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CUENTOS PARA CADA SEMANA El pez que no quería ir al colegio ¡Qué gran susto se llevó el pez Tris por no gustarle ir a la escuela y no saber leer! El burro Orejas, después de unos laboriosos años de trabajo, gozaba de un buen merecido descanso. Pero tan acostumbrado estaba a trabajar que no podía estar sin hacer nada. Paseando un día a la orilla del río tuvo una brillante idea: -Eso es, cada día vendré al río a pescar y así me distraeré. Y desde entonces, sentado sobre el viejo puente que cruzaba el río, el burro Orejas lanzaba el anzuelo al río y esperaba a que los peces picaran. ¡Qué emoción al sentir el tirón dado por el pez y luego la anhelada espera de tirar del hilo hasta ver el pez agitándose al extremo del anzuelo! Pero lo que era ocasión de alegría para el burro, lo era de tristeza para los peces que vivían en el río. Al ver cómo él burro Orejas iba capturándolos, se reunieron todos para encontrar el modo de librarse de él . Después de mucho cavilar decidieron poner en el lugar donde siempre pescaba el burro Orejas, debajo del puente, un letrero con la inscripción con letras bien grandes: «¡Atención! ¡Peligro! ¡Aquí pesca Orejas! No comáis ningún gusano.» Desde aquel día, Orejas no comprendía por qué no cogía ya ningún pez. Y se rascaba, pensativo la cabeza pensando en el extraño misterio. El pececito Tris, al salir de casa, en lugar de ir a la escuela, solía dar grandes paseos por todos los recovecos del río. Era más emocionante nadar de un lado para otro que estar en clase, sentado, dibujando, escribiendo, contando. Y claro está, nunca iba a la escuela y no sabía leer. Un día en una de sus correrías aventureras llegó debajo del puente, al lugar donde los peces habían puesto el gran letrero. Tris lo vio ¿Por qué habrán puesto aquí esto? ¿qué dirán estas letras? En este momento su atención se vio atraída por un delicioso gusano que se columpiaba en el agua. 1

Un Cuento Para Cada Semana

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CUENTOS PARA CADA SEMANA

El pez que no quería ir al colegio

¡Qué gran susto se llevó el pez Tris por no gustarle ir a la escuela y no saber leer! El burro Orejas, después de unos laboriosos años de trabajo, gozaba de un buen merecido descanso.

Pero tan acostumbrado estaba a trabajar que no podía estar sin hacer nada. Paseando un día a la orilla del río tuvo una brillante idea:

-Eso es, cada día vendré al río a pescar y así me distraeré.

Y desde entonces, sentado sobre el viejo puente que cruzaba el río, el burro Orejas lanzaba el anzuelo al río y esperaba a que los peces picaran.

¡Qué emoción al sentir el tirón dado por el pez y luego la anhelada espera de tirar del hilo hasta ver el pez agitándose al extremo del anzuelo!

Pero lo que era ocasión de alegría para el burro, lo era de tristeza para los peces que vivían en el río. Al ver cómo él burro Orejas iba capturándolos, se reunieron todos para encontrar el modo de librarse de él .

Después de mucho cavilar decidieron poner en el lugar donde siempre pescaba el burro Orejas, debajo del puente, un letrero con la inscripción con letras bien grandes:

«¡Atención! ¡Peligro! ¡Aquí pesca Orejas! No comáis ningún gusano.»

Desde aquel día, Orejas no comprendía por qué no cogía ya ningún pez. Y se rascaba, pensativo la cabeza pensando en el extraño misterio. El pececito Tris, al salir de casa, en lugar de ir a la escuela, solía dar grandes paseos por todos los recovecos del río. Era más emocionante nadar de un lado para otro que estar en clase, sentado, dibujando, escribiendo, contando.

Y claro está, nunca iba a la escuela y no sabía leer.

Un día en una de sus correrías aventureras llegó debajo del puente, al lugar donde los peces habían puesto el gran letrero.

Tris lo vio ¿Por qué habrán puesto aquí esto? ¿qué dirán estas letras? En este momento su atención se vio atraída por un delicioso gusano que se columpiaba en el agua.

-¡Bocado exquisito - pensó Tris.

Y abría su boca para tragárselo cuando, de pronto, ¡zas! El viejo puente sobre el que se sentaba Orejas se derrumbó y éste se vio sumergido en el agua. Mal lo pasó. Pero pudo ver el letrero de peligro que los peces habían puesto. Y cómo era viejo y le resultaba difícil salir del agua porque los huesos le pesaban mucho, los peces, compadecidos de él. le ayudaron a salir.

El burro Orejas les prometió que nunca más iría a pescar. Y los peces le pidieron que se acercara a la orilla, y él y ellos hablarían contándose cosas.

Tris recibió un soberano susto al ver lo cerca que estuvo de morir pescado por no saber leer y ya nunca más dejó de ir a la escuela. Y ¿Sabéis?, llegó a comprender que ir a clase era tan emocionante como pasear a lo ancho y largo del río.

(Cuento sudamericano)

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La gallina roja

Había una vez una gallina roja llamada Marcelina, que vivía en una granja rodeada de muchos animales. Era una granja muy grande, en medio del campo. En el establo vivían las vacas y los caballos; los cerdos tenían su propia cochiquera. Había hasta un estanque con patos y un corral con muchas gallinas. Había en la granja también una familia de granjeros que cuidaba de todos los animales. Un día la gallinita roja, escarbando en la tierra de la granja, encontró un grano de trigo. Pensó que si lo sembraba crecería y después podría hacer pan para ella y todos sus amigos. -¿Quién me ayudará a sembrar el trigo? - les preguntó. - Yo no dijo el pato. - Yo no dijo el gato. - Yo no dijo el perro. - Muy bien, pues lo sembraré yo dijo la gallinita. Y así, Marcelina sembró sola su grano de trigo con mucho cuidado. Abrió un agujerito en la tierra y lo tapó. - Pasó algún tiempo y al cabo el trigo creció y maduró, convirtiéndose en una bonita planta. -¿Quién me ayudará a segar el trigo? - preguntó la gallinita roja. - Yo no dijo el pato. - Yo no dijo el gato. - Yo no dijo el perro. - Muy bien, si no me queréis ayudar, lo segaré yo exclamó Marcelina. Y la gallina, con mucho esfuerzo, segó ella sola el trigo. Tuvo que cortar con su piquito uno a uno todos los tallos. Cuando acabó, habló muy cansada a sus compañeros: -¿Quién me ayudará a trillar el trigo? - Yo no dijo el pato. - Yo no dijo el gato. - Yo no dijo el perro. - Muy bien, lo trillaré yo. Estaba muy enfadada con los otros animales, así que se puso ella sola a trillarlo. Lo tri-turó con paciencia hasta que consiguió separar el grano de la paja. Cuando acabó, volvió a preguntar: -¿Quién me ayudará a llevar el trigo al molino para convertirlo en harina? - Yo no dijo el pato. - Yo no dijo el gato. - Yo no dijo el perro. - Muy bien, lo llevaré y lo amasaré yo contestó Marcelina. Y con la harina hizo una hermosa y jugosa barra de pan. Cuando la tuvo terminada, muy tranquilamente preguntó: - Y ahora, ¿quién comerá la barra de pan? - volvió a preguntar la gallinita roja. -¡Yo, yo! dijo el pato. -¡Yo, yo! dijo el gato. -¡Yo, yo! dijo el perro. -¡Pues no os la comeréis ninguno de vosotros! contestó Marcelina-. Me la comeré yo, con todos mis hijos. Y así lo hizo. Llamó a sus pollitos y la compartió con ellos. Popular

Los siete cabritillos y el lobo

Era una cabra que tenía siete cabritos. Un día llamó a sus hijos y les dijo: - Voy al bosque a buscar comida para vosotros. No abráis la puerta a nadie. Tened cuidado con el lobo; tiene la voz ronca y las patas negras. Es malo y querrá engañaros. Los cabritos prometieron no abrir a nadie y la cabra salió. Al poco rato llamaron: ¡Tan! ¡Tan! Abrid, hijos míos, que soy vuestra madre.

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- No. No queremos abrirte. Tienes la voz muy ronca. Tú no eres nuestra madre, eres el lobo. El lobo se marchó enfadado, pero no dijo nada. Fue a un corral y se comió una docena de huevos crudos para que se le afinara la voz. Volvió a casa de los cabritos y llamó. ¡Tan! ¡Tan! Abrid, hijos míos, que soy vuestra madre - dijo con una voz muy fina. - Enséñanos la pata. El lobo levantó la pata y los cabritos al verla dijeron: -No. No queremos abrirte. Tienes la pata negra. Nuestra madre la tiene blanca. Eres el lobo. El lobo se marchó furioso, pero tampoco dijo nada, fue al molino metió la pata en un saco de harina y volvió a casa de los cabritos. ¡Tan! ¡Tan¡ Abrid hijos míos, que soy vuestra madre. Los cabritos gritaron: - Enséñanos primero la pata. El lobo levantó la pata y cuando vieron que era blanca, como la de su madre, abrieron la puerta. Al ver al lobo corrieron a esconderse, muy asustados. Pero el lobo, que era más fuerte, se abalanzó sobre ellos y se los fue tragando a todos de un bocado. A todos, menos al más chiquitín que se metió en la caja del reloj y no lo encontró. Cuando la cabra llegó a casa vio la puerta abierta. Entró y todas las cosas estaban revueltas y tiradas por el suelo. Empezó a llamar a sus hijos y a buscarlos, pero no los encontró por ninguna parte. De pronto salió el chiquitín de su escondite y le contó a su madre que el lobo había engañado a sus hermanos y se los había comido. La cabra cogió unas tijeras, hilo y aguja, y salió de casa llorando. El cabrito chiquitín la seguía. Cuando llegaron al prado vieron al lobo tumbado a la orilla del río. Estaba dormido y roncaba. La cabra se acercó despacio y vio que tenía la barriga muy abultada. Sacó las tijeras y se la abrió de arriba abajo. Los cabritos salieron saltando. En seguida, la cabra cogió piedras y volvió a llenar la barriga del lobo. Después la cosió con la aguja y el hilo. Y cogiendo a sus hijos marchó a casa con ellos, muy de prisa, para llegar antes de que se despertase el lobo. Cuando el lobo se despertó tenía mucha sed y se levantó para beber agua. Pero las piedras le pesaban tanto que rodó y, cayéndose al río, se ahogó. (Perrault. Versión clásica recogida oralmente.)

La casita de chocolate

Dos hermanitos salieron de su casa y fueron al bosque a coger leña. Pero cuando llegó el momento de regresar no encontraron el camino de vuelta. Se asustaron mucho y se pusieron a llorar al verse solos en el bosque. Sin embargo, allá a lo lejos vieron brillar la luz de una casita y hacia ella se dirigieron. Era una casita extraordinaria. Tenía las paredes de caramelo y chocolate. Y como los dos hermanos tenían hambre se pusieron a chupar en tan sabrosa golosina. Entonces se abrió la puerta y apareció la viejecita que vivía allí, diciendo: Hermosos niños, ya veo que tenéis mucho apetito. Entrad, entrad y comed cuanto queráis. Los dos hermanitos obedecieron confiados. Pero en cuanto estuvieron dentro, la anciana cerró la puerta con llave y la guardó en el bolsillo, echándose luego a reír. Era una perversa bruja que se servía de su casita de chocolate para atraer a los niños que andaban solos por el bosque. Los infelices niños se pusieron a llorar, pero la bruja encerró al niño en una jaula y le dijo: - No te voy a comer hasta que engordes, porque estas muy delgado- Primero te cebaré bien. Y todos los días le preparaba platos de sabrosa comida. Mientras tanto a la niña la obligaba a trabajar sin descanso. Y cada mañana iba la bruja a comprobar si engordaba su hermanito, mandándole que le enseñara un dedo. Pero como tenía muy mala vista, el niño, que era muy astuto, le enseñaba un huesecillo de pollo que había guardado de una de las comidas. Y así la bruja quedaba engañada, pues creía que el niño no engordaba. - Sigues muy delgado decía -. Te daré mejor comida. Y preparaba nuevos y abundantes platos y era la niña la que se encargaba de llevarlos a la jaula llorando amargamente porque sabía lo que la bruja quería hacer con su hermano.

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Escapar de la casa era imposible, porque la vieja nunca sacaba la llave del bolsillo y no se podía abrir la puerta. ¿Cómo harían para escapar? Un día llamó la bruja a la niña y le dijo: - Mira, ya me he cansado de esperar porque tu hermano no engorda a pesar de que come mejor que un rey. Le preparo las mejores cosas y tiene los dedos tan flacos que parecen huesos de pollo. Así que vas a encender el fuego enseguida. La niña se acercó a su querido hermanito y le contó los propósitos de la malvada bruja. Había llegado el momento tan temido. La bruja andaba de un lado para otro haciendo sus preparativos. Como veía que pasaba el tiempo y la niña no había cumplido lo que le había mandado, gritó: ¿A qué esperas para encender el fuego? La hermana tuvo entonces una buena idea: - Señora bruja - dijo -, yo no sé encenderlo. - Pareces tonta - contestó la bruja -; tendré que enseñarte. Fíjate, se echa mucha leña, así. Ahora enciendes y soplas para que salgan muchas llamas. ¿Lo ves? Como estaba la bruja en la boca del horno, la niña le arrancó de un tirón las llaves que llevaba atadas a la cintura y, dando a la bruja un tremendo empujón, la hizo caer dentro del horno. Libre ya de la bruja, y usando las laves, abrió con gran alegría la puerta de la jaula y salieron los dos corriendo hacia el bosque. Se alejaron a todo correr de la casita de chocolate y cuando encontraron el camino de regreso a su casa lo siguieron y llegaron muy felices. (Hermanos Grimm)

Los tres cerditos y el lobo

Eran tres hermanos. Tres lindos cerditos músicos, que decidieron hacerse su casa junto al bosque. El primer cerdito, sin pensarlo mucho, hizo su casita de paja. Pero el malvado lobo, que vivía en el bosque, era muy envidioso. Llego cauteloso junto a la casita. Hinchó los pulmones y sopló con fuerza: ¡FFuuu FFF...! Y toda la casita se desmoronó mientras huía el cerdito. El segundo cerdito no hizo su casa de paja. La construyó con hierba fresquita del campo. Y al contemplarla tan bella se puso a cantar y a tocar la mandolina. Poco duró su alegría. Se acercó a la casa el lobo y sopló como la vez anterior: ¡FFuuu FFF...! La frágil casita se deshizo y el pobre cerdito huyó. Siguió adelante el malvado lobo y descubrió otra casa. Era la que el tercero de los cerditos se acababa de construir. "¡Bah!", pensó el lobo, "en cuanto sople sobre ella volará. Y me comeré a los tres cerditos. Los he visto encerrarse en la casa hace unos momentos". Sin embargo, por mucho que el lobo sopló y sopló hasta quedarse sin aliento, no pudo derribar la casita. ¿Cómo era posible esto? ¿Qué había ocurrido?. Pues que el tercer cerdito, más precavido que sus dos hermanos, había construido su casita con ladrillos y cemento. De suerte que así quedaban a salvo de los dientes tan afilados del lobo - Cerditos, ¿no me abrís la puerta? - gritó el lobo muy enfadado. Pues os comeré a pesar de ello, porque me voy a subir al tejado y entraré por la chimenea. ¡Menudo banquete me espera, señores cerditos! Entonces el tercer cerdito tuvo una feliz idea: - ¡Deprisa, hermanitos! Traed mucha leña y echémosla al fuego para que hierva en seguida el agua de la caldera. Ya noto que el lobo empieza a bajar por la chimenea. En efecto, el agua hirvió prontamente y el malvado lobo cayó en la caldera y murió abrasado, con lo cual pagó sus muchas fechorías. Entonces, nuestros tres cerditos bailaron, pues del feroz lobo se salvaron. (Cuento popular inglés)

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La ratita presumida

En un bonito pueblo había una casita que tenía fama por ser la más limpia y reluciente. En ella, vivía una simpática ratita que era muy, pero que muy presumida. Un día, mientras barría la puerta de su casa, la Ratita vio algo en el suelo: -¡Qué suerte, si es una moneda de oro! Me compraré una cinta de seda para hacerme un lazo. Entonces se fue a la mercería del pueblo y se compró el lazo más bonito. -Tra, lará, larita, limpio mi casita, tra, lará, larita, limpio mi casita cantaba la Ratita, mientras salía a la puerta para que todos la vieran. - Buenos días, Ratita dijo el señor Burro. Todos los días paso por aquí, pero nunca me había fijado en lo guapa que eres. - Gracias, señor Burro dijo la Ratita poniendo voz muy coqueta. - Dime, Ratita, ¿te quieres casar conmigo? - Tal vez - respondió la ratita -. Pero ¿cómo harás por las noches? -¡Hiooo, hiooo! bufó el burro soltando su mejor rebuzno. Y la Ratita contestó: -¡Contigo no me puedo casar, porque con ese ruido me despertarás! Se fue el Burro bastante disgustado, cuando, al pasar, dijo el señor Perro: -¿Cómo es que hasta hoy no me había dado cuenta de que eres tan requetebonita? Dime, Ratita ¿te quieres casar conmigo? - Tal vez, pero antes dime: ¿cómo harás por las noches? -¡Guauuu, guauuu!. -¡Contigo no me puedo casar, porque con ese ruido me despertarás! Mientras, un Ratoncito que vivía cerca de su casa y que estaba enamorado de ella veía lo que pasaba. Se acercó y dijo: -¡Buenos días, vecina! -¡Ah!, eres tú! dijo sin hacerle caso. -Todos los días estás preciosa, Pero hoy más. -Muy amable, pero no puedo hablar contigo porque estoy muy ocupada. Después de un rato pasó el señor Gato y dijo: -Buenos días, Ratita, ¿sabes que eres la joven más bonita? ¿Te quieres casar conmigo? -Tal vez dijo la Ratita-, pero ¿cómo harás por las noches? -¡Miauuu, miauuu! contestó con un dulce maullido. -¡Contigo me quiero casar, pues con ese maullido me acariciarás! El día antes de la boda, el señor Gato invitó a la Ratita a comer unas cuantas golosinas al campo, pero mientras preparaba el fuego la Ratita miró en la cesta para sacar la comida, y... -¡Qué raro!, sólo hay un tenedor, un cuchillo y una servilleta; pero ¿dónde está la comida? ¡La comida eres tú! dijo el Gato, y enseñó sus colmillos. Cuando iba a comerse a la Ratita, apareció el Ratoncito, que, como no se fiaba del Gato, los había seguido hasta allí. Entonces, cogió un palo de la fogata y se lo puso en la cola para que saliera corriendo. -Ratita, Ratita, eres la más bonita - le dijo el Ratoncito muy nervioso. ¿Te quieres casar conmigo? - Tal vez, pero ¿cómo harás por las noches? - Por las noches dijo él-, dormir y callar. - Entonces, contigo me quiero casar. Poco después se casaron y fueron muy pero que muy felices. Adaptación del cuento de los hermanos GRIMM

Alí Babá y los cuarenta ladrones

Hace mucho tiempo, en una ciudad de Persia, vivían dos hermanos: uno se llamaba Kasim y el otro Alí Babá. Ambos eran muy pobres. Kasim, que era el mayor, se casó con una mujer muy rica y se fue a vivir a uno de los palacios de la ciudad. En cambio, Alí Babá se quedó viviendo en una mísera cabaña. Ciento día de primavera caminaba Alí Babá por el campo cuando oyó un ruido de galope de caballos. Se oculto y vio a cuarenta jinetes armados que se detuvieron frente a una roca. Eran ladrones que iban a esconder lo que habían robado. De pronto uno de ellos, que parecía el jefe, gritó:

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-¡Ábrete, Sésamo! Al momento, la roca se abrió. Todos los jinetes entraron y la roca se cerró. Al cabo de un rato los ladrones salieron de la cueva. Alí Babá espero un buen rato. Luego caminó hasta la roca y repitió: -¡Ábrete, Sésamo! Y, ante su asombro, la roca se abrió y aparecieron grandes tesoros de oro, plata y joyas. -¡Qué maravilla! - exclamó Alí Babá -. Cogeré unas pocas riquezas, de forma que los ladrones no se den cuenta. Alí Babá no respiro tranquilo hasta que llegó a la ciudad. Pero en lugar de ir a su cabaña se alojó en una posada cómoda y limpia. Allí vivía Zulema, la hija del dueño, de la que estaba enamorado. Pero Kasim no tardó en enterarse y oliéndose algo raro fue a visitarle: -¿Cómo es que ahora vives en una posada si eres muy pobre? le preguntó. - Salud, hermano dijo Alí Baba, que, pese a todo, no le guardaba rencor por no ocuparse de él. -¿Es que no vas a contestar a mi pregunta? insistió Kasim. - Pues veras, he tenido un golpe de suerte dijo Alí Babá. Pero su hermano no le creyó y, como Alí Babá no sabía mentir al final le contó la verdad. Kasim, que era muy avaricioso, se fue a la cueva con todas sus mulas y al llegar allí grito: -¡Ábrete, Sésamo! La cueva se abrió y, tras pasar Kasim con sus mulas, volvió a cerrarse a sus espaldas. -¡Qué maravillas! - dijo al ver los tesoros -. Llenaré de riquezas los sacos y seré muy rico. Una vez que cargó las mulas, los nervios le jugaron una mala pasada. -¿Cuál era la palabra? - se preguntaba, cada vez más angustiado. ¿Avena, cebada, cuál? Y gritaba: -¡Avena, ábrete! ¡Arroz, ábrete! ¡Trigo, ábrete! - pero ninguna era la fórmula buena. En ese momento llegaron los ladrones. Al encontrar a Kasim en la cueva, quisieron matarle: -¡Por favor no me matéis! ¡Os diré quién me contó el secreto de vuestra cueva! Fue mí hermano Alí Babá; él es el verdadero culpable de todo. -¡De modo que hay más gente que lo sabe! Lo mejor será ir a la ciudad y matar a todos sus habitantes por sí acaso hay alguien más que conoce el secreto. Los ladrones se ocultaron en unas tinajas cargadas sobre las mulas de Kasim, entraron sin problemas en la ciudad. El jefe se dirigió a la posada donde vivía Alí Babá y llevó las mulas al establo. -A medianoche - dijo a sus bandidos - vendré y haré una señal para que salgáis y matéis a todos. Mientras, en la posada se quedaron sin aceite. Zulema, que había visto las tinajas, pensó que contenían aceite y que si cogía un poco no iba a pasar nada. Bajó a las cuadras. Uno de los ladrones, creyendo que se trataba del jefe, preguntó: - Jefe, ¿es hora de atacar? Ella se acercó a otras tinajas y escuchó lo mismo. Con mucho cuidado salió del establo y corrió a avisar a Alí Babá. Este bajó a las cuadras fingiendo la voz del jefe de los bandidos, dijo: - Un poco de paciencia, muchachos; hay un pequeño cambio de planes. Alí Babá sacó las mulas del establo y las llevó a los soldados del califa, que apresaron a los ladrones dentro de las tinajas. Entretanto, Zulema había puesto unos polvos en el vino del jefe para que se durmiera y no fue difícil apresarlo. -¡Ven conmigo! Le dijo Alí Babá a Zulema -. Quiero que veas una cosa. Y condujo a Zulema hasta la cueva. Allí estaba Kasim, que, a causa del miedo, había perdido la razón. -¡Esto es precioso! Exclamó Zulema al contemplar el oro y las joyas. Pronto se casaron y, gracias a los tesoros de la cueva, no les faltó de nada, y con gran parte del dinero se dedicaron a atender a los pobres para que pudieran ser felices como ellos lo fueron. Adaptación del cuento popular

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El flautista de Hamelin

Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas. Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía qué hacer para acabar con tan inquietante plaga. Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados. Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro a quien nos libre de los ratones". Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón en Hamelín". Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta. Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados.

Los hamelineses, al verse al fin libres de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche. A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la flauta?". Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas. Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente. Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico. Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista. Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron. En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza. Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía ciudad de Hamelín, donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño.

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El príncipe feliz

Sobre una columna muy alta, dominando toda la ciudad, se alzaba en la plaza la estatua del Príncipe Feliz. Estaba recubierta de oro; sus ojos eran dos zafiros azules, y un gran rubí rojo brillaba en la empuñadura de su espada. Una noche una golondrina decidió refugiarse entre los pies de la estatua, pero cuando metía la cabeza debajo del ala para dormir, le cayó encima una gota de agua, y luego otra. Miró para arriba y vio que el príncipe lloraba. -¿Por qué lloras? - le preguntó. - Porque veo todas las miserias que pasan en la ciudad. Ahora veo a una pobre costurera que vive en una casa pequeñita con su hijo que está muy enfermo y hambriento. ¡Por favor, golondrina! llévale el rubí de espada. Yo no puedo moverme de aquí. La golondrina arrancó el rubí y salió volando hacia la humilde casa de la costurera que se había quedado dormida de tanto trabajar y le dejó el rubí sobre la tela que estaba bordando. Cuando regresó a la estatua, el príncipe le dijo: Mira en la buhardilla de aquella casa tan alta, hay un joven escribiendo una obra de teatro para niños. No tiene con qué calentarse y se ha desmayado de hambre. Coge el zafiro de uno de mis ojos y entrégaselo. La golondrina tomó el zafiro y volando entre las chimeneas, tejados, torres y campanarios dejó la joya sobre la mesa del escritor. Cuando volvió en sí y la vio se puso muy contento, porque ya podía calentarse, comer y terminar la obra. La golondrina visitó el puerto y el barrio de pescadores regresando a los pies del príncipe. - Mira, golondrina - dijo el príncipe -, abajo en la plaza hay una niña muy pobre que vende cerillas, pero cruzar el puente ha tropezado con la acera y se le han caído las cerillas al río. Su padre la reñirá, si vuelve a casa sin dinero. Coge el zafiro del otro ojo y dáselo. La golondrina cogió el zafiro y pasando sobre la niña dejó caer en su mano. La niña corrió a su casa con aquel cristal tan precioso. El príncipe ya no podía ver. La golondrina pudo comprobar la miseria de que el príncipe la hablaba y cómo mientras los ricos vivían en grandes casas situadas en grandes avenidas y se divertían, los pobres vivían casas pequeñas y viejas, estaban tristes, bebían agua de las fuentes y apenas tenían qué comer. - Arranca el oro que cubre mi cuerpo y repártelo entre los pobres dijo el príncipe. La golondrina distribuyó las láminas de oro por los barrios más pobres de la ciudad, y sus habitantes daban gracias porque de nuevo podrían ir a las tiendas a comprar alimentos para sus hijos. Y la golondrina se quedó a vivir junto al príncipe, en la plaza, donde había unos hermosos jardines que regaban los chorros de unas grandes fuentes, para contarle lo feliz que había hecho a la gente más necesitaba.

El ratón de campo

El ratón de campo invitó a su primo el ratón de la Ciudad, a pasar en el Campo, a su lado, el fin de semana. Pipo aceptó la invitación y, una vez vestido elegantemente, se preparó a partir en su potente auto. Estaría muy bien junto al primo Mateo, al cual no veía desde el verano anterior. El encuentro de los dos fue muy afectuoso. Mateo enseñó en seguida su casa a Pipo, y ofreció lo más sabroso que tenía en la despensa. Pipo hizo un gesto despectivo: -¿Bellotas? ¿Nueces? ¡Puf! ¡Qué comida más mala! ¡Si vieras lo que yo como en la ciudad, te caerías de espaldas! ¡Aquello es gloria! Tanto insistió para que fuera a comprobarlo, que Mateo fue con su primo a la ciudad a ver la maravillosa casa donde habitaba Pipo, el cual iba describiéndole el menú del día: dulces, naranjas, queso y otras muchas cosas de las cuales no se acordaba ya ni del nombre. Mientras nuestros amigos estaban llenando sus estómagos, apareció un enorme gato con ganas de pelea y aire muy feroz. El pobre Mateo, acostumbrado a la vida tranquila del campo, creyó ver un tigre y ambos echaron a correr tratando de escapar de sus uñas. Mateo, cuando se tranquilizó, hablo así:

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- Querido primo Pipo, agradezco tu invitación, pero te digo que la ciudad la veo llena de peligros. Yo me vuelvo a mi modesta casita y a los tranquilos campos de mi pueblo. Y Mateo cogió su maleta y volvió a su casa y, mientras dormía la siesta en una panoja de maíz, soñaba con sus deliciosas bellotas sabrosas y dulces, y con su pequeño pueblo, donde tan feliz y tranquilo vivía. Adaptación Fábulas de Esopo

Blancanieves y los siete enanitos

Hace muchos años, la reina de un lejano país tuvo una niña preciosa a la que llamaron Blancanieves, pues tenía la piel tan blanca como la nieve. A los pocos años la reina murió y el rey se casó con otra mujer, muy hermosa pero muy orgullosa, que presumía de ser la más bella. Tenía un espejo mágico al que todos los días preguntaba: - Espejito, espejito, espejito de pared, la más hermosa del mundo, ¿puedes decirme quién es? Y el espejo le contestaba: - Eres tú mi reina y señora, la más hermosa de todas. Así pasaron los años hasta que Blancanieves se hizo mayor. Un día la reina preguntó a su espejo: - Espejito, espejito, espejito de pared, la más hermosa del mundo, ¿puedes decirme quién es? Y el espejo le contestó: - Tú, reina, en mi cristal lo eres, pero te gana Blancanieves. - La reina, muy enfadada, le dijo a uno de sus soldados: - ¡Llévate a Blancanieves al bosque y mátala sin piedad, y para que compruebe que la has matado tráeme su corazón! Un día de otoño, el soldado la llevó al bosque, pero al llegar allí no fue capaz de matarla. En cambio cazó un ciervo para llevar a la reina su corazón y dejó escapar a la hermosa joven. Blancanieves, después de andar mucho tiempo, encontró una casita. - ¡Qué cosa más curiosa! - exclamó -. ¡Todo es pequeño! ¡Qué raro, hay siete platos, siete cucharas, siete cuchillos, siete panecillos y siete vasos! Blancanieves tenía tanta hambre que comió un poco de cada panecillo y bebió de cada vaso. También se acostó en una de las siete camas que había en la casa. Por la noche, cuando regresaron los dueños, se les escuchó exclamar: - ¿Quién se ha sentado en mi silla? - ¿Quién ha tocado mi cuchara? - ¿Quién ha comido en mi plato? - ¿Quién ha cortado con mi cuchillo? - ¿Quién ha mordido un trozo de mi pan? - ¿Quién ha pinchado con mi tenedor? - ¿Quién ha bebido de mi vino? - ¡Oh, mirad qué joven tan preciosa! - gritaron. - ¿Cómo te llamas y cómo has llegado a nuestra casa? - Soy Blancanieves y necesito quedarme aquí porque mi madrastra me quiere matar. - Si quieres puedes quedarte con nosotros y cuidar de nuestra casa - le dijeron. A Blancanieves le pareció una idea estupenda y aceptó. Y así fue como se quedó a vivir con los enanitos. - Mientras, la reina, creyendo que Blancanieves estaba muerta preguntó a su espejo. Y él le respondió: - Aunque sigues siendo hermosa, como la mayor estrella, Blancanieves, que vive en el bosque, es todavía más bella. Se puso muy furiosa porque se dio cuenta de que el soldado la había engañado. - Tendré que matarla yo misma - pensó. Y así, con una pócima mágica envenenó una manzana y se disfrazó de vendedora. - ¡Toc, toc! - Llamó a la puerta de la casita -. ¡Señorita, traigo cintas, peines y diademas! - Lo siento, buena mujer - dijo Blancanieves -. Tus artículos son muy bonitos, pero, por ahora, no los necesito. -¡Oh, no importa! Acepta, al menos, este humilde regalo - y sacó una manzana. Blancanieves la mordió y cayó al suelo. - ¡Ja, ja, ja! - se rió la bruja - se acabó Blancanieves para siempre.

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Y se fue al palacio a preguntar al espejo. Éste respondió: - Eres mi reina y señora, la más hermosa de todas. Cuando los enanitos volvieron de trabajar se encontraron a Blancanieves muerta. Lloraron mucho y permanecieron alrededor de ella varios días. Pasaba por allí un príncipe y se quedó asombrado de la belleza de Blancanieves. - ¡Es la mujer más hermosa que he visto nunca! - Exclamó. Le dio un beso muy suave y el hechizo se rompió. - ¿Donde estoy? - Preguntó Blancanieves. - Estás conmigo y nunca nos separaremos. Los enanitos, felices y contentos, cantaban y bailaban por ver la recuperación de su amiga y pronto se celebró la boda. La bruja, mientras, preguntaba al espejo: - Contémplame, fiel espejo, y dime sin dudar si hay una mujer más bella en algún otro lugar. Y el espejo respondió: - Aunque sigues siendo hermosa, como la mayor estrella, la joven que hoy se casa es diez mil veces más bella. Y tanta fue su furia que cayó al suelo fulminada junto a su espejo. Blancanieves, el príncipe y los enanitos vivieron muy, muy felices.

Hermanos Grimm (Adaptación).

El patito feo

Como cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos de todos. Llegó el día en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y todos se congregaron ante el nido para verles por primera vez. Uno a uno fueron saliendo hasta seis preciosos patitos, cada uno acompañado por los gritos de alborozo de la Señora Pata y de sus amigas. Tan contentas estaban que tardaron un poco en darse cuenta de que un huevo, el más grande de los siete, aún no se había abierto. Todos concentraron su atención en el huevo que permanecía intacto, incluso los patitos recién nacidos, esperando ver algún signo de movimiento. Al poco, el huevo comenzó a romperse y de él salió un sonriente pato, más grande que sus hermanos, pero ¡oh, sorpresa!, muchísimo más feo y desgarbado que los otros seis... La Señora Pata se moría de vergüenza por haber tenido un patito tan feísimo y le apartó con el ala mientras prestaba atención a los otros seis. El patito se quedó tristísimo porque se empezó a dar cuenta de que allí no le querían... Pasaron los días y su aspecto no mejoraba, al contrario, empeoraba, pues crecía muy rápido y era flacucho y desgarbado, además de bastante torpe el pobrecito. Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reían constantemente de él llamándole feo y torpe. El patito decidió que debía buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que de verdad le quisieran a pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy temprano, antes de que se levantase el granjero, huyó por un agujero del cercado. Así llegó a otra granja, donde una vieja le recogió y el patito feo creyó que había encontrado un sitio donde por fin le querrían y cuidarían, pero se equivocó también, porque la vieja era mala y sólo quería que el pobre patito le sirviera de primer plato. También se fue de aquí corriendo. Llegó el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que pretendían dispararle. Al fin llegó la primavera y el patito pasó por un estanque donde encontró las aves más bellas que jamás había visto hasta entonces. Eran elegantes, gráciles y se movían con tanta distinción que se sintió totalmente acomplejado porque él era muy torpe. De todas formas, como no tenía nada que perder se acercó a ellas y les preguntó si podía bañarse también. Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque, le respondieron: - ¡Claro que sí, eres uno de los nuestros! A lo que el patito respondió: -¡No os burléis de mí!. Ya sé que soy feo y desgarbado, pero no deberíais reír por eso... - Mira tu reflejo en el estanque -le dijeron ellos- y verás cómo no te mentimos.

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El patito se introdujo incrédulo en el agua transparente y lo que vio le dejó maravillado. ¡Durante el largo invierno se había transformado en un precioso cisne!. Aquel patito feo y desgarbado era ahora el cisne más blanco y elegante de todos cuantos había en el estanque. Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre.

El traje nuevo del emperador

Hace muchos años vivía un Emperador que no pensaba más que en estrenar trajes. No se preocupaba de nadie y sólo iba al teatro o a pasear en su carroza por el parque para estrenar su ropa nueva. Tenía un traje para cada hora del día, todos diferentes, y se decía de él que siempre estaba en el cuarto ropero. En su ciudad vivía mucha gente y cada día le visitaban sastres para hacerle trajes. Un día, se presentaron en palacio dos granujas que se hicieron pasar por tejedores. Dijeron que sabían tejer la tela más fina que existía. En verdad, no habían cosido nunca, pero engañaron al emperador contándole que toda la ropa que hicieran con esa tela sólo podrían verla las buenas personas. Para todos los que no hicieran su trabajo y para los que fuesen antipáticos la ropa sería invisible. -¡Qué telas más maravillosas! dijo el Emperador -. ¡Ordenaré que todos los habitantes del reino se hagan vestidos de este tejido mágico. Así podré descubrir a los que no trabajen bien o a los que sean antipáticos! Y... ¡También yo me encargaré un vestido de esa tela! Y pagó un montón de dinero a los granujas para que se pusiesen a trabajar inmediatamente. Estos fingieron tejer a toda prisa, pero no era cierto. Imitaban los movimientos de los sastres, para hacer creer en palacio que estaban trabajando. "¡Me gustaría saber si estos tejedores avanzan en su tarea!", pensó el Emperador. Pero no se atrevía a visitar a los tejedores, porque todos los que fuesen antipáticos o no supiesen hacer su trabajo no verían el traje, y por si acaso él no lo veía no quería ir. Entonces, envió al Primer Ministro y, cuando éste entró en la habitación para ver cómo iba el traje del Emperador, pensó: "¡No veo nada!", pero, claro, no podía decirlo por si pensaban que era antipático o no trabajaba bien. - Bien, Señor, ¿qué decís de esta tela? - preguntaron los granujas. -¡Oh, es preciosa! ¡Encantadora! ¡Qué dibujo más elegante! ¡Qué vivos colores! - Nos gusta oírle hablar así contestaron los bribones -. A su Majestad le va a gustar. Cuando llegó a Palacio le contó al Emperador lo bonito que era el traje. El rey envió a otra persona del reino para que le diera otra opinión, pero pasó lo mismo: -¿Verdad que es una hermosa tela? - preguntaron los granujas. Pero él pensó: "¿Es posible? ¡Yo no veo nada! Si lo digo pensarán que no trabajo bien o que soy antipático". Por eso contestó: -¡Es preciosa! Días más tarde, los bribones llevaron el traje invisible al Emperador. Cuando éste lo vio, pensó no veo nada, absolutamente nada: ¿Seré antipático? ¿No seré buen Emperador. Pero no podía decir eso y comento: -¡es hermosísimo! Todos sus acompañantes aconsejaron al Emperador que lo estrenara. Nadie veía nada, pero todos decían: -¡Es prodigioso! ¡Qué bonito!: Los dos granujas le ayudaron a ponerse el traje y salió desfilando desnudo ante todos los habitantes del reino. Todos le veían sin ropa, pero comentaban: -¡Qué hermoso el traje del Emperador!. Solamente una niña que le vio desfilar fue capaz de decir la verdad: -¡Pero si no lleva nada! Y los demás empezaron correr la voz: -¡Una niña inocente dice que no lleva nada: - Está desnudo Ja, ja! ¿Es que no se da cuenta?. Y el Emperador, que estaba muy disgustado porque pensaba que tenían razón, pensó que tenía que aguantar hasta que acabase todo el desfile. Y siguió adelante más estirado que nunca, mientras los, granujas escapaban hacia las montañas con un saco de oro cada uno.

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EL Buhonero de Swaffham

Una vez, hace mucho tiempo, cuando el Puente de Londres estaba bordeado de tiendas, un buhonero vivía en el campo, lejos de aquella ciudad, tuvo un extraño sueño. Soñó que si iba al Puente de Londres le darían buenas noticias. La primera vez que tuvo el sueño no le prestó mucha atención. La segunda vez comenzó a dudar, y la tercera vez que se repitió el sueño, decidió viajar a Londres. Como era demasiado pobre para alquilar un caballo y el camino era muy largo, sus zapatos estaban desgastados cuando llegó allí. Caminó de un lado al otro del puente durante tres días esperando oír cuáles podrían ser las buenas noticias soñadas. Al tercer día, uno de los tenderos que tenía su comercio sobre el puente no pudo contener su curiosidad. Dejó a su esposa para que sirviera a los clientes y fue a hablar con el buhonero. - Le he visto caminar de un lado al otro del puente durante tres días enteros - le dijo -. ¿tiene algo que vender? -¡No! - respondió el buhonero. -¿Entonces es que está usted mendigando? - preguntó el tendero, mirando a los desgastados zapatos y polvorienta chaqueta del buhonero. - Por supuesto que no - replicó inmediatamente el buhonero. - Entonces, ¿puede decirme que está haciendo? - inquirió el tendero. El buhonero le contó lo de su sueño. El tendero entonces se rió con alborozo. -¿Quiere decir que ha hecho todo este viaje a causa de un sueño? También yo sueño, ¡caramba! precisamente anoche soñé que en un huerto situado tras la casa de un buhonero en Swaffham, que es un lugar que no he oído hablar jamás, hay un roble, y debajo del roble está enterrado un tesoro... Ahora bien, si piensa usted que yo sería tan necio como para dejar mi tienda e ir a un lugar del cual no he oído habla nunca solamente porque tuve un sueño... -¡Oiga! ¿Adónde va? -¡A casa! - le respondió el buhonero volviendo su cabeza. ¡Qué individuo tan raro! se dijo el tendero, y volvió a su tienda moviendo la cabeza de izquierda a derecha, pensando en las excentricidades de la gente. Cómo iba a él a saber que el buhonero vivía en un lugar llamado Swaffham y que había un huerto detrás su casa. Incluso caminando deprisa, el buhonero tardó varios días en llegar a su casa, pero tan pronto como llegó allí, fue al huerto y comenzó a cavar. Y era verdad: allí encontró enterrado el cofre de un tesoro. Y, de esta forma el buhonero fue hombre rico hasta el final de sus días, y todo debido a un sueño. O, mejor digo, a dos sueños: si él no hubiera hecho caso de su propio sueño, no habría oído el sueño del tendero sin duda alguna, el tesoro que lo hizo rico estaría enterrado todavía.

El soldadito de plomo

Había una vez veinticinco soldados de plomo con un bonito uniforme azul y rojo y un fusil al hombro. Vivían metidos en una caja de madera y se aburrían un poco. Un día oyeron una voz de niño que decía: - ¡Hala! ¡Soldados de plomo! Era la voz de Carlos, quien había recibido los soldados como regalo de Navidad. Enseguida los sacó de la caja. Todos eran exactamente iguales menos uno, que, aunque sólo tenía una pierna, se mantenía firme como los demás. A su lado también había más regalos, pero muy pronto el soldado de plomo se fijó en una bailarina que levantaba con gracia un pie para dar a entender que estaba bailando. "También le falta una pierna, como a mi. Es la mujer que me conviene - pensó el soldadito de plomo -. La quiero conocer, ¡es tan guapa!" El soldadito estaba detrás de una caja sorpresa desde donde podía contemplar a la bailarina. Al llegar la noche, Carlos guardó todos los soldaditos excepto a él, porque no lo vio. Y, aprovechando que toda la familia dormía, los juguetes empezaron a divertirse. De la caja sorpresa salió un muñeco verde que, al ver al soldado mirar a la bailarina, le dijo: - Soldadito de plomo, ¿por qué en vez de mirar a la bailarina no miras el tipo que tienes?

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Pero el soldadito no hizo caso y siguió mirando a la bailarina. - Bueno, bueno, ya verás mañana - dijo el malvado muñeco. Al día siguiente Carlos puso el soldadito en la ventana. No se sabe bien si por el viento o porque el muñeco de la caja- sorpresa cerró la ventana, el soldadito cayó a la calle. - Mira, un soldado de plomo - dijo un niño que pasaba por la calle. - Le haremos navegar - dijo su amigo -. Le meteremos en una barca. Y dicho esto, hicieron un barquito de papel en el que metieron al soldado, luego empujaron el barco y el soldadito se alejó por las aguas de un arroyo que se había formado por la lluvia. "¡Dios mío! ¿Adónde iré a parar? - pensaba el soldadito -. La culpa de todo la tiene el muñeco verde de la caja sorpresa. Estoy seguro de que si estuviera a mi lado la hermosa bailarina no me importaría estar aquí." El barco cada vez tenía más agua y se hundía más, porque era de papel. Al final le cubrió la cabeza al soldadito. Pensó que sería su final y sólo se acordaba de la bella bailarina que tampoco tiempo pudo ver. Creía haberla perdido para siempre. Poco poco, se fue hundiendo hasta el fondo del arroyo. Allí se lo tragó un gran pez que pasaba en ese momento. Durante un largo tiempo, se quedó a oscuras y en silencio. No sabía donde estaba, aunque tenía la esperanza de que alguien pescase el pez y lo rescataran. Estaba dormido cuando de pronto oyó una voz que le sonaba familiar: - ¡Oh, mirad quién está aquí! ¡Es mi soldadito de plomo! Era la voz de Carlos. El soldadito no se lo podía creer. ¿Cómo habría llegado hasta allí? La cocinera de Carlos había comprado el pez a un pescador. Enseguida el soldado se dio cuenta de que estaban sus amigos y su querida bailarina. Su fortuna no duró mucho tiempo, ya que una ráfaga de viento hizo caer de nuevo al soldadito, esta vez a la chimenea, mientras se derretía, vio a su lado a su querida bailarina, que debió caer con él. Nada más se supo del soldado y de la bailarina. Al limpiar la chimenea a la mañana siguiente, se encontraron un corazón de plomo y una rosa de lentejuelas. Era la señal de amor que había quedado entre el soldado y la bailarina. (Adaptación del cuento de Andersen)

Gulliver en Liliput

Durante muchos días, el hermoso velero en el que viajaba Gulliver había navegado plácidamente hasta que, al aventurarse por las aguas de las Indias Orientales, una violentísima tempestad empezó a zarandear el barco como si fuera una càscara de nuez. Impresionantes olas barrían la cubierta y abatían los mástiles con sus velas. Al llegar la noche, una gigantesca ola levantó el barco por la parte de popa y lo lanzó de proa contra el hirviente remolino entre un espantoso crujir de maderas y los gritos de los hombres. -¡Sálvese quien pueda! - Gritó el capitán. No hubo ni tiempo de arrojar los botes al agua y cada uno trató de ponerse a salvo alejándose del barco que se hundía por momentos. Empujado por el viento, cegado por la espuma, Gulliver nadaba en medio de las tinieblas. Pasaba el tiempo y la fatiga hacía presa en él. "Mis fuerzas se agotan", pensaba; "no podré resistir mucho" De pronto, noto que su pie chocaba contra algo firme. Unas brazadas más y se encontró en una playa. - ¡Estoy salvado! - murmuró con sus últimas fuerzas, antes de dejarse caer sobre la arena. Al punto, se quedó profunda y plácidamente dormido. Él no podía saber que había llegado a Liliput, el país donde los hombres, los animales y las plantas eran diminutos. Por otra parte, no había tenido tiempo de ver nada ni a nadie. En cambio, los vigías de ese reino sí le vieron a él y corrieron a la ciudad para dar la voz de alarma. - ¡Ha llegado un gigante! Inmediatamente todas las gentes de Liliput se encaminaron hacia la playa, no sin temor. Llegaban despacito y, desde lejos curioseaban al grandullón. - Tenemos que impedir que nos ataque - dijo un leñador-. ¡Vayamos a por cuerdas para atarle! En medio de una frenética actividad, todos se dedicaron al acarreo de estacas y cuerdas. Luego rodearon a Gulliver y empezaron a clavar las estacas en la arena con gran habilidad.

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Seguidamente, treparon sobre su cuerpo y fueron realizando un trenzado de cuerdas habilidoso y práctico, sujetando las cuerdas en las estacas. El sol había empezado a calentar cuando un viejecito que se apoyaba en un diminuto bastón, toco sin querer la nariz del prisionero, que estornudó aparatosamente. ¡Que conmoción! Muchos hombres salieron despedidos, otros emprendieron la huida. Gulliver notó que delgadas cuerdas lo sujetaban y sintió algo que le pasaba sobre el pecho; dirigió la mirada hacia abajo y descubrió una diminuta criatura con arco y flecha en las manos y un carcaj a la espalda. No menos de otros cuarenta seres similares corrían por su cuerpo. En su prisa por huir, algunos rodaron y se hicieron numerosos coscorrones. Muertos de miedo, los liliputienses fueron a esconderse tras las rocas, los árboles o en las madrigueras. - ¿Qué es esto? - exclamó el náufrago-. ¿Quién me ha hecho prisionero? Sin más que un pequeño esfuerzo se incorporó, haciendo saltar las cuerdas. Y al observar de reojo el temor con que se le contemplaba, fue incapaz de contener la risa. Quizá porque le vieron reír y porque no se levantaba, los liliputienses avanzaron un poquito hacia el extraño visitante. - Acercaos, no soy ningún ogro - dijo Gulliver. Pero se dio cuenta de que no le entendían y fue probando con los muchos idiomas que conocía hasta acertar con el utilizado en Liliput. - Hola amigos... Los liliputienses vieron en estas dos palabras buena voluntad y se acercaron un poco más. Por otra parte, como jamás habían visto gigante alguno, tampoco querían perderse el acontecimiento. Pero el náufrago estaba hambriento y, con su mejor sonrisa, dijo: - Amigos, os agradecería que me trajerais algo de comer. Un poco por la sonrisa y otro poco porque les convenía conquistar su favor, los hombrecillos le aseguraron que iba a estar muy bien servido. Con gran presteza le presentaron una opípara comida. Cierto que los bueyes de Liliput eran como gorriones para el visitante y necesitó unos pocos para saciar su apetito. En cuanto a los barriles de vino, se le antojaban dedales e iba despachando cuantos le servían con la mayor facilidad. Mientras comía, los liliputienses se dedicaron a contarle su vida y milagros. Supo el viajero que estaban gobernados por Lilipín I, rey justo y bueno y que por aquellos días se hallaban en guerra con los enanos del país vecino. Esta situación les afligía mucho. - ¡Mirad! - Anunció un enano pelirrojo. Ahí llegan Sus Majestades. En efecto, los monarcas, rodeados de toda su corte, se acercaban deferentes, tras abandonar su lindo carruaje en el que llegaron, curiosamente arrastrado por seis ratones blancos. La reverencia con que Gulliver recibió a los soberanos agradó mucho al rey Lilipín y extasió a la reina Lilipina. Pronto el rey y el viajero entablaron una animada conversación. Descubrió Gulliver que el monarca era inteligente, pues le habló de las máquinas que usaban para cortar árboles y arrastrar la madera, y de otros ingenios muy interesantes. También Lilipín descubrió la valía del viajero. - Veo que posees una gran inteligencia, Gulliver, y espero que te agrade el favor que mis súbditos te dispensan. Todos deseamos que te encuentres en Liliput como en tu propia casa. - Estoy muy agradecido, Majestad - respondió Gulliver, inclinándose. - Ejem... Si alguien atacara tu casa la defenderías. ¿No es así? - Así es, Majestad, pero... no os comprendo... Entonces el soberano, con aire doliente, explicó al visitante el problema que le había caído encima a causa de su guerra con los enanos del país vecino. Y como Gulliver había cobrado simpatía a los liliputienses, replicó: -En este momento me considero en mi casa, señor; por lo tanto, voy a defenderla. ¿Dónde están los enemigos de Liliput, que desde ahora lo son míos? En ese momento, a galope de un caballo diminuto, se presentó un despavorido mensajero. -¡Majestad! - anunció, casi sin aliento-. ¡Sucede algo espantoso! La flota enemiga se está acercando a nuestra isla, dispuesta a atacarnos. El rey y Gulliver; seguidos de algunos cortesanos, subieron a un montecillo desde el que se divisaba el horizonte; sobre las olas pudieron descubrir cientos y cientos de diminutos barcos, muy bien pertrechados, rumbo a Liliput. - ¡No podremos hacerles frente! - se lamentaban los liliputienses. - ¡Acabarán con todos nosotros!

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Gulliver, sereno y arrogante, dijo: - Tranquilos, amigos; permitid que sea yo quien reciba a la flota. Os aseguro que van a conocer la derrota. Y ahora id a refugiaos en el bosque y dejadme solo. Ante el asombro general, le vieron entrar en el agua y, sin mas que alargar los brazos, fue apoderándose de los barcos enemigos con sus enormes manos. Enseguida empezó a repartir los barcos por sus ropas, como su fueran avellanas, con sus guerreros dentro. Se llenó los bolsillos y, los que sobraron, los colgó de los botones de su levita y hasta puso alguno en los lazos de los zapatos. Regresó luego a la playa y fue colocando los barquitos en hilera. Bien dispuestos ya y plantado ante ellos, Gulliver exigió: - ¡Ríndanse si no quieren perecer! Naturalmente, más muertos que vivos, los enemigos de Liliput se rindieron como un solo hombre. Viendo tamaña maravilla, después de lo mucho que aquella guerra le había hecho sufrir, Lilipín I, con la voz rota de la emoción, gritó: - ¡Viva el gran héroe Gulliver! Las gentes, delirantes de entusiasmo, atronaron la playa con sus aclamaciones. Los más ancianos abrazaban a sus hijos, que ya no tendrían que enzarzarse en guerras, puesto que el enemigo estaba vencido. Las mujeres lloraban y reían a un tiempo. Seguidamente, en medio de un gran ceremonial, el soberano nombró a Gulliver generalísimo de sus ejércitos. - Agradezco el honor, Majestad, pero creo que no vais a necesitar más generales. El enemigo está vencido y espero que vuestras guerras hayan terminado para siempre. - ¿Y que importan las guerras teniéndote a ti como aliado? - replicó el monarca, un tanto fanfarrón. - Sólo seré vuestro aliado si devolvéis la libertad a los prisioneros. Su rey os dará palabra de no volver a atacaros. Así sucedió y los dos monarcas firmaron una paz duradera y hasta intercambiaron regalos. Luego, el propio Gulliver puso los barquitos en el agua, con sus tripulaciones dentro y despidió la flota vencida agitando su mano. - es un poco raro el gigante - pensaba el rey Lilipín I, sin comprender del todo tanta generosidad. - ¡Qué gesto tan elegante! - dijo Lilipina con un largo suspiro, aludiendo a la generosidad del vencedor. Honrado, aclamado y querido, Gulliver pasó en Liliput varios años. El pueblo entero había colaborado en construirle una gran casa con todas las comodidades. Sin embargo, el viajero sentía nostalgia de su patria y de su familia. Por otra parte, comprendía que con él allí, las provisiones de los liliputienses corrían el peligro de acabarse, pues comía el solo tanto como el país entero. Un día le habló al monarca con toda sinceridad, manifestando su nostalgia. - ¡oh, como siento que no quieras quedarte para siempre, Gulliver! La reina Lilipina, que era aguda, preguntó con una sonrisa: - ¿Te irás andando, Gulliver? - Sabéis que eso es imposible, señora. Pero algún día puede llegar un barco... Con frecuencia atisbaba el horizonte desde un montículo y cierto día apareció el ansiado barco no lejos de la costa y el viajero le hizo señales para que se aproximara. El velero se acercó a la playa y Gulliver se despidió de sus amigos. Los reyes y el pueblo entero le entregaron regalos, todos diminutos, pero muy apreciados por el viajero. Con verdadero afecto estuvieron en la playa, agitando sus manos, hasta que vieron la silueta graciosa del velero perderse en la lejana bruma.

Simbad el marino

Hace muchos años nació Simbad en una ciudad de Bagdad. Siendo aún muy joven heredó de su familia una enorme fortuna que gastó en lujos y fiestas. Cuando le quedaba ya poco dinero decidió embarcarse en un navío y marcharse hacia las Indias para comerciar. Un día muy caluroso el viento dejó de soplar y el barco se paró muy cerca de una isla. Simbad y otros tripulantes del barco decidieron hacer una excursión por la isla y, una vez allí, prendieron

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fuego para asar carne. De repente, el suelo se estremeció como si fuera sacudido por un terremoto. ¡Lo que habían creído una isla era el lomo de una gran ballena! El animal empezó a dar coletazos y Simbad cayó al agua. Los tripulantes del barco pensaron que se había ahogado. Sin embargo, Simbad consiguió agarrarse a una madera. Al cabo de dos días una ola le arrojó sobre una isla. -¿Qué será esto? exclamó extrañado al ver una bola blanca de gran tamaño. De pronto, Simbad miró a lo alto y vio a un inmenso pájaro que iba hacia él. -¡Es el pájaro Roc dijo asustado. En efecto, era el pájaro Roc y aquella bola blanca era uno de sus huevos. De hecho, lo que hizo el enorme animal fue dejarse caer sobre el huevo para calentarlo. -¡Ya Sé lo que haré! - pensó Simbad-. Enrollaré mi turbante a la pata del pájaro Roc. Y al amanecer, el pájaro se echó a volar y el marino con él, hasta otro lugar en el que se posó. -¡Bueno! exclamó el marino -. ¡Veamos dónde he venido a parar. En seguida se dio cuenta de que se hallaba en un profundo valle, rodeado de montañas tan altas que era imposible escalarlas. En la falda de una de las montañas se sentó a descansar cuando, de repente, vio que estaba rodeado de serpientes. -¡Qué mala suerte! - se lamentó -. ¡Consigo escapar de un callejón sin salida para venir a otro peor! Sin embargo, aquel misterioso valle también estaba lleno de preciosos diamantes. -¡Aquí estoy rodeado de una fortuna con la que podría comprar medio mundo y condenado a no salir jamás de este lugar !exclamó Simbad!. Por lo que pudiera pasar, llenó de diamantes una bolsa de cuero que llevaba. - Ya sé lo que haré para salir de aquí mataré a una serpiente y me ataré a ella con el turbante. Así lo hizo, y se tumbó a la espera de que el pájaro Roc viese la serpiente y la cogiera para comérsela. Pocos minutos después el monstruo de los aires planeó sobre el valle y al ver la serpiente la apresó con sus garras. Durante el viaje, el pájaro sobrevoló el mar y Simbad divisó un enorme barco navegando sobre las aguas azules. Cortó con un cuchillo el turbante y cayó al agua confiando en que los tripulantes del barco le rescataran. ¡Por fin estaba a salvo! Gracias a los diamantes no le faltó de nada, pero muy pronto volvió a embarcarse. En esta ocasión unos piratas asaltaron su barco y apresaron a Simbad para venderlo como esclavo. - Pareces un hombre fuerte dijo un mercader que quería comprarlo dime las cosas que sabes hacer para ver si me puedes servir. - Manejo muy bien el arco contestó Simbad. - Bien demuéstramelo. Ve a la selva y tráeme marfil de elefantes le pidió el mercader. A Simbad le daba mucha pena cazar elefantes y siempre fallaba los disparos. Un día vio un elefante muy viejo y lo siguió. Este le llevó hasta el cementerio de los elefantes. Allí había tantos colmillos que cuando informó a su amo éste se volvió loco de alegría. En agradecimiento le dejó libre y le regaló un barco para que Simbad siguiese corriendo aventuras. Adaptación del cuento Oriental

La liebre y la tortuga

En una apartada aldea, habitada únicamente por animales, vivía una lenta Tortuga muy trabajadora. Con su paciencia, se había construido una preciosa casita que gustaba a todos menos a la Liebre. La Liebre era muy presumida porque corría más que nadie, pero tenía mucha envidia porque no había conseguido una casa tan bonita como la de la Tortuga. La Liebre se burlaba de la Tortuga cuando la veía trabajar en la huerta y, por las noches, tocaba la trompeta para no dejarla dormir. Siempre se reía de ella y le decía: ¡Qué lenta eres! Aprende de mí que siempre llego la primera a todas partes. En la aldea, todos se enfadaban con la Liebre pues querían mucho a la Tortuga porque era muy buena.

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¿No te da vergüenza? - le decía Osito a la Liebre. Ella hace lo que puede, todos la queremos. Trabaja y va a la escuela. Deberías aprender de ella. Pero la Liebre no hacía caso y seguía burlándose de la Tortuga. Un día, la Tortuga que ya estaba harta de aguantar las impertinencias de la Liebre, le dijo: Yo me esfuerzo por ser más rápida y puedo correr tanto como tú. Cuando quieras, te lo demostraré. A la Liebre casi le da un ataque de risa. Pero luego aceptó porque estaba segura de que iba a ganar y a reirse mucho de la Tortuga. Todos los vecinos acudieron a ver la carrera y animar a la Tortuga. Señalaron la meta. El Perro dio la salida y todos esperaron a ver qué pasaba. La Liebre salió como una flecha. La Tortuga iba detrás, sudando, pero a cada momento se quedaba más retrasada. -¡En buen lío te has metido! decía Osito. Si no corres más, harás el ridículo. La Tortuga no decía nada y seguía sudando y avanzando a su paso cansino. Los animalitos le gritaban para darle ánimos, pero cada vez la distancia entre las dos era más grande. En ese momento, la Liebre que iba muy adelantada, pasó por delante de la huerta del Perro y vio unas zanahorias riquísimas. Como era muy golosa, no pudo resistir y se paró a comer algunas. Mientras, la Tortuga seguía avanzando lentamente. -¡Ánimo! ¡No te pares! ¡Continúa! - le decía la Ardillita a la cansada tortuga. La Liebre, con su barriga llena de zanahorias, y segura de que la Tortuga venía muy detrás de ella, se había echado a dormir una siestecita a la orilla del camino. Cuando quiso darse cuenta, comprobó que la Tortuga ya había pasado y estaba cerca de la meta. -¡Bah! Dijo, en un par de zancadas alcanzo y adelanto a esa tonta. Y se puso a correr como un rayo. Pero ya era demasiado tarde. Cuando la Liebre quiso adelantar a la Tortuga, esta ya estaba entrando en la meta. La Liebre no se lo podía creer pero era cierto, ¡¡¡La Tortuga había ganado!!! La Liebre, llena de rabia y de vergüenza, se echó a llorar. Pero la Tortuga se acercó a ella, le dio un beso y le dijo que sí quería podían ser amigas. La Liebre aprendió la lección y ya nunca volvió a burlarse de la Tortuga y de nadie más.

(Popular)

Merlín el mago

Hace muchos años, cuando Inglaterra no era más que un puñado de reinos que batallaban entre sí, vino al mundo Arturo, hijo del rey Uther. La madre del niño murió al poco de nacer éste, y el padre se lo entregó al mago Merlín con el fin de que lo educara. El mago Merlín decidió llevar al pequeño al castillo de un noble, quien, además, tenía un hijo de corta edad llamado Kay. Para garantizar la seguridad del príncipe Arturo, Merlín no descubrió sus orígenes. Cada día Merlín explicaba al pequeño Arturo todas las ciencias conocidas y, como era mago, incluso le enseñaba algunas cosas de las ciencias del futuro y ciertas fórmulas mágicas. Los años fueron pasando y el rey Uther murió sin que nadie le conociera descendencia. Los nobles acudieron a Merlín para encontrar al monarca sucesor. Merlín hizo aparecer sobre una roca una espada firmemente clavada a un yunque de hierro, con una leyenda que decía: "Esta es la espada Excalibur. Quien consiga sacarla de este yunque, será rey de Inglaterra" Los nobles probaron fortuna pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no consiguieron mover la espada ni un milímetro. Arturo y Kay, que eran ya dos apuestos muchachos, habían ido a la ciudad para asistir a un torneo en el que Kay pensaba participar. Cuando ya se aproximaba la hora, Arturo se dio cuenta de que había olvidado la espada de Kay en la posada. Salió corriendo a toda velocidad, pero cuando llegó allí, la puerta estaba cerrada. Arturo no sabía qué hacer. Sin espada, Kay no podría participar en el torneo. En su desesperación, miró alrededor y descubrió la espada Excalibur. Acercándose a la roca, tiró del arma. En ese momento un rayo de luz blanca descendió sobre él y Arturo extrajo la espada sin

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encontrar la menor resistencia. Corrió hasta Kay y se la ofreció. Kay se extrañó al ver que no era su espada. Arturo le explicó lo ocurrido. Kay vio la inscripción de "Excalibur" en la espada y se lo hizo saber a su padre. Éste ordenó a Arturo que la volviera a colocar en su lugar. Todos los nobles intentaron sacarla de nuevo, pero ninguno lo consiguió. Entonces Arturo tomó la empuñadura entre sus manos. Sobre su cabeza volvió a descender un rayo de luz blanca y Arturo extrajo la espada sin el menor esfuerzo. Todos admitieron que aquel muchachito sin ningún título conocido debía llevar la corona de Inglaterra, y desfilaron ante su trono, jurándole fidelidad. Merlín, pensando que Arturo ya no le necesitaba, se retiró a su morada. Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando algunos nobles se alzaron en armas contra el rey Arturo. Merlín proclamó que Arturo era hijo del rey Uther, por lo que era rey legítimo. Pero los nobles siguieron en guerra hasta que, al fin, fueron derrotados gracias al valor de Arturo, ayudado por la magia de Merlín. Para evitar que lo ocurrido volviera a repetirse, Arturo creó la Tabla Redonda, que estaba formada por todos los nobles leales al reino. Luego se casó con la princesa Ginebra, a lo que siguieron años de prosperidad y felicidad tanto para Inglaterra como para Arturo. "Ya puedes seguir reinando sin necesidad de mis consejos -le dijo Merlín a Arturo-. Continúa siendo un rey justo y el futuro hablará de ti"

El gigante egoísta

Los niños pasaban junto al jardín del Gigante todas las tardes cuando salían de la escuela. La hierba del suelo parecía una alfombra de terciopelo verde y las florecillas brotaban entre ella. También crecían doce albérchigos que daban ricos frutos. Los pajarillos se posaban en sus ramas piando con dulzura. Y los niños decían: -¡Qué felices seríamos si pudiésemos jugar ahí! El Gigante hizo un viaje que duró siete años. Cuando volvió a su castillo vio que los niños jugaban en el jardín. Y grité con voz de trueno: -¿Qué hacéis aquí? Los niños echaron a correr llenos de miedo. - Este jardín es sólo mío y no permitiré que nadie se aproveche de él. Desde aquel día los pobres niños pasaban por delante del jardín sin poder entrar. Y recordaban lo felices que habían sido allí. Llegó la primavera y todos los árboles se llenaron de flores y pájaros. Sólo el jardín del Gigante seguía como en invierno. Los pájaros no cantaban porque no veían a sus amigos los niños y los árboles se olvidaron de hacer brotar sus capullos. En cambio, el hielo y la nieve estaban contentos. - ¡Que bien estamos aquí! La primavera se ha olvidado de este jardín y vamos a vivir todo el año en él. Podemos invitar al viento frío para que pase una temporada en nuestra compañía. Y el viento frío llegó rugiendo y derribando chimeneas. También invitaron a su amigo el granizo. Y todas las tardes caía con fuerza sobre los tejados, rompiendo casi todas las tejas del castillo. El Gigante, sentado detrás de la ventana, miraba al jardín y decía: - No comprendo por qué la primavera no llega a mi jardín. Pero la primavera no llegó. Ni el verano tampoco. Y el otoño vino repartiendo sus frutos en todos los jardines, menos en el suyo. Una mañana, el Gigante acababa de levantarse y, al echar una mirada sobre su jardín, vio a un niño chiquitín en el rincón más apartado. Allí había un árbol cubierto de nieve y el viento rugía entre sus ramas. El niño abría sus bracitos para alcanzarlas, pero no podía y lloraba dando vueltas alrededor de su tronco. El Gigante pensó al verlo: - ¡Qué egoísta he sido! Nunca he ayudado a nadie: todo lo he querido para mí. Por eso la primavera no quiere venir a mi jardín. Entonces bajó las escaleras para ayudar al niño a subir al árbol. Los niños que lo vieron echaron a correr asustados. Sólo quedó el pequeñín y no escapó porque tenía los ojos llenos de lágrimas y no podía ver.

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El Gigante se acercó a él y, cogiéndolo con sus manazas, lo colocó en el árbol. Entonces el jardín se cubrió de rosas y los pájaros se posaron en los árboles piando con alegría. El niño chiquitín, muy agradecido, rodeó el cuello del Gigante con sus bracitos y le dio un beso. Los demás niños, al ver que el Gigante no era tan malo, entraron en el jardín y allí reinó otra vez la primavera. Y todos los días volvieron a jugar con él. Pero el Gigante estaba triste. Ya no volvió a ver más a aquel niño chiquitín que le dio un beso. Pasaron los años. El gigante se hizo viejecito y no podía bajar a jugar con los niños. Los miraba, sentado en su sillón. Una mañana de invierno vio con sorpresa que el árbol del rincón más apartado del jardín, estaba lleno de flores blancas. Allí estaba también el niño chiquitín, al que ayudó una vez a subir a sus ramas. Bajó hacia aquel lugar lleno de alegría. Se acercó al niño y le preguntó: - ¿Quien eres tú, bello niño? El niño sólo le contestó: - Tú me dejaste jugar un día en tu jardín; hoy jugarás tú en mi jardín. Aquella tarde, cuando los niños salieron de la escuela y entraron en el jardín del Gigante, vieron a este dormido para siempre bajo el árbol de su rincón más apartado. El Gigante tenía la sonrisa en los labios y todo su cuerpo estaba cubierto de preciosas flores blancas. (Oscar Wilde. Adaptación)

Las habichuelas mágicas

Juan vivía con su madre en el campo. Un día, mientras Juan paseaba, Se encontró un paquetito debajo de un árbol. Miró dentro del paquetito y vio que en él sólo había unas pequeñas semillas redondas; entonces, Juan se guardó las semillas en el bolsillo y se fue muy contento a su casa. Juan plantó las semillas en el jardín de su casa y se fue a la cama porque estaba muy cansado. A la mañana siguiente, Juan descubrió que, de las semillas, habían crecido raíces y tallos tan largos que se perdían en las nubes. Juan trepó por uno de los tallos y al llegar arriba, vio un castillo. Juan se acercó al castillo y entró con mucho cuidado. Dentro del castillo, sentado en un sillón, vio a un gigante que roncaba sin parar, con un montón de monedas de oro a sus pies. Juan se acercó al gigante de puntillas y se llenó los bolsillos de monedas. Pero, de pronto, él gigante despertó y, dando un rugido, intentó atrapar a Juan. Juan corrió hasta el tallo de las habichuelas mágicas, descendió por la planta y, cuando llegó al suelo, con un hacha cortó el tallo para que el gigante no pudiera bajar. Juan y su madre vivieron muy felices desde entonces con las monedas de oro del gigante. HERMANOS GRIMM (Adaptación)

La princesa y el guisante

Había una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero con una verdadera princesa de sangre real. Viajó por todo el mundo buscando una, pero era muy difícil encontrarla, mucho más difícil de lo que había supuesto. Las princesas abundaban, pero no era sencillo averiguar si eran de sangre real. Siempre acababa descubriendo en ellas algo que le demostraba que en realidad no lo eran, y el príncipe volvió a su país muy triste por no haber encontrado una verdadera princesa real. Una noche, estando en su castillo, se desencadenó una terrible tormenta: llovía muchísimo, los relámpagos iluminaban el cielo y los truenos sonaban muy fuerte. De pronto, se oyó que alguien llamaba a la puerta: -¡ Toc, toc! La familia no entendía quién podía estar a la intemperie en semejante noche de tormenta y fueron a abrir la puerta. -¿ Quién es? - preguntó el padre del príncipe. - Soy la princesa del reino de Safi - contestó una voz débil y cansada. - Me he perdido en la oscuridad y no sé regresar a donde estaba. Le abrieron la puerta y se encontraron con una hermosa joven:

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- Pero ¡Dios mío! ¡Qué aspecto tienes! La lluvia chorreaba por sus ropas y cabellos. El agua salía de sus zapatos como si de una fuente se tratase. Tenía frío y tiritaba. En el castillo le dieron ropa seca y la invitaron a cenar. Poco a poco entró en calor al lado de la chimenea. La reina quería averiguar si la joven era una princesa de verdad. "Ya sé lo que haré - pensó -. Colocaré un guisante debajo de los muchos edredones y colchones que hay en la cama para ver si lo nota. Si no se da cuenta no será una verdadera princesa. Así podremos demostrar su sensibilidad". Al llegar la noche, la reina colocó un guisante bajo los colchones y después se fue a dormir. A la mañana siguiente, el príncipe preguntó: -¿Qué tal has dormido, joven princesa? - ¡Oh! Terriblemente mal - contestó -. No he dormido en toda la noche. No comprendo qué tenía la cama; Dios sabe lo que sería. Tengo el cuerpo lleno de cardenales. ¡Ha sido horrible! - Entonces, ¡eres una verdadera princesa! Porque a pesar de los muchos colchones y edredones, has sentido la molestia del guisante. ¡Sólo una verdadera princesa podía ser tan sensible! El príncipe se casó con ella porque estaba seguro de que era una verdadera princesa. Después de tanto tiempo, al final encontró lo que quería. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Andersen (Adaptación)

Los músicos de Bremen

Había una vez un burro. Era un burro muy viejecito. Toda su vida se la había pasado cargando sacos de trigo y llevándolos al molino. Y por eso estaba muy cansado, tan cansado que ya no podía trabajar más. Su amo pensó que lo mejor era vendérselo a los gitanos y, al menos, ganaría algún dinero. Pero el burro, cuando vio lo desagradecido que era su amo, dijo: "Menuda tristeza, ahora que soy viejo ya no me quiere y me va a vender. Eso no se le hace a un amigo". Y se escapó. El burro se escapó, y cuando ya llevaba mucho tiempo caminando se encontró con un perro tumbado a la orilla del camino. Le preguntó: "¿Por qué estás tan cansado?". Y el perro le respondió que se había escapado porque su amo le quería matar. "Dice que soy muy viejo y ya no sirvo para cuidar el ganado." EL burro le dijo: "No te preocupes, vente conmigo". "¿A donde?" "A la ciudad." "Y, ¿qué haremos allí?" "Podemos ser músicos, yo toco la guitarra y tú el tambor. ¿Te parece bien?" Y el perro, después de pensarlo un poco, se animó y se fue con el burro. El perro y el burro, con su guitarra y su tambor, continuaron caminando. Y se encontraron con un gato que parecía muy triste. "¿Qué te pasa minino? Pareces muy triste." "Como estoy viejo y no puedo correr detrás de los ratones, mi ama no me quiere." "¿Te quieres venir con nosotros?" Le explicaron que iban a la ciudad y que allí serían músicos. Se puso muy contento y se fue con ellos. Al poco rato pasaron por una granja y oyeron un gallo que chillaba a todo chillar. Se acercaron junto a él. "¿Qué te pasa?" "Que nadie me quiere. He oído decir a mi ama que mañana me iba a desplumar y a guisarme con arroz." "Deja de chillar, gallo, y vete de aquí corriendo. ¿Quieres venir con nosotros a la ciudad? Tú serás el cantante de nuestra orquesta." Y también al gallo le pareció bien y se marchó con ellos. Anda que te anda se hizo de noche. Como era de noche, decidieron dormir en un bosque que había allí cerca. Dijo el burro: "Perro, échate debajo del árbol". El gato decidió subir al árbol y, desde arriba, vigilar con un ojo abierto. El gallo quiso acompañarle, porque así si el gato veía algún peligro, él avisaría a gritos. Al gato le pareció muy bien y, como era muy amable, le dijo: "Vale, pero duerme tranquilo, si yo veo algo te toco la pata y te despierto". Y empezaron a dormir. Pero de pronto, el gato vio a lo lejos una lucecita: avisó al gallo. El gallo le dijo al burro que si no sería una casa. Y el burro y el perro pensaron que tenían que ir a ver. Echaron todos a andar atraídos por la luz, hasta que llegaron a una hermosa casa. El burro miró por la ventana y les dijo a los otros que veía a unos individuos que se disponían a darse un banquetazo. Al hablar de comida todos se dieron cuenta de que no habían cenado y

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tenían mocha hambre. Los hombres que estaban dentro eran una banda de ladrones muy peligrosos. Como los animales tenían mucha hambre, se pusieron a pensar y decidieron maullar, ladrar, rebuznar y cantar a la vez, para asustarles y quedarse solos en la casa con toda la comida. Cuando los ladrones oyeron semejante ruido, se asustaron, creyeron que eran fantasmas y salieron corriendo, y los cuatro animales entraron y se pusieron a comer. Después de comer decidieron quedarse allí a dormir porque se estaba muy a gustito . Apagaron la luz. El burro se echó sobre un montón de paja, el gallo se subió a una viga, el perro se echó detrás de la puerta, y el gato se enroscó como un ovillo junto al fuego, y así se quedaron dormidos. Los ladrones volvieron sin hacer ruido hasta la casa y miraron por la ventana. Como la luz estaba apagada, y el capitán mandó a un ladrón que entrase por la ventana y viera qué ocurría dentro. "No te preocupes", le dijo "Los fantasmas no existen". El ladrón entró y fue a pisar al gato, que le arañó bufando. Asustado, salió corriendo hacia la puerta, y pisó al perro, que le mordió y le gruñó. "¡Jefe, hay un fantasma que me ha arañado y luego me ha mordido!" Muerto de miedo, iba diciendo esto cuando tropezó con el burro, que le dio una coz, mientras decía "uhá, uhá". "¡Ay, mamaíta, ahora me está dando patadas en el trasero." El ladrón saltó como pudo por la ventana y se fue corriendo hasta donde estaba su capitán. Cuando llegó junto al capitán le dijo: "Jefe, un fantasma me ha arañado, otro me ha clavado un cuchillo y otro grandote me ha golpeado". "¿Con un garrote?" "Sí, jefe, con un garrote." Estaba diciendo esto cuando se oyó al gallo: "Kikirikí" El capitán dijo: "¿Has oído?, alguien está diciendo traérmelo aquí". Y los ladrones salieron corriendo muertos de miedo. Desde entonces, los músicos de Bremen, tienen una casa donde vivir tranquilos sin miedo a que los vendan o se los coman. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. (Andersen)

La liebre y la tortuga

En el centro del bosque había un amplio círculo, libre de árboles, en el que los animales que habitaban aquellos contornos celebraban toda clase de competiciones deportivas. En el centro de un grupo de animales hablaba la bonita y elegante Esmelinda, la liebre: - Soy veloz como el viento, y no hay nadie que se atreva a competir conmigo en velocidad. Un conejito gris insinuó, soltando la carcajada y hablando con burlona ironía: - Yo conozco alguien que te ganaría... - ¿Quien? - Preguntó Esmelinda, sorprendida e indignada a la vez. - ¡La tortuga! ¡La tortuga! Todos los allí reunidos rompieron a reír a carcajadas, y entre las risotadas se oyeron gritos de: "¡La tortuga y la liebre en carrera! ¡Frente a frente! En el centro del grupo la liebre alzó su mano para ordenar silencio. - ¡Qué cosas se os ocurren! Yo soy el animal más veloz del bosque y nadie sería capaz de alcanzarme. Y se alejó del lugar tan rápidamente como si tuviera alas en los pies. La liebre se dirigió al mercado de lechugas, pues la tortuga era vendedora de la mencionada mercancía, y se aproximó a la tortuga contoneándose: - Hola tortuguita, vengo a proponerte que el domingo corras conmigo en la carrera. La tortuga se le quedó mirando boquiabierta. - ¡Tú bromeas! Yo soy muy lenta y la carrera no tendría emoción. Aunque, ¡quién sabe! - ¿Como? Pobre animalucho. Supongo que no te imaginarás competir conmigo. Apostaría cualquier cosa a que no eres capaz. - Iré el domingo a la carrera. Una vieja tortuga le dijo: - Tu eres lenta pero constante...; la liebre veloz, pero inconstante ve tranquila y suerte, tortuguita. El domingo amaneció un día espléndido. En el campo de los deportes reinaba una gran algarabía. - ¡Vamos, retírate! - le gritaban algunos a la tortuga. Pero la tortuga, aunque avergonzada no se retiró. La liebre, después de recorrer un trecho se echó a dormir y cuando despertó siguió riendo porque la tortuga llegaba entonces a su lado.

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- ¡Anda, sigue, sigue! Te doy un kilómetro de ventaja. Voy a ponerme a merendar. La liebre se sentó a merendar y a charlar con algunos amigos y cuando le pareció se dispuso a salir tras la tortuga, a quien ya no se la veía a lo lejos. Pero, ¡ay!, la liebre había sido excesivamente optimista y menospreciado en demasía el caminar de la tortuga, porque cuando quiso darle alcance ya llegaba a la meta y ganaba el premio. Fue un triunfo inolvidable en el que el sabio consejo de una anciana y la preciosa virtud de la constancia salieron triunfales una vez más. (Emilio Junquito)

El niño de la selva

Mowgli era un niño que había sido criado en la selva por una loba. Mowgli creció feliz entre los animales de la selva, pero Mamá Loba estaba preocupada porque sabía que el gran tigre Shere-Khan había amenazado con devorar al pequeño. Por eso, Mamá Loba llamó una noche a la pantera negra Bagheera, y le pidió que llevara a Mowgli al poblado de los humanos para que estuviera a salvo de Shere-Khan. Al día siguiente, Bagheera y Mowgli partieron hacia el poblado. Por el camino encontraron al gran oso Baloo, que decidió acompañarles en su viaje. Un rato después, encontraron a la serpiente Kaa, amiga de Shere-Khan. La serpiente, en un momento de descuido, quiso raptar a Mowgli, pero Bagheera y Baloo se dieron cuenta a tiempo, regañaron a Kaa e impidieron que se llevara a Mowgli. Los tres amigos continuaron su camino saludando a todos los amigos de la selva; se encontraron al coronel Hati, el jefe de los elefantes, y a su familia; al rey de los monos; a los buitres, unos animales muy feos pero muy simpáticos... Y así, poco a poco, los tres amigos llegaron al poblado de los humanos. Mowgli se despidió muy triste de sus amigos, pero les prometió volver a verlos muy pronto. Mowgli pensaba que de vez en cuando iría a la selva y allí se encontrarían todos de nuevo y jugarían como lo habían hecho siempre.

Rudyard Kipling (Adaptación)

Juan el distraído

Sus dos hermanos se habían perdido en el bosque. El padre, la madre y todos los vecinos del pueblo salieron en su busca y no pudieron encontrarlos en toda la noche. Ni por los campos ni en el bosque dieron con ellos. Juntos los tres volvían a su casa cuando vieron un gran hormiguero. - Vamos a destruirlo - dijeron los hermanos. - No - replicó Juan -. Dejadlas en paz. No os molestan. No quiero que destruyáis el hormiguero. Andando, andando llegaron al borde de un lago donde nadaban algunos patos. - ¿Por qué no cogemos uno? Lo llevaremos a casa para comer. - No - dijo Juan -. Dejad tranquilos a los patos. No quiero que los matéis. Al caer de la tarde los tres hermanos llegaron a la puerta de un castillo. Entraron y llegaron hasta el patio. No vieron a nadie. Llegaron hasta las cuadras y las vieron llenas de caballos convertidos todos en estatuas de piedra. Subieron al piso y en las salas encontraron a muchos hombres, mujeres y niños convertidos en estatuas de piedra. Siguieron andando y en un rincón, junto a una mesa, encontraron a un señor, ya anciano. Este anciano les recibió con cariño, les dio de cenar y les preparó las camas para dormir. Al día siguiente, al levantarse, Juan no vio a sus hermanos. Daba vueltas buscándolos cuando se encontró con el ancianito. Este anciano le llevó a una sala donde estaban sus hermanos y otros señores y señoras convertidos en estatuas de piedra. - ¿Ves todo esto? Pues si quieres salir de este castillo y que tus hermanos vuelvan a la vida tienes que hacer dos cosas muy difíciles. Si lo consigues, te salvas. Si no lo consigues, tú

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mismo te quedarás aquí convertido en una estatua de piedra. La primera cosa es que antes de que termine este día tienes que encontrar mil perlas que una de las princesas perdió en el parque el último día de su vida. Juan buscó las perlas, pero al anochecer sólo había encontrado diez perlas. Se sentó en el césped y se puso a llorar. La reina de las hormigas, a quien Juan había salvado la vida, le llamó y le dijo: - ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? - Tengo que buscar y entregar mil perlas perdidas en este parque y no tengo más que diez. - No tengas pena. Eso corre de mi cuenta, yo te ayudaré. Llamó a cinco mil hormigas y ellas en poco tiempo juntaron todas las perlas en un gran montón. - ¡Gracias, gracias, amiga hormiga! Al día siguiente el anciano dijo a Juan: - Has resuelto la primera dificultad. Vamos con la segunda. A otras princesa se le cayó la llave de su habitación en ese estanque. Tienes que buscarla y traerla. Si no me la entregas te convertirás en estatua de piedra. Juan, desesperado, llorando, se va al borde del estanque. Los patos que le ven se acercan y le dicen: - Juan, estás triste, lloras; ¿qué te pasa? - Si, tengo que buscar y entregar una llave que está en el fondo de este estanque y eso es imposible. No lo puedo hacer. Si no entrego la llave me convertiré en estatua de piedra. - Tú no lo puedes hacer, pero nosotros sí. Y al momento todos los patos se zambullen y al poco rato aparece uno de ellos con la llave en el pico y se la entrega a Juan. -¡Gracias, amigos! ¡Muchas gracias! Y echó a correr. Entregó la llave al ancianito y al momento estaba con sus hermanos. Con ellos, todos los príncipes, princesas, señores y hasta los caballos recobraron la vida. Los tres hermanos salieron del castillo y se reunieron con sus padres, que se alegraron mucho de verlos. Hermanos Grimm (Adaptación)

La lechera

Hace mucho tiempo, en una granja rodeada de animales, vivía la joven Elisa. Una mañana de verano se despertó antes de lo acostumbrado. ¡Felicidades, Elisa! - le dijo su madre -. Espero que hoy las vacas den mucha leche porque luego irás a venderla al pueblo y todo el dinero que te den por ella será para ti. Ese será mi regalo de cumpleaños. ¡Aquello sí que era una sorpresa! ¡Con razón pensaba Elisa que algo bueno iba a pasarle! Ella que nunca había tenido dinero, iba a ser la dueña de todo lo que le dieran por la leche. ¡Y por si fuera poco, parecía que las vacas se habían puesto también de acuerdo en felicitarla, porque aquel día daban más leche que nunca! Cuando tuvo un cántaro grande lleno hasta arriba de rica leche, la lechera se puso en camino. Había empezado a calcular lo que le darían por la leche cuando oyó un carro del que tiraba un borriquillo. En él iba Lucia hacia el pueblo para vender sus verduras. -¿Quieres venir conmigo en el carro? - le preguntó. - Muchas gracias, pero no subo porque con los baches la leche puede salirse y hoy lo que gane será para mí. -¡Fiuuu...! ¡vaya suerte! - exclamó Lucía -. Seguro que ya sabes en lo que te lo vas a gastar. Cuando se fue Lucía, Elisa se puso a pensar en las cosas que podría comprarse con aquel dinero. Ya sé lo que voy a comprar: ¡una cesta llena de huevos! Esperaré a que salgan las pollitos, los cuidaré y alimentaré muy bien. y cuando crezcan se convertirán en hermosos gallos y gallinas. Elisa se imaginaba ya las gallinas crecidas y hermosas y siguió pensando qué haría después. - Entonces iré a venderlos al mercado, y con el dinero que gane comprará un cerdito, le daré muy bien de comer y todo el mundo querrá comprarme el cerdo, así cuando lo venda, con el dinero que saque, me comprará una ternera que dé mucha leche. ¡Qué maravilla! Será como si todos los días fuera mi cumpleaños y tuviera dinero para gastar.

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Ya se imaginaba Elisa vendiendo su leche en el mercado y comprándose vestidos, zapatos y otras cosas. Estaba tan contenta con sus fantasías que tropezó, sin darse cuenta, con una rama que había en el suelo y el cántaro se rompió. -¡Adiós a mis pollitos y a mis gallinas y a mi cerdito y a mi ternera! ¡Adiós a mis sueños de tener una granja! No sólo he perdido la leche sino que el cántaro se ha roto. ¿Qué le voy a decir a mi madre? ¡Todo esto me está bien empleado por ser tan fantasiosa! Y así es como acaba el cuento de la lechera. Sin embargo. cuando regresó a la granja le contó a su madre lo que había pasado. Su madre era una madre muy comprensiva y le habló así: - No te preocupes, hija, cuando yo tenía tu edad era igual de fantasiosa que tú, pero gracias a eso empecé a hacer negocios parecidos a los que tú te imaginabas y al final. logré tener esta granja. La imaginación es buena sí se acompaña de un poco de cuidado con lo que haces. Elisa aprendió mucho ese día y a partir de entonces tuvo cuidado cuando su madre la mandaba al mercado. Adaptación de la fábula de Lafontaine.

Caperucita roja

Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja. Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo. Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas... De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella. - ¿A dónde vas, niña?- le preguntó el lobo con su voz ronca. - A casa de mi Abuelita- le dijo Caperucita. - No está lejos- pensó el lobo para sí, dándose media vuelta. Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: - El lobo se ha ido -pensó-, no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles. Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo. El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta. La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada. - Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes! - Son para verte mejor- dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela. - Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes! - Son para oírte mejor- siguió diciendo el lobo. - Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes! - Son para...¡comerte mejoooor!- y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita. Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió ayuda a un segador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba. El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!. Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque

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próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó. En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.

Pedro y el lobo

Pedro era un pastorcillo alegre y bromista que cuidaba su rebaño de ovejas en un monte. Un día que se aburría junto a sus corderos se le ocurrió ponerse a gritar con todas sus fuerzas: - ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! ¡El lobo! ¡Que viene el lobo! Los Campesinos que estaban al pie del monte ocupados en los trabajos de la tierra dejaron todo y subieron corriendo. Al verles aparecer cansados y sudorosos Pedro se partía de risa. Los campesinos vieron que el muchacho les había gastado una broma y volvieron enfadados a sus tareas. Unos días más tarde el pastor embustero repitió el grito de alarma con mucha, insistencia: - ¡Auxilio! ¡El lobo, el lobo! ¡Labradores, que viene el lobo y se va a comer las ovejas! . Aunque dudaron un poco, los campesinos fueron corriendo de nuevo y por segunda vez se vieron burlados por Pedro, enfadándose muchísimo. Pero un día llegó el lobo de verdad. Estaba hambriento y empezó a comerse las ovejas. Pedro volvió a llamar a los labradores gritando muchas veces: - ¡El lobo! ¡Ha venido el lobo! ¡Socorro, Socorro! Los campesinos creyeron que sería una broma, como las veces anteriores y nadie acudió para ayudar a Pedro que vio como el lobo acababa con su rebaño. Cuando los labradores se enteraron de lo sucedido se enfadaron con Pedro y le dijeron: - Esperamos que esto te haya servido de lección, las personas que mienten no pueden esperar que los demás confíen en ellas, pero te daremos cada uno de nosotros una oveja para que puedas volver a tener un rebaño.

Los tres osos

En una linda casa, situada en medio del bosque, vivía una familia de osos: papá Oso, mamá Osa y su hijo, el pequeño osito. Cada uno de ellos tenía una silla para sentarse: una silla grande para el papá Oso, una silla mediana para mamá Osa y una silla pequeñita para el Oso chiquitín. Tenían también tres camas de su tamaño y tres platitos para su sopa. Aquella mañana, mamá Osa acababa de hacer la comida y de colocar los tres platos echando humo encima de la mesa. - Parece que está muy caliente la comida - Dijo mamá Osa - . ¿Queréis que, mientras se enfría, vayamos a dar un paseo por el bosque? A papá Oso y al Osito les pareció muy buena idea y, sin pensarlo más, cogieron cada uno su tambor y se fueron por el camino, tocando su música preferida. Cerca de allí vivía con sus papás una niña rubia llamada Margarita. Aquel día había salido a dar un paseo y llegó hasta la casa de los tres ositos. La puerta estaba abierta y Margarita, que era muy curiosa, entró. Lo primero que vio fueron tres sillas y, como estaba muy cansada, probó a sentarse en la silla grande, pero era demasiado alta. Probó entonces la silla mediana, pero no estaba cómoda. Se sentó, por fin, en la silla pequeña y... ¡era justamente de su tamaño! Estaba tan a gusto que empezó a balancearse hasta que... ¡zas!, ¡la silla se rompió...! Un poco asustada, Margarita entró en el comedor y vio tres platos de sopa. Probó la sopa del plato grande, pero estaba demasiado caliente. Probó luego del plato mediano, pero también quemaba un poco. Probó, por fin, la del plato pequeño y estaba... ¡riquísima!; así que se la comió toda. Después le entró sueño y subió por la escalera hasta el dormitorio de los tres osos. Vio tres camas. Se acostó en la grande, pero era demasiado dura. Lo hizo luego en la cama mediana, pero era demasiado blanda, y, viendo en un rincón una cunita pequeña, se acostó en ella. Era tan cómoda, tan cómoda, que se quedó profundamente dormida. Tan profundamente dormida que no oyó llegar a los tres osos, que volvían de su paseo por el bosque.

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Nada más llegar, vieron sus sillas y dijo el Oso grande: - Alguien se ha sentado en mi silla... Y el Oso mediano: - Y en la mía. - Y en la mía también... ¡y la han roto! - Dijo el Osito, llorando. Pasaron al comedor y dijo el Oso grande: - Alguien ha probado mi comida. Dijo el oso mediano: - También han probado la mía... Y dijo el Osito pequeño: - Alguien ha probado mi comida... y se la ha comido toda, toda, toda... Subieron por la escalera al dormitorio, buscando al responsable de aquellos destrozos. La cama del Oso grande tenía toda la colcha arrugada. - Alguien se ha acostado en mi cama... La del Oso mediano tenía la almohada un poco torcida. - Alguien se ha acostado en mi cama... Y cuando el Osito pequeñín se acercó a la suya, vio a Margarita durmiendo tranquilamente y gritó: -¡Alguien se ha acostado en mi cama... y todavía está en ella! Margarita había oído entre sueños el vozarrón del Oso grande, pero pensó que había tormenta con truenos y rayos. Luego oyó la voz tranquila del Oso mediano y... eso la espabiló un poco; pero cuando oyó la voz chillona del Osito pequeñín, se despertó de golpe y se sentó en la cama. ¡Que susto se llevó, al ver a los tres osos mirándola fijamente! Se tiró al suelo y echó a correr. Llegó a la ventana y por ella saltó al jardín. Corrió y corrió como una loca hasta llegar a su casa y pensó: "Ya no me alejaré nunca, nunca más". Mientras tanto, los tres osos en la ventana la veían correr y se reían de lo miedosa que era. Cuando la perdieron de vista, dijo el Oso mediano: - ¡Bueno, vamos a comer de una vez!... y a ti, Osito pequeñín, te voy a hacer una yema con azúcar. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado...

Pinocho

Gepetto era un viejecito que vivía muy solo en su cabaña. Un día, se hizo un muñeco con un trozo de madera. Parecía un niño de verdad. Le puso por nombre Pinocho. - ¡Lástima que no puedas hablar...! ¡Seríamos tan buenos amigos...! De pronto, apareció el hada del país de la Ilusión y quiso conceder a Gepetto su deseo. - ¿Quieres que tu muñeco Pinocho hable y corra como cualquier otro niño...? ¡Pues sea...! - y al decir esto, el hada tocó con su varita mágica al muñequito, que al momento empezó a correr y a saltar llamando papá a Gepetto. - Ahora, Pinocho - dijo el hada -, tendrás que ser bueno. Irás al colegio como los demás niños y no mentirás nunca, pues cada vez que mientas, te llevarás una desagradable sorpresa. Al día siguiente, Pinocho se dispuso a ir al colegio con su cartilla debajo del brazo. Por el camino, se encontró con unos niños que le dijeron: - ¡Vente con nosotros al circo! Está en la plaza del pueblo y Pinocho se fue con ellos. El dueño del circo, al ver aquel muñeco que se movía como un niño de verdad, le hizo cantar y bailar en el escenario. Cuando acabó la función, y como Pinocho quería volver a su casa con Gepetto, lo encerró en una jaula para que no se escapase. Así pasaron varios meses. Pinocho lloraba y lloraba mucho, acordándose de Gepetto, hasta que un día el hada del país de la Ilusión vino en su ayuda. Se le apareció y, tocando con su varita mágica la jaula, sin saber cómo, Pinocho se encontró en la puerta de su casa. Gepetto se alegró mucho de volverlo a ver. - ¡Pinocho, hijo mío!... ¡Cuánto he llorado creyéndote perdido para siempre! ¿Donde has estado...? Pinocho comenzó a decir mentiras y mentiras y, mientras hablaba, sintió que su nariz crecía y crecía lo mismo que sus orejas, que tomaron la misma forma que las de un burro. Pinocho se avergonzó tanto de su aspecto, que huyó de casa.

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- ¡Pinocho, Pinocho, vuelve!... Yo te perdono. A mi no me importan tu nariz y tus orejas... ¡vuelve! Pero no volvió. El bueno de Gepetto cogió un farol, pues era de noche, y salió en busca de su niño, mas no le hallaba por ninguna parte. Preguntó de pueblo en pueblo por él y siempre el mismo resultado: nadie lo había visto. Así llegó a la orilla del mar. Gepetto cogió una barca y se dirigió a una isla, para ver si estaba allí Pinocho. A mitad del camino, una enorme ballena se tragó al pobre Gepetto con barca y todo. Mientras tanto, Pinocho, que estaba arrepentido, había vuelto a su casa y la encontró vacía. Se enteró de la aventura de Gepetto y de que el barco en que éste viajaba se lo había tragado una ballena. Y, sin pensarlo más, decidió ir a salvar a su papá. Para ello, se embarcó con unos pescadores. Un día, una ola hico caer a Pinocho al mar. Pinocho se hundía y se hundía... cuando de pronto... ¿qué diréis que pasó? Pues que apareció la ballena y, ¡allá que te vas!, Pinocho, junto con muchas sardinas, se encontró en la barriga de la ballena y se reunió con Gepetto. ¡Qué alegría se dieron los dos de encontrarse de nuevo! Para salir de allí, tuvieron una idea; con los remos de la barca, hicieron cosquillas en la garganta de la ballena, que sintió un picor muy fuerte, tanto, que no pudo resistir y... ¡¡atchis!! El estornudo fue tan terrible que consiguió desprenderse de aquello que le molestaba. Y allá que van, Gepetto, Pinocho, barca y sardinas, que en medio de una gran ola, fueron a parar a la playa. Una vez de vuelta a su casa, Pinocho comenzó a contar sus aventuras, cómo había desobedecido primero y mentido después. Prometió no ser malo y hacer cuanto le dijera Gepetto. Apareció el hada, que le concedió una nueva oportunidad. Con su varita mágica, devolvió a Pinocho su aspecto normal, sin orejas de burro y con la nariz como la de cualquier otro niño. Todos se alegraron mucho y Pinocho, que fue muy feliz con Gepetto, cada día que pasaba se parecía más a un niño de verdad, hasta que un día dejó de ser muñeco... y, eso sí, nunca, nunca más volvió a decir una mentira. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Bambi

Era una hermosa mañana de primavera. Todas las plantas lucían sus distintos colores iluminados por el sol y los animales salían de sus madrigueras para disfrutar de un día soleado. El jilguero volaba contento anunciando: -¡Eh, amigos, ha nacido un príncipe en el bosque! Poco a poco, fueron llegando todos los animales para verlo: -¡Eh, mirad! ¡Un precioso cervatillo! -¿Cómo se llama? - preguntó el conejo Lucero a mamá cierva. - se llama Bambi contestó feliz su mamá. A los pocos días, Bambi ya conocía a casi todos los animalitos del bosque y se hizo muy amigo de ellos. No se cansaba de jugar con unos y con otros. También empezó a decir sus primeras palabras. Al principio le resultaba un poco difícil aprender todos los nombres y, a veces, se equivocaba, pero todos le sonreían. Un día, bañándose en un riachuelo conoció a una joven cervatilla. -¿Cómo te llamas? - le preguntó Bambi. - Me llamo Falina dijo ella con voz delicada -. ¿Quieres que demos un paseo par el bosque? - Me gustará mucho contestó Bambi tímidamente. Y, desde entonces, todos los días iban juntos y felices de estar uno al lado del otro. Pero llegó el invierno y Bambi, que no conocía lo que era el frío, se puso muy triste. - Ven conmigo, Bambi - le dijo Lucero -, iremos a patinar al lago. Se fueron al lago y... -Bambi, ¡así no! ¡Ten cuidado! -¡Plaff!... Se cayó al suelo varias veces, pero después de varios días consiguió aprender a patinar y empezó a gustarle el invierno. De repente... -¡Cazadores! ¡Hay cazadores en a bosque! ¡Tenemos que escondernos! dijeron los animales. -¡Sígueme, Bambi! - le dijo su madre. -¿Por qué, mamá? - Los hombres son muy malos y nos pueden hacer mucho daño. Vámonos ahora mismo. -¡Bang, bang! Se oyeron los disparos de los cazadores y vio Bambi cómo su mamá caía al suelo herida.

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-¡Corre, hijo mío, corre! gritó su madre. Bambi se fue corriendo y se encontró a un enorme ciervo. -¿Dónde está mi mamá? le preguntó Bambi. - Los hombres se la han llevado y ya no volverá. Tienes que ser fuerte. No te preocupes, desde hoy te cuidaré yo. Pasaron los meses y el Gran Príncipe del bosque se encargaba de enseñarle a galopar como hacían los buenos ciervos. Volvió a llegar la primavera y Bambi se convirtió en un grande y precioso ciervo. De repente, se oyó una voz: -¡Hola, Bambi! Soy Falina, ¿te acuerdas de mi? Paseábamos juntos cuando éramos pequeños. Claro que me acuerdo de ti, Falina, y me alegro mucho de verte, ¡estás guapísima! Y, desde entonces, se enamoraron locamente. Un día apareció el Gran Príncipe... - ¡Daos prisa! ¡Hay un gran incendio! ¡Poneos a salvo! - Yo te ayudaré a avisar a todos dijo Bambi con valentía -. ¡Huid hacia el río! gritaba a todos los animales, el fuego se está extendiendo. Desde allí esperaron a que se apagara y al fin llegó Bambi, que apenas podía respirar. Cuando pasó el fuego se marcharon a otra parte del bosque y, al cabo del tiempo, Bambi y Falina tuvieron dos preciosos cervatillos y el Gran Príncipe del bosque le dijo: - Ya soy viejo, tú debes ocupar mi puesto, Bambi. Y fue así como Bambi se convirtió en el Gran Príncipe del bosque en compañía de Falina y sus hijos. Adaptación del cuento popular

El sol y el viento

Estaban una vez discutiendo el sol y el viento sobre cual de los dos era el más fuerte, cuando de pronto vieron que venía por un camino un hombre, que llevaba puesto un abrigo. El viento le dijo al sol: - Mira aquel hombre que lleva su abrigo. El que consiga que se lo quite, será el más fuerte. Y dicho esto, mientras el sol se ocultaba entre las nubes, el viento empezó a soplar y soplar muy fuerte, pero cuanto más soplaba, más fuerte se sujetaba el abrigo el hombre. Al cabo del rato el viento se cansó de soplar sin conseguir nada. Entonces el sol salió y empezó a calentar más y más, tanto que el hombre empezó a sudar y tanto calor sentía que al final se quitó el abrigo. El sol había conseguido con sus rayos lo que el viento con toda su fuerza no pudo. Fábula de Esopo. (Adaptación)

El sastrecillo valiente

Hace muchos años, en un reino muy lejano, vivía un joven muy pobre. Era sastre. Pero casi nunca trabajaba porque nadie le hacía ningún encargo. Como le sobraba tanto tiempo, siempre estaba con sus fantasías, pensaba y pensaba las hazañas más extraordinarias. Estaba seguro de que algún día iba a ser famoso y rico. Un día de esos de verano en que hace tanto calor, estaba en su taller soñando, como siempre. Unas moscas muy pesadas habían entrado por la ventana y se pasaban el rato zumbando y molestando a nuestro joven sastre. Se le posaban en la nariz, en las manos, en las orejas. En fin, que le estaban dando la lata. El joven estaba tan harto de las moscas que empezó a perseguirlas por todo el taller y a echarlas hacia la ventana. Pero nada, que las moscas no se iban. Estaba tan enfadado que cogió un trapo que tenía por allí, y aprovechando que las moscas se habían posado sobre una mesa, les sacudió un buen golpe. Con tanta fortuna, que siete de ellas quedaron muertas sobre la mesa. Entonces, el joven sastre se sentó y empezó a soñar que, en realidad, había luchado contra siete feroces guerreros y que los había vencido a los siete. Y de tanto pensarlo, llegó a creer que era verdad. Se sentía como el más valiente de los caballeros del reino. Y como era sastre, pues se hizo una camisa muy bonita con un letrero en el pecho, en el que ponía «MATÉ SIETE DE UN GOLPE». Y, con la camisa puesta, salió por toda la ciudad. La gente, que leía lo que ponía en la camisa del sastre, pensaba que había matado a siete guerreros y el sastre decía que sí que había

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matado a «siete de un golpe». El sastre se hizo muy famoso y en todo el reino se hablaba del Sastrecillo Valiente que había matado a siete de un golpe. Por aquellos días, el Rey lo estaba pasando muy mal, porque dos gigantes muy crueles estaban a la puerta de su palacio y querían quitarle sus riquezas y su reino. El Rey buscaba a alguien que quisiera ayudarle. Entonces, alguien le habló del Sastrecillo Valiente y mandó a buscarlo. Por eso, un día, aparecieron por el taller del sastre unos enviados del Rey y le pidieron que fuera a palacio a ayudar al Rey y a derrotar a los gigantes. El sastre se asustó mucho y se arrepintió de haber sido tan soñador y de haberse metido en ese lío. Pero como no quería que nadie le llamara mentiroso y se riera de él, aceptó y se fue a luchar contra los gigantes. Y llegó cerca del palacio llenito de miedo. En el bosque que rodeaba el palacio vio a los dos gigantes que estaban sentados a la sombra. Temblando y sin hacer ruido, se subió a un árbol para que los dos gigantes no le vieran. Como hacía mucho calor, los dos gigantes se quedaron dormidos. Entonces, el sastre tiró una piedra que golpeó a uno de los gigantes en la nariz. El gigante se despertó enfadadísimo y dolorido. Creyó que había sido el otro gigante el que le había dado la pedrada y le dio dos puñetazos bien fuertes. Cuando los gigantes volvieron a quedarse dormidos, el Sastrecillo Valiente, tiró una piedra al otro gigante le dio en los dientes. El gigante se despertó hecho una fiera y pegó una patada al otro. Los dos gigantes se liaron a puñetazos, patadas y mordiscos. Estuvieron peleando más de dos horas. Hasta que al fin, agotados, quedaron tumbados en el suelo sin poder moverse. El sastre echó a correr hacia palacio, gritando: Venid, venid! ¡corred! He peleado con los gigantes y los he vencido! ¡Venid a sujetarlos! Los soldados del Rey fueron en busca de los gigantes sin creer lo que el sastre decía. Pero cuando llegaron vieron a los dos gigantes tumbados en el suelo. Los ataron con muchas cuerdas y cadenas y, con unos cables, los arrastraron y los metieron en los calabozos. El Rey, muy contento y muy agradecido, regaló muchas riquezas al Sastrecillo que se convirtió en un señor muy poderoso. Y, además, la Princesa se casó algunos años después con el famoso Sastrecillo Valiente.

La lechera

Hace mucho tiempo, en una granja rodeada de animales, vivía la joven Elisa. Una mañana de verano se despertó antes de lo acostumbrado.

¡Felicidades, Elisa! - le dijo su madre -. Espero que hoy las vacas den mucha leche porque luego irás a venderla al pueblo y todo el dinero que te den por ella será para ti. Ese será mi regalo de cumpleaños. ¡Aquello sí que era una sorpresa! ¡Con razón pensaba Elisa que algo bueno iba a pasarle! Ella que nunca había tenido dinero, iba a ser la dueña de todo lo que le dieran por la leche. ¡Y por si fuera poco, parecía que las vacas se habían puesto también de acuerdo en felicitarla, porque aquel día daban más leche que nunca! Cuando tuvo un cántaro grande lleno hasta arriba de rica leche, la lechera se puso en camino. Había empezado a calcular lo que le darían por la leche cuando oyó un carro del que tiraba un borriquillo. En él iba Lucia hacia el pueblo para vender sus verduras. -¿Quieres venir conmigo en el carro? - le preguntó. - Muchas gracias, pero no subo porque con los baches la leche puede salirse y hoy lo que gane será para mí. -¡Fiuuu...! ¡vaya suerte! - exclamó Lucía -. Seguro que ya sabes en lo que te lo vas a gastar. Cuando se fue Lucía, Elisa se puso a pensar en las cosas que podría comprarse con aquel dinero. Ya sé lo que voy a comprar: ¡una cesta llena de huevos! Esperaré a que salgan las pollitos, los cuidaré y alimentaré muy bien. y cuando crezcan se convertirán en hermosos gallos y gallinas. Elisa se imaginaba ya las gallinas crecidas y hermosas y siguió pensando qué haría después. - Entonces iré a venderlos al mercado, y con el dinero que gane comprará un cerdito, le daré muy bien de comer y todo el mundo querrá comprarme el cerdo, así cuando lo venda, con el dinero que saque, me comprará una ternera que dé mucha leche. ¡Qué maravilla! Será como si todos los días fuera mi cumpleaños y tuviera dinero para gastar.

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Ya se imaginaba Elisa vendiendo su leche en el mercado y comprándose vestidos, zapatos y otras cosas. Estaba tan contenta con sus fantasías que tropezó, sin darse cuenta, con una rama que había en el suelo y el cántaro se rompió. -¡Adiós a mis pollitos y a mis gallinas y a mi cerdito y a mi ternera! ¡Adiós a mis sueños de tener una granja! No sólo he perdido la leche sino que el cántaro se ha roto. ¿Qué le voy a decir a mi madre? ¡Todo esto me está bien empleado por ser tan fantasiosa! Y así es como acaba el cuento de la lechera. Sin embargo. cuando regresó a la granja le contó a su madre lo que había pasado. Su madre era una madre muy comprensiva y le habló así: - No te preocupes, hija, cuando yo tenía tu edad era igual de fantasiosa que tú, pero gracias a eso empecé a hacer negocios parecidos a los que tú te imaginabas y al final. logré tener esta granja. La imaginación es buena sí se acompaña de un poco de cuidado con lo que haces. Elisa aprendió mucho ese día y a partir de entonces tuvo cuidado cuando su madre la mandaba al mercado. Adaptación de la fábula de Lafontaine.

La Cenicienta

Hubo una vez una joven muy bella que no tenía padres, sino madrastra, una viuda impertinente con dos hijas a cual más fea. Era ella quien hacía los trabajos más duros de la casa y como sus vestidos estaban siempre tan manchados de ceniza, todos la llamaban Cenicienta. Un día el Rey de aquel país anunció que iba a dar una gran fiesta a la que invitaba a todas las jóvenes casaderas del reino. - Tú Cenicienta, no irás -dijo la madrastra-. Te quedarás en casa fregando el suelo y preparando la cena para cuando volvamos. Llegó el día del baile y Cenicienta apesadumbrada vio partir a sus hermanastras hacia el Palacio Real. Cuando se encontró sola en la cocina no pudo reprimir sus sollozos. - ¿Por qué seré tan desgraciada? -exclamó-. De pronto se le apareció su Hada Madrina. - No te preocupes -exclamó el Hada-. Tu también podrás ir al baile, pero con una condición, que cuando el reloj de Palacio dé las doce campanadas tendrás que regresar sin falta. Y tocándola con su varita mágica la transformó en una maravillosa joven. La llegada de Cenicienta al Palacio causó honda admiración. Al entrar en la sala de baile, el Rey quedó tan prendado de su belleza que bailó con ella toda la noche. Sus hermanastras no la reconocieron y se preguntaban quién sería aquella joven. En medio de tanta felicidad Cenicienta oyó sonar en el reloj de Palacio las doce. - ¡Oh, Dios mío! ¡Tengo que irme! -exclamó-. Como una exhalación atravesó el salón y bajó la escalinata perdiendo en su huida un zapato, que el Rey recogió asombrado. Para encontrar a la bella joven, el Rey ideó un plan. Se casaría con aquella que pudiera calzarse el zapato. Envió a sus heraldos a recorrer todo el Reino. Las doncellas se lo probaban en vano, pues no había ni una a quien le fuera bien el zapatito. Al fin llegaron a casa de Cenicienta, y claro está que sus hermanastras no pudieron calzar el zapato, pero cuando se lo puso Cenicienta vieron con estupor que le estaba perfecto. Y así sucedió que el Príncipe se casó con la joven y vivieron muy felices.

Pulgarcito

Había una vez una familia de leñadores que tenían siete hijos. Al más pequeño le llamaban Pulgarcito porque cuando nació tenía el tamaño de un dedo pulgar. Un día, se fueron al bosque todos los hermanos sin darse cuenta de que se estaban alejando mucho. Todos, menos Pulgarcito, que se le ocurrió dejar migas de pan para marcar el camino. De repente... -¡Mamá, papá! exclamaban llorando. ¡Estamos solos! ¡Nos hemos perdido! -¡Dejad de llorar! dijo Pulgarcito. Yo os llevaré a casa. Sin embargo, se llevaron una terrible sorpresa al darse cuenta de que los pájaros se habían comido las migas de pan que Pulgarcito había dejado. Con mucho miedo, comenzaron a caminar sin rumbo hasta que vieron una casa:

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-¡Vamos! - les dijo Pulgarcito a sus hermanos. ¡Cerca de aquí hay una casa, así que no os preocupéis! -¿Podemos pasar? ¡Nos hemos perdido! dijeron llamando a la puerta. -¡Pobrecitos dijo la mujer -, dónde habéis ido a caer! ¿Acaso no sabéis que aquí vive un ogro que se come a los niños? -¿Y qué podemos hacer? dijo Pulgarcito, tiritando. En el bosque nos devorarán los lobos o moriremos de frió. La mujer del ogro, creyendo que podría esconder a los hermanos, los dejó pasar y los escondió. Al poco rato llegó el ogro. Nada más entrar, se puso a olfatear por toda la casa. Era un ogro muy feo que tenía una nariz muy grande y mucho pelo por todo el cuerpo. -¡Mmm, huelo a carne fresca! decía a cada paso que daba. -¡Es el cordero que te he preparado de cena! dijo la mujer. - No digas tonterías ¡Es a carne fresca y tierna a lo que estoy oliendo! Y, de repente, descubrió a los niños. -¿Acaso querías engañarme, mujer? ¡jo, jo, jo! Mañana me los comeré. Acuéstalos en la habitación que mañana me ocuparé de ellos. El ogro tenía siete hijas, y cuando se quedaron dormidas Pulgarcito les cambió las coronas que tenían puestas en la cabeza por sus gorritos para engañar al ogro. Y, efectivamente, le engañaron, porque cuando fue a buscar a los hermanos tocó la cabeza de sus hijas y, al tocar los gorritos, pensó que eran ellos y se marchó. - Ahora puedo dormir tranquilo - pensó el ogro volviendo a su cama. Pulgarcito y sus hermanos aprovecharon que el ogro estaba durmiendo para escapar. -¡Vamos a escondernos tras esa roca! - les gritó a sus hermanos. El ogro, cuando se despertó y se dio cuenta de que los niños se habían marchado, se enfadó mucho y se fue a buscarlos. -¡Esos mocosos me las van a pagar! ¡Mujer, dame mis botas mágicas que voy a atraparlos y a comérmelos! El ogro se cambió de botas para correr más deprisa y poder atraparlos. Y eso es lo que hizo, correr y correr hasta que tuvo que tumbarse a descansan

-¡Vamos, deprisa! ¡Ahora que está dormido aprovechemos para quitarle las botas! dijo Pulgarcito a sus hermanos, que estaban escondidos. Así lo hicieron, y el pequeño Pulgarcito se puso las botas para ir a buscar ayuda. Cuando llegó al pueblo y contó lo que les había ocurrido a él y a sus hermanos, la gente del pueblo se puso muy contenta y le dieron las gracias porque llevaban mucho tiempo buscándolos. Corrieron a rescatarlos y los llevaron a su casa con sus padres, que estaban deseando verlos. Adaptación del cuento de PERRAULT

Rapunzel

En un lejano país, vivían un hombre y una mujer que deseaban con todas sus fuerzas tener un hijo. Tenían una preciosa casa cerca de un jardín lleno de flores y frutas que nunca se atrevían a coger porque pertenecía a una bruja muy poderosa. Un día, la mujer estaba mirando al jardín y vio unos hermosos melocotones que le apetecieron enseguida. Se lo dijo a su marido y éste fue a buscarle los melocotones. De repente oyó un grito: -¡Atrevido! Te estás llevando mis mejores melocotones. Era la bruja. -Los cogí por pura necesidad. Son para mi pobre mujer, que está muy delicada. -¡Bien, hombre, ya que tu mujer los desea tanto, puedes llevarte todos los melocotones que quieras de mi jardín. Pero has de prometerme que si algún día llegáis a tener un hijo, me lo entregaréis en el momento de nacer! El hombre, como pensaba que no iba a poder tener hijos, accedió. Sin embargo, al poco tiempo les nació una niña preciosa que llamaron Rapunzel. La bruja cumplió su promesa y se la llevó. El matrimonio se quedó tristísimo.

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Pasó el tiempo y Rapunzel se convirtió en una guapísima joven con una preciosa melena rubia. Los cabellos de Rapunzel eran lo más hermoso que se haya visto jamás. Rubios como el oro, tan finos como la seda y muy, muy largos, puesto que no se los había cortado jamás. Era tan guapa que la bruja no quería que nadie la viera. Por eso, la encerró en una torre. De vez en cuando le gritaba: -¡Rapunzel, niña hechicera, échame tu cabellera! Cuando la hermosa joven escuchaba la voz de la bruja echaba por la ventana su pelo dorado y por el subía la vieja. Al cabo del tiempo un príncipe pasó por allí y al acercarse a la torre oyó cantar una voz. Le sorprendió lo dulce que era, tan dulce que se paró a escuchar. Era la voz de Rapunzel. Como estaba siempre sola, se entretenía cantando bonitas canciones. El príncipe quería ver a la joven que tenía esa hermosa voz, pero no la encontraba. Decidió esconderse durante unos días a ver si descubría quien era la joven que cantaba tan bien. Un día, estando escondido, escuchó: -¡Rapunzel, niña hechicera, échame tu cabellera! Y así vio cómo la bruja subía por el pelo de la joven. Al día siguiente, él hizo lo mismo y al ver a Rapunzel le prometió sacarla de allí. Al anochecer, la bruja volvió a subir y Rapunzel le preguntó: -¿Por qué pesas tú más que el príncipe? -¿Cómo puedes tú conocer al príncipe? - le preguntó enfadada -. ¡Ahora no volverás a verle! - exclamó. Y, en ese momento, le cortó su preciosa melena y llevó a Rapunzel a un desierto donde no pudiese encontrarla nadie. Esa noche el príncipe gritó: -¡Rapunzel, niña hechicera, échame tu cabellera! La bruja lo tenía todo preparado. Sacó la melena de Rapunzel por la ventana y el príncipe empezó a subir. Cuando iba por la mitad, la bruja soltó la melena y el príncipe cayó sobre unos espinos que le dejaron ciego. El príncipe huyó como pudo. Empezó a vagar por el bosque, sin saber donde iba. Al cabo de mucho tiempo llegó al desierto donde vivía Rapunzel. Ella lo vio y le abrazó llorando. Dos de sus lágrimas humedecieron los ojos del príncipe y, al momento, quedaron curados. Entonces, el dolor se convirtió en alegría y felices y contentos llegaron al reino del príncipe, donde vivieron juntos muchos años. Adaptación del cuento de los hermanos Grimm

Las dos ardillas

En un lejano bosque repleto de árboles vivían dos ardillas que eran muy amigas, la ardilla roja y la ardilla gris. La ardilla roja era muy trabajadora. Cuando llegaba el otoño se pasaba el día recogiendo frutos secos para llenar su despensa. La ardilla gris, sin embargo, era muy holgazana. Mientras su amiga trabajaba recogiendo frutos secos, ella se pasaba el día tumbada en el campo, disfrutando del paisaje, muy contenta de no hacer nada. Cuando al final del otoño tuvo la ardilla roja repleta su despensa de frutos secos, se preparó a encerrarse en su casa, dispuesta a pasar el invierno tranquilamente. Y llegaron los vientos y los fríos invernales. En el bosque era imposible estar. Todos los animalitos se escondían en sus casas y comían los frutos secos que habían recogido en el otoño. Eran días desastrosos para la ardilla gris, la ardilla holgazana, quien por no ser trabajadora tenía la despensa vacía. Una noche el bosque se llenó de nieve, los animalitos no podían encontrar comida fuera de su casa. Ahora tendrían que alimentarse cada uno con o que hubieran recogido en el otoño. ¡Pobre ardilla gris! ¡Había sido tan holgazana! Ahora no tenía nada en su despensa y casi se moría de hambre. Un día la ardilla roja la vio venir medio muerta de hambre y frío, y llorando.

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- Ardillita roja, amiga mía. ¡socórreme! Ya no puedo resistir más, me muero de hambre. Dame algo de comer. La ardilla roja era muy bondadosa y la dejó entrar en su casa. - Pasa, pobrecita. Aquí encontrarás comida y calor durante todo el invierno. Lo qué yo guardé en el otoño lo comeremos entre las dos. - ¡Qué buena eres, querida compañera! - dijo emocionada la ardilla gris. Pero como la comida estaba calculada para una ardilla sola, y no para dos, llegó un momento en que se acabó y vinieron días de escasez y de hambre. Pero ya empezaba a hacer bueno y salieron a trabajar. ¡A trabajar! Tanto la ardillita roja, que siempre había sido trabajadora, como la ardillita gris que nunca había trabajado. Y es que la ardillita roja había sido tan bondadosa que conmovió a la ardillita gris, y ésta le prometió que ya nunca volvería a ser holgazana. (Serie infantil. Editorial Vascoamericana)

Recopilación: Catalina Terán J.

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