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Kaja aki aki Por Rodrigo Antezana Patton En Canadá, en la provincia de Alberta, en la región de Atabasca, un bosque perfecto, lleno de abedules, álamos, pinos y abetos, se ha visto disminuido, reducido en sus dimensiones, para extraer su pobre riqueza. Ahora, donde antes se hallaban los soberbios árboles, se puede observar un fangoso terreno baldío. Monstruosos camiones (Siete metros de alto por quince de largo), volquetas cargando más de 400 toneladas de peso, recorren senderos titánicos, construidos para un mundo de gigantes. Los descomunales vehículos van y vienen en un carrusel dantesco que devora el paisaje por kilómetros, llevan tierra, más precisamente, arena de petróleo: bitumen. Las volquetas vacías se acercan a una excavadora ciclópea, de cuatro pisos de alto, que las llena con su monumental cuchara, que puede levantar hasta 100 toneladas de arena por carga. En ochenta segundos, el camión lleno comienza su viaje, llevando el bitumen hasta su primer destino: las moledoras que afinarán la tierra para transportarla a un mezclador donde, en cubetas industriales, la arena será mezclada con agua caliente y soda cáustica, para ser llevada, a través de ductos, a la planta de procesamiento y mejora. Una vez ahí, comenzará el costoso, antiecológico y complejo proceso de transformar ese potaje, de bitumen, agua y soda cáustica, en ‘crudo sintético’, lo que podrá venderse a las refinerías como equivalente a un barril de petróleo. Suena a una acción desesperada, y lo es. Una mirada a la tierra destrozada de las minas a cielo abierto de Atabasca, nos hace pensar que sea lo que sea que debe haber ahí tiene que ser muy valioso, importante y necesario, para excusar la devastación, tanto trabajo y los multimillonarios capitales invertidos en esta explotación. Una llanta, una sola de las llantas de estas colosales volquetas—y llevan 6 por camión—tiene un precio que oscila entre más de 40 mil a más de 50 mil dólares (2015). Ni qué decir del costo al medioambiente de esta descomunal operación. Entre cumplir los requerimientos del gobierno canadiense, de dejar el bosque ‘tal como se lo encontró’, y lo que dure la explotación de estos yacimientos de bitumen, obtendremos una huella de carbono escandalosa, además de un

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Kaja aki aki

Por Rodrigo Antezana Patton

En Canadá, en la provincia de Alberta, en la región de Atabasca, un bosque perfecto, lleno de abedules, álamos, pinos y abetos, se ha visto disminuido, reducido en sus dimensiones, para extraer su pobre riqueza. Ahora, donde antes se hallaban los soberbios árboles, se puede observar un fangoso terreno baldío. Monstruosos camiones (Siete metros de alto por quince de largo), volquetas cargando más de 400 toneladas de peso, recorren senderos titánicos, construidos para un mundo de gigantes. Los descomunales vehículos van y vienen en un carrusel dantesco que devora el paisaje por kilómetros, llevan tierra, más precisamente, arena de petróleo: bitumen. Las volquetas vacías se acercan a una excavadora ciclópea, de cuatro pisos de alto, que las llena con su monumental cuchara, que puede levantar hasta 100 toneladas de arena por carga. En ochenta segundos, el camión lleno comienza su viaje, llevando el bitumen hasta su primer destino: las moledoras que afinarán la tierra para transportarla a un mezclador donde, en cubetas industriales, la arena será mezclada con agua caliente y soda cáustica, para ser llevada, a través de ductos, a la planta de procesamiento y mejora. Una vez ahí, comenzará el costoso, antiecológico y complejo proceso de transformar ese potaje, de bitumen, agua y soda cáustica, en ‘crudo sintético’, lo que podrá venderse a las refinerías como equivalente a un barril de petróleo. Suena a una acción desesperada, y lo es.

Una mirada a la tierra destrozada de las minas a cielo abierto de Atabasca, nos hace pensar que sea lo que sea que debe haber ahí tiene que ser muy valioso, importante y necesario, para excusar la devastación, tanto trabajo y los multimillonarios capitales invertidos en esta explotación. Una llanta, una sola de las llantas de estas colosales volquetas—y llevan 6 por camión—tiene un precio que oscila entre más de 40 mil a más de 50 mil dólares (2015). Ni qué decir del costo al medioambiente de esta descomunal operación. Entre cumplir los requerimientos del gobierno canadiense, de dejar el bosque ‘tal como se lo encontró’, y lo que dure la explotación de estos yacimientos de bitumen, obtendremos una huella de carbono escandalosa, además de un descabellado consumo y contaminación de aguas, tanto de la superficie como del subsuelo. ¿Es que en verdad vale la pena pagar tanto por aquello que se obtiene en estas tierras? Si alguien me dijera que el petróleo es el combustible más importante del mundo, yo estaría de acuerdo, y sugeriría que vayan, que lo busquen y ojalá lo encuentren, pero ¿qué tiene que ver el petróleo con el bitumen? Las arenas de petróleo de Atabasca son eso: ‘arenas de petróleo’, bi-tu-men, no ‘petróleo’. Allí se produce ‘crudo sintético’, que requiere ‘procesamiento’ y ‘mejora’, lo que incluye hacer uso de productos derivados del propio petróleo, como la nafta u otros diluyentes. No es lo mismo. La diferencia entre ‘petróleo’ y ‘crudo sintético’ es la que existe entre ganar la lotería nacional o el bingo de fin de semana organizado por algún club social de barrio; y si tú

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recorres una gran distancia, de decenas de kilómetros, sólo para ganarte unos pesos jugando al bingo, pues, tienes un problema. La desesperación económica que puede leerse en la pantagruélica operación que se lleva a cabo en la región de Atabasca nos dice que el problema es nuestro, y su tamaño es colosal.

Marion King HubbertÉl era un geofísico, profesión que es una especialidad de la

geología. Se graduó en 1926, de la Universidad de Chicago, y trabajó en el gigante de los hidrocarburos, Compañía Petrolera Shell, desde 1943 hasta su retiro en 1964. Realizó un número de aportes a las ciencias geológicas; sin embargo, sería uno de sus trabajos, y la teoría que lleva su nombre, la que le otorgaría fama entre el público común no afín a estas disciplinas. Me refiero a Marion King Hubbert y la ‘teoría del pico de Hubbert’. En 1956, Hubbert presentó el resultado de sus investigaciones en el encuentro del Instituto Americano del Petróleo (American Petroleum Institute, API, por sus siglas en inglés). A los presentes, se les recordó que la producción de un pozo de petróleo sigue una curva de distribución normal, con la forma de una campana, que va desde una pequeña producción inicial, hasta llegar a un pico, o cénit, para después declinar. Esta curva de producción, informó King, también valía para la producción petrolera total de un país, como los Estados Unidos; o un planeta, como la Tierra. Incluso se dignó a dar fechas, pronóstico que EE.UU., en ese entonces el mayor productor de petróleo del mundo, alcanzaría su pico de producción en los años setenta, para lo que faltaba más de una década. Y también le puso una fecha al pico de la producción mundial de petróleo.

Como un bien no renovable, el petróleo siempre estuvo acompañado por presagios sobre su agotamiento. Todos sabían que cualquier pozo era finito, a la vez que confiaban en encontrar uno nuevo. Visto así, los magníficos pozos de Tejas eran reemplazados por la promesa de Alaska, extracciones en California, o el Golfo de México. Siempre había una nueva fuente, un flamante manantial que reemplazaba a los debilitados pozos de antaño. La excavación K-17 era reemplazada por la K-32; a la tecnología de una simple torre de perforación por percusión se añadía la perforación rotatoria; la barrena metálica cedía lugar a la de diamante industrial; donde no funcionaba la perforación vertical, se le metía una oblicua; y así, en una innovación sinfín. Las ideas para hallar y extraer petróleo no se acababan, no podían acabarse. El vocabulario técnico sólo se incrementaba. Hubbert lo sabía, conocía todas las novedades, estaba familiarizado con las tecnologías prometedoras, había sumado los pozos existentes a los que se descubrían y los que se habían descubierto, tenía los números de productividad, y nada, ningún dato ni tecnología, pudo evitar que él llegara a una conclusión: el petróleo, en Estados Unidos, se agotaba, y llegaría a su pico a principios de los años setenta. De seguro que entre los presentes hubo muchos escépticos, catorce años más tarde, las proyecciones de Hubbert se ajustarían perfectamente a la realidad. Uno de los muchos

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razonamientos que impulsaron la conclusión de Hubbert provenía de números muy concretos: el ritmo de agotamiento de los pozos petroleros en existencia era mayor al del incremento de las reservas por el descubrimiento de nuevos pozos, y la confluencia de estas curvas permitía augurar el pico de producción de petróleo en Estados Unidos. De igual manera, lo que valía para la unión americana podía extrapolarse al planeta, los datos arrojaban una imagen similar, una curva de distribución normal, tanto para los pozos individuales, los territorios nacionales, o la producción petrolera de la Tierra. Hubbert también tenía una fecha para este pico, y volvería a acertar. Ahora sabemos que el mundo alcanzó su pico de producción de petróleo el 2006. Habíamos alcanzado un límite. Desde entonces, hasta nuestros días, el petróleo no ha hecho más que agotarse.

El cuarteto del MITUn límite es un extremo o, si comenzamos en el lado opuesto,

un fin. Un final. En definitiva, un momento o etapa, muy importantes, ya sea que se trate de una narración, como un chiste, o un complejo proceso social. Además, un límite puede ser de ingreso económico, dimensión física, u otras mil cosas, o sea: es un aspecto cotidiano del diario vivir. Nadie cuestiona los límites, están ahí, por todas partes, en cada fenómeno; desde un libro, hasta un partido de fútbol, o un gobierno, sabemos que acabarán en un momento dado. Así que si alguien tiene alguna pregunta al respecto será sobre el ‘cuándo’, no sobre si ‘¿hay?’ o ‘¿no hay?’, porque el límite de seguro que está ahí. Roma pudo parecerles eterna a los romanos del siglo I d. de C.; pero, para el año 476, fecha de la caída del Imperio Romano de Occidente, la ciudad era apenas un pálido reflejo de lo que había sido tan solo un par de generaciones antes. Mil años, como potencia del mediterráneo, no son poco tiempo, y hay mucho mérito en ello. Pocas culturas han resistido las inclemencias sociales por más; tal vez lo hiciera el Antiguo Egipto—depende del criterio utilizado—, aunque incluso ellos reconocieron que hubo muchos cambios entre el Reino Antiguo y el Reino Medio, por mencionar una de las muchas divisiones de su historia, que llegaría a su final el año 525 a. de C., con la invasión persa de Cambises II, dos mil quinientos años después de las legendarias primeras dinastías. Todo tiene su fin, luego viene el reemplazo, que puede tener alguna similitud con aquello que reemplaza, o puede ser completamente distinto. Aunque básico, es importante tener presente que el ‘fin de algo’ no es el ‘fin de todo’. Cuando hablo de límites y finales, hablo de procesos sociales, o tiempos históricos, concretos, que se acaban. Mencioné el Imperio Romano de Occidente, mencioné el Antiguo Egipto, y de igual manera podríamos mencionar cualquier período nombrado de la historia humana. Desde que la historia es ‘historia’, hemos nombrado todas las etapas del recorrido humano; sin olvidar que el bautizo muchas veces ha sido a posteriori. De igual manera, podemos ponerle un nombre a nuestro tiempo, la podríamos llamar ‘sociedad industrial globalizada’, y otorgarle una fecha de inicio, circa 1820’s; y un final, 2014 o 1995. Claro, los pormenores de los años serán discutidos por

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historiadores del futuro, en cuanto a la fecha, pues ya la conocíamos desde 1972, gracias a cuatro amigos que estudiaban en el MIT (Massachusetts Institute of Technology, Instituto Tecnológico de Massachusetts), y al Club de Roma.

A principios de la década de los setenta, cuatro jóvenes: Dennis Meadows, su esposa, Donella Meadows, Jørgen Randers y William Behrens, con la guía del Club de Roma, y fondos de varias instituciones, realizaron una investigación vinculada con dinámica de sistemas; lo que es, básicamente, la interacción de múltiples ecuaciones para realizar pronósticos. Los numerosos cálculos que requiere la complejidad de esta tarea la hacía un candidato ideal para aprovechar los recursos que ya ofrecían los ordenadores de ese entonces. Haciendo uso de computadoras y complejos modelos matemáticos, el cuarteto del MIT buscaría responder ciertas preguntas sobre nuestro futuro; en pocas palabras, el grupo deseaba responder el ‘¿hasta cuándo?’. Para hacer esto, buscaron las variables más determinantes; como, por ejemplo, el crecimiento poblacional del planeta, la polución y sus efectos, crecimiento económico, producción de alimentos, y un largo etcétera. Posteriormente, introdujeron todas estas variables, y sus comportamientos de acuerdo a estadísticas disponibles, en un modelo integrado que denominaron ‘World3’, ‘Mundo3’, basado en una idea concebida por Jay Forrester (nada menos que el fundador de la ‘dinámica de sistemas’). Después, vino ajustar las variables y observar los resultados.

El cuarteto del MIT no vio el futuro, sus resultados eran el pasado y presente de ese entonces, proyectados al porvenir de los años setenta. El equipo estaba completamente consciente de que mucho podría cambiar, y que solo se necesitaba de una modificación en la magnitud de una variable para obtener resultados muy distintos en un plazo de cuarenta o cien años. Por ejemplo, digamos, una plaga imprevista podría reducir la población mundial, o una nueva tecnología reducir nuestra polución, desde el momento del acontecimiento/descubrimiento hasta el fin de los tiempos. Como bien lo mencionan los autores, a nombre del equipo de diecisiete investigadores, ellos trabajaban con un modelo limitado e imperfecto. Además, la naturaleza misma de su trabajo, asumía que ciertas variables se comportarían de una manera dada, de acuerdo al registro histórico hasta ese momento, y que este comportamiento podría cambiar, anulando la validez de sus arrogaciones. Lo sabían. ‘Mundo3’ tenía una realidad propia, no podía reflejar la nuestra a la perfección. Los autores se referían a ‘Mundo3’ como el ‘modelo mundial’, o ‘sistema mundial’, y todo lo que sucedía dentro de él, era algo que ocurría dentro del modelo. Si algo no funcionaba, no lo hacía en el ‘modelo’; si algo se comportaba de cierta manera, se comportaba así dentro del ‘modelo’; nunca decían en ‘nuestro mundo’. Esto no impide reconocer que el ‘modelo’ buscaba pronosticar qué sucedería en ‘nuestro mundo’, y se lo estudió para comprender, dar una solución, a los retos que el nuestro enfrentaba. Era un trabajo pionero, que arrojaba resultados contundentes y preocupantes, demandando la publicación de los mismos.

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Como estudio marcaba un hito. Por su amplitud y rigor, este trabajo no tenía rival. Era un magnífico paso, exploraba un tema sobre el que se había especulado mucho, aunque apenas se lo había tocado desde un punto de vista científico. Fue titulado ‘Los límites del crecimiento’, y publicado en 1972. El texto hablaba sobre: los problemas de naturaleza exponencial, que pueden pasar desapercibidos hasta adquirir una dimensión que los hace insolubles; de los límites que estos problemas (el crecimiento económico y poblacional) tenían; así como descripciones del modelo mundo3 y su utilidad; también dedicaba un capítulo completo a políticas que se debían/podían adoptar, en nuestro comportamiento social y político (reducción del consumo, soluciones a largo plazo, etcétera), para convivir en equilibrio con los límites impuestos por nuestro mundo. Meadows y su equipo nos presentaban 12 posibles escenarios para los próximos 100 años. En cuatro de ellos, tras la implantación de políticas razonables, habríamos podido convivir en equilibrio con nuestro entorno. Uno de ellos, cuenta Dennis, arrojaba un resultado ambiguo. Siete, auguraban catástrofes. En ninguna de las proyecciones pesimistas faltaba más de una generación para estrellarnos contra los límites. En definitiva, el cuarteto del MIT había encontrado, para la población y el crecimiento económico, lo mismo que Hubbert encontró para el petróleo, su límite. El texto auguraba una población máxima, un pico, seguido por un colapso, a principios del siglo XXI. Así que, sobre nuestras perspectivas, venimos mintiéndonos desde hace más de cuarenta años.

Olvidando los cuatro escenarios en equilibrio, que requerían acción y responsabilidad por parte de la población, los primeros críticos del libro arremetieron escépticos ante resultados que destruían el sueño de un paraíso humano de consumo sinfín. A pesar de que debería haber sido una realidad evidente, a algunos no les entraba en la cabeza que deberían limitar el crecimiento—económico y poblacional—o enfrentar un desastre. Sobre todo los tecnófilos se mostraron reacios a aceptar los pronósticos de “Los límites del crecimiento” como un punto de partida para construir una sociedad humana mucho más responsable con sus recursos limitados. En ‘mundo3’, si teníamos energía ilimitada, tarde o temprano, faltaba la comida; si teníamos recursos infinitos, la polución nos destruía; si teníamos comida en montos inagotables, nos faltaban los recursos o la energía. La tecnología, aplicada a cualquier rubro, no era una variable que pudiese ayudarnos a superar los límites. En 1972, pocos estuvieron dispuestos a aceptar esta realidad, la verdadera tragedia fue que las ideas planteadas por el texto no lograron siquiera introducirse en la sociedad o el diálogo político.

Debido a que reflejaba una realidad matemática, el cuarteto sabía que las curvas, de recursos, población, explotación, etcétera, podían ir en subida o bajada; pero que en la realidad no lo harían así. Podemos, en un gráfico, crear la curva de un salario del sujeto X, que va desde 20 hasta alcanzar una cima de 200 para luego descender a 10, incluso podríamos volver su salario negativo, -5, -10, eso lo permiten las matemáticas; la realidad, no. El momento en que la

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reducción del salario llega a un punto donde el sujeto X no está satisfecho, pues, algo se rompe, comienzan los fuegos artificiales por las calles de la ciudad, y colapsa todo el país. Meadows señaló que las mayores dificultades, si el desarrollo de nuestro mundo semejaría en algo al modelo de ‘mundo3’, se enfrentarían en el punto anterior al pico de producción/extracción, y lo que vendría después de esta cúspide, el período en bajada, pues, podía dibujarse en un gráfico, mas, por su naturaleza, invalidaría las ecuaciones utilizadas en ‘mundo3’. O sea: la realidad ya no se comportaría como lo había venido haciendo en las estadísticas de las décadas previas. Una ecuación puede describir el comportamiento de un consumidor X en tiempos de paz, pero se requiere de otra ecuación para describir su comportamiento durante el caos y la guerra. Después de la cúspide, ‘mundo3’ podía seguir adelante; nuestro mundo, no.

Meadows y su equipo, siguieron trabajando en sus respectivas áreas, haciendo diversos aportes a un puñado de campos científicos, sin olvidar el magnífico trabajo que habían logrado crear en 1972. Desde entonces, hasta nuestros días, diversos investigadores han tropezado con ‘Los límites del crecimiento’, tanto como un aporte bibliográfico, o una situación que se debía enfrentar en el mundo real. Dennis, Danielle y Jørgen, entre otros, revisarían las ideas, la mecánica y el texto de “Límites”, poco o mucho, y lo actualizarían, 20 años, 30, y, hace poco, en 2012, 40 años después de su publicación; confirmando su razonamiento y sus peores pronósticos. No fueron los únicos. El año 1998, Graham Turner, de la CSIRO (Organización de investigación industrial y científica de la Commonwealth—Comunidad Británica de Naciones, Australia), publicó un texto donde se comparaban las proyecciones de 3 de los escenarios negativos del libro con la realidad estadística de los últimos 30 años, y ambos coincidían tenebrosamente. Incluso tilda algunas especulaciones del equipo, en los años setenta, como ‘excesivamente optimistas’ en cuanto a los rendimientos posibles de la tecnología.

Fuera del debate en torno a la validez del modelo ‘mundo3’, diversos científicos, en multitud de áreas, o en todas, llegaron a conclusiones similares a las arrojadas por el modelo. Albert Bartlett, físico estadounidense, enfocándose en el problema de la sobrepoblación, auguró un inevitable desastre, al igual que lo hiciera Paul Ehrlich, zoólogo, en su libro “La bomba de población” (1968), o Julian Simon, economista, con “El último recurso” (1981). Howard Thomas Odum, ecologista estadounidense, equiparó la vida biológica a un sistema eléctrico, y habló de un ‘principio de poder máximo’ en los años 70’s. Uno de sus últimos libros, “Un próspero descenso – principios y políticas” (2001), posee un título muy revelador, y optimista, sobre nuestro futuro. Daniel Pauly, biólogo marino francés, previene, desde los años 90’s, contra la sobrepesca y el agotamiento de los recursos marinos; Steven Running, ecólogo, hace lo propio respecto al uso de las plantas. Ugo Bardi, químico italiano, revalidó las conclusiones de ‘Límites’. Mathis Wackernagel, ingeniero suizo, desarrolló el concepto de huella ecológica, para evaluar el impacto ambiental de la actividad humana y la capacidad de carga del

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planeta; a menudo utiliza la palabra ‘sobrepasar’, y previene sobre sus consecuencias. El gigante de seguros inglés, Lloyd’s of London, junto al Banco Británico, el Grupo Aldersgate, y otros, están financiando el proyecto ‘Observatorio Global de Recursos’, en el Instituto de Sostenibilidad de la Universidad Anglia Ruskin, para explorar escenarios futuros. O sea, están trabajando en modelos informáticos de pronósticos, como lo fuera ‘mundo3’. Experimentan, llevan el modelo a extremos; por ejemplo, si no hacemos nada, dicen, la civilización conocida colapsará para el año 2040, y el comienzo se dará con una disminución de la producción industrial per cápita del globo en el año 2015. No es una predicción, claro, es una proyección, un escenario construido con matemáticas—ojalá sea, la realidad, tan generosa. Jeremy Grantham, economista británico, desde su firma de inversiones, GMO, radicada en Boston, augura un ‘desastre de proporciones bíblicas’ para el año 2032; una vez más se trata de proyecciones, una que incluye el agotamiento de recursos naturales, disminución de la producción de alimentos junto a un creciente consumo de una población en constante aumento. Gail Tverberg, actuaria estadounidense, explorando las vicisitudes de un mundo finito, arroja espeluznantes perspectivas sobre la realidad que nos rodea.

Agotamiento de acuíferos, desertización, sobrepesca, crisis económica, disminución de réditos, tormentas del ‘siglo’ ahora cada par de años, inundaciones y sequías en sincronía, la lista de señales gritando ‘límite’, y de científicos estudiando el fenómeno, es interminable. Todos aquellos que saben algo sobre el tema vienen haciendo todo lo que pueden desde hace décadas. En China, Tailandia, Filipinas, Japón, Australia, el Reino Unido, Italia o Estados Unidos; en el primer o el tercer mundo, centenares de personas, con el mayor de los esfuerzos, trabajan para impedir la catástrofe. No será suficiente. La única solución posible parte de introducir este problema en el imaginario social y político de la población en general de cada país. Una vez ahí, las acciones desesperadas serán posibles. Algunos estados tendrán éxito; otros, no. (Tan sólo el año pasado, 2014, cuatro países ya dejaron de existir: Libia, Siria, Iraq y Yemen.) Hasta entonces, el liderazgo humano, político y económico, ha hecho a un lado todas las ideas y advertencias previamente mencionadas. Muchos han siquiera intentado explicar por qué, a pesar de la evidencia concreta, existe un rechazo tan grande al límite que nos rodea. Las razones que se presentan con mayor asiduidad son: la segmentación del conocimiento humano en áreas incomunicadas que se ignoran mutuamente, la dificultad social e intelectual para lidiar con objetivos a largo plazo, la naturaleza escondida de los problemas con raíz exponencial, una cobardía universal a la hora de enfrentar perspectivas pesimistas, además de la descomunal complejidad del problema en sí mismo—lleno de trampas mentales como la paradoja de Jevons. Además, los ‘límites’ se oponen a la religión secular de nuestro tiempo: la tecnodevoción.

A pesar de que la tecnología ha fracasado en solucionar alguno de una larga lista de problemas que afectan nuestro mundo, ya sea el

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descenso en la calidad de vida, la contaminación ambiental, el calentamiento global, o algo tan sencillo como el estrés; y que, además, haya exacerbado otros: el desempleo, la huella ecológica, o entorpecido la interacción humana; la tecnología sigue siendo la arrolladora esperanza de la humanidad, panacea universal para todos los males que nos aquejan. No hay obstáculo que no pueda superar, problema que no pueda resolver, enfermedad que no cure; la tecnología es la promesa total, el futuro ideal, la luz sagrada que aleja a todos los demonios del límite. Después de todo, reclaman los tecnodevotos, fue la tecnología la que nos salvó de un desastre previsto por el preclaro Thomas Robert Malthus, celebre economista británico, que se adelantó a su tiempo al publicar “Ensayo sobre el principio de población” (1798), en el que, entre otras muchas ideas, presagiaba un colapso de la población, debido al aumento geométrico del número de habitantes versus un crecimiento aritmético del volumen de alimentos. En primer lugar, la pesadilla maltusiana, por lo visto, sólo fue postergada, no resuelta; y esto no se debe a la tecnología, sino a la energía, y confundir uno con otro es un error que pagaremos muy caro; ya que, energía, pues, energía eres tú. Y si vamos a hablar sobre energía, debemos conversar con Charles A. S. Hall.

REEIEs el concepto perfecto, una verdad hecha idea. A la REEI de

Charles Hall sólo se le hacen observaciones sobre la contabilidad aplicada, nadie cuestiona el razonamiento que la crea. REEI es la sigla de: rédito energético por energía invertida (Energy returned on energy invested, ERoEI, en inglés, también traducido como ‘Tasa de retorno energético’, o TRE). Suena como si fuese algo industrial, un criterio ingenieril; pero el origen de REEI es la vida misma. De formación biólogo, Hall se asombró ante el fenómeno de la migración de los peces, por lo que se dedicó a estudiarla desde un punto de vista energético, medido en calorías. El salmón rojo, por ejemplo, nada río arriba para depositar sus huevos, viajando a contracorriente hasta 1400 kilómetros; si eso no les parece sorprendente, añadan al dato que también sube unos 1900 metros desde el nivel del mar. Además, después del desove, los salmones mueren en su gran mayoría. Hall sabía que la naturaleza no jugaba, eso no podía ser simplemente un proceso excéntrico, por lo que debía haber un beneficio claro, y analizable, en este particular modo de reproducción. Haciendo uso de diversos métodos científicos, Hall comprobó que se podía medir en calorías, de 4 a 1, el beneficio dejado por los progenitores a sus crías, esto es: 4 calorías de beneficio por cada caloría invertida por sus padres. Las áreas de desove otorgaban un beneficio energético por la mayor presencia de oxígeno en el agua, beneficiando el desarrollo de los salmones jóvenes y reduciendo su propio consumo de calorías, hasta llegar a cierto tamaño, después, la limitada cantidad de alimento disponible en los ríos podría restringir su crecimiento, por lo que los salmones regresaban al océano para desarrollarse más y acumular suficiente energía para regresar al río y

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repetir el ciclo vital. No era un proceso extravagante, la naturaleza, en el esforzado comportamiento del salmón rojo, simplemente había encontrado el camino más eficiente, con mayor beneficio energético, para la procreación de la vida. Eso es el REEI, beneficio energético = vida.

El REEI explica a la perfección cómo un guepardo, el animal más veloz del planeta, podía sobrevivir a pesar de fallar en un 80 a 90% de sus ataques—sólo en los documentales es al revés, debido a que, para el video, la captura de una presa es más dramática. La respuesta del REEI es que la carne de las gacelas Thompson, los antílopes, o cualquier otro animal que el guepardo pudiera capturar, contiene dentro de sí un beneficio energético mayor al desgaste producido por la cacería. O sea, siquiera un REEI de 11 a 1, este excedente energético permite al felino vivir, crecer y reproducirse, hasta el fin de sus días. También es obvio lo que sucedería con el guepardo en caso de que no pudiese obtener provecho energético cada 10 o 9 ataques, simple, se consumiría infructuosamente hasta que su maquinaria biológica dejase de funcionar. En otras palabras, moriría. La realidad del REEI puede aplicarse a todos los seres vivos, no solo a peces y mamíferos, los insectos y los vegetales obedecen las mismas reglas.

El salmón rojo se beneficia de una combinación de oxígeno y comida, en su área de desove; el guepardo, para subsistir y procrear, aprovecha el contenido energético de la carne. Las plantas aprovechan el sol. Hemos encontrado vida ‘vegetal’ que sobrevive en la oscuridad, sin luz, es el caso de muchos hongos (que son ‘vegetales’ tan particulares, que ni siquiera se los puede clasificar como plantas, porque carecen de clorofila. De ahí las comillas), que no dependen de la fotosíntesis para sobrevivir, ellos aprovechan la energía resultante de la descomposición de la materia que les rodea. De igual manera, en las fosas abisales, en el fondo del océano, hemos encontrado ecosistemas cuya base es carroñera de los desechos que les llega de la superficie, o cercanos a fuentes hidrotermales. La energía siempre surge de algún lado, y los organismos saben cómo aprovecharla, si lo hacen bien, viven y prosperan. Y los beneficios de saber aprovechar la energía, pues, son evidentes. Hemos encontrado hongos gigantes prehistóricos de hasta 8 metros de altura, en un medio sin agresores—no había nada que se lo pudiese comer—, lo que no se puede comparar con un secuoya de 100 metros de alto. Lo que demuestra la efectividad de REEI de la fotosíntesis. Nada vivo requiere sólo de energía para vivir; sin embargo, todo aquello que vive requiere de energía para realizar todos los procesos que permiten la existencia de la maquinaria biológica. Las plantas, como dispositivos vivos, son magníficas para aprovechar la energía del sol, y esto les ha permitido existir en cantidades y diversidad descomunal; su volumen total sería mil veces superior al de la masa humana, mil kilos de plantas por cada kilo humano. Sin embargo, ni siquiera nuestra maravillosa estrella reparte su beneficio de igual manera a lo ancho y largo del planeta.

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En la Tierra tenemos estaciones con elevadas dosis de alta recepción energética y períodos de baja recepción energética, los llamamos: primavera, verano, otoño e invierno; de igual manera, tenemos regiones que reciben más (+) o menos (-) energía del sol. Todas las plantas reaccionan ante estos ciclos, estos espacios, y han desarrollado múltiples recursos para aprovechar lo mejor que pueden la energía que reciben, o resistir cuando ésta escasea. Los momentos con alta recepción energética son de expansión, crecimiento, reproducción, a través del florecimiento, la renovación de follaje; los de baja, tienen el efecto contrario, la planta reserva su energía, se deshace de sus hojas—o las tiene mínimas, como en las coníferas—, no solo deja de crecer, se podría decir que duerme. Los animales que invernan hacen lo mismo. Para ellos, no vale la pena cazar en invierno, ya que el costo energético de hacerlo, no compensa el beneficio que podría provenir de la carne de la elusiva presa (las ganas de vivir no se olvidan por la temperatura).

Los impresionantes recursos de adaptación exhibidos por los árboles, no les han permitido romper la barrera conocida como el límite arbóreo, más allá del cual estos no pueden existir; simplemente es demasiado frío, o no existe la humedad requerida. Hay muchos límites arbóreos, estos pueden darse por latitud, hacia los polos, donde la temperatura llega a ser muy baja; por altitud, metros sobre el nivel del mar, que nos llevan al mismo problema de inviernos demasiado crudos; por aridez, como los desiertos en cualquier región, cercana o lejana al ecuador; y otras razones más. La clave es la humedad, el agua, y esta sustancia química no existe en un ‘estado natural’, puede ser gas, líquido o sólido, dependiendo de la energía que se le aplica; en común con todos los compuestos químicos. Cuando hay poca energía, la llamamos ‘hielo’. El agua líquida es el elemento fundamental de la vida, el centro gravitacional de todos los componentes orgánicos, sin ella, no hay amalgama posible que permita la subsistencia de organismos, y es líquida por la energía que proviene del sol. Sin energía, el agua congela cualquier componente biológico que podría ayudar a formar, destruyéndolo. Energía, en la proporción correcta, es igual a vida. Su vida, la mía, y la tuya. Sin energía, hielo.

La subsistencia en el planeta, desde los polos al ecuador, en los trópicos, la tundra, los desiertos, las fosas abisales o los mares de coral, responden a una cadena de transmisión de energía. Del sol a las plantas, de estas a los herbívoros, de estos a los carnívoros. Es un ciclo maravilloso que dista de ser perfecto, la energía de las plantas no puede ser transmitida a los seres vivos en su totalidad. La leyes de la termodinámica dictan que un monto de energía, en la transmisión, se pierde, emitiendo calor. Lo mismo sucede en el mundo animal, a ojo, y simplificando, podemos decir que existe una proporción de 10 a 1, o sea: por cada 100 kilos de planta, existen 10 kilos de herbívoros, y un kilo de carnívoros. A todos los seres vivos nos encantaría poder aprovechar mejor esos 100 kilos de plantas que tan bien utilizaron la energía del sol para desarrollarse, sería una gran ventaja consumir y aprovechar el 100% de esa energía potencial en beneficio propio; sin

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embargo, digerirlas requiere de amigas bacterias, mucha masticación y tiempo. Los herbívoros, a diferencia de los carnívoros, dedican gran parte de su día al consumo de las plantas que son su sustento. Además, este tipo de animales solo aprovecha los tejidos suaves de las plantas, la mayor parte de la planta, desde las raíces hasta las ramas, queda intacta. Si en verdad deseáramos aprovechar la energía contenida en las plantas, de manera cómoda y eficiente, tendríamos que pedirle a alguien que se dé el trabajo de masticar toda esa celulosa, y eso solo lo podría hacer con dientes de roca que pesarían miles de toneladas, después requeriríamos de un descomunal estómago lleno de bacterias. Algo así podría funcionar para digerir toda la celulosa. Tardaría mucho tiempo, claro; pero el resultado de ese proceso sería energía perfecta, un tesoro de valor incalculable, una maravilla única, tan valioso como la vida misma. Sería fantástico encontrar algo así. Después de hallarlo lo podríamos bautizar, ponerle un nombre, uno que este tipo de energía se merezca, algo espectacular, como: astropremio, de estrella y regalo; gazacoeli, de tesoro y cielo; solmiracolo, sol y maravilla, etcétera, algo así, impresionante, que retruene, porque ‘carbón’ y aceite de piedra, ‘petróleo’, suenan algo vulgares.

Los llamamos combustibles fósiles, son bienes no renovables y los directos responsables de la civilización que nos rodea. No fue el motor a vapor, ni el de combustión, ni la electricidad, ni el telégrafo, lo que nos salvó del desastre pronosticado por Robert Malthus, fue la energía potencial del carbón y el petróleo los que permitieron a la humanidad crecer y enriquecerse tanto.

Después de observar el mundo natural, Charles Hall aplicó el concepto de REEI a la sociedad humana, y vio que ambos encajaban a la perfección. El homo sapiens sapiens, como cualquier otro cazador del mundo animal (o un simple ser vivo), requiere de energía para vivir. Todos los grupos humanos que nos precedieron simplemente fueron buenos cazadores y omnívoros efectivos, capaces de comer frutas, verduras o ciertos granos, como los cereales, las leguminosas y otras plantas, si las circunstancias así lo requerían. Tampoco olvidemos que desde hace 1,5 millones de años, nuestros antecesores, todavía homínidos, dominaban el fuego. Este mono práctico que somos se extendió por todo el planeta, incluyendo el polo norte, gracias a su capacidad de adaptación, que le permitió lidiar con infinidad de desastres y sobrevivir. El éxito de nuestra expansión no debe hacernos olvidar que, a pesar de todos nuestros recursos, los seres humanos nunca estuvimos más allá de quince días con hambre de un colapso poblacional y económico, el fin de una civilización. Seamos sinceros, tres días con el estómago rugiendo, y temblará cualquier estado, caerá cualquier gobierno.

La complejidad de la historia humana encubre un puñado de variables fundamentales que han guiado nuestro desarrollo, desde el surgimiento de la especie hasta nuestros días. Nuestra adaptabilidad disimula, por momentos, que las reglas de la vida también se nos aplican. Al igual que el resto de las criaturas de este planeta, los humanos, y nuestra civilización, tenemos un REEI. Agradecemos,

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claro está, a la máquina a vapor por la revolución industrial, olvidándonos que sin carbón no habría vapor. Reconocemos el ingenio humano, porque puso algo donde antes no lo había, y hacemos a un lado a la hulla porque siempre estuvo ahí, así que el mérito debía ser nuestro. La tecnología de finales del siglo XVIII supo aprovechar eficientemente la fuerza del carbón, y el enamoramiento con el ingenio humano enmascaró por siempre nuestra dependencia de este maravilloso regalo: la energía potencial acumulada, nada menos que la fuerza del sol enquistada en los restos orgánicos, líquidos o minerales. Podríamos recorrer, paso a paso, cómo la fuerza del carbón, a través de las máquinas a vapor, fue cambiando la faz del mundo, unió pueblos, y sus alimentos, acercó los continentes y permitió la creación de productos más baratos y en mayor cuantía de la que habíamos visto antes, a la vez que se postergaba el pronóstico de Malthus bajo la fachada del ingenio humano. La bonanza provista por el carbón inició un período de expansión y experimentación sin paralelo. A principios del Siglo XX, al petróleo ya lo conocíamos, al igual que al kerosén, la nafta y la gasolina, se prefirió al carbón, porque todavía no habíamos encontrado un lugar como Spindletop, y el petróleo de Tejas. Reemplazamos el poder de nuestros músculos, y el de los animales de tiro que utilizábamos, sobre todo caballos y bueyes, por el de las plantas comprimidas, el sol almacenado en pantanos antediluvianos, y el resultado fue brillante: la civilización que nos rodea. Los rascacielos, la exploración espacial, los grandiosos museos, nuestro conocimiento del pasado, el desarrollo de la ciencia, la tecnología médica, el entretenimiento en pantallas de todo tipo, estadios descomunales para deportes de masas, productos innumerables en grandes o pequeños mercados, muy diversos en oferta y estilo; desde lo más sublime hasta lo más vulgar de nuestro tiempo se lo debemos, en parte, a los combustibles fósiles, en especial a los grandes yacimientos, y podemos, gracias al REEI y Charles Hall, ponerle un número: cien a uno.

La idea era hacer a un lado, en la medida de lo posible, la caprichosa representación monetaria del valor de la energía. Se buscó un parámetro estable, al menos uno más que el dinero, y se encontró el propio ‘barril de petróleo’. Un REEI de cien a uno nos expresa el beneficio, en barriles de petróleo, en proporción a la energía invertida, en la misma denominación. O sea, Spindletop, entre otros grandes yacimientos de petróleo, nos otorgaban un rédito del 10,000%, diez mil por ciento; el del carbón ya era elevado, de ochenta a uno, 8,000%; pero el petróleo de Tejas se llevaba la flor. La historia de la revolución industrial es la del reemplazo de la fuerza humana o animal por las máquinas de vapor, impulsadas por el carbón, o el motor de combustión, que consumía algún derivado del petróleo; simplemente no había, ni hay, fuerza que pueda competir con la suya. La riqueza de Tejas inundó al mundo. Cuando obtienes un diez mil por ciento de beneficio, el caudal de fortuna rebalsa. En el siglo XIX, el beneficio podría haberse dado así: un campesino a cien kilómetros de Nueva York vendía sus productos en la gran ciudad, con un mayor porcentaje de ganancia, gracias al ferrocarril, que salía

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muchísimo más barato y rápido que transportar los fardos por carretones jalados por bueyes. La gente de Nueva York, gracias al alimento que llegaba de todos los confines de la unión americana, por mar, a través de barcos a vapor, o por tierra, podía dedicarse a otras actividades, no vinculadas con sembrar o cosechar sus propios alimentos. Así, quedaban muchas manos dispuestas a trabajar en la industria, o experimentar en el desarrollo tecnológico, lo que producía mejores productos para el resto de la población, que el campesino, antes mencionado, podía adquirir a un precio menor del que le habría costado previamente, si estos bienes hubiesen sido transportados por mar, río o tierra, con la fuerza del viento, o los músculos animales. Ni qué decir sobre el cambio en la producción misma de bienes, donde la industria pudo hacer uso de niños; ya que solo se necesitaba de su habilidad manual, la fuerza la proveían los combustibles fósiles. El carbón resultaba tan provechoso que los barcos propulsados por este medio superaron, con mucho, a los veloces clíperes, impulsados por el viento. Cualquiera diría que la energía eólica, gratis, sería más barata que el carbón. No era así.

Para hablar de la magnitud de lo que este REEI favorable nos dio podemos extender las cadenas productivas en cualquier dirección, desde entonces hasta nuestros días. Por ejemplo, un celular moderno se encuentra en tus manos porque diversos tipos de maquinaria extrajeron los minerales requeridos para su producción, o crearon los plásticos necesarios—hablar de los plásticos como otro beneficio más derivado del petróleo, y su importancia industrial, demandaría su propio espacio. Este texto sólo puede ocuparse de su aspecto energético—para elaborar diversos componentes, que fueron producidos en fábricas tras ser diseñados por ingenieros, todo esto fue transportado a un punto donde el aparato fue ensamblado, empaquetado y, desde ahí, enviado hasta el consumidor, que sostiene el aparato en sus manos. Lo podemos escribir de otra manera: diésel, para las maquinas que extrajeron el mineral; carbón, para obtener la electricidad que alimenta a la fundición; petróleo, del que se obtendrá los plásticos; gas o carbón, para la producción de electricidad con que funciona la refinería; gasolina o diésel, para el transporte del mineral, por la mina o los componentes a, o de, las fábricas; gasolina, para llevar a los trabajadores a la fábrica de ensamblaje; carbón o gas, para obtener la electricidad requerida; gasolina, para llevarlo hasta el consumidor; y gasolina, gas, carbón, y diésel, porque eso son los ingenieros y también lo eres tú. La versión taquigráfica de este texto podría ser: diésel, petróleo, gas, carbón, gasolina, carbón, gasolina, gasolina, carbón. O, resumiendo más: combustibles fósiles. Ni siquiera la inclusión de energía hidráulica, o la monstruosidad que es la mal llamada energía nuclear (que es solo una máquina a vapor, cuyo combustible es, y será, veneno por entre mil y diez mil años), rompen la cadena que se inicia con el carbón o el petróleo. Otras fuentes de energía, hoy por hoy, requieren siempre de productos o procesos que involucran hidrocarburos o hulla. Si tú, como persona, por lo que vistes, comes y consumes, eres resultado de los combustibles fósiles, lo mismo vale para todos los

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componentes de una planta hidroeléctrica, eólica, geotermal, fotovoltaica o lo que fuere. La importancia de la energía explica por qué la buscamos con tal avidez, y estamos dispuestos a incurrir en semejantes gastos para obtenerla; el enorme beneficio del carbón y los grandes yacimientos petrolíferos, de entre ocho mil a diez mil por ciento, como el de Tejas, explican la descomunal riqueza de nuestro tiempo, que pudo destruir monumentales volúmenes de riqueza en nada menos que dos guerras mundiales. Cuanto más grande es el beneficio, más larga puede ser la cadena de beneficiarios; con un rédito del diez mil por ciento, nuestra cadena ha sido, de lejos, la más extensa de la historia. Así fue desde finales del siglo XVIII y sigue siendo así; aunque, claro, todo ha cambiado. Porque, como dije, alcanzamos el pico de producción de petróleo el 2006.

Thomas Homer-Dixon y Karen Frecker calcularon que los romanos lograron producir un REEI de doce a uno (12:1) del trigo, para consumo humano; y veintisiete a uno de la alfalfa (27:1), para alimento de bueyes. El Imperio Romano, el momento cumbre de la historia occidental, logró, en su mejor momento—y, claro, desde cierto punto de vista contable—producir 12:1 REEI. Nuestro uso de los combustibles fósiles nos permitió superar esta marca, multiplicando el REEI por tres, cuatro o hasta diez veces más. El crecimiento económico que este rédito energético nos ha otorgado, más allá de criterios como el producto interno bruto (PIB) o índice de desarrollo humano (IDH), puede ilustrarse simplemente con el crecimiento poblacional de nuestra especie. Estimamos que a principios del siglo XIX éramos mil millones de habitantes, un millardo, cifra que se duplicaría en 1927, a dos millardos, después: tres (1960), cuatro (1974), cinco (1987), seis (1999) y siete (2011). A ojo, dicen que ya somos 7 millardos 373 millones de seres humanos. Sosteniendo este castillo de carne, postergando la pesadilla de Malthus, en línea con los escenarios menos optimistas de Mundo3, de un crecimiento por encima de la capacidad de carga del planeta, estaba el elevado REEI de algunos combustibles fósiles, ahora agotándose y con su rendimiento en franca caída. Hall presentó la idea de REEI a principios de los años ochenta, y buscó calcular, desde entonces, el rédito energético del que todavía disponíamos. La imagen de lo que él encontró no es halagüeña.

Puede que el ‘carbón’ se parezca al ‘carbón’, pero corresponde hacer la pregunta ‘¿de dónde vino?’; lo mismo vale para el petróleo. La torre barata que excavó Spindletop no requiere la misma inversión económica, o energética, que la plataforma petrolera ‘Perdido’, en el golfo de México. Hall observó que el petróleo encontrado en las profundidades del golfo, en Alaska, u otros lugares de EE.UU. distaban mucho del beneficio provisto por el crudo tejano, después de realizar los cálculos respectivos, le otorgó un REEI de 25:1, al petróleo explotado, en ese país, desde los años 70’s—el 100:1 provendría del crudo de los años 20’s – 30’s. La producción de petróleo estadounidense, del 2005 – 2007, en gran parte crudo sintético de yacimientos de esquisto, de acuerdo a Cleveland C. J., tendría un REEI de 10:1. Junto a David J. Murphy, Charles Hall ha venido actualizando

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la contabilidad de REEI para multitud de fuentes de energía, las que pueden fluctuar mucho, debido al número de factores que pueden/deben tomarse en cuenta. La energía hidroeléctrica, por ejemplo, va de 40 – 20:1, en los estimados más optimistas; y lo mismo sucede con las energías renovables, que pueden ser tan altas como 20:1 o 4:1, dependiendo de los factores contabilizados, como lo menciona Carey King. El petróleo, importado a EE.UU., obtiene un REEI de 12 – 18:1, como mucho, teniendo en cuenta que la población y sus necesidades, se han triplicado desde los afortunados descubrimientos de principios del siglo XX. Las descomunales plataformas petroleras de gran profundidad, arrojan resultados que varían de 15 – 22:1, hasta un patético REEI de 7 – 4:1, según Mathew Moerschbaecher, y John W. Day. El petróleo de esquisto obtiene un REEI de 5:1, el etanol proveniente del maíz, 1.3:1, el de caña de azúcar, 5:1. El etanol de maíz entra en la categoría de canibalismo energético, donde la energía producida, en el fondo, lo único que hace es dilapidar la energía barata que nos queda. Lo mismo vale para gran parte de las extracciones de esquisto, sean de crudo sintético o gas, o el infame bitumen de Atabasca, que, en el mejor de los casos, alcanza 3:1. Hay estimados para la energía nuclear, geotérmica o solar, en cada caso, por mucho, o poco, el REEI nos dice que la fiesta ha terminado. Además, no se debe olvidar que el monto limitado de energía barata disponible también es parte de la ecuación a la hora de invertir en tal o cual tipo de producción de energía; ni que los números globales, en REEI o ingreso en dólares, son incapaces de revelar la flexibilidad total de los combustibles fósiles, que pueden verse involucrados en transporte, generación de electricidad u hornos de fundición. Hall demostró que había una correlación entre crecimiento económico y producción de energía, siendo el primero dependiente del segundo y no al revés; este fenómeno explicaba la expansión económica del siglo XX y el estancamiento al final del mismo. Charles Hall llama a esto ‘economía biofísica’, teoría que busca traer al mundo real, de escasez y límites, las disparatadas creencias económicas desarrolladas en los tiempos de bonanza energética, la ilusión de Spindletop de un futuro infinito, donde había energía para todo, desde un viaje a la Luna hasta gigantescos portaaviones surcando los océanos, y es que eso había, en pretérito, porque las fuentes podían agotarse, ya que si bien el ingenio, y hambre, humanas se las amañaban para encontrar más, sus beneficios, su REEI, no eran los mismos. Hall escribió un libro sobre el tema, junto a Klent A. Klitgaard, lo titularon “Energía y la riqueza de las naciones – Entendiendo la economía biofísica”, nombre que alude al clásico de Adam Smith, “La riqueza de las naciones” (1776).

El costo de un pozo de perforación, a principios del siglo XX podía no exceder el medio millón de dólares, y los había otros mucho más baratos, de poco más de cien mil dólares actuales (2015); comparen eso con los 8.7 millardos requeridos por la plataforma petrolera de ‘Perdido’, sin contar los costos operativos, de hasta un millón diarios. Puede que, como dice Gail Tverberg—paráfrasis no

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exacta—toda la riqueza solo sea una redistribución de los beneficios otorgados por los combustibles fósiles, entonces vale recordar el informe del año 2010 de la Agencia Internacional de Energía (IEA, por sus siglas en inglés, International Energy Agency) donde se señalaba que la producción de petróleo convencional había alcanzado su pico cuatro años antes, el 2006; pero no debemos ignorar que utilizamos energía para obtener algo de algún lugar, y que el rendimiento de los suelos, para la agricultura, ha disminuido, por el empobrecimiento de los mismos, a lo que debemos añadir las inundaciones y sequías que acompañan al cambio climático, ¿de qué nos serviría más energía si con ella no podríamos transportar comida que no hay? El rendimiento de las minas de cobre, hierro, y otros minerales, también cae en picado; al respecto, pueden ver los resultados de los estudios de GMO, liderada por Jeremy Grantham. Vemos que la energía se agota—al punto que un grupo de empresas, entre las que se encuentra Shell, KOGAS, e Inpex, han invertido más de 10 millardos en ‘Preludio FNLG’, el barco más grande del mundo, con casi quinientos metros de largo, para explotar yacimientos de gas submarinos más allá de las costas occidentales de Australia—o que disminuyen los beneficios de los yacimientos existentes, pero nuestros problemas no se reducen a la energía. Ése es uno de nuestros muchos problemas, y todos ellos convocan nuestra atención. Y la convocan ahora.

RagnarokDesde el 2012, con bombos y platillos, Estados Unidos celebra

ser de nuevo uno de los mayores productores de petróleo y gas del mundo. Precisamente, el año pasado, 2014, se comparó la producción estadounidense con la rusa y la saudita. Bravo, dijeron. Bravo. Por debajo de los titulares, tenemos diez veces más pozos en EE.UU. que en Arabia Saudita, y el triple que en Rusia. Dicho de otro modo, la eficiencia de los estadounidenses es un décimo de la de los saudíes y un tercio de la de los rusos. No sólo eso, los kilómetros excavados también exceden, en proporciones similares, a los de sus pares sauditas o rusos. A estas malas noticias debemos añadir que la producción de un pozo de esquisto declina mucho más rápido que la de uno convencional, 50% por año, en los mejores casos, 60% a 91% en promedio, versus un 5% en los convencionales, según un reporte de Post Carbon, en un artículo de Nick Cunningham. Como ya lo habían señalado Hall y Murphy, el REEI de los pozos de esquisto es mínimo. Dado que la economía sólo puede crecer con energía barata, y que la nuestra ya no lo es, sabemos que nuestra economía ya no crecerá. Tocamos el límite el año 2006, nos rodean sus consecuencias. Hemos visto, a lo largo de la historia, períodos similares; la historia no se repite, porque ningún evento es similar a otros en todos sus aspectos, pero hacemos senderos recorriendo los mismos caminos. Sabemos que no será igual, o que no tiene por qué ser igual. Ante la misma pregunta: ¿cómo lidiar con un mundo que se empobrece? Se darán todas las respuestas, habrán las que tengan sentido, y las que no. Debemos encarar este dilema aceptando que no podemos retroceder y el mundo ya cambió, atrás quedaron los

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años de crecimiento, desde ayer, desde 1987, 1995 o 2014, nos hacemos más pequeños, esperemos que más eficientes y más felices, ambos son todavía asequibles.

La ineficiencia, el despilfarro irracional, ha sido la regla de nuestro mundo; básicamente, el dinero, donde hubo mucho, solo se ha desperdiciado. No es ninguna exageración decir que, en los países desarrollados, hasta un 80% de su economía es dinero arrojado por la ventana; por lo que, economías más pequeñas, mucho más eficientes, sin reducir el nivel de vida de su población, son una posibilidad real. El final de un ciclo con riqueza exorbitante lejos de ser una tragedia puede ser el comienzo de un mundo mejor. No supimos qué hacer con tanto dinero, es muy posible que, con mucho menos, sí sepamos. Desde este momento, nosotros determinaremos el talante con el que enfrentaremos el futuro, así, nos corresponde hacer el esfuerzo por transmitir un sentimiento positivo ante un porvenir que está en las antípodas del mundo prometido por multitud de malas teorías, y el imaginario político-social que nos rodea. No estamos listos; pero deberemos estarlo. A diferencia de la ilusa cultura contemporánea, optimista hasta la ceguera, el pasado occidental, entre otros, nos ha dejado un gran legado de visiones menos ingenuas respecto al lugar que el ser humano ocupa en el orden de las cosas, sin que por ello sean pesimistas, melancólicas o desalentadoras. Toda la narrativa griega, por ejemplo, tanto en la comedia como la tragedia, demandaba fuerza e ingenio a sus personajes; y, aunque a veces el sino se imponía sobre su voluntad, hasta entonces, los protagonistas luchaban con todas sus habilidades. En ‘La Odisea’ tenemos una historia con un final ‘feliz’ no exento de arduos esfuerzos, dificultades severas y pruebas superadas gracias a la inteligencia tanto como a la ayuda de otros. El desafío que nos toca a nosotros, demandará ahínco, sensatez y honestidad, y donde estos falten la historia resultante no será agradable. Ahora es nuestra narrativa, y debemos cambiar las perspectivas heredadas tras siglo y medio de petróleo y carbón baratos.

A nuestra disposición psicológica quedan historias como la épica finesa ‘Kalevala’, donde los personajes, resignados a vivir en las “desafortunadas tierras del norte”, soportan un sinnúmero de calamidades, sin por ello carecer de festejos, o de la simple alegría de una vida pobre, sencilla y llena de retos. Será muy necesario ahondar en relatos severos, porque la narrativa—la historia que nos contamos, sobre nuestro mundo y nosotros mismos—afecta tanto al bienestar psicológico de cada ser humano, como al de las sociedades que construimos. Somos criaturas llenas de fuerza, inteligencia y coraje, la indolente comodidad, la breve fortuna orgánica del siglo XX, no podrá borrar miles de años de narraciones escritas, y centenares de miles de relatos orales, transmitidos de boca en boca, obra en obra, e insertadas en nuestra psicología colectiva a través de un sinfín de historias. Basta recordar las sagas islandesas y su mitología nórdica, donde todos los bravos guerreros resucitarían para pelear en ‘ragnarok’, que no solo sería la batalla final, donde morirían dioses como Thor, Frey y el propio Odín, sino, también, el inicio de un nuevo

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mundo. Un principio. Generaciones de hombres vivieron sus vidas con valor, sólo por el honor de ganarse un lugar entre los futuros guerreros presentes durante este evento cósmico. A nosotros, de seguro que nos habría gustado seguir festejando en Valhalla; pero no es ése nuestro tiempo, ni es Vingólf nuestro lugar, lo que nos toca es enfrentar nuestro propio ragnarok. Nos rodea el final de un ciclo. Es nuestro el honor de pelear esta batalla.

Si alguna vez hubo una sociedad preparada para lidiar con un empobrecimiento constante, la merma de perspectivas laborales, reducción de ingresos, el incumplimiento de mil promesas, la fragmentación de falsas efigies de un futuro idealizado; si hubo, esa es la nuestra. Dentro de la narrativa nórdica, ragnarok no es un momento benévolo, su ambiente es nefasto. La dimensión aciaga, la descripción sombría, de este poema, realzan, con su tono fatídico, las acciones heroicas y el resultado trágico de la narrativa, que es la muerte de la mayor parte de los dioses. Para la descripción de ragnarok, el poeta sólo debía recordar los momentos de anarquía que su sociedad seguramente habría experimentado, ya sea en su generación o la precedente. Todas las sociedades tuvieron momentos como esos (con la excepción del mundo desarrollado occidental y Japón, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días). Los más de tres mil años de historia del Antiguo Egipto incluían tres períodos intermedios, donde, a decir de los escribas, reinó el caos, en todo o en parte. Ipuur, sobre el primer período intermedio, escribió varias líneas que bien podrían haberse incluido para describir ragnarok, ‘la sangre se esparce por doquier’, ‘los malvados aguardan en todas partes’. Acontecimientos similares se dieron en todas las sociedades, y el precio que se debió pagar por el colapso de las estructuras siempre fue muy alto. En América, tras la caída de Teotihuacán (ca. Siglo VI d. de C.), la maravillosa ciudad, con más de 150 mil habitantes, quedó casi desierta. Los templos y palacios quemados, los ídolos desintegrados, son parte del testimonio dejado por una serie de hambrunas que cuestionaron la legitimidad de dioses y líderes. En Mesopotamia, el colapso de Nínive (ca. 612 a. de C.) prácticamente arrasó con el pueblo asirio. Por otra parte, se podría decir que Europa todavía no se recupera de la caída del Imperio Romano de Occidente (476 d. de C.), acaecida hace más de mil quinientos años. Cada continente, todas las culturas, de Rusia a Inglaterra, de India a Japón, en América o África, casi cada país del mundo actual, posee un conjunto de cicatrices en su historia como prueba de haber sufrido un período, corto o largo, de vil anarquía. Comparados con estos eventos pasados, que en algunos casos destrozaron pueblos enteros, o atrasaron el reloj de la civilización por más de mil años, nosotros enfrentaremos un mal menor. Aunque nadie habrá caído de más alto, la riqueza energética todavía a nuestra disposición sigue siendo equivalente a una docena de imperios romanos. A pesar de todos los errores cometidos, la población en general tiene un alto índice de alfabetización y disponemos de los medios para educar e informarles. Puede que la anarquía ya se haya apoderado de varios países, y otros caigan en

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ella, mas las democracias, en situaciones muy difíciles, ya han demostrado que su respuesta a una crisis es simplemente un cambio de gobierno, y no el caos. Estamos muy arriba, nuestro derrumbe cobrará fuerza. Será el vigor de nuestros brazos, el razonamiento de nuestras mentes, los que otorguen potencia a las alas que nos permitirán sobrevolar esta catástrofe hasta aterrizar en un mundo mejor. No estamos solos, ni desinformados, no nos faltan recursos ni energía. No somos, por el momento, la Isla de Pascua.

No conocemos la fecha exacta; pero podemos medir la distancia hasta el milímetro, en números redondos es: 3512 kilómetros. Ése es el tamaño del trecho que separa la Isla de Pascua del área continental más cercana, en Chile, también podemos decir que está a 2606 kilómetros de la isla de Mangareva, en Oceanía. Son estos números los que convierten a la Isla de Pascua en la más remota del mundo. El territorio fue colonizado entre el año 700 y 1100 d. de C., por los polinesios, en la última etapa de los ‘grandes barcos’ (vaka taurua) que utilizaron para ocupar gran parte de las islas del pacífico y parte del índico. Con 163 km2, la Isla de Pascua seguramente ofrecía amplio espacio para el primer par de centenas de colonizadores. La tierra era buena, había bellas palmeras por doquier, y el trino de diversas aves rompía el silencio de la isla. Además, la rodeaba el mar y su riqueza de peces. Los polinesios se instalaron rápidamente y prosperaron, y no había mayor prueba de su éxito que la multiplicación de sus números. Más gente no sólo significó una mayor exigencia al ecosistema insular, también traía consigo poder humano y tiempo para actividades creativas. La Isla de Pascua, hoy por hoy, es famosa por sus moái, unos gigantescos monolitos de medio cuerpo que decoran las costas de gran parte de la isla. Cada uno de ellos debió representar mucho trabajo, en su tallado, transporte y emplazamiento, y la Isla tiene más de ochocientos.

Los europeos llegaron a la Isla de Pascua desde principios del siglo XVIII, 1722 d. de C., para ser más exactos. Los rostros solemnes y enormes de los moái representaron un misterio para los recién llegados, ya que al verlos surgían miles de preguntas: ¿qué son?, ¿quién los hizo?, ¿por qué los hizo?, ¿para qué los hizo?, ¿cómo los llevó y puso ahí?, etc. Los nativos, que podían comunicarse con los tripulantes polinesios de los barcos europeos, casi no tenían respuestas. ¿Qué había sucedido? No poseemos los detalles, pero sabemos que la población de la Isla de Pascua creció, de un par de centenas, a lo mucho, hasta unos quince mil habitantes. La población humana, y sus exigencias de consumo, extinguió las aves de la isla y, en algún momento, de alguna manera, la mayor parte de los grandes árboles fueron talados. Sin las grandes palmeras, los árboles pequeños no podían proveer a los pascuenses del material requerido para sus magníficas canoas de antaño. A diferencia de sus parientes en el resto de Oceanía, la Isla de Pascua no tenía comercio con ‘islas vecinas’, o atolones cercanos que pudieran proveerles de madera. En el punto álgido de la manía moái, con casi 400 monolitos en el punto de elaboración, la sociedad pascuense colapsó. Los europeos se encontraron con una población disminuida, de dos mil a tres mil

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habitantes, culturalmente decaída, que practicaba rituales completamente distintos a los que originaron la producción de monolitos gigantes. De su pasado, los pascuenses, poco podían decir, ya que lo habían olvidado. Ni siquiera podían leer los petroglifos hallados en diversos puntos de la isla. El ragnarok pascuense debió ser reconstruido en base a pruebas arqueológicas y estudios antropológicos. La imagen que ambos pintan sobre su desplome no es nada agradable.

La sociedad pascuense colapsó en un brutal enfrentamiento entre los diversos clanes que poblaban la isla. Se aniquilaron unos a otros. Guaridas construidas con desesperación son prueba de la ferocidad con la que se acorralaron entre ellos. Un poco más difíciles de leer son ciertos restos humanos que hacen pensar en muchos casos de canibalismo. Tras la desaparición del 80% de la población, la Isla de Pascua construyó una sociedad distinta a la que la había precedido, sin la opulencia de los llamativos, y hasta hermosos, monolitos, y con un número exiguo de habitantes. La isla que exploradores holandeses encontraron el 5 de abril de 1722, día de pascua de ese año, tenía muy pocos árboles, había sido casi completamente deforestada. Ni siquiera estamos seguros del nombre que los nativos otorgaron a su propia tierra, Rapa Nui es un término tahitiano otorgado a la isla en el siglo XVIII. En la isla, quedó el idioma, eso sí, suficiente para conocerlo, comprenderlo, recordarlo y añadirlo a la gran lista de dialectos polinesios. Por ejemplo, sabemos que ‘kaja aki’ quiere decir ‘cuenta la historia’, y cuando se requiere dar énfasis los pascuenses duplican la palabra. ‘Kaja aki aki’ vendría a significar algo así como ‘cuenta toda la historia’.

¿Y la nuestra?, ¿qué hay de nuestra historia? Ahora, con cada acto, la escribimos.

(Cochabamba, noviembre, 2015)