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1 Universidad Panamericana Departamento de Humanidades ___________________________________________________ Persona y sociedad Antología de textos Selección de textos del Dr. VICENTE DE HARO Edición del Dpto. de Humanidades

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Universidad Panamericana

Departamento de Humanidades

___________________________________________________

Persona y sociedad

Antología de textos

Selección de textos del Dr. VICENTE DE HARO

Edición del Dpto. de Humanidades

© 2011 Corregida y editada: 2012, 2013, 2014 Universidad Panamericana Departamento de Humanidades Augusto Rodin 498 Insurgentes Mixcoac 03920 México, DF [email protected]

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Índice

Contenido Alcibíades I (De la naturaleza humana) ....................................................................................... 5

Fragmentos de Anaximandro, Anaxímenes y Heráclito .......................................................... 59

Fedón, selección .............................................................................................................................. 62

Acerca del alma, Libro II ............................................................................................................... 92

Suma Teológica, cuestión 75, selección ..................................................................................... 100

Metafísica I, selección .................................................................................................................. 104

Teeteto (160c-163a) ....................................................................................................................... 106

De veritate, Cuestión 1, artículo 1 (selección)........................................................................... 111

De veritate, Cuestión 1, artículo 4 .............................................................................................. 113

Suma Teológica, Cuestión 16, artículo 6 ................................................................................... 113

Suma Teológica, Cuestión 85, selección .................................................................................... 116

Mito de la caverna, República, VII (514a-521c) ........................................................................ 119

Suma Teológica I, q.2, a. 3 (las cinco vías para demostrar la existencia de Dios)……………………… .129

Fe y saber ....................................................................................................................................... 143

La incapacidad para el diálogo (1971) ....................................................................................... 151

Suma contra gentiles, Libro II, Capítulo 66, selección ............................................................ 155

El mundo como voluntad y representación, par. 21 ............................................................... 157

Más allá del bien y del mal ......................................................................................................... 160

Suma Teológica, cuestión 82, selección ..................................................................................... 162

Crítica de la razón pura, selección ............................................................................................. 165

La acción, selección ...................................................................................................................... 174

Cartas a Lucilio - Carta 11, fragmento ....................................................................................... 180

República, IV (439a-441c) ............................................................................................................ 182

Ética Nicomáquea (1149a, 25- 1149b, 3)..................................................................................... 190

Manual 5, 8, 17 .............................................................................................................................. 191

La promesa, Caminos del reconocimiento ................................................................................ 196

Suma Teológica, cuestión 29, selección ..................................................................................... 204

Pensamientos, selección .............................................................................................................. 206

Fundamentación de la metafísica de las costumbres .............................................................. 208

Principios de una sociedad personalista ................................................................................... 212

Nota: Los textos no están ordenados cronológicamente. El orden de los textos antologados

se corresponde con el programa del curso de la siguiente manera:

Tema 1. Introducción - ¿qué es el ser humano? : Alcibíades, Fragmentos presocráticos, Fedón,

Acerca del alma II, S.Th. q. 75

Tema II: Inteligencia y verdad: Metafísica I, Teeteto, Acerca de la verdad I,1 y I, 4, S.Th. q. 16 y

85, Rep. VII, S. Th. I, q. 2, a. 3, Fe y razón, Fe y saber, La incapacidad para el diálogo, SCG II, 66.

Tema III: Voluntad y autodeterminación: El mundo como voluntad y representación, Más allá

del bien y del mal, S.Th. q. 82, Crítica de la razón pura, Dos conceptos de libertad, La acción.

Tema IV: Afectividad y carácter: Cartas a Lucilio, Rep. IV, Ética Nicomaquea, Manual,

Confesiones, La promesa.

Tema V: Persona y trascendencia: S.Th. q. 29, Pensamientos, Fundamentación de la metafísica

de las costumbres, Principios de una sociedad personalista.

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Alcibíades I (De la naturaleza humana)

Platón

Platón (428/427 a. C. – 347 a. C) filósofo griego, alumno de Sócrates y maestro de

Aristóteles; de familia noble y aristocrática.

Existe discusión respecto a si este diálogo es auténticamente de Platón o no. Al

margen de ello, es un texto que expone la importancia del autoconocimiento: si

Alcibíades quiere ser un político exitoso -le demuestra Sócrates- ha de conocerse

primero a sí mismo, esto es, a su alma, y ha de luchar por conseguir las virtudes que

auténticamente perfeccionan al alma humana. El texto plantea, pues, la necesidad del

conocimiento antropológico: para alcanzar la excelencia en cualquier actividad, hay que

saber antes quién es el hombre, y quién es uno mismo, planteando las preguntas

correctas desde un espíritu inquisitivo y filosófico como el de Sócrates.

SÓCRATES.- Hijo de Clinias, creo que te sorprende que, después de haber sido yo

el primero en enamorarme de ti, sea el único en no abandonarte cuando los demás lo han

hecho, a pesar de que, mientras ellos te estuvieron importunando con su conversación, yo

a lo largo de tantos años ni siquiera te dirigí la palabra. Y el motivo de ello no era humano,

sino que se trataba de un impedimento divino, cuya potencia conocerás más adelante. He

vuelto a ti ahora que ya no se me opone, y que tengo la esperanza de que en lo sucesivo no

me apartará más. En efecto, durante este tiempo he estado examinando cómo te

comportabas con tus admiradores, y me he dado cuenta de que, por numerosos y

orgullosos que fueran, ninguno de ellos se ha liberado de verse superado por tu

arrogancia. Quiero explicarte la razón de esta altanería: dices que no necesitas a nadie para

nada; tus recursos son amplios, de modo que no careces de nada, empezando por el

cuerpo y terminando por el alma, pues crees en primer lugar que eres muy hermoso y

muy alto, y, desde luego, en este sentido todos deben estar de acuerdo en que no mientes.

Además, perteneces a una familia muy emprendedora de tu ciudad, que también es la más

grande de Grecia, y por tu padre dispones de ilustres parientes y amigos en gran número,

que estarían dispuestos a ayudarte si en algo los necesitaras. Por parte de tu madre tienes

también otros tantos que no son menos influyentes. 1 De todas las ventajas que he

enumerado, piensa que te proporciona la mayor el poder de Pericles, el hijo de Jantipo, a

quien tu padre os dejó como tutor tuyo y de tu hermano. Pericles puede hacer lo que

quiera, no sólo en esta ciudad, sino en toda Grecia y entre numerosos grandes pueblos

bárbaros. Añadiré que te encuentras en el número de los ricos, aunque creo que de esto es

de lo que menos te enorgulleces. Envanecido por todas las circunstancias, te has

sobrepuesto a tus admiradores, y ellos, sintiéndose inferiores a ti, se dejaron dominar, cosa

que a ti no te pasó desapercibida. Es por eso, estoy seguro, por lo que te preguntas

sorprendido con qué idea no renuncio a mi amor y con qué esperanza me mantengo,

cuando los demás ya han abandonado.

ALCIBÍADES.- Tal vez no sepas, Sócrates, que por poco me has tomado la

delantera, pues yo tenía la idea de dirigirme a ti en primer lugar y hacerte la misma

pregunta, para saber qué es lo que quieres y con qué esperanza me importunas,

obstinándote continuamente en presentarte donde yo me encuentre. Porque, en realidad,

me sorprende tu modo de obrar y tendría mucho gusto en informarme.

SÓC.- Pues bien, escúchame con atención, si verdaderamente, como aseguras, estás

deseoso de saber qué pienso. Voy a hablar pensando que me vas a oír con paciencia.

ALC.- Muy bien. Habla entonces.

SÓC.- Ten cuidado, porque no sería sorprendente que lo mismo que me costó

trabajo empezar, pueda terminar también con dificultades.

ALC.- Habla, querido amigo, que yo estoy dispuesto a escucharte.

1 El padre de Alcibíades era eupátrida y se consideraba descendiente de Orestes y Agamenón. Poseía grandes terrenos que le daban una influencia considerable. Murió en la Batalla de Coronea, año 446, cuando Alcibíades sólo tenía 4 años, por lo que éste fue confiado a la tutela de Pericles, pariente próximo. Dinómaca, madre de Alcibíades, pertenecía a la familia de los Alcmónidas y era nieta de Clístenes.

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SÓC.- Hablemos entonces. Aunque no es cómodo para un enamorado presentarse

ante un hombre que no se deja vencer por ningún amor, sin embargo debo tener valor

para expresar mi pensamiento. Porque yo, Alcibíades, si viera que estabas satisfecho con

las ventajas que enumeré anteriormente y que estabas decidido a pasarte la vida en medio

de ellas, hace tiempo que habría dejado de amarte, estoy seguro de ello. Pero ahora te voy

a demostrar a ti mismo que tienes otros designios, con lo cual comprenderás que me he

pasado el tiempo prestándote atención. Yo creo que si algún dios te dijera: <<Alcibíades,

¿prefieres seguir viviendo con lo que ahora tienes o morir al punto si no pudieras

conseguir nada más?>>, estoy seguro de que preferirías la muerte. Pues bien, voy a

explicarte con qué esperanza vives. Piensas que si dentro de poco compareces ante el

pueblo ateniense (y calculas que ello ocurrirá dentro de pocos días), al presentarte

demostrarás a los atenienses que eres digno de honores como no lo fueron ni Pericles ni

ningún otro de sus predecesores, y que al hacer esta demostración conseguirás el mayor

poder en la ciudad. Y si eres aquí el más poderoso, también lo serás en el resto de Grecia, y

no sólo entre los griegos, sino incluso entre cuantos bárbaros habitan el mismo continente

que nosotros. Y si de nuevo el mismo dios te dijera que debes reinar en Europa, pero que

no se te permitiría pasar a Asia ni emprender allí actividades, creo que no estarías

dispuesto a vivir en estas condiciones sin poder saturar, por así decirlo, a toda la

humanidad con tu nombre y tu poder. Yo creo que, a excepción de Ciro y Jerjes, piensas

que ningún hombre fue digno de consideración. Tal es tu esperanza, estoy seguro, y no me

apoyo en conjeturas. A lo mejor tú me preguntarías, sabiendo que digo la verdad: <<¿Y

qué relación hay, Sócrates, entre esto y las razones por las que afirmabas no

abandonarme?>>. Yo a esto te responderé: <<Querido hijo de Clinias y Dinómaca, la razón

es que sin mi ayuda es imposible que des cumplimiento a todos esos proyectos tuyos: tan

grande es la influencia que creo tener sobre tus intereses y tu propia persona; y es por ello

por lo que pienso que el dios me ha impedido durante tanto tiempo hablar contigo,

permiso que yo esperaba que algún día me concedería. Porque de la misma manera que tú

tienes la esperanza de demostrarle a la ciudad que lo vales todo para ella y de esa manera

conseguirás al punto plenos poderes, también yo tengo la esperanza de ser muy poderoso

a tu lado, demostrando que para ti lo valgo todo, hasta el punto que ni tu tutor, ni tus

parientes ni persona alguna son capaces de conseguirte el poder que deseas, excepto yo,

con la ayuda del dios, por supuesto>>. Mientras tú eras bastante joven, antes de que te

desbordaran tantas esperanzas, en mi opinión el dios no permitía que te hablara para

evitar que lo hiciera inútilmente. Ahora me ha dejado en libertad porque ya estás

dispuesto a escucharme.

ALC.- Verdaderamente, Sócrates, me pareces ahora mucho más sorprendente,

desde que empezaste a hablar, que cuando me seguías en silencio, y eso que entonces ya lo

eras, y no poco. Y en cuanto a que yo tenga o no los proyectos que me atribuyes, tú ya lo

has decidido, al parecer, y, aunque lo niegue, no tendré más probabilidades de

convencerte. De acuerdo. Si es eso lo que más deseo, ¿puedes decirme cómo se llevará a

cabo por tu mediación, y como sin ella no sería posible?

SÓC.- ¿Me estás preguntando si puedo decirlo con un largo discurso, como los que

tú estás acostumbrado a escuchar? Porque no es ésa mi norma, a pesar de lo cual, creo que

puedo demostrarte que las cosas son como he dicho, con la única condición de que me

hagas un pequeño favor.

ALC.- Estoy dispuesto, si no te refieres a un favor complicado.

SÓC.- ¿Acaso te parece complicado responder a las preguntas?

ALC.- No, me parece fácil.

SÓC.- Entonces, contéstame.

ALC.- Pregunta.

SÓC.- Voy a hacerte las preguntas dando por supuesto que realmente tienes los

pensamientos que te atribuyo.

ALC.- De acuerdo, si así lo deseas, para que yo sepa lo que vas a decir.

SÓC.- Veamos, pues. Tú te propones, según mis afirmaciones, comparecer ante los

atenienses dentro de poco para darles consejos. Pero supongamos que, cuando vas a

dirigirte a la tribuna, yo te detengo para preguntarte: <<Alcibíades, ¿compareces para

aconsejar a los atenienses sobre un tema que se proponen deliberar? ¿Lo haces porque se

trata de temas que tú conoces mejor que ellos?>>. ¿Qué me contestarías?

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ALC.- Te diría que, en efecto, se trata de un tema que conozco mejor que ellos.

SÓC.- Luego eres un buen consejero en los temas que conoces.

ALC.- Naturalmente.

SÓC.- ¿Y no es cierto que únicamente conoces los temas que aprendiste de otros o

que tú mismo descubriste?

ALC.- ¿Y qué otros temas podrían ser?

SÓC.- Entonces, ¿hay algo que hayas aprendido o averiguado por ti mismo alguna

vez, sin querer aprenderlo ni investigarlo por ti mismo?

ALC.- No es posible.

SÓC.- Por otra parte, ¿habrías querido averiguar o aprender lo que tú creías saber?

ALC.- Desde luego que no.

SÓC.- Luego lo que sabes ahora, ¿hubo un tiempo en que pensabas que no lo

sabías?

ALC.- Necesariamente.

SÓC.- Pues bien, eso que has aprendido, yo lo sé más o menos, y si se me pasa algo

por alto, corrígeme. Tú has aprendido, en lo que yo recuerdo, a leer y escribir, a tocar la

cítara y a luchar; no quisiste, en cambio, aprender a tocar la flauta. Esto es lo que tú sabes,

a no ser que hayas aprendido algo sin que yo me enterara. Pienso que en ese caso sería sin

salir de casa ni de día ni de noche.

ALC.- No, porque no he recibido más enseñanzas que éstas.

SÓC.- Siendo así, ¿te levantas para aconsejar a los atenienses cuando tratando de

ortografía someten a deliberación la manera correcta de escribir?

ALC.- ¡No, por Zeus! Desde luego, yo no.

SÓC.- ¿Y cuando discuten sobre el arte de tocar la lira?

ALC.- De ninguna manera.

SÓC.- Ni tampoco suelen deliberar en la asamblea sobre las luchas de atletas.

ALC.- Efectivamente, no.

SÓC.- Entonces, ¿de qué tema discuten cuando tú intervienes? Porque no será para

tratar sobre las construcciones.

ALC.- Claro que no.

SÓC.- Porque un arquitecto en este tema dará mejores consejos que tú.

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿No será cuando deliberen sobre un tema de adivinación2?

ALC.- No.

SÓC.- Porque un adivino también sabe de ese tema más que tú.

ALC. Sí.

SÓC.- Y ello tanto si es grande como si es pequeño, hermoso o feo, noble o de baja

estirpe.

ALC.- Sin duda.

SÓC.- Porque, en mi opinión, el consejo corresponde al que sabe en cada tema, y no

al rico.

ALC.- Desde luego que sí.

SÓC.- Luego el que sea rico o pobre el consejero les tendrá sin cuidado a los

atenienses cuando deliberen sobre la sanidad pública, pero procurarán que el consejero

sea un médico.

ALC.- Es lo lógico.

SÓC.- Entonces, ¿a propósito de qué tema de discusión tendrás ocasión de

levantarte para dar un buen consejo?

ALC.- Cuando deliberen sobre sus propios intereses, Sócrates.

SÓC.- ¿Te refieres a la construcción de barcos, cuando discutan qué clase de naves

se deben construir?

ALC.- No es eso lo que quiero decir, Sócrates.

SÓC.- En efecto, en mi opinión tú no conoces la construcción naval. ¿Es ésa la razón

o hay alguna otra?

ALC.- Es precisamente ésa.

2 Se sabe que los adivinos tomaban parte en Atenas de las deliberaciones públicas. Además se consultaba oficialmente algún oráculo, sobre todo el de Delfos, y había un intérprete público de los oráculos.

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SÓC.- Entonces, ¿a qué clase de intereses te refieres para que tú intervengas en la

deliberación?

ALC.- Son los temas referentes a la guerra y a la paz, Sócrates, o a cualquier otro

asunto propio de la ciudad.

SÓC.- ¿Quieres decir cuando discuten con quiénes hay que hacer la paz y a quiénes

la guerra y de qué manera?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y no hay que hacerlo con quienes sea mejor?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y en la ocasión más oportuna?

ALC.- Naturalmente.

SÓC.- ¿Y durante tanto tiempo como sea mejor?

ALC.- Sí.

SÓC.- Pero los atenienses discutieran contra quiénes deben luchar en las palestras y

con quiénes llegar a las manos y de qué manera, ¿les aconsejarías mejor tú o el maestro de

gimnasia?

ALC.- El maestro de gimnasia, sin duda.

SÓC.- ¿Y podrías decirme con qué intención el maestro de gimnasia aconsejaría con

quiénes conviene luchar y con quiénes no, cuándo y de qué manera? Quiero decir lo

siguiente: ¿No se debe luchar contra quienes es mejor hacerlo, o no?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y en la medida más conveniente?

ALC.- Así es.

SÓC.- ¿Y en el mejor momento?

ALC.- Desde luego.

SÓC.- Y, de la misma manera, cuando se canta acompañado de cítara, ¿no hay que

ajustar el paso al canto?

ALC.- Es preciso hacerlo.

SÓC.- ¿Y en el momento más adecuado?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y tanto como sea mejor?

ALC- De acuerdo.

SÓC.- Pues bien, ya que diste el nombre de <<mejor>> a estos dos casos, al

acompañamiento de la cítara, al canto y a la lucha, ¿a qué llamas <<mejor>> en el

acompañamiento de la cítara, lo mismo que a lo mejor en la lucha lo llamo entrenamiento

gimnástico? ¿Cómo defines tú lo mejor?

ALC.- No se me ha ocurrido.

SÓC.- Entonces procura hacer lo mismo que yo. Yo contesté que lo mejor es lo

absolutamente correcto, y es correcto lo que se hace de acuerdo con el arte. ¿No es así?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y no se trataba del arte de la gimnasia?

ALC.- En efecto.

SÓC.- Yo afirmé que lo mejor en la lucha era el entrenamiento gimnástico.

ALC.- Eso es lo que dijiste, en efecto.

SÓC.- ¿Y no es correcto?

ALC.- Yo creo que sí.

SÓC.- Ahora te toca a ti, pues también te conviene razonar correctamente; dime en

primer lugar cuál es el arte que corresponde a tocar la cítara, cantar y llevar el paso

correctamente. ¿Cómo se llama conjuntamente? ¿O es que no sabes responder?

ALC.- Desde luego, no sé.

SÓC.- Pero inténtalo al menos; ¿cuáles son las diosas de ese arte?

ALC.- ¿Te refieres a las Musas, Sócrates?

SÓC.- En efecto. Pero fíjate: ¿qué nombre deriva de ellas el arte?

ALC.- Me parece que te refieres a la música.

SÓC.- A eso me refiero. ¿Y qué es lo que resulta correcto en ella? Lo mismo que yo

te definía lo que es correcto en el arte de la gimnasia, ¿cómo dices tú también que se llama

en este caso?

ALC.- Musical, me parece.

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SÓC.- Buena respuesta. Sigamos pues. Cuando se hace lo mejor en la guerra y en la

paz, ¿cómo defines tú lo que es aquí lo mejor? Lo mismo que al definir lo mejor en cada

cosa decías que lo mejor en música era lo más musical y en cuanto a ejercicios físicos lo

mejor era lo más gimnástico, intenta definir también aquí lo mejor.

ALC.- Es que, en realidad, no puedo.

SÓC.- Pues es una vergüenza que, mientras estás dando consejos sobre

abastecimientos diciendo que esto es mejor que aquello, y ahora y en tal cantidad, alguien

te pregunte: <<¿qué entiendes por mejor, Alcibíades?>>, tú le respondas que lo más sano,

aunque no pretendas ser médico. Y cuando se te pregunta, por el contrario, sobre algo que

tú pretendes saber e incluso aconsejar porque lo conoces bien, ¿no te avergonzarías de no

poder decirlo? ¿No parecerá vergonzoso?

ALC.- Desde luego que sí.

SÓC.- Entonces reflexiona y trata de definir en qué consiste lo mejor: en el

mantenimiento de la paz o en hacer la guerra con quienes conviene.

ALC.- Pues aun considerándolo no consigo darme cuenta.

SÓC.- ¿No sabes entonces que cada vez que hacemos la guerra nos reprochamos

mutuamente desgracias para lanzarnos al combate y qué términos usamos entonces?

ALC.- Ya lo creo que sí: decimos que nos engañan, que vamos obligados o que nos

privan de nuestros bienes.

SÓC.- Sigue. ¿Y cómo sufrimos cada una de esas desgracias? Intenta definir cada

uno de los casos.

ALC.- ¿Quieres decir, Sócrates, si es justa o injustamente?

SÓC.- Eso mismo.

ALC.- Pero es que en ese caso se diferencia de punta a cabo.

SÓC.- ¿Cómo? ¿Con quiénes aconsejarías a los atenienses que hicieran la guerra,

con los que obran justamente o con los que son injustos con ellos?

ALC.- ¡Qué cosa más extraña preguntas! Porque sí alguien piensa que hay que

hacer la guerra a los que actúan justamente, al menos no lo admitiría.

SÓC.- Porque aparentemente eso no es lícito.

ALC.- Claro que no, y ni siquiera parece honorable.

SÓC.- Entonces, ¿pensando en la justicia darías tus consejos?

ALC.- A la fuerza.

SÓC.- Entonces, lo que yo te preguntaba hace un momento sobre lo que es mejor en

cuanto a luchar o no hacerlo, y con quiénes hay que luchar y con quiénes o, en qué ocasión

y cuándo no, ¿es otra cosa que lo más justo? ¿Tú qué dices?

ALC.- Lo parece al menos.

SÓC.- ¿Cómo, pues, mi querido Alcibíades, no te diste cuanta de que sabías eso sin

darte cuenta, o es que a mí me pasó desapercibido que tú estabas aprendiendo y

frecuentabas un maestro que te enseñaba a distinguir lo justo de lo injusto? ¿Y quién es ese

maestro? Dímelo, para que me presentes también a mí como discípulo.

ALC.- Te estás burlando de mí, Sócrates.

SÓC.- Te juro que no, por el dios de la amistad común a ti y a mí, por quien yo de

ninguna manera juraría en falso. Pero si realmente tienes ese maestro, dime quién es.

ALC.- Pero ¿y si no lo tengo? ¿O es que crees que no puedo saber de otra manera

qué es lo justo y lo injusto?

SÓC.- Sí puedes, suponiendo que lo hayas encontrado.

ALC.- Pero ¿crees que yo no podría encontrarlo?

SÓC.- Podrías, desde luego, a condición de buscarlo.

ALC.- Luego crees que yo no lo habría estado buscando.

SÓC.- Yo creo que lo habrías estado buscando si hubieras creído ignorarlo.

ALC.- Entonces, ¿es que no hubo un tiempo en que yo lo creía?

SÓC.- ¡Muy bien! ¿Podrías decirme cuál es ese tiempo en que tú no creías conocer

lo justo y lo injusto? Veamos, ¿lo buscabas el año pasado y no creías saberlo? ¿O sí lo

creías? Dime la verdad, para que nuestra conversación no sea inútil.

ALC.- Yo creía ya saberlo.

SÓC.- ¿Y hace tres o cuatro, o cinco, no ocurría lo mismo?

ALC.- Desde luego.

SÓC.- Porque antes de ese tiempo tú eras un niño. ¿No es así?

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ALC.- Sí.

SÓC.- Pues bien, estoy seguro de que ya en esa época tú creías saberlo.

ALC.- ¿Cómo estas tan seguro?

SÓC.- Muchas veces, cuando tú eras un niño, te escuchaba en la escuela y en otros

sitios, cuando jugabas a las tabas o algún otro juego y no tenías ninguna duda sobre lo

justo y lo injusto, sino que hablabas con mucha seguridad de cualquiera de tus

compañeros de niñez, afirmando que era malo e injusto y que actuaba con engaño. ¿No es

cierto lo que digo?

ALC.- ¿Y qué otra cosa iba a hacer, Sócrates, cuando alguien me trataba

injustamente?

SÓC.- Pero si, en realidad, tú ignorabas entonces si te trataban injustamente o no,

¿por qué me preguntas lo que tenías que hacer?

ALC.- ¡Por Zeus! Es que, en realidad, yo no lo ignoraba, sino que sabía

perfectamente que era víctima de una injusticia.

SÓC.- Luego, por lo que se ve, ya creías conocer lo justo y lo injusto desde tu

infancia.

ALC.- Naturalmente, y desde luego lo conocía.

SÓC.- ¿Cuándo lo descubriste? Porque, sin duda, no sería cuando ya creías saberlo.

ALC.- No, por cierto.

SOC.- ¿Y cuándo creías ignorarlo? Piénsalo, porque no encontrarás ese tiempo.

ALC.- ¡Por Zeus!, Sócrates: en efecto, no puedo responder.

SÓC.- Luego no lo conoces por haberlo descubierto.

ALC.- No me lo parece en absoluto.

SÓC.- Sin embargo, decías hace un momento que lo sabías sin haberlo aprendido,

¿cómo lo sabes y de dónde?

ALC.- Tal vez no te contesté adecuadamente al decir que lo sabía por haberlo

descubierto personalmente.

SÓC.- Entonces, ¿cómo habría sido la respuesta?

ALC.- Creo que lo aprendí como todo el mundo.

SÓC.- Entonces volvemos al mismo punto. ¿De quién aprendiste? Dímelo.

ALC.- De la gente.

SÓC.- Desde luego, no te amparas en maestros famosos al recurrir a la gente.

ALC.- ¿Y qué? ¿Acaso la gente no es capaz de enseñar?

SÓC.- Ni siquiera a jugar a las damas en el mejor de los casos, a pesar de que eso es

menos serio que la justicia, ¿O no lo crees tú así?

ALC.- Sí.

SÓC.- Luego, si no son capaces de enseñar lo más fácil, ¿podrían enseñar lo más

difícil?

ALC.- ¿Por qué no? Al menos son capaces de enseñar cosas mucho más difíciles

que el juego de damas.

SÓC.- ¿A qué te refieres?

ALC.- Por ejemplo, yo aprendí de ellos a hablar griego y no podría citar a ningún

maestro mío, sino que me remito como discípulo a esos maestros que tú dices que son

serios.

SÓC.- Pero, mi buen amigo, es que en esa materia hay muchos buenos maestros y

con razón se alaba la maestría de la gente.

ALC.- ¿Por qué?

SÓC.- Porque tienen en ese aspecto lo que deben tener los buenos maestros.

ALC.- ¿A qué te refieres?

SÓC.- ¿No sabes que los que tienen que enseñar cualquier cosa primero tienen que

saberla ellos? ¿O no?

ALC.- Sin ninguna duda.

SÓC.- ¿Y no es cierto que los que saben deben estar de acuerdo entre si y no ser

discrepantes?

ALC.- Sí.

SÓC.- Y si discreparan en alguna materia, ¿dirás que la saben?

ALC.- Desde luego que no.

SÓC.- ¿Cómo podrían entonces enseñarla?

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ALC.- De ninguna manera.

SÓC.- Bien. ¿Tú crees que la gente discrepa a propósito de lo que es piedra o

madera? Y cualquier que sea la persona a la que preguntes, ¿no estarán de acuerdo en la

misma respuesta, y no se apoyarán en una misma cosa cuando quieran coger una piedra o

una madera? Y lo mismo sucederá con todas las cosas parecidas. Más o menos me imagino

que es a esto a lo que tú llamas saber griego. ¿No es así?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y no es verdad que en esto, como decíamos, todos están de acuerdo entre sí

y cada uno de ellos en particular, y las ciudades no discuten públicamente sobre estos

temas dando opiniones contradictorias3?

ALC.- Desde luego que no.

SÓC.- Luego, lógicamente, son buenos maestros en esas materias.

ALC.- Sí.

SÓC.- Entonces, si quisiéramos que alguien supiera de estos temas, obraríamos

correctamente enviándole a la escuela de la gente.

ALC.- Desde luego.

SÓC.- Y si quisiéramos que supiera no sólo qué son los hombres y qué son los

caballos, sino también quiénes son buenos corredores y quiénes no, ¿sería también la gente

capaz de enseñárselo?

ALC.- Ciertamente, no.

SÓC.- ¿Y te parece prueba suficiente de que no saben ni son genuinos maestros en

estas materias el hecho de que no estén de acuerdo entre sí sobre ellas?

ALC.- A mí me lo parece.

SÓC.- Pero si quisiéramos saber no sólo quiénes son los hombres, sino cuáles son

los sanos o los enfermos, ¿sería la gente capaz de instruirnos?

ALC.- Cierto que no.

3 Los griegos se entendían perfectamente, a pesar de las diferencias dialectales, que Platón no toma en consideración.

SÓC.- ¿No te bastaría como prueba de que son malos maestros en estas materias el

hecho de ver que ellos mismo están en desacuerdo?

ALC.- A mí sí.

SÓC.- Bien. Y, volviendo al tema de los hombres y las cosas justas e injustas, ¿tú

crees que la gente está de acuerdo entre sí y con los otros?

ALC.- ¡Por Zeus, Sócrates! En absoluto.

SÓC.- Entonces, ¿tú crees que están muy en desacuerdo entre ellos sobre estos

temas?

ALC.- Muchísimo.

SÓC.- Tampoco creo que hayas visto alguna vez ni que hayas oído hablar de

personas discutiendo con tal vehemencia sobre lo sano y malsano que hayan llegado a

pelearse y matarse unos a otros a causa de ello.

ALC.- Desde luego que no.

SÓC.- Pero aunque no hayas visto tales discusiones sobre lo justo y lo injusto, estoy

seguro de que al menos has oído contar otras muchas en Homero, ya que conoces la

Odisea y la Ilíada.

ALC.- Las conozco, desde luego, Sócrates.

SÓC.- ¿Y no tratan estos poemas sobre las discrepancias acerca de lo justo y lo

injusto?

ALC.- Sí.

SÓC.- Y los combates y las muertes se produjeron por estas discrepancias entre los

aqueos y los troyanos, igual que entre los pretendientes de Penélope y Ulises.

ALC.- Lo que dices es cierto.

SÓC.- Y creo que también por este motivo murieron en Tanagra atenienses,

lacedemonios y beocios, y los que murieron más tarde en Coronea, entre ellos tu padre

Clinias. Estas muertes y estos combates se produjeron precisamente por la discrepancia

sobre lo justo y lo injusto. ¿No es así?

ALC.- Así es.

19

SÓC.- ¿Diremos entonces que estas personas disienten con tal furia sobre las cosas

que saben que en su mutua contradicción llegan hasta las mayores violencias?

ALC.- Evidentemente, no.

SÓC.- ¿Y no es a estos maestros, que tú reconoces que son unos ignorantes, a los

que tú te referías?

ALC.- Así parece.

SÓC.- ¿Entonces, qué probabilidad hay de que tú conozcas lo justo y lo injusto en

temas en los que andas vacilante, cuando resulta evidente que ni los has aprendido de

nadie ni tú mismo los has averiguado?

ALC.- A juzgar por lo que estás diciendo, no es probable.

SÓC.- ¿Te estás dando cuenta de que no te expresas bien, Alcibíades?

ALC.- ¿En qué?

SÓC.- Cuando afirmas que soy yo quien hace tales afirmaciones.

ALC.- ¿Cómo? ¿No eres tú quien afirma que yo no sé nada acerca de lo justo y de

lo injusto?

SÓC.- Ciertamente, no.

ALC.- ¿Entonces soy yo?

SÓC.- Sí.

ALC.- ¿Cómo es eso?

SÓC.- Lo vas a saber. Si yo te preguntase qué es más, el uno o el dos, ¿dirías que el

dos?

ALC.- Por supuesto.

SÓC.- ¿En cuánto?

ALC.- En una unidad.

SÓC.- ¿Quién es entonces entre nosotros el que dice que dos es más que uno en una

unidad?

ALC.- Yo.

SÓC.- ¿No era yo el que preguntaba y tú el que respondías?

ALC.- Sí.

SÓC.- Y en este tema, ¿soy yo quien hace las afirmaciones cuando pregunto o tú

cuando contestas?

ALC.- Soy yo.

SÓC.- Y si yo te preguntara cómo se escribe el nombre de Sócrates y tú me lo

dijeras, ¿quién haría la afirmación?

ALC.- Yo.

SÓC.- Entonces, veamos, dime en una palabra: cuando se produce una pregunta y

una respuesta, ¿quién es el que dice las cosas, el que pregunta o el que responde?

ALC.- Yo creo que el que responde, Sócrates.

SÓC.- Y hace un momento, a lo largo de todo el razonamiento, ¿no era yo el que

hacía las preguntas?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y tú el que respondía?

ALC.- Desde luego.

SÓC.- Entonces, ¿quién de nosotros dijo lo que se dijo?

ALC.- Parece evidente, Sócrates, a juzgar por lo acordado, que era yo.

SÓC.- ¿Y no se dijo respecto a lo justo y lo injusto que el bello Alcibíades, hijo de

Clinias, no sabía, pero creía saber, y que estaba dispuesto a comparecer ante la asamblea

para dar consejos a los atenienses sobre cosas que ignoraba? ¿No era eso?

ALC.- Es evidente.

SÓC.- Entonces, Alcibíades, aquí ocurre lo de Eurípides: parece que has oído estas

palabras de propia boca y no de la mía, no soy yo el que hace tales afirmaciones, sino tú,

que me las atribuyes sin fundamento. Y, sin embargo, aun así dices la verdad, pues tienes

en tu mente intentar una empresa loca, mi querido amigo, la de enseñar lo que no sabes

después de haberte desentendido de aprender.

ALC.- Yo creo, Sócrates, que los atenienses y los otros griegos raramente se

preguntan qué es lo justo y qué es lo injusto, pues piensan que tales cosas son evidentes y,

dejando estos temas de lado, examinan qué clase de actividades son útiles. Porque yo creo

21

que no es lo mismo lo justo y lo útil, pues muchos se beneficiaron cometiendo grandes

injusticias y, en cambio, otros, en mi opinión, no sacaron beneficio de sus justas acciones.

SÓC.- ¿Y qué? Aun suponiendo que una cosa sea lo justo y otra lo conveniente, ¿no

crees saber sin duda lo que conviene a los hombres y por qué razón?

ALC.- ¿Qué puede impedirlo, Sócrates? Salvo que vuelvas a preguntarme de quién

lo aprendí o como lo averigüé yo mismo.

SÓC.- ¡Qué manera de actuar la tuya! Si dices algo que no es cierto y se da la

posibilidad de demostrártelo por el mismo procedimiento que en el razonamiento

anterior, tú sigues creyendo que hace falta oír de nuevo otras demostraciones, como si las

anteriores fueran como ropa usada que no te querrías poner, si no te presenta alguien una

prueba limpia e inmaculada. Pero yo voy a prescindir de tus preámbulos discursivos y te

seguiré preguntando, a pesar de todo, de dónde aprendiste a conocer lo útil, quién fue tu

maestro, y resumiré en una sola pregunta todo lo que te pregunté con anterioridad.

Porque es evidente que irás a parar a lo mismo y no podrás demostrar ni que conoces lo

útil por haberlo averiguado tú mismo ni que lo aprendiste alguna vez. Y como eres tan

delicado que no te gustaría que te repitiera el mismo razonamiento, prescindo de

examinar si sabes o ignoras lo que es hutu a los atenienses. Pero ¿acaso es lo mismo lo

justo y lo útil, o son diferentes? ¿Por qué no lo demostraste? Si lo deseas, hazlo,

preguntándome como yo te pregunté, o desarrolla tú mismo tu propio razonamiento.

ALC.- Es que no sé si sería capaz, Sócrates, de desarrollarlo ante ti.

SÓC.- Entonces, mi querido amigo, imagínate que yo soy la asamblea y el pueblo,

porque allí tendrás que convencer a cada uno en particular. ¿No es así?

ALC.- Sí.

SÓC.- Pues bien, se puede persuadir a una persona individualmente lo mismo que

a una multitud, de la misma manera que el maestro de gramática, cuando se trata de

letras, persuade lo mismo a uno que a muchos.

ALC.- Es cierto.

SÓC.- Y en materia de número ¿no convence una misma persona a uno como a

muchos?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y esta persona será la que sabe, el matemático?

ALC.- Sin duda.

SÓC.- Entonces, también tú, si eres capaz de convencer a muchos, ¿no podrás

también convencer a uno de las mismas cosas?

ALC.- Es lógico.

SÓC.- Evidentemente, se trata de las cosas que sabes.

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y en qué otra cosa se diferencia el orador que habla ante el pueblo del que

lo hace en esta reunión, salvo en que el primero convence a sus oyentes en conjunto y el

otro lo hace individualmente?

ALC.- Así parece.

SÓC.- ¡Ea, pues!, ya que parece propio de la misma persona convencer a muchos y

a uno solo, practica en mí e intenta demostrar que lo justo a veces no conviene.

ALC.- Eres un burlón, Sócrates.

SÓC.- Pues según eso ahora voy a convencerte, en plan de burla, de lo contrario a

lo que tú te opones a convencerme a mí.

ALC.- Habla, entonces.

SÓC.- Tú limítate a responder a mis preguntas.

ALC.- No, habla tú solo.

SÓC.- ¡Cómo! ¿No eres tú el que desea sobre todo ser persuadido?

ALC.- Muchísimo, desde luego.

SÓC.- Pues bien, si tú mismo declaras que las cosas son como yo digo, ¿te

considerarías especialmente persuadido?

ALC.- Así lo creo.

SÓC.- Entonces contesta, y si tú mismo no te oyes decir que lo justo es también

conveniente, no des crédito a otro que lo diga.

ALC.- Ciertamente no, pero hay que contestar, pues no creo que ello me perjudique

en absoluto.

23

SÓC.- Tienes dotes adivinatorias, pero dime: ¿dices que entre las cosas justas unas

son ventajosas y otras no?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y unas son bellas y otras no lo son?

ALC.- ¿Qué quieres decir con eso?

SÓC.- Si te pareció que alguien hacía cosas vergonzosas pero justas.

ALC.- No lo creo.

SÓC.- ¿Pero todas las cosas justas son bellas?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y qué ocurre con las cosas bellas? ¿Son todas buenas o unas lo son y otras

no?

ALC.- Yo creo, Sócrates, que algunas cosas bellas son malas.

SÓC.- ¿Y crees también que hay cosas vergonzosas buenas?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Acaso te refieres, por ejemplo, a que muchos fueron heridos o muertos por

haber ayudado a un compañero o a un familiar, mientas que otros que no lo hicieron,

debiendo hacerlo, regresaron sanos y salvos?

ALC.- Es así.

SÓC.- Entonces ¿tú piensas que tal ayuda es bella en cuanto al intento de salvar a

quienes debían? ¿En esto la hombría o no?

ALC.- Sí.

SÓC.- Pero la tienes por mala en lo referente a las muertes y heridas. ¿No es así?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Luego una cosa es la hombría y otra la muerte?

ALC.- Desde luego.

SÓC.- Y por la misma razón, socorrer a los amigos ¿no es a la vez bello y malo?

ALC.- No lo parece.

SÓC.- Considera entonces, siguiendo el mismo procedimiento, si esta acción en

cuanto bella también es buena, pues tú estabas de acuerdo, en cuanto a la hombría, que la

ayuda era buena; considera ahora esto mismo, si la hombría es buena o mala, y reflexiona

qué es lo que tú preferirías tener, el bien o el mal.

ALC.- El bien.

SÓC.- Y, desde luego, el bien más grande posible.

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y no admitirías de ningún modo ser privado de él?

ALC.- Naturalmente.

SÓC.- ¿Y qué me dices sobre la hombría?, ¿a qué precio aceptarías ser privado de

ella?

ALC.- Yo no aceptaría la vida siendo un cobarde.

SÓC.- Luego la cobardía te parece el colmo de los males.

ALC.- Al menos a mí, sí.

SÓC.- Tan malo como la muerte, al parecer.

ALC.- Desde luego.

SÓC.- ¿Y no es cierto que lo más opuesto a la muerte y la cobardía son la vida y la

hombría?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y qué preferirías tener, éstas sobre todo y aquéllas no tenerlas de ninguna

manera?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿No es porque éstas te parecen excelentes y aquéllas malísimas?

ALC.- Desde luego.

SÓC.- ¿No crees que la hombría se cuenta entre lo mejor y la muerte entre los

peores males?

ALC.- Yo, sí.

SÓC.- ¿No calificas de hermoso el ayudar a los amigos en el combate, en cuanto

que es una acción hermosa por realizar un bien que es la hombría?

ALC.- Es evidente.

SÓC.- Pero como realización de un mal que es la muerte, tú la calificas de mala.

25

ALC.- Sí.

SÓC.- Luego es justo calificar así cada una de estas acciones: la llamas mala si

produce un mal, mientras que hay que llamarla buena en tanto que produce un bien.

ALC.- Eso creo yo.

SÓC.- Ahora bien, ¿no es hermosa en cuanto es buena, y fea en cuanto es mala?

ALC.- Sí.

SÓC.- Luego, cuando llamas hermosa a la ayuda a los amigos en el combate, pero

mala, no haces otra cosa que calificarla de buena y de mala a la vez.

ALC.- Creo que dices la verdad, Sócrates.

SÓC.- Por consiguiente, ninguna de las cosas bellas, en cuanto bella, es mala, ni

nada vergonzoso es bueno en cuanto que es vergonzoso.

ALC.- Evidentemente.

SÓC.- Otra consideración todavía: quienquiera que obra bien, ¿no es también un

hombre que se porta bien4?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y los que se portan bien no son felices?

ALC.- ¿Quién lo duda?

SÓC.- ¿Y no son felices por la posesión de bienes?

ALC.- Sobre todo por eso.

SÓC.- ¿Y no adquieren estos bines gracias al obrar bien?

ALC.- Naturalmente.

SÓC.- Luego es bueno portarse bien.

ALC.- Desde luego.

SÓC.- ¿La buena conducta es bella?

ALC.- Sí.

SÓC.- Entonces, de nuevo se nos muestra que lo bello y lo bueno son una misma

cosa.

4 Para Sócrates, “portarse bien” es “ser feliz”.

ALC.- Sin duda.

SÓC.- Luego, con este mismo razonamiento, cuando encontremos una cosa bella,

nos daremos cuenta de que la misma es también buena.

ALC.- A la fuerza.

SÓC.- Pero ¿lo que es bueno es provechoso o no?

ALC.- Lo es.

SÓC.- ¿Recuerdas ahora en qué estábamos de acuerdo sobre lo justo?

ALC.- Me parece recordar que las acciones justas necesariamente son bellas.

SÓC.- ¿Y que también las acciones bellas son buenas?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y que lo bueno es provechoso?

ALC.- Sí.

SÓC.- Luego, Alcibíades, lo justo es provechoso.

ALC.- Creo que sí.

SÓC.- ¿Y no eres tú quien dices esto y yo el que pregunto?

ALC.- Parece que soy yo.

SÓC.- Entonces, si alguien se levanta para aconsejar, sea a los atenienses o a los de

Pepareto, y, creyendo distinguir lo justo de lo injusto, afirma que a veces las acciones

justas son malas, ¿qué otra cosa harías sino reírte de él, puesto que tú mismo afirmas que

lo justo y lo provechoso son una misma cosa?

ALC.- ¡Por los dioses, Sócrates!, ya no sé ni lo que digo, y en verdad me da la

impresión de que me encuentro en una situación absurda, pues al contestarte, unas veces

pienso una cosa y otras veces otra.

SÓC.- Y esta confusión, mi querido amigo, ¿ignoras qué causa tiene?

ALC.- En absoluto.

SÓC.- Entonces, ¿crees que si alguien te preguntara si tienes dos ojos o tres, y dos

manos o cuatro, o alguna cosa parecida, le darías unas veces una respuesta y otras veces

otra, o siempre la misma?

27

ALC.- En realidad, ya temo por mí mismo, pero creo que daría siempre la misma

respuesta.

SÓC.- Entonces, ¿sería porque se trata de cosas que sabes?, ¿es ésa la causa?

ALC.- Creo que sí.

SÓC.- Entonces es evidente que das respuestas contradictorias contra tu voluntad

en las materias que ignoras.

ALC.- Es probable.

SÓC.- ¿No estás afirmando que te contradices en tus respuestas sobre lo justo y lo

injusto, lo bello y lo vergonzoso, lo conveniente y lo no conveniente? Es evidente que, si te

contradices, es porque no sabes acerca de esas cosas.

ALC.- Así lo creo.

SÓC.- En ese caso, así están las cosas: cuando alguien no sabe, ¿necesariamente su

alma cambia de opinión en ese tema?

ALC.- Sin duda.

SÓC.- Veamos: ¿tú sabes de qué modo podrías subir al cielo?

ALC.- ¡Por Zeus! Yo al menos, no.

SÓC.- Entonces, ¿también cambia tu opinión en ese aspecto?

ALC.- Ciertamente, no.

SÓC.- ¿Y conoces la causa, o quieres que te la explique?

ALC.- Explícamela.

SÓC.- Pues bien, querido, es porque no crees saberlo, ya que lo ignoras.

ALC.- ¿Qué quieres decir con eso?

SÓC.- Examinémoslo juntos: en cuanto a las cosas que no sabes y que tú reconoces

ignorarlas, ¿cambias de opinión en ese aspecto? Por ejemplo, ¿sabes sin duda que no sabes

acerca de la preparación de los alimentos?

ALC.- Desde luego.

SÓC.- En ese caso, ¿opinas tú mismo sobre cómo deben prepararse y te contradices,

o te confías al que sabe?

ALC.- Hago esto último.

SÓC.- Y si navegaras en un barco, ¿opinarías que hay que mover el timón hacia

dentro o hacia fuera y por no saber cambiarías de opinión, o te confiarías al piloto y te

quedarías tranquilo?

ALC.- Me confiaría al piloto.

SÓC.- Luego no te contradices en las cosas que ignoras si efectivamente sabes que

las ignoras.

ALC.- Creo que no.

SÓC.- ¿Te estás dando cuenta de que los errores en la conducta se producen por

esta ignorancia, que consiste en creer saber cuando no se sabe?

ALC.- ¿Qué quieres decir con eso?

SÓC.- Cuando emprendemos una acción, ¿no es cuando creemos saber lo que

hacemos?

ALC.- Sí.

SÓC.- Y cuando algunos no creen saber, ¿no se confían a otros?

ALC.- Desde luego.

SÓC.- ¿Y no es así como los ignorantes de ese tipo viven sin cometer

equivocaciones porque se remiten a otros en tales materias?

ALC.- Sí.

SÓC.- Entonces, ¿quiénes son los que se equivocan? Porque indudablemente no

son los que saben.

ALC.- Desde luego no son ellos.

SÓC.- Luego, si no son los que no saben ni los ignorantes que son conscientes de su

ignorancia, ¿acaso nos quedan otros que los que no saben, pero creen que saben?

ALC.- No, son éstos.

SÓC.- Luego es esta ignorancia la causa de los males y la verdaderamente

censurable5.

ALC.- Sí.

5 Sócrates mismo se considera un ignorante, pero la peor de las ignorancias es la de no reconocerla.

29

SÓC.- Y cuanto más importantes sean los temas, será tanto más perjudicial y

vergonzosa.

ALC.- Es muy cierto.

SÓC.- Pero veamos, ¿podrías citar algo más importante que lo justo, lo bello, lo

bueno y lo útil?

ALC.- Ciertamente, no.

SÓC.- ¿Y no dices tú que te contradices en estas materias?

ALC.- Sí.

SÓC.- Y si te contradices, ¿no resulta evidente, a juzgar por lo dicho anteriormente,

que no sólo ignoras las cosas más importantes, sino que aun sin saberlas crees que las

sabes?

ALC.- Es posible.

SÓC.- ¡Ay Alcibíades, que desgracia la tuya! Aunque yo vacilaba en calificarla, sin

embargo, como estamos solos, debo hablar. Porque estás conviviendo con la ignorancia,

querido, con la peor de todas, tal como te está delatando nuestro razonamiento, e incluso

tú mismo. Por eso te lanzas a la política antes de recibir formación en ella. Y no eres tú solo

el que padece esta desgracia, sino también la mayoría de los que gestionan los asuntos de

nuestra ciudad, excepto unos pocos, y entre ellos tal vez tu tutor Pericles.

ALC.- Pero al menos se dice, Sócrates, que si ha llegado a ser sabio no ha sido

espontáneamente, sino por haber frecuentado a muchos sabios, a Pitocles y Anaxágoras

entre ellos, y aun ahora, a su edad que tiene, tiene relaciones con Damón con este mismo

fin.

SÓC.- ¿Y qué? ¿O es que has visto alguna vez a un sabio en cualquier materia que

fuera incapaz de hacer sabio a otro en lo mismo que él? Por ejemplo, el que te enseñó las

letras era el mismo un sabio y fue capaz de hacerte a ti y a cualquier otro lo que desease.

¿No es así?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿No serías capaz tu también, que aprendiste de él, de instruir a otro?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y no ocurre lo mismo con el citarista y el maestro de gimnasia?

ALC.- Desde luego.

SÓC.- Porque, sin duda, ésta es una buena prueba del saber de los que saben

cualquier cosa, ser capaces de conseguir que también otro sepa.

ALC.- Eso creo yo.

SÓC.- Según eso, ¿puedes decirme a quién hizo sabio Pericles, empezando por sus

hijos?

ALC.- ¡Qué pregunta, Sócrates, teniendo en cuenta que los hijos de Pericles fueron

tontos!

SÓC.- Entonces, a tu hermano Clinias.

ALC.- ¿Qué podrías decir de Clinias, una cabeza loca?

SÓC.- Entonces, puesto que Clinias es un anormal y los dos hijos de Pericles

resultaron tontos, ¿por qué motivo podemos suponer que desdeña el formarte a ti?

ALC.- Creo que tengo yo la culpa por no prestar atención.

SÓC.- Entonces cítame algún otro, ateniense o extranjero, libre o esclavo, que

gracias a sus relaciones con Pericles se haya hecho más sabio, como yo podría citarte a

Pitoro, el hijo de Isóloco, y a Calias, el hijo de Caliades, instruidos por Zenón; cada uno de

ellos le dio cien minas y se hicieron sabios y famosos.

ALC.- ¡Por Zeus!, no puedo citarte a nadie.

SÓC.- De acuerdo. Veamos entonces: ¿qué te propones sobre ti mismo?, ¿quedarte

como estás ahora o dedicarte a alguna ocupación?

ALC.- Lo discutiremos juntos, Sócrates, aunque pienso en lo que has estado

diciendo y estoy de acuerdo contigo, pues creo que nuestros políticos, excepto unos pocos,

son personas incultas.

SÓC.- ¿Y qué sacas de ello?

ALC.- Pues que si fueran personas cultas, quien intentara rivalizar con ellos tendría

que instruirse y entrenarse como si fuera a enfrentarse con atletas. Pero, en realidad, como

vienen sin la menos preparación a dedicarse a la política, ¿qué necesidad hay de ejercitarse

31

y dedicar muchas molestias a instruirse? Porque estoy seguro de que en lo que a mí se

refiere estaré muy por encima de ellos por mis aptitudes naturales.

SÓC.- ¡Ay de mí querido amigo, lo que acabas de decir! Es muy indigno de tu

empaque y demás circunstancias.

ALC.- ¿Qué quieres decir especialmente con eso, Sócrates?

SÓC.- Me indigno por ti y por mi amor.

ALC.- ¿Por qué?

SÓC.- Porque consideras que tu lucha es con las gentes de aquí.

ALC.- ¿Pues con quiénes si no?

SÓC.- ¿Es digno que haga esa pregunta un hombre que se considera de altos

sentimientos?

ALC.- ¿Qué quieres decir? ¿No es con ellos con quienes tengo que competir?

SÓC.- Escucha: si proyectaras gobernar una trirreme dispuesta para entrar en

combate, ¿te bastaría con ser el mejor piloto de la tripulación, o, además de estar

convencido de que esta condición es fundamental, pondrías tus ojos en tus verdaderos

rivales, y no, como estás haciendo ahora, en tus compañeros de lucha? Porque, sin duda,

debes estar por encima de éstos hasta el punto que no se consideren dignos de ser rivales

tuyos, sino que, sintiéndose en situación inferior, deben colaborar contigo en la lucha

contra el enemigo, si realmente te propones llevar a cabo una acción hermosa digna de ti

mismo y de la ciudad.

ALC.- Ésa es precisamente mi idea.

SÓC.- Entonces, para ti ya vale mucho la pena el hecho de ser superior a los

soldados, pero no pones tu mirada en los jefes enemigos para ver si algún día eres

superior a ellos, estudiándolos y ejercitándote para superarlos.

ALC.- ¿A qué jefes te refieres?

SÓC.- ¿No te has enterado de que nuestra ciudad está continuamente en guerra

contra los lacedemonios y el gran rey?

ALC.- Es cierto.

SÓC.- Entonces, si efectivamente te propones ser el jefe de nuestro pueblo, deberías

pensar correctamente en que la lucha es contra los reyes lacedemonios y contra los persas.

ALC.- Me parece que tienes razón.

SÓC.- Mi querido amigo, no es en Midias el criador de codornices6 en quien debes

poner tus ojos, ni en otros de su misma especie, que intentan meterse en política teniendo

en el alma todavía la tonsura de la esclavitud, como dirían las mujeres a causa de la

incultura que aún no han perdido, ya que se nos han presentado sin saber griego con la

intención de adular al pueblo, pero no para gobernarlo. Es en ésos en quienes debes fijarte,

como digo, y con la mirada puesta en ellos abandonarte y no aprender nada de cuanto

exige aprendizaje, cuando estás a punto de entablar una lucha tan seria, sin entrenarte en

cuanto exige entrenamiento y sin prepararte con toda clase de preparativos para afrontar

la vida pública.

ALC.- Sócrates, creo que es verdad lo que dices, pero, a pesar de ello, pienso que ni

los jefes lacedemonios ni el rey de los persas se diferencian en nada de los demás.

SÓC.- Entonces, querido, examina el valor de ese pensamiento tuyo.

ALC.- ¿En qué sentido?

SÓC.- En primer lugar, ¿tú crees que te preocuparías más de ti mismo si los

temieras y creyeras que son temibles, o al contrario?

ALC.- Es evidente que si los juzgara temibles.

SÓC.- ¿Y crees que si te preocuparas de ti mismo te perjudicaría?

ALC.- De ningún modo, sino que creo que me beneficiaría muchísimo.

SÓC.- Entonces ese pensamiento tuyo sobre ellos contiene en primer lugar una

grandísima desventaja.

ALC.- Tienes razón.

SÓC.- En segundo lugar, es falso, a juzgar por las apariencias.

ALC.- ¿Cómo?

6 Un entrenamiento corriente de los jóvenes atenienses era el de abatir codornices a pedradas. Midias era un gran aficionado a este juego, y Aristófanes, en una comedia perdida, le llama “derribador de codornices”.

33

SÓC.- ¿Es lógico que las mejores naturalezas se encuentren en las razas más nobles

o no?

ALC.- Es evidente que se encuentran entre los más nobles.

SÓC.- ¿Y no lo es también que los bien nacidos, si se les educa bien, acaban

perfeccionándose en la virtud?

ALC.- Sin duda.

SÓC.- Consideremos entonces, comparando nuestra naturaleza y la de ellos, en

primer lugar si creemos que los reyes de los lacedemonios y los de los persas son de raza

inferior. ¿O es que no sabemos que unos proceden de Heracles y de Agamenón y que su

linaje se remonta a Perseo, el hijo de Zeus?

ALC.- Y el nuestro, Sócrates, se remonta a Eurisaces, y el de éste a Zeus.

SÓC.- El linaje nuestro, mi buen Alcibíades, se remonta a Dédalo, y el de éste a

Hefesto, hijo de Zeus, pero el suyo empezando por ellos mismos, es una secuencia de

reyes hasta Zeus: unos, reyes de Argos y Lacedemonia, otros que siempre fueron reyes de

Persia y a menudo incluso de Asia entera, como ahora. Nosotros, en cambio, somos

personas corrientes, tanto nosotros como nuestros padres. Y si tuvieras que hacer valer a

tus antepasados y a Salamina como patria de Eurisaces o a Egina, patria de Áyax, su

antecesor, ante Artajerjes, hijo de Jerjes, ¿te das cuenta del ridículo que harías? Procura

entonces que no seamos inferiores por la majestad de la raza y en general por la educación.

¿O es que no te has dado cuenta de la grandeza actual de los reyes lacedemonios, cuyas

mujeres están confiadas por el Estado al cuidado de los éforos, para que en la medida de lo

posible, no les nazca, sin que se den cuenta, un rey que no proceda de los Heraclidas? Y en

cuanto al rey de los persas, hasta tal punto destaca su majestad que nadie puede sospechar

que el monarca pueda tener por padre sino a otro rey. Por esta razón, no tiene otra guardia

que el temor. Cuando nace el primogénito, a quien corresponde la corona, primero lo

festejan todos los súbditos del rey y luego, pasado el tiempo, en el día de su natalicio, toda

Asia lo celebra con sacrificios y fiestas. En cambio, cuando nacemos nosotros, Alcibíades,

apenas si se enteran los vecinos, como dice el cómico. A continuación, allí, no creía al niño

una mujer cualquiera a sueldo, sino lo eunucos, seleccionados como los mejores entre los

que rodean al rey. A ellos se les encomiendan los restantes cuidados del recién nacido y se

ingenian para que el niño sea lo más hermoso posible, remodelando y enderezando los

miembros del niño. Por sus cuidados, se les tiene en gran estima.

Cuando el niño tiene siete años, empieza a montar a caballo, toma lecciones de

equitación y comienza a ir de cacería. Cuando alcanza dos veces los siete años, se hacen

cargo de ellos los llamados pedagogos reales, que son persas ya mayores seleccionados en

número de cuatro entre los mejores: el más sabio, el más justo, el más prudente y el más

valeroso. El primero de ellos enseña la ciencia de los magos de Zoroastro, hijo de

Horomasde, o sea el culto de los dioses; enseña también el arte de reinar. El más justo

enseña a decir la verdad durante toda la vida; el más prudente, a no dejarse dominar por

ningún placer, para que se acostumbre a ser libre y a comportarse como un verdadero rey,

sabiendo contener en primer lugar sus instintos sin dejarse esclavizar por ellos. El más

valeroso le hace intrépido y audaz, haciéndole ver que el temor es esclavitud. A ti, en

cambio, Pericles te puso como pedagogo a uno de sus criados, completamente inútil por su

edad, Zópiro el tracio. Podría exponerte también en detalle el resto de la educación infantil

de tus rivales, si no fuera demasiado largo y lo dicho no fuera suficiente para explicar todo

lo que sigue. En cambio, de tu nacimiento, Alcibíades, de tu crianza y educación, como de

la de cualquier otro ateniense, no se preocupa nadie, por así decirlo, a no ser algún amante

tuyo.

Pues bien, si quisieras dirigir tus ojos a las riquezas, el lujo, las vestiduras, los

mantos que se arrastran, los ungüentos perfumados, la corte numerosa de seguidores y

todos los demás refinamientos de los persas, tú mismo te avergonzarías al darte cuenta de

lo baja que queda tu situación. E incluso, si quisieras fijarte en la prudencia, el decoro, la

destreza y buen humor, la grandeza de espíritu, la disciplina, valor, perseverancia, el

sentido de la emulación, la pasión por los honores en los lacedemonios, te considerarías en

todo ello a la altura de un niño. Y si ahora quieres poner tu vista en las riquezas y crees

que en esto eres alguien, que tampoco tengamos miedo de hablar de ello, con tal de que te

des cuenta de quién eres. Porque si estás dispuesto a fijarte en las riquezas de los

lacedemonios, comprenderás hasta qué punto las nuestras quedan muy por detrás.

35

Porque es tan grande la extensión que poseen en su territorio y el de Mesenia, que nadie

entre nosotros podría discutirles ni la cantidad ni la calidad, por no hablar de la posesión

de esclavos, sobre todo los ilotas, ni la de caballos o de cualquier otro tipo de ganado que

se críe en Mesenia. Pero dejando de lado todo esto, no hay en conjunto en toda Grecia

tanto oro y plata como el que tienen en privado en Lacedemonia, ya que desde hace

muchas generaciones está entrando allí procedente de todos los países griegos e incluso

bárbaros, y no sale a ninguna parte, sino que, tal como dice en la fábula de Esopo la zorra

al león, del dinero que entra en Lacedemonia hay huellas muy visibles hasta allí, pero

nadie podría ver huellas que salgan. Por ello es preciso reconocer que en oro y plata son

los griegos más ricos, y, entre ellos, su rey. Porque los reyes se benefician de las más

numerosas y mayores aportaciones de oro y plata y además sigue existiendo un tributo

real, que no es pequeño, y se lo pagan los lacedemonios a los reyes.

Las riquezas de los lacedemonios son grandes comparadas con las de los griegos,

aunque no son nada en relación con las de los persas y sus reyes. Así lo oí en una ocasión a

alguien muy digno de confianza de los que suelen ir a la corte del rey; decía que había

atravesado una comarca muy grande y fértil, de una extensión de una jornada de marcha

aproximadamente, llamada por los habitantes <<el cinturón de la reina>>; había otra a la

que llamaban <<el velo>>, y había todavía otras muchas zonas fértiles que estaban

reservadas para el atavío de su esposa; cada una de estas zonas llevaba el nombre de cada

uno de los aderezos, de modo que yo creo que si alguien le dijera a la madre del rey y

esposa de Jerjes, Amestris: <<Se propone rivalizar con tu hijo el hijo de Dinómaca, una

mujer cuyo atavío puede valorarse en cincuenta minas como mucho y cuyo hijo posee en

Erquía un terreno que ni llega a trescientas fanegas>>, se preguntaría sorprendida en qué

confiaba el tal Alcibíades para proponerse rivalizar con Artajerjes, y pienso que ella misma

diría que este hombre no podría confiar para su empresa en otra cosa que en su esmero y

en su destreza, que son las únicas dignas de consideración entre los griegos. Y si además

se enterara de que el tal Alcibíades intenta ahora semejante empresa, en primer lugar sin

tener ni siquiera veinte años y encima sin haber recibido ninguna formación; si se añade a

esto que quien le aprecia ante todo le dice que debe instruirse, perfeccionarse y entrenarse

antes de rivalizar con el rey, pero que él no está dispuesto a hacerlo, sino que asegura que

ya tiene suficiente preparación, pienso que ella quedaría asombrada y preguntaría: <<Pero,

en ese caso, ¿con qué cuenta el jovencito?>>. Y entonces, si le dijéramos que cuenta con su

belleza, su estatura, su estirpe, su riqueza y su talento natural, creería, Alcibíades,

comparando todas estas cualidades con lo que ella posee, que nos hemos vuelto locos.

Pienso que también Lampido, hija de Leotíquides, mujer de Arquidamo y madre de Agis,

todos los cuales fueron reyes 7 , se asombraría también ella, fijándose en las

disponibilidades de los suyos, al ver que tú, tan mediocremente formado, te propones

rivalizar con su hijo. Verdaderamente, ¿no te parece vergonzoso que las mujeres de

nuestros enemigos juzguen mejor que nosotros mismos cómo debemos ser para poder

atacarles?

En vista de ello, mi querido amigo, hazme caso a mí y a la máxima de Delfos

<<conócete a ti mismo>>, ya que tus rivales son éstos y no los que tú crees, rivales a los

que no podríamos superar por otro medio que con la aplicación y el saber. Porque si tú

careces de estas dos cosas, también te verás privado de llegar a ser famoso entre los

griegos y los bárbaros, lo que, si no me equivoco, estás ansiando más que ninguna otra

cosa en el mundo.

ALC.- ¿Pero qué es a lo que hay que aplicarse, Sócrates? ¿Puedes explicármelo?

Porque pareces que estás diciendo la verdad como nunca.

SÓC.- Puedo explicártelo, pero debemos hacer una reflexión común sobre la

manera de perfeccionarnos. Porque lo que yo digo sobre cómo hay que educarse no es

distinto para ti que para mí. Sólo hay entre nosotros una diferencia.

ALC.- ¿Cuál es?

SÓC.- Que mi tutor es mejor y más sabio que Pericles, que es el tuyo.

ALC.- ¿Y quién es ese tutor tuyo, Sócrates?

7 Al parecer hay un anacronismo, pues Agis no ciñó la corona hasta el 427 ó 426, varios años después de la fecha supuesta del diálogo.

37

SÓC.- Es un dios, Alcibíades, el mismo que no me permitía hasta este día hablar

contigo. Por la confianza que tengo en él, te digo que únicamente se manifestará a ti a

través de mí.

ALC.- Estás bromeando, Sócrates.

SÓC.- Tal vez. Pero aun así digo la verdad al afirmar que necesitamos aplicación

todos los hombres, pero especialmente nosotros dos.

ALC.- En lo que a mí se refiere, no te equivocas.

SÓC.- Ni tampoco en cuanto a mí.

ALC.- Entonces, ¿qué podríamos hacer?

SÓC.- No hay que desanimarse ni ablandarse, compañero.

ALC.- Desde luego, no conviene, Sócrates.

SÓC.- No, en efecto, pero hay que reflexionar en común. Dime: ¿afirmamos que

estamos dispuestos a ser mejores?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿A qué virtud aspiramos?

ALC.- Evidentemente, a la que aspiran los hombres hábiles.

SÓC.- ¿Hábiles en qué?

ALC.- Es evidente que en el desempeño de actividades.

SÓC.- ¿Cuáles? ¿La equitación, por ejemplo?

ALC.- Claro que no.

SÓC.- Porque en ese caso nos dirigiríamos a los maestros de equitación.

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Entonces te refieres a las actividades navales?

ALC.- No.

SÓC.- Porque entonces acudiríamos a los marinos.

ALC.- Sí.

SÓC.- Entonces, ¿a cuáles? ¿Quiénes son los que las practican?

ALC.- Precisamente los atenienses hombres de bien.

SÓC.- ¿Llamas hombres de bien a los sensatos o a los insensatos?

ALC.- A los sensatos.

SÓC.- ¿Y no es bueno el que en cada caso es sensato?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y malo al insensato?

ALC.- Sin duda.

SÓC.- ¿No es acaso el zapatero el que tiene sentido para fabricar calzado?

ALC.- Desde luego.

SÓC.- ¿Y es bueno para ello?

ALC.- Lo es.

SÓC.- Y, en cambio, ¿no carecería de sentido el zapatero para fabricar vestidos?

ALC.- Sí.

SÓC.- Luego es malo para eso.

ALC.- Sí.

SÓC.- Luego, con este mismo razonamiento, la misma persona sería mala y buena.

ALC.- Parece que sí.

SÓC.- ¿Estás diciendo entonces que los hombres buenos son también malos?

ALC.- No, por cierto.

SÓC.- Entonces, ¿a quiénes llamas tú hombres buenos?

ALC.- En lo que a mí se refiere, llamo así a los capaces de gobernar la ciudad.

SÓC.- ¿Pero no los caballos?

ALC.- Claro que no.

SÓC.- ¿Entonces a los hombres?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿A los hombres enfermos?

ALC.- No.

SÓC.- ¿A los navegantes?

ALC.- Tampoco.

SÓC.- ¿A los que recogen la cosecha?

ALC.- No.

39

SÓC.- ¿A los que no hacen nada o a los que hacen algo?

ALC.- Me refiero a los que hacen algo.

SÓC.- ¿Hacen qué? Intenta explicármelo.

ALC.- Me refiero a los que se relacionan entre ellos y tienen trato mutuo, como

vivimos nosotros en las ciudades.

SÓC.- ¿Te refieres a mandar a hombres que se relacionan con otros hombres?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Por ejemplo, a los cómitres que utilizan a los remeros?

ALC.- No me refiero a ellos.

SÓC.- Porque esta virtud corresponde al piloto.

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Te refieres entonces a mandar a los flautistas, que dirigen a los cantores y

disponen de coreutas?

ALC.- Tampoco.

SÓC.- Porque también esta virtud corresponde al maestro del coro.

ALC.- Desde luego.

SÓC.- ¿Entonces a qué llamas tú ser capaz de mandar a hombres que se relacionan

con otros hombres?

ALC.- Yo me refiero a los hombres que participan de la vida pública y que se tratan

unos a otros, a ser capaz de mandar a éstos en la ciudad.

SÓC.- ¿Y cuál es este arte? Es como si volviera a preguntarte lo mismo que hace un

momento: ¿qué arte hace capaz a un hombre de saber mandar a los que participan en un

viaje marítimo?

ALC.- El arte de ser piloto.

SÓC.- ¿Y qué ciencia capacita para mandar a los que participan del canto, de la que

hablábamos hace un momento?

ALC.- Precisamente la que tú decías, la de maestro de coro.

SÓC.- ¿Y cómo llamas a la ciencia de los que participan de la política?

ALC.- Yo la llamo buen consejo, Sócrates.

SÓC.- ¿Pero es que piensas que la ciencia de los pilotos carece de consejo?

ALC.- Claro que no.

SÓC.- ¿Entonces hay buen consejo?

ALC.- Yo creo que lo hay, al menos para salvar a los navegantes.

SÓC.- Tienes razón. Pero ¿a qué tiende lo que tú llamas buen consejo?

ALC.- A mejorar la administración de la ciudad y mantenerla a salvo.

SÓC.- ¿Y cuáles son las cosas con cuya presencia o ausencia se mejora la

administración y la seguridad? Es como si tú me preguntaras qué presencia y qué ausencia

mejoran el régimen y la seguridad del cuerpo. Yo te contestaría que la presencia de la

salud y la ausencia de enfermedad. ¿No lo crees tú así?

ALC.- Sí.

SÓC.- Y si tú de nuevo me preguntarás: <<¿Qué cosa presente mejora los ojos?>>,

yo te contestaría, de la misma manera, que la presencia de la vista y la ausencia de la

ceguera. Y en cuanto a los oídos, diría que por la ausencia de la sordera y por la presencia

de la audición se mejoran y se mantienen en mejor estado.

ALC.- Es correcto.

SÓC.- Y si consideramos una ciudad, ¿con qué presencia y qué ausencia mejora y

está mejor atendida y gobernada?

ALC.- Yo creo, Sócrates, que ello ocurre cuando hay recíproca amistad y al mismo

tiempo están ausentes el odio y las luchas de partidos.

SÓC.- ¿Llamas amistad a la concordia o a la divergencia de opiniones?

ALC.- A la concordia.

SÓC.- ¿Y en virtud de qué arte las ciudades están de acuerdo en los números?

ALC.- Por la aritmética.

SÓC.- ¿Y en cuanto a los individuos? ¿No es también la misma?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y también cada uno consigo mismo?

ALC.- Sí

41

SÓC.- ¿Y en virtud de qué arte cada uno está de acuerdo consigo mismo sobre la

longitud del palmo y el codo? ¿No es por el arte de la medición?

ALC.- Sin duda.

SÓC.- ¿Y no están de acuerdo también entre sí los individuos y los estados?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y no ocurre lo mismo en lo referente al peso?

ALC.- En efecto.

SÓC.- Y en cuanto a la concordia de la que tú hablas ¿en qué consiste, a qué se

refiere y qué arte la proporciona? Y lo mismo que se la proporciona a la ciudad, ¿se la

proporciona también al individuo, tanto para él en sí mismo como para otro?

ALC.- Es lógico que así sea.

SÓC.- ¿Cuál es entonces? No te canses de mis preguntas, sino procura

responderme.

ALC.- Yo creo que me estoy refiriendo a la amistad y a la concordia que hacen que

el padre y la madre estén de acuerdo en su amor al hijo, el hermano con el hermano, y la

mujer con su marido.

SÓC.- ¿Crees entonces, Alcibíades, que un marido puede estar de acuerdo con su

mujer en cuanto a la manera de hilar; él que no sabe con ella, que sí sabe8?

ALC.- Claro que no.

SÓC.- Ni falta alguna que hace, ya que se trata de un conocimiento propio de la

mujer.

ALC.- Sí.

SÓC.- Y en ese caso, ¿podría estar de acuerdo una mujer con su marido en lo

referente a la infantería pesada, sin haberlo aprendido?

ALC.- Desde luego que no.

SÓC.- Porque probablemente tú dirías que es cosa de hombres.

ALC.- Evidentemente.

8 Sócrates se está burlando de Alcibíades, pues normalmente un marido no pretende saber estas cosas.

SÓC.- Luego, según tu razonamiento, unos conocimientos son propios de mujeres

y otros de hombres.

ALC.- Sin duda.

SÓC.- O sea, en ese caso no hay concordia entre mujeres y hombres.

ALC.- No.

SÓC.- Ni tampoco amistad, si efectivamente la amistad era concordia.

ALC.- No lo parece.

SÓC.- Por consiguiente, cuando las mujeres llevan a cabo las labores propias de su

sexo, los hombres no las quieren.

ALC.- Parece que no.

SÓC.- Ni las mujeres quieren a los hombres mientras llevan a cabo las suyas.

ALC.- No.

SÓC.- En ese caso, ¿tampoco están bien gobernadas las ciudades cuando cada uno

hace lo que le corresponde?

ALC.- Yo creo que sí, Sócrates.

SÓC.- ¿Cómo puedes hablar así no estando presente la amistad, por cuya presencia

decíamos que estaban bien gobernadas las ciudades, y no de otra manera?

ALC.- Pero es que yo creo que la amistad surge en ellos precisamente porque cada

uno realiza lo que es de su incumbencia.

SÓC.- No pensabas así hace un momento; ahora, ¿qué quieres dar a entender?,

¿Qué surge las amistad aunque no haya acuerdo?, ¿o que puede haber acuerdo incluso en

materias que unos saben y otros no?

ALC.- Imposible.

SÓC.- ¿Pero se obra justa o injustamente cada vez que todos hacen lo que les

corresponde?

ALC.- Se obra justamente, desde luego.

SÓC.- Entonces, cuando los ciudadanos llevan a cabo actividades justas en la

ciudad, ¿no surge la amistad entre ellos?

ALC.- A mí me parece, Sócrates, que surge necesariamente.

43

SÓC.- En ese caso, ¿a qué amistad y acuerdo te refieres, sobre la que debemos estar

instruidos y bien aconsejados si queremos ser hombres dignos? Porque no alcanzo a

comprender ni lo que es ni en quiénes se encuentra. Unas veces, según tu razonamiento,

aparece como presente en los mismos individuos y otras no.

ALC.- Pero, ¡por los dioses!, Sócrates, ya ni siquiera yo mismo sé lo que digo, y es

posible que sin darme cuenta haya estado hace tiempo en una situación muy vergonzosa.

SÓC.- Pus hay que tener confianza, porque si te hubieras dado cuenta de ello a los

cincuenta años, te sería difícil poner remedio, pero con la edad que tienes ahora, es

precisamente cuando tienes que darte cuenta.

ALC.- Y cuando uno se da cuenta de ello, ¿qué debe hacer, Sócrates?

SÓC.- Responder a las preguntas, Alcibíades. Y si así lo haces, si dios quiere y en

tanto que haya que fiarse de mis presentimientos, nos encontraremos mejor tú y yo.

ALC.- Así será en lo que dependa de mis respuestas.

SÓC.- Veamos: ¿qué es preocuparse de sí mismo (ya que a menudo sin darnos

cuenta no nos preocupamos de nosotros mismos, aunque creamos hacerlo) y cuándo lo

lleva a cabo el hombre? ¿Acaso cuando cuida sus intereses y se preocupa de sí mismo?

ALC.- Al menos así yo lo creo.

SÓC.- ¿Y si un hombre se preocupa de sus pies, se preocupa de lo que forma parte

de los pies?

ALC.- No comprendo.

SÓC.- Hablemos de la mano: por ejemplo, ¿podrías decir que un anillo es propio de

otra parte del hombre que no sea un dedo?

ALC.- Claro que no.

SÓC.- Y de la misma manera, ¿no es el calzado propio del pie?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y de la misma manera los vestidos y los mantos respecto al resto del

cuerpo?

ALC.- Sí.

SÓC.- Entonces, según eso, cuando cuidamos nuestro calzado ¿no estamos

cuidando nuestros pies?

ALC.- No acabo de entenderlo bien, Sócrates.

SÓC.- ¿Cómo es eso, Alcibíades? ¿No hablas de cuidar correctamente cualquier

cosa?

ALC.- Sí, desde luego.

SÓC.- ¿Y no hablas de un cuidado correcto cuando alguien mejora una cosa?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Cuál es el arte que mejora el calzado?

ALC.- El arte de la zapatería.

SÓC.- Entonces, ¿con el arte del zapatero cuidamos el calzado?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y no cuidamos también de nuestros pies con el arte del zapatero? ¿O bien

por medio del arte que los mejora?

ALC.- Con este último.

SÓC.- ¿Y el arte que mejora los pies no es el mismo que mejora el resto del cuerpo?

ALC.- Al menos a mí me lo parece.

SÓC.- ¿Y este arte no es el de la gimnasia?

ALC.- Sobre todo, éste.

SÓC.- Entonces, ¿por medio de la gimnasia cuidamos nuestros pies y por medio

del zapatero lo que pertenece a los pies?

ALC.- Sin duda.

SÓC.- ¿Y por medio de la gimnasia no cuidamos las manos y con el arte de grabar

anillos lo que pertenece a las manos?

ALC.- Sí.

SÓC.- En una palabra, con la gimnasia nos cuidamos del cuerpo y con el arte de

tejer y otras artes nos cuidamos de las cosas del cuerpo.

ALC.- Totalmente cierto.

45

SÓC.- Luego con un arte cuidamos cada objeto y con otro arte lo que corresponde

al cuerpo.

ALC.- Así parece.

SÓC.- Por consiguiente, cuando te preocupas de tus cosas, no te estás preocupando

de ti mismo.

ALC.- De ningún modo.

SÓC.- Porque al parecer no es el mismo arte con el que cuidamos de nosotros

mismos y de nuestras propias cosas.

ALC.- No lo parece.

SÓC.- Veamos, ¿con qué arte podríamos cuidar de nosotros mismos?

ALC.- No sabría decirlo.

SÓC.- Pero al menos en un punto estamos de acuerdo: en que no sería con el arte

con el que pudiéramos mejorar cualquiera de nuestras cosas, sino con el que nos hiciera

mejores a nosotros mismos.

ALC.- Tienes razón.

SÓC.- Ahora bien, ¿podríamos reconocer qué arte mejora el calzado, sin saber lo

que es el calzado?

ALC.- Imposible.

SÓC.- Ni qué arte hace mejores anillos, si no sabemos lo que es un anillo.

ALC.- Es cierto.

SÓC.- Entonces, ¿podríamos saber qué arte le hace a uno mejor si no sabemos en

realidad lo que somos?

ALC.- No es posible.

SÓC.- ¿Y es efectivamente fácil conocerse a sí mismo y era un pobre hombre el que

puso esa inscripción en el templo de Delfos, o, por el contrario, es algo difícil que no está al

alcance de todo el mundo?

ALC.- En cuanto a mí, Sócrates, con frecuencia pensé que estaba al alcance de todo

el mundo, pero a menudo también me pareció muy difícil.

SÓC.- Pues bien, Alcibíades, sea fácil o no, la situación sigue siendo la siguiente:

conociéndonos, también podremos conocer con más facilidad la forma de cuidar de

nosotros mismos, mientras que si no nos conocemos no podríamos hacerlo.

ALC.- Así es.

SÓC.- De acuerdo entonces, pero ¿cómo podría encontrarse la auténtica realidad?

Porque si la conociéramos, fácilmente descubriríamos lo que somos, pero seremos

incapaces mientras lo ignoremos.

ALC.- Tienes razón.

SÓC.- Veamos entonces, ¡por Zeus! ¿Con quién estás hablando ahora? ¿No estás

hablando conmigo?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y yo no estoy hablando contigo?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Es entonces Sócrates el que habla?

ALC.- Desde luego.

SÓC.- ¿Y Alcibíades el que escucha?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y no habla Sócrates por medio del lenguaje?

ALC.- Naturalmente.

SÓC.- ¿Hablar y utilizar el lenguaje no lo consideras lo mismo?

ALC.- Sin duda.

SÓC.- Y el que utiliza algo y la cosa que utiliza ¿no son distintos?

ALC.- ¿Qué quieres decir?

SÓC.- Es lo mismo que el zapatero, que corta con la cuchilla, con el trinchete y

otras herramientas.

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y no son cosas diferentes el obrero que corta utilizando un instrumento y la

herramienta que emplea para cortar?

ALC.- Naturalmente.

47

SÓC.- ¿Y no serían también cosas distintas el citarista mismo y los instrumentos

que emplea para tocar la cítara?

ALC.- Sí.

SÓC.- Pues eso es lo que te preguntaba hace un momento, si te parece que siempre

es distinto el que emplea un instrumento y el instrumento que utiliza.

ALC.- Sí lo creo.

SÓC.- ¿Y qué diremos del zapatero, que corta únicamente con sus herramientas o

también con sus manos?

ALC.- También con las manos.

SÓC.- Luego ¿también se sirve de ellas?

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y no corta utilizando igualmente sus ojos?

ALC.- Sí.

SÓC.- Luego el zapatero y el citarista son algo distinto de las manos y los ojos con

los que trabajan.

ALC.- Evidentemente.

SÓC.- ¿Y no se sirve el hombre de su cuerpo entero?

ALC.- Desde luego.

SÓC.- Pero se dijo que el que utiliza una cosa es distinto de la cosa que utiliza.

ALC.- Así es.

SÓC.- ¿Entonces el hombre es algo distinto de su cuerpo?

ALC.- Así parece.

SÓC.- ¿Qué es entonces el hombre?

ALC.- No sabría responder

SÓC.- Pero sí puedes decir al menos que es algo que utiliza el cuerpo.

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y no hay otra cosa que lo utilice que no sea el alma?

ALC.- No hay otra cosa.

SÓC.- ¿Y no lo utiliza mandando sobre él?

ALC.- Sí.

SÓC.- Todavía hay algo en lo que creo que nadie discreparía.

ALC.- ¿Qué es?

SÓC.- Que el hombre no sea al menos una de estas tres cosas.

ALC.- ¿Cuáles?

SÓC.- El alma, el cuerpo, o ambos constituyendo un todo.

ALC.- Sin duda.

SÓC.- ¿Y no estuvimos de acuerdo en reconocer que es el hombre el que manda en

el cuerpo?

ALC.- Sí, lo acordamos,

SÓC.- ¿Pero acaso es el cuerpo el que manda en sí mismo?

ALC.- En absoluto.

SÓC.- En efecto, dijimos que él mismo recibe órdenes.

ALC.- Sí.

SÓC.- Luego no es el cuerpo lo que estábamos investigando.

ALC.- Aparentemente, no.

SÓC.- Entonces, ¿acaso es el conjunto de cuerpo y alma el que manda en el cuerpo,

y esto es el hombre?

ALC.- Tal vez.

SÓC.- De ninguna manera, porque si una de las dos partes no participa en el

mundo, es totalmente imposible que el conjunto lo ejerza.

ALC.- Es cierto.

SÓC.- Entonces, puesto que ni el cuerpo ni el conjunto son el hombre, sólo queda

decir, en mi opinión, que o no son nada o, si efectivamente son algo, ocurre que el hombre

no es otra cosa que el alma.

ALC.- Totalmente cierto.

SÓC.- ¿Todavía hace falta demostrarte con mayor claridad que el alma es el

hombre?

ALC.- ¡No, por Zeus! Creo que ya es suficiente.

49

SÓC.- Aunque no sea con precisión, pero sí discreta, nos basta, pues ya la

examinaremos con mayor exactitud cuando descubramos lo que hace un momento

dejamos de lado porque necesitaba mucha reflexión.

ALC.- ¿A qué te refieres?

SÓC.- A lo que se decía recientemente, que en primer lugar había que someter a

consideración o que es la cosa en sí. En cambio, ahora, en lugar de la cosa absoluta en sí

misma, hemos estado considerando lo que cada cosa es en particular9, y ello tal vez sería

suficiente, ya que podríamos afirmar que no hay en nosotros nada más soberano que el

alma.

ALC.- Desde luego que no.

SÓC.- En consecuencia, es correcto considerar que es el alma la que conversa con el

alma cuando tú y yo dialogamos intercambiando razonamientos.

ALC.- Desde luego.

SÓC.- Pues eso es lo que decíamos hace poco: que Sócrates habla con Alcibíades

empleando razonamientos no con tu rostro, como parece, sino con Alcibíades, es decir, con

el alma.

ALC.- Así lo creo.

SÓC.- Luego el que nos ordena conocerse a sí mismo nos está mandando en

realidad conocer el alma.

ALC.- Lo parece.

SÓC.- Por consiguiente, quienquiera que conoce algo de su cuerpo, conoce lo que

es del cuerpo, pero no se conoce a sí mismo.

ALC.- Así es.

SÓC.- Es decir, que ningún médico se conoce a sí mismo en cuanto médico, ni

ningún maestro de gimnasia en cuanto maestro de gimnasia.

ALC.- No parece.

9 Quiere decir que habría que distinguir las diversas parte del alma, y sobre todo la razón, en vez de separar únicamente en el hombre el cuerpo y el alma.

SÓC.- Luego están muy lejos de conocerse a sí mismos los agricultores y demás

artesanos, pues ni conocen sus cosas, al parecer, y en los oficios que profesan todavía están

más lejos de ellas. Conocen, en efecto, lo que pertenece al cuerpo, con lo que éste se

mantiene.

ALC.- Tienes razón.

SÓC.- Por ello, si la sabiduría consiste en conocerse a sí mismo, ninguno de ellos es

sabio por su profesión.

ALC.- No me lo parece.

SÓC.- Precisamente por eso, estos oficios se consideran vulgares y no parecen

conocimientos propios de un hombre de bien.

ALC.- Totalmente de acuerdo.

SÓC.- ¿No volvemos con ello a afirmar que quien cuida su cuerpo cuida lo que a él

se refiere, pero no se cuida a sí mismo?

ALC.- Probablemente.

SÓC.- Y quien se preocupa de sus bienes, ni se preocupa de sí mismo ni de sus

cosas, sino que todavía está más lejos de ellas.

ALC.- Yo también lo creo.

SÓC.- Luego el hombre de negocios tampoco negocia lo suyo.

ALC.- Correcto.

SÓC.- Entonces, si alguien se enamora del cuerpo de Alcibíades, no es de

Alcibíades de quien está enamorado, sino de una cosa de Alcibíades.

ALC.- Tienes razón.

SÓC.- ¿Y el que se enamora de tu alma?

ALC.- Se deduce necesariamente de tu razonamiento.

SÓC.- El que se enamora de tu cuerpo ¿no se alejará de ti cuando se marchite tu

vigor juvenil?

ALC.- Evidentemente.

SÓC.- En cambio, quien se enamore de tu alma no te abandonará mientras se siga

perfeccionando.

51

ALC.- Es lógico.

SÓC.- Por ello, soy yo quien no te abandona, sino que permanezco a tu lado

cuando se marchita tu cuerpo y los otros se alejan.

ALC.- Haces bien, Sócrates, y deseo que no te vayas.

SÓC.- Entonces procura ser lo más bello posible.

ALC.- Lo intentaré.

SÓC.- Pues aquí tienes la situación: nunca hubo, al parecer, ni lo hay ahora, nadie

enamorado de Alcibíades, el hijo de Clinias, salvo un solo hombre, que merece tu aprecio,

Sócrates, el hijo que Sofronisco y Fenarete.

ALC.- Es verdad.

SÓC.- ¿No decías que por poco yo me había adelantado al acercarme a ti, cuando

tú en primer lugar querías dirigirte a mí para averiguar por qué únicamente yo no me

alejaba de ti?

ALC.- Así era.

SÓC.- Pues éste es el motivo, que únicamente yo te amo, mientras que los otros

aman tus cosas. Pero a tus cosas se les termina la primavera, mientras que tú empiezas a

florecer. Por ello, si ahora no te dejas corromper por el pueblo ateniense para llegar a una

situación muy vergonzosa, no hay ningún peligro de que te abandone. Porque lo que más

temo es que, enamorado del pueblo, te nos eches a perder, como les ha ocurrido ya a

muchos atenienses de valía. Pues <<el pueblo de Erecteo de gran corazón>> tiene una

hermosa apariencia, pero hay que desnudarlo para verlo. Toma, pues, las precauciones

que te aconsejo.

ALC.- ¿Qué precauciones?

SÓC.- En primer lugar, ejercítate, mi querido amigo, y aprende lo que hay que

saber para meterse en política, pero no lo hagas antes, a fin de que vayas provisto de

antídotos y no te ocurra ninguna desgracia.

ALC.- Creo que tienes razón, Sócrates, pero intenta explicarme de qué manera

podríamos cuidarnos de nosotros mismos.

SÓC.- Sin duda hemos dado ya un paso adelante, pues nos hemos puesto

discretamente de acuerdo en lo que realmente somos, y temíamos que sin darnos cuenta

nos desviáramos de ello y nos preocupáramos de alguna otra cosa y no de nosotros

mismos.

ALC.- Así es.

SÓC.- A continuación, convinimos que hay que cuidarse del alma y fijarnos en ella.

ALC.- Evidentemente.

SÓC.- En cambio, el cuidado de los cuerpos y de las riquezas hay que confiárselos a

otros.

ALC.- Por supuesto.

SÓC.- ¿Cómo podríamos saber con claridad lo que es en sí? Porque, al parecer, si lo

supiéramos, nos conoceríamos también a nosotros mismos. ¿Acaso no comprendimos

bien, por los dioses, el justo precepto de la inscripción délfica que hace un momento

recordábamos?

ALC.- ¿Qué quieres decir Sócrates, con esa pregunta?

SÓC.- Te voy a explicar lo que sospecho que nos está diciendo y aconsejando esa

inscripción, pues no hay ejemplos en muchos sitios de ella y únicamente tenemos la vista.

ALC.- ¿Qué quieres decir con eso?

SÓC.- Reflexionemos juntos. Imagínate que el precepto dirige su consejo a nuestros

ojos como si fuesen hombre y les dijera: <<mírate a ti mismo>>. ¿Cómo entenderíamos el

consejo? No pensaríamos que aconsejaba mirar a algo en lo que los ojos ibas a verse a sí

mismos.

ALC.- Es evidente.

SÓC.- Consideremos entonces cuál es el objeto que al mirarlo nos veríamos al miso

tiempo a nosotros mismos.

ALC.- Es evidente, Sócrates, que se trata de un espejo y cosas parecidas.

SÓC.- Tienes razón. ¿Y no hay también algo parecido en los ojos con los que

vemos?

ALC.- Desde luego.

53

SÓC.- ¿Te has dado cuenta de que el rostro del que mira a un ojo se refleja en la

mirada del que está enfrente, como un espejo, en lo que llamamos pupila, como una

imagen del que mira?

ALC.- Tienes razón.

SÓC.- Luego el ojo al contemplar a otro ojo y fijarse en la parte del ojo que es la

mejor, tal como la ve, así se ve a sí mismo.

ALC.- Así parece.

SÓC.- En cambio, si mira a otra parte del ser humano o de algún objeto, salvo a

aquello con lo que resulta semejante10, no se verá a sí mismo.

ALC.- Tienes razón.

SÓC.- Entonces, mi querido Alcibíades, si el alma está dispuesta a conocerse a sí

misma, tiene que mirar a un alma, y sobre todo a la parte del alma en la que reside su

propia facultad, la sabiduría, o a cualquier otro objeto que se le parezca.

ALC.- Así pienso yo, Sócrates.

SÓC.- ¿Podríamos decir que hay algo más divino que esta parte del alma en la que

residen el saber y la razón?

ALC.- No podríamos.

SÓC.- Es que esta parte del alma parece divina, y quienquiera que la mira y

reconoce todo lo que hay de divino, un dios y una inteligencia, también se conoce mejor a

sí mismo.

ALC.- Evidentemente.

SÓC.- Sin duda porque, así como los espejos son más claros, más puros y más

luminosos que el espejo de nuestros ojos, así también la divinidad es más pura y más

luminosa que la parte mejor de nuestra alma.

ALC.- Parece que sí, Sócrates.

10 Se refiere a todo lo que sea capaz de reflejar la imagen de los objetos.

SÓC.- Por consiguiente, mirando a la divinidad empleamos un espejo mucho mejor

de las cosas humanas para verla facultad del alma, y de este modo nos vemos y nos

conocemos a nosotros mismos.

ALC.- Sí.

SÓC.- El conocerse a sí mismo ¿no es lo que convinimos que era sabiduría moral?

ALC.- Desde luego.

SÓC.- Y si no nos conociéramos a nosotros mismos ni fuéramos juiciosos,

¿podríamos saber qué cosas nuestras son buenas y cuáles malas?

ALC.- ¿Cómo podríamos hacerlo Sócrates?

SÓC.- Tal vez te parece imposible que sin conocer a Alcibíades se sepa que las

cosas de Alcibíades son suyas.

ALC.- Sin duda es imposible, por Zeus.

SÓC.- Ni tampoco, naturalmente, saber que lo nuestro es nuestro si no nos

conocemos a nosotros mismos.

ALC.- Claro que no.

SÓC.- Luego, si no conocemos nuestras cosas, tampoco podremos conocer lo que

pertenece a ellas.

ALC.- Evidentemente, no.

SÓC.- Entonces estábamos equivocados al convenir hace un momento que hay

personas que no se conocen a sí mismas pero conocen sus cosas, y otros que conoces lo

que tiene relación con ellas. Porque parece que todo ello pertenece a un solo individuo y a

un único conocimiento, el de sí mismo, lo suyo y lo referente a lo suyo.

ALC.- Probablemente.

SÓC.- Y así, quien ignora lo que es suyo, siguiendo el mismo argumento ignoraría

también lo que corresponde a otros.

ALC.- ¿Cómo no?

SÓC.- Y si ignora lo propio de los demás, también ignorará lo referente a los

asuntos de la ciudad.

ALC.- Necesariamente.

55

SÓC.- Luego tal individuo no podría dedicarse a la política.

ALC.- Claro que no.

SÓC.- Ni tampoco a la administración.

ALC.- Desde luego.

SÓC.- Ni siquiera sabrá lo que hace.

ALC.- Sin duda.

SÓC.- Y una persona que no sabe, ¿no cometerá equivocaciones?

ALC.- Claro que sí.

SÓC.- Y al equivocarse ¿no se comportará mal tanto en su vida privada como en la

pública?

ALC.- ¿Cómo no va a hacerlo?

SÓC.- Y al obrar mal ¿no será desgraciado?

ALC.- Y mucho.

SÓC.- ¿Y las personas por las que trabaja?

ALC.- También éstos lo serán.

SÓC.- Entonces ¿no es posible ser feliz si no se es sabio y bueno?

ALC.- No es posible.

SÓC.- Luego los hombres malvados son desgraciados.

ALC.- Muy desgraciados.

SÓC.- Entonces no se escapa a la desgracia acumulando riquezas, sino haciéndose

sabio.

ALC.- Es evidente.

SÓC.- O sea, no son murallas ni trirremes ni arsenales lo que necesitan las

ciudades, Alcibíades, para ser felices, ni siquiera mucha población ni grandeza, si carecen

de virtud.

ALC.- Está claro que no.

SÓC.- Por ello, si vas a conducir los asuntos de la ciudad de manera correcta y

conveniente, tendrás que hacer partícipes de la virtud a los ciudadanos.

ALC.- Desde luego.

SÓC.- Pero ¿se podría hacer partícipe de algo que no se tiene?

ALC.- En absoluto.

SÓC.- Entonces, en primer lugar tienes que adquirir la virtud, y también

quienquiera que esté dispuesto a gobernar y cuidar no sólo de sus asuntos en particular y

de sí mismo, sino también de la ciudad y de sus intereses.

ALC.- Tienes razón.

SÓC.- Por consiguiente, para lo que tienes que prepararte no es para un mando y

un poder con los que puedas hacer lo que quieras contigo y con la ciudad, sino para la

justicia y la sabiduría.

ALC.- Evidentemente.

SÓC.- Porque obrado con justicia y sabiduría, tanto tú como la ciudad actuaréis de

manera grata a los dioses.

ALC.- Es lógico.

SÓC.- Y, como decíamos anteriormente, actuaréis con la mirada puesta en la

luminosidad divina.

ALC.- Sin duda.

SÓC.- Y, por otra parte, al tener allí la mirada, os contemplaréis y conoceréis a

vosotros mismos y también lo que es bueno para vosotros.

ALC.- Sí.

SÓC.- ¿Y no estaréis entonces obrando bien?

ALC.- Sí.

SÓC.- Estoy dispuesto a garantizaros que con tal conducta seréis felices.

ALC.- Es que tu garantía está asegurada.

SÓC.- En cambio, si obráis injustamente, con la mirada puesta en lo impío y

tenebroso, como es lógico, vuestros actos serán similares a ello, por no conoceros a

vosotros mismos.

ALC.- Es lógico.

SÓC.- En efecto, mi querido Alcibíades, si hay libertad para hacer lo que se quiere,

pero sin tener razón, ¿qué le ocurrirá lógicamente al individuo o a la ciudad? Es como si

57

un hombre enfermo tuviera libertad de hacer lo que le viniera en gana sin poseer la razón

capaz de curar, actuando como un tirano hasta el punto de que en nada se le pueda

reprender: ¿qué puede ser de él? ¿No es lo más probable que arruine su cuerpo?

ALC.- Tienes razón.

SÓC.- ¿Y qué ocurrirá en una nave si un pasajero carente del sentido y la capacidad

de un piloto, tuviera libertad para hacer lo que quisiera? ¿Te das cuenta de lo que podría

ocurrirle a él y a sus compañeros de navegación?

ALC.- Estoy seguro de que todos perecerían.

SÓC.- ¿Y no ocurrirá lo mismo en la ciudad y en el ejercicio de toda clase de cargos

y libertades carentes de virtud, a lo que sigue una actuación nefasta?

ALC.- Necesariamente.

SÓC.- Luego no es el poder absoluto, mi querido Alcibíades, lo que tienes que

conseguir ni para ti ni para la ciudad, si queréis ser felices, sino la virtud.

ALC.- Lo que dices es cierto.

SÓC.- Y antes de poseer la virtud, será preferible obedecer a un hombre mejor que

mandar a un hombre hecho, no sólo a un niño.

ALC.- Es evidente.

SÓC.- Ahora bien, ¿lo mejor no es también lo más hermoso?

ALC.- Desde luego.

SÓC.- ¿Y lo más hermoso es lo más conveniente?

ALC.- Sí.

SÓC.- Entonces conviene que el hombre sin virtud sea esclavo, pues es mejor para él.

ALC.- Es decir, la falta de virtud es de naturaleza servil.

SÓC.- Mientras que la virtud es propia del hombre libre.

ALC.- Sí.

SÓC.- Entonces, querido, ¿no convendrá huir del servilismo?

ALC.- Más que ninguna otra cosa.

SÓC.- ¿Te das cuenta de tu actual situación? ¿Es realmente la de un hombre libre o

no?

ALC.- Creo que me doy perfecta cuenta de ello.

SÓC.- ¿Y sabes cuál es el medio para liberarte de tu situación actual? Para no

llamarlo por su nombre ante un hombre tan hermoso como tú.

ALC.- Me doy cuenta de ello.

SÓC.- ¿Cuál es el medio?

ALC.- Me liberaré si tú quieres, Sócrates.

SÓC.- No respondiste correctamente, Alcibíades.

ALC.- ¿Qué tengo que decir entonces?

SÓC.- Tienes que decir <<si dios quiere>>.

ALC.- Pues bien, lo digo. Pero quiero añadir lo siguiente, y es que corremos el

peligro de cambiar nuestros papeles, Sócrates, tomando yo el tuyo y tú el mío. Porque no

hay manera de evitar que a partir de hoy o te instruya y tú te dejes instruir por mí.

SÓC.- En ese caso, querido, mi amor no se diferenciará del de la cigüeña, si he

anidado en ti un amor alado que de nuevo se cuidará de él.

ALC.- Pues ésta es la situación: voy a empezar a preocuparme de la justicia.

SÓC.- Me gustaría que perseveraras, pero tengo un gran temor, no porque desconfíe de tu

naturaleza, sino porque veo la fortaleza de nuestra ciudad y temo que pueda conmigo.i

59

Fragmentos de Anaximandro, Anaxímenes y Heráclito

Anaximandro de Mileto. Nació en el año 610 a. C. en la ciudad Jonia de Mileto

(Asia Menor) y murió aproximadamente en el 546 a. C. Discípulo y continuador de

Tales, se le atribuye sólo un libro, que es sobre la naturaleza. Anaxímenes de Mileto

(585 a. C. - 524 a. C.) fue discípulo y compañero de Anaximandro, coincidiendo con él en

que el principio de todas las cosas es infinito. Declaró principio de los seres al aire, por

generarse de él todo y disolverse en él de nuevo. Heráclito de Éfeso, conocido también

como «El Oscuro de Éfeso», nació en el año 535 a. C. y falleció en el 484 a. C.

Los siguientes fragmentos son una muestra de lo que los intentos de los

primeros filósofos por encontrar el principio (arché) de la naturaleza. Estos grandes

autores, antecedentes del desarrollo científico y filosófico de Occidente, fueron los

primeros en tratar de ofrecer una explicación estrictamente racional del orden que

podemos contemplar en la naturaleza: de los ciclos y los ritmos naturales y de sus

elementos más básicos. Al margen de las respuestas que cada uno de ellos ofrece

(Anaximandro propone el ápeiron o infinito como principio de lo natural; Anaxímenes

defiende al aire como principio de todos los seres y Heráclito examina el cambio y su

relación con el lógos o principio racional del universo y lo representa con el fuego), lo

relevante de estos fragmentos en una aproximación filosófica al ser humano, es que

ponen las bases para comprender el orden natural y la racionalidad del cosmos. Sin

comprender las distintas dimensiones del orden natural, es imposible comprender al ser

humano como aquella creatura que depende de la naturaleza y a la vez la trasciende

mediante su inteligencia y su voluntad. Los límites, sin embargo, de la aproximación al

hombre que puede intentarse desde las ideas de estos primeros filósofos, se encuentran

en su tendencia al materialismo: aparentemente los principios de la naturaleza que ellos

identifican son elementos materiales de la misma, lo cual, como se verá más adelante,

resultará insuficiente para una comprensión completa tanto de la naturaleza en general

como del ser humano en particular.

Fragmento de Anaximandro

…proclama principio y elemento de los seres lo infinito, habiendo sido el primero

en introducir este nombre de principio. Dice, en efecto, que el principio no es ni el agua ni

ningún otro des llamados elementos, sino otra cierta naturaleza, infinita, de la que se

generan todos los cielos y los mundos que hay en ellos; pues:

“En aquello en que los seres tienen su origen, en eso mismo viene a parar su

destrucción, según lo que es necesario; porque se hacen justicia y dan reparación unos a

otros de su injusticia, en el orden del tiempo.”

Como dice en estos términos un tanto poéticos.

Teofrasto, Opiniones de los físicos, fragmento2, en Simplicio, Comentario a la Física de

Aristóteles, 24, 13.

Fragmento de Anaxímenes

“Como nuestra alma, afirma, que es aire, nos domina y une, así un aliento y un

aire circunda y sujeta al mundo entero.”

Pseudo-Plutarco, Sentencias de los filósofos, 3,4.

Fragmentos de Heráclito

Introducción lógica

(123) 10 La naturaleza ama el ocultarse.

Cosmología

61

(30) 20 Este mundo, el mismo para todos, no lo hizo ninguno de los dioses ni de

los hombres, sino que ha sido eternamente y es y será un fuego eternamente viviente, que

se enciende según medidas y se apaga según medidas.

(31) 21 Vicisitudes del fuego: primeramente, la mar: de la mar, la mitad tierra, la

mitad borrasca.

(31) 23 Se funde en la mar en la misma medida y razón en que existía antes de

hacerse tierra.

(76) 25 El fuego vive la muerte del aire y el aire vive la muerte del fuego; el agua

vive la muerte de la tierra, la tierra la del agua.

(53) 44 La guerra es la madre de todo, la reina de todo, y a los unos los ha

revelado dioses, a los otros hombres; a los unos los ha hecho esclavos, a los otros libres.

(51) 45 No comprenden cómo divergiendo coincide consigo mismo: acople de

tensiones, como en el arco y la lira.

(51) 56 Acople de tensiones, el del mundo, como el del arco y la lira.

(80) 62 Hemos de saber que la guerra es común a todos, y que la lucha es justicia, y que

todo nace y muere por obra de la lucha.

Fedón, selección

Platón

El Fedón o “Sobre la inmortalidad del alma” es un diálogo platónico que se

ambienta en las últimas horas de vida de Sócrates, ante la mayoría de sus amigos

reunidos.

La cuestión de la que se ocupa esta lectura es, quizá, el tema antropológico por

antonomasia: el tema del alma humana. ¿Qué es el alma? ¿Cómo se relaciona con el

cuerpo? ¿Puede separarse de él? ¿Qué pasa con el alma después de la muerte? Además

de las creencias religiosas, ¿hay argumentos racionales, estrictamente filosóficos, para

probar la inmortalidad del alma?

Platón es uno de los primeros en ocuparse sistemáticamente del tema del ser del

alma y sus relaciones con el cuerpo. El Fedón, diálogo que expone las últimas

disertaciones de Sócrates antes de su muerte, presenta algunos de los pasajes más

relevantes y mejor estudiados sobre el alma y su inmortalidad en toda la historia del

pensamiento occidental. El fragmento aquí presentado incluye los argumentos

preliminares para demostrar la inmortalidad del alma, las objeciones que dos de sus

interlocutores plantean a Sócrates, y luego la respuesta definitiva de este último con un

argumento que, se dice, es el crucial para demostrar que el alma no muere. El análisis de

todos estos argumentos, y de la postura platónica respecto al alma y el cuerpo, es

indispensable en un curso de antropología filosófica. Como se verá en la lectura, nos

apartamos ahora de una antropología materialista, aunque de la mano de Platón nos

aproximamos a una antropología dualista, no exenta de problemas teóricos que habrá

que analizar con cuidado.

63

-Ahora bien, no examines eso sólo en relación con los humanos – dijo Sócrates -, si

quieres comprenderlo con más claridad, sino en relación con todos los animales y las

plantas, y en general respecto a todo aquello que tiene nacimiento, veamos si todo se

origina así, no de otra cosa, sino que nacen de sus contrarios todas aquellas cosas que

tienen algo semejante, por ejemplo la belleza es lo contrario de la fealdad y lo justo de lo

injusto, y a otras cosas innumerables les sucede lo mismo. Examinemos, pues, esto: si

necesariamente todos los seres que tienen un contrario no se originan nunca de ningún

otro lugar sino de su mismo contrario. Por ejemplo, cuando se origina algo mayor, ¿es

necesario, sin duda que nazca de algo que era antes menor y luego se hace mayor?

-Sí.

-Por tanto, si se hace menor, ¿de algo que antes era mayor se hará luego menor?

-Así es - dijo.

-¿Y así de lo más fuerte nace lo más débil y de lo más lento lo más rápido?

-Desde luego.

-¿Qué más? ¿Lo que se hace peor no será a partir de algo mejor, y si se hace más

justo, de lo más injusto?

-¿Pues cómo no?

-¿Tenemos bastante entonces con esto, que todo sucede así, que las cosas contrarias

se originan a partir de sus contrarios?

-Desde luego.

-¿Qué más? Ocurre algo como esto en esos cambios, que entre todos esos pares de

contrarios que son dos hay dos procesos genéticos, de lo uno y de lo otro por un lado, y

luego de nuevo de lo otro hacia lo anterior. Entre una cosa mayor y una menor hay un

aumento y una disminución, y así llamamos a un proceso crecer y a otro disminuir.

-Sí – dijo.

-Por tanto también el descomponerse y el componerse, y el enfriarse y el calentarse,

y todo de ese modo, aunque no usemos nombres en cada caso, sino que de hecho es

necesario que así se comporte, ¿nacen entre sí uno de otro y cada uno tiene un proceso

genético recíproco?

-Efectivamente así es – dijo.

-¿Qué más? – dijo -. ¿Hay algo contrario al vivir, como es el dormir al estar

despierto?

-Desde luego – contestó.

- ¿Qué?

-El estar muerto.

-¿Por tanto estas cosas nacen una de otra, si es que son contrarias, y los procesos de

generación entre ellas son dos, por ser dos?

-¿Pues como no?

-Pues una de las parejas que yo mencionaba – dijo Sócrates – te hablaré yo, de ella y

de sus procesos genéticos, y tú dime de la otra. Me refiero al dormir y al estar despierto, y

del estar despierto al dormir, y los procesos generativos de uno y otro son el dormirse y el

despertarse. ¿Te resulta bastante – dijo – o no?

-Desde luego que sí.

-Dime ahora tú – dijo - de igual modo respecto a la vida y la muerte. ¿No afirmas

que el vivir es lo contrario al estar muerto?

-Yo sí.

-¿Y nacen el uno del otro?

-Sí.

-Así pues, ¿qué se origina de lo que vive?

-Lo muerto.

-¿Y qué – dijo – de lo que está muerto?

-Necesario es reconocer – dijo – que lo que vive.

-¿De los muertos, por tanto, Cebes, nacen las cosas vivas y los seres vivos?

-Está claro.

-Existen entonces – dijo – nuestras almas en el Hades.

-Parece ser.

-Es que de los dos procesos generativos a este respecto al menos uno resulta

evidente. Pues el morir, sin duda, es evidente, ¿o no?

65

-En efecto, así es – respondió.

-¿Cómo, pues – dijo él -, haremos? ¿No admitiremos el proceso genético contrario,

sino que de ese modo quedará coja la naturaleza? ¿O es necesario conceder al morir algún

proceso generativo opuesto?

-Totalmente necesario – contestó.

-¿Cuál es ese?

-El revivir.

-Por lo tanto – dijo él -, si existe el revivir, ¿ése sería el proceso generativo desde los

muertos hacia los vivos, el revivir?

-Sí, en efecto.

-Así que hemos reconocido que de este modo los vivos han nacido de los muertos

no menos que los muertos de los vivos, y siendo eso así parece haber un testimonio

suficiente, sin duda, de que es necesario que las almas de los muertos existan en algún

lugar, de donde luego nazcan de nuevo.

-A mí me parece- contestó- Sócrates, que según lo que hemos acordado es necesario

que sea así.

-Advierte, por cierto, Cebes – dijo -, que no lo hemos acordado injustamente, según

me parece a mí. Porque si no se admitiera que unas cosas se originan de las otras siempre,

como avanzando en un movimiento circular, sino que el proceso generativo fuera uno

rectilíneo, sólo de lo uno a lo opuesto enfrente, y no se volviera de nuevo hacia lo otro ni

se produjera la vuelta, ¿sabes que todas las cosas al concluir en una misma forma se

detendrían, y experimentarían el mismo estado y dejarían de generarse?

-¿Cómo dices? – replicó.

-No es nada difícil de imaginar lo que digo – dijo él -. Así, por ejemplo, si existiera

el dormirse, y no se compensara con el despertarse que se genera del estar dormido, sabes

que al concluir todo vendría a demostrar que lo de Endimón fue una fruslería y en ningún

lugar se le distinguiría por el hecho de que todas las cosas tendrían su mismo

padecimiento: quedarse dormidas. Y si todas las cosas se mezclaran y no se separaran,

pronto habría resultado lo de la sentencia de Anaxágoras: “conjuntamente todas las

cosas”. De modo similar, amigo Cebes, también si murieran todos los seres que participan

de la vida y, después de haber muerto, permanecieran en esa forma los muertos, y no

revivieran de nuevo, ¿no sería entonces una gran necesidad que todo concluyera por estar

muerto y nada viviera? Pues si los seres vivos nacieran, por un lado, unos de los otros, y,

por otro, los vivientes murieran, ¿qué recurso habría para impedir que todos se

consumieran en la muerte?

-Ninguno en mi opinión, Sócrates – dijo Cebes -, sino que me parece que dices por

completo la verdad.

-Pues nada es más cierto, Cebes – dijo -, según me parece a mí, y nosotros no

reconocemos esto mismo engañándonos, sino que en realidad se da el revivir y los

vivientes nacen de los muertos y las almas de los muertos perviven [y para las buenas hay

algo mejor, y algo peor para las malas].

-También es así – dijo Cebes tomando la palabra -, de acuerdo con ese otro

argumento, Sócrates, si es verdadero, que tú acostumbras a decirnos a menudo, de que el

aprender no es realmente otra cosa sino recordar, y según éste es necesario que de algún

modo nosotros hayamos aprendido en tiempo anterior aquello de lo que ahora nos

acordamos. Y eso es imposible, a menos que nuestra alma haya existido en algún lugar

antes de llegar a existir en esta forma humana. De modo que también por ahí parece que el

alma es algo inmortal.

-Pero Cebes – dijo Simmias interrumpiendo -, ¿cuáles son las pruebas de eso?

Recuérdamelas. Porque en este momento no me acuerdo demasiado de ellas.

-Se fundan en un argumento espléndido – dijo Cebes -, según el cual al ser

interrogados los individuos, si uno los interroga correctamente, ellos declararan todo de

acuerdo a lo real. Y ciertamente, si no se diera en ellos una ciencia existente y un

entendimiento correcto, serían incapaces de hacerlo. Luego, si uno los pone frente a los

dibujos geométricos o alguna otra representación similar entonces se demuestra de

manera clarísima que así es.

67

-Y si no te convences, Simmias, con esto – dijo Sócrates -, examínalo del modo

siguiente, y al examinarlo así vas a concordar con nosotros. Desconfías, pues de que en

algún modo el llamado aprendizaje es una reminiscencia.

-No es que yo – dijo Simmias – desconfíe, sino que solicito experimentar eso mismo

de lo que ahora se trata: que me haga recordar. Si bien con lo que Cebes intentó exponer

casi ya lo tengo recordado y me convenzo, sin embargo en nada menos me gustaría ahora

oírte de qué modo tú planteas la cuestión.

-Yo del modo siguiente – repuso -. Reconocemos, sin duda, que siempre que uno

recuerda algo es preciso que eso lo supiera ya antes.

-Desde luego – dijo.

-¿Acaso reconocemos también esto, que cuando un conocimiento se presenta de un

cierto modo es una reminiscencia? Me refiero a un caso como el siguiente. Si uno al ver

algo determinado, o al oírlo o al captar alguna otra sensación, no sólo conoce aquello, sino,

además, intuye otra cosa de la que no informa el mismo conocimiento, sino otro, ¿no

diremos justamente que la ha recordado, a esa de la que ha tenido una intuición?

-¿Cómo dices?

-Por ejemplo, tomemos lo siguiente. Ciertamente es distinto el conocimiento de un

ser humano y el de una lira.

-¿Cómo no?

-Desde luego sabes que los amantes, cuando ven una lira o un manto o cualquier

otro objeto que acostumbra a utilizar su amado, tienen esa experiencia. Reconocen la lira y,

al tiempo captan en su imaginación la figura del muchacho al que pertenece la lira. Eso es

una reminiscencia. De igual modo, al ver uno a Simmias a menudo se acuerda de Cebes, y

podrían darse, sin duda, otros mil ejemplos.

-Mil desde luego, ¡por Zeus! – dijo Simmias.

-Por tanto, dijo él - ,¿no es algo semejante una reminiscencia? ¿Y en especial cuando

uno lo experimenta con referencia a aquellos objetos que, por el paso del tiempo o al

perderlos de vista, ya los había tenido en el olvido?

-Así es, desde luego – contestó.

-¿Y qué? – dijo él -. ¿Es posible al ver pintado un caballo o ver dibujada una lira

rememorar una persona, o al ver dibujado a Simmias acordarse de Cebes?

-Claro que sí.

-¿Por lo tanto, también viendo dibujado a Simmias acordarse del propio Simmias?

-Lo es, es efecto – respondió.

-¿Entonces no ocurre que, de acuerdo con todos estos casos, la reminiscencia se

genera a partir de cosas semejantes, y en otros casos también de cosas diferentes?

-Ocurre.

-Así que, cuando uno recuerda algo a partir de objetos semejantes, ¿no es necesario

que experimente, además, esto: que advierta si tal objeto le falta algo o no en su parecido

con aquello a lo que recuerda?

-Ocurre.

-Examina ya – dijo él – si esto es de este modo. Decidimos que existe algo igual. No

me refiero a un madero igual a otro madero ni una piedra con otra piedra ni a ninguna

cosa de esa clase, sino a algo distinto, que subsiste al margen de todos estos objetos, lo

igual en sí mismo. ¿decimos que eso es algo, o nada?

-Lo decimos, ¡por Zeus! – dijo Simmias -, y de manera rotunda.

-¿Es que, además, sabemos lo que es?

-Desde luego que sí – repuso él.

-¿De dónde, entonces, hemos obtenido ese conocimiento? ¿No, por descontado, de

las cosas que ahora mismo mencionábamos, de haber visto maderos o piedras o algunos

otros objetos iguales, o a partir de esas cosas lo hemos intuido, siendo diferente a ellas? ¿O

no te parece que es algo diferente? Examínalo con este enfoque. ¿Acaso piedras que son

iguales y leños que son los mismos no le parecen algunas veces a uno iguales, y a otro no?

-En efecto, así pasa.

-¿Qué? ¿Las cosas iguales en sí mismas es posible que se te muestren como

desiguales, o la igualdad aparecerá como desigualdad?

-Nunca jamás, Sócrates.

-Por lo tanto, no es lo mismo – dijo él – esas cosas iguales y lo igual en sí.

69

-De ningún modo a mi me lo parece, Sócrates.

-Con todo – dijo - , ¿a partir de esas cosas, las iguales que son diferentes de lo igual

en sí, has intuido y captado, sin embargo, el conocimiento de eso?

-Acertadísimamente lo dices – dijo.

-¿En consecuencia, tanto si es semejante a esas cosas como si es desemejante?

-En efecto.

-No hay diferencia alguna – dijo él -. Siempre que al ver un objeto, a partir de su

contemplación, intuyas otro, sea semejante o desemejante, es necesario – dijo – que eso sea

un proceso de reminiscencia.

-Así es, desde luego.

-¿Y qué? - dijo él -. ¿Acaso experimentamos algo parecido con respecto a los

maderos y a las cosas iguales de que hablábamos ahora? ¿Es que no parece que son iguales

como lo que es igual por sí, o carecen de algo para ser de igual clase que lo igual en sí, o

nada?

-Carecen, y de mucho, para ello – respondió.

-Por tanto, ¿reconocemos que, cuando uno al ver algo piensa: lo que ahora yo veo

pretende ser como algún otro de los objetos reales, pero carece de algo y no consigue ser

tal como aquél, sino que resulta inferior, necesariamente el que piensa esto tuvo que haber

logrado ver antes aquello a lo que dice que esto se asemeja, y que le resulta inferior?

-Necesariamente.

-¿Qué, pues? ¿Hemos experimentado nosotros también algo así, o no, con respecto

a las cosas iguales y a lo igual en sí?

-Por completo.

-Conque es necesario que nosotros previamente hayamos visto lo igual antes de

aquel momento en el que al ver por primera vez las cosas iguales pensamos que todas

ellas tienden a ser como igual pero que lo son insuficientemente.

-Así es.

-Pero, además, reconocemos esto: que si lo hemos pensado no es posible pensarlo,

sino a partir del hecho de ver o de tocar o de alguna otra percepción de los sentidos. Lo

mismo digo de todos ellos.

-Porque lo mismo resulta, Sócrates, en relación con lo que quiere aclarar nuestro

razonamiento.

-Por lo demás, a partir de las percepciones sensibles hay que pensar que todos los

datos en nuestros sentidos apuntan a lo que lo igual, y que son inferiores a ello. ¿O cómo

lo decimos?

-De ese modo.

-Por consiguiente, antes de que empezáramos a ver, oír, y percibir todo lo demás,

era necesario que hubiéramos obtenido captándolo en algún lugar el conocimiento de qué

es lo igual en sí mismo, si es que a este punto íbamos a referir las igualdades aprehendidas

por nuestros sentidos, y que todas ellas se esfuerzan por ser tales como aquello, pero le

resultan inferiores.

-Es necesario de acuerdo con lo que está dicho, Sócrates.

-¿Acaso desde que nacimos veíamos, oíamos, y teníamos los demás sentidos?

-Desde luego que sí.

-¿Era preciso, entonces, decimos, que tengamos adquirido el conocimiento de lo

igual antes que éstos?

-Sí.

-Por lo tanto, antes de nacer, según parece, nos es necesario haberlo adquirido.

-Eso parece.

-Así que si, habiéndolo adquirido antes de nacer, nacimos teniéndolo, ¿sabíamos ya

antes de nacer y apenas nacidos no sólo lo igual, lo mayor y lo menor, y todo lo de esa

clase? Pues el razonamiento nuestro de ahora no es en algo más sobre lo igual en sí que

sobre lo bello en sí y lo bueno en sí, y lo justo y o santo y, a lo que precisamente me refiero,

sobre todo aquello que etiquetamos con “eso lo que es”, tanto al preguntar en nuestras

preguntas como al responder en nuestras respuestas. De modo que nos es necesario haber

adquirido los conocimientos de todo eso antes de nacer.

71

-Así es.

-Y si después de haberlos adquirido en cada ocasión no los olvidáramos,

naceríamos siempre sabiéndolos y siempre los sabríamos a lo largo de nuestra vida.

Porque el saber consiste en esto: conservar el conocimiento que se ha adquirido y no

perderlo. ¿O no es eso lo que llamamos olvido, Simmias, la pérdida de un conocimiento?

-Totalmente de acuerdo, Sócrates – dijo.

-Y si es que después de haberlos adquirido antes de nacer, pienso, al nacer los

perdimos, y luego al utilizar nuestros sentidos respecto a esas mismas cosas recuperamos,

los conocimientos que en un tiempo anterior ya teníamos, ¿acaso lo que llamamos

aprender no sería recuperar un conocimiento familiar? ¿Llamándolo recordar lo

llamaríamos correctamente?

-Desde luego.

-Entonces ya se nos mostró posible eso, que al percibir algo, o viéndolo u oyéndolo

o recibiendo alguna otra sensación, pensemos a partir de eso en algo distinto que se nos

había olvidado, en algo que se aproxima eso, siendo ya semejante o desemejante a él. De

manera que esto es lo que digo, que una de dos, o nacemos con ese saber y lo sabemos

todos a lo largo de nuestras vidas, o que luego, quienes decimos que aprenden no hacen

nada más que acordarse, y el aprender sería reminiscencia.

-Y en efecto que es así, Sócrates.

-¿Cuál de las dos explicaciones prefieres, Simmias? ¿Qué hemos nacido sabiéndolo

o que luego recordamos aquello de que antes hemos adquirido un conocimiento?

-No sé, Sócrates, qué elegir en este momento.

-¿Qué? ¿Puedes elegir lo siguiente y cómo te parece bien al respecto de esto? ¿Un

hombre que tiene un saber podría dar razón de aquello que sabe, o no?

-Es de todo rigor, Sócrates – dijo.

-Entonces, ¿te parece a ti que todos pueden dar razón de las cosas de que

hablábamos ahora mismo?

-Bien me gustaría – dijo Simmias -. Pero mucho más me temo que mañana a estas

horas ya no quede ningún hombre capaz de hacerlo dignamente.

-¿Por tanto, no te parece – dijo - , Simmias que todos lo sepan?

-De ningún modo.

-¿Entonces es que recuerdan lo que habían aprendido?

-Necesariamente.

-¿Cuándo han adquirido nuestras almas el conocimiento de esas mismas cosas?

Porque no es a partir de cuando hemos nacido como hombres.

-No, desde luego.

-Antes, por tanto.

-Sí.

-Por tanto existían, Simmias, las almas incluso anteriormente, antes de existir en

forma humana, aparte de los cuerpos, y tenían entendimiento.

-A no ser que al mismo tiempo de nacer, Sócrates, adquiramos esos saberes, pues

aún nos queda ese espacio de tiempo.

-Puede ser, compañero. ¿Pero en qué otro tiempo los perdemos? Puesto que no

nacemos conservándolos, según hace poco hemos reconocido. ¿O es que los perdemos en

ese mismo en que los adquirimos? ¿Acaso puedes decirme algún otro tiempo?

-De ningún modo, Sócrates; es que no me di cuenta de que decía un sinsentido.

-¿Entonces queda nuestro asunto así, Simmias? – dijo él -. Si existen las cosas desde

siempre hablamos, lo bello y lo bueno y toda la realidad de esa clase, y a ella referimos

todos los datos de nuestros sentidos, y hallamos que es una realidad nuestra subsistente

de antes, y estas cosas las imaginamos de acuerdo con ella, es necesario que, así como esas

cosas existen, también exista nuestra alma antes de que nosotros estemos en vida. Pero si

no existen, este razonamiento que hemos dicho sería en vano. ¿Acaso es así, y hay una

idéntica necesidad de que existan esas cosas y nuestras almas antes de que nosotros

hayamos nacido, y si no existen las unas, tampoco las otras?

-Me parece a mí, Sócrates, que en modo superlativo – dijo Simmias – la necesidad

es la misma de que existan, y que el razonamiento llega a buen puerto en cuanto a lo de

existir de igual modo nuestra alma antes de que nazcamos y la realidad de la que tú

hablas. No tengo yo, pues, nada que me sea tan claro como eso: el que tales cosas existen al

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máximo: lo bello, lo bueno y todo lo demás que tú mencionabas hace un momento. Y a mí

me parece que queda suficientemente demostrado.

-Y para Cebes, ¿qué? – repuso Sócrates -. Porque también hay que convencer a

Cebes.

-Satisfactoriamente – dijo Simmias -, al menos según supongo. Aunque es el más

resistente de los humanos en prestar fe a los argumentos. Pero pienso que está bien

persuadirlo de eso, de que antes de nacer nosotros existía nuestra alma. No obstante, en

cuanto a que después de que hayamos muerto aún existirá, no me parece a mí, Sócrates

que esté demostrado; sino que todavía está en pie la objeción que Cebes exponía hace unos

momentos, esa de la gente, temerosa de que, al tiempo que el ser humano parezca, se

disperse su alma y esto sea para ella el fin de su existencia. Porque, ¿qué impide que ella

nazca y se constituya de cualquier origen y que exista aun antes de llegar a un cuerpo

humano, y que luego de llegar y separarse se éste, entonces también ella alcance su fin y

perezca?

-Dices bien, Simmias – dijo Cebes -. Está claro, pues, que queda demostrado algo

así como la mitad de lo que es preciso: que antes de nacer nosotros ya existía nuestra alma.

Pero es preciso demostrar, además, que también después de que hayamos muerto existirá

no en menor grado que antes de que naciéramos, si es que la demostración ha de alcanzar

su final.

-Ya está demostrado, Simmias y Cebes – dijo Sócrates - , incluso en este momento si

queréis, ensamblar en uno solo este argumento y el que hemos acordado antes que éste: el

de que todo lo que vive nace de los que ha muerto. Pues si nuestra alma existe antes ya, y

le es necesario a ella, al ir a la vida y nacer, no nacer de ningún otro origen sino de la

muerte y del estar muerto, ¿cómo no será necesario que ella exista también tras haber

muerto, ya que le es forzoso nacer de nuevo? Con lo que decís ya está demostrado incluso

ahora.

Sin embargo, me parece que tanto tú como Simmias tenéis ganas de que tratemos

en detalle, aún más, este argumento, y que estáis atemorizados como los niños de que en

realidad el viento, al salir ella del cuerpo, la dispersa y la disuelva, sobre todo cuando en el

momento de la muerte uno se encuentre no con la calma sino con un fuerte ventarrón.

Entonces Cebes, sonriendo, le contestó:

.Como si estuviéramos atemorizados, Sócrates, intenta convencernos. O mejor, no

es que estemos temerosos, sino que probablemente hay en nosotros un niño que se

atemoriza ante esas cosas. Intenta, pues, persuadirlos de que no tema a la muerte como al

coco.

-En tal caso – dijo Sócrates – es preciso entonar conjuros cada día, hasta que lo

hayáis conjurado.

-¿Pero de dónde, Sócrates – replicó él -, vamos a sacar un buen conjurador de tales

temores, una vez que tú – dijo – nos dejas?

-¡Amplia es Grecia, Cebes! - respondió él -. Y en ella hay hombre de valer, y son

muchos los pueblos de los bárbaros. Que debéis escrutar todos en busca de un conjurador

semejante, sin escatimar dineros ni fatigas, en la convicción de que no hay cosa en que

podáis gastar más oportunamente vuestros haberes. Debéis buscarlo vosotros mismos y

unos con otros. Porque tal vez no encontréis fácilmente quienes sean capaces de hacerlo

más que vosotros.

-Bien, así se hará – dijo Cebes -. Pero regresemos al punto donde lo dejamos, si es

que es de tu gusto.

-Claro que es de mi gusto. ¿Cómo, pues, no iba a serlo?

-Dices bien - contestó.

-Por lo tanto – dijo Sócrates -, conviene que nosotros no preguntemos que a qué

clase de cosa le conviene sufrir ese proceso, el descomponerse, y a propósito de qué clase

de cosa hay que temer que le suceda eso mismo, y a qué otra cosa no. Y después de esto,

entonces, examinaremos cuál de las dos es el alma, y según eso habrá que estar confiado o

sentir temor acerca del alma nuestra.

-Verdad dices – contestó.

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-¿Le conviene, por tanto, a lo que se ha compuesto y a lo que es compuesto por su

naturaleza sufrir eso, descomponerse del mismo modo como se compuso? Y si hay algo

que es simple, sólo a eso no le toca experimentar ese proceso, si es que le toca a algo.

-Me parece a mí que así es – dijo Cebes.

-¿Precisamente las cosas que son siempre de mismo modo y se encuentran en

iguales condiciones, éstas es extraordinariamente probable que sean las simples, mientras

que las que están en condiciones diversas formas, ésas serán compuestas?

-A mí al menos así me lo parece.

-Vayamos, pues, ahora – dijo - hacia lo que tratábamos en nuestro coloquio de

antes. La entidad misma, de cuyo ser dábamos razón al preguntar y responder, ¿acaso es

siempre de igual modo en idéntica condición, o unas veces de una manera y otras de

otras? Lo igual en sí, lo bello en sí, lo que cada cosa es realidad, lo ente, ¿admite alguna vez

un cambio y de cualquier tipo? ¿O lo que es siempre cada uno de los mismos entes, que es

de aspecto único en sí mismo, se mantiene idéntico y en las mismas condiciones, y nunca

en ninguna parte y de ningún modo acepta variación alguna?

-Es necesario – dijo Cebes – que se mantengan idénticas y en las mismas

condiciones, Sócrates.

-¿Qué pasa con la multitud de cosas bellas, como por ejemplo personas o caballos o

vestidos o cualquier otro género de cosas semejantes, o de cosas iguales, o de todas

aquellas que son homónimas con las de antes? ¿Acaso se mantienen idénticas, o, todo lo

contrario a aquéllas, no son iguales a sí mismas, ni unas a otras nunca ni, en una palabra,

de ningún modo son idénticas?

-Así son, a su vez – dijo Cebes -, estas cosas: jamás se preguntan de igual modo.

-¿No es cierto que éstas puedes tocarlas y verlas y captarlas con los demás sentidos,

mientras que a las que se mantienen idénticas no es posible captarlas jamás con ningún

otro medio, sino con el razonamiento de la inteligencia, ya que tales entidades son

invisibles y no son objeto de la mirada?

-Por completo dices verdad – contestó.

-Admitiremos entonces, ¿quieres? – dijo -, dos clases de seres, la una visible, la otra

invisible.

-Admitámoslo también – contestó.

-¿Y la invisible se mantiene siempre idéntica, en tanto que la visible jamás se

mantiene en la misma forma?

-También eso – dijo – lo admitiremos.

-Vamos adelante. ¿Hay una parte de nosotros – dijo él – que es el cuerpo, y otra el

alma?

-Ciertamente – contestó.

-¿A cuál, entonces, de las dos clases afirmamos que es más afín y familiar el

cuerpo?

-Para cualquiera resulta evidente esto: a la de lo visible.

-¿Y qué el alma? ¿Es perceptible por la vista o invisible?

-No es visible al menos para los hombres, Sócrates – contestó.

-Ahora bien, estamos hablando de lo visible y lo no visible para la naturaleza

humana. ¿O crees que en referencia a alguna otra?

-A la naturaleza humana.

-¿Qué afirmamos, pues, acerca del alma? ¿Que es visible o invisible?

-No es visible.

-¿Invisible, entonces?

-Sí.

-Por tanto, el alma es más fin que el cuerpo a lo invisible, y éste lo es a lo visible.

-Con toda necesidad, Sócrates.

-¿No es esto lo que decíamos hace un rato, que el alma cuando utiliza el cuerpo

para observar algo, sea por medio de la vista, sea por medio del oído, o por medio de

algún otro sentido, pues en esto consiste lo de por medio del cuerpo: en el observar algo

por medio de un sentido, entonces es arrastrada por el cuerpo hacia las cosas que nunca se

presentan idénticas, y ella se extravía, se perturba y se marca como si sufriera vértigos,

mientras se mantiene en contacto con esas cosas?

77

-Ciertamente.

-En cambio, siempre que ella las observa por sí misma, entonces se orienta hacia lo

puro, lo siempre existente e inmortal, que se mantiene idéntico, y, como si fuera de su

misma especie se reúne con ello, en tanto que se halla consigo misma y que le es posible, y

se ve libre en el extravío en relación con las cosas que se mantienen idénticas y con el

mismo aspecto, mientras que está en contacto con éstas. ¿A esa experiencia es a lo que se le

llama meditación?

-Hablas del todo bella y certeramente, Sócrates – respondió.

-¿A cuál de las dos clases de cosas, tanto por lo de antes como por lo que ahora

decimos, te parece que es el alma más afín y connatural?

-Cualquiera, incluso el más lerdo en aprender - dijo él -, creo que concedería,

Sócrates, de acuerdo con tu indagación, que el alma es por completo y en todo más afín a

lo que siempre es idéntico que a lo que no lo es.

-¿Y del cuerpo, qué?

-Se asemeja a lo otro.

-Míralo también con el enfoque siguiente: siempre que estén en un mismo

organismo alma y cuerpo, al uno le prescribe la naturaleza que sea esclavo y esté

sometido, y a la otra mandar y ser dueña. Y según esto, de nuevo, ¿cuál de ellos te parece

es semejante a lo divino y cuál a lo mortal? ¿O no te parece que lo divino es lo que está

naturalmente capacitado para mandar y ejercer de guía, mientras que lo mortal lo está

para ser guiado y hacer de siervo?

-Me lo parece, desde luego.

-Entonces, ¿a cuál de los dos se parece el alma?

-Está claro, Sócrates, que el alma a lo divino y el cuerpo a lo mortal.

-Examina, pues, Cebes – dijo -, si de todo lo dicho se nos deduce esto: que el alma

es lo más semejante a lo divino, inmortal, inteligible, uniforme, indisoluble y que está

siempre idéntico consigo mismo, mientras que, a su vez, el cuerpo es lo más semejante a lo

humano, mortal, multiforme, irracional, soluble y que nunca está idéntico a sí mismo.

¿Podemos decir alguna otra cosa en contra de esto, querido Cebes, por lo que no sea así?

-No podemos.

-Entonces, ¿qué? Si las cosas se presentan así, ¿no le conviene al cuerpo disolverse

pronto, y al alma, en cambio, ser por completo indisoluble o muy próxima a ello?

-Pues, ¿cómo no?

-Te das cuenta, pues – prosiguió -, que cuando muere una persona, su parte visible,

el cuerpo, que queda expuesto en un lugar visible, eso que llamamos el cadáver, a lo que le

conviene disolverse, descomponerse y disiparse, no sufre nada de esto enseguida sino que

permanece con aspecto propio durante un cierto tiempo, si es que uno muere en buena

condición y en una estación favorable, y aun mucho tiempo. Pues si el cuerpo se queda

enjuto y momificado como los que son momificados en Egipto, casi por completo se

conserva durante un tiempo incalculable. Y algunas partes del cuerpo, incluso cuando él

se pudra, los huesos, los nervios y todo lo semejante son generalmente, por decirlo así,

inmortales. ¿O no?

-Sí.

-Por lo tanto, el alma, lo invisible, lo que se marcha hacia un lugar distinto y de tal

clase, noble, puro, e invisible, hacia el Hades en sentido auténtico, a la compañía de la

divinidad buena y sabia, adonde, si dios quiere, muy pronto ha de irse también el alma

mía, esta alma nuestra, que es así y lo es por naturaleza, al separarse del cuerpo, ¿al punto

de disolverla y quedará destruida, como dice la mayoría de la gente?

De ningún modo querido Cebes y Simmias. Lo que pasa, de seguro, es lo siguiente:

que separa pura, sin arrastrar nada del cuerpo, cuando ha pasado la vida sin comunicarse

con él por su propia voluntad, sino rehuyéndolo y concentrándose en sí misma, ya que se

había ejercitado continuamente en ello, lo que no significa otra cosa, sino que estuvo

filosofando rectamente y que de verdad se ejercitaba en estar muerta con soltura. ¿O es

que no viene a ser eso la preocupación de la muerte?

-Completamente.

-Por lo tanto, ¿estando en tal condición se va hacia lo que es semejante a ella, lo

invisible, lo divino, inmortal y sabio, y al llegar allí está a su alcance ser feliz, apartada de

errores, insensateces, terrores, pasiones salvajes y de todos los demás males humanos,

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como se dice de los iniciados en los misterios, para pasar de verdad el resto del tiempo en

compañía de los dioses?¿Lo diremos así, Cebes, o de otro modo?

-Así, ¡por Zeus! – dijo Cebes.

-Pero, en cambio, si es que, supongo, se separa del cuerpo contaminada e impura,

por su trato continuo con el cuerpo y por atenderlo y amarlo, incluso estando hechizada

por él, y los deseos y placeres, hasta el punto de no apreciar como verdadera ninguna otra

cosa sino lo corpóreo, lo que uno puede tocar, ver, y beber y comer y utilizar para los

placeres del sexo, mientras que lo que para los ojos es oscuro e invisible, y sólo

aprehensible por el entendimiento y la filosofía, eso está acostumbrada a odiarlo, temerlo,

rechazarlo, ¿crees que un alma que está en tal condición se separará límpida ella en sí

misma?

-No, de ningún modo – contestó.

-Por lo tanto, creo, ¿quedará deformada por lo corpóreo, que la comunidad y

colaboración del cuerpo con ella, a causa del continuo trato y de la excesiva atención, le ha

hecho connatural?

-Sin duda.

-Pero hay que suponer, amigo mío – dijo -, que eso es embarazoso, pesado,

terrestre y visible. Así que el alma, al retenerlo, se hace pesada y es arrastrada de nuevo

hacia el terreno visible, por temor a lo invisible y al Hades, como se dice, dando vueltas en

torno a los monumentos fúnebres y las tumbas, en torno a los que, en efecto, han sido

vistos, algunos fantasmas sombríos de almas; tales espectros los proporcionan las almas de

esa clase, las que no se han liberado con pureza, sino que participan de lo visible. Por eso,

justamente, se dejan ver.

-Es lógico, en efecto, Sócrates.

-Lógico ciertamente, Cebes. Y también de estas no son en modo alguno las de los

buenos, sino las de los malos, las que están forzadas a vagar en pago de la pena de su

anterior crianza, que fue mala. Y vagan errantes hasta que por el anhelo de lo que las

acompaña como un lastre, lo corpóreo, de nuevo quedan ligadas a un cuerpo. Y se ven

ligadas, como es natural, a los caracteres semejantes a aquellos que habían ejercitado ellas,

de hecho, en su vida anterior.

-¿Cuáles con esos que dices, Sócrates?

-Por ejemplo, los que se han dedicado a glotonerías, actos de lujuria, y a su afición

a la bebida, y que no se hayan moderado, ésos es verosímil que se encarnen en las estirpes

de los asnos y las bestias de tal clase- ¿No lo crees?

-Es, en efecto, muy verosímil lo que dices.

-Y los que han preferido las injusticias, tiranías y rapiñas, en las razas de los lobos,

de los halcones y de los milanos. ¿O a qué otro lugar decimos que se encaminan las almas

de esta clase?

-Sin duda – dijo Cebes -, hacia tales estirpes.

-¿Así que – dijo él – está claro que también las demás se irán cada una de acuerdo

con lo semejante a sus hábitos anteriores?

-Queda claro, ¿cómo no? – dijo.

-Por tanto, los más felices de entre éstos – prosiguió - ¿son, entonces, los que van

hacia un mejor dominio, los que han practicado la virtud democrática y política, esa que

llaman cordura y justicia, que se desarrolla por la costumbre y el uso sin apoyo de la

filosofía y la razón?

-¿En qué respecto son los más felices?

-En el de que es verosímil que éstos accedan a una estirpe cívica y civilizada, como

por caso de las abejas, o de las avispas o le de las hormigas, y también, de vuelta, al mismo

linaje humano, y que de ellos nazcan hombres sensatos.

-Verosímil.

-Sin embargo, a la estirpe de los dioses no es lícito que tenga acceso quien haya

partido sin haber filosofado y no enteramente puro, sino tan sólo el amante del saber. Así

que, por tales razones, camaradas Simmias y Cebes, los filósofos de verdad rechazan todas

las pasiones del cuerpo y se mantienen sobrios y no ceden ante ellas, y no por temor a la

ruina económica y a la pobreza, como la mayoría de los codiciosos. Y tampoco es que, de

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otro lado, sientan miedo de la deshonra y desprestigio de la miseria, como los ávidos de

poder y de honores, y por ello, luego se abstienen de esas cosas.

-No sería propio de ellos, desde luego – dijo Cebes.

-Por cierto que no, ¡por Zeus! – replicó él -. Así que mandando a paseo todo eso,

Cebes, aquellos a los que les importa algo su propia alma y no viven amoldándose al

cuerpo, no van por los mismo caminos que estos que no saben adónde se encaminan, sino

que considerando que no deben actuar en sentido contrario a la filosofía y a la liberación y

encanto de ésta, se dirigen de acuerdo con ella, siguiéndola por donde ella los guía.

-¿Cómo, Sócrates?

-Yo te lo diré – contestó -. Conocen, pues, los amantes del saber – dijo – que cuando

la filosofía se hace cargo de su alma, está sencillamente encadenada y apresada dentro del

cuerpo, y obligada a examinar la realidad a través de éste como a través de una prisión, y

no ella por sí misma, sino dando vueltas en una total ignorancia, y advirtiendo que lo

terrible del aprisionamiento es a causa del deseo, de modo que el propio encadenado

puede ser colaborador de su estar aprisionado. Lo que digo es que entonces reconocen los

amantes del saber que, al hacerse cargo la filosofía de su alma, que está en esa condición,

la exhorta suavemente e intenta liberarla, mostrándole que el examen a través de los ojos

está lleno de engaño, y de engaño también el de los oídos y el de todos los sentidos,

persuadiéndola a prescindir de ellos en cuanto no le sean de uso forzoso, aconsejándole

que se concentre consigo misma y se recoja, y que no confíe en ninguna otra cosa, sino tan

sólo en sí misma, en lo que ella por sí misma capte de lo real como algo que es en sí. Y que

lo que observe a través de otras cosas que es distinto en seres distintos, nada juzgue como

verdadero. Que lo de tal clase es sensible y visible, y lo que ella sola contempla inteligible

e invisible. Así que, como no piensa que deba oponerse a tal liberación, el alma muy en

verdad propia de un filósofo se aparta, así, de los placeres y pasiones y pesares (y terrores)

en todo lo que es capaz, reflexionando que, siempre que se regocija o se atemoriza (o se

apena) o se apasiona a fondo, no ha sufrido ningún daño tan grande de las cosas que uno

puede creer, como si sufriera una enfermedad o hiciera un gasto mediante sus apetencias,

sino que sufre eso que es el más grande y el extremo de los males, y no lo toma en cuenta.

-¿Qué es eso, Sócrates? -preguntó Cebes.

-Que el alma de cualquier humano se ve forzada, al tiempo que siente un fuerte

placer o un gran dolor por algo, a considerar que aquello acerca de lo que precisa mente

experimenta tal cosa es lo más evidente y verdadero, cuando no es así. Eso sucede, en

general, con las cosas visibles, ¿o no?

-En efecto, sí.

-¿Así que en esa experiencia el alma se encadena al máximo con el cuerpo?

-¿Cómo es?

-Porque cada placer y dolor, como si tuviera un clavo, la clava en el cuerpo y la fija

como un broche y la hace corpórea, al producirle la opinión de que son verdaderas las

cosas que entonces el cuerpo afirma. Pues a partir del opinar en común con el cuerpo y

alegrarse con sus mismas cosas, se ve obligada, pienso, a hacerse semejante en carácter e

inclinaciones a él, y tal como para no llegar jamás de manera pura al Hades, sino como

para partirse siempre contaminada del cuerpo, de forma que pronto recaiga en otro cuerpo

y rebrote en él como si la sembraran, y con eso no va a participar de la comunión con lo

divino, puro y uniforme.

-Muy cierto es lo que dices, Sócrates -dijo Cebes.

-Entonces es por eso, Cebes, por lo que los en verdad amantes del saber son

ordenados y valerosos, y no por los motivos que dice la gente. ¿O es que tú los crees?

-Desde luego que no, al menos yo.

-Pues no. Por el contrario, el alma de un hombre que es filósofo haría el

razonamiento siguiente, y así no creería que por un lado era preciso que la filosofía la

liberara, y, al liberarla, ella debía entregarse a los placeres y, a la vez, a los dolores,

encadenándose a sí misma de nuevo, y así ejecutar una labor de Penélope al manipular el

telar en sentido contrario. Antes bien, consiguiendo una calma de tales sentimientos,

obedeciendo al razonamiento y estando siempre de acuerdo con él, observando lo

verdadero, lo divino y lo incuestionable, y alimentándose con ello, cree que debe vivir así

mientras tenga vida y, una vez que haya muerto, al llegar hasta lo congénito y lo de su

misma especie, quedará apartada de los males humanos. Y con semejante régimen de vida

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nada tremendo resulta, Simmias y Cebes, [con estos preparativos,] que no tema que,

disgregada en la separación del cuerpo, se esfume disipada por los vientos y revoloteando

y no exista más en ninguna parte. []102ª-107b]

-¿Y qué? ¿No te precaverás de decir que, al añadirse una unidad a otra, la adición

es causa de la producción del dos, o, al escindirse, la escisión? Y a grandes voces

proclamarías que no sabes ningún otro modo de producirse cada cosa, sino por participar

cada una de la propia esencia de que participa y en estos casos no encuentras ninguna otra

causa del producirse el dos, sino la participación en la dualidad, y que es preciso que

participen en ella los que van a ser dos, y de la unidad lo que va a ser uno, y, en cuanto a

las divisiones ésas y las sumas y todos los demás refinamientos, bien puedes mandarlos a

paseo, dejando que a ellas respondan los más sabios que tú. Tú, temeroso, según el dicho,

de tu propia sombra y tu inexperiencia, ateniéndote a lo seguro de tu principio básico, así

contestarías. Y si alguno se enfrentara a tu mismo principio básico, lo mandarías a paseo y

no le responderías hasta haber examinado las consecuencias derivadas de éste, si te

concuerdan entre sí o si son discordantes. Y cuando te fuera preciso dar razón de este

mismo, la darías de igual modo, tomando a tu vez como principio básico otro, el que te

pareciera mejor de los de arriba, hasta que llegaras a un punto suficiente. Pero, al mismo

tiempo, no te enredarías como los discutidores, discutiendo acerca del principio mismo y

lo derivado de él si es que querías encontrar algo acerca de lo real. Pues esos discutidores

no tienen, probablemente, ningún argumento ni preocupación por eso, ya que con su

sabiduría son a la vez capaces de revolverlo todo y, no obstante, contentarse a sí mismos.

Pero tú, si es que perteneces al grupo de los filósofos, creo que harías como yo digo.

-Ciertísimo es lo que dices -afirmaron a la par Simmias y Cebes.

Equécrates - ¡Por Zeus, Fedón, que razonablemente! Me parece, en efecto, que él lo

expuso todo claramente, incluso para quien tuviera escaso entendimiento.

Fedón. - Desde luego que sí, Equécrates, y así pareció a todos los presentes.

Equ. - Y también a nosotros los ausentes que ahora lo escuchamos. Conque ¿qué

fue lo que se dijo después de eso?

Fed. - Según yo creo, después que se hubo concedido eso, y se reconocía que cada

una de las ideas era algo y que las otras cosas tenían sus calificativos por participar de

ellas, preguntó, tras lo anterior, esto:

-¿Si dices que eso es así, cuando afirmas que Simmias es mayor que Sócrates y

menor que Fedón, entonces dices que existen en Simmias las dos cosas: la grandeza y la

pequeñez?

-Sí.

-Entonces, pues -dijo él-, ¿reconoces que el que Simmias sobrepase a Sócrates no es,

en realidad, tal cosa como se dice en las palabras? Pues, sin duda, no está en la naturaleza

de Simmias el sobrepasarle por el hecho de ser Simmias, sino por el tamaño que es el caso

que tiene. Ni tampoco sobrepasa a Sócrates porque Sócrates es Sócrates, sino porque

Sócrates tiene pequeñez en comparación con la grandeza de Simmias.

-Es verdad.

-¿Ni tampoco es aventajado por Fedón, por el hecho de que Fedón es Fedón, sino

porque Fedón tiene grandeza en comparación con la pequeñez de Simmias?

-Así es.

-Así pues, Simmias recibe el calificativo de pequeño y de grande, estando en medio

de ambos, oponiendo su pequeñez a la grandeza para que la sobrepase, y presentando su

grandeza que sobrepasa la pequeñez. Y, sonriendo a la vez, comentó:

-Parece que voy a hablar como un libro, pero, bueno, es así como lo digo.

Se admitió.

-Y lo digo por este motivo, que quiero que opines como yo. A mí me parece que no

sólo la grandeza en sí jamás querrá ser a la vez grande y pequeña, sino que tampoco la

grandeza que hay en nosotros aceptará jamás la pequeñez ni estará dispuesta a ser

superada, sino que, una de dos, o huirá y se retirará cuando se le acerque lo contrario, lo

pequeño, o bien perecerá al llegar éste. Si se queda y admite la pequeñez no querrá ser

distinta a lo que era. Como yo, que he, recibido y acogido la pequeñez, siendo aún el que

soy, y en este mi yo soy pequeño. Pero el principio en sí, siendo grande, no habría

soportado ser pequeño. Así, y de este modo, también la pequeñez que hay en nosotros no

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estará nunca dispuesta ni a hacerse grande ni a serlo, ni tampoco ninguno de los

contrarios, mientras permanezca siendo aún lo que era, (estará dispuesto) a volverse a la

par su contrario y a serlo, sino que, en efecto, se aleja y perece en ese proceso.

-Por completo, así me lo parece -contestó Cebes.

-Entonces dijo uno de los presentes, al oír esto -quién fue no me acuerdo

claramente-:

-¡Por los dioses! ¿No hemos reconocido en el coloquio anterior lo contrario de lo

que ahora se dice, que de lo pequeño nace lo mayor y de lo mayor lo pequeño, y que ésta

era sencillamente la generación de los contrarios? En cambio, ahora me parece que se dice

que eso no puede suceder jamás. Sócrates, volviendo entonces la cabeza, al escucharle,

replicó:

-Valientemente nos lo has recordado. Sin embargo, no adviertes la diferencia entre

lo que ahora se ha dicho y lo de entonces. Entonces, pues, se decía que una cosa contraria

nacía de una cosa contraria, y ahora que lo contrario en sí no puede nacer de lo contrario

en sí, ni tampoco lo contrario en nosotros ni en la naturaleza. Entonces, en efecto,

hablábamos acerca de las cosas que tienen los contrarios, nombrándolas con el nombre de

aquéllos, mientras que ahora hablamos de ellos mismos, por cuya presencia las cosas

nombradas reciben su nombre. Y de estos mismos decimos que jamás estarán dispuestos a

ser motivo de generación recíproca.

Y entonces lanzó una mirada a Cebes y preguntó:

-¿Acaso de algún modo, Cebes, te ha perturbado también a ti algo de lo que éste

objetó?

-No me ha pasado eso -dijo Cebes-. Aunque no digo que no me perturben muchas

cosas.

-Hemos reconocido, por tanto -dijo él-, sencillamente esto: que lo contrario jamás

será contrario a sí mismo.

-Completamente -respondió.

-Examina, por favor, también lo siguiente, si vas a estar de acuerdo en que llamas a

algo caliente y frío.

-Yo sí.

-¿Acaso lo mismo que nieve y fuego?

-No, ¡por Zeus!, yo no.

-Entonces, ¿es algo distinto del fuego lo caliente, y algo diferente de la nieve lo frío?

-Sí.

-Pero creo que esto, al menos, te parece también a ti, que jamás la nieve, mientras

exista, aceptará lo caliente, como decíamos en la charla anterior, para mantenerse en lo que

era, nieve y, a la vez, caliente, sino que, al acercársele el calor, o cederá su lugar ante él o

perecerá.

-Desde luego.

-También el fuego, al acercársele el frío, o se retirará o perecerá, pero jamás

soportará admitir el frío y continuar siendo lo que era, fuego y, a la vez, frío.

-Dices verdad -contestó.

-Es posible entonces -dijo él-, con respecto a algunas de tales cosas, que no sólo la

propia idea se adjudique su propio nombre para siempre, sino que también lo haga alguna

otra cosa que no es ella, pero que tiene su figura siempre, en cuanto existe. En el siguiente

ejemplo, quizá quedará más claro lo que digo. Lo impar es preciso que siempre, sin duda,

obtenga este nombre que ahora decimos, ¿o no?

-Desde luego que sí.

-Pues pregunto esto: ¿acaso es el único de los entes o hay también algún otro que

no es exactamente lo impar, pero al que, sin embargo, hay que denominarlo también

siempre con ese nombre por ser tal por naturaleza que nunca se aparta de lo impar? Me

refiero a lo que le ocurre al tres y a otros muchos números. Examínalo acerca del tres. ¿No

te parece que siempre hay que llamarlo por su propio nombre y también por el de impar,

aunque no sea éste lo mismo que el tres? Pero, no obstante, por naturaleza son así el tres,

el cinco, y la mitad entera de los números que, aunque no son exactamente lo mismo que

lo impar, siempre cada uno de ellos es impar. Y, por otro lado, el dos, el cuatro y toda la

serie opuesta de los números, no siendo lo que es exactamente par, sin embargo son pares

todos y cada uno de ellos. ¿Lo admites, o no?

87

-Pues ¿cómo no? -contestó.

-Medita, por tanto, lo que quiero demostrarte -dijo-. Es lo siguiente: que parece que

no sólo los contrarios en sí no se aceptan, sino que también las cosas que, siendo contrarias

entre sí, albergan esos contrarios siempre, parece que tampoco éstas admiten la idea

contraria a la que reside en ellas, sino que, cuando ésta sobreviene, o bien perecen o se

retiran. ¿O no afirmamos que el tres incluso perecerá o sufrirá cualquier otra cosa, antes

que permanecer todavía siendo tres y hacerse par?

-Desde luego que sí -dijo Cebes.

-Y, sin embargo, el dos no es contrario al tres.

-Pues no, en efecto.

-Por lo tanto, no sólo las ideas contrarias no soportan la aproximación mutua, sino

que también hay algunas otras cosas que no resisten tal aproximación.

-Muy verdadero es lo que dices –contestó.

-¿Quieres, pues -dijo él-, que, en la medida en que seamos capaces, delimitemos

cuáles son éstas?

-Desde luego.

-¿Acaso pueden ser, Cebes -dijo él-, aquellas que cuando dominan obligan no sólo

a albergar la idea en sí, sino también la de algo como su contrario siempre?

-¿Cómo dices?

-Como decíamos hace un momento. Sabes, en efecto, que a las cosas que domine la

idea del tres no sólo les es necesario ser tres, sino también ser impares.

-Desde luego que sí.

-A lo de tal clase, afirmamos, la idea contraria a aquella forma que lo determina

jamás puede llegarle.

-Pues no.

-¿Y es determinante la idea de lo impar?

-Sí.

-¿Es contraria a ésta la idea de lo par?

-Sí.

-Al tres, por consiguiente, jamás le llegará la idea de lo par.

-No, desde luego.

-Entonces no participa el tres en lo par.

-No participa.

-Por tanto, el tres es no par.

-Sí.

-Eso es, pues, lo que decía yo que definiéramos. Qué clase de cosas son las que, no

siendo contrarias a algo, sin embargo no aceptan esa cualidad contraria. Por ejemplo, en

este caso, el tres que no es contrario de lo par de ningún modo lo acepta, pues lleva en sí

siempre lo contrario a éste, y el dos igual frente a lo impar, y el fuego frente a lo frío, y así

otros muy numerosos ejemplos. Conque mira si lo defines de este modo: que no sólo el

contrario no acepta a su contrario, sino tampoco aquello que conlleva en sí algo contrario a

eso en lo que la idea en sí se presenta, eso que la conlleva jamás acepta la idea contraria de

la que está implicada en él. Recuérdalo otra vez, pues no es muy malo oírlo repetidamente.

El cinco no aceptará la cualidad de lo par, ni su doble, el diez, la de lo impar. Así que éste,

contrario él a otra cosa, sin embargo no aceptará la cualidad de lo impar. Ni tampoco el

uno y medio, y las demás fracciones por el estilo, el medio, el tercio, y todas las demás

fracciones, la de lo entero, si es que me sigues y estás de acuerdo conmigo en ello.

-Desde luego que estoy de acuerdo y te sigo -contestó.

-De nuevo -dijo- contéstame desde el principio. Pero no me contestes con lo que te

pregunto, sino imitándome. Y lo digo porque, al margen de aquella respuesta segura que

te decía al comienzo, después de lo que hemos hablado ahora veo otra garantía de

seguridad. Así que si me preguntaras qué se ha de producir en el cuerpo para que se

ponga caliente, no te daré aquella respuesta segura e indocta, que será el calor, sino una

más sutil, de acuerdo con lo hablado ahora, que será el fuego. Y si me preguntaras qué se

ha de producir en el cuerpo para que éste enferme, no te diré que la enfermedad, sino que

la fiebre. Y si es qué es lo que hace a un número impar, no te diré que la imparidad, sino

que la unidad, y así en adelante. Conque mira si sabes ya suficientemente lo que quiero.

-Muy suficientemente -dijo.

89

-Contéstame entonces -preguntó él-. ¿Qué es lo que ha de haber en un cuerpo que

esté vivo?

-Alma - contestó.

-¿Y acaso eso es siempre así?

-¿Cómo no? -dijo él.

-Por lo tanto, a aquello a lo que el alma domine, ¿llega siempre trayéndole la, vida?

-Así llega, ciertamente -contestó.

-¿Hay algo contrario a la vida, o nada?

-Hay algo.

-¿Qué?

-La muerte.

-¿Por tanto, el alma jamás admitirá lo contrario a lo que ella siempre conlleva,

según se ha reconocido en lo que antes hablamos?

-Está muy claro -contestó Cebes.

-Entonces ¿qué? A lo que no admitía la idea de lo par ¿cómo lo llamábamos hace

un momento?

-Impar -contestó.

-¿Y lo que no acepta lo justo, y lo que no admite lo artístico?

-Inartístico lo uno, e injusto lo otro -contestó.

-Bien. ¿Y lo que no acepta la muerte cómo lo llamaremos? }

-Inmortal -dijo el otro.

-¿Es que el alma no acepta la muerte?

-No.

-Por tanto el alma es inmortal.

-Inmortal.

-Sea -dijo él-. ¿Afirmamos que esto queda demostrado? ¿O qué opinas?

-Me parece que sí y muy suficientemente, Sócrates.

-¿Qué, pues, Cebes? Si a lo impar le fuera necesario ser imperecedero, ¿podría no

ser imperecedero el tres?

-¿Cómo no iba a serlo?

-Por tanto, si también lo no cálido fuera necesariamente imperecedero, cuando uno

acercara el calor a la nieve, la nieve escaparía, quedando salva y sin-fundirse. Pues no

perecería entonces, ni tampoco permanecería y aceptaría el calor.

-Dices verdad -dijo.

-Y así, a la par, creo que si lo no frío fuera imperecedero, cuando alguno echara

sobre el fuego algo frío, jamás se apagaría ni perecería, sino que se marcharía sano y salvo.

-Necesariamente -dijo.

-¿Acaso entonces también así -dijo- es forzoso hablar acerca de lo inmortal? Si lo

inmortal es imperecedero, es imposible que el alma, cuando la muerte se abata sobre ella,

perezca. Pues, de acuerdo con lo dicho antes, no aceptará la muerte ni se quedará muerta,

así como el tres no será, decíamos, par, ni tampoco lo impar, ni tampoco el fuego se hará

frío ni el calor que está ínsito en el fuego. «¿Pero qué impide podría preguntar uno- que lo

impar no se haga par, al sobrevenirle lo par, como se ha reconocido, pero que al perecer

surja en su lugar lo par?» Al que nos dijera eso no podríamos discutirle que no perece.

Pues lo impar no es imperecedero. Porque si eso lo hubiéramos reconocido, fácilmente

discutiríamos para afirmar que, al sobrevenirle lo par, lo impar y el tres se retiran

alejándose. Y así lo discutiríamos acerca del fuego y lo cálido y lo demás por el estilo. ¿O

no?

-Desde luego que sí.

-Pues bien, justamente ahora acerca de lo inmortal, si hemos reconocido que es

además imperecedero, el alma sería, además de ser inmortal, imperecedera. En caso

contrario, se necesitaría otro razonamiento.

-Pues no necesita ninguno a tal efecto -repuso Cebes-. Porque difícilmente alguna

otra cosa no admitiría la destrucción, si lo que es inmortal -que es eterno- admitiera la

destrucción.

-La divinidad, al menos, creo -dijo Sócrates-, y la idea misma de la vida y cualquier

otro ser que sea inmortal, quedaría reconocido por todos que jamás perecerán.

91

-Por todos, en efecto, ¡por Zeus! -dijo-, por los hombres y aún más, a mi parecer,

por los dioses.

-Y cuando lo inmortal es también indestructible, ¿qué otra cosa sería el alma, si es

que es inmortal, sino indestructible?

-Es del todo necesario.

-Al sobrevenirle entonces al ser humano la muerte, según parece, lo mortal en él

muere, pero lo inmortal se va y se aleja, salvo e indestructible, cediendo el lugar a la

muerte.

-Está claro.

-Por lo tanto antes que nada -dijo-, Cebes, nuestra alma es inmortal e imperecedera,

y de verdad existirán nuestras almas en el Hades.

-Pues, al menos yo, Sócrates -dijo-, no tengo nada que decir contra eso y no sé cómo

desconfiar de tus palabras. Ahora bien, si Simmias que aquí está, o cualquier otro puede

decirlo, bien hará en no callárselo. Que no sé a qué otra ocasión podría uno aplazarlo, sino

al momento presente, si es que quiere decir u oír algo sobre tales temas.

-Pues bien -dijo Simmias-, tampoco yo sé en qué punto desconfío de los argumentos

expuestos. No obstante, por la importancia de aquello sobre lo que versa la conversación,

y porque tengo en poca estima la debilidad humana, me veo obligado a conservar aún en

mí una desconfianza acerca de lo dicho.ii

Aristóteles

Acerca del alma, Libro II

Aristóteles

Aristóteles (384 a. C.-322 a. C.) fue un filósofo, lógico y científico de la Antigua

Grecia cuyas ideas ejercieron una enorme influencia sobre la historia intelectual de

Occidente.

Después de haber estudiado el texto de Platón y haber comprendido cómo para

él el alma es una substancia independiente y separable del cuerpo, el siguiente

fragmento del De anima de Aristóteles nos planteará justamente la postura contraria:

existe el alma y es inmaterial, pero no es una substancia de suyo, sino la forma y el acto

de la vida, en tanto el cuerpo es la materia y la potencia. Es por ello que alma y cuerpo

son coprincipios de una sola substancia, el ser vivo. Esta postura -llamada hilemorfista,

es decir, que propone una composición de materia (hylé, en griego) y forma (morfé)-

elude muchos de los problemas teóricos y prácticos del dualismo platónico, pero

requiere también precisiones y correcciones para enfrentar muchos otros temas, por

ejemplo, el de la posible inmortalidad del alma. Veremos más adelante cómo es posible

integrar las ventajas del hilemorfismo aristotélico con una visión trascendente del alma

humana, tal como propuso Santo Tomás de Aquino.

Capítulo primero

Donde se recurre a la doctrina expuesta en la Metafísica para definir al alma como

entidad – entiéndase forma, esencia y definición- del viviente.

Quedan ya explicadas las doctrinas expuestas por nuestros predecesores en torno

al alma. Volvamos, pues, de nuevo desde el principio e intentemos definir qué es el alma y

cuál podría ser su definición más general.

93

Solemos decir que uno de los géneros de los entes es la entidad y que ésta puede

ser entendida, en primer lugar, como materia – aquello que por sí no es algo determinado-

en segundo lugar, como estructura y forma en virtud de la cual puede decirse ya de la

materia que es algo determinado, y en tercer lugar como el compuesto de una y otra, Por

lo demás, la materia es potencia, mientras que la forma es entelequia. Ésta a su vez, puede

entenderse de dos maneras, según sea como la ciencia o como el acto de teorizar.

Por otra parte y a lo que parece, entidades son de manera primordial los cuerpos y,

entre ellos los cuerpos naturales: éstos constituyen en efecto, los principios de todos los

demás. Ahora bien, entre los cuerpos naturales los hay que tienen vida y los hay que no la

tienen; y solemos llamar vida a la autoalimentación, al crecimiento y al envejecimiento. De

donde resulta que todo cuerpo natural que participa de la vida es entidad, pero entidad en

el sentido de entidad compuesta. Y puesto que se trata de un cuerpo de tal tipo- a saber,

que tiene vida- no es posible que el cuerpo sea el alma: y es que el cuerpo no es de las

cosas que se dicen de un sujeto, antes al contrario, realiza la función de sujeto y materia.

Luego el alma es necesariamente entidad en cuanto forma específica de un cuerpo natural

que en potencia tiene vida. Ahora bien, la entidad es entelequia, luego el alma es

entelequia de tal cuerpo.

Pero la palabra “entelequia” se entiende de dos maneras: una, en el sentido en que

lo es la ciencia, y otra, en el sentido en que lo es teorizar. Es púes, evidente que el alma lo

es como la ciencia: y es que teniendo alma se puede estar en sueño o en vigilia y la vigilia

es análoga al teorizar mientras que el sueño es análogo a poseer la ciencia y no ejercitarla.

Ahora bien, tratándose del mismo sujeto la ciencia es anterior desde el punto de vista de la

génesis, luego el alma es la entelequia primera de un cuerpo natural que en potencia tiene

vida. Tal es el caso de un organismo. También las partes de las plantas son órganos, si bien

absolutamente simples, por ejemplo, la hoja es envoltura del pericarpio y el pericarpio lo

es del fruto; las raíces, a su vez, son análogas a la boca puesto que aquellas y ésta absorben

el alimento. Por tanto, si cabe anunciar algo en general acerca de toda clase de alma, habría

que decir que es la entelequia primera de un cuerpo natural organizado. De ahí además

que no quepa preguntarse si el alma y el cuerpo son una única realidad, como no cabe

Aristóteles

hacer esa pregunta acerca de la cera y la figura, en general, acerca de la materia de cada

cosa y aquello de que es materia. Pues si bien las palabras “uno” y “ser” tienen múltiples

acepciones, la entelequia lo es en su sentido más primordial.

Queda expuesto, por tanto, de manera general qué es el alma, a saber, la entidad

definitoria, esto es, la esencia de tal tipo de cuerpo. Supongamos que un instrumento

cualquiera- por ejemplo, un hacha- fuera un cuerpo natural: en tal caso “el ser hacha” sería

su entidad y, por tanto, su alma, y quitada ésta no sería ya un hacha a no ser de palabra.

Al margen de nuestra disposición es realmente, sin embargo, un hacha: es que el alma no

es esencia y definición de un cuerpo de este tipo, sino de un cuerpo natural de tal cualidad

que posee en sí mismo el principio del movimiento y del reposo.

Pero es necesario también considerar, en relación con las distintas partes del cuerpo, lo que

acabamos de decir. En efecto, si el ojo fuera un animal, su alma sería la vista. Esta es, desde

luego, la entidad definitoria del ojo. El ojo, por su parte, es la materia de la vista, de

manera que, quitada ésta, aquél no sería en absoluto un ojo a no ser de palabra, como es el

caso de un ojo esculpido en piedra o pintado. Procede además proceder a la totalidad del

cuerpo viviente lo que se aplica a las partes ya que en la misma relación en la que se

encuentra la parte respecto de la parte se encuentra también la totalidad de la potencia

sensitiva respecto de la totalidad del cuerpo que posee sensibilidad como tal. Ahora bien,

lo que está en potencia de vivir no es el cuerpo que ha echado fuera el alma, sino aquel que

la posee. El esperma y el fruto, por su parte, son tal tipo de cuerpo en potencia. La vigilia

es entelequia a la manera en que lo son el acto de cortar y la visión; el alma, por el

contrario, lo es a la manera de la vista y de la potencia del instrumento. El cuerpo, a su

vez, es lo que está en potencia. Y así como el ojo es la pupila y la vista, en el otro caso- y

paralelamente- el animal es el alma y el cuerpo. Es cuerpo o, al menos, ciertas partes de la

misma si es que es por naturaleza divisible: en efecto, la entelequia de ciertas partes del

alma pertenece a las partes mismas del cuerpo. Nada se opone, sin embargo, a que ciertas

partes de ella sean separables al no ser entelequia de cuerpo alguno. Por lo demás, no

queda claro todavía si el alma es entelequia del cuerpo como lo es el piloto del navío.

El alma queda, pues, definida y esbozada a grandes rasgos de esta manera.

95

Capítulo segundo

Abundase en la definición emprendida en el capítulo anterior enriqueciéndola con

la teoría de potencia y acto.

Puesto que aquello que es en sí es claro y más cognoscible, desde el punto de vista

de la razón, suele emerger partiendo de lo que en sí es oscuro pero más asequible,

intentemos de nuevo, de acuerdo con esta práctica, continuar con nuestro estudio entorno

al alma. El enunciado definitorio no debe limitarse, desde luego, a poner de manifiesto un

hecho- esto es lo que expresan la mayoría de las definiciones-, sino que en él ha de

ofrecerse y también patentizarse la causa. Sin embargo, los enunciados de las definiciones

suelen ser a manera de conclusiones: por ejemplo, ¿qué es la cuadratura?- que un

rectángulo equilátero sea equivalente a otro cuyos lados no sean iguales. Pero una

definición tal no es sino el enunciado de una conclusión. Por el contrario, aquel que dice

que la cuadratura es el hallazgo de una medida proporcional, ese sí que expone la causa

del asunto.

Digamos, pues, tomando la investigación desde el principio, que lo animado se

distingue de lo inanimado por vivir. Y como la palabra “vivir” hace referencia a múltiples

operaciones, cabe decir de algo que vive aún en el caso de que solamente le corresponda

alguna de ellas, por ejemplo el intelecto, sensación, movimiento y reposo locales, amén del

movimiento entendido como alimentación, envejecimiento y desarrollo. De ahí que

opinemos también que todas las plantas viven. Salta a la vista, en efecto, que poseen en sí

mismas la potencia y principio, en cuya virtud crecen y menguan según direcciones

contrarias: todo aquellos seres que se alimentan de manera continuada y que se mantienen

viviendo indefinidamente hasta tanto son capaces de asimilar alimento, no crecen, desde

luego, hacia arriba sin crecer hacia abajo, sino que lo hacen en una y otra y todas las

direcciones. Por lo demás, esta clase de vida puede darse sin que se den las otras- en el

caso de los vivientes sometidos a corrupción- no pueden darse sin ella. Esto se hace

evidente en el caso de las plantas en las que, efectivamente, no se da ninguna otra potencia

del alma. El vivir, por tanto, pertenece a los vivientes en virtud de este principio, mientras

Aristóteles

que el animal lo es primariamente en virtud de la sensación: de ahí que a aquellos seres

que ni se mueven ni cambian de lugar, pero poseen sensación, los llamemos animales y no

simplemente vivientes. Por otra parte, la actividad sensorial más primitiva que se da en

todos los animales es el tacto. Y de la misma manera que la facultad nutritiva puede darse

sin que se dé el tacto ni la totalidad de la sensación, también el tacto puede darse sin que

se dé en las restantes sensaciones. Y llamamos facultad nutritiva a aquella parte del alma

de que participan incluso las plantas. Salta a la vista que los animales, a su vez, todos

poseen la sensación del tacto. Más adelante diremos por qué razón sucede así cada uno de

estos hechos. Por ahora baste decir que el alma es el principio de todas estas facultades y

que se define por ellas: facultad nutritiva, sensitiva, discursiva y movimiento. Ahora bien,

en cuanto a si cada una de estas facultades constituye un alma o bien una parte del alma y,

suponiendo que se trate de una parte del alma, si lo es de tal manera que resulte separable

únicamente en la definición o también en la realidad, no es difícil discernirlo en el caso de

alguna de ellas, si bien el caso de algunas otras entraña cierta dificultad. En efecto: así

como ciertas plantas se observa continúan viviendo aunque se las parta en trozos y éstos

se encuentren separados entre sí, como si el alma presente en ellas fuera- en cada planta-

una entelequia pero múltiple en potencia, así también observamos que ocurre con ciertas

diferencias del alma tratándose de insectos que han sido divididos: también, desde luego,

cada uno de los trozos conserva la sensación, la imaginación y el deseo: pues allí donde

hay sensación hay también dolor y placer, y dónde hay éstos, hay además y

necesariamente apetito. Pero por lo que hace al intelecto y a la potencia especulativa no

está nada claro el asunto si bien parece tratarse de un género distinto de alma y que sólo él

puede darse por separado como lo eterno de lo corruptible. En cuanto al resto de las partes

del alma se deduce claramente de lo anterior que no se dan separadas como algunos

pretenden. Que son distintas desde el punto de vista de la definición es, no obstante,

evidente: la esencia de la facultad de sentir difiere de la esencia de la facultad de opinar de

igual manera que difiere el sentir y el opinar; y lo mismo cada una de las demás facultades

mencionadas. Más aun, en ciertos animales se dan todas estas facultades, mientras en otros

se dan algunas y en algunos una sola. Esto es lo que marca la diferencia entre los animales

97

(por qué razón, lo veremos más adelante). Algo muy parecido ocurre también con las

sensaciones: ciertos animales las poseen todas, otros, algunas y otros, en fin, solamente

una, la más necesaria, el tacto.

Pues bien, puesto que la expresión “aquello por lo que vivimos y sentimos” tiene

dos acepciones – e igualmente la expresión “aquello por lo que sabemos”: solemos

referirnos ya a la ciencia ya al alma, toda vez que decimos saber por una y otra; y lo mismo

también la expresión “aquello por lo que sanamos”: cabe referirse ya a la salud ya a cierta

parte del cuerpo o a todo él- tanto la ciencia como la salud respectivamente-, ya que, según

nuestra opinión, el acto del agente tiene lugar en el paciente afectado por él; por el

contrario, el alma es aquello por lo que vivimos, sentimos y razonamos primaria y

radicalmente. Luego habrá de ser definición y forma específica, que no materia y sujeto.

En efecto, dado que, como ya hemos dicho, la entidad se entiende de tres maneras- bien

como forma, bien como materia, bien como el compuesto de ambas- y que, por lo demás la

materia es potencia mientras que la forma es entelequia y puesto que, en fin, el compuesto

de ambas es el ser animado, el cuerpo no constituye la entelequia del alma, sino que, al

contrario, está constituye la entelequia de un cuerpo. Cuerpo, desde luego, no es, pero sí,

algo del cuerpo, y de ahí que se dé en un cuerpo y, más precisamente, en un determinado

tipo de cuerpo: no como nuestros predecesores que la endosaban en un cuerpo sin

preocuparse de matizar en absoluto en qué cuerpo y de qué cualidad, a pesar de que

ninguna observación muestra que cualquier cosa al azar pueda recibir al azar cualquier

cosa. Resulta ser así, además, por definición: pues en cada caso la entelequia se produce en

el sujeto que está en potencia y, por tanto, en la materia adecuada. Así pues, de todo esto

se deduce con evidencia que el alma es entelequia y forma de aquel sujeto que tiene la

posibilidad de convertirse en un ser de tal tipo.

Capítulo tercero

De cómo se relacionan entre sí las distintas facultades del alma y que ésta ha de

definirse a través de aquéllas

Aristóteles

En cuanto a las antedichas potencias del alma, en ciertos vivientes se dan todas-

como decíamos- mientras que en otros se dan algunas y en algunos, en fin, una sola. Y

llamábamos potencias a las facultades nutritiva, sensitiva, desiderativa, motora y

discursiva. En las plantas se da solamente la facultad nutritiva, mientras que en el resto de

los vivientes se da no sólo ésta, sino también la sensitiva. Por otra parte, al darse la

sensitiva se da también en ellos la desiderativa. En efecto: el apetito los impulsos y la

voluntad son tres clases de deseo; ahora bien, todos los animales poseen una al menos de

las sensaciones, el tacto, y en el sujeto en que se da la sensación se dan también el placer y

el dolor- lo placentero y lo doloroso-, luego si se dan estos procesos, se da también el

apetito, ya que éste no es sino el deseo de lo placentero. De otro lado, los animales poseen

la sensación del alimento, ya la sensación del alimento no es sino el tacto: todos los

animales, en efecto, se alimentan de lo seco y de lo húmedo, de lo caliente y de lo frío y el

tacto es precisamente el sentido que percibe todo esto. Las otras cualidades las percibe el

tacto sólo accidentalmente: y es que en nada contribuyen a la alimentación ni el sonido ni

el color ni el olor. El sabor, sin embargo, constituye una de las cualidades táctiles. El

hambre y la sed son apetitos: el hambre de lo seco y caliente; y la sed, de lo frío y húmedo;

el sabor, en fin, es algo así como el regusto de estas cualidades. Más adelante se dilucidará

todo esto. Baste por ahora con decir que aquellos vivientes que poseen tacto poseen

también el deseo. Por lo que se refiere a si poseen además imaginación, no está claro y más

adelante se analizará. Por lo demás, hay animales a los que además de estas facultades les

corresponde también la del movimiento local; a otros, en fin, les corresponde además la

facultad discursiva y el intelecto: tal es el caso de los hombres y de cualquier otro ser

semejante o más excelso, suponiendo que lo haya.

Es, por tanto, evidente que la definición de alma posee la misma unidad que la definición

de figura, ya que ni en el caso de ésta existe figura alguna aparte del triángulo y cuantas a

éste suceden, ni en el caso de aquélla existe alma alguna fuera de las antedichas. Es

posible, pues, una definición común de figura que se adapte a todas pero que no será

propia de ninguna en particular. Y lo mismo ocurre con las almas enumeradas. De ahí que

resulte ridículo- en este caso como en otros- buscar una definición común, que no será

99

definición propia de ninguno de los entes, en vez de atenerse a la especia propia e

indivisible, dejando de lado las definiciones de tal tipo. Por lo demás, la situación es

prácticamente la situación es prácticamente la misma en cuanto se refiere al alma y a las

figuras: y es que siempre en el término siguiente de la serie se encuentra potencialmente el

anterior, tanto en el caso de las figuras como en el caso de los animados, por ejemplo, el

triángulo está contenido en el cuadrilátero y la facultad vegetativa está contenida en la

sensitiva. Luego en relación con cada uno de los vivientes deberá investigarse cuál es el

alma propia de cada uno de ellos, por ejemplo, cuál es la de la planta y cuál es la del

hombre o la de la fiera. Y deberá además examinarse por qué razón se encuentran

escalonadas del modo descrito. Sin que se de la facultad nutritiva no se da, desde luego, la

sensitiva, si bien la nutritiva se da separada de la sensitiva en las plantas. Igualmente, sin

el tacto no se da ninguna de las restantes sensaciones, mientras que el tacto no se da en

ninguna de las restantes sensaciones, mientras que el tacto si se da sin que se den las

demás: así muchos animales carecen de vista, de oído y de olfato. Además, entre los

animales dotados de sensibilidad unos tienen el movimiento local y otros no lo tienen.

Muy pocos poseen, en fin, razonamiento y pensamiento discursivo. Entre los seres

sometidos a corrupción, los que poseen razonamiento poseen también las demás

facultades, mientras que no todos los que poseen cualquiera de las otras potencias poseen

además razonamiento, sino que algunos carecen incluso de la imaginación, mientras otros

viven gracias exclusivamente a ésta. En cuanto al intelecto teórico, es otro asunto. Es

evidente, pues, que la explicación de cada una de estas facultades constituye también la

explicación más adecuada acerca del alma.iii

Suma Teológica, cuestión 75, selección

Santo Tomás de Aquino

Una vez que se han estudiado textos de Platón (con su dualismo, donde el alma y

el cuerpo son dos substancias independientes y a veces hasta contrapuestas) y de

Aristóteles (con su hilemorfismo, donde alma y cuerpo son forma y materia de una

misma sustancia, coprincipios de un mismo ser), nuestra exploración intelectual sobre

el alma humana se ocupa de la postura de Santo Tomás de Aquino, quien aceptará tanto

el hilemorfismo aristotélico como la inmaterialidad e inmortalidad del alma que

defiende Platón, desde un horizonte cristiano e iluminado por su fe religiosa. Aquino

argumenta filosóficamente que el alma existe una vez que se ha separado del cuerpo,

que es incorpórea e inmortal, y a la vez sostiene que sólo tiene una naturaleza completa

cuando se encuentra unida al cuerpo, por lo que hace su filosofía compatible con la

creencia cristiana en la resurrección de los cuerpos. Se resuelven así los problemas del

dualismo platónico y a la vez se va más allá en los puntos donde Aristóteles se había

quedado corto, en concreto, en dar cuenta de la aspiración humana natural a una vida

inmortal.

a. 1 c. El alma

Se presupone, desde luego, al tratar de la naturaleza del alma, que entendemos por

alma el primer principio de vida en los seres que viven en este mundo; y así llamamos

“animados” a los que seres vivos, y a los que carecen de vida les llamamos “inanimados”.

Ahora bien, la vida se manifiesta sobre todo en dos operaciones: la de conocer y la de

moverse. Los antiguos filósofos, que no alcanzaron a elevarse sobre la imaginación,

establecen que el principio de estas operaciones era un cuerpo, pues decían que solo los

101

cuerpos son seres, y, que lo que no es cuerpo es la nada; de donde concluían que el alma

es un cuerpo.

Aunque la falsedad de esta opinión puede ser demostrada por múltiples razones,

emplearemos una sola, en la cual aparece del modo más general y claro que el alma no es

cuerpo. Es indudable que no todo principio de operación vital es alma, ya que entonces los

ojos serían alma, ya que de algún modo son el principio de la visión; y lo mismo habría

que decir de los otros órganos. Lo que entendemos por alma es el “primer” principio de la

vida. Un cuerpo puede ser principio vital al modo como lo es el corazón en los animales;

pero ningún cuerpo puede ser, en cuanto a tal, el primer principio de la vida, o ser

viviente, pues de lo contrario todo cuerpo sería viviente, o principio de la vida. Luego el

que sea viviente e incluso principio de vida le compete a un cuerpo por cuanto es “tal”

cuerpo. Ahora bien, ser en acto tal lo recibe de un principio que se llama acto suyo. Luego,

el alma, que es el primer principio de la vida, no es cuerpo, sino acto del cuerpo, como el

calor, que es el principio del calentarse, no es cuerpo, sino acto de un cuerpo.

a.2 c.

Es necesario afirmar que el principio de la operación intelectual, al que llamamos

alma del hombre, es un principio incorpóreo y subsistente. No cabe duda que el nombre

puede por su entendimiento conocer la naturaleza de todos los cuerpos. Mas para que

puedan conocer cosas diversas es preciso que no se tenga ninguna de ellas en la propia

naturaleza, porque las que naturalmente estuvieran en ella impedirían el conocimiento de

las demás; como observamos en los enfermos cuya lengua está impregnada de bilis u otro

humor amargo, que no pueden gustar el sabor de lo dulce y todo lo encuentran amargo.

Si, pues, el principio de la intelección tuviese en sí la naturaleza de algún cuerpo, no

podría conocer todos los cuerpos, ya que cada cuerpo tiene una naturaleza determinada.

Luego es imposible que el principio de la intelección sea un cuerpo.

Es igualmente imposible que entienda por medio de un órgano corpóreo, porque la

naturaleza concreta de tal órgano corpóreo impediría también el conocimiento de todos los

cuerpos; lo mismo que la presencia de un determinado color, no ya solamente en la pupila,

sino en un recipiente de cristal, hace aparecer el líquido que contiene de ese mismo color.

Por consiguiente, el principio de intelección llamado mete o entendimiento tiene

una operación propia en la cual no participa el cuerpo. Ahora bien, este modo de actividad

es propio de una realidad subsistente, pues el obrar responde al ser en acto; de ahí que

cada cosa obre según es. Y así no decimos que es el “calor” quien calienta, sino el objeto

“caliente”. –Luego el alma humana, llamada entendimiento o mente, es un ser incorpóreo

y subsistente.

a.6 c.

Es preciso afirmar que el alma humana, a la que llamamos principio intelectivo, es

incorruptible. De dos maneras, en efecto, puede ser destruida una cosa, a saber: en sí

misma y de modo accidental. Pero es imposible que un ser subsistente sea producido o

destruido de modo accidental, esto, a consecuencia de ser producida o destruida otra cosa;

pues la producción y la destrucción de las cosas es correspondiente a su modo de ser, que

por la producción lo adquieren y por la destrucción lo pierden. De ahí que lo que por sí

mismo tiene el ser no puede ser producido ni destruido sino en razón de su propia

naturaleza; en cambio, de lo que no subsiste por sí mismo, como los accidentes y las

formas materiales, se dice que es producido o destruido por efecto de la generación y de la

corrupción del compuesto. – Ahora bien, hemos visto que las almas de los irracionales no

son subsistentes por sí mismas, sino sólo el alma humana. Por consiguiente las almas de

los irracionales se destruyen con sus cuerpos, mientras que el alma humana no puede ser

destruida, a menos de serlo en sí misma. Lo cual es absolutamente imposible, no solo

tratándose de ella, sino de cualquier ser subsistente que sea solamente forma. Pues lo que

por esencia compete a un cosa es, evidentemente, inseparable de ella; y el ser le compete

por esencia a la forma, que es acto. La materia adquiere el ser en acto por el hecho de

adquirir la forma; y asimismo se destruye por el hecho de ser separada de ella. En cambio,

es imposible que una forma se separe de sí misma. Por tanto, también lo es que la forma

subsistente deje de existir.

103

Y aun en el caso de que, como dicen algunos, el alma estuviese compuesta de

materia y forma, sería también necesario afirmar que es incorruptible. En efecto, donde no

hay contrariedad no hay tampoco corrupción, ya que las producciones y corrupciones

provienen de los contrarios y en ellos se verifican; de ahí que los cuerpos celestes, cuya

materia no está sujeta a la contrariedad, sean incorruptibles. Ahora bien, en el alma

intelectiva no puede haber contrariedad alguna, ya porque recibe según su modo de ser, y

las cosas en ella recibidas están exentas de contrariedad; ya también porque los conceptos

de cosas contrarias no son contrarios en el entendimiento, puesto que una misma es la

ciencia de los contrarios. Por tanto, es imposible que el alma intelectiva sea corruptible.

Y como señal de esto puede servir el hecho de que todas las cosas desea naturalmente ser

del modo que son. Ahora bien, el deseo de los seres cognoscitivos proviene de un

conocimiento, y los sentidos no conocen más que lo actualmente existente y presente al

sentido, mientras que el entendimiento conoce la existencia en absoluto y abstrayendo del

tiempo. Por eso, todo el que posee entendimiento desea, naturalmente, existir siempre.

Mas no puede tener inútilmente un deseo natural. Luego toda sustancia intelectual es

incorruptible. iv

Aristóteles

Metafísica I, selección

Aristóteles

Sin duda la Metafísica de Aristóteles es uno de los libros más influyentes en la

historia del pensamiento occidental. Antologamos aquí precisamente sus primeras

líneas. La declaración inicial refleja ya toda una comprensión del ser humano basada en

la búsqueda de la verdad y en el uso de la inteligencia como aquello que distingue lo

propiamente humano. El itinerario del saber que se esboza a continuación -que señala

tanto la continuidad como las diferencias entre el conocimiento sensible, la experiencia,

el arte y la ciencia- resultan también fundamentales para entender la aspiración humana

a la sabiduría, y por tanto, a la filosofía misma.

Todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber. El placer que nos causa

las percepciones de nuestros sentidos es una prueba de esta verdad. Nos agradan por sí

mismas, independientemente de su utilidad, sobre todo las de la vista. En efecto, no sólo

cuando tenemos intención de obrar, sino hasta cuando ningún objeto práctico nos

proponemos, preferimos, por decirlo así, el conocimiento visible a todos los demás

conocimientos que nos dan los demás sentidos. Y la razón es que la vista, mejor que los

otros sentidos, nos da a conocer los objetos, y nos descubre entre ellos gran número de

diferencias.

Los animales reciben de la naturaleza la facultad de conocer por los sentidos. Pero

este conocimiento en unos no produce la memoria; al paso que en otros la produce. Y así

los primeros son simplemente inteligentes; y los otros son más capaces de aprender que

los que no tienen la facultad de acordarse. La inteligencia, sin la capacidad de aprender, es

patrimonio de los que no tienen la facultad de percibir los sonidos, por ejemplo, la abeja y

los demás animales que puedan hallarse en el mismo caso. La capacidad de aprender se

105

encuentra en todos aquellos que reúnen a la memoria el sentido del oído. Mientras que los

demás animales viven reducidos a las impresiones sensibles o a los recuerdos, y apenas se

elevan a la experiencia, el género humano tiene, para conducirse, el arte y el razonamiento.

En los hombres la experiencia proviene de la memoria. En efecto, muchos recuerdos de

una misma cosa constituyen una experiencia. Pero la experiencia, al parecer, se asimila

casi a la ciencia y al arte. Por la experiencia progresan la ciencia y el arte en el hombre. La

experiencia, dice Polus, y con razón, ha creado el arte, la inexperiencia marcha a la

ventura. El arte comienza, cuando de un gran número de nociones suministradas por la

experiencia, se forma una sola concepción general que se aplica a todos los casos

semejantes. Saber que tal remedio ha curado a Calias atacado de tal enfermedad, que ha

producido el mismo efecto en Sócrates y en muchos otros tomados individualmente,

constituye la experiencia; pero saber que tal remedio ha curado toda clase de enfermos

atacados de cierta enfermedad, los flemáticos, por ejemplo, los biliosos o los

calenturientos, es arte. En la práctica la experiencia no parece diferir del arte, y se observa

que hasta los mismos que sólo tienen experiencia consiguen mejor su objeto que los que

poseen la teoría sin la experiencia. Esto consiste en que la experiencia es el conocimiento

de las cosas particulares, y el arte, por lo contrario, el de lo general. v

Teeteto (160c-163a)

Platón

El siguiente texto es una parte del Teeteto, que versa principalmente sobre qué

es el saber, qué es el conocimiento, y en concreto el conocimiento científico, que debería

ser seguro y ofrecer plena certeza. Se presenta aquí uno de los primeros momentos de la

discusión: aquel en el que Sócrates y sus interlocutores analizan la postura de quienes

opinan que el saber se reduce a la sensación. Para los fines antropológicos de esta

antología, estos pasajes son sumamente relevantes, porque en la discusión con esta

postura, Sócrates se enfrenta al relativismo, tan difundido hoy en día, que sostiene que

las cosas son tal como se le presentan a cada sujeto (“...según el cristal con que se mira”,

“cada quien tiene su verdad”, etc.). La refutación socrática de esta postura es

contundente y de mucha relevancia si queremos recuperar, hoy en día, el ideal de una

verdad objetiva y universal que dé sentido a la acción y el discurso del ser humano.

Sócrates. Resulta, pues, que a mi parecer, el sujeto que siente y el objeto sentido, ya

se los suponga en estado de existencia o en vía de generación, tienen una existencia o una

generación relativas, puesto que es una necesidad que su manera de ser sea una relación,

pero una relación que no es de ellos a otra cosa, ni de cada uno de ellos a sí mismo.

Resulta, por consiguiente, que tiene que ser una relación recíproca, de uno respecto del

otro; de manera que ya se diga de una cosa que existe o ya que deviene, es preciso decir

que siempre es a causa de alguna cosa, o de alguna cosa o hacia alguna cosa; y no se debe

decir, ni consentir que se diga que existe o se hace cosa alguna en sí y por sí. Esto es lo que

resulta de la opinión que hemos expuesto.

Teeteto. Nada más verdadero, Sócrates.

107

Sócrates. Por consiguiente, lo que obra sobre mí es relativo a mí y no a otro; yo lo

siento, y otro no lo siente.

Teeteto. Sin dificultad.

Sócrates. Mi sensación, por lo tanto, es verdadera con relación a mí porque afecta

siempre a mi manera de ser y, según Protágoras, a mí me toca juzgar de la existencia de lo

que me afecta y de la no existencia de lo que no me afecta.

Teeteto. Así me parece.

Sócrates. Puesto que no engaño, ni me extravío, en el juicio que formo sobre lo que

existe o deviene, ¿cómo puedo verme privado de la ciencia de los objetos cuya sensación

experimento?

Teeteto. Eso es posible.

Sócrates. Así pues, tú has definido bien la ciencia, diciendo que no es más que la

sensación, y ya se sostenga con Homero, Heráclito, y los demás que piensan como ellos,

que todo está en movimiento y flujo continuo; o ya con el muy sabio Protágoras, que el

hombre es la medida de todas las casas; o ya con Teeteto, que, siendo esto así, la sensación

es la ciencia; todas estas opiniones significan lo mismo. Y bien, Teeteto, ¿diremos que,

hasta cierto punto, es este el hijo recién nacido que, gracias a mis cuidados, acabas de dar a

luz? ¿Qué piensas de esto?

Teeteto. Es preciso conocerlo, Sócrates.

Sócrates. Cualquiera que sea este fruto, buen trabajo nos ha costado el darle a luz.

Pero, después del parto, es preciso hacer ahora, en torno suyo, la ceremonia de la

anfidromia, procurando asegurarnos si merece que se le críe o si no es más que una

producción quimérica. ¿O bien crees que a todo trance es preciso criar a tu hijo, y no

exponerle? ¿Sufrirás con paciencia que se le examine, y no montarás en cólera, si se te

arranca, como lo haría una primeriza, si le quitaran su primer hijo?

Teodoro. Teeteto lo sufrirá con gusto; no es un hombre tan descontentadizo. Pero,

en nombre de los dioses, dinos si esta opinión es falsa.

Sócrates. Es preciso que tengas gusto en la conversación, Teodoro, y que seas muy

bueno, para imaginarte que yo soy como un costal lleno de discursos, y que me es fácil

sacar uno, para probarte que esta opinión no es verdadera. No reflexionas que ningún

discurso sale de mí, sino de aquél con quien yo converso, y que sé muy poco, quiero decir,

que sólo sé recibir y comprender, tal cual, lo que otro más hábil dice. Esto es lo que voy a

intentar, frente a frente de Protágoras, sin decir nada que sea mío.

Teeteto. Tienes razón, Sócrates, hazlo así.

Sócrates. ¿Sabes, Teodoro, lo que me sorprende en tu amigo Protágoras?

Teodoro. ¿Qué?

Sócrates. Estoy muy satisfecho de todo lo que ha dicho en otra parte, para probar

que lo que parece a cada uno es tal como le parece. Pero me sorprende, que, al principio de

su Verdad, no haya dicho que el cerdo, el cinecéfalo, u otro animal más ridículo aún, capaz

de sensación, son la medida de todas las casos. Esta hubiera sido una introducción

magnífica y, de hecho, ofensiva a nuestra especie, con la que el nos hubiera hecho conocer

que, mientras nosotros le admiramos como un Dios, por su sabiduría, no supera en

inteligencia, no digo a otro hombre, sino ni a una rana girina. Pero, ¿qué digo?, Teodoro. Si

las opiniones, que se forman en nosotros por medio de las sensaciones, son verdaderas

para cada uno; si nadie está en mejor estado que otro para decidir sobre lo que

experimenta su semejante, ni es más hábil para discernir la verdad o falsedad de una

opinión; si, por el contrario, como muchas veces se ha dicho, cada uno juzga únicamente

de lo que pasa en él, y si todos sus juicios son rectos y verdaderos, ¿por qué privilegio, mi

querido amigo, ha de ser Protágoras sabio hasta el punto de creerse con derecho para

enseñar a los demás, y para poner sus lecciones a tan alto precio? Y nosotros, si fuéramos a

su escuela, ¿no seríamos unos necios, puesto que cada uno tiene en sí mismo la medida de

su sabiduría? ¿Será cosa que Protágoras haya hablado de esta manera para burlarse? No

haré mención de lo que a mí toca, en razón del talento de hacer parir a los espíritus. En su

sistema, este talento es soberanamente ridículo, lo mismo, a mi parecer, que todo el arte de

la dialéctica. Porque, ¿no es una insigne extravagancia querer examinar y refutar

109

mutuamente nuevas ideas y opiniones, mientras que todas ellas son verdaderamente para

cada uno, si la verdad es como la define Protágoras? salvo que nos haya comunicado, por

diversión, los oráculos de su sacro libro.

Teodoro. Sócrates, Protágoras es mi amigo; tú mismo acabas de decirlo, y no puedo

consentir que se le refute con mis propias opiniones, ni defender su sistema, frente a frente

de ti, contra mi pensamiento. Continúa, pues, la discusión con Teeteto, con tanto más

motivo, cuanto que me ha parecido que te está escuchando con una atención sostenida.

Sócrates. Sin embargo, si tú te encontrases en Lacedemonia, en la palestra de los

ejercicios, Teodoro, después de haber visto a los otros desnudos y algunos de ellos

bastante bien formados, ¿te creerías dispensado de despojarte de tu traje y mostrarte a

ellos, a tu vez?

Teodoro. ¿Por qué no, si querían permitírmelo y rendirse a mis razones, como

ahora espero persuadiros a que me permitáis ser simple espectador, y no verme

arrastrado, por fuerza, a la arena en este momento en que tengo mis miembros

entumecidos, para luchar con un adversario más joven y más suelto?

Sócrates. Si eso quieres, Teodoro, no me importa, como se dice vulgarmente.

Volvamos al sagaz Teeteto. Dime, Teeteto, con motivo de este sistema, ¿no estás

sorprendido, como yo, al verte de repente igual en sabiduría a cualquiera, sea hombre o

sea dios? ¿0 crees tú que la medida de Protágoras no es la misma para los dioses que para

los hombres?

Teeteto. No, ciertamente; yo no pienso así, y para responder a tu pregunta, me

encuentro como sorprendido. Cuando examinábamos la manera que ellos tienen de probar

que lo que parece a cada uno es tal como le parece, creía yo que era una cosa innegable,

mas ahora he pasado de repente a un juicio contrario.

Sócrates. Tú eres joven, querido mío, y por esta razón, escuchas los discursos con

avidez y te rindes a la verdad. Pero he aquí lo que nos opondrá Protágoras o alguno de sus

partidarios. "Generosos jóvenes y ancianos, vosotros discurrís sentados en vuestros

asientos y ponéis los dioses de vuestra parte, mientras que yo, hablando y escribiendo

sobre este punto, dejo a un lado si ellos existen o no existen. Vuestras objeciones son, por

su naturaleza, favorablemente acogidas por la multitud, como cuando decís que sería

extraño que el hombre no tuviese ninguna ventaja, en razón de sabiduría, sobre el animal

más estúpido; pero no me opondréis demostración ni prueba concluyente, ni emplearéis

contra mí más que argumentos de probabilidad. Sin embargo, si Teodoro o cualquier

geómetra argumentasen de esta manera en geometría, nadie se dignaría escucharle.

Examinad, pues, Teodoro y tú, si en materias de tanta importancia podréis adoptar

opiniones que sólo descansan en verosimilitudes y probabilidades.

Teeteto. Seríamos en tal caso, tú, Sócrates, y yo, muy injustos.

Sócrates. ¿Luego, es preciso, según lo que Teodoro y tú manifestáis, que sigamos

otro rumbo?

Teeteto. Sin duda.

Sócrates. Veamos de qué manera os voy a hacer ver si la ciencia y la sensación son

una misma cosa o dos cosas diferentes; es a lo que tiende, en definitiva, toda esta

discusión, y, en este concepto, hemos promovido todas estas cuestiones espinosas. ¿No es

verdad?

Teeteto. Seguramente.vi

111

De veritate, Cuestión 1, artículo 1 (selección)

Santo Tomás de Aquino

Tomás de Aquino (1224- 1274), fue un teólogo y filósofo católico perteneciente a

la Orden de Predicadores, y es el principal representante de la tradición escolástica. La

Suma Teológica es un tratado de teología del siglo XIII, escrito por Santo Tomás

durante los últimos años de su vida —la tercera parte quedó inconclusa, y fue

completada por sus discípulos póstumamente. Es la obra más famosa de la teología

medieval y su influencia sobre la filosofía posterior, sobre todo en el catolicismo, es

inestimable.

Además de la Suma Teológica, Santo Tomás de Aquino escribió paralelamente

numerosas obras escritas a manera de comentarios: las “cuestiones libres” y las

“cuestiones disputadas”. Dentro de estas últimas, se encuentra una cuestión que resume

el pensamiento del autor en torno a la verdad. A continuación se presenta el primer

artículo de la cuestión disputada sobre la verdad, en el que expone la definición de

verdad.

Así, pues, la primera comparación del ente respecto del entendimiento es que el

ente se corresponda con el entendimiento, correspondencia ésta a la que se llama

adecuación de la cosa y el entendimiento, y en la que se cumple formalmente la razón de

verdadero. Porque esto es lo que lo verdadero añade al ente, la conformidad o la

adecuación de la cosa y el entendimiento, a la cual conformidad, como hemos dicho sigue

el conocimiento de la cosa. Y así la entidad de la cosa precede a la razón de verdad,

mientras que el conocimiento es como un efecto de la verdad.

Con arreglo a esto, pues, la verdad y lo verdadero se pueden definir de tres

maneras.

Primera, atendiendo a aquello que precede a la razón de verdad y en lo que se

funda lo verdadero; y así lo define San Agustín en el libro de Los Soliloquios: “verdadero es

aquello que es”; y Avicena en su Metafísica: “la verdad de una cosa es el ser propio de ella

tal como le ha sido establecido”; y ciertos otros así: “verdadero es la indivisión del ser y de

aquello que es”.

Segunda, atendiendo a aquello que realiza formalmente la razón de verdadero; y

así dice Isaac Israeli que “la verdad es la adecuación de la cosa y el entendimiento”; y San

Anselmo, en su libro Sobre la verdad: “la verdad es la rectitud que sólo la mente puede

percibir”, pues esta rectitud se dice según cierta adecuación, de acuerdo con lo que afirma

Aristóteles en su Metafísica, que al definir lo verdadero decimos ser lo que es o no ser lo

que no es.

Tercera, atendiendo al efecto consiguiente, y así lo define San Hilario cuando dice:

“verdadero es lo que manifiesta y declara el ser”; y San Agustín, en el libro Sobre la

verdadera religión, que “la verdad es lo que manifiesta lo que es”; y en otro lugar de la

misma obra, que “la verdad es aquello con arreglo a lo cual juzgamos de las cosas

inferiores.vii

113

De veritate, Cuestión 1, artículo 4

Suma Teológica, Cuestión 16, artículo 6

Santo Tomás de Aquino

Santo Tomás muestra que la verdad no puede ser tratada de manera “unívoca”:

con un único significado. Esto, como se verá más adelante, impide el diálogo y lesiona

la búsqueda del conocimiento. Pero el autor también es consciente de que no puede

existir una equivalencia en los diferentes sentidos de verdad, lo que se denomina

“equivocidad”. Esto último deja las puertas abiertas al relativismo, en el que toda

opinión es igualmente válida y la verdad es inasequible. Para resolver este problema

(usar un sentido único de verdad o atender a una multiplicidad de sentidos), Santo

Tomás propone la “analogía”: comprender que existe un sentido central gracias al cual

los demás sentidos de una proposición adquieren su validez. Así se consigue la unidad

de entre una diversidad de sentidos, unidad que es necesaria en el estudio de la verdad.

A continuación se presentan las reflexiones en torno a la presencia de la analogía

de la verdad y de la manera en que se puede hablar de muchas verdades (De veritate,

Cuestión1, artículo 4 y Suma Teológica, I, cuestión 16, artículo 6).

De veritate, Cuestión 1, artículo 4, Respuesta (fragmento)

Por eso, si se trata de la verdad propiamente dicha según la cual todas las cosas son

verdaderas de una manera principal, entonces todas las cosas son verdaderas por una sola

verdad, esto es, por la verdad del entendimiento divino; y en este sentido la toma San

Anselmo en su libro Sobre la Verdad. Pero si se trata de la verdad propiamente dicha según

la cual las cosas se dicen verdaderas de una manera secundaria, entonces en las distintas

almas se dan muchas verdades respecto de las múltiples cosas verdaderas. Por último, si

se trata de la verdad impropiamente dicha según la cual todas las cosas se dicen

verdaderas, entonces hay muchas verdades respecto a las múltiples cosas verdaderas, pero

respecto de una sola, sólo hay una verdad.

Como el alimento se denomina sano por la sanidad que está en el animal y no por

alguna forma inherente, así las cosas se denominan verdaderas por la verdad que está en

el entendimiento divino o en el humano; pero así como el alimento también se denomina

sano por una cualidad suya por la que se dice sano, así también las cosas se denominan

verdaderas por alguna forma inherente, o sea por la verdad que está en ellas mismas (y

que no es más que la entidad adecuada al entendimiento o que hace que el entendimiento

se adecúe a ella).viii

Suma Teológica, I, Cuestión 16, artículo 6

¿Hay o no hay una sola verdad como criterio de todo lo verdadero?

Objeciones por las que parece que sólo hay una verdad, criterio de todo lo

verdadero:

1. Según Agustín, superior a la mente humana sólo lo es Dios. Pero la verdad es

superior a la mente humana; pues aun cuando la mente juzga sobre la verdad, sin

embargo, lo hace no según propios principios, sino según los de la verdad. Luego sólo

Dios es la verdad. Por lo tanto, no hay más verdad que Dios.

2. Dice Anselmo en el libro Sobre la verdad: Así como el tiempo está relacionado con

lo temporal, la verdad lo está con lo verdadero. Pero sólo hay un tiempo para todo lo

temporal. Luego sólo hay una verdad para todo lo verdadero.

Contra esto: está lo que se dice en el Sal 11,2: ¡Cuán pocas son las verdades entre

los hombres!

Respondo: En cierto modo una es la verdad por la que todo es verdadero, y en

cierto modo no lo es. Para probarlo hay que tener presente que, cuando algo se atribuye a

muchos unívocamente, aquello mismo se encuentra en cada uno propiamente, como

animal se encuentra en cualquier especie de animal. Pero cuando algo se dice de muchos

115

análogamente, aquello mismo se encuentra en uno solo de ellos propiamente, por el que

son denominados todos los demás. Como sano se dice del animal, de la orina y de la

medicina, no porque la salud esté en el animal sólo, sino porque por la salud del animal se

llama medicina sana porque la produce, y orina sana porque la manifiesta. Y cuando la

salud no está ni en la medicina ni en la orina, sin embargo, en ambas hay algo por lo que

una la produce y otra la manifiesta.

Se ha dicho que la verdad está primero en el entendimiento y después en las cosas,

en cuanto que están orientadas hacia el entendimiento divino. Por lo tanto, si hablamos de

la verdad en cuanto que está en el entendimiento, según su propia razón, en muchos

entendimientos creados hay muchas verdades; lo mismo que en un solo entendimiento si

conoce muchas cosas. Por eso, la Glosa al Sal. 11,2: ¡Cuan pocas son las verdades entre los

hombres!, etc., dice que así como por una sola cara humana resultan muchas imágenes en

un espejo, así para una sola verdad divina resultan muchas verdades. Y si hablamos de la

verdad según está en las cosas, todas serían verdaderas con una sola verdad, a la que cada

una se asemeja según su propia entidad. De este modo, aun cuando sean muchas las

esencias o formas de las cosas, sin embargo, una sola es la verdad del entendimiento

divino, según la cual todas las cosas son llamadas verdaderas.

A las objeciones:

1. El alma no juzga todas las cosas según la verdad de cada una, sino según la

verdad primera reflejada en ella como en un espejo según los primeros principios. De ahí

se sigue que la verdad primera es mayor que el alma. Y, sin embargo, también la verdad

creada, presente en nuestro entendimiento, es mayor que el alma, no absolutamente, sino

en cierto modo, esto es, en cuanto que la perfecciona. Así, también puede decirse que la

ciencia es superior al alma. Pero es verdad que ningún ser subsistente es superior al alma.

Sólo Dios.

2. Lo dicho por Anselmo contiene verdad por cuanto que las cosas son llamadas

verdaderas por relación con el entendimiento divino.ix

Suma Teológica, Cuestión 85, selección

Santo Tomás de Aquino

Este artículo de la Suma Teológica se plantea si puede alguna persona conocer

mejor o peor la verdad sobre alguna cosa, comparada con otra persona cognoscente. La

cuestión es relevante para la refutación del relativismo, tan extendido hoy en día. Esta

incoherente postura afirma que, ya que “todo es según el cristal con que se mira”,

cualquier opinión es igualmente válida y “cada quien tiene su propia verdad”. De ser

así, además de que el diálogo, la enseñanza, la autocorrección, serían absurdos, habría

que admitir que no hay una gradación objetiva que haga mejor o peor un conocimiento

determinado. El Aquinate defiende que dicha gradación es real y establece, en este

artículo, los criterios de la misma.

¿Puede o no puede alguien conocer mejor que otro una cosa?

Supra q.76 a.5; In Sent. l.4 d.49 q.2 a.4 ad 1; De Verit. q.2 a.2 ad 11; De Anima a.8.

Objeciones por las que parece que uno no puede conocer mejor que otro una cosa:

1. Dice Agustín en el libro Octoginta trium qaest.: Quien conoce una cosa de modo

distinto a como es, no la conoce. Por lo cual, no cabe duda de que hay un conocimiento

perfecto que no puede ser superado. Consecuentemente, tampoco puede progresar hasta

lo infinito en el conocimiento de algo, ni puede uno entender mejor que otro una cosa.

2. Más aún. El entendimiento es verdadero en su acción de entender. Pero como la

verdad es una cierta igualdad entre el entendimiento y- el objeto, no admite más ni menos.

Pues propiamente no puede hablarse de algo más o menos igual. Por lo tanto, tampoco

puede decirse que algo sea más o menos conocido.

117

3. Todavía más. El entendimiento es lo más formal que hay en el hombre. Pero la

diferencia de forma implica diferencia de especie. Así, pues, si un hombre entiende algo

mejor que otro, parece que no son de la misma especie.

En cambio está el hecho de que por la experiencia encontramos que hay quienes

entienden más profundamente que otros, como entiende con mayor profundidad quien

puede reducir una conclusión a sus primeros principios y primeras causas que el que sólo

puede llegar a sus causas próximas.

Solución. Hay que decir: Que alguien conozca algo más que otro, puede entenderse

de dos maneras. 1) Una, cuando con la partícula más se expresa el acto de entender en

relación con lo conocido. En este sentido, nadie puede entender una cosa más que otro,

porque, si la entendiese distinta a como es, o entendiese que es mejor o peor, se engañaría

y no la entendería, como argumenta Agustín. 2) Otra, cuando expresa el acto de entender

por parte del que entiende. En este sentido, uno puede entender la misma cosa mejor que

otro por cuanto es superior su vigor intelectual, como en la visión corporal ve mejor un

objeto quien posee una facultad más perfecta y con mejor capacidad de visión.

En el entendimiento esto se da de dos maneras. 1) Una, por parte del mismo

entendimiento, que es más perfecto. Ya que es evidente que cuanto mejor dispuesto está el

cuerpo, tanto mejor es el alma que le corresponde. Esto aparece claramente en los seres de

distinta especie. El porqué de esto radica en que el acto y la forma son recibidos en la

materia según la capacidad de la materia. Por eso, ya que incluso entre los hombres los

hay que tienen un cuerpo mejor dispuesto que otros, tienen un alma de mayor capacidad

intelectual. Por eso, se dice en II De Anima: Vemos que los de carnes blandas tienen buenas

aptitudes mentales. 2) Otra, por parte de las facultades inferiores, que el entendimiento

necesita para el ejercicio de su operación, pues aquellos que están mejor dispuestos en sus

potencias imaginativa, cogitativa y memorativa, están mejor dispuestos para entender.

Respuesta a las objeciones: 1. A la primera hay que decir: La respuesta está incluida

en lo dicho.

2. A la segunda hay que decir: Ocurre lo mismo que con la primera objeción, pues

la verdad del entendimiento consiste en que la cosa sea entendida tal como es.

3. A la tercera hay que decir: La diferencia de forma, que no proviene más que de la

distinta disposición de la materia, no origina diversidad específica, sino sólo numérica, ya

que la diversidad de forma en los individuos viene dada por la diversificación de la

materia.x

119

Mito de la caverna, República, VII (514a-521c)

Platón

En la República, Platón elabora la filosofía política de un estado ideal. El

siguiente es uno de los textos más comentados de la historia del pensamiento

occidental: se trata del célebre “mito de la caverna”, expuesto en la República de Platón.

El mito pretende transmitir un mensaje sobre el conocimiento de lo sensible y sobre

cómo se ha de trascender este modo de conocimiento para acceder a la verdad última de

las cosas. Es, a la vez, una metáfora de la misión de Sócrates en Atenas, y un imperativo

para la Filosofía misma, que debe ayudarnos a “salir de la caverna” y nos obliga a

compartir después esta forma de liberación con las demás personas. En un curso de

Antropología, este texto nos recuerda el carácter práctico de la verdad filosófica: la

importancia del conocimiento del ser -incluso, más allá de lo meramente corpóreo o

sensible- para la orientación de la vida humana.

Y a continuación -seguí- compara con la siguiente escena el estado en que, con

respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza. Imagina una especie

de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada ,abierta a la luz, que se

extiende a lo ancho de toda la caverna y unos hombres que están en ella desde niños,

atados por las piernas y el cuello de modo que tengan que estarse quietos y mirar

únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos,

la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los

encadenados, un camino situado en alto; y a lo largo del camino suponte que ha sido

construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el

público, por encima de las cuales exhiben aquéllos sus maravillas.

-Ya lo veo -dijo.

-Pues bien, contempla ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que

transportan toda clase de objetos, cuya altura sobrepasa la de la pared y estatuas de

hombres o animales hechas de toda clase de materias; entre estos portadores habrá, como

es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados.

-¡Qué extraña escena describes -dijo- y qué extraños prisioneros!

-Iguales que nosotros -dije-, porque, en primer lugar, ¿crees que los que están así

han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras proyectadas por el

fuego sobre la parte de la caverna que está frente a ellos?

-¿Cómo -dijo-, si durante toda su vida han sido obligados a mantener inmóviles las

cabezas?

-¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?

-¿Qué otra cosa van a ver?

-Y, si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían estar

refiriéndose a aquellas sombras que veían pasar ante ellos?

-Forzosamente.

-¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente? ¿Piensas que,

cada vez que hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos que lo que hablaba era otra

cosa sino la sombra que veían pasar?

-No, ¡por Zeus! -dijo.

-Entonces no hay duda -dije yo- de que los tales no tendrán por real ninguna otra

cosa más que las sombras de los objetos fabricados.

-Es enteramente forzoso -dijo.

-Examina, pues -dije-, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y curados de

su ignorancia y si, conforme a naturaleza, les ocurriera lo siguiente. Cuando uno de ellos

fuera desatado y obligado a levantarse súbitamente y a volver el cuello y a andar y a mirar

a la luz y cuando, al hacer todo esto, sintiera dolor y, por causa de las chiribitas, no fuera

capaz de ver aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que contestaría si le

dijera alguien que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora cuando,

hallándose más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más reales, goza de una

121

visión más verdadera, y si fuera mostrándole los objetos que pasan y obligándole a

contestar a sus preguntas acerca de qué es cada uno de ellos.? ¿No crees que estaría

perplejo y que lo que antes había contemplado le parecería más verdadero que lo que

entonces se le mostraba?

-Mucho más -dijo.

-Y, si se le obligara a fijar su vista en la luz misma ¿no crees que le dolerían los ojos

y que se escaparía volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y que

consideraría que éstos son realmente más claros que los que le muestran?

-Así es -dijo.

-Y, si se lo llevaran de allí a la fuerza -dije-, obligándole a recorrer la áspera y

escarpada subida, y no le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la luz del sol, ¿no crees

que sufriría y llevaría a mal el ser arrastrado y, una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan

llenos de ella que no sería capaz de ver ni una sola de las cosas a las que ahora llamamos

verdaderas?

-No, no sería capaz -dijo-, al menos por el momento.

-Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de arriba. Lo

que vería más fácilmente serían, ante todo, las sombras; luego, las imágenes de hombres y

de otros objetos reflejados en las aguas, y más tarde, los cuerpos mismos. Y después de

esto le sería más fácil el contemplar de noche las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su

vista en la luz de las estrellas y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es propio.

-¿Cómo no?

-Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en las aguas ni

en otro lugar ajeno a él, sino el propio sol en su propio dominio y tal cual es en sí mismo,

lo que él estaría en condiciones de mirar y contemplar.

-Necesariamente -dijo.

-Y, después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien produce las

estaciones y los años y gobierna todo lo de la región visible y es, en cierto modo, el autor

de todas aquellas cosas que ellos veían.

-Es evidente -dijo- que después de aquello vendría a pensar en eso otro. -¡Y qué!

Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de allí y de sus antiguos

compañeros de cárcel, ¿no crees que se consideraría feliz por haber cambiado y que les

compadecería a ellos?

-Efectivamente.

-Y, si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas que

concedieran los unos a aquellos otros que, por discernir con mayor penetración las

sombras que pasaban y acordarse mejor de cuáles de entre ellas eran las que solían pasar

delante o detrás junto con otras, fuesen más capaces que nadie de profetizar, basados en

ello, lo que iba a suceder, ¿crees que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o que

envidiaría a quienes gozaran de honores y poderes entre aquéllos, o bien que le ocurriría

lo de Homero, es decir, que preferiría decididamente «ser siervo en el campo de cualquier

labrador sin caudal» o sufrir cualquier otro destino antes que vivir en aquel mundo de lo

opinable?

-Eso es lo que creo yo -dijo-: que preferiría cualquier otro destino antes que aquella

vida.

-Ahora fíjate en esto -dije-: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de nuevo el mismo

asiento, ¿no crees que se le llenarían los ojos de tinieblas como a quien deja súbitamente la

luz del sol?

-Ciertamente -dijo.

-Y, si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido

constantemente encadenados, opinando acerca de las sombras aquellas que, por no

habérsele asentado todavía los ojos, ve con dificultad -y no sería muy corto el tiempo que

necesitara para acostumbrarse-, ¿no daría que reír y no se diría de él que, por haber subido

arriba, ha vuelto con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una

semejante ascensión? ¿Y no matarían, si encontraban manera de echarle mano y matarle, a

quien intentara desatarles y hacerles subir?

-Claro que sí--dijo.

123

-Pues bien -dije-, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh, amigo Glaucón!, a lo

que se ha dicho antes; hay que comparar la región revelada por medio de la vista con la

vivienda-prisión y la luz del fuego que hay en ella con el poder del sol. En cuanto a la

subida al mundo de arriba y a la contemplación de las cosas de éste, si las comparas con la

ascensión del alma hasta la región inteligible no errarás con respecto a mi vislumbre, que

es lo que tú deseas conocer y que sólo la divinidad sabe si por acaso está en lo cierto. En

fin, he aquí lo que a mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con

trabajo, es la idea del bien pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de

todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas; que, mientras en el mundo visible ha

engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible es ella la soberana y productora

de verdad y conocimiento, y que tiene por fuerza que verla quien quiera proceder

correctamente en su vida pública o privada.

-También yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo.

(517d-521c)

Pues bien -dije-, dame también la razón en esto otro: no te extrañes de que los que

han llegado a ese punto quieran ocuparse en asuntos humanos; antes bien, sus almas

tienden siempre a permanecer en las alturas, y es natural, creo yo, que así ocurra, al menos

si también esto concuerda con la imagen de que se ha hablado.

-Es natural, desde luego -dijo.

-¿Y qué? ¿Crees -dije yo- que haya que extrañarse de que, al pasar un hombre de

las contemplaciones divinas a las miserias humanas, se muestre torpe y sumamente

ridículo cuando, viendo, todavía mal y no hallándose aún suficientemente acostumbrado a

las tinieblas que le rodean, se ve obligado a discutir, en los tribunales o en otro lugar

cualquiera, acerca de las sombras de lo justo o de las imágenes de que son ellas reflejo y a

contender acerca del modo en que interpretan estas cosas los que jamás han visto injusticia

en sí?

-No es nada extraño -dijo.

-Antes bien -dije-, toda persona razonable debe recordar que son dos las maneras y

dos las causas por las cuales se ofuscan los ojos: al pasar de la luz a la tiniebla y al pasar de

la tiniebla a la luz. Y, una vez haya pensado que también le ocurre lo mismo al alma, no se

reirá insensatamente cuando vea a alguna que, por estar ofuscada, no es capaz de discernir

los objetos, sino que averiguará si es que, viniendo de una vida más luminosa, está cegada

por falta de costumbre o si, al pasar de una mayor ignorancia a una mayor luz, se ha

deslumbrado por el exceso de ésta y así considerará dichosa a la primera alma, que de tal

manera se conduce y vive, y compadecerá a la otra, o bien, si quiere reírse de ella, esa su

risa será menos ridícula que si se burlara del alma que desciende de la luz.

-Es muy razonable -asintió- lo que dices.

-Es necesario, por tanto -dije-, que, si esto es verdad, nosotros consideremos lo

siguiente acerca de ello- que la educación no es tal como proclaman algunos que es. En

efecto, dicen, según creo, que ellos proporcionan ciencia al alma que no la tiene del mismo

modo que si infundieran vista a unos ojos ciegos.

-En efecto, así lo dicen -convino.

-Ahora bien, la discusión de ahora -dije- muestra que esta facultad, existente en el

alma de cada uno, y el órgano con que cada cual aprende deben volverse, apartándose de

lo que nace, con el alma entera -del mismo modo que el ojo no es capaz de volverse hacia

la luz, dejando la tiniebla, sino en compañía del cuerpo entero- hasta que se hallen en

condiciones de afrontar la contemplación del ser e incluso de la parte más brillante del ser,

que es aquello a lo que llamamos bien.

¿No es eso?

-Eso es.

-Por consiguiente -dije- puede haber un arte de descubrir cuál será la manera más

fácil y eficaz para que este órgano se vuelva; pero no de infundirle visión, sino de procurar

que se corrija lo que, teniéndola ya, no está vuelto adonde debe ni mira adonde es

menester.

-Tal parece -dijo.

-Y así, mientras las demás virtudes, las llamadas virtudes del alma, es posible que

sean bastante parecidas a las del cuerpo -pues, aunque no existan en un principio, pueden

realmente ser más tarde producidas por medio de la costumbre y el ejercicio-, en la del

125

conocimiento se da el caso de que parece pertenecer a algo ciertamente más divino que

jamás pierde su poder y que, según el lugar a que se vuelva, resulta útil y ventajoso o, por

el contrario, inútil y nocivo. ¿O es que no has observado con cuánta agudeza percibe el

alma miserable de aquellos de quienes se dice que son malos, pero inteligentes, y con qué

penetración discierne aquello hacia lo cual se vuelve, porque no tiene mala vista y está

obligada a servir a la maldad, de manera que, cuanto mayor sea la agudeza de su mirada,

tantos más serán los males que cometa el alma?

-En efecto -dijo.

-Pues bien -dije yo-, si el ser de tal naturaleza hubiese sido, ya desde niño, sometido

a una poda y extirpación de esa especie de excrecencias plúmbeas, emparentadas con la

generación, que, adheridas por medio de la gula y de otros placeres y apetitos semejantes,

mantienen vuelta hacia abajo la visión del alma; si, libre ésta de ellas, se volviera de cara a

lo verdadero, aquella misma alma de aquellos mismos hombres lo vería también con la

mayor penetración de igual modo que ve ahora aquello hacia lo cual está vuelta.

-Es natural -dijo.

-¿Y qué? -dije yo-. ¿No es natural y no se sigue forzosamente de lo dicho que ni los

ineducados y apartados de la verdad son jamás aptos para gobernar una ciudad ni

tampoco aquellos a los que se permita seguir estudiando hasta el fin; los unos, porque no

tienen en la vida ningún objetivo particular apuntando al cual deberían obrar en todo

cuanto hiciesen durante su vida pública y privada y los otros porque, teniéndose por

transportados en vida a las islas de los bienaventurados, no consentirán en actuar?

-Es cierto -dijo.

-Es, pues, labor nuestra -dije yo-, labor de los fundadores, el obligar a las mejores

naturalezas a que lleguen al conocimiento del cual decíamos antes que era el más excelso y

vean el bien y verifiquen la ascensión aquella; y, una vez que, después de haber subido,

hayan gozado de una visión suficiente, no permitirles lo que ahora les está permitido.

-¿Y qué es ello?

-Que se queden allí -dije- y no accedan a bajar de nuevo junto a aquellos

prisioneros ni a participar en sus trabajos ni tampoco en sus honores, sea mucho o poco lo

que éstos valgan.

-Pero entonces -dijo-, ¿les perjudicaremos y haremos que vivan peor siéndoles

posible el vivir mejor?

-Te has vuelto a olvidar, querido amigo -dije-, de que a la ley no le interesa nada

que haya en la ciudad una clase que goce de particular felicidad, sino que se esfuerza por

que ello le suceda a la ciudad entera y por eso introduce armonía entre los ciudadanos por

medio de la persuasión o de la fuerza, hace que unos hagan a otros partícipes de los

beneficios con que cada cual pueda ser útil a la comunidad y ella misma forma en la

ciudad hombres de esa clase, pero no para dejarles que cada uno se vuelva hacia donde

quiera, sino para usar ella misma de ellos con miras a la unificación del Estado.

-Es verdad -dijo-. Me olvidé de ello.

-Pues ahora -dije- observa, ¡oh, Glaucón!, que tampoco vamos a perjudicar a los

filósofos que haya entre nosotros, sino a obligarles, con palabras razonables, a que se

cuiden de los demás y les protejan. Les diremos que es natural que las gentes tales que

haya en las demás ciudades no participen de los trabajos de ellas, porque se forman solos,

contra la voluntad de sus respectivos gobiernos, y, cuando alguien se forma solo y no debe

a nadie su crianza, es justo que tampoco se preocupe de reintegrar a nadie el importe de

ella. Pero a vosotros os hemos engendrado nosotros, para vosotros mismos y para el resto

de la ciudad, en calidad de jefes y reyes, como los de las colmenas, mejor y más

completamente educados que aquéllos y más capaces, por tanto, de participar de ambos

aspectos. Tenéis, pues, que ir bajando uno tras otro a la vivienda de los demás y

acostumbraras a ver en la oscuridad. Una vez acostumbrados, veréis infinitamente mejor

que los de allí y conoceréis lo que es cada imagen y de qué lo es, porque habréis visto ya la

verdad con respecto a lo bello y a lo justo y a lo bueno. Y así la ciudad nuestra y vuestra

vivirá a la luz del día y no entre sueños, como viven ahora la mayor parte de ellas por

obra de quienes luchan unos con otros por vanas sombras o se disputan el mando como si

éste fuera algún gran bien. Mas la verdad es, creo yo, lo siguiente: la ciudad en que estén

127

menos ansiosos por ser gobernantes quienes hayan de serlo, ésa ha de ser forzosamente la

que viva mejor y con menos disensiones que ninguna; y la que tenga otra clase de

gobernantes, de modo distinto.

-Efectivamente -dijo.

-¿Crees, pues, que nos desobedecerán los pupilos cuando oigan esto y se negarán a

compartir por turno los trabajos de la comunidad viviendo el mucho tiempo restante todos

juntos y en el mundo de lo puro?

-Imposible -dijo-. Pues son hombres justos a quienes ordenaremos cosas justas.

Pero no hay duda de que cada uno de ellos irá al gobierno como a algo inevitable al revés

que quienes ahora gobiernan en las distintas ciudades.

-Así es, compañero -dije yo-. Si encuentras modo de proporcionar a los que han de

mandar una vida mejor que la del gobernante, es posible que llegues a tener una ciudad

bien gobernada, pues ésta será la única en que manden los verdaderos ricos, que no lo son

en oro, sino en lo que hay que poseer en abundancia para ser feliz: una vida buena y

juiciosa. Pero donde son mendigos y hambrientos de bienes personales los que van a la

política creyendo que es de ahí de donde hay que sacar las riquezas, allí no ocurrirá así.

Porque, cuando el mando se convierte en objeto de luchas, esa misma guerra doméstica e

intestina los pierde tanto a ellos como al resto de la ciudad.

-Nada más cierto -dijo.

-Pero ¿conoces-dije-otra vida que desprecie los cargos políticos excepto la del

verdadero filósofo?

-No, ¡por Zeus! -dijo.

-Ahora bien, no conviene que se dirijan al poder en calidad de amantes de él, pues,

si lo hacen, lucharán con ellos otros pretendientes rivales.

-¿Cómo no?

-Entonces, ¿a qué otros obligarás a dedicarse a la guarda de la ciudad sino a

quienes, además de ser los más entendidos acerca de aquello por medio de lo cual se rige

mejor el Estado, posean otros honores y lleven una vida mejor que la del político?

-A ningún otro -dijo.xi

129

Suma Teológica I, q. 2, a.3 (Las cinco vías para

demostrar la existencia de Dios)

El tratamiento de la inteligencia como facultad propia del ser humano estaría

incompleto si no enfrentáramos la cuestión de si la inteligencia puede alcanzar lo

incondicionado, la respuesta última a sus interrogantes fundamentales, es decir, si es

capaz de demostrar la existencia de Dios. En este célebre pasaje de la Suma Teológica,

Tomás de Aquino sintetiza magistralmente las cinco vías o argumentos que concluyen

con la existencia de Dios (como primer motor, primera causa, ser necesario, ser máximo

en la jerarquía de los seres y ordenador del mundo). También resuelve las dos

objeciones principales por las que podría parecer que Dios no existe. Obsérvese que

tanto en la argumentación de las cinco vías como en el planteamiento y resolución de

las objeciones, el Aquinate procede con todo rigor, de modo estrictamente filosófico,

mostrando así la capacidad metafísica de la razón humana.

¿Existe o no existe Dios?

Objeciones por las que parece que Dios no existe:

1. Si uno de los contrarios es infinito, el otro queda totalmente anulado. Esto es lo que

sucede con el nombre Dios al darle el significado de bien absoluto. Pues si existiese Dios,

no existiría ningún mal. Pero el mal se da en el mundo. Por lo tanto, Dios no existe.

2. Más aún. Lo que encuentra su razón de ser en pocos principios, no se busca en muchos.

Parece que todo lo que existe en el mundo, y supuesto que Dios no existe, encuentra su

razón de ser en otros principios; pues lo que es natural encuentra su principio en la

naturaleza; lo que es intencionado lo encuentra en la razón y voluntad humanas. Así,

pues, no hay necesidad alguna de acudir a la existencia de Dios.

En cambio está lo que se dice en Éxodo 3,14 de la persona de Dios: Yo existo.

Solución. Hay que decir: La existencia de Dios puede ser probada de cinco maneras

distintas

1) La primera y más clara es la que se deduce del movimiento. Pues es cierto, y lo perciben

los sentidos, que en este mundo hay movimiento. Y todo lo que se mueve es movido por

otro.De hecho nada se mueve a no ser que, en cuanto potencia, esté orientado a aquello

por lo que se mueve. Por su parte, quien mueve está en acto. Pues mover no es más que

pasar de la potencia al acto. La potencia no puede pasar a acto más que por quien está en

acto.Ejemplo: El fuego, en acto caliente, hace que la madera, en potencia caliente, pase a

caliente en acto. De este modo la una cosa sea lo mismo simultáneamente en potencia y en

acto; sólo lo puede ser respecto a algo distinto. Ejemplo: Lo que es caliente en acto, no

puede ser al mismo tiempo caliente en potencia, pero sí puede ser en potencia frío.

Igualmente, es imposible que algo mueva y sea movido al mismo tiempo, o que se mueva

a sí mismo. Todo lo que se mueve necesita ser movido por otro. Pero si lo que es movido

por otro se mueve, necesita ser movido por otro, y éste por otro. Este proceder no se puede

llevar indefinidamente, porque no se llegaría al primero que mueve, y así no habría motor

alguno pues los motores intermedios no mueven más que por ser movidos por el primer

motor. Ejemplo: Un bastón no mueve nada si no es movido por la mano. Por lo tanto, es

necesario llegar a aquel primer motor al que nadie mueve. En éste, todos reconocen a Dios.

2) La segunda es la que se deduce de la causa eficiente. Pues nos encontramos que en el

mundo sensible hay un orden de causas eficientes. Sin embargo, no encontramos, ni es

posible, que algo sea causa eficiente de sí mismo, pues sería anterior a sí mismo, cosa

imposible. En las causas eficientes no es posible proceder indefinidamente porque en

todas las causas eficientes hay orden: la primera es causa de la intermedia; y ésta, sea una

o múltiple, lo es de la última. Puesto que, si se quita la causa, desaparece el efecto, si en el

orden de las causas eficientes no existiera la primera, no se daría tampoco ni la última ni la

intermedia. Si en las causas eficientes llevásemos hasta el infinito este proceder, no

existiría la primera causa eficiente; en consecuencia no habría efecto último ni causa

131

intermedia; y esto es absolutamente falso. Por lo tanto, es necesario admitir una causa

eficiente primera. Todos la llaman Dios.

3) La tercera es la que se deduce a partir de lo posible y de lo necesario. Y dice:

Encontramos que las cosas pueden existir o no existir, pues pueden ser producidas o

destruidas, y consecuentemente es posible que existan o que no existan. Es imposible que

las cosas sometidas a tal posibilidad existan siempre, pues lo que lleva en sí mismo la

posibilidad de no existir, en un tiempo no existió. Si, pues, todas las cosas llevan en sí

mismas la posibilidad de no existir, hubo un tiempo en que nada existió. Pero si esto es

verdad, tampoco ahora existiría nada, puesto que lo que no existe no empieza a existir más

que por algo que ya existe. Si, pues, nada existía, es imposible que algo empezara a existir;

en consecuencia, nada existiría; y esto es absolutamente falso. Luego no todos los seres son

sólo posibilidad; sino que es preciso algún ser necesario. Todo ser necesario encuentra su

necesidad en otro, o no la tiene. Por otra parte, no es posible que en los seres necesarios se

busque la causa de su necesidad llevando este proceder indefinidamente, como quedó

probado al tratar las causas eficientes (núm. 2). Por lo tanto, es preciso admitir algo que

sea absolutamente necesario, cuya causa de su necesidad no esté en otro, sino que él sea

causa de la necesidad de los demás. Todos le dicen Dios.

4) La cuarta se deduce de la jerarquía de valores que encontramos en las cosas. Pues nos

encontramos que la bondad, la veracidad, la nobleza y otros valores se dan en las cosas. En

unas más y en otras menos. Pero este más y este menos se dice de las cosas en cuanto que se

aproximan más o menos a lo máximo. Así, caliente se dice de aquello que se aproxima más

al máximo calor. Hay algo, por tanto, que es muy veraz, muy bueno, muy noble; y, en

consecuencia, es el máximo ser; pues las cosas que son sumamente verdaderas, son seres

máximos, como se dice en II Metaphys. Como quiera que en cualquier género, lo máximo

se convierte en causa de lo que pertenece a tal género — así el fuego, que es el máximo

calor, es causa de todos los calores, como se explica en el mismo libro 8—, del mismo

modo hay algo que en todos los seres es causa de su existir, de su bondad, de cualquier

otra perfección. Le llamamos Dios.

5) La quinta se deduce a partir del ordenamiento de las cosas. Pues vemos que hay cosas

que no tienen conocimiento, como son los cuerpos naturales, y que obran por un fin. Esto

se puede comprobar observando cómo siempre o a menudo obran igual para conseguir lo

mejor. De donde se deduce que, para alcanzar su objetivo, no obran al azar, sino

intencionadamente. Las cosas que no tienen conocimiento no tienden al fin sin ser

dirigidas por alguien con conocimiento e inteligencia, como la flecha por el arquero. Por lo

tanto, hay alguien inteligente por el que todas las cosas son dirigidas al fin. Le llamamos

Dios.

Respuesta a las objeciones: 1. A la primera hay que decir: Escribe Agustín en el Enchirtdio9:

Dios, por ser el bien sumo, de ninguna manera permitiría que hubiera algún tipo de mal en sus

obras, a no ser que, por ser omnipotente y bueno, del mal sacara un bien. Esto pertenece a la

infinita bondad de Dios, que puede permitir el mal para sacar de él un bien.

2. A la segunda hay que decir: Como la naturaleza obra por un determinado fin a partir de la

dirección de alguien superior, es necesario que las obras de la naturaleza también se

reduzcan a Dios como a su primera causa. De la misma manera también, lo hecho a

propósito es necesario reducirlo a alguna causa superior que no sea la razón y voluntad

humanas; puesto que éstas son mudables y perfectibles. Es preciso que todo lo sometido a

cambio y posibilidad sea reducido a algún primer principio inmutable y absolutamente

necesario, tal como ha sido demostrado.

133

Fe y razón

Juan Pablo II

Juan Pablo II fue el ducentésimo sexagésimo cuarto Papa de la Iglesia Católica y

monarca soberano de la Ciudad del Vaticano de 1978 a 2005. Publicó Carta encíclica Fe y

razón el 14 de septiembre de 1998.

Este texto es una pequeña muestra de las muchas y fecundas ideas que expone la

encíclica Fe y Razón. Si bien la Carta Encíclica puede parecer ligeramente más dirigida a

filósofos y científicos católicos que requieren orientación para armonizar su tarea

intelectual con su fe religiosa, lo cierto es que interpela a todos los creyentes y hasta a

quienes no lo son, pero están interesados en cómo la creencia religiosa no sólo no se

opone al uso pleno y riguroso de la razón, sino que la estimula y orienta, de modo que

fe y razón se animen, purifiquen y perfeccionen mutuamente. El pasaje que aquí

presentamos corresponde al capítulo III, donde se explica cómo el ser humano, que es el

ser que busca la verdad, es también un ser que vive de tradiciones y creencias, y se

defiende la unidad última de la verdad y a la vez el respeto a las diversas esferas y

métodos de pensamiento. El título del capítulo es parte del “lema” de San Agustín y

San Anselmo, que resume la postura católica ante las relaciones fe – razón, y que Juan

Pablo II toma como inspiración de la Encíclica y de su estructura: credo ut intelligam,

intelligo ut credam: creo para entender, entiendo para creer.

Cap. III Intellego ut credam

Caminando en busca de la verdad

24. Cuenta el evangelista Lucas en los Hechos de los Apóstoles que, en sus viajes

misioneros, Pablo llegó a Atenas. La ciudad de los filósofos estaba llena de estatuas que

representaban diversos ídolos. Le llamó la atención un altar y aprovechó enseguida la

oportunidad para ofrecer una base común sobre la cual iniciar el anuncio del kerigma:

«Atenienses —dijo—, veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más respetuosos

de la divinidad. Pues al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados, he

encontrado también un altar en el que estaba grabada esta inscripción: “Al Dios

desconocido”. Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar » (Hch 17,

22-23). A partir de este momento, san Pablo habla de Dios como creador, como Aquél que

transciende todas las cosas y que ha dado la vida a todo. Continua después su discurso de

este modo: « El creó, de un sólo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre

toda la faz de la tierra fijando los tiempos determinados y los límites del lugar donde

habían de habitar, con el fin de que buscasen la divinidad, para ver si a tientas la buscaban

y la hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros » (Hch 17, 26-27).

El Apóstol pone de relieve una verdad que la Iglesia ha conservado siempre: en lo

más profundo del corazón del hombre está el deseo y la nostalgia de Dios. Lo recuerda con

énfasis también la liturgia del Viernes Santo cuando, invitando a orar por los que no creen,

nos hace decir: « Dios todopoderoso y eterno, que creaste a todos los hombres para que te

busquen, y cuando te encuentren, descansen en ti ». Existe, pues, un camino que el

hombre, si quiere, puede recorrer; inicia con la capacidad de la razón de levantarse más

allá de lo contingente para ir hacia lo infinito.

De diferentes modos y en diversos tiempos el hombre ha demostrado que sabe

expresar este deseo íntimo. La literatura, la música, la pintura, la escultura, la arquitectura

y cualquier otro fruto de su inteligencia creadora se convierten en cauces a través de los

cuales puede manifestar su afán de búsqueda. La filosofía ha asumido de manera peculiar

este movimiento y ha expresado, con sus medios y según sus propias modalidades

científicas, este deseo universal del hombre.

25. «Todos los hombres desean saber» y la verdad es el objeto propio de este deseo.

Incluso la vida diaria muestra cuán interesado está cada uno en descubrir, más allá de lo

conocido de oídas, cómo están verdaderamente las cosas. El hombre es el único ser en toda

la creación visible que no sólo es capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por eso

se interesa por la verdad real de lo que se le presenta. Nadie puede permanecer

135

sinceramente indiferente a la verdad de su saber. Si descubre que es falso, lo rechaza; en

cambio, si puede confirmar su verdad, se siente satisfecho. Es la lección de san Agustín

cuando escribe: « He encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera

dejarse engañar ». Con razón se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta

cuando puede discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es

falso, formándose un juicio propio sobre la realidad objetiva de las cosas. Este es el motivo

de tantas investigaciones, particularmente en el campo de las ciencias, que han llevado en

los últimos siglos a resultados tan significativos, favoreciendo un auténtico progreso de

toda la humanidad.

No menos importante que la investigación en el ámbito teórico es la que se lleva a

cabo en el ámbito práctico: quiero aludir a la búsqueda de la verdad en relación con el bien

que hay que realizar. En efecto, con el propio obrar ético la persona actuando según su

libre y recto querer, toma el camino de la felicidad y tiende a la perfección. También en

este caso se trata de la verdad. He reafirmado esta convicción en la Encíclica Veritatis

splendor: «No existe moral sin libertad [...]. Si existe el derecho de ser respetados en el

propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral, grave para

cada uno, de buscar la verdad y seguirla una vez conocida».

Es, pues, necesario que los valores elegidos y que se persiguen con la propia vida

sean verdaderos, porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la

persona realizando su naturaleza. El hombre encuentra esta verdad de los valores no

encerrándose en sí mismo, sino abriéndose para acogerla incluso en las dimensiones que lo

transcienden. Ésta es una condición necesaria para que cada uno llegue a ser sí mismo y

crezca como persona adulta y madura.

26. La verdad se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿tiene

sentido la vida?, ¿hacia dónde se dirige? A primera vista, la existencia personal podría

presentarse como radicalmente carente de sentido. No es necesario recurrir a los filósofos

del absurdo ni a las preguntas provocadoras que se encuentran en el libro de Job para

dudar del sentido de la vida. La experiencia diaria del sufrimiento, propio y ajeno, la vista

de tantos hechos que a la luz de la razón parecen inexplicables, son suficientes para hacer

ineludible una pregunta tan dramática como la pregunta sobre el sentido. A esto se debe

añadir que la primera verdad absolutamente cierta de nuestra existencia, además del

hecho de que existimos, es lo inevitable de nuestra muerte. Frente a este dato

desconcertante se impone la búsqueda de una respuesta exhaustiva. Cada uno quiere —y

debe— conocer la verdad sobre el propio fin. Quiere saber si la muerte será el término

definitivo de su existencia o si hay algo que sobrepasa la muerte: si le está permitido

esperar en una vida posterior o no. Es significativo que el pensamiento filosófico haya

recibido una orientación decisiva de la muerte de Sócrates que lo ha marcado desde hace

más de dos milenios. No es en absoluto casual, pues, que los filósofos ante el hecho de la

muerte se hayan planteado de nuevo este problema junto con el del sentido de la vida y de

la inmortalidad.

27. Nadie, ni el filósofo ni el hombre corriente, puede substraerse a estas preguntas.

De la respuesta que se dé a las mismas depende una etapa decisiva de la investigación: si

es posible o no alcanzar una verdad universal y absoluta. De por sí, toda verdad, incluso

parcial, si es realmente verdad, se presenta como universal. Lo que es verdad, debe ser

verdad para todos y siempre. Además de esta universalidad, sin embargo, el hombre

busca un absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda su búsqueda. Algo que

sea último y fundamento de todo lo demás. En otras palabras, busca una explicación

definitiva, un valor supremo, más allá del cual no haya ni pueda haber interrogantes o

instancias posteriores. Las hipótesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacen. Para todos

llega el momento en el que, se quiera o no, es necesario enraizar la propia existencia en

una verdad reconocida como definitiva, que dé una certeza no sometida ya a la duda.

Los filósofos, a lo largo de los siglos, han tratado de descubrir y expresar esta

verdad, dando vida a un sistema o una escuela de pensamiento. Más allá de los sistemas

filosóficos, sin embargo, hay otras expresiones en las cuales el hombre busca dar forma a

una propia « filosofía ». Se trata de convicciones o experiencias personales, de tradiciones

familiares o culturales o de itinerarios existenciales en los cuales se confía en la autoridad

137

de un maestro. En cada una de estas manifestaciones lo que permanece es el deseo de

alcanzar la certeza de la verdad y de su valor absoluto.

Diversas facetas de la verdad en el hombre

28. Es necesario reconocer que no siempre la búsqueda de la verdad se presenta

con esa trasparencia ni de manera consecuente. El límite originario de la razón y la

inconstancia del corazón oscurecen a menudo y desvían la búsqueda personal. Otros

intereses de diverso orden pueden condicionar la verdad. Más aún, el hombre también la

evita a veces en cuanto comienza a divisarla, porque teme sus exigencias. Pero, a pesar de

esto, incluso cuando la evita, siempre es la verdad la que influencia su existencia; en

efecto, él nunca podría fundar la propia vida sobre la duda, la incertidumbre o la mentira;

tal existencia estaría continuamente amenazada por el miedo y la angustia. Se puede

definir, pues, al hombre como aquél que busca la verdad.

29. No se puede pensar que una búsqueda tan profundamente enraizada en la

naturaleza humana sea del todo inútil y vana. La capacidad misma de buscar la verdad y

de plantear preguntas implica ya una primera respuesta. El hombre no comenzaría a

buscar lo que desconociese del todo o considerase absolutamente inalcanzable. Sólo la

perspectiva de poder alcanzar una respuesta puede inducirlo a dar el primer paso. De

hecho esto es lo que sucede normalmente en la investigación científica. Cuando un

científico, siguiendo una intuición suya, se pone a la búsqueda de la explicación lógica y

verificable de un fenómeno determinado, confía desde el principio que encontrará una

respuesta, y no se detiene ante los fracasos. No considera inútil la intuición originaria sólo

porque no ha alcanzado el objetivo; más bien dirá con razón que no ha encontrado aún la

respuesta adecuada.

Esto mismo es válido también para la investigación de la verdad en el ámbito de las

cuestiones últimas. La sed de verdad está tan radicada en el corazón del hombre que tener

que prescindir de ella comprometería la existencia. Es suficiente, en definitiva, observar la

vida cotidiana para constatar cómo cada uno de nosotros lleva en sí mismo la urgencia de

algunas preguntas esenciales y a la vez abriga en su interior al menos un atisbo de las

correspondientes respuestas. Son respuestas de cuya verdad se está convencido, incluso

porque se experimenta que, en sustancia, no se diferencian de las respuestas a las que han

llegado otros muchos. Es cierto que no toda verdad alcanzada posee el mismo valor. Del

conjunto de los resultados logrados, sin embargo, se confirma la capacidad que el ser

humano tiene de llegar, en línea de máxima, a la verdad.

30. En este momento puede ser útil hacer una rápida referencia a estas diversas

formas de verdad. Las más numerosas son las que se apoyan sobre evidencias inmediatas

o confirmadas experimentalmente. Éste es el orden de verdad propio de la vida diaria y de

la investigación científica. En otro nivel se encuentran las verdades de carácter filosófico, a

las que el hombre llega mediante la capacidad especulativa de su intelecto. En fin están las

verdades religiosas, que en cierta medida hunden sus raíces también en la filosofía. Éstas

están contenidas en las respuestas que las diversas religiones ofrecen en sus tradiciones a

las cuestiones últimas.

En cuanto a las verdades filosóficas, hay que precisar que no se limitan a las meras

doctrinas, algunas veces efímeras, de los filósofos de profesión. Cada hombre, como ya he

dicho, es, en cierto modo, filósofo y posee concepciones filosóficas propias con las cuales

orienta su vida. De un modo u otro, se forma una visión global y una respuesta sobre el

sentido de la propia existencia. Con esta luz interpreta sus vicisitudes personales y regula

su comportamiento. Es aquí donde debería plantearse la pregunta sobre la relación entre

las verdades filosófico-religiosas y la verdad revelada en Jesucristo. Antes de contestar a

esta cuestión es oportuno valorar otro dato más de la filosofía.

31. El hombre no ha sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia para

insertarse más tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso

en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino

también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree. De todos modos el

crecimiento y la maduración personal implican que estas mismas verdades puedan ser

puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento.

Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades sean « recuperadas » sobre la base

139

de la experiencia llevada que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo. A

pesar de ello, en la vida de un hombre las verdades simplemente creídas son mucho más

numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. En efecto, ¿quién sería

capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se

basa la vida moderna? ¿Quién podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que

día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan en línea de máxima

como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de

pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de religiosidad

de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquél que vive de

creencias.

32. Cada uno, al creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas.

En ello se puede percibir una tensión significativa: por una parte el conocimiento a través

de una creencia parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe perfeccionarse

progresivamente mediante la evidencia lograda personalmente; por otra, la creencia con

frecuencia resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia,

porque incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades

cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en otras personas,

entrando así en una relación más estable e íntima con ellas.

Se ha de destacar que las verdades buscadas en esta relación interpersonal no

pertenecen primariamente al orden fáctico o filosófico. Lo que se pretende, más que nada,

es la verdad misma de la persona: lo que ella es y lo que manifiesta de su propio interior.

En efecto, la perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento

abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y

fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza

y seguridad. Al mismo tiempo, el conocimiento por creencia, que se funda sobre la

confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre, creyendo, confía en la

verdad que el otro le manifiesta.

¡Cuántos ejemplos se podrían poner para ilustrar este dato! Pienso ante todo en el

testimonio de los mártires. El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad

sobre la existencia. Él sabe que ha hallado en el encuentro con Jesucristo la verdad sobre su

vida y nada ni nadie podrá arrebatarle jamás esta certeza. Ni el sufrimiento ni la muerte

violenta lo harán apartar de la adhesión a la verdad que ha descubierto en su encuentro

con Cristo. Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido

hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en

ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para

convencer, desde el momento en que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su

interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo. En definitiva, el mártir suscita en

nosotros una gran confianza, porque dice lo que nosotros ya sentimos y hace evidente lo

que también quisiéramos tener la fuerza de expresar.

33. Se puede ver así que los términos del problema van completándose

progresivamente. El hombre, por su naturaleza, busca la verdad. Esta búsqueda no está

destinada sólo a la conquista de verdades parciales, factuales o científicas; no busca sólo el

verdadero bien para cada una de sus decisiones. Su búsqueda tiende hacia una verdad

ulterior que pueda explicar el sentido de la vida; por eso es una búsqueda que no puede

encontrar solución si no es en el absoluto.28 Gracias a la capacidad del pensamiento, el

hombre puede encontrar y reconocer esta verdad. En cuanto vital y esencial para su

existencia, esta verdad se logra no sólo por vía racional, sino también mediante el

abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad

de la verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a

otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más

significativos y expresivos.

No se ha de olvidar que también la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por

un diálogo confiado y una amistad sincera. El clima de sospecha y de desconfianza, que a

veces rodea la investigación especulativa, olvida la enseñanza de los filósofos antiguos,

quienes consideraban la amistad como uno de los contextos más adecuados para el buen

filosofar.

141

De todo lo que he dicho hasta aquí resulta que el hombre se encuentra en un

camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de

una persona de quien fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta

de ver realizado el objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple

creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar en

el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios

Uno y Trino. Así, en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida

a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia.

34. Esta verdad, que Dios nos revela en Jesucristo, no está en contraste con las

verdades que se alcanzan filosofando. Más bien los dos órdenes de conocimiento

conducen a la verdad en su plenitud. La unidad de la verdad es ya un postulado

fundamental de la razón humana, expresado en el principio de no contradicción. La

Revelación da la certeza de esta unidad, mostrando que el Dios creador es también el Dios

de la historia de la salvación. El mismo e idéntico Dios, que fundamenta y garantiza que

sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan los

científicos confiados, es el mismo que se revela como Padre de nuestro Señor Jesucristo.

Esta unidad de la verdad, natural y revelada, tiene su identificación viva y personal en

Cristo, como nos recuerda el Apóstol: «Habéis sido enseñados conforme a la verdad de

Jesús» (Ef 4, 21; cf. Col 1, 15-20). Él es la Palabra eterna, en quien todo ha sido creado, y a la

vez es la Palabra encarnada, que en toda su persona revela al Padre (cf. Jn 1, 14.18). Lo que

la razón humana busca «sin conocerlo» (Hch 17, 23), puede ser encontrado sólo por medio

de Cristo: lo que en Él se revela, en efecto, es la «plena verdad» (cf. Jn 1, 14-16) de todo ser

que en Él y por Él ha sido creado y después encuentra en Él su plenitud (cf. Col 1, 17).

35. Sobre la base de estas consideraciones generales, es necesario examinar ahora de modo

más directo la relación entre la verdad revelada y la filosofía. Esta relación impone una

doble consideración, en cuanto que la verdad que nos llega por la Revelación es, al mismo

tiempo, una verdad que debe ser comprendida a la luz de la razón. Sólo en esta doble

acepción, en efecto, es posible precisar la justa relación de la verdad revelada con el saber

filosófico. Consideramos, por tanto, en primer lugar la relación entre la fe y la filosofía en

el curso de la historia. Desde aquí será posible indicar algunos principios, que constituyen

los puntos de referencia en los que basarse para establecer la correcta relación entre los dos

órdenes de conocimiento.xii

143

Fe y saber

Jürgen Habermas

Jürgen Habermas (Düsseldorf, 18 de junio de 1929) es un filósofo y sociólogo

alemán, conocido sobre todo por sus trabajos en filosofía práctica (ética, filosofía

política y del derecho). Es el miembro más eminente de la segunda generación de la

Escuela de Fráncfort y uno de los exponentes de la Teoría crítica desarrollada en el

Instituto de Investigación Social de Fráncfort. Entre sus aportaciones está la

construcción teórica de la democracia deliberativa y la acción comunicativa.

Este texto del filósofo alemán Jurgen Habermas desarrolla una interesante

reflexión sobre lo ocurrido el 11 de septiembre de 2001. A partir de este dramático

suceso, el pensador analiza las relaciones entre las creencias religiosas, la ciencia y el

proceso de secularización (es decir, el proceso histórico por el que los contenidos y

mandatos de las creencias religiosas han pasado al ámbito meramente civil, político,

jurídico y racional, o se han debilitado en su influencia social). Habermas analiza el

significado, los riesgos y las contradicciones internas de dicho proceso de

secularización, y defiende que no todo lo relevante de la vida humana puede ser

reducido a una visión cientificista o naturalista del mundo, por lo que es necesario

saber articular un diálogo – una “traducción”, dice él- entre fe y razón, entre tradición y

progreso, y entre religión y mundo secular.

Discurso de agradecimiento pronunciado en la Paulkirche de Frankfurt el día 14 de Octubre

de 2001, con motivo de la concesión del “premio de la paz” de los libreros alemanes.

(…)Por parte de la ciencia se expresaba el miedo a un renacer del oscurantismo y a

que se siguiesen cultivando sentimientos residuales de tipo arcaico sobre la base de dar

pábulo a un escepticismo contra la ciencia, y la otra parte se revolvía contra la fe

cientificista en el progreso, contra ese crudo naturalismo que es capaz de enterrar a toda

moral. Pero el 11 de Septiembre la tensión entre sociedad secular y religión ha vuelto a

estallar de una forma muy distinta.

Los asesinos decididos al suicidio, que transformaron los aviones civiles en armas

vivientes y las volvieron contra las ciudadelas capitalistas de la civilización occidental,

estaban motivados por convicciones religiosas, como hoy sabemos por el testamento de

Mohamed Atta. Para ellos los signos más representativos de la modernidad globalizada

eran una encarnación del gran Satán. Pero también a nosotros, a los testigos universales, a

los que nos fue dado seguir por televisión ese acontecimiento “apocalíptico”, parecían

imponérsenos imágenes bíblicas. Y el lenguaje de la venganza, con el que no sólo el

Presidente americano empezó reaccionando a lo incomprensible, cobraba tonos viejo-

testamentarios. Como si el fanático atentado hubiese hecho vibrar en lo más íntimo de la

sociedad secular una cuerda religiosa, se llenaron en todas partes las sinagogas, las iglesias

y las mezquitas. Si bien la ceremonia de tipo religioso y civil celebrada hace tres semanas

en Nueva York, pese a todas las correspondencias de fondo, no ha conducido a ninguna

actitud simétrica de odio.

Pese a su lenguaje religioso, el fundamentalismo es un fenómeno exclusivamente

moderno. En los terroristas islámicos llamaba enseguida la atención la asimultaneidad

entre motivos y medios. En tal asimultaneidad entre motivos y medios se refleja la

asimultaneidad entre cultura y sociedad en los países de origen de los autores, la cual se

ha producido a consecuencia de una modernización acelerada y radicalmente

desenraizadora. Lo que bajo circunstancias más favorables ha podido ser percibido en

definitiva entre nosotros [en el curso de la civilización occidental] como un proceso de

destrucción creadora, no pone en perspectiva en estos países compensación alguna por el

dolor que la destrucción de formas tradicionales de vida conlleva. Y ello no sólo se refiere

a la falta de perspectiva de mejora de las condiciones materiales de vida, pues eso es sólo

un punto. Sino que lo decisivo es que a causa de sentimientos de humillación queda

manifiestamente bloqueado el cambio espiritual que había de expresarse en la separación

entre religión y Estado. También en Europa, a la que la historia le ha concedido siglos para

alcanzar una actitud suficientemente sensible a ese “rostro de Jano” que la modernidad

145

ofrece [es decir, a las ambigüedades de la modernidad], la “secularización” sigue estando

cargada todavía de sentimientos ambivalentes (como quedó claro en la disputa en torno a

la tecnología genética).

Ortodoxias endurecidas las hay tanto en Occidente como en el Oriente próximo y

en el lejano Oriente, entre cristianos y judíos lo mismo que entre musulmanes. Quien

quiera evitar una guerra entre culturas habrá de hacer memoria de la dialéctica del propio

proceso de secularización, es decir, del proceso occidental de secularización, una dialéctica

que está todavía lejos de concluirse. La “guerra contra el terrorismo” no es guerra alguna,

y en el terrorismo se manifiesta también el choque fatal y mudo de mundos que han de

poder desarrollar un lenguaje común allende al mudo poder de los terroristas y los

misiles. En vistas de una globalización que se imponía a través de mercados deslimitados,

muchos de nosotros esperábamos un retorno de lo político en una forma distinta (no en la

forma hobbesiana original de un globalizado Estado de la seguridad, es decir, en las

dimensiones de la policía, del servicio secreto, y ahora también de lo militar, sino en forma

de un poder configurador y civilizatorio a nivel mundial). Por el momento parece que a

los que esperábamos eso, no nos queda más que la desvaída esperanza de una “astucia de

la razón” [de que sea la propia “astucia de la razón” lo que lleve a la razón a imponerse], y

también [nos queda] la oportunidad de reconsiderar un poco las cosas. Pues esa

desgarradura de la falta de lenguaje se extiende también a nuestra propia casa. A los

riesgos de una secularización que en la otra parte corre descarrilada, sólo les haremos

frente con cordura si cobramos claridad acerca de qué significa secularización en nuestras

sociedades post-seculares. Es con esta intención con la que retomo hoy el viejo tema de “fe

y saber”. No deben ustedes, por tanto, esperar de mí “una charla de domingo” que

polarice, es decir, que haga saltar a algunos de sus asientos y a otros los deje

satisfechamente sentados.

El término “secularización” tuvo originalmente el significado jurídico de una

transferencia coercitiva de los bienes de la Iglesia al poder secular del Estado. Y por eso,

ese significado ha podido entonces transferirse al surgimiento de la modernidad cultural y

social en conjunto. Pues desde entonces se asocian con el término “secularización”

valoraciones contrapuestas según que en primer plano queden o bien la domesticación

exitosa de la autoridad eclesiástica por parte de los poderes mundanos, o bien el acto de

apropiación antijurídica de los bienes de la Iglesia. Conforme a la primera lectura, las

formas religiosas de pensamiento y las formas religiosas de vida quedan sustituidas por

equivalentes racionales, y en todo caso por equivalentes que resultan superiores; conforme

a la otra lectura las formas modernas de pensamiento y las formas modernas de vida

quedan desacreditadas como bienes ilegítimamente sustraídos. (…)Lo que parece quedar

en segundo plano en una imagen tan estrecha y polarizada de las cosas, es el papel

civilizador que ha venido desempeñando un commonsense democráticamente ilustrado que

en esta algarabía de voces que rememoran el Kulturkämpf semeja un tercer partido que se

abre su propio camino entre los contendientes que serían la ciencia y la religión. Desde el

punto de vista del Estado liberal sólo merecen el calificativo de “racionales” aquellas

comunidades religiosas que por propia convicción hacen renuncia a la exposición violenta

de sus propias verdades de fe. Y esa convicción se debe a una triple reflexión de los

creyentes acerca de su posición en una sociedad pluralista. La conciencia religiosa en

primer lugar tiene que elaborar cognitivamente su encuentro con otras confesiones y con

otras religiones. En segundo lugar, tiene que acomodarse a la autoridad de las ciencias que

son las que tienen el monopolio social del saber mundano. Y finalmente, tiene que

ajustarse a las premisas de un Estado constitucional, el cual se funda en una moral

profana. Sin este empujón en lo tocante a reflexión, los monoteísmos no tienen más

remedio que desarrollar un potencial destructivo en sociedades modernizadas sin

miramientos. La palabra “empujón reflexivo” sugiere, sin embargo, la falsa representación

de un proceso efectuado unilateralmente y de un proceso concluso. Pero en realidad este

trabajo reflexivo encuentra una prosecución en todo nuevo conflicto que irrumpe en todos

los lugares de tránsito de los espacios públicos democráticos.

Tan pronto como una cuestión existencialmente relevante – piensen ustedes en la

de la tecnología genética – llega a la agenda pública, los ciudadanos, creyentes y no

creyentes, chocan entre sí con sus convicciones impregnadas de cosmovisión, haciendo

una vez más experiencia del escandalizador hecho del pluralismo confesional y

147

cosmovisional. Y cuando aprenden a arreglárselas sin violencia con este hecho, cobrando

conciencia de la propia falibilidad, se dan cuenta de qué es lo que significan en una

sociedad post-secular los principios seculares de decisión establecidos en la constitución

política. Pues en la disputa entre las pretensiones del saber y las pretensiones de la fe, el

Estado, que permanece neutral en lo que se refiere a cosmovisión, no prejuzga en modo

alguno las decisiones políticas en favor de una de las partes. La razón pluralizada del

público de ciudadanos sólo se atiene a una dinámica de secularización en la medida en

que obliga a que el resultado se mantenga a una igual distancia de las distintas tradiciones

y contenidos cosmovisionales. Pero dispuesta a aprender, y sin abandonar su propia

autonomía, esa razón permanece, por así decir, osmóticamente abierta hacia ambos lados,

hacia la ciencia y hacia la religión.

(…)La naturaleza queda despersonalizada en la medida en que se hace accesible a

la observación objetivante y a la explicación causal. La naturaleza científicamente

investigada cae fuera del sistema de referencia social que forman las personas que

mutuamente se atribuyen intenciones y motivos. Pero, ¿qué se hace de tales personas

cuando poco a poco van quedando subsumidas bajo descripciones suministradas por las

ciencias naturales? ¿Resultará que finalmente el commonsense no sólo se dejará instruir por

el saber contra intuitivo de las ciencias, sino que se verá consumido con piel y cabellos por

ese saber? El filósofo Winfrid Sellars respondió ya a esta cuestión en 1960 describiéndonos

el escenario imaginario de una sociedad en la que los juegos de lenguaje pasados de moda

de nuestra existencia cotidiana quedan fuera de juego en favor de la descripción

objetivante de procesos fisiológicos de conciencia. Sellars no hizo más que proyectar ese

escenario imaginario. El punto de fuga de tal naturalización del espíritu era una imagen

científica del hombre construida con los conceptos extensionales de la física, de la

neurofisiología o de la teoría de la evolución, que desocializa también nuestra propia

autocomprensión. Tal cosa sólo podría lograrse si la intencionalidad de la conciencia

humana y la normatividad de nuestra acción pudieran agotarse sin residuo alguno en esta

clase de descripciones. Las teorías que serían menester para ello tendrían que explicar, por

ejemplo, cómo las personas pueden seguir o vulnerar reglas, ya sean reglas gramaticales,

conceptuales o morales. (…)Los propósitos de una modernización de nuestra psicología

cotidiana en términos de ciencia natural han conducido incluso a tentativas de una

semántica que trata de explicar biológicamente los contenidos del pensamiento. Pero

incluso estos planteamientos científicamente más avanzados fracasan en que el concepto

de finalidad que no tenemos más remedio que introducir de contrabando en el juego de

lenguaje darwinista de “mutación y adaptación”, es demasiado pobre para dar abasto a

esa diferencia entre ser y deber que estamos implícitamente suponiendo cuando

vulneramos reglas.

Cuando se describe lo que una persona ha hecho, lo que ha querido hacer y lo que

no hubiera debido hacer, estamos describiendo a esa persona, pero, ciertamente, no como

un objeto de la ciencia natural. Pues en ese tipo de descripción de las personas penetran

tácitamente momentos de una autocomprensión precientífica de los sujetos capaces de

lenguaje y de acción, que somos nosotros. Cuando describimos un determinado proceso

como acción de una persona, sabemos, por ejemplo, que estamos describiendo algo que no

se explica como un proceso natural, sino que, si es menester, precisa incluso de

justificación o de que la persona se explique. Y lo que está en el trasfondo de ello es la

imagen de las personas como seres que pueden pedirse cuentas los unos a los otros, que se

ven desde el principio inmersos en interacciones reguladas por normas y que se topan

unos con otros en un universo de razones y argumentos que han de poder defenderse

públicamente.

Y esta perspectiva que es la que siempre estamos suponiendo en nuestra existencia

cotidiana, explica la diferencia entre el juego de lenguaje de la justificación y el juego de

lenguaje que representa la pura descripción científica. (…)En el trato cotidiano dirigimos

la mirada a destinatarios a los que interpelamos con un “tu”. Y sólo en esta actitud frente a

segundas personas entendemos el “sí” o el “no” de los otros, las tomas de postura

susceptibles de críticas, que nos debemos unos a otros y que esperamos unos de otros.

La conciencia que tenemos de ser autores, es decir, la conciencia de una autoría

que, llegado el caso, está obligada a dar explicaciones, es el núcleo de una

149

autocomprensión que sólo se abre a la perspectiva del participante y no a la perspectiva

del observador, pero que escapa a toda observación científica que quiera revisar esta

visión de las cosas.

(…)Frente a la religión, el commonsense ilustrado democráticamente, se atiene a

razones que no solamente son aceptables para los miembros de una comunidad de fe. Por

eso el Estado liberal democrático también despierta a su vez por el lado de los creyentes la

sospecha o suspicacia de si la secularización occidental no será una vía de una sola

dirección que acaba dejando de lado a la religión.

Y de hecho, el reverso de la libertad religiosa fue una pacificación del pluralismo

cosmovisional que supuso una diferencia en las cargas de la prueba. Pues la verdad es que

hasta ahora el Estado liberal sólo a los creyentes entre sus ciudadanos les exige que, por así

decir, escindan su identidad en una parte privada y en una parte pública. Son ellos los que

tienen que traducir sus convicciones religiosas a un lenguaje secular antes de que sus

argumentos tengan la perspectiva de encontrar el asentimiento de mayorías. Y así hoy,

católicos y protestantes, cuando reclaman para el óvulo fecundado fuera del seno materno

el estatus de un portador de derechos fundamentales, hacen la tentativa (quizá algo

apresurada) de traducir el carácter de imagen de Dios que tiene la creatura humana al

lenguaje secular de la constitución política. La búsqueda de razones que tienen por meta

conseguir la aceptabilidad general, sólo dejaría de implicar que la religión queda excluida

inequitativamente de la esfera pública, y la sociedad secular sólo dejaría de cortar su

contacto con importantes recursos en lo tocante a creación y obtención de sentido de la

existencia, si también la parte secular conservase y mantuviese vivo un sentimiento para la

fuerza de articulación que tienen los lenguajes religiosos. Los límites entre los argumentos

seculares y los argumentos religiosos son límites difusos. Por eso la fijación de esos

controvertidos límites debe entenderse como una tarea cooperativa que exige de cada una

de las partes ponerse también cada una en la perspectiva de la otra.

El commonsense democráticamente ilustrado no es ninguna entidad singular, sino

que se refiere a la articulación mental (a la articulación espiritual) de un espacio público de

múltiples voces. Las mayorías secularizadas no deben tratar de imponer soluciones en

tales asuntos antes de haber prestado oídos a la protesta de oponentes que en sus

convicciones religiosas se sienten vulnerados por tales resoluciones; y debe tomarse esa

objeción o protesta como una especie de veto retardatorio o suspensivo que da a esas

mayorías ocasión de examinar si pueden aprender algo de él. (…)El lenguaje del mercado

se introduce hoy en todos los poros, y embute a todas las relaciones interhumanas en el

esquema de la orientación de cada cual por sus propias preferencias individuales. Pero el

vínculo social, que viene trabado por las relaciones de mutuo reconocimiento, no se agota

en conceptos tales como el de contrato, el de elección racional y el de maximización de la

utilidad.

(…)Los hijos e hijas no creyentes de la modernidad parecen creer en tales instantes

deberse más cosas y tener necesidad de más cosas que aquéllas que ellos llegan a traducir

de las tradiciones religiosas, comportándose en todo caso como si los potenciales

semánticos de éstas no estuviesen agotados.

Pero precisamente esta ambivalencia en el comportamiento respecto a esos potenciales

semánticos de las tradiciones religiosas, puede conducir a la actitud racional de mantener

distancia frente a la religión, pero sin cerrarse del todo a su perspectiva. Y esta actitud

podría reconducir al camino correcto a esa autoilustración de una sociedad civil que en

estos asuntos pudiera verse desgarrada por peleas ideológicas. Las sensaciones morales

que hasta ahora sólo en el lenguaje religioso han encontrado una expresión

suficientemente diferenciada, pueden encontrar resonancia general tan pronto como se

encuentra una formulación salvadora para aquello que ya casi se había olvidado, pero que

implícitamente se estaba echando en falta. El encontrar tal formulación sucede raras veces,

pero sucede a veces. Una secularización que no destruya, que no sea destructiva, habrá de

efectuarse en el modo de la traducción. Y esto es lo que Occidente, es decir, ese Occidente

que es hoy un poder secularizador de alcance mundial, puede aprender de su propia

historia.xiii

151

La incapacidad para el diálogo (1971)

Hans-Georg Gadamer

Hans-Georg Gadamer (Marburgo 11 de febrero de 1900 – Heidelberg 13 de marzo

de 2002) fundador de la Escuela Hermenéutica. Sostenía que la interpretación debe

evitar la arbitrariedad y las limitaciones surgidas de los hábitos mentales, centrando su

mirada en las cosas mismas, en los textos.

El filósofo Hans- Georg Gadamer nos invita, en este breve artículo, a reflexionar

sobre si se está perdiendo en nuestros días el arte del diálogo. ¿Por qué parece por

momentos que perdemos la capacidad para conversar auténticamente con el otro, para

entender sus posturas y “ponernos en sus zapatos”? ¿Es acaso por las nuevas técnicas y

medios de comunicación, que desde el teléfono hasta el internet, han transformado

nuestro modo de contactar a nuestros semejantes? ¿Qué es, propiamente, un diálogo?

Gadamer nos ofrece una verdad antropológica clave: el diálogo es necesario para

alcanzar la verdad. La pregunta es cuáles son las condiciones para establecer un diálogo

fecundo.

El problema que aquí se plantea a la vista, y también el hecho en que se funda.

¿Está desapareciendo el arte de la conversación? ¿No observamos en la vida social de

nuestro tiempo una creciente monologización de la conducta humana? ¿Es un fenómeno

general de nuestra civilización que se relaciona con el modo de pensar científico-técnico de

la misma? ¿O son ciertas experiencias de autoenajenación y soledad del mundo moderno

las que les cierran la boca a los más jóvenes? ¿O es un decidido rechazo de toda voluntad

de consenso y la rebelión contra el falso consenso reinante en la vida pública lo que otros

llaman incapacidad de diálogo? Tales son las preguntas que se agolpan al abordar este

tema.

La capacidad para el diálogo es un atributo natural del ser humano. Aristóteles

definió como el ser dotado del lenguaje, y el lenguaje se da sólo en el diálogo. Aunque el

lenguaje sea codificable y pueda encontrar una relativa fijación en el diccionario, la

gramática y la literatura, su propia vitalidad, su envejecimiento y su renovación, su

deterioro y su depuración hasta alcanzar las formas estilísticas del arte literario; todo eso

vive del intercambio dinámico de los interlocutores. El lenguaje sólo existe en la

conversación.

Pero ¡qué variado es el papel que desempeña la conversación entre las personas! Yo

pude observar una vez en un hotel berlinés una delegación militar de oficiales finlandeses

que estaban sentados alrededor de una gran mesa redonda, silenciosos, ensimismados, y

entre cada uno de ellos y sus vecinos se extendía la vasta tundra de su paisaje anímico

como una distancia insalvable. ¿Y qué viajero nórdico no ha observado admirado el

constante bullir de la conversación que llena los mercados y las plazas de países

meridionales como España e Italia? Pero quizá no se pueda considerar lo primero como

una falta de disposición al diálogo ni lo segundo como un talento especial para él. Porque

el es quizá algo diferente al estilo de trato más o menos ruidoso en la vida social. Y la queja

sobre la incapacidad para el diálogo no se refiere desde luego a eso. El diálogo debe

entenderse aquí en un sentido más ambicioso.

Tratemos de ilustrarlo con un fenómeno opuesto que tal vez haya influido en esa

creciente incapacidad para el diálogo: me refiero a la conversación telefónica. Nos hemos

habituado a sostener largas conversaciones por teléfono y las personas que están próximas

apenas advierten el empobrecimiento comunicativo que supone el teléfono por su

limitación a lo acústico. Pero el problema del diálogo no se plantea en aquellos casos en

que la estrecha unión de dos personas va tejiendo los hilos de la conversación. La cuestión

de la incapacidad para el diálogo se refiere más bien de la apertura de cada cual a los

demás y viceversa para que los hilos de la conversación puedan ir y venir de uno a otro.

La experiencia de la conversación telefónica resulta aquí significativa como un negativo

fotográfico. Apenas es posible conocer por teléfono la disposición abierta del otro para

emprender una conversación, y nadie podrá hacer por teléfono esa experiencia por la que

153

las personas suelen aproximarse unas a otras, entran paso a paso en el diálogo y se ven

envueltas finalmente en él, hasta surgir una primera comunión irrompible entre los

interlocutores. He dicho que la conversación telefónica es una especie de negativo

fotográfico. Porque la proximidad artificial creada por el hilo telefónico quiebra

imperceptiblemente la esfera del tanteo y de la escucha que permite acercarse a las

personas. Toda llamada telefónica tiene esa brutalidad de molestar y ser molestado, por

mucho que el interlocutor asegure que le alegra la llamada. Esta comparación permite

entrever cuáles son las condiciones del verdadero diálogo para que éste pueda llevar a lo

profundo de la comunión humana y cuáles son las resistencias que ofrece la civilización

contemporánea para que ese diálogo sea efectivo. La técnica moderna de información, que

quizá se encuentra en los inicios de su perfección técnica, y de creer a sus profetas, pronto

arrumbará por inútiles el libro y el periódico y tanto más la auténtica enseñanza que

irradia de los encuentros humanos, nos evoca por contraste su polo opuesto: los

carismáticos del diálogo que cambiaron el mundo: Confucio, Gautama, Buda, Jesús y

Sócrates. Nosotros leemos sus diálogos, pero son transcripciones hechas por otros que no

pueden conservar ni reproducir el verdadero carisma del diálogo, presente sólo en la

espontaneidad viva de la pregunta y la respuesta, del decir y dejarse decir. Estas

transcripciones poseen, sin embargo, una fuerza documental especial. Son en cierto

sentido literatura, es decir, presuponen un arte de escribir que sabe diseñar con recursos

literarios una realidad viva. Pero a diferencia de los juegos poéticos de la imaginación,

estas transcripciones nos ofrecen una singular trasparencia, denotando que detrás de ellas

estaba la verdadera realidad y el verdadero acontecer. El teólogo Franz Overbeck lo ha

observado con acierto, y en su aplicación al nuevo testamento acuñó el concepto de

“literatura primigenia” que subyace en la literatura propiamente dicha como el “tiempo

inmemorial” en el tiempo histórico.

Conviene orientarse aquí en otro fenómeno análogo la incapacidad para el diálogo

no es el único fenómeno de carencia comunicativa que conocemos. Observamos desde

hace más tiempo la desaparición de la carta y la correspondencia. Los grandes escritores

de cartas del siglo XVII y XVIII han pasado a la historia. La época de la diligencia se

prestaba más, evidentemente, a esta forma de comunicación, cuando se contestaba a vuelta

de correo (…), que la era técnica de la casi total simultaneidad de pregunta y respuesta que

caracteriza a la conversación telefónica. (…) La carta es un recurso comunicativo

desfasado.

También en el terreno del pensamiento filosófico el fenómeno de la conversación y

especialmente esa forma por antonomasia de conversación que es la conversación sin

testigos o diálogo entre dos, reviste gran importancia, (…) Maestros de la conversación

como Friederich Schleiremacher, ese genio de la amistad, o Friederich Schlegel, que tendía

más a desbordarse en la conversación que a dar forma permanente a los conceptos,

abogaban por una dialéctica que otorgaba un rango propio en la búsqueda de la verdad al

modelo platónico del diálogo. (…) Cuando se encuentran dos personas e intercambian

impresiones, hay en cierto modo dos mundos, dos visiones del mundo y dos forjadores de

mundo que se confrontan. (…) la palabra sólo encuentra confirmación en la recepción y

aprobación por el otro y que las conclusiones que no vayan acompañadas del pensamiento

del otro pierden vigor argumentativo. (…) “¿Quién señala con el dedo un olor?” (Rilke).

Como nuestra percepción sensible del mundo es ineludiblemente privada, también lo son

nuestros intereses e impulsos, y la razón que es común a todos y capaz de destacar eso que

es común, se muestra impotente ante las ofuscaciones que en nosotros alimenta nuestra

individualidad. Por eso la conversación con el otro, sus objeciones o su aprobación, su

comprensión y también sus malentendidos son una especie de ampliación de la

individualidad y una piedra de toque del posible acuerdo al que la razón nos invita.xiv

155

Suma contra gentiles, Libro II, Capítulo 66, selección

Santo Tomás de Aquino

En este capítulo de la Suma Contra Gentiles -texto dirigido a la conversión de los

no-cristianos-, santo Tomás de Aquino intenta demostrar que el entendimiento es

diferente al sentido y, por tanto, que el alma humana racional es distinta de la del resto

de los animales y capaz de trascendencia. Los argumentos son importantes y vigentes:

muestran la reflexividad, apertura y creatividad de la inteligencia humana y son, así,

indicio de la espiritualidad en el hombre.

Contra los que opinan que el entendimiento y el sentido son una misma cosa:

Parecida a la anterior fue la postura de ciertos filósofos antiguos, que opinaban que

el entendimiento no se diferencia del sentido. Lo cual es realmente imposible.

El sentido se encuentra en todos los animales. Los animales distintos del hombre

no tienen entendimiento. Lo cual se manifiesta en cuanto que no realizan cosas diversas y

opuestas, como los seres dotados de inteligencia; por el contrario, como movidos por la

naturaleza, ejecutan algunas operaciones determinadas y uniformes dentro de su misma

especie, así como la golondrina, que construye siempre el mismo nido. Luego el

entendimiento y el sentido se diferencian.

El sentido conoce únicamente lo singular, pues toda potencia sensitiva conoce por

especies individuales, porque recibe las especies de las cosas a través de los órganos

corpóreos. El entendimiento, sin embargo, conoce lo universal, como se demuestra

experimentalmente. Luego el entendimiento se diferencia del sentido.

El conocimiento sensitivo se extiende exclusivamente a lo corporal. Y eso es

evidente, pues las cualidades sensibles, que son los objetos propios de los sentidos, se

hallan únicamente en las cosas corporales, y sin ellas el sentido no podría conocer. El

entendimiento sin embargo, conoce lo incorpóreo, como la sabiduría, la verdad y las

relaciones de las cosas. Luego el entendimiento y el sentido no son la misma cosa.

El sentido ni se conoce a sí mismo ni a su operación: la vista no se ve a sí misma ni

se percata de que ve, porque esto pertenece a una potencia superior, como se prueba en el

libro Del alma. El entendimiento, sin embargo, se conoce a sí mismo y conoce también que

entiende. Luego no son lo mismo entendimiento y sentido.

El sentido se atrofia por la impresión de un sensible excesivo. Mas el entendimiento no se

atrofia por un inteligible excesivo; al contrario, quien entiende lo más alto puede, en

consecuencia, entender lo más bajo. Luego una es la potencia intelectiva y otra la

sensitiva.xv

157

El mundo como voluntad y representación, par. 21

Arthur Schopenhauer

Arthur Schopenhauer (Danzig, Gdansk, 22 de febrero de 1788 — Fráncfort del

Meno, Alemania, 21 de septiembre de 1860) fue un filósofo alemán. El mundo como

voluntad y representación es el título de su obra capital. Fue publicada por primera vez

en 1819.

Hemos presentado ya textos sobre la inteligencia humana y su trascendencia.

Nos ocuparemos ahora de la otra facultad específicamente humana: la voluntad. Al

respecto, es paradigmática, por su radicalidad, la postura de un importante filósofo

moderno, Arthur Schopenhauer, quien sostiene que la voluntad es la “cosa en sí” (la

única esencia, el único principio) del universo y que la inteligencia es sólo uno de sus

efectos, de sus disfraces o de sus manifestaciones (una “representación”). La voluntad

es, para Schopenhauer, una fuerza radicalmente ciega e infinita, sin propósito alguno.

El concepto mismo de voluntad se radicaliza: no es ya una facultad específicamente

humana, en relación con la inteligencia, sino una energía identificable en plantas,

animales, e incluso en la naturaleza inerte. En lo vivo se manifiesta como un apego a la

vida, una “voluntad de vivir”, que al final explica todos los deseos y la conducta de

animales y seres humanos y que, en estos últimos, acaba negando la radicalidad de la

inteligencia y la libertad misma. Por esto la vida es puro deseo insatisfecho, sufrimiento

o hastío: porque es un deseo siempre incumplido, una voluntad desgarrada.

Schopenhauer piensa, sin embargo, que a través de la compasión (que nos conduce a

olvidar el propio sufrimiento y a pensar en el de algún otro ser), el ascetismo (que nos

lleva a renunciar nuestros deseos) y algunas experiencias de la belleza artística, el

hombre puede negar a la voluntad misma y acceder a un estado de tranquilidad. Como

puede verse, ésta es una propuesta antropológica muy particular, derivada de una muy

especial y controvertida comprensión de la voluntad, y sin embargo, muy presente en

ciertas corrientes actuales de pensamiento, que ven nuestros deseos como una pulsión

ciega e indeterminada.

Akk 130 - 132

Merced a estas consideraciones, se vuelve abstracto, o sea, claro y seguro, el

conocimiento que cada cual posee inmediatamente en concreto, esto es, como sentimiento:

a saber, que la cosa en sí de su propio fenómeno, el cual se le presenta como

representación tanto mediante sus acciones cuanto mediante el sustrato estable de éstas

(su cuerpo), es su voluntad, la cual constituye lo más inmediato de su consciencia, si bien

como tal no encaja cabalmente en la forma de su representación donde se contraponen

sujeto y objeto, dándose a conocer al contrario de un modo inmediato en donde el sujeto

no se diferencia claramente del objeto, aun cuando al individuo tampoco resulte

reconocible en bloque, sino tan sólo en sus actos individuales; quien conmigo haya

cobrado esta convicción verá cómo se convierte por sí misma en la clave para conocer la

esencia más íntima del conjunto de la naturaleza, al transferirse ahora también a cualquier

fenómeno que no le sea dado, como el suyo propio, en un conocimiento inmediato junto al

mediato, sino simplemente en éste último de una manera parcial tan sólo como

representación. No sólo reconocerá aquella voluntad idéntica como su esencia más íntima

en esos fenómenos enteramente similares al suyo propio, en hombres y animales, sino que,

al proseguir esta reflexión, terminará por reconocerla también en la fuerza que incita y

vegeta en la planta, en la fuerza que hace cristalizar al cristal, en la que orienta hacia el

polo norte una aguja imantada, en aquella cuya descarga eléctrica brota del contacto de

metales heterogéneos, en aquella que por afinidades electivas de ciertos materiales parece

separar y reunir cual fobia o filia e incluso, por último, en la gravedad que se aplica tan

impetuosamente en toda materia, atrayendo la piedra hacia la tierra y la tierra hacia el sol;

todo esto se tiene por diferente sólo en el fenómeno, pero ha de reconocerse como algo

idéntico conforme a su esencia íntima, como aquello que le es conocido de inmediato

mejor y con mayor familiaridad que cualquier otra cosa, eso que, allí donde sobresale más

claramente, se llama voluntad. (...) Es lo más íntimo, el núcleo de todo lo individual e

159

igualmente del conjunto; se manifiesta en cada fuerza de la naturaleza que actúa

ciegamente y también se manifiesta en el obrar reflexivo del hombre.

Akk 130- 131 (p. 198-199)

La voluntad, considerada en sí misma de un modo puro, es acognoscitiva, no

constituyendo sino una pulsión ciega e irresistible; así se manifiesta todavía en la

naturaleza inorgánica y en la meramente vegetal, cuyas leyes rigen también la parte

vegetativa de nuestra propia vida. Sólo cuando el mundo desplegado a su servicio añade

la representación, alcanza ella misma el conocimiento de su querer y de lo que sea aquello

que quiere (...) Cuanto quiere la voluntad siempre es vida, dado que ella misma no supone

sino la presentación de ese querer de cara a la representación; en este sentido, no deja de

ser una y la misma cosa, un mero pleonasmo, el hablar de “voluntad de vivir” en luhar de

decir sin más “voluntad. Ahora bien, la voluntad es la cosa en sí, el contenido interno, lo

sustancial del mundo; la vida constituye el mundo visible, la manifestación y no pasa de

ser el espejo de la voluntad, si bien constituya para ella un compañero tan inseparable

como la sombra para el cuerpo, de suerte que, allí donde haya voluntad, habrá también

vida, mundo existente. A la voluntad de vivir le resulta cierta la vida. xvi

Más allá del bien y del mal

Friedrich Nietzsche

Friedrich Wilhelm Nietzsche (Röcken, cerca de Lützen, 15 de octubre de 1844 –

Weimar, 25 de agosto de 1900) fue un filósofo, poeta, músico y filólogo alemán,

considerado uno de los pensadores modernos más influyentes del siglo XIX.

Una vez que hemos visto, en el texto de Schopenhauer, cómo este filósofo

entiende a la voluntad como el único principio de la Naturaleza y como una fuerza ciega

e irracional, revisamos a uno de los seguidores críticos de la filosofía schopenhaueriana:

Friedrich Nietzsche. Mientras Schopenhauer pretendía fundar una ética para que los

seres humanos aprendiéramos a renunciar a la voluntad y así entráramos en una especie

de “nirvana” en la que no se desea nada y por tanto no se sufre, aunque ello suponga

renunciar al mundo, Nietzsche saca consecuencias muy distintas de la teoría de que la

voluntad es el único principio de las cosas. Si es así, piensa Nietzsche, la voluntad sólo

se quiere a sí misma, es decir, se “curva” sobre sí misma y sólo desea una mayor

efectividad como voluntad; es decir, toda voluntad es “voluntad de poder”. Para

Nietzsche, los valores, los principios morales, los sentimientos de compasión o de

amistad, no son sino máscaras de una voluntad de dominación y de poder, disfraces que

ocultan la radicalidad de la violencia y de la ley del más fuerte, por la cual se rige todo.

Estas consecuencias -inaceptables, desde un sano punto de vista moral- nos obligan a

replantear, desde la metafísica y la antropología filosófica, cuál es el ser de la voluntad

y sus relaciones con la inteligencia y con el ser mismo del mundo.

La cuestión, en fin, estriba en saber si consideramos la voluntad como realmente actuante,

si creemos en la causalidad de la voluntad; si es así -y en el fondo es eso lo que implica

nuestra creencia en la causalidad-, estamos obligados a hacer esa experiencia, a plantear

por hipótesis como única causalidad la de la voluntad. La “voluntad”, naturalmente, no

161

puede obrar más que sobre una “voluntad”, y no sobre una materia (sobre los “nervios”,

por ejemplo); en una palabra, hay que llegar a plantear que siempre que se constatan

“efectos”, es que una voluntad obra sobre una voluntad, y que todo proceso mecánico, en

la medida en que manifiesta una fuerza actuante, revela precisamente una fuerza

voluntaria, un efecto de la voluntad. Suponiendo, por último, que se llegase a explicar

toda nuestra vida instintiva como el desarrollo interno y ramificado de una única forma

básica de voluntad -de la voluntad de poder, es mi tesis-; suponiendo que se pudiesen

reducir todas las funciones orgánicas a esa voluntad de poder, y que ésta encerrase en sí,

por lo tanto, la solución del problema de la procreación y de la nutrición -es un único

problema-, habríamos adquirido el derecho a definir inequívocamente toda fuerza agente

como: voluntad de poder. El mundo visto desde dentro, el mundo definido y designado

por su “carácter inteligible”, sería justamente “voluntad de poder”, y nada más que eso.xvii

Suma Teológica, cuestión 82, selección

Santo Tomás de Aquino

Para fundamentar una opinión crítica frente a los voluntarismos antes revisados,

la equilibrada postura de Tomás de Aquino ofrece una buena base. En estos textos de

la Suma Teológica, el Aquinate se plantea si nuestra voluntad es libre, cara a la necesaria

búsqueda humana de la felicidad e incluso a la contemplación de Dios como fin último

de la existencia del hombre. El segundo fragmento responde también a una inquietud

humana fundamental y a una de las cuestiones que ya veíamos presente en los textos

antes antologados : ¿qué es más relevante: la inteligencia o la voluntad? ¿Es más

importante o más digno conocer la verdad o buscar el bien? La respuesta tomista se

aleja de todo radicalismo (tanto intelectualista como voluntarista) y ofrece una

respuesta matizada, de acuerdo a los objetos con los que se enfrentan ambas facultades.

a.2 c. Voluntad

La voluntad no quiere necesariamente todo lo que quiere. Para demostrarlo, hay

que tener presente que, así como el entendimiento asiente de manera natural y necesaria a

los primeros principios, así también la voluntad asiente al último fin, cómo ya dijimos

(a.1). Pero hay realidades inteligibles que no están conectadas necesariamente con los

primeros principios, como lo pueden ser las proposiciones contingentes, de cuya negación

no se deriva la negación de los primeros principios. A tales proposiciones el entendimiento

no asiente necesariamente. Por su parte, hay otras conectadas necesariamente con los

primeros principios. Son las conclusiones demostrables, de cuya negación se deriva la

negación de los primeros principios. A éstas, el entendimiento asiente necesariamente

cuando deductivamente se reconoce su inclusión en los principios. Pero no asiente a ellas

necesariamente antes de conocer por demostración dicha inclusión. Lo mismo ocurre por

parte de la voluntad.

163

Pues hay bienes particulares no relacionados necesariamente con la felicidad,

puesto que, sin ellos, uno puede ser feliz. A dichos bienes, la voluntad no se adhiere

necesariamente. En cambio, hay otros bienes relacionados necesariamente con la felicidad,

por los que el hombre se une a Dios, el único en el que se encuentra la verdadera felicidad.

Sin embargo, hasta que sea demostrada la necesidad de dicha conexión por la certeza de la

visión divina, la voluntad no se adhiere necesariamente a Dios ni a lo que es de Dios. En

cambio, la voluntad del que contempla a Dios esencialmente, por necesidad se une a Dios

del mismo modo que ahora deseamos necesariamente la felicidad. Por lo tanto, resulta

evidente que la voluntad no quiere necesariamente todo lo que quiere.

a.3 c. Si el entendimiento y la voluntad son considerados en sí mismos, el

entendimiento es más eminente, como se deduce de la mutua comparación de sus objetos.

Pues el objeto del entendimiento es más simple y absoluto que el de la voluntad, puesto

que el objeto del entendimiento es la razón misma del bien deseable, y el de la voluntad es

el bien deseable, cuyo concepto se encuentra en el entendimiento. Pero cuando una cosa es

más simple y abstracta, tanto más digna y eminente es en sí misma. De este modo, el

objeto del entendimiento es más eminente que el de la voluntad. Y como quiera que la

naturaleza de una potencia depende de su ordenación al objeto, se sigue que el

entendimiento, en cuanto tal y absolutamente, es más eminente y digno, que la voluntad.

En cambio, si lo consideramos de manera relativa y comparativa, a veces la

voluntad es más eminente que el entendimiento. Esto es, cuando el objeto de la voluntad

se encuentra en una realidad más digna que el objeto del entendimiento. De la misma

manera que podemos decir que el oído en cierto modo es más digno que la vista en cuanto

que el sonido percibido es más perfecto que la realidad en la que se encuentra el color, aun

cuando el color es más digno y simple que el sonido. Como se dijo anteriormente (q.16 a.1;

q.27 a.4), la acción del entendimiento consiste en que el concepto de lo conocido se

encuentre en quien conoce. En cambio, el acto de la voluntad se perfecciona por el

movimiento hacia el objeto tal como es en sí mismo. Así, el Filósofo, en VI Metaphys., dice:

El bien y el mal, objetos de la voluntad, están en las cosas. Lo verdadero y lo falso, objeto

del entendimiento, están en la mente. Así, pues, cuando la realidad en la que se encuentra

el bien es más digna que la misma alma en la que se encuentra el concepto de dicha

realidad, por comparación a esta realidad la voluntad es más digna que el entendimiento.

Sin embargo, cuando la realidad en que se encuentra el bien es inferior al alma, entonces,

por comparación a tal realidad, el entendimiento es superior a la voluntad. Por eso, es

mejor amar a Dios que conocerle, y al revés: Es mejor conocer las cosas caducas que

amarlas. Sin embargo, y en sentido absoluto, el entendimiento es más digno que la

voluntad. xviii

Immanuel Kant

165

Crítica de la razón pura, selección

Immanuel Kant

Immanuel Kant (Königsberg, Prusia, 22 de abril de 1724 – 12 de febrero de 1804)

fue un filósofo de la Ilustración. Es el primero y más importante representante del

idealismo alemán y está considerado como uno de los pensadores más influyentes de la

Europa moderna y de la filosofía universal.

Ya en el texto anterior veíamos las reflexiones de Tomás de Aquino respecto a si

la voluntad humana es libre. El tema ha sido planteado con urgencia también en la

filosofía moderna, en la que ciertas interpretaciones de la ciencia positiva han querido

poner en entredicho la capacidad humana para la autodeterminación. En el siguiente

texto -el célebre pasaje del tercer conflicto de la antinomia de la razón pura-, Kant se

plantea la cuestión en su radicalidad: pareciera que, o todo está determinado por la

causalidad natural como presupone el enfoque científico del mundo, o hay libertad

entendida como la capacidad de iniciar, desde la propia voluntad humana, una cadena

causal independiente, sin una causa anterior que la determine. Kant plantea los

argumentos a favor de una y otra postura, y finalmente, él resuelve su oposición con

elementos de su propio idealismo trascendental, que no nos ocuparán en este contexto.

Presentamos sólo el texto sobre la antinomia misma, para plantear el problema entre

causalidad y libertad en toda su magnitud.

LA ANTINOMIA DE LA RAZÓN PURA (A444 B 472 – A452 B480)

Tercer conflicto de las ideas trascendentales

Tesis

La causalidad según leyes de la naturaleza

no es la única de la que pueden derivar

los fenómenos todos del mundo. Para

explicar éstos nos hace falta otra

causalidad por libertad.

Prueba

Supongamos que no hay otra causalidad

que la que obedece a leyes de la

naturaleza. En este caso, todo cuanto

sucede presupone un estado previo al que

sigue inevitablemente de acuerdo con una

regla. Ahora bien, tal estado previo debe

ser algo que, a su vez, ha sucedido (que ha

llegado a ser en un tiempo en el que antes

no existís), ya que si hubiese existido

siempre, su consecuencia no se habría

podido producir ahora, sino que hubiese

existido siempre. Consiguientemente, la

causalidad de la causa en virtud de la cual

algo sucede es, a su vez, algo sucedido y

que, de acuerdo con la ley de la

naturaleza, presupone igualmente un

estado previo y la causalidad del mismo.

Este, de nuevo, supone un estado todavía

anterior, y así sucesivamente. Si todo

sucede, pues, sólo según las leyes de la

naturaleza, no hay más que comienzos

subalternos, nunca un primer comienzo.

En consecuencia jamás se completa la

serie por el lado de las causas derivadas

Antítesis

No hay libertad. Todo cuanto sucede en el

mundo se desarrolla exclusivamente

según leyes de la naturaleza.

Prueba

Supongamos que haya una libertad en

sentido trascendental como tipo específico

de causalidad conforme a la cual puedan

producirse los acontecimientos del

mundo, es decir, una facultad capaz de

iniciar en sentido absoluto un estado, y,

causalidad, de suerte que no habrá nada

previo que permita determinar mediante

leyes constantes el acto que se está

produciendo.

Ahora bien, todo comienzo de acción

supone un estado anterior propio de la

causa que todavía no actúa, y un primer

comienzo dinámico de acción supone un

estado que no está unido por ningún

vínculo causal con el anterior estado de la

misma causa, es decir, no se sigue en

modo alguno de ese estado anterior. Así,

pues, la libertad trascendental se opone a

la ley de causalidad. Por lo tanto, una

conexión de estados sucesivos de las

causas eficientes según la cual es

167

unas de otras. Ahora bien, la ley de la

naturaleza consiste en que nada sucede

sin una causa suficientemente

determinada a priori. Así, pues, la

proposición según la cual toda causalidad

es sólo posible según las leyes de la

naturaleza se contradice a sí misma en su

universalidad ilimitada. No podemos por

tanto, admitir que tal causalidad sea la

única. Teniendo esto en cuenta, debemos

suponer una causalidad en virtud de la

cual sucede algo sin que la causa de este

algo siga estando, a su vez, determinada

por otra anterior según leyes necesarias;

es decir, debemos suponer una absoluta

espontaneidad causal que inicia por sí

misma una serie de fenómenos que se

desarrollen según leyes de la naturaleza,

esto es, una libertad trascendental. Si falta

ésta, nunca es completa la serie de

fenómenos por el lado de las causas, ni

siquiera en el curso de la naturaleza.

imposible toda unidad de la experiencia y

que, consiguientemente, tampoco se halle

en ninguna experiencia, no es más que un

puro producto mental consiguientemente,

una serie de consecuencias del mismo. En

este caso, no sólo comenzará, en términos

absolutos, una serie en virtud de esa

espontaneidad, sino la determinación de

ésta para producirla. En otras palabras,

comenzará absolutamente la. Sólo en la

naturaleza, debemos, pues, buscar la

interdependencia y el orden de los

sucesos. La libertad (independencia)

respecto de las leyes de esta naturaleza

nos libera de la coacción de las reglas,

pero también del hilo conductor que todas

ellas representan. En efecto, no podemos

decir que, en lugar de las leyes de la

naturaleza, intervengan en la causalidad

de la marcha del mundo leyes de la

libertad, ya que si ésta estuviera

determinada según leyes, ya no sería

libertad. No sería, a su vez, más que

naturaleza. Por consiguiente, naturaleza y

libertad trascendental se distinguen como

legalidad y ausencia de legalidad. La

primera impone al entendimiento la

dificultad de remontarse cada vez más

lejos en busca del origen de los

acontecimientos en la serie causal, ya que

la causalidad es siempre condicionada en

tales acontecimientos; pero, como

compensación, promete una unidad de

experiencia, una unidad completa y

conforme a leyes. Por el contrario, si bien

el espejismo de la libertad promete un

reposo al entendimiento que escudriña la

cadena causal, conduciéndolo a una

causalidad incondicionada que comienza

a operar por sí misma, rompe, debido a su

propia ceguera, el hilo conductor de las

reglas, que es el que permite una

experiencia perfectamente coherente.

I.- Sobre la tesis

La idea trascendental de la libertad dista

mucho de constituir todo el contenido del

concepto psicológico de este nombre,

concepto que es empírico en gran parte.

Se limita, más bien a expresar el de la

absoluta espontaneidad del acto,

entendida como fundamento propio de la

imputabilidad de este mismo acto. Dicha

idea es, sin embargo, la verdadera piedra

del escándalo de la filosofía, la cual

encuentra insuperables dificultades a la

hora de admitir semejante causalidad

incondicionada. Lo que desde siempre ha

supuesto para la razón especulativa un

gran problema ante la cuestión de la

libertad de la voluntad es, en rigor,

meramente trascendental y se refiere sólo

a si debemos admitir una facultad capaz

de iniciar por sí misma una serie de cosas

o estados sucesivos. No es tan necesario el

que podamos decir cómo sea posible

semejante cosa, ya que también en la

causalidad según las leyes de la

naturaleza tenemos que conformarnos con

conocer a priori la necesidad de

presuponer esa causalidad, aunque no

entendamos en modo alguno cómo es

II.- Sobre la antítesis

Frente a la doctrina de la libertad, el

defensor de la omnipotencia de la

naturaleza (fisiocracia trascendental)

formularía así su posición contra las

inferencias sofísticas de la primera: Si no

suponéis algo matemáticamente primero

en el mundo desde un punto de vista

temporal, tampoco os hace falta buscar

algo dinámicamente primero desde un

punto de vista causal. ¿Quién os ha

mandado idear un estado del mundo que

sea absolutamente primero y, por tanto,

un comienzo absoluto de la serie

fenoménica que va desarrollándose

progresivamente? ¿Quién os ha mandado

poner límites a la ilimitada naturaleza

para suministrar un punto de reposo a

vuestra imaginación? Teniendo en cuenta

que las sustancias siempre han existido en

el mundo –esto es, al menos, lo que la

unidad de la experiencia nos obliga a

suponer-, tampoco hay dificultad en

admitir que el cambio de estado de tales

sustancias (es decir, una serie de sus

cambios) ha existido siempre y que, por

tanto, no hace falta buscar un primer

comienzo, ni matemático ni dinámico. La

169

posible que la existencia de una cosa sea

puesta por existencia de otra y aunque

debamos, por ello mismo, atenernos tan

sólo a la experiencia. Si hemos

demostrado la necesidad de un primer

comienzo –surgido de la libertad- en una

serie de fenómenos, ha sido sólo en la

medida en que es indispensable para

hacer inteligible un origen del mundo,

pero todos sus estados subsiguientes

pueden ser considerados como una

secuencia regulada por simples leyes de la

naturaleza. Ahora bien, dado que con ello

se ha demostrado (aunque no

comprendido) la posibilidad de que una

serie comience por sí misma en el tiempo,

podemos admitir igualmente que

distintas series comiencen por sí mismas

en el curso del mundo conforme a la

causalidad y atribuir a las sustancias de

esas series el poder de actuar por libertad.

No caigamos aquí en las redes del

malentendido siguiente: como una serie

sucesiva que se desarrolle en el mundo

sólo puede tener un primer comienzo en

sentido relativo, ya que este comienzo

siempre va precedido de un estado

anterior de las cosas, acaso no haya

posibilidad de un primer comienzo de las

series en el curso del mundo. En efecto, no

nos referimos aquí a un comienzo

absolutamente primero desde un punto

de vista causal. Por ejemplo: si ahora me

levanto de la silla de modo plenamente

libre y sin el influjo necesariamente

determinante de las causas de la

naturaleza, una nueva serie se inicia, en

términos absolutos, en este suceso y en

posibilidad de semejante derivación

infinita, sin un primer miembro en

relación con el cual todo el resto sea mera

subsecuencia, no puede hacerse

concebible por lo que a su posibilidad se

refiere. Pero si, debido a ello, no admitís

este enigma de la naturaleza, os veréis en

la necesidad de rechazar muchas

propiedades sintéticas fundamentales

(fuerzas fundamentales) que os son

igualmente incomprensibles. Incluso la

posibilidad de un cambio en general tiene

que ser un escándalo para vosotros, ya

que, si no descubrierais su realidad en la

experiencia, nunca podríais concebir a

priori cómo es posible semejante sucesión

de ser y no-ser. Aun cuando se conceda

una facultad trascendental de la libertad

capaz de iniciar los cambios del mundo,

tal facultad debería, en cualquier caso,

hallarse sólo fuera de él (a pesar de los

cual, sigue siendo una pretensión audaz la

de admitir, fuera del conjunto de todas las

intuiciones posibles, un objeto que no

pueda darse en ninguna percepción

posible). Pero nunca puede permitirse que

semejante facultad sea atribuida a las

sustancias del mundo mismo ya que

entonces desaparecería en su mayor parte

la interdependencia de los fenómenos que

se determinan necesariamente unos a

otros según leyes universales –la

interdependencia que llamamos

naturaleza-, como desaparecería,

juntamente con ella, el criterio de verdad

empírica que nos permite distinguir la

experiencia del sueño. En efecto, apenas

cabe seguir concibiendo una naturaleza

sus consecuencias naturales hasta el

infinito, aunque desde un punto

temporal, este mismo suceso no sea más

que la continuación de una serie anterior.

En efecto, la decisión y el acto no forman

parte en modo alguno de la secuencia de

meros efectos naturales ni son una simple

continuación de los mismos. Al contrario,

con respecto de este acontecimiento las

causas naturales determinantes cesan por

completo de esos efectos. Aunque el

suceso sigue a estas causas naturales, no

se sigue de ellas. Consiguientemente,

debe llamarse un comienzo

absolutamente primero de una serie de

fenómenos, si bien no con respecto al

tiempo, sino con respecto a la causalidad.

junto a semejante facultad de la libertad,

que no está regulada por ley ninguna

puesto que las leyes de la naturaleza se

verían continuamente modificadas por el

influjo de la libertad, mientras que el

curso de los fenómenos –curso regular y

uniforme, considerado desde la simple

naturaleza- quedaría confundido y falto

de cohesión.

La confirmación de que la razón necesita

recurrir a un primer comienzo, originando

por la libertad, en la serie de las causas

naturales se hace palpable en el hecho

siguiente: todos los filósofos de la

antigüedad (a excepción de la escuela

epicúrea) se vieron obligados a asumir, a

la hora de explicar los movimientos del

mundo, un primer motor, es decir, una

causa que operara libremente y que

iniciara por sí misma esa serie de estados.

En efecto, no se atrevieron a hacer

concebible un primer comienzo a partir de

la simple naturaleza.

171

Dos conceptos de libertad

Isaiah Berlin

Isaiah Berlin (6 de junio de 1909 – 5 de noviembre de 1997) fue un politólogo e

historiador de las ideas. Antologamos aquí uno de sus ensayos más conocidos sobre la

idea de libertad. Berlin expone con mucha claridad una distinción ya presente en los

grandes filósofos anteriores a él: la diferencia entre libertad negativa -entendida como

liberación o indeterminación – y libertad positiva, entendida como capacidad de

autodeterminación. Su planteamiento nos permite reflexionar sobre cuál es la libertad

plena y cuáles son las condiciones para su verdadero ejercicio.

“Coaccionar a un hombre es privarle de la libertad”. Libertad, ¿de qué? Casi todos

los moralistas que ha habido en la historia de la humanidad han ensalzado la libertad.

Igual que la felicidad y la bondad, y que la naturaleza y la realidad, el significado de este

término se presta a tantas posibilidades que parece que haya pocas interpretaciones que

no le convengan. No pretendo comentar la historia ni los muchísimos sentidos que de esta

palabra han sido consignados por los historiadores de las ideas. Propongo examinar nada

más que dos de los sentidos que tiene esta palabra, sentidos que son, sin embargo,

fundamentales; que tienen a sus espaldas una gran parte de la historia de la humanidad, y,

me atrevería a decir, que la van a seguir teniendo. El primero de estos sentidos que tienen

en política las palabras freedom o liberty (libertad)- que emplearé con el mismo significado-

y que, siguiendo muchos precedentes, llamaré su sentido “negativo”, es el que está

implicado en la respuesta que contesta a la pregunta “cuál es el ámbito en que al sujeto -

una persona o un grupo de personas – se le deja o se le debe dejar hacer o ser o que es

capaz de hacer o ser, sin que en ello interfieran otras personas”. El segundo sentido, que

llamaré “positivo”, es el que está implicado en la respuesta que contesta a la pregunta de

“qué o quién es la causa de control o interferencia que puede determinar que alguien haga

o sea una cosa u otra”. Estas dos cuestiones son claramente diferentes, aunque las

soluciones que se den a ellas puedan mezclarse mutuamente.

La idea de libertad negativa

Normalmente se dice que yo soy libre en la medida en que ningún hombre ni

ningún grupo de hombres interfieren en mi actividad. En este sentido, la libertad política

es, simplemente, el ámbito en el que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por

otros. Yo no soy libre en la medida en que otros me impiden hacer lo que yo podría hacer

si no me lo impidieran; y si, a consecuencia de lo que me hagan otros hombres, este ámbito

de mi actividad se contrae hasta un cierto límite mínimo, puede decirse que estoy

coaccionado o quizá, oprimido. Sin embargo, el término coacción no se aplica a toda forma

de incapacidad. Si yo digo que no puedo saltar más de diez metros, o que no puedo leer

porque estoy ciego, o que no puedo entender las páginas más obscuras de Hegel, sería una

excentricidad decir que, en estos sentidos, estoy oprimido o coaccionado (…) Ser libre en

este sentido quiere decir para mí que otros no se interpongan en mi actividad. Cuanto más

extenso sea el ámbito de esta ausencia de interposición, más amplia es mi libertad (…) Sea

cual sea el principio con arreglo al cual haya que determinar la extensión de la no-

interferencia en nuestra actividad, sea éste el principio de la ley natural o de los derechos

naturales, el principio de sutilidad o los pronunciamientos de un imperativo categórico, la

santidad del contrato social o cualquier otro concepto con el que los hombres han

intentado poner en claro y justificar sus convicciones, libertad en este sentido significa

estar libre de: que no interfieran en mi actividad más allá de un límite, que es cambiable,

pero no siempre reconocible. “La única libertad que merece este nombre es la de realizar

nuestro propio bien a nuestra manera”, dijo el más celebrado de sus campeones (…)

La idea de libertad positiva

El sentido “positivo” de la palabra “libertad” se deriva del deseo por parte del individuo

de ser su propio dueño. Quiero que mi vida y mis decisiones dependan de mí mismo y no

de fuerzas exteriores, sean éstas del tipo que sean. Quiero ser el instrumento de mí mismo

173

y no de los actos de voluntad de otros hombres. Quiero ser sujeto y no objeto, ser movido

por razones y por propósitos conscientes que son míos, y no por causas que me afectan,

por así decirlo, desde fuera. Quiero ser alguien, no nadie; quiero actuar, decidir, no que

decidan por mí; dirigirme a mí mismo y no ser movido por la naturaleza exterior o por

otros hombres como si fuera una cosa, un animal o un esclavo incapaz de representar un

papel humano; es decir, concebir fines y medios propios y realizarlos. Esto es, por lo

menos, parte de lo que quiero decir cuando digo que soy racional y que mi razón es lo que

me distingue como ser humano del resto del mundo. Sobre todo, quiero ser consciente de

mí mismo como ser activo que piensa y que quiere, que tiene responsabilidad de sus

propias decisiones y que es capaz de explicarlas en función de sus propias ideas y

propósitos. Yo me siento libre en la medida en que creo que esto es verdad y me siento

esclavizado en la medida en que me hacen darme cuenta de que no lo es. xix

La acción, selección

Maurice Blondel

Maurice Blondel (Dijon, 2 de noviembre de 1861 - Aix-en-Provence, 4 de junio de

1949), filósofo francés. La acción (1893) surgió al soplo de dos inquietudes, la del

cristiano y la del filósofo. Como cristiano, Blondel cree que el hombre está ordenado al

fin sobrenatural de la adopción divina en Cristo. Como filósofo, piensa que la sola

razón, si bien no puede hacer esta afirmación de fe, no puede tampoco desinteresarse

del destino humano: tiene fuerza suficiente para develar, en la misma descripción del

actuar, las implicaciones necesarias que permitan discernir su dirección y el vacío

ineludible que sólo un don anhelado pero gratuito puede colmar.

Para cerrar nuestras reflexiones sobre la voluntad: el enfoque de Maurice

Blondel es novedoso y a la vez está arraigado en una tradición venerable, como puede

notar quien compare esta lectura con los pasajes antologados más adelante de las

Confesiones de San Agustín. Blondel, como Agustín, se dedica a mostrar cómo el

hombre puede alcanzar a Dios. Lo particular es que Blondel no propone que se alcance

a Dios o a la realidad trascendente a través de un análisis lógico o un estudio

meramente teórico, sino a través de una reflexión sobre la voluntad humana y la

vivencia de nuestra propia acción. Según este pensador, si profundizamos en nuestra

propia acción, descubrimos que hay siempre en ella una destinación al infinito, una

constante búsqueda de lo mejor, una referencia siempre presente a lo incondicionado.

De modo que, lo acepte o no, todo ser humano imprime a sus actos un dinamismo que

apunta a la trascendencia, que apunta a Dios en última instancia. De este modo, la

acción racional y voluntaria de los hombres se constituye como la síntesis entre el ser

humano y Dios. Al final, el “único asunto necesario” y la alternativa más importante

que una persona ha de tomar, es la de resolver cómo deja participar a Dios en su propia

vida. El pasaje blondeliano, como puede verse, plantea las preguntas más importantes

en el tema de la trascendencia y ofrece respuestas dignas de consideración.

175

El ser necesario de la acción

El conflicto, p. 399-401.

(…) Es ciertamente en la praxis misma donde la certeza del «único necesario» tiene

su fundamento. En lo concerniente a la complejidad integral de la vida, sólo la acción es, a

su vez, necesariamente completa e integral. Ella se refiere al todo. Y por eso, de ella y sólo

de ella surge la presencia indiscutible y la prueba apremiante del Ser. Las sutilidades

dialécticas, por largas e ingeniosas que sean, no van más allá que lo que una piedra

lanzada por un niño contra el sol. Es en un instante, en un solo impulso, por una

inmediata necesidad como se nos manifiesta aquel a quien ningún razonamiento puede

encontrar, ya que ninguna deducción iguala la plenitud de la vida operante; y él es esa

misma plenitud. Solamente el desarrollo total y concreto de la acción le revela en nosotros,

no siempre bajo aspectos reconocibles por el espíritu, sino de tal manera que hace de él

una verdad concreta y la vuelve eficaz, útil y alcanzable por parte de la voluntad.

Al término, rápidamente alcanzado, de lo que es finito desde la primera reflexión,

he aquí que nos encontramos en presencia de aquello que el fenómeno y la nada ocultan y

manifiestan por igual, en cuya presencia nunca se puede hablar de memoria como si se

tratara de un extraño o un ausente, ante aquel a quien, en todas las lenguas y en todas las

conciencias, se le reconoce con una sola palabra y un solo sentimiento: Dios.

V

Tan pronto como se aborda a Dios, y tan pronto como, a través de la primera

reflexión que nos lleva a él siempre presente y siempre novedoso, nos despertamos a la

claridad de su presencia, se produce una especie de bloqueo inmediato y no se avanza

más.

Sí que se avanza más. Bajo cualquiera de las formas en que se manifiesta a la

conciencia, la idea de Dios es introducida por un determinismo que nos la impone. Nacida

necesariamente del dinamismo de la vida interior, produce, de manera necesaria, un efecto

y tiene una influencia inmediata sobre la organización de nuestra conducta. Ahora es

preciso determinar esta acción necesaria de la idea necesaria de Dios. Vamos a descubrir

cómo el acto voluntario reviste inevitablemente un carácter trascendente, y cómo esta

necesidad es la expresión misma de la libertad. (…)

La idea de Dios en nosotros depende doblemente de nuestra acción. Por una parte,

debido precisamente a que, al actuar, encontramos en nosotros mismos una infinita

desproporción, por eso nos vemos constreñidos a buscar la ecuación de nuestra propia

acción en el infinito. Por otra parte, debido a que, al afirmar la absoluta perfección, no

conseguimos nunca adecuar nuestra propia afirmación, por eso nos vemos obligados a

buscar su complemento y su esclarecimiento en la acción. El problema planteado por la

acción sólo lo puede resolver la acción.

Cuando se piensa que se conoce suficientemente a Dios, ya no se le conoce más. Sin

duda, el momento de su aparición en la conciencia se asemeja de tal modo a la eternidad

que se tiene como temor de entrar en ella enteramente, con la mirada hacia el resplandor

que sólo está iluminado para oscurecer la noche. Pero de tal modo permanece la mezcla de

luz y de sombra, que la presunción de quien cree ver y la pretensión de quien finge

ignorar, son igualmente confusas. Contra los excesivamente clarividentes hay que sostener

que, en aquello que nosotros conocemos y queremos, Dios permanece como lo que

nosotros no podemos conocer ni producir. Contra los voluntariamente ciegos hay que

mantener que, sin complicación dialéctica ni amplios estudios, en un abrir y cerrar de ojos,

Dios es, para todos y en todo momento, la certeza inmediata sin la cual no hay otra, la

claridad primera, la lengua conocida sin haberla aprendido. Él es el único que no puede

ser buscado en vano, sin que, por otra parte, pueda nunca ser encontrado plenamente (…)

En el momento en que parece que se toca a Dios con un destello del pensamiento,

él se evade si no se le retiene y se le busca por medio de la acción. Su inmovilidad no

puede ser captada como un objetivo fijo, sino a través de un perpetuo movimiento.

Dondequiera que algo se para, allí no está él; dondequiera que algo se mueve, allí está él.

Hay necesidad de ir siempre más allá, ya que él siempre está del otro lado. Cuando ya no

177

nos sorprendemos como ante una novedad inexpresable, y cuando le miramos desde fuera

como materia de conocimiento, o como una simple ocasión de estudio especulativo, sin

viveza de corazón o sin inquietud amorosa, se acabó, ya no queda en las manos más que

un ídolo o un fantasma. Todo lo que se ha visto o sentido acerca de él no es sino un medio

para ir más allá. Es un camino: por tanto, no se detiene uno en él, ya que en ese caso

dejaría de ser un camino. Pensar en Dios es una acción, pero nosotros no actuamos sin

cooperar con él y sin hacerle colaborador con nosotros, por medio de una especie de

teúrgia necesaria, que reintegra dentro de la operación humana la parte del actuar divino a

fin de lograr en la conciencia la ecuación de la acción voluntaria. Y precisamente porque la

acción es una síntesis del hombre con Dios, por eso está en perpetuo devenir, como

trabajada por la aspiración de un crecimiento infinito. Asentado en sí mismo y satisfecho

de si, el pensamiento es un monstruo. Su naturaleza consiste en introducir en el desarrollo

de la vida un dinamismo progresivo. Es un fruto de la vida solamente para convertirse en

un germen de vida nueva. He ahí por qué la idea de lo trascendente le impone

inevitablemente a la acción un carácter trascendente.

No es preciso imaginarse que, para incluir en nuestra vida ese carácter de

trascendencia, sea siempre necesario discernir la presencia o reconocer claramente la

acción de Dios en nosotros. Para reconocerla o hacer uso de ella no es indispensable

llamarle por su nombre o determinarlo de algún modo. Incluso podemos negarle sin

privar a nuestros actos de su alcance necesario. Al negarle no se hace sino desplazar el

objeto de la afirmación, pero la realidad de los actos humanos no es modificada en el

fondo por el juego superficial de las ideas y de las palabras. Es suficiente que, incluso

enmascarado y encubierto, el bien universal haya incitado secretamente a la voluntad para

que la vida entera quede sellada por esta impronta indeleble. Para escuchar su llamada o

experimentar su contacto no hay necesidad de mirarle de hito en hito. Lo que surge por

fuerza en toda conciencia humana, lo que tiene en la práctica una eficacia inevitable, no es

el concepto de una verdad especulativa que haya que definir, sino la convicción, quizá

vaga, pero certera e incontrovertible, de un destino y de un fin ulterior que hay que

conseguir. No se trata, en efecto, de esclarecer algunos detalles de la conducta o de tomar

decisiones parciales, sino de que cada uno se ve impelido a preocuparse de manera radical

del aspecto integral de su vida entera. Una inquietud, una aspiración natural hacia lo

mejor, el sentimiento de una misión que cumplir, la búsqueda del sentido de la vida, todo

esto marca con una impronta necesaria la conducta humana. Cualquiera que sea la

respuesta que se le dé al problema, el problema está planteado. El hombre pone siempre

en sus actos este carácter de trascendencia, aunque no se dé cuenta de ello sino

oscuramente. Lo que hace, nunca lo hace simplemente por hacerlo confusa, consentida o

rechazada, manifiesta o anónima. Lo que importa, ante todo, es el estudio de ese

dinamismo superior. (…)

II. Nacida, por el impulso mismo del determinismo, de un conflicto en el seno de la

conciencia humana, la idea necesaria de Dios, a través de un último desarrollo del

determinismo, resuelve este conflicto planteando una alternativa inevitable.

Puesto que me veo obligado a concebir y a asignar un término superior a mi

pensamiento y a mi acción, por eso surge también el imperativo que me lleva a sentir la

necesidad de adecuar mi pensamiento y mi vida a ese término. La idea de Dios (se sepa

nombrarle o no) es el inevitable complemento de la acción humana. Pero, a su vez, la

acción humana tiene como inevitable ambición el alcanzar y el emplear, el definir y el

realizar en ella esta idea de la perfección. Lo que nosotros conocemos de Dios es ese exceso

de vida interior que reclama ser utilizado. No podemos conocer a Dios sin querer, en

cierto modo, llegar a serlo. La idea viva que tenemos de él, no es tal y no permanece viva

más que si se transforma en una praxis, si vive de ella y si alimenta la acción. Aquí, como

en cualquier caso, el conocimiento no es sino una consecuencia y un origen de actividad.

Pero ¿en qué enredo nos hemos metido? El hombre experimenta una invencible

necesidad de hacerse con Dios. Es precisamente porque no puede hacerse con él por lo que

cree en él y lo afirma. Pero no cree en él y no lo afirma en verdad más que haciendo uso de

él y tratando de hecho con él. Para nosotros, Dios sólo tiene razón de ser porque él es lo

que nosotros no podemos ser por nosotros mismos ni podemos hacer por nuestras solas

fuerzas. Y, sin embargo, parece que no hay en nosotros ni ser ni voluntad ni acción más

179

que en razón de querer a Dios y de pretender llegar a serlo. Parece que él se interpone

entre nosotros, que nos divide hasta la juntura de los huesos, y que nosotros, si osamos

decirlo así, debemos pasar sobre su cuerpo. No obstante, nosotros no tenemos ningún

poder sobre él. Nuestra voluntad muere cuando él nace en nosotros, nuestra obra acaba

allí donde comienza la suya, y, por mejor decirlo, la suya parece absorber todo lo que hay

de real en la nuestra. Lo propiamente nuestro es ser sin ser. Y, sin embargo, estamos

obligados a querer llegar a ser lo que por nosotros mismos no podemos ni alcanzar ni

poseer. ¡Qué extraña exigencia! Precisamente porque tengo la ambición de ser

infinitamente, es por lo que experimento mi impotencia. No me he hecho a mí mismo, no

puedo aquello que quiero, me siento forzado a trascenderme a mí mismo. Y, al mismo

tiempo, no puedo reconocer esta innata debilidad más que adivinando ya el modo de

escapar de ella, por el reconocimiento de otro ser en mí, por la sustitución de mi voluntad

por otra.

Así, por medio del mecanismo de la vida interior, hénos aquí conducidos ante la

alternativa que resume todas las enseñanzas de la práctica. El hombre por sí solo no puede

ser lo que ya es a su pesar, lo que pretende ser voluntariamente. ¿Querrá, sí o no, vivir

hasta morir, si así se puede hablar, consintiendo ser suplantado por Dios? O bien

¿pretenderá bastarse sin él, aprovecharse de su presencia necesaria sin convertirla en

voluntaria, robarle la fuerza para prescindir de él y querer infinitamente sin querer al

infinito? Querer y no poder, poder y no querer, ésta es precisamente la opción que se

presenta a la libertad: «amarse a si mismo hasta el desprecio de Dios, o amar a Dios hasta

el desprecio de sí mismo». Es cierto que esa trágica oposición no se manifiesta a todos con

esa nitidez y ese rigor. Pero si la idea de que hay «algo que hacer en la vida» se presenta a

todos, ello es suficiente para que hasta los hombres más rudos se sientan llamados a

resolver el gran asunto, el único necesario. xx

Cartas a Lucilio - Carta 11, fragmento

Lucio Anneo Séneca

Séneca (Córdoba, 4 a. C.- Roma, 65) fue un filósofo romano conocido por sus

obras de carácter moralista. Hijo del orador Marco Anneo Séneca, fue tutor y consejero

del emperador Nerón.

Ya que hemos revisado textos clásicos sobre inteligencia y voluntad,

antologamos ahora algunos textos sobre otra dimensión humana: la afectividad, lo

relativo a los sentimientos. Incluimos aquí un fragmento de la Carta 11 de Séneca a su

amigo Lucilio, donde el filósofo estoico hace anotaciones respecto al rubor que causan

la vergüenza y la timidez. El texto es interesante porque nos muestra el reconocimiento

de que hay un elemento natural, corpóreo y en buena medida temperamental, en

muchas de nuestras reacciones afectivas. La sabiduría y los buenos hábitos, si bien no

pueden extirpar del todo estas tendencias o inclinaciones que cada uno tiene por

naturaleza, sí pueden darles cauce o atenuarlas, e incluso darles un buen uso y hacer

que colaboren para los fines de una vida bien estructurada.

Séneca a su Lucilio saluda,

Habló conmigo un amigo tuyo de buena índole, cuya grandeza de espíritu, ingenio

y logros, ya nuestra primera conversación puso en evidencia. Nos dio el sabor de lo que se

puede esperar de él. Se expresó sin haber preparado nada de antemano, pues tomado de

sorpresa. Al reaccionar, apenas podía ocultar su timidez, buen signo en un joven, tan

desde lo profundo irradiaba su rubor. Bien sospecho, que incluso cuando se afirme y libere

de todos sus defectos, aun sabio, su rubor lo seguirá. Porque ninguna sabiduría puede

eliminar las debilidades naturales del alma o del cuerpo; lo que es inherente y congénito

puede ser suavizado por el arte, no vencido.

Aun los más sólidos, una vez frente al público, son invadidos por el sudor de

manera similar como suele suceder a los fatigados y acalorados. A algunos les tiemblan las

181

rodillas ni bien se disponen a hablar, a otros se les entrechocan los dientes, la lengua les

titubea, o se les pegan los labios: todo esto ni la disciplina ni el hábito extirpa, por el

contrario, la naturaleza ejerce su potestad e incluso a los robustísimos sus debilidades les

recuerda.

Entre otras cosas está - y sé del mismo - aquel rubor que invade súbitamente

incluso a los más graves personajes. Si bien aparece mayormente en los jóvenes, más

ardientes y de frente más delicada, también toca a los veteranos y a los viejos. Algunos

nunca son más de temer que cuando ruborizan, como si entonces se vaciaren de toda

vergüenza.

Sila, era en efecto violentísimo cuando la sangre invadía su faz. Nadie era más

impresionable que Pompeyo: nunca podía evitar ruborizarse en presencia de muchos o en

asambleas. Fabiano, recuerdo, habiendo sido llevado como testigo al senado, se sonrojó, y

tal pudor le convenía maravillosamente.

No sucede esto por flaqueza de la mente sino por la novedad del evento, que si no

desmorona a los inexpertos, turba aquellos de naturaleza sensible o físicamente

predispuestos. Así como algunos tienen buena sangre, en otros es vehemente y móvil,

pronta a repandirse en el rostro.

Esto, como dije, ninguna sabiduría suprime: tendría la naturaleza bajo control si

pudiere erradicar todo defecto. Aquellos atribuidos por los albures del nacimiento y la

constitución física, aunque sean intensa y largamente combatidos por el espíritu, siguen

adheridos: no podemos ni evitarlos, ni convocarlos.

Los artistas en escena, que imitan afectos, que expresan temores y trepidaciones, que

representan la tristeza, imitan el pudor con gestos: bajan la cabeza, hablan en voz baja,

fijan y mantienen la vista en el suelo. No pueden controlar por sí mismos el rubor: ni

impedirlo ni provocarlo. En esto, Sapiencia, no promete ni progresa; el rubor sólo se

obedece a sí mismo: sin mandato viene, sin mandato se aleja… xxi

República, IV (439a-441c)

Platón

Uno de los puntos más desconcertantes, pero también más interesantes, de lo

que nos enseñan los filósofos griegos acerca del alma humana, es el de su “división” o

sus “partes”. No resulta, al principio, evidente, por qué Platón, y a su modo Aristóteles,

quienes reconocen que el alma es inmaterial, hablan después de una cierta división en

ella y distinguen sus dimensiones y sus facultades. ¿No sería mejor hablar del alma

como una unidad absolutamente simple? Lo cierto es que existen experiencias humanas

que parecen contradecir la unidad del alma. Si la razón es lo que orienta nuestra

conducta, ¿cómo podemos explicar que a veces hagamos cosas que nuestra razón nos

presenta como malas o inconvenientes, y sin embargo las deseamos y las llevamos a

cabo?, ¿por qué no hacemos cosas que, a la luz de la razón, son adecuadas?, ¿por qué se

presentan los conflictos de deseos, si el alma humana es unitaria? ¿Es verdadera la tesis

filosófica -que se atribuye, quizá erróneamente, a Sócrates - de que “nadie hace el mal a

propósito”? Y si así fuera ¿entonces por qué culpamos a quien actúa mal, si actúa por

ignorancia respecto a lo que es mejor? ¿Cómo conseguir la armonía entre las diversas

“partes” del alma?

El siguiente texto de la República de Platón pone las bases de la discusión de

estos problemas mediante una particular división del alma humana y una propuesta

concreta para su armonización y la unidad de la vida intelectual y afectiva. De un modo

muy sugerente, Platón propone también en estos pasajes que el orden y unidad de la

ciudad y de la organización política y social, debe basarse en el mismo modelo que da

orden y armonía al alma.

-¿Y la sed? -pregunté---. ¿No la pondrás por su a naturaleza entre aquellas cosas

que tienen un objeto? Porque la sed lo es sin duda de...

183

-Sí ---, dijo-; de bebida.

-Y así, según sea la sed de una u otra bebida será también ella de una u otra clase;

pero la sed en sí no es de mucha ni poca ni buena ni mala bebida ni, en una palabra, de

una bebida especial, sino que por su naturaleza lo es sólo de la bebida en sí.

-Conforme en todo.

-El alma del sediento, pues, en cuanto tiene sed no desea otra cosa que beber y a

ello tiende y hacia ello se lanza.

-Evidente.

Por lo tanto, si algo alguna vez la retiene en su sed tendrá que haber en ella alguna

cosa distinta de aquella que siente la sed y la impulsa como a una bestia a que beba,

porque, como decíamos, una misma cosa, no puede hacer lo que es contrario en la misma

parte de sí misma, en relación con el mismo objeto y al mismo tiempo.

-No de cierto.

--Como, por ejemplo, respecto del arquero no sería bien, creo yo, decir que sus

manos rechazan y atraen el arco al mismo tiempo, sino que una lo rechaza y la otra lo

atrae.

-Verdad todo. -dijo.

-¿Y hemos de reconocer que algunos que tienen sed no quieren beber?

-De cierto --dijo-, muchos y en muchas ocasiones.

-¿Y qué -pregunté yo-- podría decirse acerca de esto? ¿Que no hay en sus almas

algo que les impulsa a beber y algo que los retiene, esto último diferente y más poderoso

que aquello?

-Así me parece --, dijo.

-¿Y esto que los retiene de tales cosas no nace, cuando nace, del razonamiento, y

aquellos otros impulsos que les mueven y arrastran no les vienen, por el contrario, de sus

padecimientos y enfermedades?

-Tal se muestra.

-No sin razón, pues --dije-, juzgaremos que son dos cosas diferentes la una de la

otra, llamando, a aquello con que razona, lo racional del alma, y a aquello con que desea y

siente hambre y sed y queda perturbada por los demás apetitos, lo irracional y

concupiscible, bien avenido con ciertos hartazgos y placeres.

-No; es natural --dijo- que los consideremos así.

-Dejemos, pues, definidas estas dos especies que se dan en el alma -seguí yo-Y la

cólera y aquello con que nos encolerizamos, ¿será una tercera especie o tendrá la misma

naturaleza que alguna de esas dos?

-Quizá --dijo- la misma que la una de ellas, la concupiscible.

-Pues yo -repliqué- oí una vez una historia a la que me atengo como prueba, y es

ésta: Leoncio, hijo de Aglayón, subía del Pireo por la parte exterior del muro del norte

cuando advirtió unos cadáveres que estaban echados por tierra al lado del verdugo.

Comenzó entonces a sentir deseos de verlos, pero al mismo tiempo le repugnaba y se

retraía; y así estuvo luchando y cubriéndose el rostro hasta que, vencido de su apetencia,

abrió enteramente los ojos y, corriendo hacía los muertos, dijo: «¡Ahí los tenéis, malditos,

saciaos del hermoso espectáculo!

-Yo también lo había oído --dijo.

-Pues esa historia -observé- muestra que la cólera combate a veces con los apetitos

como cosa distinta de ellos.

-Lo muestra, en efecto ---dijo.

-¿Y no advertimos también en muchas otras ocasiones ---dije-, cuando las

concupiscencias tratan de hacer fuerza a alguno contra la razón, que él se insulta a sí

mismo y se irrita contra aquello que le fuerza en su interior y que, como en una reyerta

entre dos enemigos, la cólera se hace en el tal aliada de la razón? En cambio, no creo que

puedas decir que hayas advertido jamás- ni en ti mismo ni en otro, que, cuando la razón

determine que no se ha de hacer una cosa, la cólera se oponga a ello haciendo causa

común con las concupiscencias.

-No, por Zeus --dijo.

-¿Y qué ocurre -pregunté- cuando alguno cree obrar injustamente? ¿No sucede que,

cuanto más gene- cuando alguno cree obrar injustamente? ¿No sucede que, cuanto más

generosa sea su índole, menos puede irritarse aunque sufra hambre o frío u otra cualquier

185

cosa de este género por obra de quien en su concepto le aplica la justicia y que, como digo,

su cólera se resiste a levantarse contra éste?

-Verdad es ---dijo.

-¿Y qué sucede, en cambio, cuando cree que padece injusticia? ¿No hierve esa

cólera en él y se enoja y se alía con lo que se le muestra como justo y, aun pasando hambre

y frío y todos los rigores de esta clase, los soporta hasta triunfar de ellos y no cesa en sus

nobles resoluciones hasta que las lleva a término o perece o se aquieta, llamado atrás por

su propia razón como un perro por el pastor?

-Exacta es esa comparación que has puesto --dijo-; y, en efecto, en nuestra ciudad

pusimos a los auxiliares como perros a disposición de los gobernantes, que son los

pastores de aquélla.

-Has entendido perfectamente -observé- lo que quise decir; ¿y observas ahora este

otro asunto?

-¿Cuál es él?

-Que viene a revelársenos acerca de la cólera lo contrario de lo que decíamos hace

un momento; entonces pensábamos que era algo concupiscible y ahora confesamos que,

bien lejos de ello, en la lucha del alma hace armas a favor de la razón.

-Enteramente cierto --dijo.

-¿Y será algo distinto de esta última o un modo de ella de suerte que en el alma o

resulten tres especies, sino dos sólo, la racional y la concupiscible? ¿O bien, así como en la

ciudad eran tres los linajes que la mantenían, el traficante, el auxiliar y el deliberante, así

habrá también un tercero en el alma, el irascible, auxiliar por naturaleza del racional

cuando no se pervierta por una mala crianza?

-Por fuerza ---dijo-- tiene que ser ése el tercero.

-Sí -aseveré - con tal de que se nos revele distinto del racional como ya se nos

reveló distinto del concupiscible.

-Pues no es difícil percibirlo --dijo-. Cualquiera puede ver en niños pequeños que,

desde el punto en que nacen, están llenos de cólera; y, en cuanto a la razón, algunos me

parece que no la alcanzan nunca y los más de ellos bastante tiempo después.

-Bien dices, por Zeus --observé-. También en las bestias puede verse que ocurre

como tú dices; y a más de todo servirá de testimonio aquello de Homero que dejamos

mencionado más arriba:

«Pero a su alma increpó golpeándose el pecho y le dijo... » En este pasaje, Homero,

representó manifiestamente como cosas distintas a lo uno increpando a lo otro: aquello

que discurre sobre el bien y el mal contra lo que sin discurrir se encoleriza.

-Enteramente cierto es lo que dices - afirmó.

-Así, pues --, dije yo----, hemos llegado a puerto, aunque con trabajo, y reconocido

en debida forma que en el alma de cada uno hay las mismas clases que en la ciudad y en el

mismo número.

-Así es.

-¿Será, pues, forzoso que el individuo sea prudente de la misma manera y por la

misma razón que lo es la ciudad?

-¿Cómo no?

-¿Y que del mismo modo que y por el mismo motivo que es valeroso el individuo,

lo sea la ciudad también, y que otro tanto ocurra en todo lo demás que en uno y otra hace

referencia a la virtud? -Por fuerza.

-Y así, Glaucón, pienso que reconoceremos también que el individuo será justo de

la misma manera en que lo era la ciudad.

-Forzoso es también ello.

-Por otra parte, no nos hemos olvidado de que ésta era justa porque cada una de

sus tres clases hacía en ella aquello que le era propio.

-No creo que lo hayamos olvidado -dijo.

-Así, pues, hemos de tener presente que cada uno de nosotros sólo será justo y hará

él también lo propio suyo en cuanto cada una de las cosas que en él hay hago lo que le es

propio.

-Bien de cierto --dijo-, hay que- tenerlo presente.

-¿Y no es a lo racional a quien compete el gobierno, por razón de su prudencia y de

la previsión que ejerce sobre el alma toda, así como a lo irascible el ser su súbdito y aliado?

187

-Enteramente.

-¿Y no será, como decíamos, la combinación de la música y la gimnástica la que

pondrá a los dos en acuerdo, dando tensión a lo uno y nutriéndolo con buenas palabras y

enseñanzas y haciendo con sus consejos que el otro remita y aplacándolo con la armonía y

el ritmo?

-Bien seguro ---dijo.

-Y estos dos, así criados y verdaderamente instruidos y educados en lo suyo, se

impondrán a lo concupiscible, que, ocupando la mayor parte del alma de cada cual, es por

naturaleza insaciable de bienes; al cual tienen que vigilar, no sea que, repleto de lo que

llamamos placeres del cuerpo, se haga grande y fuerte y, dejando de obrar lo propio suyo,

trate de esclavizar y gobernar a aquello que por su clase no le corresponde y trastorne

enteramente la vista de todos.

-No hay duda --dijo.

-¿Y no serán también estos dos --dije yo-- los que mejor velen por el alma toda y

por el cuerpo contra los enemigos de fuera, el uno tomando determinaciones, el otro

luchando en seguimiento del que manda y ejecutando con su valor lo determinado por él?

-Así es.

-Y, según pienso, llamaremos a cada cual valeroso por razón de este segundo

elemento, cuando, a través de dolores y placeres, lo irascible conserve el juicio de la razón

sobre lo que es temible y sobre lo que no lo es.

-Exactamente --dijo.

-Y le llamaremos prudente por aquella su pequeña porción que mandaba en él y

daba aquellos preceptos, ya que ella misma tiene entonces en sí la ciencia de lo

conveniente para cada cual y para la comunidad entera con sus tres partes.

-Sin duda ninguna.

-¿Y qué más? ¿No lo llamaremos temperante por el amor y armonía de éstas

cuando lo que gobierna y lo que es gobernado convienen en que lo racional debe mandar y

no se sublevan contra ello?

-Eso y no otra cosa es la templanza --dijo--, lo mismo en la ciudad que en el

particular.

-Y será asimismo justo por razón de aquello que tantas veces hemos expuesto.

-Forzosamente,

-¿Y qué? -dije- ¿No habrá miedo de que se nos oscurezca en ello la justicia y nos

parezca distinta de aquella que se nos reveló en la ciudad?

-No lo creo -replicó.

-Hay un medio -observé- de que nos afirmemos enteramente, si es que aún queda

vacilación en nuestra alma: bastará con aducir ciertas normas corrientes.

-¿Cuáles son?

-Por ejemplo, si tuviéramos que ponernos de acuerdo acerca de la ciudad de que

hablábamos y del varón que por naturaleza y crianza se asemeja a ella, ¿nos parecería que

el tal, habiendo recibido un depósito de oro o plata, habría de sustraerlo? ¿Quién dirías

que habría de pensar que lo había hecho él antes que los que no sean de su condición?

-Nadie --contestó.

-¿Y así, estará nuestro hombre bien lejos de cometer sacrilegios, robos o traiciones

privadas o públicas contra los amigos o contra las ciudades?

-Bien lejos.

-Y no será infiel en modo alguno ni a sus juramentos ni a sus otros acuerdos.

-¿Cómo habría de serio?

-Y los adulterios, el abandono de los padres y el menosprecio de los dioses serán

propios de otro cualquiera, pero no de él.

-De otro cualquiera, en efecto ---contestó.

-¿Y la causa de todo eso no es que cada una de las cosas que hay en él hace lo suyo

propio tanto en lo que toca a gobernar como en lo que toca a obedecer?

-Esa y no otra es la causa.

-¿Tratarás, pues, de averiguar todavía si la justicia es cosa distinta de esta virtud

que produce tales hombres y tales ciudades?

-No, por Zeus ---dijo.

189

-Cumplido está, pues, enteramente nuestro ensueño: aquel presentimiento que

referíamos de que, una vez que empezáramos a fundar nuestra ciudad, podríamos, con la

ayuda de algún dios, encontrar un cierto principio e imagen de la justicia.

-Bien de cierto.

-Teníamos, efectivamente, Glaucón, una cierta semblanza de la justicia, que, por

ello, nos ha sido de provecho: aquello de que quien por naturaleza es zapatero debe hacer

zapatos y no otra cosa, y el que constructor, construcciones, y así los demás.

-Tal parece.

-Y en realidad la justicia parece ser algo así, pero no en lo que se refiere a la acción

exterior del hombre, sino a la interior sobre sí mismo y las cosas que en en hay; cuando

éste no deja que ninguna de ellas haga lo que es propio de las demás ni se interfiera en las

actividades de los otros linajes que en el alma existen, sino, disponiendo rectamente sus

asuntos domésticos, se rige y ordena y se hace amigo de sí mismo y pone de acuerdo sus

tres elementos exactamente como los tres términos de una armonía, el de la cuerda grave,

el de la alta, el de la media y cualquiera otro que pueda haber entremedio; y después de

enlazar todo esto y conseguir de esta variedad su propia unidad, entonces es cuando, bien

templado y acordado, se pone a actuar así dispuesto ya en la adquisición de riquezas, ya

en el cuidado de su cuerpo, ya en la política, ya en lo que toca a sus contratos privados, y

en todo esto juzga y denomina justa y buena a la acción que conserve y corrobore ese

estado y prudencia al conocimiento que la presida y acción injusta, en cambio, a la que

destruya esa disposición de cosas e ignorancia a la opinión que la rija.

-Verdad pura es, Sócrates, lo que dices ---observó.

-Bien -repliqué-; creo que no se diría que mentíamos si afirmáramos que habíamos

descubierto al hombre justo y a la ciudad justa y la justicia que en ellos hay.

-No, de cierto, por Zeus --dijo.

-¿Lo afirmaremos, pues?

-Lo afirmaremos.xxii

Ética Nicomáquea (1149a, 25- 1149b, 3)

Aristóteles

El fenómeno del que antes hemos hablado - cuando la inteligencia nos señala

algo como malo, y sin embargo lo hacemos, movidos por el apetito- es conocido como

―incontinencia‖. En este texto de la Ética Nicomaquea, Aristóteles hace algunas

distinciones respecto a los tipos de incontinencia que pueden presentarse según las

diversas pasiones o afecciones anímicas del ser humano. La falta de control de la ira

difiere, en cierta medida, de la falta de control de los deseos más básicos (hambre,

cansancio, deseo sexual, por ejemplo). El pasaje invita a reflexionar sobre las diversas

dimensiones de la afectividad humana y cómo encauzarlas virtuosamente para que

operen de acuerdo a la razón.

6. Incontinencia de la ira y de los apetitos

Hemos de mostrar que la incontinencia de la ira es menos vergonzosa que la de los

apetitos. En efecto, parece que la ira oye en parte a la razón, pero la escucha mal, como los

servidores apresurados, que, antes de oír todo lo que se les dice, salen corriendo y, luego,

cumplen mal la orden, y como los perros que ladran cuando oyen la puerta, antes de ver si

es un amigo. Así, la ira oye, pero, a causa del acaloramiento y de su naturaleza

precipitada, no escucha lo que se le ordena, y se lanza a la venganza. La razón, en efecto, o

lo imaginación le indican que se le hace ultraje o un desprecio, y ella, como concluyendo

que debe luchar contra esto, al punto que se irrita. El apetito por otra parte, si la razón o

los sentidos le dicen que algo es agradable, se lanza a disfrutarlo. De modo que la ira

sigue, de alguna manera, a la razón, y el apetito no, y por esto es más vergonzoso, pues el

que no domina la ira, es en cierto modo, vencido por la razón, mientras que el otro lo es

por el deseo y no por la razón. xxiii

191

Manual 5, 8, 17

Epicteto

Epicteto (Hierápolis, 55 – Nicópolis, 135) fue un filósofo griego, de la escuela

estoica, que vivió parte de su vida como esclavo en Roma. Hasta donde se sabe, no dejó

obra escrita, pero de sus enseñanzas se conservan un Enchyridion o 'Manual', y unos

Discursos, editados por su discípulo Flavio Arriano.

En la discusión sobre las pasiones y la afectividad del ser humano y sobre cómo

afectan nuestra vida, es obligado revisar la propuesta de la filosofía estoica. Esta escuela

helenística defiende una ética centrada en la autarquía individual: en que el ser humano

conserve el control racional de sus acciones y consiga la ataraxia, es decir, la falta de

perturbación afectiva, ante todo lo que sucede en el mundo, que ocurre de un modo

determinista y que no se puede cambiar. La clave para este control de la afectividad

radica en que no son los sucesos del mundo lo que nos afecta, sino nuestros propios

juicios sobre el mundo. De modo que la sabiduría y la felicidad (que para los estoicos se

identifican) se alcanzan mediante una constante vigilancia de uno mismo y del modo de

juzgar sobre el mundo. Si bien este control racional sobre las pasiones resulta, a

muchos, demasiado frío o autosuficiente, la ética estoica defiende una idea de libertad

interior digna de ser considerada en cualquier estudio antropológico.

El pasaje que aquí presentamos corresponde al Manual, compendio de las clases

del célebre estoico Epicteto -un esclavo liberto de la época imperial- que hizo su

discípulo Arriano y que ha sido uno de los textos morales más influyentes en la historia

del pensamiento.

5. Lo que turba a los hombres no son las cosas, sino las opiniones que de ellas se

hacen. Por ejemplo, la muerte no es algo terrible, pues, si lo fuera, a Sócrates le hubiera

parecido terrible 4; por el contrario lo terrible es la opinión de que la muerte sea terrible.

Por lo que, cuando estamos contrariados, turbados o tristes, no acusemos a los otros sino a

nosotros mismos, es decir, a nuestras opiniones.

Acusar a los otros por nuestros fracasos es de ignorantes; no acusar más que a sí

mismo es de hombres que comienzan a instruirse; y no acusar ni a sí mismo ni a los otros,

es de un hombre ya instruido.

8. No pidas que las cosas lleguen como tú las deseas, sino deséalas tal como

lleguen, y prosperarás siempre.

17.Acuérdate que eres actor en una obra teatral, larga o corta, en que el autor ha querido

hacerte entrar. Si él quiere que juegues el rol de un mendicante, es preciso que lo juegues

tan bien como te sea posible. Igual, que si quiere que juegues el rol de un cojo, un príncipe,

un hombre del pueblo. Pues eres tú quien debe representar el personaje que te ha sido

dado, pero es otro a quien le corresponde elegírtelo.xxiv

193

Confesiones (selección)

San Agustín

Agustín de Hipona, o San Agustín (en latín: Aurelius Augustinus Hipponensis)

(Tagaste, 13 de noviembre de 354 – Hippo Regius, 28 de agosto de 430), es junto con

Jerónimo de Estridón, Gregorio Magno y Ambrosio de Milán uno de los cuatro más

importantes Padres de la Iglesia latina.

La lectura completa del libro de las Confesiones de San Agustín sería lo más

recomendable para estudiar el tema de la interioridad humana y cómo en ella

encontramos una vocación a la trascendencia. Recopilamos aquí solamente algunos

pasajes a modo de ejemplo. En ellos, Agustín de Hipona expresa, con un lenguaje

bellamente literario, la búsqueda humana de Dios y la comprensión de la divinidad

como origen y destino de todas las cosas. El ejercicio autobiográfico de Agustín se

resume precisamente en el hallazgo de Dios en su propia interioridad: buscando la

verdad sobre su propia identidad, encuentra a Dios; buscando en su interior, encuentra

aquello que es superior a él mismo. Apuntamos aquí algunos pasajes en los que

Agustín reconoce sus dificultades iniciales para pensar y para aceptar realidades

inmateriales, y cómo finalmente lo resuelve de la mano de la filosofía y del

Cristianismo, proponiendo un modelo de armonía y mutua colaboración entre fe y

razón.

Libro IV

Capítulo X

1. ¡Oh Dios de las virtudes, conviértenos a ti, muéstranos tu rostro y seremos

salvos! (Sal 79, 4). Porque a dondequiera que se vuelva el alma del hombre fuera de ti,

queda fincada en el dolor, aunque se detenga en cosas bellas fuera de ti y fuera de él

mismo, cosas que sin ti nada serían. Cosas que tienen su aurora y su ocaso; que al nacer

tienden al ser, crecen para perfeccionarse y cuando son perfectas, envejecen y mueren.

Todo envejece y perece. Cuando nacen y tienden al ser, mientras más deprisa crecen para

ser perfectas, tanto más se apresuran rumbo al no ser. Así es su manera, tanto como eso les

diste. Son parte de cosas, que no coexisten nunca simultáneamente, sino que sucediéndose

unas a otras componen el universo cuyas son las partes. Como en la palabra humana, que

consta de signos sonoros; no se completa una frase sino a condición de que las palabras,

habiendo dicho lo que les toca, dejen el sitio a las palabras que siguen.

2. Por todo eso te alabe mi alma, ¡oh Dios, creador de todas las cosas! Pero que no

se embadurne en ellas con el pegamento del amor de los sentidos corporales. Porque las

cosas van rumbo al no ser y despedazan el alma con deseos pestilenciales, pues ella quiere

ser lo que ama y descansa en ello. Pero en las cosas no hay permanencia; no son estables,

sino fugitivas. Nadie puede seguirlas en su huida con el sentido de la carne, que es lerdo

porque es carnal y ese es su modo. Es suficiente para cosas para las cuales fue hecho, pero

no lo es para dominar el flujo de las cosas transeúntes desde su debido principio hasta su

fin debido. Es en tu Verbo, Palabra por la cual fueron creadas, donde las cosas oyen su

destino: "Desde aquí comienzan y hasta allí llegarán".

Capítulo XI

1. No seas hueca, alma mía, ni permitas que se ensordezca el oído de tu corazón

con el tumulto de tus vanidades. Es el Verbo mismo quien te llama para que vuelvas a Él.

Él es el lugar de la paz imperturbable en donde el amor no es abandonado sino cuando él

mismo abandona. Mira cómo retroceden las cosas para dejar el lugar a otras cosas y que

así se integre este inferior universo.

"Pero yo, dice el Verbo, no me retiro ni cedo mi lugar". Finca en Él tu mansión,

alma mía, ahí encomienda todo lo que tienes, aun cuando no sea más que por la fatiga de

tanto engaño. Encomienda a la Verdad todo lo que de ella has recibido, segura de que

nada habrás de perder: florecerá en ti lo que tienes podrido, quedarás sana de todas tus

dolencias. Lo que hay en ti de fugaz y perecedero será reformado y adecuado a ti; las cosas

no te arrastrarán hacia donde ellas retroceden, sino que permanecerán contigo y serán

siempre tuyas, en un Dios estable y permanente.

195

Libro VI

Capítulo IV

Quería yo tener de las cosas invisibles una certidumbre absoluta, como la de que

siete más tres suman diez. Mi escepticismo no llegaba a la insania de tener por dudosas las

proposiciones matemáticas, pero este mismo tipo de certeza era el que yo pedía para todo

lo demás; lo mismo para los objetos materiales ausentes y por ello invisibles, como para los

seres espirituales, que yo era incapaz de representarme sin una forma corpórea.

Yo no podía sanar sino creyendo; pues la vista de mi entendimiento, agudizada y

purificada por la fe, podía de algún modo enderezarse hacia tu verdad. Esa verdad que

siempre permanece y nunca viene a menos. Pero en ocasiones acontece que alguien,

escamado por la experiencia de algún mal, queda temeroso y se resiste a entregarse al

bien. Ésta era entonces la situación de mi alma, que sólo creyendo podía ser curada, pero,

por el miedo de exponerse a creer en algo errado, recusaba la curación y hacía resistencia a

tu mano con la que tú preparaste la medicina de la fe y la derramaste sobre todas las

enfermedades del mundo y pusiste en ella tan increíble eficacia.

La promesa, Caminos del reconocimiento

Paul Ricoeur

Paul Ricoeur (Valence (Charente), 27 de febrero de 1913 - Châtenay-Malabry, 20

de mayo de 2005) fue un filósofo y antropólogo francés que se ubica en la corriente

hermenéutica del pensamiento contemporáneo.

En este texto de Ricoeur, tomado de su libro Caminos del reconocimiento, se trata

sobre cómo en la búsqueda de la propia identidad (esa búsqueda que ya veíamos en las

Confesiones de Agustín), hace falta poder integrar en la propia narrativa vital tanto el

pasado -con sus errores y arrepentimientos- como la expectativa del futuro -con la

incertidumbre y temores que ella supone. Para ello, dice Ricoeur, para poder

reconocerse a uno mismo a lo largo de toda la trayectoria vital, hace falta ser capaz de

perdonar -cara al pasado- y de prometer -cara al futuro. Es así como ambas dimensiones

temporales se redimen y se integran en una identidad bien constituida. Ricoeur habla

aquí de una ipseidad, es decir, de una identidad reflexionada y asumida libremente,

una identidad no de cosas u objetos, sino de sujetos humanos que han de encontrar una

unidad narrativa en su propia existencia.

Escribamos de nuevo las razones que nos han llevado a emparejar la memoria y la

promesa en el punto álgido de la problemática del reconocimiento de sí. En primer lugar,

es claro que la primera, vuelta hacia el pasado, es retrospectiva; la segunda, que mira hacia

el futuro, es prospectiva. Juntas, y gracias a las interferencias de las que hablaremos, su

oposición y su complementariedad proporcionan una amplitud temporal al

reconocimiento de si, fundado a la vez en una historia de vida y en los compromisos de

futuro de larga duración. Es la parte reencontrada de la concepción agustiniana del

tiempo, cuya distensión procede de la divergencia interna al presente, compartido entre el

presente del pasado o memoria, el presente del futuro o expectación y el presente del

197

presente (que, a diferencia de san Agustín, colocaré, en conformidad con la filosofía del

obrar, bajo el signo de la iniciativa más que de la presencia).

El tratamiento de la memoria colocó en segunda posición la solución diferente

aportada al tratamiento de la identidad por estas dos instancias: la memoria que se inclina

del lado de la identidad-mismidad, la promesa que sirve de ejemplo paradigmático a la

ipseidad. En este aspecto, la fenomenología de la promesa enlazará con la de la identidad

narrativa en la que esta dialéctica encontró su primera expresión.

Situaré muy alto en el orden de importancia la relación con lo negativo colocado

anteriormente en tercera posición: la memoria y la promesa deben enfrentarse con un

contrario que es, para todos, un enemigo mortal: el olvido, para la memoria; la traición,

para la promesa, con sus ramificaciones y sus ardides. El poder de no cumplir con su

palabra forma parte integrante de poder prometer e invita a una reflexión de segundo

grado sobre los límites internos de la atestación de la ipseidad, por tanto del

reconocimiento de sí. Mención especial debe hacerse de la parte de alteridad que parece

propia de la promesa, a diferencia de la memoria muy marcada por el carácter de "mía"

que subraya su naturaleza insustituible. Es tan fuerte la relación con el otro en la promesa

que este rasgo podrá marcar la transición entre el presente estudio y el siguiente

consagrado al reconocimiento mutuo.

Comenzaré la fenomenología de la promesa por la evocación de un rasgo común

enseguida subrayado del lado de la memoria. Concierne a la relación, por ambas partes,

entre la capacidad y el ejercicio efectivo. Es legítimo, sin duda, hablar de poder prometer,

en los términos en los que Nietzsche habla de ello en un texto evocado anteriormente; en

este sentido, este poder prometer es continuación de los poderes enumerados en el

apartado del hombre capaz; la promesa se presenta así, a la vez, como una dimensión

nueva de la idea de capacidad y como la recapitulación de los poderes anteriores:

tendremos ocasión de observar que poder prometer presupone poder decir, poder actuar

sobre el mundo, poder contar y formar la idea de la unidad narrativa de una vida, en fin,

poder imputarse a sí mismo el origen de sus actos. Pero la fenomenología de la promesa se

concentra precisamente en el acto por el que el sí se compromete efectivamente.

Esta fenomenología se despliega en dos tiempos: en el primero se subraya la

dimensión lingüística del acto de prometer en cuanto acto de discurso; en el segundo,

inducido por el primero, pasa al primer plano la característica moral de la promesa.

Ateniéndonos, por algún tiempo, al plano lingüístico, es el lugar de recordar que los actos

ilocucionarios "son las unidades principales de significación literal en el uso y la

comprensión de las lenguas naturales.”

Desde Austin y Searle, sabemos que las condiciones de verdad de los enunciados

declarativos, en línea con la lógica fundada por Frege y Russell, no agotan toda la

significación de las frases de nuestro discurso. Al realizar actos ilocucionarios -corno

aserciones, preguntas, declaraciones, peticiones, promesas, agradecimientos, ofrecimientos

y negativas-, significaciones diversas no amputadas se comunican a alocutores o

destinatarios del mensaje en el momento de la enunciación, ya que la fuerza ilocucionaria

se injerta en el contenido preposicional. Aquí significación y uso son indisociables.

La promesa pertenece a aquellos actos preformativos que se señalan mediante

verbos fáciles de reconocer en el léxico. Al oír estos verbos, es claro que "hacen" lo que

dicen; tal es el caso de la promesa: cuando el hablante dice "yo prometo", "se compromete"

efectivamente con una acción futura. Prometer es comprometerse efectivamente a "hacer"

lo que la proposición enuncia.11 Lo que yo conservo para la etapa siguiente es la doble

caracterización de la promesa; el hablante no se limita a "mostrar cierta obligación de hacer

lo que dice": esta relación es sólo de sí a sí mismo. El compromiso es, ante todo, "hacia el

alocutor": es un compromiso de "hacer" o de "dar" algo considerado bueno para él. Con

11 Cito la definición de Vanderbeken: prometer "es el verbo de compromiso por

excelencia. Sin embargo, una promesa (J es un acto de discurso que compromete dotado de rasgos bastante peculiares. En primer lugar, cuando se promete, uno se compromete con el alocutor a hacer o a darle algo suponiendo que eso es bueno para él (condición preparatoria especial). En segundo lugar, una promesa sólo sale bien si el hablante llega a sentirse obligado a hacer Jo que dice. Este modo promisorio especial de cumplimiento aumenta el grado de poder". (D. Vandcrbckcn. LesActes de discours, cit. p. 176).

199

otras palabras, la promesa no tiene sólo un destinatario, sino también un beneficiario.

Precisamente por esta cláusula del efecto benéfico, el análisis lingüístico exige la reflexión

moral. Todavía una observación sobre la definición propuesta: aquello a lo que el locutor

se compromete es a hacer o dar, no a experimentar emociones, pasiones o sentimientos;

como observa Nietzsche en uno de sus textos sobre la promesa: "Se puede prometer actos,

pero no sentimientos, pues éstos son involuntarios." 12 En este sentido, no se puede

prometer amar. A la pregunta "¿qué se puede prometer?", el análisis del acto ilocutorio

aporta una respuesta limitada: hacer o dar.

La referencia moral la suscita la idea misma de fuerza implicada en el análisis

anterior: ¿de dónde saca su fuerza de comprometerse el enunciador de una promesa

puntual? De una promesa más fundamental, la de cumplir con su palabra en cualquier

circunstancia; se puede hablar aquí de "la promesa de antes de la promesa". Es ella la que

da a cada promesa su carácter de compromiso: compromiso para con ... y compromiso de

... Y a este compromiso precisamente se vincula el carácter de ipseidad de la promesa que

encuentra, en ciertas lenguas, el apoyo de la forma pronominal del verbo: yo me

comprometo a ... Esta ipseidad, a diferencia de la mismidad típica de la identidad

biológica y del carácter de un individuo, consiste en una voluntad de constancia, de

mantenimiento de sí, que pone su sello en una historia de vida enfrentada a la alteración

de las circunstancias y a las vicisitudes del corazón.

Es una identidad mantenida a pesar de... , a despecho de... todo lo que inclinase a

traicionar la palabra dada. Este mantenimiento escapa al rasgo molesto de la obstinación,

cuando reviste la forma de una disposición habitual, modesta y silenciosa, respecto a la

palabra dada. Esto se llama, entre amigos, fidelidad. Explicaremos más tarde qué

patología puede mancillar lo que presenta el carácter de una virtud en cuanto excelencia

12 F Nietzsche, Humain lrop ínunain, Libro ll. "Histoirc des sentiments moraux": trad.

fr.. OC¡fVreS pllilosopf¡iqllcs comptetee, t. VII, Callimard. París, 1971, p. 251 [trad. cast. de C. Vcrgera. Humano. demasiadouumeno, Edaf Madrid, 1984].

vinculada a una disposición habitual, generadora, según la terminología de Aristóteles, de

"deseo deliberado".

Antes hay que celebrar la grandeza de la promesa, como san Agustín lo hizo de la

memoria y de sus vastos palacios. La grandeza de la promesa tiene su sello en su

fiabilidad. Más precisamente, es de la fiabilidad habitual vinculada a la promesa de antes

de la promesa de donde cada promesa puntual obtiene su credibilidad respecto al

beneficiario y al testigo de la promesa. Esta dimensión fiduciaria prolonga, en el plano

moral, el análisis lingüístico de la fuerza ilocutoria que unía el compromiso hacia el

alocutor al compromiso de hacer por el que el locutor se coloca ante una obligación que lo

ata. Este aspecto fiduciario es común a la promesa y al testimonio, el cual, en una de sus

fases, incluye un momento de promesa. Este pariente de la promesa ocupa un lugar

importante en la conversación ordinaria, en la barra de un tribunal y en la investigación

del historiador. En la promesa, el enunciador se compromete a hacer algo en favor del

alocutor; en cambio, el testimonio-pertenece, en cuanto a su fuerza ilocutoria, al tipo

asertivo, cuya lista es larga. El testimonio es una especie de declaración, de certificación,

con la intención perlocutoria de convencer al alocutor, es decir, de procurar que esté

"seguro". En el testimonio se distinguen dos vertientes que se articulan entre sí: por un

lado, su enunciado consiste en la aserción de la realidad factual de un acontecimiento

relatado; por otro, conlleva la certificación o la autenticación de la declaración del testigo

mediante su comportamiento ordinario, lo que se llamaba la fiabilidad en el caso de la

promesa. La especificidad del testimonio consiste en que la aserción de una realidad a la

que el testigo afirma haber asistido es emparejada con la autodesignación del sujeto que

atestigua. Pero ésta se inscribe en una relación dialogal. El testigo atesta ante alguien la

realidad de una escena. Esta estructura dialogal del testimonio hace resaltar de inmediato

su dimensión fiduciaria. El testigo pide ser creído. Si es testigo ocular, no se limita a decir:

"Yo estaba allí"; añade: "Creedme". La certificación del testimonio sólo es completa si éste

no sólo es recibido, sino también aceptado y, eventualmente, grabado. Por tanto, no sólo es

certificado, sino acreditado. Se plantea, entonces, una pregunta: ¿hasta qué punto es fiable

el testimonio? Esta pregunta coloca en la balanza la confianza y la sospecha. Es ahí donde

201

actúa la fiabilidad ordinaria del testigo en cuanto hombre de promesa, a la espera de la

confirmación o la invalidación que proviene de la confrontación de un testimonio con otro.

Al no descansar la promesa en un elemento declarativo, sólo tiene corno test su ejecución

efectiva: el mantenimiento o no de la palabra dada. Aunque diferente en su estructura, el

testimonio recurre eventualmente a la promesa si se pide al testigo que renueve su

deposición. El testigo es así el que promete testificar de nuevo. Esta dimensión fiduciaria,

común al testimonio y a la promesa, se extiende mucho más allá de la circunstancia de su

ejercicio. Por su carácter habitual, la confianza en el testimonio corno en la promesa

robustece la institución general del lenguaje, cuya práctica usual engloba una cláusula

tácita de sinceridad y, si se puede decir así, de caridad: quiero creer, sin duda, que usted

significa lo que dice. Hannah Arendt13 llevó el elogio de la promesa hasta hacerle cargar

con una parte del peso de la credibilidad general de las instituciones humanas, teniendo

en cuenta las debilidades a las que están sometidos los asuntos humanos en su relación

con la temporalidad. La promesa, emparejada con el perdón, permite a la acción humana

continuar: al desatar, al desligar, el perdón replica a la irreversibilidad que arruina la

capacidad de responder de modo responsable a las consecuencias de la acción; el perdón

es lo que hace posible la reparación. Al atar, la promesa replica a la impredictibilidad que

arruina la confianza en un curso esperado de acción, contando con la fiabilidad del actuar

humano. La relación que establecemos entre la memoria y la promesa hace eco, en un

sentido, a la que Hannah Arendt plantea entre el perdón y la promesa, en la medida en

que el perdón hace de la memoria inquieta una memoria apaciguada, una memoria feliz.

Ha llegado el momento de evocar el lado de sombra de la promesa: al olvido, del

lado de la memoria, corresponde –habíamos sugerido- la traición del lado de la promesa.

Poder prometer es también poder romper su palabra. Este poder, o más bien este "poder

no", es tan trivial y tan esperado que invita a superar la indignación y la reprobación que

13 H. Arendt, The Human Condition, The University of Chicago Press. Chicago, 1958;

trad. fr.. Condítíon de í'hmnme modcrne, prefacio de P. Ricoeur. Calmann-Lévy, París, 1983 [trad. cast. de R. Gil Novales, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1998].

suscita y a articular, en una reflexión de segundo grado, algunas sospechas capaces de

desenmascarar las debilidades secretas de este poder prometer, que, corno vimos, está

encargado de remediar ciertas debilidades inherentes a la conducción de los asuntos

humanos. La sospecha de una trampa que se refiera a la constancia en el mantenimiento

de sí forma cuerpo con el examen moral de la promesa, como lo atestigua el elogio

ambiguo que Nietzsche se esfuerza en cambiar sutilmente en denuncia al comienzo de la

segunda disertación de La genealogía de la moral: "Criar un animal al que le sea lícito

hacer promesas, ¿no es precisamente ésta la tarea primordial que la naturaleza se ha

propuesto respecto al hombre? ¿No es éste el verdadero problema del hombre?"." Pero si

el acto de prometer define lo que hay de más humano en el hombre, cualquier sospecha

respecto a él sólo puede engendrar efectos devastadores en la condición moral del hombre

en su conjunto. Emerge la sospecha nietzscheana, desde la evocación de la fuerza

enraizada en la vida aún más profundamente, cuyos efectos son compensados por el

poder prometer, a saber, "la fuerza de olvidar"; aparece un juego de fuerzas inquietante: al

olvido, prenda de una salud robusta, se opone una facultad contraria, la memoria, con

cuya ayuda, en determinados casos, se suspende el olvido -en los casos en que se trata de

prometer-". No se esperaba que la promesa, que nuestro análisis ha colocado en el lado

opuesto a la memoria, reapareciera aquí en la estela de la memoria, pero de una memoria

inédita, la "memoria de la voluntad", de esa voluntad "que persiste en querer lo que una

vez quiso". A decir verdad, aquí no se recurre a la fenomenología de la memoria sino a la

de la voluntad en su forma obtusa y obstinada. Pero no es a esta voluntad a la que recurre

la promesa de la promesa bajo los rasgos de la constancia, mientras permanezca

indiscernible del auténtico mantenimiento de sí. Ahora bien, Nietzsche lleva más lejos la

punta de su estilete: ¿no es esta memoria de la voluntad la que hace al hombre "previsible,

regular y necesario", "incluso en la representación que se hace de sí mismo, para poder

responder finalmente, como hace alguien que promete, de sí mismo como futuro"?

El aparente elogio inicial pierde cualquier ambigüedad una vez que se descubre

todo el panorama de los horrores morales: "la falta", “la mala conciencia" y cuanto se le

parece".

203

Como otras declaraciones de Nietzsche, ésta debe tomarse como una advertencia y

un aviso: el tipo de dominio de sí que la gloria de la ipseidad parece proclamar resulta ser

también una añagaza, que corre el riesgo de conferir a la promesa la misma clase de

pretensión del dominio de sentido, que el reconocimiento- identificación aplicado al algo

en general había podido alimentar en nuestro primer estudio. Presento, de una manera

rápida, algunos remedios a esta patología secreta del poder prometer.

En primer lugar, ejercitarse en no presumir de su poder, en no prometer

demasiado. Es en la propia vida y en su identidad narrativa donde el hombre de la

promesa puede encontrar los consejos que lo pondrían bajo la custodia del adagio griego:

"Nada demasiado.”

Después, sin olvidar a Gabriel Marcel y su alegato a favor de la "fidelidad

creadora", separar lo más posible el "mantenimiento de si" y la "constancia" de la voluntad

obstinada, a costa de una paciencia benevolente con los demás y consigo mismo.

Pero, sobre todo, invertir el orden de prioridad entre el que promete y su

beneficiario: primero, otro cuenta conmigo y con la fidelidad a mi propia palabra; y yo

respondo a su expectativa. Reanudo aquí mis observaciones sobre la relación de la

responsabilidad con lo frágil en general, en cuanto confiado a mi custodia.

Finalmente, quedaría por colocar las promesas de las que soy autor en la estela de las

promesas de las que fui y aún soy el beneficiario. No se trata sólo de esas promesas

fundadoras, cuyo paradigma lo constituye la promesa hecha a Abrahán, sino de esa serie

de promesas en las que culturas enteras y épocas particulares proyectaron sus ambiciones

y sus sueños, promesas muchas veces incumplidas. De ésas también yo soy el continuador

endeudado.xxv

Suma Teológica, cuestión 29, selección

Santo Tomás de Aquino

Finalmente, después de haber revisado la inteligencia, la voluntad, la afectividad

y la identidad humanas, nos ocupamos del fondo del ser humano: su ser personal.

Presentamos ahora dos textos brevísimos de Tomás de Aquino sobre qué significa ser

persona. Dado que el nombre de “persona” asume su pleno significado en el estudio

teológico de la Trinidad, primero referimos al texto en el que el Aquinate explica el

carácter personal de Dios. Más adelante se presenta el pasaje en el que Aquino,

inspirado por la definición de persona de Boecio (“sustancia individual de naturaleza

racional”), explica por qué los seres racionales tenemos un ser personal, es decir,

individual en grado sumo, irremplazable, único y con un valor absoluto, con dignidad.

Ser persona va, pues, más allá de tener un cuerpo humano o ciertas facultades

racionales. Si bien no es posible antologar aquí todos los textos relevantes al respecto,

sirvan éstos al menos como ejemplo del paradigmático tratamiento tomista de la

metafísica del ser personal.

a. 3 Persona

Persona significa lo que en toda naturaleza es perfectísimo, es decir, lo que subsiste

en la naturaleza racional. Por eso, como a Dios hay que atribuirle todo lo que pertenece a

la perfección por el hecho de que su esencia contiene en sí misma toda perfección, es

conveniente que a Dios se le dé el nombre de persona. Sin embargo, no en el mismo

sentido con que se da a las criaturas, sino de un modo más sublime; así como los otros

nombres que damos a Dios, como ya dijimos anteriormente al tratar sobre los nombres de

Dios.

a. 4

Persona indica la sustancia individual de naturaleza racional. Individuo es lo indistinto en

sí mismo, pero distinto de los demás. Por lo tanto, en cualquier naturaleza, persona

205

significa lo que es distinto en aquella naturaleza, como en la naturaleza humana indica

esta carne, estos huesos y esta alma, que son los principios que individualizan al hombre.

Estos principios, aun cuando no significan persona, sin embargo, sí entran en el

significado de persona humana.xxvi

Pensamientos, selección

Blaise Pascal

Blaise Pascal (Clermont-Ferrand, Auvernia, Francia, 19 de junio de 1623 - París,

19 de agosto de 1662) fue un matemático, físico, filósofo y teólogo francés.

En estos breves pensamientos de Blaise Pascal se condensan algunas de las ideas

más importantes en una comprensión filosófica del ser humano. Pascal es uno de los

autores más representativos del pensamiento moderno y a la vez, es un autor con

reflexiones tan profundas que parecen superar, por momentos, los mismos límites de la

Modernidad. En estas líneas apunta el reconocimiento de la dignidad humana (que

radica en la capacidad intelectual, y que constituye al hombre como algo único e

infinitamente valioso aun cuando deba reconocer que, desde el punto de vista físico y

material, no es más que un ser insignificante en el vasto Universo). Pero también en

estos aforismos admite que hay algo que no puede explicarse desde el hombre mismo:

el amor, que sería incomprensible desde una perspectiva puramente limitada a la

Naturaleza y requiere una explicación de otro orden y más profunda.

346. El pensamiento constituye la grandeza del hombre.

347. El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una

caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una

gota de agua bastan para matarlo. Pero aun cuando el universo le aplastara, el hombre

sería todavía más noble que lo que le mata, porque sabe que muere y lo que el universo

tiene de ventaja sobre él; el universo no sabe nada de esto.

Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento. Por aquí hemos de

levantarnos, y no por el espacio y la duración que no podemos llenar. Trabajemos, pues,

en pensar bien: he aquí el principio de la moral.

207

348. Caña pensante. -No es en el espacio donde debo buscar mi dignidad, sino en el

arreglo de mi pensamiento. No poseería más aunque poseyera tierras: por el espacio, el

universo me comprende y me devora como un punto; por el pensamiento, yo lo

comprendo.

794: Todos los cuerpos juntos y también todos los espíritus juntos y también todas sus

producciones no merecen el menor gesto de caridad. Ésta es de un orden infinitamente

más elevado (...) De todos los cuerpos y espíritus no se podría conseguir un verdadero

gesto de caridad; es imposible y de otro orden, sobrenatural. xxvii

Fundamentación de la metafísica de las costumbres

Immanuel Kant

Nos encontramos con uno de los textos más importantes para reflexionar el tema

de la dignidad de la persona humana: el escrito de Kant titulado Fundamentación de la

metafísica de las costumbres. Esta obra está dedicada a identificar el principio supremo

de la moralidad, que Kant expresa con el “imperativo categórico”, es decir, con un

mandato incondicionado, que nos viene dado por la razón, y que permite distinguir lo

moralmente bueno de aquello que es éticamente malo y prohibitivo. Dicho imperativo

categórico es sólo uno, pero puede expresarse de tres maneras o con tres formulaciones.

La que se recoge en el texto aquí antologado es la segunda fórmula, conocida como

“Fórmula de la Humanidad”. En ella, el filósofo alemán establece que sólo puede ser

buena aquella acción que trata a los seres humanos como fines y no solamente como

medios. Esta idea de la dignidad humana, fundada en la razón y la autonomía, impide

la instrumentalización de los seres humanos y ofrece un criterio de orientación moral. El

texto es sumamente fecundo y uno de los más importantes para una reflexión ética y

para la consideración de la dignidad humana, que está más allá de cualquier precio o

valor relativo.

Pero suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto,

algo que, como fin en sí mismo, pueda ser fundamento de determinadas leyes, entonces en

ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la

ley práctica.

Ahora yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí

mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas

sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres

racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin. Todos los objetos de las

209

inclinaciones tienen sólo un valor condicionado, pues si no hubiera inclinaciones y

necesidades fundadas sobre las inclinaciones, su objeto carecería de valor. Pero las

inclinaciones mismas, como fuentes de las necesidades, están tan lejos de tener un valor

absoluto para desearlas, que más bien debe ser el deseo general de todo ser racional el

librarse enteramente de ellas. Así, pues, el valor de todos los objetos que podemos obtener

por medio de nuestras acciones es siempre condicionado. Los seres cuya existencia no

descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, empero, si son seres

irracionales, un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en

cambio, los seres racionales llámense personas porque su naturaleza los distingue ya como

fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y,

por tanto, limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto del respeto). Éstos no son,

pues, meros fines subjetivos, cuya existencia, como efecto de nuestra acción, tiene un valor

para nosotros, sino que son fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia es en sí misma un

fin, y un fin tal, que en su lugar no puede ponerse ningún otro fin para el cual debieran

ellas servir de medios, porque sin esto no hubiera posibilidad de hallar en parte alguna

nada con valor absoluto; mas si todo valor fuero condicionado y, por tanto, contingente, no

podría encontrarse para la razón ningún principio práctico supremo.

Si, pues, ha de haber un principio práctico supremo y un imperativo categórico con

respecto a la voluntad humana, habrá de ser tal, que por la representación de lo que es fin

para todos necesariamente, porque es fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la

voluntad y, por tanto, pueda servir de ley práctica universal. El fundamento de este

principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así se representa

necesariamente el hombre su propia existencia, y en ese respecto es ella un principio

subjetivo de las acciones humanas. Así se representa, empero, también todo ser racional su

existencia, a consecuencia del mismo fundamento racional, que para mi vale13; es, pues, al

mismo tiempo un principio objetivo, del cual, como fundamento práctico supremo, han de

poder derivarse todas las leyes de la voluntad. El imperativo práctico será, pues, como

sigue: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier

otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio

(...) En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. Aquello que tiene

precio puede ser sustituido por algo equivalente, en cambio, lo que se halla por encima de

todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad.

Lo que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio

comercial, lo que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto gusto, es decir, a una

satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno, de nuestras facultades, tiene un

precio de afecto; pero aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo,

eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad.

La moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo;

porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines. Así, pues, la

moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad, es lo único que

posee dignidad. La habilidad y el afán en el trabajo tienen un precio comercial; la gracia, la

imaginación viva, el ingenio, tienen un precio de afecto; en cambio, la fidelidad en las

promesas, la benevolencia por principio (no por instinto), tienen un valor interior. La

naturaleza, como el arte, no encierra nada que pueda sustituirlas, caso de faltar, pues su

valor no consiste en los efectos que de ellas brotan, ni en el provecho y utilidad que

proporcionan, sino en los sentimientos morales, esto es, en las máximas de la voluntad,

que están prontas a manifestarse de esa suerte en acciones, aun cuando el éxito no las

favorezca. Esas acciones no necesitan que las recomiende ninguna disposición o gusto

subjetivo para considerarlas con inmediato favor y satisfacción; no necesitan de ninguna

tendencia o sentimiento inmediato; presentan la voluntad, que los realiza, como objeto de

un respeto inmediato, que no hace falta sino razón, para atribuir a la voluntad, sin que ésta

haya de obtenerla por halagos, lo cual fuera, en los deberes, una contradicción. Esta

apreciación da, pues, a conocer el valor de dignidad que tiene tal modo de pensar y lo aleja

infinitamente de todo precio, con el cual no puede ponerse en parangón ni comparación

sin, por decirlo así, menoscabar la santidad del mismo.

Y ¿qué es lo que justifica tan altas pretensiones de los sentimientos morales buenos o de la

virtud? Nada menos que la participación que da al ser racional en la legislación universal,

211

haciéndole por ello apto para ser miembro de un reino posible de los fines, al cual, por su

propia naturaleza, estaba ya destinado, como fin en sí mismo y, por tanto, como legislador

en el reino de los fines, como libre respecto de todas las leyes naturales y obedeciendo sólo

a aquéllas que él mismo da y por las cuales sus máximas pueden pertenecer a una

legislación universal (a la que él mismo se somete al mismo tiempo). Pues nada tiene otro

valor que el que la ley le determina. Pero la legislación misma, que determina todo valor,

debe por eso justamente tener una dignidad, es decir, un valor incondicionado,

incomparable, para el cual sólo la palabra respeto da la expresión conveniente de la

estimación que un ser racional debe tributarle. La autonomía es, pues, el fundamento de la

dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional. xxviii

Principios de una sociedad personalista

Emmanuel Mounier

Emmanuel Mounier (Grenoble, 1 de abril de 1905 - Châtenay-Malabry, 22 de

marzo de 1950) fue un filósofo cristiano atento sobre todo a la problemática social y

política. Fundador del movimiento personalista y de la revista Esprit.

Cerramos esta antología de textos antropológicos con la reflexión de Mounier

sobre cómo debe ser una civilización centrada en el valor absoluto de la persona.

Veremos cómo el padre del personalismo moderno aprovecha la tradición filosófica

para definir a la persona, para distinguirla del mero “individuo” y para plantear su

vocación a la entrega, el desprendimiento y la comunión con sus semejantes.

Una civilización personalista es una civilización cuyas estructuras y espíritu están

orientados a la realización como persona de cada uno de los individuos que la componen.

Las colectividades naturales son reconocidas en ella en su realidad y en su finalidad

propia, distinta de la simple suma de los intereses individuales y superior a los intereses

del individuo considerado materialmente. Sin embargo, tienen como fin último el poner a

cada persona en estado de poder vivir, como persona, es decir, de poder acceder al

máximum de iniciativa, de responsabilidad, de vida espiritual.

¿Qué es una persona?

Sería salimos de nuestro propósito querer dar de la persona, al comienzo de este

capítulo, una definición a priori. No se podría evitar el comprometer, con ello, estas

direcciones filosóficas o religiosas de las que hemos dicho que deberían ser separadas de

toda confusión, de todo sincretismo. Si se quiere una designación lo bastante rigurosa para

el fin que nos proponemos, diremos: ¿Qué es una persona?

Una persona es un ser espiritual constituido como tal por una forma de

subsistencia y de independencia en su ser; mantiene esta subsistencia mediante su

adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos en un

213

compromiso responsable y en una constante conversión; unifica así toda su actividad en la

libertad y desarrollo, por añadidura, a impulsos de actos creadores, la singularidad de su

vocación.

Por precisa que pretenda ser, no se puede tomar esta designación como una

verdadera definición. La persona, efectivamente, siendo la presencia misma del hombre su

característica última, no es susceptible de definición rigurosa. No es tampoco objeto de

una experiencia espiritual pura, separada de todo trabajo de la razón y de todo dato

sensible. Se revela, sin embargo, mediante una experiencia decisiva, propuesta a la libertad

de cada uno; no la experiencia inmediata de una sustancia, sino la experiencia progresiva

de una vida, la vida personal. Ninguna noción puede sustituida. A quien al menos no se

ha acercado, o ha comenzado esta experiencia, todas nuestras exigencias le son

incomprensibles y cerradas. En los límites que nos fija aquí nuestro campo, no podemos

más que describir la vida personal, sus modos sus caminos y hacer una llamada a ella.

Ante ciertas objeciones que se hacen al personalismo, es preciso admitir que hay gentes

que son «ciegas a la persona», como otras son ciegas a la pintura o sordas a la música, con

la diferencia de que éstos son ciegos responsables, en cierto grado, de su ceguera: la vida

personal es, en efecto, una conquista ofrecida a todos, y una experiencia privilegiada al

menos por encima de cierto nivel de miseria.

Digamos inmediatamente que a esta exigencia de una experiencia fundamental el

personalismo añade una afirmación de valor, un acto de fe: la afirmación del valor

absoluto de la persona humana. Nosotros no decimos que la persona del hombre sea el

Absoluto (aunque para un creyente, el Absoluto sea Persona y en el rigor del término no

sea más espiritual que personal). También pedimos que se tenga cuidado de no confundir

el absoluto de la persona humana con e! absoluto del individuo biológico o Jurídico (y

pronto veremos la diferencia infinita entre uno y otro). Queremos decir que, tal como la

designamos, la .persona es un absoluto respecto de cualquier otra realidad material o

social y de cualquier otra persona huérfana. Jamás puede ser considerada como parte de

un todo: familia, clase, Estado, nación, humanidad.

Ninguna otra persona, y con mayor razón ninguna colectividad. Ningún

organismo puede utilizarla legítimamente como un medio. Dios mismo en la doctrina

cristiana respeta su libertad, aunque la vivifique desde el interior: todo el misterio

teológico de la libertad v del pecado original reposa sobre esta dignidad conferida a la

libre elección de la persona. Esta afirmación de valor puede ser en algunos el efecto de una

decisión que no es ni más irracional ni menos rica de experiencia que cualquier otro

postulado de valor. Para el cristiano, se funge en la creencia de fe de que el hombre está

hecho a imagen de Dios, desde su constitución natural, y que está llamado a perfeccionar

esta imagen en una participación progresivamente más íntima en la libertad suprema de

los hijos de Dios. Si no se comienza por situar todo diálogo sobre la persona en esta zona

profunda de la, existencia, si nos limitamos a reivindicar las libertades públicas o los

derechos de la fantasía, se adopta una posición sin resistencia profunda, ya que entonces

se corre el riesgo de no defender más que privilegios del individuo, y es cierto que estos

privilegios deben ceder en diversas circunstancias en beneficio de una cierta organización

del orden colectivo.

Cuando hablamos de defender la persona, gustosamente se sospecha que

queremos restituir, bajo una forma vergonzosa, el viejo individualismo. Es, pues, hora de

distinguir con mayor precisión entre persona e individuo. Esta distinción nos lleva por su

propio peso a describir la vida personal del exterior al interior. Descubrimos en ella cinco

aspectos fundamentales.

Encarnación y compromiso: persona e individuo

Hemos dicho que no existe experiencia inmediata de la persona. Cuando intento,

por vez primera, encontrarme, lo hago ante todo difusamente en la superficie de mi vida y

es más bien una multiplicidad lo que se me aparece. Me vienen de mí imágenes imprecisas

y cambiantes que me dan por sobreimpresión actos dispersos, y veo circular en ellos los

distintos personajes, entre los cuales floto, en los cuales me distraigo o me escapo. Gozo

con complacencia y avaricia esta dispersión que es para mí una especie de fantasía

interior, fácil y excitante. Esta dispersión, esta disolución de mi persona en la materia, este

215

refugio en mí de la multiplicidad desordenada e impersonal, de la materia, objetos,

fuerzas, influencias las que me muevo, en primer término, llamaremos el individuo.

Pero sería erróneo imaginar la individualidad como este simple abandono pasivo

al flujo superficial de mis percepciones, de mis emociones y de mis reacciones. Existe en la

individualidad una exigencia más mordiente, un instinto de propiedad, que en el dominio

de sí mismo es lo que la avaricia para la verdadera posesión. Ofrece como actitud primera

al individuo que cede a ella, el envidiar, el reivindicar; el acaparar, el asegurar después,

sobre cada propiedad que ha logrado de esta forma, una fortaleza de seguridad y de

egoísmo para defenderla contra las sorpresas del amor.

Dispersión, avaricia, he aquí los dos signos de la individualidad. La persona es

señorío y elección, es generosidad Está, pues, en su orientación íntima, polarizada

justamente a la inversa del individuo.

Sin embargo, no se debería inmovilizar en una imagen espacial esta distinción

necesaria entre persona e individuo. Para hablar un lenguaje al que no atribuimos otro

valor que el de la comodidad, no existe, sin' duda, en mí un solo estado aislado que no esté

en cierto grado personalizado, ninguna zona donde mi persona no. Esté en cierto grado

individualizada o, lo que es lo mismo, materializada. En el límite, la individualidad es la

muerte y disolución de los elementos del cuerpo y la realidad espiritual. La persona

despojada de toda avaricia y recogida completamente De toda su esencia, sería asimismo

la muerte en otro sentido, en el Sentido cristiano, por ejemplo, del paso de la vida eterna,

polaridad, una tensión dinámica entre dos movimientos interiores, el uno de dispersión y

el otro de concentración. Es decir, que la persona, en el hombre, está sustancialmente

Encarnada, mezclada con su carne, aunque trascendiendo de ella, tan íntimamente -como

el vino se mezcla con el agua. De ello se deducen varias consecuencias importantes.

Ningún espiritualismo del Espíritu impersonal, ningún racionalismo de una idea

pura interesa al destino del hombre. Son juegos inhumanos de pensadores humanos.

Desconociendo la persona, aunque exalten al hombre, un día se estrellarán. No existe

tiranía más cruel que la que se realiza en nombre de una ideología.

La íntima involucración de la persona espiritual con la individualidad material

hace que primera dependa estrechamente de las condiciones impuestas a la segunda.

Somos los primeros en proclamar que el despertar de una vida personal no es posible,

fuera de las vías heroicas, más que a partir de un mínimo de bienestar y de segundad. El

mal más pernicioso del régimen capitalista y burgués no es hacer morir a los hombres, es

ahogar en la mayor, parte de ellos, por la miseria, o por el ideal pequeño burgués, la

posibilidad y hasta el gusto mismo de ser personas. El primer deber de todo hombre,

cuando los hombres por millones son separados de esta forma de la vocación humana, no

es salvar su persona (puesto que más bien piensa en una forma delicada de su

individualidad, al apartarse de ese modo), sino comprometerla en cualquier acción,

inmediata o lejana, que permita a estos proscritos hallarse de nuevo situados frente a su

vocación con un mínimo de libertad material. La vida de la persona, como se ve, no es una

separación, una evasión, una alienación, presencia y compromiso. La persona no es un

retiro interior, un dominio circunscrito en el que se acotase desde fuera mi actividad. Es

una presencia actuante en el volumen total del hombre, y toda su actividad está interesada

en ello. Taine y Bourget han creído descubrir al hombre concreto yuxtaponiendo un

dominio regido por una causalidad biológica o social al dominio de las actitudes morales o

de los actos propiamente humanos, estando los dos dominios, separada y recíprocamente,

determinados por una especie de causalidad mecánica. El realismo socialista para

restaurar contra este monstruo de dos caras la solidez del hombre encarnado, afirma una

universal autoridad y determinación de la materia. Vuelve a encontrar la encarnación de

la persona en el sentido de sus servidumbres materiales, sin renegar, por ello, de su

trascendencia en el individuo y en la materia. Únicamente él salva, a la vez, la realidad

viva del hombre y su verdad rectora.

Integración y singularidad: persona y vocación

217

Sin embargo, si bien es conveniente recordar las servidumbres de la persona, bases

necesarias de su desarrollo quien quiere hacer de ángel, hace de bestiales preciso no

olvidar que la persona está polarizada en el sentido opuesto de la individualidad. La

individualidad es dispersión, la persona es integración. El individuo encarnado es la cara

irracional de la persona, por donde le llegan sus alimentos oscuros y siempre más o menos

mezclados con la nada. Nosotros la tomamos en su esencia, no digamos por su aspecto

racional porque la palabra es ambigua), sino por su actividad inteligente y ordenadora. Es

sabido, en efecto, en qué manera incluso la individualidad biológica, mucho mejor

caracterizada, ya que' la individualidad física; es difícilmente determinable. El individuo

humano, animal superior, no es más que el encuentro azaroso y precario de un

conglomerado inestable, el soma, y de una continuidad difusa, el germen, ambos en

distintos grados sometidos a un medio del que nunca están separados por un contorno

preciso de fenómenos.

Saltemos al plano de la conciencia, por encima de la dispersión de mi

individualidad; si avanzo un poco, vienen hada mí lo que pueden aparecérseme como

bosquejos superpuestos de mi personalidad: personajes que yo represento, nacidos de la

vinculación de mi temperamento con mi capricho, que frecuentemente han permanecido

ahí o han vuelto a aparecer por sorpresa; persona es que yo fui, y que sobreviven por

inercia, o por cobardía; personajes que yo creo ser, porque los envidio, o los recito, o los

dejo imprimirse en mí por efecto de la moda; personajes que yo querría ser, y que me

aseguran una buena conciencia porque creo serios. Tan pronto uno como otro me

dominan: y ninguno me es extraño, porque cada uno aprisiona una llamarada del fuego

invisible que arde en mí; pero cada que me sirve de refugio contra este fuego más secreto

que iluminaría todas las pequeñas historias, que dispersaría todas las pequeñas avaricias.

Despojemos a los personajes, avancemos más profundamente.

He aquí mis deseos, mis voluntades, mis esperanzas, mis llamamientos. ¿Es ya éste

mi yo? Los unos, que se presentan bellamente, surgen de mí. Mis esperanzas, mis

voluntades, se me aparecen rápidamente como pequeños sistemas testarudos .y cerrados

contra la vida el abandono y el amor. Mis acciones en donde yo creo, por -fin,

encontrarme, he aquí que también se dedican a la elocuencia, y las mejores me parecen las

más extrañas, como si otras manos, en el último instante, hubieran sustituido a mis manos.

Un esfuerzo aún, y desato estos nudos resistentes para llegar a un orden más interior. Una

organización celular se dibuja, pero aún anárquica; unos centros de iniciativa pero todavía

desorientados y encubriendo una orientación más profunda. Esta unificación, progresiva

de todos mis actos, y mediante ellos, de mis personajes o de mis situaciones, es el acto

propio de la persona. No es una unificación sistemática y abstracta, es el descubrimiento

progresivo de un principio espiritual de vida, que no reduce lo que integra, sino lo que

salva, lo realiza al recrearlo desde el interior. Este principio creador; es lo que nosotros

llamamos en cada persona su vocación. Que no tiene como valor primario el de ser

singular, porque, aunque caracterizándole de manera única, acerca al hombre a la

humanidad de todos los hombres. Pero, al mismo tiempo que unificadora, es singular por

añadidura. El fin de la persona le es así, en cierto modo, interior es la búsqueda

ininterrumpida de esta vocación. De aquí que el fin de la educación no sea adiestrar al

niño para una función o amoldare a cierto conformismo sino el de madurarle y de armarle

(a veces, desarmarle) lo mejor posible para el descubrimiento de esta vocación que es su

mismo ser y el centro de reunión de sus responsabilidades de hombre.

Toda la estructura legal, política, social o económica no tiene otra misión última

que asegurar, en primer término, a las personas en formación la zona de aislamiento, de

protección, de juego y de ocio que le permitirá conocer en plena libertad espiritual esta

vocación; ayudarles sin violencia a liberarse de los conformismos y de los errores de

orientación finalmente, darles, mediante la disposición del organismo social- económico,

los medios materiales necesarios para conceder a esta vocación su máximum de

fecundidad. Es necesario precisar que esta ayuda es debida a todos sin excepción; que no

debería ser más que una ayuda discreta, que dejase al riesgo y a la iniciativa creadora todo

y el terreno necesario. La persona sola encuentra su vocación y hace su destino. Ninguna

otra persona, ni hombre, ni colectividad, puede usurpar esta carga. Todos los

219

conformismos privados o públicos, todas las opresiones espirituales, encuentran aquí su

condenación.

Superación: persona y desprendimiento

Una primera aproximación nos ha hecho definir a la persona como una vocación

unificadora. La expresión parece designar un modelo que nos es dado completamente

constituido como una cosa. Pero nosotros no experimentamos directamente la realidad

consumada de esta vocación.

Mi conocimiento de mi persona y su realización son siempre simbólicos e

inacabados.

Mi persona no es la conciencia que yo tengo de ella. Según las profundidades que

mi esfuerzo personal ha descubierto en esta conciencia, ella se une con los caprichos del

individuo, más profundamente, con los personajes que yo interpreto, más profundamente

aún con mis voluntades, mis acciones, más o menos orientadas, contra mi vocación. Si yo

llamo personalidad, no a la cara múltiple y sin cesar cambiante de la individualidad, sino

a esa construcción coherente que se presenta en cada momento como la resultante

provisional de mi esfuerzo de personalización, esto no es todavía mi persona, sino una

quiebra más o menos inestable de mi persona que ahí he encontrado. Integra los reflejos y

las proyecciones del individuo, los distintos personajes de los que me he encargado y las

más finas aproximaciones, a veces conscientes apenas, que cierto instinto agudo me da

sobre mi persona. Pero mi persona como tal, está siempre más allá de su objetivación

actual, supraconsciente y supratemporal, más amplia que las visiones que en tengo, más

interior que las construcciones que de ella intento.

Su realización, pues, lejos de ser esta crispación del individuo o de la personalidad

propietaria sobre sus riquezas adquiridas es, por el contrario, a consecuencia de esta

trascendencia (o, si quiere ser modesto en la expresión, de este «trascender») de la persona,

un esfuerzo constante de superación y de desprendimiento; por tanto, de renunciamiento,

de desposesión, espiritualización.

Llegamos aquí al proceso de espiritualización característico de' una ontología

personalista; es, al mismo tiempo, un proceso' de desposesión y un proceso de

personalización. No decimos interiorización, porque la palabra sigue siendo confusa, y no

indica cómo este desprendimiento conduce, por el contrario, a un más amplio poder de

compromiso y comunión. Se podría decir, con Berdiaeff, que vivir como una persona es

pasar continuamente de la zona en que la vida espiritual está objetivada, naturalizada

(esto es, del exterior al interior: las zonas de lo mecánico, de lo biológico, de lo social, de lo

psicológico, del código moral), a la realidad existencial del sujeto.

También aquí es preciso deshacerse de la ilusión de las palabras: el sujeto, en el

sentido en que lo usamos aquí, es el modo del ser espiritual; el racionalismo nos ha

acostumbrado durante demasiado tiempo a emplear en el lenguaje corriente subjetividad

como sinónimo de irrealidad. El sujeto es, a la vez, una determinación, una luz, una

llamada a la intimidad del ser un poder de trascendencia interior al ser. Lejos de

confundirse con el sujeto biológico, social o psicológico, disuelve continuamente sus

contornos provisionales para convocarles a reunirse, al menos a aproximarse en torno a

una significación siempre abierta. Bajo su impulso, la vida de la persona es, pues,

esencialmente una historia, y una historia irreversible.

Esta vida íntima de la Persona, vibrando en todos

Nuestros actos, es la que constituye el ritmo sólido de la existencia humana. Sólo

ella responde a las necesidades de autenticidad, de compromiso, de plenitud, que el

materialismo marxista y el naturalismo fascista pretenden establecer en las realizaciones

objetivas del hombre. Y es irreemplazable. «El error de los matemáticos -escribía Engels-

ha sido el creer que un individuo puede realizar por su propia cuenta lo que únicamente

puede hacer, toda la humanidad en su desarrollo continuo.» Afirmamos que el error del

marxismo y del fascismo es creer que la nación, o el Estado, o la Humanidad, puede y

debe asumir en su desarrollo colectivo lo que únicamente puede y debe asumir cada

persona humana en su desarrollo personal.

221

La experiencia fundamental' que tenemos de esta realidad personal es la de. un

destino desgarrado: destino trágico o, como se ha dicho, de una situación límite. La

inquietud, la movilidad, no son valores en sí.

Pero a fuerza de desconcertar nuestros pactos, nuestras prudencias, nuestras

astucias, nos revelan que, para nuestro tormento, nuestras manos no tienen ningún

remedio, que no encontraremos la tranquilidad ni en la abundancia de los deseos

contradictorios, ni siquiera en una ordenación que no hará más que empujamos más

adelante.

El sacrificio, el riesgo, la inseguridad, el desgarramiento, la desmesura, son el

destino ineluctable de una vida personal. Mediante ellos, la debilidad, que algunos

llamarán el pecado, ocupan nuestra experiencia común.

Con ellos, el dolor está inviscerado en el corazón de nuestro humanismo. Este dolor

no tiene lugar ni en un universo de la pura razón ni en un universo científico, y, sin

embargo, él es, vinculado al sacrificio, la prueba soberana de toda experiencia, Debemos

luchar contra cualquier injusticia, contra cualquier desorden que le abra la puerta.

Debemos prohibimos todo comercio mórbido. Con él, y esa tentación fácil contra la

Alegría, que identifica lo espiritual y lo atormentado. Pero sabemos que continúa

indomable, porque está clavado en el corazón de nuestra Persona, más allá de nuestros

estados psicológicos y de nuestra conciencia. Ahí coincide la presencia de la muerte.

Reconocemos a los nuestros en los que no sucumben a la tentación de la dicha. No menos

los reconocemos, y esto no es contradictorio con lo anterior, en aquellos que aman la

Alegría, la plenitud e incluso, si les es dada, esta serenidad que es una paz deslumbrante y

fecunda. Ni optimistas, ni mediocres. Ni avaros de posesiones, ni turbulentos de gozos.

Pero generosos con todo lo que es generoso, sin estimar que sea pagano el estar ávido de la

singularidad de los hombres y de la belleza de las cosas, al mismo tiempo que de la verdad

amada por sí misma. Y buscando cualquier luz de la que aporte un orden vivo, una

gratuidad distraída y liberal a la abundancia del mundo y de su corazón a1mundo, de la

Persona no es, como escribe con suficiencia un joven comunista, aquel que el hombre

alcanza cuando ha envejecido, cuando ha abandonado y dominado sus deseos. No es un

universo aburrido y un tanto solemne. Mucho menos aún es esta carrera desesperada

hacia la Nada que quieren ver en él los que no han oído hablar del personalismo más que

por los artículos de la prensa sobre Kierkegaard. Es resplandor y superabundancia, es

esperanza.

Contra el mundo sin profundidad de los racionalismos, la Persona es la protesta

del misterio. Pero cuidado con entenderlo mal. El misterio no es lo misterioso, ese

decorado de cartón donde se complace cierta vulgaridad vanidosa compuesta de

impotencia intelectual, de necesidad fácil de singularidad y de un horror sensual a la

firmeza. No es la complicación de las cosas mecánicas. No es lo raro y lo confidencial, o la

ignorancia provisionalmente consagrada. Es la presencia. Tan trivial, tan universal como la

Poesía, a la que con más gusto se abandona. Es en mí donde yo lo conozco más puramente

que en otro sitio, en la cifra indescifrable de mi singularidad, porque ahí se revela como un

centro positivo de actividad y de reflexión, no sólo como un núcleo de negaciones y de

ocultamientos. Reconocemos a los nuestros en que tienen sentido del misterio, esto es, de

lo que hay por debajo de las cosas, de los hombres y del lenguaje que les acerca. En

definitiva, vino cuando el misterio a su debilidad, en que son humildes; en que no se

hacen los listos.

Este esfuerzo de trascendencia personal constituye la cualidad misma del hombre.

Distingue a los hombres entre ellos, no sólo por la singularidad de sus vocaciones

inconmensurables, sino, sobre todo, por esta cualidad interior que da a cada uno, y

que selecciona a los hombres, mucho más allá de sus herencias, de sus talentos o de su

condición, en el corazón mismo de su existencia; Así restituida desde el interior, la persona

no tolera ninguna medida material o colectiva. que es siempre una medida impersonal. En

este sentido podría decirse del individualismo personalista con palabras peligrosamente

desviadas por el uso, que es anti-igualitario o aristocrático.

Pero sólo en este sentido. Poseyendo cada persona a nuestros ojos un precio

inestimables para nosotros, los cristianos, un precio infinito, existe entre ellas una especie

223

de equivalencia espiritual que prohíbe en absoluto a cualquiera de ellas el tomar a las

demás como medio, o clasificarlas según la herencia, el mejor y la condición, En este

sentido, nuestro personalismo es un anti-aristocratismo fundamental, que no excluye en

abso1uto las organizaciones funcionales, pero las rechaza a su plano, y defiende a sus

beneficiarios contra dos tentaciones unidas: la de ejercer el abuso sobre si y la de abusar de

los demás. Prácticamente, esta actitud nos conduce a temer en toda organización, en todo

régimen, al mismo tiempo que una cristalización de los engranajes, una ruptura,, total

entre dirigentes y dirigidos, una transformación automática de la función en casta. Ciertas

instituciones deberán prevenir estos defectos constitucionales de todo gobierno de los

hombres, separando el privilegio de la responsabilidad, y velando de forma permanente

por la flexibilidad de los organismos sociales.

El personalismo rechaza, pues, a la vez, un aristocratismo que no diferenciase a los

hombres más que según la apariencia, y un democratismo que Ignorase su principio

íntimo de libertad y de singularidad. Son dos formas de materialización, de objetivación,

de la vida personal. El personalismo ofrece la perspectiva de lo que son las deformaciones

opuestas.

Libertad: persona y autonomía

El mundo de las relaciones objetivas y del determinismo el mundo de la ciencia

positiva, es, a la vez, el modo más impersonal, el más inhumano y el más alejado de la

existencia. La persona no encuentra en él sitio alguno porque, en la perspectiva que ese

mundo tiene de la realidad no cuenta para nada una nueva' dimensión que la persona

introduce en el mundo: la libertad. Hablamos aquí de libertad espiritual. Es preciso

distinguirla cuidadosamente de la libertad del liberalismo burgués.

Los regímenes autoritarios tienen por costumbre afirmar que ellos defienden contra

el liberalismo la verdadera libertad del hombre, cuyo acto propio no es la posibilidad de

suspender sus actos o de negarse indefinidamente, sino de adherirse.

Tienen razón en que .el liberalismo, vacío de toda fe, ha trasladado el valor de la

libertad, de su fin, a los modos de su ejercicio. Por ello, le parece que la espiritualidad del

acto libre no es el darse un fin, ni incluso elegirlo, sino el estar al borde de la elección,

siempre disponible, siempre suspendido y nunca comprometido el concluir, en el actuar,

ve la suprema grosería.

La condición esclavizada de la persona, sobre la que el marxismo ha llamado la

atención, ha dividido embargo, a los hombres en dos clases en cuanto al ejercicio de la

libertad espiritual. Los unos suficientemente liberados de las necesidades de la vida

material para dar u ofrecerse el lujo de esta disponibilidad, hacían de él una forma de su

ocio, llena de mucha complacencias totalmente desprovistas de amor. Los otros, a los que

se les dejaba ver otra cara de la libertad más que las libertades políticas, recibían el

simulacro de ellas un régimen que les quitaba poco a poco toda eficacia retiraba

disimuladamente a sus beneficiarios la libertad material que les hubiese permitido el

ejercicio de una auténtica libertad espiritual.

Los fascismos y el marxismo tienen razón al despreciar en esta forma de libertad

un poder de ilusión y de disolución. La libertad de la persona es la liberta de descubrir por

sí misma su vocación y de adoptar libremente los medios de realizada. No es una libertad

de abstención, sino una libertad de compromiso. Lejos de excluir toda coacción material,

implica en el seno desde ejercicio las disciplinas que son la condición misma de su,

madurez. Impone igualmente, en el régimen social y económico, todas las coacciones

materiales necesarias cada vez que, a favor de condiciones históricas dadas, la libertad

material dejada a las personas o los grupos cae en la esclavitud o coloca en situación de

inferioridad a alguna otra persona. Ya es decir bastante que la reivindicación de un

régimen de libertad espiritual no tiene solidaridad ninguna con la defensa de los fraudes a

la libertad y de las opresiones secretas con las cuales la anarquía liberal ha infectado el

régimen político y social de las democracias contemporáneas. Pero cuando más necesarias

son estas precisiones tanto más importa el denunciar este primario y burdo descrédito en

el que algunos intentan hoy arrojar a la libertad, solidariamente con el liberalismo

agonizante. La libertad de la persona es adhesión. Pero esta adhesión lo es propiamente

personal más que si es un compromiso consentido y renovado en una vida espiritual

liberadora, o la simple adherencia obtenida por la fuerza o por el entusiasmo a un

225

conformismo público. Paralizar la anarquía en un sistema totalitario rígido, no es

organizar la libertad.

La persona no puede, pues, recibir desde fuera ni la libertad espiritual ni la

comunidad. Todo lo que puede hacer y todo lo que un régimen institucional debe hacer,

por la persona es nivelar ciertos obstáculos exteriores y favorecer ciertas vías. A saber:

1. Desarmar cualquier forma de opresión de las personas.

2. Establecer, alrededor de la persona, un margen de independencia y de vida

privada que asegure a su elección una materia, cierto juego y una garantía en la red de las

presiones sociales.

3. Organizar todo el aparato social sobre el principio de la responsabilidad

personal, hacer actuar en él los automatismos en el sentido de una mayor libertad ofrecida

a la elección de cada uno. Se puede así llegar a una liberación principalmente negativa del

hombre. La verdadera libertad espiritual corresponde exclusivamente a caga: uno

conquistada. No se puede confundir, sin caer en la utopía, la minimización de las tiranías

materiales con el «Reinado de la libertad».

Comunicación, persona y comunidad

Decimos que el individuo y la personalidad, aspectos objetivos y materializados de

la persona, tienen como móvil principal unos, sentimientos de reivindicación y de

propiedad. Ellos se complacen en su seguridad, desconfían de lo extraño, se niegan. No

basta, pues, con haber salido de la dispersión del individuo para alcanzarla persona. Una

«personalidad» a la que se haya rehecho una sangre y un rostro, un hombre al que se haya

vuelto a poner en pie, del que se haya tensado su actividad, puede que no ofrezca más que

un alimento mayor y una mayor energía a su avaricia.

Dos caminos se abren, efectivamente, al salir del individualismo a la obra ambigua

de nuestra personalización. Uno conduce a la apoteosis de la «personalidad», a unos

valores que van de abajo a arriba, de la agresividad a la tensión heroica. El héroe es su

culminación suprema. Se podrían distinguir aquí varias ramificaciones: estoica,

nietzscheana, fascista.

El otro conduce a los abismos de la persona auténtica, que no se encuentra más que

dándose, y nos introduce en los misterios del Ser. El santo está al final de esta vía, como el

héroe está al final de la primavera.

Integra también el heroísmo y la violencia espiritual, pero transfigurados: digamos que es

la vía de quien valora, ante todo, a un hombre por su sentido de las presencias reales, por

su capacidad de recepción y de donación. Nos encontramos en el corazón de la paradoja

de la persona. Es el lugar donde la tensión y la pasividad, el tener y el don se entrecruzan,

luchan y se responden. Basta con habernos inclinado sobre estos abismos y haber señalado

su lugar. Sobre las realidades últimas que pueden encontrarse en ellos, la manera como

pueden sellar todo el edificio que acabamos de describir, distintos sistemas de

pensamiento que deben realizar un combate común a favor de la organización

personalista de la ciudad de los hombres, aportan profesiones distintas que no son ya de la

incumbencia de esta ciudad. Encontramos, pues, la comunión inserta en el corazón mismo de la

persona, integrante de su misma existencia.xxix

227

Fuentes:

i http://www.filosofia.org/cla/pla/azc01117.htm (diciembre de 2011)

ii http://www.filosofia.org/cla/pla/azc05019.htm (diciembre de 2011)

iii http://www.aquinasonline.com/Magee/da2-512.htm (diciembre de 2011)

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vi http://www.mediafire.com/?tkwuwdiyzim (diciembre de 2011) vii

García López, Jesús, Doctrina de Santo Tomás sobre la verdad, Pamplona: EUNSA, 1967. pp. 165 – 160. viii

Ibid. pp. 180 – 182. ix

http://hjg.com.ar/sumat/a/c16.html#a6 (diciembre de 2011) x

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Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, Traducción y notas de Roberto R. Aramayo, Barcelona: Círculo de Lectores, 2003. pp. 197-200 xvii

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Isaiah Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, Madrid: Alianza, 2000. pp. 81 – 94. xx

Maurice Blondel, La acción, Traducción y notas de Juan María Isasi y César Izquierdo, Madrid: BAC, 1996. pp. 399-401. xxi

http://es.wikisource.org/wiki/Cartas_a_Lucilio_-_Carta_11 Traducción del latín y notas por Antonius Djacnov (2009). Consulta: diciembre de 2011. xxii

http://www.paginasobrefilosofia.com/html/repu4.html#Textoa (diciembre de 2011) xxiii

Aristóteles, Ética NIcomaquea, Traducción y Notas de Antonio Gómez Robledo, México: UNAM, 1983. Libro VII, capítulo 6. xxiv

Traducido por Margarita Mosquera. Para descargar de Internet: Biblioteca Nueva Era

Rosario – Argentina Adherida al Directorio Promineo. FWD: www.promineo.gq.nu xxv

Paul Ricoeur, Caminos del reconocimiento, Traducción de Agustín Neira, Madrid: Trotta, 2005. Texto “La promesa”. xxvi

http://hjg.com.ar/sumat/a/c29.html#a1 (diciembre de 2011) xxvii

http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/03698408677936517554480/p0000002.htm#I_4_ (diciembre de 2011) xxviii

http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/fundamentacion-de-la-metafisica-de-las-costumbres--0/html/ (diciembre de 2011) xxix

Emmanuel Mounier, El personalismo. Antología esencial, Salamanca: Sígueme, 2002. “Principios de una sociedad personalista”

NOMBRE DE LA ASIGNATURA

PERSONA Y SOCIEDAD

CICLO

CLAVE

HUM 002

OBJETIVO(S) GENERAL(ES) DE LA ASIGNATURA

Al finalizar el curso el alumno(a): Contará con una visión filosófica del hombre que le permita fundamentar argumentativamente: la

capacidad de alcanzar la verdad y el bien, la irreductibilidad de la vida humana a sus componentes

materiales, la conveniencia de una adecuada formación del carácter y la necesidad de la apertura a

las demás personas y a la trascendencia.

TEMAS Y SUBTEMAS 1. Introducción: ¿Qué es el ser humano? El alumno comprenderá el objeto formal de la antropología filosófica, sus relaciones con otras disciplinas y accederá a un panorama de su desarrollo histórico. Contará, además, con elementos para una crítica razonada de las posturas reduccionistas ante el ser humano y podrá argumentar filosóficamente sobre la correcta concepción de las relaciones entre lo material y lo espiritual en el hombre. 1.1 La pregunta por el ser del hombre

1.2 La antropología filosófica y sus relaciones con la historia, la ética, la antropología teológica y la

filosofía social. 1.3 Diversas aproximaciones al ser humano:

1.3.1 Antropologías materialistas y animistas

1.3.2 Antropologías dualistas

1.3.3 Antropologías hilemorfistas

1.3.4 Antropologías trascendentales

2. Inteligencia y verdad

El alumno distinguirá los diversos niveles de conocimiento y reconocerá la fundamentación de la

verdad en el ser de las cosas, lo cual le permitirá una reflexión crítica sobre el relativismo, el

fundamentalismo y los presupuestos filosóficos del diálogo racional. Podrá reconocer también a la

inteligencia como índice de la espiritualidad y la inmortalidad del alma humana. 2.1 Niveles del conocimiento: sensación, experiencia, técnica, ciencia, sabiduría.

2.2 La verdad como objeto del conocimiento intelectual: 2.2.1 El dilema entre relativismo y fundamentalismo

2.2.2 Definición de la verdad y analogía de la verdad. Verdad téorica y verdad práctica.

2.2.3 El criterio de verdad y la flexibilidad metodológica.

2.2.4 Estados subjetivos de la inteligencia frente a la verdad. 2.2.5 Diálogo racional y pluralismo frente a la verdad

2.3 La inteligencia reflexiva como índice de espiritualidad y como argumento hacia la inmortalidad del

alma.

3. Voluntad y autodeterminación El alumno comprenderá la diferencia entre los apetitos sensibles y la voluntad, el carácter reflexivo

de esta última y las condiciones para su formación adecuada. Contará con elementos teóricos y

capacidades argumentativas para una reflexión crítica sobre los diversos tipos de determinismo.

Será capaz de plantear la libertad, no meramente como liberación de todo vínculo sino como

capacidad de proyecto y de compromiso, y comprenderá por tanto que la libertad no se opone a

conceptos como el de responsabilidad, sino que los presupone e implica. 3.1 Los apetitos sensibles y la voluntad

3.2 Las relaciones entre inteligencia y voluntad.

3.3 Debate sobre el determinismo:

3.3.1 Determinismos físico-biológicos

3.3.2 Determinismos psicológicos

3.3.3 Determinismos históricos

3.3.4 Determinismos socio-económicos

3.3.5 Determinismos teológicos

3.4. Libertad negativa y positiva (libertad, responsabilidad, autonomía)

3.5 La dinámica de la voluntad hacia la trascendencia

4. Afectividad y carácter

El alumno podrá distinguir los distintos elementos que confluyen en la configuración afectiva del ser

humano (el corporal, el psicológico, el temperamental, el caracterológico, el moral) y reconocerá la

necesidad de una formación de la afectividad a partir de la verdad y el bien (reconocidos por

inteligencia y voluntad, respectivamente). Contará también con elementos para relacionar la búsqueda

humana de una respuesta a la identidad personal con la vocación a la trascendencia, que hace posible el

sentido de la existencia humana de modo pleno. 4.1 Afectividad y corporalidad (el temperamento)

4.2 Afectividad y autodominio (el carácter)

4.3 Unidad psíquica y personalidad del ser humano

4.3.1 La interioridad y la búsqueda de trascendencia

4.3.2 La identidad narrativa: el perdón y la promesa en el relato de la propia vida

5. Persona y trascendencia El alumno accederá al significado del concepto de “persona”. Comprenderá cómo el ser personal fundamenta la dignidad y los derechos del hombre: podrá argumentar la irreductibilidad de la persona humana a lo meramente material, mecánico o a la condición de medio o instrumento, y entenderá también cómo el acto de ser personal supone siempre intersubjetividad, comunidad y capacidad de autodonación. 5.1 Sustancia, naturaleza y persona.

5.2 Las facultades específicamente humanas como espirituales.

5.3 Ser personal y experiencia de la dignidad

5.4 Persona y personas: el yo con y para los otros. Autodonación

ACTIVIDADES DE APRENDIZAJE

Investigación bibliográfica, documental o vía electrónica sobre temas específicos.

Lectura y análisis de los textos sugeridos

Trabajos de investigación o ensayos sobre el tema

Exposición del profesor

EVALUACIÓN

Dos exámenes parciales 50%

Un examen final 50%

CLAVE: HUM 002