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Cuentos de Panurge

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Jean-Louis Dubut de Laforest

Cuentos de Panurge

Traducción de José M. Ramos González

Título original: Contes à Panurge.

© Jean-Luis Dubut de Laforest

Editorial Dentu. París.1981

Portada e ilustraciones de Fernand Besnier.

© Por la traducción, José M. Ramos González. Pontevedra, 2015.

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Desde hacía diez años, todos

los domingos por la mañana y los

demás días festivos, la bella Mar-

guerite Dannier, llamada Gata-

Peleona, se vestía con un traje de

modesta burguesa, para ir a buscar

a su hijo Georges al Instituto Enri-

que IV y conducirlo a Auteuil.

Allí, en una casa de la calle la Fon-

taine, la prostituta se convertía en

una excelente madre y el colegial

en el más feliz de los muchachos:

dos criados, un jardinero y su es-

posa los servían, ambos discretos y

abnegados, sobre todo la mujer, la

nodriza de Georges.

La casa de Auteuil era co-

queta, bien caliente en invierno,

muy agradable en primavera o en

verano, con sus bosques sombríos,

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su verde césped, sus arroyos de agua, sus macizos de rosas, de geranios y de

verbenas, un pórtico de gimnasio, una hamaca, una pista de tenis, todo el

lujo y confort de los parisinos en vacaciones. Evitando los encuentros eno-

josos, Marguerite se las ingeniaba en procurar placeres al niño, lo divertía,

acompañándolo en sus juegos, como una hermana mayor; luego, por la no-

che volvían al Instituyo, él contento de su suerte, ella, siempre humilde,

siempre seria, y nunca se hubiese podido sospechar que bajo el velo de la

Sra. Dannier se ocultase el rostro de la Gata.

Pasaron los años, y Georges creció, inteligente y trabajador. ¿Su na-

cimiento? La madre no decía nada; el niño precoz adivinó la razón. Al prin-

cipio se sintió humillado, afligido; pero pronto, a la idea de que la madre –

sola en el mundo– hubiese podido desprenderse del mocoso, enviarlo al

hospicio, perderlo, dejarle morir o vivir para otras personas, la amó y res-

petó más, rodeándola de una ternura infinita.

Antaño, el padre de Georges – un caballero casado y, en consecuencia,

incapaz de reconocer y adoptar el fruto del adulterio – ese hombre de doble

vida, incluso un hombre valiente, había concedido a Marguerite su vivienda

en París, en la calle de Londres, y la villa de Auteuil. Cuando su padre mu-

rió, Georges era todavía muy pequeño y no conservaba ningún recuerdo de

su progenitor. En esa época, la Srta. Dannier cayó enferma, y, sin dinero, se

vio en la obligación de conseguir otro amor; era un borracho. Ella lo aban-

donó y tomó un tercero, Alphonse, lo dejó también, luego otro que ya cho-

cheaba, y finalmente, experta, la Gata-Peleona subió al firmamento de la

prostitución, nueva estrella de primera línea.

Mientras el alumno del Enrique IV iba de las clases preparatorias a la

retórica y a la filosofía, la Señora obtuvo muchos éxitos, auténticos triunfos.

Incluso se llegaron a abofetear y a batir en honor de los bellos ojos de la

Gata, dos gruesas gotas de fina moca, iluminados de oro, de su cabellera

rubia y sedosa, de su pequeña nariz con aletas delicadas, de su piel intensa,

de las rosas naturales de sus mejillas, de sus labios rojos y de un perfume

delicioso, de su garganta, de sus líneas armónicas, de sus contornos, de los

modales de actriz, que tomaba prestados de las más ilustres – la sonrisa de la

Sra. Judic, la mirada asesina de Jeanne Granier, el gesto encantador de la

Srta. Reichenberg, el brillo de la Sra. Samary, las redondeces de Théo, el

adorable mohín de la Sra. Simon-Girard; Mirad por aquí, mirad por allá…

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En ese mes de abril, Georges, un alto muchacho de diecisiete años,

preparaba el segundo curso del bachillerato de letras. La Gata llegaba a la

cuarentena, y su tren de vida, sus instintivas prodigalidades y los gastos de

la educación del hijo habían absorbido todos sus ingresos, por lo que debió

hipotecar su villa de Auteuil, pues los enamorados ricos se mostraban cica-

teros. A pesar del maquillaje, los polvos, los cosméticos y los licores, una

pata de gallo deshonraba la sien derecha y otra atacaba la izquierda; a pesar

de los tintes, su pelo rubio comenzaba a platearse; a pesar de sus pendientes

de oro, cuatro dientes se movían; el torso y los miembros estaban demasiado

gruesos, demasiado pesados, y, a pesar de las ballenas, el pecho, demasiado

grueso, se caía. ¡Y tus senos Marguerite! ¡tus senos, antes tan redondos y

tan firmes, tus senos, tristes candidatos, conocieron las angustias del escru-

tinio de la segunda vuelta!

Pero, la lucha por vivir, la lucha de la madre para hacer un hombre de

su pequeño, es sagrada, aunque fuese abyecta, inmunda, criminal, y el astro

en su declive merece piedad. La Gata-Peleona combatía sobre el somier y el

colchón con todas sus fuerzas, con todo su ardor; bebía la ignominia y veía

venir la muerte, tan valiente como los más aguerridos en el campo de honor

de Waterloo.

Mantenida por el amor todopoderoso de Georges, por la voluntad de

llevarlo al límite de sus estudios y de proporcionarle una situación, la mamá

se tragaba sus lágrimas, llevaba consigo un doloroso calvario, se vendía al

primer hombre que pasaba, moría de asco y vergüenza.

¡Ah! se debe perdonar mucho a las mujeres que han amado mucho, es

lógico, es humano perdonar aún más a aquellas que se entregan sin amor

con la conciencia del deber y la fe robusta de los mártires.

La Gata, despreciada en los Folies-Bergère, en el Edén, en las Mon-

tagnes-Russes, la Gata, usada, marchita, enorme, –¡un paquete! – la Gata

había vendido su villa de Auteuil, abandonado la calle de Londres, y se

ocultaba en una casa decente del bulevar de los Batignolles, donde no recib-

ía a nadie, aparte de Georges. Y por el día y la noche, a lo largo de los tugu-

rios, a ambas orillas del Sena, trabajaba en su cuarto, un cuarto siniestro, el

cuarto de las pobres féminas, ese cuarto de las condenadas en vida que falta

en el Infierno de Dante. También, ¡qué alegría, qué santa alegría! La Sra.

Dannier pagaba regularmente la pensión del hijo, le daba dinero para que su

bolsillo nunca estuviese vacío, le trataba como un joven caballero, y la Gata

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olvidaba los hoteles amueblados, las insultos de los noctámbulos y las exi-

gencias de los clientes, y la Gata, lavada, purificada; y la Gata, embellecida

por un rayo maternal; y la Gata, embalsamada por el buen olor de las ma-

dres, la Gata reía al futuro.

Esa noche, Georges – era a finales de julio – acababa de aprobar el se-

gundo examen del bachillerato de letras. La prostituta no se había atrevido a

franquear las puertas de la Sorbona y esperar, en medio del patio, en com-

pañía de papás y de mamás. Él regresaba.

–Madre – dijo, – hemos hecho una colecta para una cena de compañe-

ros, la cena de los elegidos; somos doce y…

La Gata ahogó unas ganas de llorar.

–Vamos, vete – dijo ella, besándole en la frente. – ¡Diviértete, mi

amor, mi orgullo, mi alma!

Tras una cena alegre y libaciones de champán y alcohol, los bachille-

res salieron, ebrios, desde las nueve, y un externo del Instituto, Théodore

Lespidac, arrastró al hijo de la Gata-Peleona.

–Así que es cierto: ¿eres virgen?

–Sí.

–Conozco una casa y quiero presentarte a una bonita doncella.

–Es tarde. Mi madre se enfadará. Adiós, Théodore.

–¡Ven!

–¡No!

–¡Ven, hombre!

Caminaron por la calle Bonaparte, se detuvieron.

Ya, la víspera de ese día, Marguerite Dannier, – bajo el nombre de

Thérèse, – se había entregado a Lespidac, prometiéndole regresar al día si-

guiente. Pero Lespidac sabía encontrar otra en defecto de esta.

–¿Señora Thérèse? – preguntó el bachiller Théodore.

–Sí, señor, – respondió la portera. – Esa dama está libre… En el pri-

mer piso, nº 8.

En una habitación oscura, sobre una cama tormentosa, la Gata ofrecía

la espalda.

–Thérèse, te traigo un amigo, un guapo muchacho, de mi edad y mi al-

tura, y, además, un… pardillo. Él comienza, así que le concedo los honores.

Marguerite, avergonzada, no se movió, no habló. Le costaba entregar-

se a ese nuevo crío.

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Théodore examinaba una obra de tapicería y un par de tijeras.

–¡Vaya! ¡Una modistilla! Creía que era una mujer de mundo. ¡Para ti,

compañero!

Sonrojado y confuso, agitado y temblando como una rama joven bajo

el empuje de la savia, Georges subió a la cama, y, en medio de la embria-

guez y las emociones virginales, no se percató de que la desgraciada volvía

el rostro, desvaneciéndose a su vista, y que abrazaba un cuerpo inerte en el

paroxismo de sus deseos.

De pronto, emitió un grito de horror:

–¡Mamá! ¡Oh!...

Luego, lívido, con los ojos desorbitados, los labios torcidos, abandonó

la cama, huyendo de la mujer que se despertaba y sollozaba, mojada de un

sudor glacial, medio muerta.

–¡Georges! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

–¡Tú mamá! ¡Tú mamá! ¡Tu mamá! ¡Qué bueno! ¡Qué bueno! ¡Qué

bueno! – vociferó Lespidac.

George Dannier fue hacia él, sacudido por un espantoso dolor:

–Ese monstruo es mi madre… No dirás nada; ¿me lo prometes, me lo

juras?

–¡Muy bueno!

–¡No, cerdo, no, miserable, esto no tiene gracia! ¡Esto es atroz! ¡Has

envenenado mi vida! Y usted, señora, usted…

–Perdona, George, y mátame! – exclamó la madre. – Yo te quería rico,

feliz, y me vendí porque somos pobres… Hijo, cuando te has acercado, un

frío mortal me ha sacudido… ¡Dame el golpe de gracia! ¡No hace falta mu-

cho!... ¡Oh!... ¡oh!...

–Vístase, señora.

Laspidac ajustaba su monóculo; Georges se lo arrancó violentamente.

–¡Te prohíbo que la mires; te lo prohíbo! Y si hablas, eres hombre

muerto ¿entiendes?

–¡Nos divertiremos, viejo!

Entonces, Dannier tomó las tijeras, y, agarrando a Lespidac del cabe-

llo, le hundió el arma a través de la garganta, la giró, la volvió a girar…

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La sangre manaba, y Théodore, expirante, se dejaba ir entre los brazos

del asesino.

–Está muerto… está muerto…

… Y sin ruido, la Gata y su hijo desaparecieron y alcanzaron las som-

bras lejanas.

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Caballeros, yo conozco to-

dos los deportes cinegéticos, – dijo

Raoul de Mareuil, – pero si admiro

las cacerías señoriales, las grandes

correrías de Chantilly, de Mello-

Sagan o de Ferrières y sus piezas

de caza mayor, las batidas en

nuestras llanuras del Périgoud, con

jinetes, amazonas, picadores,

ojeadores, el jaleo de los campesi-

nos, jaurías y toques de corneta, el

inolvidable decorado del gran

animal tumbado sobre un varal

rodeado de verdor y que se trans-

porta, a la luz de las antorchas; si

bien admiro todo eso, me gusta

mucho más la caza con perro en

detención, la favorita de mi ilustre

padrino el marqués de Cherville y

de mi amigo Charles Diguet, en

sus estudios pintorescos, vívidos e

intensos.

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Con el fusil entre las manos, acompaño a Black, un soberbio perro de aguas:

mueve su cola con alegría y de pronto se queda inmóvil ante los matorrales

donde se esconde o duerme la liebre, con la mirada atenta. Disparo los per-

digones que se dispersan entre los trigales. Apunto, disparo y mató. Lo im-

portante es sacudirse el anquilosamiento de la ciudad, lubricar el resorte

para futuros combates; lo fundamental es aislarse, soñar; lo importante es

olvidar las partidas de mus y la danza del vientre, evitar respirar las emana-

ciones de gas y llenar el pecho de aire puro.

Camino a lo largo de las llanuras y del mar florido de las cosechas,

trepo por las montañas, atravieso un bosque, escalo, piedra a piedra, un to-

rrente que trepida, y aquí y allá, por todas partes, el incendio del cielo, la

vibración del follaje, las canciones de los pájaros y los jornaleros, los milla-

res de voces de la tierra y del espacio, la sencillez de los seres y las cosas,

las eternas glorias de la creación, me proporcionan una renovación del espí-

ritu, de los sentidos y del corazón, un bautismo y una sed de amor.

¡Y además, la caza con perro en detención es un vivero de aventuras

galantes!

Una tarde de octubre me dormí bajo los castaños y cuando desperté, la

luna había salido, brillante, y un rumor del roce de faldas subió del barran-

co. Black se disponía a ladrar; con un gesto lo detuve. Abajo, una alta y ru-

bia mujer joven, muy bonita, con un sombrero de madrás multicolor, vestida

con camisola blanca y un vestido azul, se dirigía con los pies descalzos y los

zuecos en la mano hacia la fuente cercana, cuyo murmullo yo oía. Natural-

mente, pensé que iba a buscar agua, pero no llevaba ningún utensilio.

¿Quería beber? No. Entonces, me dejé deslizar por el talud, y ordenando a

mi amigo Black que guardase silencio, me dispuse a reptar con las manos en

la hierba y agudizar la mirada. La hermosa campesina, en medio de la fuen-

te, comenzaba a realizar unas abluciones íntimas con una coquetería embru-

jadora: de vez en cuando reía con unos dientes preciosos, y yo comparaba el

círculo rosado de sus carnes con la otra luna que también reía, bailaba, se

reflejaba en las ondas como un disco apasionado. Sus ágiles dedos trabaja-

ban, llenos de delicadeza y de ardor, y una especie de glotonería, el bienes-

tar del frescor, la invadía por completo. Finalmente, se levantó con los pies

aún mojados, la falda y la camisa atadas a la cintura, las piernas robustas y

satinadas, como ofrecidas, de lo más apetitosas y deseables. De rodillas la

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abracé y le di un beso… Bruscamente, las faldas descendieron y dos brazos

furiosos me enviaron rodando en medio de la fuente.

–Perdón, señor conde, – gimió la campesina; – creía que era Tho-

mas…

–¿Qué Thomas? – suspiré yo levantándome.

–Thomas, un vecino que me importuna.

–¿Tenías otra cita?

–¡Oh! ¡no! Estoy casada con Piquet; soy la hija de Léonard, uno de los

granjeros de la Sra. marquesa de Arvilly.

–¿Mi tía?

–Sí, señor conde.

–¿Así que me conoces?

–Lo veo, señor, en la misa mayor del domingo.

–¿Y te gusta refrescarte, antes de irte a la cama?

–No me habría atrevido, ignoraba que el señor…

–No hay problema… ¡Al contrario!... ¡Eres encantadora! ¿Cómo te

llamas?

–Antoinette… El Sr. se dignará a excusarme, pero debo regresar.

–No, todavía no; estoy chorreando, incapaz de moverme, pues mi ropa

se pega a mi piel, y yo… veamos… creo que me debes esto.

Bajo el claro de luna, sobre la pradera, obtuve los favores de Antoinet-

te. Esta campesina que había recibido educación en un convento vecino, esa

campesina que cuidaba sus encantos y juzgaba demasiado pequeñas o de-

masiado raras las jofainas del pueblo, esta campesina que sufría brutalidades

de un rústico, se mostró amable, elocuente: se retorcía, se moría, arrojaba un

: «¡Ah!» encantador, un «¡ah!» de duquesa, un «¡ah!» de placer y de orgu-

llo, y era dulce, era voluptuosa, más voluptuosa que la danza de las almas y

de las javanesas, más fina, más dulce que la brisa corriendo a través de los

rosales. Le ofrecí oro, vestidos; ella los rechazó, dichosa de haberse entre-

gado.

… Ahora, unas nubes velaban el cielo, y nosotros escuchamos cantar a

la fuente. Alrededor, todo dormía en la oscuridad, en la negrura, y solo allá,

a lo lejos, una granja enlucida de un cal lechoso, la casa de Antoinette, bri-

llaba con un punto rojo de luz y la extensión de sus blancuras sepulcrales…

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La luna brilló todavía más… más… más… más…

En la mesa, en el castillo de Arvilly, expliqué mi ausencia con una de

esas mentiras comunes a todos los cazadores. Soñaba con Antoinette, y su

desinterés me recordó una adorable historia de Tourgueneff. Se trataba de

un noble ruso que, un día de caza, habiendo encontrado y amado a la hija de

un molinero, quiso pagar sus nobles amores; dio a la muchacha a elegir dos

ricos regalos: la bonita campesina pidió un jabón, a fin, decía ella, de que en

el próximo viaje el gran señor le besase la mano como hacía con las damas

de la Corte imperial. A Antoinette, a Dios gracias, no le faltaba jabón, y al

día siguiente por la noche yo introduje en mi morral un frasco de perfume.

Entregué el frasco a mi amante:

–Para tu aseo, querida.

Ella bajó la mirada.

–Imposible, señor Raoul. ¿Qué diría mi esposo?

–¡Tengo una idea, Antoinette! ¿Y si perfumase la fuente, eh?

Ella sonrió y yo vacié el frasco, todo el licor color ámbar…

Al día siguiente, mi tía y yo acabábamos de almorzar, cuando un cria-

do anunció la visita inesperada de Léonard, el granjero, y de su yerno Pi-

quet.

–¡Ay, ay, ay! – exclamé.

–¿Te encuentras mal, Raoul? – preguntó la vieja dama.

–No, tía, no.

–¿Te has puesto rojo? ¿Estás palideciendo? ¿Qué te ocurre?

–Nada, tía.

Pronto mis terrores se convirtieron en grandes alegrías. Léonard y Pi-

quet aparecieron, vestidos con sus trajes de domingo, y el padre extrajo de

su bolsillo una botella llena de agua que nos pasó a ambos y respetuosamen-

te bajo la nariz.

–¿Oléis esto, señora? ¿Oléis esto, señor?

¡Qué riqueza! La fuente acababa de sufrir una metamorfosis, de adqui-

rir la virtud de un perfume, ¡al soplido todopoderoso del buen Dios o de la

santa Virgen! Se olvidaban los destrozos de la filoxera. Esa agua encantada

los embriagaba: ¡reemplazaría los jugos de las viñas muertas! Se guardaría

el líquido en barricas; ¡oh, no! en botellas – ¡a precio de oro!– Nuestros

granjeros ya habían consultado a un abogado del pueblo, y el abogado afir-

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maba que un artículo del Código estipulaba que la mitad del tesoro perte-

necía a aquellos que lo descubriesen en una propiedad ajena. Puesto que la

fuente era propiedad de las tierras de Arvilly, ellos eran los descubridores de

la infiltración subterránea. Así pues, según los términos de la ley,…en los

términos de… Pero nuestros campesinos se remitieron a la generosidad, de

todos sabida, de la Sra. marquesa.

–Huele muy bien eso. ¡Como un ramo de flores!

Padre y marido me solicitaban escribir a París, llamar a un experto,

por ejemplo a ese Sr. Pasteur que curaba a las gallinas del cólera, y a los

hombres y a los perros de la rabia. Mi tía fruncía las cejas. Yo le suplicaba

amablemente que no tratase de comprender.

Durante toda la jornada, las gentes del pueblo agotaron el agua perfu-

mada: llevaban a los enfermos, a las mujeres encinta, a los paralíticos; las

muchachas lustraban sus cabellos, – y, por la noche, yo acariciaba a Antoi-

nette sobre la llanura y sobre la colina, mientras su esposo, un viejo militar,

montaba guardia, y, con un arma al brazo, protegía la maravillosa fuente

gritando a todo pulmón: «¡Rediós! ¡No se os ocurra acercaros!»

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Al vizconde Gaston de Malroy –

la alegría personificada – se le llamaba

«Panurge», desde el noble barrio hasta

el cuartel de Europa; se le llamaba

«Panurge», a causa de su talante, de su

alegre humor y de sus aventuras galan-

tes. Ciertamente, encarnaba al inmortal

héroe de Rabelais, pero un héroe pasa-

do por el tamiz del bulevar, por el fil-

tro parisino, como una fábula de La

Fontaine escrita por Aurélien Scholl.

De alta talla, apuesto moreno,

con un cuerpo hercúleo, los bigotes al

estilo militar, ojos negros llenos de

caricias, los labios húmedos y rosados

de una sangre roja, Gaston no abusaba

ni de sus bíceps, ni de sus encantos

secretos en un cuerpo maravilloso. No

era de esos embaucadores de jóvenes

que, sobre las faldas amontonadas,

prometen joyas, y, por la mañana, des-

aparecen a la inglesa. ¡Oh! ¡no! En su

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sonriente filosofía, consideraba que el placer es un trabajo que da derecho a

un salario a todas las criaturas para las que el placer es una profesión. Du-

rante mucho tiempo se dedicó a sus locuras juveniles y a gastar su oro sin

control. Un desmedido vigor le había obligado a tener que medir sus ofren-

das a sus dispendios lujuriosos y buscaba un criterio considerado justo

¿Había que asumir los precios de la belleza, en detrimento de los demás?

Todas las damas lo recibían, animadas de una idéntica pasión, de una igual

ternura. ¿Debía colmar a las antiguas, a las mejor vestidas, las mejor insta-

ladas, las rosas expansivas, en detrimento de los brotes frescos y graciosos?

Las viejas se niegan a descender; las jóvenes tienen necesidad de subir.

¿Recompensar a la más experta? A menudo, una debutante le complacía

más. ¿Coronar a aquella que se moría de voluptuosidad entre las sábanas, o

aquella que no decía palabra? Todas sabían mentir con sus palabras, sus

gestos, sus suspiros e incluso sus silencios y sus poses rígidas. Entonces,

¿por qué, siendo único juez, no reservar la moneda doble al beso más sabro-

so? ¡Egoísmo! Malroy temía equivocarse, tener remordimientos, él, tan

equitativo, – y creó un tablero del amor.

El tablero semanal del hombre donde se podían leer las iníciales de los

días, y en lugar de las partidas ganadas o perdidas, el número de las lujurias.

No había truco, y el cero significaba descanso.

Resultados de las cuatro semanas de febrero de 1889:

D L M M J V S

3 2 0 4 0 6 2

0 5 3 0 0 7 0

0 4 0 2 0 8 0

2 0 3 2 0 9 3

Ante los resultados progresivos y extraordinarios de la noche de

Vénus, Gastón exclamaba: «¡Soy bastante Don Juan!» ¡Dios mío! Sí, lo era

bastante; era demasiado, al decir de su familia que quería casarlo con una

gentil prima, y de su anciano protector, el abad Kérohën, un bretón testarudo

e ingenuo que, de vez en cuando, suspiraba al oído del vizconde:

La obra de la carne no desearás

Excepto en el matrimonio.

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El ex discípulo no escuchaba en absoluto al mentor, y, durante los me-

ses de marzo y abril, entre el frío y el calor, las nevadas y los soles, a la hora

augusta donde, bajo el aguijón de la naturaleza, sube la sabia triunfante de

los árboles, donde enrojecen las vírgenes y zumban los abejorros, el tablero

de amor se enorgullecía con cifras cada vez más estupendas.

Algunas veces, el tablero se caía del bolsillo de Gaston.

–¿Frecuentas los garitos? – preguntaba severamente el conde de Mal-

roy.

–No, papá; ya no toco a la dama de picas. Las pérdidas de los demás

no me interesan. Anoto ahí mis pérdidas en las Apuestas Mutuas.

–¡Carreras! ¿Autorizamos las carreras? – preguntaba la madre.

Se autorizaban las carreras, e incluso se alababa a Gaston por tener tan

bien ordenada su contabilidad.

Una noche de junio – un viernes –después de doce ceros (¡cosa rara!),

el hombre merodeaba por el Bois. Había debido hacer de cicerone de una

vieja tía en París y en la Exposición y, en esa renovación de libertad, el ver-

dor, los cocheros, los vestidos claros, los perfumes de las mujeres, la brisa

estival, los incendios del glorioso astro, encendían al jinete con un ardor que

no podía controlar ni un segundo más.

Indolentemente tumbada en su victoria, ofreciendo sus gracias, en vestido

azul, guantes de negro a lo mosquetero, la cabeza rubia cubierta con un in-

menso sombrero de paja dorada, con ojos lánguidos, nariz pícara y encan

tadores dientecillos, Thérèse, también llamada la Gata-Peleona, disfrutaba

de la sombra.

Gaston de Marloy no la conocía aún, y el caballo del Sr. Panurge si-

guió el coche de la Gata.

Medianoche. – Puntual a la cita, el vizconde subía al piso de un pe-

queño hotel en la avenida de Villiers.

–¡Me siento realmente bien!

–¡Tanto mejor, bebé!

Se acostaron.

… Después de la primera escaramuza, la prostituta preguntó mimosa:

–¿Gastón, me he portado bien?

–Sí, mi Thérèse, muy bien. Vamos a repetir.

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–Repetiré con mucho gusto, pero me gustaría… ¿Tú sabes?

–No.

–¿El… gran regalo?

–Mañana temprano.

–¿Un adelanto?

–Yo solo pagaré cuando salga de aquí.

–¿La mitad? ¿La cuarta parte?

–¿Cómo determinar la mitad o la cuarta parte? Yo no la sé.

–¡Una ha sido robada tan a menudo!

–Yo jamás robo.

–En fin… Deseo conocer tus intenciones.

–Las ignoro, ¡palabra de honor!

–Señor… exijo…

–¡Ah! eso ya es otra cosa, señorita. Voy a pagarte.

Cuando acabó de vestirse, Gaston extrajo de su cartera el lúgubre bo-

letín de las doce noches precedentes:

D L M M J V S

0 0 0 0 0 0 0

0 0 0 0 0

Apuntó el décimo tercer cuadrado del tablero.

–¿Qué es lo que apuntas?

–Un uno.

V

1

Y depositó un luís sobre la chimenea.

–¡Un luís! ¿Por quién me toma usted? – preguntó Thérèse altiva.

–Querida, – concluyó él – estaba en racha, y tú has cometido el error

de detenerme. Yo contaba con diez: ibas a recibir diez luises. ¡Adiós!

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29

I

A la una y cuarto, la Sra. Hor-

tense Piquet se apeaba del tren en la

estación de Saint-Lazare. Llegaba

de Vaucresson (Seine-et-Oise) e iba

a París a comprar un sombrero.

El Sr. Julien Piquet, el marido

de la señora, un gran y rico cultiva-

dor de espárragos, no era muy gene-

roso que digamos y Hortense debió

mostrarse muy amable antes de ob-

tener los dos luises que iban a per-

mitirle, creía ella, satisfacer sus

legítimas ambiciones.

Morena y sonrosada, vestida

de seda negra como una casada de

pueblo al día siguiente de la boda, la

Sra. Piquet caminaba, risueña, en el

Page 30: Cuentos de Panurge

30

II

esplendor de la primavera. Su tocado de invierno dejaba mucho que desear –

ya se verá eso después– pero tenía unos bonitos botines, y, por un hábito de

atravesar cuidadosamente por los caminos, aunque la acera estuviese seca,

levantaba un poco su falda, descubría una bonita pantorrilla y blancuras de

ropa interior, exhalando el perfume de las hayas recién brotadas.

Quería gastar las dos monedas de oro en el sombrero. No le quedaría

nada más que el dinero para pagar su billete de regreso, no, nada, ni siquiera

con que azucarar una naranja ni refrescarse ante el hombre que pasa con la

campanilla anunciando refrescos. ¡Poco le importaba! ¡Tendría un bonito

sombrero de primavera!

Hacía algunos minutos que Hortense, apostada ante un almacén de

modas de la calle de los Mártires, admiraba una pamela florida, una joya,

una obra maestra. Entró, y designando el objeto:

–¿Cuánto?

–¿La pamela, señora?

–Sí, señora.

–Sesenta francos.

–¡Oh!

Sin detenerse ante la interjección, la dependienta sacó la pamela del

seductor pivote y lo tomó entre sus manos, cuidadosamente, graciosamente.

El astro giraba de derecha a izquierda, y los dedos ligeros y expertos de la

modista parecían acariciar el cráneo de un recién nacido en un laboratorio de

teratología.

La Sra. Piquet se probó el sombrero, y mientras las muchachas del al-

macén exclamaban a coro: «¡Le sienta a la perfección!», la compradora pre-

guntó:

–¿Me daríais esta pamela por treinta francos?

–¡Ni hablar!– respondió la modista.

–¿Treinta y cinco?

–No, señora.

–¿Cuarenta? No tengo más.

–¡Imposible! ¿Pero si la señora desea que se le reserve el sombrero?

–Volveré por aquí.

–A sus órdenes, señora.

[Escriba una cita del

documento o del resumen

de un punto interesante.

Puede situar el cuadro de

texto en cualquier lugar

del documento. Utilice la

ficha Herramientas de

cuadro de texto para cam-

biar el formato del cuadro

de texto de la cita.]

Page 31: Cuentos de Panurge

31

Y poniéndose su viejo castorín, la pobre Hortense salió de allí, muy

afligida.

III

Precisamente, el tercer caballo de la calle de los Mártires ayudaba a

los otros dos a tirar del ómnibus. Una comparación surgió en la mente de la

Sra. Piquet, una de esas comparaciones que honran a los psicólogos. Necesi-

taba no un tercer caballo, sino un tercer luís.

¿De dónde obtenerlo?

A pesar de la tacañería del productor de espárragos, Hortense siempre

había respetado su hogar. Hoy, bajo el sol de abril, incriminaba las largas

virtudes, y, en plena ignorancia del vicio, frecuentaba un mal barrio. Se la

veía pasar cerca de los hombres; quería hablar, pero no se atrevía, enrojecía,

temblaba, bajaba la frente, y ya desesperaba del sombrero, cuando levantó la

mirada y observó a un caballero que desde la ventana de un entresuelo le

gritaba: «¡P’ssst! ¡P’ssst!...», haciéndole señas para que subiera.

IV

–¡Cuidado que esa muerde, señor Gaspar! – dijo una voz femenina.

Ella subió...

–¡Estoy maravillosamente fatigado! – declaró Gaspard.– Vamos, ¡va-

lor!

V

–Hola, querida.

–Señor…

La Sra. Piquet recibió un beso; el hombre pasó el cerrojo y extrajo un

cigarro.

Era un rubio de nariz colosal, ojos azules, dientes soberbios, cabello

abundante y bellos bigotes. Se enorgullecía de un magnífico par de zapati-

llas y llevaba un batín de franela, – aunque trabajaba mucho. Cada día, en

efecto, de doce a seis, y por la noche, de nueve a once, regular como un em-

Page 32: Cuentos de Panurge

32

pleado en su despacho, el Sr. Gaspard frecuentaba ese entresuelo, desde

donde acechaba a las damas inquietas y busconas.

–¡Bebé, ponte cómoda! – sonrió Gaspard.

Él mismo preparó las abluciones de la señora, se alejó y regresó enar-

decido, muy fresco, muy perfumado.

Hortense no había logrado desabrochar su corsé; él la ayudó desde

arriba hasta la falda, y sus caricias hicieron sonar la bolsa con los dos luises.

–¿Seréis amable?... Los tiempos son duros…

–¡Oh! ¡sí!

–Yo no soy zafio, y me comporto… ¿Quieres ir a cenar?

–No… gracias… Debo regresar para el tren de las siete.

–¿Estás casada?

–Sí, señor.

–¡Pues bien, coronaremos a tu marido!

VI

Una vez terminada la fiestecilla, el Sr. Gaspard abrió la cartera de la

señora y tomo las dos monedas de oro.

–¡Esto es para mí, encanto!

Ella creyó que él bromeaba.

–No tengo más, señor… Imagínese que en casa de la modista, un her-

moso sombrero…

–Entonces, marchemos… Hasta luego, hermosa mía… 175, calle…

Ya son las seis… ¡Uf!

El bajaba; ella exclamó:

–¡Señor!… ¡Señor!...

VII

Una dama gruesa se acercó:

–No te lamentes gatita… Volverás a verlo… El Sr. Gaspard siempre

está ahí… De las doce a las seis, y por la noche de nueve a once…

Luego, le tendió una mano elegante, zalamera.

–Es un luís por la habitación.

Page 33: Cuentos de Panurge

33

Sobre la colina de Limou-

sin, cerca de Dournazac, se eleva

un castillo, una especie de granja-

modelo donde resplandece, entre

el padre, la madre y una vieja tía,

la Srta. Héloïse de Coupechoses,

heredera de esas tierras.

Alta y bronceada, con una

oscura y magnífica cabellera, ojos

negros aterciopelados y con bri-

llos áureos, labios frescos y rojos,

pequeños dientes blancos, un pe-

cho dotado y resistente, caderas

robustas, y el orgullo de unas de

esas inmensas nalgas, como le

gustaban al cura de Meudon,

Héloïse no se divertía demasiado

desde su salida de un pensionado

de Limoges.

Page 34: Cuentos de Panurge

34

El padre, el Sr. Théobald de Coupechoses, era un hombre excelente,

de figura recia y rubicunda, un laureado en los comicios agrícolas; cebaba a

los animales, y, con motivo de la última exposición bovina y porcina en los

Campos Elíseos, se podía admirar un lote de cerdos, todos marcados a fuego

para la matanza, así como antaño los presos para la cárcel, todos marcados

con las iníciales del criador, dos mayúsculas enlazadas mediante un trazo de

unión (T-C), signo cabalístico.

Si el Sr. de Coupechoses y tía Zulime se mostraban familiares y dul-

ces, la madre de Héloïse, de soltera Paulin, olvidaba el apellido que había

adquirido al casarse con Théobald, y guardaba las distancias. Altiva, con la

peluca despeinada, la boca torcida bajo una nariz aguileña, gruñía:

–Yo solo soy un ama de casa, pero Héloïse se convertirá en la esposa

de un noble…

Los Coupechoses sí que eran nobles, y el origen de su nobleza no era

común. Un antepasado, llamado Moreau, ejercía las funciones de barbero en

la corte de Luís XIV, en tiempos en los que la Srta. de la Vallière perdió un

perro que adoraba. Se le devolvió el animal que había escapado para saciar

ciertos apetitos, y deseosa de no volver a perderlo, la favorita rogó a Moreau

que… ¿ya me entendéis? El perro curó. Muy feliz del placer de su amante,

el Rey Sol felicitó al barbero: «Mis felicitaciones, señor Coupechoses1. –Sir,

dijo Moreau,– ¿Vuestra Majestad me autoriza a llevar ese apellido? – Claro

que sí, señor,– concluyó Luís, riendo.»

En toda la región era conocida la aventura histórica y, las tardes de

mercado unos individuos celebraban con un estribillo moderno el blasón de

los Coupechoses.

¡Aquí llega el esquilador!

¡Aquí llega el cortador! Corderos,

Corderos,

Soy el terror;

¡Por todas partes doy miedo!

¡Aquí está el cortador!

¡Perros!

1 La traducción literal de Coupechoses, es Cortacosas. (N. del T.)

Page 35: Cuentos de Panurge

35

Ahora bien, Héloïse florecía en plena eclosión virginal a sus diecisiete

años, cuando un día, apenas se sentó, tiró su bordado y comenzó a emitir

gritos de dolor:

–¡Mamá! ¡Mamá! ¡Tía Zulime! ¡Ay!... ¡Ay!... ¡Ay!... ¡Oh!...

Las damas acudieron.

–¿Qué te ocurre? – preguntó la madre.

–Mamá… allí… sobre… la silla… una aguja me ha pinchado… Se ha

clavado… ¡Ay!... ¡ay!...

–¡Mira que eres tonta!… ¡Nunca prestas atención!

La tía Zulime, una solterona bastante alegre y misericordiosa, ajustó

sus gafas:

–Vamos a examinar eso.

Las dos mujeres levantaron las faldas, el pantalón y la camisa de la

señorita, y, una vez apartadas las prendas íntimas blancas, vieron la huella

de la aguja, un punto de sangre, un arañazo benigno en medio de deslum-

brantes esplendores. Una, con sus uñas, la otra con unas tijeras, perseguían

la pequeña cabeza del metal: la aguja se deslizaba, en ocasiones se hacía

invisible. Llamaron al Sr. Théobald y, ante la gravedad de la situación, el

padre quiso enviar a la chiquilla a ser curada por el médico de Dournazac; la

madre se indignó y exclamó hecha una fiera:

–¿El doctor Nizol? ¡Un médico de pueblo, llegado a la comarca hace

cuatro meses! ¿Es solamente doctor, esa especie de bohemio? Voy a telegra-

fiar a Limoges, llamar a un profesor de la Escuela de medicina, pues no

quiero que mi hija reciba los tocamientos de ese ostrogodo.

Zulime y Théobald manifestaban que no había tiempo que perder, y el

criador llevó a su esposa aparte para explicarle los desordenes que habían

ocasionado otras agujas circulando por el interior del cuerpo humano.

–Mamá, –exclamó Héloïse, tumbada sobre su cama, con el rostro con-

tra la almohada;– ¡mamá, eso hincha! Mamá, ¿quieres dejarme morir? ¡Eso

hincha! ¡Eso hincha!

La Sra. de Coupechoses debió decidirse, y el criado se dirigió en ca-

briolé a Dourzanac.

El doctor Hercule Nizol acababa de almorzar cuando advirtió el coche

de los Coupechoses.

Era un gran mozo de unos treinta años, un poco abandonado. Acababa

de terminar sus estudios en París, habiendo repetido griego y latín, y su ca-

Page 36: Cuentos de Panurge

36

bellera de bohemio, su enorme barba y su chaleco remendado no atraían

demasiado a la rica clientela de los alrededores. En Dourzanac, el ayunta-

miento le proporcionaba vivienda gratis y tenía una asignación de un cente-

nar de francos a primeros de enero: vivía así, más miserable que un pavi-

mentador de caminos, ante la imposibilidad de renovar su vestuario, pues

los aldeanos de esas tierras jamás pagan al médico con dinero contante y

sonante, y creen que lo pueden hacer ofreciendo legumbres o gallinas. A

pesar de tanta miseria, el humilde galeno no cobraba sus servicios, y elevaba

su profesión a la altura de un sacerdocio.

Era querido y estimado. Ser solicitado en casa de los Coupechoses, los

reyes de la comarca, lo elevó más a los ojos de los campesinos y los paisa-

nos le saludaron y gritaron:

–¡Buena suerte, señor doctor! ¡Buena suerte, señor Nizol!

Héloïse desplegaba sus gracias posteriores; el médico entró, se quitó

el sombrero, se inclinó, abrió su estuche.

–¿Están limpios esos instrumentos? – preguntó la madre.

Ante la pregunta iba a retirarse, pero el hombre de deber se impuso al

insultado.

Suavemente, Hercule palpaba las carnes.

–¿Es aquí, señorita?

–No, señor, más abajo.

–¿Aquí?

–Un poco más abajo, doctor.

–¿Aquí?

–Sí, señor… ¡Ay!...¡Ay!...

El bisturí se abría paso en el tejido.

–¡Está haciendo daño a mi hija! – aulló la Sra. de Coupechoses.

En vano, el padre y la tía intentaban calmar a la mamá.

–¡Este no es un médico! ¡Es un carnicero! – seguía gruñendo aún.

Desde el momento en que las pinzas mordieron la aguja, se produjo un

silencio. ¡Crac!... La aguja se rompió. La Sra. de Coupechoses saltaba al

cuello del doctor, lo estrangulaba:

–¡Villano, canalla!

Théobald y la tía Zulime se llevaron a la madre, y la operación se con-

sideró un triunfo.

Entonces, se vio llegar de nuevo a la dueña de la casa.

Page 37: Cuentos de Panurge

37

–¿Cuánto os debo?

Nizol dudaba, enrojecía; ella repitió:

–¿Cuánto?

–Cinco francos, señora.

… Y Héloïse, liberada, miró salir al pobre doctor todo avergonzado,

bajo la insolente mirada de la horrible fémina.

Transcurridos algunos días del suceso, la Srta. de Coupechoses se in-

flamó de pasión. Escribía a Nizol y Nizol no respondía. En sus paseos a ca-

ballo, ella lo buscaba, él la rehuía; pero, una mañana, ella lo detuvo, y mien-

tras la montura mordisqueaba la hierba de la cuneta, la amazona y Hercule

se perdían en lo profundo de un matorral.

–Ahora, – juraba la damisela, – quiera o no quiera mi madre, ¡yo seré

tu esposa!

Decidida, ardiendo de amor, Héloïse mantuvo su secreto hasta los

primeros síntomas del embarazo; y tras una desesperada lucha, la castellana

farfulló al oído del yerno:

–Espero que mi hija haga de usted un cornudo; deseo que Héloïse

haga de usted un nuevo Abelardo…

Evidentemente, la mujer sufría el atavismo del antepasado de los

Coupechoses.

Transcurrió un año. En el castillo, los jóvenes esposos se adoraban,

bendecían la aguja, y el doctor que había cortado sus largos cabellos y su

barba de bohemio, recitaba a la dama los admirables versos de de Mery:

Un extraño suceso ha acontecido:

Dicen que en medio de un sillón emboscada, Una aguja pinchó tu carne sonrosada

En un lugar a la vulgar mirada sustraído.

Señora, perdone ese crimen sin intención,

Un crimen no cometido con ánimo libertino;

Sin duda, ella creía cumplir su destino

Y no ser culpable, pinchando el pantalón.

¡Ah! señora, ¡qué triste aventura y que desastre!

¡Qué duelo para su esposo si falla la acupuntura,

Y la aguja, creada para el oficio de los sastres, En lugar de hacer un punto, hace costura!

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La pasada noche, tía Zulime acariciaba al hijo del doctor, y comenta-

ba:

–Has de reconocer de todos modos que es bastante raro un matrimonio

que comienza por una aguja.

–¡Bah! – respondió el grueso Théobald, el Sr. Laffitte2 comenzó su

fortuna recogiendo un alfiler… Es cierto que no fue en el mismo lugar…

2 Jacques Laffitte (1767 – 1844) banquero y político francés. (N. del T.)

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43

A los quince años, la Srta. Rabier obtuvo su título de institutriz, y

Auguste Vignerolles volvió con las dos hermanas. Tenía unos treinta años, y

era un apuesto macho de dientes risueños y enormes bigotes, inteligente,

trabajador, pero bromista, alegre, con esa alegría socarrona y ruidosa de los

barrios y los cuarteles. Le gustaban las faldas. La Sra. de Vignerolles, muy

bigotuda, poco sensual, asumía el placer si el hombre deseaba el placer; pe-

ro ella no buscaba el amor, no lo adornaba con ninguna floritura, ninguna

ornamentación, no toleraba ninguna maniobra ilícita, cumplía lealmente el

deber conyugal, como una auténtica hija de tendero.

Ya en la época en la que Zoé aprendía la ortografía y el cálculo, Au-

guste soñaba con las pantorrillas de su cuñada.

La pelirroja se entregó al cuñado, evitando el embarazo, para honor

del hogar y el mantenimiento de los encantos juveniles. Hortense permanec-

ía al abrigo de la menor sospecha. El rol de hermana mayor la disponía a

una extrema indulgencia y a una ceguera idiota: ¡Amaba a la pequeña Zozó

como el fruto de sus propias entrañas!

Mientras la Sra. Vignerolles se ocupaba de los tres mocosos colgados

de las faldas maternas, y daba órdenes a sirvientes y criadas, los amantes se

la pegaban en el fondo del patio, cerca del granero. No se aburrían, se ence-

rraban, ambos hábiles en disimular el adulterio, él, con sus alegrías de obre-

ro burgués, ella con sus ternura de jaranera hipócritas. Escapados de un ca-

napé, de una silla, de una tabla o de una cama, regresaban con toda la ama-

bilidad del mundo. Zozó besaba a Hortense, acariciaba a los pequeñuelos; a

su vez, Auguste trataba a Zozó como una chiquilla, la sentaba en sus rodi-

llas, la hacía saltar, girar, bailar; luego, jugaban al escondite o a la gallinita

ciega y, siempre, una misma frase brotaba de los labios y del corazón de la

víctima:

–¡Tan niño el uno como el otro!

La burguesa dijo, una noche a Vignerolles:

–Deberíamos casar a Zoé.

–En eso pensé yo.

Preguntaron a la Srta. Rabier; esta se arrojó al cuello de Hortense:

–¡No quiero abandonarte, no!

–Pues bien, concluyó el enamorado, yo te buscaré un marido que vi-

virá con nosotros.

La Srta. Zoé Rabier todavía

se encontraba en el internado,

cuando su hermana Hortense se

casó con el Sr. Auguste Vignero-

lles, un negociante de maderas al

por mayor de la avenida Jemmpes.

Esas dos huérfanas, hijas de un

tendero de Montmartre, no se pa-

recían en nada: Hortense, alta y

sosa, la cintura deformada por la

maternidad, tenía un rostro de ma-

donna primitiva, una cabellera ne-

gra en bandas sobre su frente, unos

ojos muy dulces, muy humildes,

angélicos; Zoé, pelirroja regordeta,

con la nariz al viento, de formas

intrépidas, de mirada azul e inten-

sa, la boca rosada, golosa. Su cu-

ñado la llamaba Zozó; las amigas

de la pensión le llamaban: Cola de

Vaca.

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Cierto domingo, Auguste llevó a cenar a un joven. Se llamaba Sulpice

Farinet, y su situación de huérfano le hizo obtener las simpatías de la Sra.

Vignerolles. Ese Farinet, alto y delgado, con la figura grisácea y banal, no

podía inspirar un flechazo en Zozó, pero tenía algún dinero, se aburría solo,

y no pedía otra cosa que introducirse en el negocio de las maderas. Se le

volvió a ver los domingos siguientes; Zoé lo estudiaba, reía con motivo de

sus bellas frases de asiduo a los clubs populares, lo juzgaba fanfarrón e in-

genuo.

–¡Tiene una buena cabeza, Gugusse!... ¡Oh! ¡has elegido bien!

–¡Una frente dispuesta por adelantado, Zozó!

–¡Es mi tipo! ¡Ay! ¿Qué dirá si se da cuenta que la corona de aza-

har?…

–¡Chsst!... ¡Yo me encargo de ello!

–¿Tú?

–¡Sí!

–¡Habla!

–No. Las mujeres son demasiado cotillas.

A pesar de su confianza en Gugusse, la Srta. Rabier temblaba de in-

quietud.

La boda tuvo lugar en el domicilio de los Vignerolles, una amplia ca-

sa, el Hotel del Trabajo, así como lo declamaba el bravo Sulpicie. A la hora

solemne, los invitados fueron partiendo; Auguste y Zoé charlaban en voz

baja; se levantaron, desparecieron, subieron al primer piso; Farinet quiso

seguirlos; Hortense lo detuvo.

–Todo a su tiempo, señor Sulpice, todo a su tiempo…

–¿Qué es esta broma, señora?

–¿Qué broma, Sr. Farine?...

–Su marido y Zoé… arriba… abren la habitación… ¡Santo Dios!….

Yo…

–No se enfade, señor. Un poco de paciencia. ¡Zoé es tan inocente!

Auguste la acompaña; él le está dando el discurso.

–¿El discurso?

–Sí, señor Sulpice, el discurso. Zozó debe conocer las obligaciones del

matrimonio, y Vignerolles, que es un padre para Zozó, reemplaza a nuestra

difunta madre.

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–Le correspondía a usted, señora Hortense, informar a su hermana.

–¡Pobre criatura! Yo no me atrevía; temía turbarla, verla enrojecer.

Los hombres tienen más libertad. Vignerolles es un padre, ya se lo dije, un

padre.

–¡Ah! ¿Le da el discurso? ¡Ella está tensa y yo no la disfruto, ¡vaya

faena!

Sulpice, al principio había creído que la cuñada se burlaba de él. Pero

no. Estaba en presencia de una mujer muy piadosa, honrada e ingenua, cuya

inocencia rayaba la estupidez y que, incapaz de comportarse mal, estimaba a

los demás según su propia personalidad.

En la habitación nupcial, Vignerolles desnudaba a Zozó, encendido

por un ardor nuevo ante el vestido de novia: Zozó le parecía algo nuevo y

más bonita que nunca.

–Tengo miedo – suspiraba.

–Tranquila, querida.

El orador estrechaba las manos de Sulpice, y Hortense dejaba a su cu-

ñado, deseándole una buena noche.

Entonces, como el joven hombre, pálido de ira, se dirigía hacia la

puerta, Auguste llenó dos tazas y mezcló un narcótico en la bebida del re-

cién casado.

–¡Sulpice, para animarte!

–Gracias.

–¡Necesitas tomar fuerzas!

Para desprenderse del importuno y satisfacer una antigua afición de

borracho, Farinet volvió sobre sus pasos.

–A tu salud, Sulpice.

–A la suya, señor Auguste.

Bajo las mantas, Zozó, que se retorcía de risa, escuchó al marido bos-

tezar, luego dormir, roncar con un sueño profundo. Por la mañana, ella lo

despertó: «Te amo Sulpice. ¡Ah! ¡qué feliz me has hecho!» Ella lo besaba

en la frente y él la miraba, con la mirada extraviada, los cabellos erizados.

¿La había poseído o no? Trataba de recordar.

–¡Repitamos, mi hermosa!

–Estoy rota… Y es la hora del almuerzo…

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Casta, se ponía sus faldas, sus medias rosas; Farinet se vestía en un

rincón, muy apenado. Bajaron; las hermanas se besaron, y Vignerolles feli-

citó al feliz esposo:

–¿Lo habéis pasado bien, eh? Zozó está un poco ojerosa…

Farinet temía ser ridículo, y con tono despreocupado, dijo:

–¡Sí…sí… de maravilla!

La comedia se repitió toda la semana. Cada noche, Sulpice ingería

tanto un potaje soporífero, como una ciruela adormidera. Deseoso de vencer

el sueño, abusaba del café, pero el café no lograba nada, pues el terrible Gu-

gusse le echaba opio. El recién casado exigió el deber conyugal a mediodía

o a las tres de la tarde.

–¿En pleno día? –exclamaba Zozó – ¡Nada de rarezas! ¡Por lo demás,

imposible! Me has lastimado las primeras noches.

Esa herida desconocida era muy lenta en cicatrizarse, y, desde el fin

de mes, Farinet, escuchando a la esposa que se declaraba embarazada, deci-

dió partir.

Precisamente, el cuñado y la cuñada merodeaban por los graneros

mientras Sulpice acababa de hacer sus maletas, y ordenaba a los criados que

las llevaran al hotel.

La Sra. de Vignerolles le cortó el paso.

–Señor, ¿qué hace?

–Me voy, señora.

–¿Abandona a su esposa?

–La abandono.

–¡Pero, es horrible!

Con un gesto, echó de allí a los criados, y, con las manos en oración,

la actitud recogida, devota, iluminada por un rayo misterioso, semejante a

las santas de vitral, murmuró con voz grave y dulce:

–¿Por qué, señor Sulpice?

–¡Porque ya me harté bastante de las porquerías de Zoé y de Auguste!

–Se divierten, señor Farinet, ellos se divierten…

–¡Yo no me divierto! ¿Qué piensa usted, señora, si le digo que desde

hace cuatro semanas que cometí la locura de casarme con esa granuja de

Zoé, todavía ignoro el color de su sexo?

–Ella dice que le falta a usted memoria.

–¡Sí que tiene cuajo, la Cola de vaca!

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–Va tener un hijo, es hijo de usted.

–Yo no me acuerdo de nada, señora…

–¿Lo ve, señor?

–El mocoso será producto del adulterio.

–¡Oh! ¿Zoé? ¿Auguste? Le juro…

–¡Los muy cerdos! Se han burlado de mí, y usted es una tonta, señora

Hortense, una tonta!

Gugusse acudió.

–¿Qué es lo que sucede aquí? ¿Qué te pasa, bribón?

–Usted va a darme explicaciones, especie de…

–¿Explicaciones? ¡Aquí están tus explicaciones!

Le puso la bota en sus posaderas: Sulpice trató de responder; las da-

mas se interponían.

–¡Qué se vaya! – gritaba Zozó.

Se le entregó el dinero de la asociación; Farinet salió de la casa con un

«¡uf!» de alivio.

–En verdad, – gemía Hortense,– los jóvenes de hoy se alejan del buen

Dios, y el buen Dios los maldice. Ese muchacho no tenía familia: Auguste le

abre la nuestra y él deserta de su felicidad. Va, mi Zozó, ¡no creo nada de

sus mentiras! Nosotros criaremos a tu bebé; te consolaremos; ¿verdad, Au-

guste?

–Por supuesto… por supuesto…

Y retomaron su tranquila vida.

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Las personas de buena reputa-

ción, educadas en los Oiseaux o simi-

lares, llaman «luna» a esa parte del

cuerpo que la más elemental de la

decencia nos ordena ocultar. Por des-

gracia, la tierra es redonda como la

luna, y ¿quién sabe?: si el astro noc-

turno tuviese habitantes – ¡para ellos,

hermosas señoras, la luna sería la

«tierra»!

Jules Flangibault, pintor realis-

ta, joven y ya célebre, se había acos-

tumbrado a pasar la última quincena

de agosto en casa de los Domincourt,

en su casa de campo a orillas del Oi-

se. Ese año, tomó el tren muy emo-

cionado, muy alegre, con el pensa-

miento de encontrar a una de las invi-

tadas habituales, su prima, la Sra.

Sophie Bousquet, esposa de un rico

propietario del Beauvoisis.

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La villa de los Domincourt, se llamaba Jeanne-Hachette, en recuerdo

de la noble muchacha que defendió Beauvais contra el más temerario de los

Carlos, y las recepciones allí eran cordiales, magníficas, dignas de la fortuna

del amo, un antiguo agente bursátil retirado de la Bolsa antes del crac. Tanto

Geneviève y el tío Alcibiade se enorgullecían de su sobrino Flangibault, lo

mostraban a la admiración de invitados y vecinos tras haberle predicho la

miseria, la vergüenza y el hospital. Jules quería a sus viejos parientes, aun-

que no esperaba de ellos ni los zapatos de los muertos: ¡Ah! ¡los penosos

comienzos! Rechazado en el Salón por motivos de inmoralidad; amenazas

de persecuciones judiciales por un cuadro expuesto en las galerías de un

artístico y valiente marchante que protegía a los grandes maestros, Courbet,

Manet, Claude Monet, Rodin. ¿La obra de Jules? Un episodio de 1870, una

escena íntima. En medio de la noche, un oficial de móviles, un oficial heri-

do, sangrando, con el cráneo envuelto en una venda, aparecía ante la cama

de su esposa, y la esposa se levantaba, tendiendo los brazos y llorando. Esta

obra sencilla y robusta, animada del aliento de la patria, arrancaba lágrimas.

La esposa estaba en camisa de fina batista; pero, levantando los brazos,

mostraba pelos bajos las axilas. ¿Pelos? ¡Una mujer! ¿Un militar en túnica y

una dama en camisa? ¿Uno desnudo y otro vestido? ¡Qué horror! ¡Qué

abominación! ¡Qué sadismo! Los jurados de pintura se aliaron, le cortaron

la carrera y el artista a punto estuvo de morir.

Sin embargo, Flangibault continuó pintando rosa y blanco allí donde

veía blanco y rosa, y pintó paisajes frondosos y sombríos allí donde los jue-

gos de luz exigían sombras y frondosidades. Los filisteos se indignaban,

vomitaban insultos; él los dejó indignarse y vomitar, hasta que se pusieron

de manifiesto sus hipocresías e impotencias.

En la villa Jeanne-Hachette, el pintor trabajaba en el retrato de la pri-

ma Sophie, más seductora que nunca con su cabeza de diosa griega, los ri-

zos rubios de su cabellera, el estallido de sus bellos ojos negros y el encanto

infinito de sus lánguidas poses. Los primos recordaban su infancia pasada,

codo con codo, en Beauvais, en casas burguesas de la calle San Salvador.

Aún joven, Sophíe parecía un poco delgada, un poco pálida, y si Jules la

declaraba soberbia de rostro, de encarnación y formas, ella lo encontraba

cambiado, guapo. Realmente, no quedaba nada del bohemio calificado de

pornógrafo, del lamentable villano que, en las horas de tristeza, imaginó,

como otros artistas, distinguirse del común de los hombres, menos por el

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talento que por la apariencia, – llevar cabellos y barbas mal cuidadas, poner

un sombrero hongo, una chaqueta de terciopelo e incluso pantuflas, con una

pipa en la boca, a lo largo de las aceras.

Desde la calle de los Mártires al palacete de la calle Jouffroy, ¡qué

metamorfosis! Hoy, el pintor elegante, con barba rubia impecable, con el

ojal adornado con un delgado alfiler rojo, despierta a la bella prima somno-

lienta.

El Sr. Edgard Bousquet, el marido de Sophie, un propietario gordo y

ventrudo, poseedor de unos enormes bigotes pelirrojos, no se resistió al de-

seo de espiar al pintor y su modelo. Simulaba una salida, regresaba brusca-

mente, se situaba a derecha o a izquierda de la tela o bien detrás de la seño-

ra.

–¡Es insoportable este animal! – gruñaba Flangibault.

–¡Ridículo, enervante, ofensivo! – suspiraba la modelo.

–¿Y cornudo?

–Todavía no.

Fue en vano que Jules transportase su caballete al fondo del parque; en

vano peregrinaba a través de las avenidas y los setos: Bousquet le seguía a

todas partes.

–Querido primo, cuando el retrato de Sophie esté terminado, ejecutará

mi cara, ¿de acuerdo?

–Ya veremos.

–Jules, usted halaga a mi mujer. Así, la nariz…

–Permítame …

–La boca…

–¡Qué animal!

–¿Eh?

–Digo que los árboles tienen hojas raras…

Por la mañana y la noche, en la mesa, Edgard tenía una manera de po-

sicionarse que le permitía analizar lo que ocurría debajo del mantel: Sophie

y Jules debían tener sus piernas quietas. Edgard no toleraba ni el baile ni los

juegos inocentes, y la señora miraba a las otras mujeres bailar y divertirse,

con el corazón dolido y el sexo ardiente para las voluptuosas revanchas

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A pesar de la presencia marital, un día los enamorados charlaron a so-

las tres minutos, y Flangibault propuso temblando una cita nocturna. Sophie

enrojeció cuando supo el singular y fatal lugar adoptado por Jules,

Sin que pueda mirar Ese celoso de Edgard

¡Ah! no tembléis, no os sonrojéis, queridas lectoras, pues os digo que

el amor todopoderoso tiene privilegios de gracias inmortales. Uno adora en

las chozas, en los graneros: no es nada cómodo, es cierto, ni más a los veinte

años que a los sesenta. Pero un verdadero amor se burla del decorado, y por

todas partes arden las llamas del buen fuego, y por todas partes espumea la

buena lujuria, pues las vacilaciones y los desfallecimientos no son más ex-

clusivos del pajar que del somier, ni de la humilde y poética silla de paja

sustituyendo al mullido diván.

Sophie y Jules no buscaban en absoluto los inmundos placeres de los

viejos, y el pequeño local donde se amaron estaba limpio, encerado, barni-

zado, perfumado de ámbar y benjuí, iluminado con una luz de vitral, con

todo el confort moderno de las dmas inglesas. Cada noche, so pretexto de

una necesidad natural, la Señora Bousquets dejaba el lecho nupcial y se di-

rigía en faldas de preciosas encajes, calzada con unas chinelas rosas, hacia

ese buen retiro: Jules la esperaba allí, donde se reunían aprisa. De entrada,

imitaban a los pájaros, temiendo ser sorprendidos; a continuación, se dieron

cuenta que nadie los molestaría. Los Domincourt y los huéspedes tomaban

sin duda sus precauciones, antes de subir a acostarse, y Jules y Sophie se

dieron al corazón alegre para, al acabar, regresar por desgracia, él, a su habi-

tación de soltero, ella, a su marido roncando.

Cuando un artista joven está enamorado, se establece, entre el arte y la

pasión, un torneo de aficionados, una lucha encantadora de coqueterías y

galanteos recíprocos, según los señores oficiales franceses, en Fontenoy: –

¿Señor artista, pintad el primero? – No, responde el artista, no haré nada;

después de vos, señor enamorado.»

Entre su arte y su pasión, – después del amor, Flangibault soñaba con

una obra maestra. Trajo telas, pinceles, colores, y se puso a pintar a la aman-

te de pie sobre el banco… cubierta de flores: la luna descendía de la alta

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lámpara, llenando con sus reales blancuras el santuario embalsamado de

heliotropos y verbenas.

Precisamente, el pintor acababa el esbozo de la luna celeste, cuando el

Sr. Bousquet sacudió la puerta.

La Sra. Bousquet se sintió desfallecer; quiso gritar; Jules le suplicó

que callase y respondió:

–¡Está ocupado!

–¡Abra!

–¡Le digo que está ocupado! Si tiene apuro, hágalo en el jardín.

–¡Abra, cerdo!

Edgard amenazaba con romper la cerradura. Entonces, Flangibault

murmuró algunas palabras al oído de su amante, y, precipitándose, con su

amplia camisa cubrió la cabeza del Sr. Bousquet, dando así a la señora

tiempo de huir, sin ser observada.

–¡Es una broma de taller, amigo mío! – se reía Jules.

–¿Una broma?... ¡Miserable! Usted…

Como los Domincourt, los invitados y los criados preguntaban: «¿Qué

sucede? ¿Dónde está el ladrón?» Edgard penetró en los excusados y no vio

más que ramos floridos y el retrato de la verdadera luna.

–Estoy seguro de que mi esposa…

–Está enfermo, está loco, – gemía Sophie.

–Señora, usted está con…

–¿Sí, Señor? Imbécil, tenía migraña y tomaba el aire en la ventana de

nuestra habitación!

–Je… je… Perdón, mi pollita… Una pesadilla…

–¡Caramba!

Todo se arregló lo mejor que se pudo: el pintor regaló al Sr. Bousquet

el esbozo de la otra luna y guardó en sus cofres misteriosos la luna de Sop-

hie.

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59

–¿Y entonces qué?

–Entonces, – dijo Saint-

Hélier, – como París se volvía

estúpido y ridículo, a pesar del

triunfo de la Exposición, con sus

periódicos vomitando injurias, con

sus políticos charlatanes y sus

arengas, con sus miles de carteles,

oremus de ambiciosos indocumen-

tados y políticos vulgares, sus mi-

llares de prospectos pegados, todos

sus papeles deshonrando las pare-

des, las verjas, los árboles, las es-

calinatas de los templos y los tea-

tros; como las ciencias, las letras y

las artes se eclipsaban; en fin, co-

mo sentía todo lo odioso y todo lo

criminal de esas cosas, sin entre-

ver, por desgracia, la fecunda auro-

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ra y gloriosa, ni de un lado ni del otro, se apoderó de mí una angustia que,

desde mi regreso de los baños de mar, decidí volver a marcharme.

¿A dónde ir? No lo sabía. ¡Al diablo! Hacia las ocho de la noche, en la

estación de Orleáns, compré un billete para Périgueux, así como lo hubiese

comprado para Toulouse o Burdeos, pues me proponía continuar el viaje y

establecer un itinerario durante la ruta.

Casi todos los vagones estaban abarrotados. Sin embargo, encontré un

rincón; con mi bastón y un libro, ocupé una plaza; descendí, y cuando re-

gresé vi a un señor gordo que, tranquilamente, arrojaba el bastón y el libro a

la redecilla portaequipajes del 0.479 y se sentaba.

–Perdón, caballero, – le dije, – esa es mi plaza.

–¡Me da igual!

–¿Cómo dice?

–Digo que me da igual; aquí estoy y seguiré estando.

–¡Le aseguro que no!

–¡Le garantizo que sí!

Los demás viajeros – hombres – me dieron la razón: se presentó un

empleado y no me vi obligado a vérmelas tiesas con el grueso caballero.

Ese ostrogodo desapareció y yo conservé mi rincón, con la cabeza so-

bre una almohada. Una dama subió por la escalerilla. Uno es francés o no lo

es. Le ofrecí mi rincón; la dama me lo agradeció con una simpática sonrisa,

y yo me instalé cerca de ella.

¿Bonita? Si usted quiere. Rubia, de un rubio pajizo, con los ojos ne-

gros, regordeta, la nariz griega, una boca fresca y encantadora. Estaba en-

guantada de gris a lo mosquetero, tocada de un sombrero redondo con enca-

jes negros plegados y adornados con azaleas rosas, y vestida, bajo una piel

de armiño, con una chaqueta de lana de lo más elegante. Ninguna joya. Un

porte distinguido, aristocrático. En su cintura, unos claveles rojos. Extendió

una manta de viaje sobre sus rodillas, la dejó deslizar, apenas descubrió con

una mano ligera los interiores de blancos encajes donde florecían verbenas:

luego, en un montón de periódicos ilustrados y diarios de la mañana y la

noche, la Vie Parissienne, el Charivari, el Journal amusant, el Figaro, el

Gil Blas, el Intransigeant, la Autorité, la Bataille, la France, el París, etc.,

eligió la Cocarde. De inmediato, adiviné la identidad de la gran dama: la

vizcondesa del Faubourg.

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Desde Paris a los Aubraies, mi vecina devoró sus periódicos; yo releí

un libro de nuestro maestro Honoré de Balzac.

Los viajeros fueron bajando, y en nuestra compañía no quedo más que

un viejo burgués roncador.

Bruscamente, la dama de los claveles rojos me preguntó:

–¿Sois bulangista3, señor?

–No me gusta la política, señora.

–Pues bien, yo soy boulangista. Debe usted convertirse.

Adorablemente, con una zalamería mundana, muy al margen del ilu-

minismo de esta joven predicadora del Ejército de Condena, de la Atroz

Miss Maud que (ya os he contado), exigía mi «desvirilización», antes de

nuestro matrimonio, – adorablemente, la dama de los claveles rojos se lanzó

a un elogio del bravo general.

Después de Chäteauroux quedamos solos; llegamos al Subterráneo, y

las confidencias continuaban.

–Sí, barón, con toda la vizcondesa que soy, voy a apoyar en Limousin

a un candidato del general. Mi marido, el Sr. de la Motte, ama los caballos,

las carreras y el club; a mí me gustan también las carreras, los caballos, el

baile, y ese pobre vizconde, además de otros… añadidos. ¡Me burlo de ello!

La política me divierte, y es un deporte. ¡Señor, no me mire de ese modo!

No tiene ante usted ni a una pedante ni a una cotilla ni a una pelma, ni a una

nueva militante feminista solicitando para nuestro sexo el derecho de voto y

de elegibilidad. ¡Oh! sé muy bien que el Sr Magnard, defendiendo en el Fi-

garo la causa de las mujeres contra mi amigo Jean Tolbiac4, dijo un día:

«Las duquesas podrían votar, pues tienen más espíritu que sus palafrene-

ros.»

–Las vizcondesas, igualmente.

–Sin duda. Pero el Sr. Magnard es un filósofo amargo, e imagínese

que de la teoría a la práctica debe sugerirnos crueles reflexiones. Luchadora

3 Georges Ernest Jean Marie Boulanger, general y político francés (1837 - 1891).

Militar, ministro y político, tuvo un gran protagonismo en los primeros años de la Tercera

república francesa. 4 Jean Tolbiac era el pseudónimo utilizado por Jean Louis Dubut de Laforest cuando

ejercía como periodista. (N. del T.)

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del momento, predico a favor el general Boulanger. Barón, quiero mostrarle

la propaganda.

La Sra. de La Motte extrajo de un gran neceser unas terracotas colo-

readas, miniaturas de cuerpo completo del general.

–Observe el sombrero, el penacho, los ojos de esmalte azul, la barba

rubia, el cordón rojo, la placa diamantada, la espada, el pantalón blanco, las

botas barnizadas, las espuelas. ¿Es bastante artístico?

–¡Es encantador!

–¡Y de un parecido! Al principio, los había ordenado ecuestres; se me

hizo observar que serían demasiado frágiles. Tengo aquí una docena, y mis

equipajes contienen veinticinco mil, con los que adornar todas las chimene-

as de la periferia de Bellac. ¿Quiere uno?

–Con mucho gusto.

–Imagínese que en casa de la duquesa de Uzès…

–¡Ah! señora, ¡la política!

–No hablemos más de ello, barón.

Yo la miraba con los ojos en sus ojos; ella sonrió; le besé la mano, y

nuestros labios se unieron. Tras haber corrido el pequeño cortinaje verde

sobre la luminosa copa del techo, dispuse nuestras dos almohadas blancas y

los cuatro cojines a modo de cama de amor.

Una delicia, una embriaguez, un olor de verbena, ¡el Paraíso!

….

–¿Gustave, más?

–¡Mi Caroline, siempre!

….

De pronto, durante la marcha del tren, la portezuela del 0.479 se abrió,

y apareció un empleado.

–Señor y señora, ¿sus nombres? Esto es un atentado a las costum-

bres… en lugar público… voy a denunciarles.

Había tenido tiempo de volverme, de vestirme en medio de las som-

bras y susurrar: «Señora, no se mueva… Cierre los ojos…»

–¿Su nombre, señor? – aulló el empleado que apartaba la cortina y nos

iluminaba.

–¡Chsss!...

–¿Su nombre?

–¡Chsss!...

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Serio y misterioso, me incliné hacia el oído del hombre:

–Esta mujer es una miserable a sueldo de los boulangistas; la he dor-

mido; no la despertéis.

–Ambos hacían cochina…

–¡Chsss!... Se la vigilaba, ya la tengo, la estaba registrando…

–Señor…

–¡Chsss!... he cubierto la lámpara y amontonado los cojines a fin de

que nadie me moleste… He aquí unos claveles rojos, aquí unos retratos del

general extraídos de su blusa y de sus faldas…

–Usted la… Usted exhibía…

–¡Chsss!...

–He visto…

–Una terracota. ¡Chsss!... Pasa panfletos clandestinos, panfletos de In-

glaterra en esas figuras del general, como antaño se pasaba de Bélgica a

Francia La Linterna de Rochefort5 en los bustos de Napoleón III… Le he

aplicado un fuerte narcótico bajo la nariz, y no he acabado de verificar… No

me moleste… Se está jugando su puesto de trabajo… Cumplo funciones

absolutamente delicadas…

–¿El señor es de la Prefectura de Policía?

–¡Chsss!... Si la despierta, informaré de esto.

–Disculpe, señor…

–¡Chsss!...

El empleado ya levantaba su casquete engalanado, cerrando el vagón

0,479.

… Y el tren de los amores rodó a través de los silenciosos campos.

5 Victor Henri Rochefort, Marqués de Rochefort-Luçay (1830 –1913), periodista,

político y autor teatral francés, nació en Paris. La Lanterne era una publicación clandestina

que se imprimía en Ginebra, donde Rochefort se encontraba exiliado. (N. del T.)

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El pasado verano, después de

su viaje de bodas, el conde Adrien

y la condesa Juliette de Bresnes

fueron a terminar el verano al casti-

llo de Saint-Yves, a orillas del río

Loira. Jamás luna de miel alguna

fue tan deslumbrante y dulce para

unos enamorados tan perfectamen-

te unidos. Tanto la hombría como

el orgullo del aristócrata, el brillo

de sus ojos y sus jóvenes bigotes

ponían de relieve muchos atracti-

vos viriles, al igual que la esbeltez

de la dama, sus cabellos color

maíz, el azul de su mirada, el en-

canto de su pequeña nariz de aletas

vibrantes, el rojo húmedo de sus

labios, el rosado de sus carnes, los

delicados contornos de su garganta

y su torso dejaban entrever multi-

ples seducciones femeninas. Él re-

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presentaba la fuerza, ella la gracia, y ambos se amaban, rodeados del cariño

de la Sra. de Saint-Yves, la madre de Juliette, una amable anciana, dichosa

con la felicidad de sus hijos.

Un día que el conde y la condesa regresaban de un paseo a caballo, un

criado anunció a los amos:

–La Sra. marquesa de Arlandès está en el castillo.

Adrien no se percató en absoluto de la palidez y la agitación de su es-

posa, y se conformó con decir:

–Nuestra prima habría podido demorar su visita.

Desde lo alto de la escalinata, la visitante sonreía a la amazona y al ji-

nete. Era una alta y bonita morena, un poco delgada, con una cabellera riza,

una boca encantadora y unos ojos de un verde luminoso, dorados o rojos,

como dos gruesas gotas de licor verde, atravesados por pequeñas llamas de

oro o fibrillas sangrientas.

La marquesa Paule d’Arlandès se disculpó por molestar a los nuevos

enamorados; se dirigía a España y había dado un rodeo con el deseo de be-

sar a su querida Juliette. En sus palabras y en el beso que dio a la Sra. de

Bresnes, había una ironía velada de la que solo la condesa comprendía el

significado.

Tras la cena, mientras el conde y algunos vecinos de los alrededores

jugaban a las cartas con la dueña del castillo, Paule arrastró a su prima al

fondo del parque:

–Desdichada – reprochó – te has casado, has olvidado nuestros jura-

mentos.

–¡Juramentos odiosos!

–¿Amas a tu marido?

–Lo adoro.

–Ya lo veremos. Vengo a buscarte.

–¿A buscarme? ¿Estás loca? ¿Con qué derecho?

La marquesa, con fuego en la mirada, los labios secos de deseo, abra-

zaba a Juliette, pero la condesa la rechazó:

–¡Vete! ¡Vete! ¡Déjame!... ¡Vete o grito!

–¡Atrévete! – dijo socarrona la Sra. d’Arlandès– ¡atrévete y cuento al

conde nuestras aventuras!

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Aterrorizada, la Sra. de Bresnes se resignó a sentarse cerca de la visi-

tante, al claro de luna. Unos rayos de plata que descendían del cielo azul

iluminaban la tierra, los bosques y las aguas: una fragante brisa, cargada del

perfume embriagador de los henos cortados, y refrescada con las húmedas

caricias del cercano río, hacía mover alegremente los rizos rubios y morenos

de las primas; el césped se cubría con el blanco de sus faldas, con el tesoro

de sus encajes, con los matices de sus vestidos estivales, y, más allá, en la

cima de los árboles y a lo largo del vergel florido, los pájaros cantaban un

himno de triunfo. Paule relataba las angustias de la separación, las noches

sin dormir, los días sin esperanza; manifestaba su asco por los hombres, su

hastío de los placeres y desenfrenos con numerosos amantes – todos iguales;

ella recordaba, furiosa de pasión, los antiguos amores, las horas de embria-

guez; clamaba su sed de besos, y Juliette la escuchaba con los dientes apre-

tados, más verde que la hierba.

–Sí, has aprovechado mi enfermedad para casarte. Pensabas: « Paule

va a morir y yo seré libre!...» Ahora estoy curada de mis crisis nerviosas; es

preciso que me acompañes a España.

–Jamás.

–¡Es preciso!

–Jamás.

–Soy inmensamente rica, y…

–¡Qué me importa!

–En mi palacio de Madrid mandarás como una reina, y yo te adoraré y

serviré como la más fiel de las amigas y la más humilde de las sirvientas.

–¡No! ¡no!

–¡Entonces, el Sr. de Bresnes conocerá nuestra historia! – vociferó la

marquesa, insensible a las lágrimas de Juliette.

–¡Él no te creerá, miserable!

–Claro que me creerá, porque tengo mis papeles, tus cartas. Reflexio-

na, querida.

Y las dos jóvenes se miraron, una aterrorizada, la otra burlona y ar-

diente.

Las aventuras de las primas databan de la época en la que la Sra.

d’Arlandès, viuda de un noble español, encontraba hospitalidad materna en

París, en casa de su tía, la Sra. de Saint-Yves. Soltera, Juliette siguió a la

corruptora. Pronto sus nobles instintos se fueron al traste: la lesbiana había

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acabado en Madrid su convalecencia, y la víctima, avergonzada de las fu-

nestas orgías, se elevó, mediante un matrimonio por amor, hasta el cielo de

la redención.

Desde que Paule se había instalado en Saint-Yves, en un pabellón del

castillo, el conde observaba el extraño comportamiento de Juliette.

–No estás alegre, querida.

–Amigo mío, te equivocas.

–Has llorado.

–No, te aseguro que no.

La Sra. de Bresnes trataba de sonreír, pero las rosas de sus mejillas pa-

lidecían, y un cáncer la devoraba, la corroía, le destruía en cuerpo y alma.

¿Qué hacer? ¿Qué decisión tomar? ¿Expulsar al monstruo? El monstruo la

deseaba, el monstruo la denunciaría a su marido, el monstruo evocaría las

escenas de las ilícitas lujurias – y la joven de antaño, tan bella y tan casta en

su vestido blanco, con su velo inmaculado y su ramo de azahar, y la esposa

de hoy tan adorable y virtuosa, esa gran dama, esa patricia, esa mujer sola-

mente sería a los ojos de su esposo una cualquiera, una falda mancillada,

una enferma o una criminal, ¡un objeto de piedad o de horror! ¿Apoderarse

de las cartas? ¡Imposible! El monstruo las ocultaba en su corsé y se enorgu-

llecía de sus formas, suspiraba, con voz pérfida: «Ven a cogerlas».

En vano, la Sra. d’Arlandès se devanaba los sesos y urdía estratage-

mas; en vano amenazaba, en vano imploraba; la Sra de Bresnes siempre

evitaba los cara a cara y huía, desde que se hacía de noche, de la presencia

de la enemiga.

Entonces, Paule volvió su ira contra el marido seductor; odiaba los en-

cantos del esposo y veía en él el único obstáculo a la posesión de Juliette.

Pensó en desfigurarlo con ácido, luego, su locura – así como ocurrió a dos

sirvientas parisinas «nativas de Lesbos» – aumentó con un curioso misti-

cismo. Por la noche, sacudida por una rabia lúbrica, rogaba a los ángeles y

al diablo, mezclaba sus devociones con horribles blasfemias, mancillaba

imágenes santas con innobles grabados, y nada lograba calmarla. Había sus-

traído las fotografías del conde y la condesa; mataba al marido en efigie, le

hundía una aguja en el lugar del corazón y luego cubría de besos el retrato

de la viuda. Por la mañana gozaba de su libertad y admirable hipocresía sa-

ludando al aristócrata y a su dama:

–Os queréis mucho. ¡Oh, qué encantador es quererse así!

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Merodeaba alrededor de ellos, bromeaba, y Adrien, molesto, murmu-

raba al oído de Juliette:

–¡Qué pelma! ¡Qué pesada!... ¿No podría abreviar su visita?...

Esa noche, de pie ante una de las ventanas del pabellón, la marquesa

acechaba al Sr. de Bresnes.

–Juliette está aquí conmigo – dijo; – marcho al instante. Sube a despe-

dirte, mi querido primo.

El conde, encantado de esa determinación, subió las escaleras, y cuan-

do entraba en el recibidor la Sra. de Arlandès surgió detrás de unas cortinas

y, armada con un puñal, golpeó al aristócrata en pleno pecho:

–¡Muere, canalla, por robar a mi amor!

A la caída del cuerpo, ella hizo saltar el peine de sus cabellos, des-

garró su blusa, adoptando todos los ademanes de una heroína que acaba de

luchar por su virtud; en presencia de la Sra. de Saint-Yves, de la Sra. de

Bresnes y de los criados que acudieron, la asesina se puso a rugir, mostran-

do el cadáver:

–Se ha introducido… Ha querido… ya comprendéis… Ha querido.. ha

querido…

–¡Miente! ¡miente!– sollozaba Juliette, – desafiando a la manipulado-

ra.

…Obligada a responder ante la justicia y justificar su crimen en legí-

tima defensa, la marquesa de Arlandès abandonó el castillo, y, por la noche,

a las luces de los cirios que iluminaban al muerto amado, la condesa de Bre-

nes leía una nota rosa impregnada de enloquecedoras fragancias:

« Querida mía,

« Vendré a buscarte, y estarás más bella de luto!

« PAULE. »

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Gustave encendió un cigarrillo y dijo:

–Durante los mejores días del verano que se acaba, he recorrido las

playas normandas, bretonas e inglesas, pero la alta sociedad se volvía hacia

nuestra Kermesse. No me he divertido mucho en ninguna parte, y a menudo

hice la NAVETTE entre Dieppe, Dinard o Brighton y la esplanada de las

En casa de Thérèse, tras

una alegre cena, se pasó al

jardín de invierno lleno de flo-

res, iluminado por los rayos de

la electricidad y de farolillos

venecianos. Bajo la sombra

plateada de los plumeros y la

sombra verde de las grandes

plantas, al murmullo de los cho-

rros de agua, un chaleco negro

rodeado de otros chalecos y de

escotes, rosas o blancos, se

sentó a horcajadas en una silla.

Era el narrador de la velada, el

barón Gustave, un Mefisto

siempre alegre, siempre amable,

gracias a usted, mi querido

Besnier, gracias a su humorísti-

co talento mis lectores lo han

admirado en la portada de un

libro, y a caballo sobre la nariz

de la Luna.

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Gustave encendió un cigarrillo y dijo:

Durante los mejores días del verano que se acaba, recorrí las playas

normandas, bretonas e inglesas, pero la alta sociedad se volvía hacia nuestra

Kermesse. No me divertí mucho en ninguna parte, y a menudo fui de aquí

para allá entre Dieppe, Dinard o Brighton y la explanada de las Inválidos

para aplaudir a las javanesas. ¡Oh! Esas bailarinas con casco de oro y fulares

de seda, medio vestales y medio bacantes, cuyas gruesas y primitivas figu-

ras, con los torsos delgados y las piernas cortas, los cabellos rizados, los

ojos almendrados, los enormes labios en arco, las sonrisas ingenuas o volup-

tuosas, me han a su vez inflamado y helado! Con la danza de los vientres sé

a qué atenerme desde el primer momento. Pero, con la danza de los dedos,

el baile de las dos manos tan llenas de lentitud, con el Baile de las Perezas

(a usted, Sr. Jules Klein, le doy el título: Háganos con él un romance); con

sus poses hieráticas, sus gestos inocentes o de desenfreno, las javanesas –

esas mimas de la religión o del placer – me turban y me confunden. ¿Es esto

la corrupción suprema o la virginal aurora? ¡Damas de harén o ídolos vivos

de templos misteriosos, yo las saludo una última vez, y las beso a todas en la

frente antes de devolverlas al príncipe que nos las ha prestado!

Una mañana, en Cabourg, en una habitación del Gran Hotel, soñaba

con las javanesas. Los besos del sol me despertaron, y, deseoso de dormir y

soñar un poco más, bajaba las cortinas cuando escuché una voz de mujer

murmurar:

–¿Y bien, eso es todo?

La dulce frase atravesaba un tabique y un ruido de suspiros amorosos

vino a convencerme de que eso no era todo. Al día siguiente y a la misma

hora fui despertado por el traqueteo del somier de mi vecina; el tercer día,

ya no dormía, y escuché de nuevo:

–¿Y bien, eso es todo?

–No, mi Berthe amada, - declaraba el visitante matinal.

Desde el octavo día, el: «¿Y bien, eso es todo?» comenzaba a irritar-

me, a exasperarme, a convertirse en una auténtica obsesión. Me acostaba

jurando: ¡No quiero escucharlo!... ¡Pam! La cantinela de siempre, el «¿Y

bien, eso es todo?» estallaba en medio del silencio y anticipaba el estrépito

de la cama.

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¡Mil millones de rayos! Se pregunta, se puede preguntar: «¿Y bien,

eso es todo?» a aquél que ya ha intentado algo; pero no se interroga de esa

manera a un recién llegado, a un enamorado que todavía no ha hecho nada.

Una mujer del servicio doméstico me informó.

Mi vecina, la vizcondesa Berthe de Gisors, vivía en el hotel bajo un

nombre falso, lejos del conde y de los criados instalados en Bretaña, y que

la creían en París; ella recibía al Sr. Ernest de Mélize, un joven de Calvados.

Creí deber respetar el incógnito de la dama, y, entre cacerías norman-

das y un viaje a las costas inglesas, olvidé a mi vecina; pero, la mañana de

mi regreso al hotel, una vez más –la misma voz encantadora – susurró con

timbre de oro:

–¿Y bien, eso es todo?

Naturalmente, la pregunta fue seguida del ruido de las sábanas y el

edredón, de la canción de las caricias tumultuosas y del final de las olas agi-

tadas y perfumadas al vino de Chipre y a la cerveza rosa: ¡Gluglú! ¡gluglú!

El cuerpo a cuerpo me había parecido de los más enérgicos y de los

más sabrosos, y pensé: «La vizcondesa tiene lo que quiere, y eso acaba con

el terrible misterio.»

Lamentablemente, el trigésimo séptimo día, el enervante exordio, alu-

cinante, horripilante, volvía a repetirse una vez más, implacable:

-¿Y bien, eso es todo?

Durante la jornada, aproveché la ausencia de mi vecina para hacer un

agujero en el delgado tabique, y por la mañana, un poco antes de la llegada

del joven Ernest, allí pegué el ojo.

Damas y caballeros, se equivocan concluyendo que soy un voyeur. Ni

mis hábitos ni mis gustos me inducen a la contemplación de escenas en vivo

y las locuras del libertinaje senil. Me gusta el placer natural, delicado, boni-

to, ameno; me gusta a dos – ella y yo – y si ella acepta todo, yo no niego

nada a la dama que me apasiona.

Lo único que quería saber era la razón del maquiavélico: «¿Y bien,

eso es todo? » – No anhelaba otra cosa.

Berthe de Gisors estaba sobre su cama, rubia y regordeta, de un rubio

paja, los ojos negros, gentil, deseable, en camisa de fina batista, su hermoso

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pecho hinchado, tembloroso, sus cabellos dispersando sus rizos dorados

alrededor de los encajes de la almohada. Y ese cuerpo maravilloso me pare-

ció un raso rosa que permanecía casi desnudo y como ofrecido, en el mo-

mento que vi entrar al Sr. Ernest de Mélize, un moreno de dieciocho años,

bastante guapo, bastante correcto.

Ernest saludó, enrojeció, miró; Berthe sonreía al muchachito, langui-

decían sus ojos de terciopelo, pero el chico, en lugar de avanzar, la contem-

plaba en éxtasis.

–¿Y bien, eso es todo? – dijo ella.

–¿Berthe, qué significa ese: «¿Y bien, eso es todo?». Le demuestro re-

gularmente lo contrario, mi querida amante. ¿Qué es lo que…

–¿Qué es lo que sé? He aquí unos «que», y según la gramática de los

«que» suprimidos y a suprimir! Tontito… Pequeño bobo…

¡Ay!

Se mataron.

Y yo canturreaba, en honor a mi vecina:

Junto a mi rubia

Qué bien se está Qué bien se está

Junto a mi rubia

Qué bien se está.

¿Dormir? ¡Oh, no, jamás de la vida!

Ese mismo día entregué una cantidad a la sirvienta del hotel, encarga-

da del servicio de la Sra. de Gisors.

–Juliette, mañana por la mañana, usted esperará la llegada del Sr. de

Mélize y, franqueándole las puertas a ese joven, le anunciará que su madre

le reclama en su villa.

–Sí, señor barón.

–Él va, regresa, se enfada, y usted se disculpa. Lo ha confundido con

otro.

–Perfectamente, señor barón.

Juliette venía de alejar al Sr. Ernest, y en su lugar y a su hora yo me

deslizaba en el cuarto de la vizcondesa que, desesperada sin duda, ni siquie-

ra volvió el rostro.

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-¿Y bien, eso es…

De rodillas, la cubrí de besos atrevidos, un largo beso de amor, y el:

«¿Y bien, eso es todo? » se metamorfoseó en :

–¡Ah! ¡Mi bebe, mi bebé, mi bebé!... Ah, ah, ah…

De pronto, la Sra. de Gisors se levantó, amenazante:

–¿Señor?... ¿Señor?... ¿Señor?

…Creí que iba a quitarme los ojos, a arrancarme los bigotes; se contu-

vo, observando, muy graciosa:

–Dieciocho años, Ernest, ¡dieciocho años! Hubiera debido pensar que

no podía ser él, que es demasiado joven, muy joven… ¿Qué edad tiene us-

ted, caballero?

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Ese domingo, Thomas

Birou, un auvernés, un soldado

del 12 regimiento de coraceros,

salió del cuartel abrillantado,

pulido, encerado, con uniforme

de gala, entre el brigada Lou-

vard y su camarada Galumot,

dos normandos bromistas que

le pasearon por París.

Los tres diablos habían

vaciado botella tras botella y

reían. Marchaban con sus sono-

ras botas y sus sables tintinea-

ban alegres, cuando Louvard

les detuvo en la calle de la

Chaussée de Antin, ante un

inmueble y junto a una placa en

cobre que destacaba en la pa-

red.

Allí podía leerse:

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MISS PHYLLIS HOOTH

Doctora en medicina

–¿Qué ice ahí? – preguntó el auvernés, que era analfabeto.

–Que es una casa de putas – respondió Louvard.

–Mi brigada, no veo la linterna roja.

–Los establecimientos distinguidos de la capital están exentos de ella,

muchacho.

–¡Oh! Sí, un sitio muy elegante. Y no es caro: ¡veinte centavos! –

añadió Galumot.

–¡Aentro, amigos, aentro!

–¡Imposible!– respondió el superior. En estos barrios solo se recibe un

cliente a la vez.

Después de un mes de acuartelamiento, Thomas, un joven enorme, bi-

gote pelirrojo y rizado, se veía privado de los placeres del amor. Acostum-

brado a retozar con las mozas, de la bodega al granero, o en medio de las

hierbas, el auvernés ardía de inmensas ganas.

–¡Teo aún ochenta centavos! Bien pueo divertirme…

Entonces, los normandos le hicieron todo tipo de recomendaciones e

indicaron que miss Hooth era la reina del lupanar. Esta magnífica criatura se

hacía pasar por médico para engañar a la policía de costumbres: el cliente

debía hacerse el enfermo, esperar su vez, y lo demás llegaba por sí solo…

¡Una astuta conejita, Miss Hooth!

–Thomas, nos encontrarás en el café.

A un gesto de la portera, Birou subió al primer piso. Una criada fue a

abrir.

–¿Es para una consulta?

–Ea, es pa consultar con la Sra. Mijotte, la méico.

–El domingo, la señorita no recibe a nadie. Mañana, de dos a cuatro.

–Toy enfermo, toy muy enfermo. Tenga la bondá davisar a la señoita

Mijotte.

–Miss Hooth.

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–Ea, Mijotte, Mijotte.

Ahora, el coracero, sin el sable cruzando sus rodillas, permanecía in-

móvil en un salón contiguo al despacho de la doctora.

Muy rubia y rosada, graciosa y bonita en su larga falda de seda negra

y su pequeño cuello recto, la cabellera cortada con raya masculina, el rostro

de un puro ovalo con ojos azules, una naricilla encantadora, una boca fresca,

pero demasiado grande, miss Phyllis dudó en recibir al cliente. Aparte de

que la clientela que reclutaba siempre eran mujeres, la joven inglesa se hab-

ía acostumbrado – tanto en Inglaterra como en Francia – al Descanso del día

del Señor.

Una voz suspiró:

–Toy muy enfermo…

Entreabriendo su puerta, la doctora observó a un militar cuyos gruesos

dedos se agitaban estremecidos en torno a una cabeza roja y congestionada;

luego escuchó una retahíla de sufrimientos. ¿Dejar morir a ese hombre? ¿Y

el deber? ¿Y la humanidad?

Miss Hooth ordenó introducir al visitante, y Birou se presentó con las

mejillas escarlatas, hinchando y removiendo su vientre a semejanza de las

bailarinas de la Exposición.

–¿Tiene usted cólicos, señoggg?

–No, señoita.

–¿Dónde le duele, señoggg?

–Acabajo, señoita.

–¿Una enfeggmedá sexual? Yo no sé de eso. Hay que consultagg al

médico de su ggegimiento o a un doctogg especialista.

–No teo una enfemedá sexuá.

–¿Qué tiene entonses?

–Una hernia, señoita.

–¿Heggnia?

–Sí, señoita Mijotte, una hernia…

–¡Oh! ¡Tal vez sea una heggnia estgangulada! ¡Pero eso mata súbita-

mente! Desnúdese, señogg.

El coracero estaba desnudo como un enorme San Juan; miss Hooth se

bajó, con el monóculo en el ojo, mientras su mano ligera presionaba con

suavidad:

–¡Tosa!

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–¡Hum!

–¡Más fueggte!

–¡Hum!, ¡Hum!

–¡Más fueggte todavía!

–¡Hum!, ¡hum!, ¡hum!

–¿No le hago daño, señogg?

–¡Oh, no, señoita Mijjotte!

Bruscamente la rodeó con un brazo, mientras con el otro le levantó las

faldas:

–Ya no pueo más…

–¡Shocking!... ¡Quieto soldado!– gritó ella desprendiéndose – Escri-

biggé al coggonel y seggá usted castigado.

–¡Oh! No voy a irme sin pagá, señoita. Acatán ochenta centavos, y an-

todavía no empezamos.

Él extraía de su pantalón todas las monedas.

–¡Oh!; ¿qué se cggee usted, miseggable?

–¡Pardiez! .Ecushee: dos amigos, dos normandos, se han burlao de mí.

Thomas le contó la broma. Tenía un aire tan cómico, tan apurado, y al

mismo tiempo tan sincero, que la doctora rompió a reír.

Pronto, ella reflexionó, admirando al muchacho, sus formas de atleta y

sus atributos de Hércules Farnesio.

–No se vista señogg. Estudio su maggavillosa anatomía… y tan lim-

pio…

–Eta mañana mé bañao. El ministro de la guerra nos hace bañá cada

quince días.

Phyllis temblaba de lujuria.

–¿Es usted discggeto, señogg?

–¡Una tumba, señoita, una tumba! Si usted escribe al coronel iré a pri-

sión…

–No, señogg Thomas; usted me gusta, mucho, mucccho… Vamos,

come on, come on…

Después de una batalla de amor, la doctora y el coracero se separaron,

encantados el uno del otro.

–Hasta el domingo, señogg Thomas.

–Sí, señoita Mijotte, sí, sí…

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Cuando Birou apareció en el café, los normandos terminaban una par-

tida de billar; el enamorado evitó delatarse con gestos de satisfacción.

–Amios míos,– dijo,– tais confundíos. No hay trajín, la dama es médi-

co: me auscultó y recomendó no beber ni fumar.

Louvard y Galumot quedaron decepcionados, con el taco en la mano.

Birou disfrutó de agradables domingos; pero un día, el brigada arrancó

una confesión completa al subalterno.

–¿Cómo lo haces?

–Mi brigada, yo entro; me esnúo. La Mijotte lee o escribe recetas, sin

mirarme, y luego… ala… ¡Eugh!...

–Muy bien.

Este infame Louvard pensaba: «Puesto que acepta a un simple corace-

ro, a un auvernés, mejor recibirá todavía al superior, a un normando.»

Ahora bien, un domingo, miss Hooth vio entrar al desconocido con

galones; lo dejó desnudarse dominando una legítima cólera.

–¡Ah! ¿Quién es usted señogg?

–El superior de Birou,– dijo el normando lleno de orgullo.

–¡Allright!

La señorita ajustó su monóculo:

–¿Cuál es su gggaduación, señogg?

–Brigada.

–¿Bggigada? No. Su anatomía es pequeña, ggidícula, talla de niño, eso

no se llama «bggigada», eso se llama «cabo».

Y despreciando al enclenque sustituto, la doctora puso a Louvard de

patitas en la calle.

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Se encontraban en la Co-

medie-Française, la noche de la

reposición del Demi-Monde.

Allí se encontraban toda la flor

y nata de la nobleza e incluso

una bonita variedad de «meloco-

tones a doce centavos.» No fue

necesario mucho tiempo para

convencerme de que la observa-

ción de Alexandre Dumas hijo

representa a la perfección la

obra maestra del teatro moderno

y que la sátira de la Sra. de An-

ge permanece por siempre viva,

vibrante y mordaz.

Durante un entreacto, di-

rigí mis gemelos hacia los pal-

cos, e iba de la baronesa Suzan-

ne a la vizcondesa de Vernières

y a la Sra. de Santis, cuando

Monistrol me tocó en el codo:

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–El palco de ante escena… a la derecha…

–¡Una magnífica criatura!

–¿No la conoces?

–Intento adivinar.

–No te canses. Es la condesa de Sabactani.

–¿Lamma Sabactani?

–No… Julieta… El « lamma » en cuestión, el « ¿Por qué me has deja-

do? » debería ser dicho por una ausente, la esposa de ese gran caballero del-

gado.

–¿El caballero de patillas salpimentadas?

–El mismo.

–¿Quién es?

–El marqués Désiré de Haut-Brion.

–¿El amante de la condesa?

–Sí.

–¿Y el otro caballero, el del bigotito negro que brilla?

–El hermano de la dama.

–¿Cómo se llama?

–Se llama chevalier Emilio Taffano.

–¿Está casada la condesa Sabactani?

–¡Hum!

–¿Viuda, pues?

–Ella lo afirma.

Los miré mejor a los tres. Los dos hombres, mediocres, un amo y su

criado, un ciego y su perro, el ciego enamorado… y pagando las gracias al

caniche – el chevalier. La patricia, muy curiosa. Era morena, alta y esbelta,

rosa y fresca, con ojos azules, de un azul dorado, nariz delicada, labios en-

cantadores y blancos hombros desnudos que parecían enrojecer de pudor,

como le ocurre a la carne de flor de lys de una inmortal de Balzac; guantes

negros, amplio vestido rojo de oscuros encajes, un abanico rojo y negro,

todo ese empurpurado de duelo añadido al grave brillo de la señora: se

hubiese dicho que acababa de desertar de las galerías de un templo de la

Roma clásica o de descender de un cuadro antiguo, en tanto había en ella de

majestad y de unción en sus menores gestos, en sus menores movimientos.

–¿Qué te parece? – me preguntó Monistrol.

–Bella… y astuta.

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–Tienes razón. ¿Quieres conocer su historia?

–Desde luego.

Y, después del espectáculo, Monistrol se dispuso con diligencia a

hablar:

Hace tres años, la condesa Sabactani y su hermano el chevalier Taffa-

no llegaban de Italia al corazón del barrio Saint-Germain. Ante las puertas

cerradas de las aristócratas residencias, el chevalier hablaba de montar una

rulot clandestina en el barrio de Europa. La dama se opuso y habiendo enga-

tusado al cura y los vicarios de la parroquia, se dedicó a liderar obras de

caridad. Ella decía ser viuda de un almirante de la flota italiana, y que ofrec-

ía coronas y flores de duelo en el Campo Santo de Nápoles. Obligaba al

chevalier a cumplir sus deberes religiosos si este quería vivir bien – y él lo

quería; luego, por la noche, trabajaba su cuerpo, lejos del palacete, y en total

misterio. Armada con todas las apariencias de una viuda inconsolable, de

una noble y santa esposa de Cristo – con una lista y una limosna en la mano,

bajo el ejido y a la gloria de Dios – Juliette pudo franquear las puertas de los

Haut-Brion, en la calle de Varennes.

En ese palacio ancestral, el marqués Désiré y la marquesa Hélène viv-

ían felices, él, en el declive de la vida, ella, joven, tierna, graciosa.

¿No viste en la Exposición de Artistas Independientes, el hermoso

cuadro alegórico de Henri Dumont: La Primavera? Se trata de un cielo os-

curo donde galopan las nubes. ¿Será la tierra inflamada por los rayos de

abril o vencida por las tinieblas?... Pasa una virgen con las manos llenas de

lilas… Así, una damisela pobre y de gran nobleza aporta la esperanza al

corazón del viejo aristócrata. Ella lo sabía agradecido por haberle evitado

una suerte funesta; él la amaba, la adoraba, porque ella era la alegría y el

orgullo de su casa.

En el viejo, la bestia dormida se despertó ante los ojos de la italiana; la

Sra. de Haut-Brion recibió amablemente a la devoradora, cuyas virtudes

romanas admiraba, y pronto, como el hermano no se molestaba por los amo-

res de su hermana, se estableció una intimidad entre el matrimonio y los

hermanos.

–¡Julietta, exprime al señor! – ordenaba Emilio.

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–Sí, Emilio, sí, respondía la viuda, da, dará, pero tiene que mantener

dos servicios domésticos, y….

–¿Por qué no me convertiré en el amante de la marquesa? Estaríamos

mantenidos ambos. Nos comeríamos toda la pasta.

–La marquesa no tiene ni un centavo.

–La Señora siempre puede sacar algo de su ajuar.

–Sin duda.

Pero el chevalier no tuvo éxito.

Entonces, hermano y hermana, animado de un mismo deseo de lucro,

intentaron el mejor medio de separar al anciano de su joven esposa.

–¡Muy fácil! – declaró un día Emilio – Yo voy a esperar a la Sra. de

Haut-Brion, a la salida de la iglesia; tú entretienes al marqués; yo bajo los

estores del coche, o bien secuestro a la fuerza a la señora; la retengo tres

noches en el diván de un palacete amueblado, eh?

–Tengo algo mejor que eso.

–¿Una puñalada?

–No.

–¿La receta de los Borgia?

–Tampoco.

–Ya lo adivino, Julietta. Te vas a disfrazar y arrojarle vitriolo. Desfi-

gurada, horrible, ciega, la marquesa – si logra escapar – no volverá a salir, y

Désiré no te abandonará jamás.

–No se trata de eso, Emilio.

–¿Entonces qué es?

Una noche del invierno pasado, los Haut-Brion acabaron de cenar, en

la calle de Saint-Dominique, en casa de los italianos. Se había servido té.

Los caballeros fumaban sus cigarros, cuando la condesa arrastró a la mar-

quesa a su dormitorio, bajo el pretexto de mostrarle el nuevo mobiliario.

De repente, la viuda se quitó el sombrero, y adoptando los ademanes

de una mujer que se violenta, comenzó a gritar:

–¡Señora marquesa, no me toque!... ¡Señora, es abominable!... ¡Seño-

ra, esto es innoble!... ¡Señora, déjeme!... ¡Señora, le prohíbo que se acer-

que!...

Se mojaba el rostro con su saliva para simular besos, y continuaba:

–¡Es usted un monstruo!... ¡Auxilio!... ¡auxilio!... ¡auxilio!...

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La marquesa no comprendía nada al principio de esa escena, y creyó

que su amiga se había vuelto loca; pero, a los aullidos de la condesa, apare-

cieron el Sr. de Haut-Brion y el chevalier.

–¿Qué sucede? Vamos, ¿qué ocurre? – preguntaron al unísono los dos

hombres.

Se despidió a los criados ya reunidos, y atronadora, soberbia de pudor,

blandiendo un crucifijo, la devota italiana estigmatizó a la marquesa en es-

tos términos:

–¡No!... ¡no!... ¡La pasión no es excusa!... La Señora ha querido… ha

querido… ¡Dios mío, protégeme!... ¡Santa Virgen maría, vela por tu sier-

va!... ¡Ella ha querido!...¡ha querido!... ¡ha querido!...

Luego prorrumpió en palabras contra Lesbos.

–¡Oh!, ¡hermana mía¡ ¡mi pobre hermana! – gimió el chevalier.

Verde como la hierba, la Sra. de Haut-Brion se levantó.

–Señor, – dijo a su marido – esta extranjera miente, y yo soy vuestra

esposa. ¡Juzgad!

El viejo Désiré guardó silencio.

Hélène salió, mientras el italiano mordisqueaba sus bigotes negros y

puntiagudos y le arrojaba desdeñosamente:

–¡Ah! señora, ¡tiene suerte de ser mujer!... ¡Si fuese un hombre!...

Hoy, todo está arreglado. La Sra. de Haut-Brion llora en el fondo de

un claustro, y la bella Sabactani y su querido Emilio devoran al viejo y ver-

gonzoso millonario.

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La pasada mañana su-

pe que mi amigo, el pintor

Olivier Arnault, había caído

gravemente enfermo al re-

greso de su viaje a Charente,

y me apresuré a visitarle. Lo

encontré de pie, en el gran

taller de la calle de Prony, de

pie, pero inerte, lúgubre, a

él, que antes era tan vital y

alegre. Había dejado crecer

su barba, y no se preocupaba

como antaño de mantenerse

acicalado y rizar sus bigotes

rubios. Todo parecía des-

plomarse alrededor de ese

joven y maravilloso artista,

ya ilustre, ausente en los dos

Salones de 1890. El torso y

los miembros bailaban en un

traje demasiado amplio;

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la frente acababa de arrugarse; los cabellos comenzaban a encanecer, y los

ojos, rojos y secos, erraban lamentables.

Arnault me tendió una mano temblorosa:

–Estoy perdido.

–Vamos, mi querido Olivier…

–Es así.

–¿Dónde está tu mal?

–En el corazón y en el cerebro.

–¿Has llamado a un médico?

–¿Para qué? Los médicos no curan este tipo de sufrimiento.

En efecto, se sentía la muerte planear por encima de los lienzos inaca-

bados de la sala abandonada por los modelos, a pleno día, en el amplio es-

pacio que el sol bañaba de oro, sin aportar a mi pobre Olivier el calor y la

vida.

–Ella está ahí – gimió estremeciéndose.

–¿Quién?

–¡Está ahí, por todas partes!

–Pero, ¿quién?

–Su alma, el alma de Julie.

–¿Estás loco?

–Todavía no, por desgracia.

Y comenzó a hablar:

–Desde hace diez años, a base de trabajo y placer, había logrado olvi-

dar a mi primer amor, cuando una noche, registrando unos esbozos en mi

carpeta, encontré el retrato de la amada, un mal pastel de un pintor de aldea.

Tuve la idea de acabar en el acto, según mis recuerdos exactos, el grosero

bosquejo, y habiendo encendido la mirada y coloreado el rostro de Julie

Laroche, hoy Sra. Delangle, soñé con ella toda la noche. Cosa extraña, tanto

la veía muerta como la veía viva, siempre bella, siempre casta. Por la maña-

na, tenía sesión. Algunas muchachas de Montmartre si instalaron en pose de

náyades, y hete aquí que me sorprendía dándoles la belleza de Julie y cu-

briendo las carnes desnudas con el vestido azul de la ausente. Lo borraba;

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luego volvía a comenzar, y muy a mi pesar, el mismo rostro y los mismos

vestidos reaparecieron bajo el carboncillo, bajo el color.

Una vez que se hubieron ido las modelos, me quedé solo. De repente,

entre las sombras del taller, vi avanzar una forma luminosa; reconocí a Julie

y escuché su voz natural y muy dulce:

–Olivier, soy yo, soy tu Julie. Acabo de morir; te amaba, te amo.

Hazme el favor de ir a Saint-André y seguir mi cuerpo al cementerio…

Yo quedé jadeante; el espíritu se alejó. ¡Bah!, me dije, ¡No es nada!,

las ciencias ocultas han pasado de moda y resistiré a la obsesión. El aire

marino me reconfortará. Me dirigí o creí dirigirme hacia la estación Saint-

Lazare y me presenté ante una taquilla de la estación de Orleáns. Allí, se me

entregó un billete para Angoulême. Llegué a las nueve de la mañana; y en

traje de luto, me hice conducir a Saint-André.

–¿Sabe usted a qué hora debe tener lugar el entierro de la Sra. Delan-

gle? – murmuré al oído del cochero.

–No, señor. Pero… ¿ha muerto la Sra. Delangle?

–Sí, ha muerto.

–¿La esposa del notario?

–Sí, la esposa del notario.

–¡Vaya, es curioso! He visto esta mañana a la Sra. Delangle en la calle

Basse-des-Remparts, en Angoulême.

–¿Está seguro?

–Absolutamente.

El conductor me miró como se mira a un loco:

–Ahí está la Sra. Delangle y su hijita.

Dominando mi emoción, saludé al paso, y durante la jornada, hice una

visita a la señora. Julie me acogió, muy confusa, pensando en nuestros amo-

res tempraneros y rotos por el convencionalismo de los suyos. ¡Un pintor!

¡un artista! ¿Es que acaso vas a casarte con un bohemio?... La maternidad

no la había afeado, y todavía conservaba la esbeltez de su torso, la opulencia

de sus cabellos negros de reflejos azulados, el rosado de sus labios, el brillo

metálico de sus ojos. Evocamos los seres y las cosas, nuestros vecinos,

nuestras charlas amorosas, allá, entre los jardines, cerca de un muro donde

florecían unas enredaderas.

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Ella me turbaba, me encantaba. Quise atreverme; ella llamó a su hija,

y Germaine, simpática criatura de cuatro años ya no nos dejó durante la en-

trevista.

Gabriel Delangle, joven y grueso caballero de binóculo, regresó de

Angoulême. Yo pretexté la compra de una propiedad, el deseo legítimo de

regresar a la región para volver a comprar mi tierra, vendida a consecuencia

de varios embargos.

–Entonces, - preguntó el notario - ¿le va bien la pintura?

–No me puedo quejar.

–¡Caramba! Caballero de la Legión de Honor… mi enhorabuena, se-

ñor Arnault… Los periódicos de Charente han hablado a menudo de usted…

¿No se ha casado todavía?

–No, señor.

Me rogó que me quedase a cenar. Acepté, y el buen hombre envió a

recoger mis maletas al albergue.

–Estará mejor usted en nuestra casa.

Esa hospitalidad, que se añadía a los terrores de mi sueño, apaciguó el

incendio de mi pasión.

Pero esa noche, en la habitación de invitados, Julie entró, deslumbran-

te de blancura, tal como en el taller. Con mis dedos atravesé la luz que irra-

diaba, sus cabellos, sus mejillas, el pecho, los brazos, todo el cuerpo, y lue-

go las luces se apagaron.

Escribí a París; recibí libros, estudié, interrogué a la ciencia, desde las

observaciones de Charcot, de Luys, de Bernheim y de Dumontpallier sobre

los fenómenos de hipnotismo, pasando por los trabajos de Ball y de Gilbert-

Ballet sobre el desorden del sistema nervioso, las obras de Despine sobre la

psicología natural, hasta las enfermedades de la voluntad, por Ribot. Desde

luego era un caso de sugestión, o sea un desfallecimiento directo.

Sin embargo, no me acordaba de ningún hipnotizador, y todo el mun-

do en Saint-André, el Sr. y la Sra. Delangle, el cura, el juez de paz, el per-

ceptor, todos los íntimos veían en mí a un hombre razonable.

Finalmente, de nuevo ardiendo de amor, me atreví a traicionar la hos-

pitalidad. Julie se indignó y rechazó mis galanterías.

Una noche me desperté y, deseoso de acabar con la eterna aparición,

tomé mi bastón-espada y, con el acero desenfundado, recorrí el pasillo don-

de me pareció ver alejarse la dama de luz.

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106

En ese momento, la pequeña Germaine gritó:

–¡Papá! ¡papá! ¡socorro! ¡El señor quiere llevarse a mamá!

La Sr. Delangle estaba muerta.

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107

I

Cinco jóvenes y

apuestos oficiales del 51

Regimiento de dragones

habían sido designados por

el ministro de la guerra para

verificar y completar el ma-

pa del Estado Mayor en di-

versos puntos del territorio,

en Oise-et-Garonne.

Se llamaban:

Adrien de Parthuzac,

jefe de escuadrón; Michel

Bouvet, capitán de primera;

Ernest Lagrange, capitán de

segunda; Louis de Malteste,

lugarteniente; Hippolyte

Verneuil, sublugarteniente.

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Cada mañana, se les veía a caballo a lo largo de las calles de Sainte-

Marguerite, un pueblo donde acababan de fijar su cuartel general; luego,

seguidos de ordenanzas, exploraban las riberas del río Lizonne, medían,

calculaban las llanuras y las montañas, anotaban los menores caminos de

paso, los más sencillos arroyos, – e iban, bajo el sol de la primavera, anima-

dos por el augusto amor a la patria.

Los cinco, con bigotes negros o rubios, eran soldados inteligentes y

trabajadores; pero el de menor graduación, Hippolyte Vernueil, era el alma

y la alegría de esa valiente tropa.

Fresco émulo de Saint-Cyr, ni alto ni bajo, la talla justa de dragón, ru-

bio, con una elegancia de damisela y músculos de atleta, el sublugarteniente

iluminaba la mirada de las burguesas, hacía subir el carmín de la pubertad a

las mejillas de las muchachas, despertaba la risa en los labios de las criadas

de albergue, y, como Gusman, no conocía obstáculo.

II

Un día, Vernuil salió de una casa de campo, y el comandante lo vio

plantar una banderita tricolor.

–¿Qué hace usted? – le preguntó el Sr. De Parthuzac.

–Dejo una marca, mi comandante.

Desde el día siguiente, los señores oficiales imitaron al compañero, y

pronto Sainte-Marguerite à Plessis-la-Ville, tenía plantados, ante todas las

puertas, jalones tricolores.

¿Qué significaban esas banderas?

Por la noche, al claro de luna, unos maridos preguntaban a los ingenie-

ros civiles: todos se perdieron en sus logaritmos, para solaz de la inmensa y

secreta alegría de las esposas infieles.

Entre oficiales no se traicionaban, y cada uno respetaba la conquista

del otro.

«La Señora ya está conquistada; señor es… usted ya me entiende…

¡Pan!... ¡Un jalón!»

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110

III

Entre los esposos a jalonar se distinguía el hijo de una gran vendedora

de las cuatro estaciones, el Sr. André Fricard des Tumuli, conde del Pape,

un grueso bruto, egoísta y cobarde, muy orgulloso de sus armas nuevas y

creyendo honrar el título de conde romano, porque su madre había vendido

muchas ensaladas… romanas.

La Sra. Henriette des Tumuli, una morena de ojos azules, sufría en

compañía de ese rústico; vegetaba, triste, en un sombrío caserón, cuando

Verneuil decidió plantar la banderita.

IV

–¡Y bien! ¿Cómo va su asunto con la condesa? – interrogaban los ca-

maradas.

–Marcha muy bien, caballeros, marcha muy bien – respondía el sublu-

garteniente.

V

En el castillo de los Tumuli, el amo no dormía. Intuía el misterio e in-

tentaba buscar un medio para sustraerse a los cuernos. Al principio, pensó

en poner a la señora un cinturón de castidad de los que se admiran en el mu-

seo de Cluny; luego, ideó una aplicación de los velos íntimos de una matro-

na griega, pero todos esas soluciones le parecieron insuficientes. Se es cor-

nudo o no se es, y se puede ser de tres o cuatro maneras.

El conde se erigió en guardián de su esposa. Jamás esposa alguna fue

tan desdichada, ni más humillada. De casa a la iglesia, la seguía como su

sombra; verificaba las páginas del misal; merodeada por el parque, y si Hen-

riette se alejaba para satisfacer una ligera necesidad natural, el tigre le orde-

naba desvestirse al regreso; inspeccionaba el vestido, las medias de seda, el

corsé, la ropa interior, los encajes, tratando de apreciar el olor del macho.

¡Ah! Los oficiales, los malditos cinco dragones, ¡Fricard habría paga-

do sus cráneos a peso de oro!

–Mataría uno,- gruñía;– mataría dos; ¡los mataría a todos!

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111

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Pero hete aquí que no era valiente, y desde que una victoria de amor

surgía en el horizonte, temblaba presa de un miedo de liebre.

VI

Esa noche, en el café de Sainte-Marguerite, el comandante de Part-

huzac y los otros oficiales, Sres. Bouvet, Lagrange y de Malteste, discutían

la suerte del sublugartenienteVerneuil, que iba a escalar el muro de los Tu-

muli.

–Es curioso – observaba el comandante–; nuestro amigo Verneuil es

un intrépido: desea a la bella Sra. Henriette, y no lo logra.

–Verneuil lo logrará – dijo el capitán Bouvet.

–Apuesto a que no, - replicó Lagrange.

–Yo también – intervino Malateste.

El enamorado entraba:

–Hoy,… Mañana, oh mañana, tengo todas las de ganar, pues no hay

obstáculo que pueda detenerme.

De común acuerdo los caballeros aceptaron el desafío al día siguiente.

VII

Gracias a una sirvienta que llamó a su amo, so pretexto de un fuego de

chimenea, Hippolyte había podido obtener una rápida entrevista con la Sra.

de Tumuli.

-Arrégleselas, - dijo ella – para que sus camaradas soliciten algunas

informaciones de mi marido, respeto al mapa del Estado Mayor. Si yo pre-

veo un peligro, encontrareis una señal.

VIII

Durante esta conversación de la que omito sus voluptuosos términos,

el conde juraba impedir su desgracia.

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114

IX

Un cielo azul; ramas en flor; cantos de ruiseñor.- El Sr. De Tumulis se

dejaba arrastrar por el Sr. de Parthuzac, y el sublugarteniente escalaba la

ruta del castillo.

De repente, Verneuil se detuvo, viendo una bandera roja plantada so-

bre la verja del domicilio conyugal.

-¡Por todos los rayos! ¡Uno de los nuestros se me ha adelantado!

No fue más lejos.

X

–¿Cuál de ustedes, caballeros…

–Nadie, afirmaron los oficiales al unísono.

–Entonces, he perdido.

Y dirigió una carta galante:

A la Sra. Condesa Henriette de Tumuli,

Querida alma,

Ya lo adivino; estaba usted indispuesta… He visto la pequeña y roja

señal… ¡¡Es delicado, ingenioso y encantador!!

Dentro de tres días, ¿verdad, mi adorada?

Beso sus manos, de rodillas.

HIPPOLYTE.

XI

Por desgracia, a la mañana siguiente, Verneuil recibió al mismo tiem-

po una orden de partir y esta nota embalsamada de fragancias exquisitas:

¿Yo, señor?... ¡No del todo!... Yo os esperaba… La broma es de mi

verdugo…

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115

HENRIETTE.

XII

Un marido que se defiende con semejante color, merece nuestra admi-

ración o nuestra piedad.

XIII

Los camaradas reían con la aventura.

XIV

El Sr. De Parthuzac, no reía en absoluto.

Ordenó aVernuil:

–Sublugarteniente, tiene usted quince días de arresto…

–Mi comandante…

–Silencio, señor… usted ha dudado, usted, un bravo soldado… ¿Qué

diría un día que tuvieses que combatir contra Inglaterra o solamente atrave-

sar el mar Rojo?

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117

Bajo la brillante luna, la

gente salía del concierto del

teatro Embajadores, y a lo

largo de los árboles en flor,

unas luces alegres, círculos

rojos y triángulos dorados,

gesticulaban, charlaban o

canturreaban el estribillo de

alguna cantinela de moda. De

pronto, dos agentes vestidos

de paisano, entraron en un

oscuro urinario y detuvieron

a un caballero y a un golfo,

que acababan de sorprender

en flagrante delito de atenta-

do a la moral.

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119

Tocado con sombrero de copa, corbata blanca, vestido con frac negro

y un abrigo gris, la figura joven, viril, altiva, enmarcada con una barba ru-

bia, el caballero se puso muy pálido y quedó inmóvil, exangüe, con los bra-

zos colgando, el torso rígido, como paralizado por un rayo; el otro, el joven-

cito, vestido con un gabán saco y un pantalón grasiento, el rostro imberbe,

demacrado, la boina sobre la oreja, no decía nada.

–¡Vamos, sígannos!

Por fin, el caballero logró tomar la palabra; un poco de sangre le colo-

reaba las mejillas, y sus ojos se abrían desmesuradamente, así como ocurre

al viajero que camina sin temor, y de pronto advierte los bordes de un preci-

picio.

–¡Soy el duque de Alsbourg! – exclamó con voz estrangulada.

–Se explicará usted en Comisaría.

–¡Soy el duque de Alsbourg!–gruñó una vez más. – Caballeros, esto es

una infamia… Yo ignoraba la presencia de este bribón. ¿Comprenden?

¿Comprenden? ¡Soy el duque de Alsbourg!

–Abotónese el pantalón, caballero. Es usted indecente.

En medio de su turbación, de la más espantosa aventura que pueda

acontecer a un hombre, el duque Raymond de Alsbourg había olvidado abo-

tonarse, y la esquina de la camisa que le colgaba atraía a los curiosos, los

abucheos, los insultos, daba mayor intensidad a la ignominia.

–¡Cerdo!

–¡Sinvergüenza!

–¡Pederasta!

–¡Al agua! ¡al agua! ¡al agua!

Se le empujaba, se le silbaba, se le golpeaba; su sombrero rodó de pie

en pie, y el aristócrata siguió a sus guardias, con la cabeza descubierta, entre

el clamor de los improperios del público.

–¡Dejadme… Dejadme, o os descerrajó el cráneo!

El duque levantó una pistola; fue desarmado y se le pusieron esposas.

Alguien se abrió paso entre la multitud.

–¡Raymond! ¡Raymond!

–¡Ah! Aquí está mi amigo el conde Werninck; él les dirá…

–¿Qué ocurre, caballeros? – preguntó el recién llegado. – ¿Qué sucede

aquí?... ¡Ustedes se equivocan!... ¡Esto es un lamentable error, un fatal ma-

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120

lentendido… ¿De qué acusan ustedes al duque de Alsbourg?... Caballeros,

vamos, caballeros…

Ya la Comisaría se cerraba sobre el vociferante populacho, y, tras

haber intentado inútilmente penetrar allí, el amigo se alejó. De inmediato, el

mismo individuo llamaba un coche y daba la orden de que se le condujera a

la calle Saint-Dominique, al palacete de los Alsbourg.

Había ocurrido lo siguiente:

Enamorado de la duquesa Christine, el conde Sosthène Werninck,

arruinado, a pesar del falso brillo de una hermosa situación perdida, buscaba

el medio de separar a los Alsbourg, de imponerles el divorcio, y de, a conti-

nuación, seducir a la dama y hacerse con los millones. Primero pensó en una

emboscada de adulterio, luego en envenenar al marido; el veneno no siem-

pre resulta efectivo, y una infidelidad en ocasiones se perdona. ¿E imaginar

hacer trampas en el club, mezclando cartas marcadas en la mano de Ray-

mond? Los miembros del Joceky y del Excelente se hubiesen alzado de

hombros, vista la fortuna del Sr. de Alsbourg y sus modestas apuestas de

jugador amable.

Una noche, en los Campos Elíseos, Werninck encontró a un merodea-

dor que le propuso innobles placeres.

–No me gustan esas actividades, – dijo; pero si quieres ayudarme a

fastidiar a un tipo, te prometo mil francos. Mañana por la noche, un poco

antes de la salida del concierto de los Embajadores, el caballero en cuestión

y yo nos dirigiremos por esta calle: él habrá bebido cerveza, y experimen-

tará una necesidad natural… ¿Me escuchas?

–Sí, señor.

–El tipo entra en los urinarios donde tú te ocultas; cuando aparezca, le

agarras, y los agentes, intrigados por tus paseos sospechosos, acudirán y

constatarán el flagrante delito de ultraje al pudor.

–¡Bien, y luego!

–Te doblo los mil francos.

–No… Tres… cuatro mil.

–¡De acuerdo! Voy a entregarte cien francos de anticipo, y el resto…

–¡De eso nada! No se recibe el dinero en la prisión de Mazas. Entré-

gueme de entrada quinientos; entregará el resto en casa de mi novia, Aglaé

Noubergue, llamada la Mosca, en la calle Louis-Blanc, 171, y si usted no lo

hace, lo delato.

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121

–¿Tu nombre?

–El Tetasse.

–Hasta mañana.

Sosthène juzgaba su plan muy bien ejecutado: Alsbourg condenado,

humillado, encarcelado, muerto civilmente; la esposa, avergonzada, vería el

vacío hacerse en torno a ella: él estaría solo para aportarle consuelo, y, una

vez efectivo el divorcio, ofrecer sus apellidos y honorable título a cambio de

un título y apellido a partir de ahora inmundos. Poco le importaba el marti-

rio del buen hombre y el horrible dolor de la patricia, así como el duelo

eterno de los hijos. ¡Él solo quería la dama y los millones!

De complexión mediana, delgado, mentón puntiagudo, la barba a lo

imperial y los bigotes rojizos, labios delgados, con modales y mirada soca-

rrona de un oficial desertor, Werninck subía las escaleras del palacete de los

Alsbourg.

De rodillas, en camisón de blancos encajes, dulce y bonita, con los ca-

bellos morenos recogidos con una cinta al estilo virgen, Christine leía un

libro de oraciones, y las lámparas nimbaban su frente augusta con una au-

reola.

Una doncella entró.

–El señor conde Werninck ruega a la señora duquesa que lo reciba.

La Sra. de Alsbourg se levantó, inquieta. El conde dejó salir a la sir-

vienta, y, tomando con sus manos temblorosas los delicados dedos de la

esposa, dijo con la garganta seca, los ojos rojos, húmedos, dispuestos a des-

bordar:

–Señora, ha ocurrido una terrible desgracia…

–¿Raymond está herido?... ¿Muerto, tal vez?...

Vacilando, con la palabra entrecortada por los sollozos, él emprendió

el relato de la aventura.

–¿Él?... ¿Raymond?... ¡El duque de Alsbourg!... ¡Es mentira! ¡Usted

miente!

–Por desgracia es así, señora…

Ella no lloró. Al igual que su marido, permaneció insensible, inerte,

golpeada de estupor; pero el suelo flotaba bajo sus pies, y el hombre, al ver-

la tan pálida, creyó que iba a desmayarse y tendió los brazos.

-Valor, señora; valor, amiga…

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–Lo tendré… ¡Oh! ¡mi pobre Raymond!...¡Oh! ¡mis pobres hijos!...

¿Usted no lo cree culpable, verdad señor?

–No, señora.

–Gracias.

La duquesa Christine llamó a sus doncellas:

–¡Un vestido, un abrigo, un sombrero!

Sosthène enjugaba unas lágrimas.

–Señora, no puede ver a Raymond esta noche.

–Salgo, señor.

El conde debió acompañarla a la Comisaría de policía, y sin embargo

se le prohibió la entrada.

Desde el día siguiente, Werninck recibió dinero de la duquesa para fa-

cilitar, juraba él, las entrevistas de los esposos en la prisión de Mazas, y ese

dinero le sirvió para pagar a la Srta. Aglaé Noubergue, la Mosca.

En la existencia del Sr. de Alsbourg, nada justificaba una acusación de

ultraje al pudor; sin embargo el aristócrata fue condenado igualmente a un

año de prisión, y el Tetasse logró huir de Mazas.

Transcurrieron diez meses. La duquesa Christine se había retirado a

Bretaña con sus hijos, junto a su madre. Georges y Maurice, encantadores

críos de siete y ocho años, preguntaban: «¿Dónde está papá?» Y se les res-

pondía: «Está de viaje; pronto lo veréis.» Los señoritos interrogaban siem-

pre, cuando una carta, datada en Mazas, anunció la muerte del prisionero.

Luego, Sosthène comenzó a cortejar a la joven viuda; huía de Tétasse,

y Tétasse se reunía con él en el castillo.

–¡Dinero! ¡Ya no te doy más!

Una noche, la Sra. de Alsbourg vio a dos hombres al fondo del par-

que; reconoció a Werninck, y el odioso rostro del otro la turbó. El muchacho

escalaba los muros; Christine se plantó con decisión en el camino del noble

amigo de Raymond:

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–¡Ya sé todo! No quiero saber nada, ni de su cómplice, pues odiaba a

Raymond y a usted lo amo.

Sosthène no daba crédito a esas palabras, aturdido; ella le sonrió vo-

luptuosamente:

–¿Es que acaso un enamorado no es excusable, incluso de un crimen,

si el crimen está inspirado por el amor de la bien amada?

Se iban a celebrar las bodas del conde y la duquesa. Ambos hablaban

solos en el saloncito.

–Sí, te agradezco haberme librado de ese gran imbécil de duque; soy

dichosa de convertirme en tu esposa.

La viuda prorrumpió en carcajadas.

–La trampa de los Campos Elíseos me parece ingeniosa, adorable…

–¿Por qué despertar esos tristes recuerdos?

–¿Tristes? ¡A fe mía que no!; me divierto. Así pues, veníais de cenar

en los Embajadores, y ese bravo de Tétasse esperaba al idiota de Raymond.

¿Y cómo es que los agentes aparecieron tan rápido?

–Yo había dicho al Tétasse que los incitara, afectando unos modales

especiales…

Bruscamente, las puertas se abrieron, y, mientras los Alsbourg, toda la

familia reunida, los invitados, los aristócratas, las patricias, las señoritas y

los nobles, todos los servidores provocaban un ruido de murmullos coléricos

y amenazadores, un juez acababa de tomar notas, y un comisario de policía

tocaba los hombros del conde Werninck:

–En nombre de la ley, queda usted detenido.

Pero la duquesa Christine ya se dirigía hacia él con un puñal en la ma-

no; de un golpe abatió al miserable; luego, sublime de energía y de orgullo,

ante sus hijos, vestidos de negro:

–Vuestro padre, el Sr. Duque de Alsbourg, era inocente; ha muerto en

prisión; estáis siendo testigos de su rehabilitación… Ausente él, mi vida es

demasiado dura… Rogad por él, y rogad por mí.

Se alejó del cadáver, tuvo un gesto de asco, hizo la señal de la cruz, y,

volviendo el arma contra su pecho, la hundió y cayó muerta.

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Quería creer en Dios,

ante la visión de la eterna luz

de los astros y las obras ma-

estras de la naturaleza, o in-

cluso las obras de cariño,

razonables e imperfectas;

pero, siempre dudo – a pesar

del interés médico y filosófi-

co de las graduaciones y los

contrastes – en presencia de

un monstruo humano, fuente

de peligros, de vergüenzas y

dolores.

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De cuarenta años, estatura de un caniche, torso, brazos y piernas de

niñita, una cabeza ancha, gris y crespa, estrecha en las sienes, dientes cu-

biertos por las encías, labios inmensos, glotones, muy húmedos, muy rojos,

muy vivarachos, una nariz aplastada, y dos enormes ojos cuyo brillo verdo-

so iluminaba todo, un monstruo en definitivo: tal parecía Miette, la hermana

del Sr. Alexandre Desroches, capitán en el 31 regimiento de dragones. El Sr.

y la Sra. Desroches se mostraban caritativos y dulces con la desdichada, y

sus hijos, Amédée y Lucien, de seis y siete años, la llamaban tía Mimi.

Durante su juventud vivió con su madre, en el fondo de los Vosges, y

una vez la madre desaparecida, Alexandre se vio en la obligación de ingre-

sar a Miette en un asilo o recogerla. A causa de su esposa y sus hijos, se

decidió por el asilo: Miette lloró, se agachó a sus pies, suplicándole que se

la llevase con él, y una noche él la llevó.

En la guarnición de Lisieux, Desroches había alquilado una propiedad,

la Villa-Sombreuse, a tres kilómetros del cuartel de caballería. Antiguo

alumno de Saint-Cyr, hombre robusto, de mirada inteligente y rubios bigo-

tes, capitán antes de la treintena, primero en su promoción en la Escuela de

guerra, puntual en el servicio, estimado por sus jefes y querido por sus sola-

dos, no frecuentaba ni recibía a nadie. Los colegas ignoraban el verdadero

motivo de tan helada reserva, de aspecto triste o altivo; algunos lo trataban

de lobo, de enfermo, de hipocondríaco; otros, de fatuo.

La Sra. Aline Desroches, una gran morena, bonita, distinguida, sabía

las cualidades de espíritu y corazón de Alexandre, y ambos se adoraban,

mimaban a Amédée y a Lucien, veían el futuro germinar y crecer bajo sus

besos. Tía Mimi comía la sopa, vaciaba varias tarrinas de yogur, luego,

dormía jornadas enteras; y, durante el sueño, si hacía calor, el ordenanza del

capitán la paseaba en cochecito de bebé, a través de los silenciosos jardines.

Cuatro ordenanzas, cuatro robustos dragones, habían muerto en casa

de los Desroches; habían muerto tísicos los cuatro, y el coronel exigió una

inspección del inmueble y de sus alrededores a los que consideraba insalu-

bres. El mayor y los ayudantes se dirigieron a Villa-Sombreuse: visitaron la

casa, de la bodega al granero, los espacios comunes, el parque. Todo les

parecía maravilloso de aireación y con un buen mantenimiento. Ninguna

marisma sospechosa, y, en un amplio radio, ninguna fábrica de productos

malsanos, ninguna factoría exhalando siniestros vapores. El río, el Touques,

no podía ser culpado, pues Desroches y los nativos de Lisieux se encontra-

Page 130: Cuentos de Panurge

130

ban generalmente bien. Se comprobaron los establos: tres caballos piafaban

en unas cuidadas cuadras, sobre un suelo nuevo y lavado; se comprobó la

habitación del ordenanza, una habitación limpia, alegre, con una ventana

decorada con glicinas: se levantó el somier, el edredón, la cabecera; se sacu-

dieron las sábanas, las prendas del último muerto, y tras haber estudiado el

polvo al microscopio, los médicos concluyeron la salubridad de los lugares.

Precisamente, el oficial desolado por la muerte incomprensible de los

cuatro soldados, buscaba un nuevo ordenanza. En el cuartel, los dragones

retrocedieron ante el servicio de la villa maldita, aunque el amo les parecía

gentil y generoso.

–¡Allí caen como moscas!

–¡Más vale conformarse con el rancho del cuartel!

–¡Aunque el capitán me diera cien francos al mes yo no ensillaría sus

caballos!

–Ni yo.

–¿Qué es lo que hay allí entonces? ¿Fantasmas?

–¡Misterio! Un misterio formidable!

–¡El mayor es un asno!

–¡Los ayudantes son unos asnos! ¡El coronel es un bruto!

–¿Es que se pueden morir así, cuatro del pecho, desfilando uno tras

otro? ¡Tonterías! ¡Se les ha envenenado! ¿Prusianos, los Desroches?

–¡Pobre Courade!

–¡Pobre Mousset!

–Pobre Lestiboudouis!

–¡Pobre Varin!

–¡Varín, el más fuerte del regimiento!

–¡Ah! sí, Varín! ¡Levantaba treinta kilos a brazo tendido!

–¡Y era un buen muchacho! ¡Varín! Habrá que llevarle un ramo trico-

lor al cementerio.

–¡Sí, sí!

–¡Pobre diablo de Varin! Un día, lo vi trastabillar, escupir sangre, y le

pregunte: «¿Vienes de parranda?» Se puso a llorar, y yo presentí que iba a

morir.

–¡Digo yo que hay que entrar sable en mano en la casa de los Desro-

ches, a romper todo y plantar fuego a la sucia mansión de los envenenado-

res!

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131

A pesar de tan legítimo miedo, se presentó un hombre: Pierre Gozas.

Llegaba de los Altos Pirineos, y era un coloso, bigote negro, el más audaz

de esos guías de boina roja y polainas amarillas habituados a domar las mu-

las y a escalar montañas.

–¡Gozas, te dejarás allí la piel! – exclamaron los veteranos.

En la Villa-Sombreuse, el señor, la señora y los jóvenes señoritos y la

propia cocinera, disponían al dragón a reír con los cuentos que circulaban, a

admitir la muerte natural de los ordenanzas Courade, Mousset, Lestiboudois

y Varin, cuando advirtió la presencia de la Tía Mimi.

Gozas retrocedió.

–No tenga miedo – murmuró la Sra. Desroches. Tía Mimi no come a

nadie.

–No, desde luego, – añadió el capitán.

Una noche, la vieja se instalaba en el cochecito que el ordenanza debía

empujar, al claro de luna. Tía Mimi no toleraba nunca la presencia de nadie

detrás de su conductor, y jamás ni los Desroches mi la sirvienta habían se-

guido al monstruo.

Llegaron a un lugar oscuro.

–¡Alto!... ¡ven aquí, dragón!

Con sus odiosas manitas, manos velludas, tibias, casi no articuladas,

semejantes a tentáculos, sí, las patas de un animal en elaboración de manos

humanas, paseaban una caricia mortal alrededor del hombre; ellas descend-

ían, y los labios se abrieron inmensos, glotones, muy húmedos, muy rojos,

muy vivaces… El hombre tuvo un estremecimiento de horror.

–¡Déjame! ¡Déjame!

–¡Ven aquí, dragón!

–¡Déjame o te rompo la cabeza!

–¡Ven aquí, dragón! Mira que el capitán te hará pasar por un Consejo

de Guerra, ¿entiendes?.. ¡Ven aquí, dragón!

–¡No!

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–¡Ven, dragón!; ¡ven, te adoro! ¡Piensa en el Consejo!

El Consejo de Guerra es para el soldado el equivalente del infierno pa-

ra el cristiano: los burgueses amenazan con echar a la calle a sus criados;

pero a los ordenanzas se les somete a la encorsetada jurisdición del código

militar: Muerte. – Trabajos forzados. – Muerte.

…Y el dragón se curvó sobre la ventosa viva.

¡Qué no se diga que esta escena es inventada o narrada por gusto! La

historia la he obtenido de un pariente de una de las víctimas, y todo es cier-

to, salvo, por supuesto, los nombres de los personajes, del regimiento y de la

ciudad.

En el Congreso de antropología criminal que tuvo lugar recientemente

en Paris, bajo la presidencia del profesor Brouardel, y donde se podía ver,

entre otras tantas glorias del mundo entero, al profesor Lombroso, fueron

señalados hechos análogos. Por lo demás, basta remitirse a L’Homme de

génie, el estudio admirable del gran antropólogo italiano. Y cuando pienso

que uno de mis ilustres colegas, un compañero de batallas libradas desde

hace diez años, y tal vez pronto ganadas, exclamó ante las obras de Lombro-

so: «¡Pero, eso es sadismo!» ¡Ah! ¡el desdichado! El divino marqués era un

loco, un iletrado con algunos destellos, y Lombroso es un sabio genial, o

mejor aún: para el doctor Lombroso, Sade es un sujeto.

… Pierre Gozas quiso huir, desertar; se negaba a obedecer.

–¡Te haré pasar por el Consejo! ¡Ven! ven, dragón.

–¡No! ¡no! ¡no!

–¡El Consejo! ¡el Consejo! ¡el Consejo!

–¡Aghhh!

Entonces Miette se inventó una de esas ignominias que no deben na-

cer más que en el cerebro enfermo de un monstruo. Acusó al dragón de abu-

sar de Amédée y de Lucien, los hijos del capitán; ella lo había sorprendido,

lo juraba, y el oficial llamó a Gozas:

–¡Si eres culpable, te descerrajo el cerebro!

–¡Hazlo pasar por el Consejo, el Consejo, el Consejo!– vociferó Tía

Mimi.

El quinto ordenanza contó a su amo todas las aventuras. Lleno de ver-

güenza y dolor, el capitán envió a buscar al médico y al comisario de polic-

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ía, pues Tía Mimi se volvía furiosa. Finalmente se apoderaron del monstruo

que se reía con una risa sádica.

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137

I

El Sr. Théobald y la

Sra. Augustine des Houspi-

llettes, nobles habitantes de

la Creuse y recién casados,

que se dirigían a Italia, llega-

ron a un hotel de Lyon para

pasar su noche de bodas.

Durante el viaje,

Théobald, un gran diablo de

bigotes pelirrojos, había ad-

mirado la cabellera negra,

los ojos de terciopelo azul, la

nariz griega, las mejillas, las

encantadoras manos, el ele-

gante talle, en fin todos los

encantos visibles de Augus-

tine, pero, en el P.L.M.1 hab-

ía comenzado a mostrarse

reservado. Y en el coche que

los llevó al hotel también

mantuvo esa actitud.

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139

Augustine, pero, en el P.L.M.6 había comenzado a mostrarse reservado. Y

en el coche que los llevó al hotel también mantuvo esa actitud.

Después de una buena cena, la señora se retiró a su habitación y se

acostó; el señor entró, apagó la lámpara de la habitación, y cuando encendía

la del himeneo, se detuvo bruscamente, luego arrojó un gruñido contra el

dulce y palpitante tesoro:

–¡Ah! ¡nos veremos mañana temprano!

–¿Qué?

–¡Nada… Duérmete!

II

Desde las primeras luces del alba, el Sr. de Houspillettes se levantó y

dijo a su esposa:

–Interrumpiremos nuestro viaje de bodas; te llevo a Paris, donde he de

consultar con unos médicos.

–¿Estás enfermo?

–Eres tú la que está afectada de la más grave discapacidad.

–¿Yo?

–Desde luego… ¡Mírame!

Ella lo miró; él la observaba, conteniendo una enorme cólera, bajo una

máscara de la piedad.

–Tienes algo extraño en los ojos.

–Querido…

–¡Schhhh!

Él le agarró el puño y le tomó el pulso.

–No te preocupes. Te examinarán, te cuidarán, y te curaremos.

–Te juro…

–¡Schhh!

–Pero, querido…

–Schhh!

–Vamos, Théoblad…

–¡Schhh!

6 Siglas del antiguo tren de la compañía de Ferrocarril que cubría la línea Paris,

Lyon, Marsella (N. del T.)

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140

III

Augustine era cariñosa, fiel, y seguía la corriente al esposo creyendo

que se había vuelto loco. Desde Lyon a Paris, el Sr. des Houspillettes ma-

quinó en su cerebro extrañas ideas. Trataba de buscar una enfermedad ima-

ginaria, a fin de analizar a su esposa y de resolver el más terrible de los pro-

blemas: « ¿Mi esposa es virgen o no? »

Él, campesino noble, acostumbrado a los amores burgueses y a las

conquistas de las muchachas sumisas, carecía de nociones exactas sobre la

mujer en particular, y sobre la virginidad en general.

Y pensaba:

«Si eres virgen, Augustine, te haré olvidar el tiempo perdido mediante

una vida de devoción.

«Si no lo eres, pues bien, pediré el divorcio, bajo cualquier pretexto.»

Una simple caricia le había generado dudas; tal vez, un examen más

en profundidad calmase sus atormentadas incertidumbres; no quería correr

riegos temiendo destruir las pruebas virginales o perder el control, triste

juguete de las ilusiones.

Entonces, decidió recurrir a la ciencia.

–Escucha, Augustine, yo te amo, te adoro, y es por lo que te amo, y es

por lo que te adoro, por lo que estoy preocupado, inquieto. Esta noche he

podido contener mi amor y demorar la hora del testimonio. El asunto es de-

licado, muy delicado… Tú eres hermosa, eres encantadora, pero la mirada

de un esposo descubre horizontes más amplios. Hay que pensar en la mater-

nidad. ¿Puedes ser madre? Esa es la cuestión. Yo, yo no quiero que mueras

en el parto, ¿comprendes?

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IV

Los Houspillettes se instalaron en la calle Real, y el hipócrita marido

llamó a tres ilustres médicos, uno tras otro.

Sobre la pregunta secreta: «¿Mi esposa es virgen?» el primer médico

respondió:

–Sí.

El segundo: – No.

El tercero: – Tal vez.

Y Théobald quedó perplejo.

V

De buen grado, la pobre Sra. des Houspillettes acabó por someterse a

los monóculos y a las lupas de los doctores, y lamentaba su problemático

estado, ignorando siempre la causa real de esos reconocimientos.

–¡Cuántos médicos! – exclamaba la doncella…– ¿La señora ha sido

mordida?

En cuanto a Théobald, disgustado por los diagnósticos contradictorios,

estudiaba libros de medicina y de filosofía que tratan de la virginidad feme-

nina. Algunos autores le indicaron un procedimiento: velo nupcial… (¡Me-

ted, mortales!) Yo meto… Otros indicaron la forma, la fooorma… (¡Volved

a meter, mortales!) Yo vuelvo a meter y os dejo el honor de adivinar.

VI

Una noche, el señor dirigió el siguiente discurso a la señora:

–Augustine, uno de los príncipes de la literatura, el Sr. Alphonse Karr,

escribió estos versos, en el mes de agosto de 1840, en les Guêpes:

No, yo no llamo virgen ni a guapa ni a fea

Que entrega sus mechones a un zagal O que, cada mañana, se encuentra y balbucea

al fondo del jardín con un colegial.

Yo no llamo virgen ni a loca ni a cuerda

que se mira al espejo cuando llaman a su puerta.

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–Esos versos me parecen arrebatadores – dijo Augustine – y los

aprenderé con mucho gusto…

–Harías bien. En cuanto a mí, reconociendo la belleza de esta poseía,

la encuentro demasiado severa…. Augustine, estoy dispuesto a perdonar los

mechones al zagal, el balbuceo con un colegial, la mirada al espejo, e inclu-

so los apretones de manos, en el baile, la sonrisa, los juegos inocentes, la

flor marchita sobre tu seno… Digan lo que digan esos versos o la prosa, no

me sentiré perjudicado… Augustine, no estoy de acuerdo con el ilustre Alp-

honse Karr, yo llamo «virgen» a aquel o aquella que conserva su virginidad.

¿Está claro?

–Bastante.

–Augustine, te he sometido a un reconocimiento…

–Tres reconocimientos.

–Sí, tres reconocimientos, contra los que tu pudor todavía se rebela; lo

sé; pero quería asegurar el bienestar del hogar, y ante la estupidez de los

médicos, acudo a ti y te pregunto: «¿Eres virgen, sí o no?» ¡Oh! ¡no te son-

rojes, no llores!... Se sincera… ¡Interroga al pasado!... Hasta mañana, Au-

gustine.

–Sí, hasta mañana, Théobald.

VII

Al Sr. Théoblad des Houspillettes,

calle Real, en Paris.

Lyon, Hotel desde… (nuestra antigua habitación).

«Imbécil, lo era, y ahora solo LO ERES tú!

«AUGUSTINE»

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A la muerte de su

amado marido, la vizcon-

desa Germaine des Bran-

diers abandonó su palacete

de la avenida de Messine,

renunciando al mundo, a

viajar, a las fiestas y a toda

distracción, para encerrar-

se, gemir, llorar, morir tal

vez en un viejo castillo.

Situado en el extre-

mo oeste del Périgord, en

la parte montañosa y bos-

cosa que delimita la Dor-

dogne y la Haute-Vienne,

rodeado de pastos, de bos-

ques, de amplios estanques

y de inmensas landas – en

esas noches invernales, el

caserón parecía tocar el

cielo

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caserón parecía tocar el cielo bajo y grisáceo con sus colosales torres.

La Sra. des Brandiers montaba a caballo, se ocupaba de las tapicerías

y de los bordados, pintaba a acuarela o leía obras religiosas, no frecuentaba

a nadie, y siempre vivía sola.

Cuando del luto pasó al violeta, unos aristócratas quisieron entablar

una batalla amorosa; ella despidió a unos y a otros, y todos se asombraron y

algunos sufrieron de ese eterno duelo. Germaine tenía veinte años; era rica,

bonita, pálida, un poco delgada, altiva, con un rostro virginal, narinas deli-

cadas, una boca en forma de corazón, dientes encantadores. De repente la

dormida se despertó; un brillo surgió de sus ojos azules y tranquilos, y esa

musculatura inerte tuvo vibraciones prolongadas, tumultuosas, infinitas; la

señora ya no se aburría, desde que una dama de honor, Lisa, la joven esposa

de Jacques Michard, la hija de los Pincailloux, cuidadores del castillo, aca-

baba de entrar en sus momentos de ocio que llevaba tanto tiempo entristeci-

do.

Una amable criatura, Lisa, una pollita de aldea, una recién casada, ru-

bia y fresca, las carnes rodadas, gestos lánguidos y melindrosos. Aprendió a

leer, a escribir y a contar con las monjas, y la joven viuda tomó a su cargo la

continuación de la educación de la joven aldeana. La señora le enseñaba a

tocar el piano, el arpa, el canto, le daba lecciones de pintura, de tapicería de

bordado, de higiene intima, se divertía peinándola, lavándola, enjabonándo-

la, perfumándola con esencias orientales.

Lisa experimentaba un bienestar mezclado de orgullo con los toca-

mientos, el buen hacer de los dedos aristocráticos, en los mil cuidados pre-

paratorios, y la hija de los Pincailloux ya establecía una comparación entre

los graciosos besos de la vizcondesa y los rudos ataques de su marido. ¡Un

bruto, Michard! ¡Unos brutos, los aldeanos! Todas las bromas del día y de la

noche de bodas regresaban a sus ojos, ridículas y groseras para ella, gracio-

sas y divertidas para los demás campesinos del Périgord y del Limousin: por

el día una procesión con música hasta la alcaldía y a la iglesia; al regreso,

disparos de fusil, una comida pantagruélica, la historia de la liga de la novia

y del padrino, bailes, un estrépito del diablo. Pero por la noche, ¡oh! Los dos

esposos sentados, él cínico, ella ruborizada y confusa, todos los invitados a

la boda alrededor de la cama, los viejos, los jóvenes, los hombres, las muje-

res, luego los músicos y los portadores de la gran sopera, de la sopa que

debían degustar, en medio de risas, de pullas, de alusiones obscenas.

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–¡La Lisa comerá!

–¡No comerá!

Y bruscamente, al cri-cri de los violones, el triunfal «jolgorio», todas

las voces desencadenadas, todos los pies marcando el compás, los sombre-

ros, los zuecos, los gorros y las faldas en el aire, todas las manos dando

palmas:

Comerán

La sopa

La sopa

La comerán

¡La sopa de cebolla!

¡Ioup! ¡Ioup!

Luego, las puertas cerradas, un hombre apresurado, torpe, un viejo

dragón, habituado a los malos lugares, un borrachín que apestaba a vino,

tabaco y alcohol; y, después de los celos de animal salvaje, el macho propi-

naba cachetes en gran cantidad porque la hembra permanecía infecunda.

Muy pronto, la aldeana saboreó los dulces besos de la Señora. Cada

noche, en el saloncito decorado de rojas telas, cerca de un buen fuego, me-

dio desnudas, coronadas de rosas, tumbadas sobre un suntuoso lecho, con

una deslumbrante vajilla de plata en un velador, flores y luces, Germaine y

Lisa tomaban un tentempié muy parisino: ostras, cangrejos, un pate de foie

gras o perdices frías, una cesta de futas, champán que se vertía a través de la

nieve de los cálices de oro, el té, licores, un ponche, cigarrillos turcos. Se

achispaban, se besaban, se devoraban, y solamente, mistress Harlind’s, una

anciana inglesa, la gobernanta del castillo, podía abrir la puerta de ese tem-

plo de amor.

Los criados, que adivinaban las relaciones de las lesbianas, guardaban

silencio. En cuanto a los parientes de Lisa, a los Pincailloux, comenzaban a

disfrutar de la buena fortuna: por la mañana, la favorita de la Señora, regre-

saba cargada de vituallas, y el padre François, la madre Catherine, el abuelo

Barnaba, la tía Margoton, los hermanos, las hermanas, los cuñados, los vie-

jos, mayores y pequeños se repantingaban y se daban el atracón a la salud de

Lesbos. Entre los demás jornaleros surgieron celos, pues el intendente, los

guardabosques y los hombres de negocios, bastante severos con ellos, se

esmeraban con detalles hacia los Pincailloux: estos comerciaban con sus

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bueyes, lejos de toda vigilancia; daban un precio y este iba a misa; talaban

árboles; no volvieron a compartir las cosechas, ni los beneficios del ganado,

y los cajones se llenaron de luises de oro.

François y Catherine se daban cuenta de los amores secretos de su

hija. ¿Qué pasaba por esos cerebros primitivos y tenebrosos? Lisa adelgaza-

ba, las mejillas perdían color, las sienes se azulaban, los párpados ennegrec-

ían, la voz se volvió ronca, el caminar incierto, y se observaba en ella todos

los estigmas de la degradación física y moral procedente de las ilícitas ma-

niobras.

Preocupado, Jacques prohibió a la moribunda dormir en el castillo, y

la familia se rebeló contra el marido. Se burlaban de él, lo acusaban de im-

potencia: todo el mundo estaba gordo a excepción de la lesbiana, y nadie

deseaba adelgazar. En realidad, ¿de qué se quejaba ese gran idiota incapaz

de hacer hijos a la afortunada Lisa?

El marido un día declaró:

–¡No quiero que regrese allí!

–¡Ella es libre! – exclamó Pincailloux.

–¡Volverá allí! – tronó François.

–¡Sí! ¡sí! – clamaron los hermanos y las cuñadas.

Jacques Mignard exclamó:

–¡Mi mujer, mi pobre mujer, la dama la envenena y la mata! ¡Oh! ¡la

muy zorra! ¡La puta viuda!

En una palabra, presentó la situación: ¡Lisa no era fuerte y la otra la

«exprimía»!

Pincailloux trató de calmar a su yerno:

–¡Eres estúpido, Jacques! Venga, venga, ¿qué te ocurre? Tenemos di-

nero, y obtendremos más aún. ¡Deja mear al cordero! ¿No tienes hijos, ver-

dad? Pues bien, nuestra dama no te pude hacer cornudo, ni dejar preñada a

Lisa. Jacques la dama no es mala, y la Lisa es una buena chica. ¡Vamos,

jodio! hay que permitir que se diviertan; no hacen ningún daño a nadie.

Vamos, vamos, ¿qué te ocurre?

El yerno se rindió a sus argumentos. La Sra. de Brandiers – la terrible

vizcondesa – había dado a Lisa el dominio cultivado por sus padres: Lisa

murió loca, y los Pincailloux heredaron; heredaron ese nuevo Campo de

Sangre, OSSEL DAMA, como en las Sagradas Escrituras.

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Se evocaban tipos ra-

ros, y el barón G. de Malroy

tenía la palabra.

Un sábado por la no-

che, en el tren que va de Pa-

ris a Dieppe y regresa el lu-

nes, iba a instalarme en una

mesa del vagón restaurante,

cuando un viajero me abordó

en estos términos:

–¿Está usted casado,

señor?

Ante esta pregunta in-

discreta, yo debería respon-

der brutalmente, pero exami-

ne al personaje, y, aunque

evito las charlas de ferroca-

rril, dije: «No, señor», fiján-

dome en el desconocido, cu-

yos modales me parecían

extraños, sospechosos, cómi-

cos y terribles.

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–¡Oh! ¡Mejor, mejor!

Con sus delgados dedos, señaló a los hombres sentados en distintas

mesas:

–¡Todos, maridos! ¡Ah! ¡Es muy divertido!.

Alto y enjuto, vestido de marrón, con la cabeza descubierta y calvo,

tenía en la mano un sombrero hongo; su figura pálida y su mirada perma-

necían inmóviles, sin color y sin llama, y jamás he visto reír a nadie como

él, con una risa larga, pérfida, silenciosa, que ponía los pelos de punta.

–¿Es que se dedica usted a los matrimonios?

–¿Yo? No del todo.

–No entiendo su pregunta, señor.

–Soy un filósofo, un Alphonse no asalariado.

–¿Cómo?

–Un Alphonse artista.

Señaló a los comensales:

–¡Son divertidos esos cornudos!

Ni agente matrimonial, ni un casamentero, el señor me interesaba. Le

ofrecí un lugar en mi mesa; aceptó presentándose:

–Me llamo Dominique Halzebin,– dijo «el Indicador»,– rentista en Pa-

ris, para servirle.

Yo omití darle mi nombre, y, durante la cena, contó su historia:

«Hace cinco años disparé sobre mi mujer adúltera y su cómplice; am-

bos tuvieron la suerte de salvarse, intactos. Tras haber pasado algún tiempo

por los lamentos de un animal herido y los dolores de un mártir, comencé a

secarme las lágrimas. Sin embargo, de vez en cuando, un hambre de ven-

ganza me aguijonea, me irrita, y ese odio, que en principio se alimenta del

recuerdo de los dos culpables, acaba por desdeñar a los culpables y cambia

de objetivo, buscando consuelo en extrañas y múltiples represalias. Creo

bueyes, cornudos por centenares, por miles; los inscribo, los colecciono;

pero, por desgracia, las bellas y ricas esposas no quieren un viejo, y me ali-

vio facilitando los adulterios a los jóvenes. Pues, en el orden social, todo es

convención, y si el adulterio fuese universal y si todos los maridos fuesen

corundos, ya no habría adulterio, ya no habría corundos. ¿No es así?

–¡Sin duda!

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–El tren es mi campo de acción. Voy de aquí a allá, de sábado a lunes,

con los esposos; escucho sus conversaciones, observo a sus esposas, que

vienen a esperarles a la estación. Un día en Dieppe, otro día en Trouville o

en Villers, enseguida elijo una pareja, luego otra, y, en el momento que lo-

gro encontrar a un joven deseoso de una buena fortuna, le señalo una dama

de esos caballeros. Con preferencia, designo aquella que me parece aún más

virtuosa. Usted no lo ignora: ¡todas sucumben!

–Usted exagera, señor Halzebin. Hay muchas mujeres decentes.

–¡Enfermas, barón, enfermas!

El Indicador se echó a reír, con su risa especial que no emitía ningún

ruido, prolongando las comisuras de los labios.

–Barón, no se puede imaginar el orgullo y el deleite que experimento

creando un cornudo indirecto o incluso contribuyendo a hacer crecer los

cuernos. Las cuernos nuevos, los cuernos crecientes, todos los cuernos miti-

gan mi vergüenza y mis angustias, y la hidra que me corroe el cerebro y el

corazón, arroja fuera todo su gran poder. Aunque mi frente esté ornada de

tan largos y pesados apéndices, también brotan y se destacan los injertos, las

excrecencias vivas, en las frentes vecinas y siempre enemigas. ¡Es un alivio

inexpresable! ¡Imagine un apestado, un gangrenado, seres privados de rela-

ciones intimas, e imagino los goces soberanos de esos desdichados, si pu-

diesen disminuir su mal, transmitiéndoselo a todo el género humano! No,

eso no cura; pero eso alivia. Imagine un condenado a muerte. Solo, el hom-

bre debe subir al cadalso; solo, debe saludar a la aurora con un supremo

adiós, cuando resuenan las trompetas de los arcángeles: «He aquí el fin del

mundo!!»

–¿Los maridos ignoran la traición de esas damas?

–¡Error! Al regreso yo expido cartas anónimas; omito los nombres de

los amantes, pero la correspondencia está repleta de pruebas irrefutables.

Por los periódicos me informo de una disputa, un divorcio, el estruendo de

los revólveres, los efectos del vitriolo, un suicidio, un asesinato, y me regalo

historias de alcoba. En las playas y en Paris, en el vagón donde estamos, en

presencia de esos jóvenes caballeros, resisto mis enormes ganas de modifi-

car la fórmula de Lucrecia Borgia, y de vociferar: «¡Caballeros, son ustedes

todos unos cornudos!» Salomón concedía una prima a aquel que inventase

un placer; yo quiero instituir un concurso de hacedores de cornamentas, el

premio Halzebin… ¡Confieso que ejerzo un divertido oficio amateur!

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–¡Desde luego que sí!

En los postres, encendimos sendos cigarrillos.

–Barón, ve a ese comensal envuelto en un gabán.

–¿El caballero del monóculo?

–El mismo. Pues bien, falta en mi colección. El sábado pasado hizo el

viaje en coche con una dama con velo y me ha sido imposible seguirle.

Acabo de escucharle hablar: se llama Zacharie Junboerr, es judío y banque-

ro, y la señora vive en Dieppe, la villa de las Rosas. Si la señora es bonita,

¿me haría usted el placer de plantar un par de cuernos en ese ciudadano?

–No pido otra cosa.

–¿Necesita usted dinero?

–No, gracias.

–No es molestia. MI bolsa está abierta a las aventuras galantes.

–Gracias, señor.

Un revisor gritó: ¡Arques-la-Bataille!

Dominique Halzebin se apeaba:

–Discúlpeme, barón. He prometido informar a dos o tres juerguistas

de esta región. No olvide a la Sra. Junboerr; no la olvide, yo lo conjuro…

Cierto lunes, entré en el vagón restaurante; acompañaba a la Sra. Jun-

boerr, una morenita de ojos topacio brillante, una deliciosa conquista. El

banquero se encontraba en París, retenido por sus negocio, y había manifes-

tado el deseo de ver a su esposa.

El Indicador me estrechó las manos.

–Felicidades, barón, felicidades.

Su infernal rictus alargaba su silenciosa boca de monstruo, y yo admi-

raba a ese Mefisto moderno, celebrando la caída de Marguerite. Golpeaba el

suelo con su bastón con pomo de oro, canturreando:

Yo te hice a menudo cornudo,

y tú jamás lo has sabido…

Luego, cantó con voz de joven sacerdote, al que pronto deshonran los

acentos nasales y rabaleros:

¡Gloria in excelsis Deo!

Gloria-Gloria-Gloria…

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La-la-i-tou

La-la-i-tou

¡La-la!... ¡Zut! ¡Zut! ¡Zut!

Y continuaba:

Tú lo has querido

No te quejes

Y lon-lon-air

Y lon-lon-la!

¡Lon-la!... ¡Zut! ¡Zut! ¡Zut!

De pronto, sentí a la esposa colgarse de mi brazo y temblar.

–¡Pero, esta es Ernestine! ¡es la Sra. Halzebin! – aulló Dominique.

–Nada de escándalo, señor,– le dije – Seamos correctos, voy a entre-

garle mi tarjeta de visita.

–¿Su tarjeta, barón? ¡Es inútil!

Entonces, Halzebin, se volvió hacia los viajeros, – sus víctimas indi-

rectas, – y, con tono grave, solemne, la cabeza descubierta con el gesto de

N. S. Jesucristo, defendiendo a la Pecadora:

–¡Caballeros, quien de entre ustedes no sea cornudo que arroje el pri-

mer cuerno!

Hubo un estrépito de insultos y amenazas, de sillas, de platos, de bote-

llas y de vasos rotos, y el viento de los uñas silbó alrededor del rostro del

Alphonse artista. Yo lo protegía; él me abrazó, y, ante todos:

–¿Por qué diablos, os enfadáis? Yo conocía a Malroy por su «Tablero

de amor»; yo llevo mi cuenta…

A los furores sucedieron explosiones de risas.

En la estación del Oeste, vimos a Halzebin alejarse con los índices le-

vantados por encima de las orejas, los índices apoyados, vibrantes, alegres,

haciéndose la cornamenta a sí mismo; los hacía en Paris, a lo francés, en

Berlín, a lo alemán, a lo africano, a lo americano, a lo oceánico, en toda la

tierra..

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Este libro se acabó de traducir y digitalizar el 31 de agosto de 2015