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Sijor, el cómplice - José Antonio Solórzano - Khaf

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SIJOR, EL CÓMPLICEelogio de la complicidad espiritual

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A mis padres, Antonio y Mª Luisa, en la otra orilla.Les hubiera gustado leer esta obra; hubieran presumido.A mis hermanos, Javi y Luisa, que la leerán y presumirán, con razón.

Pertenezco a una saga de tíos, primos y sobrinos, a quienes nos llaman «los Lucha»; así apodaban a mi abuelo José por ser hombre luchador. Pero la auténtica cristiana, muy lectora, con gusto y sensibilidad especial, fue mi abuela Antonia, a quien no conocimos. Una mezcla de ambos somos todos.

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JOSÉ ANTONIO SOLÓRZANO PÉREZ

SIJOR, EL CÓMPLICEelogio de la complicidad espiritual

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TÚ ELIGES, ¿PRÓLOGO O EPÍLOGO? Complicidad y nostalgia

Antes de que sigas leyendo, quiero hacerte una propuesta inicial: lee esta presentación una vez terminada la «nubola». Quizás se comprenda mejor y me disculpes de este largo escri-to. Hay acontecimientos u obras cuyo inicio se entienden mejor desde el final, por aquello de «el principio del fin». Todo su sentido comienza al finalizar, ¡qué paradoja! Suele pasar con muchas personas: es al final de su vida cuando se comprenden los orígenes, las decisiones tomadas, los pasos dados, los cami-nos emprendidos. El evangelio, la vida de Jesús, es un claro exponente de esto: a Jesús se le comprende mejor desde el final; quizás porque todo lo suyo fue al revés del derecho.

Pero si ya has comenzado a leer, puedes continuar. Así te sitúas y puedes ir creando complicidad conmigo.

*No voy a engañarte, amigo lector: este libro no te engancha-

rá. El que avisa no es traidor, se suele decir; aunque hay avisos muy traicioneros; con que te guste, basta.

Tampoco voy a ocultarte la pretensión de estas páginas: intentan tener un cierto matiz cristiano; desde el inicio hasta el final encontrarás ese «cierto matiz»; es algo evidente desde la

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primera línea. No es un libro/tratado de teología, ni de espiri-tualidad; tampoco es una novela, ni es un libro de historia, ni una confesión íntima. Más aún, no creo que sea del todo una «nivola» al estilo unamuniano, aunque lo parezca1.

Cuando alguien me pregunta qué es lo que he escrito, le digo que una «nubola», por ser como una nube que va toman-do distintas formas según el espacio en el que le toca moverse y adaptarse, porque, como el Espíritu y el viento, nunca se sabe de dónde viene ni a dónde va. Las nubes y el viento, desde niño, produjeron en mí una fascinación peculiar. En fin, no sé muy bien lo que es, pues no deja de ser la obra pretenciosa de un «novel» en la escritura. Si consigues finalizar su lectura,

1 Las nivolas de Miguel de Unamuno tienen unas características muy peculiares. Fue un término acuñado por Unamuno. Sus características son: 1. Predominio de la idea sobre la forma, asemejándose a las novelas de tesis. 2. Escaso desarrollo psicológico de los personajes; estando carac-terizados por un único rasgo de su personalidad, convirtiéndoles en «per-sonajes planos» frente a los llamados «personajes redondos», en los que se desarrollan muchas facetas, como se ve en los personajes de las nove-las realistas. 3. Los personajes de las nivolas son encarnaciones de una idea o una pasión. 4. Se relacionan con cierta dificultad con el mundo en torno. 5. La ambientación en las nivolas no cuenta en exceso; el lugar o la época en los que se desarrollan no son minuciosamente descritos. 6. Hay una cierta abstracción de los ambientes.

Unamuno hablaba de la gestación «vivípara», frente a la lenta y pro-gresiva producción de las novelas realistas, en las que se ve una «gesta-ción ovípara» (Unamuno dixit). Sus nivolas son de gestación «vivípara», es decir: nacimiento apresurado, no precedido de un largo tiempo de preparación, documentación y planificación. En ellas podemos ver cómo el corazón y la pasión mueven la mano de Unamuno, en una coordina-ción con su mente vivaz y sus ideas en ebullición.

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ponle tú el nombre que más te apetezca o sugiera. Yo la tildo de «nubola» porque, sin apenas darse cuenta, uno se va dejan-do envolver y arrastrar por esa «nube del no saber» en la que se va sintiendo, de manera un tanto imperceptible, ese roce de Dios, con el que forcejeas y te va venciendo, seduciendo, inva-diendo de forma tangencial o transversal en todo aquello que piensas, sientes y haces cada día en ese reino-vida que ya no es tuyo sino de Él. En concreto, estas páginas son una recreación muy personal de un acontecimiento histórico y religioso (el nacimiento del cristianismo) en una época sumamente atracti-va para el protagonista-agonista, Sijor, que si se quiere es tra-sunto del autor, pero no tiene por qué serlo. De hecho, no lo es. ¡Ya le hubiera gustado al autor vivir alguno de aquellos encuen-tros tan intensos y significativos! Otros no, por supuesto.

Tampoco sé si lo que aquí cuento es una historia de amor. Después de haber leído durante años muchas historias, solo sé que todas las historias son una historia de amor. Quizás sean la misma historia contada de muchas maneras, desde ángulos muy variados, con facetas muy diversas, con perspectivas pluriformes que hacen del amor una pasión arrebatadora, o una violencia desgarradora, o una armonía suave y cálida, o una costumbre gratificante, o una amistad plenificadora, o una complicidad sabia y grata con un sentido vital envolvente y seductor de experiencias inenarrables o narrables de forma limitada en el que las pala-bras se quedan pequeñas y hasta silenciosas…

En fin, del amor es mejor no hablar; hay que dejarle expre-sarse como quiera y permitirle que te lleve a donde quiera. Cualquier pretensión de dirigismo del amor está condenada al fracaso, porque él suele aparecer, en la mayoría de los casos, por donde no estábamos mirando. Decía Kierkegaard: «Ahon-

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dar en el propio corazón es ahondar en el corazón de todos los seres humanos».

Lo importante —y de eso sí estoy convencido, por haberlo experimentado— es que cuanta más gente te lleve en el cora-zón, mejor. Y, claro, cuanta más gente lleves en el corazón, mejor aún. Y los demás, pesan, ¡vaya si pesan!, tienen su peso específico y el corazón, tan frágil a veces, lo nota; pero ¿acaso no se trataba de eso cuando se aceptó vivir en cristiano el mis-terio de la fe tambaleante, el horizonte de expectativas de la esperanza, la realidad de la fraternidad tan conflictiva…?

Siempre se ha hablado de la sencillez de las narraciones evangélicas, algo que no creo que sea tal. La forma de presen-tar lo que nos narran sí es aparentemente sencilla, pero lo que hay detrás de cada expresión, gesto o acontecimiento evangéli-co no tiene nada de sencillo. El evangelio se puede (debe) «estu-diar» para conocer mejor su contenido y saber sus consecuen-cias exegético-histórico-literarias; se puede (debe) «leer» para disfrute personal y alimento del espíritu y así orientar la vida personal como buscador de un sentido vital; se puede (debe, pero no necesariamente) «experimentar» para configurar la vida personal como creyente dentro de una comunidad de cómplices espirituales que desean vivir en consecuencia en medio de una sociedad poco propicia a determinadas actitudes religiosas. Estudiar, leer, experimentar, tres palabras que requie-ren tres actitudes distintas. Quizás la última, la de experimen-tar, no solo requiera una actitud distinta, sino también y sobre todo una aptitud no muy común.

Por eso, escribir una experiencia que tiene como telón de fondo (y de forma) los días finales de Jesús y la vivencia, en

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complicidad posterior y en la distancia, por parte de un perso-naje-testigo, Sijor (Sijor significa sombra o turbación; por el sig-nificado de las palabras subimos a la realidad expresada), que desaparece de las narraciones evangélicas, no deja de ser tarea-ficción. No es esta una novela al uso, ni un tratado de espiritua-lidad evangélica, ni tan siquiera una recreación fiel de una épo-ca y un momento iniciático. Menos aún pretende ser y dar una visión cristológica diferente; cristologías ya hay muchas, casi todas válidas, porque la persona, el personaje y su mensaje nunca se agotan en una sola interpretación. Esta «nubola» es simplemente una «complicidad» con buscadores, para buscado-res y para los que ya han experimentado algo de esa verdad que han deseado vivir tanto por sí mismos como en relación (¿comunidad?) con otros cómplices; por eso, estas páginas son también para «encontradores», para aquellos que ya han expe-rimentando el «encuentro personal y comunitario» con la per-sona y el mensaje-proyecto de Jesús. Por eso prefiero llamarla «nubola»; una «nubola» que no es nada nebulosa.

No es lo mismo «buscar» que «encontrar». El que busca está esclavizado, obsesionado diría, por conseguir una meta, un fin; mientras que el que está en actitud de encontrar es más libre porque va aceptando todo aquello que se le muestra a lo largo de su camino-búsqueda-encuentro. Claro que queda aquello tan agustiniano: «No me hubieras buscado si no me hubieras ya encontrado».

Ahí es donde radicaría la diferencia entre la aptitud y las actitudes, aunque estas sean magníficas. Hay gente con poca o ninguna aptitud para relacionarse con el misterio y lo que ello implica. Lo saben bien los educadores. La aptitud para ser cre-yente y desarrollar actitudes de creyente no la tienen todos.

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Una lástima, pero… es así. Empecinarse, por tanto, en que mucha gente, sobre todo cuando es joven, desarrolle actitudes cristianas, sin tener aptitud o sensibilidad para ser creyente, para ser buscadora de sentido o para cultivar una cierta religio-sidad sincera… es tarea inútil. Dolorosa sí, pero inútil. Educa-dor, no te empeñes. Deja algo para Dios. Él sabrá… y si no sabe…

Los primeros cristianos tuvieron que dejarse llevar por la imaginación. Muy pocos, poquísimos, fueron testigos de lo acontecido en la vida, muerte y resurrección de ese personaje curioso, desconcertante, señal de contradicción, que fue Jesús. Vivían de oídas, de lo que les iban transmitiendo y contando y, a veces, no siempre, tuvieron la suerte de contar con algunos textos que les transmitían la «buena noticia» de ese tal Jesús. Era su imaginación, su hambre y sed de conocimiento —que iba más allá de lo que nosotros, racionalistas griegos, tenemos aún (somos más «gnósticos» de lo que creemos)— lo que les llevó a vivir y experimentar una fe cómplice con otros creyen-tes-buscadores en distintos lugares de aquel Imperio tan duro y violento. Fue su bella nostalgia, no por ello menos trágica, la que les llevó a narrarnos su experiencia en unos bellos textos portadores de buena noticia.

Hermann Hesse dice que: «La función del poeta no es la de indicar el camino, sino, en primer lugar, despertar la nostal-gia». Decir «nostalgia» no es decir tristeza, sino al contrario, tiene mucho que ver con «echar de menos» —«extrañar» dicen por tierras latinas— a alguien con el que se han vivido momen-tos plenos y dichosos. Toda nostalgia —aun teniendo algo de trágica— debe de ir impregnada de una actitud positiva, por ser el canto de una carencia; carencia de alguien o de algo que

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nos falta y que necesitamos para seguir viviendo. «La belleza es siempre trágica porque es el canto de una carencia», dice el poeta holandés Pieter Van der Meer (1880-1970), quien fue un ateo intelectual que después de mucho buscar y encontrar se convirtió al catolicismo junto con su familia y conoció el dolor de la muerte de los suyos de forma trágica. Nostalgia y belleza suelen ir unidas, porque en la nostalgia embellecemos los acon-tecimientos pasados, a las personas que extrañamos; o, por el contrario, es la belleza del recuerdo lo que produce nuestra nostalgia, despertando nuestra memoria, nuestro interior en duermevela y vigilante. Los evangelistas, sin duda, fueron unos nostálgicos; al final, tenían mucho de poetas, de creadores. Como aquí lo es el agonista Sijor.

El protagonista-agonista de estas páginas puede ser cual-quiera de nosotros que quiera saber y experimentar; que, teniendo ya unos conocimientos y experiencias previos, no aca-ba de decidirse a ser «nazareno» (cristiano), del todo, seguidor de Jesús, cómplice con otros más decididos. El protagonista es «una sombra» que busca desterrar las sombras de la luz, haciendo una «lectura-vivencia» muy personal de lo que vio, compartió y experimentó con otros. Desterrar sus propias som-bras hasta que la luz le invada del todo. Y lo hace sin precipi-tarse, sin premura de tiempo, sin fatum, porque ha entendido que la historia, como kairós (como tiempo y espacio de salva-ción), se prolonga más allá de la inmediatez fatídica del destino personal, por muy inmerso en la cultura griega en la que se encuentra. Todo apunta de manera lineal hacia el futuro y ese futuro tiene nombre de esperanza. Su «recuerdo» continuo de aquello vivido y experimentado lo va asimilando y haciendo

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presente en él y en los suyos en medio de una sociedad como la ateniense, tan abierta, tan seductora y atractiva, tan plurifor-me, tan plurirreligiosa; no menos que la nuestra.

A lo largo de los años, a la hora de escribir, siempre he teni-do muy presente esta máxima literaria: «La misión del escritor no es decir lo importante de manera sencilla, sino lo sencillo de manera importante» (Hermann Hesse). Los evangelistas lograron decir lo sencillo de manera importante. Quien escribe ahora, que en nada quiere parecerse al estilo evangélico, tam-bién tiene —como voz en off— esa máxima hessiana. El lector pronto se dará cuenta de que la sencillez narrativa del evange-lio supera con creces la manera de decirlo aquí, en este libro-purga del corazón, un tanto alambicada con la que me enfren-to, desde mi sombra, a unos textos que, siendo todo luz, no dejan de tener sus sombras; excesivas sombras aún, pero que se van iluminando con nuevas aportaciones de estudiosos, con nuevos descubrimientos arqueológicos, exegéticos, históricos, teológicos e incluso con esas nuevas visiones (tan oscuras a ratos) de los autores literarios que se dejan llevar, con libertad, de su imaginación y que tantas dudas suelen aportar, ayudan-do con ello a la discusión, al interés y al cuestionamiento de muchas gentes que, si no hubieran leído tales o cuales novelas o visto tales o cuales películas, no se habrían planteado tales o cuales preguntas.

Todo enriquece la búsqueda y el encuentro de y con la ver-dad. Si por miedo cerramos las puertas a los muchos sofismas, hipótesis, falacias y mentiras es posible que la verdad, en una de esas, también se quede afuera, venía a decir Tagore, y lo que es peor: quizás nunca nos encontremos con ella.

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Cuando me coloco ante un folio en blanco y siento la nece-sidad, la urgencia o la responsabilidad de escribir algo, suelo releer aquel aforismo de Nietzsche:

Lo más comprensible del lenguaje no es la palabra en sí, sino el tono, la fuerza, la modulación, el «tempo», con los que se pronuncian las palabras; en suma, la música detrás de las palabras, la pasión detrás de esa música, la persona detrás de esa pasión: es decir, todo lo que no puede escribirse.

Estoy seguro de que el lector sabrá poner la música adecua-da, la pasión más auténtica, la persona suya toda entera para suplir las carencias que en esta escritura encuentre.

Déjeme el lector, cómplice ya conmigo, que me apoye en el decir de otros. Hay un libro que he releído con atención y con fruición, Jesús, manantial inagotable, del francés Gerard Bes-sière; en él encontré, al final del capítulo 2, una reflexión que me parece muy certera:

Libro extraño el evangelio. Nunca se le ha leído entero. Gusta leerlo, parece que siempre queda inconcluso, que se ha omitido algo, que algo queda incomprendido. Se lee de nuevo y se siente la misma impresión. Y así una y mil veces. Como el cielo por la noche: a medida que se le contempla, se descu-bren nuevas estrellas (Dimitry Merejkovsky).

Y en el capítulo 18, G. Bessière dice:

¿He de concluir por tanto que «el polen de la flor de Gali-lea» —empleando la expresión de Merejkovsky— fecunda la historia sin que se la pueda discernir, llevada por el Espíritu que sopla donde quiere, y nadie sabe ni de dónde viene ni a dónde va? Frente a la pregunta si «soy contemporáneo de

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Jesús» ¿he de permanecer en el silencio de la oración desértica y en la tentativa siempre nueva de dar mi vida cada día, sin saber si la prodigiosa herencia del pasado de la que he nacido me hace vivir de Jesús o me transmite el evangelio como un sobre sellado? Conocemos por escritos cristianos antiguos palabras de Jesús que los evangelios no traen: cada una de esas palabras de Jesús se llama en griego «ágraphon» (no escrito). Merejkovsky dice en un libro extraño y hermoso: «El corazón del hombre es también un “ágraphon” del Señor, y quizá sin esa palabra no podríamos leer el evangelio».

Como el evangelio no es «un sobre cerrado», sino el libro más abierto y contemporáneo que uno pueda encontrar, estas pági-nas que entrego a tu lectura cómplice quieren ser también un ágraphon. Las he escrito con la calma y la pasión que mi corazón me dictaba, teniendo presente lo que mi mente ha ido recibiendo de otros más sabios y experimentados. Un amigo, que ha leído y corregido muchos libros de exégesis, me decía al leer estas pági-nas: «Sabes más que los mismos evangelistas». Y es verdad; por-que ellos saber, lo que se dice saber, sabían poco. Ellos no tuvie-ron la suerte que yo he tenido de leer, estudiar y experimentar lo que otros estudiosos me han ido traspasando. Los evangelis-tas experimentaron en vivo y en directo, pero les faltó la distan-cia, el tiempo y la reflexión (que también la tuvieron, pero a su manera; necesitaron la fuerza y la luz del Espíritu venido de lo alto o de donde fuese para atisbar mejor a Jesús y su mensaje) de muchos siglos, de muchos estudios, de muchos otros creyentes no menos reflexivos y apasionados por la causa de Jesús.

No soy exégeta, ni ya puedo aspirar a serlo; se me ha pasado el tiempo de tal estudio concienzudo. Esto no significa que no

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me interesen los nuevos aportes exegéticos. He de conformar-me con leer, de vez en cuando, alguno de ellos. Disfruto hacién-dolo. A veces tengo la sensación de que los exégetas nos «ocul-tan», si no datos interpretativos, sí interpretaciones certeras que nos dejarían tambaleantes o al menos en un estado dubitativo y de zozobra interior. Quizás sean las mismas dudas y zozobras que ellos tienen y no se atreven a confesar. Ellos acostumbran a decirnos: «Si no conoces bien el Antiguo Testamento y su simbología, su contexto cultural, sus implicaciones, su…, no puedes entender el Nuevo». Tal recomendación no me sirve, aunque pueda ser útil.

Yo, como cualquier creyente de a pie, no debería necesitar, y de hecho no necesito, saber tanto de los fundamentos «anti-guos» para poder experimentar el «acontecimiento» novedoso de la persona de Jesús y cómo le vieron y cómo le experimen-taron y cómo lo contaron a otros y lo que entendieron algunos cercanos a Él o muy próximos a los hechos.

Suelo decirme a mí mismo que para qué voy a conocer —y que conste que me encanta saber— tantos símbolos, raíces de palabras, visiones e interpretaciones bíblico-exegéticas que me ayudarían a vivir/creer/dudar de manera bien distinta si des-pués no puedo comunicárselo a otros por miedo a ... ¿a quién? La respuesta es obvia. Y resuena la voz en off que todos escu-chamos en determinados ámbitos: «la prudencia, la pruden-cia...» en ese tono tan poco convincente, pero sí muy ¿clerical?; así nos va. Procuro distinguir «las voces de los ecos» y por eso continúo leyendo algo, no mucho, de exégesis bíblica.

Al acabar cada lectura exegético-teológica, uno no puede por menos de decir aquello tan elemental que decía Santo Tomás de Aquino al final de sus días: «Prefiero mi fe», sin que

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haya de renunciar a aquello otro tan agustiniano: «Conocer para creer, creer para conocer». Casi se parece al lema de nues-tra editorial Khaf: «Leer para crecer. Yo creo. Yo leo»; y al revés: «Yo leo. Yo creo y así crezco».

Por eso, siempre me han interesado esos ágraphon de los evangelistas y de los primeros nazarenos; siempre me ha gus-tado leer y degustar lo que los «otros evangelios» no oficiales nos han transmitido, los llamados «apócrifos» —que para nada significa «falsos», sino «secretos»—; he querido conocer lo que se descubrió en Nag Hammadi o en Qumrán, o lo que, como ya he indicado, estudiosos de la Biblia nos transmiten, o lo que teólogos o autores de cristología, espiritualidad y pastoral más avezados nos dan y aportan desde su generosidad intelectual para reflexionar y ampliar el horizonte de expectativas creyen-tes; también he querido leer —ya lo he apuntado— lo que ensayistas o novelistas, imaginativos cual más, o cineastas han sembrado al viento de la duda, de ese hambre de verdad que hay en cada uno. Es Horacio quien da esa libertad a pintores y poetas, en definitiva, a todo artista: «Los pintores y los poetas siempre pudieron atreverse con cualquier cosa» (Pictoribus atque poetis quidlibet audendi semper fuit aequa potestas). Yo también me he atrevido. En fin… aquí sigo, creyendo, leyendo y experimentando (viviendo) lo que puedo.

Lo he dicho al inicio: no quiero engañar al lector y le advier-to de que si va a seguir leyendo no espere encontrar en este «evangelio-sombra-luz» páginas con un apasionamiento subyu-gador, con luchas violentas, con pasiones e infidelidades arre-batadoras de cualquier índole, con tramas ocultas que haya que descifrar, con tesis indemostrables o con truculencias nove-

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lescas tan al uso para el éxito no sé si fácil u oportunista. No encontrará aquí nada de todo eso que hace de un libro-novela un crack, que dicen ahora. Quizás sea porque no he pretendido escribir una novela sino una «nubola», o lo que es lo mismo: una pequeña purga del corazón —que ni tan siquiera llega a «catarsis», porque no hay motivo para ello—, pensando más en «amigos cómplices» que la leerán con cierto agrado y con una sonrisa no menos cómplice. Cuando escribo algo, que no es mucho, suelo tener muy presente —dentro de las muchas teorías crítico-literarias al uso— la llamada «estética de la recepción», que tiene en cuenta a quien recibe la obra, la lee y la interpreta en su contexto determinado, con sus cosmovisio-nes y anhelos propios, con sus personales búsquedas y preocu-paciones por el sentido.

Soy muy consciente de aquello que escribía Cesare Pavese en El oficio de vivir. El oficio de poeta: «La tragedia de todo escritor es que por oficio tiene un público, mientras que por vocación busca almas gemelas». Almas gemelas no significa que hayan de ser iguales; con ser cómplices de una búsqueda común, de unos encuentros, anhelos y orientaciones vitales comunes, ya es suficiente. Tengo para mí que, por suerte, cuen-to con bastantes cómplices en la búsqueda-encuentro interior cristiana.

Solo busco una cierta complicidad con el buscador-lector. Quiere ser este un libro compañero de viaje, que no de viajes. De ese viaje personal e íntimo en el que al final uno vuelve al principio para releer: «Entonces todos los discípulos le aban-donaron y huyeron…» como han hecho tantos compañeros de camino en este momento crucial, de cruce de caminos e inte-reses.

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¿Seré uno de ellos? Espero que no: lo que sí tengo para mí como certero es que quiero pertenecer a esa «gente que recibe con gusto la verdad» (Flavio Josefo), «venga esta de donde viniere» (Santo Tomás de Aquino). En tal proyecto-trayecto me encuentro.

No tengas miedo a juzgarme, amigo-lector-cómplice. Yo ya lo he hecho. Eso sí, no he huido de nada. Ni pienso hacerlo. Cada día rezo «no me dejes ceder a la tentación… (de huida)», me digo a mí mismo… aunque hay mil razones para ello. Y resuenan en mí las palabras del Maestro:

—¿Vosotros (tú) también queréis marcharos...?—¿A dónde vamos (voy) a ir si solo tú tienes palabras de vida

eterna…?Eso sí, imposible negar el cansancio…

La Canal (Cantabria), 5 de agosto de 2009Festividad de Ntra. Sra. de Las Nieves o Virgen Blanca

Lausanne (Suiza), 8 de agosto de 2010Festividad de Santo Domingo de Guzmán

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