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En: Gentile, Jorge; Fernández, Gonzalo, Pluralismo y derechos humanos. Córdoba, Alveroni, 2007. Cruzados y pescadores José A. Zanca Universidad de San Andrés/CONICET La cuestión está en saber si hemos de contentarnos con un cristianismo de fachada, y si una ciudad es cristiana porque alza la cruz en las procesiones y enseña el catecismo en las escuelas, o si la cruz ha de ser llevada por nosotros como la llevó nuestro Dios y Señor. Rafael Pividal Esta ponencia intenta comunicar algunas reflexiones a las que hemos podido arribar hasta el momento, en el marco de la investigación sobre el desarrollo del humanismo cristiano en el campo intelectual católico argentino. Es por eso que la temática se apartará, en alguna medida, de la figura de Jacques Maritain, para enfocarse en sus seguidores argentinos de los años treinta y cuarenta. Los años treinta: la “desprivatización” religiosa En 1935, un año después de la celebración del Congreso Eucarístico Internacional, Julián Alameda publicaba una extensa obra, de mas de mil páginas, finamente ilustrada con dibujos de Juan Colone Isaia. “Argentina Católica”, su título, intentaba reflejar el esplendor que en pocos años había adquirido una institución (y un campo intelectual) que hasta fines de los veinte ocupaba un lugar subordinado, casí oscuro en la actividad científica, artística o historigráfica. Alameda describía la innumerable lista de obras pías, asociaciones, congregaciones masculinas y femeninas; en fin, el gran abanico del catolicismo argentino. Con lujo de detalles, las fotografías exhibían un aspecto que obsesionaba a las más altas jerarquías ecelsiasticas: la presencia pública del catolicismo, aquellas obras que lo hacían más visible. Esas construcciones que le recordaban a las oleadas de inmigrantes el “carácter esencial” del católico pueblo argentino: las catedrales, las iglesias, los conventos. Este despliegue contrastaba con la dura realidad política y económica, mucho más sombría de los años treinta. La restauración conservadora trajo de nuevo un proyecto tan

Zanca, José Antonio

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En: Gentile, Jorge; Fernández, Gonzalo, Pluralismo y derechos humanos. Córdoba, Alveroni, 2007.

Cruzados y pescadores

José A. Zanca Universidad de San Andrés/CONICET

La cuestión está en saber si hemos de contentarnos

con un cristianismo de fachada, y si una ciudad es cristiana porque alza la cruz en las procesiones y enseña el catecismo en las escuelas, o si la cruz ha de ser llevada por nosotros como la llevó nuestro Dios y Señor.

Rafael Pividal

Esta ponencia intenta comunicar algunas reflexiones a las que hemos podido arribar hasta

el momento, en el marco de la investigación sobre el desarrollo del humanismo cristiano en

el campo intelectual católico argentino. Es por eso que la temática se apartará, en alguna

medida, de la figura de Jacques Maritain, para enfocarse en sus seguidores argentinos de los

años treinta y cuarenta.

Los años treinta: la “desprivatización” religiosa

En 1935, un año después de la celebración del Congreso Eucarístico Internacional,

Julián Alameda publicaba una extensa obra, de mas de mil páginas, finamente ilustrada con

dibujos de Juan Colone Isaia. “Argentina Católica”, su título, intentaba reflejar el esplendor

que en pocos años había adquirido una institución (y un campo intelectual) que hasta fines

de los veinte ocupaba un lugar subordinado, casí oscuro en la actividad científica, artística o

historigráfica. Alameda describía la innumerable lista de obras pías, asociaciones,

congregaciones masculinas y femeninas; en fin, el gran abanico del catolicismo argentino.

Con lujo de detalles, las fotografías exhibían un aspecto que obsesionaba a las más altas

jerarquías ecelsiasticas: la presencia pública del catolicismo, aquellas obras que lo hacían

más visible. Esas construcciones que le recordaban a las oleadas de inmigrantes el “carácter

esencial” del católico pueblo argentino: las catedrales, las iglesias, los conventos.

Este despliegue contrastaba con la dura realidad política y económica, mucho más

sombría de los años treinta. La restauración conservadora trajo de nuevo un proyecto tan

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peligroso como inviable: la conservación del poder por un sector de la élite, al costo de la

degradación de la totalidad del sistema político. Esa dirigencia equilibrista, encarnada

Agustin P. Justo, navegaba entre las presiones de distintos sectores políticos, en un sistema

que se tornaba, paradójicamente, cada vez más mezquino. En ese marco, el liberalismo

perdió legitimidad en destacados sectores de la intelectualidad local. ¿Cuánto y cómo? Por

lo menos entre los intelectuales católicos, las críticas al liberalismo se convirtieron en un

discurso estructurante de su nueva identidad. Aunque no identifiquemos la crisis con un

modelo ideológico particular, debemos reconocer la mutación en el imaginario social que

organizaba el comportamiento de muchos actores sociales. En otras palabras, la crisis se

expresó en una disyuncion entre lo que debería ser y lo que es.

Los trabajos sobre este período han señalado la confluencia entre el pensamiento

católico y el nacionalismo, entendiendo que ambos compartían un conjunto de ideas

comunes (la restauración de las jerarquías, el antiliberalismo, un esencialismo cultural, el

autoritarismo político, etc), y numerosos espacios sociales y culturales. Se ha indicado la

superposición de personajes que militaban en organizaciones laicas de la Iglesia, y en

muchas agrupaciones nacionalistas, así como el sutil (y a veces no tanto) guiño de la

jerarquía hacia sectores que demostraban con más ahínco oponerse al “liberalismo laicista”,

compartiendo su misma vocación anticomunista.

Sin negar lo precedente, creemos que para comprender la emergencia del

humanismo cristiano y su impacto en el campo católico, es necesario redefinir algunos

términos del problema. Proponemos encuedrar la presencia pública de la cuestión religiosa,

y de la Iglesia católica y sus instituciones, en el proceso de “desprivatización” religioso que

ha descripto Julián Casanova.1 La “privatización”, junto a la separación de esferas (lo

público y lo religioso), y a la disminución de la práctica religiosa, forman los tres

componentes esenciales del concepto de secularización que, según Casanova, se ha

impuesto en occidente. Si bien es cierto que podemos registrar un proceso de mutación en

los tres aspectos durante los años ‘30 y ‘40, nos interesa particularme la “desprivatización”,

en tanto revela un marcado interés de distintos sectores religiosos por redefinir su

participación en la esfera pública. Este proceso de “desprivatización” produjo un

1 Casanova, J., Oltre la secolarizzazione. Le religioni alla riconquista della sfera pubblica, Bologna, Il Mulino, 2000.

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engrosamiento de las filas del laicado católico, expresado en un incremento de sus

instituciones; y en el caso de los intelectuales, en el aumento de publicaciones, editoriales,

y el surgimiento de un verdadero campo, con tradiciones, marcas, jerarquías y mecanismos

de consagración, consolidado hacia mediados de los años treinta. Este engrosamiento, sin

embargo, no fue gratuito. De hecho, tendrá, por lo menos, dos consecuencias destacables:

en primer lugar, el avance de la religión en la sociedad llevaría a una “pluralización

hermenéutica”. Más allá de los típicos mecanismos de control que el poder religioso tenía

sobre los fieles, este rápido y enérgico crecimiento produjo la multiplicación de las formas

de entender los límites de “lo católico”, muchas más interpretaciones de las que el campo

religioso-intelectual podía administrar en forma “ordenada”. En segundo lugar, la

“desprivatización” consolidó una mutación en la esfera central de la religión: el espacio

ritual. Así como desde fines del siglo XIX el ritual se ceñía a la práctica privada del culto,

en los años treinta ese ritual de reproducción del vínculo religioso se duplicará en el uso de

instrumentos propios de la esfera pública. La multiplicación de publicaciones, su

repercusión pública, y el aumento de las organizaciones identitarias del catolicismo, así

como la valoración de la “faz pública” de las masivas ceremonías del Congreso Eucaristo

de 1934, son exponentes de este fenómeno. Esta necesidad de “salir a la calle”, también se

observa en la punición discursiva que los intelectuales católicos dirigían hacia los feligreces

“domingueros”, que sólo eran católicos en la Iglesia, y no “integralmente”; una práctica

religiosa que fue impugnada como “farisea”. Estas premisas nos conducen a caraterizar el

período que se abre a partir de la Guerra Civil española, como el inicio de una larga crisis

en el campo intelectual católico. Esta crisis se demuestra por la innumerable progresión de

conflictos que trajo aparejada esta nueva forma de ritual público. Son múltiples los

testimonios que revelan que la Acción Católica, dado su estricto control por parte de la

jerarquía, era un institución demasíado “timorata” para contener y soportar los conflictos

que laceraban al catolicismo en esos años. Para un número importante de católicos, las

certezas que le brindaba esta nueva presencia pública, esta “revancha” contra el liberalismo,

producto del proceso de “desprivatización”, comenzaba a generar cada vez más dudas. Los

nuevos intrumentos de la fe, que consolidaban el imaginario de un catolicismo monolítico y

triunfante, que avanzaba en la cristianización de la sociedad, se quebró a partir de que esos

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mismos ámbitos públicos, fueron testigos de la pluralización indetenible de las opiniones, y

la incapacidad de ese mismo campo para reformularse y convivir con esas diferencias.

Los primeros balbuceos del humanismo cristiano se definían en torno a una

particular antropología, caracterizada por revalorización de la naturaleza humana, dotada de

inteligencia, autonomía para razonar, e historicidad. Esta antropología modificaba el lugar

del laico en la estructura de la Iglesia, y mostraba una ruptura con el modelo jerárquico

impuesto en el campo católico desde la década de 1920. Esta concepción es sólo en parte

novedosa, si tenemos en cuenta que desde fines del siglo XIX, hasta que terminó la segunda

década del siglo XX, el laicado tenía un rol protagónico en el despliegue social y político

de la Iglesia. Ese movimiento católico, independiente de la jerarquía, fue literalmente

aplastado por estructuras centralizadoras como la UPCA (Unión Popular Católica

Argentina), en 1919, y la ACA (Acción Católica Argentina) en los años treinta. Estas

organizaciones agruparon al laicado, que era vigilidado atentamente por la jerarquía. Al

mismo tiempo, la conducción eclesiástica desalentó a aquellos que, con vocación política,

intentaban participar como católicos a través de una agrupación propia. Desde fines de la

década de 1910, los démocrata cristianos - una agrupación que no tenía el significado

político que tendrán las organizaciones homónimas de mediados del siglo XX -, se tornó un

sector sospechoso para los obispos, y de hecho le fue negada la autorización para seguir

funcionando. Sin embargo, buena parte de los militantes demócrata cristianos formaría a

fines de la década de 1920 el Partido Popular, imitando el modelo de Luigi Sturzo en Italia.

Más allá de la escasa presencia de este nuevo experimento político, nunca desapareció del

laicado un núcleo de figuras que pretendía participar en la esfera pública, con

organizaciones identificadas con el catolicismo, que al mismo tiempo no estuvieran

subordinadas totalmente a las autoridades eclesiásticas.

No es de estrañar, en este cuadro, que los debates más virulentos sobre las distintas

concepciones de la Iglesia se dieran en las fronteras del campo, e incluso en áreas contiguas

del exterior. El debate más célebre (de los tantos en que el catolicismo se inmiscuyó a lo

largo de la década) fue el que involucró a Jacques Maritain, por su neutralidad frente a la

guerra en España, y que se libró el año posterior a su visita a nuestro país, en 1936.2 Es

2 Véase Zanatta, L., Del Estado Liberal a la Nación Católica: Iglesia y Ejército en los orígenes del peronismo 1939 - 1943, Buenos Aire, UNQ, 1996; Halperín Donghi, T., La Argentina y la tormenta del mundo, Ideas e ideologías entre 1930 y 1945, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003

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hipótesis de este trabajo, que los seguidores argentinos de Maritain lograron a través del

filosofo francés poner en palabras una sensibilidad que se desarrollaba desde los años

veinte. Esa cristalización significaba una transición en los ejes centrales del discurso de los

maritenianos: de evaluar la realidad, pero especialmente la política, en función de los

derechos de la Iglesia, se pasaba a poner el acento en los derechos del hombre. Esa

transición tuvo como ejes centrales la reivindicación del rol e independencia del laicado, y

de la evangelización de la sociedad, en oposición al modelo de cristianización que

postulaban los nacionalistas, basado en una conquista del Estado. Para ejemplificar esta

hipótesis analizaremos dos figuras centrales entre los primeros defensores del pensamiento

de Maritain en Argentina, Rafael Pividal y Augusto Durelli; así como uno de los

detractores del filósofo francés, el padre Gabriel Riesco.

Rafael Pividal o la modernidad alternativa.

Desde 1919 se reunían en casa de Maritain los Circulos Tomistas, un ámbito para la

discusión teológica, en la que participaron las más importantes figuras del pensamiento

católico francés. Su constitución formal se producirá en 1921. Rafael Pividal, algo más

joven que Maritain, estudió y se doctoró en Ciencias Políticas en la Sorbona, y participó de

los Circulos en la década del veinte, conformando un nexo entre la cultura católica francesa

y la argentina en los años treinta. Sus textos, más allá de la prensa católica, eran recogidos

por Sur y La Nación. Hacia principios de los cuarenta encabezaría junto a otros católicos la

revista Orden Cristiano, el proyecto más ambicioso – y también más conflictivo – que

hasta ese momento desplegarían los seguidores de Maritain en la Argentina.

En 1931 Pividal publicó una extensa y erudita obra, El Renacimiento del

catolicismo en Francia, donde describía detalladamente las ideas de los principales autores

que habían emprendido la tarea anticientificista, y colaborado para el destronamiento del

positivismo como filosofía del conocimiento y sentido común de los medios intelectuales

franceses.

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En su análisis y más allá de las diferencias, Pividal priorizaba el “proyecto común”

de los autores que habían devuelto el catolicismo al espacio público en Francia. Colocaba

por sobre otras consideraciones, su antipositivismo y la prédica antideterminista de

Boutroux, Bergson, Le Roy, James, Delacroix, Blondel y en todos los casos, Maritain. El

texto exponía el acuerdo básico, la reivindicación del espiritualismo, pero también revelaba

los primeros atisbos de desacuerdo en la tarea constructiva de un orden alternativo a la

modernidad “atea”. Pividal rescataba la filosofía de la acción, en la cual Blondel planteaba

que el problema del hombre moderno era la búsqueda en vano de la satisfacción terrena de

sus ambiciones. Blondel le ofrecía al hombre la trascendencia como el verdadero cántaro

donde saciar su sed espiritual:

Para Blondel la acción es una necesidad; más todavía, es una obligación forzosa. El hombre está constreñido a obrar [...] Este hombre está persuadido de que sólo ambiciona un pedazo de tierra; pero una vez que lo tenga querrá otro pedazo más u otra cosa más, y su ambición crecerá mientras viva. Esto quiere decir que se ha equivocado sobre lo que realmente quería; que su aspiración era mediocre y limitada sino insaciable e infinita.3

Pividal reconocía que Blondel partía en sus afirmaciones de la naturaleza humana, y

no de la acción divina; y que, por otro lado, su afirmación de que la acción precedía a la

certeza iba en contra de una interpretación racional de la divinidad contenida en la teología,

y que tal afirmación había sido condenada junto con el modernismo. “Blondel también es

un anti-intelectualista, rechaza más que nadie los argumentos racionales como preliminares

de la fe y, por consiguiente, las pruebas clásicas de la existencia de Dios”.4

La valoración de Blondel contenía, por otra parte, una afirmación que contradecía la

particularización del discurso católico de los años treinta. Blondel afirmaba la

“transnaturaleza” de los infieles, y la acción de la gracia también en ellos. “La gracia los

trabaja del interior como un fermento” afirmaba, “les impide dormirse en la pura

naturaleza; si así no fuera ¿cómo podrían salvarse esas almas que están convidadas a la

3 Pividal., Rafael, El renacimiento del catolicismo en Francia. Contribución al estudio de sus causas, Buenos Aires, F. A. Colombo, 1931, p. 264 –268. 4 Ibídem, p. 262.

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gloria so pena de perdición?”.5 Esta mirada sería recogida, como afirma Theobald, en buena

parte de la filosofía que sustentó el Concilio Vaticano II.6

Cierto es que la posición de Blondel era declaradamente distinta a la de los

modernistas, como a la de los tomistas. Entre unos y otros, Blondel va a reivindicar los

derechos de la tradición, principio que religa la historia y los dogmas. “La tradición retiene

del pasado menos el aspecto intelectual que la realidad vital: recapitula en cada instante,

dentro de su continuidad, una experiencia espiritual colectiva...”[...] “...no concibe la vida

cristiana en la riqueza de sus formas sino como un estimulo que le permite alcanzar y captar

históricamente una realidad trascendente”.7 Por un lado rechaza el extrinsecismo tomista:

esta postura afirma que la Biblia se halla garantizada en bloque, no en razón de su

contenido, sino por el sello externo de lo divino ¿Para qué verificar cada detalle? Luego,

con los descubrimientos científicos, se entra en una crisis, en la que el exitrinsecismo no

puede más que resistir desesperadamente. El apologista parte del hecho, del cual deduce lo

milagroso, de ahí lo divino, y finalmente, lo sobrenatural. Blondel rechaza esta distinción

radical entre fe (producida por la gracia) y certeza (donde la gracia no interviene, sino la

razón).

¿Qué hay de Maritain en Pividal, que parece no temerle al contacto con la herejía?

Al igual que otros autores que más tarde adscribirían en forma militante al humanismo

cristiano, Pividal delineó una conducta intelectual que lo distinguiría de sus pares en los

años treinta. Sus referencias a las contradicciones del positivismo nunca dejaban de

reconocer la autonomía de las ciencias, ni su estatuto epistemológico. Pividal no buscaba

“teologizar” la ciencia, sino que aspiraba a limitar su campo de acción, evitando que sus

conclusiones se proyecten como filosofía de vida. “Se han precisado tres siglos de olvido

para que los filósofos y los sabios se convenzan de que no pueden conocer el por qué de las

cosas. La reacción operada ha ido, sin embargo, demasiado lejos. Ciencia y metafísica no

deben contradecirse ni desenvolverse en planos divergentes”.8

5 Ibídem, p. 280. 6 Theobald, C., “Intentos de reconciliación de la modernidad y de la religión en las teologías católicas y protestantes”, Concilium, Nº 244, 1992, p. 962. 7 Poulat, E., La crisis modernista (Historia, dogma y crítica), Madrid, Taurus, 1974, p. 196-197. 8 Pividal., Rafael, El renacimiento...Op. Cit., p. 322.

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Pividal gustaba de habitar en la frontera. Al igual que Maritain, con las categorías

disponibles lograba crear un ámbito de opinión que se presentaba autónomo de la

requisitoria jerárquica. Cita y analiza a Le Roy – un declarado modernista – y si bien

reconoce la condena, él no parece condenarlo en forma taxativa. Lo mismo sucede con

Bergson y Blondel, cuyos libros se encontraban en el índex. En la predica del humanismo

cristiano – apenas perceptible en el Pividal de 1931-, se reclamaba un espacio de debate al

margen del dogma; un territorio en el cual los laicos pudieran ejercer la crítica.

La operación intelectual de Pividal consistía en rescatar al hombre del positivismo,

criticándolo por su determinismo deshumanizante, por su negación del libre albedrío. Sólo

sutilmente va a intentar rescatar al hombre como hombre, una tarea que hasta ese momento

no se atrevía a expresarse en forma pública. Pero Pividal también marcaba sus límites: no

pactaba con el siglo, ni daba lugar a dudas sobre su rechazo al modernismo. Sin embargo,

se oponía de plano a la idea de restauración de la Edad Media, al igual que rechazaba la

filosofía de Maurras. “Los tomistas” señalaba, “son antimodernos en la medida en que

prefieren el culto a Dios al culto al hombre [...] Pero no pretenden resucitar el pasado.

Saben que el curso del tiempo es irreversible [...] Lo que quieren los católicos es infundir

en el mundo de hoy los principios espirituales del cristianismo, informar su filosofía, sus

ciencias, su economía, su política, su derecho, su arte”.9 Sobre Maurras sería taxativo,

“Político fogoso ha sido seguido por gran número de católicos. Pero esa alianza es muy

arriesgada. M. Maurras es un pagano. No ve en la Iglesia nada más que lo exterior, sus

bienes temporales”.10 Años después reconocería haber sido “tentado” durante su estadía en

Francia: “Confieso que leí al gran pagano, que lo leí con fruicción ¿Llegó a conquistarme?

¿Cedí a su influjo poderoso? ¿Me sedujo la sirena de su canto? No lo creo; algo en mí se

resistía a identificar el catolicismo con la latinidad. Este ropaje de la historia me parecía un

lastre demasiado pesado para emprender la conquista del porvenir”.11

9 Ibídem, p. 342. 10 Ibídem, p. 357. 11 Pividal, Rafael, “Nota sobre un francés dilecto”, Orden Cristiano, nº 73, 15/9/1944, p. 489.

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Pividal celebraba el resurgimiento del tomismo como filosfía del ser, lo que

entendía como una reaparición de la realidad en el pensamiento. Maritain aparecía como el

apostol de ese resurgimiento que, si bien tenía un carácter confrontativo con la modernidad,

no debía llevar a un movimiento reaccionario. “El reino de Jesucristo no es de este mundo y

el primer cuidado de un cristiano debe ser el de salvar su alma”. Sin embargo, de ninguna

manera puede ser calificado como “católico liberal”, un argumento despectivo que

utilizaban los opositores a Maritain en el período de la entreguerras. "...desconfiemos de los

creyentes que no son proselitistas. Por lo demás la religión no puede ya quedar confiada en

las conciencias, como lo quiere el laicismo."12

A pesar de los límites autoimpuestos y las sutilezas de Pividal, la crítica a su libro y

su mirada sobre los motivos del Renacimiento... no se harían esperar. Antes que finalice

1931 – y al tiempo que agonizaba el proyecto político del general Uriburu -, Julio

Meinvielle, desde las páginas de Criterio, parecía detectar en la voluminosa obra un

principio de defección. Meinvielle rechazaba a algunos de los “sospechosos” reivindicados

por Pividal: “Creo que andan errados los que buscan las causas del renacimiento católico en

la superación del cientismo realizado, por ejemplo, por Bergson. El resurgimiento católico

es el resultado de un proceso católico que podemos esquematizar así: De Maistre – Veuillot

– Hello – Bloy, en la línea de la inteligencia, Ozanam en la línea de la voluntad...”.13

La posibilidad de rescatar algo de la naturaleza humana le parecía a Meinvielle una

peligrosa concesión. “Lo sobrenatural no está postulado por la vida humana. Hay sí, en el

hombre, capacidad obediencial a la vida divina; esta vida por su parte armoniza

admirablemente todas las exigencias de la vida humana, asegurándole la plena salud". Si

había algo para rescatar de Maritain – de quien, como confesaría Meinvielle tiempo

después, se estaba alejando aceleradamente en esos años –, eran aquellas páginas “en que se

trata de acentuar la divina trascendencia de la Iglesia”.14

12 Pividal., Rafael, El renacimiento...Op. Cit., p. 343. 13 Meinvielle, J., “El Renacimiento del Catolicismo en Francia”, Criterio, Nº 190, 22/10/1931, p. 115. 14 Ibídem, p. 116.

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Las diferencias, a medida que las opciones de la política europea y local se hicieran

cada vez más impostergables, se agudizarían. El acuerdo básico, sin embargo, parecía

mantenerse a principio de los años treinta. La reivindicación del humanismo “a secas” era

inviable, ya que el error moderno consistía justamente, en haber pretendido erigir una orden

social al margen de la sanción religiosa.

Hacía 1937, cuando Maritain tome posición respecto a la Guerra Civil española, y

se oponga a que los católicos participen en organizaciones fascistas, la diferencia se hará

insalvable. Ya muchos de los intelectuales católicos argentinos, en especial quienes

concurrían a los Cursos de Cultura Católica, aparecían adscriptos al credo nacionalista. No

es casual, en este contexto, que Pividal y el grupo que lo rodeaba se dedicara a la

traducción de obras de Maritain de carácter filosófico - político, sin descuidar las de

filosofía especulativa. Su lectura de Maritain pretende desligarlo de toda prédica

reaccionaria. En una nota de su autoría recomienda a quienes estuvieran tentados a este tipo

de interpretaciones la lectura de Du Régimen temporel et de la Liberté, para que verifiquen

cual era la opinión de Maritain en materia social. “Pero un nuevo orden humano, aunque

fuera el ‘orden latino’ al que aspira Maurras, no puede bastar. Es inútil salir de un

naturalismo liberal para caer en un naturalismo autoritario, como nos dan algún ejemplo los

flamantes regímenes de Europa”.15

En 1941 aparecía el primer número de Orden Cristiano, un emergente de la crisis

del campo católico, cruzado por el posicionamiento frente a la II Guerra y los movimientos

fascistas. Rafael Pividal funcionó como inspirador de la publicación, y redactó la

declaración de principios de la publicación, demostrando un seguimiento muy estrecho con

la obra de Maritain, con quien sabemos, mantenía una asidua correspondencia. Allí Pividal

afirmaba que el peligro para los cristianos “...no viene siempre de afuera, sino del seno

mismo de la comunidad [...] y son a veces las herejías más destructivas”. Sus enemigos, los

católicos nacionalistas “...toman al catolicismo como un partido y no como la religión de la

Verdad” sosteniendo que los que pretenden enfeudarlo en esas “...divisiones geográficas,

15 Maritain, Jacques, Tres Reformadores...Op. Cit., p.15.

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raciales o culturales obedecen a inclinaciones que no tienen nada que ver con el puro amor

a Dios”.

La declaración (uno de sus últimos escritos), avanzaba en una reivindicación mucho

más explícita del humanismo cristiano. Si la primera ley es amar a Dios sobre todas las

cosas “...el segundo es amar al prójimo como a sí mismo”. “En la base de la cultura

cristiana está el concepto cristiano del hombre, la antropología cristiana” que no es

partidaria ni de la “bondad absoluta” (como la de Rousseau), ni absolutamente pesimista

(como la de Freud) “...en el que el hombre está sujeto a las tristezas del pecado. “Alguien

ha dicho con verdad que ser cristiano es ser un santo”. Retomando a Maritain, Pividal

criticaba a los católicos por su inconstancia:

Las ideas que forman el programa del liberalismo respecto del individuo: tolerancia civil, justicia entre los hombres, paz internacional, son ideas cristianas. Si es cierto que estas ideas han sido desafectadas y puestas al servicio de una falsa filosofía, no es menos cierto que son buenas en sí mismas y que son producto del fermento evangélico puesto por Cristo en la Sociedad...16

Quienes se opusieron al bando franquista no lo hicieron sólo por estar unidos a la

tradición liberal. Como hemos visto, este calificativo es inaplicable para Rafael Pividal.

Pividal había traducido al castellano Tres Reformadores, de Maritain, donde la tradición

liberal, asociada al pensamietno de Lutero, Descartes y Rousseau, era duramente enjuicida.

De hecho, Pividal no segmentaba su rechazo al liberalismo de la cuestión social, y creía que

ambos elementos eran concurrentes. El racionalismo cartesiano, desde su perspectiva, había

encumbrado la noción de una sabiduría natural “independiente del dato revelado”. Esa

separación de la criatura respecto de lo divino, esa soberanía exclusiva y excluyente,

explicaba la adoración del hombre moderno por dos señores que, como creía San Mateo,

eran incompatibles: Dios y el dinero. En el mismo movimiento, Pividal rechazaba al

liberalismo, filosófico y económico, como esencialmente anticristianos. Ese afán de lucro

había conducido a la conflictividad social del siglo XIX, y cuando los trabajadores se

organizaron en un partido para defenderse del capitalismo “ese partido no es cristiano”.

Frente al socialismo, el católico que ve al “pueblo inclinarse hacia la izquierda” adoptaba 16 Pividal, Rafael, “Orden Cristiano”, Orden Cristiano, Nº 1, 1941.

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dos posturas. La primera, que asocia al fascismo, cree que “no hay más actitud para el

católico que la defensa, más deber de aguerrirse y montar guardia sobre la ciudadela de

nuestra religión”; estos católicos quieren estructurar un orden autoritario y hasta tiránico

“pues el pobre es digno de todo amor mientras acepta su rango”. Estos católicos “odian la

libertad de pensar, como si el pensamiento pudiera suprimirse y persiguen la cristianización

de las masas imponiendo la enseñanza cristiana, como si la religión fuera mera cuestión de

catecismo”. Los otros católicos, los personalistas, están convencidos de que “no se trata de

vencer, sino de convencer. La historia sangrienta de la Contrarreforma ¿no les dice nada?”.

Ya plenamente identificado con el segundo grupo, Pividal cree que la Guerra Civil a puesto

las cartas sobre la mesa: “Entre un bando y otro, no estamos dispuesto a optar: si de un lado

se matan sacerdotes, que son ministros de Cristo, del otro se matan a los pobres, que

también son de Cristo”. Miradas como las de Pividal, al igual que Maritain, eran tachadas

de “poco realistas” por buena parte de los defensores de Franco en Argentina. Cesar Pico,

ensayando una defensa algo contradictoria de su maestro francés, sostenía que su diferencia

con Maritain residía en la colaboración o no con lo movimientos fascistas, dado que el

autor de Humanismo Integral, “Se refugia en una actividad dirigida hacia un fin remoto,

hacia la futura y nueva cristiandad...”, y aunque confiaba en que ese fin, a la larga

sobrevendría, los apremios de las circunstancias, es decir, el avance indefectible de la

revolución comunista (y la incapacidad de las democracias occidentales para contenerla)

hacía necesaria una decisión inmediata por los movimientos antiliberales, “Porque no hay

tiempo que perder”.17

Jugando con una audacia a la cual no se atreveía buena parte de su generación,

Pividal reformulaba las ideas de Maritain, definiendo los términos del problema del

catolicismo frente a la modernidad. Así, podía afirmar que por una paradoja de la

interpretación de la realidad, deformada por muchos católicos, “...los roles de la justicia son

representados por las máscaras de la iniquidad. Glosado por mi cuenta, pienso que Voltaire

nos ha enseñado la tolerancia y el socialismo nos ha mostrado que la condición de

proletario es peor que la esclavitud”.

En la misma línea, Pividal repudiaba a aquellos católicos “Que abominan del

liberalismo al que cargan con todas las culpas, como el cabrón de los hebreos – sin ver que

17 Pico, C. “Reflexiones sobre la posición política de Maritain”, Criterio, nº 452, 25 de agosto de 1936.

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el liberalismo no tenía porque suplir nuetras carencias, ni nos impedía hacer nuestro

trabajo”. Queda en claro entonces, que no todas las oposiciones al liberalismo provenían de

la misma fuente, ni llevaban al mismo puerto. Si bien todos los católicos lo rechazaban por

principio, los humanistas cristianos cargaban sobre los católicos la responsabilidad de la

descristianización de la sociedad, y no esperaban que fuera el Estado, el encargado de

instaurar una nueva teocrácia.

Tal vez la paradoja de los últimos posicionamientos de Pividal era la imitación del

gesto de los nacionalistas respecto a los movimientos fascistas, pero en un sentido inverso.

Así como César Pico afirmaba la necesidad de “cristianizar” a los fascismos, para rescatar

su espiritualismo, apaciguando su vertiente “pagana”; Pividal y buena parte de los

maritanianos abandonaron la idea de que el catolicismo pudieran representar una “tercera

opción”, y apostaron a una evangelización de occidente, basada en un nuevo pacto entre

liberalismo y cristianismo.18

Maritain modificó su filosofía política desde la condena a la Acción Francesa hasta

la publicación de Humanismo Integral, los años de la guerra lo aproximaron a posiciones

menos irreductibles con los valores “rescatables” de la sociedad moderna. Pividal fue fiel a

ese derrotero hasta el último de sus días, ocurrido en el convulsionado invierno de 1945.19

Augusto Durelli o el derecho a la disidencia

La discusión se inició con la publicación del artículo “La unidad de los católicos” de

Augusto José Durelli en Sur, la primera de una larga serie de intervenciones que reflejarían

el estado de crísis del campo intelectual católico. Durelli era, dentro de ese campo, un

participante peculiar. Contaba en 1938 con apenas veintiocho años, pero ya había tenido

una larga trayectoria en la militancia universitaria. Desde su ingreso en la facultad de

Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires había simpatizado con el reformismo, una

corriente estigmatizada y combatida desde su orígen por el pensamiento católico, dado su

perfil anticlerical. A pesar de ser católico y reformista (dos condiciones que no se verían 18 Pico, César, Carta a Jacques Maritain, Buenos Aires, Adsum, 1937. 19 Maritain afirmaría en 1946: “Cómo mientras escribía no se volvería mi corazón hacia la memoria de aquel cuya muerte cruelmente me afligió, mi querido Rafael Pividal”, en carta de Maritain a Monseñor Franceschi, Criterio, Nº 983, 14/1/1947.

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muy a menudo), Durelli presidió el Centro de Estudiantes de Ingeniería, entre 1931 y 1932.

Vivió con particular desazón el interregno de José F. Uriburu, durante el cual, según sus

palabras, la universidad había sido vejada “...por medidas de un gobierno dictatorial y de

autoridades serviles a ese gobierno”.20 Durelli quedaría ligado al movimiento estudiantil,

como un pilar en la organización de los seguidores de Maritain en el ámbito universitario.

El hecho de compartir espacios públicos con sectores muy diversos, propio de la militancia

estudiantil, marcará en Durelli, al igual que en otros adherentes al humanismo cristiano, una

tendencia cuasí innata a concebir la sociedad como un ámbito necesaria e indefectiblemete

pluralista. Luego de sus estudios de grado marchó a París, donde se doctoró en ingeniería

en la Sorbona. Su interés por la cuestión social y la política, unidas a su militancia religiosa,

lo llevaron a la Universidad Católica de París, donde se doctoraría en Ciencias sociales,

políticas y económicas. También en Francia tomaría contacto con el pensamiento del

catolicismo personalista, ejerciéndo en él una indisimulable influencia las obras de

Mauriac, Mounier, y Maritain.

A poco de regresar al país, encontró al mundo católico imbuído de fervor

nacionalista, tal que ni podía, según sus palabras “...volver a uno de los colegios en que me

eduqué y al que quiero, porque hasta las reuniones de camaradería de ex-alumnos están

presididas por viejos señores que saludan con el brazo levantado y gritan que la guerra

española es santa”. Decidió entonces escribir a la revista de Victoria Ocampo, donde ya

publicaba, hacía tiempo, Rafael Pividal, el mismo Maritain, y en buena medida, autores

nacionales y extranjeros que se identificaban con el personalismo. El artículo que envió

estaba acompañado de una nota, que Sur publicaría junto con el primero, en donde Durelli

le expresaba a la directora que se dirigía a ella “...casí pidiendo auxilio”, debido a que a su

regreso no había encontrado “...un sólo grupo de personas católicas al cual dar mi

adhesión”.21 En el artículo reconocía que el catolicismo argentino estaba profundamente

divido, y que fuera de lamentar esa situación y tratar de ocultarla, era preferible “...hacer

frente sin hipocresía a las discrepancias que nos separan, analizarlas y sin aumentarlas ni

disminuirlas, darles la importancia que realmente tienen”. Durelli sostenía que la Iglesia era

esencialmente pluralista, a diferencia de lo que afirmaba el nacionalismo con metáforas

20 Durelli, Augusto J., Discurso al iniciar y al dar término al período presidencial del Centro de Estudiantes de Ingeniería, Buenos Aires, s/n, 1932, p. 5. 21 Durelli, Augusto J., “La unidad de los católicos”, Sur, nº 47, agosto de 1938, p. 73.

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militaristas. “Una diferencia esencia entre la Iglesia católica y las varias ‘iglesias’

temporales que han nacido en los últimos tiempos” afirmaba, “tanto las nacionalistas como

las comunistas, es que la Iglesia de Cristo (salvo en el dominio extríctamente dogmático) es

pluralista, y los fascismos y comunismos son únivocos”. A pesar de esta amplitud, Durelli

reconocía que los discursos del Cardenal Gomá y Tomás, tentaban su intolerancia, ya que le

era dificil identificar con esas palabras a un buen católico. El prelado, aliado y apoyo de

Franco contra la República, había afirmado que la guerra debía ganarse “sin compromisos,

sin reconciliación” y que el gobierno nacionalista “no hacía nada sin consultarle ni

obedecerle”. Frente a esta prédica, Durelli calificaba esas declaraciones “simplemente de

anti-cristianas”. Reconocía, sin embargo, que se trataba de las opiniones de un príncipe de

la Iglesia, y por ende, a los simples laicos sólo les quedaba respetarlas, ya que expresaban

“...una de las posibles y libres concepciones del cristianismo”.

Como argumento central, Durelli aseguraba que la libertad era el aspecto más

importante del mensaje cristiano. Era esa libertad la que permitían que en la Iglesia

existieran hombres como Gomá y Tomás, convivendo con Maritain, y “...la prueba más

extraordinaria de la libertad que deja a sus hijos, el pluralismo magnífico con que sueña

para la humanidad, y de su incuestionable divinidad”. Este sentido de libertad, como

derecho individual a expresarse, no era el que utilizaban los sectores nacionalistas. Era

sentido común dentro del mundo de ideas católico, que el término libertad se reducía a los

derechos de la Iglesia como institución a cumplir su misión en el mundo.

La eclesiología de Durelli desdibujaba las fronteras de la Iglesia, reivindicando un

mensaje espiritual que iba más allá de la formal pertenencia o no a la institución; una

mirada reñida con la construcción identitaria (y en buena medida intolerante) propia del

catolicismo de los años treinta. Sin ser original, este juicio fijaba la esencia del catolicismo

en el amor humano. “Allí donde se ama, allí esta Dios” sostenía Durelli, “El señor sabe que

en su cuerpo místico hay muchos que no se llamana cristianos y que quizas muchos que se

llaman cristianos no están en el. Tal vez la más perfecta interpretación del cristianismo sea

aquella que logre acercarse más al amor”.

La contestación llegó de un militante del nacionalismo católico, asociado al grupo

que publicaría Nueva Política, Hector Llambías. Más allá de su apoyo a Franco, y de

justificar lo que llamaba “Crímenes accidentales, e inevitables hasta en las más generosas

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cruzadas...”, el título de la nota (“Límites de la libertad en los católicos”) revelaba la

intención de cuestionar la concepción de “libertad” que había esgrimido Durelli. A pesar de

estar de acuerdo en muchos de los pasajes de su oponente, Llambías le recordaba que no

debía “...abusar de la libertad que la Iglesia nos concede”, condenando la disidencia,

plegándose a un típico principio del modelo de cristiandad, en el cual los “de afuera” son

necesariamente enemigos de la “sana doctrina”, y amenzan una ciudadela incorruptible.

“La amplificación desmedida del campo de lo dudoso y de lo libre”, afirmaba, “...tiende a

relajar los vínculos entre los católicos y es ocasíonado a los avances de la herejía”.

Llambías legitimaba su posición en las declaraciones del episcopado español y del mismo

Papa, que en reiteradas ocasíones había mostrado su simpatía por el bando franquista.

“...vea ya, a qué enormes extremos nos puede llevar un descuido: se diría que estamos aquí

dos muchachos, laicos, casí discutiendo la ortodoxia de un obispo”. Finalmente, Llambías

repudiaba la idea de una iglesia invisible, un argumento que Durelli utilizaba para justificar

sus contacto espirituales con el mundo no católico (y para publicar en Sur, una revista

tachada de agnóstica en el mejor de los casos). La doctrina de “Cristo Rey”, no era para

Llambías una mera celebración cargada de retórica, sino un concreto (y necesario)

predominio de la Iglesia sobre el poder público, una monarquía que no aceptaba

disidencias, que ejercería su potestad sobre las almas y los cuerpos de sus subditos. “Esta

doctrina tan delicada y misericordiosa y misteriosa del alma invisible de la Iglesia y de los

elegidos que pueden pertenecer a ella por el bautismo del deseo (y no por los buenos

sentimientos o el amor a una paz cómoda), no es para que se maneje con ligereza y en

medios profanos, abierta o encubiertamente hostiles a la Iglesia Católica”.

La contestación de Durelli se publicó en Criterio, y el texto fue acompañado por

una serie de notas escritas por Monseñor Franceschi, que discutían algunas de sus

afirmaciones. Durelli reconoce que al principio de la guerra, como la mayor parte del

catolicismo había apoyado a Franco y esperaba que fuera el “mal menor”. A poco de andar,

había entendido que peor que el comunismo, que en definitiva mataba en nombre del

Soviet, eran aquellos que “mataban en nombre de Cristo”. Reafirmaba el derecho de los

laicos a la libre opinión, en tanto los juicios de la jerarquía ingresaran en el terreno de lo

temporal. Su independencia en el terreno profano, no obedecía al “...espiritu de rebelión,

falta de sometimiento al ser, sino porque la jerarquía no es depositaria de esas verdades”.

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Siguiendo las huellas de Maritain en Humanismo Integral, Durelli rehusaba esa mezcla

entre las atribuciones de Dios y del Cesar, rechazando en pleno el principio de instauración

estatal de la “nación católica”, negando que el modelo ensayado en España fuera un

ejemplo a seguir: “...hay quienes sueñan con una cristiandad en la que el general Franco

reciba órdenes del cardenal Gomá; el gobernador de cada provincia reciba órdenes del

obispo, y el intenedente y maestro de escuela finalmente, reciban órdenes del cura parroco.

Es posible concebir una crsitiandad así. Yo tengo el derecho de rehusarla”. Y así como

Llambías habia apoyado su discurso en la doctrina de “Cristo Rey” y en la actitud frente a

la guerra del episcopado español y del Papa, Durelli afirmaba su posición en la

intelectualidad que había “recristianizado” la cultura francesa. No sólo se afirmaba en

Maritain “el más santo, diría yo, el más sabio”, sino también en Mounier, Saint-Simon,

Bernanos, Esprit, La Vie Intellectuelle y Sept. Durelli colocaba al catolicismo argentino en

una incómoda situación, ya que si bien la hispanidad era el escudo de un grupo no

despreciable de nacionalistas (con distintos grados de identificación con la tarea

intelectual), Francia seguía siendo el faro de las prácticas del “hombre letrado” católico.22

Las notas de Franceschi a la carta de Durelli también deben ser objeto de análisis.

En primer lugar, cabe preguntarse por qué el director de Criterio, que representaría a un

potente nacionalismo antiliberal, le concedía el “derecho a réplica” a quién estaba tan lejos

de sus posiciones. Es imposible dar una respuesta absoluta y determinante. Sabemos que

Franceschi, si bien jamas lo hizo público, se arrepentiría de su apoyo a Franco.23 Pero no

son las dudas sobre la legitimidad del movimietno del 19 de julio de 1936 lo que se destaca

en sus notas, sino su temor a identificarse en exceso con algunos defensores del franquismo

como Llambías. Sin duda, la legitimidad intelectual francesa que reivindicaba Durelli a su

favor, era la misma con la que Franceschi hubiera deseado identificarse. De hecho, la

eclesiología que esgrimía el oponente de Llambías no se alejaba demasíado de su propia

idea de Iglesia, si recordamos que Franceschi fue un firme defensor del modelo de

particpación activa del laicado, - bajo el control y asesoramiento de la jerarquía – pero en

22 Loris Zanatta, por el contrario, considera que el conflicto entre Maritain y sus discípulos locales marcó la “emancipación” del movimiento católico argentino. Véase Zanatta, Op. Cit. 23 Asi lo afirma Jaime Potenze. Véase Zanatta, L., Perón y el mito de la nación católica, Buenos Aires, Sudamericana, 1999.

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un modelo que se oponía al catolicismo “fariseo”. Las notas a la carta de Durelli

demuestran que Franceschi se percibía como el verdadero conductor intelectual del

catolicismo argentino, y esa conducción, que debía ejercerse con la razón y con la

ortodoxia, no podía prescindir del consenso: tal vez las actitudes fluctuantes de Franceschi

a lo largo de la década se deban a esta impronta. Su noción de conductor intelectual lo

obligaba a “apropiarse” de los discursos de distintos sectores del catolicismo, y a

rearticularlos en función de sus propios intereses, preservando su posición como “justo”

medio de todas las tendencias. Buena parte de sus “contradicciones” obedecen a que su

condición de intelectual se mezclaba con su otro rol, el de “pastor de almas”.

Las aclaraciones de Franceschi se resumían en la impugnación a las fuentes de

Durelli, señalando que muchos de los crímenes que se le imputaban al bando franquista o

las declaraciones de Gomá y Tomás habían sido falseadas por los “rojos”, y los católicos

franceses no hacían más que difundir mentiras. Más allá de apoyarse, al igual que

Llambías, en la autoridad papal para defender al bando nacionalista, Franceschi tocaba dos

puntos clave para comprender los ejes de la constitución del humanismo cristiano entre los

intelectuales católicos argentinos. Respeto a la antropología, Franceschi rechazaba que la

matanza del pueblo vasco, como afirmaba Maritain y Durelli, haya sido un “sacrilegio”. Si

para los humanistas el hombre por su carácter divino era inviolable en libertad e integridad,

para Franceschi eran los depósitos sagrados que la Iglesia custodiaba, los únicos objetos

plausibles de profanación. Es por eso que sólo los “rojos” merecían esa calificación, al

atacar y quemar las iglesias: “...es preciso tener en cuenta que el asesinato de un hombre,

para un católico, no puede cotejarse con la profanación de la Hostia consagrada: un acto va

contra el hombre, y el otro directamente contra Dios”. De esta idea se desprendía que los

derechos de la Iglesia, para Franceschi, eran superiores al los derechos del hombre, en tanto

los primeros estuvieran en riesgo.

La contestación final de Llambías llegó en una “Última respuesta”, en la que,

apoyándose en la autoridad de Franceschi, reiteraba sus argumentos, agudizando aquellos

aspectos que hemos destacado en este apartado: la inexistencia de un espacio de libertad

para los creyentes y el rechazo al humanismo personalista, en tanto era una antropología

que no podía conciliarse con la doctrina católica, que reivindicaba el reinado de Cristo.

“Distingo sí, la Iglesia docente de la Iglesia discente. No ignoro que los laicos somos

Page 19: Zanca, José Antonio

llamados a participar del apostolado jerárquico de la Iglesia, pero recuerdo que esta

participación debe efectuarse dentro del orden tradicional de la Jerarquía y desde luego

reconocida ampliamente la autoridad espiritual y paternal de los obispos”. Luego de criticar

a Maritain, por considerar que su Humanismo Integral decretaba “el fin de la edad media”,

y por ende siginificaba la disminución de la doctrina de Cristo Rey, afirmaba los muros de

la cristiandad, cerrándolos a “otros cristianos imprudentes” dispuestos a “colaborar

instrumentalmente en la siembra de cizaña ordenada por nuestros ‘amigos’ los comunistas”.

La última carta de Durelli ya no ahondaba sobre los argumentos en torno a la guerra

civil, sino que era en buena medida un testimonio de la condición de vida de un católico

disidente, en un medio hostil a las voces como la suya, que dudaba de la forma que estaba

tomando la “restauración católica”. “Lamento mucho la actitud que Vd. ha tomado”,

afirmaba dirigiéndose a Franceschi, “Lo lamento también por Vd.. A pesar de haberme

alejado de Vd. hace tiempo, no puedo quererle mal: esas notas están redactadas en una

forma tal que hubiera preferido no salieran de su pluma”. La exposición de Durelli, cargada

de referencias caritativas hacia sus opositores, reclamaba, una vez más, la vigencia del

derecho a la pluralidad dentro del catolicismo. “La jerarquía no ha dicho a nadie de los que

piensan como yo que han de estar con Franco o irse de la Iglesia [...] Yo no pongo en duda

la ortodoxia ni la legitimidad de la posición de los que están en la situación contraria a la

mía”. Finalmente, la posición de Durelli reflejaba una visión tal vez mucho más punzante

(y que a la larga se revelaría más exacta) de la situación del catolicismo: “...el mundo

exterior a nosotros, el mundo no católico, no es un imbécil. Ese mundo mira, observa. Ese

mundo se aleja cada vez más de Cristo”. Tocado en un aspecto medular de su discurso

social, Franceschi contestó a este último argumento defendiendo la ortodoxia, sosteniendo

que, en definitiva, eran los hombres los que existían para Dios y su Iglesia, y no a la

inversa. “Lamento su persuación de que el mundo se aleja cada día más de Cristo: hay una

obsesión del mal tan peligrosa como un inconsistente optimismo [...] no creo que el afán de

sacar siempre a la luz las fallas de los cristianos, [...] acerque a Cristo muchas almas, pues

las palabras de éstos están sirviendo siempre de argumentos contra la Iglesia”

La antropología del personalismo dibujaba un eje transversal que oponía a un

número creciente de católicos. En grupos importantes del laicado, esta diferencia orientará

“opciones pastorales” que apuntan a distintos objetivos. El personalismo, más proclive a los

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métodos persuasívos, predisponía a los católicos a conquistar la sociedad, y a cristianizarla

en sus valores. Otros sectores, que excedían al nacionalismo, y que concebían, en mayor o

menor medida, una naturaleza humana mas corrompible y debil, confíaban sólo en la

acción del Estado (o de alguno de sus agentes, como el Ejército) para controlar a una

sociedad “amenazada” por el avance del comunismo.

El padre Riesco o la nostalgia por la obediencia

Desde la Guerra Civil española, y la crisis que causó en el campo intelectual,

quienes se identifican con el nacionalismo construirían parte de su discurso en clara

oposición al humanismo cristiano. Uno de los exponentes típicos de esa corriente, el padre

Riesco, refleja en un conjunto de obras un perfil de oposición a la antropología mariteniana.

Al igual que Franceschi (pero con menos sutileza), Riesco rechazaba el liberalismo y a la

que considera su hija bastarda: la democracia. Manchada por su orígen pecaminoso, Riesco

reconocía sin embargo que era plausible de ser bautizada. Pero, visto el grado de

concesiones que Riesco exige a la democracia para “cristianizarse”, (en especial, en

aspectos que tienen que ver con la soberanía individual), poco quedaría de su sentido

originario. Su oposición a los que llama “católicos liberales”, en términos despectivos, se

fue acentuando a medida que el conflicto internacional incrementaba la crisis del campo

católico local. En 1942, como claro reflejo de esa crisis, reafirmaba que la Iglesia tenía

“jefes naturales” y quienes no los reconocían no era más que sedicientes católicos “quienes

no sé de donde han recibido el derecho de llevar la representación y la voz del catolicismo

para aconsejarnos a los católicos determinadas actitudes”. En definitiva, Riesco combatía la

difusión de las “nuevas herejías”, formas alternativas de vehiculizar la fe que emergían en

el campo católico. Acompañado de la ineludible sospecha de conspiración, Riesco afirmaba

que detrás de la firma “...de un miembro de la Acción Católica se oculta una mentalidad

abiertamente masónico – judía”. Tal vez por eso, Maritain fuera la piedra del escándalo

desde la publicación de Humanismo Integral. En definitiva, ni “Jacobo Maritain”, como lo

llamaba, ni “...ningún católico, por extraordinarios dotes intelectuales que posea, tiene el

derecho de atribuirse la representación de la Iglesia”. La referencia reflejaba el temor que

aparecía en algunos sectores del catolicismo, frente a la filosofía pluralista de Maritain y la

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legitimidad que le confería a sus seguidores. Frente a esta postura, Riesco afirmaba que

“...ante la patria no debe haber opiniones, y por lo tanto no pueden existir partidos”, y se

inclinaba por una salida corporativista, asociada a una antropología que signaba la caída de

la naturaleza humana a tal punto, que no le era posible el ejercicio de su soberanía, si no

bajo la tutela espiritual de la Iglesia, y física de un Estado que le rinda pleitesía. “Un

cristianismo humano es un mito”, terminaba de explicar, “una parodia, una falsedad, una

mentira, una nueva religión del liberalismo [...] estas desviaciones tiene su origen en la

estúpida creencia de la innata bondad humana”. La crisis en la que se encontraba el campo

católico, reflejada en el surgimiento de voces “disidentes” como la de Maritain, tenía para

Riesco un motivo central: la intelectualización de la religión, la extensa difusión de

literatura entre los católicos, expuestos al modelo del “intelectual francés” (un poco snob,

desde su perspectiva, como los seguidores de Maritain en la Argentina), y que había

terminado de minar las bases de una religiosidad más obediente. “Nuestros padres iban a la

Iglesia a orar, y su piedad era más firme. Nosotros vamos a leer, a leer demasíado, y nuestra

piedad no tiene vida”. En definitiva, el impulso “desprivatizador” de la intelectualidad

católica en los años treinta, que había reposicionado a la religión en la esfera pública,

encontraba que los medios de esa penetración en el entramado social se volvian demasíado

incontrolables. La “excesiva” reflexión sobre la religión, terminaba causando más

problemas, al punto de reivindicar la sociedad decimonónica, que si bien restringía el culto

a la vida privada, vivía una fe con menos dudas. Riesco impugnaba la antropología del

humanismo cristiano, tachándola de “sentimentalista”, oponiéndose a los derechos

humanos que reivindicaba el personalismo, ya que desde su perspectiva, el bien común

estaba por sobre cualquier interés particular. “...el pueblo no tiene opinión. El pueblo siente

pero no piensa. Su concepción se reduce a las grandes verdades o los errores

descomunales”. La función del Estado era la de llenar sus aspiraciones de paz y justicia, de

pan y trabajo “únicos problemas que les preocupan y que están a su alcance”.24

Reflexiones finales

24 Riesco, G., Directivas del pensamiento católico, Buenos Aires, CEPA, 1942.

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La diferencia entre los católicos no pasaba por su oposición a la “desprivatización”

de la religión, con la cual unos y otros estaban de acuerdo. La diferencia surgía a la hora de

definir de qué manera se conformaría una esfera pública, que pudiera vivir con una religión

desprivatizada, y que al mismo tiempo fuera un terreno común para la erección de una

sociedad pluralista. Frente a este modelo, el llamado nacionalismo católico ofrecía la

cristianización del Estado, en una sociedad que restringiera los derechos a los no-católicos,

elementos considerados “ajenos” al ser nacional. Los años treinta, más allá de las

inclinaciones ideológicas de cada grupo, para el catolicismo fueron un período de

transformación en el ritual. La eucaristía ya no alcanzaba, y el verdadero católico debía

participar en la esfera pública, en organizaciones identitarias adscriptas a la Iglesia. El

resultado no fue la formación un blque monolítico y homogéneo, sino un campo cruzado

por multitud de interpretaciones, que dieron orígen a innumerables conflictos. En cualquier

caso, los humanistas cristianos no formularon sus opciones políticas y éticas bebiendo de la

fuente del liberalismo, sino que esas opciones obedecían a una particular forma de

antiliberalismo, asociada a un imaginario religioso desvinculado tanto del nacionalismo,

como del secularismo liberal.