir de los huesos y del polvo? El hombre desea negar lo que tiene delante». (El Corán, 75, 3, 5, 37-40/ 22, 5-7; 80, 18/19,23; 32, 7/8-10; etcétera).

214 (50, 20/21 ss.).215 «Ningún nafs muere sin permiso de Dios —todo nafs gustará la muerte—, [...] matad

vuestros nafs, [...] si les hubiésemos prescrito; matad vuestros nafs». (El Corán, 3, 139/145; 182/183; 2, 51/54; 4, 69/66).

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espíritu energético o de personalidad, o conservarse durante un tiem-po junto a la tumba, monumento, etcétera, tal vez dependiendo de su comportamiento en vida del cuerpo, lo que presupondría una juicio particular antes del juicio universal o su aniquilación en éste. Esto sería de algún modo equivalente a lo que ocurría con el ka egipcio, que podía ser destruido cuando «hace... lo odiado» y no seguía la armonía y la ética en las que había sido creado, orden universal establecido por Maat, la Verdad. El rūh, por su parte, aún dentro de la indeterminación de estas creencias preislámicas, parece que seguía con vida, incorpo-rándose a la divinidad creadora y primordial como elemento espiritual que parecía ser, esto una vez pasada la resurrección.

En general, lo maravilloso, lo esperanzado en un cambio súbito y positivo de sus vidas que apareciera de manera sorprendente, incluso el desafío al destino marcado por las propias circunstancias vitales, y al entorno, eran características de los árabes preislámicos. Para unos sí que existía un Más Allá post-mortem, para otros el Más Allá, lo extraordinario tal vez, estaban en vida, ahí, al alcance de la mano. De aquí su tendencia al juego y a la adivinación, a los pequeños sacrifi-cios que no parecían ser tales sino diversión, a dejar entre el umbral de lo consuetudinario y lo prodigioso muchísimas acciones de sus vidas diarias.

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Su postura en el mundo

De todas formas, creyendo o no en el Más Allá, la comunicación habitual con lo sagrado la tenían estos árabes a través de la filiación familiar, del discurso y la palabra, los mitos y ceremonias, y el paisaje impositivo siempre. Era una comunicación similar a la que mante-nían los otros semitas occidentales no árabes y los pueblos medite-rráneos, pero en medidas cuantitativas diferentes.

La filiación familiar

El nombre propio y el linaje era lo que distinguía a un ser huma-no de los demás. Con el nombre cada persona resultaba individua-lizada, con el de su padre y ancestros quedaba sujeto a una línea clara de transmisión e integrado en un grupo. La transmisión solía arrancar de un antepasado más o menos mítico, común a las varias líneas del mismo clan y, de este modo, se encontraba en el plano horizontal de su sociedad inmediata y en el vertical de la historia y de lo trascendente. Es el concepto del clan organismo, o clan isla, que creo puede haber sido el prototípico e ideal en el mundo árabe preislámico.

Creo también que los sentimientos de independencia, orgullo y emulación de que hacía gala este árabe tribal, junto con los de solida-ridad hacia los otros miembros de su tribu y clan, procedían virtual-mente de este hecho. Un árabe así concebido tenía su propia razón de ser en sí mismo como parte del clan. Nada debía al exterior y a nadie podía ser inferior, fuera cual fuera su situación circunstancial. El orgullo de pertenecer a un clan poderoso, a una tribu conocida y

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fuerte, forzaba a la búsqueda de la gloria y de la hazaña, al cultivo del valor y de la generosidad, al respeto de la palabra empeñada en nombre colectivo o individual, como medios de exaltarse colectiva e individualmente.

En este sentido, la ‛asabīyya de Ibn Jalūdn —«es lo que hace a una organización social distinta de otra en tamaño, cualidad, fuerza e influencia»— no sólo era el equivalente a «los intereses materiales y espirituales que unen a un grupo social», como decía acertadamen-te Ruiz figueroa216, sino más: su entramado obligatorio por vital, la nervadura imprescindible para que el cuerpo vital subsistiera. «Los traidores no tienen sangre», dice un verso anteislámico217, expresan-do que no hay quien los vengue en caso de muerte violenta, ni los de su tribu, cuya ‛asabīyya transgredieron, ni los demás, al tiempo que expresa lo que valía un sujeto extrañado: tanto como una piel sin riego, un nafs sin supervivencia.

El conjunto de clanes formaba la tribu, emparentada horizontal y verticalmente en contemporaneidad, origen y futuro. El conjunto de alianzas entre tribus —a veces con un mismo origen por ser clanes hipertrofiados— formaba la ‘umma218 o comunidad, cuyo entramado interno parece haber sido la transmisión vertical de las características y poderes pasados con las realidades presentes del momento. Resulta lógico que, en esta perspectiva, unas familias dentro de un mismo clan y un clan dentro de una misma tribu hayan formado una noble-za, por haberse conservado más puras y llevar en sí con menos con-tagios la herencia «energética» del fundador. Un hombre puro en este sentido era un noble, šarīf, y el šaraf, la nobleza, junto con el nasab, o linaje, eran las preocupaciones fundamentales del árabe de enton-ces. Yo pienso que, en este hecho, bien conocido de por sí, había una línea esencial que era la conservación de la existencia del clan y su

216 RUIZ fIGUERoA, Manuel, Mercaderes, dioses y beduinos (El sistema de autoridad en Arabia preislámica), México, 1975, El Colegio de México, p. 34.

217 Mu‛allaqa de Al-Hārit b. Hilliza. Ver CoRRIENTE, federico, Las Mu‛allaqāt, antología y panorama de Arabia preislámica, Madrid, Instituto Hispano-Árabe de Cultura, p. 132.

218 De ‘umm, madre. Tal vez haya en ese término un sustrato de primitivos matriarcados, como los hay en otras muchas circunstancias sociales semíticas.

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auge, por lo mismo que el honor personal, ‛ird, era el honor del clan y de la tribu.

El honor era el resumen de todas las cualidades del hombre preis-lámico, particularidad que ya ha sido bien estudiada. Honor personal y honor de clan se confundían, por cuanto las cualidades requeridas para el primero respondían a las necesidades del segundo: el šaraf, el cumplimiento de la venganza de sangre, la bravura y el aguante, el respeto a la palabra dada, la protección a invitados y débiles, la generosidad extremada219, etcétera. Lo importante del honor era «no perder la cara», no quedar mermado, y, en la puja de emulaciones que se establecía era el propio clan el que más ganaba aunque el indi-viduo como tal perdiera a veces. «Que nadie nos trate a la ligera / no sea que lo tratemos aún más ligeramente [...] ¡Qué prez hay que no tengamos!220», dice un poeta preislámico resumiendo así el sentido del honor, que podía transformarse en jactancia y altivez o en vana presunción.

El término fajr, orgullo, representaba a veces su propia exagera-ción, la hipérbole del mismo. Por fajr un hombre se arruinaba dando sus recursos, bebiendo hasta agotar las provisiones de los vinateros ambulantes221, alabando sus proezas frente a rivales menos afortuna-dos, jugándose los bienes y demostrando así no concederles impor-tancia. Por fajr los jefes y los poderosos entraban en competiciones de banquetes de rebaños sacrificados llamadas mufājara, algo así como el don por desjarrete de la hacienda, en la que el clan entero partici-paba al compás de los versos del poeta competente y se obtenía «la gloire immortelle ou l’infamie»222, ésta si uno de los desafiantes se declaraba vencido. El enriquecimiento del fajr podía darse, incluso, a través del énfasis, la hipervaloración de las capacidades personales y de la tribu, las genealogías fantásticas y el halago. Curiosamente creo que nunca se ha explorado la posibilidad de que la poesía panegíri-

219 Que, en realidad, obligaba al otro y hacía ganar afectos.220 Muallaqa de ‛Amr b. Kultum al-Taglibī, CoRRIENTE, federico, op. cit. pp. 114 y 115. 221 Razón por la cual, y por las derivadas de ella, probablemente en El Corán se prohibió la

bebida. 222 CHELHoD, J., op. cit. p. 94.

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ca, tan del gusto del árabe poderoso de todos los tiempos, tenga su causa primera en esta busca de potencial. El poderoso busca, acepta y recompensa el panegírico —elogio de sus buenas prendas reales o deseadas— no sólo por vanidad y propaganda, sino también porque contribuye de hecho a reforzar su energía vital.

En todo este entramado quedaba fuera el nombre propio. Cada persona, por muy profunda que fuera su pertenencia a un grupo, tenía una personalidad individual. En este sentido, creo que debemos presuponer la existencia, en épocas antiguas, de un nombre secreto como ha existido en varias sociedades primitivas. De su existencia sería prueba y recuerdo la kunya223, que consiste, como es sabido, en el sobrenombre dado a alguien, hombre o mujer, compuesto por las palabras Ab o Umm —padre o madre— y el nombre propio que habría de llevar su primer hijo varón224. Un recurso, pues, para no nombrar a la persona con su nombre propio que, en principio, habría sido reservado o poco conocido. El nombre era el signo particular de las cosas y de los seres vivos225 «[…] Dios dijo: Adán, infórmales de sus nombres, acerca de los nombres de los seres, nombres que pre-destinan y que tienen un valor cierto, al contrario que el dado vana-mente por los hombres a los ídolos carentes de valor226».

El nombre propio era creador de poder o lo comportaba, como ocurría en Egipto con el ka, pero solamente el que era recibido por vía sagrada, posiblemente por medio de una iniciación de la que no tenemos noticia, en tanto que el nombre profano vendría a ser el sobrenombre, la perífrasis como en el caso de la kunya. Entre los dio-ses egipcios, por ejemplo Ra, era un crimen poner al descubierto o tratar de conocer sus nombres verdaderos porque revelaban sus esen-cias. De Al.lāh sólo se conocen noventa y nueve de sus cien Nombres, siendo el centésimo el verdadero Nombre y los restantes adjetivos o

223 De donde viene «alcurnia».224 Hábito relativamente común en las sociedades populares de tener un nombre por el cual

se es conocido pero que no responde al auténtico, como he dicho antes.225 IBN MANZŬR, Lisānu-l-‛arab, Bulāq, El Cairo, 1300, vol. xIx, pp. 125-126.226 «Eso no son más que nombres que vosotros y vuestros padres les habéis dado. Dios no ha

hecho descender poder en ninguno de ellos». (El Corán, 2, 31/33; 53, 23).

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circunlocuciones en torno a sus atributos. Idea paralela a la del Nom-bre del tetragramaton YHWH.

La voz y la palabra

Las tribus tenían sus poetas, sus portavoces, sus jefes, sus adivinos y sus magos, todos los cuales utilizaban como instrumento principal de sus funciones la voz y la palabra, el soplo en su sentido más estric-to, la modulación, la musicalidad y el verbo. Con este instrumento se buscaba una rara perfección y se pretendía una rara eficacia, por cuanto que la civilización árabe basaba sus estructuras más íntimas en la expresión oral y, de ésta, fundamentalmente en su forma articu-lada. Este fenómeno, que parece haber sido común a todos los pue-blos semíticos en mayor o menor medida, tenía su mejor exponente entre los árabes. No hay ningún otro pueblo, creo yo, que haya dado un salto casi desde el anonimato a la dominación universal, en muy poco tiempo, sustentado y motivado exclusivamente por un Libro, que en principio era de transmisión oral. El milagro de El Corán está en sí mismo y en sus consecuencias.

La importancia humana, trascendente e histórica del Profeta, a tra-vés del cual se revela este Libro, no está en sus funciones taumatúrgi-cas, ni en su carisma, ni en sus capacidades especiales organizativas o políticas, sino en haber sido el vehículo humano a través del cual se derrama sobre los árabes dispersos el poder de la palabra, de la mejor palabra, la divina.

No nos consta que el Profeta hiciera prodigios a la manera de los profetas bíblicos y de Jesús; precisamente sus enemigos se lo acha-caron y se sirvieron de este argumento para negarle la condición de profeta. Su prodigio estuvo en el flujo de palabra que discurrió por él hacia un pueblo que estaba acostumbrado a ella, con lo que acabó por convencer a todos de que era Profeta. En consecuencia, una palabra extremadamente convincente para que un pueblo así la aceptara y acabara por entusiasmarse en poco tiempo, aglomerán-

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dose; un pueblo capaz de darle valores sumos como para aceptarla y dejarse entusiasmar. Cabría pensar y cabría decir que, en la historia de las revelaciones religiosas, la Divinidad se revela a cada pueblo y sociedad a través su eje cultural; en el caso de los árabes, la voz, la palabra.

La voz es el hálito, el hálito es la respiración y la respiración es la vida. El conjunto de palabras suponía para los árabes todo un con-junto de espíritus vitales que salían de un individuo hacia los demás, con todas las cualidades condicionantes y todo el contenido vivo que les eran propios. Tanto más si estas frases, suma de hálitos intencio-nados, procedían de la Divinidad, porque con ellas la Divinidad se incorporaba al hombre. Cada frase era un milagro en sí, como se dice acerca de cada aleya de El Corán justamente en este sentido.

Los poetas —entre los varios «oficios» que usaban del verbo— podían ser en principio unos hombres cualesquiera de cualquier categoría social de la tribu. Sólo era necesario que estuvieran inspira-dos, o poseídos, por un espíritu que los hiciera salir de su condición profana y pasar a un estado consagrado. Con sus versos, un šā'ir, un poeta, glorificaba el honor del grupo al que pertenecía y alababa su trayectoria hacia el pasado y hacia el futuro, al tiempo que encarecía su propio valor, cantaba a su amada llorando su ausencia en algo muy parecido a un culto de la Dama ideal, y describía el paisaje. Era sin duda un hombre especial dotado del uso armonioso del idioma, que era la más preciada de las cualidades posibles. Con la palabra defen-día a la tribu de los ataques poéticos de otros grupos atacándolos a su vez, y sus versos punzantes pesaban en el descrédito de la tribu atacada más que la pérdida de un combate. Sus estrofas afortunadas eran repetidas de parte a parte del desierto, llevando en sí la alaban-za o el escarnio para un individuo o una comunidad. En ocasiones la rivalidad entre dos tribus se resolvía mediante una batalla oral, y el poeta vencedor daba a su tribu honor y fama, el «buen nombre» necesario para vivir.

El šā‛ir se sentía íntimamente unido a su tribu en toda circuns-tancia, incluso cuando era expulsado de ella, caso particular y extre-

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mo. Su condición, muchas veces tópica, de enamorado, dentro de un ámbito de amores que tenía mucho de éxtasis, y su inspiración, lo hacían aparecer como mağūnn o sea poseído por un ğinn, un genio, Se suponía que el amor exaltado era una auténtica posesión, y el hombre que la sufría y era capaz, a un tiempo, de mover con sus palabras el mundo que lo rodeaba, gozaba de una condición mágica indudable.

Desde un punto de vista casi institucional, el poeta tenía enco-mendada la que pudiéramos llamar inmortalidad del grupo por la palabra. Estaba —a partir de su posesión o iniciación227— en perma-nente contacto con el mundo de los espíritus y de aquí con todo lo que transcendiera el plano de vida terreno, es decir con la muerte, el Más Allá y los dioses. Cumplía una función paralela a la del sacrifi-cador o a la del vengador de sangre, preservando y fortaleciendo el nafs colectivo con la invulnerabilidad y la permanencia de la buena fama.

Ya he dicho antes que el clan árabe traspasaba el tiempo, corría sobre él. Un árabe no era de tal lugar y de tal época sino de tales familia, grupo y ascendencia. Tampoco era de tal condición social y tal poder adquisitivo, al menos teóricamente, sino de tal conjun-to de personas que se remontaba a tal origen228. El poeta cantaba

227 Tal vez haya habido procesos de iniciación, de los que quedan huellas. La raíz lingüistica š‛r , de la que viene šā‛ir, significa conocer o percibir, versificar, ser velloso, sentir, entre otras acepciones. En efecto, el poeta era la persona sensible capaz de conocer y sentir la realidad esen-cial de las cosas, siendo una especie de alumbrador de subconscientes. La vellosidad estaba en la creencia según la cual el poeta era iniciado a esta función interpretativa, de carácter extático, por un espíritu que le introducía en el pecho o en el corazón una pelota de cabellos (CHELHoD, J., op. cit. p. 132), igual que los maestros iniciadores sobrenaturales introducen en el pecho o en el corazón del chamán, en casi todas las culturas que lo tienen, unas piedras u otros objetos milagrosos que provocan el conocimiento. En el pensamiento semítico el cabello, prolongación de la cabeza, considerada como principal parte del cuerpo, era sagrado y significativo. Recor-demos la historia del Sansón bíblico, de nombre solar, cuyo cabello expresaba fuerza como si fuesen del Sol sus rayos.

228 Recuerdo —si se me permite una observación personal y contemporánea— que un co-laborador mío en El Cairo, de raza nubia pero de tronco árabe, en concreto de una familia que pensaba descender de los abbasíes, me dijo al hablar de su trabajo: «yo trabajo de criado, mi primo trabaja de coronel, un tío mío lo hace de profesor». La profesión y el status económico ca-recían de importancia en lo referente a la familia y al nombre; eran puramente circunstanciales.

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a este concepto, lo ensalzaba y lo defendía, lo daba a conocer y se lo recordaba a las generaciones olvidadizas, exagerándolo evidente-mente y recreando si fuera necesario las genealogías míticas. Sobre la lanzadera vertical de los años el clan árabe se extendía incluyen-do a muertos, vivos y nonatos, y el poeta era un poco el guardián de esa membrana formada por lazos reales e imaginarios. Lo real y lo soñado, lo maravilloso, lo deseado, lo evasor, se le imbricaban a aquel árabe en un sólo dibujo sin dicotomías posibles, formando sus tradiciones y sus visiones de futuro, y al poeta le correspondía ser la voz viva de todo.

otro de los «oficiantes» de la palabra era el jatīb, o portavoz de la tribu, que en principio parece haber tenido muchas concomitancias con el poeta excepto la de la posesión. Una y otra función gozaron del mismo prestigio verbal, con la diferencia de que el portavoz usaba de la prosa para sus discursos y sólo a veces de la prosa rimada. Con el tiempo el jatīb fue aumentando su prestigio, y el poeta lo fue per-diendo a la par que su número crecía y se profesionalizaba yendo en busca de protectores y mecenas. Un portavoz podía serlo cualquiera de la tribu que, siendo de buena familia y teniendo «buen nombre», hablara y pronunciara bien, no tartamudeara ni se moviera, agitara y tosiera al hablar, y fuera capaz de convencer a los demás a través del discurso bien dicho. A veces, su ejercicio profesional se confundía con el del juez o hakam.

La función del jatīb era la de representar a la tribu en las negocia-ciones con otras tribus, y dirigir, junto con el poeta y el sayyid, la fantasiosa mufājara o competición de méritos de la que antes hablé. No aprendía su oficio en ninguna escuela ni pertenecía a una corpo-ración especial. Sin embargo, el hecho mismo de tener que proceder de una familia honorable, conocer bien la lengua y ser capaz de bien decirla, tener poder y prestigio y adquirir el oficio, provocaron que cada vez con más frecuencia el cargo se transformara en hereditario dentro de una misma familia. Esta fue, creo yo, la razón principal de la preeminencia del jatīb sobre el šā‛ir, habiéndose institucionaliza-do la primera función y desperdigado la segunda. Ambas, de todas las maneras, perdieron su carácter mágico con el paso del tiempo y,

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tras la victoria del Islam, el jatīb adquirió un carácter específicamen-te religioso mientras que el šā‛ir se trivializaba.

El sayyid, que acabo de mencionar, es el mismo šayj, o jeque, del que hablé más arriba. Sayyid significa «señor» y šayj «anciano», «patrón», y era en teoría el jefe de la tribu. En teoría, porque su auto-ridad, fuera de las épocas de guerra o de negociación de tratados exteriores, era de orden moral y sujeta a la oposición y al veto del mağlis, el consejo de la tribu, compuesto por las cabezas más visibles de los clanes. Pocos jefes conservaban su puesto y autoridad con la contra de sus pares y, en ocasiones, eran depuestos violentamente. Sin embargo, la armonía y la cohesión internas del grupo dependían mucho de él, debiendo además proveer de lo necesario a las viudas y a los huérfanos, ocuparse de los invitados y ser dadivoso. Tenía que ser hábil, sabio, diplomático, poderoso y humilde a un tiempo229, pero también rico y de una familia y clan fuertes por cuanto que eran él y su clan los que afrontaban los dispendios desbordados de la mufājara y otros por el estilo. En cambio, para los restantes gastos derivados de su función y responsabilidades, el sayyid recibía la cuarta parte del botín de guerra y de las razzias cuando las había. Insensiblemente, la función pasó a ser también hereditaria las más de las veces.

Parte de su autoridad descansaba en su relación con la divinidad y con los manes tribales. Junto a su tienda se situaba la residencia portátil de la divinidad del clan, por lo general una diosa, que tenía forma de cúpula230 hecha de cuero rojo en donde se reunía la asam-blea y que, en los casos de guerra, acompañaba a la tribu puesta sobre un camello. En estos momentos era ocupada por una joven noble, generalmente hija del sayyid, representando a la diosa, mientras que otras muchachas tocaban flautas y gritaban231. No cabe duda de que el carácter sagrado y la jefatura, aunque no hereditaria en principio, llegaron a amalgamarse y a dar una acumulación de funciones próxi-

229 «Si deseas sucederme, debes ser bondadoso para que todos te quieran, humilde para que te respeten y obsequioso y servil para que te obedezcan», dice un sayyid a su hijo según Abū Farağ al-Isfāhānī, Kitābu-l-agānī, III, p. 6 ss.

230 Qubba.231 Abū Farağ al-Isfāhānī, op. cit., xx, p. 136 ss., 144, xIII, p. 55, xIV, p. 14.

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ma a la monarquía, de la que no quedan testimonios respecto a Ara-bia central pero sí en Arabia del sur. En mi opinión, el sayyid pro-cedía de una jefatura guerrera que se hizo civil y que, por la fuerza del pensamiento circundante cargado de valores mágicos y religiosos, tuvo que asentarse y adquirir fuertes matices sagrados y filiaciones con lo trascendente.

otros dos de los utilizadores del verbo en aquellas sociedades ára-bes fueron el sāhir, o sea el mago, y el kāhin, es decir el adivino, con grandes diferencias entre ambos aunque con una base común operati-va. El mago se diferenciaba del adivino en que no estaba poseído por los genios, no era un mağnūn como el poeta, sino que él los controla-ba utilizándolo para sus propios fines. Su ciencia operativa era el sihr, o sea el hechizo, el embauco, el encantamiento, muchas veces oral y recitado, y la víctima, cuando la había, quedaba mashūra, hechiza-da232. Tanto en la tradición como en la literatura que se ocupan del mago, éste, bueno o malo, aparece como un hombre de estudio, un científico en cierto modo cuya profesión puede ser cualquiera.

Dentro de la Arabia preislámica, las tribus árabes de religión judía gozaron de una cierta fama de tener muchos magos. Para los árabes hanīf, tal y como atestigua El Corán233, Al-lāh era el gran maestro de la magia y ninguna otra podía compararse a la suya. Sin embargo, había una magia procedente del demonio, šaytān, y de los ángeles caídos Harūt y Marūt, que era operativa y peligrosa. Una magia negra que dañaba al ser humano cuando Al-lāh lo permitía, y que perjudi-caba aún más al propio mago234. La magia procedía de la Divinidad aún en sus formas pervertidas; éstas a través de entes paradivinos rebeldes a la misma Divinidad o condenados por ella y humanizados, que enseñaban la ciencia a los seres humanos, pero cuya viabilidad

232 La raíz «shr» significa fundamentalmente «despuntar el Sol», lo que vincula la magia árabe con un primitivo patronazgo del astro y unos cultos solares.

233 20, 74/71 etcétera.234 «Siguieron lo que recitaron los demonios bajo el reinado de Salomón. Salomón no fue

incrédulo, pero los demonios lo fueron. Enseñaron a los hombres la magia negra y lo que, en Ba-bilonia, había hecho descender a los dos ángeles [...] Aprendían de ellos lo que aleja al hombre de su mujer, pero no hacían mal a nadie sin permiso de Dios, aprendían lo que los dañaba y no les aprovechaba». (El Corán, 2, 96/102).

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no se ejercía sin la voluntad y el permiso expreso divinos, siendo el precio para ejercerla el de la otra vida.

Esta historia estaba en el mismo acorde de creencias mitológico-explicativas que la leyenda de Prometeo, rebelde a los dioses y maes-tro del género humano, y que los benē elohīm de los textos hebreos de Enoch, maestros de los humanos igualmente y condenados por ello. Parece que había, en consecuencia, dos vertientes de la magia: una de tipo especulativo confundida con la investigación científica y sus aplicaciones, considerada magia buena, lícita, y otra de tipo operativo y beneficio inmediato identificada con la hechicería y el mal. La primera, según la tradición, arrancaba de Salomón, rey sabio a quien Dios dio la ciencia, y la segunda de Iblīs, el Lucifer árabe paralelo a Prometeo. Con la primera se vinculaba la medicina y la filosofía entre otros conocimientos y con la segunda la fabricación de amuletos, el aojo y, posteriormente, la alquimia. La primera acudía a Dios como fuente de inspiración y ayuda y la segunda a los ğinn y šayatīīn, genios y demonios.

De todas formas las fronteras entre una y otra magias, a la par y junto con la labor misma del mago, del adivino y del profeta de pro-fesión,235 no parecen haber sido claras durante el período preislá-mico. A Muhammad se le acusaría repetidamente de mago y brujo, confundiendo estos oficios con los de adivino y profeta de profesión, o nabī. La argumentación de El Corán, que parece explayar y estruc-turar convicciones de la época en que fue revelado, se basa en consi-derar que la magia y lo mágico no son más que apariencias, imágenes e ilusión, nunca realidad, y que la realidad está en Dios. Al-lāh crea y los magos no hacen sino vestir un vacío236.

Es probable que el mago, como el adivino y el profeta de escuela procedan de un chamán primitivo del que no parecen quedar datos fehacientes. El chamán ha sido, en muchas culturas muy variadas,

235 Que, por cierto, no parece haber existido como tal entre los árabes preislámicos, al menos no con la intensidad que entre los semitas occidentales no árabes como los cananeos y los mis-mos hebreos una vez asentados en Canaán.

236 El Corán, 6, 7-8; 10, 2-3; 20, 59/57 ss.; 43, 29/30 ss.; 46, 6/7; 74, 24, etcétera.

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el hombre o mujer nexo entre el plano humano, el plano divino y el plano de los muertos, viajando de unos a otros. La presencia de hechos y datos chamánicos en la vida árabe posterior a la Ğāhiliyya, en su forma de ser social y en su literatura oral puede servirnos de pista, teniendo desde luego en cuenta la absorción y superposición de las culturas arabizadas a la originariamente árabe. Sin embargo, en El Corán y en la tradición sobre la vida del Profeta hay un par de hechos significativamente chamánicos, que pueden ser un recuerdo adaptado de tradiciones anteriores. El primero se refiere a cómo le fue abierto el pecho a Muhammad por lo ángeles para extirparle el «coágulo» del pecado, convirtiéndolo así en hombre puro destinado a una alta misión profética237. El segundo es el isrā, el viaje noctur-no del Profeta que, de acuerdo con la tradición, fue despertado una noche y levantado del lecho por los arcángeles y conducido a Jeru-salén por un caballo volador llamado Burāq. Estas dos historias se cuentan separadas o unidas como hechos sucesivos.

Según algunas versiones, la purificación de la apertura del pecho —limpieza de toda duda, de idolatría, paganismo y error— hecha o no con agua del pozo sagrado Zamzam de La Meca, habría precedido al viaje ascensional; según otras habría sido al revés. A veces el viaje se reduce a una subida a la azotea a través del techo. En todas ellas el viaje es nocturno, mientras que la purificación varía. En buena parte de las versiones el Profeta visita los cielos y los infiernos, y habla cara a cara con Dios. Del episodio de la purificación ya existe el paralelo de la inspiración del šā‛ir, el poeta, al que los genios metían en el pecho una bola o una cuerda de pelos. De la ascensión también, tanto en la Arabia preislámica como entre los cristianos; pero la ascensión pro-piamente dicha, o m‛irağ, con la descripción de los lugares místicos, los siete cielos, la nocturnidad, etcétera, y el caballo o animal volador celestial, son en muy buena parte típicos de la historia chamánica y de sus contenidos trascendentes, así como la misma purificación.

De acuerdo con toda historia chamánica y toda historia iniciática, la purificación tiene lugar antes del viaje, por cuanto es la entrada a

237 «A quien Dios quiere dirigir, le abre el pecho para el Islam [...]». (El Corán, 6, 125).

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la vocación chamánica o extática. La apertura del pecho a cargo de unos personajes misteriosos o paradivinos, el manipuleo dentro de él y el coágulo, son característicamente chamánicos; lo último no sólo como elementos de la historia iniciática, sino también como parte del ceremonial médico al que el chamán tiene acceso por su profe-sión. Respecto al viaje ascensional de Muhammad, lo más típicamen-te chamánico es el corcel, incluso en su nombre, Burāq, cuya raíz expresa la idea de brillo y resplandor, siendo el caballo chamánico habitualmente un animal solat238.

Cabe, pues, la posibilidad de ver en el isra‛ una transposición de los esquemas chamánicos de un viaje extático a la hagiografía del Profeta. Pero se me ocurre que, seguramente, esos esquemas no vie-nen directamente del primitivo fondo chamánico sino del «kahina-to», siendo el kāhin, el oráculo o adivino, el heredero conceptual de las características más pomposas y externas del chamán, aunque quizás no de su vocación psicopompa de enlace con los muertos. El kāhin es el equivalente lingüístico del kōhen, sacerdote hebreo, pero, entre los árabes, no debió ser un sacerdote sino un oráculo, como tal ligado con la divinidad a la que servía de puente semiótico y, en ocasiones, obligado a funciones próximas a las sacerdotales. El kāhin entraba en trance, transmitiendo oráculos en prosa rimada, era con-sultado en todos los momentos difíciles, actuaba como árbitro en las luchas intertribales o personales, investigaba los asesinatos y, en cier-to modo, ejercía como juez gozando de cierta independencia respec-to a las tribus y de cierta extraterritorialidad.

Igual que el poeta, el kāhin era el habitáculo de un espíritu o ser superior, en este caso de una divinidad, y su misión era la de vatici-nar revelando el futuro de los hombres y de los pueblos, impulsándo-los, maldiciendo a los enemigos con largas frases rimadas y cantando a la gloria de las divinidades propias. Las mujeres también podían practicar la función. En el recuerdo de las reinas-sacerdotisas de los reinos del sur de Arabia, que acompañaban a sus guerreros al comba-

238 No hay, sin embargo, un paso a los infiernos, cosa que es habitual en los viajes del cha-mán, porque son su momento y objetivo primeros. El Profeta en ningún caso tiene visos de ser un oficiante psicopompo, como lo es el chamán.

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te entonando cantos proféticos y ejerciendo su jefatura, cabe ver una cierta calidad de kāhin, poseidas por sus divinidades locales. Débora, la profetisa y dirigente hebrea que vaticinaba bajo una palmera, pare-ce ser un ejemplo de estas mujeres. La Kāhina histórica de las luchas de los imazighen contra los árabes de la expansión islámica, aunque bereber, puede haber sido otro ejemplo, no sólo en el nombre de la función, sino también en el perfil psicológico y operativo.

Entre los hombres, el personaje bíblico de Balaam, šā‛ir y kāhin árabe —tanto que probablemente dio lugar a a la figura de Luqmān, el sabio árabe preislámico por excelencia— y el hebreo igualmente bíblico Samuel, juez y profeta, fueron a mi juicio dos prototipos anti-guos. El Profeta del Islam fue considerado por sus enemigos como šā‛ir y kāhin, en virtud de su prosa rimada religiosa, de sus estados de éxtasis y de su jefatura de origen divino. Él procuró de manera cons-tante librarse de esta acusación, basada sin duda en una semejanza real con esos personajes, al igual que, en el lenguaje de El Corán, que él revelaba, en sus imágenes y juramentos, hay un recuerdo fehacien-te de los tiempos inmediatamente anteriores.

La palabra árabe kāhin no es una forma arabizada de la hebrea o de la aramea, sacerdotes ambas, y por lo tanto no es una transposi-ción cultural de funciones, sino un término genuinamente árabe con unas funciones árabes. Imaginemos que la función de estos kuhhān239 puede haber sido la más primitiva, precedente a la hebrea y aramea —como tal vez se desprende de los relatos bíblicos sobre Balaam— conservada sin cambios en las sociedades tribales hasta el Profeta y transformada en las otras sociedades semíticas en algo estratificado y fijo. El kāhin árabe no ejercía como sacerdote, no sacrificaba a la divi-nidad y no oficiaba el culto, lo que hacía era servir de portavoz a un ser de ámbito trascendente, que lo acompañaba, mandaba y servía. En este sentido, lo que lo acompañaba era un «daimon», una enti-dad trascendente interna, personalizada, inestable, celosa, creadora y comunicativa. El kāhin sufría de una enajenación profética —por decirlo de algún modo— con unos inevitables «tú» y «yo» interiores,

239 Plural de kāhin.

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por la que el «yo» trascendente de esta unidad simbiótica hablaba. La enajenación le procedía del desdoblamiento o, si se prefiere, de la unión, y entre ambos personajes simbióticos se producía el diálogo, a veces con diferentes voces y teniendo los egos trascendentes sus nombres propios como correspondía a entes diferenciados.

Ferias, peregrinaciones anteislámicas, matrimonio temporal y prostitución sacra

Pasando a otras cosas, aunque siempre relacionadas con la palabra y la voz, puesto que en ellas intervenían de manera activa el poeta y el cantor dentro del ámbito de lo semisagrado y festivo, estaban las reuniones multitudinarias de las ferias y las peregrinaciones, el matrimonio temporal y la prostitución sagrada, ésta última ligada a aquéllas. Las ferias, periódicas y por lo general próximas a lugares de culto, eran mercado público, foro de alianzas, pugna de poetas y de oradores, palestra en donde la mufājara de los jefes venía a celebrar-se, lugar de juegos, de vino, de música y de prostitución entre otras cosas.

Estas ferias, aunque profanas, estaban influidas por lo sagrado en razón de su vecindad a los santuarios, dado el hecho de que servían de lugar neutral para los encuentros e intercambios bajo la protección de una divinidad. Su ambiente mismo, festivo, orgiástico y comuni-cante, las transformaba en algo limítrofe con lo consagrado. En ellas, el coito era conceptualmente un enlace ritual, tendente a aumentar la comunicación colectiva y a favorecer la comunicación con la Natura-leza. Algunas mujeres ejercían allí la prostitución por cuenta propia, y otras, esclavas, lo hacían por cuenta de sus dueños240. Y, cuando no se quería acudir a la trata declarada, se practicaba ya entonces el mut‛a, matrimonio temporal y circunstancial que prácticamente la sustituía y que más tarde ha tenido cierta vigencia. No podemos aventurar la hipótesis de que aquellas mujeres que se prostituían por

240 El Corán, 24, 33.

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cuenta propia lo hicieran como sacrificio a la divinidad, ni que las prostituidas por cuenta ajena lo fueran en calidad plena o próxima de hieródulas de la deidad, pero sí se puede sospechar que algo de esto hubo.

Es muy posible que, en las ferias, lugares de vida, se procediera a la regeneración conceptual de la vida misma y a la fecundidad cósmi-ca. ferias y festividades religiosas se imbricaban entre sí de un modo lógico. Parece sabido que, en las fiestas de la diosa Al-‛Uzza, las mujeres se prostituían igual que en algunos cultos griegos a Afrodita. Las meretrices profesionales, cantoras y músicas, intervenían activa-mente en las celebraciones religiosas, como dice un poeta, él mismo hieródulo por otra parte: «[...] eran el más hermoso espectáculo del día del fitr y su presencia embellecía la fiesta del sacrificio241». La verdadera prostituta sagrada, sin embargo, era la mu mis, que ejer-cía con el sacrificante al final del sacrificio, y como coito ritual, por ejemplo en el valle de Minā, al este de La Meca, al final de la pere-grinación Según algunos autores el nombre mismo de Minā pudiera contener las ideas de deseo, muerte, esperma y sacrificio sangrien-to242, de acuerdo incluso con el nombre de la diosa Manāt o Manawāt en un bucle perfecto de vida, muerte y regeneración por la fertilidad, que habría sido el sentido primero de estas peregrinaciones.

En esta época preislámica de la que hablo, las peregrinaciones que tenían lugar en La Meca y cerca de ella parecían ser de dos tipos. Una, la ‛umra o su inmediato precedente, celebrada en la ğāhiliyya durante la primavera alegre y orgiásticamente243. otra, el hağğ, durante el oto-ño, coincidiendo con las grandes fiestas244. La primera sería una pe-regrinación y fiesta mekkí, centrada en torno a la Ka‛ba. La segunda, de carácter menos urbano quizá, se centraría en las alturas y zona de ‛Arafa. Es bastante común pensar que la ‛umra tendría como objeto principal una cierta adoración a una diosa, inquilina de la Ka‛ba de algún modo, y que el hağğ fijaría su culto en el fuego solar adorado

241 Abū Farağ al-Isfāhānī, op. cit., II, p. 174.242 Munya, deseo, maniya, muerte y destino, minà, esperma, amnà, derramar sangre.243 Su sentido y fin cambiaron por completo con el Islam244 Lo propio ocurrió con el hağğ.

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en ‛Arafa245. En apoyo de aquella adoración estaría el hecho de que las jóvenes casaderas circunvalaban la Ka‛ba en una verdadera exhibi-ción de sí mismas, fuertemente apreciada como se puede ver en el ver-so: «¿hasta cuándo permanecerás en tu ceguera, en medio del terreno sagrado de Dios haciendo la corte a todas las mujeres y pronunciando sus nombres en tus versos?246».

A esta circunvalación, incluso poco después de la instauración del Is-lam, eran llevadas las jóvenes libres y las esclavas, adornadas con sus me-jores ropas y joyas. Los hombres preguntaban entonces quienes eran ellas o a quien pertenecían. Mujeres y hombres realizaban la circunvalación conjuntamente y el piropo, la chocarrería y las obscenidades parecían estar a la orden del día. La mujer que era libre coqueteaba y la esclava parecía ser ofrecida en venta. La verdad era que «d’un commun accord, celui des comme des hommes, des maîtres comme des esclaves, la tour-née rituelle peut être la circonstance oú l’on se choisit une femme...»247 La forma jurídica de esta elección —consentimiento de la elegida o de sus padres, venta, o matrimonio temporal— puede haber sido secunda-ria, siendo lo importante el hecho en sí. La mujer misma se encargaba de atraer la atención con un ceremonial cuyos detalles el público conocía, y que se componían, para esta ocasión, de cantos y salmodias, poesías y sá-tiras. La mujer alabada o vituperada se sentía feliz porque se habían fijado en ella, y desgraciada la que no había estado en boca de alguien.

Cosas parecidas ocurrían en otras ferias en éste y otros sentidos, pero lo cierto es que en la vida árabe preislámica el culto a la Dama, es decir a la diosa madre y amante, y a las mujeres que la simboliza-ban encarnando lo femenino, tenía una importancia mayor de lo que permiten suponer los datos de que disponemos. Culto a la Dama y expresiones de amor paralelos al culto del Señor.

••

245 Del dios Quzah.246 Abū Farağ al-Isfāhānī, op. cit., I, p. 175.247 VADET, Jean Claude, L’ esprit courtois en Orient dans les cinq premiers siècles de l’Hégire,

Paris, 1968, p. 126, nota 19.

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Como dije antes, no creo que ningún pueblo, excepto el árabe, haya dado un salto desde un cierto anonimato histórico a lo que lla-mamos una dominación universal, en muy poco tiempo, sustentado y motivado exclusivamente por los ideales de la palabra, por un Libro que en principio era una transmisión oral. El milagro de El Corán está en sí mismo y en sus consecuencias, como dice el propio Islam y como se ha dicho ya muchas veces

La importancia humana, trascendente e histórica del Profeta no estuvo en sus actuaciones sobrenaturales, como también se ha dicho antes y han dicho muchísimas personas; ni estuvo en sus dones mila-grosos o en sus especiales capacidades estatales, sino en haber sido un hombre a través del cual se vertió sobre unas gentes un flujo de palabras que convocaban a volver a Al.lāh, al Dios Único de antaño. Un flujo de palabras vertido sobre unos auditorios desparramados que estaban acostumbrados a las palabras, que vivían entre ellas y que de ellas sacaban muy buena parte de su personalidad profunda porque su cultura era básicamente oral. Con estas notables palabras recitadas en una lengua espléndida, Muhammad, que en principio era iletrado y escasamente hábil para el discurso, acabó por conven-cer a todos de que era un profeta, el Enviado de Al.lāh.

En consecuencia, se trató de una palabra extremadamente convin-cente para que un pueblo así la aceptara y acabara por entusiasmarse en poco tiempo, aglomerándose; un pueblo capaz de darle valores sumos como para aceptarla y dejarse entusiasmar, pese a algunas des-confianzas iniciales causadas precisamente por la calidad de la locu-ción, sólo equiparable a lo que hubiera dicho un kāhin o un poeta.

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En el pensamiento islámico no hay ambigüedad, no hay ningún compromiso explícito con la Divinidad excepto el saber que de ella se procede y a ella se vuelve, y esto no es compromiso porque no es ningún pacto sino una entrega personal. Es fe y es confianza. No hay angustia excepto la normal de cualquier ser vivo frente a los peligros prototípicos, que en el ser humano en general son muchos, reales e imaginarios. No hay una obligación trasformada en trascendente con el cultivo de la tierra, como entre los semitas occidentales, ni la divinidad esclaviza en cierta medida, como entre los mesopotámicos. La Divini-dad es la misma, tanto sea próxima como lejana, es señera y creadora pero no está dormida, es absolutamente presente y actualizada.

Dice la profesión de fe islámica: «Él es Dios Único, Dios Eterno, no engendra ni fue engendrado, ni tiene par alguno248», Al.lāh no desarrolla emanaciones que tengan luego funciones y vida propia, no tiene hijos —lo que va en contra explícita del apelativo Hijo de Dios, atribuido al mesías cristiano particularmente, y a cualquier tipo de Ba‛al o divinidad próxima y conservadora del mundo— y tampoco es creación ni emanación de ningún otro ser trascendente, no ha sido engendrado. Él es desde siempre y por siempre. No tiene igual.

Los árabes eran unos pueblos con ansia y experiencia de lo sagra-do, penetrados completamente de lo sagrado difuso, que, con la pre-dicación de Muhammad, terminaron por polarizarlo todo en Al.lāh, la divinidad primordial antigua, el Dios de siempre. Él era la defini-ción, el origen y el término. Él era la explicación que «de repente» lo abarcó todo, el equivalente al alfa y al omega, a la rueda o a la espiral de otras culturas religiosas, a la serpiente en círculo que estaba en las trastiendas de la ontología egipcia.

La Unicidad de Al.lāh, divinidad creadora y esencial, quedó patente. Sin ambages. Sin que ninguna otra figura pudiera asociársele de ningu-na forma. Sin más que su concepto, y frente a su concepto el hombre y las criaturas en general. Esta «simplicidad», esta desnudez aparente del

248 «Qul, huwa Al.lāhu ahad, Al.lāhu al-samad, lam yalid wa lam yulad wa lam yakun lahu kufuwan ahad».

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concepto divino debió encantar a ese hombre árabe de entonces que he tratado de describir de algún modo; tuvo que penetrarlo y conquistarlo.

«Rampa la eternidad sobre las dunas y Dios no hace sombra, es cierto».

Ésta pudiera ser una frase suficientemente corta y descriptiva para aquel momento. La reavivación de Al.lāh, concentrando en sí misma todo lo sagrado en nada de tiempo, se convirtió en el eje de la entrega del hombre, completamente convencido de su Unicidad, de su fuer-za total e infinita. Resulta muy difícil definir con palabras aquello que ni siquiera se puede comprender con pensamientos, ni imaginar con símbolos. La Unicidad del Ser. Y el Islam no intentó hacerlo ni desde el principio, simplemente lo expresó. El Islam no buscó crear misterios dogmáticos, ni misiones u obligaciones condicionantes. La Unicidad de Al.lāh era en sí misma, no presuponía nada consecuente como la Unicidad de YHWH con el pacto.

Pensamiento y símbolo, incluso, se escapan, son indefinibles, y a cada fiel, según su conocimiento y su capacidad le corresponde reflexionar sobre ello y llegar a Dios por su propio camino, siendo todos los caminos válidos, como vino a decir Averroes. Éste es aquel Islam, que se reavivó entonces, en donde la propia raíz lingüística de slm, que es semítica en general, significa paz, salud o salvación y entrega, entre otras cosas, uniéndose unos significados con los otros en un deseo, una predisposición y una actitud definitorias, una con-secuencia, la fe y, una actitud, la entrega.

La Nada y el Ser son condiciones de la misma Unicidad, se corres-ponden con la potencia y el acto. La Nada es. Cuando el Ser mani-fiesta la potencia, entonces se produce el estar, en donde se contie-nen todos los accidentes. Se trata de la creación, que es circular por cuanto vuelve al Ser. Todo este proceso es la realidad. Y pienso que el entramado de esta realidad única es el amor.

En el amor viene dada parte de la filosofía íntima de la mística, que ha sido muy cultivada en el Islam, como es sabido y que, en

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parte, sobre todo en España, ha influido en la mística cristiana. La mística es un intento más de aproximación a la claridad de unos conceptos mediante unas palabras, una percepción y un sentimien-to, acordes con sus sentidos. Se habla de «una sola esencia», por lo tanto única, inmutable, sin tiempo: el tiempo es nada más que una dimensión entre las dimensiones aparentes del accidente; se habla de «combinación de accidentes», y por lo tanto de un ejerci-cio dinámico interno, una dialéctica en la que lo motor y lo movi-do, como el amante y el amado, se intercambian continuamente los papeles; se habla del «universo», es decir de la creación, indefinida pero finita porque está contenida en el Estar que es expresión del Ser.

Es verdad que el conocimiento de Dios por el amor es místico y, evidentemente, no todo musulmán es místico, ni puede serlo ni tiene por qué serlo —acabo de decir que cualquier modo de acercamien-to a Al.lāh es equivalente— pero todo musulmán está entregado a la idea de Al.lāh que, para todos y para cualquier nivel de entendimien-to, no viene envuelta en veladuras ni en misterios, sino que es cerca-na, aunque sea en sí misma inaccesible y solamente abordable por la intuición mística.

Creo recordar que, en los Vedas, el gran texto religioso hindú, se habla de la respiración de Brahma, el Ser, que, al espirar, provoca el nacimiento de los universos, y al inspirar provoca su destrucción por que los reabsorbe. Cuando leí este fragmento hace años me recor-dó de inmediato la entonces novedosa teoría del universo en expan-sión, a partir del Big Bang, y su teoría antagónica y complementa-ria, la hipótesis del universo en contracción. Por lo mismo, el primer núcleo, a partir del cual se produce la primera y Gran Explosión, parece equivaler semánticamente al Huevo Primordial o a la Perla primera, o al Loto —símbolos místicos de varias culturas— que se abren para multiplicar su contenido. Un contenido que regresa al Ser, como se dice en El Corán acerca de las criaturas, que proceden de Dios y que a Dios vuelven; como ya se significaba con la serpiente cósmica egipcia, o con las alfa y omega del pensamiento esotérico cristiano.

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El ser humano, frente al misterio de su propia realidad y de la realidad que lo rodea, compuestas ambas de todas las posibilidades imaginables, ha optado normalmente por tres vías de exploración. Una, que correspondería a lo que estamos llamando pensamiento mágico, trata de dominar el entorno, el mundo, el universo; trata de aprehenderlo aprendiéndolo. Mediante la voluntad, mediante el deseo, mediante el «yo quiero», que es el motor central de este pen-samiento, el ser humano intenta dominar las fuerzas que constitu-yen el entramado de la creación y lo hace a través de las leyes de la equivalencia y la interconexión: todo es igual o equivalente entre sí y todo se interconecta, siendo todo causa y efecto mutuos en un tejido ciertamente dinámico pero único. Por este camino, el pensamiento mágico es causa del pensamiento científico, del pensamiento econó-mico, del pensamiento político, de la acción y la intervención, acti-tudes a las que con frecuencia han venido adaptándose los judíos, en desequilibrio con los tejidos humanos circundantes hasta que llegue el final de la Alianza.

La segunda vía podría ser la del pensamiento religioso lineal. Por medio de ella el ser humano busca ponerse en relación con la Divi-nidad. El ser humano se sabe creado y, por lo tanto, sabe que hay un creador y procura atraérselo, desea ser bienquerido por él. El «yo ruego» es el eje —siempre vertical, siempre ascendente— del pen-samiento religioso. La relación es de criatura a creador y, en el caso cristiano y católico en concreto, hay un creador inicial y lejano que se manifiesta a través de su Hijo, próximo e inmediato. Apenas hay dialéctica, excepto en algunas otras iglesias cristianas que difieren de esta línea.

La tercera vía sería implícitamente triple: la del pensamiento filo-sófico y la del pensamiento, casi más sentimiento o estado, natural. Ambos pueden llegar a ser místicos. . Un «yo reflexiono», un «yo me dejo invadir», y un «yo ahondo» tal vez para el misticismo. Todas tienen un mismo objetivo, que es el de un «yo percibo» camino de un «yo sé». En la literatura andalusí existe un libro, que es extraor-dinario en este sentido. Se trata del Hayy ibn Yaqthān, o «El filósofo autodidacto», de Ibn Tufayl, ejemplo y relato filosófico en los que

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el autor nos presenta a dos personajes: uno, que, abandonado en una isla solitaria desde su nacimiento en un estado completamente natural, llega, por la trocha de la propia naturaleza y del quehacer diario, a entender la realidad y a aprehenderla; el otro, un hombre sabio, educado en todos los conocimientos de su época, que alcanza lo mismo por el uso de la razón instruida, y que, a su vez abando-nado en la isla, comprueba cómo el suyo no era el camino exclusi-vo. Desde cualquier radio de la rueda se puede llegar al cubo de la misma y atisbar el eje. Los dos significan misticismo.

El misterio interno del ser humano, su percepción de comunidad con la naturaleza de lo que lo rodea, su comunicación con lo divino, todas sus posibilidades internas y externas, múltiples y atemporales, que seguramente se reducen a una sola con la propia Divinidad, son quizás los objetos de la mística. Pero también son los objetos de cual-quier musulmán, sea cual sea su planteamiento de serlo y sin sentirse místico, haciéndolo llanamente mediante una convencida entrega a Dios. Pero aunque la mística usa, a veces mucho, del pensamiento, es posible que difiera de la filosofía en que no busca la clave de las cosas sino el amor entre las mismas. El amor sería el cubo de la rueda de antes. Tal vez la mística sea la percepción del amor que mantiene vinculada la realidad y el paso siempre continuo del Ser al Estar.

Es seguro que mística y místicos los ha habido siempre, partien-do de las experiencias personales hasta llegar a las enseñanzas de escuelas y a la transmisión de técnicas y de conocimientos secretos dentro de varias religiones; tanto en Egipto, probablemente, como en la India, por ejemplo. Por otra parte, la propia mística y la ascesis han tenido sin duda vinculación con los fenómenos de tipo chamá-nico, tanto en Asia como en otras partes, y con los del profetismo de escuela de corte semítico-occidental. La gnósis del helenismo fue mística bajo muchos conceptos; y alguna de las corrientes reforma-doras del pensamiento religioso mosaico, al filo de la era cristiana, también debió contener una fuerte carga de misticismo.

El sufismo es una de las corrientes o expresiones más importantes del misticismo islámico. Y, a partir del sufismo y de otras actitudes

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similares de conocimiento y vida espiritual, toda una serie de movi-mientos llenos de interrogantes y de deseos de «limpieza del mundo», que surgen periódicamente en el Islam mirando a su alrededor e intentando renovar a la sociedad, tanto la propia como las ajenas, que tanto y tan negativamente interfieren en la propia según las épocas.

Dentro de la forma explícita de conocimiento de lo divino, aproxi-mación a Dios y aceptación de su mensaje revelado a través de El Corán, el místico busca el equilibrio con todo lo creado, puesto que todo lo creado sale de Dios, está en Dios y vuelve a Dios. El «sende-ro» usado, la vía utilizada es básicamente la del amor y, con el amor, la anulación de las defensas del yo y la integración despierta y cons-ciente en la creación y en el Creador pasando por el éxtasis. Los nue-vos movimientos llenos de interrogantes buscan igualmente el equi-librio —en el equilibrio estaría la «limpieza del mundo»— y conser-van la fe personal, pero están dejando de lado la vía básica del amor y de la apertura por la necesidad que tienen de dominar el entorno y tratar de aprehenderlo aprendiéndolo. Es una especie de obligación hecha trascendente. Defenderse mediante la voluntad, crear barreras anticontaminantes. No abandonar la fe, claro está, pero sí la entrega aunque sin sentirlo.

Cualquier intento de llegar al entendimiento de la divinidad pri-mordial, sea el sufismo u otras corrientes místicas dentro y fuera del Islam, es un menester y un dominio en los que son habituales la trans-misión del conocimiento a través de maestro a discípulo o a través de escuela; pero puede ocurrir que cualquier ser humano, desde su posi-ción vital, la que sea, busque la misma vía y la encuentre, busque la respuesta y la halle en sí mismo y en su entorno. La realidad es una, lo incluye todo, y el que busca lo hace desde dentro de la propia realidad de la que forma parte. Sólo falta, quizá, querer comprender, empezar a sentir a los otros, querer amar, saber aceptar. Estar abierto, sobre todo; no encerrarse en fórmulas y en frases, no mirar entre anteojeras.

••

Parte IV

Diálogo y diferencias

Recapitulaciones

Parece importante hacer una especie de recapitulación en torno a lo más significativo de lo dicho y, quizás, analizarlo en su conjunto.

A mi juicio, lo más importante es el concepto general de creación y de qué modo las diferentes culturas, los diferentes pensamientos que hemos repasado, en especial el hebreo —con su proyección cris-tiana— y el islámico, parecen haber concebido al Ser primordial, la creación, el universo, sus causas y agentes, sus efectos, y el lugar que el hombre ocupa en todo esto. Fundamentalmente el lugar del hom-bre, porque es el hombre el que se pregunta y es el hombre el que pretende actuar en consecuencia.

Empezando por Egipto, pienso que el pensamiento religioso egip-cio —en sus sucesivos o diferentes sistemas— se basa en considerar que existe una fuerza o un entramado vital común a todo: mundo, dioses y hombres. Una fuerza creada. De ella y en ella se manifiestan las formas. El creador del entramado es la divinidad primordial, que delega en sus emanaciones o demiurgos la labor de ir manifestando y diferenciando, de crear en lo creado a través del verbo. La creación es, por lo tanto, un milagro de lo increado hecha por esa divinidad exte-rior, que crea para volver lo creado a lo increado indefinidamente.

Pero para el hombre egipcio, y para sus otros dioses o demiurgos, también la creación es un milagro; un asombro, una multiplicación de imaginarios, de diferenciaciones, de vida. La creación, pues, hay

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que conservarla, potenciándola, aumentándola. Su enemigo es la disolución, la vuelta a lo indiferenciado dentro del entramado vital y, aunque el concepto sea grave, su enemigo es la «increación» y el Ser primordial que es primer y último acto.

La unicidad viene a significar origen y destrucción. Nada tiene de extraño que la unicidad dé miedo y que proclamarla y pretender reducirse a ella pueda ser un pecado, una herejía, como seguramente lo fue con Ajeniten-Ajenaton. Mientras tanto, se va imponiendo, por tranquilizadora, la idea de una divinidad muy humanizada que salva al hombre divinizándolo. O, como mínimo y como norma, la persis-tencia de unas divinidades que regulan, ponen orden y guardan el juego de los equilibrios, presididas por la armonía y la verdad.

En el pensamiento mesopotámico, en cambio, creo ver una reduc-ción mucho mayor al problema exclusivamente humano. Aquí no hay colaboración de dioses y de hombres. El hombre arrastra una búsqueda casi desesperada de la inmortalidad, a la que los dioses se oponen. En la creación mesopotámica, Apsū y Tiamat, principios masculino y femenino de lo que parece ser la materia elemental, las aguas, dan origen a los dioses y lo hacen por el verbo —nombrán-dolos— poniendo así en marcha el ciclo de las individualizaciones. No hay una divinidad primordial específica, a menos de no verla en el mismo Apsū, pero sí hay un comienzo del tiempo y de la cadena multiplicativa de las acciones, como hay un intento de reversión del ciclo por parte de Apsū probándonos que, quizás, es la divinidad pri-mordial y que la cadena es reversible. Y también hay una rebelión de los dioses manifestados, sostenidos por Tiamat, que desemboca en la inmovilización de Apsū, lo que equivaldría a la idea de alejamiento del deus otiosus inicial en otras religiones.

Sobreviene el período del orden interno, de la normalidad, impues-tos por el dios Ea mediante la magia operativa y por su hijo Marduk, mediante su instrumental. Ambos vencen a la multiplicación caóti-ca de creaciones formadas en y de la materia elemental, y estable-cen la estructura del universo próximo. Marduk queda entronizado como dios de este universo, un geómetra que se desea impositivo.

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Marduk, entonces, crea al hombre y lo crea para que «se encargue del culto a los dioses, para que puedan estar a gusto»249, haciéndolo con la sangre de la principal de las divinidades rebeladas. El hombre es, en consecuencia, creación inmediata del primer dios operador y con-servador de los imaginarios, hecho a base de un origen igualmente divino pero irreflexivo, y dentro de la misma materia universal. Y el hombre es siervo de los dioses, una aplicación hecha ex-profeso para ellos en la tierra.

Los niveles de los dioses, dentro de sus categorías, y el nivel de los hombres están separados por deseo de aquéllos. El pecado del hombre, su trasgresión horrible, es la desobediencia a los dioses, la alteración del orden jerárquico establecido. Ciertamente que los dioses también mueren pero, al no haber colaboración entre hombres y dioses, ni una vida post-mortem clara, y al ser la vida de los dioses infinitamente más larga que la humana, el hombre se obceca en su inmortalidad, imposi-ble incluso para Gilgameš, y en el consuelo de la perpetuidad de la obra, fama, o descendencia propias. Los dioses enseñan al hombre cierta magia para que celebre ceremonias periódicas de renovación del univer-so y de los dioses mismos; y el hombre usa de la magia para sus propios fines, no sólo de la magia que le han enseñado los dioses del orden, sino también de la que él ha aprendido de los dioses del desorden, antiguos rebeldes o manifestaciones en negativo de la materia inicial.

En cuanto a la creación concebida por los semitas occidentales no árabes, y en particular por los cananeos de Ugarit como modelo, me parece que la acción consecutiva de la divinidad primordial y de los demiurgos está bastante bien expresada, como lo está el conflic-to consecuente de la conservación de lo creado. A la cabeza de los demiurgos hay un dios celeste y agrícola, señor de aguas y tormentas, que se transforma en divinidad próxima y activa. La divinidad pri-mordial, el Ser, cuyo intelecto agente parece manifestarse como prin-cipio femenino deificado, y cuya dinámica y devenir de interferencias también se deifican, permanece siempre presente pero alejada.

249 Lara PEINADO, Federico, Poema babilónico de la Creación, Madrid, 1981, Editora Nacional, traducción de M.G. Cordero, tablilla VI, 18.

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Nada parece decírsenos acerca del final de la creación, pero implí-citamente ese final está delante, cargado con todo su dramatismo, por cuanto que la tendencia del pensamiento cananeo está en cen-trarse en la creación terca y progresiva del dios próximo y olvidar-se de la otra con su gran interrogante. Divinidad primordial y dios próximo mantienen la tensión de una lucha y en ella resulta lógico que, según los textos, la divinidad primordial ayude a los adversarios del dios próximo a fin de que la danza de la creación concurra hacia su punto final y nuevamente inicial. También es lógico que el dios próximo procure arrinconar a la divinidad primordial en un estar ocioso. Una multiplicidad de dioses, con funciones adjetivadas relati-vamente definidas, llena el lugar intermedio entre el dios próximo y el hombre, llevando a cabo el orden y el movimiento o representando las condiciones de la materia inicial.

Al hombre se le presentan dos alternativas, colaborar en el mante-nimiento y desarrollo del mundo manifestado, es decir identificarse con la Naturaleza y operar en ella, o someterse al dios único que, de seguro, es la divinidad primordial. Los ciclos de la Naturaleza pare-cen asegurarle, por asimilación, la propia vida post-mortem, aunque sea en el šeol, que es más un holograma de lo que fue su vida en tie-rra que una existencia en un plano trascendente. La sumisión al dios único conlleva la idea de la disolución o la más rica de una existencia en él, si es que ambas ideas no son una misma. De todas formas, esto último no parece venir bien expresado en el pensamiento cananeo o en el semítico-occidental.

En el pensamiento hebreo esta opción se ha perdido, oficialmen-te. El Ser primordial y la última de sus criaturas manifestadas, que parece ser el hombre, pasan a tener una comunicación directa. Hay sumisión pero es una sumisión pactada, hay alianza pero esta alian-za significa sumisión. Quedan barridas del culto las individualiza-ciones intermedias, como otros dioses, aunque existan demiurgos, etcétera.

El Ser primordial, la divinidad primordial y exterior, crea, es decir que da el ser a lo que a partir de este acto probablemente es la mate-

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ria común y básica. Dios mismo empieza también en este acto, pues-to que si el Ser primordial y total se manifestara a su creación la reab-sorbería irremediable e irreversiblemente. Dios es el Ser en el uni-verso que crea y en el que permanece, alejado o no. Es una esencia atenuada, adjetivable por aproximación o mediante negativos, la que se hace presente en el universo.

Según el sistema veterotestamentario en su conjunto, Dios entra en inmediata relación con el hombre, por lo menos en cuanto a la tierra y a su entorno trascendente, sin parar mientes en los demiurgos. Vale decir que, para el Dios veterotestamentario el principal demiurgo es y va a ser el hombre, a partir de Adán y en el futuro, sobre todo una vez que el hombre haya cumplido el pacto de la Alianza mostrándose apto y digno de serlo.

Ser un demiurgo significa crear particularizando, soñando en el entramado del que se forma parte, y significa ir por el camino de la adquisición del propio Ser. ‘Être en train d’être’ y casi me atrevería a decir ‘estar en camino de ser el Ser’. Porque el hombre y todas las cria-turas, supongo, no son sino proyectos acumulativos de realidad sien-do la Realidad el propio Ser. De aquí, según el pensamiento cabalista, que: [...] pourquoi, et pour qui le temps?... on pourrait l’exprimer ainsi: le temps, tant que le monde dans lequel nous vivons continue à exister, c’est ce qui fait que nous ne sommes pas encore, que nous sommes en deve-nir250. El tiempo es una medida más, ilusoria, necesaria en determina-das estadías del proceso que va del Ser al Ser.

Es al hombre como tal —no al hombre como colaborador de los dioses ni aparcero de los dioses, ni al hombre parte de la Natura-leza— al que le es dado el poder de actuar en su universo. No le es dado ese poder al dios próximo, aunque tenga cierta vigencia en algunos sectores del judaísmo. Le es dado el poder al ente humano, si bien se le exija buena conducta moral, buena administración de lo entregado —como claramente expresan algunas parábolas y apólo-

250 ASKENAZI, LEÓN, «Les rapports de l’âme et de la création selon la pensée de la Kabale», Science et Conscience, les deux lectures de l’univers, París, 1980, pp. 341 ss., 346.

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gos— y, por encima de todo, unión y conformidad con Dios, entera confianza en él y entera aceptación de su designio.

En este designio cabe imaginar que está el regreso al Ser, la absor-ción de todo lo creado. Y es por esto que en el mosaismo aparecen corrientes de conservación próxima, de resistencia temporal, que se concentran en algún dios cercano y coetáneo semítico-occidental o que, llegado el cristianismo, se polarizan en Cristo. Yo pienso, sin embargo, que el mesías representa la salvación de este plano de lo manifestado, la unión de todas las categorías —hombres, mundo, cosas— y su ascensión a Dios. El cumplimiento del pacto, en defini-tiva. El mesías es —si se me permite una cierta figura de lenguaje— el gran atajo, por el amor y el equilibrio, de Dios hacia las criaturas camino del Ser.

Resulta muy sugerente, dentro del pensamiento cabalista actual, leer cuál se considera el lazo entre el simbolismo del calendario y la convicción teológica profunda en lo que respecta al día del Señor, final o principio de semana. Desde el punto de vista judío el sábado lo es porque:

[...] nous nous trouvons encore dans le septième jour de Dieu, dans ce septième jour du commencement, qui n’est pas encore achevé et qui est marqué par le projet de l’émergence de l’âme et du sujet humain. Si ce sujet humain était totalement émergé, le temps porterait: il y eut un soir et il y eut un matin, septième jour, et nous passerions en huitième jour... Selon la chrétienté, le septiè-me jour, en effet, est achevé à l’evenèment messianique de Christ, et les hommes ont fini de vivre éprouvés dans l’histoire du monde. Ils ont entrés dans le huitième jour, c’est-à-dire qu’ils en sont au lendemain du samedi, au lendemain du sabbat... huitième jour qui devient ainsi paradoxalement le premier jour de la semaine. Dans la théologie musulmane générale,... au contraire nous sommes encore dans le temps du monde où Dieu seul est sujet de l’histoire, ce qui entraîne logiquement, selon notre vision kabbaliste, que le jour du Seigneur soit le sixième251.

251 N. del A.: ibídem. Cambio puntuaciones sin alterar el texto.

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Para el hombre comprometido en el pacto, la magia, es decir la acción operativa y porfiada sobre el medio, no será sino un instru-mento, un conocimiento de perfección que Dios presta a sus manos activas. Para el hombre disidente del pacto, en cambio, esta magia le servirá como instrumento principal de operación sobre su mundo a fin de conservarlo e intervenirlo.

Pasando al pensamiento árabe preislámico, no parece haber exis-tido aquí un concepto o un esquema de creación que haya llegado hasta nosotros. No me cabe la menor duda de que los hubo, como hubo varias religiones heredadas o adoptadas, pero los rasgos que se conservan no son ni mucho menos suficientes para sentar las bases de un sistema interpretativo, y casi todos parecen referirse a lo que estamos llamando creación próxima, la del demiurgo del mundo humano. Quizás a través de los 99 Nombres que la teología musul-mana atribuye a Al.lāh, si es que alguno de ellos correspondió antes a dioses primitivos, Al-Hayy el Vivo, Al-Qayyūm, «el subsistente», por ejemplo, pueda rastrearse una atribucíón a alguna divinidad primor-dial, conocida o no, o tal vez al propio Al.lāh como adjetivos suyos.

El único dios primordial que conocemos es Al.lāh, y es a través de El Corán, de la teología islámica y de la mística como lo podemos estudiar. Si Al.lāh es, como yo creo, la divinidad o una de las divini-dades fundamentales preislámicas, en su creación y en las creencias mantenidas en torno a ella es en donde podemos encontrar el mundo conceptual que echamos en falta.

Dice El Corán: «[Dios] ha dejado fluir las dos grandes masas de agua, que se encuentran252», calificando a Al.lāh de señor de la mate-ria inicial con la imagen habitual de las aguas. Su creación es instan-tánea, como el «sea luz y luz era» —yehi ōr we yehi ōr— del Génesis hebreo, con arreglo a «nuestra orden no consiste sino en una sola palabra, rápida como un abrir y cerrar de ojos», y reversible: «sólo subsiste tu Señor, el Majestuoso y Honorable». Dios no es ocioso: «siempre está ocupado en algo», y desempeña también el papel de

252 55, 19. Traducción de JULIO CORTÉS, Editora Nacional, Madrid, reeditada por Herder.

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divinidad ordenadora, normalizadora de imaginarios: «todo lo hemos creado con medida», siendo, al mismo tiempo que divinidad primor-dial, dios próximo: «ha creado al hombre [...] el sol y la luna, para cómputo, las estrellas y los árboles [...] ha elevado el cielo. Ha esta-blecido la balanza [...] La tierra la ha puesto al servicio de las criatu-ras. Hay en ella fruta y palmeras [...] grano de vaina, plantas aromáti-cas253», entre otros ejemplos.

La divinidad primordial se ocupa aquí, también, de lo que reali-za la cadena de los demiurgos en otras religiones. Forma al hombre, puebla el universo con sus astros, da comienzo al tiempo, crea los ciclos vegetales, lo regula todo, etcétera. No es que Al.lāh haya care-cido de una corte de dioses en un tiempo, pero es que precisamente Al.lāh, desde el punto de vista monoteísta que da arranque a la pre-dicación del Islam, es Dios y Único, principio de todo y fin de todo; es un todo que se realiza en y por su Nombre y que a su Nombre, su Ser, regresa. No hay ningún otro protagonista, ni siquiera al nivel más cercano al hombre sino Él.

Sin embargo, en esta sumisión total de lo creado respecto al creador, algún versículo parece indicar claramente que el hombre puede reali-zar su destino y crear, siendo sancionados destino y creación humana por Dios. Lo importante dentro de esta creación es que el contacto del hombre con Al.lāh, divinidad primordial, es directo, como en el pen-samiento hebreo ocurre con YHWH. El hombre actúa y cumple libre-mente en su nivel, sabiendo y aceptando de lleno que lo hace dentro de los planes de Dios. No hay rebelión, no hay intereses encontra-dos con los de los demiurgos puesto que prácticamente no existen. La magia o acción protectora se utiliza para luchar contra criaturas para-lelas al hombre, inestables, inarmónicas u hostiles, desconocedoras de la unicidad de Dios. Es una magia moral, en principio, que no busca grandes respuestas puesto que la gran respuesta ya está dada.

253 El Corán, 54, 50. 55, 27. 55, 29. 54, 49. 55, 3-12.

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Apreciación común y diferencias

Hasta aquí las cinco abstracciones, dos de ellas protagonistas del tema central de este libro. Todas ellas ofrecen puntos comunes y necesitan de una abstracción común, que podría ser el tejido mismo del pensamiento trascendente de un buen sector de la Humanidad histórica y actual.

Para toda mística —y no sólo la oriental— todo lo que perciben nuestros sentidos, todo lo que existe, no es sino una misma realidad primera y divina con profusión de aspectos y formas. Querer dividir el universo percibido en categorías separadas, empezando por nues-tras propias entidades, no es sino una ilusión adscrita a la vocación de medir y catalogar254. Este concepto de la mística tiene su contra-balanza en la física subatómica, para la que, a partir de la teoría de los quanta, al ser las partículas subatómicas entidades de comportamien-to abstracto —puesto que, según se las observe, se muestran como partículas o como ondas— se llega a la conclusión de que «la matière n’existe pas avec certitude en des endroits définis, mais présente plu-tôt des tendances à l’existence. Ces tendances s’expriment, dans la théorie quantique, en termes de probabilités, et les quantités mathé-matiques correspondants prennent la forme d’ondes. C’est pourquoi les particules peuvent être en même temps des ondes»255.

Ondas de probabilidad, capaces de comportarse como partículas en un lugar y momento dados:

254 N. del A.: parafraseo casi unas frases de Fritjof CAPRA, aunque disintiendo ligeramente en lo que a la mística oriental se refiere y, por eso, no lo cito literalmente, en «Le Tao de la physique», Science el Conscience les de lectures de l’univers, París, 1980, p. 44.

255 Ibíd., p. 45.

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À l’étroite notion classique de causalité succède désormais le concept plus large de causalité statistique, et les probabilités des évènements atomiques son déterminées para la dynamique de l’ensemble du système [...]. Les particules subatomiques ne sont pas des «choses», mais des interconnexions entre des choses, et ces «choses» sont à leur tour des interconnexions entre d’autres choses, et ainsi de suite. En physique atomique, on n’a jamais fini avec quelque «chose que ce soit; on aboutit toujours à des inter-connexions. Telle est la façon dont la théorie des quanta révèle une unicité fondamentale de l’univers [...] un tissu complexe de relations entre les divers parties d’un tout unifié. Selon la phra-se de Werner Heisenberg: ‘le monde nous apparaît donc comme un tissu d’évènements, où les liaisons de tous genre s’alternent, se chevauchent ou se combinent, déterminant ainsi la texture de l’ensemble256.

Estamos donde la magia decía que estaba el universo. Donde la mística y la interpretación esotérica religiosa estuvieron siempre. Y, filosóficamente, en pleno neoplatonismo. Una fuerza general común a todo, un entramado de relaciones causa-efecto continuo, apto para cambiar, y cambiante, por cuanto que en el cambio y en la aptitud está su propia existencia. La acción por analogía, que es básica en la magia operativa, y el principio de que lo pequeño es igual a lo grande, tienen aquí su aserto. Aquella fuerza debe proceder, lógicamente, de un prin-cipio y debe llegar a un fin. Es decir, un algo, un punto imaginario, en donde se plantea la mecánica de las interacciones y un algo en donde se resuelva, siendo ambos el mismo. Y digo esto porque veo mal que la mecánica de interacciones y de posibilidades, planteada desde un principio en toda su plenitud, empiece a partir de una especie de raya y se desarrolle hasta terminar en otra raya. Filosóficamente, me parece más imaginable que se posibilite a sí misma e interactúe en su propia existencia, en una especie de círculo conceptual.

Esto, como lo anterior, supone una creación global, instantánea, hecha por un ser exterior, mejor dicho por el Ser, que tal vez se expresa así. Cabe imaginar que las interacciones se realizan de modo

256 N. del A.: ibíd., pp.45-46. Cambio algunas puntuaciones son alterar texto o sentido.

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consciente y que es la conciencia misma de la fuerza la que afirma a los demiurgos, que son probablemente todas la criaturas inteligentes de la forma que sean, para que sigan adelante con el proceso.

La creación es inestable. Lo es por su propia naturaleza y porque lo único estable es el Ser, que es increado. En el encantamiento por el que los demiurgos hacen progresar la mecánica de las interacciones, en su acción inteligente sobre las posibilidades y en tantas otras cosas, en su misma existencia, se producen los que llamamos niveles o planos, dife-rencias que establecen jerarquías aparentes, la de dioses y hombres por ejemplo. Unos y otros saben que, al final de su ciclo, que la creación volverá a su punto de partida, y eso los angustia. Dioses y hombres se esfuerzan por activar y conservar el plano en el que viven, ya que la vida está en conservarse, reactivarse y buscar la inmortalidad. Una inmortalidad que puede ser una vida indefinidamente prolongada o el acceso a un plano «superior», más lleno de acto y de conciencia.

La armonía se hace necesaria. Deben ser cuidadas la repercusiones de las interacciones y de los actos, el juego de las compensaciones, el equilibrio, que acaba por traducirse en la justicia y de aquí, también, el juicio post-mortem, o su equivalente en otras religiones puesto que en ellas la muerte no supone la vuelta a Dios y al Ser, sino el paso a otro plano dentro de este devenir.

La angustia de las criaturas, demiurgos incluidos, por conservar y conservarse, y por diferenciarse, se desarrolla más cuanto más se olvi-da el origen y el final presumible de la creación, según el esquema del Ser. Cuanto más preocupa en exclusiva la aparente realidad objetiva de las fuerzas materiales, ligadas al espacio y al tiempo —como dicen los Vedas— se llega al paroxismo de los porqués acerca del principio y del fin individuales, de la causa y del objeto del mundo, acumulán-dose más angustia, más huída, o más magia operativa como reacción.

El principal instrumento de la acción mágica es el verbo, nombrar la cosa para que cosa exista, imaginarla, darle una entidad en el espacio y en el tiempo. El verbo es la voluntad, el deseo, la proyección del opera-dor en la consecución del propósito, y su saber hacer. El mundo de la

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magia, que en este sentido es el mundo de la búsqueda, el de la ciencia, es un mundo dinámico y la actuación del mago tiene como propósito principal crear avatares en este dinamismo. Lo que quiere decir que la conciencia del operador, del mago, está por entero imbricada en el entra-mado de interacciones sin que haya independencia entre una y otras.

El místico trata seguramente de comprender, a través de una expe-riencia de aprehensión interna en la que el amor sea quizás su instru-mento, la totalidad del entramado llegando así a la unidad de todo y a la Unicidad del creador.

El mago intenta ser consciente del plano en el que está, de su feno-menología, de la existencia de otros planos y, por lo tanto, de la exis-tencia del entramado global. Actúa en ello en la medida que puede y, al hacerlo, adquiere conocimiento, avanza y hace avanzar la creación.

Pienso que tanto la aprehensión interior y mística, como la inves-tigación y operatividad del mago, proceden del movimiento y crean movimiento. La experiencia aprehensiva lleva a la quietud, en tanto que la acción redoblada lleva al movimiento. Pero es que la máxima velocidad, el máximo movimiento, suponen la expansión total y la expansión total, por total es la total quietud, una quietud vibrante.

Dicho sea de otro modo, el estado de reposo absoluto es el de la máxima velocidad. Es el del Ser. En cuanto a la creación, el entramado energético de interacciones que parece constituirla está lógicamente en continuo movimiento desde su origen y hasta su final. Los mundos paralelos procederían de aceleraciones distintas. Es decir que las dife-rencias entre niveles, universos o planos serían diferencias de acelera-ción quizá, diferencias de intensidad en las conciencias actuantes. El mago sabría, entonces, que conforme se acelera la velocidad hay un efecto de multiplicación. Y creería saber que es la máxima velocidad, la total aceleración, la que constituye el Ser, provocando en la Nada, en el caos, en las aguas primeras de las cosmogonías, el impulso de existir.

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Diálogo

La religión mosaica y el Islam nacen ambos de una «reactualización» de la idea y del culto al Dios único y, concretamente, según casi todos los argumentos, de la idea y culto a la divinidad primordial semítica conocida como El o Il Son actualizaciones, o revitalizaciones, con un largo intervalo histórico, pero con unas características similares, que obedecen al carácter medio sedentario, medio nómada, del pueblo hebreo inicial y de los pueblos árabes anteriores al Profeta, al arraigo y suma de culturas que los rodearon y que, pese al transcurso del tiem-po, conservaron una buena parte de su poso e influjo, y sobre todo a la persistencia de una vocación muy amplia de monoteísmo unicista que el judaísmo, y su «hijo conceptual», el cristianismo, no habían querido y sabido extender entre muchas naciones, en este caso entre los árabes.

La religión mosaica no se hizo proselitista en su momento, ni lo ha intentado ser después excepto a través de su forma cristiana; no ha pretendido ser una religión universal que extendiera por todas partes el concepto del Dios Único. Los casos de las colectividades cananeas hebraizadas, de los árabes y etíopes sureños de tiempos de la «reina de Saba», o reino de Marib, de algunos bereberes y de los jazares de Crimea, son realmente esporádicos para la larga vida del mosaísmo. Bien es verdad que, como pueblo, el hebreo siempre fue reducido y estuvo sujeto a toda clase de avatares, pasando por su división en dos reinos, la destrucción de uno de ellos y desaparición de sus gentes, el cautiverio de Babilonia del que quedaba y, finalmente, la diáspora a partir del imperio romano. La diáspora misma, con su desconfianza y parquedad anejas, impidió el proselitismo si tal hubiera sido su deseo.

Que no lo era. La fe mosaica se ha conservado como comunidad cerrada. Pueblo cerrado y en tensión, pueblo elegido que, si se hubie-

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ra multiplicado con el proselitismo, habría dejado de ser el núcleo elegido a través del pacto y se habría dispersado incumpliendo la Alianza. En el pueblo histórico y metafísico de Israel ha habido siem-pre temor a Dios, un temor que lo ha constreñido, que ha regulado el decurso del pacto, que lo ha obligado a él y a sus advertencias.

En el Islam no hay temor a Dios. Hay entrega y cuando uno se entrega ya no hay miedo, hay confianza. Al no haber ningún tipo de «convenio» con la Divinidad no hay ninguna condición y ninguna reserva, por lo tanto. De la Divinidad se pide todo y todo se acepta. El concepto de Divinidad es totalmente cíclico y en este concepto están contenidos principio, fin y devenir; sin dudas, sin penas, con fe en su infinitud y en sus designios puesto que la Divinidad provee.

Desde el principio de la predicación de Muhammad, el Islam ha sido muy proselitista y el concepto del Dios Único y unicista se ha desparramado, primero entre los árabes y luego entre los más varia-dos pueblos, con fe, intención y ardor. Con una gran facilidad, que ha obedecido no solamente a la existencia previa en algunos de esos pueblos de formas cristianas también unicistas, divergentes de la católica, o de otros pensamientos religiosos de corte parecido, sino también a la ausencia de intermediarios entre el hombre y Dios. Desde el principio, en el Islam, en cualquiera de sus escuelas y direc-ciones, lo principal y lo primario ha sido el contacto íntimo, com-pleto y directo del ser humano con la Divinidad. Es algo que quizás se ha debido al carácter árabe más escueto y palmario que el de sus vecinos, a su impregnación de lo sagrado difuso y a la falta de cle-ros importantes en los antiguos dioses locales. Una vez que el Islam se propaga a partir de su primer gran núcleo árabe a otras culturas, a veces muy maduras, y a otras regiones del planeta, a veces muy diferentes, esa simplicidad inicial queda contaminada, y ciertamente sí que surgen jerarquías territoriales de conductores y expertos en religión, que hacen de intermediarios relativos entre los fieles y Dios. Aun con esto y con las prácticas piadosas circunscritas, adoptadas en algunas regiones de cultos anteriores, el Islam, con su falta de misterios y con la omnipresencia de Dios, es una fe extremadamente humana y fácil por divina.

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Ahora el Islam ya no es aquél que se reavivó y extendió a partir de la predicación del Profeta y, sin embargo, sigue siéndolo. Es diferente en su extensión, que es muy grande, es árabe solamente en parte y es distinto en varias de sus formas aparentes, y en algunas de sus reac-ciones tal vez, pero el Islam es un ser vivo que ya ha evolucionado varias veces y que sigue haciéndolo en torno al mismo y único eje. Durante una larga época ha estado en buena parte encajonado por la indolencia estéril y el juego político del imperio otomano, por la alte-ración de las grandes vías comerciales del medioevo que empobreció y destruyó a una mayoría de países árabes y musulmanes, dejándo-los al margen de toda actividad y adelanto; por el colonialismo y el neocolonialismo. Hasta que surgió un despertar progresivo en el que todavía estamos. El encajonamiento duró más de cinco siglos, el des-pertar apenas lleva algo más de un siglo.

De las tres grandes religiones monoteístas, que finalmente se han consolidado proclamando la idea del Dios Único, el cristianismo y, en particular, el catolicismo, representa con fuerza la vertiente de conservación del mundo y conservación del hombre mediando la intervención del mesías, al que se adora indescifrablemente como parte de la Divinidad, emanación suya. El Islam en general repre-senta la conformidad con el Dios Unitario, principio y fin de todo, sin posibles emanaciones en cierto modo paralelas. La preservación en vida y en muerte de este hombre y la salvación del mundo están ya dentro del orden del Dios Unitario, lo mismo que la creación, los mundos, sean los que fueren, y el cierre de las espirales si lo hay. El judaísmo, también unicista, aguardando la consecución de la Alianza que dará al pueblo elegido su razón de ser, haciendo trascendente al hombre y al mundo a través de él, tal vez.

Habiendo tantos millones de musulmanes y de cristianos en el orbe, bien es verdad que divididos substancialmente los primeros entre sunníes y ši‛íes, y los segundos entre católicos, protestantes, ortodoxos, coptos y otras iglesias, y siendo los judíos tan pocos millones, igualmente distribuidos en su momento en varias tenden-cias, es insólito el reparto de ascendencia que hay sobre el mundo para cada postura global de los creyentes del Dios Único. También

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resulta insólito que no haya un diálogo profundo entre aquellos que creen y viven existencialmente en la Unicidad del Dios común y único; los musulmanes y los judíos. Ya lo habido otras veces, en dis-tintos tiempos y lugares, tanto entre individuos como entre comu-nidades. Véase el ejemplo de al-Andalus, señalado en el prólogo de esta obra. Y, en una época, como la nuestra, en que por fin le llega a la Humanidad la conciencia de ser Humanidad, asumiendo todas sus culturas pasadas y presentes, sus logros y sus dramas y, proba-blemente, su formidable porvenir como Humanidad, como vida y como inteligencia, resulta desplazado e incongruente que no se esta-blezca o restablezca el diálogo aunque solamente sea como un egois-mo bien entendido.

La Humanidad tiene que emprender caminos —y son caminos conocidos— que la lleven a la serenidad, abandonando por inefi-caz el disparate; que la lleven a la plenitud progresiva y a la posibili-dad de intervenir mejor en la propia creación; con equilibrio, como decían los antiguos egipcios, con la verdad. Una de las primeras condiciones para hacerlo, si no la primera, es el diálogo en torno a los ejes comunes, tanto más si son ejes trascendentes y condicionan por completo la conducta de los interlocutores. Entre las colectivida-des de las que hablo hay profundas similitudes y disimilitudes. Son mayores las primeras. La disimilitud se basa, sobre todo, en la cocina interna con la que el hombre trata de fijar su postura sobre la tierra y resolver los enigmas angustiosos de la existencia buscando la ven-taja. Cada pueblo, cada comunidad, recrea en su fuero interior y en su modo exterior la pregunta, y trata de darle una respuesta con sus propias coordenadas, las que imagina o las que le han sido reveladas. La causa primera de su configuración es el enigma, la pregunta, y su planteamiento, que busca soluciones, aboca a la acción. Entre una y otra fase hay toda una panoplia de condicionamientos, idas, venidas y quiebros, que son la cocina interna.

Cualquier tipo de inmovilismo, de fijación encastillada en una postura de esa cocina interna, que no aboque al diálogo, es a mi jui-cio una negación de la esencia misma de la Divinidad, del eje tras-cendente común del que todas las comunidades se reclaman, un eje

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que es Único pero que no es inmóvil ni está alejado ni está dormido —no lo concebimos otiosus— sino que está en eterna paz, porque contiene todo movimiento, toda evolución, toda apertura de posibili-dad. Todas ellas en armonía.

El cristianismo es en cierto modo un diálogo del hombre, inserto en una silueta de pensamiento religioso más bien próxima, vertido al hombre y a su salvación personal. El mosaísmo basa su hechura, dentro del pensamiento religioso, en el diálogo con su Alianza y en el diálogo del mundo, vertido quizás hacia la salvación del mundo. El Islam asienta su forma de pensamiento religioso en un diálogo cotidiano con Dios, sin necesidad de salvar nada porque con Dios se siente salvado; y no hablo en absoluto de misticismo, que en todos estos procederes es íntimo y aparte.

La especial ascendencia que los judíos parecen tener en el mundo, en relación inversa con su escaso número, se determina factiblemen-te en su actitud activa. Obsesiona la eternidad, obsesiona el condi-cionamiento, obsesiona la vida. El hombre judío conceptual del que hablamos, desde que es consciente del entorno, trata de ocuparlo, poseerlo, cambiarlo en atención propia. Ocurre, sin embargo, que los estímulos son, muchas veces, superiores en intensidad a lo que este hombre puede aprehender y el mundo no se deja asir. Hay que plantear el problema a la medida propia y saber actuar con medios apropiados, con los instrumentos que uno se fabrica. El anhelo, la busca de la expansión, la instalación voluntaria en los entornos para hacerlos vibrar con los acordes propios y moverse uno con los suyos, son los instrumentos elegidos de cara a lo que el mundo cuenta y constriñe.

Pensamiento religioso y pensamiento científico se unen por la base en el hacer judío, entendiendo por científico todo ejercicio que explora direcciones en su sentido más amplio. Su acción se preocupa del mundo en su conjunto en relación vinculada con el hombre y su destino, y con Dios, y de Dios con el pacto, formando todo uno. La llamada ciencia moderna, a partir del Siglo de las Luces, se limitó a estudiar los fenómenos, y a intentar controlarlos, considerándolos

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separados como tales aunque formando parte de un edificio o serie de edificios. El espíritu y Dios fueron desviados hacia otros caminos de vivencia y de conocimiento, cuando no arrinconados y entrecomilla-dos de sospecha. Y, lo que era más curioso, la conciencia misma de operador, del hombre que investiga, también fue puesta entre parén-tesis al estudiar los fenómenos físicos, químicos y humanos, como si todas estas cosas no se interfirieran y moldearan mutuamente.

Es lo natural que, al penetrar más y más el hombre global en lo ecuménico, con la nueva física, la astrofísica, la biogenética, la nueva química, etcétera, la ciencia operativa haya salido de las casillas en donde se había metido y haya vuelto a intentar ver el mundo en su totalidad. Ciencia y conciencia se dan la mano nuevamente de lleno con el hombre. Todas son las resultantes del gran interrogante a que se lo ha sometido desde que nace, la gran angustia arquetipo, el dejar de estar bien, el dejar de existir. El hombre interviene en las respues-tas, en los logros, es la parte consciente e infiriente de la ciencia. El hombre busca seguridad e información, quiere afianzar su reino aquí frente a la amenaza de la disolución. Y el hombre judío, apoyándose en la promesa del pacto que entiende tener, en las explicaciones y en la comprensión, y el premio, que vendrán después, multiplica la acción sobre el mundo, que es el resultado de sus reconsideraciones acerca de su hecho de ser hombre judío, estar sobre el mundo y estar frente a él con una misión viva.

En el Islam no ocurre lo mismo. El hombre musulmán cree que parte de su ser es trascendente y cree saber que la trascendencia, empezando por la Divinidad misma, participa de un modo bien determinante en su proceder. Si actúa, lo hace porque es ser huma-no y todo ser humano es acción por sí mismo. Pero carece de una cometido en particular, excepto el de cuidar de la vida, que recibió de Dios, y del mundo, que también recibió de Dios. En este momen-to, el hombre musulmán está en un afán de reforma precisamente en esos dos quehaceres, dados todos los estímulos negativos que no solamente recibe como musulmán, sino como hombre en general, como ser vivo, inteligente y del mañana, y las embestidas que sufre el mundo en general y que es un bien común y precioso.

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Ninguna de las tres posturas es pura, claro, las tres se entrelazan conti-nuamente. El hombre ruega tanto como actúa y confía, y tanto encuen-tra luz en su búsqueda interior como adquiere conocimiento al manejar el instrumental que inventó mediante la razón y la voluntad. Entre estos hechos está la esencia del desafío, y al ser un desafío es un juego... Un juego en el que la apuesta no puede ser mayor, porque es la propia vida, el propio concepto físico y mental del universo. Uno se juega la propia vida contra la muerte, contra la fuerza, contra todas las fuerzas telúricas de la creación representadas, como en las antiguas religiones que hemos visto, en un enorme animal que da embestidas, que es símbolo de la procreación y de la energía pero que al mismo tiempo está acosado, ago-biado por el entorno. Uno se juega la propia vida contra el destino.

El progreso del ser humano en su encuentro dentro del mundo y frente al universo, obliga a que estudiemos nuestro yo completo en todas sus posturas, presentes e históricas, y para hacerlo obliga a que dialoguemos. Es casi un juicio de Dios, un juicio de lo trascendente. Se trata de ponerse uno frente a los oponentes y de vencer dejándose vencer, y de hacerlo con arte, elegantemente, y como todo esto se hace por propia voluntad, siguiendo el libre albedrío personal, es casi un juego. Los jugadores, todos, desafían al destino jugando. Cualquier tipo de juego es una autoafirmación frente a lo probable, frente a lo posible, lo peligroso o al menos lo arriesgado... Es un reto al destino y al mismo tiempo un pacto con él, en el que, a cambio de una posi-ble pérdida de algo de uno mismo, se puede obtener todo... Se puede obtener la tranquilidad, la igualdad, la cultura libre, y, lo que es tal vez lo más importante, la vida una y otra vez saboreada y afirmada.

Dialogar equivale a una ordalía que nos pone el universo, y en donde la victoria es vivir.

Y todo esto a través de posturas y piruetas, de un baile de volunta-des, de una sabia expresión corporal sujeta ciertamente a reglas y al conocimiento del oficio, pero también libre e improvisada cada vez. Aquí no puede haber repetición de unos pasos ensayados mil veces, aquí hay que crear en cada momento según venga el oponente, que se tiene delante. Tiene mucho de arte pero es un juego.

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Índice alfabético

Aarón, 83, 113.Abraham, 78 n., 70, 74, 79, 186 n., 147, 149.Abū FArAğ Al-IsFāhānī, 229 n., 231 n., 241 n., 246 n.Abu Simbel, 14, 159. acadio, 29, 35, 40, 42-43.Adon, 76, 97, 100.África, xii, 7, 134, 159.Aj, 19.Ajenaton, 15 n., 74, 84, 198.Ajeniten, 15 n., 74, 84, 86, 198.Akhenaton, 15 n.al-Andalus, xi-xii, xiv, 212.Alejandro, 69.Alfa, 4, 127, 188, 190.Al-Hīra, 158-159.Alianza, la, 73, 99, 103-105, 108, 110-114, 119-121, 123, 125, 131- 133, 135-138, 191, 201, 210-211, 213.Al.lāh, 141-143, 176 n., 17 n., 181 n., 183 n., 145-146, 185-186 (n.), 149-152, 172, 187-190, 248 n., 203-204.Alma, 13, 18, 73 n., 53, 103, 107, 116, 160 n., 103- 105.Ambigüedad, 105-106, 109-111, 114, 135-136, 138, 188.Amon Ra, 97. amoritas, 59.América, xii, 134.Amon, 5, 12, 14, 39 n., 60, 84, 97, 100, 159, 203 n.andalusí, xii, 191.anfās, 165.anteislámico/s, 35, 170, 183.Antiguo Testamento, xiv, 78 n., 55, 104 n., 59, 67-69, 139 n., 83, 85, 87-88, 101, 103, 131, 134.

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antropología, 9 n.Apep-Apofis, 14.Apóstoles, 123, 138.Apsū,198.Aquél, 86-87. árabe, xii-xiv, 7, 11, 17, 33, 35, 55-56, 105 n., 61, 74-75, 82, 92, 141- 142, 145, 147, 149-150, 152-154, 156-161, 199 n., 163-166, 212 n., 168-170, 217 n., 172-176, 228 n., 178-185, 235 n., 187-189, 199, 203, 209-211. ‛asabīyya, 170.‛Ašera, 57-59.Asia, xii, 192. Menor, 84.asirio/s, 37, 43-44. asirio-babilónico/a, 25, 51 n.Askenazi, L., 250 n.Assurbanipal, 36, 71-72 (n.), 38, 75 n., 80 n.Assurnasirpal, 37, 74 n., 76 n.Ast Madre, 8, 14.‘Aštart, 90.ate, 34.Atum, 20.

Ba, 13, 17-19, 33, 184.Ba‛al, 56-63, 65-66, 124-125, 142, 145, 152, 188.Ba‛al Sefon, 59.Babel, 92.Babilonia, 66 n., 43-45, 51-53, 121, 234 n., 209.baraka, 156.bau, 18. beduino/s, 80, 153, 156-157, 216 n. Biblia, 110 n., 60, 200 n.Bien el, 24, 27, 124, 129.Bit Akitu, 51, 53.Buren, van, 101 n.

Cábala, 8 n., 137.cananeo/s, 7, 55, 80, 88-89, 91, 94, 110, 114, 128, 131, 134-135, 152, 154, 157, 208 n., 165, 209 n., 235 n., 199-200.

índIce alfaBétIco

219

Caquot, 114 n., 116 n., 118-119 (n.), 121 n., 130 n., 138 n., 149- 150 (n.).Cartago, 58-59, 61, 68-69.Castel, e, xiv.chamánico/s, 180-181, 192.Chantepie de la saussage, 84 n.Chelhod, Joseph, 161, 205 n., 212 n., 222 n., 227 n., Cielo, 5, 25 n., 28 n., 17, 47, 54, 57-59, 61, 90, 148 n., 94-96, 101, 126, 173 n., 177 n., 156, 204.ciudad-estado, 26. clan, 79, 152, 164, 167, 169-171, 175-177.Contenau, 89 n., 97 n.Coomaraswamy, ananda k., 47 n.Corán, El, xiv, 66, 93, 142-143, 145-146, 184 n., 185 n., 149, 187 n., 188 n., 195-196 (n.), 211 n., 167, 213 n., 215 n., 221 n., 226 n., 173-174, 178-180, 234 n., 236-237 (n.), 182, 240 n., 187, 190, 193, 203, 253 n.Corriente, FederiCo, 217 n., 220 n.Cortés; J., xiv, 252 n.Cosmos, 3, 18, 39, 49, 163.Creación, xiv, 3-5, 3 n., 6-11, 13-14, 21, 23, 27, 30, 39-40, 45, 48, 51, 53-54, 56, 58-59, 61, 63-65, 123 n., 75, 90-91, 93, 97, 114-115, 128-129, 146, 185 n., 188-191, 193, 197-201, 249 n., 203-204, 206-208, 211-216, 215.Creador, xii, xiv, 3 n., 40 n., 57-58, 63-65, 74, 139 n., 90, 92-94, 148 n., 96, 100-101, 103-104, 113-114, 126, 129, 176 n., 182 n., 145, 152, 172, 191, 193, 197, 214, 208.Creta, 84.creyente/s, 139 n., 185 n., 151, 210. cristiano/s, 123, 128, 133-134, 137, 186 n., 188, 190-191, 211.Cristo, 125-126, 131, 202.culto, 15, 54, 58-60, 66-68, 75, 79-81, 139 n., 89-90, 92, 94, 97, 102, 114, 128-129, 142, 177 n., 143, 145-146, 149-150, 157-158, 166- 167, 174, 182-185, 199-200, 209.

Dagan, 59, 90. David, 114, 120.deidad/es, 12, 14-15, 25, 38-39, 46, 48, 52, 55, 57, 63, 67, 150, 184.deificación, 16, 141.

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220

delitzeh, 101 n.demonio/s, 48, 59, 61-62, 77, 128, 168, 175, 192, 234 n., 193. derChain, ph., 35 n., 44 n.destino, 13-14, 26, 32-33, 100, 106, 108, 116, 121, 131, 136, 168, 242 n., 204, 213, 215. cósmico, 24.deus otiosus, 24-26, 40, 46, 125 n.Deuteronomio, 105 n., 134 n., 99, 156 n., Devenir, xiii-1, 13-14, 18, 27, 31, 40, 58-59, 62, 74, 90, 105, 119, 131, 133, 199, 207, 210.Diáspora, 103, 105, 119, 132-134, 136.Diluvio, 92. Diodoro, 130 n., 60.Dios, xii, 20, 40, 109 n., 60, 63, 66, 74-75, 79-80, 139 n., 87, 89- 92, 148 n., 94-98, 100-101, 103-104, 106-109, 111, 114-116, 168 n., 118-120, 125-132, 173 n.-175 n., 141, 177 n., 145-147, 186 n., 150-151, 165, 211 n., 213 n., 215 n., 172, 226 n., 234 n., 179- 180, 237 n., 185, 187-190, 192-193, 201-204, 207, 209-215.dioses, 3-6, 8-9, 11-14, 15 n.-16 n., 25 n., 16-18, 20, 25-27, 29, 31- 32, 34, 36, 73 n., 39-49, 53, 55-58, 63, 65, 67, 69, 75, 77, 139 n., 91-92, 148 n., 94-95, 97, 100-102, 114, 116, 173 n., 131, 142, 145, 150-151, 161, 163, 167, 216 n., 172, 175, 179, 197-201, 213- 214, 207, 210.Divinidad, xiv, 5, 6-7, 7, 20, 18, 23-27, 39-40, 77 n., 46-47, 52, 56- 58, 105 n., 60, 62-64, 67-68, 70, 74-75, 77, 79-81, 130 n., 86-87, 90-92, 146 n., 148 n., 94-97, 99-101, 103-104, 109-110, 112-115, 120, 124, 126, 128, 132, 141-143, 179-151, 204 n., 165, 167-168, 174, 177-178, 181-184, 188, 191-193, 197-199, 203-204, 210- 212, 214. primordial, xiv, 3-6, 8-10, 11 n., 16 n., 15, 19, 26, 40, 58, 65-66, 70, 168, 188, 193, 197-200, 203-204, 209.Djehuti, 11 n., 15 n., 16 n., 14, 25-26 (n.), 19, 38 n., 83, 100.drioton, 32 n.Dumu-zid, 25, 51 n., 53, 124.

Ea, 48, 198. Ebla, 55-56.Eclesiastés, 162 n., 165 n.Edad Media, 132, 134.

índIce alfaBétIco

221

Edad Moderna, 135.Edfú, 3 n., 12.Egeo, 75, 84. Egipcio, xiii-xiv, 4-5, 8 n., 7-9, 13, 18, 21, 33, 59-60, 123 n., 74, 87- 89,142 n., 97, 120, 128, 154, 157, 165, 167-168, 172, 197, 212. Egipto, 3, 5, 10 n., 16, 28 n., 37 n., 21, 78 n., 52, 123 n., 74-76, 79, 83-85, 87-88, 92, 98-100, 102, 108, 113, 120, 159, 166, 172, 192, 197.`El, 56-59, 62-63, 65-66, 75, 80, 139 n., 90-93, 97, 100-101, 113-114. Emet, 8 n., 139 n.En-ki du, 29, 31-32, 102 n.Enlil, 25, 0-26, 39-40, 42, 46.En-mer-kar, 40.entrega, 68, 86, 99, 107, 139, 187-189, 192-193, 210. Epístola a los Romanos, 168 n.Ereškigal, 60.erman, a., 4 n., 6 n., 25 n., 29-30 (n.), 32 n.errandonea, J.l., 70-76 (n.), 80 n.espectro, 19-20, 66 n.espíritu, xii, 9-11, 14, 18, 39-40, 47-48, 109 n., 66, 70, 110-113, 121, 125, 128, 137, 152, 154, 156, 160, 163, 165, 168, 174-175, 227 n., 181, 214.espiritual, 13, 18-19, 36 n., 21, 33, 41, 124, 126, 137, 164-165, 168, 170, 193.Estado, xii, 26, 40-42, 85, 89, 105, 111, 132, 134, 158-159.Estrabón, 60.etnia, 75, 83, 105.Europa, xii.Éxodo, 107 n., 59, 113 n., 139 n., 83, 85, 143 n., 92-93, 99, 152 n., 154 n., 137 n., 139 n.Ezequiel, 104 n., 134 n., 151-152 (n.).

Faraón/es, 15 n., 15-17, 78 n., 60, 74-75, 83-84, 87, 120, 157.fajr,171.fe, 66, 97, 106, 129, 131, 139, 146, 150, 156, 187-188, 191, 193, 209-210.Fenicia, 57, 67.fenicio/s, 55, 80, 89, 134-135. Février, J.g., 132 n., 135 n.

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fiel/es, 39, 46, 90-91, 103-104, 107, 115-116, 119, 120-121, 128-129, 189.Figueroa ruiz, 216 n.filisteo, 88, 94. FrankFurt, 85 n., 99 n.

Ğahiliyya, 153-154, 166, 180, 184.Gassān, 159.Geb, 5.Génesis, 105 n., 109 n., 74, 139 n., 90-92, 203.Gilgameš, 29-32, 199.ğinn, 175, 179.granet, m., 46 n.Grecia, 84.Gum-ba-ba, 31-32.

Hadad, 57, 59, 60, 62, 75, 116.Hammurabi, 35, 69 n., 43, 47, 91 n., 207 n. hanīf, 146, 185-186 (n.), 147, 149, 152, 178.Harūt, 178.Hatshepsut, 15 n.hebreo, 109, 120, 181-182, 203. hebreo (lengua), xiv, 8 n., 11, 131, 164, 208 n., 209 n. hebreo (pueblo), 73-74, 82-83, 92, 95, 100-103, 105, 131, 209. heb-sed, 16.Hefaistos, 123 n.Heliópolis, 5, 159.Heráclito, 48 n., Herodoto, 18, 33 n., Her-ur, 26 n., 16, 20.hicso/s, 60, 75, 80, 83.hierodulismo, 66-68.Hierogamia, 53, 66-67.Hijo, el, 123, 126, 174 n., 128-131, 188, 191.Hijo de Dios, 131, 188.Horus, 16, 20.Humanidad, 29-30, 139 n., 86, 91-92, 104-125, 124, 128, 151, 205, 212.

Iblīs, 179.Ibn Jaldūn, 170.

índIce alfaBétIco

223

Ibn MAnzŭr, 225 n.Il, 57, 75, 80, 141, 145, 152, 209.Imen, 5, 11 n., 15-16 (n.), 12, 14, 84, 97, 100, 159, 203 n.Inanna, 51 n., 77 n., 53-54, Increación, 198.India, xiii, 158, 192.inmortalidad, xiii, 19, 27, 29, 31, 35, 38, 148 n., 116-117, 156, 175, 198-199, 207.‛ird, 171.Ir-ta, 5.Isaac, 70, 186 n.Isaías, 106 n., 134 n., 148 n., 167 n.Isin-Dagan, 54.Isis, 5, 8, 14.Isis Madre, 8.Islam, xiii, 40, 66, 133, 142, 145, 147, 198 n., 205 n., 177, 237 n., 182, 243 n., 185, 187, 189, 193, 204, 209-211, 213-214.Isrā, 180-181.Israel, 56, 68, 74-75, 79, 94, 102-108, 113, 115, 120-121, 210.Ištar, 71 n., 53-54.Item, 20.Iten Aton, 97, 76.

JaCoBsen, 101 n.James, e.o., 98-99 (n.), 101 n., 103 n., 111 n., 124 n. jatīb, 176-177.Jefté, 68.Jestin, r., 45 n., 49 n., 65 n.Jesús, 21, 123, 125, 186 n., 147, 173. Jnum,5-6.Josué, 88, 144 n., 93, 102, jubileo, 16, 20 n. judaísmo, 40, 111, 118, 147, 201, 209, 211.judío/s, xi, xiii, 73, 133, 135, 136-138, 165, 191, 186 n., 202, 211-214.

ka, 7-8, 13 n., 11, 13-14, 17, 19, 36 n., 165, 168, 172.Ka‛aba, 142, 146-150, 186 n., 192 n., 152, 158, 184-185. kāhin, 178, 181-182, 239 n., 187.kapelrud, a.B., 124 n.

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224

Kau, 10, 14, 17,165. Kem-atef, 5.king, l. w., 66 n.kleugel, h., 117 n.kramer, 81 n., kunya, 172.

Lagaš, Urukagina de, 99. Lagash, Gude de, 47.lajmíes, 158.Lama, 47.lamassu, 47-48. langdon, 103 n.lara peinado, F., 249 n. leiBoviCi, 89 n., 91 n., 93 n. Levítico, 134 n., 96.Libro de los Muertos, El, 2 n., 19 n., 36 n., 19-20, 41 n., literatura/s, 178. árabe andalusí, xii, 191. hebrea sefardí, xii. maravillosa, 63 n. oral, 180. universal, xii.lomBardi, g., 118 n.Lucifer, 179.Lugal-e, 25, 31-32.

Maat, 6-8, 16, 28 n., 19, 38 n., 168.magia, xiv, 9-10, 66 n., 39, 45, 48-49, 178-179, 198-199, 203, 206-208.mágico/a-os/as, 8, 3 n., 6, 9, 11, 14, 23 n., 15-16, 19, 66 n., 35, 39, 77 n., 51, 61, 80, 102, 155-156, 160, 175-176, 178-179, 191, 207.Mağūnn, 175.mago, 48, 123 n., 173, 178-179, 222, Magreb, 12, 199 n.Mal, el, 38, 66 n., 62-63, 143, 234 n., 193. Mana, 9 n.Marduk, 39, 52-54, 57, 59, 62, 66-67, 212-213.Marūt, 192.Más Allá, 25, 27, 31, 179, 180-183, 189.

índIce alfaBétIco

225

massebā, 81.Me, 38, 47, 163.Meca, La, 147 n., 156, 163-164, 192 n., 166-167, 171-172, 194, 198.Mediterráneo, 12, 73, 90-99, 127, 169.mekkí/es, 149, 151, 195 n., 184. Menfis, 59, 12 n.mesianismo, 119-120, 123, 128, 132. Mesías, 134-135, 137-139, 141, 142, 145-146, 151, 202, 216, 225.mesopotámico, xiii, 23, 25, 37, 39, 44-45, 47, 49, 54, 100, 116-117, 120, 128, 154, 157, 188, 198.Mesopotamia, 23, 43-44, 49, 51, 53, 100 n., 99, 120. Metamorfosis (Apuleyo), 27.Min, 26, 32 n.Minucius Felix, 69.Mircea Eliade, 127 n.Mitani, 84.Mithra, 21.mito, xi, 20, 31-33, 54, 61-63, 91, 155. Moiras, 13.Moisés, 74, 79, 83, 87, 159 n., 126, 186 n.Molk, 69-70, 142 n., 95.monofisita, 158.monoteísta, 84, 145-146, 204.morenz, s., 2 n., 7 n., 16 n., 18 n., 20 n., 24-25 (n.).Mot, 58-59, 62-63, 90.muerte, 13 n., 12-13, 17-19, 51 n., 27, 29-31, 33-34, 47, 51-53, 58, 62, 65, 67, 127 n., 69-70, 93, 97, 101, 104, 116-117, 124, 132, 176 n., 161, 164, 166-167, 211 n., 215 n., 170, 175, 184, 242 n., 207, 211, 213.mufājara, 171, 176-177, 183.muslim, 146-147.musulmán/a, musulmanes, xi-xiii, 70, 134, 137, 147, 190, 192, 202- 203, 211-212, 214.

Nabonides, 36, 71 n., 44.Nabu, 38, 52.Nada, la, 8, 146 n., 148 n., 162 n., 189, 208.nafs, 7, 17, 33, 163-167, 211 n., 213 n., 215 n., 170, 175.

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Naturaleza, 7, 51 n., 27, 31-32, 48, 51, 53-54, 65-66, 68-69, 92, 95- 96, 109, 114-116, 124, 142, 155, 161, 183, 192, 200-201, 207.Nebet-het, 5.Nefeš, 7, 33, 208 n., 165.Neftis, 5.neobabilónico, 43.Nergal, 46. Nietzsche, 66.Nilo, 25 n., 16, 159.Ningirsu, 82 n., 99.Nin-ur-sa, 24.nómada/s, 81, 153, 156-157, 159, 209.nougayrol, J., 82 n.Nu, 5, 7-8.Nun, 5, 11 n., 20.Nut, 5.

Oceanía, xii. Om, 24-25.Omega, 4, 20, 127, 188, 190.On, 5, 12.Oriente Próximo, 13, 15, 47.Osiris, 19, 22, 26-28, 18 n., 33, 38 n., 34-35, 76, 138.

Padre, el, 140, 173-174 (n.), 142-144.país sin retorno, 43, 47.Pallis, 101 n.Palmira, 70, 75, 173.Paralipómenos, 134 n., 148 n.parto, 171. patesi, 26, 41-42, 26, 96 n., península Arábiga, 81. Ibérica, xi-xii, 133. Sinaí, del, 75, 81-82, 99, 159.pensamiento, xii, 3, 5, 11, 16, 18, 11, 15, 12, 63, 68, 91-92, 123, 126- 127, 131, 137, 160, 163, 178, 189, 192, 197. árabe preislámico, 56, 165, 203. cabalista, 201-202.

índIce alfaBétIco

227

cananeo, 200. científico, 191, 213. egipcio, 128, 166. esotérico, 190. hebreo veterotestamentario, 165. indio, 24. islámico, xiii, 188. judío, xiii. mágico, 3, 155, 191. mesopotámico, 45, 117, 128, 198. religioso, 3, 85, 126, 128, 150, 191-192, 197, 210, 213. semítico, 175.Pentateuco, 79.peregrinación, 83, 149-150, 184. persa/s, xiii, 45, 157.Petra, 158-159.pirenne, J., 37 n.plegaria, 66 n., 45-47, 185 n.Plutarco, 12.politeísta, 145-146, 151.post-mortem, 33, 163, 168, 199-200, 207.preislámico/s, 17, 56, 92, 142, 156, 161, 163, 165, 166-168, 171-172, 216 n., 178-180, 235 n., 182, 184-185, 203. Proverbios, 165 n., 166 n., 167 n.Profeta/s, 60, 103, 123, 131, 141-142, 145-147, 186 n., 149-150, 192 n., 152-153, 158, 166, 173, 179-181, 238 n., 182, 87, 209, 211.Ptah, 5-6, 16 n., 123 n.púnicos, 55, 69.

quanta, teoría de los, 205.

Ra, 14, 25 n., 16, 19, 86 n., 172.Ra-moshe, 15 n., 16.Ramsés II, 15 n.Ramsés III, 16, 61.ranke, h., 30 n., regicidio, 16.Reissner, 85 n.

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228

religión/es, 25, 45, 84 n., 66, 73, 138-139 (n.), 89, 91, 101, 109, 115- 116, 129, 132, 145-146, 185 n., 147, 149-151, 154, 159, 165, 192, 198, 203-204, 207, 209-210, 215. égyptienne, 2 n., 4 n., 19 n., 35 n. guerras de, 15. hebrea, 101. israelita, 100. judía, 178. monoteísta, 211. mosaica, 57, 107, 209. osiríaca, 101. sumeria, 45 n., 25-26. semítica, 74, 100-101.Rey, 9, 16-17, 30 n., 50 n., 27, 36, 73 n., 37, 75-76 (n.), 42, 78 n., 43- 44, 47, 52-54, 57, 68, 70, 139 n., 92, 99-102, 120, 132, 161, 179.rūh, 33, 163-165, 168.

sacerdote/s, 14, 38, 45, 52, 79, 99-100, 102-104, 106, 111, 114, 133, 158, 181-182.sacrificio/s, 32, 62-63, 68-70, 87, 142 n., 95, 102, 116, 124-125, 134, 155-156, 163, 167, 184.šadu, 47-48.sadday, 71, 139 n.Safon o Sapan, monte, 73, 76. sagrado, *7-8, 10, 18, 39-40, 49, 52, 55-56, 66-67, 104, 106, 111, 120, 129, 149, 152, 157, 161, 205 n., 163-164, 169, 175, 177, 180, 183, 185, 188-189, 210.šā‛ir, 174, 227 n., 179-177, 180, 182.Salmos, 151 n., 107, 115, 160 n., 163-164 (n.), 167 n. samsāra, 24.Samuel, 70, 136 n., 145 n., 94, 160 n., 182. santa, guerra, 89.santo/s, 68, 104, 120.santuario, 52, 75, 79, 81, 83, 154, 183.Sargón II, 36, 71 n.šaraf, 170-171.šaru, 42.sasánida/s, 157-158.Saúl, 70, 120.

índIce alfaBétIco

229

sauneron, s., 34 n., šayj, 156, 177.šayatīīn, 179.Sayyid, 176-178.sChrader, 68 n.semiárabe, 82.seminómadas, 74, 81, 101, 145, 153, 159.semita, xiii, 25-26, 39, 41-42, 55, 56, 61, 74-75, 87, 90, 128, 135, 142, 153, 169, 179.Senaquerib, 37-38, 7475 (n.).šeol, 58, 93, 148 n., 94, 97, 160162 (n.), 164 n., 200.Ser, xiv, 18, 20, 24, 48 n., 26, 29-32, 62 n., 35, 39-40, 58, 63-64, 66, 91- 92, 101, 103, 107, 114, 126, 175 n., 128, 132, 161, 164-165, 169, 178, 181-182, 188-193, 197-202, 204, 206, 208, 210, 214-215. Set, 5, 26 n., 60, 84.sethe, k, 12-13 (n.), 37 n.Shabaka, inscripción de, 12-13 (n.), 16 n.Shu, 5, 12 n.Siglo de las Luces, 213.Sin, 75, 79, 81, 159. Sinaí, 75, 81-82, 99, 159.sinaítico/a, 79, 139 n.sirio/s, 55, 142.širk, 146.Siwah, 159.Sjm, 7-8, 13, 17, 19.Sumerio/s, 25-27, 29, 40, 42-43, 47.sufismo, 192-193.Suti, 5, 26 n., 60, 84.

Tammuz, 51 n., 53, 62, 124.Tao, 24, 254 n.teofanías, 79.Tebas, 5.Tefnu, 5.Tefnut, 12 n.Temi, 2 n., 5, 12 n., 25 n., 19, 202 n.templo/s, 4, 6, 10 n., 8, 14, 18, 21, 26, 35, 67 n., 75 n., 77 n., 38, 40, 41- 42, 47, 49, 54, 60, 68, 79-80, 98, 142, 186 n., 149-151, 157-158, 166.

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230

teológico/a,os/as, 15, 91, 124, 141, 146, 202.Tertuliano, 69, 133 n.Tiamat, 25, 51, 198. Tiglat-Pileser I, 38-40, 71 n., 74-75 (n.).Thompson, 84 n., 88 n., 93 n.Thureau-Dangin, F, 90 n. Thutmes III, 15 n., 83.Tiro, 43, 45, 47.Todo, el, 51.trascendente, xii-xiii, 3, 6, 9-10, 23, 25, 39-41, 44, 55-56, 127 n., 104-105, 107-108, 110-111, 121,124, 129, 131, 135-137, 154- 155, 161, 164, 167, 169, 173, 178, 180, 182-183, 187-188, 193, 200-201, 205, 211-212, 214-215. tribu, 93, 192 n., 152, 169-171, 174, 176-177.Troya, 141 n.

Udug, 47.Ugarit, 58-59, 61, 139 n., 97, 100, 113, 199, ugarítico, 56-58, 65, 80, 94. ultratumba, x, 32, 35, 58, 148 n., 117, 151, 166.‘umma, 170.ungido, el, 120-121, 131.Unicidad, iv, 148 n., 97, 101, 104, 115, 131, 145-147, 186 n., 152, 188-189, 198, 204, 208, 212.Unidad, XIII, 3-4, 79, 86, 105-106, 152, 183, 208. Universo, 3, 7, 28 n., 25-27, 25, 32, 35, 73 n., 75 n., 39, 43, 45, 51- 53, 58, 64-65, 67, 101, 114-115, 155, 163, 190-191, 197-198, 201, 204-206, 208-209.User-hep-Serapis, 13.Usir, 5, 8, 12-14, 18 n., 19-21, 38 n., 62, 124.

vadet, J.l., 247 n.Vandier, 32 n.Verbo, el, 10 91, 148 n., 126-127, 174 n. vernet, J., xiv.vital, 18, 170. alma, 164-165. cuerpo, 170. dinámica, 59, 90.

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231

elemento, 4, 7. energía, 17, 51, 172. entramado, 197-198. fuerza, 3-4. grupo, 155. hálito, 3, 7. impulso, 43. individualización, 11. líquido, 163. poder, 67. posición, 193. potencia, 7. principio, 165. progresión, 61. soplo, 156, 209 n. sostén, 8. tejido, 167.

Yam, 58-59, 61-62, 90.YHWH, 57, 67, 69-70, 74, 79-81, 139 n., 83, 91-97, 148 n., 99-104, 107, 109-110, 113-116, 161 n., 119, 121, 125-126, 130-131, 142, 152, 159, 173, 189, 204. Yahveh, 148 n., 94, 96, 99, 103, 113, 160 n., 163 n., 166 n.Yoyotte, J., 38 n., 39-40 (n.).Zeus, 59-60.Zimmern, 101 n.Zoroastro, 53 n.

233

Nota sobre el autor

Rodolfo Gil Benumeya Grimau

Nacido en Madrid. Licenciado en Filosofía y Letras, sección de Filología Semítica, por la Universidad Complutense de Madrid, se doctoró con Premio Extraordinario en Filosofía y Letras, sección Árabe e Islam, por la Universidad Autónoma de Madrid. Entre su extensa labor docente y profesional, cabe destacar:

— Profesor ayudante en la Cátedra de Historia del Antiguo Orien-te, sección de Filología Semítica en la Universidad Compluten-se de Madrid.

— Profesor ayudante en la Cátedra de Historia de las religiones, sección de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.

— Profesor Titular en la Facultad de Lenguas, sección de español, en la Universidad de Ayn Shams en El Cairo.

— Profesor visitante en la Facultad de Letras de la Universidad de El Cairo, Guizah, en El Cairo.

— Director del Centro Cultural Hispánico de El Cairo, organismo de la Dirección General de Relaciones Culturales del Ministe-rio de Asuntos Exteriores español.

— Agregado cultural de la Embajada de España en El Cairo.— Redactor de Arab Review, El Cairo, versión española.— Redactor de Al-Kátib —«El Escriba»—, El Cairo, versión espa-

ñola.

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— Coordinador del equipo de traducción árabe-español en la Con-ferencia Cumbre de Países No Alineados, celebrada en El Cairo.

— Traductor simultáneo en la Conferencia Cumbre de Países No Alineados, convocada en Argel.

— Traductor de varios libros del Ministerio de Awqâf egipcio-Bie-nes Habices.

— Maître de Conferences en el departamento de Lengua y Literatu-ra Hispánicas de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas, de la Universidad Mohamed V, en Rabat.

— Director del Centro Cultural español en Rabat, así como del Ministerio de Asuntos Exteriores español.

— Agregado Cultural de la Embajada de España en Rabat.— Profesor invitado en la Universidad Menéndez Pelayo, en San-

tander.— Organizador de cursos de verano en la Universidad Menéndez

Pelayo, en Santander.— Director del Instituto Cervantes en Tetuán— Profesor invitado en la Universidad de Sevilla.— Director del Instituto Cervantes en Lisboa.— Agregado Cultural de la Embajada de España en Lisboa.— Profesor invitado en la Universidad de Lisboa.— Caballero de la Orden de la República, en Egipto.— Comendador de la Orden del Mérito Civil.— Académico de la Real Academia de Ciencias, Nobles Artes y

Bellas Letras de Córdoba.— Patrono de La Fundación del Sur y miembro del Instituto Inter-

nacional para las Civilizaciones, adscrito a la Universidad de Alcalá de Henares.

— Comisionado de relaciones interculturales de la Organización Carta Mediterránea.

Obras publicadas:

La frontera sur de al-Andalus. Estudios sobre las relaciones históricas entre la península Ibérica y Marruecos, Asociación Tetuán-Asimir, Tánger, 2002.

nota soBre el autor

235

De cómo la Grajales hízome una venganza, Signifer Libros, Madrid, 2001.

La política y los moriscos en la época de los Austrias, (Dir.), Comu-nidad de Madrid-La Fundación del Sur, 1999.

Las puertas de los sueños, El Clavell, Barcelona, 1999.

Corpus aproximativo de una bibliografía española sobre al-Andalus, coautoría con Roldán CastRo, Fátima. Alfar, Sevilla, 1992.

YBALA, Histoire et société. Études sur le Maroc du Nord-Ouest. Obra en colaboración, CNRS, París, 1988.

Cuentos al sur del Mediterráneo, Ediciones de la Torre, Madrid, 1987.

Magia, adivinación y alquimia, Salvat, Madrid, 1984.

Los cuentos de hadas, historia mágica del hombre, Salvat, Madrid, 1982.

Aproximación a una bibliografía española sobre el Norte de África, M.A.E., 1ª ed., Madrid, 1982. Reeditado por Printing Books, Lon-dres, 1986.

Teoría y prácticas mágicas en la Arabia preislámica, Universidad Autónoma de Madrid, 1982.

Que por la rosa roja corrió mi sangre. Colección de cuentos marro-quíes y estudio, Ediciones de la Torre, Madrid, 1980. Editado por I.H.A.C. en 1975.

El cuento oral marroquí, Universidad Complutense de Madrid, 1959.

Colaboración en publicaciones periódicas y actas:

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236

«¿Qué puede pasar en Mesopotamia, Iraq?», Hesperia, culturas del Mediterráneo, nº 4, especial Egipto, Madrid, 2006, pp. 347-367. Editado por Fundación Tres Culturas del Mediterráneo y la Fundación José Luis Pardo. Culturas del Mediterráneo.

«Nueva era mundial. Planteamientos nuevos para rancios pro-blemas y nuevas fases del abrazo hispanomarroquí», Hesperia, culturas del Mediterráneo, nº 2, especial Marruecos, Madrid, 2005, pp. 47-58. Editado por Fundación Tres Culturas del Mediterráneo y la Fundación José Luis Pardo. Culturas del Mediterráneo.

«Un modelo y un modo de diálogo hispanoárabe», Diálogo Medite-rráneo, nº 37, Madrid, 2005, pp. 38-39.

«Palabras a recuperar para un tesoro de diálogos», Diálogo Medite-rráneo, nº 36, Madrid, 2005, pp. 3-33.

«Una cierta sistematización de la demonología árabe y sus oríge-nes II», Boletín de la Asociación Española de Orientalistas, Uni-versidad Autónoma de Madrid, 2004.

«Una cierta sistematización de la demonología árabe y sus oríge-nes I», Boletín de la Asociación Española de Orientalistas, Univer-sidad Autónoma de Madrid, 2004.

«Documentación morisca y sobre moriscos en Tetuán y en el resto de Marruecos», Encuentro Tetuán y la documentación, del siglo xvi al siglo xx, Tetuán, 2004.

«A vueltas con la presencia y uso del idioma español en Marruecos y sus entresijos, en recuerdo de quien fue uno de sus maestros y dijo las cosas con claridad», Boletín de la Asociación Española de Orientalistas. Homenaje a Fernando Valderrama Martínez. Uni-versidad Autónoma de Madrid.

nota soBre el autor

237

«¿Las relaciones culturales hispano-magrebíes nos satisfacen?», Diálogo Mediterráneo, nº 35, Madrid, 2004. La Mañana, Casablanca.

«Hombres y mujeres en función del entendimiento hispano-árabe», Diálogo Mediterráneo, nº 34, Madrid, 2004.

«Sayyda al-Hurra. Una reina morisca viajera por el Renacimiento», El legado andalusí, Granada, 2004.

«Un repaso sobre el español en el complejo lingüístico de Marrue-cos», Cuadernos del archivo central de Ceuta, nº 13, Granada, 2004.

«Tetuán, una ciudad de contrastes». Título original: ‘Tetouan, capi-tale mediterranéene.’, Asociación Tetuán-Smir, Tánger, 2004.

«Unos vecinos con su mismidad literaria en español: la escritura marroquí en lengua española», Le Monde Diplomatique, ed., en espa-ñol, Madrid.

«Paseando por los palacios andalusíes y las casas moriscas que vuelven a la vida», Diálogo Mediterráneo, Madrid, 2003.

«El español en Marruecos», Diálogo Mediterráneo, Madrid, 2003.

«Preocupación y ocupación hacia el medio rural rifeño durante el pro-tectorado español. Transformaciones espaciales y socioeconómicas de los medios rurales del Rif», Universidad Sidi Mohamed ben Abde-llah, Tetuán.

«Sobre la diáspora y la ocultación moriscas dentro de su patria. Hechos y recuerdos por vía verbal». Hommage à l’École d’Oviedo d’Études Aljamiado dediés au fondateur Álvaro Gal-més de Fuentes, Fondation Temimi pour la Recherche Scientifi-que et l’Information, Zaghouan, Túnez, 2003.

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238

«La marginalidad de los moriscos, un fenómeno impuesto. La polí-tica y los moriscos en la época de los Austrias», La Fundación del Sur, Comunidad de Madrid, 1999.

«Análisis del ‘Diario de África’, portavoz de las sucesivas y cambian-tes etapas de la política española en Marruecos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la Independencia». Homenaje al Prof. Dr. don Rafael Muñoz, Universidad de La Laguna, Santa Cruz de Tenerife, 1999.

«Valoraciones sobre el arabismo español a partir del magisterio de Emilio García Gómez. IV Congreso Internacional de Civiliza-ción Andalusí». Homenaje al ilustre arabista don Emilio García Gómez, Universidad de El Cairo, 1998.

«Un tema curioso hispanomarroquí: los renegados». Al-Andalus MAGREB, IV, 1996, Universidad de Cádiz, 1998.

«El siglo xi como cuna de ‘nacionalismos’. La reacción ‘nacionalis-ta’ andalusí», Boletín de la Asociación Española de Orientalistas, XXXIV, Universidad Autónoma de Madrid, 1998.

«Reflexiones sobre la dialéctica Oriente-Occidente árabes en la época del ‘paraíso perdido’ andalusí y en la actualidad». Home-naje al Prof. José María Fórneas Besteiro, MEAH, MCMXCV, Uni-versidad de Granada, 1995.

«El vuelo de la luz en Ben Yessef». Título original: ‘L’envol de la lumière chez Ben Yessef’, Ben Yessef, Sevilla, 1995.

«El poder del idioma en la sociedad árabe. Dialéctica de los dos lenguajes», RIEI, XXVII, Madrid, 1995.

«El diario ‘Marruecos’, durante uno de sus períodos más críti-cos internacionalmente. Del protectorado español en el estado marroquí», Boletín de la Asociación Española de Orientalistas,

nota soBre el autor

239

nº 25, Universidad Autónoma de Madrid, 1989, pp. 27-41. Tam-bién en Revista Marroquí de Estudios Hispánicos, Fez, 1991.

«Evolución del pensamiento africanista español ante la descoloni-zación del Magreb durante el período 1945-1975», Boletín de la Asociación Española de Orientalistas, nº 25, Universidad Autóno-ma de Madrid, 1989, pp. 27-41.

«El duende de Lorca. Los elementos árabes y orientales incorpora-dos en su obra a través del contexto popular andaluz». Conme-moración del centenario de Federico García Lorca. 1898-1998. Ministerio de Cultura, El Cairo, del 9 al 12 de noviembre de 1998.

«Corrientes ideológicas internas en el africanismo español». Actas del Congreso Internacional ‘El Estrecho de Gibraltar’, Ceuta, noviembre de 1987, Madrid, 1988, 3, pp. 277-285.

«El concepto de ‘guerra romántica’ como impulso de las campa-ñas coloniales españolas desde la guerra de Tetuán». Actas del encuentro Tetuán en el siglo xix, Universidad de Tetuán, noviem-bre de 1992.

«Oficios tetuaníes de origen andalusí». Homenaje al prof. Jacinto Bosch Vilà, I, Universidad de Granada, 1991, p. 193 ss.

«Elementos de bibliografía sobre el Norte de África anteriores a 1850». Cuadernos del Archivo Municipal, Ceuta, 1990, pp. 6-7.

«Notas sobre la institución del almotacenazgo en Tetuán». Misce-lánea de Estudios Árabes y Hebraicos, Universidad de Granada, 37, 1, Granada, 1988.

«Profesiones femeninas tetuaníes de origen andalusí». Miscelánea de Estudios Árabes y Hebraicos, Universidad de Granada.

«Ceuta y Melilla en la historia del siglo xv al xvii. Puntos de enfo-que». Cuadernos del Archivo Municipal, Ceuta, I, 1, 1988.

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240

«Particularidades de las creencias árabes preislámicas». Medite-rráneo, revista de Estudios Pluridisciplinares sobre las sociedades mediterráneas, nº 3, semestral, Madrid, 1995, pp. 303-312.

«El pensamiento mítico árabe en la frontera del hecho islámico. El mito ante la Antropología y la Historia», CIS, Madrid, 1984, pp. 167-194.

«El español en Marruecos. Enseñanza de la lengua y de la cultu-ra», I Jornadas de Personal Docente de Lengua y Cultura Espa-ñolas en los Países Árabes, Instituto Hispano Árabe de Cultura. Madrid, 1984, pp. 167-194.

«Situación actual del idioma español en Marruecos. Estu-dio de la evolución», Actas del I Coloquio de Hispanismo Árabe, Madrid del 24 al 27 de febrero, Instituto Hispano Árabe de Cultura. Dirección General de Relaciones Cultura-les, Madrid, 1977, pp. 53-110.

«Estudios sobre la personalidad del héroe. El héroe. La sociología del héroe y del antihéroe de acuerdo con la literatura oral», Étu-des Philosophiques et Littéraires. Révue de la Société de Philosophie de Maroc, Nouvelle série, nº 4, Rabat, 1979-1980, pp. 85-103.

«Los personajes secundarios en la narración oral maravillosa afri-cana», Cuaddernos de la Biblioteca Española de Tetuán, Tetuán, 1979, pp. 93-123.

«Colección de adivinanzas marroquíes, II», en colaboración con Muhammad Ibn Azzuz Hakim, Boletín de la Asociación Españo-la de Orientalistas, Madrid, 1979, 8-9, pp. 95-141.

«Colección de adivinanzas marroquíes», en colaboración con Muhammad Ibn Azzuz Hakim, Boletín de la Asociación Españo-la de Orientalistas, Madrid, 1978, 14, pp. 187 ss.

nota soBre el autor

241

«El chamanismo fósil en la narración oral del Magrib (II)», Alme-nara, Madrid, 1978, 8-9, pp. 95-141.

«Breves recapitulaciones acerca de la dialéctica del estímulo y la reacción que informa a los poetas andalusíes de la Fitna y los mulūk al-tawẳif»,Milenario de Ibn Zaydūn, Congreso Internacio-nal del Ministerio de Estado para Asuntos Culturales, Centro Cultural Español, Rabat, 1975.

«Colección de adivinanzas marroquíes», en colaboración con Muhammad Ibn Azzuz Hakim, Boletín de la Asociación Españo-la de Orientalistas, Madrid, 1978, 14, pp. 187 ss.

«El chamanismo fósil en la narración oral del Magrib», Almenara, Madrid, 1974, 5-6, pp. 5-64.

«Notas sobre la personalidad del héroe y del antihéroe en la narración maravillosa del Occidente árabe», Orientalia Hispani-ca Sive Studia L. M. Pareja Octogenario Dicata, Adenda curavit J. M. Barral, vol. I, Arabia-Islámica, Pras Prior, Lugduni Batavorum, E. J. Brill, MCMLXXIV, XIII.

«Observaciones en torno a los ritos de entrada y de salida de la narración norteafricana occidental», Almenara, Madrid, 1972, 3, pp. 3-31.

«Literatura joven marroquí. Lo posible de lo imposible», Diario España, Tánger 6-1, 1971.

Prólogos:

«Unas palabras previas». Gamal abdel-KaRim, Ciencia del Islam desde los orígenes hasta hoy, La Fundación del Sur, Madrid, 2005, pp. 13-14.

«Prólogo». Gil, Rodolfo, El país de los sueños, ed. facsímil, Albaida, Granada, 1992.

Judaísmo e Islam profundos rodolfo GIl Benumeya GrImau

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«Un prólogo sobre la vida y actitud de Rodolfo Gil Benumeya». Gil benumeya, Rodolfo, Ni oriente ni occidente. El universo visto desde el Albayzín CIAP, 1929, ed. facsímil, Universidad de Gra-nada, 1996.

«Alejandro el Más Grande, prototipo de héroe maravilloso». WiRth, Gerhard, Alejandro Magno, Salvat, Barcelona, 1986.

Otros:

«Itinerario califal», documental con ficción, El legado andalusí, asesoría y co-guión, 2004.

«Aben Umayya», documental sobre las Alpujarras con secuencias de ficción, Sevilla, 2003.

«La puertas de los sueños», guión de largometraje, en colabora-ción con Pilar Távora, Sevilla, 2003.

«La puertas de los sueños», tratamiento de largometraje premiado en el proyecto Medea de la Unión Europea, 2002.

«Jamasín», tratamiento de largometraje en colaboración con Katia Stadtchevsky, representando a España en el Festival de Berlín, 2000.

«El cuenco», premio José María de Lera.

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