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La Rata, un libro de verdadera autoayuda

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La Rata es como tú y como yo, un ser sumergido en la absoluta normalidad, que intentará superar el total anonimato, bajo la premisa de que todos somos especiales y tenemos talentos, que los sueños siempre se consiguen con esfuerzo, y que la férrea voluntad nos guiará ineluctablemente al éxito…

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Copyright @ 2008 Oscar Freyre Guerrero. Todos los derechos reservados. Está prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o formato, para uso comercial, no así para su distribución gratuita. Cualquier comunicación con el autor, hágase a: [email protected] Visita nuestra página web: http://www.threesenses.com/mios/larata/r00.asp

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La rata

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"Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te lo voy a decir, mas dame tú el don de la hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis compañeros". La Odisea

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La fiesta de las ratas

Con gran esfuerzo alzó la cabeza y, como muchas noches, desde hacía tanto que ya

había perdido la cuenta, la rata contempló la Luna gorda que tanto la hacía soñar,

escondida en las sombras de aquella alcantarilla abierta que encontró por error. Pronto le

empezó a doler el cuello y, con cierta opresión en el corazón, tuvo que dejar escapar otra

noche, otra Luna. Era enana, encorvada y, como para todo cuadrúpedo y rastrero, el cielo

y las ilusiones le estaban vedados, sometida a mantener la cerviz baja, la mirada sumisa y

el espíritu apagado. Naturalmente constituida para vivir de los desechos, oler las heces,

beber los orines y comer toda clase de porquerías que yacieran bajo su nariz. La rata era

una sobreviviente. Retrocedió lentamente, sin dejar de ver la Luna, y, como una sombra

entre las sombras, se sumergió en su cloaca.

Tras ella, acurrucada en la oscuridad, alejada de la luz que se filtraba por la alcantarilla

destapada, su amiga no dejaba de temblar.

–No deberíamos estar aquí... –dijo su amiga temerosa.

–Ah, no pasa nada –alardeó, sin dejarla terminar–. Vamos de una vez

si tanto miedo tienes.

Se apresuró para no ser descubierta. Nadie podía salir a la superficie, ni asomarse, ni

ver lo que existía bajo la Luna. Se decía que había monstruos enormes que las cazaban,

las recluían en cárceles y, luego de engordarlas por un tiempo, les inoculaban venenos

diversos, o, vivas, les abrían las entrañas para divertirse con ellas. Se decía que, como

resultado de estos suplicios, se había visto ratas que, además de su propia cabeza,

cargaban a cuestas otra en las espaldas, que no les dejaba de hablar y se devoraba su

comida hasta que desfallecían por inanición y morían de locura.

Corrió lo más rápido que pudo, saltando escombros y osamentas gigantescas. El

camino era muy accidentado, pero ya lo conocía de memoria, y como nadie más que ella

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había transitado por ahí durante décadas, no se había modificado más que por sus

huellas. Sus patitas pequeñas y torcidas casi no tocaban el suelo, y su contextura elástica

se adaptaba con increíble facilidad a todos los agujeros y cavidades. Escuchó a lo lejos

un sonido sordo, multitudinario, sonido de mar o de viento que ella no conocía, pero que

soñaba con vivir. En su mundo subterráneo nada se movía por sí solo; nada más que las

ratas y los bichos daban vida a los objetos con su paso presuroso. Se detuvo para calmar

la respiración, jadeaba con ritmo frenético, extenuada. A medida que recobraba el aliento,

empezaba a escuchar con mayor claridad ese rumor tan familiar: era su cáfila, royendo y

cortando los desechos que, nadie sabe cómo, llegaban de la superficie, y que ellas

llamaban alimento. Con mucho sigilo se acercó, intentando no ser notada hasta estar en

medio del colosal festín. Sabía que era muy grave lo que había hecho y que el castigo

sería severo. Había escuchado de ratas que, comidas vivas por la cáfila, desaparecieron

en cuestión de segundos en los estómagos satisfechos de algunas de las ansiosas

compañeras que habían alcanzado a tragar una que otra pequeña lonja de sus carnes.

Decían también que nada dejaban de ellas: ni la piel, ni los dientes, ni las uñas, ni los

huesos. Pero a pesar del riesgo de ser devorada hasta la total extinción y de siempre

jurarse nunca más volver, desde que vio a la Luna por primera vez, siempre regresó. Al

principio transcurrían largos periodos de sufrimiento, asaltada en las noches por imágenes

alucinantes, por voces que la llamaban, hasta que no podía resistir el deseo de verla.

Luego, más por costumbre que por valor, las incursiones se fueron haciendo más

frecuentes. Por último, haciendo caso omiso de su instinto, abatida por el terror y

acicateada por el deseo, dejó su suerte al azar. Quién sabe qué ocurrió esa noche. Un

paso en falso, una piedra nueva en el camino, un jadeo descuidado, las impredecibles

reglas de la fortuna, el inconsciente afán de alardear ante su amiga. Al fin y al cabo, los

motivos de la vida son casi siempre inescrutables.

–¡Rata! –se oyó un grito.

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Las ratas tienen una aguda percepción y un gran instinto, buen oído y mejor olfato,

sienten las vibraciones del piso y las oscilaciones del viento.

–¡Rata! –se oyó otro grito.

Cientos de narices infalibles que husmean el aire y nunca perdonan una falta.

–¡Rata, rata! –dos, tres gritos.

Y no por malicia ni crueldad, sino por necesidad.

–¡Rata, rata, rata!

Sino sólo por supervivencia.

–¡Rata, rata, rata, rata!

De pronto eran decenas de ratas en éxtasis enajenado.

–¡Rata, rata, rata, rata, rata!

Los ahora centenares de chillidos eran el de una sola rata inmensa. El rumor de la

especie.

–¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata!

Voz descomunal, ensordecedora.

–¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata!

Le empezaron a temblar las patas y sólo pudo controlarlas ajustando fuertemente su

vientre; tuvo incontinentes ganas de defecar, pero ajustó el ano; los ojos empezaron a

desorbitársele y entonces se erizó, inhaló aire, llenó sus pulmones y, con furia inusitada

hasta para ella, empezó a chillar con más fuerza que ninguna.

–¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata, rata!

Apuntando con la nariz a su joven e inexperta amiga que, por azar y para su buena

fortuna, había quedado inmóvil y confundida, sin entender aún lo que sucedía.

–¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata, rata!

Sin perder un segundo, la rata, enajenada en la multitud, una rata más entre las ratas,

una sola todas, se lanzó sobre su compañera y le arrancó el hocico de un mordisco. Esta,

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sorprendida, no atinó a nada, sólo escuchaba a lo lejos el fragor, y adivinaba miles de

caras de ratas frenéticas, furibundas. Y mientras la joven compañera miraba a la rata con

tristeza, antes de ser arrancados, sus ojos parecieron preguntarle desconsolada ¿por qué

tú? Pero no había tiempo que perder, era cuestión de vida o muerte, y siguió royéndola

hasta los huesos como una mínima parte, insignificante, de la gigantesca rata engendrada

del miedo y la rabia mientras el corazón se le encogía de dolor y desprecio por su propia

cobardía. Con tal voracidad se atragantó la canalla de su amiga, que ni una gota de

sangre pudo encontrar su libertad fugándose a través de los poros del suelo, o

mezclándose con la corriente de orines y emociones que surcaban las tierras del olvido.

Al final, nada; nada de esa fiesta para el recuerdo, sólo su vientre saciado y dichoso.

Lo que restó de la noche la rata no tuvo atisbo de sueño. Recordar a su joven

compañera, muerta por su culpa, le rompía el corazón. Es terrible, pero una rata no puede

oponerse a su instinto de supervivencia. El miedo la paraliza, le confunde el

entendimiento y toda su mente y pensamiento se concentran en no morir, en seguir

viviendo, y la hace capaz de traicionar a sus propios amigos. Tampoco pudo consolarse

con la marina frescura de sus propias lágrimas, pues no debía levantar sospechas.

Anegada de dolor y martirizada por el cansancio, llegó el amanecer sin poder concilliar el

sueño, porque en tal estado se encontraba su alma que no se permitía conciliaciones.

Finalmente fue derrotada por el agotamiento.

Pero poco duró su descanso. Había que amanecer con todas las demás, y hacer

primero lo que todas las ratas hacen al despertar: gruñir, babear, darse pellizcos con los

dientes, amontonarse sin sentido, apachurrarse, olisquearse, gruñirse, chillarse, roer y

roer. Esa era la vida de la rata. Sentía que los días huían de ella como los bichos que

perseguía, como el agua de los desagües; y como las carnes de su compañera devorada

desaparecieran, eran los dientes de un tiempo que inflexible devoraba su vida. Durante

todo el día no dejó de pensar en su amiga. ¿Y si no la hubiese traicionado? Ahora

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también ella estaría muerta. Pero ¿acaso no era ella la que la había obligado a ir, no era

ella la que soñaba con la Luna y su mundo? Cerca estuvo de confesar, pero el tiempo le

ganó nuevamente la partida y la noche llegó. Deambuló durante horas por su fétido

laberinto subterráneo hasta que, sin saber cómo ni por qué, se encontró en el pequeño

recinto secreto, el pasaje al mundo lunar, como ella se refería a él cuando estaba con su

amiga. Venía a su mente su gesto sorprendido, su carita triste. Recordaba en su mirada

una gran sorpresa, y la pregunta silenciosa ¿por qué tú? Evocó sus años de infancia,

cuando a escondidas compartían sus intimidades, y ella, que era la mayor, le enseñaba a

su amiguita los secretos del rastreo de aguas podridas en qué solazarse, de los olores

hediondos, los lugares recónditos de las miasmas, la persecución de bichos. Ocultas

edificaban una amistad con esmero, prohibida por las leyes de la cáfila, pues sólo

aquellas actividades concernientes a unificar al grupo y fortalecer el tumulto se podían

ejercer.

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La Luna

De pronto un intenso resplandor la hizo volver en sí. No podía ver nada, sólo la fuerte luz

blanca que la cegaba. Mareada, casi perdió el conocimiento. Cerró los ojos, pero el

resplandor seguía ahí. Apretó los párpados para protegerse de la luz, pero nada,

persistía. Opuso sus manos y no fue suficiente. Al fin, bajó la mirada y, al abrir sus ojos,

vio sus manos blancas, luminosas; vio sus patitas que brillaban con intensidad, vio su

pequeño vientre bañado en plata.

–¡Estoy ciega!

Entonces se vio lejos del suelo. Estaba erguida, parada en sus dos patas posteriores,

con la cabeza en alto. Alzó la mirada nuevamente y recuperó la visión. Ahora, su nariz y

sus ojos se convirtieron en tres estrellas que resplandecían sobre las aceras, donde

refulgía la Luna, ahora sí hermanada con ella. Se sentía no una estrella fugaz, sino una

constelación en busca de su destino, inmensa, noble, en armonía con el universo y

dispuesta a todo. Ya no era más una rata entre las ratas, ya no era parte de una grey;

empezaba a existir por sí misma, había abandonado su cáfila para ser única e indivisible;

lucharía por sus sueños como nadie lo había hecho antes, cortaría sus cadenas con filo

veloz y agudo, destazaría al miedo y arrojaría de sus entrañas todos sus temores.

Necesitaba un nombre, y lo tenía, se llamaría Óscar, que en alemán significa “la lanza de

los dioses”.

Las nubes avanzaron y taparon a la Luna, y la rata por primera vez quedó totalmente

sola. La esperó por largo tiempo, ahí, parada en la oscuridad, con la cabeza en alto,

intentando encontrarla entre las nubes, llamándola con su voz chillona, tratando de

ganarle al viento, que empezaba a silbar fuerte. La noche comenzó a enfriar y los

murmullos de la oscuridad congelaron su alma. Tuvo miedo, y mucho. Cruzó los brazos

entumecidos, se encorvó, pegó el mentón al pecho, bajó la mirada. Ya no brillaba, estaba

nuevamente gris. Y la tierra, con su boca abierta, parecía susurrarle que regrese a sus

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entrañas. Le pesó mucho la cabeza. Se encorvó más y más, hasta que sus patitas

delanteras casi tocaron el suelo. Miró abajo, a la alcantarilla, a su mundo oscuro de

desperdicios y heces. Pero entonces se incorporó de golpe. No, sus patitas delanteras

jamás tocarían el suelo nuevamente para andar. Jamás se arrastraría de nuevo,

encorvada y temerosa por ese mundo hediondo; sólo así la muerte de su amiga no habría

sido en vano y quizá algún día se podría perdonar. Ese mundo ya no era suyo, ahora era

a este, al mundo de la Luna, al que pertenecía.

El viento se calmó y las nubes se marcharon. La Luna blanca le sonrió

nuevamente. Miró por última vez la alcantarilla abierta y se despidió de la cloaca y de la

cáfila. Había sido un día muy intenso y triste, aunque sentía haber vuelto a nacer.

Demasiado cansada ya, encontró refugio y por fin logró reconciliarse con el sueño.

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El Sol

Al día siguiente, cuando la rata despertó, ocurrió un fenómeno extraño y desconocido.

Fue cegada por una enorme bola de fuego dorado, una esfera ígnea gigantesca. Fue raro;

en lugar de acobardarse, se sintió reconfortada, acogida por un calor que la llenaba de

energías.

–¡Luna, Luna!

La Luna parecía haberse convertido en fuego para calentarla, para abolir el frío que

sentía, para iluminar su mundo y permitirle ver con toda claridad su camino y la belleza de

todo cuanto la rodeaba. Aturdida, dando vueltas, tardó algunas horas en recuperar la

visión, y aun entonces no totalmente. La rata había vivido en la oscuridad del subsuelo

tanto tiempo que no estaba acostumbrada a esa intensa claridad. En la cloaca todo era

oscuridad, tinieblas y frío. Para entrar en calor había que tiritar y para ver había que oler,

oír y palpar. Todo se veía tan brillante que apenas podía mantener sus ojos abiertos. De

cada objeto emanaba un resplandor amarillo y todos parecían arder. A medida que

pasaba el tiempo aparecían nuevos colores y los anteriores se intensificaban. Ella nunca

había visto los colores. En su mundo todo era gris, y la única luz que había visto, al final

de su residencia en los vertederos, era la de su hermana Luna, que la protegía.

Vio el rojo de las rosas, el azul del cielo; vio el verde claro de las hojas de los

helechos, y el verde oscuro de los geranios. Vio también toda la gama de marrones de los

troncos de los árboles y los vio a estos, gigantes y fuertes, y quedó impresionada de su

nobleza.

–¡Luna! –dijo expectante.

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La volvió a llamar mientras seguía admirada por todo cuanto resplandecía. Le respondió

una voz poderosa, como si entonara un himno solemne ante el cual se encorvó y,

pasmada de terror, sus manitas tocaron el suelo y transformáronse en patas torcidas, con

las cuales corrió a toda velocidad a refugiarse.

–Hermana rata.

Resonó la voz poderosa, haciéndole temblar hasta los huesos.

–Buenos días, hermana rata; ya amaneció, y como eres nueva aquí, he venido a

saludarte.

Aunque la voz era amable, su fuerza, su eco poderoso la llenaban de pánico.

–No me tengas miedo, hermana Rata, que ningún mal te voy a hacer. Ven, quiero

conocerte, sal de tu escondrijo.

Más por el miedo que por el tono cálido y protector de estas palabras, la rata salió.

Primero asomó la punta de su nariz, atreviéndose apenas a olfatear, luego apareció

lentamente, encorvada, reducida y diminuta, levemente tullida, hasta que emergió de su

escondrijo. Y mientras ese Dios incandescente la observaba y ella sentía su calor, el

terror la había paralizado tanto que sólo atinaba a doblarse más sobre sí misma y

permanecer inmóvil, en sus cuatro patas, sin despegar la mirada de un punto fijo en el

suelo.

–Por qué me llamaste Luna? ¿Acaso no sabes quién soy? Yo soy el Sol. Alimento a

las plantas con mi luz y soy el regazo que refugia a todos del frío. Soy más grande que la

Tierra y estoy más arriba que la Luna. Tiño al mundo de colores y hago que todos los

puedan ver. Soy la protección y guardia de todo ser viviente; soy el día, soy la vigilia, el

quehacer. En suma, soy la vida.

Al escuchar esto, la rata quedó admirada y se atrevió a preguntar tímidamente:

–¿Y entonces por qué nunca supe de ti?

El Sol le sonrió y ella sintió su calidez.

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–Hermana rata, tú siempre has vivido en las cloacas, en las entrañas de la Tierra.

Nunca viste la luz del día, que es mi luz, ni sentiste la calidez de mi calor, que es el

refugio y protección de todos.

Entonces, la rata alzó la mirada y lo vio, inmenso, en lo más alto del cielo, en medio de

un resplandor infinito que se extendía por todo el horizonte, hasta llegar más allá de la

vista y los sentidos, habitar en todos lados, ocupar todos los espacios sin quitárselos a

nadie, haciéndolos cálidos para todos, de una luz tan intensa que apenas si podía mirarlo.

–¿Si todo esto a lo que llaman día eres tú, qué es la oscuridad que yo veía desde mi

alcantarilla?

–Esa es la noche, el mundo de la hermana Luna. La región incierta de la penumbra,

del sueño, del frío y las tinieblas, el mundo de los ciegos, sin color, sin refugio, del

embuste y la perfidia, la tierra de la emboscada y la traición. El lugar donde residen los

rastreros, los olvidados. Esa es la puñalada trapera, la zancadilla artera, la palabra

engañosa, donde nada se ve como es ni se hace como se debe. El mundo del desperdicio

y del desecho. Donde el miasma inunda las almas, la rapiña debilita las voluntades, el

terror extingue al individuo y la cáfila reina.

Al oír estas palabras, la rata se incorporó, se irguió en sus dos patitas traseras e,

inflando su pecho, alzó las manos hacia el Sol.

–Oh, hermano Sol, yo no te conocía; tienes toda la razón, eres muy sabio. Yo he

estado ahí, es horrible. No hay día y sólo hay noche. No hay color y todo es gris. No

tenemos el amparo de tu regazo ni la calidez de tu amable fuego. El miedo es lo que

respiramos y la cáfila gobierna sólo para que ninguna de nosotras pueda existir. Vivimos

para comer lo que otros botan sin oler otra cosa que no sea pestilencia. Contigo siento el

calor de tu mirada, todo está lleno de luz y de colores. Delineas claramente las formas

evitando el engaño y distinguiendo lo hermoso de lo feo, lo bueno de lo malo. ¿Sabes?,

yo nunca he pertenecido en realidad a ese mundo de oscuridad e insania, por eso

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siempre intenté escapar, pero era sumamente peligroso. Al fin luché con todas mis

fuerzas y lo logré, aunque en el intento perdí a una buena amiga. Ese mundo es pérfido y

cruel como quien lo gobierna: La Luna que nos congela con su débil resplandor, que

confunde nuestras miradas. La maldigo a ella y a su mundo por haberme mantenido

apresada tanto tiempo.

–Veo que eres una de nosotros, rata; entonces debes tener un nombre, porque todos

los que no pertenecemos a una cáfila tenemos uno.

La rata dudó un momento, masculló algo ininteligible y luego, irguiéndose aún más y

estirando el cuello, le contestó casi gritando:

–¡Óscar, me llamo Óscar!

–Es un buen nombre, Óscar; es un nombre para la guerra ¿Contra quién vas a luchar?

La rata se mantuvo pensativa por un momento.

–Aún no lo sé, no sé contra quién, pero sé para qué. Voy a luchar para encontrar mi

sentido en esta vida y realizar todos mis sueños.

–Me parece muy bien, rata, ¿y cuáles son esos sueños?

–Todavía no los descubro, pero debe haber alguno. Todos tenemos un sentido, una

razón por la cual existimos, eso creo; y esa razón, ese motivo, es el sustento de todos los

sueños.

–Y tú quieres encontrar tu utilidad en esta vida.

–Exacto, y entonces tendré un sueño y haré todo, hasta morir, para realizarlo.

–Te felicito, rata, eres muy valiente, y estoy seguro de que tendrás éxito. Ahora te

tengo que dejar, mi mundo es vasto y de todo él me tengo que ocupar. Pero antes te

bañaré en oro para reluzcas como yo, para que tu brillo aturda a tus enemigos y encandile

a tus adeptos. Diciendo esto, la irradió con su poderosa luz y ella recibió su energía. Pero

cuando el Sol ya se había ido, aunque estaba en todos lados, ya no estaba con ella. Sintió

un enorme dolor. Un dolor que aumentaba a cada instante, que se iba extendiendo por

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todo su cuerpo. Se miro las manitas, la panza, las pequeñas patas, los hombros delgados,

y más que bañada en oro parecía burdo hierro levemente enrojecido. Sentía en la piel un

ardor desconocido. Creyó que hasta las entrañas le ardían. Empezó a dar pequeños

saltos presa de una creciente desesperación y emprendió una corrida tan veloz que

parecía volar. Iba y venía, sin decidirse a ir a algún lado.

¿Y qué haría ahora? ¿Qué era esta sensación que tomaba su cuerpo? Pensó en su

amiga, que había muerto por ella y en medio de su tribulación le pidió perdón. Extrañó el

frescor de la Luna y su fría luz que por tanto tiempo la alegró; extrañó el generoso baño

de plata con el que fue forjada alguna vez, sus primeros pasos sobre el asfalto frío de la

noche. Extrañó también a su cáfila, que la protegía y calentaba, que le lamería las llagas,

curaría las heridas, calmaría el dolor y le prodigaría compañía. Aunque ya poco tiempo le

quedaba, se prometió nunca más traicionar a sus amigos, ni renegar de ellos como hasta

entonces lo había hecho tantas veces. Cayó de rodillas y, sollozando, llamó a la Luna.

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El delfín

Iba dando tumbos y traspiés cuando sintió el estómago en la boca y el alma se le escapó

del cuerpo. Miró hacia abajo: el piso había desaparecido, estaba cayendo, se había

arrodillado en el abismo. Se sintió sola. Sin Luna, sin cáfila, abandonada, y se preparó

para morir. Repentinamente un estallido y se hundió en una corriente pestilente y

cenagosa que la empujaba y a la cual no podía oponerse. Se sumergió por unos

segundos que se hicieron eternos. Y aunque se atragantó un poco, no fue demasiado.

Pronto estaba flotando, agotada, sin saber a dónde había ido a parar. Sólo sabía que algo

la empujaba hacia delante. Se sintió de nuevo en la cáfila por la intensidad del pestilente

olor, arrastrada por una corriente invisible, aunque a veces se daba de golpes con lo que

parecían dos paredes, a su derecha e izquierda, pero igual marchaba velozmente hacia

no sabía dónde. Hasta que pronto se vio en medio de agua, tanta, que se perdía en el

horizonte, tanta, que sus ondas parecían montañas. Nunca había probado agua salada,

tanto, que no se podía beber. Sin embargo, esa gigantesca masa de agua le calmaba el

ardor de su oscura piel quemada por el Sol, la arrullaba con su menear, la consolaba con

su respiración prolongada. Era el agua más limpia que jamás había visto. No era como el

agua de las cloacas, espesa y opaca. Su olor fresco la reconfortaba y en su liviandad se

sentía ingrávida. A lo lejos, largas ondulaciones se extendían y movían con coreografía

sincronizada, hasta terminar en tubos de agua que se sumergían en sí mismos.

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El agua amable la condujo suavemente mientras ella se dejaba envolver extasiada.

Después, cuando la rata tocó suelo, aún seguía hipnotizada por la belleza del mar.

Alrededor de ella, larguísimas líneas ondulantes de espuma muy blanca la acompañaron

hasta la orilla, diluyéndose en la arenosa orilla. Atrás quedaron sus huellas, que iban

siendo devoradas por el agua con paciencia. La tierra era tan blanda y fina que por un

instante creyó estar recorriendo la piel de algún animal enorme. Se sentía tan agotada

que se tendió en el límite del agua, sobre esa piel húmeda que tomó la forma de su

cuerpo, y quedó dormida.

Cuando despertó, la marea había subido y la rata, casi flotando, se sintió sobre nubes

tibias. El agua cálida de la tarde la reconfortó, y el cielo, que empezaba a ofrecer sus

múltiples colores, la llenó de esperanzas. Contempló el horizonte largo rato, viendo cómo

el Sol se sumergía en la gran masa de agua que parecía extinguir su fuego poco a poco.

De pronto se asustó. El Sol se estaba ahogando en la inmensidad acuática, echando

vapores de colores que se perdían a lo lejos, tiñendo el cielo con su sangre. Se incorporó

súbitamente; el agua le llegaba a la panza. Veía con desesperación cómo el Sol estaba

muriendo, y con él morirían los colores de las cosas, se difuminarían los contornos en la

oscuridad y se confundiría lo bello con lo feo, lo bueno con lo malo. Vio cómo el agua se

enfurecía y cómo las ondas, antes sincronizadas en una hermosa danza, ahora

conformaban un caos frenético y agresivo. Escuchó ahora la respiración violenta y

entrecortada del agua. Y en medio de toda esa barahúnda, divisó un gran animal que

surcaba el mar con despreocupada alegría, jugueteando en el fin del mundo, y se

acercaba a ella. Temerosa, retrocedió hasta la orilla.

El animal se detuvo a unos metros de la rata y asomó la cabeza. Era grande, lustroso

y por su expresión parecía siempre sonreír. Con voz juguetona le dijo:

–Hola, amiga, ¿tú quién eres?

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Ella se paró, se limpió la tierra en el agua y le respondió con preguntas.

–¿Cómo puedes estar tan tranquilo? ¿No ves que el Sol se ahoga, y con él la luz que

tiñe al mundo de colores, y el calor que nos abraza, y la claridad para el correcto

discernir?

Aquel extraño animal, más grande y hermoso de lo que ella creyó distinguir a lo lejos,

quedó confundido por su reproche.

–¿Qué el sol se ahoga? ¿Cómo puede ser? ¿Dónde? –le preguntó buscando la

tragedia en el horizonte.

–¿Que no lo ves? ¿No ves cómo tiñe el cielo de rojo con su sangre? ¿No ves el humo

gris que poco a poco va invadiendo el horizonte?

El extraño entendió; aquel gracioso animalillo nunca había estado en el mar.

Sonriendo le respondió:

–No, amiga, no te alarmes; ni el Sol se ahoga ni se acaba el mundo.

–Y entonces toda esa agua en la que se está hundiendo...

–Esa agua, como tú la llamas, tiene un nombre, es el mar. Y el Sol no se está

ahogando, sólo va a tomar una siesta. También él necesita descansar.

La rata, un poco más tranquila, quedó en silencio por un rato, viendo hacia el

horizonte, pensativa.

–¿Y las aguas, que antes bailaban tranquilas y ahora saltan con violencia?

–Es el mar, que se prepara para el frío de la noche; él también quiere calentarse.

La rata estaba sorprendida. El mar, el Sol y ahora este extraordinario animal que

parecía saberlo todo. Agobiada por muchas interrogantes, pero mucho más tranquila, la

rata se sentó en la tierra y, contemplando el sueño del Sol, preguntó:

–¿Y dónde duerme el Sol?

–El Sol duerme muy lejos, nadie sabe dónde, en el ocaso.

–¿Y el mar se molesta por eso?

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–No, ya te he dicho, no está molesto, sólo se calienta.

–¿Y esta tierra tan suave?

–Esta tierra es la arena, y es donde descansa el mar.

–¿Y esas aves que vuelan bajo el agua?

–No son aves, se llaman peces, y no vuelan, nadan.

–¿Y esas ondas de agua que vi en la mañana, esas que luego formaban tubos y

avanzaban hasta hundirse?

–Esas son las olas; es el regalo más hermoso del mar, mi sueño.

Al escucharlo hablar sobre su sueño, la rata se irguió y redobló su atención. Él ya tenía

un sueño, eso que ella tanto anhelaba. El momento que vivía era tan hermoso, algo que

nunca había experimentado.

–Tú pareces saber mucho sobre el Mar.

–Por supuesto, este es mi mundo, yo vivo aquí. Mi nombre es Daniel, y soy un delfín.

¿Cuál es tu nombre?

–El mío es Óscar y soy una rata. Me he escapado de las entrañas de la Tierra en

busca de un sueño.

La eterna sonrisa del delfín pareció curvarse aún más.

–¡Es maravilloso, Óscar, maravilloso encontrar a alguien en busca de un sueño!

–Cuéntame del tuyo, ¿lo encontraste?

Entonces, Daniel se sentó junto a la rata y, abrazándola por el hombro, contemplando

ambos el horizonte carmesí, empezó su relato.

–Por mucho tiempo, como tú, yo viví con mi manada. Y como tú, vivía bajo sus reglas,

las cuales no admitían diferencias ni para los sueños. La vida era pescar para comer y

comer para pescar. Así transcurrían los días, y con ellos los años, y con los años la vida

se iba perdiendo en el horizonte arrastrada por cada marea. Pero yo siempre tuve un

sueño, desde muy pequeño. Mi sueño era salir de mi atolón en busca de la ola perfecta.

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Por mucho tiempo estuve practicando mis técnicas para deslizarme por las olas y entrar

en perfecta armonía con el mar. Poco a poco mis amigos me fueron abandonando.

Dedicados únicamente a la pesca, con sus sueños perdidos u olvidados, siempre

desaprobaron mi búsqueda. Llegó un día, entonces, en el que decidí marchar, sin decir

nada a nadie, en busca de mi sueño.

–¿Y no tuviste miedo? –interrumpió la rata, intrigada por el relato de Daniel.

–Claro que lo tuve, y mucho. Pero ya no podía dar marcha atrás, no viviría más una

vida sin sentido, esclavizada por la necesidad y la rutina. Decidí que dedicaría, desde

entonces, todos mis días a la búsqueda de mi sueño, porque los sueños han sido hechos

para volverse realidad.

Mientras más prestaba oídos a los pensamientos de Daniel, más reconocía la rata, en

el Delfín, la profunda sabiduría de quien había tenido la magnífica experiencia de llevar a

cabo su sueño.

–Muchas aguas transité y distancias recorrí. Vi muchas cosas extrañas y nuevos

animales. Al fin, entendí que no debía temer a lo desconocido, porque cuando deseas

algo con todo tu corazón, nada puede impedir que lo consigas, salvo tus temores.

La rata, emocionada, no pudo contenerse y ya estaba parada, saltando, brincando de

entusiasmo, aplaudiendo con sus manitas las sabias palabras del delfín, haciendo hurras

y gritando barras. Este Daniel era un gran tipo, un sabio que le enseñaría cómo realizar su

sueño. Viejo amigo, viejo sabio, se dijo la rata, este Daniel sí que sabe vivir.

–Al fin, después de mucho buscar, y no sin correr muchos riesgos y vencer tantos

peligros, llegué a un mar donde, más allá de la orilla, tierra adentro, refulgían pequeñas

lucecitas dispuestas desordenadamente. Fue allí donde encontré la ola perfecta.

–¿Y por qué la abandonaste? –preguntó la rata desconcertada.

–Porque decidí regresar a mi atolón para alentar a mis compañeros a que busquen

sus sueños.

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Vaya con este Daniel, si no sólo es sabio, sino también bondadoso y pródigo,

pensó Óscar.

–Pero eso sí, Óscar, no conseguirás tus sueños si no escuchas a tu corazón.

–¿Y cómo haré para escucharlo?

–Sólo sigue tu sueño con todo esmero y llegará un momento en que tu corazón te

hablará.

La rata ya no podía más con su alegría y, desatada de entusiasmo, empezó a entrar

en el mar, a sumergirse en clavado, a perseguir a las olas, deslizarse sobre ellas, hacer

mil piruetas, saltar por los aires hasta tocar el cielo, seguir los pasos de su mentor.

–¡Espera, Óscar, con calma, tenemos mucho tiempo! Primero debes descansar;

estarás agotada luego de tu larga travesía y de todas las cosas nuevas que has conocido

hoy.

La rata se calmo, lo miró de aleta a hocico admirada. Qué animal tan noble y sabio era

el delfín. Daniel le devolvió una mirada comprensiva y paciente, la mirada de un sabio.

–Hoy descansaremos. Mañana nos espera un arduo día. Hay que ser pacientes.

La rata asintió, como lo hacen los buenos pupilos, y se dispuso a compartir con el mar

aquel suave lecho de piel llamado arena, que era donde empezaba a nacer por primera

vez su sueño.

No apareció la Luna para importunar su reposo con palabras vanas, ni su compañera

muerta inquietó su corazón. En el cielo negro sólo parpadeaban minúsculas estrellas cuyo

brillo no era sometido por el presuntuoso resplandor de la Luna. El viento, si bien era

fresco, no enfriaba, y la arena tibia que le había regalado el Sol le daba abrigo. El mar se

había calmado y con voz suave y tranquila la arrulló hasta que sus ojos se cerraron. Esa

noche durmió bien.

–¡Óscar! –escuchó la rata en sueños; una voz lo llamaba a lo lejos, desde la

bruma.

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–¡Óscar, Óscar!

La rata soñó que caía nuevamente hasta terminar en la corriente pestilente y se

despertó de un salto. A lo lejos vio a Daniel, que le había lanzado agua de un coletazo.

Era muy temprano y apenas había amanecido. Buscó al Sol en el horizonte, no lo

encontró. El cielo estaba teñido ahora con una gama continua de azules que se aclaraba

hacia lo alto hasta brillar en un resplandor amarillo, casi blanco. Bostezó e instintivamente

empezó a girar en busca del Sol. Del lado opuesto del mar, tras las montañas, asomaba

el Sol apenas, como un bostezo, tras el cielo incandescente, desplegando sus millones de

finos tentáculos, casi blancos, sobre los picos luminosos de los cerros, que parecían

querer estallar. Absorta quedó la rata al ver tal despliegue de belleza. Y con los brazos

extendidos, sintiendo el cálido abrazo solar, se dijo: así se despereza el Sol.

–¡Óscar! –le dijo Daniel.

Salió la rata de su ensimismamiento y saludó a Daniel, haciéndole señas para que se

acerque a ella.

–Vamos, ven conmigo a correr olas, te enseñaré.

La rata no podía más con su felicidad. Y dando brincos de alegría se empezó a hundir

en el mar. A lo lejos se podía ver las grandes paredes de agua avanzando

sincronizadamente, formando cilindros verdosos, cerrándose en largas barbas blancas y

burbujeantes que se extendían a todo lo largo del atolón, creando una trama de cintas

sinuosas, un ejército de espuma.

Mientras la rata veía a Daniel atravesar las barreras blancas como una lanza, dando

brincos y piruetas, ella luchaba por mantener la respiración y tragar la menor cantidad de

agua posible, moviendo desesperadamente sus patitas para poder remontar la espuma.

Pero el agua se escurría entre sus dedos y la corriente le empezaba a ganar la partida. La

rata no se desanimó. Estaba demasiado entusiasmada para echar su sueño por la borda

ante la primera dificultad y le imprimió más fuerza a su desesperado pataleo. Más y más

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hasta que realmente se sintió surcar los mares como un delfín. Soy un delfín, soy un

delfín, chillaba atorándose mientras tragaba enormes cantidades de agua. Ahora su

pataleo era un frenesí que la llevaba al borde del delirio. Daniel, Daniel, mírame, soy un

delfín, soy un delfín, mientras su panza no dejaba de hincharse hasta casi reventar. Pero

Daniel no la escuchaba, demasiado ensimismado como estaba jugueteando con las olas.

Pero la escuchó un tramboyo que pasaba por ahí con su cardumen y avisó a sus

compañeros, quienes quedaron atónitos ante tan insólito espectáculo. Un erizo alargado y

de piel parda chapaleaba desesperado, levantando tanta espuma que más parecía un

bote a punto de naufragar, y más que avanzar retrocedía. La risa fue unánime. “Este erizo

es increíble, sí que tiene talento, se decían los tramboyos”. “Daniel”, gritaba entre

gárgaras, “Daniel, soy un delfín”. Y el auditorio marino no paraba de ovacionar, tomados

por la risa. El arduo desempeño de la rata tuvo un final accidentado: a punto de reventar

por lo hinchada, vio acercarse velozmente un inmenso muro de agua coronado por un

ejército de soldados de espuma que se cernió sobre ella, machacándola, haciéndola

rodar, lanzándola por el aire, estrellándola contra el fondo marino y, por fin, revolcándola

contra la arena hasta dejarla desmadejada sobre la playa. Sin embargo, pronto llegó otro

ejército de espuma para levarla y arrastrarla algunos metros mar adentro, repitiéndose

entonces la violenta rutina de machacones, rodaderas, lanzamientos aéreos, estrellones y

revolcones. Así anduvo la rata, en tal indisposición y trámite, durante algún rato, hasta

que, pareciera que harto el mar de cebarse en ella, la arrastró hasta el fondo y, como

estocada final, la alzó y acabó estrellándola en la arena de la playa.

La rata, casi muerta, tosía convulsa y lívida mientras vomitaba y echaba tanta agua

que parecía haberse agujereado. Tirada sobre la arena, oyó a lo lejos a los tramboyos

que celebraban su desgracia y, ahítos de risa, le lanzaban hilarantes diatribas. Por fin se

fueron y la rata quedó sola.

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Tirada bajo el Sol que laceraba su piel y la sal que martirizaba su carne, ya no le

importó nada; por primera vez, la rata deseó morir. Para qué tantos sueños, para qué

tantas convicciones y sacrificios, si al final siempre iba a terminar de hazmerreír, siempre

obtendría sólo burlas y desprecio. Tal vez ella era una rata y sólo eso. Qué ridícula, qué

necia, qué seso achicharrado, se dijo. Ser un delfín, pensó soltando una carcajada hecha

lamento, un delfín, mientras se atragantaba con sus lágrimas, que a pesar de tanta sal

eran muy amargas; un delfín, quiso reír cuando sólo le salía llanto. Y, tirada boca arriba,

vio con tristeza sus manitas acalambradas por el esfuerzo, su pancita hinchada por el mar

y su alma hecha añicos. Nunca se había sentido tan ridícula, tan minúscula, insignificante.

Deseó perderse en el mar hasta ahogarse en sus aguas, pero ya estaba muy cansada.

Miró hacia lo alto al Sol que la cegaba, y sin tener ya más fuerzas sus ojos se cerraron.

Pero despertó. Estaba flotando, arrullada por las aguas mansas de la orilla, acariciada

por la espuma, bajo la tenue luz del alba. Las heridas del día anterior habían cerrado y

sus músculos habían sido tonificados por el agua salada. Desde la lejanía la adormecía el

ronquido sereno del mar. Sintió el contacto de una piel lisa pero cálida que la reconfortó.

Vio sobre ella unos ojos pequeños y amables y un gesto que parecía siempre sonreír.

Incluso con el corazón embargado de aflicción, quiso darle una sonrisa que nunca salió.

Era su amigo, Daniel, que no la había abandonado. Se le oprimió el corazón aún más por

la alegría generosa de poseer un buen amigo, un amigo sincero. Entonces, recordó lo

sucedido el día anterior; recordó la espuma, su pataleo frenético, su ridícula esperanza de

ser un delfín, sus gritos de triunfo mientras en realidad estaba construyendo su derrota,

los tramboyos, el ridículo. Sintió vergüenza y lástima por sí misma. Miró a su amigo con

melancolía y le susurró un perdón, una disculpa. Pero él no pareció escucharlo.

–¡A levantarse! –le dijo con entusiasmo, como si nada hubiera pasado, como si el día

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anterior no hubiera recibido la peor humillación de su vida–. Vamos, vamos, que ayer no

fue un buen día para mi pupila y hoy hay que recuperar el tiempo perdido.

La ayudó a incorporarse. Le sorprendió sentirse tan bien. Aunque estaba lacerada y llena

de cicatrices y cayos, sentía haberse recuperado bien durante la noche.

–Ayer recibiste una verdadera golpiza. Nunca había visto algo así, y que se

sobreviviera para contarlo. Te felicito, has demostrado una fortaleza sin precedentes. Vas

a ser una estupenda alumna.

Al oír esto, la rata se entusiasmó mucho, recobró sus ganas de vivir. Estas mágicas

palabras le habían devuelto el deseo de soñar y las fuerzas para realizar todos sus

anhelos. Sin duda, Daniel era un verdadero maestro, todo un soñador.

–¿De verdad piensas eso? –le dijo.

Por supuesto, mi querida rata. Ayer fuiste vapuleada por las olas, pisoteada por el mar,

estrellada contra el fondo una y mil veces, revolcada en la arena, inflada y desinflada,

retorcida, maltratada de toda forma imaginable, arrojada en un verdadero portento de

lanzamiento hasta quedar incrustada en la arena. Cosa maravillosa que yo nunca había

visto realizar, y menos aún sobrevivir para contarlo. Si a eso no le llamas un milagro, o un

don extraordinario, la verdad no sé qué es. Tú sí que estás hecha para el mar pupila mía.

Ya nada de él podrá dañarte.

Estas palabras insuflaron un fervor casi religioso en la rata por su nuevo amigo. Óscar

quedó admirado de esa paradoja de la vida, de cómo aquello que para ella había sido un

terrible maltrato era un portento de la naturaleza en la mirada de Daniel. Y aunque quedó

un tanto confundida por no entender del todo las palabras de su amigo y mentor, estaba

convencida de la razón que las asistía, y quedó perpleja ante el poder de tal sabiduría,

que era capaz de encontrar beneficio en la contrariedad y el escollo. Le quedó como

lección no dejarse engañar por la peor paliza, detrás de la cual podría hallarse tal vez el

mayor don.

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–Es verdad, maestro, no me había dado cuenta –afirmó, devota, la rata.

–Es verdad, amiga rata, pero para eso estoy aquí, para ayudarte en tu camino. Y,

recuerda, es fácil defender algo que no entraña riesgo alguno, lo difícil es luchar contra las

adversidades. Ahora sígueme.

Dichas estas palabras, la rata sintió aún más devoción y respeto por el delfín. Es fácil

defender algo que no entraña riesgo alguno, lo difícil es luchar contra las adversidades, se

dijo la rata intentando retener la frase para siempre en su memoria: es fácil defender algo

que no entraña riesgo alguno, lo difícil es luchar contra las adversidades, repetía para sí

misma. El maestro era una inmensa fuente de sabiduría y de conocimiento sobre la vida.

Caminó la rata y nadó Daniel hasta llegar a pocos metros de donde se proyectaba, casi

horizontal sobre el mar, un acantilado contra el que se estrellaban las olas y se deshacían

en espuma. Era una mole de piedra estriada por la erosión marina. La roca, vencida por

mareas milenarias, había dejado paso al Mar en su interior, a un vientre que de día estaba

casi vacío y silencioso, pero que por la noche resonaba con la furia de aguas ofuscadas.

La rata alzó la mirada y no alcanzó a divisar la cumbre. Le pareció la cabeza de un

gigante que intentaba tragarse al Mar. Ambos lo contemplaron por un rato, hasta que

Daniel la miró y le dijo:

–Ya llegamos, rata. Como ves, el gigante detiene la espuma del Mar con su enorme

cabeza y con la boca muy abierta ha tratado de beberse toda su agua durante tantos años

como tiene el mar, la Tierra, la Luna y el Sol. Si trepas hasta su coronilla y te lanzas

desde su borde, podrás evitar las espumas que tantas dificultades te han opuesto, podrás

llegar directamente a la ola y ahí correrla siguiéndome y aprendiendo de mí. Siempre

existe una solución simple para un problema complejo, es cuestión de buscarla con el

corazón.

La rata reconoció tan elevado ingenio. Siempre existe una solución simple para un

problema complejo, es cuestión de buscarla con el corazón. Ella, como buen aprendiz,

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estudiaría todo cuanto pronunciara el maestro y lo retendría por siempre en su cabeza.

Siempre existe una solución simple para un problema complejo, es cuestión de buscarla

con el corazón, se repitió la rata y, sin esperar más, se aprestó a aplicar los secretos que

su maestro le había revelado. Riesgo y simplicidad, resumió la rata para sí, mientras

corría hacia el acantilado como un guerrero dispuesto a todo. Rápidamente escrutó la

tremenda roca con ojos inquisitivos, frunció el seño, abrevió el rictus, se mordió los labios,

bufó, pero nunca se detuvo. Riesgo y simplicidad, repitió, riesgo y simplicidad. Desde hoy

esa sería su sentencia. Pronto diseñó una estrategia basada en esos dos nuevos

principios fundamentales de su existencia, su nuevo método de vida consagrado al éxito,

a la realización de sus sueños. Sin perder un segundo, elaboró un detallado mapa

topográfico del coloso en su mente. Riesgo y simplicidad. Sorteó las primeras erupciones

rocosas de la falda del coloso de piedra. Todo estaba bajo control, ahora sí, su destino

estaba trazado, realizaría su sueño. A medida que avanzaba la ladera se inclinaba más y

las rocas eran más numerosas, hasta que por fin todo fue piedra. Pero no había problema

alguno, el mapa que había trazado en su cabeza le ayudaría a encontrar el camino

correcto hasta la cima. Riesgo y simplicidad. A unos metros del suelo la arena

desapareció y el cerro se hizo de una sola roca, tomando una inclinación casi recta. Pero

la rata ya lo tenía todo previsto. Tomando como guías ciertas salientes de tonos distintivos

se orientaba con fina precisión. Siguió así, y aunque un poco agitada, no disminuyó la

marcha. El ascenso fue constante hasta unos metros más. A esa altura, las cosas le

fueron más fáciles. La roca, ya fuera del ámbito del agua, estaba casi seca, mucho menos

resbalosa, y la rata, con sus pequeñas uñas, se podía adherir mejor. Ahora aceleraba el

ascenso con breves brinquitos. Riesgo y simplicidad. Se confió. Siempre hay

imponderables. Para una mejor escalada, siempre hay que hacer análisis de suelos. Una

saliente se desprendió sin aviso y la tomó por sorpresa. No le dejó tiempo para enmendar

su comprensible error. Tampoco tuvo tiempo para mirar hacia abajo. Nunca hay que

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subestimar una cuesta. Se le desorbitaron los ojos de terror y el corazón casi se le escapa

por la boca. Lo primero fue un pinchazo: una roca la había recibido con su filo más agudo.

Pero no había soltado todavía un chillido de dolor cuando recibió otro golpe en el codo,

que le electrificó el espinazo y culminó con una punzada en la nuca. Eso era sólo el

principio, faltaban aún varios metros de caída. Rodó pinchándose, raspándose,

chancándose por todos los lados de su cuerpo. Más abajo en su descenso, una saliente la

recibió con tal fuerza que le voló uno de los dientes delanteros y le distorsionó para

siempre su original rostro de rata. La boca ensangrentada dejó su rastro, un graffiti rojo

que parecía decir “Aquí estuve yo, Óscar, la rata que nunca renuncia a sus sueños”. Unos

metros todavía más abajo, después de más pinchazos y raspones, rebotó contra una

saliente aún mayor y fue expelida lejos de la cuesta. Llegó finalmente al suelo y se dio de

cara con una roca solitaria, como puesta allí para la ocasión. Perdió la conciencia,

aplastada sobre la roca, sin que Daniel pudiera hacer algo para ayudarla. Esta vez la rata

no tuvo oportunidad de lamentarse, ni de extrañar a la Luna ni a su mundo, ni de sentir

vergüenza. No se arrepintió de nada ni deseó morir. No podía, estaba casi muerta.

A la mañana siguiente, al despertar, Daniel contemplaba una pocita formada por la

crecida del mar, sobre la que se había formado un lecho de algas y juncos que dejó allí la

marejada de la tarde anterior, adornado con doradas estrellas marinas. En medio de aquel

regazo verde y marino yacía, sombría, la oscura masa de la rata, que empezaba a

despertar. Sumamente adolorida, la comenzaron a atormentar los accidentes del día

anterior. Pero el delfín la aplaudía entusiasmado con sus aletas y no la dejó ni recordar.

–Rata, simplemente eres increíble. Estabas subiendo con tal maestría que cualquiera

hubiera dicho que eras una experta escaladora. Y luego caíste con tanta excelencia que

estoy seguro de que eres una consumada caedora. Te felicito, rata. Ya me enseñaste tus

habilidades en el arte de precipitarte por una cuesta rodando y estrellarte contra cuanta

roca fuere posible y luego lanzarte en una caída libre de siete metros para intentar con

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éxito un clavado contra el suelo más sólido que pudieras encontrar. Todo eso está muy

bien, pero ahora a lo nuestro. No descuides tus sueños por diversiones vanas.

Apurémonos, que ya hemos derrochado un día entero y no tenemos tiempo que perder.

La rata quedó boquiabierta. Jamás había sospechado que poseía tales habilidades.

Nunca podría agradecerle al delfín el haber descubierto tantas virtudes en ella misma. Sin

duda todo este aprendizaje le ayudaría a encontrar el propósito de su vida. Cansada pero

con entusiasmo se incorporó, y aunque le faltaba uno de sus dientes roedores se sintió

contenta y con fuerzas para subir hasta la cima. El delfín alzó la mirada hacia la montaña

y le dijo:

–Recuerda, rata, cuando deseas algo con todo tu corazón nada puede impedir que lo

consigas, salvo tus temores.

Estas palabras, sabias y mágicas, ejercieron en la rata la influencia de un hechizo de

poder. De un salto se elevó sobre aquel lecho de algas y estrellas marinas en donde yacía

derrotada, y convertida en una estrella fugaz partió disparada esquivando salientes,

evitando trampas, superando escollos, de brinco en brinco. No paró hasta la cima. El

delfín la miraba con las aletas cruzadas y asintiendo con la cabeza. Así se hace, rata.

Desde ahí arriba todo era distinto. El viento corría libre y fuerte, sin tropezar con

obstáculos ni perderse en vericuetos que detuvieran su marcha poderosa. Desde ahí

nada hacía sombra al cielo, que se veía más puro e infinito que nunca. Desde ahí, el mar

se aplanaba bajo su mirada y sus grandes olas no eran más que un par de rizos ralos

sobre una cabeza calva. Desde ahí, el delfín era minúsculo, insignificante. Ella estaba en

la cima del mundo, coronaba la cabeza del gigante de roca, lo dominaba todo y

empequeñecía hasta al mar. Corrió libre, tan libre que por momentos se elevaba sobre el

viento y flotaba. Aceleró y, encarando el precipicio, saltó más allá de la roca, con los

brazos extendidos, abrazando al cielo. Bajo ella veía pasar la saliente donde se estrellaba

la espuma de las olas reventadas; vio la inmensa boca abierta con que el gigante

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intentaba devorar al mar; vio las curvas blancas de espuma quedar atrás y delante de ella,

abajo, el gran sueño, la ola perfecta. Sintió la liviandad de las aves, la frescura del viento;

sintió hermanarse con el cielo y volverse parte de él; se sintió estrella fugaz surcando el

horizonte cuando, sin darse cuenta, ya estaba en definitiva caída libre y acelerada. Fue a

dar al mar justo antes de la explosión de la gran ola que, de un solo golpe y enviándola

hasta el fondo, se propuso convertir sus sueños en añicos.

Dicen que cuando uno percibe la cercanía de la muerte el caudal de todos los

recuerdos lo anegan a uno con su vendaval furioso de imágenes intensas y una multitud

de sonidos. Aunque la rata fue estrellada y vapuleada como nunca por la ola perfecta,

parecía que no estuvo nunca cerca de la muerte, porque no la asaltó ninguna larga y

veloz ráfaga de recuerdos e imágenes nítidas, sino, más bien, la sensación de un tiempo

cíclico en el cual todo daba vueltas para llegar a un mismo momento: el tiempo del

fracaso. Aterrada, al dolor que ejercía sobre ella la perfección hecha ola se le sumaba, o

más bien, multiplicaba, el recuerdo del primer revolcón que le fue infligido por la espuma

del Mar, intensificando el miedo y el sufrimiento. Pero aquella vez fue sólo espuma, ahora

era ola y, por si fuera poco, ola perfecta. Lo peor estaba por venir. Durante todo ese

tiempo, desde que había caído a la cloaca hasta dar con el Mar, y luego de ser varada en

la playa, Daniel le había hablado mucho del sueño, de la ola perfecta. Pero nunca le dijo

que había un pelotón de olas perfectas, un ejército. Así, cayendo sobre ella una tras otra,

las olas perfectas repitieron su procedimiento una y otra vez, hasta que por fin, quizá

cansadas, se retiraron, dejando al mar sosegado.

Al abrir los ojos todo estaba tan oscuro que pensó estar muerta. Se oía un ruido

constante y fuerte, murmullo de entrañas, miles de ecos. Respiró profundamente y tanto

resonó su aliento que temió estar en el vientre de un monstruo terrible. ¿Se la habría

devorado el mar? Poco a poco recordó la golpiza propinada por el mar y sus olas, pero el

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miedo no le dejó tiempo para el lamento. Pronto cesó el murmullo y quedó casi en

completo silencio. Miró hacia arriba en busca del cielo estrellado pero sólo encontró

negrura. Se incorporó, medio mareada dio unos pasos y cayó al agua. Era salada y

calma. Debía estar en el mar, debía estar en su entraña. Las olas la habían masticado,

sus muelas de espuma molido y su lengua de arena ablandado hasta tragársela. Le ardía

la piel, y al tocarse notó que estaba pelada por algunas partes. Seguro ya la estaba

digiriendo.

–¿Rata? –la aterró una voz convertida en multitud–. ¿Rata, estas ahí? Soy Daniel.

La rata, aunque sorprendida, sintió un gran alivio y su suspiro se multiplicó hasta irse

apagando en silenciosas reverberaciones.

–¿Daniel?

–Sí, rata, soy yo.

–¿Dónde estamos, amigo Daniel?

–Estamos en la boca del gigante de roca.

–¿En su boca? ¿Y cómo llegué aquí?

–Fue después de volar como un halcón contra las rocas en busca de presa. Fuiste

tragada por el gigante. Estuviste magnífica, portentosa. Nunca había visto correr a alguien

olas como tú lo has hecho. Y no una, decenas de ellas, olas inmensas, haciendo toda

clase de piruetas, casi sin moverte de tu sitio, yendo y viniendo, tomándoles el pulso,

siguiéndoles el ritmo, sumergiéndote y saliendo disparada hacia el aire, surcando el cielo

como un pez volador y volviendo a entrar en picada sobre sus crestas, haciendo giros

múltiples en sus tubos, retando a la espuma y volviendo a entrar en ellas sin cesar. Eres

una alumna muy rápida. Les has perdido el miedo. Ahora sólo te falta aprender todo lo

relativo a la velocidad.

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La rata, aunque un tanto confundida, estaba feliz, no quería perder más tiempo. Había

pensado que nuevamente fracasaba. Qué ingenua e ignorante. Nunca más debía dudar

de la sabiduría de Daniel, el maestro de las olas.

–Sígueme –le dijo el delfín.

La rata estaba renga y tullida, y aunque algunas vértebras se le habían movido

ligeramente de su sitio y otras aplastado un tanto, por su contextura naturalmente elástica,

nada tenía roto ni dislocado. Caminaba de medio lado, tambaleándose con gran equilibrio,

como un bailarín tropical. Avanzó hasta que sus patitas ya no tocaban el suelo rocoso y

empezó a nadar siguiendo el sonido y la estela que dejaba el delfín en el agua.

Al salir, el mar estaba tranquilo y el cielo invadido por estrellas. Nadaron algunos metros

paralelos a la playa hasta que Daniel se detuvo.

–Rata, he notado que tienes aletas muy cortas y no adecuadas a la velocidad.

Mientras tú descansabas he estado estudiando ese problema y obtuve una solución. ¿Ves

ahí en la playa, tiradas en la arena, esas algas y juncos? Los usaremos para fabricarte

aletas, para que te desplaces con gran velocidad sobre el agua.

Sin preguntar, la rata nadó hasta la orilla, tomó las algas y los juncos y se dispuso a

regresar.

–Espera, rata, quédate ahí. Separa las algas de los juncos y los juncos de las algas y

obsérvame con detenimiento. Debemos fabricar cuatro aletas, una como mi aleta

posterior, otras dos como mis dorsales y, por último, una como mi aleta superior. Pero pon

mucho cuidado en que sean proporcionales a tu tamaño. Primero arma las estructuras

con los juncos y luego rellénalas de algas hasta que queden suficientemente sólidas, pero

también elásticas.

La rata asintió moviendo cavilosa su cabecita y echó manos a la obra. Durante horas

estuvo armando industriosamente las estructuras inspiradas en las aletas del delfín. La

arena ya empezaba a enfriar mientras el deseo de su corazón se transformaba en cuatro

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hermosas aletas de juncos engarzadas con algas. Rengueaba alrededor de ellas

acomodando, amarrando y retocando. Aparecían los primeros resplandores del día en el

horizonte y tras las montañas se levantaba el Sol cuando las aletas por fin estuvieron

listas. Le hizo una seña a Daniel, quien le respondió con algunas piruetas de alegría. La

rata tomó distancia y contempló la obra de su ingenio. Tomó las aletas y una a una se las

fue atando al cuerpo con sogas hechas de algas trenzadas. Cogió la última y, casi en el

agua, se sentó, alzó sus patitas juntas y las encajó en la aleta posterior. Sentía la

suavidad de las algas, que reconfortaban sus maltrechas patitas, torcidas por tantos

golpes. Rodeó sus piernas con los amarres y los ató a la altura de la rodilla. Convertida en

una extraña sirena, se retorció hasta que el agua fue suficientemente profunda como para

nadar.

–Ahora espera ahí un momento y mírame nadar.

El delfín nadó suavemente a su alrededor haciendo lentos giros para que la rata

pudiera estudiar el movimiento, uso y función de cada una de sus nuevas aletas.

–Estudia y comprende la función de cada aleta que ahora tienes. Cada una es una

herramienta indispensable para el nado a alta velocidad.

La rata frunció el seño e intentó retener hasta el mínimo detalle de cada movimiento y

posición de las aletas de Daniel. Estuvieron así por al menos una hora, la rata con dudas

y Daniel con respuestas, hasta que el delfín se detuvo.

–¿Has entendido cómo funcionan las aletas?

La rata asintió con gran decisión. Ya estaba lista para surcar los mares a altas

velocidades y remontar las olas. Se tendió horizontal e inició su nuevo nado con todo el

cuerpo. Pronto cogió gran velocidad, una velocidad que jamás había soñado. Se sentía

feliz, libre por fin de las ataduras terrenales. Intentó con éxito un par de giros, atravesó la

espuma con facilidad y se dirigió hacia donde nacen las olas.

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–Mírame, Daniel, mírame, por fin puedo nadar a gran velocidad, por fin soy un delfín.

Daniel pronto estuvo a su lado sonriéndole, con esa sonrisa perenne que sólo saben

tener los delfines. La rata, al verlo cruzar las aguas junto a ella como una saeta, supo por

qué siempre sonreía. Los que realizan sus sueños obtienen la felicidad.

–¡Soy un delfín, soy un delfín! –gritaba exultante la rata.

Mientras celebraba a su compañero, la rata saltaba junto a él sobre la espuma de las

olas. Su nado era muy singular. Por todas las golpizas recibidas, la rata había quedado

muy maltrecha, y aunque sus ondulaciones se atascaban e interrumpían de vez en

cuando en un tronar de vértebras retorcidas, no lo hacía mal. Unos metros más y ya había

llegado a donde nacían las olas. Juntos tomaron la primera que apareció. Era tan solo un

retoño, pero la acompañaron hasta que fue madurando. Cuando ya asomaba una cresta

la adelantaron y empezaron un nado casi paralelo a ella. La ola crecía y crecía y ambos

tomaban más velocidad, sintiendo la fortaleza de su cuerpo acuático y la suavidad de su

textura.

–¡Muy bien, rata, muy bien! –la alentó Daniel.

–Ya empiezas a dominar la velocidad.

La rata no cabía en sí de gozo. La felicidad la abrumaba.

–¡Soy un delfín, soy un delfín! –chillaba mientras emprendía un gran salto con pirueta

sobre la ola y volvía a entrar al tubo.

De pronto, perdiendo la estabilidad, la rata entró en un ciclo sin fin de volteretas, se

hundió en el agua como un tirabuzón y no paró hasta penetrar la arena; pero fue

expulsada rápidamente y arrojada a la playa. Esta vez no hubo revolcones y machacones,

sólo un gran susto y un fuerte golpe. Aún atontada, pero sin magulladuras y con las aletas

destrozadas, la rata se incorporó. Estuvo petrificada por algunos minutos hasta que se

recuperó. Vio al delfín acercarse a la orilla y un poco molesta le preguntó:

–¿Y ahora qué pasó? ¿No es que ya dominaba la velocidad?

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36

–Tú sí, pero no tus aletas. Parece que las dorsales estaban demasiado pequeñas, por

eso perdiste la estabilidad a tan alta velocidad, entraste en un trompo y no pudiste salir de

él. Pero tú ya estás lista. Ahora hay que hacer las aletas perfectas con el corazón.

Claro, tan sencillo, riesgo y simplicidad. Si buscaba sus sueños con el corazón lo único

que podría detenerla eran sus miedos. ¡Qué sabio era Daniel! Y, sin perder más tiempo,

se aprestó a fabricar nuevas aletas. Ya conocía la estructura general, ahora sólo debía

darles las dimensiones todavía más ajustadas a su tamaño. Recorrió toda la playa, a

saltitos, balanceos y tropezones, crujientes sus vértebras y coyunturas, en busca de las

mejores algas y los juncos más flexibles. No podía dejar nada al azar, usaría materiales

perfectos para realizar su sueño. Al fin obtuvo lo suficiente para empezar. Esta vez,

primero planificaría y luego armaría. Se hincó e inició la planificación de su trabajo

dibujando diagramas en la arena. Rayó la arena y escribió en el suelo por horas sin

detenerse. Por momentos, cuando el mar insaciable lanzaba sus aguas sobre sus

jeroglíficos para tragárselos y dejar nada más que montoncitos ininteligibles de arena,

parecía rendirse. Pero luego, pataleando iracunda, se trasladaba a otro pedazo de playa

que parecía más seguro y empezaba nuevamente. Cuando terminó su tratado sobre la

dinámica de los fluidos, alzó la mirada y, sorprendida, vio la magnitud de su obra. Todo

tipo de símbolos crípticos y complicados cálculos se extendían por una vasta porción de

playa. Terminada la tarea se dijo: “Duro trabajo el de ser delfín, duro trabajo”. Entonces

partió en busca de todo aquello que le permitiría surcar el mar, convertirse en delfín,

jamás dejar de sonreír. Deambuló por la playa haciendo círculos, sin que se le escapara

ni un centímetro de arena, recolectando algas y juncos. Luego fue al bosque en busca de

resina para usarla de pegamento, caminando a trompicones con su ritmo tropical. Iba

reuniendo a su paso algas, juncos, grasa, resina. Así, por fin, equipada y planificada, puso

manos a la obra. Esa noche no durmió, trabajó hasta el alba, mientras Daniel pirueteaba

sobre las olas, acercándose con curiosidad para ver cómo avanzaba su discípula. Al alba

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37

la rata ya había terminado dos aletas: la posterior y la superior. Le faltaban las dos

dorsales, para las cuales tendría especial cuidado y dedicaría extrema atención. Revisó

sus cálculos nuevamente, hizo algunas correcciones, o, más bien, precisiones, y por fin se

decidió a construirlas. Con empeño y mucho tesón las terminó ya entrado el día. El Sol se

posó en lo alto del cielo y ahí se mantuvo quieto por un tiempo, como a la espera del

resultado de los afanes de rata.

Azul, verde, blanco, el mar tronó a lo lejos. Ella tomó distancia. Miró tiernamente a sus

prótesis. Parecían tener vida, respirar. El rocío del mar las refrescaba dándoles un

aspecto lustroso y terso. La suave brisa les comunicó sutil movimiento. Estaba orgullosa

de su trabajo porque lo había hecho con el corazón. Se ató las aletas. Eran más suaves y

flexibles que las anteriores, pero también más resistentes y livianas. No había usado nada

en exceso y no parecía faltarles nada. Frías y húmedas, la reconfortaron y la resina de

árbol las mantuvo herméticamente pegadas a su cuerpito. Las sintió adherirse a sus

carnes e insuflarle nuevas fuerzas. Ahora eran parte de ella y nadie se las arrancaría.

Jugó con los músculos de su espalda y sintió cómo respondía su aleta superior. Sus

nuevos apéndices reaccionaban a cada impulso de su cuerpo, dándole control absoluto

de ellos.

La rata se retorció revolcándose hasta el mar, donde emprendió su carrera hasta las

olas. Tal era su soltura y velocidad que el crujido de sus vértebras quedaba atrás sin darle

alcance. Remontó con facilidad la espuma penetrándola de frente, y al ver que una gran

ola se le acercaba se sumergió rápidamente y de un gran salto voló sobre ella, hizo un

giro y se clavó en el agua de nuevo. Con un poderoso aleteo posterior salió a la superficie

sin perder velocidad, un sutil movimiento de sus aletas dorsales la estabilizó y la dirigió en

línea recta al regazo donde nacían las olas. Surcaba las aguas, ondulante, dejando una

huella blanca tras ella. Se deslizó sobre el reflejo del mar realizando todo tipo de figuras

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hasta que alcanzó la cresta de una ola y jugueteó ahí como un verdadero delfín. Junto a

ella festejaba su maestro Daniel con su sonrisa sempiterna.

–¿Ves, rata?, si buscas tus sueños con el corazón nada te puede detener, salvo tus

propios miedos.

“Nada me podrá detener, soy un delfín; ahora nada me podrá detener”, se repetía la

rata. Y siguió jugueteando con el mar hasta que llegó la noche, y con ella el agradable

reposo que otorgan los sueños realizados.

Se despertaron tarde a la mañana siguiente, cuando ya el Sol estaba sobre ellos y el

mar agitaba sus aguas. Esa noche, por primera vez, la rata durmió en el mar, tras la

superficie tersa donde nacían las olas. Se desperezaron juntos y juntos pescaron por un

rato, hasta que salieron a la superficie y el delfín le dijo:

–Rata, ya has aprendido todo sobre las olas, ya estás lista para entender el sentido de

correrlas.

Aunque la rata no entendió bien lo que Daniel le quería decir, la alegraron sus

palabras: ya lo sabía todo sobre las olas, ya estaba preparada.

–Ahora ya podemos partir en busca de tu ola perfecta; al correrla encontrarás el

sentido de tu vida.

Diciendo esto con mucha ceremonia, el delfín emprendió la marcha y la rata, en

silencio, la siguió.

–Recuerda, verás muchas cosas nuevas, pero no debes temer a lo que no conoces.

Nadaron juntos por largo tiempo en el mar, que parecía nunca terminar. Las mareas

cambiaron su rumbo y las aguas, su color; el viento, su temperatura y la brisa, su aroma,

pero nada los detenía, guiados por sus corazones. La rata sintió su alma inmensa diluirse

en las aguas y formar parte del gran mar, una parte especial de él, y recordó las palabras

que alguna vez le había dicho el delfín: todos somos especiales y todos tenemos un

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sueño, que al realizarlo nos hará parte de un todo magnífico, parte del mar. A lo lejos, con

emoción, divisó un inmenso pez, un pez que relucía como ningún otro del mar, más aún

que el delfín, una montaña flotante que nadaba hacia ellos echando vapores de su lomo,

vapores de diversos colores.

–¡Mira, mira, el gran pez! –gritó la rata deslumbrada por el gran animal, y, recordando

las sabias palabras del delfín, se acercó raudamente a saludarlo: no le temas a lo que no

conoces.

Escuchó al delfín que le gritaba algo, con voz emocionada que parecía de

desesperación, pero ella ya estaba demasiado lejos y frenética para entenderlo.

–Soy un delfín, soy un delfín –chillaba la rata.

Mientras se acercaba, el pez se hacía inconmensurablemente grande, un pez que

parecía de metal. El fuerte hedor a muerte le hizo recordar a su cloaca. Se detuvo, pero

ya era muy tarde, una maraña de tentáculos la atrapó junto a miles de peces que

intentaban desesperadamente huir del monstruo. Todo era sacudidas y caos.

Apretujados, fueron forzados a conformar una masa informe que crecía

desmesuradamente a medida que el gran pulpo refulgente se movía parsimonioso.

Muchos murieron ahí, aplastados. La masa de animales se sacudía desesperada

intentando escapar. Un caos de espinazos rotos y aletas arrancadas enturbió el agua que

ya no era agua sino una masa gelatinosa de despojos. La rata tragó, ahogándose, esa

podredumbre de escamas y mutilaciones. Al final, la sangre.

Cuando los tentáculos del gran pulpo alzaron la masa, sacándola del agua, la rata se

sentía al borde mismo de la muerte, atragantada por el miasma marino y apachurrada por

toneladas de cadáveres. Algunos aún se retorcían, emitían estertores, sudaban sangre.

En medio de esos cadáveres, atrapada por los tentáculos, ya casi no podía respirar,

cuando sintió un fuerte remezón y la masa se desparramó contra el lomo del pulpo

formando una ruma inmensa. Se oyó un vocerío y mucha actividad. Iban, traían, llevaban,

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volvían. Seguro habían cazado al monstruo, seguro pronto la rescatarían. Aplastada boca

arriba sintió cómo, poco a poco, se iba descargando del peso que la aplastaba, hasta

divisar, arriba, muy arriba, por un resquicio, un débil rayito de luz. Ya estaban llegando.

Aquí estoy, intentó gritar, pero aún había tantos cadáveres sobre ella que sus pulmones,

comprimidos, no pudieron inhalar suficiente aire. Se sintió desfallecer, tuvo mucho miedo,

y recordó las sabias palabras de Daniel: no le temas a lo desconocido. Tenía razón, todo

saldría bien, sólo debía resistir, resistir hasta que la rescataran. Un tiempo después, no

sabía si fue poco o mucho, ya el peso no la agobiaba tanto y podía respirar con

comodidad. Se tomó un tiempo para hacerlo, para reponer sus fuerzas. Riesgo y

simplicidad, recordó, sólo mis temores me pueden vencer, y con gran esfuerzo empezó a

escarbar hacia arriba a través de los cadáveres y trepó sobre los cuerpos viscosos que

resbalaban bajo sus patas. Así anduvo hasta que se sintió capaz de alzar lo que quedaba

sobre ella. Nuevamente la luz solar. Asomó su nariz, luego su cabeza, su cuerpo. La

masa parecía no querer dejarla salir. Era tan viscosa que se pegaba formando un vacío

que la succionaba hacia abajo. Utilizando las últimas fuerzas que le quedaban, al fin logró

liberarse y quedar parada sobre aquella interminable ruma de cadáveres deshechos,

aplastados, triturados por sus propios pesos, que yacían sobre el lomo ensangrentado del

pulpo gigante. Era una visión estremecedora.

–¡Dios mío, qué es eso!

–¡Cuidado!

Gran barullo y espanto se armaron en la cubierta. Gritos, sustos, sobresaltos. Hasta el

capitán subió a ver qué sucedía. Decían por ahí que había aparecido entre los peces un

pequeño monstruo de las profundidades marinas. Otros, al ver aquella rata despellejada e

hirsuta con esos rudimentos de aletas ahora convertidos en cuernos descarnados que

nacían de su espalda, creyeron ver al demonio mismo.

–¡Maldición! –rugió el capitán al ver la cobardía que mostraba su tripulación ante el

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espectáculo de ese ser descoyuntado y maltrecho que coronaba el montón de cadáveres

como una aparición siniestra y desconocida–. Es nada más que un erizo rata. Échenlo por

la cubierta –sentenció con seguridad.

Un rumor de voces temblorosas se extendió por todo el barco. Nadie se atrevía a

acercarse. Entonces, el capitán, blandiendo un remo entre manos, se acercó a la rata,

que permanecía anonadada, y le propinó un rudo golpe que le aplastó lo que le restaba

de aletas y la hizo sumirse en un torbellino de lucecitas que brillaban ante sus ojos. Tal

hilaridad causó el furibundo palazo, que todos se unieron al chiste, propinándole

manazos. Alguien quiso aplicarle el golpe definitivo, pero el infortunado resbaló al pisar un

pez que aún se retorcía moribundo y fue a darle tal patada que el resto de sus

compañeros sólo alcanzó a ver una bala gris cortando el viento a lo lejos, y el festejo se

acabó.

–¡Bueno, bueno, todos a su trabajo! –gritó el capitán con la respiración entrecortada.

Luego de alcanzar cierta altitud, la rata empezó a caer en picada. Mientras emprendía

su camino hacia el mar, se fue deshojando poco a poco, dejando una estela de algas y

juncos que flotaban como vestigios de algún vegetal aéreo, verdura o fruta. Sin mayores

preludios, a gran velocidad, la rata tocó agua.

Milagrosamente, aunque con el cuerpo molido, quizá ya inmune a los golpes, la rata sólo

quedó un tanto aturdida.

–¡Increíble, alucinante, has enfrentado al monstruo y has vivido! –exclamó Daniel.

La rata flotaba boca abajo. Hecha añicos, con las pequeñas aletas destrozadas, alzó

la mirada hacia el delfín. Ya no sentía dolor, ni pena. Tampoco quería morir. Sus ojos

enrojecidos por la ira estuvieron a punto de saltarle de las cuencas.

–Ves, nunca temas a lo desconocido. Sigue tu corazón –le decía Daniel.

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Un chillido infernal se propagó por todo aquel mar, un loco chillido de rabia y odio. Un

chillido que no le pudo borrar esa sonrisa idiota y perenne al feliz delfín.

–Estúpido infeliz, que use mi corazón. Si hubiese usado mi cabeza desde un principio

nunca hubiera hecho caso a tus insensateces. Que soy increíble y alucinante, que he

enfrentado al monstruo, que no le tema a lo desconocido. Me acaban de machucar,

apalear, moler por última vez. Desde que estoy contigo no dejo de recibir golpizas en

nombre de los sueños, la esperanza y las ilusiones. ¿Y qué hay de la realidad y sus

peligros? ¿Qué hay de las limitaciones de la rata? No soy un delfín y nunca lo seré. Y no

existe ola perfecta para mí –alzó la mirada al cielo sin esperar respuesta alguna–. Soy

una rata, y nací para vivir en la cloaca, para andar en cuatro patas, reptando, comiendo

los desechos y las heces del resto. Tú con tus frases hechas y pensamientos fáciles, tú

con tu pueril entusiasmo crees que todos debemos tener sueños y un sentido de vida –se

le quebró la voz–. Y qué hay de las ratas sin aletas, sin piel lisa, sin cuerpo de torpedo.

Para qué servimos, dime, para qué servimos, sino para comer desechos y mierda, para

vivir subterráneos en la oscuridad, para huir, para ser cobardes y ocultarnos.

El delfín quedó callado. Pensó por largo rato, pero no pudo responder. Así

permanecieron, perdiendo en el horizonte todos sus sueños y esperanzas. Y aunque en

sus almas crecía un pesado lastre de tristeza, el delfín no podía dejar de sonreír. Tanto

tiempo había llevado esa máscara que ya no le era posible despegarla de su rostro,

condenado a vivir con el corazón demolido y con la cara feliz. Cuando el cielo empezó a

apagarse, despojado incluso de estrellas, la rata, lentamente, trepó al lomo del delfín.

–Llévame a casa –le dijo a Daniel.

Enrumbaron a la costa silenciosos y así permanecieron largo rato. Todo se había

detenido. No se oía nada. Ni el viento, ni el mar, ni los habitantes de las aguas. Sólo el

suave discurrir del surco de agua dejado por el delfín, trazando un camino que iba siendo

tragado lentamente, una senda perdida por la cual ya no se podía regresar. Hacia donde

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uno dirigiera la mirada, sólo hallaba horizonte. Ahora el mar parecía un inmenso vacío en

el cual, en lugar de avanzar, uno iba cayendo, un abismo oscuro que se confundía con la

noche misma, una noche sin estrellas que guiaran a los dos viajeros.

De pronto, inadvertidamente, un chasquido heló la sangre del delfín. Al mirar atrás,

sobre la senda devorada por el agua, a lo lejos, varias estelas de espuma brillante se

acercaban rápidamente hacia ellos. Aunque nadie dijo nada, la rata sintió el abrupto

estremecimiento de su compañero, que de pronto emprendió desesperada marcha. La

rata tuvo que asirse fuertemente de su aleta para no caer. Al mirar atrás, las estelas de

espuma ya habían desaparecido y no se escuchaba más que el chapaleo desesperado de

Daniel.

–Ya no hay nada, se han ido –las palabras de la rata produjeron resuellos en el delfín,

que parecía atragantarse intentando acelerar la marcha. Por primera vez Óscar lo sintió

angustiado.

–Es demasiado tarde –suspiró el delfín con su absurda voz contenta y su sonrisa

perenne. La rata no preguntó, sólo contuvo la respiración y se aferró con más fuerza a su

amigo, que en vano intentaba acelerar más.

–Tiburones –dijo Daniel con una exhalación.

Como si hubieran escuchado a Daniel mencionar sus nombres, dos grandes

dentaduras aserradas saltaron del agua. Eran bestias gigantes de narices puntiagudas,

con ojos sin expresión, ojos de alguien sumido en su inmensidad blanca. Cayeron sobre

el delfín lanzando dentelladas a diestra y siniestra, una y otra vez, atacando y retirándose.

El agua se llenó de sangre que la corriente llevó lentamente al horizonte. El delfín,

seriamente herido, había dejado de luchar. Transformado en un bulto de músculos

colgantes fue engullido lentamente como una fruta madura. Luego los tiburones ya no

lanzaban fuertes ataques punzocortantes. Ahora se prendían con sus mandíbulas y

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zarandeaban con violencia a ese amasijo se carnes retaceadas que luchaban por no

desprenderse de algo que alguna vez fue el cuerpo de un delfín.

–¡A él, a él, a mí no, a mí no, yo soy una rata, vivo en las alcantarillas y me alimento

de desperdicios! –chilló la rata aterrada.

Pero las bestias no parecían escuchar razones ni motivos; enajenadas por el olor a

sangre, sólo masticaban, retorcían y tiraban enfurecidos. De pronto aparecieron más de

ellos. Y más. Ya no era uno, ni dos, eran una multitud lanzando mordiscos por aquí y por

allá, desgarrándose incluso entre ellos. Era una locura, una orgía de sangre y carne. Todo

se tornó confusión y barbarie hasta que se apagó la luz. La rata ya no veía nada, estaba

inmersa en un agujero negro y pestilente. Sus gritos resonaban en aquella profunda

caverna que no paraba de moverse. El hedor rancio que emanaba de ella la empezaba a

marear. Intentó atravesar el agujero, soñando con refugiarse en la cloaca, ahí estaría a

salvo.

El tiburón, atorado, ya no podía respirar. Con gran esfuerzo contrajo su garganta,

tensó sus tripas y de un gran vomitón arrojó a la rata por los aires.

Estaba libre, expelida como tantas otras veces desde que se empeñó tozudamente en

alcanzar su sueño. Se fue alejando de la horda de bestias blancas y de su amigo, que iba

desapareciendo lentamente desintegrado por sus fauces, hasta que estuvo tan lejos que

ya no lo pudo distinguir.

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La gaviota

Al caer al agua aún tiritaba de miedo, aunque las imágenes de la carnicería ya se habían

esfumado. En lo único que pensaba era en regresar a su cloaca. Convertida nuevamente

en una rata, había recuperado su olfato y su agudo sentido de la ubicación le indicó al

instante hacia dónde debía ir. Sin aletas, la marcha se hacía lenta y agotadora.

Chapaleaba desesperada, lanzando más agua que la horda de tiburones que acababa de

devorar a su amigo Daniel. Sabía que la tierra aún estaba muy lejos. Estuvo así,

avanzando lentamente en su chapoteo agotador hasta que por fin divisó, oculta en la

bruma de la mañana, una playa. Más y más rápido iba la rata extenuada, con lo último

que le queda de fuerza para llegar hasta la siguiente ola, soportar un par de revolcones y

golpizas y estar en la arena. Sin embargo, una corriente la atrapó y la llevó nuevamente

mar adentro mientras veía con angustia cómo iba desapareciendo la playa.

–¡No, no quiero morir, ningún sueño es tan valioso como para morir por él! –se dijo

angustiada.

“Ahora sé”, lloraba la rata, “ahora sé que lo mejor de la vida es estar vivo”. Cerró los

ojos y se dispuso a morir. Su muerte no fue lenta. En ese momento abandonó su cuerpo y

se elevó. Se había convertido en pájaro para dejar este mundo de sufrimiento, y volaba a

un mundo mejor. El viento golpeaba suavemente su carita de rata, que por primera vez

desde hacía mucho sonreía. Era una increíble paz. Al abrir los ojos todo a su alrededor

era sutil algodón blanco. Estaba en el cielo, por fin libre de sus lastres y sus cloacas, libre

de ser una rata sin ningún sentido de vida. Ahora sería un ángel y podría cumplir sus

sueños.

De pronto empezó a bajar, luego a caer, alcanzando una enorme velocidad, en picada,

atravesando el lecho de algodón blanco. Como hacía tiempo que no comía y su barriga

estaba vacía, sintió que el estómago se le escapaba por la boca y que los ojos se le

salían de sus cuencas. Iba tan rápido que casi terminaba de despellejarse. No podía ser,

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no había lugar para ella ni en el mar ni en el cielo ni en la tierra. ¿Acaso alguien la

querría? La velocidad aumentaba sin cesar. Ya había pasado el lecho blanco y, muy

pequeña, se veía la playa perdiéndose en el mar. Poco a poco todo se fue haciendo más

grande hasta que pudo distinguir los árboles, las formas de la playa, las líneas de

espuma, las grandes rocas, los cangrejos, las conchas, las piedras, los granos de arena.

Con todas sus fuerzas, luchando contra el viento, que mantenía abiertos sus párpados, la

rata pudo cerrar sus ojos. De golpe se detuvo, sintió un fuerte tirón en la espalda, un

desgarrón y luego se estampó contra la arena.

–¿Estás bien? Disculpa. Pesas mucho y te me escapaste de las garras.

Era una voz que parecía salir de su propio vientre. La rata alzó la mirada y vio un ser

grande, blanco, casi transparente que no daba sombra sino luz.

–¿Eres un ángel? –dijo la rata.

La gran ave sonrió.

–No, todos piensan lo mismo, pero no. Soy una gaviota. Escuché tus gritos a lo lejos,

cuando te estabas ahogando, cuando te diste por vencida, cuando renunciaste a tus

sueños.

Hablaba sin abrir el pico y su voz estaba en todos lados. Era una voz de paz y aliento

que reconfortaba más que las aguas del mar.

–Entonces, ¿no estoy muerta? –se sorprendió la rata.

Sin dejar de sonreír y con la mirada llena de compasión, la gaviota le respondió:

–No, claro que no, estás sana y salva.

El arrullo de la presencia de ese ángel maravilloso la transportó a aguas calmas,

donde se mecía suavemente. Su sonrisa no llevaba el estúpido rictus del delfín; era una

sonrisa sutil que apenas podía percibirse con los ojos, pero que calaba hondo en el

espíritu.

–¿Y quién eres tú? –preguntó la rata.

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–Yo soy Juan Salvador Gaviota. ¿Y tú, gracioso animalillo, tú quién eres?

La rata se incorporó e irguió en sus dos patitas posteriores todo lo que pudo; tronaron

sus vértebras y quedó medio torcida. Estaba deformada por tanto golpe y avatar, y

cargaba una gran hinchazón que coronaba su espalda, adornada con finos listones de

sangre. Todo tipo de porquerías se habían incorporado a la piel en las heridas cerradas,

formando un oscuro pellejo de desechos. Las patitas se le habían torcido por las caídas y

la columna vertebral se le descoyuntaba a cada salto. Además de un diente, había dejado

una oreja en las fauces de un tiburón.

–Yo, Óscar, la rata que ha abandonado las cloacas en busca de un sentido para su

vida –dijo, sintiendo los ojos cálidos de Juan que se posaban sobre ella compasivos.

–Esa es una tarea muy ardua, Óscar. La mayoría de animales necesita muchas vidas

para tan sólo empezar el camino que tú ya has emprendido… pero yo te puedo guiar.

La rata quedó emocionada ante tan generosa propuesta. No sabía qué decir, cómo

agradecerle. Este pájaro sagrado había venido del cielo cuando más lo necesitaba, la

había salvado la vida, y ahora le ofrecía guiarla hacia sus sueños. Seguro que ahora todo

lo que había sufrido iría adquiriendo sentido. Pobre delfín, solo, buscando sus sueños sin

rumbo ni brújula. Qué suerte tenía ella de haber sido escogida por la gaviota. Claro, el

mar era como una cloaca interminable plagada de bestias hambrientas y el delfín… el

delfín, una rata de aguas salobres. Por qué querer embarrarse en el fango que reposa

bajo las olas cuando ella podía aspirar a posarse sobre las nubes transformada en ángel.

Qué insensata y ciega había sido al seguir a tan abominable espejismo marino, a tan

decadente gusano atrapado en aguas tan ponzoñosas que ni siquiera se podían beber.

Pobre delfín, engañado por su propia ignorancia y encadenado a los confines de su

miasma sin poder superar sus límites. Qué pena le daba. Ya no le guardaba encono

alguno por su monserga vana.

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–Dígame, maestro, haré lo que diga –más que respuesta le salió una genuflexión, una

humillación pía, un besamanos.

–Primero, rata, tendrás que entender muchas cosas, porque el que emprende un

sueño sin el uso de su comprensión no llegará lejos.

Estas palabras produjeron en la rata un violento espasmo de felicidad: claro, no era

cosa de usar sólo el corazón, lo sabía, había que comprender. La gaviota siguió su

discurso, inmutable.

–Entender qué somos realmente y hacia dónde vamos, comprender al universo, sus

fuerzas y secretos. Convencernos de que las únicas ataduras que nos ligan a estos

límites materiales son nuestros miedos y nuestra estrechez de mente. Todo cuanto

vemos, oímos y sentimos es sólo pensamiento; el espacio y el tiempo no existen sino en

nuestro pensamiento. Somos y no somos, estamos y no estamos. Existimos pero

debemos destruirnos, desaparecer para fundirnos con el universo, ser parte indivisible de

él, una expresión sublime del todo. Todos somos divinos porque formamos parte del gran

ser, pero para tener plena consciencia de ello debemos evolucionar y superar diversas

etapas de pensamiento hasta llegar al estado de perfección. Superar nuestros

pensamientos aprendiendo a meditar, aniquilando las ideas, poniendo nuestras mentes en

blanco, sintonizando nuestro espíritu con el universo. El pensamiento es una energía de

caos que interfiere con nuestros espíritus, los opaca, los individualiza y separa del todo.

Cuando nuestro espíritu se hace libre del pensamiento, nos liberamos con ello de

nuestras limitaciones espaciales y temporales. Yo, por ejemplo, he venido desde otro

tiempo y otro espacio, un tiempo y un espacio muy diferentes a los tuyos, tiempo y

espacio donde no hay límites materiales, lo que ustedes llaman cielo. Pero hay varios

cielos, cada uno con un nivel distinto de perfección. Este, por ejemplo, es un cielo muy

primitivo. Cuando los seres mueren, si han aprendido lo suficiente, se elevan a vidas en

cielos superiores, si no, deben repetir su misma vida nuevamente. Por eso, nuestro

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sentido de vida es aprender sobre el universo y sus secretos, estar en conjunción con el

todo y acercarnos a su perfección.

La rata no pudo oponer resistencia a la elocuente sabiduría de su nuevo compañero.

Ser y no ser, ni verdadero ni falso sino todo lo contrario, estar sin estar, a la vez uno y

todo. Armoniosa negación de todo axioma lógico. ¡La gaviota echó de un plumazo el

principio de no contradicción! ¡Se deshizo por siempre del tercio excluido! La mente de la

rata fue remecida desde su base. ¡Sabias palabras! Cayó de rodillas y lloró. Sus gemidos

agonizaron por buen rato entre los árboles que limitaban la playa. Sus ojos se entornaron

y sus manitas temblorosas asieron las patas peladas de la gaviota para lavarlas con sus

lágrimas y secarlas con lo que le quedaba de piel. Sentía que su llanto la redimía de todos

sus vicios y debilidades. Sentía que su corazón hinchado de dolor quería reventar, salir

volando de su pecho convertido en gaviota. Atragantándose con su llanto hizo un gran

esfuerzo para alzar la mirada hacia ese extraordinario ser enviado por el cielo a

rehabilitarla.

–Entonces, entonces… –se atoraba la rata–. Entonces eres un ángel.

La gaviota le sonrió piadosa, extendiendo sus alas al cielo.

–No, sólo soy alguien que ha venido a compartir sus conocimientos sobre el espíritu

contigo.

La rata continuó besándole las patas, lavándoselas y secándoselas con ahínco. Juan

retrocedió.

–No tienes que hacer eso, rata, ya te he dicho que sólo soy alguien que ha venido a

ayudarte sin pedir nada a cambio –con sus alas la puso de pie y continuó–. Ahora

descansarás de todas las peripecias que has pasado y meditarás toda la noche sobre el

universo y sus secretos. Recuerda, siente las energías positivas fluir por tu ser interior. No

dejes que tus pensamientos interrumpan tu meditación con sus energías negativas,

aléjalos de tu mente.

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Juan le dio la espalda y quedó contemplando el mar y las estrellas, que ya empezaban

a brillar. Se sentó con las patas cruzadas y las alas entrelazadas.

–Siéntate a mi lado y meditemos –le dijo a su nueva amiga.

La rata lo obedeció. Sentada a su lado vio cómo cerraba sus ojos y su respiración se

hacía lenta y pesada hasta casi extinguirse. Vio cómo opacaba a las estrellas con su brillo

y parecía flotar en un aura blanca. Qué maravilloso ese pájaro. Ella sería igual. En

armonía con el universo se volvería una estrella, se tornaría viento y surcaría los cielos

por senderos desconocidos, hasta tierras aún no vistas; se liberaría de su dañado cuerpo

material y su alma volaría libre por el tiempo y el espacio. Cruzó las patitas y entrelazó las

manitas. Cerró los ojos e intentó respirar profundamente como su maestro. Sintió cómo

todas las energías positivas del universo confluían en su espíritu. Se elevó en un aura

blanca hasta los confines de un mundo desconocido. Estaba extenuada. Quedó boca

arriba bajo las estrellas.

Cuando la rata se despertó empezaba a salir el Sol. Esa noche había dormido

profundamente. “Meditar te llena de energías y reconforta el alma”, reflexionaba. “Es algo

que se lo agradeceré a Juan por toda la vida. Es el principio del verdadero camino”, se

dijo y se incorporó ávida de empezar su nuevo entrenamiento.

–Ya estoy lista, maestro, disculpa que sea tan dormilona.

Juan, que parecía haberse quedado dormido en la misma posición en que inició su

meditación, se sobresaltó.

–¿Qué, qué pasa?

–Perdón si lo desperté maestro –dijo, contrita, la rata.

–¡Despertarme! –bostezó Juan–. Nada de despertarme, yo nunca duermo, cuando

llegues a la perfección lo entenderás, yo sólo medito. Dejé mi cuerpo junto a ti para que

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estuvieras en compañía, pero estaba volando por otro lugar, en otro tiempo. La rata quedó

maravillada.

–¿Y yo también podré hacer eso, maestro? –interrogó ansiosa.

–Claro, por supuesto, con mucho entrenamiento lo podrás conseguir.

La gaviota, aún mareada por el prolongado viaje onírico, a duras penas se incorporó y,

tomando unas conchas que yacían cerca a ella, se dirigió al mar y las llenó con agua.

–Siéntate a mi lado mientras me desentumezco con las sales marinas.

Observó largo rato cómo el maestro humectaba una a una sus plumas inmaculadas y

las peinaba con su pico mirando su hermosa figura reflejada en el agua inmóvil de una de

las conchas. Para poder volar hacia el infinito, le explicó, cada una de sus plumas, sin

excepción, debía ser perfecta. La rata quedó extasiada por la belleza de aquel plumaje sin

mancha que era capaz de llevar a la gaviota a mundos superiores.

–¿Puedo tocarlo? –pregunto la rata con timidez.

–Por supuesto, rata amiga, toma –le alcanzó una concha con agua–, con el agua

purificadora del mar sentirás toda la energía.

Y así fue. Mientras lavaba aquellas plumas blancas, la rata cerró los ojos para sentir

su tersura, sutileza y la energía que le recorría todo el cuerpo al contacto con aquel pelaje

propio de un personaje celeste.

–Bueno, ahora empecemos tu entrenamiento; te enseñaré a volar, que es la forma en

la que entrarás en contacto íntimo con el universo. Observa hasta el mínimo detalle de

mis movimientos con sumo cuidado.

La gaviota empezó a elevar sus alas lentamente, mostrándole al detalle cada uno de

los movimientos necesarios para volar. Arriba, abajo, al lado. Extender, flexionar, juntar.

Adelante, al medio, atrás. Una brisa suave ondulaba sus plumas, llenándolas de

imperceptibles partículas de sal que las hacían brillar bajo la luz del Sol. Uno a uno se

iban turnando los destellos que fascinaban a la rata, sumergiéndola en un trance

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hipnótico. Al terminar aquella danza fantástica con una fórmula circular, la rata, alelada,

casi se había ido de sí.

–Estos son los pinitos del vuelo. Lo exclusivamente necesario para poder desplazarte

en el aire. Aunque a eso aún no lo llamaría volar, es lo primero que debes aprender. A la

vez que haces eso, como aún no tienes experiencia, deberás tomar un poco de carrera

para darte un buen impulso.

A duras penas la rata volvió en sí, y, cuando iba a emprender furibunda carrera, Juan

la detuvo.

–Con paciencia, mi querida amiga, con paciencia, todo a su tiempo. Antes de elevarte

por los aires deberás memorizar el correcto movimiento de las alas. Practica tu aleteo ahí,

donde te pueda ver, y siempre ten en cuenta que cualquier ejercicio que realices, hazlo

meditando, pues la meditación es la base de todo aprendizaje trascendental.

Señalándole un montículo cercano a la orilla, el maestro se sentó a meditar. La rata

corrió a la duna, trepó sobre ella, aspiró hasta llenar por completo sus pulmones y

empezó sus ejercicios. Zarandeó sus brazos frenéticamente, sin ton ni son.

–Un momento, rata, detente un momento.

La rata se detuvo ante la sonrisa compasiva de Juan.

–Tómalo con calma, no hay apuro. Empieza por meditar y en tu meditación intenta

recordar al detalle la clase magistral de vuelo que te acabo de impartir.

La rata cerró los ojos y durante largo rato intentó reproducir en su mente los

movimientos de su maestro. Poco a poco su mente fue poniéndose en blanco, sumida en

el lejano murmullo del mar. Los recuerdos y sus imágenes se esfumaron, se sumergió en

lo profundo de su mente, incorporándose a su auténtico ser. Abrió los ojos y sus brazos

se empezaron a mover por sí solos. Lentamente primero, pesados, un poco torpes.

–Muy bien, rata, estamos mejorando. Ahora el movimiento más fluido –aleccionó el

maestro.

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Las coyunturas de la rata empezaron a crujir. Un concierto de extraños ronquidos

óseos salía de su cuerpo, deformado por los avatares de su accidentada vida reciente.

–Eso es, ahora un poco más rápido.

Intentó aumentar la velocidad de su aleteo, pero el dolor de los huesos se hacía

insoportable. Las coyunturas se atoraban y saltaban, haciéndola retorcerse, quebrarse,

enderezarse.

–Ya casi lo tienes rata, ya casi...

Una oreja le temblaba, algún ojo parecía saltársele, una pierna se retorcía, la boca se

contraía; todo producto del desconcierto de sus coyunturas maltrechas y desordenadas.

–¡Así, así, tú puedes! –la alentaba la gaviota.

El dolor le iba cerrando los caminos y al fin una clara combinación de movimientos

quedó para la posteridad. Retorciéndose como una serpiente acorralada, su cuerpo

terminó por acomodarse a sus múltiples desperfectos.

Una, dos horas. Perdió la noción del tiempo. Estuvo aleteando por largo rato mientras

Juan Salvador le corregía la posición del cuerpo, comentaba sus aleteos, detalles,

minucias, le contaba sobre los otros mundos que había visitado y sus maravillas. Su

cuerpo se había acomodado a aquel concierto de frotaciones óseas. La rata había

elaborado un intrincado estilo de aleteo, en el que coordinaba cada hueso y coyuntura en

un patético baile rengo y saltarín para dejar toda ella de crujir. La voz del maestro se

apagaba lentamente hasta que su espíritu partió en busca de la luz, en un viaje a lo

desconocido a través de la meditación onírica. ¿Dónde estaría ahora?, ¿de qué prodigios

estaría gozando? Los músculos le ardían acalambrados, pero con afán incansable la rata

continuó así, por horas, a baile y brinco rengo, aleteando hasta el límite en que el dolor

desaparece.

Al regresar el espíritu de la gaviota de su viaje astral, fue testigo de un espectáculo

que le sacó el alma del cuerpo. Anonadada quedó, admirada de aquel siniestro animalito

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tullido que se retorcía en un grotesco calco de vuelo con increíble agilidad. Estuvo

pasmada hasta que por fin reaccionó sacudiendo violentamente su cabeza. La rata estaba

totalmente ida, surcando los aires de su imaginación, un contorsionista disparado por el

impulso de un sueño desquiciado. De pronto un estruendo resonó en toda la playa y la

rata salió de su ensimismamiento. El vientre de Juan exigía ya alimento.

–Dios, ¿qué fue eso? –exclamó alarmada la rata.

–No fue nada, mi querida rata, es que ya es hora de almorzar.

Juan se paró haciéndole una señal con el ala. La rata abandonó el montículo y se

acercó.

–Has practicado intensamente durante horas, rata, eso es muy bueno, muestra tu

temple y tenacidad, pero ahora tienes que reponer tus fuerzas.

La rata, que había escapado del dolor por la intensa concentración a la que se había

sometido, recobrada plenamente la conciencia, y de regreso en la realidad, empezó a

sentir los estragos de tan dura actividad. Los músculos se le empezaron a acalambrar y

sus coyunturas se quejaban por tanta fricción. Aun así, le sobraban ánimos para seguir

trabajando en perfeccionar su técnica de aleteo.

–Te he estado observando desde el tercer nivel celeste –le dijo Juan Salvador–, en

donde anduve hoy ayudando a otra pupila, y te puedo decir con seguridad que lo has

hecho muy bien. Ahora necesitas alimentarte. No es que sea necesario comer cuando

uno llegue a la perfección, pero mientras estemos en este nivel primitivo y terrenal del

espíritu, debemos alimentar el cuerpo al cual estamos encadenados. Ahora descansa,

que debes estar extenuada, pupila mía, reposa mientras yo consigo algún alimento para

ti.

La gaviota alzó vuelo y, tras un breve reconocimiento sobre el mar, se lanzó en picada

unas cuantas veces y regresó con algunos peces todavía retorciéndose en su agonía.

–Comamos, pupila mía –invitó el maestro.

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Hambrienta, la rata se arrojó sobre los peces que aún se movían. ¡Qué infinita

humildad y bondad la de su maestro! Servirla a ella, una rata miserable, un aprendiz de

gaviota. ¡Qué sabiduría y corazón tan grandes los de aquel ángel hecho ave! Ella no

merecía tal suerte. La gaviota apenas había probado bocado.

–¿Y usted no come, maestro? –preguntó solícita la rata.

–Los seres celestes como yo comemos lo mínimo necesario para mantener en pie

nuestras sutiles encarnaciones.

La rata atacó con avidez los peces y vio cómo, con estas palabras insondables, la

gaviota se sentó y reanudó el ritual de su aseo. Luego de comer, un llanto quebrado

inundó el espíritu de la rata, a quien nadie jamás había tratado de esa manera. Tomando

una concha se abalanzó sobre la gaviota, pero un rugido aterrador retumbó por toda la

playa.

–¡Jamás!

Se erizaron los pelos y aflojaron los esfínteres de la rata, pero nuevamente aquella voz

ventrílocua le arrulló el espíritu.

–Mi querida pupila rata, recuerda que para volar hasta los mundos superiores hay que

mantener la perfección del plumaje. No puedes tocarlo así no más, sin asearte las patas.

Pero era obvio, qué idiota era, qué absurda y minúscula, necia, cómo se le ocurría

siquiera rozar aquella herramienta divina con sus manos, ensuciadas por el terreno acto

de comer.

Cuando el maestro retomó su meditación, roncando a todo pulmón, la rata a duras

penas pudo calmar su llanto emocionado y continuar con sus ejercicios. ¡Qué magnánimo,

qué caritativo, qué noble era su maestro¡ Preocuparse así por un ser tan ínfimo como ella,

una rata de alcantarilla. ¿Cómo podría pagárselo? Cuánto haría para mostrarle su infinito

agradecimiento por haber compartido con ella toda su sabiduría, por encaminarla al

camino de la verdad. Ya sabría su maestro cuánto devoción le profesaba. ¡Qué

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exaltación, qué felicidad sentía! Por horas practicó sus técnicas de vuelo hasta que la

gaviota regresó de su viaje astral. Entonces, sin esperar a que se recomponga de la

agotadora travesía, corrió a recoger agua con las conchas .

–Maestro, permíteme limpiar tu cuerpo puro –exclamó la rata con devoción. La gaviota

no pareció sorprenderse.

–Así sea, hija mía.

Extendiendo sus alas para que la rata tuviera el privilegio de limpiar cada una de sus

plumas. Al terminar el aseo, la gaviota se incorporó e hizo una finta.

–Ahora voy por peces, para que tu esforzado cuerpo recupere sus energías.

Pero tal perfección no debía ensuciarse con labores mundanas.

–No, maestro, déjeme ir a mí, un espíritu como el suyo no debe perderse en

quehaceres vanos.

–Cuánta razón tienes, querida rata; en este mundo hay muchos seres que, como tú,

necesitan de mi ayuda. Además, ahora que ya estás aprendiendo a aletear, aprenderás

también a pescar. No es que sea necesario comer cuando uno llega a la perfección, pero

mientras estemos en este nivel primitivo y terrenal del espíritu debemos alimentar el

cuerpo al cual estamos encadenados. Además, de ese modo, asumirás mejor tu nueva

condición de gaviota. Así que ahora haremos una prueba de tus habilidades pesqueras.

Tienes diez minutos para traer todo el pescado que puedas.

La rata se dirigió a la orilla y se detuvo. Aún tenía temor a que aparecieran los

tiburones. Recordó además al monstruo de metal con sus enormes tentáculos atrapando

la multitud de peces. Pero se sobrepuso. Recolectó rápidamente algas de la playa, se

construyó una red de tentáculos y se la amarró a la cintura. Había obtenido cierta

experiencia marina en sus peripecias con el delfín. Corrió lo más rápido que pudo hasta el

agua y brincando las primeras líneas de espuma se sumergió para salir deslizándose

sobre las olas hasta pasarlas. Tras ellas algunos pequeños cardúmenes se agitaban

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ondulantes bajo el agua. Sabía que debía ser muy rápida. Se desató la red de la cintura,

soltó sus tentáculos y, velozmente, atravesó el cardumen desplegando la red y atrapó

buen número de peces, tantos, que terminó en el fondo por el peso de su pesca. Aguantó

la respiración hasta que llegó una ola que, reventándole encima, la lanzó hacia la orilla,

donde se arrastró tosiendo hasta abandonar el agua. Atragantándose, expulsó agua

caudalosamente, tratando siempre de hacer el menor ruido posible para evitar interrumpir

el viaje astral de su maestro. Pero este escucho su sufrimiento y, sin esperar segundo

alguno, incorporándose con suma preocupación, fue en su ayuda.

–Dios mío, rata, no debiste traer tanta comida, casi mueres aplastada.

–Gracias, maestro, gracias por salvarme la vida nuevamente –hizo un gran esfuerzo

para zafarse del bulto que la apresaba–, no sé qué sería de mí sin usted.

Desató la red rápidamente. Sentía un agujero en el estómago. El pescado se

desparramó en la arena y la rata se lanzó sobre él desesperada, pero un picotazo la

detuvo en seco.

–Con moderación, rata, la ruta de la perfección es un camino de mesura y templanza.

Para llegar a ella hay que fortalecer el espíritu. Pero no te preocupes, que yo te ayudaré.

Comerás cuando yo termine, así no cometerás excesos.

Para cuando la gaviota se había saciado, apenas quedaban unos cuantos pescados

flacos y pestilentes. Eructó y reanudó sus meditaciones. Pronto el maestro había entrado

nuevamente en comunión con el universo. Entonces la rata se hincó hambrienta y, dando

gracias al maestro que fortalecía su espíritu, deglutió los cadáveres con voracidad.

Varias horas más tarde, cuando empezaba a anochecer, un prolongado bostezo

anunció a la rata el arribo de su maestro. Tanto se había entrenado que no sentía el ardor

de sus coyunturas, protegidas ya por gruesos cayos óseos. Y efectivamente, estaba más

liviana. Qué gran sabiduría la de la gaviota; en menos de un día de trabajo la había hecho

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bajar buena parte de su masa corporal. Al despertar, la gaviota quedó impresionada de la

resistencia y el aspecto de su miserable pupila. Era toda ella hueso y pellejo.

–Descansa, mi querida rata, descansa. Lo has hecho muy bien, creo que con ese peso

ya estás lista para volar. Ahora necesitas recuperar energías y descansar para mañana.

Ve a pescar y esta vez intenta conseguir algunos camarones, que tienen mucho hierro y

te harán mucho bien a la sangre.

El maestro se sentó y continuó su meditación mientras, de cuando en cuando,

buscaba el tiempo transcurrido en las sombras que a su paso dejaba Sol.

La rata volvió a reunir su pesca generosa y fue a darle el alcance a Juan Salvador, que

entusiasmado por la cantidad de peces dijo:

–Bueno, mi querida rata, ahora hay que desempaquetarlos, lavarlos con mucho

cuidado y servirlos en conchas para poder comerlos.

Reconfortada por la alegría de su maestro, la rata desató la red y se dispuso a lavar

uno por uno los peces en el mar. Entre arenga y arenga de la gaviota, que no dejaba de

meditar, ahora en posición tendida, como la llamaba ella.

Esta vez, la rata se esmeró más con la cena. Recolectó choros y cangrejos de las

rocas y entró al mar nuevamente a buscar conchas de abanico. Sacó algunas machas

esquivas que se escondían en la arena y de un lago cercano llevó caléndulas para

adornar la mesa. Al terminar todo, meditó de rodillas con la frente apoyada en la arena

hasta que su maestro pareció haber regresado de sus viajes. Entonces la rata lo

interrumpió tímidamente.

–Maestro, maestro... –susurró.

–¿Qué pasa, qué, qué pasa...? ¡Diantres!, rata, ¿aún no sabes que no debes

interrumpir mis viajes astrales? ¿Ya está la comida?

La rata bajó la mirada.

–Perdón, maestro. Ya está, maestro.

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A duras penas la gaviota se pudo contener. La rata había preparado un auténtico

banquete. Las conchas estaban dispuestas en círculos concéntricos y en cada una de

ellas había acomodado con exquisito cuidado diversas variedades de peces adornados

con mariscos y cubiertos con algas de diversos colores. Grandes cangrejos colorados

sostenían cada concha y una lluvia de pequeños pulpillos había caído sobre ellas. Eso era

el paraíso.

–Lo hice especialmente para usted, maestro, para agradecerle todo lo que me ha

dado. Conseguí los cangrejos en las rocas –la rata le mostró sus heridas orgullosa–, y las

algas las recolecté por toda la playa...

–Ts, ts, sí, sí. Vamos a comer de una vez –se impacientó la gaviota sin saber por

dónde empezar.

Tímidamente, la rata cogió una pequeña concha que llevaba en ella un pez escuálido.

El maestro le hizo tirar el bocado con un rápido picotazo.

–¡¿Acaso estás loca?! ¡Tú no puedes comer esto! No te das cuenta de que te

embotarías y no podrías practicar. Además, si quieres volar, debes estar liviana y perder

un poco más de peso –le gritó con los ojos desencajados de ira mientras se atragantaba

con todo lo que le entraba en el pico. Expulsó un tremendo escupitajo. Navegando en la

inmensa baba expulsada sobre la arena se divisaba espinazos de pescado–. Eso es para

ti, ahí tienes suficiente calcio para tus huesos y calorías para tu ejercicio. Así no

engordarás, y te mantendrás ágil y liviana.

La rata asintió agachándose, hincada con la frente en la arena, y comió tímidamente

los desperdicios de la gaviota mientras esta no paraba de regalarse con el opulento

banquete. Sin decir palabra, la gaviota devoró y escupió hasta hartarse. En cuestión de

minutos todas las conchas estaban ya vacías y sólo quedaba un viscoso montículo de

espinazos y baba verdusca del cual se alimentaba temerosamente la rata.

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–Cuando termines acompáñame en mi meditación y no te levantes hasta que yo te

diga. Ah, y no oses interrumpir mi viaje astral –dijo terminante la gaviota.

Se alimentó de los escupitajos de cascarones de camarón y espinazos de pescado

esparcidos por todo el derredor de la gaviota, desentrañando desperdicios de la arena,

bebiendo babas gelatinosas antes de ser absorbidas por el suelo. Al acabar, y sin cambiar

de posición, acompañó en la meditación a su maestro.

La ansiedad no dejó dormir bien a la rata. Prácticamente no pudo conciliar el sueño. Al

alba se paró y empezó sus ejercicios sobre el montículo hasta que, avanzado el día, el

maestro anunció su retorno con un largo bostezo. Al verlo regresar, la rata se preguntó

cómo hacía el maestro para nunca dormir. Su admiración por él no conocía límites. La

gaviota estuvo algunos minutos volviendo en sí. Se irguió y le dijo a la rata:

–Bueno, rata, ya regresé. Ahora veamos si puedes elevarte por los aires.

Por fin llegaba el momento tan esperado, la prueba de fuego. Obtendría los réditos de

sus largas sesiones de entrenamiento. Bajó del montículo y se concentró al máximo.

Entonces empezó a correr, renga como estaba, y a dar brincos en círculos alrededor de la

gaviota, aleteando frenéticamente, saltando en intentos desesperados por elevarse. La

polvareda y el arenal que levantó fueron tales que empezó a formar una fosa alrededor de

su maestro.

–¡Basta, basta! Así nunca te elevarás –tosió la gaviota–. Detente. Te diré lo que

haremos. ¿Ves aquella gran roca que se eleva a lo lejos y esa otra al otro extremo de la

playa? –la rata asintió en silencio–. Si corres en círculos jamás volarás. Debes ir de

extremo a extremo aleteando, concentrándote mucho, sintiendo fluir las energías del

universo por tu interior. Recuerda, te lo he dicho una y mil veces, ¡medita!, ¡medita!

Volvió a concentrarse y emprendió veloz carrera hacia la roca elevada, aleteando

violentamente. Tras ella dejaba una estela de arena y sudor. Entre tumbos, brincos y

revolcones anduvo la rata por mucho tiempo, yendo de un lado a otro de la playa sin

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siquiera detenerse a tomar aliento, atragantada con la arena y el polvo. De pronto, una

fuerte brisa cruzó su recorrido. Tan flaca y esquelética estaba la rata que la brisa la elevó

por los aires mientras aleteaba con más furor para mantener su vuelo.

–¡Maestro, maestro, soy una gaviota! –chilló la rata entre tumbos y revolcones–.

¡Puedo volar!

Pero otra corriente de aire cruzó la brisa que la elevaba y formó un remolino que metió

a la rata en una violenta espiral que le hizo votar hasta el último espinazo mal digerido de

su estómago.

Así anduvo la rata trastornada, girando por toda la playa, incrustándose en la arena

para salir volando nuevamente, machacándose contra las rocas, estrellándose contra los

árboles que limitaban la playa, hasta que el mar se tragó el remolino y fue a parar al agua,

donde una gran ola la terminó de vapulear. Magullada, la rata encalló en la orilla. Casi sin

conciencia y abrumada por el fracaso, no escuchó las carcajadas de la gaviota, que

gritaba destemplada:

–¡Esta rata es colosal, colosal!

Así yació la rata hasta la mañana siguiente, cuando fue despertada por la gaviota.

–Rata, rata, levántate, ya tengo la solución a tu problema. Lo que sucede es que en un

principio las gaviotas nos dedicamos a pescar y somos empolladas hasta que nos crecen

las plumas adecuadas para el vuelo. Creo que nos estamos saltando pasos. No hay que

ser impacientes, todo a su debido momento. Recuerda, se requiere paciencia y tenacidad

para comprender la totalidad del universo…

La rata se levantó.

–¿Y quién me va a empollar? Yo no tengo padres.

–No te preocupes por eso, desde hoy yo te tomo como mi hija, yo te empollaré.

Llorando de agradecimiento, la rata se tiró a los pies de la gaviota y le besó las patas.

De un violento picotazo el maestro la apartó.

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–¡Basta, rata! ¿Es que no lo entiendes? Yo no estoy acá por tu agradecimiento, tan

sólo he venido a ayudarte para que puedas alcanzar la perfección –la rata le agradeció

con mil y una reverencias–. Ahora construiremos tu nido.

La rata siguió al maestro hasta la gran roca que limitaba la playa en su extremo

oriental. La arena estaba surcada por el rastro que la rata había dejado al ser revolcada,

lanzada, recogida y vuelta a revolcar por el tornado. Juan voló hasta una saliente en lo

alto de la roca.

–Acá construiremos tu nido. Recolecta pajas secas en tu red y tráelas. Luego te

indicaré cómo armarlo.

La rata contuvo sus lágrimas y bajó en busca del material necesario para su nuevo

hogar. ¡Qué bondad sin límites, qué acción desinteresada, prohijarla aquel elevado

personaje, aquel ser generoso! Hojas, ramas, paja, lianas. No pudo más. Un manantial de

lágrimas de felicidad brotó de sus ojos, transfigurando todo cuanto veía. El Sol brillaba

más que nunca, tiñéndolo todo de pan de oro. El mar fue más azul y el cielo más celeste.

Las hojas de los árboles tornáronse esmeraldas y las aves, serafines. Por horas recorrió

la playa y el bosque en estado de plenitud, hasta que llenó su red de paja y ramas secas.

¡La gaviota la había acogido con su paternidad bienhechora!

Cuando regresó, la gaviota estaba meditando sobre la saliente. Trepó con gran

esfuerzo hasta ella, no sin caer varias veces vencida por el peso de su carga. Al llegar

estaba molida. Esperó ahí hasta que el maestro volvió de su viaje.

–Muy bien, rata, ahora debes hacer un nido circular trenzando las ramas y cubriéndolo

de paja para que mantenga el calor.

En cuestión de segundos, la gaviota volvió a entrar en profunda meditación. La rata se

aprestó a hacer su nido. Aún no lo podía creer. Trenzó y amarró las ramas por horas y

con mucho afán lo cubrió de paja como lo había indicado el maestro. ¡Tenía un padre! Al

terminar quedó contemplando su obra. Era un gran nido perfectamente circular, envidia de

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todos los pajarracos que lo hubieran visto. ¡Ah, padre mío, estarás orgulloso de mí! Ahora

podría ser empollada y le crecerían plumas nuevas para poder volar. Ahora podría

aventurarse a los confines del tiempo y el espacio, adonde viajaba el maestro. Estaría en

armonía con el universo y en camino a la perfección. Estas y otras elucubraciones fueron

interrumpidas por el retorno del maestro.

–Bien hecho, rata, has hecho un excelente trabajo. Jamás había visto un nido tan

perfecto. Cada cosa que hagas debe serlo, así te acercarás a la perfección en cada uno

de tus actos.

Antes de que la rata pudiera agradecer o si quiera alegrarse por las felicitaciones de

su maestro, un estruendo salió del estómago de la gaviota.

–Ahora debes comer para recuperar tus fuerzas. Anda a pescar. Ya sabes que debes

entrenarte para ser gaviota y las gaviotas, en un principio, pescan y son empolladas. Y

recuerda, al preparar la comida, que todo cuanto hagas debes hacerlo con perfección.

El maestro se sentó y continuó su meditación mientras, de cuando en cuando,

buscaba el tiempo transcurrido en las sombras del Sol.

La rata no podía esperar para demostrarle al maestro que cada día podía mejorar. Le

prepararía un banquete que jamás olvidaría. Echó manos a la obra mientras la gaviota se

acomodó en el nido con placidez y regresó a las alturas estelares de sus meditaciones.

Jamás pupilo alguno, ni de este u otros mundos, le haría tal agasajo. Nadó, buceó, trepó,

corrió al bosque, cazó animalitos y bichos, recolectó frutos. Cuidadosamente, sirvió un

banquete digno de un dios.

No tuvo que esperar demasiado a que el maestro aterrizara en este mundo. Pronto su

estómago tronó y un prolongado bostezo lo trajo de vuelta. El maestro nuevamente quedó

admirado por la industria de la rata, pero contuvo su emoción. Los peces estaban tan

frescos que aún se movían. Había tantos colores en aquella mesa que muchos de ellos

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no podrían ser hallados en el arco iris. La rata lo esperaba hincada de rodillas, con la

frente pegada al suelo.

–Maestro, las flores más dulces y coloridas que pude encontrar están acá. Los bichos

más sabrosos que rondan bajo las sombras están acá...

–¡Shit! Ya, silencio, rata, tanto viajar me ha dejado hambrienta y tú no paras de

parlotear.

La gaviota abrió el pico y lo dejó así extendido en toda su amplitud. Ante tal posición,

la rata quedó desconcertada, sin saber qué hacer. Percatándose de esto, la gaviota cerró

el pico y suspiró largamente.

–Rata, yo no necesito comer, mi yo incorpóreo no necesita alimentos, pero me he

materializado para poder ayudarte y voy a vivir por ello como ser de este mundo. Aun así,

yo no necesito comer, pero lo hago para luego poder darte el alimento apropiado para tu

entrenamiento. Incluso, podría hacer que esta modesta comida que me has preparado

vuele a mi boca, pero voy a dejarte el honor de que me alimentes con tus propias manos.

Nuevamente abrió su pico y lo mantuvo extendido. La rata, luego de seleccionar la

comida meticulosamente, asegurándose de tener en mente la combinación adecuada de

sabores, fue acomodándola con gran cuidado. Una vez lleno el pico, la gaviota saboreó

extasiada por algún rato hasta que este se vació. Repitieron la operación una y otra vez,

mientras la gaviota daba instrucciones, indagaba por sabores, hacía críticas y lanzaba

regaños, hasta sentir que el vientre le reventaría si probaba un solo bocado más.

Entonces, la rata se dispuso a comer, pero de un picotazo furibundo la gaviota la detuvo.

La comida estaba deliciosa y quería guardarse el resto para más tarde.

–¿Qué haces, estás loca, comerte mi comida? ¿Con qué te voy a alimentar luego?

La rata se encogió hasta formar una pelota de hematomas y pellejos desgarrados. Ya

más calmado, el maestro continuó.

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–La guardaremos para más tarde. Ahora métete al nido para que te empolle. En unas

horas te daré de comer. Ahí estarás suficientemente caliente para que te crezcan las

nuevas plumas. Pero antes… –se irguió y extendió sus alas–. Con la lengua. Te doy el

honor.

La rata mojó las plumas de su maestro y limpió con su lengua cada resquicio de la

gaviota. Fue feliz. Los antros más pestilentes de sus axilas, las entrepiernas sudorosas, la

cloaca fétida, hasta que el maestro se hastió de tanta sumisión y asqueado gritó:

–¡A tu nido!

Rápidamente la rata obedeció. Entró en su nido y la gaviota se acomodó plácidamente

sobre ella. Pero el nido de ramas y paja no tenía suficiente fuerza y cedió, y la rata

soportó todo el peso de la gaviota en su espalda. Estuvieron así por largo rato, la gaviota

cómodamente sentada en el nido y la rata intentando hallar una posición en la cual el

maestro no la aplastara tanto. Cuando ya la había encontrado y lograba meditar, una

tremenda ventosidad hizo retumbar el nido de tal forma que por poco se desarma. Luego,

un gran hedor.

–Rata, despierta, hora de comer. Abre la boca, ahora yo te daré tu alimento.

La rata obedeció. Abrió el hocico y entre gases y estertores le entró un gran caudal de

heces por él. Así continuó la gaviota por algún rato, expeliendo desechos entre profusas

exclamaciones de placer.

–Ah, oh, uh. Ahora estás recibiendo parte de mí, de mis entrañas. Parte de la gaviota

te hará gaviota.

La rata lloraba de felicidad recibiendo toda esa gaviota intestinal, intentando no

desperdiciar nada, conteniendo la respiración para no escupir ni una gota de aquel maná.

Terminada la comida con un largo pedo, el maestro aconsejó sabiamente:

–Ah, ahora meditemos.

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Al retornar de su viaje, el maestro se dispuso a comer lo que había quedado del

banquete. Estaba malogrado. Furioso, despertó a la rata a picotazos.

–Rata, rata. ¡Diantres, rata! Despierta, no seas tan dormilona. La ociosidad no te

llevará a la perfección. Rata, ¿no te das cuenta de que necesito mantener el calor para

que te puedan crecer nuevas plumas? Tienes que preparar una nueva comida.

Sin esperar salir totalmente del sueño, la rata hizo un pequeño agujero en su nido por

el cual salir y entrar sin incomodar al maestro.

Tal proceder se repitió por varios días. El maestro, sumido en largas meditaciones de

las cuales despertaba sólo para asegurarse de la correcta alimentación de la rata. La rata

empollada durante horas en espera de que le crecieran sus plumas, saliendo sólo a

pescar cuando el maestro lo ordenaba y preparándole cada vez mayores agasajos,

engullendo cada vez más desechos. Qué más podía pedir que ser sustentado por aquel

maná que brotaba día a día por el recodo más íntimo de su maestro. De vez en cuando,

con temor a enojar al maestro, la rata preguntaba cuándo iban a crecerle las nuevas

plumas. Cada día las preguntas se hicieron más ansiosas, hasta que la gaviota notó que

tal estado de cosas no podría mantenerse por mucho tiempo más.

Al cabo de varios días, al regresar de su viaje astral matutino, el maestro se paró del

nido por primera vez. Aleteó un poco para desentumecer sus huesos y orear sus plumas y

la rata escuchó sus sabias palabras.

–Veo que ya te han crecido nuevas plumas, rata.

En efecto, en el poco pelo trinchudo y chamuscado que le quedaba, a la rata se le

habían formado duras y finas costras de estiércol tan sólidas como piedras. La rata no

pudo contener su alegría: sí, tenía plumas, ásperas y verduscas aunque con la luz del Sol

seguro se tornarían blancas y suaves como las del maestro. Saltando de felicidad, le

pedía al maestro hacer su primera prueba de vuelo.

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67

–Está bien, rata, pero recuerda bien los movimientos del vuelo, porque si fallas caerás

en picada.

–No se preocupe, maestro, mucho he practicado y los he aprendido bien.

–Ahora, echa el nido abajo y ponte en el fondo de esta saliente. Concéntrate bien y

luego corre hacia el vacío.

La rata quedó un momento mirando el nido que por esos días la había alojado y que

tanto esfuerzo le había costado construir. Con mucha tristeza lo echó cuesta abajo. Un

agujero se le abrió en el corazón. Lentamente fue cayendo el nido, haciéndose pedazos,

aquel hogar donde transcurrieron los días más felices de su vida, donde su espíritu tuvo el

honor de cobijarse bajo el fuego de su insigne mentor y nutrirse de sus entrañas. Poco a

poco el nido se fue deshaciendo, dejando tras de sí sus restos óseos. Aquellos felices

días quedaban atrás. Entraba a una etapa nueva de su vida, una etapa de vuelo y

libertad. Con el corazón reventándole de emoción, fue al fondo de la saliente y se

concentró por largos minutos. Luego se lanzó a correr aleteando frenéticamente. Al llegar

al filo del abismo dio un gran salto y se elevó algunos metros sobre la saliente, pero, antes

de que pudiera gritar su triunfo, cayó en picada acelerada con tal velocidad que ni siquiera

pudo seguir aleteando. Esta vez todo terminó rápido y sin preámbulos: acabó de cabeza

con medio cuerpo enterrado en la arena. Al rato pudo distinguir, aunque no entender, la

voz telepática de la gaviota que algo le decía. Pasaron los minutos y el maestro proseguía

con su discurso sin darse cuenta de que la rata se ahogaba, pataleando

desesperadamente con la cabeza hundida en la arena. Al fin la cogió de las patas, la

arrancó del suelo y la tiró sobre un montículo. Sin esperar a que la rata se repusiera del

todo, continuó su perorata.

–Parece que las plumas no te han crecido bien; vamos a tener que darles una ayuda.

Irás por toda la playa y recolectarás todas las plumas que encuentres, de preferencia las

menos deterioradas y más tupidas.

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La rata obedeció al instante y sin chistar. Si quería volar, debía hacer lo que el maestro

decía; había sufrido peores reveses como para que este la detuviera. Recorrió por horas

la playa hasta el anochecer. Al regresar, traía su red llena de plumas de toda gama de

grises, dispuestas cuidadosamente para que no se estrujaran. El maestro seguía

despatarrado, sumido en sus viajes estelares. La rata esperó ahí por horas hasta su

retorno. Cuando se despertó, tardó algo en recuperarse de su prolongada travesía.

–Ya es hora de tu comida, rata.

Fue lo primero y único que dijo el maestro. La rata empezó a vaciar cuidadosamente

su red para que las plumas no se estropearan.

–Apura, rata, apura, que el hambre te va a matar.

Y aunque no sentía hambre, sabía que el maestro tenía la razón, debía comer.

Terminó rápidamente de vaciar la red y, luego de una ardua jornada, la mesa quedó más

espléndida que nunca.

–No está mal, rata, estás mejorando, aunque tengo pupilos que lo hacen mejor.

Esta vez el maestro escupió gelatinosas masas de espinazos a su alrededor y la rata

comió de ellos. Al terminar, la gaviota se dispuso a reanudar sus viajes.

–Rata, en este momento tengo otro pupilo en un lugar muy alejado de este mundo que

necesita mi ayuda, te pido paciencia.

Tendida en la arena, la gaviota viajó en auxilio de su discípulo desconocido. La rata no

perdió el tiempo. Reanudó sus ejercicios de vuelo sin detenerse hasta el siguiente arribo

del maestro. ¿Cómo serían aquellos mundos a los que su maestro ascendía? ¿Qué

fabulosos seres habitarían sus parajes celestes? ¡Pronto ella también transitaría los

pasajes más recónditos del universo junto a su maestro!

–Muy bien, rata, veo que tomas tus ejercicios con mucho afán. Descansa un rato y

anda a pescar, que ya es hora de comer –dijo la gaviota a su regreso.

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La rata interrumpió su entrenamiento para ir a pescar. Así continuaron sus existencias

por algunos días más: la rata preguntando al maestro por el uso de sus nuevas plumas y

él respondiendo que aún no estaba lista, que tuviera paciencia. Hasta que la gaviota notó

cierta impaciencia en las preguntas de la rata. Volar como un ángel. Mundos celestiales.

Ser y no ser. Entonces, supo que la rata estaba lista.

–Muy bien, rata –dijo el maestro al despertar, antes de que la rata empiece con su

salmodia de preguntas–. He visto cómo has evolucionado todos estos días, con qué tesón

has entrenado, cómo se ha templado tu carácter y fortalecido tu voluntad. Veo que ya

estás lista.

La rata tembló toda de emoción al escuchar tales palabras de su maestro, y de

hinojos, con la frente en el suelo, apenas pudo agradecérselo.

–Ahora escoge las mejores plumas de entre todas las que has recolectado, las mejor

conservadas, las más tupidas y más blancas de todas –ordenó la gaviota.

Horas tardó la rata en realizar la tarea, escogiendo las mejores plumas, limpiándolas,

clasificándolas por tamaños y colores y disponiéndolas ordenadamente en filas. Cuando

terminó ya había oscurecido y sólo las estrellas y la espuma fosforescente del Mar

iluminaban la playa. Al cabo de un rato, el maestro había regresado completamente de su

viaje astral. La rata lo había esperado meditando, postrada a su lado, con la frente pegada

a la arena.

–Bien hecho, rata, ahora déjame estudiar cada pluma para poder ponerla en el lugar

adecuado.

El maestro escogió una pluma blanquísima, de punta roma, la pegó a la espalda de la

rata y lentamente sintió cómo se abría paso, primero por la piel de la rata y luego a través

de su carne. Primero percibió que algo se rompía, pero luego penetró suavemente. La

primera pluma fue la que más dolió, un pinchazo agudo que tomó a la rata por sorpresa.

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Un terrible aullido de dolor estalló en toda la playa. De un salto intentó incorporarse, pero

el maestro le lanzó una seguidilla de terribles picotazos impidiéndoselo.

–¡Ya, rata, no seas débil! La perfección exige pequeños sacrificios.

La gaviota fue escogiendo cada pluma e incrustándoselas en la espalda. Escogía

siempre las más blancas y romas de todas, quebrándole la piel y haciéndola saltar de

dolor y recriminándola con severas punciones. Finos hilos de sangre corrieron por su

espalda, rodeando promontorios callosos y cicatrices hasta empozarse en la arena. Pero

la rata era fuerte y, mordiéndose los labios con el único diente de rata que le quedaba, no

quiso flaquear en presencia del maestro, y no soltó lamento alguno. Luego continuaron los

brazos y las piernas, las costillas y la panza. Al final la cabeza. La rata terminó

completamente emplumada y tan agujereada que hasta respirar le causaba dolor.

–Ya está, rata, pero has perdido mucha sangre, así que necesitas alimento –dijo la

gaviota.

–Pero maestro, me duele mucho y tengo pocas fuerzas.

–¡Calla, rata, no seas tan débil! Pensé que habías templado tu carácter y fortalecido tu

voluntad. Tu cuerpo es sólo la cárcel de tu espíritu. ¡Levántate! ¿No ves que el agua del

mar cicatrizará tus heridas y hará estas plumas parte de ti?

Llorando de vergüenza, la rata besó las patas de su maestro y, a pesar del intenso

dolor y la disminución de sus fuerzas, se incorporó y caminó hasta el mar retorciéndose

por los pinchazos que le martirizaban la piel.

–¡Pero apura, rata, apura que no tenemos toda la noche! –urgió su maestro.

A toda carrera, la rata entró en el mar, pasando las sinuosas líneas de espuma y

sumergiéndose en sus aguas. Por unos segundos no sentía el cuerpo; su pellejo estaba

adormecido, pero luego comenzó a nacer un ardor que no paraba de aumentar. La sal

empezó a lacerar sus pellejos y meterse por sus heridas. La llenó un calor interior que

parecía no disminuir nunca. De un gran salto salió del agua y nadó de tal modo hasta la

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orilla que pareció caminar sobre las aguas. Ni siquiera en la arena consiguió reposo para

el dolor. Revolcándose y retorciéndose, no paraba de chillar.

–¿No ves qué bien te ha hecho, rata, ya no sangras? –la animó la gaviota.

Y era cierto, ya no sangraba, casi instantáneamente las heridas habían cerrado al

contacto con el agua salada.

De pronto, “miel”, pensó la rata, “la miel endulzará mis saladas cicatrices”. Haciendo

un último esfuerzo, sin dejar de retorcerse y chillar como un demonio, la rata se arrastró

hasta el interior del bosque en busca de miel. Raspándose y enganchando sus heridas en

las ramas, divisó por fin un panal. Intentó trepar hasta él, pero no pudo. Entonces,

blandiendo una rama, echó abajo el panal y desesperada se lanzó sobre él y se revolcó

en su cera y miel. No tuvo mucho tiempo para calmar sus heridas en la miel, porque

pronto un enjambre de abejas le propinó innumerables picaduras tóxicas. Sin aplacar las

heridas de las plumas e infestada de abejas, la rata salió despavorida y no paró hasta el

mar. Aunque el dolor era intenso, se sumergió largo rato hasta que tuvo que salir a

respirar, pero las abejas eran muy pacientes y la esperaban disciplinadas para infligirle

más picaduras. Así estuvo la rata, sumergiéndose en el ardor de las aguas saladas que

cocinaban sus heridas y elevándose entre picaduras de abejas hasta que todas murieron

hincándole sus aguijones.

Ya en la playa, votando agua por todos los agujeros de su cuerpo, la rata emprendió el

regreso al panal. En él se revolcó hasta calmar el dolor de las heridas y pinchazos.

Varios días tuvieron que transcurrir para que pasaran totalmente los dolores y las

infecciones. La piel fue recuperando su elasticidad al desprendérsele una a una las

costras. A veces, para poner a prueba su templanza, la gaviota se acercaba sigilosa y le

arrancaba una costra luego de hundirle el pico bajo la piel. Entonces, la rata salía

despavorida, aullando de dolor, agradeciendo entre alaridos y lágrimas los detalles del

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maestro. Pero al fin valió la pena. Las plumas, aunque marrones por la sangre, la miel y la

tierra que las había manchado, le quedaron fuertemente adheridas al cuero, formando

parte constituyente de su cuerpo. En esos días la rata no ejercitó sus aletazos, sólo se

dedicó a meditar al lado de su maestro, a pescar, recolectar flores, miel y resina, a cazar

pequeños reptiles que pululaban por el bosque, alimentar a su maestro con sus manos,

asearlo con su lengua y a comer todo lo que ofrecía y expelía su cuerpo. Apenas estuvo

recuperada retomó su entrenamiento con más furor que nunca. Había que recobrar el

tiempo perdido. Cada movimiento era debidamente estudiado y repetido cientos de veces,

hasta que se convertía en un acto reflejo. Un día el maestro se puso de pie.

–Ya estás preparada, rata. Ya tienes nuevas plumas y una técnica de aleteo perfecta.

Ahora trepa la gran roca hasta la saliente en la que te empollé y lánzate a toda carrera

desde ella. Y no tengas miedo, ten confianza en tus capacidades. Recuerda que todos

somos parte indivisible del universo.

Sin dejarse embargar por la emoción para poder concentrarse a fondo, la rata corrió

hacia la roca. Mientras lo hacía se sintió ligera, casi incorpórea. Sus plumas y su

raquitismo la suspendían por momentos en el aire y su forma aerodinámica de cabeza

puntiaguda le proporcionaba gran velocidad. Trepó sin esfuerzo hasta la saliente y se

detuvo un instante al fondo de esta. Desde ahí las olas del mar empequeñecieron y su

espuma se desvanecía como el agua en la arena. Recordó sus tribulaciones y

sufrimientos, recordó el desengaño del delfín y el tiempo perdido, la esperanza fugitiva

que había regresado a ella. Recordó cada amanecer y ocaso, evocó todas las noches de

incertidumbre y padecimiento. También cada golpe. Las olas, las rocas, la arena, el pulpo

gigante, sus cazadores y el tornado. Vio a lo lejos el horizonte, el pliegue donde se divide

el mundo en dos: la tierra de las ratas y el espacio de los ángeles, un mundo sutil al cual

ella pronto pertenecería. A lo lejos, más allá del horizonte, el cielo era una caldera enorme

lanzando humos de colores. La rata echó un último vistazo hacia la tierra, ese mundo

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subaéreo que pronto dejaría atrás. Corrió hacia el vacío y antes de llegar a él dio el gran

salto. Su poco peso la hizo elevarse varios metros y aleteó desesperadamente. Esta vez

se pudo sostener en el aire. El maestro la observaba desde tierra boquiabierto. Se sentía

liviana, incorpórea, hecha de aire y nubes, de polvo estelar. Como un abejorro escuálido,

su incesante aleteo zumbaba casi sin desplazarla de su sitio. Desde la tierra se veía una

mancha negra que ensuciaba el cielo limpio de la mañana, un enjambre informe de

moscas y desechos flotando sin rumbo. Desde el aire la rata veía la inmensidad del

mundo, el mar inconmensurable y la arena donde este reposaba; más allá, limitando la

playa, el bosque se había convertido en un lecho de nubes verdes y su maestro, pequeño

y resplandeciente, en medio de todo aquello. Qué gran felicidad sentía la rata. Al fin podía

volar, ser parte del cielo. Verlo todo desde arriba proporcionaba una perspectiva más

vasta y completa de las cosas. Una tenue brisa la arrastró lentamente haciéndola dar

suaves vueltas como un tiovivo.

–¡Soy una gaviota, soy una gaviota! –extendiendo los brazos hacia el cielo–. ¡Soy una

gaviota, soy una gaviota! –abrazando al universo entero.

Chillaba la rata al fin convencida de haber logrado su cometido, mientras su zumbido

tronaba rompiendo la paz de aquel paraje tranquilo. Volaba. Pero no volaba, era una

pelusa de polen perdida en la brisa de la mañana, arrastrada al garete por las corrientes

matutinas. Con el pasar de los minutos la brisa tomó fuerza y se hizo viento, que la

impulsó en vueltas cada vez más rápidas hasta que ya no pudo ni chillar ni aletear. Tan

rápido giró que los colores se mezclaron y las formas se confundieron, tornándose todo

en caos. El trompo de mugre y plumas se estrelló en la arena y empezó a rodar como una

bola de paja en el desierto, rebotando y cayendo sin parar. En tal situación estuvo la rata

por largo rato, yendo y viniendo a volteretas y rebotes hasta que fue a dar a una gran roca

que se elevaba en el extremo opuesto de la playa. Al fin quedó atracada en una hendidura

de donde el viento ya no la pudo sacar no sólo por haber quedado estrechamente

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apretujada, sino también porque de tanta arena que llevaba en sus plumas su peso se

había duplicado. Tantas piruetas había hecho la rata que el mundo no paró de girar por

largo rato. Poco a poco se fue disipando el mareo y empezó a distinguir los colores,

objetos y sonidos, y entre ellos, al maestro y su voz telepática.

–No estuvo mal, rata, las plumas funcionaron, aunque te faltó equilibrio y estabilidad.

Estoy seguro de que con un par de alas más largas podrás maniobrar adecuadamente en

el aire.

Después de todo, aunque había sido revolcada en la arena y machacada contra las

rocas, el maestro tenía razón. No había por qué darse por vencida ahora. Había volado y

lo único que le faltaba eran alas adecuadas. Sin decir palabra, la rata se zafó de la

hendidura, se hincó de rodillas, besó las patas de la gaviota en agradecimiento por todo lo

logrado y por el sabio consejo y emprendió el proyecto de sus nuevas alas, no sin que

antes esta le propinara su picotazo diario y le hiciera lamerle las axilas y el ano.

Con la experiencia ganada en la fabricación de las nefastas aletas de delfín que en

tantos embrollos la habían metido, inició la construcción de sus nuevas alas. Con un

junquillo como lápiz hizo todos los cálculos necesarios, tomando en cuenta distintas

trayectorias y velocidades de viento, densidades de masas de aire, peso y masa

corporales, forma y tensión muscular, intentando deducir dimensiones y formas óptimas

para sus alas. Luego recorrió toda la playa y buena parte del bosque en busca de

materiales adecuados para ellas. El método fue el mismo que el usado para la

construcción de las aletas, pero esta vez la experiencia le proporcionó mayor exactitud en

sus cálculos. Al cabo de algunas horas de concienzudas cuentas y trabajo arduo la rata

había concluido su labor, aunque sólo sabría si con éxito cuando probara sus alas.

Estaban hechas cada una de finas varillas de junco trenzadas de tal forma que

adquiriesen un arco perfecto y buena elasticidad. Tenían cada una dos partes a manera

de brazo y antebrazo que, pegadas a sus brazos, se manejaban con un mecanismo de

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poleas. Las plumas fueron pegadas con resina de árbol. Esta vez no esperó a que su

maestro regresara de su viaje astral. No pudo, la ansiedad le devoraba las entrañas.

Corrió hacia la cima rocosa para emprender vuelo desde ella, pero en pleno camino

notó que sólo con extender sus alas ya planeaba levemente sobre la arena. Entonces

empezó a aletear. Los primeros aleteos fueron pesados, pues aunque había practicado

bastante, no lo había hecho con alas y no conocía la resistencia del aire. Tampoco

manejaba bien la flexión de sus alas, aunque no tardó en controlar el sistema de poleas.

Poco a poco fue encontrando los ángulos más eficientes y acostumbrando sus músculos

a las largas alas que ahora tenía. Aunque descubrió que los movimientos necesarios para

controlar sus alas eran distintos a los de sus entrenamientos, el concepto era el mismo.

Así, la rata no tardó en realizar largas aleteadas sin mayores esfuerzos. Por fin se elevó

en el espacio nocturno venciendo las ráfagas bajas que venían desde el mar y

empezaban a elevarse por el calor de la arena tibia. Batió y batió sus alas hasta

sobrepasar la gran roca, girando entonces en un ángulo cerrado para planear rasante

sobre la orilla. Las aguas eran calmas y la espuma fosforescente alumbraba su vuelo.

Aleteó nuevamente y se elevó dirigiéndose hacia el bosque. Sobre él pudo sentir las hojas

de las copas de los árboles acariciando su vientre, y dejando sus alas extendidas

apoyadas sobre el aire, se detuvo sobre una rama. Anduvo así, extasiada por todo

cuando veía y sentía, por horas, volando de lugar en lugar, posándose de rama en rama,

planeando sobre las olas del mar que apenas se levantaban, haciendo figuras y giros.

Transcurrieron las horas y al fin amaneció. Todo se veía distinto desde el aire: la noche, el

mar, las estrellas, el Sol que despertaba.

Al mediodía, cuando el maestro despertó, la rata volaba en círculos sobre él chillando

a todo pulmón.

–¡Maestro, maestro, ya puedo volar, soy una gaviota, soy una gaviota!

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La gaviota alzó la mirada y la vio sobre él. Sacudió la cabeza y se frotó los ojos. No lo

podía creer: era la rata, volando con ese hechizo que ella había llamado alas. Embargado

por el horror y la desesperación, no pudo decir palabra. Ahora quién le prepararía tan

exquisitos banquetes, quién le asearía delicadamente sus alas, quién le llevaría la comida

al pico, quién la haría divertirse con hilarantes golpes y estrellamientos, quién se hincaría

a sus pies y le besaría las patas, quién la reverenciaría. Tendría acaso que volver a

arrojarse sobre los desperdicios de los barcos pesqueros peleándose con otras gaviotas

por algunos pocos desechos, picoteándose unas a otras, arranchándose colas o cabezas

de pescados. En suma, ¿ahora quién la llamaría por su nombre?, volvería a estar

condenada al anonimato, desaparecería nuevamente.

–Muy bien, rata –dijo la gaviota con voz entrecortada que su pupila interpretó como

sincera emoción. Voló hacia la rata torpemente por el sobrepeso resultado de tanta

comilona. Debía dar punto final a tal evento contra natura–. Te felicito, rata. Ahora estás

lista para entrar en armonía con el universo. Tus alas son impresionantes, nada tienes

que envidiar a cualquier gaviota. Has hecho un trabajo excelente. ¿Cómo están pegadas

tus alas a tu espalda?

–Con un arnés están atadas, maestro.

–¿Y el arnés a qué parte de las alas se agarra?

–A su esqueleto, maestro.

–¿Y con qué están pegadas tus plumas a su esqueleto?

–Con resina del árbol de goma, maestro.

–Muy bien hecho, rata, tu ingenio es admirable.

Se hinchó de orgullo y agradecimiento el corazón de la rata.

–Ahora sígueme, rata. Empezaremos tu entrenamiento con el control del vuelo lento y

de gran altura.

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El maestro emprendió un lento vuelo ascendente. A cada metro el panorama de la rata

se ampliaba más. Parecía ver más allá del horizonte, tras los picos nevados de las

montañas. A medida que ascendía todo se hacía más pequeño, mínimo, perdiendo los

colores y las formas, confundiéndose en un todo armónico. Esa era la esencia del

universo, donde toda individualidad desaparecía; todo objeto se atomizaba para

desvanecerse y conformar un solo cuerpo, para transformarse en energía pura. Y ella era

espectadora privilegiada del grandioso espectáculo que era la verdad. Subieron más y

más, hasta sobrepasar las nubes. Ahora todo resplandecía, era energía pura. Alzó la

mirada y vio al Sol más grande y reluciente que nunca. Enloquecida de emoción,

comenzó a chillar:

–Soy una gaviota, soy una gaviota. Arriba, arriba, hasta las estrellas.

La rata empezó a aletear frenéticamente hacia el Sol. Sus poderosos rayos colmaron

su cuerpo de fuerzas, su espíritu de vida y el pegamento de sus alas de tal calor que

empezó a derretirse. Al cabo de unos segundos la rata empezó a desplumarse. Ya no

avanzaba y comenzó a descender, dejando al principio una escasa estela de plumas. Tal

era su emoción que no notó el peligro, y empezó a caer a gran velocidad. Su forma

aerodinámica hacía mucho más rápida la caída.

Recordó aquel momento decisivo en su vida, cuando ahogándose, rendida luego de

hacer un último intento por llegar a la playa, empezó a elevarse sin saber cómo ni por

qué, y luego de llegar hasta las nubes, caer y caer como una roca. Ahora había superado

al maestro, la velocidad que entonces alcanzó no era nada comparada con esta. Agitó

con más ahínco sus alas peladas, y zumbaba el bambú como un enjambre de mil moscas.

–Soy una gaviota, soy una gaviota –gritaba frenética.

Poco a poco todo iba recobrando sus colores y formas, su ser individual y distinto. El

Mar, la playa, el bosque, los árboles, los montículos, la espuma, las gotas de agua que

saltaban al reventar las olas.

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Se proponía esperar hasta el último segundo para detenerse y demostrar al maestro

que era mejor que él. Aceleraba su aleteo mientras recordaba la tarde en que conoció a

su mentor. Caía y caía mientras se proponía dominar la velocidad. Esos momentos le

parecieron eternos, pero eran sólo fracciones de segundo. Milésimas durante las cuales

se concentran los sentidos para descubrir detalles que en otros momentos serían

borrados instantáneamente de la memoria por ser irrelevantes. Nunca, por ejemplo, la

rata se había dado el trabajo de observar individualmente cada grano de arena de la

playa, notando que, efectivamente, no hay un grano igual a otro. Aún en esa multitud de

particularidades, el cerebro tiene la capacidad de descubrir, deducir, discernir, aunque

tales funciones no sirvan de mucho en aquellas circunstancias ineluctables. Sus brazos

estaban chorreados de goma derretida. Sus plumas volaban libres para no volver. No

hubo tiempo para mayores reflexiones. Un estallido y golpe tras golpe. Molerse los

huesos. Hundirse en la aguas. Aplastarse contra el fondo. Por inercia o porque todo fue

tan rápido que aún no asimilaba su fracaso, siguió batiendo sus alas furibunda hasta salir

del agua y casi despegar “¡soy una gaviota!”. Hundirse nuevamente, burbujear, “soy una

gaviota”.

Cuando despertó, lo primero que vio fue al maestro, esperándolo con rostro

preocupado y lo llamó con un estertor.

–Maestro, maestro, ya no puedo más, voy a morir.

Dando un suspiro de alivio, el maestro le respondió:

–¡Estás loca, rata! ¿Ahora que has conseguido volar te vas a rendir?, ¿ahora que has

tocado las nubes y has sido parte del universo? Descansa un poco y luego construiremos

unas alas que no se derritan con el calor del Sol. Yo pasaré la noche en vigilia a tu lado,

haciéndote reiki, transmitiéndote energía vital y sanadora con imposición de alas.

Era cierto, el maestro nuevamente tenía razón, no podía rendirse ahora que había

volado hasta lo más alto del cielo y casi tocado el Sol. Recordó todo cuanto vio y sintió

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desde aquellas alturas maravillosas. Dormiría ahora con la ayuda del reiki del maestro

para reponer sus fuerzas. Mañana estaría sanada e iniciaría la construcción de unas alas

que lo resistirían todo, los vientos más fuertes, las caídas más severas, el Sol más

ardiente. Pero apenas cerró los ojos para descansar oyó un graznido.

–¡No seas demente, roedor!, no puedes dormir ahora, tienes que comer algo, no tienes

suficientes energías para resistir toda la noche sin alimento. Ahora el mar está calmado y

no tendrás que hacer mucho esfuerzo para pescar. Los bichos del bosque duermen y

podrás emboscarlos fácilmente. Levántate de una vez y ve a cazar. Y hazlo con

perfección, per-fec-ción –y le dio un picotazo en la cabeza.

El maestro tenía razón, la acción de aquel día le había consumido casi todas sus

fuerzas y necesitaba reponerlas para sobrevivir a la noche. Medio muerta, la rata se puso

en pie y partió hacia el mar. Se movía tullida y renga, sin poder disimular los crujidos de

sus vértebras, sonámbula. El maestro lo sabía todo, debía ser una cena especial, una

fiesta por su primer vuelo. Y así fue, una comilona maravillosa, una clara muestra de que

estaba a un paso de la perfección. Preparó la cena y con sus últimas fuerzas, hincada de

rodillas, con la frente en la arena, esperó a que el maestro regresara de su viaje astral.

–Rata, rata –el maestro la sacó de su ensueño con un certero picotazo–. Despierta,

rata, no seas ociosa, ya tienes que comer.

Abrió el pico y quedó así, esperando a que la rata lo nutriera. La rata lo alimentó con

gran tiento, agradecida de poder servir de tal forma a su maestro. La gaviota escupió y la

rata comió y bebió de los gargajos desparramados a su alrededor. Sólo pepas y cáscaras

sumergidas en babas gelatinosas quedaron para ella, pero así y todo supo disfrutar su

dulzor. Terminado el agasajo para uno y la servidumbre para la otra, el maestro retomó su

viaje astral y la rata perdió la conciencia instantáneamente, sumida en el más profundo de

los sueños.

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Esa noche, la rata emprendió vuelo con alas que jamás había visto, compuestas de

una estructura de juncos dispuestos en forma de abanico unidos por delgados y

translúcidos pellejos curtidos de rana. Las alas se plegaban y desplegaban con gran

facilidad y con ellas viajaba más rápido que el viento y soportaba las temperaturas más

cálidas. Así, alada, voló hasta los confines del universo, hermanándose con el Sol y las

estrellas hasta que, convertida en luz, se tornó en un astro más que brillaba por siempre

en el fondo de la noche estrellada. Despertó al empezar el alba, cuando apenas el Sol

empezaba a dar color al mundo y las estrellas se tomaban un descanso. Aún en el

ensueño, se paró y echó manos a la obra. Sus sueños le habían mostrado el camino.

Fabricaría las alas perfectas. Realizó cálculos e hizo planos durante toda el alba. Afinando

sus métodos, desarrolló cientos de fórmulas que esta vez, además de velocidad y fuerza

del viento, resistencia del aire y aerodinámica en general, incorporaban impactos, calor y

resistencia de materiales. Por fin sería digna pupila de su maestro. Juncos, algas, ranas.

La gaviota estaría orgullosa de ella. Arneses, sogas, estructuras. Esta vez no lo

defraudaría. Despellejó a los batracios, embadurnó los pellejos con aceite de culebras y

los dejó curtiendo al Sol por algunas horas, untándolos con aceite de cuando en cuando.

Las ranas eran pellejos y los pellejos, suaves pieles, flexibles y lisas por donde resbalaría

fácilmente el viento, tan finas y ligeras que casi se podía ver a través de ellas. Atar, armar,

acomodar, ajustar.

Ya estaba todo listo, ahora sólo había que probarlas. Sabía que esta vez las sentiría

distintas, pero el concepto de vuelo era el mismo. Dio un aletazo suave y prolongado

intentando percibir la justa medida de la fuerza necesaria para controlar sus nuevos

apéndices. Otro más para sentir la resistencia del aire y ya se había elevado. Ahora sus

alas eran más livianas y flexibles que las anteriores, le daban mayor control y le

demandaban menor esfuerzo. Sin esperar más se aventuró hacia el cielo azul de la

mañana. Estaba despejado, sin nube alguna que se interpusiera entre ella y el Sol.

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Pasaría la prueba de fuego de una vez, no esperaría más. Aleteó con fuerza y

rápidamente tomó altura. Aleteó sin parar hasta que abajo, en la Tierra, las formas

desaparecieron y los colores se mezclaron para formar un todo indivisible. Estaba en el

reino del Sol, jugueteando junto a él, contemplando el vasto mundo bajo sus patas.

–¡Estoy junto al Sol, estoy junto al Sol! –chillaba agitando las alas y haciendo ágiles

figuras, llenándose de vida, bañándose con los rayos del Sol.

–¡Estoy junto al Sol, estoy junto al Sol! –los chillidos fueron tan fuertes que se

escucharon en toda la playa, y la gaviota se despertó con gran sobresalto para entender

por fin que ya todo estaba perdido: la rata no necesitaría más de ella. Con curiosidad y

resignación, trabajosamente, alzó pesado vuelo siguiendo el sonido del chillido. Poco a

poco los gritos se hicieron más fuertes hasta que divisó a la rata volando alrededor del

Sol.

–¡Maestro, maestro, ahora ya estoy listo para viajar a las estrellas como usted!

El maestro le regaló una sonrisa resignada. Ahora ella misma debería conseguir su

comida, asear sus plumas y preocuparse de su supervivencia. Ya no habría más agasajos

ni comilonas. Rendida, la gaviota emprendió su regreso a tierra. Gorda y falta de físico por

tanta comilona y tanto ocio, su vuelo se había tornado lento, cansino, disimulado muy bien

por su impostura y elegancia. Sería muy difícil, si no imposible, conseguir un idiota que la

sirviera tan bien y con tanto esmero como aquella deleznable rata. Mientras en estas

disquisiciones se perdía el maestro, la rata volaba a su alrededor sin parar de chillar.

–¡Soy una gaviota, soy una gaviota!

Tanta idiotez le colmaba la paciencia. ¡No podía ser, todo eso era un horrible error!

Las ratas no vuelan y menos mejor que una gaviota. Pero aquel era el triunfo de la

credulidad y la estupidez extrema, llevada a tales límites que la convertían casi en

sabiduría. No podía más, no soportaba ese especial entusiasmo patrimonio de los idiotas

absolutos. Deseaba matarla, quería que algo ocurra y que cayera en picada nuevamente

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hasta darse contra la roca más sólida de la playa, se partiera en dos el cráneo y muriese

instantáneamente mientras ella recobraba la corona del vuelo de aquella playa. Que

muera, que muera, rata maldita.

Abajo, un grupo muy diverso de animales retozaba en la arena a pierna suelta. “Ahora

vería aquel engendro infecto”, se dijo Juan Salvador. Jamás podría competir en elegancia

y belleza con ella. Voló hacia la manada heterogénea y sobre ellos empezó a hacer

hermosas figuras con mucha impostación. Tan elegante y llamativamente sabía volar

Juan que toda bestia sin excepción, al ver aquel despliegue, quedó extasiada. Poco a

poco todos estaban de pie admirándola y aplaudiéndola. Nuevamente el alma le volvía al

cuerpo. Jamás la informe rata podría igualar su porte elegante. Pero pronto un chillido

desgarró el aire y le arruinó el momento de triunfo. Era la rata, que llegaba chillando a

todo pulmón sin darse cuenta de que perdía altura rápidamente y arrastró consigo a la

gaviota en su caída hasta dar en el suelo.

Tan siniestra aparición heló la sangre del improvisado auditorio, que empezó, con

piedras y palos, una descomunal paliza contra la rata. Toda la chusma enardecida se

abalanzó sobre ella dando de alaridos.

–Un murciélago, cuidado, un murciélago –decían alarmados, enloquecidos.

Querían liquidar al chupador de sangre. Todo ocurrió muy rápido. La gaviota intentó

huir de aquel lío, pero gorda y lenta como estaba, fue atrapada en la maraña de golpes.

Poco pudo hacer con sus pesados aletazos. Cuando las fuerzas de la turba se agotaron y

se tomaron un momento para reponerlas, vieron a la gaviota en el suelo con el pico

partido y el cuello roto. Sus plumas blancas ahora refulgían con el rojo brillante y oscuro

de la sangre. Al ver la atrocidad que habían cometido, al reconocer el error, quedaron

helados. Uno a uno cayeron a la arena los garrotes. Miradas de soslayo. Silencio

cómplice.

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La turba se fue alejando lentamente y cabizbaja hasta que sus pasos se hicieron

imperceptibles. Entonces, algo se movió bajo la gaviota. Unas manitas se asomaron y,

forcejeando, la rata escapó del pájaro moribundo. Se arrastró confusa por unos segundos

e instintivamente se tomó el rostro, tanteándolo hasta llegar al ojo. No estaba, le faltaba

un ojo, de un palazo lo habían reventado, sólo quedaba una cuenca llena de humores

gelatinosos y partes de tejidos de lo que antaño fuera el globo ocular. Sin medir la real

magnitud del suceso, mareada por tal golpiza, se dijo que aún le quedaba otro y que sería

suficiente. A duras penas pudo ponerse en pie y, al voltear, sobre un charco rojo que se

iba tragando la arena sedienta, vio al maestro casi desplumado. Su pico estaba partido, y

sus alas y cuello, rotos. Hilos de sangre nacían de las comisuras de sus ojos y sus labios,

y discurrían por su pellejo hasta perderse entre las pocas plumas que le quedaban. Una

braza ardiente a punto de consumirse. La rata cayó de rodillas a su lado con los brazos

extendidos, viéndola horrorizada de pies a cabeza. Llorando desconsolada, apenas le

salían las palabras.

–Maestro, maestro, qué le han hecho. ¿Por qué no les habló a la mente como a mí?,

¿por qué no nos hizo viajar a otro lugar superando los límites del tiempo y del espacio?,

¿por qué no nos desvanecimos como un rayo de luz para hacernos un uno indivisible con

el universo? Maestro, no lo entiendo, no muera, maestro.

Lo tomó entre sus brazos y sus lágrimas ardieron en el rostro maltrecho de la gaviota.

Con ojos entornados que parecían saltarse de sus órbitas, atragantándose con su propia

sangre, entre burbujas y gorjeos, el maestro logró decir unas últimas palabras.

–Maldita rata estúpida, todo esto por tu culpa, maldita rata...

La gaviota había muerto y la rata quedó confundida por sus postreras palabras. De

rodillas, con el cuerpo inerte de Juan Salvador Gaviota en su regazo, recordando la noche

entera todo lo vivido, cada golpe, cada caída y cada ofrenda de comida a la gaviota,

entendió entero el significado del último estertor de la gaviota. Si era tan poderoso ¿por

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qué no se había salvado a sí mismo?. Su muerte absurda lo hacía no más que un

charlatán, un vividor. No había perfección ni energías universales de las cuales ser parte.

Sólo una inmensa soledad y el destino incierto que nos espera a cada cual. Y mientras el

universo entero escapaba de sus manos hacia el cielo, aquellos dos seres miserables,

uno vivo y otro muerto, fueron haciéndose pequeños, perdiendo contornos y colores,

hasta desaparecer en el vasto caos anónimo e informe que conforma todo cuanto existe.

Con el alba la rata despertó. El mar se retiraba llevando consigo a la gaviota. Sus

plumas lavadas por el agua y engarzadas con espuma fosforescente brillaban como

nunca en el crepúsculo de esa aurora púrpura que nunca olvidaría. Un séquito de peces

la acompañó hasta las olas que, llorándola, la llevaron hasta el fondo. Entonces, la rata

partió.

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El corcel negro

Caminó toda el alba, el amanecer, el día y muchos días más. Anduvo interminables horas

sin rumbo, por enmarañados senderos, caminos rocosos, pasajes estrechos. Atravesó

bosques, ascendió por montañas, cruzó desiertos. Avanzó sin detenerse, perdiéndose en

la inmensidad de ese mundo ajeno para desaparecer. Caminó hasta que sus fuerzas se

agotaron y sus cuatro patas, trémulas por el cansancio, se doblaron. Era sólo una rata.

Cayó de bruces al suelo y, cerrando el único ojo que le quedaba, esperó morir.

Un tenue murmullo telúrico la despertó. Sintió, con su vientre pegado al suelo, un

lejano retumbar de tambores. Era de día y un Sol muy claro, de luz casi blanca, iluminaba

la pradera en medio de la cual yacía la rata. Alzó la mirada y se vio sumergida en un

inmenso océano verde cuya hierba se mecía al compás del viento como las mareas del

mar. Corrientes de aire se entrecruzaban silbando entre los pastos, que al rozar

murmuraban un secreto antiguo y remoto de tierra y vegetal.

El retumbar se acercaba rápidamente. La rata se encorvó en sus cuatro patas y

husmeó entre la hierba, intentando adivinar qué causaba tal estruendo, pero no logró ver

nada a través del alto pasto. Avanzó en busca de un claro y no hizo más que dar vueltas

por largo rato. Al fin, las plantas se hicieron más cortas y su visión se despejó. Entonces,

vio volando al ras de la hierba una hermosa figura negra que de tan prieta parecía ser la

noche misma donde brillaban los astros. De tal manera refulgía con la luz del Sol, que la

rata pensó que se había tragado todas las estrellas. Así, la rata quedó extasiada durante

horas por la belleza y hermosura de tal animal.

Al caer la noche, por fin se detuvo. Era un animal grande y de soberbia belleza, de

patas largas y fuertes y un cuello ancho que podía llegar hasta el suelo. Sus cascos de

mármol negro refulgían y su larga crin ondeaba en el viento como los estandartes de los

ejércitos victoriosos. Sus ojos rojos le daban un temible aspecto fiero y su ancha grupa y

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lomo otorgaban una especie de poder a su presencia. Perturbada por la belleza de aquel

ser, la rata se acercó con el sigilo propio de las especies rastreras dedicadas a la carroña.

A buen recaudo, tras una roca cercana, lo vio comer del abundante pasto de la pradera.

El viento se había aplacado y en el silencio absoluto de aquel paraje sólo se oía el rumiar

de ese magnífico animal. La noche era muy clara, plagada de estrellas que conferían un

tono azulado a todo cuanto bajo ellas existía. De pronto, se escuchó un sonido seco de

cuchillas cortando el viento. Cuando la rata alzó la mirada, a pocos metros, acercándose a

gran velocidad, un inmenso pájaro extendía enormes garras afiladas hacia ella. El rostro

aquilino y la mirada endemoniada le anunciaron pronta muerte. Helada quedó la rata ante

el siniestro cazador. Más tarde, lo recordaría todo como una eternidad, el tiempo que se

detiene esperando la muerte. Garras afiladas, mirada acerada, una sombra tras otra,

cascos relucientes, relinchos, crin negra, ojos rojos, plumas otoñales, chillidos que se

alejan, maldiciones que se pierden en el fondo estrellado de la noche.

Con mucha agitación, la rata se puso de pie sobre sus dos patitas. Irguiose cuanto

pudo, sacudió el polvo de su maltrecho cuerpo e hincho su pecho.

–Gracias, amigo, de muerte segura me has salvado. ¿Quién eres?

–Yo soy el caballo al que llaman Bucéfalo. Corro libre por la pradera, vuelo sobre la

hierba y reposo en el pasto que me alimenta. Crepita la tierra bajo mis cascos y el viento

juega con mi crin. Así paso los días y las noches, adornando esta planicie con mi

presencia. Todos quienes pasan por acá se detienen y me observan. Aprecian mi

fortaleza y hermosura, admiran mi pelo negro, las llamaradas de mis ojos rojos, mis

cascos relucientes como el mármol, mi paso poderoso.

–Yo soy Óscar, la rata que salió en busca de sus sueños.

–¿Y cuáles son tus sueños?

–Darle un sentido a mi vida, un sentido hermoso y trascendente.

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–¿Y no quisieras ostentar belleza y hacer crepitar la tierra bajo tus pies mientras

corres libre por la pradera, sentir el viento refrescar tu rostro y a los demás contemplar tu

hermosura con gran admiración?

La rata se imaginó grande y estilizada volando al ras de los pastos, erguida sobre la

pradera, surcando la planicie negra e incorpórea.

–Nada me haría tan feliz como correr sobre el viento como tú, tener tu mirada de

fuego, la bravura con que derrotaste al águila, y que cuando la tierra retumbe bajo mis

cascos una muchedumbre de animales extasiados contemplen mi belleza.

Sin esperar un segundo, el caballo se irguió, feliz de poder compartir su destino con

alguien más.

–Entonces, manos a la obra. Te enseñaré a deslizarte sobre la hierba, a correr con el

viento, a hacer temblar la tierra sobre tus cascos, a ser más negra que la noche y a brillar

más que las mismas estrellas que la alumbran. Pero primero debes saber que la belleza

también debe ser interior. Deberás estar dispuesta al sacrificio, al servicio al prójimo.

La rata asintió ansiosa de empezar. Esta vez sería distinto. Lo sabía. El corcel no era

un hablador, un simple charlatán, no, él la salvó, había vencido al águila. Era un animal

noble y fuerte, que no necesitaba a ningún incauto que lo sirviera, ni algún tonto con el

cual limpiar su conciencia. Eso es, una vida de entrega y sacrificio, en la cual ella sería un

hermoso héroe de leyenda. Bucéfalo dio media vuelta y empezó a trotar lentamente y con

mucha elegancia alrededor de la rata.

–Observa bien todos mis movimientos y retenlos en tu mente. Que no se te escape

nada, pues cada detalle es vital para dar la mejor impresión.

El caballo avanzaba con pasos cortos y altos, coordinados de tal manera que lo

mantenían siempre a la misma altura del piso. Realmente parecía flotar. Con el cuello casi

recto sobre su lomo y la cabeza bien en alto, más que trotar, se deslizaba sobre aquel

interminable mar de hierba verde.

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Por largo rato repitió el caballo su paso majestuoso y la rata, con mucho esmero,

jamás perdió detalle alguno de su andar. De vez en cuando, se aventuraba tímidamente a

intentar algunos movimientos. Al principio le fue muy difícil. Quedaba confundida con la

complejidad y cantidad de tal quehacer. Prácticamente todos los músculos de su cuerpo

debían coordinarse para darle la debida elegancia. Más que una forma elaborada de

andar, era un magnífico baile. Se devanó los sesos la rata todas esas horas por descifrar

tal industria mientras el caballo la alentaba, aconsejaba y daba algunas ambiguas

instrucciones, sin atreverse ella a intentarlo de una buena vez. Al fin, muy avanzada la

noche, cansado el corcel aunque sin haberse agotado su paciencia, tomó conciencia de

algo que jamás había notado.

–Rata, hoy he aprendido algo importante contigo, algo que jamás había notado antes y

que es en extremo fundamental para poder llevar a buen puerto nuestra empresa. Y es

que es menester para algunas actividades como esta que no se piense tanto y se sienta

más. Lo que quiero decirte, rata, es que para poder ser como caballo debes sentirte

caballo y dejar que tu espíritu haga lo demás. Debes abandonar tu ser de rata y

transformarte en un corcel. Hay cosas que no se pueden conseguir con el ingenio, sino

con la pasión. Debes meditar mucho sobre ello y transformar tu espíritu primero. Te lo

digo porque yo, de tanto intentar descifrarme para darte explicación, he empezado a

entorpecerme un poco.

La rata quedó muy pensativa con lo dicho por el corcel. Sin duda tenía razón. No podía

dejar tal tarea sólo en manos del ingenio. Y es que tal danza compleja no era nada más

cuestión de coordinación adecuada de los movimientos, sino, sobre todo, de una

disposición adecuada del espíritu.

–¡Cuánta razón tienes, Bucéfalo! ¿Entonces, qué debo hacer?

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–Lo que debes hacer sólo lo sabes tú y sólo tú lo puedes resolver. Pero ya es muy

tarde y pronto hasta las estrellas dormirán. Dejemos que el descanso repare lo que la

ansiedad ha maltrecho y que el sueño guíe tus respuestas.

¿Por qué no?, se dijo Óscar. Muchas veces el sueño ya le había obsequiado

soluciones.

–Gracias, mi amigo, intentaré entonces soñar en ser caballo, a ver cómo se siente. Tal

vez aprenda algo y mañana veremos.

–Bien dicho, amiga rata, al despuntar el alba tendremos las respuestas.

La rata se tendió en el pasto tibio de la noche al lado del caballo, esperando ambos

que los sueños guiaran sus destinos.

Esa noche la rata soñó con praderas. Soñó con vientos que la llevaban al ras de la

hierba y estrellas que la conducían en la noche. Soñó que era negra como el cielo sin Sol

y fuerte como un corcel. Soñó deslizarse sobre los pastos y ser un astro en un firmamento

lejano y verde. Se sintió en su sueño danzar suavemente por planicies sin fin y sintió cada

músculo coordinado en sutiles movimientos. Cada nervio lo sintió y sus ojos

desprendieron fuegos rojos de furia y valor. Sintió la tierra temblar bajo sus cascos y su

crin ondear al compás de la brisa que saludaba su rostro. Era un corcel.

Al alba despertaron ambos amigos y pastaron un poco antes de empezar.

–Dime, amiga rata, ¿solucionó el sueño tus cuitas? ¿Condujo tu espíritu a mejor

disposición?

–Tuve un sueño maravilloso, en el cual recorría las praderas convertida en corcel.

–Qué bien, amiga rata, entonces ya estás lista.

–Casi. Aún tengo que arreglar unos asuntos.

–Ve, pues, y luego empezaremos.

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Partió la rata a recorrer la pradera. Con sus manos extendidas jugueteaba rozando la

hierba acompasada por el viento. Sintió la libertad de los corceles que juegan sin rumbo

en la llanura. De vez en cuando se detenía a pastar, y aunque al principio el pasto le

parecía un poco amargo y la hizo vomitar algunas veces, no tardó en acostumbrarse. Por

momentos levantaba la cabeza para observar al corcel. Había algo indescifrable en su

belleza que poco a poco empezaba a intuir. Aún no se atrevía a trotar como caballo; no

estaba lista, el interior debía estar en armonía con la apariencia. Tropezó. Un tronco

carbonizado se le había cruzado en su camino. Intentó quitarse las manchas negras y

sólo consiguió ensuciarse más. Miró sus manos tiznadas. Quedó pasmada. No había sido

un tropiezo sino una señal. La iluminación fue instantánea. Ella sería tan negra como el

carbón, más que el propio corcel. Arrastró el tronco hasta la vera de un riachuelo, se secó

el sudor de la frente y siguió recorriendo la pradera en busca de nuevas señales. Luego

de muchas horas nada más encontró. No sin algo de frustración regresó al riachuelo y

empezó a machacar el carbón, lo mezcló con aceites de plantas y consiguió un menjunje

espeso que se untó. Cada pliegue, cada cicatriz, cada pelo fueron cubiertos de negro. Se

cubrió toda hasta terminar negra como el carbón. Entonces la rata quedó contemplándose

por largo rato en las aguas calmas de un riachuelo transparente. En el fondo, su imagen

tomaba distintas formas, reflejada por las piedras planas incrustadas en el fango. En la

superficie, se multiplicaba concéntrica por las gotitas de tintura que caían al arroyo. Era

negra azabache, tan negra que apenas se distinguía de la noche misma, y los rayos del

Sol se convertían en estrellas refulgentes sobre su piel. Se sentía cerca del corcel, pero

algo le faltaba. Por horas recorrió nuevamente la pradera en busca de respuestas, pero

nada obtuvo. Triste y cansada se sentó a la vera del riachuelo que había visto nacer al

cachorro de corcel. Mirándose por largo rato, su imagen fue cambiando con el paso de las

aguas y el transcurso de la luz. Al caer la noche, todo se hizo azul oscuro e intenso, y de

entre las piedras lavadas por el arroyo brilló una, blanca y pequeña. Tal señal estremeció

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el alma equina de la rata. Tomó la piedrita y la admiró con cuidado. Era completamente

blanca y lisa, sin un solo poro, sin una sola mancha, sólo un círculo negro en su

superficie. “¡Mi ojo, mi ojo perdido!”, se dijo emocionada. Le dio vueltas contra la noche

estrellada y parecía ser la Luna de tan redonda. “¡Ha regresado!”. La acercó a su rostro,

lentamente, a su cuenca vacía. “De regreso, lo tengo de regreso”, se animó. La sintió fría

contra su piel y presionó con fuerza. El sonido de un corcho disparado la hizo saltar y la

piedra llenó el vacío que algún tiempo atrás dejó su ojo reventado. Un dolor insoportable

anidó en su nervio óptico. La rata se revolcó, pataleó, se tiró al agua helada del riachuelo.

El dolor no pasaba con nada. No había cómo sacarlo. Intentó con las manos, con palos,

piedras, flagelaciones. Nada. Pero poco a poco la piedra se entibió. Su cuenca se

acomodó a ella. Su nervio la hizo suya. Su párpado recuperó sus funciones. Ahora la

piedra miraba por ella. Fue como recuperar parte de su cuerpo.

La rata se asomó al arroyo nuevamente. Se vio reflejada en sus aguas por largo rato.

Admiró su negrura, que brillaba a la luz del Sol. Admiró el nuevo ojo que le devolvía una

extraña simetría a su cara. En las ondulaciones del riachuelo su imagen se multiplicaba

cientos de veces, deshaciéndose y haciéndose nuevamente para darle su espíritu de

corcel. Ya estaba lista. Sin perder tiempo llamó a Bucéfalo, que cabalgaba junto al viento

de la pradera.

–Veo que ya estás lista, amiga rata –dijo el corcel.

–Sí, querido amigo, veamos cómo me va ahora.

Luego de tanto fracaso, la rata había aprendido a ser prudente y su paciencia se había

fortalecido. El corcel empezó su trote lento que parecía hacerlo flotar. La rata, cerrando

los ojos, sintió la brisa bifurcándose contra su rostro. Sintió bajo sus cuatro patas la fuerza

de una tierra pródiga. Entonces empezó a trotar junto al corcel. Al principio su andar era

un tanto rígido. Pero pronto relinchó en ella el espíritu del corcel y se dejó llevar por las

fuerzas telúricas que bullían desde lo profundo de la pradera. Corriendo a toda velocidad,

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forzó al caballo a acelerar la marcha. Sintió al Sol iluminarla y a la tierra temblar bajo sus

patas. Los pastos se abrían ante su paso poderoso y el polvo huía hacia el cielo. Todos

los elementos se hermanaron con el espíritu del corcel.

–¡Soy un corcel, soy un corcel! –chillaba la rata mientras movía sus patitas tan rápido

que no se podían distinguir, mientras se tambaleaba tronchada y chueca, corriendo

frenética de medio lado, convertida en una minúscula caricatura de caballo, un caballo

infernal, un caballo maldito.

–Soy un corcel, soy un corcel –se decía, hasta que un tronco se atravesó en su

delirante travesía hacia la belleza y la dignidad, y convertida en una bola de carnes y

huesos mal concertados, empezó a rodar sin fin sobre guijarros y espinas hasta dar a

parar a una gran roca contra la que perdió su ojo postizo. Descorchado, el ojo rodó hasta

perderse en medio de la hierba. Tenía las patas descarnadas y todo el pellejo plagado de

espinas, además de un inmenso chichón en la coronilla. Un poco más tullida, pero no más

adolorida que en otras desventuras, la rata se incorporó un tanto mareada.

Instintivamente se tocó la cuenca vacía en su rostro.

–¡Mi ojo, mi ojo! –chilló desesperada–. ¡Mi ojo, mi ojo!

Se arrastró enloquecida entre la maleza en busca de su tan querido apéndice. Ni el

doloroso chichón ni las punzantes espinas distrajeron su búsqueda furiosa. Por horas se

arrastró medio ciega por la tierra esperando hallar aquella pieza tan importante para su

espíritu de corcel. Sin ella se le deformaba el rostro más de lo que ya estaba, y la cuenca

vacía perforaba un agujero insondable en su alma. Al verla en tal estado de

desesperación, el corcel tuvo la discreción de postergar las tareas pendientes de la rata.

Sin decir nada, se marchó a juguetear con el viento y los pastos de la pradera. Por horas

estuvo la rata reptando sin hallar sino guijarros y espinas. Pero el tiempo transcurre presto

y sigiloso y entonces llegó la noche, y con ella brillaron las estrellas con su luz blanca.

Entonces la rata vio a su ojo, que la miraba reluciente desde el fondo del arroyo. Ahí la

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había esperado todo el día, haciéndole guiños de vez en cuando como una broma

pesada. Regresó el alma al cuerpo de la rata y, sin perder tiempo lo tomó, lo limpió de

polvo y paja y se lo colocó nuevamente: conexión de cuerpo y alma de corcel. Pero la

conexión volvió a resultar dolorosa. Era el sacrificio que demandaba su nueva condición.

Pataleó, se revolcó, se dio de pedradas en la cabeza, pero no quería, no podía sacárselo.

Se arrojó al agua, crujieron sus dientes, pataleó y pataleó, la piedra se entibió, se

acomodó y asumió la temperatura de su cuerpo. Vio su reflejo en el agua calma del

riachuelo y supo lo que debía hacer. Esa noche no durmió bien. La ansiedad no la dejaba

conciliar el sueño. Varias veces despertó exaltada, sudorosa, jadeante y febril. Soñó que

llevaba largas patas y pesados cascos que retumbaban sobre la tierra. Se soñó cubierta

por un pelaje liso y muy negro y con una larga crin desplegándose en el viento.

Con el alba despertó y se aprestó a sus nuevos quehaceres. Ahora sabía lo que

tenía que hacer. Primero arrancó cada una de las plumas que aún quedaban incrustadas

en su pellejo. Cada extracción le causó profundo dolor, tanto, que varias veces su ojo

postizo salió expelido por los aires. Cada una le hizo recordar, con pena y vergüenza, a la

gaviota farsante que tanto usufructuó de su ingenuidad, y muchas veces fue mayor el

dolor de este recuerdo funesto que el de la pluma contra natura y forastera. Al fin, terminó

de extirparse todas las plumas, se lavó las heridas en el arroyo y curó su cuerpo

agujereado con suaves aceites vegetales. Dándose un tiempo para disipar el dolor,

reposó sobre la hierba sus adoloridas carnes por algunas horas.

Hacía mucho que no se tomaba un descanso. Lo contempló todo con el amable

sosiego que se aprecia las cosas desde el ocio. Observó el tiempo, el mundo y sus

propias experiencias. Miró sus angustias y esperanzas. Contempló el arroyo y la pradera,

y en ella, al hermoso corcel negro. Ella sería como el corcel y lo primero que necesitaba

para ello era belleza.

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No podía esperar más. Carbón, aceites, batán. No tardó mucho en hallarlos. Todo

para ser negra como el carbón. No era fácil, debía resistir tierra, viento y agua. Pero aún

faltaba más. No sólo era encontrar sus materiales, era también el sacrificio y disciplina

necesarios. Llegó hasta las montañas que se elevaban a un extremo de la pradera. Sufrir,

sufrir, se repetía como una letanía. Era lo único que le daría sentido a lo vivido hasta

ahora. No vano sufrimiento de delfín o gaviota, no, santo sufrimiento de corcel, sufrimiento

redentor. ¡Santo, santo!, se alentaba. Vio al frente unos cactus. Sufrimiento, rigor,

disciplina, frenesí místico, cactus, púas, dolor, sangre. “¡Sufre, Óscar, sufre! Sufre ahí

donde crecen los cactus, entre las rocas aráñate”, se increpaba.

La rata cayó de rodillas resollando, enrojecida ella por su sangre y los cactus por la

cochinilla. La señal, suspiró, la señal. El sacrificio había dado sus frutos: sangre y

cochinilla. A duras penas pudo llegar al arroyo. A su vera, fabricó su tinte de dolor y

cochinilla y pintó con él sus labios mientras el agua transcurría llevándose una imagen

que jamás sería la misma. Luego delineó sus ojos cuidadosamente con la tintura de

carbón y con un cepillo que había fabricado de madera y espinas martirizó los pocos

pelos que tenía. Con palitos de madera rizó sus pestañas ralas y con un amasijo de paja

dio rubor a sus mejillas. Poco a poco la rata se iba transformando. Regresó entonces a

recorrer la vastedad de la llanura en busca de pelusas. De vuelta en el riachuelo, tejió una

fina capa de pelos, la tiñó de negro y se lo pegó al pellejo con resina. Descansó entonces

por algunas horas, esperando a que todo cuanto llevaba puesto encima cuaje. Se

contempló en el arroyo y quedó admirada por lo que vio. Era otra. Su belleza no tenía par

y ya casi adquiría por completo el espíritu del corcel.

Al secarse todo en su lugar, la rata retomó sus tareas. Necesitaba una crin. Tomó su

bolso de paja y se adentró en la pradera en busca de hierbas. De tanto en tanto, corría al

arroyo para admirar su belleza. Buscó meticulosamente hierbas medio secas, muy finas,

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de suave textura. En esa tarea estaba cuando se enredó en una especie de telaraña muy

fuerte y lisa. Era la baba de gordos gusanos que hilaban con ella finas tirillas de una seda

blanca. Había hallado el pelo perfecto. Con mucho cuidado enrolló los hilos en un ovillo y

buscó un palo a modo de huso. A la vera del riachuelo, admirando por horas sus labios

encarnados, sus pestañas rizadas y el rubor de sus mejillas, hiló la seda dándole un

grosor homogéneo y formando con ella una sola y larga pita. Dibujó, cosió, tejió. Al fin, se

decidió por un diseño: el pelo rubio y ondulado contrastaría bien con su negro azabache y

sus pestañas rizadas. Así, otras tantas horas se abocó a la confección de un largo

peluquín de seda, que partiría del final de la frente y recorrería su espalda hasta la mitad

de su espina dorsal. ¡Girasoles, girasoles para mi rubia cabellera!, se dijo. Armada de su

cesta recolectó los pétalos más tiernos por toda la pradera. ¡Girasoles, girasoles! Tiñó el

bisoñé. Para asegurarse de no perderlo bajo ninguna circunstancia, la rata enhebró lo que

restaba de seda en una aguja hecha de espina por espina, y, en un santo sacrificio, se

cosió el peluquín, ¡dolor que redime! Con lágrimas en los ojos pero dicha en el corazón,

se contempló en el arroyo nuevamente. Estuvo ahí admirándose por horas. Su suave

pelaje negro, sus pestañas rizadas, sus labios rojos, el rubor de sus mejillas, su rubia

cabellera. Era un dechado de belleza. Ahora, para ser como en sus sueños, sólo le

faltaban largas ancas de caballo.

Paseó oronda por la pradera, blandiendo su rubia crin, haciéndola juguetear con la

brisa, abultando sus labios encarnados hacia el Sol que ya se retiraba, pestañeando sin

cesar. Obsesionada por su adquirida belleza pasaron las horas y fue ya muy tarde cuando

se decidió a emprender su última tarea para ser un completo corcel. Buscó varas largas

de madera lo suficientemente fuertes para resistir, no sólo su peso, sino también su andar

poderoso, pero parecía que todos, incluso las plantas y las cosas se habían ocultado en

sus sueños. Entonces, sin desesperar, se contempló en el riachuelo hasta que, arrullada

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por el contoneo de su imagen que se hacía y deshacía al concierto de las aguas, quedó

dormida.

Cuando despertó ya estaba avanzada la mañana, y continuó admirándose por largo

rato. Pasaban las horas y la rata sólo veía pasar su reflejo y cambiaba de posición de

tanto en tanto, cuando, más que cansada de la misma imagen, ansiaba verse desde otro

ángulo, en un vano intento de aprehenderse toda ella, en su íntegra hermosura. Llegó la

hora de pastar y pastó. Y apenas hubo terminado, sin siquiera prestar atención a las

palabras del corcel, se dirigió nuevamente al arroyo y estuvo admirándose por horas. Así

pasaron los días hasta que una noche sin estrellas y de fuertes ventarrones, la rata tuvo

un sueño que le heló los huesos y le paralizó el corazón. Soñó que estaba muy vieja y con

el pelo blanco y que su rubia cabellera se había convertido en una melena de canas

hirsutas; las fuerzas la habían abandonado y cuando intentó usar sus nuevas ancas de

caballo y exhibir belleza de corcel, ya era un cansado jamelgo. No pudo escapar de su

sueño, que duró hasta el amanecer y durante todo él. Atrapada a la vera del arroyo, sólo

pudo ver en sus aguas reflejado su pellejo calvo salpicado de canas y sus labios

arrugados por el tiempo. Por fin, despertó al despuntar el alba. Se le habían anunciado los

peligros de la vanidad.

De inmediato, decidió remediar su frívola pereza, y sin esperar despertar totalmente,

aún en el ensueño, partió en busca de maderos para sus patas. Fue difícil pero después

de largos recorridos por la vastedad oceánica de la pradera, deteniéndose sólo para

aplacar la sed instantes antes de desfallecer, pudo encontrar cuatro largos troncos que le

servirían de patas. Volar sobre la hierba, exhibir sus labios rojos, blandir su crin rubia, sólo

estaba a un paso.

Por patas palos y por cascos piedras. Casi no faltaba nada. Se retiró unos metros para

observar su industria y no reconoció error en ella: su ingenio había producido unas

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hermosas patas articuladas que le brindarían el grácil movimiento de un corcel. Ahora sí

estaba lista. Ató sus patas a las bases de sus zancos y se encontró con la primera

dificultad: no conseguía ponerse de pie. Por más que se revolcó y retorció no pudo

alzarse sobre ellos. Frustrada, la rata, estuvo por echar todo sus esfuerzos por la borda,

pero su reflejo en el arroyo era demasiado hermoso como para renunciar a él. Retomó

sus intentos con más furia. Estaba parada sobre la hierba, podía ver desde ahí toda la

pradera, los arroyos que la surcaban, sentir en su rostro un viento libre de polvo y paja.

Meneó la cabeza y su crin se desplegó rubia como los rayos del Sol. Intentó caminar, pero

descubrió que no era tan fácil. Si bien sus nuevos apéndices la elevaban a estatura de

corcel, eran difíciles de maniobrar. Necesitaría mucha práctica y no había tiempo que

perder. Practicó por horas. Primero alzar y bajar las patas, manteniéndose en el mismo

lugar, sin perder el equilibrio. Luego pasos cortos. Al final del día, luego de múltiples

caídas, aunque aún no dominaba el andar, ya podía dar algunos pasos antes de

desbarrancarse sobre espinas o piedras que siempre la esperaban en tierra.

Practicó días sobre los zancos, sufrió muchísimas caídas, pero al fin dominó el arte de

correr como corcel. Entonces se dirigió corriendo a toda prisa hacia un pequeño grupo de

animales que pacían en la pradera. Mientras corría se sentía volar al ras de la hierba;

iluminada por el Sol se transformó en la noche misma y en todas sus estrellas, el viento la

celebraba y la celebraban los pastos inclinándose ante su paso poderoso, que hacía

temblar a la tierra y retumbaba más allá del horizonte, donde los pájaros levantaban vuelo

temerosos del portento.

–¡Soy un corcel, soy un corcel! –chillaba la rata mientras los animales que habían ido a

admirar su belleza la miraban atónitos.

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–¡Soy un corcel, soy un corcel! –mientras pestañeaba enloquecida y abultaba sus

labios rojos para que fuesen admirados por su recién ganado auditorio, que había

quedado pasmado ante tan macabra aparición.

Chillaba la rata enardecida cuando cayó de bruces al tropezar con una formación

rocosa suficientemente alta como para que sus pasos no puedan superarla. Escuchó

carcajadas, enrojeció, eso fue todo. Ya verán, se dijo vengativa. Pero pronto recibió un

empellón y cayó nuevamente. Intento voltear a ver quién era y la esperó una contundente

coz. Quiso pronunciar unas palabras, pero más golpes se lo impidieron. Todo le daba

vueltas. El corcel la mantenía aplastada contra el suelo con una pata en su cabeza

mientras la flagelaba con una rama de ortiga. Los resuellos del corcel agitaban toda la

explanada. Le pegó y le pegó, cada vez con más furia, tembloroso, jadeante. Se fueron

apagando los insultos con los que acompañó sus golpes, hasta ponerse tieso y trémulo.

Sus azotes tornábanse caricias; sus diatribas, susurros. Yo te redimo rata, te redimo,

alcanza a susurrar. Su voz se quebró en un “te perdono” y se agotó entre exhalaciones y

jadeos. Cayó la ortiga. Cayó el caballo. La rata apenas podían moverse y los dos yacían

lado a lado.

Esa noche la rata tuvo terribles visiones. Soñó con imágenes de fuego y sal, de piedra

y espina. Soñó que era cocinada en un azadón, secada en sal al Sol, ablandadas sus

carnes y golpeadas con piedras, y espetadas con espinas gigantes. Soñó desbarrancarse

mil veces desde altísimas torres de madera y caer sin fin en insondables oquedades. Pero

después de todo ese suplicio, al final del camino, desde el fuego inagotable, desde las

piedras que machacaban sus carnes, desde los abismos del dolor y el desengaño, surgió

un inmenso ser, cuyas patas, jamás antes vistas en ningún paraje de este mundo, hechas

de maderas e ingenio, sostenían a un noble corcel negro de rubia crin y labios rojos.

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Cuando despertó, el Sol ya había levantado vuelo y todos los colores brillaban

nuevamente. El corcel la esperaba parado a su lado. La rata se sobresaltó, esperando

otra golpiza.

–Rata, has hecho mal. Muy mal. ¿No ves que no se es Corcel para sacar provecho de

ello? Nuestra vida debe ser de sacrificio y entrega. Una vida de honor y servicio. ¿Qué es

eso de estar corriendo por la pradera llamando la atención de todos para ser admirada?

¿Qué es eso de caer en el muelle vicio de la vanidad? Para conseguir la verdadera

belleza hay que empezar por dentro, con rigor y sacrificio.

La rata apenas tuvo palabras. A hinojos besó las patas del corcel.

–Cuánta razón tienes, corcel. Qué débil y egoísta he sido. Merezco ser castigada.

–No es para tanto rata, ya ayer te discipliné. Sólo espero que no caigas nuevamente,

pues, a pesar de ese error, hasta ahora has ido bastante bien.

–Gracias, corcel, por comprender mi debilidad. Juro que jamás volverá a ocurrir.

–Está bien, rata, ahora continúa con tus quehaceres.

A pesar de la pateadura del día anterior, la rata no había quedado muy descalabrada.

Sólo bastaron algunos remiendos para poderse admirar nuevamente en el riachuelo. Por

días pasó el tiempo entre la admiración y el sacrificio. Su imagen en las aguas, sus labios

rojos, su crin rubia, su pellejo azabache, machacones, pinchazos y pellizcos redentorios.

Y habría seguido así por días si no fuera porque un lejano griterío la interrumpió. A lo

lejos, un tumulto de animales se aglomeraba alrededor del corcel negro peleándose por

subir al trineo de madera al que estaba atado. Un chancho aplastaba a un conejo, y una

ardilla mordisqueaba la oreja del chancho. Un puercoespín pinchaba a la ardilla y un

zorrino asfixiaba a este último. Todos sin excepción hubieran dado su vida por, al menos,

haber acariciado a Bucéfalo. Por fin se calmó el barullo cuando el caballo dio su veredicto:

la ardilla. Entonces esta trepó al trineo y paseó por toda la pradera a velocidades que

nunca conoció. Todos abandonaron sus rencillas y quedaron admirados por la belleza del

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corcel y envidiaron la suerte de la ardilla. El veloz galopar fue festejado por la chusma

animal, que aparecía en la pradera periódicamente para admirar al corcel y, con suerte,

ganar su favor. Sí, ella sería un corcel y todos le rendirían pleitesía, pelearían por ser

llevados por ella a la velocidad del viento, y festejarían cada paso que ella diera sobre

estas tierras. Pensando esto retomó sus ejercicios la rata.

Por días estuvo la rata en febril estado. Practicando, casi sin dormir, casi sin comer.

Tomando descansos sólo para reponerse con la fuerza que le otorgaba su imagen en el

arrollo. Por las noches practicaba en sueños, vagando libre y noble por la pradera,

embriagada por visiones de grandeza y hermosura. Corre, corcel, corre, domina la

pradera. Abultando los labios, estirando el cuello para dejar que su crin juguetee con el

viento. El suelo tiembla y la rata también. La sombra del corcel se acerca más negra que

la noche. Sus ojos rojos encendidos de furia. Ella sale disparada. ¡No, no! Pero él no le

hace caso y sigue. Se acerca con estruendo. Acelera la marcha. ¡No, no, perdón, no! Ya

casi la alcanza. ¡Ay, no! Una patada. Cae al suelo. Se arrastra. Intenta ocultarse. ¡No,

perdón, perdón! No deja de chillar. La atrapa. La muele a golpes. La ortiga. ¡Herejía!

Puñete. ¡No, por favor, no! ¡Suciedad! Mordiscos. ¡No, no! Atorándose con su propia

saliva. ¡Vanidad! Más furia. ¡Ay, ay! Sudoroso. ¡Redención! Jadeante. ¡Sí, sí! Trastornada.

¡Más, más! Enloquecida. ¡Pégame, pégame! Él tiembla. La ortiga. Ella pide más bajo su

pezuña. Él jadea, lame, susurra, rígido, tembloroso, epiléptico. Redención. Muy bajito.

Una caricia. Redención. Cae, extenuado, jadeante, desorbitado, y la rata despierta.

Al día siguiente saludó al corcel sin poder apartar las imágenes de su sueño. Aun en la

experiencia onírica el castigo había sido suficiente. La rata se sentía rara, distinta. Una

honda resaca invadió su alma. Sin buscar explicaciones corrió al arroyo. Se miró reflejada

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en el agua, negra, rubia, hermosa. Era un corcel, las medidas disciplinarias de Bucéfalo

daban frutos. “Soy un corcel, un hermoso corcel”.

La rata se hizo experta en el paso ligero, en el trote acompasado, en la carrera veloz,

en el salto al galope, en toda clase de piruetillas y figuras vistosas. Ese día la rata había

estado ajustando los últimos detalles de su trote acompasado, mezclándolo con algunas

figuras llamativas, cuando escuchó algunas voces. Al pasar vio al corcel acercarse a dos

animales que no podía distinguir. Por fin había llegado su oportunidad. Se acercó a ellos

con su más esmerado paso, realizando toda clase de figuras, con la cabeza bien en alto,

los labios rojos abultados y meneándose suavemente para lucir su rubia crin, que se

desplegaba en el viento.

Poco a poco fue distinguiendo aquellas carnosas figuras. Era un cerdo bien alimentado

y su vástago, un lechón muy saludable y sonrosado. Cuando la rata llegó al lugar en

cuestión, ya el corcel había marchado con su pesada carga sobre el trineo de liviana

madera, partiéndose el lomo por mantener su buen talante y elegancia aún halando tal

peso. El suelo retumbaba con estruendo inusitado por el esfuerzo del corcel y los ojos del

caballo parecían saltar de sus cuencas debido al gran esfuerzo. Pero con todo, Bucéfalo

mantuvo su dignidad intacta, sintiendo desmadejarse su cuerpo a cada tranco.

Regresó con su carga el corcel, acezante y sudoroso. El lechón, avistando a la rata, le

dijo a su padre:

–¡Papá, un pony! Quiero pasear, quiero pasear, yo también quiero pasear –berreó el

regordete hasta que ataron el trineo a la rata.

–¡Soy un corcel, soy un corcel! –alcanzó a decir la rata, pero luego de algunos breves

pasos no pudo mantener las patas estiradas.

Los maderos simplemente reventaron y sus queridas patas de corcel salieron

disparadas por los aires hechas añicos, mientras ella hundía el hocico en tierra. Tal fue el

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esfuerzo al que se sometió, que sólo logró sentir sus huesos crujir y a su ojo

descorcharse. La rata se sentía desvanecer y entonces se dejó llevar. Llevar a su antiguo

mundo de desechos y miasma, de oscuridad y anonimato. Añoró a su cáfila y su cloaca,

añoró el sinsentido de esa vida rutinaria cuyos días transcurrían tranquilos y cuyos

monótonos tonos no enardecían la existencia como en estos mundos exteriores. Quizá la

muerte la llevaría de regresó. Se dejó llevar.

La tierra retumbó terriblemente. Una fuerte carcajada. Un pesado golpe.

–Ya, hijo, no pasó nada –consoló el gran cerdo a su cría, que se había echado a llorar,

pero el cerdo no paraba de reír–. Ya me habían contado de aquel animal extraño que

hacía toda clase de gracias y coqueterías delirantes.

Secó las lágrimas de su lechón, lo tomó en sus brazos y se marchó con una gran

historia que contar.

La rata, sin resuello y descoyuntada, tardó bastante en recuperarse. Mientras se

reponía sintió al corcel desplomarse. Alzó la mirada. Estaba tendido sobre el pasto,

despanzurrado, temblando de dolor. Apretaba los dientes y sus ojos de fuego se

apagaban anegados por lágrimas apenas perceptibles. Intentó varias veces ponerse en

pie, recuperar la compostura, pero el dolor de su cuerpo era tan intenso que fuertes

punzones lo pinchaban desde la grupa hasta la punta de la nariz. La rata se arrastró hasta

el arrollo, donde se arrancó el bisoñé rubio y lo remojó en el agua. Arrastrándose regresó

donde el corcel y mojó con él su frente afiebrada de esfuerzo por mantener su dignidad.

Sus dientes crujían y terribles temblores lo sacudían desde el alma. Una honda aflicción

apagaba la voz de la rata.

–Amigo corcel, ¿por qué jalaste al cerdo si pesaba demasiado?

El corcel, entre crujidos y estertores, le respondió.

–¿Es que no entiendes, rata? Esto es lo que soy: belleza, admiración, dignidad,

nobleza. Sin ello no soy nadie, no existo. Toda mi vida la he dedicado a ello. Los animales

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me aplauden, se extasían con mi hermosura, y yo los llevo todo lo rápido por la pradera

para que sientan al viento acariciar sus rostros. Se dejan conducir por mí y luego se van

contando a todos cuán hermoso soy, cuán noble. Envidian mi porte y elegancia, temen y

adoran el estruendo de mi pisada poderosa. Yo soy belleza, soy hermosura, deleite y

admiración.

–¿Aun a costa de tus huesos y vértebras?

–Sí, aun a costa de mi vida.

A lo lejos, prolongados mugidos interrumpieron el murmullo de la hierba agitada por el

viento. Eran una vaca y su ternero que venían a conocer al mayor portento de nobleza del

cual se había escuchado hablar por esas tierras y también a su hilarante compañero. En

un esfuerzo supremo el caballo se incorporó. Aunque a duras penas se podía mantener

en pie, tensó todos sus músculos para poder disimular su paso tembloroso. Pronto

parecía haber recobrado su porte y elegancia. Pronto el negro de su piel pareció la noche

misma que se había tragado a las estrellas. Pronto parecía flotar sobre los pastos, y

convertido en viento se dirigió a su destino.

–¡Corcel, corcel! –lo llamó la rata–. No vayas, quédate conmigo, vamos a mi cloaca.

Ahí sanarás tus heridas y recobrarás tu salud. Ahí te cuidaremos y estarás a buen

recaudo. Ahí podrás ser una rata más entre las ratas, desaparecer en un mundo oscuro

de tinieblas sin color. No vayas, amigo, que son animales grandes y pesados.

–Amiga rata, te juro que eso quisiera. Quisiera huir contigo a la penumbra,

desaparecer de las praderas, sumergirme en tu cloaca y ser una rata más entre las ratas.

Pero ya es muy tarde. Sólo soy el corcel negro, y sólo sé ser admirado, esa es mi vida y

mi sustento. Huye tú, huye mientras puedas, porque la vida pasa, el valor se acaba y, de

pronto, quedas atrapado y ya es demasiado tarde para emprender la retirada.

La rata vio a su amigo internarse en el océano de hierba y dirigirse al sufrimiento que

lo esperaba al final de su camino. Lo vio volar al ras de los pastos y vencer al viento en su

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carrera, bajo la noche oscura y sin estrellas. Un viento convertido ahora en el hedor

fúnebre que precede a la muerte. Una noche convertida en cripta ineludible. Lo vio

hermoso y noble, y supo que quien se alimenta de lo que muestra termina devorado por lo

que es. Supo que cada quien es propietario exclusivo de sus condenas, contumaz reo de

sus esperanzas. Supo además muchas otras cosas que aún no pudo decirse.

Encorvada sobre sus cuatro patas, la rata aprovechó la oscuridad de la noche para

deslizarse por la hierba. Confundida entre las sombras y oquedades de la tierra,

abandonó la pradera sumergiéndose en las tinieblas de un destino incierto.

Aunque dicen que nunca hay que detenerse para mirar atrás, la rata se detuvo y,

alzándose sobre sus dos patas posteriores, contempló a lo lejos la pradera extenderse por

todo el horizonte; vio su hierba verde extenderse como las olas del mar y escuchó aquel

antiguo secreto que la convocó por primera vez el día en que llegó y que nunca logró

descifrar. Más allá, tras las rocas, vio al caballo en el salitral, sufriendo su destino.

Entonces el corazón se le oprimió y sintió convertirse toda ella en sal. Volteó la mirada

hacia las montañas que se elevaban sobre un horizonte distinto y dejó su pasado atrás.

Los senderos eran largos y plagados de bifurcaciones. La hierba, por lo general

demasiado alta para ella, sólo se acortaba de vez en cuando para dejarle ver las

montañas siempre lejanas. El suave vaivén del pasto ya no la arrullaba; ahora confundía

sus pasos mareándola, haciéndole errar el camino.

Rozó el viento la hierba. El sol empezó a quemar, ¿Un aviso de alerta?, levantó la

mirada y el ave aquilina se supo descubierta. Era ella nuevamente. Un pequeño golpe de

suerte a su favor. Un chillido agudo y punzocortante partió el murmullo del viento entre la

hierba. El ave dejó ver su sombra, haciendo círculos, ocultando y mostrando el Sol a su

presa. Intentó marearla y lo consiguió. Hora de correr. Correr. Hierba, muéstrame el

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camino, muéstrame, se dijo la rata. Echó a correr. Se acercaba. Cayó. Se detuvo, la miró

fijamente, se cagó. Iba muy rápido, muy rápido. La rata esquivó. El águila alzó el vuelo.

Siguió corriendo. No pudo evitar ver a los lados. Cuerpos desplumados, destazados, que

pasaban esparcidos a su alrededor. Se sumergió en el terror. Volvió a detenerse, volvió a

cagarse, la tomó el temblor en las patas, se aproximaban las garras, el pico aquilino, los

ojos rojos. Todo duró una fracción de segundo, pero le bastó para reconocerlo, admirada:

la perfección era ella, esa crueldad que llevaba en los ojos, su belleza, sus garras, su

pico, la envergadura imponente, la mirada indiferente. Jamás seré como ella, nadie lo

será, se reprochó. Esquivó nuevamente. Corrió. La pradera se abrió y abruptamente se

topó con los árboles. Se había salvado. Siguió corriendo y ya bajo la sombra del bosque

se detuvo. La vio pisar tierra, devorar a sus presas. Eran seis o siete pollitos y una gallina

destazada. Una familia entera echada a perder. Levantó la mirada. Tenía el pico

ensangrentado. La vio con indiferencia, de soslayo, esa indiferencia que conforma el

verdadero desprecio. Desprecio a las moscas, a las cucarachas, a las ratas. La rata se

conmovió. El pico, las garras, las alas, los ojos, la dignidad, el talento. La libertad es

solitaria. La rata sonrió. Perfección. Ya no tenía miedo. Salió del bosque a la pradera. No

se apuró, tampoco se tardó. No le temblaban más las patas. Era una rata y no le tenía

miedo a su destino. Ya estaba al lado de ella y bajó la cabeza. Entregó el cogote a esas

garras aceradas, al pico aquilino, a esos ojos de fuego, a esa indiferencia. Residir en sus

tripas era la única forma en que ella tendría algo, aunque fuera mínimo, de dignidad, de

utilidad. Pero el águila siguió arrancando esmeradamente cada trozo de carne de su

presa. No la miró. No dijo una palabra.

–Gracias, gracias, águila, soy una rata y tú lo sabes. Gracias porque yo soy nada.

Ahora sé que existe alguien que no es parte de una grey, alguien libre y sin cáfila, que

existe por sí misma.

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El águila había terminado su presa. Le dio la espala y continuó con la siguiente, sin

palabras, sin proselitismo. La rata no existía.

Partió sola, en compañía de su sombra; se extravió por los más intrincados laberintos

de su alma. Se topó en sus recónditos recintos con delfines, gaviotas y caballos; con

tiburones, pulpos y cerdos. Fue delfín, gaviota y corcel; fue erizo, murciélago y engendro

de la naturaleza. Nada parecía haber valido la pena, nada como para perder la vida o la

cordura, sólo meterse en la tripa del águila. Esa ave callada y solitaria le había dado el

mejor regalo de su vida, la indiferencia, el desprecio sincero y silencioso, patrimonio

exclusivo de los pocos seres libres de este mundo. Ahora sabía que no pertenecía a otra

especie que a la cáfila, a otro mundo que a la cloaca, a otra existencia que al anonimato.

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Lassie

Se internó en las montañas sin perder el rumbo. Por primera vez la rata estaba en paz

consigo misma. A medida que entraba en lo profundo de la montaña y se perdía en sus

recuerdos, estos ya no la atormentaban. La travesía fue larga. Tuvo tiempo para pensar

en todo lo vivido y sufrido. Cada golpe y cada frustración las sintió nuevamente, pero

ahora el dolor quedaba atrás. Cada imagen vista y cada palabra escuchada las llevaría

consigo hasta su muerte sin sufrir. Se prometió nunca olvidar lo vivido, ni vivir

nuevamente lo pasado. Juró regresar a su cloaca y revivir la apacible y anónima vida que

había llevado hasta ser tentada por la Luna y sus caprichos. Sería una rata rastrera y

prescindible entre las ratas, oscura en la oscuridad y pequeña entre lo pequeño.

Transcurriría su vida entre mazmorras pestíferas y desechos putrefactos. Se alimentaría

de los restos de otros y habitaría en paz el mundo que le tocó en suerte. Ese y nada más

que ese sería el camino de la rata.

En estas y otras disquisiciones anduvo la rata por días, durmiendo donde cayera la

noche y comiendo lo que encontrara en su camino, hasta que una noche, a lo lejos, donde

se perdían las formas y confundían los colores, vio, mientras bajaba la montaña, una

infinidad de estrellas que parecían haber caído a la tierra. Sorprendida por tal visión,

cambió su rumbo y se dirigió hacia ellas. Por un momento pensó que el cielo se había

venido abajo, pero, al irse acercando más, le pareció que conformaban un extraño

enjambre de luciérnagas que por algún motivo oculto se habían paralizado en pleno vuelo.

Mientras menor era su distancia de aquel prodigio, más se confundía la rata y perdía el

sentido en toda clase de elucubraciones. Una enorme sombra formada de rectángulos

aparecía tras la miríada de luces. Luego, la sombra empezó a tomar colores difusos, a

mancharse de distintos tonos, a mostrar formas y contornos, a tomar volumen, a partirse y

dividirse mostrando múltiples objetos en su mayoría cúbicos. Los cubos se hicieron

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complejas formas geométricas y luego un caos de vivos colores y luces de diversos tonos

que colgaban en sus interiores, pequeños soles de un día artificial. Más se acercaba a

aquella maraña de edificaciones y más admirada quedaba por su belleza y refulgencia.

Había luces de todos colores y formas. Luces que sólo iluminaban, luces que se movían,

luces que danzaban al compás de un ritmo inasible y mudo. Luces tan brillantes como el

Sol mismo y tan tenues como el suave reflejo de una estrella en el agua del arroyo. Luces

que encendían las pasiones y otras que oprimían el corazón. Todas aquellas luces y

muchas más no sólo estaban afuera, en las aceras, sino que iluminaban el interior de las

edificaciones y se podían ver a través de grandes agujeros rectangulares en ellas.

Al entrar la rata en aquella vorágine de cemento y luces, se le sumó a todo ello un

ruido ensordecedor, el sonido de mil olas, de mil truenos, de mil gaviotas y delfines, de mil

corceles haciendo retumbar la tierra con su paso poderoso. Quedó tan confundida que no

supo hacia dónde dirigir su mirada ni sus pasos. Al cabo de unos minutos, la admiración

dejó paso a la confusión y esta al miedo, que en una rata suele terminar en espanto.

Entonces sólo atinó a correr rauda, refugiarse en las sombras y, sin saber exactamente a

dónde había ido a parar, se agazapó bajo un cúmulo de objetos que yacían al fondo de un

callejón.

Amaneció y el Sol encontró a la rata dormida. Estaba extenuada por el miedo y las

emociones de la noche anterior. Poco a poco todo fue llenándose de sonidos

nuevamente. Primero cientos de bostezos, luego incontables corrientes de agua. Más

tarde traqueteos, voces, adioses. Al fin, pasos de multitudes y multitudes de rugidos

feroces y alaridos infernales. Tanto miedo tuvo entonces la rata que no se atrevió a

asomar la cabeza hasta muy avanzado el día. Bajo el cúmulo de desperdicios esperó

temblando de terror ante el tremendo estruendo de nuevos y desconocidos sonidos.

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Al cabo de varias horas se atrevió a asomarse apenas; el hambre la hizo salir.

Atardecía y todo se plagaba de sombras. Con el vientre tronando, la rata se deslizó por la

penumbra, guiada por su agudo olfato, en busca de algún desecho que comer. Pero no

fue fácil. Todo estaba impregnado de olores nuevos. Olor a aceites quemados, a humos

asfixiantes, intensísimos aromas de flores embriagadoras. Miles de tentáculos de olores la

arrastraban en todas direcciones, jalándola, tornándola, dándole vueltas y mareándola.

Así vagó la rata sin rumbo hasta que llegó la noche y, anónima en su oscuridad, se sintió

más segura. Era nadie, era una mancha oscura entre edificios percudidos, era una

sombra entre las sombras. Libre para moverse y lejana a los peligros, tuvo más

tranquilidad para poder rastrear su alimento. Los olores la llevaron hasta un pequeño

muladar de donde provenía el reconfortante hedor de fruta recién podrida, en ese estado

en el cual el alimento aún no se ha secado y se encuentra en pleno proceso de

descomposición, en putrefacción fresca. La rata quedó extasiada por el olor. Era algo

desconocido para ella, pues a su cloaca todo llegaba ya macerado y apenas si se podía

distinguir otro olor que no fuera el de las heces.

Devoró a sus anchas todo lo que podía caber en su estómago, vacío de no comer

desde hacía días. En el muladar encontró una manzana apenas mordisqueada que

alguien había tirado, unas cuantas naranjas hongueadas que, aunque le disgustaron

bastante por su sabor amargo, las tragó con avidez. También había un espinazo de

pescado con cabeza, sazonado con pequeños coleópteros y una deliciosa bolsa de cereal

plagada de gorgojos, deleite de toda buena rata. Todo esto comió y otras menudencias y

quedó agobiada por el banquete. Yació entonces en el muladar la rata satisfecha,

remembrando su cloaca y su cáfila hasta que quedó dormida bajo la luz artificial de la

ciudad.

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Al día siguiente, al despertarse, la rata se sintió con más confianza. Ese extraño sitio

de edificios enormes y luces cegadoras parecía un buen lugar para habitar: no había

grandes peligros y le prodigaba abundante sustento como para una vida cómoda. Sin

embargo, la asaltó la curiosidad por todo aquel barullo que empezaba al iniciar el día y

adquirió su mayor manifestación cuando el Sol pendía sobre las cabezas de los seres de

la tierra. Salió de su improvisado refugio en busca de respuestas. Con el sigilo natural a

todo animal rastrero, se deslizó por las sombras y resquicios con cortos piques y paradas

abruptas, desvaneciéndose bajo la luz y desapareciendo en la oscuridad. Grande fue su

sorpresa al llegar a la salida del callejón. Casi se le hiela el corazón al ver una cáfila

interminable de animales bípedos implumes recorriendo los caminos por todas partes,

hacia todas direcciones, en todos sentidos, entrando y saliendo de los edificios, montados

dentro de monstruos metálicos y rugientes. Todos deambulaban sin parar, a velocidad

constante. De pronto la cáfila se detuvo ante una señal luminosa, retomó su rumbo y los

individuos que desaparecían a lo lejos iban siendo sustituidos por otros y estos a su vez

por nuevos y así interminablemente. Ese lugar era un vertedero de aquellos extraños

animales de pieles multicolores. Era la cáfila perfecta, compuesta por piezas enajenadas

moviéndose al unísono, silenciosas, obedientes, todas transcurriendo como las aguas de

los ríos, llevadas por fuerzas ajenas, de miradas perdidas y respiración cadenciosa.

Por rendijas y drenajes recorrió la rata ese inmenso lugar. Vio muchas cosas de las

cuales no sabía el nombre y que jamás había conocido antes. Inmensos ingenios se

alzaban por doquier, unos moviéndose, otros sonando, algunos encendiendo y apagando

luces. Notó también, con mucha curiosidad, que varios de los bípedos llevaban consigo a

otros animales, más pequeños y cuadrúpedos, halados por correas o cadenas, y que

estos, de vez en cuando, eran acariciados y premiados con deliciosas galletas

multiformes.

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Al caer la noche, la rata se animó a entrar a una de las edificaciones donde parecían

habitar todos los seres de ese mundo. Encontró en un callejón una rendija. Al atravesar la

rendija estuvo tan a oscuras que su única pupila tardó en dilatarse lo suficiente como para

recobrar la vista a tiempo. Cayó sin sufrir más que un gran susto. Pronto su visión se

adaptó a la oscuridad y pudo distinguir todo cuanto había en aquel recinto. Anaqueles de

metal, cajas hacinadas, herramientas de todo tipo, bolsas. Olisqueó y palpó hasta

descubrir algunos pomos con granos, cereales y alimentos encurtidos. Se disponía la rata

a darse un opíparo banquete cuando se escuchó un fuerte crujido, se encendió un

pequeño astro en el techo y todo quedó empapado de una extraña luz amarillenta. Rápida

corrió a esconderse tras unos toneles al fondo del recinto. Desde ahí pudo ver entrar a un

gran bípedo y tras él, siguiéndolo en cuatro patas, un animal peludo y de largo hocico. Era

un animal simpático de ojos tristones y tiernos que parecía siempre estar implorando o

pidiendo perdón. Jadeaba constantemente con la lengua colgando y una sonrisa

mendicante. El bípedo tomó algo que no pudo distinguir de un anaquel y rápidamente

salió por donde entró gritando palabras ininteligibles a alguien que lo llamaba desde fuera.

Entonces todo se hizo silencio. Sólo el olisqueo del cuadrúpedo, que se acercaba hasta

que su cabeza apareció sobre los toneles. Amenazó con hurgar más por donde estaba la

rata, pero al final se retiró y subió por las escaleras del sótano. Su caminar era grácil y su

lengua se balanceaba graciosamente al ritmo de sus pasos. Al atravesar la puerta se

escucharon aplausos y festejos y los agudos aullidos con que el animal sabía responder a

las caricias mientras meneaba su cola juguetona. Lassie le llamaban con afecto.

A la mañana siguiente, un tenue rayo de luz se filtró por la rendija del sótano

anunciando la salida del Sol. En la oscuridad del cuarto, su luz se hacía artificial y parecía

sólida como un tubo de neón. La rata se paró bajo él con los brazos extendidos y sintió su

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calor. En aquel mundo todo parecía fabricado con precisión, nada dejado al azar. Trepó

en un anaquel donde estaban los encurtidos ordenados en frascos de colores y tomó de

uno de ellos sólo unas cuantas cebollas, no quería llenarse demasiado, debía mantenerse

alerta. Subió sobre los toneles y de ahí hasta la rendija interior del sótano. A través de ella

la rata tenía acceso a la primera planta de la casa. Ahí todo estaba iluminado por una luz

suave y constante que parecía estar en todos lados, aunque no salir de ninguno en

particular. Una luz sin color se adaptaba a las formas y tonos del ambiente, parte

constituyente de los muebles y adornos de la casa misma. Más que luz, parecía

simplemente el color de las cosas.

Pasó todo el día tras la rendija, observando muy concentrada lo que ocurría en aquel

hogar, pero poco pudo entender. La familia estaba compuesta por sólo cuatro miembros.

La madre, una mujer joven que despertaba siempre antes que los demás para preparar

los alimentos para el día. El padre era adulto, entrado en los años suficientes para no ser

joven ni viejo. Anduvo zapateando un buen tiempo en el piso superior hasta que bajó

veloz a la primera planta, subiéndose la bragueta, acomodándose la corbata, metiéndose

la camisa en el pantalón. Un vaso de leche, un pan con algo desconocido dentro, un beso

a su mujer, un adiós. Ella entonces despertó de algún ensueño intrascendente y empezó

una posesa carrera por toda la casa, yendo y viniendo, del revés y del derecho,

acomodando, dando vueltas, poniendo y sacando, y de tanto en tanto deteniéndose sólo

un segundo, para preguntarle con la mirada a su dios de horario y minutero sobre el

tiempo y sus avatares. Este frenesí era abandonado brevemente sólo para compartir

algunas palabras y arrumacos con Lassie, que la miraba desde la comodidad de una

alfombrilla. Habituado a tales devaneos, Lassie recibía sus caricias con naturalidad y

alegría, meneando la cola, dando pasitos en su sitio y moviendo la cadera en una suerte

de danza de la felicidad. A veces ella simplemente lo tomaba de la cabeza y mientras lo

acariciaba suavemente lo miraba fija a esos ojos hipnóticos que eran un bálsamo para

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aquel ser atormentado por el tiempo. Luego, portadora de una tranquilidad que

contrastaba radicalmente con el frenesí de instantes anteriores, retomaba sus quehaceres

matutinos. En tal trance estuvo la mujer hasta que el reloj le dio la orden de ir a la planta

superior. Corrió entonces y desapareció al subir las escaleras. Arriba se escuchó otra voz,

una más aguda, que al principio sólo profería quejidos y sonidos ininteligibles. Por algún

tiempo aquella vocecita no paró de hablar en lenguas. De pronto la mujer empezó a gritar

y amenazar, y las diferencias parecieron solucionadas, si no por la razón, sí por la fuerza.

Al rato ambos bajaron con rostros circunspectos. Ella con gesto marcial y él con cierto

rubor en las mejillas, poco común en un niño todavía medio dormido. El amor estaba en el

aire. Ella se sentó y él hizo un puchero. Ella miró el reloj y él, como todas las mañanas,

tuvo que claudicar. Al terminar el desayuno ambos se pararon y con él delante de ella

salieron de la casa, no sin antes colmar de caricias y besos a Lassie.

La rata salió de su escondrijo. Muy sorprendida había quedado ante lo visto y oído.

Parecía que los hombres se unían en pequeños grupos a los que llamaban familias, y en

ellos establecían ciertas jerarquías para poder administrar el mutuo martirio con orden y la

mezquindad con decencia.

La rata quedó mirando a Lassie, que luego de olisquear inquieto por la casa se

arrellanó sobre un mullido lecho que estaba a un lado de la sala. Regresó a su escondrijo

y ahí esperó hasta que se abrió la puerta a la calle. Por ella entró la mujer. Parecía

haberse quitado un tremendo peso de encima. Se dirigió a la cocina, acarició a Lassie,

lavó los trastes y se paseó pausadamente por toda la casa. Parecía estar limpia. En la

sala se dejó caer sobre un sillón y tomando un objeto con botones encendió una caja de

donde salía toda clase de imágenes luminosas. Había un mundo encerrado dentro de ella,

un mundo de luz y color, un mundo poderoso que atrapaba al espectador, lo absorbía con

sus formas definidas y sonidos sobrenaturales, una flauta mágica que no distinguía entre

ratas y humanos, llevándose a todos por igual entre danzas y brincos de alegría. Ni Lassie

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se salvó del encantamiento. Pronto yacía en el regazo de la mujer, que no paraba de

acariciar su lomo. La rata se arrastró sigilosamente por los rincones y aristas de la casa,

hasta quedar a buen recaudo, bajo un aparador de madera, desde donde, babeante, fue

tragada poco a poco por el mundo del televisor. Ahí los mares eran más azules que los

del delfín y los delfines más sonrientes, las praderas más verdes que las del corcel y los

caballos más hermosos, los cielos más vastos que los de Juan Salvador Gaviota, y en

ellos las gaviotas eran verdaderos ángeles luminosos. Ahí todo era más real que lo real,

todo depurado de lo accesorio, inmaculado. Era el mundo de la esencias. De pronto, un

hombre luminoso bajó por escaleras luminosas también. La luz más resplandeciente que

jamás vio se filtraba por las ventanas e inundaba todos los recintos de la casa con la

perfección que sólo los dioses pueden conferirle a las cosas. Una luz constante, total, sin

sombras ni penumbras. Desde dentro del televisor, el hombre se acomodó la camisa

como nadie de este mundo podría hacerlo por más que lo intentase. Comió algo cotidiano

como quien degusta una ambrosía. Ella entonces despertó del mejor sueño que nadie

jamás había tenido. Era una mujer luminosa como ninguna de este mundo. No se aseó ni

defecó porque era gente de la luz. Bajó las escaleras con más despliegue que la gaviota

en su cielo. En la cocina se miraron con esas miradas que hacen temblar los corazones

más encallecidos. Se besaron como sólo dos seres brillantes se pueden besar, sin saliva,

sin lengua. Al unísono voltearon sus cabezas y ahí estaba, la esencia misma del amor y la

felicidad. Era un animal como Lassie, distinto pero igual, compartiendo la misma esencia.

Acariciado y festejado, perfecto en sus gracias y movimientos, en su mirada suplicante, en

su lengüita juguetona. Y no suficiente con todo aquello, a cada instante los acompañaban

música de ángeles. La mujer despierta con un beso en la frente a su hijo, que al instante

la abraza como todo niño sueña con abrazar a su madre. Música de ángeles. El niño baja

con su madre. Sus cabellos son la envidia del corcel, cuya crin sería un estropajo

chamuscado a su lado, y el viento que los ondula sopla sólo para ellos. También aquel

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niño de hermosura sin par posee arte para comer. Al fin, todos se unen en un concierto de

abrazos y besos en torno a su mascota mientras salen de la casa.

Una angustia terrible embargó a la rata. Ahora lo entendía todo. Había estado tirando

su tiempo y esfuerzo por la borda, malgastando su sufrimiento. El mundo en que vivía, el

mundo del mar, del cielo, de la pradera, de la cloaca, todo era un vasto mundo purgante e

imperfecto. Y el otro, el mundo del televisor, era el mundo de la perfección, el mundo en el

que todos los animales se hacían Lassies y los hombres, estrellas. Los únicos que habían

entendido todo esto eran los hombres y sus mascotas. Este mundo era una caricatura

grotesca de aquel otro perfecto y luminoso. Por ello, todos los hombres intentaban vestir

como en la televisión. Por eso no hacían sino actuaban, no sentían sino mostraban. Por

eso entrenaban a sus perros para que fueran tal y cual los de la luz. Y claro, en ese

mundo perfecto no había heces, ni orines, ni desechos y por ello no había ratas.

La mujer miró el reloj, que tomaba distintas formas y estaba en todos lados. Como en

la televisión, era hora de recoger a su hijo. Apagó el televisor y fue por el pequeño,

intentando caminar como su homóloga pero sin lograrlo. Entonces la rata salió de su

escondrijo.

Lassie quedó viéndola por un instante con su mirada amable, como queriendo

reconocer en ella a un viejo amigo perdido hacía mucho tiempo, a uno de esos buenos

amigos que se van sin tener tiempo de despedirse.

Su mirada le deshizo el corazón. Sintió irresistibles ganas de abrazarlo, besarlo,

acariciar su piel de largos pelos rojizos y suaves, de preguntarle cómo había estado todo

este tiempo, hacía años que no te veía, qué había sido de su vida, lo había extrañado

tanto. Un ladrido ronco y amistoso rompió el silencio del recinto.

–Hola, ¿quién eres? –le dijeron.

La rata titubeó, confundida por el cúmulo de sentimientos que aquel ser maravilloso le

producía.

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–Soy Óscar, la rata que ha salido en busca de sus sueños –respondió

automáticamente la rata, aún perdida en su mirada–. ¿Y tú quién eres?

–Yo soy un perro y me llaman Lassie, el bienamado.

Lassie, el bienamado. Enmudeció la rata boquiabierta. Miles de ideas e interrogantes

se le vinieron a la cabeza. Lassie, el bienamado. Era maravilloso que el amor fuese su

patrimonio personal. En efecto, al verlo, siempre alegre y agradecido, al recibir su mirada

tierna y suplicante, era inevitable sentir amor por aquel animal, era algo que tenía que

suceder tarde o temprano.

–¿Y quiénes son esos seres extraños que te alimentan y se deleitan con tu sola

presencia? –interrogó ávida la rata.

–Son hombres, y son muy buenos. Te enseñan cosas, te alimentan, te dan refugio y

amor.

–Y si los aman tanto, ¿por qué he visto a perros como tú caminar encadenados por los

caminos exteriores?

–No son cadenas –rió, benévolo, Lassie–, son correas, y las usan para protegernos.

Es que ellos son muy sabios y saben lo que es mejor para nosotros.

Ese era un increíble paraíso. No sólo prodigaban comida, refugio y amor, sino que

además sabían qué era lo mejor para ellos y los protegían.

–¿Y este paraíso en el cual vives cómo se llama?

–Esta es la ciudad y estos, sus hogares, y en los hogares viven familias y las familias

tienen perros como mascotas a quienes crían y protegen.

La rata no podía creerlo.

–¿Y nada les piden a cambio?

–No. En realidad, sólo debemos recibir su afecto y eso los hace felices.

¡Qué maravilla, qué milagro! Un lugar donde todo era amor y abundancia. Un lugar

donde nada costaba menos que recibir cariño y una sonrisa otorgaba la felicidad. Un lugar

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donde la amarían sin más condición que recibir. Se le desbordaba el alma de contento. Ya

podía sentir las caricias y el calor del afecto de los hombres. Ya podía ver sus corazones

seducidos por su mirada tierna, sus voluntades quebrantadas por sus gracias,

arrodillados, dándole de comer en la boca sin más pago que una sonrisa feliz. Todas

estas cosas y muchas más imaginaba la rata en un estado de extraviado delirio.

–¿Y cómo puedo conseguir un amo?, ¿cómo puedo ser mascota de alguien? –inquirió.

El perro quedó un rato pensativo.

–Tendrás primero que observar a los hombres y sus costumbres, y cuando estés

habituada a ellas, te enseñaré lo demás.

–¿Podría quedarme en éste hogar?

–¡Por supuesto! Tú vivirás acá en el sótano. Tienes abundante comida y eres

suficientemente pequeña para entrar y salir por el respiradero. Así podrás estudiarlos sin

que noten tu presencia.

–Gracias, Lassie, amigo, muchas gracias, esto es lo que he estado buscando toda mi

vida.

Durante una semana, la rata fue atenta observadora de las rutinas y trabajos de los

hombres, hasta que pareció llegar su momento.

–Rata –le dijo amistosamente Lassie una mañana–, Ahora empezaremos contigo.

Escucha bien y haz todo lo que yo haga. En primer lugar, debes aprender mi mirada. Es

una mirada lastimera. ¿Cómo se consigue? Siente lástima por ti misma, siente pena,

deseos de rogar, implorar. Pero también siente que ellos van a apaciguar tu dolor con su

cariño.

–¡Sí, sí, yo puedo! –se exaltó la rata, y la rata recordó sus momentos con la gaviota,

cuando creyó que era un mesías iluminado, enviado para rescatar a los soñadores de

este mundo.

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–Muy bien, rata, se ve que comprendes rápido. A ver, ahora camina con elegancia y

alegría.

Esta vez la rata aplicó todo sus conocimientos equinos y se imaginó recorriendo la

pradera con su crin ondulando por los aires.

–¡Excelente, rata! Pareciera que has llevado clases avanzadas.

La rata hinchó su pecho orgulloso y así estuvo aprendiendo todo cuanto debía

aprender para ser un buen perro. Cada giro expresivo, cada detalle corporal, todo quedó

en la cabeza de la rata. Observó y aprendió a dar la patita, a ir meneando la colita cuando

la llamaban, a sentarse, a echarse, a hacer giros, a saltar el aro, a traer el diario, a

despertar al amo cuando se había hecho tarde, a recibir cariño con sobriedad, jugar con

los niños sin aplastarlos. A caminar en dos patas, ¡ni que se diga! Lassie quedó

impresionado por las destrezas de la rata.

–Bueno, rata, creo que ya casi estás lista, el resto te lo dará la experiencia. Desde hoy,

cada vez que escuches una instrucción, tú también la seguirás. Cuando me digan que me

siente, tú también lo haces. Cuando el diario golpee la puerta, saldrás tú conmigo y

cogerás parte de él.

La rata no cabía en sí de emoción. No podía esperar a tener un amo y empezar su

vida de perro. Desde entonces obedecía en secreto cada instrucción, recogía el diario,

hacía el muertito, jugaba con su niño imaginario. Por días siguió esa rutina. Siempre

aprendiendo de la televisión, intentando obtener las mismas maneras y formas que sus

seres. Una mañana, luego de irse el ama, Lassie la llamó un tanto circunspecto.

–Amiga rata, todos estos día he seguido cuidadosamente tu evolución, y en verdad te

digo que ya estás lista. Todo este tiempo que hemos pasado juntos me he encariñado

contigo, y me da mucha pena que tengas que marcharte, pero ya es hora de que salgas

en busca de tu propio amo.

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Aunque feliz por la noticia, la rata echó un par de lágrimas y después de un fuerte

abrazo se dijeron adiós. Mientras se alejaba escuchó la voz de Lassie.

–Ten mucho cuidado, rata, que es muy peligroso ser un perro vagabundo. Encuentra

pronto un amo.

El instinto de la rata la mantuvo a buen recaudo en las tinieblas y pequeños resquicios

de la ciudad. Por muchos días y noches vagó sin rumbo por las aceras, viviendo

agazapada en los vericuetos de la ciudad. ¿Cómo hallaría un amo? ¿Había acaso

hombres sin perro? Entró a muchos hogares, pero todos ellos tenían ya un can. Las luces

artificiales iluminaron su sendero y las sombras de la ciudad le prodigaron refugio, hasta

que, tras una ventana, extinguiéndose en la penumbra de un dormitorio, la figura de un

hombre triste yacía sobre una cama. Un hombre sin perro. La rata se apiadó de él. Sentía

pena por su oscuridad. Ella sería su alegría, su luz, su perro fiel. A hurtadillas, para no

importunar su sueño, la rata se filtró con la luz, a través de la ventana. Su sangre se

agitaba de ansiedad. El hombre tenía el sueño pesado y apacible, aunque lucía un gesto

de tristeza. ¿Cómo empezaría? Intentó algunas gracias sin éxito. Volteretas, jadeos, el

muertito, vueltas en el piso, mirada suplicante. Nada, dormía profundamente. Debía

intentar algo más radical. Paseó por la habitación por algún rato hasta que, sobre una silla

de madera, encontró un diario doblado, lo tomó con el hocico y meneando la colita pelada

de rata, trepó a la cama y lo soltó sobre la diestra de su amo. Jadeó y pataleó

suavemente sobre el lecho, esperando una respuesta, pero el amo no se inmutaba. No

había alternativa, debía arriesgarse, optaría por la medida más extrema: despertarlo. Para

ello se requería largas horas de entrenamiento y suma concentración, pues de no hacerse

correctamente, no sólo se despertaría al amo, sino también su cólera. La rata inhaló

profundamente, mantuvo la respiración por un instante, cerró los ojos, recordó al detalle

todo lo aprendido y entonces empezó a jadear, a restregarse suavemente contra su amo,

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a lamerle la mano y la nariz, y, de tanto en tanto, lanzar uno que otro suave ladrido. Al

cabo de un rato el amo le respondió con una caricia.

–Ya, Boby, ya –murmuró, seguro recordando una mascota que ya no estaba.

A la rata no le cabía tanta alegría en el pecho y lágrimas le brotaban de su único ojo.

Se restregó nuevamente. Más caricias, más caricias. Otra vez, y otra. Soy amada, soy

amada. Ahora lamía, babeaba su rostro como un verdadero perro. Caricias, lamidas,

sobajeos, amor. Gracias, Lassie, soy amada, soy amada. Caricias, babas, piel. El amo

despertó.

–Boby –dijo saliendo del sueño.

La sonrisa dulce, la mirada tierna, la mano amiga. La rata no pudo contener su

emoción.

–¡Soy Boby, soy Boby! –exclamó fuera de sí.

Ladró a todo pulmón, pero pronto la sonrisa dulce se agrió hasta pudrirse en un hedor

a muerto rancio y una tufarada penetrante le ahogó el alma. La mirada tierna se agrandó

hasta ser espanto y asco y la mano amiga se endureció hasta caer hecha una roca. En un

instante la rata fue impulsada por los aires para estrellarse contra la pared. Por un

momento la rata creyó haber entrado al mundo de la televisión. Intensas luces de colores

la iluminaban desde todos los ángulos. En medio de su confusión logró divisar al hombre

furibundo que se acercaba con un palo dispuesto a acabar con ella. Ducha en palizas, la

rata, sin saber cómo, se dio maña para escapar de su perseguidor, aunque ya al borde de

la ventana por donde entró recibió un sólido garrotazo que terminó por desbaratar todos

sus sueños.

Cuando despertó era de noche. Había tenido la suerte de caer en un drenaje.

Protegida y subrepticia, logró sobrevivir. Aún le dolía todo el cuerpo y, para colmo de

males, aunque el palazo había sido sólo uno, fue suficientemente violento y certero para

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inutilizarle una pata y dejarla coja. La ciudad perdió sus formas y se pareció más a la

ciudad del televisor, una ciudad sin materia, hecha sólo de luz. El cielo negro se tragó

todo contorno hasta que las miles de luces se fundieron en él. La ciudad le había cortado

la señal y la rata se vio atrapada en un canal sin programación, un puntito gris más entre

los puntos de la pantalla del televisor.

Esa noche la rata se juró no caer en nuevas tentaciones y emprender el regreso a su

cloaca en cuanto despuntara el alba. Juró no ser delfín, ni gaviota, ni caballo. Juró no ser

perro. Sólo sería una rata apacible en su cloaca, un punto gris entre las luces. A otros

dejaba el resplandecer en los cielos o brillar en la pradera. A otros surcar los mares o ser

amado incondicionalmente. Juró toda la noche para nunca olvidar su juramento. Juró sin

ser vencida por el sueño ni el dolor ni el desasosiego.

Al llegar el alba empezó a cumplir su juramento. Se arrastró cojeando lentamente por

los drenajes y los sótanos. Se ocultó en las sombras y se escondió de las furtivas luces de

los autos. Por días y noches la rata siguió su marcha hacia las afueras de la ciudad. Poco

a poco los jardines se hicieron más verdes y extensos y las casas fueron raleando. El

sonido de los autos y las multitudes de humanos y perros iba dejando paso a otros, más

sutiles y arcanos, que tímidamente asomaban por los postigos de aquella misteriosa

naturaleza que se insinuaba a lo lejos, en los linderos de la ciudad.

Se detuvo. Oculta al amparo de un muladar hediondo, se irguió. Echó una última

mirada. No dudó. No había marcha atrás. Era la mirada de quien ve su lastre por última

vez. La rata ya no creía. Al otro lado de la ciudad y más allá yacen sus sueños hechos

añicos. Bajo el hermoso Sol de primavera, en el inmenso mar de aguas prístinas, sobre la

blanca arena inmaculada, bajo el cielo azul de la mañana, entre la verde hierba que se

arrulla en la pradera, junto a los hombres y perros de rostros felices, yacen sus sueños,

desperdigados entre incontables miserias.

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Ahora ella sabía que el orden que regía el mundo era el orden de la rata. Nadie,

ningún animal, por más bello, sabio o afortunado que pareciese, escapaba a él. La rata

impera.

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A salto de rata

Cuando salió de la ciudad ya era de noche. Una explanada interminable se extendía

delante de ella, y atrás la ciudad era un televisor enorme que iniciaba su programación de

neones y alumbrado público, un mundo encajonado en ilusiones inalcanzables, que se

volvían realidad a base del sustento de toda esperanza, la estupidez universal. Las luces

de la ciudad se elevaban hasta confundirse con las estrellas, fundiéndola con el cielo

negro. La rata sintió que la ciudad se apoderaba de los cielos, tomaba por asalto la tierra

y se sumergía hasta sus entrañas. Espantada corrió todo lo que pudo, corrió sin parar,

enceguecida por la desesperación y el resplandor artificial de la ciudad. Corrió hasta que

el viento ya no le llevó su rumor artificial, hasta que se ocultaron las estrellas y la

oscuridad se tragó todo artificio, para dejarla sola en un vacío absoluto. Mínima, la rata

cayó rendida en la explanada y se apagó en la noche, el sueño y la resignación.

Al despertar, la rata estaba perdida. La noche anterior corrió tanto y con tanta angustia

que había perdido el rumbo. Hacia donde mirara, el horizonte era una sencilla línea recta.

No quedaba rastro de la ciudad ni de las montañas. La explanada se extendía más allá de

su vista. Sin embargo, la rata se incorporó y sin pensar continuó su travesía. Sus

movimientos eran mecánicos y su mirada, perdida. No pensaba en el pasado ni en el

futuro, no tenía recuerdos ni le quedaban esperanzas. Sólo sabía que si caminaba y no

moría, algún día estaría de regreso en su cloaca. Caminar, caminar, caminar. Sus patas

se movían autónomas. Caminar, caminar, caminar. Era el único pensamiento que cabía

en su pequeño cerebro de rata. Caminó por días, rengueante, tullida, coja, tuerta,

desdentada. Y por las noches soñó caminar. Y así la explanada se hizo más larga, más

inagotable. Su noción del tiempo fueron sus pasos y su único sonido sus jadeos. Parecía

no cambiar de lugar. Nada se modificaba, nada pasaba o quedaba atrás. Atrapada en un

laberinto sin paredes, absoluto, su único objetivo fue seguir su marcha, hasta que las

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patas se abran como rosas y sus carnes queden en el camino como pétalos marchitos.

Hasta que el corazón, poco a poco, apague su marcha fúnebre o los pulmones revienten

inflamados.

Ya había perdido la cuenta del tiempo y de sus pasos cuando el monótono silencio fue

interrumpido por un rumor gastado que traía el viento desde muy lejos, un silbido apenas

perceptible. El rumor se convirtió en sonido de flautas que sumió a la rata en un estado de

hipnosis casi catatónico. A pocos, el leve silbido se transformó en murmullo, y el murmullo

en gentío. Estaba salvada. Aceleró el paso, pero las voces se tornaron esquivas. Intentó

seguirlas, zigzagueando para no dejarlas escapar, corriendo en círculos, teniéndolas casi

al alcance de la mano. Se burlaban de ella. La emboscaban y huían. No podía ser, se

iban, se alejaban. Desaparecieron. La rata se detuvo. Miró el cielo. Águila, ven por mí,

llévame en tus tripas. Las voces regresaron rápido, aparecieron de la nada montadas en

el viento. Esta vez por otra dirección. Otras se le sumaron por el lado opuesto. Y otras

más, y otras. La rata corría sin rumbo sin saber a cuáles seguir. Al cabo de algunas horas,

aunque nada había cambiado en la explanada, aunque parecía no haberse movido de su

sitio, se podía escuchar un alboroto, y al llegar la tarde, torna y retorna la rata, ya

distinguía algunas palabras. No transcurrió mucho tiempo cuando oscureció y la densa

niebla de todas las noches depositó su glaucoma en el único ojo que a la rata le quedaba.

Poco a poco, tal como llegaron, las voces fueron callándose nuevamente, escapando

hacia toda dirección, hasta quedar apenas el silencio y la rata, rendida, caminando sin

sentido ni consciencia. De pronto, extinguiéndose, a lo lejos, tras la niebla y la distancia, el

último estertor de un fuego que luchaba por no morir sacó a la rata de su letargo y de las

entrañas del silencio emergieron los sonidos más espantosos que jamás había oído. La

rata se incorporó sobre sus patas traseras. Irguiéndose todo lo que podía, intentó

descifrar aquel fuego y los sonidos de esa noche. Los lamentos apagados de árboles

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condenados a la hoguera crepitando desde sus maderos achicharrados, las respiraciones

pesadas de los durmientes y los exabruptos ininteligibles de sus pesadillas, cuerpos

arrastrándose sigilosos sobre la tierra yerma de la explanada, un intenso olor a heces y

orines. Se había salvado. Intentó acelerar la marcha pero estaba demasiado agotada. A

ciegas, caminó durante algunas horas llevando su desesperación a cuestas. El viento

fluctuante le entregaba y le quitaba los sonidos que la guiaban, mientras de la hoguera

sólo quedaban sus cadáveres y el humo que se confundía con la niebla. Pero la rata no

se rindió y siguió, guiada por su instinto, caminando renga por aquella explanada que a

cada paso no es sino una réplica de sí misma, donde nada cambia, nada pasa ni hay

porvenir. Por fin, pisa carnes. Un quejido de sorpresa. Más carnes, más quejidos, panzas,

patas, cabezas, susurros. Ya no puede más y cae sumergiéndose en ese tumulto de

cuerpos hacinados.

Un vocerío la despertó. Al levantarse, la rata quedó tan sorprendida por lo que vio que

creyó haber muerto y ascendido a alguna especie de paraíso roedor. Por donde mirara

había ratas. Ratas felices, correteando, jugando, chillando. Un sinfín de ratas viviendo al

aire libre, sin ocultarse en cloacas ni alcantarillas, viviendo cada una su propia vida sin

conformar todas una cáfila indivisible.

–Hola, amiga– una voz nasal la sacó de sus visiones–. Ayer llegaste de la explanada,

como todas nosotras lo hicimos alguna vez. Apareciste desde la niebla y caíste rendida

entre nuestros sueños.

Era una rata cana y sin ojos. Su voz, fluyendo como un remanso de paz, parecía

provenir de todos lados. Poco a poco empezaron a llegar otras ratas, hasta que fueron

cientos, quizá miles aglomeradas a su alrededor.

–Te esperábamos. Hemos escuchado mucho de ti, Óscar. Como verás, en esta

explanada no existe nada, nada sino nosotras. No hay árboles ni plantas. Tampoco viene

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el Sol en el día, ni en la noche hay Luna o estrellas. Sólo el viento trayéndonos lo que

necesitamos: ramas, troncos, lianas, pétalos y hasta flores enteras a veces. Nos trae

frutas, granos y todo tipo de alimentos. Pero hay noches, cuando la niebla es

suficientemente densa, en que nos trae voces, voces muy lejanas. Entonces, el viento nos

habla sobre lo que ocurre más allá de la explanada y nos cuenta sobre las proezas de las

ratas que, como tú y como nosotras, han salido en busca de sus sueños. Por eso

sabíamos que llegarías, porque todas, al fin, llegan a esta tierra, la tierra de los sueños.

La rata aún no se reponía de su sorpresa cuando todas las otras ratas, una por una,

se acercaron a ella y, estrechándole las patas con palabras afectuosas, se presentaban

por sus nombres. Yo me llamo Juan, yo Daniel, yo Salvador, yo Bucéfalo, y así estuvieron

por horas hasta que cayó la noche. Entonces, la rata ciega le tomó la mano y sus cuencas

vacías le dirigieron la mirada.

–Yo soy Pedro, que es piedra, porque mi sueño siempre fue fundar la tierra de las

ratas libres. Hace muchos años caí de bruces sobre estas tierras secas creyendo morir,

pero el viento no sólo me trajo el sustento, sino también las palabras de otras que como

yo transitaban por el mundo en busca de sus sueños. Fue así como todo se me aclaró,

fundaría un pueblo donde las ratas descubrirían sus sueños y vivirían felices haciéndolos

realidad.

La voz de Pedro le penetraba hasta el tuétano, poniéndole la carne de gallina. La rata

miró sobre su interlocutor y contempló por un instante a las miles de ratas, cada una

enfrascada en su propio ingenio.

–Todas ellas trabajan arduamente para lograr su objetivo. Al caer la noche sueñan con

la consecución de sus proyectos. Al ponerse el alba se levantan y ponen manos a la obra.

Todas con la certera convicción de que más temprano que tarde lo lograrán.

La rata miró a Pedro con tristeza.

–Pero yo ya no sé cuál es mi sueño.

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127

–Lo sé, Oscar. Todas perdimos la esperanza alguna vez y por eso estamos acá, para

descubrir nuestros sueños y revivir nuestra esperanza.

Dándole una palmadita en el hombro, Pedro se marchó dejando a la rata a solas con

sus tribulaciones. Esa noche no hubo fogata. Poco a poco una niebla negra cubrió todo

resplandor hasta que no pudo ver ni sus propias manos. Tan densa era la niebla que

ningún olor la atravesaba. Espantada, la rata empezó a chillar.

–¡Pedro, Pedro, el mundo se apaga!

Una voz lejana, que a duras penas se abría paso por aquella atmósfera de alquitrán e

incertidumbre, aplacó su terror.

–Tranquilo, Óscar, es hora de dormir.

A la mañana siguiente la rata despertó tarde. El cansancio la había sumido en un

sueño profundo que repuso sus fuerzas. Frente a ella, mirándola con sus cuencas vacías,

Pedro le extendió la mano.

“¿Cómo sabe dónde estoy? ¿Cómo puede ver?”, se interrogaba la rata. Cerró sus

ojos. El viento iba de un lado a otro, haciendo imposible descubrir de dónde venían las

voces que traía, ni a quiénes pertenecían, confundiendo lo próximo con lo lejano. “No

puede ser, es imposible que sepa dónde estoy”, se decía la rata.

–Buenos días, Óscar, un poco tarde para despertar. Acá los días amanecen temprano.

Espero que hayas descansado bien, pues hoy nos espera una larga jornada.

Sorprendida, no podía explicarse cómo parecía reconocer cada uno de sus

movimientos y gestos. La rata tomó su mano y se incorporó. Aún no podía descifrar

aquella voz que por momentos parecía ser de la gaviota, más tarde del delfín, a veces del

corcel, aunque también la del perro.

–Yo también puedo ver –anticipó Pedro, y antes de que la rata pueda hacer cualquier

pregunta más, el fundador continuó–. Hoy vas a conocer nuestro pueblo y verás cómo

todas las que estamos acá nos abocamos sin descanso a nuestros sueños.

Page 128: La Rata, un libro de verdadera autoayuda

128

Pedro emprendió la marcha y la rata, sin decir palabra, lo siguió. Era una mañana

oscura y sin Sol. Del cielo blanco emanaba un resplandor, iluminando apenas la

explanada, que tomaba bajo su luz un color indefinido. Más que luz, parecía haber sólo

una penumbra gris. Ralas corrientes de viento atravesaban la explanada por todos lados,

llevando sonidos que alguna vez, hacía mucho, habían extraviado su rumbo y jamás

llegaron a su destino. Aquel era el lugar de las cosas perdidas. Ahí iba a parar todo

aquello que alguien había tirado, lo que no tiene dueño, lo que nadie quiere, un mundo

bastardo de desechos. Voces antiguas e ininteligibles vagaban sin rumbo, perdiéndose en

la vastedad interminable de la explanada para algún día regresar. Voces y sonidos que

quedaban como único indicio de aquellos muertos que algún día habitaron ese paraje

olvidado, que alguna vez caminaron, hablaron y también soñaron. El lugar estaba plagado

de ratas. Tantas ratas había como explanada alcanzaba la vista. Pedro seguía su marcha

pausada, pareciendo verlo todo a través de sus cuencas vacías. En ese caos aparente,

todos estaban concentrados en sus quehaceres. Royendo, raspando, armando y

desarmando sus artefactos. Por doquier había ratas laboriosas. Pronto notó también que

toda rata de aquel lugar llevaban consigo las cicatrices de sus sueños. Ratas cojas,

mancas, ratas mutiladas, convertidas en gusanos, arrastrándose por la tierra, cuyas

únicas herramientas eran sus bocas. Ratas desdentadas, desorejadas, peladas, sin

dedos, sin cola, sin uñas, hasta a una rata sin nariz observó, intentando en vano olfatear

un tronco apolillado. Todas tullidas y esqueléticas. Pedro salvó unos cuantos escollos

antes de detenerse.

–Óscar, este es Juan –dijo Pedro.

–Hola, Pedro, cada día mejorando la vista. ¿Cómo hace? –concluyó dirigiéndose a la

rata.

Pedro sólo asintió con una sonrisa. Era una rata escuálida y con la panza hundida.

Había perdido el brazo derecho desde el hombro en un accidente aéreo, al ser atacada

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129

por un águila. En su lugar llevaba un mecanismo hecho de huesos y dientes de algún

animal irreconocible. Juan era una de las ratas fundadoras. Llegó a aquel lugar apenas

unos días después de que las primeras frutas podridas salvaran la vida de Pedro,

arrastradas por el viento hasta donde yacía ciego y moribundo, ya próximo a descubrir su

sueño de fundar un paraíso de libertad para las ratas.

–Juan es un maestro en el arte de dominar los aires. Mucho ha avanzado desde que el

viento nos trajo los primeros maderos y hojas secas –explicó Pedro.

–En efecto –respondió Juan muy orgulloso–, sé mucho sobre el viento, aunque

reconozco que aún no lo domino. He escuchado que tú lograste volar bastante bien.

Seguramente podremos trabajar juntos.

Con una sonrisa rápida pareció despedirse y continuó aplicándose en su último

modelo. Era una gran máquina de madera podrida, lianas resecas y tiras de cuero curtido

por hongos blancos.

–La madera podrida es muy buena para volar, es muy liviana –comentó Juan mientras

zarandeaba su prótesis como quien hace señas con la mano–. Todo cuanto llega acá es

arrastrado por el viento. Por eso son buenos materiales para volar –y terminó con un

suspiro:– ya no me falta mucho. Seguramente mañana lo debo probar.

Era una estructura muy ligera de alas convexas que se curvaban hacia los extremos.

Casi de medio metro de envergadura cada ala, se unían en el centro en una suerte de

ingeniosa bisagra. Bajo ella colgaba un arnés de cuerdas cruzadas, diseñado para

estabilizar el aparato con el movimiento del cuerpo, y en su base sostenía dos pedales

conectados a través de un sistema de poleas a las alas, que las harían moverse

verticalmente mientras describirían una fracción de giro necesario para vencer la

resistencia del aire. Todo estaba escrito y calculado en la tierra dura y resquebrajada que

sustentaba sus existencias en la explanada.

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130

–Entonces mañana te veremos transformado en gaviota, mi querido Juan –dijo Pedro

con aquella voz que parecía salir de las entrañas de la explanada y que quedaría para

siempre rondando ese paraje, haciéndose inmortal–. Si todos tuviésemos tu ingenio, estoy

seguro de que más temprano que tarde conseguiríamos nuestros sueños.

Continuaron atravesando el tupido enjambre de ratas tullidas. “¡Ya lo tengo!, ¡lo

tengo!”. Una voz se distinguía de las demás. A veces lejana o veces cercana. “Gran pez,

gran pez”, susurraba. “Soy el rey de las mareas. ¡Ya lo tengo, lo tengo! ¡La espuma no, la

espuma no!”. Iba y venía la voz. “Calculando, calculando”. Siempre repetía sus palabras.

Pedro se detuvo. Casi imperceptible, en ese mundo sin luz ni sombras, apareció delante

de ellos una pequeña fosa circular. A su vera, una rata desmembrada, sin piernas y sin

manos, mascullaba frases delirantes. Al sentirlos, el gusano giró ágilmente sobre su

centro hasta tenerlos frente a él. Estaba totalmente pelado y su piel era un callo grueso y

mugriento. Alzó lo que alguna vez fue su pecho y se mantuvo erguido elevando la mirada.

–¡Ya lo tengo, lo tengo!

Sus ojos eran penetrantes y desorbitados por la falta de párpados. Amarrado a la

cabeza llevaba un cinto de tela tan mugriento como ella, el que usaba para vendar sus

ojos e intentar conciliar un sueño que nunca llegaría.

–Hola, Daniel, veo que has solucionado tu problema –le dijo Pedro.

El gusano no le respondió. Miró a la rata mientras se esforzaba por que los ojos no

saltaran de sus cuencas.

–Me lo hicieron los tiburones, tiburones –le dijo, estremeciéndose epiléptica con la sola

mención de las bestias–. Me arrancaron de cuajo los brazos y las piernas, pero parece

que no les gustaron, gustaron –una sonrisa siniestra salió de sus labios. Al menos ambos

dientes le quedaban–. El mar me suturó las heridas pero al devolverme a tierra me lanzó

contra las rocas y de milagro no perdí los ojos, los ojos –se hinchó de orgullo al ver el

gesto espantado de la rata–. Desde entonces no he podido dormir ni una sola noche,

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131

noche. No importa que no halla un solo rayo, rayo de luz. Sin párpados es imposible,

imposible. Pero lo importante, importante es no renunciar a los sueños, sueños. Nada es

tan importante, importante como eso, los sueños, sueños. Hay que dar la vida por ellos,

vida por ellos –sus palabras eran entrecortadas y siempre se atoraba–. Tiburones,

tiburones –masculló, y dando un rápido giro les dio la espalda y continuó posesa en su

tarea.

Sus labios habían tomado contextura ósea, formando verdaderas uñas, con las que

asía sus herramientas y materiales de trabajo. Se movía frenéticamente de un lado a otro

cogiendo, dejando, ajustando, amarrando, cortando. Su cuello había adquirido una

elasticidad extraordinaria que le permitía contorsionarse hasta casi ciento ochenta grados.

De pronto se dobló en dos y, disparándose como un resorte, lanzó un altísimo brinco que

heló la sangre de la rata. Había empezado su verdadero frenesí. Sobre la tierra húmeda

se podía distinguir una aleta dorsal preparada con algas que habían navegado por el

viento hasta el pueblo de los sueños. Amarres y adefesios extravagantes pendían de ella

como las tripas secas de algún viejo despanzurrado. Un poco más allá, aguardaban otros

tantos remedos de aletas de diversas formas y texturas. Algunas puntiagudas y duras

como las de los tiburones, otras delgadas y deshilachadas como las del pez globo. Las

había en forma de garfio y también triangulares. Todo el rededor de la fosa estaba

plagado de símbolos apretujados, de escritura críptica entre la cual el gusano saltaba y se

retorcía con cuidado de no borrarlos. De vez en cuando se detenía a observar las

cicatrices de la tierra y, siempre con una espina en el pico, habría aquellas heridas secas

con marcas ininteligibles. Otro salto y continuaba su locura. Así pasaba los días, las

tardes y las noches, sin poder cerrar los ojos; tendida boca abajo, sin desprender la

mirada de sus delirantes garabatos.

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–Ese es el espíritu que todos requerimos –nuevamente la voz ubicua de Pedro sacó a

la rata de su sorpresa –. Si todos tuviésemos su energía y tenacidad, estoy seguro de que

más temprano que tarde conseguiríamos nuestros sueños.

Debían proseguir. Pronto dejaron atrás al gusano con sus piruetas y contorsiones, que

poco a poco fue desapareciendo en el fondo grisáceo de la multitud de ratas. Sólo a

veces, a la distancia, se lo veía elevarse por los aires. Se internaron más y más entre las

ratas hasta detenerse al lado de otra de las elegidas. Era una rata coqueta de gestos

amanerados. En su coronilla llevaba un penacho rubio de paja seca que le caía sobre la

frente y sus párpados estaban adornados por largas espinas clavadas a manera de

pestañas. Su pelo, aunque ralo y tiznado, más negro que el carbón, contrastaba con el

rojo intenso de su boca. Se paró frente a ellos sin dejar de pestañear, abultando los labios

como quien lanza obscenos ósculos a una gran concurrencia. Esta era el único miembro

del pueblo que parecía entero. Erguida, muy derecha, los saludó con entusiasmo.

–Bu-buenas tardes Pe-pedro. ¿Co-cómo ves el día para hoy?

–Va a estar nublado.

–¿Co-cómo haces Pe-pedro? Tú nu-nunca te equivo-vocas.

Pedro asintió con la misma sonrisa de siempre. El tartamudo miró a la rata.

–Bienve-venida a nu-nuestro pueblo O-óscar. Habíamos escu-cuchado mucho de ti

últimame-mente, era un he-echo que llegarías en es-estos días –y sin perder en un ápice

la rectitud de su postura, le tendió la mano–. Soy Bu-bucéfalo, un corcel ne-negro. So-sólo

me falta mate-terializar mi esencia espiritual, ahora mi-mismo estoy trabajando en e-ello.

Hablaba muy lentamente, como si las ideas le fueran esquivas o como esperando que

su tartamudeo le diera tregua.

–Llega-garon noticias tuyas y de tus cuitas como co-corcel. Escu-cuchamos que hasta

pudi-diste llevar por unos metros a un ve-verraco enorme. Fue increíble. Se-seguramente

tú po-podrás apreciar mis esfu-fuerzos en su verdadera magnitud.

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133

La rata intentó responder, pero el entusiasmo de Bucéfalo la desanimó.

–Es mi-mi obra ma-maestra.

Entonces dio vuelta para mostrarles su portento y la rata vio con horror el alto precio

de su sueño. Empernada a su espalda llevaba una gruesa barra de hierro oxidado que la

condenaba a siempre estar erguida y tiesa, una gigantesca garra hundiéndole las uñas

hasta las costillas, atrapándola por siempre en el laberinto de sus sueños.

–Fue en la pra-pradera –dijo el corcel, dándoles la espalda sin perder el ánimo–.

Durante me-meses de meditación y prácti-tica insuflé a mi alma el espíritu del co-corcel.

Todos los días amanenecía con el alba para aprender a lleva-var el paso elegante, a tro-

trotar como suspendido en el aire, a hacer te-temblar la tierra bajo mis ca-cascos. Hice

decenas de ma-máquinas e ingenios. Por las no-noches no dormía imaginándo-dome

surcar la llanura tan ne-negro como la noche misma. Hice to-todo eso y muchas cosas

más, y al fin tantos días de es-esfuerzo y noches de vigilia dieron su fru-fruto. Fui co-

corcel.

Bucéfalo los guiaba a paso de pingüino mientras su columna monovertebral hacía

crujir todos sus huesos.

–Ento-tonces, halé a una va-vaca en mi lomo y fui a recorrer la pra-pradera. El viento

jugueteaba con mi-mi crin, ¡lo recuerdo tan bien! Fueron días, a-años. Pare-reció toda una

vida. Me di cuenta de que siempre había sido co-corcel, que hasta entonces había vivido

engaña-ñada. Por una eternidad estuve vo-volando sobre la hierba de la prade-dera.

Se había detenido y su voz se entrecortaba aún más por la emoción.

–A los lados las monta-tañas, a lo le-lejos el salitral. Llevé a la va-vaca como una

pluma, como un gra-grano de are-rena, una insignificancia para mi potencia. Mi espíritu de

co-corcel había aflora-rado, mi fuerza era infini-nita. Todavía siento el ar-ardor gratificante

de los azo-zotes de la res en mi gru-grupa. Aún siento el viento, me-me siento vo-volar

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134

sobre la para-pradera, aún ve-veo la-la hierba abrirse teme-merosa ante mi-mi pa-paso

formidable.

Hizo una breve pausa, y aunque quiso mirar al suelo, la garra no lo dejó. Sus labios se

cerraron y confesó en un susurro sombrío que salía de sus entrañas, ya sin tartamudear:

–Nunca me moví de donde estaba, ni un solo paso. Apenas intenté jalar se me

trituraron las vértebras.

E inmediatamente el rostro se le iluminó, ya estaba de regreso en su locura. Su voz

retomó el entusiasmo y sus huesos crujieron mientras se dirigía a su artefacto. Con una

mano sobre el lomo de su máquina y la otra extendida hacia el cielo, continuó su

entusiasta perorata.

–E-este será mi nuevo cu-cuerpo. Con él regresaré a la pra-pradera y llevaré ligeros

como el viento a va-vacas y verracos. Mi color azabache será la envidia de to-tordos y

alaza-zanes, y seré la noche misma de donde brillan las estre-trellas.

La rata ya no lo escuchaba. Recordaba su vida en la pradera, la hierba, el viento, el

riachuelo y al corcel muriendo en el salitral. Remaches, fierros oxidados, amarres de

sogas podridas, engranajes, cadenas, poleas, huesos y esperanzas imposibles

conformaban el cuerpo y las entrañas del absurdo engendro que tartamudeaba. Una piel

hedionda hecha de retazos de pellejo yacía tirada en el suelo. Ese sería el negro pelaje

del corcel. De la base del cuello y la mitad de la espalda pendían un par de tenazas que

asirían la columna metálica de Bucéfalo; desde ahí él sería un verdadero corcel. Pronto su

sueño se haría realidad.

Ya era de noche cuando se despidieron de Bucéfalo. La neblina empezaba a tupirse,

vendándole los ojos.

–Si todos tuviéramos su entusiasmo, estoy seguro de que más temprano que tarde

conseguiríamos nuestros sueños –sentenció Pedro.

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Después de recorrer un largo trecho que la rata recorrió a tientas, cogida de la mano

de Pedro, se detuvieron.

–Este va a ser tu hogar, acá dormirás. Acá meditarás sobre tus sueños.

La rata oyó los pasos de Pedro desvanecerse en la niebla. Quedó parada por un rato.

Miles de ideas alborotaban su cabeza. Recuerdos lejanos de mares, playas y praderas

oprimían su gastado corazón. Remotas imágenes de amigos perdidos anegaron sus ojos.

Espuma, arena, hierba, luces. Todo se mezclaba en su memoria para formar un tumulto

de sensaciones confusas que empezaba a adquirir un peso irresistible. La patas le

temblaron y cayó al suelo abrumada por todo lo vivido.

La noche se hizo interminable y apenas pudo dormir. Cuando todo quedó a oscuras, el

silencio fue absoluto y de él empezaron a nacer los espantosos sonidos de la noche en la

explanada. Los antiguos lamentos que arrastrados por el viento habían quedado

atrapados por siempre, vagando sin rumbo. Los estertores de sueños desesperados, la

tierra bajo cuerpos que reptan, gruñidos secretos, pasos furtivos, chillidos contenidos. De

la oscuridad total de la noche emergía un mundo secreto de dentelladas y arañazos. Así

transcurrió toda la noche. Algunas veces sintió roces casi imperceptibles de otros

cuerpos. Otras, se sobresaltó al sentir algún aliento pútrido en la nuca o las orejas. La

niebla se movía y cambiaba de densidad a medida que esos seres invisibles transitaban

por la noche. Por momentos, fugaces ráfagas de viento amplificaban los sonidos, que

llegaban a ella con mucha mayor nitidez, y reconocía en ellos lamentos, gemidos e

imprecaciones. Aún de noche, minutos antes de llegar el alba, la bruma empezó a

disiparse. Como un humo blanco y caliente, ascendió lentamente hasta perderse en el

cielo, que ya empezaba a blanquear. Los siniestros sonidos de la noche dieron paso a

bostezos, abrazos, saludos fraternos, promesas solidarias.

Cuando se incorporó, escuchó a lo lejos la inconfundible voz nasal de Pedro, que

parecía provenir de todos lados. Convocaba a todos los compañeros al evento más

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importante en mucho tiempo, un hito en la vida y los sueños de nuestro amigo Juan.

Después de muchos años de incesante esfuerzo, Juan había terminado su nuevo cuerpo

de gaviota. El manco hacía los últimos ajustes. Todos estaban admirados. Se escuchaban

por doquier palabras de aliento. De entre la multitud se elevaba el gusano, que no paraba

de chillar. Por fin todo estaba listo.

–Amigos míos, yo los he visto llegar a este lugar, y desde entonces todos hemos

estado hermanados por un objetivo común, la búsqueda de nuestros sueños –orgulloso,

hinchó su pequeño pecho de rata, y mientras se despedía de sus compañeros y de su

vieja esencia rastrera para siempre, blandía el remedo que tenía por brazo–. Amigos

míos, ha llegado la hora de despedirme, de surcar los cielos convertido en gaviota y llevar

nuestra voz de esperanza a ratas desesperadas que deambulan sin rumbo allá afuera, de

predicar nuestro mensaje. La rata no existe. Somos nobles animales atrapados en esta

cárcel material. Pero no debemos estar condenados a la cloaca. Estamos hechos para el

aire, el mar y la tierra.

El raterío entero estalló en una unánime ovación. La muchedumbre se tornó fiesta y

carnaval. Por los aires, cientos de ratas eran lanzadas acompañando al gusano en su

vaivén. Un coro empezó a nacer por todas partes.

–¡Que vuele, que vuele!

Juan saludaba con su remedo de brazo extendido hacia el cielo.

–¡Que vuele, que vuele! –coreaba eufórica la multitud.

Entonces se dio vuelta y, con mucha calma, fue amarrándose el arnés. Colocó sus

brazos en las alas y las patas en los pedales.

–¡Que vuele, que vuele!

La multitud bullía de impaciencia. Las voces se fueron apagando hasta que sólo quedó

el ruido de los saltos y esfuerzos por ver a Juan y su máquina voladora. Cuando Juan

hubo terminado de sujetarse y colocado sus patas en posición, instintivamente las ratas le

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hicieron un espacio. El círculo a su alrededor empezó a ensancharse lentamente. Pero

Juan no necesitó mucho espacio para emprender vuelo. Le bastó saltar y, con ágil aleteo,

ya se había elevado algunos metros. Todos habían enmudecido. Boquiabiertos, veían a

Juan ascender por los aires. De pronto, en común acuerdo, estalló la masa en un festejo

ensordecedor. Tropezando, aplastando, empujando cuanto se atravesaba, las ratas

siguieron frenéticas a la gaviota con los ojos puestos en el cielo. El pájaro gigante se

detuvo en el aire, convertido en una gárgola de piedra incrustada en el mármol blanco del

cielo. Se le vio gritar algo y empezó a aletear suavemente hacia el oriente, hacia el mar.

Al instante el viento trajo su adiós. La algarabía regresó y llenas de festejos las ratas lo

siguieron, viéndolo alejarse poco a poco sobre la explanada.

De golpe todo se detuvo, la marcha, el festejo, los gritos, los saltos. Sólo quedó un

murmullo transformándose en lamento, concluyendo en reprobación. Lentamente la

multitud retrocedía. Miles de ojos se abrieron llenos de temor hasta que todas las bocas

se cerraron. Lejos, casi devorada por el cielo, la extraña gaviota daba vueltas sin parar.

Haciéndola girar sobre su propio eje, el viento poco a poco la desplumó mientras la

llevaba de regreso, hasta que ya sin alas, luego de un gran medio giro, la estrelló justo

donde había partido. Fue una caída violenta desde muy alto, en línea casi vertical. Luego,

una suerte de explosión y una breve polvareda que se perdió en el aire. De la gaviota no

quedó ni rastro, el viento se lo había llevado todo, así como lo trajo, y algún día lo

devolvería, para que alguna otra rata ingenua tentara la misma suerte. De Juan quedó un

rostro aplastado contra la tierra, un cráneo abierto en dos, el cerebro desparramado por

todos lados y un cuerpo reventado de donde habían salido disparados huesos y

vértebras. Una masa de vísceras y sangre.

De la muchedumbre escaparon algunos lamentos ambiguos que se diluían al instante.

Cada rata corrió de regreso a sus quehaceres, viéndose unas a otras de soslayo,

encorvadas, calculándose los mutuos pensamientos. Pronto todo había vuelto a la

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normalidad; era un día como todos en la explanada, sólo las miradas y posturas revelaban

anhelos escondidos.

La rata buscó a Pedro en la multitud, pero parecía habérselo llevado el viento. Anduvo

perdida por un buen rato hasta que instintivamente se detuvo. Estaba en la pequeña

parcela de explanada que Pedro le había asignado. Cansada y confundida por lo

acontecido aquel día –la muerte de Juan, los sueños hechos trizas en lo que toma un

parpadeo, la ambigua reacción del raterío–, se sentó a observar con cierto asco a la

multitudinaria horda de ratas; todas, como ella, mutiladas por sus sueños. Aunque cada

rata continuaba trabajando incesante en sus artefactos, ahora a todas las unía un vínculo

indescifrable. Sin interrumpir sus labores, cada rata escrutaba furtivamente a las demás y

aunque todas se sabían observadas, jamás cruzaban las miradas. Sus propios

pensamientos la embargaron. No podía descifrar aquel extraño lugar a donde el viento y

la desesperanza la habían llevado. ¿Sería ese el último refugio de las ratas libres? O

acaso sólo un cementerio de ratas que se resistían a morir, o quizá, simplemente, a

aceptar una muerte ya consumada.

La voz profunda de Pedro la sacó de su ensimismamiento. A través del día la luz

variaba imperceptible. El cielo permanecía blanco, las ratas siempre laboraban y sólo el

viento cambiaba de dirección, de voz, de contenido.

–Vamos, Óscar –dijo Pedro ceremonioso–, levántate, es hora de que conozcas el sitio

más sagrado que tenemos, el sustento de nuestras vidas y esperanzas.

Esta vez su voz fue más grave que nunca y en sus cuencas vacías, cicatrizadas de

muñones nerviosos en sus fondos, la rata pudo percibir una intensidad diferente en su

mirada.

La rata lo siguió. El pueblo de las ratas era interminable. Por horas la rata creyó

caminar en círculos sin encontrar un solo metro vacío. A su paso vio ratas con las taras

más inimaginables, inventos de todo tamaño y forma, destinados a los más descabellados

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propósitos. El suelo estaba plagado de inscripciones crípticas que sólo sus autores

podían, si es que algún sentido tenían, descifrar. Las horas pasaban, la luz del cielo

mantenía, desde la mañana, la misma intensidad. En la explanada no había mediodía ni

tarde, sólo noche y día, y dos rápidas transiciones que no duraban más de media hora.

Era imposible llevar la cuenta del tiempo. Por fin, abruptamente, apareció en el horizonte

la explanada vacía. Todavía transcurrió bastante tiempo hasta dejar atrás a las ratas.

Poco a poco la singular cáfila iba desapareciendo tragada por la sutil bruma. A lo lejos,

una línea de ratas apareció y desapareció hasta que por fin todo fue vacío. Se habían

internado en la explanada. Ahora, una honda sensación de desamparo la embargó. Por

más que caminaban, parecían mantenerse detenidos en el mismo lugar. En la abierta

inmensidad de la explanada nada cambiaba, todo permanecía inmutable salvo el viento.

Varias veces se detuvieron a descansar. A medida que avanzaban, el viento se cargaba

de sal, deshidratando su piel, y aunque la luz mantenía su misma intensidad, el Sol,

invisible tras el cielo blanco, ardía con mayor fuerza. Los ojos le quemaron hasta que el

peso de sus párpados apagó su visión. Entonces, cogida de la mano de Pedro, anduvo a

tientas en total oscuridad. Por primera vez en días sus tripas ardieron. No probaba bocado

desde que salió de la ciudad. El polvo de sal se había transformado en cristales que

llagaban su piel pelada y el viento, aunque soplaba con furia, lo hacía en silencio,

soterrado, como quien se prepara para hundir una puñalada por la espalda.

Ya no podía más y cayó sobre sus rodillas. Se le hacía imposible respirar y con tal

furia soplaba el viento que la rata debió clavar las uñas en la tierra para no ser la hoja sin

rumbo que lleva el viento. Entre cristales de sal escuchó reverberar apenas la voz

lejanísima de Pedro.

–Levántate, ya no falta nada –la animó.

Tomándola de la mano, casi a rastras, avanzó con ella un corto trecho. A cada paso la

rata sentía escapársele un retazo de piel. De pronto una hedionda tufarada las envolvió.

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El viento se hizo suave y tibio y con él llegaron, apagadas, miles de exhalaciones. La rata

se había incorporado. Sin dejarla siquiera sacudirse la sal, Pedro la siguió jalando hacia

las voces que lentamente se hacían más fuertes e intensas. Todo en la explanada parecía

interminable. Por otras tantas horas caminaron sin que nada cambie, sólo las

exhalaciones, que eran más fuertes y procaces. Diatribas, insultos, amenazas profería

aquel enjambre de voces feroces y atávicas.

El viento se detuvo de golpe y se hizo el silencio. Ante ellos se alzó, magnífica, una

enorme masa informe de carne, clavada sobre un trípode de estacas de gran altura. La

rata quedó pasmada. Aquel extraño túmulo, engarzado con decenas de ojos, dominaba la

explanada en toda dirección. Incrustaciones de dientes perlados le conferían, por donde

se la viere, una espantosa sonrisa circundante que parecía querer arrancar a dentelladas

miembros y cabezas. De un lado colgaba un apéndice plagado de uñas de todas formas y

tonos de amarillo que, de cuando en cuando, rascaban un enmarañado hato de tripas que

pendían de su vientre. Distribuidas de modo casi equidistante emergían de su cuerpo una

docena de orejas raídas con tupidos penachos floreciendo desde su interior. Por doquier

crecían largos vellos ondulantes que se blandían con el viento, que empezaba a soplar

nuevamente. Incontables huecos la surcaban, llenos de ligamentos interiores que en sus

extremos mostraban lenguas negruzcas. El viento arreció y El Señor de los Sueños

empezó a guiñar sus miles de ojos. Sus dientes no pararon de rumiar, mientras con su

apéndice rascaba sus tripas. Entonces las lenguas apuntaron hacia ellas, insinuándoles

los actos más obscenos. El ser multitudinario abrió sus miles de gargantas y, confabulado

con el viento que cruzaba sus entrañas, predicó su fe en lenguas perdidas en el tiempo,

vociferando las imprecaciones más impías y terribles. Cada vez más voces, cada vez más

fuertes, atestaron la mente de la rata hasta que no quedó lugar en ella para sus propias

ideas. Las voces tomaban cuerpo de aliento pestífero, envolviéndola hasta paralizarla,

tapándole por completo los oídos, impidiéndole toda visión, toda sensación ajena a ellas.

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El único ojo de la rata se tornó blanco y, tras una breve parálisis, cayó al suelo

convulsionando, poseída.

Cuando despertó ya era de noche y la niebla empezaba a descender. Escupió los

añicos del trozo de madera que Pedro le había atracado entre los dientes para que no se

destrozara la lengua. La sequedad de su garganta la había enmudecido. Una orla de baba

y sangre se había coagulado alrededor de su boca. Arrastrándola mientras convulsionaba,

la anciana rata la había llevado fuera de la furia del Señor de los Sueños. Pedro

emprendió la marcha de regreso. Por buen rato, la rata no fue capaz de pronunciar

palabra alguna. Los recuerdos de lo ocurrido se mezclaban con sus pesadillas,

confundiendo el sueño y la vigilia. Al fin se atrevió a preguntar.

–¿Eso…?

Pedro la interrumpió.

–Todo eso que crees que fue un terrible sueño ocurrió. Has visto por primera y última

vez al Señor de los Sueños. Todos los demás lo han visto, como tú, una única vez, y

nadie habla de ello ni debe hacerlo. No debemos mencionar su nombre, no debemos

recordar lo visto. Él está en todos lados, está en nuestros sueños más sublimes, en

nuestras pesadillas más terribles, en el aire que respiramos. El viento es su aliento que

nos provee sustento y cuenta la historia de todo lo ocurrido dentro y fuera de la

explanada. Él reina aquí. Mañana, al despertar, otro será el día, y otros los recuerdos. Él

estará presente en ti, pero jamás lo nombrarás ni te referirás a él de forma alguna.

Hubo un corto silencio. A lo lejos, el Señor de los Sueños había despertado

nuevamente. Sus imprecaciones alcanzaron a la rata, cuyas tripas se encogieron. Las

corrientes de aire enfurecieron, arremetiendo desde toda dirección. Voces y hechos, en

un principio confundidos en una plétora caótica de sonidos, ahogaron a la rata, para luego

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irse divorciando, diferenciando, tomando estructura narrativa, hasta empezar a contar la

historia de las ratas.

Nunca las noches habían sido tan negras como en la explanada. A tientas, de la mano

de Pedro, la rata avanzaba a trompicones hacia donde la llevara su sino, escuchando las

voces del viento que calaban hasta los huesos.

En el principio estaba Pedro, solo, vagando perdido, sin poder salir de la explanada,

viviendo del alimento que el viento le prodigaba. Frutas, verduras, tubérculos, en fin, todo

tipo de vegetales.

Un día como cualquier otro en la explanada, intentando encontrar una salida, Pedro

oyó un sonido distinto. Por horas lo persiguió sin encontrarlo. Era de noche y la niebla

estaba muy baja. El viento burlaba sus sentidos, cambiando de dirección a cada instante.

Una vez el sonido provenía de su derecha, otra de su izquierda, más tarde se escuchaba

algo tras él. Así anduvo en círculos hasta que cayó de bruces. Intentó hallar lo que lo

había hecho tropezar pero se lo había llevado el viento nuevamente. Era algo distinto,

nuevo en la explanada. Un ápice de esperanza nació en su alma. No fue hasta el día

siguiente que encontró a Juan casi muerto. Yacía tendido boca arriba pegado a restos de

lo que alguna vez fueron alas. Enredadas en su cabeza, como una corona funeraria, lo

adornaban algas secas. A su lado, un par de peces milagrosamente vivos se retorcían en

un último estertor. Pedro asió uno de ellos con fuerza y destazándolo hizo beber a Juan

de su sangre. Luego devoró el pescado y un par de horas más tarde, ya digerido, lo

regurgitó para alimentar a su nuevo compañero. Pronto, el alimento se agotó. Habría que

ir a buscarlo. Contra su voluntad, tuvo que salir de su nuevo hogar. Por días anduvo a

tientas, emboscado por el viento y sus sonidos. Por la izquierda, por derecha, atrás, de

frente. Por donde oyese escuchaba comida arrastrándose. Manzanas que se acercaban,

patas enteras de vacas rodando por el suelo, tan cerca las escuchaba y olía que hasta

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imaginaba tocarlas. Y luego, alguna fuerza desconocida se las arrancaba del hocico.

Pedro caía al suelo, maldecía su ceguera y al desgraciado viento de la explanada, y

poniéndose de pie continuaba con sus vanos intentos. Fue junto a Juan, mientras sólo

esperaba morir en paz, cuando empezó a entender al viento. Le hablaba, había que

prestarle la debida atención, aprender su lengua remota, una ya olvidada, oculta para

todos los mortales. No fue un proceso largo y tedioso, no fue un descubrimiento

progresivo. Fue un exabrupto, una intuición. Pedro se paró. Fue como si se hubiera

puesto los ojos nuevamente. Vio con más claridad que nunca la ruta señalada a la

comida. Anticipó sus movimientos. Se detuvo. La esperó como al perrito que ya trae el

hueso, y esta llegó a sus manos. Todos los días llegaba con algo de comer para Juan. No

era mucho, pero sí suficiente. Poco a poco, su amigo fue recuperando la conciencia hasta

que un día, cuando Pedro regresó de una exitosa jornada alimenticia, lo encontró

intentando ponerse en pie.

Así fueron llegando todos los demás, arrastrándose moribundos, tambaleándose

confundidos, huyendo de los monstruos que rugían en el viento. Y así el viento fue

proveyendo el sustento. Fue en esos días cuando Pedro descubrió su sueño. A medida

que pasaba el tiempo, asistiendo a las nuevas ratas que llevaba el viento, fue creciendo

en su mente la idea de un pueblo donde las ratas dedicarían sus vidas a la consecución

de sus sueños. Pero nada es fácil en esta vida, y al cabo de un tiempo el alimento

prodigado por el viento no fue suficiente. La comida escaseaba y las ratas empezaban a

morir de inanición. Cada día la situación se hizo más crítica. El hambre arreció, haciendo

cundir el caos. Su sueño del remanso de la rata libre se iba al garete y nada podía hacer

para impedirlo. En las noches ciegas de la explanada, al bajar la neblina absoluta, las

ratas, famélicas, despertaban de sus pesadillas para iniciar cruentas carnicerías. Aullidos,

que aún deambulan atrapados en la explanada, helaban los corazones del raterío de

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aquel entonces y retorcían sus tripas de horror. Eran los sonidos de las cacerías

caníbales emprendidas en las noches más ciegas de la explanada.

Tales prácticas, desesperadas y ocultas al principio, se tornaron cada vez más

comunes, hasta que formaron parte de la vida en la explanada, parte del implícito código

de usos y costumbres de las ratas. Cuando las carnicerías se hicieron obscenamente

descaradas, escapando de su confinamiento nocturno y oculto para invadir también el

ámbito del día, todo pareció haberse derrumbado, sin marcha atrás para el caos, el

canibalismo y la extinción. Una mañana atestada de ratas muertas, tripas y sangre, el

viento bramó con tal furia que su rugido paralizó por un momento hasta sus corazones.

Luego todo fue silencio y después, lejano como los primeros días felices de la villa, se

escuchó el retumbar de unos pasos gigantescos que poco a poco se acercaban. Las ratas

entraron en pánico y lo único que atinaron a hacer fue intentar ocultarse bajo los

cadáveres de las víctimas que estaban devorando. Desde la neblina fue apareciendo,

lejano, un bulto inmenso que rodaba hacia ellas. Se acercaba rápido y monstruoso. De

improviso, se detuvo en medio de todas. Lentamente, las ratas salieron de sus

escondrijos. Pedro fue el primero en acercarse a la cosa. Eran tres o cuatro cadáveres de

grandes rumiantes, vacas o caballos, ya irreconocibles. Sus huesos estaban casi molidos

y sus extremidades se anudaban, formando una bola de carne gigante. Al cabo de un rato

había decenas de ratas husmeando guarecidas tras los cadáveres de sus compañeras.

Pedro rompió el silencio.

–¡Es el viento, nos ha traído este regalo!

Las ratas, con desconfianza, fueron acercándose lentamente al monstruo múltiple. El

olor a carne podrida era inconfundible. Al principio, sólo se atrevían a olisquear a distancia

prudente, pero tras el primer mordisco de Pedro, todas se abalanzaron a dentelladas

sobre el engendro. Las rencillas de hacía unos minutos quedaron atrás. Los asesinatos y

mutilaciones fueron olvidados. Los insultos y amenazas nunca fueron proferidos. Se armó

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el festival y las ratas comían a sus anchas, ofreciéndose, unas a otras, sabrosos trozos de

carne. Ebrias de felicidad, todo conflicto parecía haber terminado.

Pero la noche cayó nuevamente y con ella bajó la niebla. Llegó el día siguiente, y al

despertar, la resaca tomó sus cerebros, aún embriagados por el olor a carne podrida. La

gran bola de carne había quedado reducida a un estropajo de tripas, tendones y huesos.

Como un rayo, se inflamó la discordia nuevamente entre las ratas, que se abalanzaron

sobre los restos pútridos. Se abrían paso a arañazos y dentelladas. Tanto era el odio y el

encono entre ellas que no se dieron cuenta cuando el viento empezó a llevarse lo que

quedaba de su presa. Rodando lentamente, el nudo de residuos se tragó hasta la última

rata muerta que quedaba de la carnicería. Cuando alguien sin querer chilló que el

monstruo se había robado la comida, ya era tarde. La bola de muertos se marchaba a lo

lejos, rodando y rebotando con su botín en las entrañas. Desesperadas, las ratas dejaron

el odio atrás y corrieron inútilmente tras el monstruo que, arrastrado por el viento, iba y

venía sin parar. Luego de algunas horas de persecución infructuosa, los papeles se

invirtieron. El monstruo embistió súbitamente, destripando ratas para luego tragárselas

enteras. De pronto, la presa se había vuelto cazador. Agotadas por la persecución, las

ratas eran víctimas fáciles. Mientras más tragaba el monstruo, más grande se hacía.

Aparecía por sorpresa, emboscándolas por el lugar menos esperado. Con la ayuda del

viendo, confundía sus sentidos y enfurecido corría tras ellas como un demonio, para

desaparecer en la niebla y reaparecer desde otra dirección. Al tanto de la hambruna que

pasaban, les colocaba cebos para luego caer sobre ellas, haciéndolas papilla y

tragándolas inmediatamente.

Así pasaron días de angustia. Por la noche era peor. Ciegas en la oscuridad o

vencidas por el sueño, iban a parar ellas mismas a las fauces del monstruo insaciable.

–No sé cómo sobreviví –le dijo Pedro–. Fue una suerte. Parecía que todas íbamos a

morir en aquel holocausto.

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Una mañana no se oyó más al monstruo. De las compañeras muertas no quedó ni la

sangre y de las vivas, apenas un montón de esqueletos que no se atrevían a abrir los

ojos, esperando ser tragadas en cualquier instante. Así transcurrieron algunos días, en los

que las ratas sólo esperaron morir, hasta que se estrelló contra el cuerpo de Pedro un

pequeño regalo del viento. Era sólo una manzana podrida. Pedro la tomó, e

incorporándose por primera vez en mucho tiempo, susurró:

–El viento nos ha perdonado.

Fuertes ráfagas soplaron llevando su mensaje a todas las ratas. La explanada se

colmó de su voz, multiplicándola hasta hacerla muchedumbre. El viento nos ha

perdonado. Aún ahora, en los días en que la niebla era más ligera y algo de luz iluminaba

la explanada, se puede escuchar las palabras de Pedro. Lejanas, débiles, “el viento nos

ha perdonado.” Esa mañana las ratas compartieron aquella única manzana sin odios ni

altercados, con sincera solidaridad. Sobre la tierra dura se hacinaron apretadas para

protegerse del frío inusitado. En el vacío de la explanada sólo se escuchaba el sonido de

sus tripas hambrientas, aguardando sin esperanza poder compartir cualquier mendrugo

que les llevara el viento. Con el recuerdo de sus compañeras canibalizadas, las embargó

la culpa, que iba aumentado a cada instante. Al sonar de las tripas los acompañaron

gemidos y juramentos. Entonces, entre el sonido de los mocos y las babas propias del

llanto, se escuchó una voz grave que se prolongaba sobre el viento. Las ratas

enmudecieron y al instante, con la voz, cayó a unos metros de ellas una lonja de carne

fresca, un pedazo de rata. Pedro fue el único que se atrevió a levantarla. Caminó hasta

ella y alzándola hacia sus compañeras les dio el mensaje del monstruo.

–Es una prueba. Debemos compartirlo y parte de él ofrendarlo a quien nos procurará

el sustento y permitirá que edifiquemos nuestro pueblo, al Señor de los Sueños.

Como la manzana, también compartieron el trozo de carne que les había obsequiado

su Señor, carne de su carne. Pedro distribuyó los pedacitos, guardando el mayor para

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regresárselo al monstruo. Al terminar, guiadas por su voz, fueron a buscarlo en procesión.

Durante días recorrieron la explanada sin poder encontrarlo. Parecía estar siempre en

movimiento. Por fin, una tarde en que la niebla descendió temprano, la bola se tragó a

una rata. Todas pensaron que era el fin, pero sólo quedó rebotando. Estaba clavada a

una barra de hierro oxidada de varios metros de altura. De alguna forma la barra se había

atorado en el suelo, impidiendo que el viento se la lleve.

–Nuestro Señor toma para dar –susurró Pedro.

Las ratas se alejaron hasta una distancia prudente. La idea fue también de Pedro:

debían hacerle un altar. No les fue difícil, la barra de hierro era parte de una estructura

metálica que había llevado el viento a la explanada, desmembrándola y dejando sus

partes por todos lados. Dos barras más bastaron. Reposando sobre un trípode de hierro,

el Señor de los Sueños velaría por ellas, y cuando escaseara el alimento él les daría

carne de su carne. En lo alto, como intentando escapar, incrustadas en su cuerpo, se

podía reconocer a las ratas devoradas por el monstruo. Algunas ni siquiera habían

muerto, aunque lo harían pronto, agónicas, suplicando desesperadas que las salven. De

pronto, empezaron las voces, los remolinos de viento y algunas convulsiones. Las más

fuertes llevaron a rastras a las otras, hasta que de golpe las voces menguaron. Fue ahí

donde supieron que quien se acercara a su Señor moriría. Durante días, ninguno de los

que fue a llevarle la ofrenda regresó. Debieron terminar devorados. Hasta que le llegó el

turno a Pedro. Nadie sabía cómo podía ubicarse tan bien en la explanada, pues le

faltaban los dos ojos. Pero la verdad era que en aquel lugar inhóspito los ojos sólo servían

para dar la falsa ilusión de estar viendo, pues cuando nada cambia es lo mismo que estar

ciego. Gracias a su tara, Pedro había desarrollado un sentido único de la ubicación. Sin

preámbulos tomó la pequeña ofrenda y se perdió en la bruma espesa de la tarde. Como

las otras ratas, Pedro no llegaría, aunque más por costumbre que por esperanza, lo

seguirían esperando hasta la próxima comida. Sin embargo, Pedro regresó. Como

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desapareció en la bruma, de ella salió dos días después, gordo y saludable. Todos se

pararon entusiasmados. Parecía que Él se había calmado. Esta vez, contaba Pedro, no

había rugido como antes, simplemente lo miró con sus miles de ojos, tomó la ofrenda y la

tragó, y cuando ya se estaba retirando, le dijo que se quedara a acompañarlo. Luego de

horas le regaló un gran trozo de carne que Él mismo arrancó de su cuerpo. Eso era todo.

Se armó entonces un tremendo alboroto para decidir quién sería la próxima en llevarle

la ofrenda. Todas se peleaban por ir, esperando un gran botín para ellas solas, pensando

no compartir nada, mostrando las uñas, amenazando con los pocos dientes que les

quedaban. Pero la próxima jamás regresó. Y así transcurrieron muchas comidas y

muchas ratas, y a ninguna vieron nuevamente. A veces toma muchas muertes entender

las cosas: Pedro era el elegido. Desde entonces, sólo él llevaba la ofrenda y él comía de

su carne, y a veces, en los días que la niebla era muy alta y los colores no eran sólo

grises, había regalo para todos.

La rata había perdido la noción del tiempo cuando llegaron al pueblo. No sabía si

transcurrieron horas o minutos. Tenía la sensación de haber vivido ahí desde aquellos

días en que llegaron Pedro y las primeras ratas, en los que fueron felices, en los que el

hambre las martirizó hasta el canibalismo, en los que se presentó el Señor de los Sueños

como doce plagas, matando y devorando a cuanta rata impía se cruzara en su camino y,

por fin, el día en que las perdonó.

Ya dormían las ratas redimidas. Pedro la guiaba entre la maraña de cuerpos

hacinados sin siquiera rozarlos. De pronto se detuvo. Ya habían llegado a su reducido

espacio.

–Ahora ya conoces nuestra historia.

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Pedro le tomó la mano y la miró fijamente con sus cuencas vacías. Por un instante,

detuvo el tiempo con esa mirada. Luego se dio vuelta y sus pasos se perdieron entre los

delirios oníricos de los durmientes.

La rata no podía dormir, las imágenes del ser al que llamaban el Señor de los

Sueños invadían su mente, copaban todos sus pensamientos. Sus rugidos seguían

resonando en su cabeza, haciéndose eco en el cráneo. Sus ojos guiñaban mientras las

lenguas obscenas se alargaban hacia ella. El demonio se liberó de su empalamiento y

rodó tras ella dando altísimos rebotes. Su apéndice armado de uñas se estiraba para

atraparla y los cientos de dientes incrustados en sus carnes intentaban devorarla. Logró

escapar de la terrible ensoñación asfixiada por la angustia. Se incorporó abruptamente

para entrar a una nueva pesadilla. El suelo retumbaba con pequeños pasos de ratas.

Miles de ratas corriendo en tropel. Chillidos, trompadas, patadas, mordiscos, arañazos.

Huesos rotos, aullidos, lamentos se multiplicaban en una lamentable parodia de la voz

inefable de su Señor. La rata intentó correr despavorida pero la horda la arrolló llevándola

con ella. El alud de empellones y zarpazos la arrastraba sin que pudiera hacer algo.

Intentando flotar sobre el mar de ratas, buscaba a Pedro inútilmente en la noche, a

ciegas. Entre los chillidos e imprecaciones, distinguió el sonido inconfundible de la carne

arrancada. Poco a poco fue quedando rezagada, abandonada por la multitud que se

aglomeraba en un punto donde empezó a formarse una pila de ratas. Extenuada por la

horda se arrastró en círculos por horas hasta que por un golpe de suerte dio con su

parcela. En vano llamó a Pedro hasta quedarse dormida. De cuando en cuando,

persecuciones y chillidos la despertaron a lo largo de toda la noche.

Ese día se despertó al alba, antes que todas las otras ratas. Intrigada corrió hacia el

lugar del accidente. Juan ya no estaba, había desaparecido. No quedaba de él ni rastro, ni

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huesos, ni vísceras, ni carne, ni siquiera el charco de sangre seco que había dejado al

estallar contra el suelo. Pedro apareció como siempre, materializándose desde la niebla.

–¿Y Juan? –preguntó la rata.

–Juan es un ejemplo para las ratas, él murió por sus sueños y no hay nada tan

valioso como ello, ni la vida misma –respondió Pedro.

Su respuesta fue dura y cortante como una reprimenda. El viento se lo habría

llevado. Luego le sonrió y, sin darle tiempo a más preguntas, con la voz amable de

siempre, la tomó de la mano y le dijo:

–Vamos, no perdamos tiempo, el delfín ya va a remontar las olas.

Todas las ratas se dirigían hacia el delfín a paso de procesión. Sin convicción, se

fueron hacinando alrededor de la charca de orines. El hedor a urea era insoportable, tan

fuerte que algunas ratas se desmayaron antes de haber llegado. Alguien cargaba sobre

sus hombros a Daniel, que no paraba de hablar, explicando hasta el más mínimo

procedimiento seguido para llegar a ser un delfín. Al cabo de un rato otra rata tomó la

posta y se lo colocó sobre sus hombros sin que el delfín dejara de hablar. Sus palabras

entrecortadas y nerviosas hacían imposible a cualquiera seguir el hilo de sus ideas. Era

un verdadero maestro narcótico. Pero la masa siempre tiene sus recursos y alguien de la

multitud pidió que nade. Pronto más voces se sumaron hasta que las palabras del delfín

desaparecieron bajo la fuerza de un único aliento:

–¡Que nade, que nade!

Hablar no era su fuerte, él era una rata de acción. Sin esperar más ni dar postreras

explicaciones, flexionó su cuerpo y, disparándose como un resorte, salió disparada hacia

el aire. Su cargador fue a dar al suelo por la gran fuerza del envión. Ya en el aire, el

gusano ejecutó toda clase de figuras y piruetas ornamentales, ovacionada por la multitud.

Fue un salto extraordinario que, en otras circunstancias, ejecutado por aquel engendro,

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hubiera hecho las delicias del público y causado hilaridad sin par. Pero en la explanada no

había lugar para la risa y sólo se escucharon aplausos ansiosos.

Daniel ejecutó su clavado con tal maestría, que ni una gota de orín salpicó. El orín

era denso y muy turbio. Al salir disparada hacia el aire y volver a sumergirse, el gusano

formaba pequeñas olas que apenas reventaban en la orillas. Aunque la charca era

pequeña, el gusano la dominaba a voluntad. Dentro y fuera de ella, arrancaba aplausos

con su inagotable repertorio de ornamentos. El favorito del público era sin duda el

tirabuzón. Una y otra vez lo repitió. Parecía haberse convertido realmente en un delfín de

agua puerca. La última entrada fue todo un portento, un tirabuzón perfectamente

perpendicular de una vuelta por segundo. Había sido demasiado. Apenas unos milímetros

de error fueron suficientes. El barro espeso y arcilloso del fondo se levantó. Todo empezó

como un delgado hilo marrón, casi imperceptible, que pronto se tornó en serpiente de lodo

elástico persiguiéndolo por toda la charca. Las fuerzas se le agotaban. En un último

intento por escapar, tomó impulso y dio un gran salto hacia fuera de la charca de orines,

que cada vez se volvía más pesada. Cientos de hilos de barro empezaban a nacer del

fondo. Apenas pudo sacar la cabeza para tomar aire. El orín de la charca se enturbiaba

más con cada movimiento desesperado del delfín. En un momento todo era una densa

masa de lodo. Una burbuja gigante arrojó al delfín a la orilla de la charca. No respiraba. La

multitud calló y sólo quedó de ella los ojos bien abiertos. Miradas furtivas. Instintivamente,

la rata saltó sobre la panza hinchada del delfín, que escupió un prolongado chorro de

barro. La rata repitió tal procedimiento tres veces más, hasta que el delfín empezó a toser.

La multitud lanzó un solapado murmullo reprobatorio mientras iba desvaneciéndose en la

niebla. Las tripas se le terminaron de estrujar, echando los últimos hilos de barro.

Jadeante, boca abajo, con la frente pegada al piso, el delfín la maldecía.

–Maldita rata entrometida. ¡¿Quién te dijo que me ayudes?! Debías haberme dejado

morir. Ahora quedaré atrapada en este infierno durante años, aferrándome siempre a una

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última esperanza. Maldita seas, rata, he perdido la inmejorable oportunidad de que la

muerte me tome por asalto.

Tal fue el desconcierto y la confusión de la rata, que anduvo mareada, a tumbos

entre las ratas, sin hallar su parcela. Por donde fuera podía oír, solapadas y casi

imperceptibles, las diatribas de las ratas. Al pasar le laceraban la espalda con miradas

iracundas, apretando los puños y mascullando entre dientes. Donde pisara se abrían las

ratas como quien se resguarda de la lepra o la locura. Era una apestada.

Ese día tampoco Pedro se le acercó. Sólo escuchaba secretos y gruñidos, hasta el

viento había callado sus lamentos. Sentada en su parcela, sin saber qué esperaba, la rata

se sintió más sola que nunca, en un mundo donde cada quien se ocupaba únicamente de

sus propios sueños. También en la noche todo fue silencio. No hubo pasos ni corridas,

tampoco gruñidos. El pueblo estaba muerto.

Un gran alboroto fue sacando lentamente a la rata de un pesado sueño. La noche

silenciosa la había sumido en un descanso sin sobresaltos que nunca tuvo desde que

llegó. Todos tenían una gran expectativa y en la correría la rata se enteró: era el día del

caballo. Desde que llegó, el discurrir del tiempo sin señales de la explanada la había ido

demoliendo, hasta perder total cuenta de él. Ya no tenía idea de cuánto había pasado.

Días y semanas parecían años en aquel paraje inhóspito, al cuál sólo daban vida las ratas

y el viento. Pero había nacido en ella, desde el primer día en que llegó, sin que se diera

cuenta, como el musgo que resquebraja la voluntad y la esperanza, el irreparable deseo

de regresar a su cloaca, más fuerte y absoluto que nunca. Estaba cansada. Cansada de

andar, de mutar, de ser quien no era, de los sobresaltos y golpizas, de las muertes

abruptas que acababan con todo. Harta del viento, del Sol, del Mar, de la pradera y la

explanada. Las ratas se iban alejando y con desidia las siguió, llevada por la fuerza de las

mayorías y el hastío de su propia existencia. A lo lejos estaba el corcel, rodeado de una

ovación de ratas, gesticulando convulso, perdiendo el hilo de las ideas, silabeando

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palabras inconexas, tieso, atrapado por su garra de hierro para siempre y junto a él,

eterno, Pedro, el fundador.

–Que-queridas compa-pañeras –balbuceó, empalado sobre la tierra, y esperó un

instante a que las ideas regresaran–. Que-queridas compañeras, he aquí mi obra ma-

maestra –siguió balbuceando con sus manos alzadas hacia cielo lechoso de la

explanada–. Esta es la cu-culminación de años de esfor-forzado trabajo y planificación –

su voz era lenta y emotiva–. Desde el día en que descu-cubrí mi esencia en la pra-

pradera, no he soñado con otra co-cosa que recorrerla raudo como ento-tonces –alzando

la cabeza al cielo, su mirada acompañó a sus manos. Ahora le hablaba a sus recuerdos.

Un leve estremecimiento hizo crujir sus huesos empernados a la garra–. Ento-tonces,

cargué a una va-vaca en mi lo-lomo y fui a recorrer la pradera. El viento jugueteaba con

mi-mi crin, ¡lo recuerdo tan bien! Fu-fueron días, años. Pare-reció toda una vida. Me di cu-

cuenta de que siempre había sido co-corcel, que hasta entonces había vivido engaña-

ñada. Por una eternidad estuve vo-volando sobre la hierba de la pra-pradera.

A cada palabra balbuceaba más, aunque las ideas fluían como un salmo, repetido

millones de veces en silencio, cada día, cada hora, instante, dando para sí la justificación

de su existencia.

A los lados las monta-tañas, a lo le-lejos el salitral. Sentí a la va-vaca como una

pluma, como un gra-grano de arena, una insignificancia sobre mi lo-lomo. Mi espíritu de

co-corcel había aflora-rado, mi fuerza era infinita. Todavía siento el ardor gratifi-ficante de

los azo-zotes de la res en mi-mi grupa. Aún siento el viento, me-me siento vo-volar so-

sobre la pra-pradera; aún ve-veo lala hierba a-abrirse teme-merosa ante mi-mi pa-paso fo-

formidable.

Hizo una breve pausa y, como cada día, cientos de veces, el suelo llamó su mirada,

pero condenada por la garra a tenerla siempre en alto, no pudo ocultar las alteraciones de

su mente. Intentó acallar el último resquicio de conciencia que sobrevivía en ella

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apretando los dientes hasta resquebrajarlos, pero tampoco esta vez pudo y un lamento de

rabia y dolor escapó de sus tripas.

–Nunca me moví de donde estaba, ni un solo paso. Apenas intenté jalar se me

trituraron las vértebras –confesó sin tartamudear.

El raterío enmudeció. Pero, como siempre, después de ese exabrupto, el corcel

recobró la compostura, y continuó con el mismo entusiasmo.

–Ha lle-llegado el día de hacer realidad mi-mi sueño y lle-llevar nuestro mensaje de

espe-peranza a otras ratas que, como antaño no-nosotras, purgan infaustas condenas

vaga-gando soli-litarias por la tierra.

Dio su giro de pingüino y se dirigió tambaleante hacia la máquina equina. De un

violento tirón echó al suelo el trapo que escondía su espeluznante obra. Apareció terrible

la máquina de herrumbre y fierros ante las ratas, enmudecidas de pavor. Con

minuciosidad magisterial explicó la función de cada parte de su creatura. Su voz

entrecortada y sus gestos rígidos contrastaban con la furia de la bestia mecánica.

Terminada su exposición, de un solo brinco enganchó su columna artificial a las tenazas

de la espalda del caballo, fundiéndose con él, para hacer una única, indivisible y

espantosa criatura mecánica. Un murmullo invadió a la multitud, que retrocedió

impresionada por el poderoso artefacto. Con una hábil combinación de manos y pies de

su piloto, el corcel, parado en dos patas, relinchó. La frágil y tiesa rata, pegada al fierro

oxidado de su columna vertebral, se había convertido en un imponente corcel de chatarra.

–Ento-tonces, cargué a una va-vaca en mi lo-lomo y fui a recorrer la pradera. El

viento jugueteaba con mi-mi crin, ¡lo recuerdo tan bien! Fueron días, a-años. Pare-reció

toda una vida. Me di cu-cuenta de que siempre había sido co-corcel, que hasta entonces

había vivido engaña-ñada. Por una eternidad vo-volando sobre la hierba de la pra-

pradera.

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Continuó en voz baja, mientras tripulaba su nuevo cuerpo. No lo decía para la

multitud, pues ya no lo oía. Tampoco para él, que tantas veces se lo ha repetido, que las

palabras ya perdieron todo significado, para ser sólo un largo salmo cantado de modo

automático, una unidad, la idea primigenia de ser el corcel.

–A los la-lados las mo-montañas, a lo le-lejos el salitral. Sentí a la va-vaca como una

pluma, como un gra-grano de arena, una insignificancia sobre mi lo-lomo. Mi espíritu de

corcel había aflora-rado, mi fuerza era infinita. Aún si-siento el ardor gratificante de los

azo-zotes de la res en mi gru-grupa. Aún siento el viento. Todavía me-me siento vo-volar

sobre la pra-pradera, aún ve-veo la hierba abrirse teme-merosa ante mi-mi pa-paso fo-

formidable.

Y volvió a repetir con frenesí para postergar el inevitable quebrantamiento de su fe:

–Ento-tonces cargué a una va-vaca en mi lo-lomo y fui a recorrer la pradera. El

viento jugueteaba con mi-mi crin, ¡lo recuerdo tan bien! Fueron días, a-años...

Pero cada vez era más difícil, y ya no pensaba más, no debía, sólo había que repetir.

–Ento-tonces, ca-cargué a u-una va-vaca en mi-mi lo-lomo y fui a reco-correr la pra-

pra…

Desesperado, siente sus lágrimas regar las raíces más profundas de su impotencia.

Las patas del corcel castigaban el suelo mientras sentía su integridad resquebrajarse

contra la explanada entera, inmensa, inagotable, dura. Esta vez ha quedó cara a cara

contra el suelo.

–Ento-tonces…

Pero se sintió abrumada y apenas quiso dar el primer paso.

–Nunca me moví de donde estaba, ni un solo paso. Apenas intenté jalar se me

trituraron las vértebras.

Sus ojos se han paralizaron y su mirada quedó atrapada por la tierra. El duro

recuerdo de su verdadero pasado le hizo añicos las vértebras una vez más, le quitó el

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aliento, convulsionó, pedaleó hacia donde no debía, jaló algo por allá, se enredó algo en

otro lado, pero ya su mente estaba en blanco, no vio ni escuchó nada.

–Nunca me moví de donde estaba, ni un solo paso. Apenas intenté jalar se me

trituraron las vértebras.

Es increíble cómo la vida lo desbarata todo en un segundo. Algo cruje, se ajusta

demasiado, se hincha, y, como no quiere torcerse, revienta.

–Nunca me moví de donde estaba, ni un solo paso. Apenas intenté jalar se me

trituraron las vértebras.

Pero el corcel no sabe nada porque ha sido atrapado por la peor parte de su salmo.

–Nunca me moví de donde estaba, ni un solo paso. Apenas intenté jalar se me

trituraron las vértebras.

Relinchaba y blandía los poderosos cascos que el día anterior había pasado

lustrando. Las ratas, aterradas ante tan temible presencia, retrocedieron, y se formó un

pasaje de salida en el tumulto. Muchas cayeron al suelo invadidas por la emoción. Otras

se cubrían los ojos con las manos. Algunas corrieron despavoridas. Hasta el viejo Pedro

se sobresaltó. El corcel estiró las patas, tocó el suelo, rechinó un fuerte crujido

ensordecedor y luego una implosión. Cuando el sitio se hubo despejado y ya no había

más ruidos, las ratas se fueron acercando. Bucéfalo yacía en el suelo casi entero. La

implosión le había arrancado completamente la columna, transformándolo en molusco,

dejándole un surco en carne viva en la espalda, por donde se podía ver las bases de las

costillas. Sus ojos estaban casi en blanco; sólo una pequeña parte del iris se veía. De su

cuerpo, atestado de agujeros, salían finos hilitos de sangre. Dentro de ella habían ido a

parar todos los engranajes de su corcel, fungiendo ahora de propio mecanismo,

haciéndola convulsionar sutilmente al ritmo de su cuerda. La rata automática babeaba

sangre copiosamente y con el zumbido de un lejano enjambre de moscas no paró de

repetir:

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–Nunca me moví de donde estaba, ni un solo paso. Apenas intenté jalar se me

trituraron las vértebras.

Porque en realidad nunca se movió de donde estaba.

De la retirada silenciosa de las ratas y sus miradas oblicuas escapaban gruñidos

inconscientes. Sus pasitos rápidos y anhelantes las llevaban directamente a sus parcelas,

a planear Dios sabe qué ardides y con qué oscuros fines. Encorvadas y anhelantes, no

dejaban de estudiar solapadamente a sus iguales. Sólo la rata fue a contracorriente hasta

Bucéfalo, que yacía moribundo. Sus patas quedaron levemente impresas en la tierra con

la escasa tinta roja de su sangre. Lo tomó entre brazos, y en su regazo, catatónico, no

hacía más que rezar su salmo y convulsionar espasmódico, dirigido por su relojería

interna. En lugar de corazón, un tictac marcaba sus latidos. Así quedó la rata por mucho

tiempo, tiempo infinito de la explanada. Se fue el día y con el primer silencio de la noche

se hizo más fuerte el tenaz tictac de Bucéfalo convertido en escombros. Seguía ese

zumbido lejano de moscas rezando el salmo. Cada vez más bajito, cada vez más bajito.

Pero no terminaba. La ratería se empezaba a exasperar. Se oyeron pasos, corridas,

ráfagas de viento a sus espaldas, susurros furiosos, gruñidos. Poco a poco se iban

acercando, se iban volviendo más sagaces. De repente, alguien pasaba corriendo a su

lado. Luego, otra tropezó con ella. Una más le propinó un coscorrón y corrió. Un pellizco,

un arañón, una dentellada, un puñete, una patada, un ataque directo del delfín la embistió

y la hizo volar un par de metros e hizo callar a Bucéfalo por siempre. La cuerda se detuvo.

El corcel dejó de funcionar. Ahora la furia se concentró en ella. La horda de ratas se

acercaba. La neblina baja de esa noche cubría la explanada. Tras ella se pudo ver los

ojos enrojecidos por la ira y entre ellos una silueta gris que se abalanzó sobre Bucéfalo. El

sonido de algo desgajado. Al escucharlo se armó el caos. Al instante olvidaron a la rata y

se enconaron en una apretada batalla por obtener el pedazo más jugoso del caballo.

Invadida por el miedo, la rata huyó a toda prisa esquivando a los roedores que llegaban

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de todas partes, enajenados por el holocausto. Corrió la rata sin rumbo, obsesionada por

conservar su vida. Corrió hasta dejar atrás a las ratas y su orgía. No tan lejos, a unos

metros de ella, una silueta oscura dejaba un agujero en la niebla. Sin saber por qué, tal

vez con la esperanza de poder escapar con ella de la explanada, la rata la siguió. Durante

buen rato le siguió los pasos, chillándole, intentando llamarla, pero el viento soplaba en su

contra. Poco a poco fue acortando la distancia hasta que la reconoció. Era Pedro, que

algo hacía con su diestra. Al rumor apagado del viento se empezaron a sumar

prolongadas exhalaciones que a cada paso aumentaron hasta convertirse en gritos y

diatribas. Estaban llegando donde el Señor de los Sueños. Los nervios ya se le

empezaban a crispar y a trastornarle la conciencia, cuando Pedro se detuvo. Se agachó,

en cuclillas escarbó la tierra con ambas manos, las escupió, amasó dos bolitas de barro,

taponó con ellas sus oídos, tomó su bulto y en seguida continuó su camino. Sin perderlo

de vista un instante, la rata lo imitó y continuó tras sus pasos, oculta en la niebla y el

viento. Las voces se habían apagado, ahora dependía de su vista. No oía nada, ni las

imprecaciones del viento ni los pasos de Pedro. Más adelante, o al lado, o atrás, era

imposible saberlo, el anciano se detuvo. Habían llegado. Incluso con los tapones de barro

en los oídos sentía las voces atravesar todo su cuerpo. Pedro trepó con la agilidad de un

adolescente por uno de los soportes de metal, hasta la inmensa masa de carne, y en ella

empotró el bulto que llevó entre manos. El monstruo mostraba sus miles de caras, y entre

ellas había quedado la cabeza del corcel, recientemente cercenada, mirándola con sus

ojos entornados. Entonces creyó escuchar las palabras que lo habían condenado a media

vida en el infierno.

–Nunca me moví de donde estaba, ni un solo paso. Apenas intenté jalar se me

trituraron las vértebras.

El viento cambió de dirección por un segundo y desde lo alto del tótem Pedro lo

olisqueó. Su mirada vacía y penetrante la paralizó por un momento. Luego, sólo atinó a

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correr. Correr sin detenerse, dejar atrás el pueblo, salir de la explanada. Lentamente las

voces del monstruo dejaron de filtrarse por su cuerpo. La rata cayó al piso, exhausta, y

despejó sus oídos. Acompañada de un coro de exhalaciones llegó la voz de Pedro.

–Yo soy el Señor de los Sueños, yo soy el Dios de la explanada. Yo conozco al

viento y sus secretos. Nadie escapa de aquí. No hay salida. Acá toda línea es circular.

Alguna vez debemos llegar, y tras la muerte, como alimento de ratas volveremos a la

explanada, una y otra vez.

La rata se incorporó y continuó su huida, esta vez con mayor desesperación. La voz

de Pedro abarcaba toda la explanada, llegaba a cada confín, a cada parcela la empujaba

el viento, y quedaría en la explanada vagando por siempre.

–No corras, rata, no podrás salir. La explanada es inabarcable. Las fuerzas se te

extinguirán y caerás rendida sobre su suelo. El tiempo y el hambre por fin te matarán y el

viento te traerá de regreso, desfigurada, anónima y olvidada. Entonces, te comeré como

lo hice con Juan y Bucéfalo, y echaré tus restos a la chusma.

Ya no era una voz sino miles, una multitud de juramentos que la condenaban a

quedarse atrapada por siempre en la explanada. A donde fuera, las voces la seguían,

prometiendo no dejarla nunca.

–No corras, rata, no podrás salir.

Corrió por horas, toda la noche, secundada por el coro de voces que se reproducían

jurándole un eterno retorno, sin saber si cambiaba de lugar. Llegó el alba como llegaba en

la explanada, rápida, violenta, gris, pero las voces seguían resonando. Perdió la noción

del tiempo y del espacio recorrido, extravió las ideas, las esperanzas y hasta el aliento,

pero no perdió a las voces que le decían que no iba a salir jamás.

La rata se sintió caminar sobre una telaraña, en la que cada paso la enredaba más.

No hay adónde ir, pues por toda dirección se llegaba a la explanada. El destino le ha

tendido la última celada. Sólo unos pasos más y cayó. Cayó rápido, sin temblarle las

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patas, sin exhalar el último suspiro, sin una vorágine de recuerdos, sin que nadie llore o

ría, sin siquiera la humilde utilidad de ser carne de gusanos. Sola, sin nombre ni

esperanza, en aquel paraje interminable, rodeada de horizonte, resecándose bajo la luz

de un lugar en donde el Sol nunca resplandece, la rata alza la mirada quizá por última

vez. Y no ve, como dicen que se ve, una luz al final del túnel, sino, casi perdido tras la

niebla, rompiendo la monotonía del paisaje, negro, profundo, circular, el agujero lejano y

oscuro de una cloaca hollando la explanada.