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Page 1: EL ALMA BLANCA Y FRESCA LA CIUDAD

DÍATenerife, domingo, 6 de agosto de 1989

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A la vista de la antigua ybuena imagen de SantaCruz —imagen con movi-

miento y distancia— comprende-mos que todo adquiere cierto tin-te agradable a través de la nieblaespesa del tiempo. Hasta la tris-teza nos parece dulce una vez pa-sada.

Alegres —extremadamentealegres— nos imaginamos losdías de nuestra infancia, como sitoda ella no hubiese sido másque un continuo y dilatado jugar.No recordamos las penas de ni-ñez y juventud que nos destro-zaron el corazón, ni cuando mor-dimos el dolor, verdadero pandel hombre.

El sol que nos ilumina produ-ce sombras. Sí, y es la parte lu-minosa —que no la oscura— laque vemos al mirar hacia el pa-sado. Sonrientes, imaginamos,allá a la espalda, el camino queya anduvimos. No vemos —norecordamos, felizmente— lasagudas piedras de que estabasembrado.

Gracias debemos dar a Diosde que así sea: de que en la ca-dena de la memoria —larga, muylarga cadena— sólo sean visibleslos eslabones de grato aspecto;de que las amarguras y penas dehoy nos hagan sonreir mañana.

Desde 1914 a 1918, el mundotodo sufrió las consecuencias dela Primera Guerra Mundial; erala guerra que iba a terminar contodas las guerras y, de aquellautopía, más vale no recordarnada, ya que nunca ha cesado desonar en el mundo el cañón dela lucha.

La guerra paralizó el comer-cio del mundo entero. La guerra—que pone el llanto en las mu-jeres y el frío en los hogares—puso también su impronta enSanta Cruz, la ciudad que con-taba con el puerto que era, lo esy siempre lo será, verdaderapuerta de la Isla toda. Fueronaños de lucha en el mundo y pa-ralización de la actividad portua-ria, años de penurias en la ciu-dad que vivía de la mar y parala mar.

Cuando en 1918 volvió la pazal mundo, Santa Cruz de Tene-rife determinó alzar un monu-mento a la Paz —así, con mayús-cula— en «la carretera», en laconfluencia con el «Camino delos Coches», que así se denomi-naban entonces las actualesRambla de Pulido y del GeneralFranco. La antigua imagen es an-terior a los pequeños jardinesque fueron prólogo de la plaza dela Paz; es de cuando «la carrete-ra» tenía trinar de tranvías en-vueltos en campanilleos alegresy, en lo alto, algún chispazo azul;en los coches de caballos, el sil-bar de la tralla, acompasado ba-tir de cascos herrados y todo unsuave avanzar —sin prisas— porlas calles pavimentadas con ado-quines; por los barrios, los ca-llaos de playa lucían su gris can-sado en tanto que otras vías te-nían a la tierra por pavimento.

Así era «la carretera» con suscasas terreras y, como bien seaprecia en la imagen, algunas dedos pisos que se alzaban con or-gullo legítimo y rompían la mo-notonía. Estas eran las que, consus miradores, presenciaban porlos ventanales iluminados por elsol todo el espectáculo gratuitode la mar pintada de barcos.

La «carretera» —luego rambla de Pulido— vista desde donde, años más tarde, se alzó la plaza de la Faz. Tranvías y coches decaballos en el punto en el que, por entonces, se iniciaban las comunicaciones con la Ciudad de los Adelantados y resto de la Isla

El alma blanca y fresca de la ciudadPor «la carretera», los lentos

tranvías, rápidos para el tiempomedido entonces, bajaban hastala plaza de Weyler y, por la ca-lle del Barranquillo y la del Sol—Imeldo Serís y Doctor Allart,si se prefiere— llegaban hastacasi donde hoy se alza la plazade España, si bien los de cargaseguían Muelle Sur abajo. Lue-go, calle del Castillo arriba, lostranvías hasta la plaza de Wey-ler para, desde allí, seguir hastaLa Laguna; desde allí, previotrasbordo, en otro se seguía hastaTacoronte, el verde y fresco Ta-coronte que ponía —pone siem-pre— sus lienzos de campo y jar-dín a la vista del visitante.

Así era Santa Cruz de Teneri-fe justo en el punto donde, pos-teriormente, se alzó la plaza dela Paz con sus palmeras, añosmás tarde convertidas en verdessurtidores. Hoy, el brazo volubley fresco del agua se alza dondeantes había juegos de sombraazul y sol y, mucho antes, «la ca-rretera» con todo el gris, monó-tono y cansado, del empedradoque la pavimentaba.

Coches de caballos, carros demuías, carros canarios —los he-chos especialmente para cargarbarriles y bocoyes— y, en todosellos, las voces airadas de los ca-rreros y la tralla que, silbante,estimulaba a los sufridos anima-les en aquella tarea diaria delbasto bregar y el basto ganar.

Hoy, la cofradía del color ver-de y perenne de los laureles deIndias pone su estampa caracte-rística —estampa de siempre—en la Rambla que, heredera delviejo Camino de los Coches, haido con lentitud y perseveranciarodeando a Santa Cruz con susbrazos de jardines. Un triángu-lo perfectamente señalado—Rambla, avenidas de Anaga ydel Tres de Mayo— son el claro

ejemplo de la voluntad puesta alservicio de una idea. De es ideaque, con los años, presidió elsentir y el pensar de las genera-ciones que nos precedieron y que—con toda ilusión y con vistasa un futuro— supieron labrar ybien trazar una senda, unos ca-minos que han seguido todos losque tras sus pasos marchan confe e ilusión.

En la época de «la carretera»,Santa Cruz de Tenerife era unpueblo sencillo y grande; mejor,era una gran familia en vez deuna ciudad. Y así era la SantaCruz que en la buena y antiguaimagen aquí se nos aparece: San-ta Cruz del sosegado vivir y delsosegado sentir. Era la ciudad sinprisas ni agobios, la ciudad quehizo que Eduardo Zamacois, eleterno andariego, sintiese por unmomento el intenso deseo de enella quedarse para siempre y enella acabar sus días. Y, desde lalejana Buenos Aires, por SantaCruz suspiraba y a Santa Cruzrecordaba —«ciudad blanca y ca-llada, repleta de sol y de luz»—en el libro con el que se despi-dió de la vida.

Hoy, el estrépito del tráfico havenido a sustituir aquel suavecampanilleo de los tranvíasmientras, con intermitencia, lossemáforos —rojo y verde— re-gulan un paso que antes era li-bre y sin peligro. Pero han pasa-do los años y bien comprende-mos que no se puede vivir sinomuriendo que no se puede sersino dejando de ser.

SANTA CRUZ, CIUDADCORDIAL

En cada ruta de que nos aleja-mos para siempre se queda un ji-rón de nuestra vida. Una nostal-gia lo aleja; el canto de una cam-

pana, un aroma —el de la tierramojada— puede volverlo a traer.Hoy, la imagen nos vuelve a laciudad de años idos y siemprebien evocados. Algunas de lasedificaciones que aquí ponen sutraza y estampa inconfundible,aún se alzan, ¿por cuánto tiem-po?, en la moderna vía a la quecasi nadie —quizás, sí, unospocos— denomina ya «la carre-tera». Y es que, a la conquistavertical del espacio, se han lan-zado el cemento, el hierro y elcristal.

Ya la mirada no navega sobrelas antes tranquila perspectiva deazoteas donde, de cuando encuando, la rojez de la humilde yelegante teja canaria rompía lamonotonía del paisaje; la vidaera entonces plácida y, a partirde 1918, el puerto de Santa Cruzquedó abierto a las emocionesmarineras, a la policromía de to-das las banderas que cantaban yondeaban a impulsos de la brisade la mar.

En años idos, cielo que era aun tiempo cielo benigno azul ymar encrespada. Al fondo y pro-yectada sobre la mar, la torrecentenaria de la iglesia de Nues-tra Señora de la Concepción ele-vaba su estampa clásica; era—es y será— verdadero blasónde la ciudad con la que, tambiéncargada de años e historia, seelevaba con buena siembra deviejas campanas en la calle deSan Francisco, calle a la que,precisamente, cedió su nombresencillo y profundo. Hoy, la ciu-dad reciente —resonante comoun mar nuevo— se dilata en an-sia recta hasta la centenaria pla-ya, sola y retraída, donde nacióy creció.

Han pasado los años y las dé-cadas. Hoy, donde antes se alza-ron palmeras y mucho antes ha-bía un camino de tierra, la fuen-

te pone todo un dulce verdor yagua. Y, tras el espolvoreo fres-co, la fronda en paz y dulce delbuen corazón de la ciudad.

Sí, los años han pasado, pero,si para algunos tal etapa de vidaha sido rápida, para otros, y porparadoja, ha tenido el doble sig-no de lo dilatado y lo breve, al-guien —un antiguo amigo— des-pués de mirar el documento grá-fico que ilustra estas líneas nadacomentó; pero sí suspiró —y seemocionó— a la vista de la ciu-dad de sus años niños, a la vistade la Santa Cruz que ya no es yque, volvemos a la paradoja, si-gue y seguirá siendo con todaslas características de antaño.

La imagen es de cuando SantaCruz tenía música en los árbo-les y el aire estaba lleno de son-risas. Abajo, a la vera de la mar—al mismo filo de las olas— elsol doraba la playa de callaos,daba diamantes a las olas y, conla brisa, hacía un canto de oroy risa por las arboladuras de lasgoletas y balandras fondeadasentre «los platillos», la playa deRuiz y el antiguo castillo de SanPedro, ya convertido en cuarteldel Grupo de Ingenieros de Ca-narias.

Aquí, tráfico y tráfago en «lacarretera». Parece mediodíacuando el alma se va en su bar-co de paz a todos los sueños yvive largamente en una tarde, enlas tierras bellas tan cercanas atodas las atrevidas fantasías, aaquellas que fueron sueño y sue-ños en los años niños.

En estos días, en la imagen en-contramos toda la belleza, sere-nidad y realeza del tiempo quenos dejó para siempre. Nieblasde historia, recuerdos de cosasque pasaron antes que nosotrosnaciésemos pero, a pesar detodo, adivinamos en «la carrete-ra» toda la tibieza del sol de la

infancia. Encontramos en el an-tiguo documento gráfico el almablanca y fresca de Santa Cruz,la ciudad que, como escribió Pa-blo Neruda, necesita la mar por-que le enseña.

Ahora, cuando se cruzan so-litarios el corazón y la ciudad deantaño, todo parece sumido enun sueño nostálgico; así volve-mos a cuando en las playas San-ta Cruz de Tenerife tenía alta mary marea, a cuando los laurelesechaban en la luz el claro verdede su amplia sombra.

Así era la ciudad —nuestravieja y muy querida ciudad— enla que los crepúsculos entintabande oro el cielo de las tardes. San-ta Cruz tenía entonces calles quevenían de la mar, de todas las tie-rras, de todos los idiomas. Y, ha-cia arriba, «la carretera» palpi-tante de sueños.

Abajo, muy cerca del castillode San Cristóbal —el que cediósu nombre a nuestra calle entra-ñable— el espacio del agua delocéano que se hizo puerto; aquí,lejos de donde estallaba la sal-muera y su frescura, el lugar dela ciudad en la que todos vivían,eran y seguían.

Bajo el galopar cálido del sol—bajo el tranquilo y frío de laluna— la ciudad con calles rega-das por los días, la ciudad quetiene —y bien mantiene— toda labondad del buen pan en la mesa.

El tiempo ha pasado y, condías y noches, ha ido borrandola estampa de la ciudad cuyaausencia nos hiere, nos duele.Comprendemos que sólo hemosvivido ayer —el ahora tiene des-nudez de espera— si bien el ayeres un árbol de largas ramazonesy a su sombra nos tendemos pararecordar, a evocar lo que pudohaber sido y no fue.

Santa Cruz de Tenerife —subuena y larga historia— en un li-bro de recuerdos y nostalgias. Enel antiguo documento gráficoadivinamos música en los árbo-les y, también, un cielo lleno desonrisas; con piedras llenas desiglos y de soles, sol que cae aracimos y toda la sencillez de lascosas que animan la espontáneasucesión de los días; en la ima-gen, todo el arte de la vida dia-ria, toda la poesía de lo coti-diano.

Ahora, cuando buscamos den-tro del corazón nuestro recuer-do, la antigua «carretera» nosvuelve a cuando se vivía conlealtad; nos vuelve con ráfagasde niñez, con olor a pan y gofionuevo, a buen tabaco en las ta-baquerías —«La Tortuga», donDiego León, etc.— que a la yaRambla de Pulido se abrían.

Sobre la antigua «carretera», elsusurro breve y verde del arbo-lado, sol que fallece y cielo quenavega. Nadie puede parar elagua que huye —ese caminar ha-cia atrás, que de pronto es cár-cel del pasado— pero, cuando laantigua «carretera» dejó de ser,fueron muchos, muchos, los queaprendieron a quererla, a año-rarla.

Ahora, en la lluvia del sueñocomprendemos que muchos,muchos, tocaron allí a SantaCruz con toda el alma; que mu-chos —muchos— quieren ver yvivir bajo la fiesta sencilla y le-jana de las estrellas.

Juan A. Padrón Albornoz