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WITTGENSTEIN

IES DIONISIO AGUADO Calle de Italia, 14

28943 Fuenlabrada Madrid

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Ludwig Wittgenstein (1889-1951) El conocimiento

En su pensamiento filosófico se distinguen claramente dos etapas: la que corresponde a la redacción del “Tractatus Logico-philosophicus” y la que se inicia a partir de 1929 y culmina con la redacción de su obra más importante, “Investigaciones filosóficas” (ninguna de las obras de este segundo período se publicó en vida de Wittgenstein); ambas tienen su correspondiente influencia posterior, sobre el Circulo de Viena la primera y sobre la filosofía analítica la segunda.

El Tractatus, obra escrita en forma de aforismos enumerados según el sistema decimal de clasificación, contiene siete proposiciones fundamentales. De ellas, las dos primeras -«El mundo es todo lo que acaece»; «Lo que acaece, el hecho, es la existencia de los hechos atómicos»- se refieren al mundo y a la realidad, mientras que las cuatro siguientes son el desarrollo de su lógica y de su teoría del lenguaje; la última proposición, la conocida y enigmática frase «De lo que no se puede hablar, mejor es callarse», cierra el libro marcando el límite de lo que se puede pensar y decir (la proposición).Aunque la mayor parte del Tractatus habla de lógica y lenguaje (de la proposición), los párrafos iniciales tratan del mundo y de la visión metafísica del mundo, en términos de lo que Russell llama atomismo lógico. Mundo -totalidad de los hechos- y lenguaje -totalidad de las proposiciones- comparten una misma estructura lógica común y Wittgenstein relaciona realidad, lógica y lenguaje mediante tres conceptos fundamentales: hecho atómico, figura lógica y proposición.

Según Wittgenstein el mundo es una totalidad de hechos y no de cosas. Por supuesto, hay cosas, pero el mundo lo componen los hechos que acaecen con o a esas cosas. Los hechos son complejos o simples y los hechos simples son lógicamente independientes unos de otros. El mundo es, pues la totalidad de los hechos atómicos, es decir, de los hechos que acaecen independientemente unos de otros. A su vez, un hecho atómico resulta compuesto de objetos simples, o sea, indescomponibles, que constituyen la “sustancia del mundo”. El constituyente último del mundo son los objetos, o cosas, las entidades que percibimos con los sentidos; los objetos son simples y forman parte de los hechos atómicos. Se llama forma de los objetos al conjunto de los modos determinados en que pueden éstos combinarse en los hechos atómicos. Por lo cual la forma de los objetos es también la estructura del hecho atómico y, en este sentido, son formas de los objetos el espacio, el tiempo, el color. Pero lo que puede conocerse de las cosas del mundo es sólo «lo que acaece», esto es, las combinaciones o relaciones de cosas y objetos: los

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hechos atómicos, o hechos simples y los hechos compuestos de simples, o simplemente hechos, cuyo conjunto constituye la realidad.

Paralelamente, el lenguaje opone, a las cosas del mundo, nombres; a los hechos atómicos, proposiciones simples y a los hechos complejos, proposiciones compuestas. De este modo, la proposición es la representación de un hecho; a cada hecho atómico corresponde en el lenguaje una proposición atómica, que es verdadera si se corresponde con el hecho en cuestión. El lenguaje tiene la propiedad de representar, como en un espejo, la realidad del mundo; el lenguaje es imagen del mundo porque tiene capacidad pictórica, o capacidad de representación o configuración; cuando por medio de proposiciones describe hechos, sus elementos «reproducen» y «representan» la misma relación que establecen los objetos en los hechos atómicos.

Wittgenstein expone esta correspondencia mundo-lenguaje mediante lo que se conoce como “teoría figurativa del sentido”: una proposición es una figura o representación de un hecho; entre proposición y hecho existe un isomorfismo: poseen la misma estructura, el mismo tipo de relación entre sus términos. Esto determina la conexión necesaria entre las proposiciones y los hechos: conexión que, por un lado, hace válido, o sea, dotado de sentido, el lenguaje mismo, garantizando su correspondencia con el mundo.

Lo que hace posible este isomorfismo entre lenguaje y realidad es la participación en una misma figura lógica, o estructura, común. La proposición -el signo con que expresamos el pensamiento- representa un estado de cosas (=hecho atómico); si este estado de cosas es real, la proposición es verdadera, y el conjunto de todas ellas describe el mundo.

Sólo las proposiciones, y no los nombres, son significativas y muestran la forma lógica de la realidad; por ser «como flechas orientadas a las cosas» las proposiciones tienen sentido, aun en el caso de que sean falsas, porque siempre describen lo que acaece en el mundo. Y sólo describiendo lo que acaece puede una proposición tener sentido. Una proposición tiene sentido si expresa la posibilidad de un hecho, si sus elementos constitutivos (signos y palabras) están combinados conjuntamente en una forma que es una de las formas posibles de combinación de los objetos que constituyen el hecho; lo cual quiere decir que una proposición que tiene sentido representa un hecho posible, y posible en cuanto es, a su vez, posible la combinación de objetos que constituyen el hecho. Del sentido de la proposición se distingue su verdad que se produce cuando la proposición representa no un hecho posible sino un hecho real.

Las proposiciones que no describen hechos, carecen de sentido (aunque puedan ser verdaderas). Éstas son de dos clases: la primera clase comprende las tautologías, o enunciados necesariamente verdaderos, que nada dicen respecto del mundo (o sus

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negaciones, las contradicciones); la segunda clase comprende aquellas proposiciones que no comparten la figura lógica con la realidad que pretenden representar. Y esto último sucede de dos maneras: porque se da «a un signo un sentido falso», una mala orientación, construyendo enunciados que contienen signos carente de significado, como sucede con las proposiciones mal construidas o con las de carácter metafísico, o, simplemente, porque apuntan a objetos que quedan fuera del mundo, trascienden el mundo, queriendo expresar lo inexpresable, como pasa con las proposiciones sobre ética, y aquellas que quieren esclarecer el sentido del mundo.

En resumen, sólo las proposiciones de las ciencias empíricas tienen sentido; la lógica consta únicamente de tautologías, y toda proposición sobre ética o metafísica es carente de sentido. El análisis filosófico ayuda a esclarecer el sentido de las proposiciones del lenguaje ordinario; las del lenguaje filosófico, en cambio, las declara carentes de sentido; aun las del propio Tractatus, una vez comprendidas y aplicadas, deben desecharse como carentes de sentido.

El método filosófico correcto consiste en no decir nada excepto lo que pueda ser dicho. Esta exigencia no pueden satisfacerla más que las proposiciones propias de las ciencias de la naturaleza, lo que, por consiguiente, excluye toda filosofía. Pero entonces, si alguien enuncia aseveraciones metafísicas, el filósofo debe mostrarle que no ha dado ningún significado a determinados signos de sus proposiciones. El “Tractatus” termina con este dictamen: “hay que callar aquello de lo que no se puede hablar”.

La segunda etapa filosófica, aquella que permite hablar de un «segundo Wittgenstein», se polariza en torno a “Investigaciones filosóficas” y algunas obras o apuntes de obras que las preparan, como “Los cuadernos azul y marrón” (de 1933-1935). Wittgenstein renuncia a la concepción especular del lenguaje; el lenguaje no refleja el mundo ni tiene como único objetivo describir el mundo: no es sino una forma de conducta entre otras, con pluralidad de funciones: ordenar, describir, informar, hacer conjeturas, contar historias, hacer teatro, contar chistes, adivinar enigmas, etc., cada una de las cuales puede describirse como un «juego de lenguaje». Las proposiciones son significativas no porque sean (sólo) «figuras» de la realidad, sino porque son expresiones de estos «juegos de lenguaje»: los diversos y variados usos a que sirve el lenguaje, que, igual como sucede con los juegos, manifiestan como característica común un cierto aire de familia que los asemeja, a saber, se someten a reglas, pero cada cual a las suyas propias.

Desde este punto de vista, el lenguaje descrito en el Tractatus según el cual cada palabra tiene un significado y el significado es el objeto por el que la palabra está, es sólo una de las formas del lenguaje junto a la cual son posibles infinitas más. La multiplicidad de los lenguajes, en los que las palabras se toman por su uso o funcionamiento y no por su significado, tampoco puede determinarse de una vez

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por todas: nuevos tipos de lenguaje, nuevos juegos lingüísticos nacen de continuo mientras otros van cayendo en desuso y son olvidados.

Por esto, el significado hay que buscarlo, no en la verificabilidad de lo que se dice, sino en el «uso» que se hace de las palabras: «El significado de una palabra es el uso que de la misma se hace en el lenguaje» (Investigaciones, § 43). En definitiva, es el contexto lo que da sentido a las palabras. La mayoría de errores filosóficos provienen de confundir los contextos o de juzgar un contexto por las reglas de otro (como en los juegos, las reglas se respetan; cambiarlas es cambiar de juego). El uso no es una regla normativa que pueda imponerse al lenguaje: es lo que se muestra en el lenguaje mismo, la costumbre de sus técnicas.

Todo el lenguaje consiste en multitud de juegos de lenguaje, y el lenguaje correcto es aquel que observa el recto uso de las reglas. Pero toda palabra tiene sentido, si es empleada en su contexto. El sentido lo dan las reglas de uso, tal como, en el ajedrez, el sentido de cada una de las piezas lo dan las reglas que describen sus movimientos.

Wittgenstein abandona la posición del “Tractatus”, que enfoca el lenguaje como representación de la realidad, entendida desde la perspectiva metafísica del atomismo lógico, para explicarlo, en la etapa de las “Investigaciones lógicas”, como un producto de la conducta humana, que debe interpretarse gramaticalmente, esto es, desde la pragmática; como tal producto, los «juegos de lenguaje» son parte de una actividad humana o de una «forma de vida» (Investigaciones, § 23).

El término “juegos lingüísticos” lo emplea Wittgenstein precisamente para subrayar el hecho de que el lenguaje es una actividad o una forma de vida. La heterogeneidad de los juegos lingüísticos es tal que ni siquiera se puede reducirlos a un concepto común; sus relaciones recíprocas pueden caracterizarse como “parecidos de familia” y, así como los miembros de una familia tienen varios parecidos entre sí, así también los diversos lenguajes tienen diversos parecidos entre sí, diversas relaciones que no pueden reducirse a una sola.

Por lo tanto, la filosofía como análisis del lenguaje no puede tener como fin rectificar el lenguaje y llevarlo a su forma completa y perfecta. La filosofía no explica ni deduce nada, sino que se limita a poner las cosas ante nosotros. La filosofía puede muy bien comparar entre sí los diversos juegos lingüísticos y establecer entre ellos un orden con miras a un objeto particular; pero éste será sólo uno de los muchos órdenes posibles. Eliminando los tropiezos de los no-sentidos (uso metafísico del lenguaje), la actividad filosófica curadora no hace sino trasladar las palabras a su uso diario y corriente sin afirmar nada suyo.

La defensa de la multiplicidad de lenguajes, o del relativismo lingüístico, es el aspecto más importante de la segunda fase de Wittgenstein. Esta tesis, análoga a la

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del relativismo de las culturas, se ve confirmada hoy, en el terreno de los hechos, por los estudios lingüísticos. Vinculada a ella hay otra tesis fundamental: el lenguaje es un instrumento (técnica o conjunto de técnicas) para dar frente a situaciones existenciales; los conceptos nos guían en las investigaciones: son la expresión de nuestros intereses y dirigen nuestros intereses.

Muchos autores creen que no se interrumpe una continuidad de base entre una y otra etapa. La primera insistiría en la clarificación del lenguaje mediante el análisis de la estructura lógica oculta de las frases del lenguaje ordinario; la segunda, en descubrir y describir cuáles son los juegos de lenguaje, esto es, los contextos, que suponen las diversas proposiciones. En ambos casos desaparecen los problemas filosóficos; en el primero como resultado de una actividad terapéutica que consiste en aclarar las proposiciones a través de un lenguaje lógico ideal; en el segundo, aclarando el significado recurriendo al contexto. Desaparecen en el “Tractatus”, porque el metafísico ha de percibir que usa palabras sin sentido determinado; en las “Investigaciones”, porque se obliga al metafísico a usar sus palabras de acuerdo con los contextos originarios del lenguaje común.

En resumen, las diferencias fundamentales entre el primer y segundo Wittgenstein (el del “Tractatus” y el de “Investigaciones filosóficas”) son las siguientes:

En el Tractatus se muestra seguidor del atomismo lógico de Russell, intentando conocer la estructura del mundo, a través de la lógica matemática que es lenguaje ideal, prototipo de los otros, pero vacío de significado. Este lenguaje simbólico e ideal debe justificar todo saber humano como un conjunto de aseveraciones elementales relacionadas entre sí por operaciones lógicas. El lenguaje corriente es defectuoso y sólo tiene un comportamiento lógico en su esqueleto.

En “Investigaciones filosóficas” el propio Wittgenstein reconoce que el lenguaje lógico es insuficiente. Acepta los juegos de lenguaje común y su justificación por el uso. Recupera la actividad de la filosofía como posibilidad terapéutica y esclarecedora. Abandona el isomorfismo y acepta la multiplicidad y relatividad del lenguaje.

Ambas etapas conservan en común la preocupación por el lenguaje y la misma metodología analítica.

El hombre.

Afirma en el Tractatus: “El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo”; por lo tanto es condición para que exista el mundo (es trascendental). El yo metafísico no coincide con el yo que se ofrece en nuestra experiencia: el que se ofrece en nuestra experiencia es el yo empírico (tanto el yo físico, como el yo psicológico), puede ser estudiado por las ciencias empíricas, y no es esencialmente distinto a las otras cosas del mundo. Wittgenstein cree que en un nivel más profundo existe otro yo o sujeto: “El yo filosófico no es el hombre, ni el cuerpo

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humano, ni tampoco el alma humana de la cual trata la psicología, sino el sujeto metafísico, el límite –no una parte del mundo–“; este sujeto metafísico es el sujeto ante el que se hace presente el mundo, pero también el sujeto que actúa en el mundo, el sujeto volente del que se puede predicar el valor moral.

En “Cuadernos azul y marrón” Wittgenstein rechazaba el yo pensante y en cambio sostenía que el verdadero yo es la voluntad, el sujeto moral. El yo del Tractatus aparece, además, relacionado con el yo solipsista, en virtud del cual todo lo que se conoce, se piensa, se dice, se reduce a mi yo. En consecuencia, el mundo del que hablamos se reduce a mi mundo. Los límites de mi lenguaje son idénticos a los límites de mi mundo, y mi yo es mi mundo. El lenguaje se convierte en la esencia del hombre: el hombre es un animal lingüista.

La consideración de un ser humano como tal, con alma, no es cuestión de justificación o demostración empíricas. Es algo que se fundamenta en nosotros de un modo muy particular, pues es a partir de ello podemos hablar de "estados mentales" de un tipo u otro. "Pensar" es algo humano, pensar es algo que forma parte de la historia natural de los seres humanos. Aprendemos el significado del término en cuestión merced a que vivimos con otra gente. De alguna manera, aprendemos que los seres humanos piensan. Se arraiga en nosotros la certeza de que esto es así al relacionarnos con los demás, en ese proceso de aprendizaje en el que se sitúan como fundamento de nuestra acción usos lingüísticos centrales. Uno de ellos es precisamente el de la palabra "pensar" como apropiada sólo para individuos de la especie humana. Es cierto que entre los usos del término pensar incluimos usos ficticios, fantásticos, imaginarios, etc. Pero en las reglas de uso de dicho término aparecen las posibilidades de usos derivados con respecto al valor sustancialmente humano de dicha actividad. Para Wittgenstein la proposición "el ser humano posee alma", es el punto de partida para todo tipo de reflexiones acerca de los seres humanos, sus emociones, sentimientos, expectativas, etc. No hay razón alguna para explicar por qué tenemos dicha certeza a la base de nuestro comportamiento en relación con los demás. Es verdad que su valor está en estrecha conexión con el resto de posibilidades para jugar con el concepto "pensar", pero la fuerza de dicha certeza tiene que ver con nuestras inevitables necesidades naturales de entendernos con otros y vivir con ellos. A través de cómo actuamos podemos analizar el significado de las palabras y el valor que les damos. La forma de vida humana, caracterizada por el lenguaje. Esa conducta común de la humanidad, ese comportamiento típico del ser humano, tiene entre sus caracteres el hecho de que los seres humanos piensan, de que conceden sentido a sus actos. Aquello que, como resultado de nuestra relación con los demás, acabamos asimilando y asumiendo sin crítica, es lo que precisamente nos permite tratarlos como seres humanos.

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A las reacciones básicas y naturales en relación con sentimientos elementales -dolor, tristeza, alegría- se le suman reacciones más complejas que desarrollan el simbolismo de las mismas, pudiendo dar lugar, por ejemplo, incluso al fingimiento como parte de un lenguaje más elaborado en relación con tales sentimientos. Al aprender los usos estamos aprendiendo la distinción. No se trata de que tengamos evidencia al respecto. Ésa no es la cuestión, ya que no podemos entrar lógicamente en los demás. No podemos medir su interior. Esto es lo que hace que los conceptos psicológicos sean vagos e imprecisos. Pero, a partir de nuestra reflexión acerca del uso que hacemos de ellos, sacamos a la luz aquellos elementos que estamos dando por sentados en nuestra relación con los demás en tanto que seres humanos. Este fundamento humano es el que nos permite concebir una cierta lógica en la fluidez con la que concebimos el significado. No sabemos si los demás piensan o no; pero tampoco dudamos de que lo hagan; y esto es algo que queda muy claro en la acción lingüística, en la manera como hacemos uso de nuestro lenguaje.

La sociedad.

En su obra Investigaciones Filosóficas, Wittgenstein va a dar un giro radical al pensamiento de su primera época representado por el Tractatus, y va a considerar que la significación del lenguaje depende de lo que él llama “juegos de lenguaje”, que en el fondo no son más que los usos sociales del mismo. Desde este punto de vista la tarea de la Filosofía no puede ser ya el descubrimiento de la forma lógica de las proposiciones, puesto que en esta segunda época Wittgenstein considera que ésta búsqueda de la forma lógica sólo tiene sentido si se admite que los hechos se correlacionan con un lenguaje ideal. Sin embargo, ahora Wittgenstein opina que los distintos juegos lingüísticos están bien como están y funcionan como funcionan porque a nivel social todo el mundo los entiende cuando se pronuncian.

La expresión «juego de lenguaje» pone de relieve que hablar el lenguaje forma parte de una actividad o de una forma de vida. Tal expresión parece probar que Wittgenstein apela a la actividad social, a algo que justifique la existencia de lo social, algo que emparenta a los seres humanos, porque hablan.

La idea de forma de vida en Wittgenstein vista como la alusión a la condición humana universal de hablar un lenguaje, es la herramienta dentro de las “Investigaciones Filosóficas” que puede abrirnos a un entendimiento de la cotidianeidad de lo social. Cada forma de jugar supone un modo de relación con esa vida, en la cual se encuentran otros sujetos y se encuentra lo que llamamos tradicionalmente mundo. Wittgenstein argumenta que las definiciones emergen de lo que llamó "formas de vida", la cultura y la sociedad en la cual son empleadas.

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Las ideas políticas que sostuvo personalmente Wittgenstein no han pasado de ser una curiosidad dentro de su biografía. Su dedicación casi exclusiva al pensamiento y su lejanía de toda militancia, imposibilitan el que sea clasificado en esta o en aquella tendencia.

No ha ocurrido lo mismo con la filosofía de Wittgenstein. Por el contrario, y de la mano ahora de Wittgenstein, nos damos cuenta de que mientras estemos en una sociedad dada, con sus reglas fijas y con el inmenso peso de la costumbre sobre todos los miembros de la comunidad, nuestras reacciones serán las propias de esa forma de vida.

La moral

La intención con la que Wittgenstein escribió el Tractatus era, como él dice, una intención ética. Y, aunque las cuestiones éticas no pueden ser respondidas y, en rigor, ni siquiera formuladas en el marco de la ciencia natural, esto no implica un menosprecio de “esta irrevocable tendencia del espíritu humano” a plantear tales cuestiones, sino más bien el reconocimiento de las limitaciones de nuestro lenguaje para dar cuenta de ellas.

Wittgenstein fue tomado por un positivista, ya que al igual que estos, trazó una línea entre aquello acerca de lo cual se puede hablar y aquello acerca de lo cual debemos callar. El positivismo sin embargo sostiene –y esta es su característica– que aquello sobre lo que podemos hablar es todo lo que importa en la vida. Mientras que Wittgenstein creía que lo que en realidad importa en la vida humana es precisamente aquello sobre lo que debemos callar.

En el Tractatus afirma: “cabria decir que el mundo de la representación no es ni bueno ni malo, sino que sólo lo es el sujeto volitivo”. Y lo que se desprende de esta frase es que junto al mundo como representación hay que tener también en cuenta al mundo como voluntad, que sería la consideración del mundo en que la ética entra en juego. Naturalmente, la ética entra ahí en juego de la mano del sujeto de la voluntad, que no es una cosa entre las cosas del mundo, que no es objeto sino el sujeto moral: “De no existir la voluntad”, anota Wittgenstein, “no habría tampoco ese centro del mundo que llamamos el yo y que es el portador de la ética”. Y añade: “En lo esencial, bueno y malo lo es sólo el yo, no el mundo.”

Por lo demás, ese sujeto de la voluntad no es solo el único que podría ser bueno o malo, sino asimismo el único capaz de ser feliz o desgraciado, donde la felicidad y la desgracia son en definitiva los asuntos que se tratan en la ética. La ética, para Wittgenstein, se ocupa del “sentido de la vida”, lo que determina que la conciba en estrecho parentesco con la religión, que tradicionalmente ha intentado responder a esa cuestión. Feliz sólo puede ser quien ha alcanzado la claridad acerca del

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problema del sentido de la vida, dando así sentido al mundo, puesto que “el mundo del feliz es otro que el del desgraciado”.

Para Wittgenstein, la felicidad brota de la coincidencia entre voluntad y totalidad. Esta vida feliz es la vida auténtica, no es un estado natural, ni algo que se consiga simplemente dejándose llevar, abdicando de todo. El hombre no puede convertirse, como si le viniese dado la cosa, en un ser feliz, sino que para alcanzar la felicidad hemos de poner la voluntad al servicio de la adquisición de ese desafecto respecto de los hechos del mundo que haga posible la identificación con la totalidad.

Recordemos que Wittgenstein había dicho que el método de la filosofía tenía que consistir en no decir nada más que “aquello que se puede decir”, a saber las proposiciones de la ciencia natural. Y que cuando alguien quiera decir algo de carácter “metafísico”, había que hacerle ver que su lenguaje no era un lenguaje significativo.

Wittgenstein manifestó siempre un profundo respeto por esta tendencia del espíritu humano que es la ética. Desde luego que cuando la ética adopta la forma de la ciencia natural su actitud es intolerante y destructiva. “La ética no puede ser ciencia…no aumenta nuestros conocimientos en ningún sentido”.

En el mundo todo es como es y ocurre como ocurre, por consiguiente, no hay en él ningún valor, porque si lo hubiera, sólo por esto no tendría valor. Esto último es una forma paradójica de decir que considerar el valor como parte del mundo equivale a convertirlo en hecho y despojarlo de su condición de valor. El mundo no es sino la totalidad de los hechos posibles, pero de ello se desprende que en él no caben los valores, puesto que los valores no son hechos.

La ética pertenece al reino de lo inexpresable, como los problemas sobre el sentido del mundo y la existencia de los valores. Los valores no son hechos. La consecuencia de todo esto es que la ética queda reducida ni más ni menos que al silencio.

La ética, para Wittgenstein, tal como lo manifiesta en sus “Conferencias sobre ética”, publicadas póstumamente, es el impulso por forzar los confines de lo lingüístico, por trascender las palabras y enfrentarse a una realidad que sólo puede experimentarse mediante el actuar, el obrar. De ahí que, para Wittgenstein, lo más importante de la vida humana es aquello que no puede ser dicho sino a lo sumo mostrado a través de acciones, no de conceptos.

Según Wittgenstein, la ética es la tendencia del espíritu humano a arremeter contra los límites del lenguaje. Por eso la ética no puede ser ciencia, no aumenta nuestros conocimientos en ningún sentido. Pertenece al reino de lo inexpresable, junto con la

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metafísica. El lenguaje sólo expresa hechos, mientras que la ética se sitúa en el campo de lo sobrenatural

Wittgenstein afirma que los rasgos fundamentales de la Ética son los siguientes:

Es una investigación sobre lo bueno, sobre lo valioso o lo que realmente importa

Es la investigación acerca del significado de la vida, de aquello que hace que la vida merezca vivir o de la manera correcta de vivir.

Ahora bien, cada una de estas investigaciones puede llevarse a cabo desde un sentido relativo o desde un sentido absoluto. El sentido ético propiamente dicho sería el absoluto, pero ningún enunciado de hechos puede nunca ser ni implicar un juicio de valor absoluto. Cada juicio de valor relativo es un mero enunciado de hechos.

Dios

En lo que respecta a la religión, Wittgenstein se considera a menudo una especie de anti-realista. Se opuso a las interpretaciones de la religión que hacen hincapié en la doctrina o los argumentos filosóficos destinados a probar la existencia de Dios. Si no podemos reducir el hablar de Dios a cualquier otra cosa, o cambiar, o probar que es falsa, entonces tal vez Dios es tan real como cualquier otra cosa.

El sentido del mundo (que más o menos oscuramente Wittgenstein relaciona con el sentido de la vida, con la cuestión de Dios, de la felicidad humana) debe estar fuera del mundo. Dios no se revela en el mundo. En “Cuadernos”, Wittgenstein ha escrito algunos puntos sobre Dios: “creer en Dios significa comprender la cuestión del sentido de la vida, ver que los hechos del mundo no lo son todo, ver que la vida tiene un sentido”, “Dios es una voluntad de la que parecemos depender, aquello de lo que dependemos”, como son todas las cosas, el sentido del mundo o de la vida. En estos textos no aparece claro si Dios es un ser personal trascendente o coincide más bien con el mismo mundo en cuanto independiente de la voluntad humana y a la vez asumido, aceptado estoicamente por la voluntad del hombre, a la manera de la aceptación pasiva del destino que hacía libre al sabio estoico. "Existen dos divinidades: el mundo y mi Yo independiente".

Las proposiciones metafísicas dicen lo que no puede ser dicho, son imposibles. Es claro, con estas afirmaciones, que toda proposición referente a Dios, como toda proposición metafísica, sería un abuso, porque se diría lo que no puede ser dicho. Ahora bien, si todas las proposiciones referentes a Dios deben ser erradicadas del ámbito del pensamiento y del lenguaje, no por ello hay una completa ausencia de Dios en Wittgenstein. En el propio Tractatus, en frases aparentemente enigmáticas, aparece Dios. “Existe lo inexpresable. Esto se muestra, es el elemento místico”.

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“Contemplar el mundo sub specie aeterni es contemplarlo en cuanto totalidad, pero totalidad limitada. El sentimiento del mundo en cuanto totalidad limitada constituye el elemento místico”. “Cómo sea el mundo, es completamente indiferente para lo que está más alto. Dios no se revela en el mundo”. “Creer en Dios significa ver que los hechos del mundo no son el fin de la cuestión”.

Se trata de una experiencia inefable, «mística». Dios no puede aparecer en el mundo, no puede ser dicho en el lenguaje. Sin embargo, puede mostrarse, desvelarse en un sentimiento. Echado por la puerta del lenguaje, aparece Dios por la ventana metalingüística de lo místico.

Como Dios está en el orden de lo indecible, no se puede plantear pregunta alguna a propósito de él; una pregunta existe sólo cuando puede decirse algo. El problema de Dios es un pseudoproblema; las proposiciones con las que se podría intentar formularlo son sinsentidos. Pero lo que es un sinsentido desde el punto de vista del lenguaje no es un sinsentido de forma absoluta.

La postura de Wittgenstein es agnóstica por cuanto rechaza de plano la posibilidad de una demostración de la existencia de Dios. Del Absoluto se puede tener, en cambio, una certeza inefable, mística. La conclusión del Tractatus: “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”, es, por así decirlo, trascendida, pues hay una experiencia de lo incondicionado, de lo místico, que se muestra en el lenguaje, aunque éste no puede decirlo. El «hablar» de lo místico es un «hablar» mudo: se muestra, no se dice.

Es importante subrayar, por otra parte, que el segundo Wittgenstein propugna una teoría pragmática de los juegos de lenguaje, en la que desaparece el elemento místico. En sus Investigaciones filosóficas la doctrina pluralista de los juegos de lenguaje ha conducido a la defensa de las proposiciones sobre Dios, puesto que éstas tendrían sentido en un determinado juego de lenguaje, que se justifica por su uso: su significado vendrá dado por el uso del lenguaje; los juegos de lenguaje tienen su fundamento en las formas de vida, se verifican en su uso.

Según lo que acabamos de ver, para Wittgenstein el discurso acerca de Dios sería un discurso sin sentido, o lo que él llama una pseudoproposición. A lo máximo que se puede aspirar es a que Dios forme parte del mundo interior del creyente. Dios no representa ningún hecho, actual o posible, y por lo tanto no cumple con los requisitos del principio de representación isomórfica que ha de cumplir toda proposición para tener sentido. No es una tesis que describa hechos o estados de cosas, sino que es una afirmación acerca del mundo en su totalidad y, por tanto, en

cierto sentido, debe estar más allá del mundo.