El fuego del dragón
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El fuego del dragón
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EL FUEGO
DEL DRAGÓN
Moisés Herrerías Diego
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SEP-INDAUTOR: 03-2010-022309501400-14
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El rey de los enanos
-I-
Si algún extranjero visitara nuestra aldea, quizás se
vería tentado a pensar que entre nuestros plácidos
cultivos, pequeñas y aparentemente frágiles
viviendas de madera y barro cocido, o los
pintorescos jardines colgantes con flores
multicolores y verdes hojas, es imposible que se
geste un espíritu guerrero, capaz de realizar ni la
mitad de las proezas que nuestras leyendas cuentan.
Pero estarían cayendo en una terrible equivocación.
Ya lo dicen nuestros habitantes más
venerables, viejos y sabios: “Los dragones más
feroces duermen entre las más hermosas flores”. Tal
vez seamos pequeños y algunas de nuestras historias
sean poco precisas, pero eso se debe más al paso del
tiempo que a un afán de engañar al incauto que se
anime a escuchar la voz de un enano.
Somos un pueblo honesto y trabajador que ha
aprendido a navegar a contracorriente y llegar a
tiempo a nuestro destino. La palabra de un enano es
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tan firme como las colinas que nos sustentan y los
campos que nos dan de comer. Pese a lo que se dice
de nosotros, al menos en mi pueblo no existe la
avaricia que ha erradicado a muchas otras culturas,
dejándolas en la más profunda pobreza económica e
intelectual.
No atesoramos joyas, amuletos o monedas,
salvo nuestras “piedras de fuego”; que son esferas de
cristal de roca negra, que en el centro parecen
albergar una chispa de luz, como una estrella
atrapada en un trozo de piedra. Éstas son el único
tesoro que conservamos de un pasado que
permanece ajeno y distante.
Tan pronto nace un enano, se le coloca un
collar que tiene “su propia” piedra de fuego, de la
cual nunca se desprende, salvo por dos motivos;
cuando se establece con quien ha aceptado ser su
pareja e intercambian piedras, como muestra del
compromiso, o cuando se muere. Entonces la piedra
es entregada al ser querido más cercano y el cadáver
es enterrado en el jardín de los ancestros, donde sus
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deudos habrán de sembrar un árbol y en sus
cimientos deberán depositar la piedra de fuego.
Así es, somos ceremoniosos, pero qué le
vamos a hacer. Eso nos ayuda a recordar quiénes
somos. Además de que nos invita a no olvidar a
aquellos que han compartido su pequeño trozo de
eternidad con nosotros.
Tal vez no sepamos cuándo fue que los
primeros enanos abandonaron las entrañas de la
tierra, pero no hemos olvidado que así fue. ¿Qué
pasó antes? No lo sé y nadie lo sabe. Pero se cuenta
que los primeros enanos emergidos quedaron tan
sorprendidos de las bellezas iluminadas por los rayos
del sol (y la dulzura de las fresas), que
inmediatamente olvidaron lo que habían dejado atrás
de ellos. Aunque no se descarta que además de eso
su pasado haya sido tan doloroso, amargo y oscuro,
que prefirieron prescindir de su recuerdo.
En cuanto a lo que ocurrió después, eso lo
sabemos todos, de generación en generación nos
hemos contado siempre la misma historia. De eso
nos hemos encargado todos aquellos que la vivimos.
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La cual no es divergente a la versión que tienen los
demás de la misma, incluyendo entre éstos a los
gigantes. Porque nuestra historia bajo los rayos del
sol va de la mano con la de ellos. Enanos, gigantes
de las montañas y colosos de hielo, entre todos hay
una historia de rocas, sangre, muerte, agua, fresas y
nieve.
-II-
En ese entonces la sequía había hecho mella de
nuestros campos y las fresas brotaban secas,
pequeñas y amargas de los arbustos. Para empeorar
las cosas, el rey había muerto sin dejarnos un
heredero o sucesor designado que ocupara su lugar.
Sólo nos dejó una afligida reina, que no tenía el
menor interés de continuar en el cargo, y un sueño
que nos comunicó a todos, una mañana antes de
morir.
Aquel día hicieron sonar las campanas del
palacio, y como era costumbre, todos acudimos al
llamado del monarca. Él estaba enfermo y cansado
(también los enanos envejecemos), pero era
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intrépido, siempre lo había sido y no se mostró
diferente en esa ocasión.
Se paró ante todos, alzó su hacha sagrada y
gritó:
– ¡Hijos míos! ¡Mucho me temo no poder
acompañarlos por más tiempo! ¡La muerte me ronda
como la blanca luna circunda el firmamento! ¡Pero
he tenido una visión: “un sueño”! ¡Sé que
transitamos por tiempos difíciles, pero hemos tenido
peores, lo sé y algunos de ustedes comparten ese
conocimiento conmigo! ¡Pero también sé que el
futuro habrá de ser próspero! ¡Lo he visto! ¡He
soñado con ello y sé quién habrá de guiarlos en esa
nueva aventura! ¡No conozco su nombre o labor, ni
siquiera sé si ya ha nacido, aunque mi débil corazón
me dice que así es! ¡Ni siquiera sé si habrá de ser
“una”, o “uno” de ustedes! ¡Básteles saber que será
el corazón de este reino y que en su hombro derecho
habrá de tener una marca con la cual podrán
identificarlo con facilidad: “una estrella de siete
puntas”!
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Nadie sabía que ese día habría de ser la
última vez que se dirigiría a nosotros, pero tan
pronto supimos de su muerte la búsqueda de aquel o
aquella que habría de sucederle comenzó.
-III-
El reino era pequeño como lo es hoy, así como sus
habitantes, por lo que no nos demoramos mucho en
reconocer que nadie poseía tal seña distintiva. Había
lunas, tréboles, nubes y hasta mariposas, pero
ninguna estrella de siete puntas. Lo más cercano fue
una estrella de seis picos, que encontramos en el
hombro derecho de una joven cosechadora de fresas.
La cual fue llevada ante el consejo de los ancianos
para que ellos determinaran si era suficiente para
coronarla o no.
El consejo era presidido por la reina, quien
consideró que la marca de la joven no correspondía a
la profetizada por el rey, pero que al ser lo más
cercano que se había podido encontrar, no debía ser
pasada por alto. Pero aún tendría que demostrar que
tenía lo suficiente para ser coronada.
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Kim era el nombre de aquella joven
cosechadora de fresas, quien era feliz con su trabajo
y no tenía ningún deseo de poder o riquezas. Su
mayor anhelo era levantarse todas las mañanas con
los primeros rayos del sol, y su mayor riqueza era
beber un poco de agua fresca del pozo, escuchar el
trinar de los gorriones y recolectar fresas para el
desayuno comunitario. Pero amaba a la reina, tanto
como a su rey, y si ella creía que podría ocupar su
lugar, entonces así habría de ser. Y si su majestad
pensaba que antes de coronarse habría de pasar una
prueba, así se le fuera la vida en intentarlo, con
gusto aceptaría su destino.
La prueba no sería nada fácil, Kim tendría
que ir al norte, donde las montañas le rascan la
panza al cielo. Con el objeto de averiguar por qué
los pozos que se nutren de su agua helada, estaban
casi secos, cuando siempre habían estado rebosantes,
incluso en los estiajes más prolongados. La misión
era peligrosa, no sólo por lo accidentado del camino
e inhóspito del tiempo, sino porque tendría que
atravesar el reino de los gigantes de las montañas, y
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más allá de las tierras heladas, hasta los dominios de
los míticos colosos de hielo.
Ésa era su prueba, mas no tendría por qué
enfrentarla sola, aunque no hubo muchos enanos que
se ofrecieran a acompañarla, de hecho sólo dos;
O´Khan (el guardabosques que siempre había estado
enamorado de Kim) y yo (su entonces bisoño
aprendiz), que por nada del mundo me habría de
perder la experiencia de conocer las tierras que
reposan más allá de las nubes.
-IV-
El viaje empezó muy temprano, cuando el sol ni
siquiera asomaba alguno de sus rayos por encima del
horizonte. Nunca antes alguien había ido hacía
donde teníamos que ir, por lo que no sabíamos qué
tanto cargar con nosotros o cuánto nos tomaría llegar
a nuestro destino. Sin ningún tipo de experiencia, y
basándonos únicamente en el tiempo que nos tomaba
llegar a la laguna de los susurros, más allá del
bosque de los “gigantes verdes”, calculamos que el
viaje habría de durar más o menos treinta o cuarenta
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días, contados con pies pequeños y entre escabrosos
riscos, hasta llegar a la cuna del agua: “las cascadas
de los inmortales”.
No podíamos cargar en nuestras pequeñas
maletas víveres para tantos días, y una carreta sería
demasiado impráctica para el camino, por lo que nos
abastecimos con lo más que pudimos y
emprendimos la marcha, esperando que el viaje sólo
durara la mitad del tiempo calculado.
-V-
Conforme subíamos las colinas y nos acercábamos
al paso de las montañas y al reino de los gigantes,
nuestras pequeñas mochilas se fueron vaciando,
aunque contradictoriamente nos parecían cada vez
más pesadas. Nos costaba trabajo respirar, y entre el
frío y el cansancio, los huesos y músculos nos
empezaron a doler sin misericordia. Ni siquiera
había nieve en las copas de los árboles, pero eso no
impedía que el frío nos abofeteara sin clemencia el
rostro.
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De no ser por las piedras de fuego,
hubiéramos muerto congelados mucho antes de
cruzar la primera de las montañas de la cordillera
helada, o al menos yo, porque cada vez que se hacía
de noche y empezaba a bajar la temperatura, O´Khan
se aseguraba de cubrir con sus propios sarapes el
cuerpo de Kim, sin que ella se diera cuenta, mientras
él se mantenía descubierto casi toda la noche, y
cuidando de que no se fuera a apagar la fogata. Yo
no le decía nada, aunque siempre procuré apoyarlo
lo más que podía. Pues sabía lo que él sentía por
ella. Para mí Kim era quien pudiera llegar a ser mi
reina, pero para O´Khan ella era el amor de su vida.
-VI-
Cinco días después llegamos al reino de los gigantes
de las montañas. Con las mochilas casi vacías y sin
mayor arma que la voluntad de seguir adelante.
Los gigantes no eran nuestros amigos, ni
siquiera nos veían dignos de ser sus enemigos, pero
eran unos vecinos demasiado peligrosos como para
querer convivir con ellos, o desear cruzarnos en su
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camino. Eso lo sabíamos muy bien. En un inicio,
cuando los primeros enanos se establecieron en las
colinas del sur, a los gigantes de las montañas les
gustaba desprender enormes rocas de granito sólido,
sólo para arrojarla sobre nuestro incipiente reino, y
aplastar las pequeñas construcciones y sembradíos.
No con el afán de iniciar una guerra o algo así, sino
como una mera forma de divertirse o pasar el
tiempo. Hacía ya varias cosechas de eso, pero no las
suficientes como para sentirnos seguros al entrar en
sus tierras.
Teníamos que ser cautos, no es bueno
provocar a alguien que puede aplastarte de un
pisotón. Aún quedaban al menos cinco días más
antes de llegar a la cascada de los inmortales, y no
podíamos dedicarle tiempo a un enfrentamiento que
sabíamos perdido.
Por poco lo logramos, pero justo antes de
abandonar sus dominios, un grupo de gigantes nos
descubrió, y sólo por curiosidad nos llevaron ante su
rey.
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-VII-
Todo nuestro reino cabía en el salón de armas del
rey de los gigantes. Su castillo estaba construido con
las piedras de la misma cordillera; tan fuerte y alto
como una montaña. Lucía majestuoso y brillante
bajo los rayos del sol, pero más tarde descubrimos
que su brillo no era menor bajo la luz de la luna.
Adentro se iluminaban con antorchas que colgaban
de las paredes y varios espejos.
Yo imaginaba a los gigantes de las montañas
tan primitivos como los del bosque, aunque mucho
más violentos, pero la brillantez de sus pisos, la
delicadeza de sus relieves, las esculturas talladas en
las paredes, y finos acabados de los muebles y
armaduras, me permitieron verlos de otra manera.
Sentado en un brillante trono de cuarzo
estaba su rey. Imponentemente ataviado con su
corona de cristal, capa de piel, armadura de escamas
de dragón, y una barba tan roja como el sol de la
tarde y tan abundante como el jardín de los
ancestros. Lucía como el más grande de los gigantes:
“como el rey de todos los reyes”.
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Nos dejaron solos frente a él, sobre un
pedestal y un cojín de terciopelo. Él se nos acercó y
Kim le ofreció la última canastilla de fresas que nos
quedaba. El rey la tomó con gusto y se fue comiendo
la fruta una por una, como si fueran pequeños
caramelos, hasta que llegó de nuevo a su trono.
Entonces nos preguntó la razón de nuestra presencia
en su reino.
Kim le respondió con soltura y cortesía,
explicándole la naturaleza de nuestra misión y
circunstancias, pero omitiendo todo lo relacionado al
sueño de nuestro fallecido monarca, y al hecho de
que al completar exitosamente el encargo, ella
podría convertirse en la nueva reina de los enanos.
Al terminar, el rey asintió con la cabeza y
entrelazó sus manos mientras se afilaba la barba con
sus gigantescos pulgares. Después sonrió, como
cuando entiendes algo que te había costado mucho
trabajo comprender plenamente, pero que una vez
que lo captas por completo te resulta demasiado
obvio.
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–Hace tiempo que los había estado
esperando, no sé cómo no me di cuenta de que eran
ustedes. Espero que perdonen mis modales, pero es
que no sabía que estaba frente a la realeza, de lo
contrario hubiera procurado atenderlos como se
merecen. Espero que sus majestades acepten mis
más sinceras disculpas –dijo y se inclinó ante
nosotros.
–Nunca me ha parecido vergonzoso mostrar
mi respeto hacia los otros, y espero que hayan
sabido perdonar la actitud que mis ancestros
tuvieron hacia ustedes, y si no ha sido así…
entonces en nombre de ellos y mi gente les pido que
nos disculpen. Quizás debí de haber enviado algún
heraldo hace mucho tiempo, pero tuve miedo de
crearles más confusión, o iniciar una guerra
innecesaria entre nuestros pueblos, pero ahora que
tengo de frente al futuro rey y reina de los enanos,
no veo una mejor oportunidad para disculparme y
ofrecer mi ayuda en todo lo que necesiten, y mis
capacidades puedan satisfacer –dijo, con voz firme y
sinceridad en la mirada.
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Después nos extendió su mano. Todo eso nos
dejó muy sorprendidos.
O´Khan pidió la palabra para aclararle al rey
que de completar exitosamente la misión, Kim
habría de tener la corona de los enanos y nadie más.
Ante lo dicho, el rey se le quedó viendo muy
extrañado.
Entonces me tomé la libertad de hacer de su
conocimiento el contenido profético del sueño del
rey de los enanos, lo cual dejó aún más confundido a
nuestro anfitrión.
–No sé de qué me hablan e ignoro el sueño
que su rey haya tenido antes de morir… lo que sé es
que la hechicera más confiable de mi reino me habló
de una visión que tuvo hace ya varias lunas. Donde
tres valientes enanos habrían de venir a mi reino con
el fin de devolverle los ríos a las montañas –dijo
sujetando con firmeza su báculo de mando.
–Ella me dijo que los ayudara en todo lo que
pudiera, no sólo por la naturaleza de su tarea, sino
porque uno de esos tres enanos habría de ser el
nuevo rey de su pueblo. Me dijo que lo reconocería
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al llegar porque estaría acompañado de su aprendiz y
de una bella joven, quién se convertirá en su reina –
dicho que ruborizo tanto a O´Khan como a Kim,
quienes se quedaron viendo sorprendidos. Pero al
percatarse del rubor presente en sus rostros optaron
por voltear a ver hacia otra parte.
–Y lo reconoceré cuando regrese porque en
su hombro derecho tendrá la marca de la reina de las
nieves; una estrella de siete puntas –concluyó el rey
y no supimos cómo rebatirle su dicho.
Esa noche fuimos alimentados y hospedados
en aquel majestuoso palacio, incluso el rey le pidió
al más hábil de sus artesanos que nos hiciera tres
pequeñas y hermosísimas camas. Eran tan calientes
y cómodas que la primera proeza de la mañana fue
levantarme, y la segunda fue resignarme a no poder
llevármela conmigo a mi destino y luego a casa.
Para entonces ya nos habían hecho tres armaduras
afelpadas, duras como el más templado de los
metales, pero calientes y cómodas como la más
suave de las cobijas. Nos proveyeron de víveres y
después de darnos de desayunar, tanto el rey como
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su corte nos escoltaron hasta el límite de sus
dominios, al pie de las tierras altas y heladas: “el
paso de los gigantes de hielo”.
-VIII-
El frío helaba nuestros ojos, mejillas y narices, lo
demás estaba cubierto y calientito. Todo a nuestro
rededor era blanco, como si el creador del mundo
aún no hubiera terminado de diseñar ese lugar, o se
le hubieran acabado las ideas.
No había árboles, ni matorrales, o algún otro
ser vivo. No podíamos distinguir el cielo de las
piedras y la nieve. Ni siquiera nuestras huellas
duraban más de un par de segundos. Recuerdo que
pensé que sería una hazaña llegar a nuestro destino,
pero sería aún más grande poder regresar a casa.
Todos estábamos en silencio, pero si no
queríamos perder la razón ante tal inclemente
escenario, sabíamos que teníamos que mantener la
mente ocupada. Nunca sabré lo que Kim o mi
mentor pensaban mientras recorríamos ese lugar,
pero seguramente al menos uno de ellos debió de
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estar pensando en el sueño del difunto rey, y la
visión de la hechicera del Señor de los gigantes. Eso
quizás nunca lo sepa, pero en ese momento mi
mente se entretenía pensando en las dos opciones,
tratando de evitar una tercera; la posibilidad de que
ninguno de los tres regresáramos con vida a casa.
-IX-
No sé por cuánto tiempo caminamos, sólo que por
momentos la blancura que nos rodeaba se hacía
negra, amarilla y roja. Hasta que por fin llegamos a
las cascadas de los inmortales. Entonces el cielo
pareció abrirse ante nosotros, como si quisiera
cerciorarse de que pudiéramos ver con claridad
nuestro objetivo.
Ante nosotros estaba la montaña más alta que
hubiéramos visto en nuestras vidas, y de ella
emanaban tres impresionantes cascadas de hielo, que
alimentaban una brillante laguna congelada, sobre la
que estábamos parados. Las buenas noticias eran que
habíamos llegado a donde nos habíamos propuesto y
sabíamos por qué el agua no fluía con libertad. La
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mala era que éramos incapaces de hacer algo para
remediarlo. Pero eso no era lo único malo, porque
sin que nos diéramos cuenta, nos vimos rodeados
por un ejército de colosos de hielo, tan altos como
los gigantes de las montañas, pero con la piel tan
blanca como la nieve, barba abultada del color de la
escarcha, y ojos oscuros como el más profundo de
los pozos.
Nos tenían amenazados con lanzas de pino
petrificado, mazos de cuarzo blanco y flechas que
yacían inmóviles en arcos firmemente tensados. Uno
de ellos nos dijo… no sé qué cosa en un lenguaje
que jamás había escuchado antes, se oía como rocas
chocando y crujiendo entre sí. Nuestra ignorancia
parecía enfadarle aún más que nuestra presencia, o al
menos esa fue mi impresión, sobre todo cuando
golpeó su mazo contra el suelo y nos hizo caer sobre
el hielo.
Entonces no sé qué sucedió, fue tan rápido
que no me pude percatar de nada hasta que ya fue
muy tarde. Uno de los arqueros había liberado su
filosa flecha de cristal sobre Kim. Fue tan rápido que
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no pude ni moverme, pero O´Khan sí, interponiendo
su cuerpo entre la flecha y el amor de su vida. Kim
resultó ilesa pero mi mentor yacía helado e inerte a
sus pies. Yo había perdido a mi maestro, y ella a su
protector, aquel que día a día se había ido ganando
su cariño y respeto. Su pérdida era mucho mayor
que la mía, pero no era su deber sino el mío vengar
la afrenta, así fuera con mi propia sangre.
Grité como nunca pensé que algún enano
fuera capaz de emitir un sonido. Los colosos
apretaron sus armas mientras yo me armé de valor
para arrancarle a mi maestro la flecha que le había
costado la vida, para usarla como lanza. Sabía que
no tenía ninguna oportunidad, pero me planté
firmemente entre los colosos, y aquellos que poco a
poco ya me había hecho a la idea de llamar mis
“reyes”.
Quisiera decir que mi determinación fue tal
que hizo que los agresores soltaran sus armas y se
rindieran ante el implacable poder enano, pero mi
pueblo no dice mentiras, y la verdad es que fue el
corazón de Kim y no mi furia lo que hizo que los
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colosos soltaran sus arcos y garrotes. Kim, sin
abandonar ni un instante el cuerpo inerte de O´Khan,
empezó a llorar con tan dolor que yo también me vi
obligado a soltar mi improvisada arma y hacer a un
lado la rabia para llorar con ella.
De pronto la laguna entera se estremeció
como si sintiera nuestro dolor, y las cascadas de
hielo cedieron su lugar a potentes chorros de agua
clara. El mismo coloso que nos había gritado hacía
un instante, nos sacó de la laguna antes de que el
hielo bajo nuestros pies se resquebrajara ante la
presión del agua. Entonces de la laguna misma
emergió lo más hermoso que mis ojos hayan visto en
la vida, y eso que desde entonces he visto muchas
cosas maravillosas. Era una diosa, no la podría
describir de otra manera; su piel era azul como el
cielo y sus cabellos eran tan largos y cristalinos
como el agua que brotaba. Era la reina de los colosos
de hielo, que sujetaba entre sus manos un diminuto
collar enano con la piedra de fuego de mi maestro.
Sin mover la boca nos sonrió con el
pensamiento. Nos dijo sin decir una sola palabra que
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hacía varias lunas había ido a bañarse a las cascadas,
como era su costumbre, pero resbaló y se golpeó la
cabeza, quedando inconsciente. Su prolongada
presencia congeló la laguna y las tres cascadas que
le dan alimento.
Luego se disculpó con dulzura por la actitud
de sus colosos. Nos explicó que ellos pensaron que
nosotros habíamos tenido algo que ver con su
repentina desaparición.
–De no ser por esta pequeña piedra brillante
que me calentó lo suficiente para volver en mí,
quizás jamás hubiera logrado descongelarme sola.
Les debo la vida y por eso tengo un regalo para
ustedes –dijo con la mirada.
Entonces tomó a O´Khan y lo abrazó contra
su pecho. Después le colocó de nuevo el collar y lo
dejó recostado sobre la nieve. Él abrió los ojos como
si sólo hubiera estado dormido y se incorporó como
si nada. Kim corrió a sus brazos y selló con un beso
en los labios el dolor que había sentido al pensar que
lo había perdido para siempre.
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-X-
El camino de regreso fue mucho más placentero, no
sólo por ir de bajada sino porque no lo emprendimos
con nuestros pies, sino sobre una nube de nieve que
nos depositó plácidamente en la tierra de los
gigantes de las montañas. Ahí nos estaba esperando
su rey con toda la gratitud de su pueblo por haberles
devuelto el agua.
Me hubiera gustado haber pasado más
tiempo ahí, pero teníamos que regresar a casa.
El rey de los gigantes le regaló un hermoso
vestido a Kim, una pequeña hacha (delicadamente
adornada) a mi maestro, y un precioso escudo, con
un dragón grabado, a mí. Luego nos escoltó hasta el
camino del sur, donde terminaban sus dominios. A
partir de ahí seguimos solos hasta llegar a casa.
En el reino nos recibieron como héroes. La
reina, llena de honor y orgullo, coronó
personalmente a Kim y a O´Khan en una ceremonia
que resultó profética. Porque mientras se hacían los
preparativos para celebrar su unión como pareja, los
encargados de confeccionar los trajes reales
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descubrieron en mi mentor algo que no estaba ahí
antes de irnos. Como recuerdo de la flecha que le
costara la vida por unos minutos, a O´Khan le había
quedado una cicatriz muy curiosa en su hombro
derecho: “una estrella de siete puntas”.
-XI-
Así fue como sucedieron las cosas. Días después se
su coronación los tres regresamos a la tierra de los
gigantes de las montañas con carretas repletas de
fresas y en compañía de nuestros mejores
agricultores, para encargarles la enseñanza de su
particular arte a los gigantes. Así su rey podría
disfrutar de esos dulces naturales que tanto le habían
gustado, pero ahora emanados de su propia tierra y
trabajo. Ellos a su vez, nos enseñaron a trabajar la
piedra y fabricar abrigos y armaduras contra el frío.
Nuestro camino no se detuvo ahí, pues
seguimos más al norte hasta los dominios de la reina
de los colosos de hielo, para obsequiarle un enorme
collar dorado, con una gigantesca piedra de fuego,
en parte por agradecimiento y gesto de buena
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voluntad entre nuestros pueblos, y para asegurarnos
de que las cascadas de los inmortales no volvieran a
detener su flujo nunca más. Tal como ha sucedido
hasta el día de hoy.
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La cazadora
-I-
Mi nombre es Adne y soy… más bien, era una
“agente de la muerte” de la corona de la reina
Helena. Soy una elfa nacida en los bosques más
hermosos y verdes de todo el reino, pero fui traída a
las tierras monárquicas de los humanos desde que
aún era muy joven e ingenua. En el bosque la vida
era apacible, sin bullicio, ni traiciones. No sabíamos
nada de intrigas o engaños.
Crecí entre los árboles en una comunidad
donde la reina de las elfas, Aria, era reconocida
como la madre de todos, como una representación
élfica de la “Madre naturaleza”. Por lo mismo todos
los elfos nos veíamos como hermanos y cuidábamos
de nosotros como una sola familia.
La razón por la que abandoné el bosque y mi
familia estaba más allá de mis deseos o voluntad.
Los elfos y humanos siempre habíamos tenido
nuestras diferencias y conflictos, hasta el día en que
se firmó un “acuerdo de paz y colaboración entre
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ambos pueblos”, o al menos así lo llamaron ellos.
Los elfos conservaríamos nuestro bosque y reino, a
cambio de reconocer a la Corona humana como un
reino superior al nuestro, y de cuando en cuando
algunos de nosotros nos uniéramos a sus fuerzas,
para engrosar su armada.
Para la mayoría de los elfos, incluyendo a la
reina Aria y el consejo de ancianos, más que un
acuerdo de paz y colaboración, eso era una exigencia
de subordinación ante los humanos. Sin embargo,
sabían que de no cumplir con el tributo de elfos o
desconocer la autoridad del reino de los hombres,
nuestro bosque estaría en peligro. Pues los humanos
no dudarían en acabar con todo hasta que no quedara
un solo árbol en pie y por lo mismo, ni un solo elfo
vivo.
El acuerdo era humillante y por eso muchos
desertaron y se exiliaron en las montañas o bajo
tierra, pero la mayoría pensó que era preferible la
subordinación antes que condenar a muerte a nuestra
raza, cultura y mundo.
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-II-
Los elfos varones por lo general son reclutados
inmediatamente en la infantería, por su habilidad
innata en el manejo de muchos tipos de armas, sobre
todo en el uso del arco y la flecha, ya sea juntos o
cada uno empleado como un arma en sí misma.
Hay un dicho entre mi gente que reza así: “un
elfo sin flechas no es menos peligroso que uno con
el carcaj lleno”. Esto es parte de nuestra cultura y
desde muy pequeños se nos enseña a tirar con el
arco a la par que a caminar. Es una herramienta que
está íntimamente ligada a lo que somos, es como una
extensión más de nuestro cuerpo. Pero los humanos
piensan que sólo los elfos varones son capaces de
emplear al máximo la potencialidad de este tipo de
armas. Por lo que a las elfas nos toca el trabajo de
guardabosques y guías del reino, sobre todo cuando
los nobles se aventuran más allá de sus pastizales,
fortalezas y murallas. No se fían de nosotras para la
guerra.
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-III-
Conforme fueron pasando los años, me fui ganando
su confianza y terminé como la guía oficial de la
familia real. Cada vez que alguno de sus miembros
decidía salir del palacio y jardines, para cazar algún
siervo por gusto o deporte, me llamaban para guiarlo
y enseñarle los mejores lugares para realizar su
actividad sin ningún problema. Así fue hasta que un
día el príncipe heredero, para tratar de impresionar a
su prometida, decidió salir sin mi compañía y se
internó con su amada en el bosque, en pos de un
jabalí.
Yo siempre he sabido hacer mi trabajo, por lo
que si mi deber es acompañar a la familia real eso es
lo que hago, y si la contraorden es no hacerlo, de
todas maneras lo hago, pero sin que se den cuenta de
que estoy ahí, sólo por si acaso. Siempre preferí una
sanción por estar donde se me necesitaba, cuando se
suponía que no debería estar ahí, que un castigo por
no realizar el trabajo que se me ha encomendado
desde un inicio.
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Por lo que lo seguí, sin que él lo notara. Paso
a paso nos fuimos internando cada vez más al
bosque, hasta llegar a lugares donde no recordaba
haber estado antes. El príncipe se sabía perdido, pero
era incapaz de admitirlo delante de su prometida, por
lo que se internó aún más. Hasta que por fin localizó
a su presa: “un enorme jabalí negro”.
El príncipe dejó a un lado su arco y sacó de
su morral una potente ballesta. Un arma cuyo
disparo es capaz de perforar hasta la más blindada de
las armaduras, pero tan poco práctica, aún para los
más experimentados, que en la misma cantidad de
tiempo que le toma a ésta expeler una flecha, un
arquero novato puede disparar dos, y un maestro
hasta siete.
El joven heredero preparó torpemente su
arma y apuntó a su presa, esperando el momento
preciso para accionar su peligroso juguete, pero para
entonces el gigantesco jabalí ya lo había visto y se
prestó a embestirlo salvajemente.
El príncipe disparó el arma, pero la flecha no
terminó en el cuerpo de la bestia, sino en el tronco
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de un árbol seco. Entonces, cuando el jabalí estaba a
sólo unos centímetros de alcanzar su objetivo, cayó
fulminado por una flecha salida de mi arco,
atravesándole el cráneo de lado a lado. La prometida
del príncipe yacía tirada en el suelo como una hoja
seca, desmayada por el susto. El príncipe estaba
temblando de miedo, pero agradecido.
–Si alguien me preguntara yo respondería
que su majestad fue quien cazó a la bestia –le dije.
Él asintió con la cabeza y dijo que eso que
había hecho por él no habría de olvidarlo nunca.
Una vez en palacio, el príncipe me mandó a
llamar. Entonces me dijo que había hablado de mis
habilidades con su madre, y que era el deseo de
ambos hacerme su guardaespaldas personal.
–Necesito de alguien que esté conmigo sin
que nadie, ni yo mismo, lo note, y haga acto de
presencia únicamente cuando lo necesite y no antes,
ni después –dijo y como era de suponer no aceptaría
un “no” como respuesta. Después de todo, eso no era
una consulta sino el aviso de mi nueva asignación.
El fuego del dragón
36
-IV-
Desde esa tarde fui su guardaespaldas, pero dejé de
serlo al día siguiente de su coronación. Hasta
entonces todos aquellos que pudieran poner en
peligro su vida, terminaban de la misma manera que
aquel enorme jabalí; fulminados por una flecha que
les atravesaba sus cráneos de lado a lado. No eran
pocos sus enemigos, pero nunca tuve que
preocuparme por cuántas flechas cargaba conmigo.
Todos decían que el príncipe contaba con la
protección de un ángel arquero, y desde entonces él
empezó a llamarme “Ángela”.
Al día siguiente de su coronación, aquella
que era su prometida y ahora sigue siendo la reina
Helena, iba a salir con un grupo de nobles de la corte
a recorrer los alrededores de sus dominios, para
conocer las “necesidades” de sus habitantes y
demostrar a sus súbditos el “interés” que la Corona
tenía por ellos.
Era un evento meramente alegórico, donde la
familia real hacía como que estaba al tanto de lo que
ocurría en su reino, los duques, varones y demás
El fuego del dragón
37
nobles escondían lo más feo de sus tierras para
resaltar lo “mucho” que todos sus habitantes habían
prosperado, y éstos hacían como si lo dicho por los
otros fuera “absolutamente cierto”. El rey lo sabía,
pero también reconocía el protocolo real, por lo que
le pidió a su reina que realizara el recorrido por él,
mientras él atendía otros asuntos más importantes en
palacio.
–Ángela, te pido que protejas a la reina como
lo has hecho conmigo, sé que corren tiempos
difíciles. Toda sucesión real lo es. Tú has sido mi
fiel protectora en todos estos años, y en verdad
agradezco que los elfos no envejezcan con la misma
velocidad que los humanos, porque así sé que podré
encomendarte a mi descendencia y ellos a las suyas,
con toda seguridad de que su ángel arquero estará
ahí aunque no lo vean. Ya lo has hecho por mí,
ahora te encargo el cuidado de Helena –dijo en voz
baja, confiado de que yo estaba ahí, aunque no
supiera dónde y pensando que nadie más lo había
escuchado.
El fuego del dragón
38
Yo tomé mi nueva encomienda y por primera
vez en muchos años, me separé de aquel muchacho
que conocí tan insolente, ensimismado y arrogante,
pero que día a día se fue transformando en rey;
como una oruga que se convierte en mariposa, sólo
que antes de que aprendiera a usar sus alas, tan
pronto salió del capullo un camaleón estiró su
lengua y lo devoró.
Cuando regresamos de aquel recorrido todos
nos topamos con la noticia de que habían asesinado
al rey. Decían que él se encontraba solo en la sala de
armas revisando unos mapas, cuando uno de sus
guardias escuchó un quejido. Al entrar al salón se
topó con el cuerpo sin vida del monarca, tirado en el
piso con una pequeña daga clavada en su corazón. El
arma estaba envenenada, por lo que el rey murió al
instante. Nadie vio, ni escuchó nada, por lo que el
asesino podría ser cualquiera, hasta su guardia
personal. Todo era posible.
El fuego del dragón
39
-V-
La reina estaba deshecha, sola y llena de preguntas
sin respuesta que la atormentaban por las noches y
seguían con ella en la mañana. Entonces fue que me
hice presente. Tan pronto me vio me propinó una
bofetada que me dejó sangrante la nariz, pero no le
respondí como en otras circunstancias lo hubiera
hecho.
–Tú eras el ángel arquero del rey, ¿no es así?
¿Dónde estabas cuando todo esto ocurrió? Mi
marido me hablaba todo el tiempo de lo seguro que
estaba bajo tu protección, pero le fallaste y
traicionaste su confianza –dijo, pero antes de poderle
responder, me soltó otra bofetada, que aun pudiendo
esquivar, decidí recibir de pie y sin dar un solo paso
atrás.
Le expliqué que el rey me había ordenado
protegerla en su lugar, seguro de que en palacio
estaría a salvo de cualquier amenaza, pero no tan
confiado de la seguridad reinante a las afueras de la
casa real y del bienestar de la reina.
El fuego del dragón
40
Ella me miró, trató de articular alguna
palabra pero no pudo, sólo se me quedó viendo,
llena de lágrimas y dolor, luego me abrazó y con la
voz entrecortada me pidió perdón, algo que
seguramente nunca había hecho antes en su vida, por
lo que me sentí de alguna manera halagada, aunque
no pude evitar sentir pena por ella.
Al final de la ceremonia fúnebre, la reina se
quedó sola en la cámara mortuoria real, enfrente del
ataúd de su rey. Entonces me encomendó mi última
misión como guardaespaldas, y la primera
encomienda como “agente de la muerte” de la
Corona.
Al igual que el rey, ella sabía que estaba
cerca aunque no supiera dónde me localizaba. Por lo
que se acercó al ataúd de su marido y susurró:
–Encuentra a todos aquellos que hayan
tenido que ver con su muerte y devuélveles el regalo
que le dieron al rey.
Su voz era fría, estaba más llena de ira y
venganza que sedienta de justicia.
El fuego del dragón
41
–No me importa si está involucrado algún
noble, cortesano o clérigo, mátalos a todos y no sólo
a la mano ejecutora. Los quiero muertos con tu
firma; tú sabes… una flecha atravesándoles de lado
a lado sus cabezas, así sabré que fuiste tú e impediré
cualquier investigación. Tú cuidaste de él en vida,
ahora que me lo han arrebatado, sé mi ángel de la
muerte –agregó, y concluyó besando el frío mármol
de la lápida de su marido.
-VI-
La cacería no fue fácil, el arma empleada para
asesinar al rey era más común que una sanguijuela
en el botiquín de un curandero orco. Pero el veneno
no era nada corriente y me condujo rápidamente a la
vivienda de un alquimista. Me oculté entre las
sombras y esperé hasta que él llegara. No debía
matarlo hasta conocer la identidad de todos los
demás involucrados. No me importaba por qué lo
habían hecho, sólo me interesaba cumplir con la
misión.
El fuego del dragón
42
Aquel hombre llegó despreocupado casi a la
media noche, cuando la luna yacía oculta tras las
nubes y apenas alumbraba la calle, por lo que mi
trabajo se tornó aún más fácil. Tan pronto él entró a
la vivienda, la punta de mi flecha se encontró
apoyada firmemente en su sien.
–Soy el ángel de la muerte y tú sabes por qué
estoy aquí –le dije sin revelar ningún tipo de
emoción u orgullo. Él sólo hacía como si no supiera
nada, mientras yo le apoyaba la punta de la flecha,
cada vez más dentro de su cabeza.
– ¡Está bien! ¡Está bien! ¡Pero no me mates,
te lo diré todo! ¡Yo no quería… en serio, pero me
ofrecieron condonar mis deudas si accedía a
prepararles el veneno! ¡Vino el varón de Akona, con
el duque de Monsqueda, y un asesino montaraz… un
tal Mesti o Mastid! ¡Me dijeron que la muerte del
rey ascendente era lo mejor para el reino! ¡Con él, la
Corona perdería fuerza frente a las hordas invasoras
del norte, o enfrascaría a la región en una guerra
interminable! ¡Eso es todo… de verdad es todo lo
que sé! ¡Ahora… perdóname la vida… y vete! –dijo
El fuego del dragón
43
tartamudeando y apunto de defecar en sus
pantalones.
–Yo nunca dije que te dejaría vivir, lo único
que has ganado con tu confesión es hacer de tu
muerte algo menos doloroso de lo que podría haber
sido, es más… he sido tan gentil contigo que
mientras hablabas he estado apoyando cada vez más
adentro la flecha. Tan suavemente que ni siquiera
has notado que sólo me falta un empujoncito para
acabar con mi trabajo y caigas ante mí, tan muerto
como lo habrán de estar todos los demás que estén
involucrados –le dije, pero creo que ya no alcanzó a
escuchar lo último.
-VII-
Akona y Monsqueda fueron presas fáciles, casi
como atravesar el cauce de un río que ha
permanecido seco por varios años. Ellos se
encontraban juntos y festejando el éxito de su plan,
en compañía de algunos miembros de la Corte real y
otros nobles. Por primera vez revisé mi carcaj para
verificar que contara con las suficientes flechas para
El fuego del dragón
44
todos ellos, pues no esperaba encontrarme con
tantos. Podría matarlos sin necesidad de ellas, pero
la reina había sido muy precisa en indicarme la
manera en que los quería muertos.
Sin demora, y justo cuando todos se
encontraban elevando sus copas de cristal, uno a uno
cayeron fulminados por mis flechas. Estaban
muertos sobre sus rodillas, aún antes de que
pudieran soltar las copas, y éstas se estrellaran
contra el suelo.
-VIII-
Al montaraz lo encontré en el que sería el mejor día
de la vida de un comerciante de pieles, aunque
quizás nunca lo supiera. Mastidis, que es como se le
conocía por los alrededores, se encontraba a las
afueras de la casa del mercader Varún, quien tenía
cierta deuda o conflicto con alguien lo
suficientemente poderoso, o interesado en cobrarse
de cualquier manera, como para mandarlo a matar.
Si alguna vez Varún conoció la muerte por
órdenes de aquel acreedor… no lo sé. Pero esa
El fuego del dragón
45
noche la dejó plantada, o tal vez fue ella quien le
pospuso la cita, y que su verdugo murió por unas de
mis flechas, antes de que pudiera sujetar alguna de
las dagas envenenadas, que le habían quedado de
recuerdo de su trabajo anterior.
-IX-
La reina lucía complacida con mi trabajo, pero no
por eso se podía decir que estuviera feliz. Su
venganza estaba completa, pero ninguna de esas
muertes le devolvió la vida a su rey. Las buenas
noticias eran que la Corona ahora tenía menos
enemigos y una nueva agente de la muerte.
Mi trabajo era simple; tenía que recorrer el
reino, de pueblo en pueblo, para ejecutar a aquellos
que pudieran ser, o fueran un peligro para la
integridad de la reina y sus súbditos. Sin esperar el
agradecimiento de alguno de ellos.
En mis recorridos maté nobles, orcos, troles,
magos, hechiceras, desertores e incluso a un dragón
que tenía sometido a todo un pueblo. De esa
encomienda salí con varias quemaduras y rasguños,
El fuego del dragón
46
matarlo no resultó nada fácil, y no bastó una flecha
sino un millar para verlo caer ante mí.
De las quemaduras, moretones y rasguños,
nunca demoré mucho en recuperarme, pero con cada
misión y muerte, sentía que perdía algo de mí.
Evidentemente ya no era la misma elfa que había
salido del bosque. Aunque sabía que con cada
muerte estaba haciendo más segura la vida de todos
los habitantes del reino, no podía dejar de pensar que
me estaba convirtiendo en algo que iba en contra de
mi propia naturaleza. Ya no era más una guardiana
de la vida, sino una cosechadora de la muerte.
-X-
Hace unos días maté a una hermana elfa. Se le
acusaba de asesinar a un grupo de soldados y la
querían muerta. La misión me estremeció y me
provocó mil dudas antes de aceptarla. Al final decidí
hacerme cargo, teniendo en mente que era una
hermana y yo tenía la obligación de darle la
oportunidad de explicarse. Ése era un regalo que
El fuego del dragón
47
nunca le había dado a nadie, pero ella era de la
familia.
Rastrear a una elfa que no desea ser
encontrada, es tan difícil como salir seca de un lago
después de haberte dado un chapuzón. Ningún
soldado de la Corona podría dar con ella, ni
arrasando el bosque, pero yo no era como ellos, sino
como ella, por lo que podía intuir con mayor
facilidad dónde podría esconderse una de mis
hermanas, sobre todo si no deseaba ser descubierta.
La localicé dos días después, en las viejas
ruinas de un templo donde se solía venerar a la
Diosa de la Luna. Se le veía asustada, sentada sobre
uno de los monolitos. No estaba escondida, pero
lucía temerosa. Recuerdo que pensé: “Ahora con
calma, acércate y habla con ella, deja que te
explique”. Pero cuando me di cuenta ella ya se había
abalanzado sobre mí y yo, que he aprendido a no
acercarme a una presa sin el arco bien tenso, hice lo
que siempre he hecho, y la maté.
Ella ni siquiera estaba armada, bien hubiera
podido esquivarla y tratar de razonar con ella, pero
El fuego del dragón
48
el caso es que no lo hice, sólo liberé la flecha del
arco y dejé que le atravesara el cráneo de lado a
lado.
Por primera vez en mucho tiempo, lloré y
arrojé mi arma contra las piedras. Actué por instinto,
como seguramente ella también lo había hecho, tal y
como aquel jabalí negro.
Ya no había nada que hacer, no se puede
razonar con alguien que tiene una flecha atravesada
en su cerebro. Pensé que jamás sabría por qué había
hecho lo que hizo, y la respuesta a esta pregunta se
sumaría a una larga lista de razones que me negué a
escuchar.
Recogí el arco del suelo y me alejé de ahí, sin
voltear la mirada. Era necesario que le diera la
vuelta a la página y siguiera mi camino, entre las
sombras de los árboles, en pos de mi siguiente presa.
La cual no habría de demorar mucho en aparecer.
-XI-
Esa misma noche y camino al siguiente pueblo, el
canto de los árboles se vio interrumpido por un grito.
El fuego del dragón
49
Una joven aldeana que regresaba a casa fue
sorprendida por un grupo de soldados, que la
rodearon con malas intenciones, pues la tenían sujeta
del pelo, el cuello y los brazos, además de que le
habían empezado a rasgar la ropa, mientras hacían
alarde de las mellas presentes en sus escudos y
espadas. Estaban cinco plantados en el camino y dos
más a lomo de caballo.
Podría haber sido sigilosa, pero me había
cansado de matar y escabullirme entre las sombras.
Además, se supone que los soldados están para
proteger a la gente y no para lo opuesto. Por lo que
con el arco bien tenso me hice presente ante ellos.
Les dije que soltaran a la mujer, pero no
quisieron escuchar. Uno de los que andaba a caballo
desenfundó su espada y corrió a embestirme. Pero
cuando estuvo lo suficientemente cerca para
partirme en dos, una de mis flechas se alojó en su
pecho. El otro montado huyó, pero los otros cinco
me rodearon. Uno de ellos con una ballesta en la
mano. Por supuesto que no tuvo tiempo de apuntar,
El fuego del dragón
50
ni los otros lograron dar un solo paso, antes de caer
muertos a mis pies.
La aldeana estaba asustada pero no herida, al
menos no físicamente.
–Espera aquí –le dije y monté sobre el
caballo del soldado muerto.
A todo galope fui tras aquél que había huido.
No podía dejarlo con vida. La integridad física de la
aldeana estaría en constante peligro si ese canalla
llegaba a salvo a su cuartel. Tal vez la había ayudado
esa noche, pero no estaría ahí para hacerlo siempre.
Los dos caballos eran igual de veloces, pero
yo era mucho más ligera, por lo que no demoré en
alcanzarlo, justo a la entrada de la ciudad. Entonces
tomé mi arco y disparé la última flecha; el soldado
ya estaba muerto cuando cruzó el umbral del cuartel.
La aldeana estaba a salvo, nadie que pudiera
vincularla con lo ocurrido seguía con vida, pero no
se podía decir lo mismo de mí, ya que los guardias
de la entrada me habían visto y yo no encontré
ningún deseo de matarlos esa noche. Sólo di media
vuelta y me alejé de ahí lo más rápido que pude.
El fuego del dragón
51
La aldeana me esperaba en el mismo lugar.
–Te aconsejo que te dirijas a tu casa por otro
camino, tras de mí han de venir otros soldados. No
te preocupes por nada, ellos no podrán relacionarte
con la muerte de sus compañeros. Ten estas
monedas y cómprate un nuevo vestido. Sé discreta y
cuídate.
Ella asintió con la cabeza y tímidamente me
dijo:
–Gracias ángel de la muerte.
–No “ángel de la muerte”, me llamo Adne y
no tienes nada que agradecerme –agregué y me fui
cabalgando de ahí.
El suelo retumbaba con cada zancada del
caballo, y su relinchar estremecía hasta a los árboles
que me vieron pasar como testigos mudos. Hice el
mayor ruido que pude. Todo con tal de que fuera a
mí a quien escucharan los soldados, y no prestaran
atención a la joven aldeana.
El fuego del dragón
52
-XII-
Ahora estoy aquí en las viejas ruinas de la Diosa de
la Luna. Apenas he enterrado los restos mortales de
mi hermana, caída por mi propia flecha, y aguardo
que vengan por mí. Dejé suficientes pistas en el
camino y espero que no se demoren demasiado en
dar conmigo. Aunque nunca se sabe con los
humanos.
Quizás me ocurrió lo mismo que le pasó a mi
hermana, y tal vez mi historia termine igual que la
suya, no lo sé. Pero no caeré tan fácilmente como
ella. No me abalanzaré desarmada contra los
cazadores. Los esperaré preparada con mi arco bien
tenso, aunque no tenga tiempo de hacerme de más
flechas. Veré si es verdad aquel dicho, y esperaré ser
tan peligrosa sin una sola flecha, que como siempre
lo he sido con el carcaj lleno.
Tal vez no pueda atravesarles el cráneo, ni
les deje mi firma, pero eso no importa. Ya no soy el
ángel de la muerte de la Corona, tampoco “Ángela”.
Mi nombre es Adne y soy una elfa cazadora.
El fuego del dragón
53
El desollador
-I-
Nadie sabe su nombre o se ha atrevido a preguntarlo
siquiera, pero se le conoce como “el desollador”.
Para muchos no es más que una leyenda que alguna
vez han oído, pero ninguno se ha atrevido a
desestimar el riesgo que su mera mención implica.
Se sabe que son muy pocos los que han
admitido haberlo visto alguna vez, pero se tiene la
creencia de que son muchos más los que lo han
observado y preferido guardar silencio. Aquellos que
afirman su existencia lo describen como un ser
intimidante, rodeado de un aura de oscuridad y
muerte.
Unos dicen que es un gigante vestido con la
piel aún sangrante de varios animales, incluyendo la
del ser humano. Otros cuentan que porta una pesada
armadura hecha de huesos y carne en
descomposición. Hay quienes aseguran que es un ser
creado con desechos de cadáveres, o quizás sea la
propia muerte vestida de terror y desamparo.
El fuego del dragón
54
Dicen que no va armado, salvo por sus
filosos dientes, poderosas garras y descomunal
fuerza. Otros aseguran que carga consigo una
poderosa y pestilente hacha, elaborada con los
propios restos de sus víctimas. Pero también hay
quienes cuentan que no le hacen falta armas, dientes,
garras, o herramientas, porque su arte es despellejar
desde adentro; penetra en tu corazón y se alimenta
de tu propia maldad, rencor, odio y miedo.
Por cierto, nadie recuerda haberle visto
alguna vez la mirada. Se sabe que hay quienes lo han
hecho, pero lo niegan y si se les insiste en el tema se
van por ahí como pequeños animales asustados por
un depredador.
Hay quienes dicen que sus pisadas son las
más profundas que se pueden encontrar, pero aún
nadie ha dado con una sola de sus huellas. También
hay los que aseguran que el suelo se estremece con
cada uno de sus pasos, y hasta los árboles se hacen a
un lado para no obstruir su recorrido. Hay otros que
dicen que no camina como nosotros, que sus pies
nunca tocan la tierra y aunque ande por los mismos
El fuego del dragón
55
senderos que uno pueda estar transitando, no se le
puede ver sino hasta que ya es demasiado tarde. Por
el contrario, otros más, aseguran que su hedor de
pantano lo delata, pero resulta tan intimidante su
presencia que es imposible huir de él, simplemente
las piernas se acobardan a más no poder y no
responden.
-II-
Desde pequeños todos hemos sabido de él. Nuestras
madres nos lo presentan a través de relatos y
anécdotas que la gente cuenta. Nos dicen que
debemos ser buenos y obedecerles en todo, o él
vendrá por nosotros y ellas no podrán hacer nada al
respecto.
Es mucho más que un cuento, es una
presencia real que nos ronda. Se sabe que un
muchacho en alguno de los pueblos vecinos, cada
semana se metía a robar a la casa de una curandera;
una mujer fuerte aunque entrada en años. Al
principio le robaba una o dos manzanas, pero
conforme pasaron los meses, empezó a llevarse
El fuego del dragón
56
objetos cada vez más valiosos, hasta el día en que la
dueña de la casa lo descubrió en el acto.
Como el pueblo era muy pequeño y todos se
conocían, aquella mujer logró identificarlo de
inmediato, y al no poder atraparlo en ese momento,
lo denunció ante sus padres. Ellos hablaron con él,
pero el muchacho negó todas las acusaciones, a
pesar de que se le encontró en posesión de objetos
que la mujer ni siquiera había notado que le faltaban,
pero que indudablemente eran de ella. Los padres
reprendieron a su hijo y él se vio obligado a
devolver todo lo que había sustraído, con excepción
de algunas cosas que ya había vendido en alguno de
los mercados de la localidad.
Se dice que la curandera pensó que todo
había quedado ahí y no informó a las autoridades.
No le vio ningún sentido involucrar a nadie más,
pero ya alguien se había entrometido.
Cuentan que esa misma noche aquel joven se
escapó de su casa y se dirigió a la vivienda de la
curandera, para vengarse de ella. Se dice que a
hurtadillas entró por una de las ventanas, armado
El fuego del dragón
57
con un filoso cuchillo que le había robado a su
padre, que era peletero, pero al entrar a la habitación
donde dormía la vieja, en vez de encontrarse con ella
se topó con algo más: “el desollador”.
Nunca más se volvió a saber del muchacho y
aunque se ha vuelto parte de las historias que se
cuentan por todos lados, nadie sabe qué pasó
realmente.
Hay voces escépticas que dicen que el
muchacho simplemente se escapó y ha de andar en
algún otro pueblo, o reino lejano. Hay otros que
creen que la curandera, harta de tantos robos y en
defensa propia, lo asesinó tan pronto lo descubrió en
su casa, y los restos se los dio a comer a sus
animales. Pero los que aseguran eso o lo otro son los
menos, porque la mayoría piensa que el desollador
hizo honor a su nombre, y enriqueció su colección
de pieles y huesos con los restos del muchacho. Hay
quienes afirman que lo desolló con sus propias
manos y luego lo devoró. Pero no hay manera de
asegurar nada de esto, pues no hubo testigos o ellos
no han querido hablar al respecto.
El fuego del dragón
58
-III-
El desollador es un ser al que hay que temer, pero
también es la verdadera ley entre los pueblos, muy
por encima de la Corona. Es un símbolo de paz y
tranquilidad para aquellos que quieren vivir de igual
forma, pero también es un heraldo del miedo y la
intimidación para aquellos que les gusta abusar de
los otros y pretenden salir impunes de sus fechorías.
Es un fiel aliado de las madres a la hora de la
crianza y educación de sus hijos. Pero también es el
terror en los corazones de los que mienten y
traicionan. Además de un salvador y verdugo que
carga con la vida y la muerte a cuestas.
En cada pueblo hay un portal de piedra
donde el desollador ha dejado su firma: “una huella
de sangre que nunca se seca”. Se dice que cada
noche él se queda a dormir en un pueblo distinto, por
eso en cada uno se le ha acondicionado una vivienda
para que él descanse. Ahí se le ofrece cama, comida
y vino para mitigar su cansancio, hambre y sed.
El fuego del dragón
59
Se sabe que no existe ladrón o asesino que se
atreva a actuar en cualquiera de los pueblos donde el
desollador hubiese dejado su huella. Como la sangre
de su marca nunca se seca, los ladrones y asesinos
no saben si la acaba de dejar, y en ese momento está
durmiendo en ese lugar, o hace años que no pasa por
ahí. Por lo que mejor no se arriesgan y siguen su
camino.
El fuego del dragón
60
El espejo
-I-
A mi alcance tengo el poder más grande que
cualquier mortal pudiera querer. Pero no lo quiero,
al menos ya no. Quizás por el simple hecho de que
ya no soy un mortal.
Mi nombre es irrelevante, ya que no hay
nadie a mi lado que pueda pronunciarlo de nuevo.
Hace siglos, quizás milenios, yo era el mago más
poderoso que caminara sobre estas tierras. Era el
hijo preferido de Draco; el dragón más viejo y sabio
de la región. Él no era realmente mi padre, pero fue
la única figura paterna que tuve en la vida. Las
nodrizas que estuvieron a cargo de mi crianza solían
decir que él me había encontrado abandonado entre
unos cascarones rotos, en una madriguera de
dragones. Ahí había ocurrido una masacre. Un grupo
de cazadores habían encontrado el nido, y destruido
uno a uno todos los huevos ahí presentes. Hasta que
mi maestro los descubrió y los perpetradores fueron
consumidos por su aliento de fuego.
El fuego del dragón
61
Ningún cazador salió con vida, pero tampoco
se pudo rescatar ningún huevo. Mi mentor había
llegado demasiado tarde. Pero entre los cascarones
me encontró a mí. Sin una sola quemadura o
rasguño. Tal vez intrigado por mi presencia en ese
lugar o resistencia a su implacable aliento, Draco
prefirió cuidar de mí en vez de acabar conmigo.
Permitiéndome de esa manera, y al paso de los años,
que me convirtiera en su aprendiz.
Él me enseñó todo lo que sé de magia, lo
demás se lo dejó a su harén de servidoras: “mis
madres”. Ellas me enseñaron a caminar y
desenvolverme entre los mortales, en tanto que él me
instruyó a invocar las fuerzas de la naturaleza y
hablarles de tú a los dioses.
Conforme fueron pasando los años, dejé de
ser el protegido de mi maestro, para convertirme en
su protector. Aunque ante mis ojos él siempre sería
el más poderoso de los dos.
Cuando era niño nadie se atrevía a meterse
conmigo por temor a la ira de mi padre. Una vez
El fuego del dragón
62
crecido, le tenían más miedo a mis habilidades
mágicas que al fuego del dragón.
-II-
El agua, el aire, la tierra y el fuego se volvieron mis
aliados naturales. Era capaz de invocar a la lluvia, el
viento, los terremotos e incendios con sólo desearlo,
canalizando mi energía a través de algún objeto
sagrado. Asimismo, podía combinarlos y crear
huracanes, tormentas, lluvia de estrellas, o atraer
meteoritos sobre las cabezas de los enemigos de mi
padre. Ningún cazador de dragones volvió a
internarse en los dominios de mi Señor. Ni siquiera
la Corona se atrevía a mandar a sus tropas. Así como
tampoco era necesaria la marca del desollador para
alejar a los asesinos y delincuentes de nuestras
tierras.
Muy pronto el palacio de mi padre se
convirtió en el bastión de sabiduría y poder más
importante de este mundo. De todas partes del orbe,
los magos, brujos y hechiceras más poderosas se
hacían presentes. Desde curanderos troles hasta
El fuego del dragón
63
nigromantes elfos, pasando por hadas, gnomos y
duendes. Todos ellos con un poder inigualable. Sin
embargo, sus habilidades mágicas estaban sujetas a
algún objeto; piedras, báculos, capuchas, anillos,
pulseras, dijes, escudos, etcétera. De tal suerte que
sin estos elementos, eran incapaces de canalizar sus
habilidades. Por desgracia esta debilidad era algo
que compartía con todos ellos.
Yo quería conocer el verdadero poder, sin
necesidad de piedras mágicas. Quería sentir la fuerza
del cosmos en mis manos. Pero ese conocimiento no
lo habría de encontrar en ese lugar. Por lo que decidí
partir en búsqueda de mi destino, aunque esto
implicara no regresar nunca más a las plácidas
tierras del dragón.
-III-
Por años recorrí el mundo mortal y etéreo, pero no
encontré nada que no hubiera visto en el palacio de
mi padre. Eran comunes las historias acerca de
objetos mágicos, pero nadie sabía nada de “la
magia” en sí misma. Era como si tener ese tipo de
El fuego del dragón
64
conocimiento resultara vedado para todos los
mortales.
Estaba a punto de darme por vencido cuando
escuché a un par de borrachos hablar de “la entidad
más poderosa del mundo”. Tomando en cuenta su
estado etílico no le presté mucha importancia a sus
afirmaciones, pero lo que alcancé a escuchar era
demasiado sorprendente para dejarlo pasar. Aquellos
hombres hablaban de un ente que era capaz de
desprender las montañas de sus cimientos con sólo
desearlo. Podía hacer que lloviera fuego del cielo y
congelar en el tiempo la llama más poderosa e
infatigable. Decían que el poder del Universo
reposaba en sí mismo y fluía con libertad a través de
su esencia.
No soporté la curiosidad por más tiempo y
les pregunté dónde es que podía encontrarme con
ese ser. Ellos no sabían qué decir, quedaron mudos,
se miraron entre sí un poco desconcertados, y
echaron a reír. Me sentí como un tonto por haber
creído en su absurda historia y me alejé de ellos.
El fuego del dragón
65
Pero no había dado ni cinco pasos cuando un
anciano me tomó del brazo y dijo:
–Si realmente quieres encontrarte con el ente
más poderoso del mundo, deberás dirigirte al “Valle
de las sombras”. En su cordillera nevada habrás de
localizar la “Montaña negra”, la reconocerás porque
es la única que no alberga nieve en sus laderas. En
su cúspide encontrarás un cráter por el que tendrás
que ingresar al corazón de la montaña. Ahí adentro,
aquello que buscas te estará esperando. Pero te
advierto que el camino no habrá de ser sencillo, y en
el interior del cráter te toparás con las más
sanguinarias criaturas que puedas imaginarte.
– ¿Cómo es que sabes todo eso?
–No lo sé. Sólo te dije lo que he oído y
advertido lo mismo que me han aconsejado aquellos
que me lo dijeron, nada más. Nunca he estado ahí y
espero nunca tener que visitar ese sitio. Yo sólo
respondí tu pregunta y ahora me tomo la libertad de
pedirte, sin conocerte siquiera, que no vayas. Hay
fuerzas que más nos valdría no conocer nunca –dijo
y se fue agachando la cabeza.
El fuego del dragón
66
Me limité a prestar atención en la ruta que
tendría que seguir, y no hice caso a ninguna de sus
advertencias. Si el ente más poderoso del mundo
vivía en ese cráter, yo habría de dar con él, aunque
se me fuera la vida en el proceso. Y así fue.
-IV-
Cuando eres capaz de manipular la tierra que soporta
tus pisadas, nada queda demasiado lejos. No me
demoré ni un ciclo lunar en llegar a la Montaña
negra. El Valle de las sombras era un territorio
desolador, rodeado de árboles muertos y lagunas
secas, pero era un paraíso en comparación con lo
que tenía delante de mí.
Estar parado frente a esa montaña era como
observarle los ojos a la propia muerte, y tener que
aguantar su mirada. Los vapores que emanaba su
cráter eran densos e intimidantes, pero no podía
renunciar en ese momento. Tenía que entrar. Apreté
con fuerza mi báculo y me perdí en la oscuridad de
sus fauces humeantes.
El fuego del dragón
67
Invoqué una bola de fuego para iluminar mi
camino, pero no fue suficiente. Me concentré aún
más y formé una bola más grande, pero sólo parecía
una pequeña chispa en una noche oscura y nebulosa.
De mi morral saqué una piedra de luz y en
conjunción con mi báculo, pude crear una gigantesca
esfera de energía que me alumbró lo suficiente para
seguir adelante.
El terreno era escabroso y casi intransitable,
pero no podía volver. No quería renunciar en ese
momento. Después de bajar, por no sé cuánto
tiempo, llegué a los pies de una escalinata iluminada
por centenares de antorchas y calderos encendidos.
Dispersé la esfera y seguí mi camino. Entonces noté
que las hogueras se prendían, adelantándose a mis
pasos, y se apagaban cuando las había dejado atrás.
Como si mi presencia las estimulara de alguna
manera.
Después de subir por las escaleras me topé
con un largo pasillo. Era como estar en un puente
rodeado de un río de oscuridad pura. Conforme
avanzaba me pareció que aquel corredor emergía
El fuego del dragón
68
cuando me acercaba a su borde y se volvía a hundir
cuando me alejaba de ahí. A los lados había unos
gigantescos arcos de piedra que en contraste con la
oscuridad reinante, parecían estar soportando el peso
de la bóveda celeste. Sentía como si todo eso
respondiera a mi presencia, casi como si me hubiese
reconocido y me estuviera dando la bienvenida.
Pero no todo era favorable, porque desde la
acuosa oscuridad que me rodeaba, empezaron a
emerger todo tipo de criaturas monstruosas que se
arrastraban, o plantaban imponentes ante mí. Eran
bestias sin una forma definida, que parecían mutar
cada vez que las miraba. Por momentos eran como
la arcilla fresca, pero si desviaba la vista, cuando
volvía a ellas eran de vísceras y sangre. Todas
gemían y gruñían alrededor. Eran demasiadas y mi
magia no parecía afectarlas en nada. Con cada bola
de fuego, destello de energía o ventarrón que
invocaba, las criaturas se multiplicaban hasta que me
rodearon y me sumergieron en su propia oscuridad.
No podía ver, sentir, oír, u oler nada. Sólo
percibía la oscuridad más profunda y eterna que
El fuego del dragón
69
alguna vez hubiera experimentado. De repente…
nada. Así como habían surgido, de un momento a
otro ya no había ni una sola de esas bestias
alrededor. Estaba completamente solo en aquel
pasillo infinito.
Entonces seguí caminando hasta que ya no
pude más y me derrumbé de cansancio.
-V-
Cuando desperté ya no estaba en el mismo sitio. Era
como si algo me hubiera trasladado a otro lugar,
pero dentro de la misma grieta. O quizás la fatiga me
había impedido ver el final de aquel corredor y el
umbral de mi tan esperado destino; unas escaleras
que subían hasta una plataforma que brillaba más
fuerte que el mismo sol.
Rápidamente me puse de pie y subí las
escaleras hasta llegar a aquel lugar elevado. Yo no
podía ver nada más que la cegadora luz. De repente
la luminosidad cedió, y ante mí pude ver por primera
vez todo aquel escenario. El pasillo no era ese
camino recto que había supuesto, sino un intrincado
El fuego del dragón
70
espiral gigantesco que rodeaba todo el lugar. El río
de oscuridad que me cercaba, yacía plácido como
aceite, y las criaturas que lo habitaban sólo
asomaban un poco la cabeza y se volvían a perder en
las sombrías aguas.
En la plataforma no había nada más que un
espejo viejo colgado de ninguna parte, levitando en
el vacío. Me sentí defraudado. Había buscado e
invertido tanto tiempo para nada. Pensé que quizás
aquel ente nunca había estado en ese lugar. Creí que
ni siquiera existía.
Pero me equivoqué. Porque ahí estaba y no
era otro más que yo. De mis propias manos brotaba
la luz que iluminaba toda la caverna, y no tenía nada
más que pensarlo para cambiar cualquier aspecto en
su interior.
Con sólo proponérmelo, pude hacer que de la
fría piedra brotaran un sin número de luceros, sin
tener que sujetar mi báculo o alguna de mis gemas.
Aquellas criaturas deformes se convirtieron en
luciérnagas que revoloteaban por entre los arcos de
piedra. En fin, podía hacer lo que quisiera. Pensé
El fuego del dragón
71
que había obtenido mi objetivo, que era poseedor de
la magia más pura; aquella que podía transmitir sin
necesidad de algún tipo de artilugio u objeto.
Pero una vez más, estaba equivocado. Porque
cuando abandoné aquella plataforma todo volvió a
ser como antes. El poder no provenía de mí, sino del
espejo.
Lleno de rabia e impotencia, recogí mi
báculo y me acerqué al espejo con la firme idea de
hacerlo pedazos, pero tan pronto estuve lo
suficientemente cerca para ver mi rostro reflejado en
su superficie, eso fue precisamente lo único que no
vi. Según el espejo yo no estaba ahí. Todo se
proyectaba vívidamente, salvo mi imagen. Mas no
era un problema con el espejo, pues tampoco pude
encontrar mi rostro reflejado en ninguna de las
brillantes piedras mágicas que cargaba conmigo.
Traté de abandonar ese lugar, pero cada vez
que intentaba bajar las escaleras, sentía cómo la
energía se escapaba de mi cuerpo. En la plataforma
podía hacer que el río oscuro se volviera sangre
El fuego del dragón
72
vaporosa o fuego líquido, pero lejos del espejo no
era capaz ni de dar un paso.
-VI-
Ya no soy el mago más poderoso que anduviera por
estas tierras, aunque sería capaz de apagar el sol de
un soplido. Mi nombre no importa, no hay nadie
alrededor que pueda repetirlo. No soy ni una sombra
de lo que fui o siquiera un reflejo. Ya no soy un
mortal… sólo soy un espejo que cuelga en el vacío.
El fuego del dragón
73
La sirena
-I-
Por más años de los que he de estar dispuesto a
admitir en público, he vivido entre gigantes, elfos,
magos, dragones y enanos. Siendo estos últimos con
los que más he convivido, por el simple hecho de
que soy uno de ellos. Pero desde hace varias
cosechas mi vida ha cambiado radicalmente. Nunca
fui un enano aventurero, pero la primera vez que me
embarqué, literalmente, en una aventura, ésta me
cambió la vida de un modo irreversible.
Todo empezó hace algún tiempo cuando fui a
la “Laguna de los susurros” a pescar algo sabroso
que desayunar. Como cada día, tomé mi caña, la
hielera, un botecito con carnada, mi inseparable
anzuelo de la buena suerte y salí antes de que
despuntara el sol. No había ni una sola nube en el
cielo y la luna brillaba con todo su esplendor en lo
más alto. El viento apenas despeinaba las copas más
elevadas de los árboles y el crujir de las hojas secas
me hizo compañía hasta llegar a mi destino, mientras
El fuego del dragón
74
los gigantes del bosque aún dormían y roncaba
plácidamente a todo pulmón.
La laguna parecía un espejo de agua. Sólo las
ranas se atrevían a romper su tranquilidad, brincando
de un lado a otro sobre las hojas de los lirios. Era
casi un delito romper con esa danza saltarina, pero si
quería pescar algo bueno tenía que empezar
temprano. Me acomodé sobre una roca en la orilla,
engarcé un gusano al anzuelo, extendí la caña y me
senté a esperar que algún pez cayera en la trampa.
Pasaron las horas y las ranas parecían haber
tenido más suerte con los mosquitos que yo con los
peces, porque mi hielera seguía sin un solo pescado
y con más agua que hielo. De repente algo sacudió el
agua y me dio un susto que casi me tira de espaldas.
Recuerdo haber escuchado una risa y volteé a ver de
quién se trataba. Era una sirena. Yo nunca había
visto una, aunque sí que había escuchado hablar de
ellas. Estaba en la orilla atacada de la risa,
consciente del susto que me había propinado.
El fuego del dragón
75
–Así no vas a atrapar ningún pez. Se supone
que debes permanecer callado y sin sobresaltos –dijo
burlonamente.
Yo la ignoré y recogí mi caña.
–No te enojes conmigo, no fue mi intención
asustarte y tampoco quise reírme de ti, pero es que te
veías tan gracioso que no pude resistirme. ¿Me
perdonas? –insistió, pero seguí sin hacerle caso.
Quizás no había visto antes a una sirena, pero
sabía que no debía confiar demasiado en ellas, por
muy hermosas que pudieran parecer.
–No seas así, perdóname. Mira, como
muestra de mi arrepentimiento te voy a dar un
consejo para que puedas atrapar muchos peces –dijo
y yo dudé por un momento, pero seguí recogiendo
mis cosas como si no la hubiera escuchado.
–En la orilla de la laguna hay muy pocos
peces o son pequeños y astutos. Pero en el centro los
hay por montones y son extremadamente confiados.
Bastará con que extiendas tu caña para que saques
uno grande y jugoso –dijo.
El fuego del dragón
76
Ya el sol estaba en lo más alto y yo tenía
hambre, por lo que “grande y jugoso” eran atributos
que no podía desconocer.
–Está bien, pero ¿cómo le puedo hacer para
llegar hasta el centro de la laguna, si no cuento con
ninguna embarcación y tampoco sé nadar? –
pregunté.
Ella se sonrió y me dijo que le tuviera
confianza y montara sobre su espalda.
–Sé que las sirenas no tenemos muy buena
fama, pero no todas somos iguales. Dame solo una
oportunidad de resarcir la mala impresión que pude
haberte causado. Lo digo por el susto que te di, en
verdad no quise hacerlo… al menos no tanto. Confía
en mí y verás que no te arrepentirás de haberlo
hecho –concluyó, y pese a que una vocecita en mi
cabeza me decía que me fuera de ahí, acepté su
oferta y me monté en su espalda. No cabe duda que
una panza hambrienta no es la mejor de las
consejeras.
Todo mi cuerpo temblaba de nervios. No
podía dejar de pensar qué iba a hacer si la sirena me
El fuego del dragón
77
estaba engañando y sólo buscaba dejarme solo en
medio de la laguna.
Para mi sorpresa ella cumplió su palabra y
me llevó sano y salvo al lugar acordado. De igual
modo, en ningún momento intentó deshacerse de mí,
e incluso me ayudó a atrapar un robusto pez de piel
lisa y aleta dorsal azul.
– ¡Esto es lo más grande que he pescado en
mi vida! –le conté emocionado.
Ella me sonrió y se dispuso a regresarme a la
orilla.
En el trayecto me dijo llamarse “Corazón”,
aunque prefería que le llamaran “Cora”.
–Así es como me decían de pequeña mis
padres y amigos. No es que tenga o tuviera muchos.
De hecho en esta región sólo tengo a uno. Aunque
primero debí preguntar si querías serlo –dijo
apenada y se quedó callada, hasta que le dije que a
los verdaderos amigos no se les busca, pues ellos
aparecen solos, sobre todo cuando más se les
necesita.
El fuego del dragón
78
Ella sonrió complacida y siguió navegando
conmigo a cuestas.
Ya en tierra firme me olvidé de la hielera y
junté algunas ramas secas para encender una
hoguera, secarme un poco y cocinar al pescado ahí
mismo. Tenía mucha hambre.
Después de asarlo muy bien por todos lados,
y aderezarlo con unas cuantas hojas de olor,
compartí la pesca con mi nueva amiga. Ella dijo que
nunca antes había comido uno de esa manera, pero
se mostró complacida con su sabor.
Nos despedimos cordialmente y quedamos de
vernos al día siguiente. Ya no para pescar, sino para
conocernos mejor. Además, prometí llevarle un pan
de fresas que, modestia aparte, me sale exquisito.
-II-
Por varias lunas consecutivas acudí puntual a mi cita
con Cora, hasta el día en que ella dejó de asistir.
Primero no me preocupé, pensé que quizás se había
entretenido en alguna otra cosa. Pero después de tres
noches me consternó un poco su ausencia. Sobre
El fuego del dragón
79
todo porque empecé a tener unos sueños muy
extraños, donde la veía varada con la aleta lastimada
en una caverna oscura y fría. Sabía que no podía
tratarse de una simple pesadilla. Tenía que ser un
mensaje que me estaba enviando ella para que fuera
a ayudarla. Pero no sabía por dónde empezar a
buscarla.
Lo primero que hice fue construir una
pequeña embarcación. Sabía que Cora no salía del
agua y que si estaba varada en alguna caverna, debió
de haber llegado a través de la misma laguna. Por lo
que tenía que buscarla ahí, así tuviera que surcarla
por completo y en más de una ocasión. Era una
superficie muy amplia, pero por una amiga valía la
pena cualquier esfuerzo que se pudiera hacer por
encontrarla.
Desde que embarqué me dispuse a no volver
a tierra hasta dar con Cora. Por lo que me despedí de
la aldea y me abastecí con todo lo que mi pequeña
embarcación pudo cargar.
El fuego del dragón
80
-III-
De un extremo al otro recorrí cada rincón de la
laguna, hasta llegar a aquellas salientes que no
aparecían en mis mapas de navegación. En ese
momento aprendí que en este mundo existen más
cosas de las que se puede tener algún tipo de
registro.
Pasaron varias noches, pero encontré a Cora
en una remota cueva que alimentaba de agua a la
laguna, a través de un río subterráneo. Ella estaba
inconsciente, a punto de perecer de hambre y frío.
Pero logró reconocerme.
Como pude, la acerqué a la orilla, donde el
agua apenas la golpeaba un poco, y empleando mi
piedra de fuego logré que regresara el rubor a sus
pálidas mejillas. Después le di de comer lo poco que
me quedaba, y humedecí su cuerpo con una pequeña
jícara que llevaba conmigo.
Ya más recuperada, Cora me contó que la
corriente la había atrapado y arrastrado hasta esa
caverna. Estaba adolorida, confundida y con la aleta
lastimada, por lo que no podía salir de ahí.
El fuego del dragón
81
–Si no fuera por ti, seguramente habría
muerto aquí mismo… y sola –dijo entre lágrimas y
me dio un fuerte abrazo.
–Tenías razón, a los amigos no se les busca,
pues ellos aparecen cuando más se les necesita... –
pronunció sollozando en mi hombro.
– ¿Qué otra cosa podría hacer? Ni modo de
resignarme a perder a mi mejor compañera de pesca
–le dije y se rió conmigo.
Su aleta aún estaba lastimada, por lo que no
podía salir de ahí nadando. Entonces se me ocurrió
inundar un poco mi embarcación, para que ella
abordara y no se deshidratara demasiado, hasta
llegar a un lugar más confortable.
Pero tan pronto abordamos, la misma
corriente que la había llevado hasta ese lugar, nos
engulló y sin ningún control sobre el navío nos
arrastró por todo el río subterráneo.
-IV-
Cuando recobré la conciencia estábamos encallados
en una roca, entre dos corrientes y un enorme cañón.
El fuego del dragón
82
Cora estaba inconsciente pero no lucía mal herida.
Traté de hacerla volver en sí, cuando algo más llamó
mi atención. No estábamos solos. Además de una
vegetación que nunca antes vi por mi aldea, había
algo más; unos lagartos gigantes. Tan grandes como
un dragón, pero que a diferencia de ellos que sólo
son unos cuantos, éstos se podían contar por
millares.
Por suerte, en ese momento despertó Cora y
juntos fuimos testigos de ese sin igual espectáculo.
Ninguno de los dos teníamos ni idea de qué eran
esas criaturas o dónde estábamos, pero le rogábamos
a las estrellas que estos lagartos fueran menos
agresivos e inteligentes que sus parientes, y nos
ignoraran por completo.
Con cuidado desembarcamos y como en
aquella primera ocasión, me subí a la espalda de
Cora para que juntos nadáramos hasta la orilla más
cercana. Nuestro objetivo no estaba muy lejos, pero
con una aleta lastimada y mis brazos pequeños,
llegar ahí fue una verdadera proeza.
El fuego del dragón
83
Estábamos asustados, ansiosos y
maravillados al mismo tiempo. Nadie en la aldea me
hubiera creído si les contara todo lo que había en ese
sitio. Las plantas eran enormes, las flores hacían
parecer a Cora como una enanita y a mí… bueno…
a mí me hacían ver mucho más pequeño de lo que
soy, y eso que entre los míos siempre fui
considerado “el más alto de los enanos”.
Aquello era descomunal, no me cabía en los
ojos y Cora estaba tan maravillada como yo. Hasta
que pasamos del asombro al pánico, cuando uno de
esos lagartos nos descubrió y se acercó a nosotros.
Cora se alejó nadando y yo de un chapuzón me fui
con ella. Fue tanto el miedo que olvidé por completo
que no sabía nadar, hasta que el agua que se metió
por mi nariz me recordó mi falta de pericia.
Entonces ella, al percatarse de mi situación me
ayudó llevándome hasta la otra orilla.
Estábamos exhaustos, pero no teníamos
tiempo para descansar. Por lo que tomamos una
decisión; no nos íbamos a separar.
El fuego del dragón
84
El problema era que yo no sabía nadar y Cora
no estaba en condiciones para cargar conmigo. Por
lo que decidimos que fuera yo quien cargara con
ella, pero en tierra firme.
Arranqué una hoja gigantesca de la
vegetación que nos rodeaba y Cora se puso encima.
Yo no sabía nadar, pero sí correr y empujar. Por lo
que a manera de una carreta sin ruedas, empujé el
improvisado vehículo y nos alejamos de ahí lo más
rápido que pude, casi sin mirar hacia delante, y
procurando no prestar demasiada atención a las
gigantescas pisadas que nos seguían por detrás.
Hasta que no sé cómo, pero llegamos a un
desfiladero y nos desbarrancamos.
La buena noticia era que la caída no nos
había matado. La mala era que la razón de nuestra
milagrosa supervivencia, se debía a que habíamos
descendido sobre uno de los nidos de esos
gigantescos lagartos. Pero lo peor era que la madre
nos había visto y no parecía muy contenta de que
estuviéramos ahí.
El fuego del dragón
85
No sé cómo, pero cargué a Cora como si
fuera un saco de papas y salí corriendo. Me dolían
los brazos, las piernas y espalda, pero sabía que me
dolerían aún más si no nos alejábamos rápidamente
de ese lugar. Parecía como si todos los lagartos
estuvieran detrás de nosotros, porque sus pisadas
hacían temblar la tierra bajo nuestros pies, hasta que
una densa niebla nos rodeo y poco a poco esas
descomunales pisadas me parecieron menos
inminentes.
Sin poder ver hacia dónde me dirigía,
llegamos hasta un claro en un paso entre dos
montañas. Ahí la niebla se disipaba y por fin nos
sentimos a salvo. Pero algo nos había seguido hasta
ahí; un enorme lagarto de quijada amplia, ojos
pequeños y afilados dientes, estaba atrás de nosotros.
Yo ya no tenía fuerzas para seguir corriendo y sólo
atine a mirar a los ojos asustados de Cora y pedirle
perdón por haberle fallado. Ella me miró apenada y
se arrastró hasta donde yo estaba para estrecharme
entre sus delicados brazos.
El fuego del dragón
86
Había llegado nuestra hora, no teníamos
ninguna esperanza contra esa criatura, y no se veía
nada amistosa. Los dos contuvimos la respiración
hasta que la bestia atravesó el paso, y entonces
ocurrió algo que honestamente no esperábamos. La
criatura puso un pie fuera de la niebla y tan pronto
colocó el otro para lanzarse a atacar, se convirtió en
polvo. Así, nada más.
Cora y yo sólo alcanzamos a exhalar el poco
aire que nos quedaba y… creo que me desmayé
porque no supe nada más de mí.
-V-
Cuando recobré el sentido, Cora era la que me
estaba cuidando ahora. Más o menos, porque no
desaprovechó el tiempo y me usó como modelo de
peluca, o algo así, porque terminé con todo tipo de
trenzas, tanto en la barba como en el pelo.
–Lástima que no tengamos un espejo para
que vieras lo “bonito” que te ves de esa manera –
dijo y se echó a reír.
El fuego del dragón
87
No se supone que los enanos nos debamos
ver “bonitos”. Somos una raza de guerreros valientes
y feroces, por lo que me le quedé viendo muy
seriamente hasta que no pude más y también me
solté a reír con ella.
Me seguía doliendo el cuerpo, pero no
podíamos permanecer ahí. Teníamos que comer y no
sabía por cuánto tiempo más Cora podría
permanecer fuera del agua. Por lo que hice acopio de
fortaleza y volví a cargarla sobre mis hombros.
No sé por cuánto tiempo caminé, pero al final
encontramos una preciosa laguna donde la bajé. Ella
estaba feliz y su aleta estaba mucho mejor. Me
agradeció otra vez por haber ido en su búsqueda, y
se sumergió en pos de un suculento pescado que nos
comimos asado, como aquella primera vez.
Satisfechos y descansados, sólo restaba saber
dónde estábamos. No lucía como ningún lugar que
conociéramos o que hubiéramos escuchado antes, ni
en los relatos de mis ancestros. Por lo que decidí
explorar. Le pedí a Cora que averiguara lo que
El fuego del dragón
88
pudiera en la laguna, mientras yo hacía lo propio en
tierra.
–Nos vemos aquí mañana. Cuídate mucho –
dijo y se despidió de mí.
El bosque era como el de la aldea, pero un
poco menos silvestre. Había un camino de piedra
roja que delimitaba el sendero a seguir. Entonces
escuché que alguien pedía ayuda; una vocecita
chillona que provenía del interior de un viejo árbol
seco.
– ¡Válgame, en esta región los árboles
hablan! –pensé en voz alta, pero la vocecita del
interior me sacó del error, cuando se identificó como
Rotni: “el duende inventor”.
–Entré en este árbol en búsqueda de unas
cuantas alimañas para comer, pero creo que comí
demasiadas, porque ahora no puedo salir por el
mismo hueco –dijo, y me pidió que hiciera algo para
sacarlo de ese aprieto.
Entonces ubiqué la ranura por la que aquel
duende había ingresado, e introduje mis manos para
El fuego del dragón
89
desgarrar la corteza del tronco y hacer más ancha la
hendidura.
–Muy bien, eso es suficiente. Tampoco deseo
que destroces el árbol completo –dijo y se dispuso a
salir del atolladero.
–Gracias por venir a ayudarme. En estos días
son muy pocos los que abandonan sus actividades
para ayudar a un desconocido. Como ya te había
dicho, mi nombre es Rotni y soy un duende muy
ingenioso. Invento todo tipo de artilugios y reparo
cualquier cosa, si es que no la descompongo antes.
De hecho, justo en este momento estaba a punto de
probar lo último que he creado, pero preferí comer
un poco antes, y bueno… ya sabes el resto. –dijo al
momento de sacar una especie de mochila plateada
del interior de un costal mucho más pequeño.
– ¿Cómo le hiciste para sacar esa cosa de esa
pequeña bolsa? –le pregunté.
Él respondió que no era un costal común y
corriente, sino uno mágico.
–Aquí es donde guardo mis inventos. De esta
manera evito que me los roben. Ya sabes, hay mucha
El fuego del dragón
90
gente sin principios en estos días –contestó y me
regaló la pequeña maletita plateada que había
sacado.
–Ten esto es para ti. No te atrevas a
despreciarme, porque soy capaz de echarte una
maldición, y no me gustaría nada maldecir al enano
que me ha brindado su ayuda. ¿Qué dices? ¿Lo
aceptas?
–Ya que lo pones de ese modo… lo acepto
pero… ¿qué se supone que es esto que estoy
aceptando? –pregunté.
–Es una mochila voladora. Te la pones en la
espalda, amarras perfectamente sus tirantes y ya
está. Basta con que des un pequeño brinco para
despegarte del suelo y volar como las aves. Si
quieres ir a la derecha, sólo tienes que jalar el tirante
que está de ese lado. Si quieres ir a la izquierda,
haces lo propio con el otro. Si quieres elevarte aún
más, sólo tienes que subir tu barbilla, al hacerlo tu
nuca activa un dispositivo que hace que asciendas
aún más. Si quieres descender, sólo tienes que tirar
de los dos tirantes al mismo tiempo y hacia abajo.
El fuego del dragón
91
¿A poco no es un gran regalo? –dijo, y me puso el
aparato.
–Te queda perfecto. Sólo te falta un detallito
–agregó al tiempo que se inclinó para sacar de su
pequeño costal un casco y unas gafas.
–El casco es para proteger tu cabeza de
alguna contusión, y los lentes para que puedas ver
por donde vuelas, y no se te vaya a meter algo en los
ojos –dijo y me los puso en un santiamén.
Yo no sabía qué me hacía ver más ridículo; el
casco, los lentes, aquella mochilita plateada o las
múltiples trenzas de mi barba. Pero aún así pegué un
salto y me elevé como el humo.
Todo iba bien hasta ese momento, podía ver
como los árboles se hacían más pequeños y las
nubes más cercanas, hasta que bajé la mirada y vi
que Rotni estaba loco de contento, brincando y
gritando: “¡Funciona! ¡Funciona! ¡En verdad mi
aparato puede volar!”.
Eso hizo que me preocupara muchísimo y
perdí el control. Mi vuelo dejó de ser tranquilo y
El fuego del dragón
92
pausado, y empecé a desplazarme como un
meteorito.
Sin control sobre el vuelo me estrellé contra
una estructura de cristal que detuvo mi marcha, pero
de la peor forma. El casco protegió a mi cabeza del
golpe, pero Rotni olvidó inventar un casco para el
trasero, que fue lo primero que impactó contra el
implacable suelo.
-VI-
Estaba adolorido y un poco mareado cuando se
presentó ante mí la criatura más bella que hubiera
visto en mi vida. No era una enana, aunque sólo era
un poco más alta que yo. Era un tipo de criatura que
nunca había visto antes.
– ¿Te encuentras bien? –preguntó, y yo no
supe si me gustaba más el sonido de su voz o su
enigmática belleza.
– ¡Qué golpe tan fuerte te diste! No te
muevas, voy a llamar a un médico para que te revise.
Espero que no te hayas roto nada, porque estuviste a
punto de atravesar el muro –dijo al tiempo que me
El fuego del dragón
93
quitó las gafas, el casco y empezó a acariciarme la
cabeza.
Yo me quité aquel endemoniado aparato y de
un salto me incorporé.
–Esa insignificante caída no es nada para un
enano –dije para tratar de impresionarla.
Ella me miró extrañada y después se tapó la
boca para ocultar su risa. Yo no sabía si le había
hecho gracia lo que había dicho, o si se estaba riendo
de mí y las trencitas.
–Bueno, ya veo que no tienes ningún hueso
roto, pero aún así no te aconsejo que hagas ese tipo
de movimientos tan bruscos. Tómatelo con calma.
¿Cómo te caería un poco de leche y pan para bajarte
el susto? –preguntó y me tomó del brazo, para
conducirme hasta el interior de la estructura de
cristal contra la que me había impactado.
–Son bastante fuertes los muros para ser sólo
cristal –comenté al entrar.
Ella sólo asintió con la cabeza y me sonrió.
El lugar era enorme y estaba lleno de cosas;
jarrones, figurillas de cerámica, pinturas, piedras de
El fuego del dragón
94
muchos tamaños y colores… en fin. Nos sentamos
en una salita y le pregunté si ahí vivía.
–No… y sí. Deja te explico. Esta no es mi
casa, la mía es mucho más pequeña, pero es aquí
donde paso la mayor parte del tiempo. Esto es un
museo y yo soy la encargada. Por cierto, me llamo
Anya ¿y tú? –preguntó con una dulce mirada.
–Mi nombre es Ocnar y soy un enano. Mi
aldea está muy lejos de aquí, pasando la densa
neblina, la región de los lagartos gigantes y un río
subterráneo –dije y ella se me quedó viendo
extrañada.
Luego se puso de pie y sacó un enorme mapa
que tenía doblado entre unos libros.
–Perdón, ¿dónde dices que está exactamente
tu aldea? –preguntó y extendió su mapa.
Yo me fijé bien, y después de un rato le hice
saber que no aparecía en su pergamino.
–Ni siquiera está el cañón de los lagartos
gigantes, mucho menos aparece la cordillera helada
de los colosos de hielo –dije, pero ella sólo se me
El fuego del dragón
95
quedó viendo como si le estuviera diciendo puras
incoherencias.
–Este mapa abarca todo el planeta, por lo que
si no aparece aquí, significa que el lugar del que
vienes, y todo eso de lo que hablas no existen –dijo
con un gesto muy serio.
Debo aceptar que su comentario me enfadó
un poco.
–Yo no miento, los enanos no mentimos y yo
no soy la excepción –dije muy indignado.
Le conté la historia de mi pueblo; desde las
piedras de fuego, pasando por el ascenso al trono del
rey O´Khan y la reina Kim, hasta el día en que
conocí a mi amiga Cora.
– ¿Una sirena? Intentas burlarte de mí, o es
que ese golpe te ha hecho perder la razón –me
interrumpió exaltada.
–No porque no conozcas algo o no esté en tu
museo, eso deja de existir. Yo nunca había visto a
las sirenas y arriesgué mi vida por una. Tampoco
sabía de los lagartos gigantes y creo que ellos
desconocían de mí, pero eso no impidió que varios
El fuego del dragón
96
intentaran probar el sabor de mi carne –dije
enfadado.
– ¿Quieres una prueba de lo que digo? Pues
bien… te la daré –dije y le mostré mi piedra de
fuego.
Ella la vio y se quedó sorprendida.
–Es… es como un sistema solar… pero
atrapado en una esfera –balbuceó fascinada.
–Cuéntame más… por favor –agregó y yo
encantado complací su curiosidad.
-VII-
No sé bien cómo le hizo, pero en unas cuantas horas
Anya ya había asimilado todo el conocimiento que a
mí me había tomado años acumular y comprender.
Sus ojos estaban humedecidos y su sonrisa estaba
tan amplia que apenas le cabía en su pequeña
cabeza. Luego y sin decir nada me regaló un beso
que siempre llevaré conmigo. En ese momento supe
que quería permanecer con ella por el resto de mi
vida, y eso que los enanos vivimos mucho tiempo.
El fuego del dragón
97
Después de aquel mágico momento y apunto
de amanecer, la tomé de la mano y salimos de ese
lugar. Me volví a poner la mochila voladora y le
pedí a Anya que se colocara el casco, los lentes y se
aferrara con fuerza a mí, para que pudiera volar
conmigo.
– ¡Vamos! Te voy a presentar a Cora. Ya casi
amanece y ella ha de estar esperándome en la orilla
del lago –dije y de un salto despegamos los dos del
suelo.
Sobrevolamos palacios, torres y monumentos
antiguos, así como cerros, arboledas, ríos y puentes
de piedra. Yo aparentaba ser todo un experto y aquel
percance anterior, no parecía más que un pretexto
del destino para poder presentarme a Anya, mi
compañera de vuelo.
Ese sería el principio de otro tipo de
aventura. Ella podría no ser una enana, o una sirena,
pero nadie es perfecto. Pero para mí, ver esos
enormes ojos llenos de curiosidad y asombro era
suficiente para no querer dejar de verlos nunca.
El fuego del dragón
98
-VIII-
Lo que pasó después ya lo saben. Me quedé con ella
y formamos una familia. Bien pude habérmela
llevado de regreso a mi aldea. Ahora con la mochila
voladora no creo que el cañón de los lagartos
pudiera haber sido un problema, salvo que ellos
también hubieran aprendido a volar. Pero preferí
quedarme en su mundo, con vehículos ruidosos y
altos edificios. Opté por permanecer a su lado y
enseñarle a ver de frente su propia realidad, pero con
otros ojos. Demostrarle que aún en su cotidianidad
más simple y mundana, existe lo fantástico y
maravilloso. La vida está llena de magia, incógnitas
y entidades fascinantes de múltiples formas, colores
y costumbres.
Conforme fueron pasando los años
construimos nuestro propio museo, con toda
cantidad de objetos comunes para mí, pero
enigmáticos para todos los demás. Tuvimos tres
hijos; dos hermosas damitas y un varón. Ellos a su
vez, tuvieron los suyos y eso es lo que son ustedes.
El fuego del dragón
99
– ¿Qué pasó con Cora? –pregunta Zil, la más
pequeña de mis cinco nietas.
Pero antes de que pueda responderle, Iki, la
mayor de ellas, les dice:
–No sé cómo le puedes creer esos cuentos
tontos al abuelo. ¡Los gigantes, elfos, duendes o
sirenas no existen, salvo en su cabeza!
– ¿Es verdad abuelo? –pregunta Nok, mi
único nieto.
–No, no lo es. Los enanos no mentimos
nunca y yo soy…
–Tú no eres un enano –interrumpe otra vez
Iki.
–Sí, eres el más bajito de mis abuelos, pero
eso es por tu edad y ascendencia genética, pero no
por tu supuesto origen “mitológico” –agrega y se
cruza de brazos enfadada.
–Vengan conmigo, les quiero enseñar algo –
les digo a todos.
Ellos acceden y me siguen hasta el jardín.
Podría convencerlos como lo hice con su
abuela. Pero mi piedra de fuego la tiene ella desde
El fuego del dragón
100
que nos casamos, tal como lo indica la tradición
enana, y Anya no se encuentra en casa. Por lo que
tomo de la mano a la mayor y les pido a los demás
que hagan lo propio, de tal manera que formamos
una cadenita de manos entrelazadas.
–Vamos a entrar al bosque y no quiero que se
pierdan. No sé que me harían sus madres y abuela si
les llegara a pasar algo –les digo muy serio y los
siete nos internamos entre los árboles.
A la orilla de un hermoso ojo de agua, le
aprieto sólo un poco la mano a Iki y grito:
– ¡Cora! ¿Dónde estás bribona? ¿Qué no ves
que tienes visitas?
La mano de mi nieta suda. Está nerviosa,
pero no dice nada. Es muy orgullosa para demostrar
algún tipo de debilidad. Sin duda alguna, la sangre
guerrera de los enanos corre por sus venas aunque
no lo quiera aceptar.
Pasa un minuto, y luego dos.
–Ya ven, el abuelo dice puras mentiras –les
dice a los demás.
El fuego del dragón
101
Ellos agachan la mirada decepcionados, e Iki
levanta su barbilla llena de orgullo y se dispone a
emprender el camino de regreso a casa, cuando se
detiene al escuchar un chapoteo en la orilla.
Entonces regresa sobre sus pasos y muy tímidamente
voltea la cara.
Seis pares de ojos no dan crédito de lo que
ven. Las cuatro pequeñas y el niño se sonríen entre
sí, mientras que la mayor no sabe qué decir y sólo
balbucea algo que no logro entender del todo. Cora
se ha hecho presente, tan hermosa y juguetona como
siempre, como aquella madrugada en la laguna de
los susurros.
Iki se le acerca muy despacito, como si no
pudiera creer en lo que ven sus ojos.
–No temas, lo único que te puede pasar es
que te quiera hacer unas cuantas trenzas –le digo, la
invito a acercarse un poco más.
Cora permanece quieta, casi como si no
notara nuestra presencia, hasta que Iki ya está muy
cerca… entonces la pícara sirena le grita: “¡Bu!”.
El fuego del dragón
102
Mi nieta corre a esconderse detrás de mí,
mientras los demás se ríen y Cora les secunda
descaradamente.
–No has cambiado nada, amiga mía. Sigues
disfrutando asustar a los que son más pequeños que
tú. Déjate de cosas que te quiero presentar a mis
nietas y a mi nieto –digo y ella se sonríe un poco
apenada por su comportamiento.
-IX-
De regreso, las pequeñas risas me acompañan sin
descanso. Están tan complacidos que no quieren
esperar a llegar a casa para que les cuente otra
historia, incluso Iki insiste más que las pequeñas y
Nok.
–Paciencia, criaturitas juguetonas y pequeña
escéptica. Aún tengo historias que contarles. Por
cierto ¿Ya les hablé del rey de los enanos? ¿O de la
cazadora elfa? ¿O sobre el espejo mágico? ¿O el
desolla…? No… mejor me espero a que crezcan un
poco más antes de contarles esa historia –les digo, a
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103
punto de entrar a la casa y sus ojitos me ven llenos
de emoción y curiosidad.
-FIN-
El fuego del dragón
104
Índice
El rey de los enanos. . . . . . . . . . . . . .5
La cazadora. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30
El desollador. . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
El Espejo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60
La sirena. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
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