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DÍA Tenerife, domingo, 6 de agosto de 1989 Ifa Prensa del domingo &r V DDaDODDODDDDaDDDDaDDDDDDDDDDDDDnDDDDDDGnnDDDDDDDDDnDDDDDDnnDDDDDnDDDDDDDDDaDDDDDDDDDDDDDaDODDnDaDaDaDD ÜDDnDDDaDODDaDaDDDDDDODDDDDaDaDDDDDOnDDDDDnDDDDDDDDDDnDnDnDDDDODDDDDDDDDDDDDDDDDDDDnDDDDDDDDDünDnDnDDD naDDDDaDDaDDaDDnDODDDDDDDDDDDDDDDDanDGDDDDODnDnDDDDDDDDDDDDDDDDDDDDnDDDnDDDDDDnDDDDDDDDDDDDDDDDDnDODDnDnnDnDnn """ """""'"'"" A la vista de la antigua y buena imagen de Santa Cruz —imagen con movi- miento y distancia— comprende- mos que todo adquiere cierto tin- te agradable a través de la niebla espesa del tiempo. Hasta la tris- teza nos parece dulce una vez pa- sada. Alegres —extremadamente alegres— nos imaginamos los días de nuestra infancia, como si toda ella no hubiese sido más que un continuo y dilatado jugar. No recordamos las penas de ni- ñez y juventud que nos destro- zaron el corazón, ni cuando mor- dimos el dolor, verdadero pan del hombre. El sol que nos ilumina produ- ce sombras. Sí, y es la parte lu- minosa —que no la oscura— la que vemos al mirar hacia el pa- sado. Sonrientes, imaginamos, allá a la espalda, el camino que ya anduvimos. No vemos —no recordamos, felizmente— las agudas piedras de que estaba sembrado. Gracias debemos dar a Dios de que así sea: de que en la ca- dena de la memoria —larga, muy larga cadena— sólo sean visibles los eslabones de grato aspecto; de que las amarguras y penas de hoy nos hagan sonreir mañana. Desde 1914 a 1918, el mundo todo sufrió las consecuencias de la Primera Guerra Mundial; era la guerra que iba a terminar con todas las guerras y, de aquella utopía, más vale no recordar nada, ya que nunca ha cesado de sonar en el mundo el cañón de la lucha. La guerra paralizó el comer- cio del mundo entero. La guerra —que pone el llanto en las mu- jeres y el frío en los hogares— puso también su impronta en Santa Cruz, la ciudad que con- taba con el puerto que era, lo es y siempre lo será, verdadera puerta de la Isla toda. Fueron años de lucha en el mundo y pa- ralización de la actividad portua- ria, años de penurias en la ciu- dad que vivía de la mar y para la mar. Cuando en 1918 volvió la paz al mundo, Santa Cruz de Tene- rife determinó alzar un monu- mento a la Paz —así, con mayús- cula— en «la carretera», en la confluencia con el «Camino de los Coches», que así se denomi- naban entonces las actuales Rambla de Pulido y del General Franco. La antigua imagen es an- terior a los pequeños jardines que fueron prólogo de la plaza de la Paz; es de cuando «la carrete- ra» tenía trinar de tranvías en- vueltos en campanilleos alegres y, en lo alto, algún chispazo azul; en los coches de caballos, el sil- bar de la tralla, acompasado ba- tir de cascos herrados y todo un suave avanzar —sin prisas— por las calles pavimentadas con ado- quines; por los barrios, los ca- llaos de playa lucían su gris can- sado en tanto que otras vías te- nían a la tierra por pavimento. Así era «la carretera» con sus casas terreras y, como bien se aprecia en la imagen, algunas de dos pisos que se alzaban con or- gullo legítimo y rompían la mo- notonía. Estas eran las que, con sus miradores, presenciaban por los ventanales iluminados por el sol todo el espectáculo gratuito de la mar pintada de barcos. La «carretera» —luego rambla de Pulido— vista desde donde, años más tarde, se alzó la plaza de la Faz. Tranvías y coches de caballos en el punto en el que, por entonces, se iniciaban las comunicaciones con la Ciudad de los Adelantados y resto de la Isla El alma blanca y fresca de la ciudad Por «la carretera», los lentos tranvías, rápidos para el tiempo medido entonces, bajaban hasta la plaza de Weyler y, por la ca- lle del Barranquillo y la del Sol —Imeldo Serís y Doctor Allart, si se prefiere— llegaban hasta casi donde hoy se alza la plaza de España, si bien los de carga seguían Muelle Sur abajo. Lue- go, calle del Castillo arriba, los tranvías hasta la plaza de Wey- ler para, desde allí, seguir hasta La Laguna; desde allí, previo trasbordo, en otro se seguía hasta Tacoronte, el verde y fresco Ta- coronte que ponía —pone siem- pre— sus lienzos de campo y jar- dín a la vista del visitante. Así era Santa Cruz de Teneri- fe justo en el punto donde, pos- teriormente, se alzó la plaza de la Paz con sus palmeras, años más tarde convertidas en verdes surtidores. Hoy, el brazo voluble y fresco del agua se alza donde antes había juegos de sombra azul y sol y, mucho antes, «la ca- rretera» con todo el gris, monó- tono y cansado, del empedrado que la pavimentaba. Coches de caballos, carros de muías, carros canarios —los he- chos especialmente para cargar barriles y bocoyes— y, en todos ellos, las voces airadas de los ca- rreros y la tralla que, silbante, estimulaba a los sufridos anima- les en aquella tarea diaria del basto bregar y el basto ganar. Hoy, la cofradía del color ver- de y perenne de los laureles de Indias pone su estampa caracte- rística —estampa de siempre— en la Rambla que, heredera del viejo Camino de los Coches, ha ido con lentitud y perseverancia rodeando a Santa Cruz con sus brazos de jardines. Un triángu- lo perfectamente señalado —Rambla, avenidas de Anaga y del Tres de Mayo— son el claro ejemplo de la voluntad puesta al servicio de una idea. De es idea que, con los años, presidió el sentir y el pensar de las genera- ciones que nos precedieron y que —con toda ilusión y con vistas a un futuro— supieron labrar y bien trazar una senda, unos ca- minos que han seguido todos los que tras sus pasos marchan con fe e ilusión. En la época de «la carretera», Santa Cruz de Tenerife era un pueblo sencillo y grande; mejor, era una gran familia en vez de una ciudad. Y así era la Santa Cruz que en la buena y antigua imagen aquí se nos aparece: San- ta Cruz del sosegado vivir y del sosegado sentir. Era la ciudad sin prisas ni agobios, la ciudad que hizo que Eduardo Zamacois, el eterno andariego, sintiese por un momento el intenso deseo de en ella quedarse para siempre y en ella acabar sus días. Y, desde la lejana Buenos Aires, por Santa Cruz suspiraba y a Santa Cruz recordaba —«ciudad blanca y ca- llada, repleta de sol y de luz»— en el libro con el que se despi- dió de la vida. Hoy, el estrépito del tráfico ha venido a sustituir aquel suave campanilleo de los tranvías mientras, con intermitencia, los semáforos —rojo y verde— re- gulan un paso que antes era li- bre y sin peligro. Pero han pasa- do los años y bien comprende- mos que no se puede vivir sino muriendo que no se puede ser sino dejando de ser. SANTA CRUZ, CIUDAD CORDIAL En cada ruta de que nos aleja- mos para siempre se queda un ji- rón de nuestra vida. Una nostal- gia lo aleja; el canto de una cam- pana, un aroma —el de la tierra mojada— puede volverlo a traer. Hoy, la imagen nos vuelve a la ciudad de años idos y siempre bien evocados. Algunas de las edificaciones que aquí ponen su traza y estampa inconfundible, aún se alzan, ¿por cuánto tiem- po?, en la moderna vía a la que casi nadie —quizás, sí, unos pocos— denomina ya «la carre- tera». Y es que, a la conquista vertical del espacio, se han lan- zado el cemento, el hierro y el cristal. Ya la mirada no navega sobre las antes tranquila perspectiva de azoteas donde, de cuando en cuando, la rojez de la humilde y elegante teja canaria rompía la monotonía del paisaje; la vida era entonces plácida y, a partir de 1918, el puerto de Santa Cruz quedó abierto a las emociones marineras, a la policromía de to- das las banderas que cantaban y ondeaban a impulsos de la brisa de la mar. En años idos, cielo que era a un tiempo cielo benigno azul y mar encrespada. Al fondo y pro- yectada sobre la mar, la torre centenaria de la iglesia de Nues- tra Señora de la Concepción ele- vaba su estampa clásica; era —es y será— verdadero blasón de la ciudad con la que, también cargada de años e historia, se elevaba con buena siembra de viejas campanas en la calle de San Francisco, calle a la que, precisamente, cedió su nombre sencillo y profundo. Hoy, la ciu- dad reciente —resonante como un mar nuevo— se dilata en an- sia recta hasta la centenaria pla- ya, sola y retraída, donde nació y creció. Han pasado los años y las dé- cadas. Hoy, donde antes se alza- ron palmeras y mucho antes ha- bía un camino de tierra, la fuen- te pone todo un dulce verdor y agua. Y, tras el espolvoreo fres- co, la fronda en paz y dulce del buen corazón de la ciudad. Sí, los años han pasado, pero, si para algunos tal etapa de vida ha sido rápida, para otros, y por paradoja, ha tenido el doble sig- no de lo dilatado y lo breve, al- guien —un antiguo amigo— des- pués de mirar el documento grá- fico que ilustra estas líneas nada comentó; pero suspiró —y se emocionó— a la vista de la ciu- dad de sus años niños, a la vista de la Santa Cruz que ya no es y que, volvemos a la paradoja, si- gue y seguirá siendo con todas las características de antaño. La imagen es de cuando Santa Cruz tenía música en los árbo- les y el aire estaba lleno de son- risas. Abajo, a la vera de la mar —al mismo filo de las olas— el sol doraba la playa de callaos, daba diamantes a las olas y, con la brisa, hacía un canto de oro y risa por las arboladuras de las goletas y balandras fondeadas entre «los platillos», la playa de Ruiz y el antiguo castillo de San Pedro, ya convertido en cuartel del Grupo de Ingenieros de Ca- narias. Aquí, tráfico y tráfago en «la carretera». Parece mediodía cuando el alma se va en su bar- co de paz a todos los sueños y vive largamente en una tarde, en las tierras bellas tan cercanas a todas las atrevidas fantasías, a aquellas que fueron sueño y sue- ños en los años niños. En estos días, en la imagen en- contramos toda la belleza, sere- nidad y realeza del tiempo que nos dejó para siempre. Nieblas de historia, recuerdos de cosas que pasaron antes que nosotros naciésemos pero, a pesar de todo, adivinamos en «la carrete- ra» toda la tibieza del sol de la infancia. Encontramos en el an- tiguo documento gráfico el alma blanca y fresca de Santa Cruz, la ciudad que, como escribió Pa- blo Neruda, necesita la mar por- que le enseña. Ahora, cuando se cruzan so- litarios el corazón y la ciudad de antaño, todo parece sumido en un sueño nostálgico; así volve- mos a cuando en las playas San- ta Cruz de Tenerife tenía alta mar y marea, a cuando los laureles echaban en la luz el claro verde de su amplia sombra. Así era la ciudad —nuestra vieja y muy querida ciudad— en la que los crepúsculos entintaban de oro el cielo de las tardes. San- ta Cruz tenía entonces calles que venían de la mar, de todas las tie- rras, de todos los idiomas. Y, ha- cia arriba, «la carretera» palpi- tante de sueños. Abajo, muy cerca del castillo de San Cristóbal —el que cedió su nombre a nuestra calle entra- ñable— el espacio del agua del océano que se hizo puerto; aquí, lejos de donde estallaba la sal- muera y su frescura, el lugar de la ciudad en la que todos vivían, eran y seguían. Bajo el galopar cálido del sol —bajo el tranquilo y frío de la luna— la ciudad con calles rega- das por los días, la ciudad que tiene —y bien mantiene— toda la bondad del buen pan en la mesa. El tiempo ha pasado y, con días y noches, ha ido borrando la estampa de la ciudad cuya ausencia nos hiere, nos duele. Comprendemos que sólo hemos vivido ayer —el ahora tiene des- nudez de espera— si bien el ayer es un árbol de largas ramazones y a su sombra nos tendemos para recordar, a evocar lo que pudo haber sido y no fue. Santa Cruz de Tenerife —su buena y larga historia— en un li- bro de recuerdos y nostalgias. En el antiguo documento gráfico adivinamos música en los árbo- les y, también, un cielo lleno de sonrisas; con piedras llenas de siglos y de soles, sol que cae a racimos y toda la sencillez de las cosas que animan la espontánea sucesión de los días; en la ima- gen, todo el arte de la vida dia- ria, toda la poesía de lo coti- diano. Ahora, cuando buscamos den- tro del corazón nuestro recuer- do, la antigua «carretera» nos vuelve a cuando se vivía con lealtad; nos vuelve con ráfagas de niñez, con olor a pan y gofio nuevo, a buen tabaco en las ta- baquerías —«La Tortuga», don Diego León, etc.— que a la ya Rambla de Pulido se abrían. Sobre la antigua «carretera», el susurro breve y verde del arbo- lado, sol que fallece y cielo que navega. Nadie puede parar el agua que huye —ese caminar ha- cia atrás, que de pronto es cár- cel del pasado— pero, cuando la antigua «carretera» dejó de ser, fueron muchos, muchos, los que aprendieron a quererla, a año- rarla. Ahora, en la lluvia del sueño comprendemos que muchos, muchos, tocaron allí a Santa Cruz con toda el alma; que mu- chos —muchos— quieren ver y vivir bajo la fiesta sencilla y le- jana de las estrellas. Juan A. Padrón Albornoz

EL ALMA BLANCA Y FRESCA LA CIUDAD

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Artículo de Juan Antonio Padrón Albornoz, periódico El Día, sección "Santa Cruz de ayer y hoy", 1989/08/06

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Page 1: EL ALMA BLANCA Y FRESCA LA CIUDAD

DÍATenerife, domingo, 6 de agosto de 1989

Ifa Prensa del domingo&r V

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A la vista de la antigua ybuena imagen de SantaCruz —imagen con movi-

miento y distancia— comprende-mos que todo adquiere cierto tin-te agradable a través de la nieblaespesa del tiempo. Hasta la tris-teza nos parece dulce una vez pa-sada.

Alegres —extremadamentealegres— nos imaginamos losdías de nuestra infancia, como sitoda ella no hubiese sido másque un continuo y dilatado jugar.No recordamos las penas de ni-ñez y juventud que nos destro-zaron el corazón, ni cuando mor-dimos el dolor, verdadero pandel hombre.

El sol que nos ilumina produ-ce sombras. Sí, y es la parte lu-minosa —que no la oscura— laque vemos al mirar hacia el pa-sado. Sonrientes, imaginamos,allá a la espalda, el camino queya anduvimos. No vemos —norecordamos, felizmente— lasagudas piedras de que estabasembrado.

Gracias debemos dar a Diosde que así sea: de que en la ca-dena de la memoria —larga, muylarga cadena— sólo sean visibleslos eslabones de grato aspecto;de que las amarguras y penas dehoy nos hagan sonreir mañana.

Desde 1914 a 1918, el mundotodo sufrió las consecuencias dela Primera Guerra Mundial; erala guerra que iba a terminar contodas las guerras y, de aquellautopía, más vale no recordarnada, ya que nunca ha cesado desonar en el mundo el cañón dela lucha.

La guerra paralizó el comer-cio del mundo entero. La guerra—que pone el llanto en las mu-jeres y el frío en los hogares—puso también su impronta enSanta Cruz, la ciudad que con-taba con el puerto que era, lo esy siempre lo será, verdaderapuerta de la Isla toda. Fueronaños de lucha en el mundo y pa-ralización de la actividad portua-ria, años de penurias en la ciu-dad que vivía de la mar y parala mar.

Cuando en 1918 volvió la pazal mundo, Santa Cruz de Tene-rife determinó alzar un monu-mento a la Paz —así, con mayús-cula— en «la carretera», en laconfluencia con el «Camino delos Coches», que así se denomi-naban entonces las actualesRambla de Pulido y del GeneralFranco. La antigua imagen es an-terior a los pequeños jardinesque fueron prólogo de la plaza dela Paz; es de cuando «la carrete-ra» tenía trinar de tranvías en-vueltos en campanilleos alegresy, en lo alto, algún chispazo azul;en los coches de caballos, el sil-bar de la tralla, acompasado ba-tir de cascos herrados y todo unsuave avanzar —sin prisas— porlas calles pavimentadas con ado-quines; por los barrios, los ca-llaos de playa lucían su gris can-sado en tanto que otras vías te-nían a la tierra por pavimento.

Así era «la carretera» con suscasas terreras y, como bien seaprecia en la imagen, algunas dedos pisos que se alzaban con or-gullo legítimo y rompían la mo-notonía. Estas eran las que, consus miradores, presenciaban porlos ventanales iluminados por elsol todo el espectáculo gratuitode la mar pintada de barcos.

La «carretera» —luego rambla de Pulido— vista desde donde, años más tarde, se alzó la plaza de la Faz. Tranvías y coches decaballos en el punto en el que, por entonces, se iniciaban las comunicaciones con la Ciudad de los Adelantados y resto de la Isla

El alma blanca y fresca de la ciudadPor «la carretera», los lentos

tranvías, rápidos para el tiempomedido entonces, bajaban hastala plaza de Weyler y, por la ca-lle del Barranquillo y la del Sol—Imeldo Serís y Doctor Allart,si se prefiere— llegaban hastacasi donde hoy se alza la plazade España, si bien los de cargaseguían Muelle Sur abajo. Lue-go, calle del Castillo arriba, lostranvías hasta la plaza de Wey-ler para, desde allí, seguir hastaLa Laguna; desde allí, previotrasbordo, en otro se seguía hastaTacoronte, el verde y fresco Ta-coronte que ponía —pone siem-pre— sus lienzos de campo y jar-dín a la vista del visitante.

Así era Santa Cruz de Teneri-fe justo en el punto donde, pos-teriormente, se alzó la plaza dela Paz con sus palmeras, añosmás tarde convertidas en verdessurtidores. Hoy, el brazo volubley fresco del agua se alza dondeantes había juegos de sombraazul y sol y, mucho antes, «la ca-rretera» con todo el gris, monó-tono y cansado, del empedradoque la pavimentaba.

Coches de caballos, carros demuías, carros canarios —los he-chos especialmente para cargarbarriles y bocoyes— y, en todosellos, las voces airadas de los ca-rreros y la tralla que, silbante,estimulaba a los sufridos anima-les en aquella tarea diaria delbasto bregar y el basto ganar.

Hoy, la cofradía del color ver-de y perenne de los laureles deIndias pone su estampa caracte-rística —estampa de siempre—en la Rambla que, heredera delviejo Camino de los Coches, haido con lentitud y perseveranciarodeando a Santa Cruz con susbrazos de jardines. Un triángu-lo perfectamente señalado—Rambla, avenidas de Anaga ydel Tres de Mayo— son el claro

ejemplo de la voluntad puesta alservicio de una idea. De es ideaque, con los años, presidió elsentir y el pensar de las genera-ciones que nos precedieron y que—con toda ilusión y con vistasa un futuro— supieron labrar ybien trazar una senda, unos ca-minos que han seguido todos losque tras sus pasos marchan confe e ilusión.

En la época de «la carretera»,Santa Cruz de Tenerife era unpueblo sencillo y grande; mejor,era una gran familia en vez deuna ciudad. Y así era la SantaCruz que en la buena y antiguaimagen aquí se nos aparece: San-ta Cruz del sosegado vivir y delsosegado sentir. Era la ciudad sinprisas ni agobios, la ciudad quehizo que Eduardo Zamacois, eleterno andariego, sintiese por unmomento el intenso deseo de enella quedarse para siempre y enella acabar sus días. Y, desde lalejana Buenos Aires, por SantaCruz suspiraba y a Santa Cruzrecordaba —«ciudad blanca y ca-llada, repleta de sol y de luz»—en el libro con el que se despi-dió de la vida.

Hoy, el estrépito del tráfico havenido a sustituir aquel suavecampanilleo de los tranvíasmientras, con intermitencia, lossemáforos —rojo y verde— re-gulan un paso que antes era li-bre y sin peligro. Pero han pasa-do los años y bien comprende-mos que no se puede vivir sinomuriendo que no se puede sersino dejando de ser.

SANTA CRUZ, CIUDADCORDIAL

En cada ruta de que nos aleja-mos para siempre se queda un ji-rón de nuestra vida. Una nostal-gia lo aleja; el canto de una cam-

pana, un aroma —el de la tierramojada— puede volverlo a traer.Hoy, la imagen nos vuelve a laciudad de años idos y siemprebien evocados. Algunas de lasedificaciones que aquí ponen sutraza y estampa inconfundible,aún se alzan, ¿por cuánto tiem-po?, en la moderna vía a la quecasi nadie —quizás, sí, unospocos— denomina ya «la carre-tera». Y es que, a la conquistavertical del espacio, se han lan-zado el cemento, el hierro y elcristal.

Ya la mirada no navega sobrelas antes tranquila perspectiva deazoteas donde, de cuando encuando, la rojez de la humilde yelegante teja canaria rompía lamonotonía del paisaje; la vidaera entonces plácida y, a partirde 1918, el puerto de Santa Cruzquedó abierto a las emocionesmarineras, a la policromía de to-das las banderas que cantaban yondeaban a impulsos de la brisade la mar.

En años idos, cielo que era aun tiempo cielo benigno azul ymar encrespada. Al fondo y pro-yectada sobre la mar, la torrecentenaria de la iglesia de Nues-tra Señora de la Concepción ele-vaba su estampa clásica; era—es y será— verdadero blasónde la ciudad con la que, tambiéncargada de años e historia, seelevaba con buena siembra deviejas campanas en la calle deSan Francisco, calle a la que,precisamente, cedió su nombresencillo y profundo. Hoy, la ciu-dad reciente —resonante comoun mar nuevo— se dilata en an-sia recta hasta la centenaria pla-ya, sola y retraída, donde nacióy creció.

Han pasado los años y las dé-cadas. Hoy, donde antes se alza-ron palmeras y mucho antes ha-bía un camino de tierra, la fuen-

te pone todo un dulce verdor yagua. Y, tras el espolvoreo fres-co, la fronda en paz y dulce delbuen corazón de la ciudad.

Sí, los años han pasado, pero,si para algunos tal etapa de vidaha sido rápida, para otros, y porparadoja, ha tenido el doble sig-no de lo dilatado y lo breve, al-guien —un antiguo amigo— des-pués de mirar el documento grá-fico que ilustra estas líneas nadacomentó; pero sí suspiró —y seemocionó— a la vista de la ciu-dad de sus años niños, a la vistade la Santa Cruz que ya no es yque, volvemos a la paradoja, si-gue y seguirá siendo con todaslas características de antaño.

La imagen es de cuando SantaCruz tenía música en los árbo-les y el aire estaba lleno de son-risas. Abajo, a la vera de la mar—al mismo filo de las olas— elsol doraba la playa de callaos,daba diamantes a las olas y, conla brisa, hacía un canto de oroy risa por las arboladuras de lasgoletas y balandras fondeadasentre «los platillos», la playa deRuiz y el antiguo castillo de SanPedro, ya convertido en cuarteldel Grupo de Ingenieros de Ca-narias.

Aquí, tráfico y tráfago en «lacarretera». Parece mediodíacuando el alma se va en su bar-co de paz a todos los sueños yvive largamente en una tarde, enlas tierras bellas tan cercanas atodas las atrevidas fantasías, aaquellas que fueron sueño y sue-ños en los años niños.

En estos días, en la imagen en-contramos toda la belleza, sere-nidad y realeza del tiempo quenos dejó para siempre. Nieblasde historia, recuerdos de cosasque pasaron antes que nosotrosnaciésemos pero, a pesar detodo, adivinamos en «la carrete-ra» toda la tibieza del sol de la

infancia. Encontramos en el an-tiguo documento gráfico el almablanca y fresca de Santa Cruz,la ciudad que, como escribió Pa-blo Neruda, necesita la mar por-que le enseña.

Ahora, cuando se cruzan so-litarios el corazón y la ciudad deantaño, todo parece sumido enun sueño nostálgico; así volve-mos a cuando en las playas San-ta Cruz de Tenerife tenía alta mary marea, a cuando los laurelesechaban en la luz el claro verdede su amplia sombra.

Así era la ciudad —nuestravieja y muy querida ciudad— enla que los crepúsculos entintabande oro el cielo de las tardes. San-ta Cruz tenía entonces calles quevenían de la mar, de todas las tie-rras, de todos los idiomas. Y, ha-cia arriba, «la carretera» palpi-tante de sueños.

Abajo, muy cerca del castillode San Cristóbal —el que cediósu nombre a nuestra calle entra-ñable— el espacio del agua delocéano que se hizo puerto; aquí,lejos de donde estallaba la sal-muera y su frescura, el lugar dela ciudad en la que todos vivían,eran y seguían.

Bajo el galopar cálido del sol—bajo el tranquilo y frío de laluna— la ciudad con calles rega-das por los días, la ciudad quetiene —y bien mantiene— toda labondad del buen pan en la mesa.

El tiempo ha pasado y, condías y noches, ha ido borrandola estampa de la ciudad cuyaausencia nos hiere, nos duele.Comprendemos que sólo hemosvivido ayer —el ahora tiene des-nudez de espera— si bien el ayeres un árbol de largas ramazonesy a su sombra nos tendemos pararecordar, a evocar lo que pudohaber sido y no fue.

Santa Cruz de Tenerife —subuena y larga historia— en un li-bro de recuerdos y nostalgias. Enel antiguo documento gráficoadivinamos música en los árbo-les y, también, un cielo lleno desonrisas; con piedras llenas desiglos y de soles, sol que cae aracimos y toda la sencillez de lascosas que animan la espontáneasucesión de los días; en la ima-gen, todo el arte de la vida dia-ria, toda la poesía de lo coti-diano.

Ahora, cuando buscamos den-tro del corazón nuestro recuer-do, la antigua «carretera» nosvuelve a cuando se vivía conlealtad; nos vuelve con ráfagasde niñez, con olor a pan y gofionuevo, a buen tabaco en las ta-baquerías —«La Tortuga», donDiego León, etc.— que a la yaRambla de Pulido se abrían.

Sobre la antigua «carretera», elsusurro breve y verde del arbo-lado, sol que fallece y cielo quenavega. Nadie puede parar elagua que huye —ese caminar ha-cia atrás, que de pronto es cár-cel del pasado— pero, cuando laantigua «carretera» dejó de ser,fueron muchos, muchos, los queaprendieron a quererla, a año-rarla.

Ahora, en la lluvia del sueñocomprendemos que muchos,muchos, tocaron allí a SantaCruz con toda el alma; que mu-chos —muchos— quieren ver yvivir bajo la fiesta sencilla y le-jana de las estrellas.

Juan A. Padrón Albornoz