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Texto: Marcelo Larraquy Fotos: Adriana Groisman y AP

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Crónica El escritor Marcelo Larraquy entrenó como nunca en sus 45 años con un objetivo: correr la Maratón de Nueva York. Desafiando lesiones traicioneras y todos los contratiempos posibles, llegó a la meta. Aquí cuenta todo lo que sintió en las 4 horas, 46 minutos y 6 segundos más felices de su vida.

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Texto: Marcelo Larraquy Fotos: Adriana Groisman y AP

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Crónica El escritor Marcelo Larraquy entrenó como nunca en sus 45 años con un objetivo: correr la Maratón de Nueva York. Desafiando lesiones traicioneras y todos los contratiempos posibles, llegó a la meta. Aquí cuenta todo lo que sintió en las 4 horas, 46 minutos y 6 segundos más felices de su vida.

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Aviso: estoy escribiendo esta nota desde hace seis me-ses, pero vengo corriendo desde hace mucho tiempo antes. Cuento algo rápido: “Es domingo 7 de noviem-bre de 2010. Son casi las 11 de la mañana en Nueva York. Estoy mezclado entre cuarenta y cinco mil co-

rredores de todo el mundo. Arranqué muy mal. Perdí muchos minutos tomando fotos desde el puente Verrazano. La vista es impactante. Pero la emoción no me permite coordinar bien los movimientos. Me molestan el viento y el frío”.

Un día antes de la maratón Adriana Groisman, fotógrafa co-rresponsal de Clarín, me mostró los puntos del recorrido desde donde tomaría las fotos y aprovechó para ver de dónde venía la luz. Después hicimos un raid en el subte para comprobar si los tiempos que yo preveía para la carrera –seis minutos el kilóme-tro– le daban margen para hacer las combinaciones y alcanzar-me para otra foto. Con nosotros estaba Carolina Rossi. Había sido mi entrenadora en las maratones de 2008 y 2009 en Buenos Aires, y ahora acababa de escalar el Kilimanjaro, en Tanzania. (5.985 metros). Pese a la bronquitis y el trajín, decidió correr la 42K en Nueva York. Con los mapas y el cronómetro, los tres pare-cíamos cartógrafos. Pero los mapas no cuentan la historia. Al día siguiente, después de cruzar el puente Verrazano, había miles de personas aplaudiendo por la Fourth Avenue de Brooklyn. Nos hacían sentir corredores ilustres.

Nota mental para el artículo que me comprometí a escribir: “Buena noticia. Avanzando por Brooklyn empecé a recuperar el

ritmo. Hice casi cinco kilómetros en la primera media hora, pero sigo sin sentirme cómodo”.

Supuse que era el insomnio. La noche anterior a la carrera no pude pegar un ojo. Y ahora corría dormido y de mal humor. Me recriminé que el evento más trascendente de mi vida deportiva –sin desdeñar algunos partidos de hándbol en el secundario–, lo había arruinado en la noche previa. Se lo comenté a Carolina en la carrera. Me recomendó que no me preocupara: “Pole, pole –me dijo en swahili, un dialecto africano–. Lo importante es que hayas descansado bien el viernes. En la última noche nadie puede dor-mir mucho. Date tiempo para acomodarte en la carrera”.

Pero pasaban los minutos y ese tiempo no llegaba. Un poco aturdido por los gritos de la gente, sentí un fuerte dolor en la par-te trasera de la rodilla. El hueco poplíteo. Lo que temía. La lesión tenía una historia. No me iba a dejar correr mucho tiempo más. Hago un pequeño flashback para que se entienda mi desespera-ción, y luego retorno a la carrera...

•••Empecé a correr pensando en la maratón de Nueva York en

marzo de este año. Algo tranquilo, tres veces a la semana, entre 8 y 12 kilómetros. En forma casi simultánea volví al fútbol. Me sentía liviano y rápido, hasta que en abril, una fricción del juego me provocó un esguince en el tobillo derecho. Tres días después, fui a correr la maratón Fila con mi hijo, de nueve años. Era su primera carrera y quería estar a su lado. Hizo 4 kilómetros en 28 minutos y varias veces tuvo que esperarme porque yo corría lite-

A pesar del dolor. Una lesión en el tobillo tuvo a maltraer al corredor en el entrenamiento. En la carrera, sufrió dolores en una rodilla.

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ralmente en una pierna. La derecha no podía apoyarla. En mayo estuve moviéndome por el lanzamiento de mi libro De Perón a Montoneros. Aproveché el mes para recuperarme y no corrí. En junio empecé a trabajar casi exclusivamente gemelos, isquioti-biales y cuádriceps en el gimnasio, con rutinas que me hacían arder las piernas. Ya podía pisar bien, pero no me animaba a co-rrer. En julio, tímidamente, trotaba en el Rosedal porteño, pero salí a rodar oficialmente en agosto: 45 kilómetros por semana. Si no llegaba a ese número, lo completaba con un fondo de 21 kilómetros los domingos. En el gimnasio agregué clases de indo-or cycle y de aero sculpt. Pero de este ítem deserté en la segunda clase. No era para mí. Me sentía, en cambio, mucho más feliz en el puente peatonal de avenida Dorrego y Figueroa Alcorta. Lo recorría, ida y vuelta, 20 ó 25 veces. Y cada tanto, también, me enganchaba en el running team de Fila en el Rosedal o Puerto Madero y entrenaba con ellos.

Ya sentía la tensión de los preparativos, y en el regreso noctur-no a casa, empezaba a sentir respeto por lo que estaba haciendo. La obligación de salir a correr aunque no tuviera ganas. Correr no es una cuestión de voluntad. La voluntad también se entrena.

En septiembre, la editorial Aguilar relanzó mi libro Galimberti: de Perón a Susana, de Montoneros a la CIA y también empecé a es-cribir el último volumen de la trilogía Marcados a fuego. Ninguno de estos dos eventos distrajo mi planificación. Incluso empecé a hacer sesiones de kinesiología para supervisar el tobillo. Todo estaba perfecto. Excepto el peso, entre 77 y 78 kilos, dos o tres

más de los que aspiraba para Nueva York, pero todavía no quería privarme de vinos y de asados. Me había acostumbrado a reparar los excesos con un trote suave.

El mes de octubre lo destiné a hacer “pasadas” de velocidad, con tramos muy rápidos y otros de recuperación, para mejorar el ritmo de carrera. Era la última etapa del plan. Nunca la pude concretar. El sábado 2, a las seis de la tarde, empecé a sentir dolor en la rodilla. Supuse que había sido un golpe intrascendente con alguna silla. A la noche, la pierna derecha era una estaca. Tenía que arrastrarla. Empecé a tomar antiinflamatorios y a colocarme hielo. Al cuarto día volví a correr: en media hora la rodilla estaba caliente e hinchada. La kinesióloga me dijo que era normal, pero yo estaba desorientado. Algo raro había. Consulté a otra, la licen-ciada en rehabilitación física Anet Rubido. Había sido gimnasta y trataba deportistas. Su diagnóstico fue: esguince de grado tres en el tobillo, que subía como tendinitis a la rodilla. Por eso me do-lía el hueco poplíteo. Los ligamentos estaban comprometidos: si seguía entrenando los iba a romper. Me prohibió correr durante tres semanas o un mes. Le dije que en un mes tenía la carrera y todavía tenía pendiente los trabajos de velocidad. Me dejó en claro que si yo pensaba manejarme como quería no volviera más al consultorio. De ahora en más, mi tobillo lo iba a gobernar ella. ¿Aceptaba o no? Me quedé callado. Lo empezó a manipular y me hizo saltar de la camilla de dolor.

Traté de entender: si seguía entrenando lesionado no iba a viajar. Podría correr la maratón sólo si no entrenaba. Visité a Anet

La elite del asfalto. Fueron 45.350 los atletas que empezaron la maratón más importante. De ellos, 44.829 cruzaron la meta.

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tres o cuatro veces por semana: electrodos en las piernas, láser en los tobillos, magnetoterapia, todos los viernes una inyección y antes de terminar la sesión volvía a maniobrar el tobillo y me hacía saltar. Seguí yendo a Megatlón casi a diario: bicicleta fija, flexiones, abdominales, jamás un trote. Era decepcionante.

El lunes 1° de noviembre obtuve el alta oficial y corrí veinte mi-nutos después de 33 días. Al día siguiente viajé a Nueva York y seis horas después de aterrizar estaba corriendo por la ribera del río Hudson. 75 minutos. Después hice ejercicios con Carolina en el Central Park. Estaba bien, sin dolores, pero pesado: 76,400. No había podido adelgazar como quería. “Es lo que hay”, me dije.

•••Y lo que había era que en la carrera no lograba encajar. Pensaba

que correr sin haber dormido era lo peor que podía ocurrirme. No fue así. Al kilómetro 6, me volvió el primer latigazo en la parte posterior de la rodilla. Igual que en el Rosedal. “Esto se va todo a la mierda”, pensé. Revisé el cuadro de situación: “Más de un mes sin correr, la noche anterior sin dormir, el sablazo constante en el hueco poplíteo y 36 kilómetros por delante…”. La tarea era compleja. Le pedí a Carolina un antiinflamatorio y traté de engancharme más con lo que pasaba afuera. Busqué una mirada más microscópica de la calle. Las caras de la gente, el punteo del guitarrista de una banda que sonaba en la esquina, un bombero montado en la autobomba. Le pregunté a Carolina cómo está-bamos: “Bien. Diez kilómetros en 1h 2m”. Tiempo neto. En la milla 8 (12,8 kilómetros) detecté el edificio donde encontraría

a Adriana. Le había tomado una foto el día anterior y tenía esa imagen en la cabeza. Allí estaba ella, en la multitud. Todo per-fecto. Seguíamos en Brooklyn. Durante dos kilómetros, por la avenida Lafayette, la gente no paró de festejarnos. Yo corría chocándoles las manos, tocándoles la cabecita a los niños; cada tanto me abalanzaba hacia el público, y subía y bajaba los brazos y me ganaba una ovación.

Habrá pasado casi una hora más después de todo esto. Me acuerdo que tomé dos masticables de frutilla que me ofreció una señora para recobrar fuerzas, doblé por la avenida Greenpoint, en Queens, y el sol me trajo a mi papá otra vez. Se había ido hacía muy poco. Recordé su último día en la cama de casa, la claridad de la ventana del fondo, la llegada del médico a las cinco, la des-esperación que teníamos con mis hermanos, el pedido de volver a internarlo, la ambulancia, el chequeo de las autorizaciones y los estudios, el pase de la cama a la camilla, la sensación de final que tuvimos cuando salimos a la vereda, la espera en la sala, la médica que se acercaba a nosotros por el pasillo de Emergencias, el abrazo que le di, esa misma noche, cuando ya estaba quieto.

Doblé por un boulevard. Uno de los mitos acerca de la mara-tón de Nueva York son los puentes. Esto quiero aclararlo. Son cinco: no les teman. Quizá porque, en mi caso, había acumulado experiencia en el puente de Dorrego y Figueroa Alcorta, pero en general, con gemelos cargados, ni los puentes ni las cuestas ofrecen dificultades. Sin embargo, pueden esconder trampas. Hasta que me topé con el Queensboro Bridge, yo tenía adentro

Uno entre 256. Larraquy no fue el único argentino en Nueva York. En la foto, Esteban Vincent, uno de los 256 embajadores del país.

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medio maratón en 2h 07m de tiempo neto. Me mantenía apenas por encima de seis minutos el kilómetro. Cumpliendo el plan de carrera. Pero el puente, que conecta Queens con Manhattan, ofrece una de las vistas más impactantes de la ciudad y hay que tener mucho estómago para no demorarse haciendo fotos.

Cuando bajé a la First Avenue, ya estábamos en el kilómetro 26 y me encontré con fuerzas. Sentía que todavía no había em-pezado a correr. En ese momento no me importó nada y traté de recuperar el tiempo perdido. Casi sin tomar conciencia de lo que hacía llegué al kilómetro 30. Volaba. Sentía que estaba rompiendo la barrera del sonido. O la del miedo, que es más importante. Quiero hacer un comentario sobre esto: el miedo es un condicionante muy fuerte a partir del kilómetro 30. Es una frontera. Cuando la cruzás, ya no sabés cuál será tu destino. El cuerpo entra en estado de vulnerabilidad. El ánimo también. Todo lo malo que pueda suceder, es casi inevitable que suceda. En mis tres maratones anteriores, yo había vivido esa frontera de manera desoladora. Recuerdo el sol del mediodía, las lar-gas avenidas desiertas, la zona vieja del puerto, y yo muy solo, atrapado en un trote vergonzoso del que creía que no escaparía jamás. Todo lo que venía dispuesto a dar era nada al momento de la verdad. ¡Nada! Es la tremenda revelación del kilómetro 30. La soledad del kilómetro 30. Se podría escribir un libro sobre esto.

Sin embargo, esta vez, esa frontera fue una fiesta para mí. De los 30 a los 35 kilómetros corrí la mejor carrera de mi vida. Me sentía feliz, veloz, potente. Conduciendo mi propio destino.

No tenía dolores. De Manhattan cruzamos el río hacia la zona más livianita del Bronx y enseguida, otro puente, y llegamos al Harlem. Gente de primera. Gritaban “go, go”, para que nadie se rindiera. Era un grito ensordecedor. Ya estábamos entrando al corazón de Nueva York, siempre firme por la Quinta Avenida. Creo que faltarían cuatro millas. 6,4 kilómetros. Cuatro vueltas al Rosedal porteño. Ni me detenía a mirar cómo descendía el nú-mero de calles. 126, 122, 119. Sólo pensaba en empujar el carro, en poner el cuerpo. Me sentía tan bien que deseaba que mi vida se suspendiera en esa sensación de pureza, de bienestar. Pero no. En forma inesperada comencé a sentir un dolor fuerte en la veji-ga. Había ido postergando mis ganas de hacer pis pero ahora me resultaba imposible no atender el asunto. Era mucho más que una molestia. Siempre sentí poco respeto por los corredores que hacen cola en los baños químicos en plena carrera. Pero ahora, sin baños a la vista, me tocaba a mí resolver el tema de manera rápida. ¿Dónde pararía? Mientras corría, iba buscando un lugar más o menos íntimo, pero me complicaba la multitud sobre los bordes. Por suerte, a la distancia, advertí una arboleda. Era uno de los extremos del Central Park. Pedí permiso a la gente, bajé las escaleras y me escabullí entre las ramas de un árbol del parque.

Me tomé mi tiempo. Cuando volví a la pista, un hombre me palmeó la espalda, cómplice, para saludar mi regreso, pero ya no me sentía el mismo. Estaba frío. Forcé el ritmo y me conmo-vió un pinchazo en el cuádriceps izquierdo. Jamás me había ocurrido eso. Fue como si un piedrazo rompiera el vidrio de la

Running para todos. En la maratón neoyorquina, como en otras grandes ciudades, corren los discapacitados. Este año llegaron 42.

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ventana e interrumpiera mi plácida lectura. Algo inesperado. Quedé mentalmente paralizado. Analicé la situación: o tomaba nota del alerta y aflojaba, o me hacía el desentendido y seguía corriendo fuerte. Decidí esto último. Me pareció una decisión honesta y valiente. Un leve contratiempo no podía detenerme.

A menos de doscientos metros, otro cascotazo. ¡Pum! El ge-melo izquierdo se contrajo. Si se atrofiaba, me sumaría a las filas de los que habían perdido la batalla. Fui cauto. Bajé el ritmo. Si quería llegar, debía dejar que pase el mal momento, ser pacien-te. Pensé: llevaba casi cuatro horas corriendo, más treinta sin dormir, y si seguía tirando de la cuerda, se podía cortar.

Corrí en forma cautelosa durante poco más de un kilómetro. En la calle 86, entré al Central Park y me topé con la milla 24. Faltaban sólo 3,5 kilómetros. El último sol de la tarde empezó a pegarme en la cara. Volví a recuperar la confianza. “Ya estoy adentro”, me dije. Empecé a mirar otra vez. Las caras de la gente, árboles, edificios, a escuchar el murmullo. Miraba a los runners que venían a mi lado, me miraba por dentro. ¿Cuántas veces más en mi vida podría volver a vivir un momento como éste?

En el kilómetro 40, encontré a un trainer que ordenaba ve-locidad a su alumna como en un cuartel de guerra. La clase era gratis y me esforcé para seguirlos. Ya no quería terminar la carrera corriendo en stand-by. Quería dar más, lo mejor de mí, no guardarme nada. Salir a “quemar”. Aunque ya no tuvie-ra mucha velocidad, tener la actitud. Llevaba seis meses con esta maratón en la cabeza y la estaba terminando. Ya estaba

en Columbus Circle. Ahí había tomado el micro a las 5.30 de la madrugada, con frío y sueño, sin ninguna ganas de correr, para ir a la largada en Staten Island. Habían pasado más de diez ho-ras. Y, mal o bien, estaba ahí. Faltaría media milla, 800 metros. No sé si transpiraba la cara o lloraba, pero estaba emocionado. Empecé a recordar a mi papá con mucha fuerza. Yo lo busqué ahora. Empecé a mirarle la cara intensamente, como lo había hecho por última vez. De golpe, sentí que alzaba medio cuerpo y me abrazaba. Nos abrazábamos. Sentí la sensación física de ese abrazo. Me acompañó hasta el final.

El momento en que terminás una maratón el mundo parece haber sido hecho para vos. Aunque no puedas agacharte a aga-rrar un pañuelo, porque tus piernas son dos troncos, sentís una paz, una gratificación personal que te excede. Sos otro. Mientras caminábamos con Carolina y Adriana por Columbus Avenue, todavía conmovidos por la experiencia, pensaba que ya nunca más volvería a correr una 42K. No habría nada mejor de lo que acababa de vivir.

A la mañana siguiente, me costaba dar cada paso, pero bajé a comprar el New York Times para leer los comentarios de la carre-ra y buscarme en la clasificación. Encontré una publicidad en la contratapa de la maratón de Río 2011. “Ojalá pueda estar”, me dije. Y me puse otra vez una maratón en la cabeza. Me pregunté por qué la vida de todos los días me encontraba corriendo o escribiendo. Y una cosa más: ¿escribía para correr o corría para escribir? No lo sabía. Tampoco era tan importante saberlo.

Ahí nomás. Larraquy –el corredor 48.947– a punto de llegar. La estadística dirá que ocupó el puesto 30.769 y fue 21.618 entre los hombres.

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Crónica. Un argentino en la Maratón de NY

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Paso a paso

De BA a NY Polaroids de la aventura de Larraquy, que entrenó seis meses para correr 42,195 kilómetros.

21 .618

Cifras

17.166segundos tardó Larraquy en recorrer los 42,195 kilómetros que tiene el Maratón de Nueva York.

fue su puesto finalentre los 29.097 hombres que largaron la maratón. Hubo 340 que no llegaron a la meta.

Martes 9 de agosto El corredor se pone a punto en Puerto Madero.

Jueves 18 de octubre Lesionado en el tobillo, corre en la cinta.

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Jueves 4 de noviembre Hora de elongar en el Central Park de NY.

Miércoles 3 de noviembre Trota junto al Hudson con su entrenadora.

Domingo 7 de noviembre Larraquy luego de cruzar la meta, en Nueva York.